Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Crítica Desmemoria

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 11

Des-memoria

y teatro argentino de post-dictadura

(desde dos obras de dramaturgas argentinas: La Complicidad de la Inocencia, de


Patricia Zangaro y Adriana Genta y Esa extraña forma de pasión, de Susana Torres
Molina)

Por Luis Sáez

Cuando mi hija me preguntó cierta vez qué era la memoria, recordé una
frase que me contó mi amigo, el actor Fernando Armani, y que algunos
atribuyen a Borges: “el pasado es lo único que podemos modificar”. El
pasado, no el futuro. ¿A qué alude esta (aparente) paradoja? ¿Entonces la
memoria no es solamente lo que recordamos? Es también su contracara? Lo
que no podemos o no queremos recordar?
Y porqué olvidamos?
Por incapacidad, por intolerancia, por cobardía?
Será que nos condenamos olvidando?
O será que el olvido se lleva todo, incluso lo que nunca ocurrió?
En cuyo caso, ¿lo que no fué pero pudo ser se salva de la muerte, a costa de
nuestra nostalgia?
¿Convirtiéndonos en idiotas útiles de la melancolía?
O será que hemos pasado vidas enteras y toda una historia des-recordando?

El llamado Proceso de Reorganización Nacional produjo, es bien sabido, una


suerte de compulsiva amputación en la historia institucional, política, social
y cultural del país. Una brutal intervención quirúrgica sin anestesia ni
derecho a réplica. Como era de esperarse, la llegada de la democracia nos
instaló en una flamante urgencia: la de dejar atrás el oprobio de la dictadura
lo antes posible, como quien intenta borrar de un plumazo una pesadilla
reciente, y al mismo tiempo, demasiado real. Rápidamente se enjuició a los
responsables uniformados de aquella barbarie, incurriendo en la peligrosa
ingenuidad de olvidar las complicidades de una sociedad y de las
instituciones que las regían, llamárense políticos, magistrados, altos
prelados, empresarios, periodistas, sindicalistas, conductores televisivos y
hasta deportistas. El proceso inverso al Proceso Militar conllevó y conllevará
feroces pero indispensables desenmascaramientos y reconocimientos de
errores y traiciones para asumir alguna vez que la violencia criminal que
cobró unas 30.000 vidas tuvo su germen (o si se quiere, su pretexto) en un
tambien criminal decreto firmado y respaldado por un gobierno
constitucional. La discusión sigue pendiente, como abiertas las heridas y
enconos que nos impiden crecer como sociedad y como país.

La dictadura ha significado, para mí, el mal absoluto. No me salen matices


para explicarla. Quiero decir, asimilo a aquellos militares con el régimen
nazi y eso me impide comprender las razones de los que trabajaron de
cerca o de lejos para ella, de los que colaboraron e incluso de quienes
fueron actores pasivos pero conscientes. No les creo una palabra a los que
dicen aún hoy "yo no sabía lo que pasaba". Me es imposible perdonar aquel
"por algo será", el "somos derechos y humanos". Me siguen pareciendo
inexcusables las conversaciones y los toqueteos con el poder. Los
almuerzos de intelectuales con Videla. La estrategia de la reverencia, el
codazo y la palmada. Era mejor estar equivocado contra la dictadura que
tener razón obedeciéndola...

(Osvaldo Soriano, Página 12, 1996)

El co-relato de esto que buscamos expresar, en materia cultural, no hace


sinó agudizar esta sensación de memoria incompleta, parcial, y por lo tanto
frágil, endeble. Porque no se construye memoria, insistimos, dejando
desesperadamente atrás lo que nos precede, por incómodo o atroz que nos

2
resulte. O clamando “mantos de piedad” para sepultar al pasado donde
creemos que debe quedar; en un discutible nunca más que conjugue culpas
propias con locura y crueldad ajenas. Y la fenomenología escénica de la
postdicadura, si en algo se caracterizó, fue en la gestación espontánea de
un multifacético mosaico donde, gradual y paradojalmente, el pasado
inmediatamente anterior al proceso fue quedando excluído, casi como un
peligroso testigo de la miseria de la que todos fuimos parte y buena parte
de la sociedad, cómplice.

Mataron a treinta mil jóvenes y a algunos viejos, guerrilleros o no.


Destruyeron la educación, los sindicatos combativos, la cultura, la salud, la
ciencia, la conciencia. Desterraron la solidaridad, el barrio, la noche
populosa. Prohibieron a Einstein y a Gardel. Abrieron autopistas y llenaron
de cadáveres los cimientos del país; dejaron una sociedad calada por el
terror que en estos días asoma en el juicio de Catamarca. Somos al mismo
tiempo el testigo que se desdice y la valiente monja Pelloni. Somos el juez
iracundo, el abogado gordo y el tipo al que retaron por estar con las manos
en los bolsillos. ¿Acaso no fue la dictadura, su largo brazo estirado a
través del tiempo, la que mató a María Soledad? ¿No es el Proceso
que sigue asesinando pibes, asustando, castrando por procuración?
Lo que pasó en las almas de los argentinos entre 1976 y 1983 es
todavía un enigma. Los veinte años que hemos vivido después
fueron una sucesión de avances y retrocesos, de incógnitas
abiertas.

(Osvaldo Soriano – ídem)

¿Qué le ocurrió al teatro argentino con el advenimiento de la democracia? A


una inicial y previsible euforia, donde dramaturgos y teatristas prohibidos
por los militares como Cossa, Gorostiza, Pavlovsky o Gambaro recuperaron
protagonismo, incluso en teatros oficiales, sobrevino una especie de
banalización cultural, correlato del inevitable desencanto que produjeron el
deterioro y caída del gobierno de Alfonsín, y la posterior gestión menemista,
plagada de corrupción y medidas impopulares como el punto final, o los

3
planes económicos que condenaron a la pobreza y a la marginalidad a
millones de argentinos. El teatro, como no podía ser de otra forma, tambien
tuvo necesidad de poner en acción aquel traumático desencanto. Los
militares habían matado y robado a mansalva. Pero en su lugar, los
demócratas seguían robando y perdonando a los asesinos, “liberando
pájaros enjaulados” y complicándose con ellos en negociados cívico-
militares vergonzantes ante el mundo, como el escándalo de venta de
armas que culminó con la voladura de Río Tercero. Unos años antes el hito
fundamental de la resistencia, Teatro Abierto, había culminado su breve
pero fructífera historia dando oportunidad de mostrarse por primera vez a
Nuevos Autores y Nuevos Directores, nombre con que fue bautizado el
último capítulo del ciclo, en 1985, si bien la energía y el espíritu de la
propuesta reverdecerían años más tarde en ciclos como Teatro por la
Identidad o Teatro por la Justicia, quedando en evidencia que al menos para
una parte de la sociedad la des-memoria no era ética ni políticamente
aceptable.
¿Porqué Teatro Abierto no se pudo sostener en el tiempo? Los responsables
de su gestación sintieron que se habían cumplido los objetivos que le habían
dado origen y razón de ser (la resistencia a la dictadura) y tanto la crítica
como el público terminaron perdiendo interés en la recurrente temática de
sus obras, necesitados que estaban de abonar con un futuro posible la
flamante esperanza que conllevaba la llegada de la democracia y el juicio a
las juntas. ¿O acaso necesitábamos empezar a tomar distancia del pasado
reciente? Y tomar distancia no se parece a olvidar? Dice una voz popular
que solo el tiempo afirma la condición del recuerdo. Nos permitimos
arriesgar que el olvido, en cambio, tiene prisa por esconder lo que duele o
estorba.
Interesa y mucho el punto de vista de Jorge Dubatti, lúcido observador y
recopilador del panorama teatral post-dictadura:

El cánon del teatro argentino en la postdictadura se caracteriza por la


atomización, la diversidad y la co-existencia pacífica, solo excepcionalmente
beligerante, de micropoéticas y microconcepciones estéticas, por lo qu
elegimos llamarlo el “cánon de la multiplicidad” (...) El nuevo fundamento
de valor se manifiesta condicionado por la crisis de la creencia en el
progreso del avance de la humanidad hacia una igualación democrática y

4
social y por la relativización o desarticulación del mito del progreso infinito,
del valor de “lo nuevo” como instrumento de cuestionamiento y
“superación” de lo anterior, del proceso universal de secularización, del
mito del dominio humano de la naturaleza, y del principio racionalista del
“saber es poder”.

Lejos de disentir con el fundamentado criterio de Dubatti, nos permitimos


sin embargo observar que, dentro de ese cánon caracterizado por la
diversidad y en gran parte por el descreimiento y la auto-referencialidad,
cuando no por una universalidad distanciadora, el ejercicio de una memoria
crítica también reclama su lugar en el teatro argentino de la post-dictadura,
buscando echar una mirada sobre ciertas conductas que el abuso
desmedido de poder potenció y capitalizó en provecho propio en los
llamados años de fuego.
En “La complicidad de la inocencia (terror y miserias de la clase
media argentina”, de Patricia Zangaro y Adriana Genta, y en “Esa
extraña forma de pasión”, de Susana Torres Molina, se indaga
profundamente en estas cuestiones desde una perspectiva generalmente
inquietante, a veces piadosa, siempre lúcida. Interesa resaltar, en cualquier
caso, la voluntad de las autoras de rescatar del olvido aquellas conductas
que Soriano venía denunciando desde 1996 y que 15 años después siguen
evidenciando la discusión que como pueblo y sociedad, insistimos, nos
seguimos debiendo.

En “La complicidad...” el motor dramático, y el núcleo temático primordial,


es el miedo. El miedo como marca de identidad, envileciéndonos e
instalándonos en conductas aberrantes como la discriminación, el
colaboracionismo o la intolerancia. Desde el título mismo, este texto de
clara voluntad política denuncia las trampas de un discurso que, en tiempos
de autoritarismo, termina resultando funcional al que detenta el poder y que
podríamos sintetizar en la necesidad de mostrarnos inocentes a cualquier
precio, incluídas la propia dignidad y la integridad ajena. A la manera de
Brecht en “Terror y miserias del tercer Reich”, Zangaro y Genta eligen
tambien la fragmentación como estrategia narrativa, en historias

5
encadenadas por un relato-bisagra: un niño invita al público a conocer la
historia que convirtió a un hombre en monstruo, narrada por el propio
protagonista. El Monstruo (eso que alguna vez tuvo la apariencia de un
hombre) se expone, y al mismo tiempo se oculta pudorosa, acaso
piadosamente, bajo una manta, y presumiblemente narrará su historia a
quien pague por oírla. Pero el monstruo está cansado de contar aquello que
la gente quiere oír, y que, desde luego, no guarda relación con lo que
verdaderamente ocurrió. Necesita contar lo que le hicieron y denunciar a
sus responsables. A pesar de las vejaciones y mutilaciones que ha sufrido,
no han podido extirparle un último resto de dignidad. El niño, por su parte,
sabe que esa no es la historia que la gente, al menos la clase media aludida
en el título, pagará por oír. Y necesita comer, sobrevivir como sea. El dilema
de esta historia parece ser: ¿Quién termina siendo más monstruoso: el que
expone sus llagas por un plato de comida o el que paga por escuchar
mentiras que adormezcan su conciencia? Y mientras el niño procura
infructuosamente llamar la atención de un público mas interesado en magos
y payasos, se van desgranando las historias mínimas que conforman la
esencia de “La complicidad...”; historias que, antes que hablar del miedo,
son el miedo; que lo encarnan y (nos) espejan... el miedo, ya no como mero
condicionante, sino como conmovedora forma de des-relación entre seres
que se aferran a sus pequeños ritos y mezquindades cotidianas como a una
exigua tabla de salvación-condena, como ocurre con el tachero mundialista
de Marchen, que se orina encima mientras sueña despierto con los astros
de la Selección Nacional, o como ocurre con la pareja de El olor, donde un
encuentro amoroso largamente postergado deviene delación y sexo como
medio de punición y expiación de culpas. Interesa resaltar, en todo caso, la
voluntad de las autoras por bucear en esta zona oscura de nuestra historia a
través de un lenguaje mínimo, donde lo citidiano deviene siniestro por
simple (y fatal?) decantación. Como en el conmovedor skecht de
cumpleaños de la hija del desaparecido (Por algo será...) donde las dos
protagonistas (la madre de la nena recien llegada al pueblo y la vecina que
la recibe en ausencia de la dueña de casa) terminan inculpándose
mutuamente de un hipotético y difuso delito (Pensar? Sentir? Indentificarse
con el desaparecido?) delito que, paradójicamente, ninguna de las dos se
anima a asumir y que las redimiría, humanizándolas. El miedo puede más.
El mismo miedo que paraliza a las dos chicas encerradas en el baño del bar

6
(Retretes), cautivas de una situaciòn absurda y cruel, y que nos instala en
otro interrogante, muy a la medida de estos tiempos: qué significa “ser
humanos”? La crueldad, nos humaniza? Potencia lo peor de la especie?
Alguien escribió por ahì que la piedad nos diferencia de las bestias. He aquí
que la crueldad también, para para desnudar nuestros abismos. Por eso,
cuando la piedad aparece en estos textos, sus personajes se complejizan y
enriquecen hasta conmovernos, ya sea por identificación o por rabioso
rechazo. La piedad con que estas mujeres olvidadas en el baño de un bar
cerrado (cautiverio que es tambièn metáfora de otros terrores, tambien sin
salida) se conmueven hasta el llanto al comprobar que el bulto embolsado y
sanguinolento que les han arrojado al baño es una perra callejera,
parturienta, apaleada hasta la muerte junto a sus crías, convirtiendose
también este mínimo crimen en metáfora de la gratuidad de poner un pie
en la muerte antes que en la vida por el simple ejercicio de la más impune
crueldad. Gratuidad que arrasa con la razón, que la asesina en la pregunta
final de Vivi: “Con lo que amo a los perros. Porqué le habrán hecho esto?
Porqué?”
Pregunta que inevitablemente remite a otras: ¿Porqué los exterminios? El
fanatismo no le debe explicaciones a niguna razón, a ninguna justicia? Dios
ausente sin aviso?

Acaso tambien sea piedad lo que moviliza a Beatriz, la escritora


protagonista de Loyola (una de las tres historias con conforman “Esa
extraña forma de pasión”) a exorcizar a través de su obra las pesadillas y
demonios de otros tiempos, como ocurre en Sunset y Los Tilos (las otras
dos historias que completan la trilogía). Historias protagonizadas (y
agonizadas) por mujeres (mujeres que tal vez ella misma fué, como queda
sugerido en su condición de ex detenida desaparecida, perspectiva que la
puesta, a cargo de la propia autora, pareció realzar entrelazando las tres
historias en un tiempo teatral único, donde el pasado con sus fantasmas y
sus heridas abiertas sigue latiendo y doliéndole al presente como si ningun
tiempo físico ni espiritual fuera pasible de transcurrir entre ambos)
En la primera historia, Sunset, una detenida “recuperada” (Laura) mantiene
una relación de tortuoso amor con Carlos, uno de sus verdugos, afectado a
su “recuperación”, que termina enamorándose de ella, considerándola algo

7
así como “su obra”, un “buen trabajo” del que, además de enamorado, está
orgulloso. El tercer personaje en discordia es Miguel, camarada de tareas de
Carlos, que desea a Laura como quien codicia un trofeo peligroso y al
mismo tiempo, tentador. Pero viene a ocurrir que en Sunset no es es
aconsejable fiarnos de lo que vemos; es dificil intuír qué siente realmente
Laura por Carlos, ni mucho menos predecir si el amor de Carlos y Laura
sobrevivirá mas allá del perverso mundo en que se originó, o mas allá del
futuro que ambos juegan a proyectar, y que incluye la distancia (España,
Río de Janeiro) como forma de escribir otra historia que sepulte en el olvido
la circunstancia que los unió. Los trazos que Susana Torres Molina (o la
escritora Beatriz?) imprime a sus criaturas son, insistimos, precisos,
certeros, y terminan configurando una poética singularísima, desprovista de
golpes bajos pero no excenta de piedad, plenamente integrada a la
organicidad del relato, ya que es en la condición humana mas degradada
donde la piedad (la piedad sin ejercicio ni aspavientos) humaniza y
complejiza dicha condición. Así, a través de gestos y elecciones tambien
mínimos, la psicología del verdugo-apropiador deja al descubierto su
paradojal contracara: la del verdugo-amante, capaz de sentir algo parecido
al amor, pero sin derecho a réplica. Se lo puede llamar amor? ¿Será posible
el amor después de la devastación, especialmente si esa devastacion nos
complica e involucra? Torres Molina (o su alter ego, la escritora Beatriz)
parecen apostar pudorosamente (piadosamente?) a que sí. Por eso Laura se
permite plantear (casi imponer) a Carlos una última condición que confirme
y de alguna forma legitime aquello que los une. “Necesito quedar libre”, le
dice. “Necesito elegirte”. Y Carlos, que parece a punto de reaccionar
violentamente ante el inesperado planteo (desde cuándo un objeto plantea
a su apropiador?) finalmente cede y acepta el riesgo de perder a Laura, una
nueva Laura, una Laura-ser, y no una Laura-cosa. Gesto de última libertad
que humaniza a estos seres hundidos en la abyecciòn de un sistema que ha
dispuesto de ellos como piezas de un perverso ajedrez. Por primera vez,
Carlos parece dispuesto a asumir el riesgo de patear el tablero. En la última
escena, confiesa a Miguel su deseo de abandonar la “actividad” y pedir
cambio a otro destino. El dato no es menor; otra historia espera a Carlos y
Laura fuera de este reducto sucio de muerte y locura. Qué clase de historia?
Una extraña forma de pasión que de alguna forma, acaso inexplicable o
inexcusable, se termine pareciendo a la piedad, y a su contracara...

8
situación que se reitera en Los Tilos, la segunda historia de la trilogía, donde
dos militantes (Celia y Paco), escapando de razzias y procedimientos, en
plena cacería desplegada por las fuerzas de seguridad en todos los rincones
del país, comparten una habitación de hotel alojamiento buscando un poco
de descanso y sosiego. A cambio de eso, la posibilidad concreta de una
delación o de un procedimiento relámpago convierten el encuentro entre
Celia y Paco en otra sucursal del miedo, que es como decir, otra sucursal del
infierno. Privilegio del miedo: socavar y derruír todo aquello que sucumbe a
su fatal contaminación. Celia, que se permite dudar sobre la militancia que
la ha llevado a esta situación, y Paco, firme en sus convicciones y dispuesto
a lo que venga con tal de sostenerlas, se enfrentan en acusaciones
degradantes que los conducen a un clímax inesperado: abrazados y
quebrados como criaturas, estos dos seres desvalidos y librados a una
suerte desdichada, encuentran por fin en el otro el impostergable sosiego.
El abrazo final es un canto de piadosa, pudorosa esperanza y a un tiempo,
cabal conciencia de que el otro es lo único que les queda. Se tienen, luego,
la vida sigue.
El texto de Torres Molina es, en su conjunto, propiciador de múltiples e
inquietantes lecturas, porque se atreve con la incorrecciòn política de no
tomar partido por sus criaturas, dejando librado al lector-espectador la
repercusión que su propia subjetividad le dicte. Como todo texto llamado a
trascender su tiempo, nos instala en interrogantes cruciales pero nunca se
permite el facilismo de sugerir salidas...

Muchas (y seguramente inevitables) coincidencias hermanan a estos


espléndidos textos, valientes y necesarios. Temáticas (la necesidad de
recordar conductas aberrantes como la demonización del prójimo, el miedo
a caer bajo el estigma de la sospecha, la salida facilista de la delación antes
que correr riesgos “inmerecidos” y, en general, la puesta en acción de
consignas que hicieron tristemente célebre aquel período negro de nuestra
historia, como el “por algo habrá sido”, o aquello de auto- considerarnos
“derechos y humanos”, en alusión a los organismos de derechos humanos
de todo el mundo que clamaban y reclamaban por una realidad pesadillesca
que no pudimos o no quisimos aceptar), pasando por procedimientos
formales y poéticos que incursionan en el riesgoso camino de la historia

9
dentro de la historia, con resultados dramáticamente muy logrados; la
pareja del niño y el hombre-monstruo de “la complicidad” juegan en ese
sentido un papel similar al de Beatriz, la escritora de “Esa extraña forma...”
alternando los relatos de Sunset y Los Tilos, ambientados en plena época
del Proceso, con el presente real y concreto de Beatriz, particularmente
movilizador por cuanto está siendo entrevistada por un joven periodista,
Manuel, hijo de un desaparecido que tal vez ha compartido con ella el
mismo lugar de detención pero que no volvió de aquel infierno. En la escena
final, cuando Manuel carea a Beatriz con la foto de su padre muerto, la
historia de Loyola llega a su punto cúlmine: Manuel se aferra al testimonio
de Beatriz como a una especie de memoria de segunda mano. Necesita
reconstruir los últimos momentos de su padre, aunque sea por una
referencia incierta e improbable... ¿Podremos armar la memoria con lo que
ni siquiera sabemos si fué? Será eso la memoria mutilada: dispersos
pedazos de un rompecabezas que ningún Dios podrá ayudarnos a armar?
El último nexo, acaso el más significativo, que emparenta tan
profundamente a estos textos se relaciona con una cuestión de género, no
por obvia, insoslayable a la hora de enunciar sus fundamentos de valor: la
autoría femenina. Y aquí ya no es posible hablar de meras coincidencias si
tenemos en cuenta que mujeres salieron hace casi cuarenta años a dar
vueltas a la plaza mayor reclamado por sus hijos, desafiando la medrosa
indiferencia del pueblo y las cargas de infantería. Mujeres siguen
reclamando hoy por los nietos que otras mujeres parieron en cautiverio,
mientras el pueblo macho y marmota gritaba los goles del mundial agitando
la banderita libre del todo vale y apoyando la bravuconada genocida de
Malvinas, o celebraba los guiños cómpices de los bufones de turno, y hasta
les levantaba monumentos en la Calle Corrientes, como a próceres...
¿Y entonces?
¿Será que no aprendimos la lección?
¿Y que nos afirmamos en nuestra vocación de campeones de la des-
memoria y el canibalismo? Por eso mismo (porqué otra sin-razón, sinó?)
otras madres, ahora llamadas del Dolor, claman por otros desaparecidos del
gatillo fácil o la trata de blancas, volviendo a confirmar aquella lúcida
presunción de Soriano, que hoy, como recuerdo de un recuerdo, nos sacude
la des-memoria: “El largo brazo de la dictadura, el mismo que mató a María
Soledad” escribió Soriano, y nos permitimos agregar que ese mismo brazo

10
hoy arma con pistolas de grueso calibre a pibes de doce años o perpetra a
sangre y fuego secuestros extorsivos, orientados por policías exonerados
(Grupos de tareas?). Ese mismo brazo (que escribió el primer párrafo de
nuestra historia de país civilizado con sangre de indios desorejados), sigue
asesinando pobres en Santiago del Estero, Chaco, Formosa y donde fuera
menester, aprovechando la pasividad de los gobiernos y la indiferencia de la
sociedad, embrutecida de plasma y autito cero kilómetro.
Y volvemos al comienzo, que es como decir: volvemos a los mismos puntos
suspensivos, mas suspensivos que nunca... De qué sirve la memoria? Nos
mejora? Nos pone cara a cara con nuestras virtudes y miserias? O simple y
fatalmente, nos confirma apenas (y a penas) en aquello que, mal o bien que
nos pese, debíamos ser? Tanta agua debió correr bajo el puente? Y lo que es
peor: tanta sangre ignorada, seguirá corriendo? Tal vez las estrofas de Silvio
Rodríguez echan un poco de luz sobre el asunto cuando aventuran que

“el sueño se hace a mano y sin permiso


arando el porvenir con viejos bueyes...”

o traído a nuestra propia historia;

sólo creando puentes genuinos con lo que fué,


moldearemos lo que vendrá...

11

También podría gustarte