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LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE (1561-1627)
La poesía gongorina se podría señalar como la forma más expresiva y acabada
del barroquismo literario español. Por sus versos desfilan conceptos impregnados de ecos musicales, metáforas convertidas en pinturas escritas, colores fragantes halagando los sentidos. Artífice de universo onírico a la par que realista, culto y popular, terrible y luminoso, fue capaz de revolucionar toda una estética con las “armas de la sensualidad”. Sabedor de su magisterio, se convierte en el gigante de nuestras letras. Su aportación a la cultura española es tan enorme que tras su visionaria pupila el coro de las Musas ya nunca inspiraría de modo tan deslumbrante. Don Luis de Góngora nace en Córdoba el 11 de julio de 1561. Primogénito del matrimonio formado por Don Francisco de Argote y Doña Leonor de Góngora, el recién nacido pertenecía a dos familias de la baja nobleza cordobesa. Su padre, hijo de un caballero veinticuatro, era licenciado en derecho por la Universidad de Salamanca y había desempeñado el cargo de juez de residencia en Madrid y Jaén. El linaje de su madre, estrechamente vinculado al influyente Francisco de Eraso, secretario de Felipe II, disfrutaba de una considerable prosperidad. La infancia del futuro poeta debió de transcurrir con relativa normalidad; entre los escasos datos que se conservan de la misma, se afirma que, mientras jugaba con otros niños, cayó de un alto muro ubicado en la Huerta del Rey y se hirió gravemente en la cabeza. Una tradición piadosa refiere cómo le presentaron al niño malherido una reliquia de San Álvaro y al poco tiempo sanó con sorprendente rapidez. Al hablar de esta edad primera es fundamental aludir al célebre romance que comienza “Hermana Marica” donde irrumpe con risueña frescura una voz infantil y se siente “latir el corazón del barrio, con sus escolares endomingados, sus pequeños comerciantes, su iglesia y su pequeña plaza, donde los niños vienen a jugar”. Un romance que constituye la primera obra maestra surgida de su pluma burlesca, un texto en el que el autor deslumbra, a la edad de diecinueve años, con muchas de las constantes que caracterizarán su obra. Una “plazuela de versos” que rezuma “bellaquerías detrás de la puerta”, entusiasmo, colorido, castañuelas. Muy pronto, gracias a la rica biblioteca paterna, pudo descubrir el pequeño Luis de Góngora el mágico ambiente de las letras. El licenciado Francisco de Argote era conocido entre los intelectuales y frecuentaba los círculos humanísticos cordobeses representados, entre otros, por Ginés de Sepúlveda, Guajardo, Céspedes y Aldrete. Se enlazan en estos eruditos dos generaciones de escritores con las que pudo comunicar de forma íntima. Casi todos los biógrafos del poeta se hacen eco de la asombrada expresión del cronista Ambrosio de Morales que, ante las ingeniosas respuestas del joven, no pudo reprimir la admirada exclamación: “¡Que gran talento tienes muchacho!”. Como otros grandes autores que florecen en torno al reinado de Felipe II, sus inicios literarios son los de un clásico que lucha contra su clasicismo. Se nos ofrece como un “señor de las letras a la manera antigua”. Esta actitud corresponde a un movimiento estético que se denominaba con un término de origen pictórico: manierismo. Cuando Góngora es manierista o, para ser más precisos, petrarquista, sobre todo en los sonetos amorosos de juventud, no se propone sino hacer unos brillantes ejercicios que oscilan entre la traducción embellecedora y la imitación del modelo renacentista. De esta etapa destacan “Mientras por competir con tu cabello” e “Ilustre y hermosísima María”. Viene a realizar su revolución dentro del caudal poético que la tradición del siglo XVI le ofrecía. La renovación del romancero con la incorporación del tema de cautivos y moriscos, (“Amarrado al duro banco”), la tradición caballeresca (“Diez años vivió Belerma”) y la valoración de lo piscatorio; el tratamiento de la alabanza de la aldea (“Ándeme yo caliente”), en sus soberbias letrillas, o la reinterpretación de la mitología no se entienden separados de su profunda cultura libresca. Su tío materno, Don Francisco de Góngora, racionero de la Iglesia Catedral, le cedió en 1575 los beneficios eclesiásticos de Santaella, Cañete y Guadalmazán; pero, para poder disfrutar de los mismos, el adolescente tuvo que recibir las órdenes menores, asumiendo así la nueva condición de clérigo. Ingresa un año más tarde en la Universidad de Salamanca, donde se matricula en Cánones. Allí, más que al estudio, se entregó a las que serían las grandes pasiones de su vida: el cultivo de la lírica y la incontenible pasión por los juegos de naipes. Amaba demasiado el vivir y la poesía para consumirse sobre los libros. De forma paralela, profundizó en el estudio del latín, el italiano o el portugués y comenzó a ser reconocido como poeta erudito, el mayor de los de su tiempo. Desde muy joven consagró gran parte de su tiempo al estudio de los metros. Meditaba sus poemas horas y horas; incluso sabemos que podía remirar un verso durante muchos días. Pero precisamente ese lujo de tiempo, tan andaluz, confirma bien su actitud de señor ante la poesía. La vio como una de las cosas bellas de la vida, con una altura incomparable a ninguna otra. Por esta razón, se resistirá a convertirla en tarea cotidiana. Conocedor de su esencia sagrada, casi mística, se negará a caer en la rutina de componer versos impregnados de mediocridad. La traducción de Os Lusiadas supuso para Góngora la salida a la república de las letras hacia 1580. Por aquellos años el joven ha tomado ya posesión de racionero completa y comienza a realizar viajes comisionado por asuntos de la Catedral. Toledo, Granada o Madrid, constituyen algunos de los destinos visitados por el escritor que en 1585 compone “la primera obra maestra de su musa seria”, el magnífico soneto A Córdoba: “¡Oh excelso muro, oh torres coronadas/ de honor, de majestad, de gallardía!”, donde pinta la imagen grandiosa de la ciudad con sus viejas torres y muros perfilados sobre el paisaje de la sierra, el llano, el río. De la misma época datan sus primeros contactos con los círculos literarios granadinos, capital que le inspiraría otra de sus composiciones más logradas, el romance “Ilustre ciudad famosa”. En 1588, con el fin de examinar la vida pública y privada de los miembros del cabildo, el obispo Don Francisco Pacheco le censura su escasa asistencia al coro, sus conversaciones durante el oficio divino, la participación en corrillos del Arco de las Bendiciones, donde se trata de vidas ajenas, su presencia en las corridas de toros celebradas en la Plaza de la Corredera, el trato con representantes de comedias y la escritura de coplas profanas. Pocos retratos pueden ofrecer con mayor nitidez lo que era la personalidad de Don Luis que, por otra parte, no tardó en responder con su proverbial agudeza: “ni mi vida es tan escandalosa, ni yo tan viejo que se me pueda acusar de vivir como mozo”. No se le puede señalar ningún vicio, ninguna falta grave; lo que existe en él es amor a la vida, goce sano del vivir y afición de poeta a dejar correr por patios y sacristías el romance o la letrilla maliciosa. Numerosas comisiones en nombre del cabildo le permitirán conocer toda España. Sabemos de sus estancias en Palencia, Salamanca, Cuenca y Valladolid. La trascendencia de estos desplazamientos es destacada, pues se puede afirmar que de casi todas sus andanzas por la geografía nacional surge alguna composición donde el poeta evoca el paisaje o las gentes de las respectivas regiones. Así sucede con el romance “En los pinares del Júcar”, que canta la agreste belleza de las serranas conquenses, y con el ciclo satírico contra las incomodidades de Valladolid y las inmundicias del cauce del río Esgueva: “Valladolid de lágrimas sois valle”, “¿Qué lleva el señor Esgueva?”. En la corte vallisoletana tuvo sus primeros escarceos con un jovencísimo Quevedo y debió de fraguarse la amistad con el Conde de Villamediana y Pedro de Espinosa, quien lo incluyó en la antología poética más señera de su tiempo: Flores de poetas ilustres (1605). Significativamente, el autor más representado en este libro no es otro que Góngora, por delante del propio Lope. Y es que la gran tríada de la lírica barroca está dominado por complejas relaciones, hoy matizadas por la crítica. Desde muy pronto, Góngora y el dramaturgo madrileño quedaron convencidos de la dificultad para entenderse. El poeta, adusto, reconcentrado, predispuesto contra la popularidad de Lope, no fue demasiado generoso con los versos suyos que leyera; pero debió de percibir ya su gallardía, vitalidad e ímpetu. Utilizando un pensamiento de Azorín, se podría decir que siguió pensándose superior a Lope; pero, vitalmente, comenzó a sentirse inferior. En cuanto al otro vértice del triángulo, la oposición entre Góngora y Quevedo basada en los términos “culteranismo”/ “conceptismo”, podemos afirmar que en realidad no existe como tal. Góngora es tan conceptista como Quevedo. Más aún, Gracián, el gran teórico de este movimiento, llamó al poeta cordobés “cisne en los concentos, águila en los conceptos, en toda especie de agudeza eminente”. La burla que Lope y el autor del Buscón hicieron del nuevo estilo “gongorista” –más allá de sus pullas personales- se dirige hacia los malos imitadores del maestro más que al propio racionero. Desde muy pronto, Góngora se da cuenta del desgaste de las formas demasiado fáciles y lexicalizadas y, pasando a considerarlas como lenguaje sin elaborar todavía, construye un lengua elevada a una potencia más alta a partir de esos elementos legados por las culturas más dispares (desde la popular a la humanística). Así nace el conceptismo en sentido estricto. Persigue que el lector se convierta en poeta, apelando a todo su ser: imaginación, oído, inteligencia, sensibilidad y cultura. Es preciso separar definitivamente el término “culteranismo” (culto más luterano) de la obra gongorina. Se trata de dos fenómenos unidos cronológicamente pero separados en lo que atañe al espíritu. Es más, al contrario de lo que tantas veces se ha repetido, el “culteranismo” estaba en plena ebullición cuando Góngora se decidió a dar el gran giro que caracteriza a sus “poemas mayores”; giro que por otra parte latía desde el instante en que tomó la pluma por vez primera. Si consideramos que antes de que el gran poeta cordobés provocara la polémica en torno a las Soledades, ya el culteranismo era cuestión discutida, comprenderemos mejor la necesidad de no identificar estos dos vocablos. El doce de noviembre de 1605 cayó malherido en una pelea callejera Francisco Saavedra, joven sobrino de Góngora. A los pocos días fallece a causa de la cuchillada que recibiera en la cabeza y se inicia un largo proceso judicial que culminaría en el fallo -muy favorable para los criminales- de 1609. Llegó a la corte cargado de esperanzas, dispuesto a servir a los grandes señores con su ingenio y acabó por salir de allí maldiciéndolos. Desengañado, compone entonces los célebres tercetos morales que comienzan “Mal haya el que en señores idolatra”. En ellos vierte la crítica del mundo cortesano y la añoranza de su “rincón nativo”, de aquella huerta de don Marcos por la que pasaba el arroyo de los Pedroches. Córdoba, vista desde Madrid, representa no sólo la idílica aldea natal sino una filosofía de la vida completamente distinta: vida simple, sana y tranquila, lejos de la corrupción de las grandes ciudades, lejos de las preocupaciones e intrigas de la política. La lección del desengaño que surca estos versos contrasta con la ilusión con que a partir de entonces vivirá la creación lírica. Desde este momento, Góngora es plenamente consciente de su extraordinaria valía como poeta. Hemos de creer que no le llevó a la corte la ambición o el interés. En sus aspiraciones de honra le bastaba con que el honor recayera sobre sus familiares, y en cuanto a su pretensión de dinero, Góngora, por esas mismas exigencias de honra, por su educación y nobleza, no podía renunciar a la corte, a la vida de esplendor y lujo que le correspondía. No olvidemos que como sugiere uno de sus más bellos endecasílabos para él era esencial “gozar del color, la luz y el oro”. Pero antes, la hospitalidad del Marqués de Ayamonte, al que dedica un hermoso ciclo de sonetos, dio ocasión para la estancia de Don Luis en las propiedades de este noble andaluz durante los meses de febrero y mayo de 1607. En estos parajes el poeta quedaría deslumbrado por el paisaje atlántico de la costa onubense, con sus marismas y estuarios, hasta el punto de que quizá constituya el escenario de su obra más ambiciosa: las Soledades. Lo más curioso de estas composiciones es la admirable fusión de los temas cortesanos con los temas aparentemente más opuestos, tales como el elogio del retiro, la “soledad”, la pesca, la caza y la vida rústica. Diferentes viajes por Madrid, Alcalá, Álava y Pontevedra lo alejan del sufrimiento durante 1609. Sabemos que Galicia (“¡Oh montañas de Galicia/ cuya (por decir verdad)/ espesura es suciedad”) no despertó su entusiasmo. A su regreso a Madrid surgen nuevas composiciones burlescas contra el puente de Segovia, guardián de un río Manzanares casi seco. Un año más tarde nos legará dos visiones diferentes sobre un mismo tema: la conquista del fuerte de Larache. Por una parte ofrece una canción heroica -según el modelo de Fernando de Herrera- que algunos críticos han considerado el inicio de su época estilística más compleja (“En roscas de cristal serpiente breve”); por otra, muestra un tratamiento burlesco de este episodio en el soneto dialogado “-¿De dónde bueno, Juan, con pedorreras?”. Y es que esta fusión de lo sublime y lo cómico, la altura expresiva más refinada y la gracia popular, es el emblema fundamental del cordobés. Así, ya en los romances mitológicos “Arrojóse el mancebito” (1589), “De Tisbe y Píramo quiero” (1604) y “Aunque entiendo poco griego”(1610) se anuncia esta mezcla constante de temas y estilos que confluirá en el “parto más querido de su pluma” allá por 1618: la Fábula de Píramo y Tisbe. En esta composición, Góngora da a luz un nuevo género literario, la fábula mitológica en estilo “jocoserio”, que supone un antes y un después en la poética del momento. Su postura de hombre y su visión de poeta siempre le llevará a mostrarnos todo en planos violentamente contrapuestos: cultismo y popularismo, burlas y veras, sátira y panegírico. Estas dualidades, tan dentro del sentido de pugna de contrarios que define al barroquismo, explican bien por qué los españoles se expresan más libremente en el Barroco; por qué Don Luis de Góngora condensa como nadie la tensión de ese estilo para renovar el mundo literario. Nos damos cuenta de que ha perfeccionado una de las ideas que constituyen uno de sus principales descubrimientos en el plano estético: la de que los elementos antipoéticos pueden convertirse también en elementos poéticos. La tentación de las tablas le lleva a componer a comienzos de la segunda década del siglo XVII la comedia Las firmezas de Isabela. En ella se aleja de los moldes impuestos por Lope con el objeto de crear un teatro de estirpe italiana que respeta la regla de las tres unidades, y privilegia la altura lingüística a la vez que da entrada a un ambiente plenamente “burgués”. La comedia, impresa en 1613, es coetánea de un juguete cómico inacabado, El doctor Carlino, deudor en muchos aspectos de la Comedia dell’Arte. En sus versos, el mundo burlesco y la inversión de los valores tradicionales asociados al entremés asumen el elevado registro de la comedia. El texto presenta toda una trama de fingidas apariencias elaboradas por un falso doctor (Carlino) y una astuta cortesana (Casilda). Ambos someten a los demás personajes a diferentes variantes de la burla amorosa. Estimulado en su afán creador por la publicación de las obras de Luis Carrillo Sotomayor (1611), con elogios del humanista Pedro de Valencia, Góngora se decidió a componer su fábula de Polifemo emulando –y superando- la de aquél, a la que dio término a fines de 1612, y que, junto a la Soledad primera, envió el 11 de mayo de 1613 a dicho humanista. Al mismo tiempo, otra copia de ambos poemas la enviaba a la corte, a Andrés de Mendoza, persona bien elegida para que rápidamente los divulgara por todas partes. Muy poco después –y ya con lo que tenía escrito de la Soledad segunda- se la mandó también a su amigo el gran erudito cordobés don Francisco Fernández de Córdoba, el abad de Rute. En la Fábula de Polifemo y Galatea (1612), el texto mitológico más deslumbrante y estudiado de la literatura española, culmina el inagotable talento del poeta cordobés y todo un “collar polifémico” que arrancaba de Ovidio, Marino, Stigliani o el propio Carrillo. Las octavas reales que la integran muestran una visión del mundo dominado por el claroscuro que reinaba en la pintura; un mundo donde la belleza más audaz se da la mano con la tiniebla más horrible, la fiereza de un gigante enamorado con la sensualidad de una ninfa que lo desdeña en favor del joven Acis. Una historia de pasión y muerte que ha sido estimada como la mayor creación poética del Barroco europeo; una fábula que denota una concepción casi cinematográfica de la escritura. Estamos ante el eje de una revolución lingüística que, en compañía de las Soledades, cambiaría radicalmente la poesía en lengua castellana. Góngora intuyó esta fábula como una distribución de temas distintos, temas que se podrían calificar como “musicales”. Y es que en este proceso dominado por el amor hacia la belleza, el amor del monstruo y el amor de Acis, asistimos a una auténtica sinfonía literaria sin parangón. Sólo el amor de Acis armoniza con la belleza de Galatea. Sólo él será correspondido. El amor de Polifemo, amor monstruoso y grotesco, es la antítesis de la hermosura simbolizada por la ninfa. Las Soledades (1613) (proyecto de cuatro grandes poemas que quedaría truncado a finales del segundo) corona la producción de Góngora y, con ella, toda la literatura del seiscientos. Las peripecias del peregrino protagonista, “el más misterioso de los héroes errantes”, son la base de una silva que no se puede calificar con los términos que dominaban la retórica del momento. A pesar del naufragio o los juegos deportivos no se trata de un poema épico; tampoco podemos circunscribirlo al ámbito de la lírica por la presencia de elementos pastoriles y bucólicos. Las Soledades son todo eso y mucho más. Se trata de la sublimación definitiva del estilo cultista, estilo que con todo derecho debe denominarse “Gongorismo” y que se caracteriza por la ruptura con la preceptiva clásica a través de la mezcla genérica, por la elevación de la lengua hasta esferas no conocidas hasta entonces. Consciente de la existencia de un Imperio Español, el poeta piensa que a dicho Imperio ha de corresponderle un idioma poético, noble, solemne, puro. Y el modelo para llevar a cabo su audaz intuición lo encontraría en el léxico y la sintaxis latinos. Partiendo de los clásicos para superarlos, Góngora ofrece un nuevo mundo pleno de creatividad, un mundo en el que los toros “pacen estrellas en campos de zafiro”. En las Soledades, el Gongorismo tiene su representación más clara y todos los rasgos del estilo del autor se encuentran aquí no ya reunidos sino acumulados. El más característico, sin duda, es el enorme poderío de la imagen o, más exactamente, de la metáfora. Sobre el plano normal metafórico propio del Renacimiento se elevan, como geniales creaciones, como geniales intuiciones, imágenes de una novedad extraordinaria. Estas dos obras dieron lugar a la polémica más importante de la literatura española: los partidarios de una poética sublime y compleja / los defensores del casticismo a ultranza. Sin embargo, no se debe olvidar que las posturas artísticas enfrentadas gozaban de una larga tradición en nuestro país. Baste recordar batallas tan ruidosas como las de Herrera y el Prete Jacopín, la de Jáuregui contra Lope, Góngora y Quevedo; la de casi todos contra Ruiz de Alarcón. De todo ello interesa destacar que Góngora, desde el mismo momento que su obra origina comentarios e interpretaciones escritas de carácter divergente, se ha convertido en un clásico a los ojos de sus contemporáneos. Por esta razón, sus textos circularon en copias manuscritas a precios muy elevados y fueron objeto de análisis incesantes entre los que destacan las Anotaciones de Pedro Díaz de Rivas, los comentarios de Manuel Ponce a las Soledades -que datan de noviembre de 1613-, las Lecciones solemnes de Pellicer o los juicios de Salcedo Coronel y Salazar Mardones a los grandes poemas y a la Fábula de Píramo y Tisbe respectivamente. En ellos brillan los más encendidos elogios hacia su inmensa creatividad: Homero español, Píndaro andaluz, Marcial cordobés, Cisne del Betis, “príncipe de los poetas”. La unanimidad de estas afirmaciones atestigua que en un siglo que contaba con escritores de la talla de Cervantes, Lope de Vega, Calderón o Quevedo, fue apreciado en la justa medida de lo que era: el mayor poeta europeo de su tiempo, tal como lo calificó el Abad de Rute, uno de sus más firmes defensores durante la polémica. En definitiva, lo que demuestran estas posturas enfrentadas –entre las que destaca el Antídoto contra las Soledades del antigongorino y más tarde imitador Juan de Jáuregui- es que a Góngora se lo leyó enormemente en todas partes. Desde 1627 es casi imposible leer un libro de poesía lírica o dramática donde su huella no se manifieste con vigor. El más ilustre de sus herederos fue Don Pedro Calderón de la Barca quien lleva a las tablas un gongorismo especial que se ha denominado “calderonismo”. En el siglo XVII son también reseñables Pedro Soto de Rojas, Miguel Colodrero Villalobos, Villamediana y Pantaleón de Ribera. El recuerdo del cordobés llegará también a autores del XVIII como el Conde de Torre Palma o Porcel y su Adonis. Es sorprendente su influjo en la literatura portuguesa en la que hay pocas obras barrocas en las que no aparezca su impronta. Destacan la crítica de Faría y Sousa, replicada desde Perú por el Apologético a favor de don Luis de Góngora (1682) de Espinosa Medrano, la admiración de Francisco Manuel de Melo o el Lampadario de cristal de Fray Jerónimo Bahía. En América su obra produjo los mismos entusiasmos que en España. Así, por ejemplo, el Triunfo parténico de Carlos de Sigüenza y Góngora, el Bernardo de Bernardo de Balbuena y, sobre todo, Sor Juana Inés de la Cruz, cuyo Primero Sueño es heredero de las complejidades y bellezas idiomáticas de nuestro autor, son declarados admiradores del Gongorismo. La etapa final de su vida comienza en 1617, año en que sucumbe a la tentación de la epopeya con el truncado Panegírico al Duque de Lerma. Se instala definitivamente en Madrid y decide ordenarse como sacerdote, paso necesario para desempeñar el puesto de Capellán Real. Pronto se desengañaría del mundo cortesano. La desmedida pasión por el juego, sumada a los abusivos precios de la corte, ensombrecería sus últimos días en medio de grandes apuros económicos. En 1622 moría en el cadalso el Marqués de Siete Iglesias; el Conde de Villamediana –quien insertó en su propia obra numerosos versos del maestro- es asesinado en plena Calle Mayor y, poco después, fallece el Conde de Lemos. Sus tres grandes valedores en la corte han desaparecido. Góngora inicia su caída. En una última tentativa, el desesperado poeta busca el afecto del gran valido del gobierno, el Conde Duque de Olivares. Se reúne con Don Antonio Chacón para elaborar un manuscrito con sus poesías fechadas y comienza a gestionar la impresión de sus obras, hecho éste que no le había interesado hasta entonces. Sus obras circulaban proporcionándole fama y popularidad; pero no imprimía, ni dejaba imprimir apenas. Le interesaba sólo escribir para pocos, y sólo de ésos aceptará con modestia la corrección y el consejo. Busca la perfección de la obra en sí, por eso retoca y pule. Los imperativos editoriales y el contexto que la rodeaban eran ajenos a sus intereses cono escritor. A esta época (1623) pertenece el grupo de siete sonetos denominado “ciclo de senectud”. En ellos, el viejo Góngora alcanza la perfección como sonetista entre reflexiones llenas de amargura y desesperación vital: “Menos solicitó veloz saeta”, “ En la capilla estoy, y condenado” o “En este occidental, en este, oh Licio” brillan con luz propia dentro de este pequeño “cancionero” existencial. Desahuciado a causa de las deudas, el escritor se ve obligado a abandonar su domicilio tras vender los muebles para poder comer; el veinticuatro de marzo de 1626 dictó su última carta a un amanuense y en días próximos debió de sufrir un ataque cerebral. Una leve mejoría permitiría el regreso a Córdoba para ver pasar las últimas horas de su vida entre los naranjos, jazmines y arrayanes de su jardincillo. Allí, rodeado por sus familiares, que en tantas ocasiones fueron ingratos con el anciano, falleció el veintitrés de mayo de 1627. Una triste muerte que no pudo oscurecer la figura del genio a quien tantas veces tacharon de “oscuro”. En su afán por crear una obra selecta “procuró ser amigo de quien lo quiso ser suyo” y esa amistad exigía del lector un esfuerzo interpretativo para desentrañar “su exceso de claridad”. Consciente de ser el Gran Señor de las letras, le bastaba “su Córdoba, con sus tres mil ducados de renta, su patinejo, sus fuentes, su barbero y su mula”; ya había gestado un universo de fieros gigantes, damas huidizas, peregrinos iluminados entre lágrimas de amor. Lo demás se lo proporcionaron las Musas.