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Proyecto de Lectura Biologia

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PROYECTO DE LECTURA BIOLOGIA

 “La galera”, de Manuel Mujica Láinez


¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos,
zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en
los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco
que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que
partieron de Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y
dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que
ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su
punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero
Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron
la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero
estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De
nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de
cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber
sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto
no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a
don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es
menester irá hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera y
Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la
falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro.
Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su
desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la
correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce
con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se
acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales
improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo
de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar
contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los
cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier
instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas.
La sangre de las mulas hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si
abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza
andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente
y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo
cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de
piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los
Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la esquina de Castillo, la
Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre... Confúndense los nombres en la mente de
Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el
desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los
paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de
la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se
cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el
catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la cercanía de los peones
y los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar
nuevamente... Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como
sanguijuelas, y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las
petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno
de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar...
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como
lamparones las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos
grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que
aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie
enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del
Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no son sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con
delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle
de las Torres... Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna
esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca
sabrán lo otro... lo otro... aquellas medicinas que ocultó... y aquello que mezcló
con las medicinas... Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que
la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al
protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de
los que no admiten cura...
El galope... el galope... el galope... junto a la portezuela traqueteante baila la
figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia
que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías
diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios;
alcanza a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio... Días y noches, días y noches.
He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente
levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un
teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un
pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas
que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la marcha.
El galope... el galope... el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las
fustas... No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros,
maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de
la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por
los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco, Arrecifes... Areco... Luján...
Ya falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde
oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue
una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo!
¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a
increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una
nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una
capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo
subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la
parada postrera. Entonces, ¿cómo es posible...?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la
penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de
su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado
de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con las palmas
juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita
habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos
desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja
señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas
sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante,
con gran estrépito algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se
tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno
de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla.
Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora
estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes,
de donde los separan cuatro leguas. Catalina vuelve en sí de su desmayo y se
halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto rodea al coche cuya caja ha
recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno y los soldados
montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del
carruaje, para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que
trepan al interior. La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse.
¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de
su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera
transformado en bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en
la garganta. A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el
correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora,
idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su
hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la
diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya
chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante,
bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una
nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la
noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
 El hombrecito del azulejo, Manuel Mujica Lainez
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más
que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos,
el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas.
Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del
Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles,
tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen
humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo
con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en
el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del
pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces
de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres,
departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus
manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron
por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo
el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los
demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con
dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del
centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul,
barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó
aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta
un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada
cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el
tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno,
disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los
pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios
pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del
menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que
atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que
pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario
en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos
habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en
seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese
diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado,
y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio
un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló
un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que
se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una
barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude.
Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a
él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa
telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos
vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su
silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el
patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al
sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los
doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde
las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan
como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano
José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró
durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del
mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y
la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia
su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de
la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran
rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y
las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la
señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el
cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor
de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de
cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá
los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo
una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de
mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su
cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los
hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes
trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia
del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita
como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran
tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la
cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora
fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función.
Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña
sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies
al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de
Francia.
-Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del
modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de
una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con
cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte
de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a
todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la
Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en
francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido
crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así:
“Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho
más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los
reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que
los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las
sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita,
sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que
pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o
enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los
otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros,
las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los
espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su
cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de
ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque
alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El
hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado
hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha
puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas
latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se
lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta
afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que
transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica
que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de
cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o
carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este
azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a
Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le
describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del
carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario
que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir
demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba;
el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la
puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece
corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres
minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y
no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas,
vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de
vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos
y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a
esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas,
sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron
en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos
cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral
del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con
los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de
malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la
cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las
rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que
no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el
episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a
la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese
general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a
Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se
desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a
despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era
en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un
almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la
ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha
mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció
para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio,
y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios
en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su
imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado
sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a
pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al
brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo
del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende
disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en
el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú
morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en
el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos
trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en
su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja
tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun
tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la
habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis
como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez
es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del
enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su
buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a
pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de
que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la
Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría.
Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos,
cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del
Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las
fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los
caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y
Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de
estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se
apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su
desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay
un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se
consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos
de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe,
llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro
todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que
menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo
único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la
imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la
casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar
el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de
fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores
que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio,
baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la
tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un
anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y
Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será
dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta
que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de
caverna:
-¡Ahí va algo, agárrenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en
el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede
burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
 El ahogado más hermoso del mundo, Gabriel García
Márquez
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba
por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron
que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero
cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los
filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba
encima, y solo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena,
cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los
hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más
que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que
tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido
dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido
mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero
pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte
estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y solo la
forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel
estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo
tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores,
desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que
las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños,
y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los
acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en
siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los
unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres
averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se
quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le
desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con
fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su
vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas
estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales.
Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el
semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura
sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando
acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y
entonces se quedaron sin aliento. No solo era el más alto, el más fuerte, el más
viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo
estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una
mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los
hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los
zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura,
las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela
cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su
muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el
cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca
tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y
suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si
aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las
puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su
cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría
sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera
sacado los peces del mar con solo llamarlos por sus nombres, y habría puesto
tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las
piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían
capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una
noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los
seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos
dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja
había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no
podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se
mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con
unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El
lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron
estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la
camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el
mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era
Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le
habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un
estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado
por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de
infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba.
Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a
descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber
qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de
casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí
Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se
preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas
escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora,
así estoy bien, solo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin
haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera
hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el
bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres
frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la
cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para
siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las
primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que
empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el
ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto
que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el
pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el
ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de
júbilo entre las lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de
mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que
querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el
sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos
de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que
resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los
tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los
mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de
nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla,
como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más
cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas
asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí
porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras
estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto
quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer
sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y
empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para
un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo
iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de
pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que
no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de
cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie,
un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le
quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se
quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran
dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su
acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar
caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba
tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas
uñas rocallosas que solo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el
pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no
tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera
sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para
ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el
cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados,
para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes
dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada
que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los
hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar
temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los
ahogados, hasta esos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con
la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse
para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los
pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y estas
se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta
que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última
hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una
madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a
través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre
sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del
rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas
fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros
por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron
conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios,
la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo
soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos
retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo
hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para
darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero
también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a
tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para
que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los
travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo
grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las
fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a
romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en
los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de
los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y
el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren
allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las
camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles,
sí, allá, es el pueblo de Esteban.
 Un fenómeno inexplicable, Leopoldo Lugones
Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las
provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones
indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en
formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y
las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última
peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme
un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las
circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta
simpatía. vino en mi auxilio.
-Conozco allá -me dijo- un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de
la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo
me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación
que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si
es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su
luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado.
Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus
huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en
condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es
puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación…
Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas
después.
Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su
andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda.
En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha.
Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa
con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque
diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el
festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad
entonando el color rural del paisaje.
Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes.
Notábase rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos
colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa
consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse
a mi huésped, que se lo tenía por hombre considerable.
No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al
extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas,
distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las
viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una
pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y
fresco; pero todo parecía deshabitado.
En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no
obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura,
algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio.
Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo
perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las
plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala
cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una
guía de enredadera.
Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de
temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar
en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco
después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa
apareció saludándome.
Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y
calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de
ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una
recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón.
Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo
un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar
mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.
Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta
la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue
donde empecé a notar algo extraño.
Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo
preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un
ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba
precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo
demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.
La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del
cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era
homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del
gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La
acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me
apresuré a exponer.
-La influencia que sobre el péndulo de Rutter -dije concluyendo una frase-, ejerce
la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo
homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis
quinientas o mil veces mayor.
Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de
casa me miraba ahora.
-Sin embargo -respondió- Reichenbach ha contestado negativamente esa
prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach.
-Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando
a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del
inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende
cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota.
Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos.
-¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor
Leger?
-El segundo -respondí.
-Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de
Reichenbach?
-Esta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose
por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo
de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas
corrientes sobre la relación entre causa y efecto, exigían que la oscilación
aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los
sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en
especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán
poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas,
sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no
obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero
cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues
toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin
conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la
alucinación…
-Oh, ya tenemos aquí la alucinación -dijo mi interlocutor con manifiesto
desagrado.
-No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola
con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una
fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de
ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa.
-Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en
Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes,
bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con
motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo.
Créame usted, las apariciones son autónomas…
-Permítame una pequeña digresión -interrumpí, encontrando en aquellos
recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje-
: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es
indiscreta. ¿Ha sido usted militar?…
-Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.
-Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios.
-No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui
hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a
Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888.
-¿Enfermó usted en la India?
-Sí -respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el
rincón del aposento.
-¿El cólera?… -insistí.
Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su
pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que
iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y
esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad.
-Fue algo peor todavía -comenzó mi huésped-. Fue el misterio. Pronto hará
cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo
hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un
desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me
devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por
primera vez un hombre capaz de comprenderme.
Me incliné agradecido.
-¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no
obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach
no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer, le revelará hasta
dónde puede llegarse.
El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto
gramatical . Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica
extraña en aquel acento extranjero.
-En febrero de 1858 -continuó- fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted
oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre
el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que
sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes?
-Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo,
volviéndose de tal modo insensibles, videntes…
-Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que
imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa
reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible,
pues los ingredientes químicos no se alucinan… Entonces quise desarrollar
idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en
situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra.
-¿Por cuál método?
Sin responderme, continuó:
-Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo
de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían
llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con
la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo
tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía
detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las
apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se
volvía más rebelde… Una distracción prolongada, ocasionaba el
desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo
así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel
estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez,
resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo,
durante el sueño extático.
-¿Y pudo conseguirlo?
-Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad
acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del
aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me
miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente.
Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me
mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me
muevo jamás…
Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera
aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz.
-Cálmese usted -le dije, aparentando confianza-. La reintegración no es
imposible.
-¡Oh, sí! -respondió con amargura-. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el
concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo
siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues
me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando
me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta,
como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles,
porque cada ojo procede sin relación con el otro…
Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto
raciocinio.
-Pero en fin, ¿ese mono?…, pregunté para agotar el asunto.
-Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La
descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es
mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que
se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a
mí!
Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara
simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo
facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta
circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación.
Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una
resolución definitiva:
-Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo
ruego.
Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y
comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La
sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura
arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una
membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de
su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz
en que a cada momento se encontraba el hombre.
Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y
ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento
decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil
de la sombra.
Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta
conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la
sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve,
probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la
vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con
intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta.
Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha
sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor;
pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la
línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja
concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa
observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra,
y éste con el de la cara del alucinado.
Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la
mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba,
como presintiendo un infausto desenlace.
-No mire usted -dije.
-¡Miraré! -me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el
papel ante la luz.
Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de
lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono!
¡La cosa maldita!
Y conste que yo no sé dibujar.
 Las estatuas, Enrique Anderson Imbert
En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la
fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido-
una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el
suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos
pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora
de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por
adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán!
Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido
lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua
de la señorita fundadora.
 Arte y vida, Enrique Anderson Imbert
Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el
reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de
Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de
Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna,
el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en
la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba
otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a
Stewart:
-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del
arte!
A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo
mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera
oportunidad. Un testigo describe la escena así:
El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa:
“Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con
toda mi alma el papel de condenado a muerte”. Y, en efecto, resulta ser la mejor
representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos
entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se
abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda
colgado de la horca.
 El fantasma, Enrique Anderson Imbert
Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo,
como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la
arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en
medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y
resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la
misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el
techo… Y sobre todo ¡qué inmutables, ¡qué indiferentes a su muerte los objetos
que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la
percha… Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara
al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué
avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! “Si yo pudiera alzarle los
párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo”, pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y
los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su
aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi
humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para
animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo
instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de
silla y cuerpo caídos.
- ¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
- ¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante
la experiencia? Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto,
definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con
la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas
irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco
a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba
viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar
vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido
creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como
perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso
probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo
único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las
insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera;
simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los
canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus
revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él,
muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo
podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista.
¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como
cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a
retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su
cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las
distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a
su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus
amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando
los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa
a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de
viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer
como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le
bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la
pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera
para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas
partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó
que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a
hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él
como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se
consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado,
contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él
estaba allí? Sí… ¡claro!… qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación
de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si
toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos
olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de
gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas
encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que
respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió
despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí
se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras
otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en
otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que
todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su
cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como
un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el
mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había
posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí,
entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les
dijo “¡Adiós!” sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
 El sur, Jorge Luis Borges
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan
Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se
sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco
Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires,
lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann
(tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado
romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un
hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas
músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A
costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una
estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna
vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano
tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la
certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura.
En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado
de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la
frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio
grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La
arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría
hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto
y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las
ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y
parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy
bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no
supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una
tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un
sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía.
Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que
no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto
llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una
camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre
enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado,
en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la
operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un
arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En
esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus
necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con
estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le
dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a
llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las
malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte.
Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir
a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había
llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano,
era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La
ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le
infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios.
Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos
segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las
carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo
día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía
repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un
mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el
íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y
pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones
y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y
Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era
una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y
secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la
de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que
Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a
su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la
mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus
milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya
remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera
dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y
el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio
casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los
trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio
largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran
casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y
sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de
la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol
intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no
tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en
Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte.
No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo
era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el
campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era
perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no
sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su
boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra,
un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las
vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo.
Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en
un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido
el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la
borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas,
Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su
bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en
acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había
unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió
que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El
hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho
a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que
Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que
gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el
campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro.
El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos
vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada
por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto.
Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de
vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era
todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada
había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la
realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se
rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate
que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea
confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo
exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que
estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al
patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas
palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo
barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que
Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del
Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies.
Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann
se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi
instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe,
no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había
jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de
una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No
hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al
atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la
primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que
hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a
la llanura.
 La escopeta, Julio Ardiles Gray
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a
entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se
perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó
hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar
con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre
unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre
azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó
el gatillo.
“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos
vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando
la gola se puso a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.
“Qué extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como este”.
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A
Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las
escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce,
unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer
nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como
un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se
acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su
canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo
y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban
gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos
círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía
venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como
borrachas a lo lejos.El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las
nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más
allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
-¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar
más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como
desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en
su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al
llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero
terrible.
Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se
desbandaron gritando:
-¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías
balbuceó con un hilo de voz:
-¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
-¿Qué dice, buen hombre? -dijo.
-Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
-¿Su casa? -dijo la mujer.
-¡Sí. Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
-Era…-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años
cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
-¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
-Sí… -asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas,
muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó
despavorido dando un grito.

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