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1 Cristología y Seguimiento

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1 Cristología y seguimiento

La cristología preconciliar se componía de dos tratados: De Iesu, legato divino y


De Verbo incarnato (MOINGT, J., 1995, Vol. I, p. 7-16). El primero consistía en
demostrar que Jesús era el enviado de Dios y que no era un simple ser humano.
Se apoyaba en los milagros como acciones sobrenaturales. El segundo tratado
explicaba cómo lo que Jesús hacía era propio de la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, el Verbo. Sin embargo, el sujeto de la acción y la reflexión no
era Jesús de Nazaret sino el Hijo eterno de Dios. La cristología postconciliar, por
el contrario, entiende que en Jesús se da una unidad indisoluble entre lo humano
y lo divino, porque “el que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el
hombre perfecto” haciendo que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes 22).
La novedad conciliar llevó a que la reflexión cristológica latinoamericana se
enmarcara dentro de la praxis discipular que llamamos seguimiento, pues
conocer a Cristo es seguir su praxis histórica en medio de los pobres (SOBRINO,
J., 1991, 56). Esto significa que el conocimiento de la relación de Jesús con su
Padre y con su época es el que obtuvieron sus discípulos a través del
seguimiento. Ellos tuvieron que recordar lo de Jesús, sus palabras y gestos, todo
aquello de lo que ellos habían sido testigos. Este recuerdo primero llevó a la
pregunta por el sentido que comenzó a desvelarse en el discernimiento
pospascual.
Por ello, aunque tengamos en cuenta lo que puede conocerse científicamente
sobre Jesús de Nazaret, la cristología está basada en lo que los testigos
recuerdan y nos dicen de él, tal como lo consignaron en el Nuevo Testamento y
sobre todo en los evangelios (DUNN, J., 2009, p. 167). Las investigaciones
contemporáneas han insistido en la importancia de rescatar la historia de Jesús o
lo que tiene de histórico y significativo para su época. Éste es para nosotros el
Jesús de la historia o Jesús prepascual. Sin embargo, Jesús es mucho más que los
datos históricos que podamos saber acerca de él. Es una persona vista desde la
fe, desvelada por el Espíritu (Jn 14,26) y actualizada en el seguimiento.
2 Método y punto de partida
El estudio Cristológico se motiva en la pregunta que le hizo Jesús a Pedro:
“¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27-30). A lo largo de la historia se
han manifestado diferentes respuestas. Cada una presupone un punto de partida
metodológico. Podemos mencionar algunas (LUCIANI, R., 2005, p. 17-116):
(a) Afirmaciones dogmáticas: algunas investigaciones parten de los dogmas
definidos en los Concilios Ecuménicos. Es el caso de Calcedonia (451 d.C.) al
afirmar que en Cristo cohabitan dos naturalezas, una humana y otra divina,
unidas, sin divisiones. Habría que considerar aquí que los dogmas son siempre
un punto de llegada en los procesos de reflexión eclesial y no un punto de
partida (RAHNER, K., 1961, p. 51-92);
(b) Afirmaciones bíblicas: otras investigaciones asumen como punto de partida la
proclamación de la fe en Jesús a partir de los títulos cristológicos (Hijo de Dios,
Hijo del Hombre, Mesías) o desde las teologizaciones que se han hecho de los
acontecimientos más importantes de su vida (la Resurrección). Habría que
precisar que el Nuevo Testamento es el Antiguo Testamento aconteciendo de una
manera completamente nueva, definitiva y plena en la persona de Jesús de
Nazaret. No podemos separar ambos testamentos, como tampoco tratar a los
pasajes bíblicos sin su debida correlación con nuestra época;
(c) El Kerygma: según esta postura el verdadero Cristo es el Cristo predicado por
los evangelistas, como sostuvo Martin Kähler en 1882 en su conferencia El
llamado Jesús histórico y el Cristo existencialmente histórico y bíblico. Para esta
escuela no podemos saber acerca de su vida histórica como tal;
(d) El culto: según otra corriente, el Cristo total sólo se descubriría en el culto
eclesial. El peligro radica en caer en ciertos espiritualismos y subjetivismos que

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relativicen la experiencia social y comunitaria de la fe en Jesucristo, así como de
entender a la liturgia como fuente y no como celebración, colocándola por
encima de la Escritura;
(e) Teologías postconciliares: el jesuita Karl Rahner propone un giro
antropológico en consonancia con el Vaticano II. Entiende que la humanidad de
Cristo es sacramental y, por ello, su carne, es decir, su humanidad, es el camino
concreto para acceder al misterio de Dios. Así da paso a la vía antropológica
como lugar de conocimiento y de encuentro con Dios;
(f) Latinoamérica: partiendo del Jesús Histórico se invita a leer los signos de los
tiempos de nuestra realidad presente para asumir el compromiso por la
Liberación de las situaciones que niegan la presencia del Reino de Dios. El punto
de partida es el seguimiento de Jesús que establece siempre una correlación
entre el modo cómo Jesús vivió y asumió su época, y la toma de conciencia
frente a la realidad de injusticia que vivimos en la nuestra. Por ello, la cristología
latinoamericana no parte de una pregunta aislada sobre los datos recuperables
de la vida histórica de Jesús. Aquí, se entiende por histórico a “las actividades de
Jesús para operar sobre la realidad social y transformarla en la dirección precisa
del Reino de Dios. Histórico es lo que desencadena historia” (cfr. SOBRINO, J.,
1991, p. 77). Se rompe así con la teología de la primera ilustración, en la cual
sólo se libera el pensamiento, la razón, más no la realidad sociocultural en todas
sus dimensiones. Este punto de partida exige un regreso a Jesús de Nazaret, al
Jesús de los Evangelios, y el impacto de sus palabras y gestos para el mundo de
hoy.
3 Regreso a los Evangelios
Esta necesidad de regresar a los Evangelios planteada por las investigaciones
contemporáneas no buscan reconstruir una biografía de Jesús, sino su praxis
histórica en cuanto actual e interpelante. Sin embargo, la distancia cultural entre
las primeras comunidades y nosotros hace que algunos términos no se entiendan
con claridad hoy. Por ello, debemos tener en cuenta los géneros literarios tanto
del judaísmo como del helenismo, y las características redaccionales propias de
cada evangelista. Hay que distinguir entre los hechos prepascuales y las
interpretaciones postpascuales, pero partiendo de la unidad indisoluble existente
entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.
El diálogo entre la ciencia histórica y la teología protestante alemana permitió
rescatar la relación entre la persona de Jesús, predicada por los discípulos tras la
Pascua, y su mensaje del Reino, centro indiscutible de interés del Jesús
prepascual. Sin embargo, la teología dialéctica insistió, luego, en la dificultad de
reconciliar el carácter escatológico del mensaje de Jesús con los datos accesibles
por la ciencia histórica. De este modo, sólo se podía llegar al kerygma
proclamado en la Iglesia. Estos primeros debates llevaron a posturas fideístas,
como la de los postbulmanianos, que sostuvieron poder creer en Jesús sin saber
nada histórico de él. Estos debates contribuyeron con la necesidad de pensar una
nueva articulación del discurso sobre la pertinencia de la historia en la teología.
Esta es la tarea de hoy, es decir, fundamentar de nuevo la proclamación de la fe,
el kerygma, en el relato evangélico que se nos da como paradigma de
discernimiento y seguimiento. El teólogo tiene el reto de aprender a leer el
evangelio a la doble luz de la historia y de la fe, sabiendo que dicha relación no
es necesariamente convergente, pero sí expresa la fe de la Iglesia.
La cristología latinoamericana ha contribuido en advertir que los textos del
Nuevo Testamento no pueden ser usados de forma aislada con la sola
preocupación de estratificarlos hasta lograr probar lo que pudo haber dicho o
hecho Jesús mismo, y lo que posteriormente fue construido por las comunidades
pospascuales. Tampoco han de estudiarse con la sola pretensión de comprender
a Jesús en el marco histórico del judaísmo del siglo I. Un elemento clave es ver la
trascendencia que brotó del espíritu con el que Jesús vivió, el cual provocó una

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novedad radical respecto al mismo judaísmo a partir de su opción por el Reino de
Dios. El reto para la actual investigación es el de lograr transmitir nuevamente el
impacto que produce la humanidad de Jesús en el hoy de nuestra historia,
iluminando los grandes problemas que afrontamos globalmente. Se trata de
correlacionar el modo en que él vivió —según las Escrituras y como oyente de la
palabra del Padre— con el modo en que, luego, sus seguidores, impactados por
ese estilo de vida, debían transmitirlo en un contexto hermenéutico judío; y a
partir de este marco podemos, entonces, correlacionarlo con el modo en que
nosotros estamos llamados a actualizar su mensaje en nuestras realidades
concretas.
Tal aproximación permitirá ir descubriendo el proceso de Jesús, como fue
discerniendo y asumiendo aquellos rasgos de humanidad que correspondían
fielmente al proyecto del Reino a la luz de las Escrituras, seleccionando las
tradiciones proféticas y sapienciales que expresaban mejor la imagen que fue
brotando de su experiencia del Dios del Reino. Proceso que se inicia con el
acontecimiento que se representa en el Bautismo de Jesús.
4 Bautismo y mesianismo asuntivo
La conciencia histórica de Jesús se enmarca inicialmente tanto en la
espiritualidad de los pobres de Yahvé compartida por su madre, cuanto en el
discernimiento personal que hace de su vocación humana como seguidor del
proyecto del Reino, según fue predicado y creído por Juan Bautista. Jesús no solo
se bautizó (Mt 3,13-15; Mc 1,9; Lc 3,21) sino que también comenzó a practicar y
a fomentar el rito del bautismo entre sus propios discípulos y seguidores (Jn
3,22-23; 3,26; 4,1-3). El Bautismo es la clave hermenéutica para comprender su
misión y su proceso de conversión personal al Dios del Reino. Hay una
continuidad inicial con el proyecto de Juan que encuentra luego su momento
decisivo de ruptura a partir del encarcelamiento y muerte del Bautista (Mc 6, 17-
29; Mt 14,3-13). Tras este acontecimiento, Jesús entiende que el tiempo de la
preparación había terminado y se iniciaba uno nuevo, el de la irrupción del
reinado de Dios (Mt 4,23).
Los relatos de las tentaciones que siguen al bautismo explicitan este proceso de
discernimiento y conversión que hace Jesús tras la muerte de Juan. ¿Quién era el
sujeto real del Reino? ¿era Dios Padre? ¿Qué implicaba ser Hijo de un Dios que
era Padre bueno y misericordioso? (Lc 4,3; Mt 4,3) ¿cómo hablar de un Reino que
no tiene rey ni ejércitos? ¿se podía proclamar el Reino por la vía de la
imposición, esperando su irrupción violenta, como esperaba el Bautista? Jesús
nunca se identificó con las expectativas mesiánicas dominantes en su época. Él
había optado por un estilo de vida mesiánico no político. Practicaba un
mesianismo asuntivo (LUCIANI, R., 2014, p. 117-136) cuyas consecuencias socio-
políticas y religiosas serían inevitables, pero nunca provocadas ni forzadas por la
vía de la violencia y el ejercicio de la fuerza armada (Jn 18,36). Asume la causa
del pobre como algo deseado y favorable a los ojos de Dios, el Señor, Yahvé, con
la nueva época que él inauguraba: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que
habéis oído» (Lc 4,21). La época del Reino.
5 La centralidad del Reino
El tema del Reino es estructural y estructurante de todo el quehacer teológico y
la vida cristiana. Cuando la teología alemana del siglo XIX planteó serias
interrogantes sobre la imposibilidad de escribir una vida sobre Jesús, más que
presentar un problema de interés historiográfico o biográfico, estaba abriendo
paso, tal vez sin saber, a la búsqueda de la ultimidad del cómo y por qué vivió el
Jesús histórico su vida de una manera determinada (para sí) y determinante
(para otros). En otras palabras, qué lo hizo vivir de esa manera y no de otra. La
investigación histórica permitió el abordaje de nuevas perspectivas en la
investigación sobre la vida de Jesús de Nazaret que ahondaban no sólo en la
forma de su revelación (problema clásico), sino en el contenido de la misma,

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referido tanto a las razones para vivir así y las implicaciones que esto le trajo.
En este sentido el tema del Reino de Dios como una cuestión de ultimidad y
absolutez frente a lo relativo es el eje central de todo el quehacer de Jesús de
Nazaret.
La lógica de Reino de Dios implica una inversión de valores: “los últimos serán
los primeros, y los primeros, los últimos” o “el que quiera ser el primero, que sea
el último de todos y el servidor de todos” (Mt 19,30; Mc 10,31; Mt 20,16; Lc
13,30; Mc 9,35). Dicha inversión es cualitativa y relacional. Invierte relaciones
establecidas que deshumanizan por otras que humanizan. Podemos mencionar
tres ejemplos. El primero es de la relación patrono-asalariado, tal y como lo
narra la parábola de los jornaleros (Mt 20,1-6), que recibieron, al final del día, la
misma paga y, sin embargo, los que más trabajaron protestaron. El segundo
esquema es el del Rey-súbdito o la del Rey que invitó a todos a su mesa porque
los invitados primeros invitados no se presentaron (Mt 22,1-10). El Rey ya no se
relaciona más con los otros como a sus súbditos, sino que los reconoce como
personas en toda su dignidad. El tercer esquema se refiere al Padre-hijo, según
se nos narra en la parábola del Padre bueno (Lc 15,11-32). En ella la proporción
o correspondencia no es el criterio del discernimiento del Padre frente a las
actitudes de los dos hijos, sino el de la gratuidad. Los esquemas cuantitativos de
status o posición social son superados por los cualitativos, donde lo central es lo
que humaniza y reconoce al otro como hermano.
La noción de Reino expresa, así, un modo de vivir el amor a Dios por medio del
servicio al hermano. En Mt 22,40 se nos narra: “amarás al prójimo como a ti
mismo”. En Lev 19,8 ya aparece la referencia al otro, y en Dt 6,4 (Shemá Israel)
se habla del Otro, Dios. Jesús coloca ambos criterios al mismo nivel práxico, más
no ontológicamente. La consecuencia es que sólo por medio del otro que es
nuestro hermano (fraternidad) podemos encontrar a Dios como hijos (filiación).
He aquí la gran inversión. El horizonte de la humanización es superpuesto al de
la ley y el culto. La experiencia del Reino lleva a construir la vida fraterna de los
hijos/as de Dios.
Diversos han sido los modelos teológicos europeos que explican la noción del
Reino. Podemos resaltar algunos. (a) Rudolf Bultmann desplaza la mediación (el
Reino de Dios) por el mediador (Jesucristo) como lo último. Lo que importa es el
Kerygma, el anuncio de Jesucristo Resucitado que es Buena Nueva para todos los
hombres. El Reino de Dios queda reducido al marco de una fe individual; (b)
Wolfhart Pannenberg presenta su escatología como anticipación del futuro
último. La esperanza relaciona la historia con el futuro. Su visión no toma en
cuenta las condiciones del antirreino en la historia, sino las del individuo
esperanzado (racionalmente) ante el futuro ofrecido en la Resurrección; (c)
Jürgen Moltmann considera que el eschatón sigue siendo el futuro que se
manifiesta en la esperanza del hombre a Dios. Advierte que hay realidades
históricas que contradicen al Reino de Dios. Por tanto, el futuro ha de ser crítica
a la negatividad del presente; (d) Para Walter Kasper el Reino de Dios “es la
imposición y reconocimiento de Dios en la historia” (escatológico), “el día en que
Yahvé será todo en todos” (soteriológico), e implica “la superación de los
poderes del mal, destructores, enemigos de la creación y el comienzo de una
nueva era” (soteriológico); (e) Edward Schillebeeckx hace resaltar el carácter
operativo del reinado de Dios. Para él, la “soberanía de Dios implica hacer la
voluntad de Dios”. Ya no es la esperanza estética del esperar en Dios, sino la
relación que se instaura entre los hombres y Dios para prolongar aquí, en la
historia, el poder de Dios, su voluntad salvífica. Pero “es también un juicio sobre
nuestra historia”. No sólo comunica una noticia alegre, sino que realiza una
crítica a los antivalores presentes en la historia bajo relaciones de dominio,
ambición y poder. El reino de Dios es un “todavía por venir” (Mc 14,25; Lc 22,15-
18) que comienza a hacerse presente mediante la praxis de Jesús.

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Por otra parte, el planteamiento teológico Latinoamericano plantea cuatro
grandes temas. (a) En presencia de y contra el antirreino: se parte de la realidad
en toda su crudeza y concreción en la que el pecado se ha hecho estructural y
oprime a grandes cantidades de personas, para quienes vivir es sobrevivir. Esta
realidad opresora y destructora de vida es el antirreino, como la califica Jon
Sobrino. La salvación es ofrecida como su liberación; (b) Los pobres como
destinatarios: en ellos Dios se revela y a través de ellos Dios nos evangeliza
ayudándonos a descubrir los valores de la gratuidad y la esperanza a pesar del
peso de la vida. Jesús vivió ofreciendo la Buena Noticia del Reino a los pobres:
curándolos, sanándolos, perdonándolos y comiendo con ellos; (c) Lo histórico: el
Reino anuncia lo escatológico realizándolo desde el ahora, desde las relaciones
constituidas en el presente en todos sus ámbitos, desde lo social, a lo económico
y lo político. Reino e Historia se relacionan profundamente en la persona de
Jesús. Él vive en un pueblo pobre y hace presente con sus actividades el amor de
Dios que favorece al marginado y oprimido. “Hoy se cumplen estas profecías que
acaban de escuchar” (Lc 4,21) revela esta historicidad del reino y la ruptura de
toda concepción dualista de la historia (sagrada-profana); (d) Lo popular: existe
una reciprocidad histórica, tanto soteriológica como escatológica, entre la
presencia del Reino de Dios y el pueblo de Dios. Ignacio Ellacuría proponía una
clara implicación del reino con la pertenencia a un pueblo histórico que, en
América Latina, es un pueblo pobre y crucificado. Todo el mensaje Bíblico está
dirigido a sujetos que viven en un pueblo situado, en una historia concreta, ante
la cual Dios ofrece gratuitamente su Liberación en contra de toda forma de
opresión.
A partir de estos ejes de reflexión, la cristología latinoamericana insiste en la
necesidad de sincerar nuestro seguimiento de Jesús. La construcción del reinado
de Dios hoy pasa por la constitución de comunidades fraternas de hijos/as de
Dios que asuman la causa del pobre. Esta praxis es esencial al modelo de Iglesia
como Pueblo de Dios, porque la Iglesia realiza su sacramentalidad anunciando al
reino de Dios en la historia. En este sentido, queda establecida una hermosa
analogía entre la cristología del seguimiento de Jesús y la eclesiología del Pueblo
de Dios. Como lo explica Ellacuría, “Jesús fue el cuerpo histórico de Dios, la
actualidad plena de Dios entre los hombres, y la Iglesia debe ser el cuerpo
histórico de Cristo, al modo como Jesús lo fue de Dios Padre. La continuación en
la historia de la vida y de la misión de Jesús, que le compete a la Iglesia,
animada y unificada por el Espíritu de Cristo, hace de ella que sea su cuerpo, su
presencia visible y operante” (ELLACURÍA, I., 1990, Tomo II, p. 131). Y esto lo
hace en medio de los pobres pero en contra de la pobreza. Una tal cristología
pasa por establecer relaciones concretas que nos ayuden a constituirnos en
pueblo de Dios. Relaciones que en América Latina, dada la situación de pobreza,
claman por una vida justa y equitativa.
6 Los destinatarios: pobres y excluidos
Jesús orienta su praxis hacia los marginados y excluidos. Ante la pregunta:
“¿eres tú el que debe de venir o tenemos que esperar a otro?”, él responde:
“vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: que los ciegos ven, que los
cojos andan, que los leprosos quedan sanos, que los sordos oyen, que los
muertos resucitan y que se predica la Buena Nueva a los desdichados” (Mt 11,3-
6). El Reino de Dios se está construyendo entre los “desdichados”, que son los
pobres, los marginados y los que otros consideran pecadores.
En la lógica de Jesús, tenemos que salir a buscar a la oveja perdida para
incluirla, aunque tengamos a las otras 99 con nosotros. Esta forma de valorar no
es algo pacífico del todo, hace crear rupturas, arranca viejos modos-de-conocer y
crea conflictividad en ocasiones. Por ello, es criticado como “comedor y amigo de
publicanos y pecadores” (Mt 11,9), perturbado mental (Mc 3,21), seductor (Mt
27,63), y hasta será contado entre los delincuentes (Lc 22,37).

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Un rasgo histórico, muy propio de Jesús, es el comer con los marginados. La
comida es una forma, dentro del mundo oriental, de honrar a una persona.
Expresa una relación de cercanía y acogida. Es un momento donde se perdona y
da la paz. Es el lugar del Shalom. Lo distintivo de Jesús no son los milagros sino
la convivencia fraterna con los desheredados, descartados y olvidados. La
comida simboliza una escatología ya presente. Los pobres son incorporados a la
mesa de la salvación, al banquete de la comunión. De este modo se rompe con el
sectarismo y se universaliza el ofrecimiento de la salvación por medio del
restablecimiento de la comunión fraterna (GONZÁLEZ FAUS, J.I., 1984, p. 88-89).
Desde el servicio a los pobres, Jesús llama a los que marginan y viven con
privilegios para que se conviertan e integren al proyecto del Reino. Es el caso de
los siguientes grupos: (a) los ricos: en Lc 6,24 la riqueza deshumaniza cuando el
rico se apega a lo material como algo absoluto. Jesús llama al rico a ser justo y a
servir al pobre (Lc 16,19). “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13; Mt
6,24). Servir a Dios es servir al pobre. El rico no es cuestionado por ser rico, sino
por su actitud ante la riqueza y ante el pobre; (b) los escribas y fariseos: Jesús
cuestiona el sentido de la ley. Llama hipócritas (Mc 12,38) y opresores del
pueblo (Mc 12,40) a quienes la interpretan por encima del sujeto humano y sus
condiciones de vida digna; (c) los sacerdotes: su crítica al Templo lo enfrenta al
sistema religioso de su época que dividía a las personas en puras e impuras, y
les dotaba de privilegios y status. Jesús plantea un nuevo lugar de encuentro con
Dios, la comunidad fraterna, la mesa de los reunidos (Mt 18,19) en espíritu y
verdad (Jn 4,21).
7 El Dios de Jesús
La opción de Jesús por los pobres y excluidos es fruto de su fe en un Dios Padre
que ama con la misericordia de una madre. En Heb 12,2 Jesús es presentado
como iniciador y culmen de la fe, como quien la ha vivido y por eso la puede
llevar hacia su consumación. La fe es lo que lo hace participar, desde su
humanidad, de la vida compasiva de Dios. Lo hace asumir su vida como creyente,
discerniendo todo lo que hace, ora y vive desde el proyecto del Reino. Jesús es
ontológicamente Dios, pero como ser humano tiene que ir descubriendo
procesualmente lo que él ya es, porque su divinidad está encarnada en una
historia y en una época concretas. Lo antropológico es el único medio para ir
conociendo lo ontológico. La fe de Jesús nos revela quién es Dios para él. En este
sentido Jesús tuvo que habérselas con Dios desde su propio proceso humano.
Jesús llama a Dios Abbá. Lo comprende como un Padre que lo ama como Hijo. La
experiencia del Padre es la de quien se da, mientras que la del Hijo la de quien
recibe gratuitamente semejante amor y le corresponde con su entrega y
obediencia filial. Esta relación de filiación no significó, en ningún momento, una
especie de experiencia intimista que lo enajenaba de la existencia de los otros.
Por una parte, Jesús aprende a reconocer en el otro a un hermano, y en estas
relaciones de fraternidad puede vivirse como Hijo, pues los hermanos son todos
hijos de un mismo Padre bueno. Pero por otra parte, esta experiencia de filiación
revela el modo específico y único como Dios trata a Jesús, es decir, como su Hijo
y, en esta filiación, es posible comprender la dimensión salvífica de la
fraternidad de todos los seres humanos.
En el Antiguo Testamento se utiliza la palabra Padre unas 15 veces para designar
a Dios, sin embargo, la novedad radical no se encuentra en llamar a Dios Padre,
ya que otros pueblos del antiguo oriente lo hacían, inclusive expresando un
carácter materno en algunas expresiones. “La novedad consiste en que la
elección de Israel como primogénito se manifiesta en un acto histórico: la salida
de Egipto” (cfr. JEREMIAS, J., 1989, p. 20). La experiencia de Israel es la
experiencia de un Salvador siempre trascendente, no de un Padre amoroso, por
ello la palabra utilizada para designar la paternidad de Dios será Abí,
comprendiendo la relación con Dios a partir de acciones históricas, de

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acontecimientos de carácter histórico -salvíficos, antes que relaciones personales
y filiales. La expresión Abí podía significar Padre mío, pero dentro de un sentido
autoritario, solemne, comunitario, e informado por la lógica de la separación
entre lo divino, como absolutamente Santo (otro-distinto) y lo humano. La
palabra Abí surge y se extiende en la época imperial, asumiendo un carácter de
sumisión ante la autoridad paterna.
En el Antiguo Testamento también encontramos el uso de las palabras Abbá, que
significa papá e imma que significa mamá. Estas palabras se usaban en la vida
familiar de cada día. Abbá surge del lenguaje balbuceante infantil (aba-abba).
Por lo tanto, pudo haber sido considerado una falta de respeto dirigirse a Dios
con un término tan cercano y familiar, pues Dios era siempre era el Otro, el
distinto, el Santo.
Esta experiencia de Dios-Padre (Abbá) vivida por Jesús en su fe y comunicada a
sus discípulos va a ser asumida y transmitida por las comunidades cristianas. En
los Evangelios el término Padre aparece más de 170 veces en labios de Jesús. En
Marcos 4 veces, en Lucas 15, en Mateo 42 y en Juan 109. Según Jeremías, “la
designación de Dios como Padre empezó a difundirse ampliamente en una etapa
anterior a Mateo dentro de la tradición de las palabras de Jesús”, pero “es en los
escritos de Juan donde el término ho patér (el Padre), empleado absolutamente,
se convirtió sin más en el nombre de Dios para los cristianos” (JEREMIAS, J.,
1989, p. 41).
El uso de esta palabra en los escritos neotestamentarios encuentra tres razones
básicas. Primero, se trata de una palabra auténtica de Jesús, de hecho se ha
mantenido en arameo, la lengua de Jesús, sin traducirse. Segundo, tiene un
sentido catequético, pues pone el mensaje de Jesús al alcance de los creyentes.
Tercero, expresa una referencia teológica, al revelar con ella, un contenido y un
rostro específico en el actuar y proceder de Dios en relación con el ser humano,
como un Padre bondadoso y misericordioso que nos recibe como hijos suyos, no
por nuestros méritos (lógica cuantitativa), sino por el hecho gratuito de ser sus
hijos (lógica cualitativa).
Cuando Jesús confía a sus discípulos las palabras del Padre Nuestro, no sólo les
está enseñando a orar, sino que les está dando el poder de decir como él, de
hablar como él con su Padre Dios. Más aún, dada la dimensión performativa de la
palabra en el mundo hebreo, decirle a Dios Padre significa tratarlo como Padre.
No estamos ante un uso nominal del lenguaje, sino realizativo o performativo.
Jesús no sólo da poder para llamar a Dios como Padre, sino para tratarlo y, así,
relacionarlos con Él como tal. La invocación no tiene sentido si no va
acompañada del trato que se implica en ella.
Los evangelios nos remiten a tres expresiones para referirse a Dios como Padre.
La primera, El Padre, nos plantea un problema teológico, es decir, quién es Dios.
La segunda, Vuestro Padre, así como la otra, Padre Nuestro, revela la condición
fraternal de la experiencia teologal de los hombres con Dios. No se dice sólo que
Dios es Padre, sino de quién es Padre. Es Padre nuestro, de todos nosotros, a la
vez, de los muchos, y no de unos pocos. Mientras que Padre denota la realidad
de Dios y lo que produce, filiación (verticalidad), Nuestro señala la realidad del
Reino y lo que la filiación produce, la fraternidad (horizontalidad). La tercera
expresión, Mi Padre, plantea un problema cristológico: ¿qué revela Jesús de sí
mismo al llamar a Dios Abbá?

1 Cuestiones introductorias
Por mucho tiempo, la escatología fue designada como la doctrina de las últimas
cosas, como aquello que debería ser tratado al final, casi como un apéndice,
destinado a lo nuevo que le iría a suceder al ser humano después de su muerte.
Seguramente, la escatología no abandonó este discurso respecto al fin y sobre
esto nuevo que le espera al ser humano y a toda creación en el futuro. Sin

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embargo, hoy hace su trabajo en otra perspectiva, marcada por la esperanza
cristiana que vive de la experiencia de Cristo resucitado, en quien Dios realizó
todas las cosas.
La experiencia del resucitado genera en quien cree, una esperanza que
trasciende la propia existencia, se abre ahora a lo nuevo que vendrá e invade y
modifica todo nuestro ser. Se vive una fe de adviento. Es un encuentro que nos
hace nuevas criaturas y la esperanza posibilita vivir ya, en el presente, esta
expectativa futura, aunque con cierta tensión, que aquello que fue prometido
todavía no se manifestó en su plenitud (cf. 1Jo 3,2), lo que nos coloca en este
tiempo y en esta historia, en el camino de la esperanza; en la esperanza por la
cual fuimos salvados (cf. Rm 8,24). Se vive esto de forma activa. Ya no se trata
de un discurso anticipador e informativo de lo que viene después del fin, sino un
discurso performativo, que provoca una actitud, una performance
correspondiente. Así, el discurso escatológico gana una nueva intención a partir
de la esperanza cristiana.
2 La esperanza cristiana y escatológica
2.1 La esperanza cristiana
La fe es la esperanza (BENTO XVI, 2007, n.2), y la esperanza cristiana es la
esperanza de la fe (MOLTMANN, 2005, p.34). Por un lado, podemos garantizar
que la esperanza es una virtud, luego, ella no sucede apenas por el ímpetu
humano, sino que es suscitada por el propio Dios. Por lo tanto, es un don. Por
otro lado, esta esperanza que emana de Dios y toca el fuero más íntimo del ser
humano se enfrenta con un mundo invertido en el cual aquel que espera y vive
de esta esperanza se siente desafiado a dar sus razones. Se trata de tener
esperanza contra toda esperanza (cf. Rm 4,18). Visto de esta forma, la esperanza
cristiana provoca al ser humano a actuar, colocándolo en un movimiento, hacia
adelante.
Esta es la mejor manera de entender hoy la esperanza cristiana, aproximándola
al discurso escatológico, y haciendo esto de forma dialéctica, sin que la
esperanza aparezca como una fuga del mundo rumbo a lo desconocido y sin que
también se pierda la inmanencia de la historia. Teniendo como referencia a
Cristo resucitado – que en su manifestación señala al crucificado y el camino que
transitó – la esperanza cristiana nunca será una fuga de la historia y de las
responsabilidades, aunque sí, una forma de fe encarnada, un auténtico
compromiso con todo lo que circula en nuestra existencia (PIAZZA, 2004, p.68).
Hace valer en el mundo la voluntad de Dios y percibe en este mundo, los
momentos de manifestación de su presencia, tiempos y momentos favorables de
la gracia de Dios (kairós – kairói). La esperanza será siempre una virtud (cf. 1Cor
13,13), porque viene de Dios y emana de su voluntad, siendo perceptible para
nosotros por medio de la fe (cf. Hb 11,1). O como dice W. Pannenberg: “lo que
vale para la esperanza cristiana es que su fundamento está fuera de nosotros
mismos, es decir, en Jesús Cristo” (PANNENBERG, 2009, p.245). Sin embargo,
esta esperanza será siempre fuerza, porque sucede en el grito del pueblo que
sufre, que trabaja y que clama a Dios que se haga su justicia y espera
ansiosamente su futura liberación. Esto se hace sentir desde la experiencia del
Éxodo (cf. Êx 3,7-8) hasta los tiempos actuales. La relación dialéctica entre estas
dos nociones de la misma esperanza es lo que garantizará que se llegue a la
gran esperanza, la Esperanza final (LIBANIO; BINGEMER, 1985, p.35) que, como
fue puesto de manifiesto en la Exhortación Verbum Domini, tiene rostro humano
y nos amó hasta el fin (BENTO XVI, 2010, n.91b).
Lo que es específico en la esperanza cristiana y que da a ella todo este carácter
escatológico no es apenas una espera de algo, sino la espera en Cristo, y en
Cristo se realizan todas las cosas, en él todo se vuelve nuevo (cf. Ap 21,5).
2.2 Nuevas cuestiones y nuevas problemáticas

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La esperanza cristiana es la clave de la lectura fundamental para entender hoy la
escatología. Es lo que da sentido a su contenido. Es por donde se percibe la
verdad que se instaló en nuestro medio y que se volvió vida –y vida plena – en
el Misterio Pascual. Vista anteriormente como un tratado que se dedicaba a
discurrir sobre las cosas últimas (Eschata), la escatología, en la actualidad, es
llamada a una nueva orientación y percepción de su contenido y pasa a ser
concebida a partir de un horizonte último (o Éschaton), que es Cristo, y como
resucitado, abre para nosotros y para toda la historia un nuevo futuro posible.
Cristo resucitado abre para nosotros y para toda la creación un nuevo momento
de encuentro con Dios, donde todo lo que es perenne se vuelve pleno y todo lo
que es amoroso se vuelve eterno (KUZMA, 2014, p.59-60). En la esperanza
cristiana todo se transforma: todo el dolor, el sufrimiento, el pecado y la muerte
abren espacio para la vida, y esa vida – la vida plena – llena todos los espacios
posibles y alcanzables valiéndose de lo que es imposible e inalcanzable (PIAZZA,
2004, p.57), esto quiere decir, incomprensible a la limitación humana, pero
revelado plenamente por Cristo, que al resucitar impuso sentido a todo lo que
existe.
El teólogo Jürgen Moltmann, uno de los grandes responsables por esta
actualización de la escatología, que gana mayor vigor en la segunda mitad del
siglo XX, nos ayuda a entender este contexto:
En realidad, la escatología es idéntica a la doctrina de la esperanza Cristiana,
que abarca tanto lo que se espera como el acto de esperar, suscitado por este
objeto. El cristianismo es total y visceralmente escatología, y no solo como
apéndice; él es perspectiva y tendencia para adelante y, por eso mismo,
renovación y transformación del presente. Lo escatológico no es algo que se
suma al cristianismo, sino que es simplemente el medio en el que se mueve la fe
cristiana, aquello que da el tono a todo lo que hay en él, los colores de la aurora
de un nuevo día esperado que tiñe todo lo que existe (MOLTMANN, 2005, p.30).
Es abrir los ojos frente a un nuevo día, al que todos somos llamados a disfrutar y
a trabajar, a vivir y a construir. Es una esperanza que pide una acción. En las
palabras del Concilio Vaticano II, que también impulsa esta intención, se dice
que el individuo debe ser salvado y la sociedad consolidada (GS n.3).
2.3 Cristo resucitado como fuente y destino de toda esperanza
La esperanza cristiana nos hace percibir este nuevo futuro al que somos
llamados por Dios. Este futuro prometido nos es anticipado por la experiencia de
la fe no resucitada, una experiencia fundadora que nutre toda la esperanza; es
de donde hoy parte el discurso de la escatología. Cristo resucitado es, pues, la
personificación de las cosas últimas y es él quien da sentido a la historia, él
llena de contenido. Se ve a la historia, el antes y el después, a partir de él. De
esta forma, aquello que es esperado en el futuro, aquello a lo que estamos
destinados a vivir y a ser en el encuentro pleno con Dios, en lo eterno, ya nos es
anticipado y se manifiesta en el presente de la historia (cf. 1Cor 15,17), en el
tiempo, siendo algo sensible a la fe y vivido en la esperanza. La salvación
ofrecida por Dios es garantizada por Cristo, gratuitamente a todos, es vivida en
esperanza (cf. Rm 8,24).
3 Fundamentación bíblica
Los textos bíblicos están llenos de contenido escatológico. En AT tenemos a Dios
que se revela, que crea, que se aproxima, que libera, que camina con su pueblo,
y que en sus promesas hace surgir la esperanza (cf. Gn 12,1; 13,14-17; 15,-1-5;
Êx 3,7-12). Tres promesas surgen en este primer momento: tierra, descendencia
y alianza (NOCKE, 2002, p.342). Más tarde aparecerá una cuarta que nos habla
del Reino en Israel, que se pierde y se divide en el actuar humano, dejando al
pueblo sin rumbo, desesperanzado, lo cual alimenta y hace surgir a los profetas
de Israel, cuando Isaías reclama “el Príncipe de la Paz” (cf. Is 9,1-6). También se
ve esto en Ezequiel, cuando habla del Dios que da al pueblo un nuevo corazón

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(cf. Ez 36,26) y trae vida a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14), entre otros. El AT
es rico en expresiones escatológicas que suscitan la esperanza, sin embargo, nos
gustaría destacar aquí el texto de Isaías 65 que habla de la nueva creación,
donde no habrá llantos ni lamentaciones, donde el lobo y el cordero pastarán
juntos y el león comerá heno como lo hace el buey (cf. Is 65,17-25). Un
bellísimo texto que se aproxima mucho al texto del Apocalipsis del NT, cuando se
habla del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde Dios estará con nosotros, quien
secará todas las lágrimas y ya no habrá más muerte, pues él hará nuevas todas
las cosas (cf. Ap 21,1-7).
En NT tenemos en Cristo, el cumplimiento de todas las promesas y la apertura
para lo Nuevo que señala hacia un futuro en Dios. Cristo hace suceder el Reino
en su propia persona (cf. Mt 11,5-6). Él es “aquel que viene” (Mt 3,11), el que
trae la vida a este mundo y hace justicia (cf. Lc 4,18-19). Él es el Emanuel (cf. Mt
1,23), la resurrección y la vida (cf. Jo 11,25). Todo aquello que ya se realizó en
Cristo es para nosotros motivo de alegría (cf. Fl 4,4) y de esperanza (cf. Cl 1,27),
pues somos llamados para el mismo futuro, la resurrección (cf. 1Cor 15,14). En
Cristo, Dios creó todas las cosas, y en este mundo él descendió (cf. Fl 2,6-11)
para conducir el tiempo a la plenitud (cf. Ef 1,3-14).
4 Reino de Dios
El Reino de Dios es el núcleo central de la escatología de hoy, pues remite al
futuro anunciado y prometido por Jesús, y nos provoca también a esta misma
práctica, al seguimiento. Reino de Dios es donde sucede y existe el amor, la
justicia y la paz; es la presencia salvífica y activa de Dios en la historia, ofrecida
por él gratuitamente y afirmada por nosotros libremente (SCHILLEBEECKX, 1994,
p.150-1).
Es la presencia de Dios en el mundo, una presencia visible y concreta por la
persona y la praxis de Jesús, cuando los ciegos ven, cuando los muertos
despiertan, cuando los enfermos son curados y cuando el pan es distribuido. El
Reino sucede en el vivir de Jesús de Nazaret y somos llamados a esto. Reino de
Dios es un lenguaje humano, de tono político y religioso, por el cual entendemos
la acción de Dios en nuestro medio. Será siempre una acción salvífica y
liberadora, que vuelve pleno y llena de vida todo lo que existe. Es cuando Dios
revela al ser humano y a toda la creación su intención última y definitiva y
congrega a todos a seguirlo, en su búsqueda, a una vida de esperanza que se
realizará en el futuro de Dios.
En Cristo se cumple el tiempo y el Reino de Dios se acerca (cf. Mc 1,15). Somos
llamados a vivir su praxis ya a construir en el presente aquello que ya nos
espera en el futuro.
5 Resurrección
Resurrección es lo que hay de más radical y absoluto, pues es cuando la vida
vence al tiempo y al espacio e irrumpe hacia la eternidad de Dios. Es cuando
todo lo que existe se abandona a la gracia de aquel que es autor de la vida y que
llena todas las condiciones de nuestra existencia. Es cuando el límite humano se
encuentra en lo grandioso de Dios. Es la transformación máxima, la
concretización de toda esperanza (BOFF, 2010, p.41). Ni la muerte puede más
con su palabra y con su poder, pues la muerte fue vencida para siempre y ya no
alcanza a la vida que se revistió de plenitud y de verdadero sentido en Cristo.
Resurrección es el encuentro pleno y verdadero con Dios, es cuando lo veremos
frente a frente y él revelará en la esencia aquello que somos y nosotros lo
veremos en la esencia así como él es. Será el momento en el que el amor toma
cuenta de nuestro ser y todo lo que era lejano se vuelve cercano, todo lo que
estaba oculto será revelado y todo lo que nos envuelve estará lleno de presencia
de Dios. Su justicia será realizada y serán realizadas también, nuevas, todas las
cosas.
5.1 La resurrección de los muertos

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La base de toda la fe cristiana, de toda esperanza, está en Cristo resucitado. La
experiencia de este evento en los primeros discípulos constituyó el alimento de
toda la esperanza, la única fuerza capaz de generar vida en medio de tanta
muerte y de generar confianza en medio de las tribulaciones. Esto se vuelve
verdadero, por ejemplo, en la frase del Evangelio de Juan, durante el relato de
Lázaro que, asociado al contexto de la comunidad (perseguida) a quien se
destinaba el Evangelio, se dice de forma intensa: “Yo soy la resurrección. Quien
cree en mí, aunque muera, vivirá. Y quien vive y cree en mí, jamás morirá” (Jo
11,25-26). Lo mismo se reproduce en toda la comunidad primitiva, donde la
experiencia del resucitado era la fuente de vida y de transformación ya en esta
vida (cf. Rm 6,1-11; Cl 2,12-13; 3,1; entre otras); se vivía allí el gérmen de la
resurrección, caminando de forma peregrina al encuentro del absoluto, sembrado
y vivido en la esperanza.
La resurrección de los muertos, dentro de la comprensión cristiana, supera todo
aquello que se entendía respecto de una vida futura y que era contemplado
dentro de la tradición semítica (NOCKE, 2002, p.405). El evento Cristo marca el
tiempo de una nueva forma y trasciende cualquier expectativa. Lo que se vive es
la experiencia del momento, que hace surgir la fe y la esperanza frente al amor
que vivifica. En la óptica cristiana, la resurrección no es la restitución de esta
vida, como el retorno de un cadáver, o un retorno a este tiempo y espacio, o un
reconducir de las almas (atento a una visión dualista y no cristiana del ser
humano), sino la plenificación de todas las potencialidades humanas, siendo
ahora elevadas al plano de Dios, al plano de lo eterno. Con la muerte se pone
punto final en este tiempo a aquello que el propio ser humano y el mundo
proyectaron sobre la vida, pero es en esta misma muerte que Dios revela al ser
humano su verdadera identidad y su verdadero futuro en la fuente de la vida
verdadera. Con la muerte se rompe el tiempo y se entra en lo eterno; se rompen
los límites de la historia y se penetra en el vasto espacio de Dios.
La muerte y la resurrección no son momentos separados, sino que son momentos
continuos en la existencia del humano. Vivir es caminar para la muerte a cada
día. Morir es abandonarse en la esperanza de Dios y dejarse tocar por la
resurrección que viene y que toca todo nuestro ser. Por la experiencia de los
primeros cristianos, la resurrección es un disfrutar de la presencia de Dios desde
el ahora, en este tiempo y espacio, hasta el último momento, donde estaremos
con Dios, y él será pleno en nosotros y nosotros seremos plenos en él. Éste será
el momento en el que el ser humano escondido será revelado, frente a frente, sin
mentiras, sin máscaras, sin pudor, sin respeto, pero con amor. Es cuando él
tendrá la seguridad de ser fruto de un amor más grande y, al mismo tiempo,
misterioso, que lo envuelve y lo coloca frente al rostro de Dios. Será la
transformación plena, la plenitud del encuentro con Dios, la realización del
proyecto de Dios en nosotros y nuestra realización en Dios. Es la felicidad, es el
amor.
5.2 La parusía
Por parusía se entiende la máxima manifestación, última y plena de Dios que ya
actúa en el tiempo y se hace presente entre nosotros a través de su Espíritu,
desde su llegada por medio de la encarnación hasta su consumación final
(KUZMA, 2014, p.45). Es cuando todo lo que es esperado se vuelve pleno y lleno
de vida y es donde Dios será todo en todos y en todas las cosas (cf. 1Cor 15,28),
eso no es apenas para el ser humano que espera, sino para toda la creación que
gime a la espera de este gran día (cf. Rm 8,22). Para nosotros que aquí estamos
y vivimos la fe en clima de adviento, en la expectativa de Dios que viene y que
hará nuevas todas las cosas.
Así como la muerte y la resurrección son percibidas y vividas en forma de
experiencia durante el transcurso de una vida, lo mismo se puede decir de la
parusía. No podemos proyectarla en un momento separado en el futuro, algo que

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nos va a suceder y también al mundo en un tiempo predeterminado, siempre más
adelante. Tenemos como verdadero por la fe que el fin y la consumación de
todas las cosas ya irrumpieron con Cristo y en él – en este evento único – Dios ya
realizó su plano salvífico y dijo su última palabra, que es una palabra de
salvación. La percepción de este evento nos llega de forma escatológica, al
sentir la esperanza, a partir de un Cristo que viene a nosotros y nos anticipa la
gloria de su Reino, invitándonos a seguirlo, mediante su propuesta de Reino,
asumiendo las esperanzas de este mundo y conduciéndolas a la gran esperanza
que se realiza en él. La parusía es, pues, un evento continuo que se anticipa y se
hace sentir, y en la esperanza tiende a su realización, donde todo será
transformado y completado con la gloria de Dios. “La Parusía es la resurrección
alcanzando la historia: la historia de todos los hombres y de todos los tiempos.
Está siempre sucediendo” (LIBANIO; BINGEMER, 1985, p.215).
5.3 La justicia de Dios
Toda esta mirada de la escatología, alimentada por la esperanza cristiana y que
surge de Cristo resucitado, conduce nuestra mirada también hacia el Cristo
crucificado que trae las marcas de la Pasión y nos señala el camino recorrido
hasta la cruz, el camino del Reino de Dios. Es el resucitado que fue crucificado
(MOLTMANN, 2005, p.287-8), y que se traduce en promesa para el mundo, una
promesa de justicia (KUZMA, 2014, p.118-24). La resurrección de Cristo dio a la
cruz un nuevo significado. Ella abre a la historia una nueva posibilidad, donde
todos son aceptados y transformados delante de un amor incondicional. Dios
hace su justicia y recibe a todos. En la cruz él se vuelve solidario con todos
aquellos que sufren y que tuvieron sus vidas destruídas, les extiende un nuevo
aire de esperanza: donde hay muerte, él produce la vida; donde hay abandono,
él produce un gesto concreto de libertad y de amor. Pero en la cruz, él también
perdona a todos, también a los verdugos de la historia; la resurrección no anula
el hecho, pero lo llena de contenido y de esperanza y ofrece a todos (víctimas y
victimarios) una nueva posibilidad de vida en el amor y la justicia.
6 Nuevo Cielo y Nueva Tierra
Y todo se encamina hacia el fin bueno y eterno de Dios. La promesa de la
creación llega a su fin último (cf. Gn 1,31). El fin del tiempo y el inicio de la
eternidad con Dios. La humanidad y la creación se realizan y se vuelven plenas
frente a la verdadera vida y frente al encuentro con el absoluto. Nada más puede
alcanzar o destruir, la muerte fue vencida, el tiempo ya no existe. Esta es la
casa de Dios con sus hijos (cf. Ap 21,3). Allí no habrá más luto ni lágrimas y el
dolor ya no los alcanzará más
Allí Cristo será todo en todos y en todas las cosas (cf. 1Cor 15,28). El pasado y el
futuro se encontrarán en un instante eterno, en un reino escatológico, presente y
permanente, en donde el todavía no se convertirá en un ya y donde lo amoroso
se convertirá en eterno, en un tiempo que ya no es más tiempo, sino que es
gracia y plenitud, un kairós escatológico y triunfante (MOLTMANN, 2003, p.357-
60), un Nuevo Cielo y una Nueva Tierra (cf. Ap 21,1).
Esta es la escatología comprendida con la esperanza cristiana. Esperar en Dios
significa abandonarse en el amor de aquel que viene y transforma todo nuestro
ser y todo lo que existe, lleva todo a un estado pleno, conduce todo y a todos al
encuentro de la verdadera vida.

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