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Cuentos para Ninos Perversos

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No sólo que milita contra la literatura solemne y empastada de todos los tiempos, sino

que se niega a adoptar el estilo neutro que impone la globalización. Inventa una
escritura para reproducir el habla de los personajes urbano-marginales, su
pronunciación, sintaxis y fraseo, tal cual lo hicieran los narradores de la llamada
Generación del 30 con el habla del indio y el montubio, pero desde la picaresca, con
un humor tan corrosivo con el de «la risa de las puertas de hierro» (para usar una
lograda metáfora suya). Ahora vive en Paris, fresco con un pato à l’orange.

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Huilo Ruales Hualca

Cuentos para niños perversos


Cuarto Creciente - 09

ePub r1.0
Café mañanero 26-01-2023

Página 3
Título original: Cuentos para niños perversos
Huilo Ruales Hualca, 2004
Fotografía de la portada: cortesía de Huilo Ruales Hualca
Diseño y diagramación: Javier López Cazar
Revisión del texto: Paulina Rodríguez

Editor digital: Café mañanero


Primera edición EPL, 2023
ePub base r2.1

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EL ALMA AL DIABLO

Al amanecer los niños montaron


en sus triciclos, y nunca regresaron.
Leopoldo María Panero

UNO
al parece que Jesús se ha rasurado la cabeza con cortaúñas. Además, la tiene
T descoyuntada pero no hacia abajo como la de cualquier borracho, sino hacia la
pared pero con el cuello virado casi a punto de destornillarse. Su occipital, al mismo
tiempo que desempolva, mancha de grasa un calendario, sin año de tan antiguo, en
donde una rubia, descolorida hasta la anemia, se tapa las mámelas con un sombrero
de cowboy. La hecatombe de jabas viejas y sillas herrumbrosas que circundan a Jesús
resulta una mixtura de trinchera y pesebre.
Allí, al fondo de aquella tienducha de doble cara, perdido en una silla sin espaldar
y damasco reventado, continúa esperando a sus amigos. Aunque, en verdad, ya no los
espera.
—De gana esperas, Jesús, vos mismo sabes que es de gana —refunfuña,
clarividente, doña Clarita, apoltronada en un antiguo y mullido sillón de madera
labrada. Una chalina a cuadros grises y negros envuelve sus hinchadas piernas; otra,
negra, la arropa desde los hombros hasta la cintura apenas permitiendo que sus dedos,
cada vez menos ágiles a causa del sueño, se afanen en tejer un tapete que en la
penumbra parece de polvo. La Hora del pasillo de la radio Nacional es un burbujeo
de voces y guitarras en el viejo Telefunken. El apacible chasquido de los autos cada
vez más esporádicos corta el intenso y cóncavo zumbido de la lluvia.
Despega su cráneo del calendario y mira el bulto sombrío de la anciana en la parte
delantera de la tienda. Si la anciana se durmiera, reptaría ágil y sigilosamente hasta la
estantería de los licores. Un trago, un solo trago, le haría tanto bien. La humillación
suele encogerle aún más. En un espejo imaginario contempla minuciosamente su
condición de engendro. Una secreción álgida le borbotea en el vientre, en la
angostura del pecho. Estira uno de sus brazos de rana hasta la mesa, toma el vaso y
lame los bordes interiores casi secos. Tiene aquella enfermedad que, cuando
abruptamente interrumpe la sesión etílica, la lucidez le cae como un sol y en sus
venas le empieza a circular mercurio. Entonces constata, como en cinemascope, la
ausencia de accesos y escapes de la vida al mismo tiempo que el miedo empieza a
invadirlo como una plaga de abejas asesinas. Más todavía en esta ocasión extraña,
única, seguramente irrepetible.
Se insulta entre dientes, hace morisquetas, sopla a la mosca borracha que patina
en una constelación de gotas de aguardiente esparcidas sobre la mesa. Burlándose de

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sí mismo imita a la mosca: se inclina hasta topar el borde de la mesa con su jiba
delantera, alarga su lengua y lame la mancha de licor semievaporada.
—Bueno, voy a cerrar —dice doña Clarita, más bien como si estuviera luchando
con otra doña Clarita que le tironea desde el lado del sueño. Y nuevamente su cabeza
redonda cubierta de virutas blancas resbala sobre su pecho.
Los ojos vidriosos e irritados de Jesús viajan detrás de las moscas que planean en
otra mesa ubicada bajo una claraboya, por donde se filtra la escuálida luz del
alumbrado público: dos ceniceros de latón llenos de colillas y varias manchas de
bebida son la única secuela de una fulminante borrachera presenciada horas antes por
Jesús. Sus protagonistas, un trío de guardias municipales, llegaron sedientos, vitales,
oscuramente unidos y con inusitada rapidez culminaron separados igual que un
cuerpo deshecho: uno, como degollado, con la cabeza tirada hacia atrás, roncando
aparatosamente; los otros, cabizbajos, babeantes, atados entre sí por el zumbido de
sus incomprensibles monólogos. Cuando empezaron a caerse de las sillas y sus
manos moribundas a virar vasos y botellas, doña Clarita, maternalmente, los condujo
tambaleantes hacia la calle. En el instante que la anciana colocaba en la acera al
último guardia, el Nacho y el Ecuador entraban de regreso.
Habían llegado apenas hasta La Marín y volvían casi huyendo porque la plazoleta
estaba, como en guerra, poblada de patrulleros y policías; para colmo, el aguacero
había transformado las calles en ríos y no había un alma a quien desvalijar. El
Ecuador extrajo del interior de su empapada chompa el único botín: un espejo
retrovisor con el que propuso a doña Clarita el consabido trueque. Ella, con su
habitual mala gana, después de examinar el artefacto, contraofertó: por aquel adefesio
no podía dar sino media botella de aguardiente, una cola y medio paquete de
cigarrillos. De un soplo terminaron la mezquina dosis y los tres, sobre todo Jesús,
estaban más encendidos, más ávidos.
—Me queman los huesos del frío y llueve feo, voy a cerrar —dice doña Clarita,
emergiendo del sueño, oteando el ambiente. Se reacomoda en el asiento como una
tortuga. Trata de ensartarse en la trama de la radionovela de las nueve pero, otra vez,
se va chorreando para abajo, para el sueño.
El estruendo creciente de la lluvia sobre el techo estremece a Jesús. Despega del
vaso sus anfibias manos y las lleva a sus ojos: los refriega, los limpia incisivamente
como si de esa manera pudiese borrar, o al menos modificar, aquel panorama tan
incierto y desolador.
«Hijosdeperra», dice sin mover los labios y se sorprende de carecer totalmente de
rabia. Un par de horas antes, mientras los esperaba con el progresivo pálpito de haber
sido traicionado, el rencor le incendiaba el estómago, le atoraba el pecho.
Naturalmente que en aquel pillo apodado Ecuador no había desperdiciado ni un
gramo de confianza: mutante y ambiguo, como su rostro de mapa en litigio
permanente, ladrón de última, cobarde, soplón. Vivía atrapado en la oscura telaraña
de un cuarteto de pesquisas que lo sacaban en libertad para que robara aquello que

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requerían, le daban asueto una semana y otra vez, sin pena ni gloria, ya estaba en el
penal Garcíamoreno en donde no era sino un triste esclavo, una alfombra, un
lameculos de caporales y pesquisas. En quien había depositado una confianza de ojos
cerrados era en el Nacho. Incondicional, fiel, un hermano. El Nacho era el cuerpo y
Jesús el alma: los dos, en otros tiempos menos malos, hacían un centauro que bajaba
a la plaza del Teatro. Allí ganaban el sustento con el número del príncipe convertido
en rana humana o del niño que, habiendo sido hermoso, terminó convertido en aquel
esperpento por desobediente. Al Nacho le faltaba manos y aritmética para contar
billetes y monedas que niños y adultos azorados, fascinados, botaban al pie de la silla
de ruedas como una suerte de conjuro antes de huir de aquel engendro. Siempre,
incluso en los peores momentos, el Nacho era su ángel de la guarda, aunque a causa
de sus males cada vez le sirviera menos.
Que el Nacho no haya vuelto hiede a incomprensible beso de Judas, pero ni eso
ahora tiene importancia. El vehemente deseo de cobrarse con creces tal traición ha
terminado por evaporarse. Siente mucho frío, un frío de desamparo, como si se
hubiera quedado solo en el universo y al pie de la destartalada silla empezara un
abismo. Por eso no quiere, no puede irse de la tienda-cantina de doña Clarita y
aunque ya no espera a sus compinches, tiene que seguir esperándolos.
Al esquivar uno de los resortes de la silla, Jesús provoca un chirrido a medias
perceptible. Desde el borde de la vitrina principal en donde está el dinero, los
cigarrillos y las prendas empeñadas por los clientes, un gato blanco y gigantesco
levanta su nariz afelpada en dirección a la trastienda hasta ubicar a Jesús. Sin abrir los
ojos suelta un maullido como un informe quejumbroso y vuelve a sumergir la cara
lanuda y sucia en el círculo de su cuerpo. El bulto adormitado de la anciana recibe el
mensaje del gato pero ella es aún aquel campo de batalla de las dos doñas Claritas: la
una, que se zambulle nuevamente en las aguas del sueño; la otra, que intenta emerger
irguiendo la cabeza y moviendo las piernas como si fueran de granito. El tapete
resbala al piso como una mariposa muerta y enorme. Inesperadamente, igual que si
estuviese soñando lo que Jesús está viviendo, con la boca oblicua metida en su propio
regazo, masculla:
—Ahora solamente te falta vender el alma al diablo, Jesús.
Por fin, la anciana va saliendo como de un pozo del adormecimiento: ladea la
chalina bostezando con gestos de paquidermo, estira sus brazos igual que si estuviera
recibiendo una distante ovación y se pone de pie rascándose la cabeza con infantil
empeño. Luego, dificultosamente, se inclina para recoger el tapete, la madeja y las
dos chalinas que han resbalado de su cuerpo rechoncho. Al verla encaminándose
hacia el carrasposo Telefunken, Jesús lanza la última carta:
—Doña Clarita, aunque sea un vaso, le pago mañana, se lo juro.
La anciana sintoniza la radio Espejo y por varios segundos se queda inmóvil antes
de exclamar con cierto pueril enfado:

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—Ay Dios, se está terminando la novela de Porfirio, ya no jodas Jesús, ya van a
ser las diez de la noche —y, en un tono bajo, para consumo propio, comenta— y para
desgracia no viene nadie, pero nadie. Este maldito aguacero se ha tragado todo Quito.
Malhumorada, ladea al gato que intenta elaborar un ocho entre sus piernas, abre
cajones, los cierra, recoge los vasos de las tres mesas incluida la de Jesús. Se
encamina hasta el lavadero y mientras suelta un ruido de vasos y ceniceros, comenta
en voz alta:
—Mi marido sabía decir que todo se puede perder, menos la dignidad —y, en un
tono de íntimo reproche conyugal que se enreda con el bullicio del chorro de agua
sobre los trastos, complementa—: no sé si tendría razón porque murió, como se dice,
en la calle.
De tanto dar en el clavo la vieja parece bruja. Jesús necesita respirar a fondo pero
el aire es progresivamente más escaso y mayor el abatimiento, la convicción de ser
una escoria. Podría darse, incluso, el milagroso caso de que el Nacho irrumpiera con
el producto de la venta de su silla de ruedas que ya todo sería demasiado tarde. Aquel
dinero serviría apenas para el ritual del adiós, para precipitarse al vacío envuelto en
algodones empapados de éter. Eso sería el todo y en adelante la nada. Ni siquiera le
reconforta el hecho de haber sido él mismo, no un agente externo, quien provocara el
cierre del último ciclo: «Tomen, véndanla» dijo, con una estúpida expresión de héroe,
dando un brinco de rana hasta esta silla ajena, vieja, inmóvil como un cadáver. El
Nacho y el Ecuador necesitaron un largo momento para descartar la posibilidad de
que se tratase de una de sus desabridas bromas. Por último, ninguneando cierto
cortocircuito reprobatorio en la vidriosa mirada del Nacho, Jesús vociferó: «¡Qué
esperan para descongelarse, cabrones!».
Un punzón candente lacera a Jesús: en otro nivel más profundo ese gesto
aparentemente loco no era sino una traición y mucho mayor que la del Nacho. Era
una traición a sí mismo y aún más porque ésta salpicaba incluso a la difunta
Santamadre. La silla de ruedas era el último reducto de su dignidad. Lo único que en
él era legítimo, incluso más que su mismo cuerpo. Para él su cuerpo era una jaula y
una pesadilla en la que él estaba encarcelado y por lo cual no lo sentía propio ni
cierto: no era su cuerpo sino un estigma, una máscara que lo ocultaba. Su palabra
tampoco era cierta. Era otra máscara con la que intentaba ocultar o compensar el
cuerpo. En cambio la silla era genuinamente suya porque había sido su logro: ese
manojo de hierro y ruedas torcidas simbolizaba el triunfo suyo ante una realidad
adversa. Una victoria, aunque modesta, total para él. No para los otros sino para sí
mismo. Y para la Santamadre que debía estar observándolo desde el cielo. Con la
silla, Jesús había logrado algo de altura, de ave; algo de aquello que la naturaleza le
había mezquinado por entero. Hace pocos años, en el penal Garcíamoreno le habían
robado una antigua silla. En esa ocasión, pese a que durante un tiempo debió volver a
su natural condición de gusano, no sintió haber perdido la dignidad. Más bien sintió
cólera, cierto orgullo de estirpe guerrera, de mutilado de guerra, cierta vanidad de ser

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víctima del destino humano y divino. Por eso tuvo el coraje suficiente para conseguir
una mejor silla.
Sin embargo, este sábado de diluvio, Jesús, por su propia boca y gesto, había
renunciado a su silla, cerrando así el último ciclo. Extremando el asunto, el haber
propuesto la venta de su silla de ruedas hubiera sido una decisión digna si, aparte de
surgir como alternativa para que la farra continuase, hubiese sido la última decisión,
la opción de la renuncia total, como la del novicio que deja el mundo para ingresar al
monasterio irreversible: Jesús ingresando a la noche definitiva de la cual no se
desprendería ni el alba ni la sombra, sino la locura, el vértigo y la muerte: eso hubiese
podido ser la dignidad genuina, absoluta. Pero esto que le sucede es una monumental
derrota por una sola y letal evidencia: su miedo ante la vida sin la silla y su miedo
ante la muerte.
Mientras otros niños se soñaban convertidos en superhombres justicieros e
inmortales, Jesús, desde siempre, solía imaginarse citando a la muerte en sus
querencias y entregándose a ella con el mentón hierático y la vista en llamas. Por eso
practicaba el juego secreto de avizorar, igual que cometas fugaces y radiantes, una
infinitud de circunstancias y gestos suficientemente altivos con los cuales clausurar la
azarosa vida. Pero cuando la desazón y la falta de salida lo aplastaban brindándole la
oportunidad del gran gesto clausurador, le faltaba el coraje, la determinación.
No había para qué engañarse, tampoco esta vez había sido capaz del gesto altivo,
harakiriano, sino de un acto instintivo y ruin que denotaba más bien el nivel al que
había bajado. Por eso había tenido la indignidad de negociar no solamente una silla
de ruedas vetusta sino todo lo que ésta representaba, es decir, la casa, las alas, la
madre. Y eso no puede perdonarse. Por vez primera siente que entre él y su cuerpo
hay una tenebrosa armonía. Que sus amigos no regresaran es coherente, así como el
imaginarlos olvidados de él y disfrutando con el dinero de la venta de su silla, la
venta de su alma al diablo. A partir de esta noche su destino sería arrastrarse como lo
fue al principio, sino que ahora se trataba del fin. La certeza de que al colocar su
hueso-sacro en el suelo va a topar la nada le incita a palpar, a dibujar con sus dedos,
el preciso perfil de la navaja adherida a su cadera.

DOS
La misma Santamadre se encargaba de recordarle que no era hijo suyo. La prueba
estaba a la vista: Jesusito era un batracio mientras ella, aunque envejecida, era una
mujer normal y además virgen-hasta-la-muerte. Así, Jesús, sumido en tragos podía
putear a media humanidad e incluso autoaguijonearse por su desventura, pero jamás
topar el santo nombre de aquella mujer que, sin haberlo sido, era su santa madre.
Jesús hinchaba su jiba delantera de tanta gratitud hacia ella quien, alguna vez anegada
en lágrimas, le confió su origen: lo había recogido entre los desperdicios dejados por

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un circo de malamuerte. La palabra de Jesús se refería a la Santamadre solamente
para agradecer su auténtico afecto maternal, la infaltable comida, la ejemplar
obsesión con que cada mañana tenía lista una camisa pulcra para que Jesús luciera
dignamente al menos su medio cuerpo que era su cuerpo entero. El nombre de la
Santamadre servía solamente para ser venerado por él y para difundir su santidad en
el mundo. Salvo aquella vez que llegó sin patineta reptando casi desnudo y enlodado,
con la frente abierta y en la boca borboteando una inverosímil historia de amor entre
él y una hermosa Doris-de-Colombia. Esa vez, mientras la Santamadre entre sollozos
le curaba las heridas, Jesús, ebrio, levantó su vista de pescado y con uno de sus dedos
señalándola inquisidoramente, le dijo: «Madresanta, jamás perdonaré su
comedimiento. ¿Por qué putas se hizo la comedida y se le dio por recogerme si lo que
ya está tirado no se recoge en la vida jamás?».
Fue ésa la única vez que osó un reclamo, el mismo que en la Santamadre se
inoculó como un poderoso virus. A partir de esa ocasión, mientras lavaba y zurcía las
camisas, mientras cocinaba, mientras sufría y rezaba por Jesús, fue disecándose en
vida. Solamente el día que la muerte en persona apareció en el umbral de la covacha,
decidió no partir cargando el monolítico peso del remordimiento. Apenas él llegase le
confesaría la verdad que había preferido ocultársela, con el fin de que la vida de los
dos resultase más llevadera: La Santamadre era su madre y Jesús fruto de sus
entrañas. Lastimosamente, ella tuvo que irse a la tumba arrastrando todos los
remordimientos porque esa misma noche, su última noche, Jesús andaba por Daule
chapoteando en las turbulentas aguas del Bacanrojo.
En vida de la Santamadre, luciendo una camisa nívea bien zurcida y bien
planchada, Jesús aparecía al pie de la municipalidad de Portoviejo con sus dos jibas
forradas de billetes de lotería y ensartado en esa suerte de bolsillo de suela y lona
ingeniado por ella. La gente, delante suyo, se inclinaba, tomaba un número de la
lotería y en la misma jiba lo frotaba porque Jesús era la suerte y no la muerte. Una
vez, la secretaria del alcalde le compró un número entero que frotó en las dos jibas y
obtuvo el gordo de navidad. Así es que, en un gesto de gratitud, la flamante
millonaria le regaló una patineta. En El Universo, en El Telégrafo, en el Extra, Jesús
apareció a colores y casi en tamaño natural. Estaba sonreído sobre la patineta
adornada con calcomanías y flecos de colores, junto a la felicidad desdentada de la
Santamadre. Eran tiempos para tener gusto por la existencia: dos, tres veces diarias se
forraba de nuevos billetes de lotería. La Junta de Beneficencia de Guayaquil,
propietaria de la Lotería Nacional, quiso llevarlo a las oficinas principales para que
trabajara en la puerta central como símbolo de la fortuna. Pero Jesús, entre arrogante
y temeroso, respondió que no, que adonde fuera se iría solamente con la Santamadre
quien ni muerta abandonaría el pantanoso suburbio donde estaba sembrada.
Tiempos de suerte que graznaron como burla de cuervos y que concluyeron
cuando el Jesús-de-la-suerte-en-patineta tuvo la mala suerte de anclar en el humo rojo
del Bacanrojo. En un parpadeo la locura del amor le comió los sesos. Con las retinas

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pobladas de pajaritos y centellas dio pabilo a una descabellada empresa: conquistar
no solamente el cuerpo de la monumental Doris-de-Colombia. Con dinero propio y
ajeno empezó a abrumarla de regalos que allanaran el camino hacia el gran milagro
del amor. Pero la estriptisera número Uno del Bacanrojo, en lugar de gratitud
manifestó burla y desprecio por ese sapo gigantesco que, entre las piernas del
público, se pasaba con el hocico abierto mirándola desnudarse. El acoso de Jesús, por
último, provocó tal repudio en la estriptisera que a pedido suyo fue expulsado casi en
rodajas del burdel. Y como las desgracias jamás vienen solas, al rechazo ultrajante de
la Doris-de-Colombia se unió la muerte de la Santamadre.
A partir de entonces, careció de sentido atravesar los manglares para llegar a la
covacha, oscura, vacía, sin la Santamadre de quien no se despidió de puro calavera,
cosa que no se perdonó nunca. Para dormir le bastaba cualquier rincón. Con evidente
despecho empezó a rodar hacia abajo: los lupanares, el licor, las apuestas. Cierta vez,
en el torbellino oscuro de una borrachera, algún infame le robó su patineta. Así es que
empezó a reptar con la camisa mugrienta en jirones y con los billetes de lotería
enlodados, caducos. El gran Jesús, más famoso que el alkasekzer, vertiginosamente
había sido sustituido por un desparpajo humano, borracho y escandaloso, que se
arrastraba por lupanares y cantinas.
Sin embargo, meses más tarde, cuando sintió que estaba a punto de entrar en un
andarivel de donde no había regreso, intentó salvarse a través del mismo fuego que lo
había condenado. Luciendo una camisa nívea y engrasado de brillantina para doblar
su hirsuta cabellera, casi levitando sobre una flamante patineta conseguida a crédito,
además, sin temores y con todo el salero gracias a una triple dosis de polvo mágico,
irrumpió en el Bacanrojo. Apenas la Doris-de-Colombia colocó su cuerpo espléndido
en la pista, Jesús, con voz de corneta dañada, le lanzó su trillada broma de que él era
un príncipe encantado y que venía a llevarla a su reino. La estriptisera, aclamada por
un enjambre de marineros rubios que le hacían beber whisky a pico de botella, estaba
ebria y eufórica. La broma de Jesús fue festejada por las risotadas de los marineros
quienes, como si se tratara de un perro faldero, se disputaron el cuerpo de Jesús a fin
de colocarlo sobre el entarimado. Bajo una tempestad de billetes y gritos la Doris
empezó a desvestirlo mientras él, con esfuerzo de monigote a cuerda, combatía
vanamente por impedirlo. Al final, desnudo y horrible, en medio del paroxismo fue
llegando no al clímax sexual ni a las lágrimas sino a cierta inusitada catarsis: honda y
claramente sintió que en ese instante culminaba una vida y resucitaba otro Jesús. Un
Jesús distinto que ya no tenía amor por aquella bailarina, ni lo sentiría en adelante por
nadie, sino por un concepto particular, muy suyo, de dignidad. A los pocos días, la
Doris-de-Colombia, como dijo el Extra de Guayaquil y conforme lo mostraba en
cinco fotografías a todo color, «amaneció cosida a puñaladas». Y Jesús debió pasar
los doce años siguientes en la penitenciaría del Litoral.

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TRES
—Te volviste sordo, Jesús, te vas enseguida —vocifera más que enojada aburrida,
doña Clarita, apareciendo con sus diligentes y pesados ruidos desde el fondo de la
tienda. Arruma su sillón en un ángulo apilado de periódicos, se evapora nuevamente
en el interior y vuelve con un plato de leche. El gato, maullando de contento, salta
desde la vitrina.
—Retírate, pendejo —dice al gato que, por poco, vierte el platillo.
Atrapada en ese esquema de vejez, soledad y tedio, se acerca hacia la trastienda.
Jesús la mira, quizá por primera vez: el rostro ajado como la corteza de un árbol, el
cuerpo abultado de trapos y carne meciéndose pesadamente, las piernas varicosas que
embuten como de pedruzcos sus medias negras. Mientras coloca las sillas sobre las
mesas y barre con una lenta pericia incluso debajo de la silla donde Jesús está
ovillado, doña Clarita suspira, lanza lisuras a medias comprensibles: unas,
defendiéndolo, otras, increpándolo por disoluto, por mala cabeza.
Pero Jesús ya no la escucha. Como desde un helicóptero sobre una ciudad otra
vez planea panorámicamente a lo largo de aquella remota vida nueva que empezó en
la penitenciaría de Guayaquil: pese a su voz retorcida, pese a su respiración agitada a
causa de la estrechez y meandros que implicaba su zona toráxica, allí fue adquiriendo
el dominio del verbo. Su obsesión por la dignidad que para esa época consistía en
guardar distancia y no invertir sentimientos le propició territorio ascendiente y
categoría profesional de fabulador especializado en estimular la lascivia de criminales
de alta ralea. Allí se convirtió en el oráculo y bufón cinco estrellas de los reyes del
mambo, de los jeques del mundo paralelo. La ironía le prodigó mujeres más hermosas
que la Doris-de-Colombia, un permanente séquito de guardaespaldas e incluso llegó a
untar sus dedos fusiformes en el agua dorada del tráfico y la droga. «Jesús, el rey de
los judíos» estaba impreso sobre un latón brillante clavado en el espaldar de su silla
de ruedas equipada con retrovisor, claxon y radiograbadora.
Sin embargo, la fiesta y la fortuna expelían un tufo a carroña, el cual le recordaba
que aquellos privilegios no eran de su peculio y que los poseería mientras continuase
pagando su costoso alquiler: vivir en escena a tiempo completo; aparte de la prisión,
estar preso en una perpetua impostura: estar obligado a no-ser, y ser para los otros no
precisamente un hombre sino más bien una metáfora. Pero no tenía alternativa;
primero, porque solamente así podía sobrevivir en el abyecto mundo carcelario y,
segundo, porque estaba dispuesto a pagar cualquier precio para impedir aquello que,
según él, estaba escrito en las cavernas de su alma: su ineludible destino en una jaula
de algún circo de malamuerte. Aquél era su principal pavor. Conforme se iba
acercando el fin de su condena, Jesús, entumido en su silla transcurría noches enteras
escuchando el galope agitado de su corazón al imaginar el día en que abandonaría la
prisión. Anhelaba ese momento y, al mismo tiempo, temía que sus privilegios como
pompas de jabón reventasen al primer contacto con la calle y eso implicaría
enrumbarse hacia el estigma.

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Hasta cuando llegó la tarde lluviosa de su libertad. Con el ampuloso título bañado
en oro sobre el espaldar de su silla de ruedas, abandonó la penitenciaría guayaquileña
e ingresó al limbo de la noche. Los ámbitos secretos del tráfico, el robo de autos, el
proxenetismo, el sicarismo y el submundo policial, durante más de un año dieron
cabida a Jesús El Fabulador. Claro que nada fue igual. En la penitenciaría la violencia
y el poder eran concisos y todo funcionaba como un engranaje eclesiástico. Afuera la
vida y la muerte cohabitaban en un laberinto que más tenía de caos. Todo era una
galería de máscaras y el escenario demasiado vasto, poblado, mutante. La fastuosidad
de los placeres eran olas estruendosas que lo ahogaban, que agudizaban su cada vez
más insoportable soledad.
El fin llegó por fin y aspavientosamente con las brutales batidas que se suscitaron
en el 94. En menos de un año fueron exterminados casi todos sus protectores y sus
imperios temporalmente desmantelados. Aquel súbito desamparo resultó como
despertarse a la intemperie después de un sueño dorado, después de una pesadilla
opulenta. Entonces, con una urgencia de náufrago, como si se abrazara más bien a
una boya, se dedicó al exceso en todas sus posibilidades. Desde luego, tal ahínco por
destruirse no se originaba solamente en la angustia del desamparo y en la súbita
ruina, sino en cierto regocijo desquiciado, ebrio, o más precisamente en un eufórico
alivio porque al fin abandonaba la escena y, en cierto modo, sorteaba el anatema de
su soledad. Además, ya no temía la indigencia pues había vuelto a ella y no con las
manos vacías sino con un currículo digno de sus fabulaciones. Ahora sí, dicha
indigencia podría ser controlada, orientada, impedida de aproximarse hacia la terrible
carpa. Por otra parte, si la dignidad tan buscada no había florecido en aquella extinta
gloria conseguida a cambio de negarse, podía alcanzarla más adelante. Quizá brotaría
de cualquier arista de esa decadencia, de ese eclipse que, poco a poco, dejó de ser
vertiginoso y con alardes masoquistas, hasta terminar tomando un rumbo de simple
sobrevivencia en la selva de la calle.
Ésta debe ser la sobremesa de la última cena porque Jesús se siente solo y sobre
todo traicionado, no por nadie sino por sí mismo. Él, sin ayuda de nadie, había
anulado la única, la sola dignidad que ahora no es sino un hueco enorme en el alma.
Un agujero por donde circula el mismo frío de hace varios años, cuando llegó a Quito
por primera vez. Aquel frío inaugural sentido en carne propia que, en esa remota
madrugada, se convirtió automáticamente en el símbolo de otro elemento químico de
su alma: la tristeza. La tristeza que ahora entra con un bullicio de clavos violentos
desde la tempestad cuando doña Clarita, envuelta en su chalina negra, abre la doble
puerta de calle:
—Muévete, Jesús, o te saco a palazos —grita la vieja, encaminándose hacia el
mostrador para recoger el canasto en el que se fricciona maullante el enorme gato.
Sí, en verdad, anhela que el Nacho irrumpa desde la lluvia en este instante, pero
por otra razón: también late en Jesús el último deseo de todo condenado a muerte y el
suyo sería quemarse la garganta y las tripas con toneles de aguardiente, hundir las

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ternillas en polvo mágico, despertar en las venas una tempestad de estrellas. Volar,
transformarse, anularse. Sobre todo anularse, eso hubiese querido Jesús como
despedida. Pero ahora es la hora de reptar ensuciando el coxis en medio de la
muchedumbre compasiva y asqueada, o de encaminarse rumbo al circo de
malamuerte que debe estar aguardándolo puesto que, como se ve, es su única patria;
su solo suelo patrio. ¿Qué más podrá ofrecerle la puta vida en adelante? A menos que
de un tajo trastocara el tiempo y las cuerdas de la tramoya. Su mano derecha, anfibia,
topa el cuchillo, su único billete de la suerte y de la muerte.

CUATRO
Sumisa al libreto, doña Clarita se inclina al pie del mostrador con el fin de recoger el
plato ya vacío donde el gato, ronroneante, sigue lamiendo. Como en su adolescencia
cuando atravesaba el fango rumbo a la ciudad o hacia el galpón de guadúa y cartones
donde vivía con la Santamadre, Jesús salta ágilmente desde la silla hacia el piso y,
reptando velozmente, suprime en pocos segundos la distancia entre trastienda y
tienda. Cubierto de un súbito y frío sudor, soldando las mandíbulas y exorbitando los
ojos, salta todo un batracio sobre la espalda aún inclinada de doña Clarita. Su aleta
izquierda se cierra como una tenaza en torno del cuello de la anciana mientras la
derecha blande el puñal. En la penumbra los dos cuerpos sugieren la extraña escultura
de un rejoneador y su montura precipitándose de perfil al piso, entre ruidos y quejas
casi embozados. El combate tiene más de cópula lenta, ansiosa e incongruente que
combina forcejeos, ronquidos, y, como si provinieran de otro tiempo, los maullidos
del inmenso gato. La boca de Jesús se adhiere, igual que una ventosa, en la nuca y el
cabello de la anciana cuyo hedor le remite al aroma de la Santamadre. Aquella
asociación honda, onírica, en vez de debilitar su determinación le impele a hundir y
levantar el puñal con una tenacidad morosa y un ritmo sincronizado, distante, como si
no estuviera asesinando a una indefensa vieja, sino desbrozando su túnel genealógico
en busca del origen o en busca de la nada pura. Tan ajeno se siente que ni siquiera
advierte la decreciente lucha de doña Clarita por liberarse de esa pesadilla. Cada
puñalada, casi inútil sobre hueso o provechosa al horadar la carne, los va separando y
definiendo dentro de esta escena en la que borbotea sangre, cimbran músculos, se
confunden sonidos y aromas. Poco a poco, la anciana va encontrando el alivio y Jesús
va quedándose solo. Solo, con un cuerpo manchado, gelatinoso y apacible al cual,
mientras esquiva los rasguños insignificantes del gato, asesta las últimas puñaladas
que se enredan en la chalina empapada de una negra y lenta sangre.
Por fin, baja los brazos y suelta el puñal. Se queda exánime, acezante, con el
cuerpo gordo y yerto de doña Clarita sobre sus nimias, inservibles, extremidades. La
escena sugiere una réplica sombría, absurda y maravillosa de La piedad. En el interior
de Jesús se expande un alivio fresco, sobrenatural (con la Doris-de-Colombia,

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después de haberla asesinado, el rencor le duró meses, años, y nunca le llegó el alivio,
el sosiego). Se siente flotar como si estuviese caminando por primera vez sobre sus
piernas. Casi sin sed y más bien obedeciendo al eco de un anhelo caduco, trepa con
destreza de simio en una estantería, toma una botella de aguardiente y bebe un doble
trago. Abandona la botella en el piso, esquiva el cuerpo de la anciana y repta hacia la
calle en donde la crepitante lluvia le entrega una dosis de frescura suplementaria.
Atrás queda la cantina con la puerta entreabierta y, como un islote en un mar de
sangre, el cuerpo de la anciana husmeado por los maullidos tristes, casi humanos, del
gato.

CINCO
Ya no siente el inmenso cuervo que siempre se había sacudido dentro de su tórax.
Ahora está en el otro margen de la vida, por ello se arrastra en el lodo con la misma
parsimonia y comodidad que si estuviera viajando en una nube. Más que beodo
parece una criatura imaginada por alguien, un ángel exterminador saliendo del
trabajo. Sus aletas, cada vez menos ensangrentadas gracias a la lluvia, reman hacia la
esquina y doblan hacia la calle de El Carmelo, pendiente que se va de bruces contra la
plazoleta de La Marín y que con la lluvia se ha convertido en un enlodado torrente.
Desde una ventana dos niños lo ven con un gesto de fascinación y se desintegran en
la tempestad y en la noche. Nada teme ni le conmueve. Ni siquiera le parece
extraordinario avizorar en la oscuridad una silueta conocida: enquistada en un sifón,
intacta y de cabeza, como si hubiera caído del cielo o estuviera naciendo al revés,
aparece su destartalada silla de ruedas. La observa un largo instante hasta
convencerse de que ya no es su silla, sino una jaula disolviéndose en el aguacero.
La plaza de La Marín ebulle, brama, es un remolino nutrido de agua y basura que
baja por todas las encumbradas callejuelas del barrio La Tola y del Quito colonial.
Apenas, se ven los techos de los autos ahogados en torno de la plaza. El monumento
de Sanmartín aún se mantiene hierático y brillante con el agua mordiendo la grupa de
su galopante caballo. Jesús, con el mentón hundido en el turbulento lodazal, ya no
repta, flota, el cuerpo laxo y el alma vacía. Parece un sosegado y viejo sapo
entregándose voluntariamente a la voracidad del agua.

(De Fetiche y fantoche, 1994)

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ES VIERNES PARA SIEMPRE, MARILÍN

Yo soy Nana, la idea del tiempo.


¿Has amado tú alguna
vez, querido, a una avalancha? Mira solamente mi piel.
A pesar de ser inmortal, tengo el aire de algo efímero.
Un fuego de paja que se quiere tocar.
Pero, sobre esta hoguera perpetua, lo incendiario es lo que llamea.
El sol es mi perrito. Me sigue, como puedes ver.
Louis Aragón

¿S abes lo que acabo de ver con estos ojos que se han de hacer lodo, Marilín? Y sin
pagar entrada. Y sin posibilidad de bis, porque en eso consiste el arte de la
performance. Tal cual el arte de la vida. Así de intrascendente es lo inolvidable. Así
de total es la fugacidad. Nace, crepita y se hace polvo. Pero de qué manera. Cierta
vez asistí al recital de un poeta que leía un libro en llamas. Lo leyó hasta que las
cenizas devoraron el texto. Lectura única. Irrepetible. La poesía estaba en el texto y
en el fuego. En ese combate tauromáquico. Esta versión de Edipo que vengo de ver y
saborear, y casi sentir que me habían plagiado, fue la performance-madre. Aunque, al
final se trate siempre de la misma historia, tantán. Esquina de la Reina-Victoria y
Colón: el travesti más viejo del mundo aprovecha el reflejo de la vitrina de cinco
metros cuadrados de Textilandia: alisa su microfalda estampada de piel de tigre,
reubica sus senos artificiales y acicala su peluca rubia que es un estropajo hecho con
pelo de coco. Una anciana, diminuta cual niña, perdida en un abrigo negro y
equilibrándose en torcidos tacones que parecen tildes, cruza la calle entre los autos.
Directamente se acerca y, sin titubeos ni violencia, con una pistola plateada sostenida
por sus dos ajadas manos, dispara seis veces. Las balas, salvo una que impacta en la
vitrina, se reparten en la espalda, los glúteos y las piernas del travesti. Aquí viene lo
curioso: éste, ensangrentado y todo, en lugar de derretirse frente a la vitrina como es
lo coherente, se da media vuelta y empieza a perseguir a la anciana que corre por
entre los transeúntes gritando:
—¡Sálvenme por dios, mi hijo me quiere matar!
El marica, quien sin peluca tiene la cabeza como de bola de billar, pese a que más
bien ya corre en el mismo sitio, pese a que empieza a doblarse escupiendo sangre,
logra agarrar a la anciana de una pierna. Los dos caen al piso. Había que verlos, bella
Marilín: la anciana, reptando, clavando sus uñas en el pavimento y él, herido,
tironeándola para atrás. Hasta que el tipo, casi muerto, la va llevando hacia sus brazos
y entonces, qué dramón: se funden apasionados en un solo abrazo, el último, con
cuatro brazos, bocas pintadas y resoplidos. Y allí se quedaron: la anciana, manchada
de sangre edípica, atada al cadáver de su hijo y con los ojos de pestañas postizas bien

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abiertos y llorones. Dé-end. ¡Qué actores ni ocho cuartos, carajo! Y nadie aplaudía,
salvo yo, Marilín. Insensibles. Nadie. Aparte de algún borracho que se animó a gritar:
¡Vivakito! Bibakito, Divina-Marilín.
Necesito un caballo entero. Un quíntuple trago por la aorta. Pero esta noche me
prohíbo con mi puño y letra el ponerme trágico. O sea, pendejo del corazón. Mira mi
capa color fucsia. La preestrené hoy. Y sin máscara, lo cual, curiosamente, es lo único
insoportable para la gente en esta ciudad de caca y miedo. Estoy liviano, malvado y
bello. Por fin me siento dueño absoluto del oxígeno, mientras los otros tienen
tortícolis. Soy Su-majestad Hel Seismesino Hexperto Hen Hedípica Y Dotado
De Huna Hespuela Magna: la tristeza dicha-y-hecha-y-derecha. Soy el solo poheta-
jardinero del huerto sacro: he fornicado con todas las mujeres de Kito haciéndome
pasar por laktante. Qué mujer no me tuvo, aunque fuera en sueños puesto que no
pude alcanzarme con todas. Y san seacabó. No recibo más pacientes. Cerrado por
duelo. Clausurado por valse, mi pequeña Marilín.
No logro perdonarme el haber demorado tanto en descubrirte, Marilín-Marilón.
Por gris al infinito. Por perogrullo a la enésima potencia. Cuánto trajín me hubiese
ahorrado. Cómo no haber pensado en ti en lugar de haberme jugado cuerpo y alma
con la Puta-ke-lo-parió. Ése debía ser, si la ley alguna vez hubiese sido justa, el
nombre de pila y de ley que le correspondía a la Dorita Auster. Bastarda de gringo
maderero que inseminó a una chola de doble anca y mamelas de repisa. El gringo
tuvo la gentileza de legar a la Doritauster, aparte de su apellido, una casa sin ventanas
para sordos y masoquistas, ubicada casi dentro de la pista del veintiúnico aereopuerto
de Kito. A la distancia distingo que lo que más me sedujo de ella, aparte de su
estruendoso brío sexual, fue su aparente condición de antípoda de mi madre. Lo cual,
salvo por su cuerpo de paquidermo, terminó por no ser cierto y peor que eso: la
Dorita era mi madre corregida y aumentada. Hasta coincidió en la misma apreciación
sobre Yo-Hedipo-Hel-Rey: gris-triste-insignificante-parásito. Cuatro calificaciones en
una. Cuatro capas de cebolla después de las cuales no quedaba nada, aparte de
lágrimas, como dijo el poeta. En lugar de esposa era una mezcla de pesquisa y madre-
pero-la-mía. Ella, la Puta-ke-lo-parió. La Doritauster.
Más que desobediencia fue la falta de equilibrio para andar sobre la raya trazada
por ella. Un domingo resbalé, sin motivo, de la cama de diez plazas apta para un dúo
de elefantes. Caí en la alfombra perso-colombiana, pero en lugar de levantarme para
otra vez subir a la cama, me quedé escuchando los resoplidos paquidérmicos de la
Doritauster. Y, sin comentarios ni propósito alguno, rodé cual taco mejicano hasta
ubicarme en posición de firmes debajo de la cama. Justo en el medio. Debajo de su
trasero de dos plazas. Luego de haberme buscado en bares y bares, hospitales,
cárceles y morgues, apenas el lunes a las ocho de la mañana me encontró sentado en
pijama al borde de la cama, esperando que ella me indicara qué calzoncillos, qué
zapatos, qué corbata. No sin antes matarme a taconazos, zarpazos y llanto, preludio
ineludible del fornicatorio.

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Ella me llevó de una-oreja a trabajar en el Ministerio de Finanzas, casi su
hacienda. Ella cobraba mis mensualidades y a la hora de salida me esperaba
simultáneamente en las cinco puertas del ministerio. Pero yo, cada sanviernes,
lograba escaparme de sus garfios. Desde el escondite de mi oficina, por una ventolera
rota y sucia, veía a la elefanta Doritauster esperándome agitada, en carreras, por las
cinco salidas del ministerio. Siete, ocho, diez, once de la noche. Hasta que, inmensa y
derrotada, sin explicarse por dónde me había escapado, se iba a su-nuestra casa. A
buscarme debajo de la cama. Dentro de los clósets. En los bares y bares. En los
hospitales, las cárceles, las morgues.
—Seismesino hijodeputa —me decía, cuando yo llegaba—, debes andar con otra,
malhabido, si no sé por qué no te gusta nuestro nido de amor.
Mi nido de pavor, con aviones a punto de caerme encima. Mi nicho de dolor con
la Puta-que-lo-parió a punto de caerme encima. Por eso yo siempre estaba ovillado en
el techo, haciendo columpio en alguna telaraña. Por eso me resultó fácil dormir en
sillones de oficina. Sobre escritorios. Sobre un colchón hecho con carpetas de
trámites enmohecidos. Quizá desde ese entonces ya tan distante empezaba a sentirte
posible, Marilín.
Una madrugada se me atascó la vista en el teléfono de la oficina. Era viernes de
encierro ministerial entre yo y migo que ya éramos bastantes. Mi solo armamento era
la caminera de ron. Y la grabadora llena de boleros, valses, pasillos y el trío funerario
que me cambia de sangre: el Réquiem de Mozart, la Pasión de San-Juan de Bach, los
Cantos de los Niños-Muertos de Malher: actual trébol lila para tu boca, para tu oído,
Marilín-Marilón. De pronto, el teléfono dejando su aspecto de gato, de triste batracio
negro, dándome un buen susto empezó a sonar. Podía ser la Puta-que-lo-parió, así es
que lo dejé sonar y maullar y aullar. Pero luego me dio por pensar en el ámbito
extraño e infinito, al cual podía ingresar solamente con el acto sencillo de contestar a
esa llamada. ¿Quién podía llamar, en medio de una ciudad muerta, a uno de los cien
mil teléfonos de un ministerio? Si no era la Doritauster, debía ser una llamada
equivocada. Mas ¿quién hace una llamada a esa hora? Y ¿a quién? ¿Una madre con
su hijo enfermo a un hospital? ¿Un borracho como yo a su amada? ¿Un ser
angustiado a otro ser? ¿Un loco en busca de otro sobreviviente? La persistencia de la
llamada y la idea de que podía ser un hombre extraviado, perdido, quizá de ciudad,
quizá de mundo, me incitó a contestar. No era la Doritauster, felizmente. Pero quizá
fue peor: levanté el auricular y no dije nada. Ni siquiera osé respirar y al otro lado,
con un fondo de voces distantes y choque de vasos y música ofuscada, alguien
jadeaba. Era un jadeo de ladrón, escondiéndose. Un jadeo después de una infinita
carrera. Como si haber tomado el teléfono y marcado un número, al azar, hubiese
sido suficiente refugio. Colgué. Y al instante sonaba el teléfono nuevamente. Y otra
vez lo levantaba para oír la misma respiración agitada. Pese a mi borrachera fui
angustiándome. Descolgué el teléfono y lo tiré como un animal pegajoso sobre el
escritorio. Aumenté el volumen de la música. Pero resultó un recurso inútil. Al

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instante sonó otro de los teléfonos. Y otro. Y otro. Tambaleante y turbado, atrapado
en una telaraña de cables y timbrazos, fui descolgando cada teléfono que sonaba.
Parecía un incendio que, conforme apagaba el fuego con el acto de descolgar el
teléfono que sonaba, seguía extendiéndose por todos los escritorios del ministerio.
Amanecí, ovillado en la escalera que comunica los dos últimos pisos y con
magulladuras en el alma. Necesité un buen tiempo para reponerme de ese incidente
que, conforme se distanciaba, parecía la mitad real y la totalidad proveniente de una
pesadilla etílica. Al fin, una noche, envalentonado con los rones, volví a mi sistema
de evasión: quedarme escondido en la oficina. Con mi música, mis tabacos y mi
botella de ron. Y, sobre todo, con el proyecto ambicioso legado por la misteriosa y ya
pretérita llamada. Entonces empecé a llamarte.
—Aló, Marilín —te llamaba a cualquier número.
—Está equivocado —me respondían voces enojadas. O agobiadas. O intrigadas.
O sedientas. En cualquier caso aquellas voces me perfusionaban intensidad vital.
Ése fue el caldo de cultivo para crearte, Marilín. Penetrar paulatinamente en el
Kito atrapado en la telaraña telefónica. Qué enredo de cordones umbilicales era Kito.
Pero todo entraba en orden, con el solo hecho de levantar el teléfono y marcar con los
ojos cerrados un número telefónico. De alguna manera me sentía el veterano de la
guerra de Vietnam que, ojivendado, surgió en la quinta avenida cargado de una
metralleta. O aquella enana que, hace años, me abordó en la puerta de un mercado
para decirme antes de esfumarse:
—El 19 de abril del año próximo vas a morir, prepárate como es debido.
Todo era cuestión de que, al fondo del telefonazo, alguien contestara. Entonces
me colocaba el auricular en la garganta y respiraba.
—Aló —decía la voz, intrigada más bien por la hora inadecuada.
—Aló, ¿quién habla? —respondía la voz, casi rogando.
—Aló, ¿quién mierda está al teléfono? —gritaba la voz, rota, angustiada.
Y yo, solamente, dejaba escuchar el sonido de garganta abierta. La respiración de
anciano agonizante. O un gemido. O un maullido. O alguna insólita palabra que caía
como una tarántula en el oído de aquel desdichado. Era conmovedor escuchar, sentir,
la metamorfosis que se suscitaba al otro lado del teléfono y que casi siempre
culminaba con el miedo total —sobrenatural desnudez—, al descubrir que al otro
lado del cable telefónico no estaba nadie concreto, sino una voz colgada en el
universo.
Fui Dios en esos tiempos telefónicos. Desde mis dedos divinos, en contubernio
con el azar, brotaba esa fabulosa posibilidad de invadir y arrasar las frágiles vidas
escondidas detrás de cualquier nombre, de cualquier número. Mientras que La-pu-ta-
ke-lo-parió me buscaba para meterme en el frasco de alcohol donde intentaba
conservarme para después parirme y reparirme, yo estaba reorganizando el Reino-de-
Kito. Dios viajaba por teléfono a partir de media noche cada viernes. Y después todas
las noches. Sin embargo, también él se agota, como cualquier paria. Fue suficiente,

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en la cima de tantas voces sumidas en el miedo, el sollozante clamor de un
mequetrefe pidiendo que no le hiciera daño, para calificar como abúlico mi
entretenimiento.
Con las mujeres fui menos Dios y más duradero. Y menos sórdido. Fui Adonis y
cualquier otro arquetipo amado.
—Aló. ¿Marilín?… No, no estoy equivocado. Yo tampoco soy Marlonbrando.
Pero podemos serlo. Qué no tenemos para serlo. Para hacerlo. Invéntame y yo te
invento. Saquémonos los nombres. Seamos Marilín y Marlon por esta noche. Por
todas las noches. Te siento fresca. Hermosa como una colegiala. —¿Por qué hay
eunucos en cada casa? ¿En cada cama?—. Déjame desnudarte con los dientes. Tienes
un perfume que me erecciona. Escucha estos versos que incendiarán tu klítoris.
Harakiriémonos sin armas. Estás empapada, Marilín.
Mientras la Doritauster me buscaba, y me embrujaba perforando con agujas de
reata sus muñecos, yo fornicaba sin moverme de mi escritorio. Marilín, estabas en
tantas partes y no podía aún verte.
Noches tras noches invadí con mi voz en miles de matices a este Kito de pechos
de silicona y trasero de carrizo. Ah, las mujeres, insaciables, como siempre. Unas
buscando hijos, otras amos, otras vendetta. De la intriga a la entrega hay apenas un
paso.
—Aló, ¿quién habla? No, no, por favor, eres un loco.
La palabra impera en el reino de las fantasías y el teléfono es una nave
insustituible. El oído y la boca enloqueciendo cuerpos, desenjaulando almas.
Así conocí a Dunia, aquella esposa de embajador italiano. Esa noche, Kito, como
siempre, como hoy, se atoraba de fiestas. La Doritauster y su gordura sudorosa me
buscaba por bares, bailes callejeros, hospitales, cárceles y morgues, mientras yo
conquistaba el Kito-de-las-mujeres-olvidadas, desde mi oficina. Aún eran tiempos en
los que ella no intuía que yo pernoctaba en el ministerio.
Para entonces, mi acción caritativa tenía una variante: la efectuaba ya con ayuda
de los anuarios telefónicos. Esa noche, el anuario de Kito se abrió en la sección
embajadas. Sinónimo de vasto burdel, me dije. Italia, burdel del burdel, me dije. Y así
fue.
—Residencia del embajador, buenas noches —contestó una voz de indio educado.
—Pásame con la señora del señor embajador.
—De parte de Dios, carajo.
Pese a los obstáculos de rigor, en la segunda llamada hecha una hora más tarde, la
señora Dunia Andreoletti, cuya belleza italiana se mostraba en una fotografía de
«sociales» de cierto burdo magazine, empezó a humedecerse por teléfono. Encerrada
con el teléfono inalámbrico en el baño y colocándoselo en la entrepierna, me permitió
lamerla.
—¿Quieres aprender el modo imperativo de sodomizar?, le pregunté, y ella se
quedó en silencio.

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—Soy yo, el autor de la obra «Klítoris: modo de empleo», para servirte mi Donna
—le dije y ella soltó una exclamación italiana.
—Mi espada ansía tu lubricante —le susurré, mordiendo telefónicamente el
lóbulo de su oreja y ella aulló lamiendo el auricular.
A la semana, acezando, me pidió la primera cita: bar Neptuno, avenida González
Suárez, once peme. Ella estaría con un abrigo negro, los labios rojos vaginales y una
flor klitoriana entre sus uñas de pantera. Yo, estaría fálicamente en mi color:
impermeable gris, sombrero gris, corbata gris y barba gris. Gemía de deseo de mi
barba. Yo, medía casi dos metros de estatura. Gemía, me decía:
—Coloso, eres un coloso.
—Goloso —la corregía—, soy goloso de vos, mi golosina.
Y la puta Dunia se reía ansiosamente.
Once de la noche. Bar Neptuno. Ella estuvo con la flor entre sus dedos hasta que
se le marchitó de tanta espera. Y jamás entró su koloso-goloso. Hasta que a las doce y
media de la noche se paró, más preciosa que por teléfono, y se fue. Sin hacerme caso.
Sin siquiera colocar la vista en aquel enjuto e imberbe personaje que, desde la barra, a
través de una carambola de espejos, la vio y la amó en silencio. Esa misma
madrugada y desde ese mismo bar la llamé. Me perdonó todo. Salvo cuando le dije
que aparte de ser dios telefónico yo era yo, el gris y menudo hijo-de-mi-madre y de la
Doritauster. Ése es el error que jamás se debe cometer: nadie, ni la última ramera,
soporta el hedor de la derrota. Salvo vos Marilín, desde luego.
Cuánto luché en esa época para que no me hiciera picadillo la Puta-que-lo-parió.
Aunque más que luchar era mi connatural incapacidad de mantener el equilibro sobre
su raya de tiza. Qué no hizo. Qué vejamen no me causó ante los otros opacos
burócratas. La última página se escribió un fatal viernes de diluvio. Espié por la
ventana y no la encontré esperándome, cosa que agradecí a la lluvia. Ya para esa
época tenía casi todo listo con el fin de mudarme al ministerio. Un ingenioso sistema
de hilos emulados de un filme de Charlot y una colchoneta neumática me permitían,
en un palmoteo, transformar la oficina en habitación para mi pernoctancia y mi tarea
telefónica. Diez de la noche en Kitolandia. A esa hora, se levanta una compuerta
invisible y sale a su trabajo el crimen. Aquella noche, como siempre, en el ministerio
había una desolación ideal para un nuevo rodaje de El Proceso de Kafka y Welles:
infinitos ámbitos colmados de mobiliario burocrático, silencio absoluto y un vacío
poblado de auras, de fantasmas. Mi reino en su plenitud, en suma. Bach, Malher,
Mozart para lavar el alma. Jota-jota para volverla a ensuciar.
El gris hijo del gris conserje del edificio llegó con la botella infaltable de ron. Le
di su propina y empecé mi juego telefónico que no duró más de una llamada fallida.
Casi botando la puerta del baño, haciendo trizas el silencio y la vasta soledad de la
oficina, como un hipopótamo enfurecido me saltó a la cara nada menos que la Hija-
de-puta-que-lo-parió. Transpirando de ahogo a causa del encierro en el baño, la rabia
y su gordura, me abatió a zarpazos, palabrotas y soponcios. Sin embargo, no tuvo la

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dignidad de abandonarme ipsofacto, para siempre y por sí sola: la muy puta-que-lo-
parió tenía un par de pesquisas, rostros de morsas con gafas, en la puerta principal del
ministerio. Ante ellos, casi esposado, me puso en las narices la disyuntiva: la
reconciliación, que implicaba caminar a tiempo completo dentro del círculo trazado
por su tiza; o, entregarme a las morsas por el doble delito telefónico: abuso de
llamadas en perjuicio del estado y agresión a la intimidad de las personas a través del
teléfono. Si escogía la segunda alternativa, es decir, la cárcel, además, quedaría
despedido del ministerio por las mismas causas y otras, verbigracia, el haberme
permitido vivir en la oficina. Y, por último, me quedaría literalmente en la calle, ya
que de la cárcel no podría volver al nidito de amor.
—Señores, a sus órdenes —me dirigí a las morsas policiales, con aire de prócer
bebido y derrotado.
Y así fue. Pernocté diez meses miserables en la cárcel, cosa que es historia aparte,
y a la calle. Más de un año anduve levitando de tanta libertad, entrando y saliendo de
la noche de este Kito esquizofrénico. Un año y más que caminé para abajo. Cada vez
más abajo, huyendo de los resoplidos de la Doritauster. De mi madre reencarnada en
esa loca. ¿Pero será que Dios es grande como lo publicitan? Justamente cuando la
paquiderma empezaba a escarbar en busca de algún oscuro director que la ayudara a
echarme de mi novísimo —y aun más grisáceo— empleo ministerial, desapareció del
horizonte. No sé qué ocurrió. ¿Se iría a Miami como tantos miles de ekuatoreños?
¿Estará en un siquiátrico? ¿Cayó, por fin, un avión sobre el nidito de amor? ¿O,
encontró otro marido insignificante, pero con equilibro de cabra?
Color gris y raudales de mentiras he esparcido en este Kito que ya no camina,
hipa. El asfalto hierve. El cielo no se puebla de gaviotas sino de gemidos de cerdos en
el desuello. En el desolle. En la desollación. Acércate a este ventanal, Marilín. Estira
tu cuello de princesa y observa: no son hormigas incendiándose. Es Kito de fiesta.
Oye el bullicio que sube con hedor a gasolina quemada: es Roma incendiándose.
Hace ticinko siglos, entre gallos y medianoche, fundieron esta cosa titulada
Kitolandia. Vivakito. Bibaaa. Bebakito. Bebamos, Marilín-Marilón. Hoy es una
noche especial y sin vuelta. Además, es sanviernes. Y quién no es viernes aparte de
Yo-el-crusóe. Festejo sobre festejo y eso significa devastación absoluta. Kito se
vuelve loca y loco. Pare y mata. Lo extraordinario es que en esta ciudad nada es
coherente. Nada. Se diría que un alguien omnisciente y travieso, subrepticia y
constantemente, arroja piezas incompletas de un montón de puzzles. Nada encaja
nunca. Y crece y se reproduce y no muere. Eso es lo fascinante. Lo terrible. Ciudad
sin patas ni cabeza. Su solo leitmotiv: el desdoblamiento. Kito-gay. Además de ser
mil-caras, doble-cara. Loca de día y más loca de noche. Precisamente aquí abajo se
escinde, se descoyunta con hacha, el Kito del nuevo siglo. En esta avenida culmina el
montón de Kitos que ya no saben dónde meterse y empieza el Kito nortícola que se
mete donde le parece. Ven a mis brazos, Marilín. Escucha, respira el oxígeno fúnebre
de Bach: esto es vida. Felizmente estamos profundamente solos y a dos centímetros

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del cielo. Bésame en los párpados. Bésame mucho, como si fuera esta noche la última
vez. Bolerazo a tu talla, Marilín.
Cierto marzo, que no consta en ningún calendario, perdí mi enésimo trabajo y
accedí a un inusitado nivel kitánico: el limbo de las tinieblas. Aparte de la visita
vespertina a la biblioteca municipal, mis pies solían llevarme a menudo hacia un
bosque empinado en los tobillos del monte Pichincha. Mahler, entre los árboles,
suena como una explosión de ángeles tirando al aire todos nuestros pecados. Con ese
destino me encontraba atravesando el Kito viejo, que resucitó con la cara quemada.
Siempre la música me ha empujado a las cumbres, pero también a los abismos. Por
ello, cual niño de Hamelín ante el sonido de la flauta, cambié mi rumbo y fui a parar
en una cantina. Cierto rasgado de guitarra y una voz atormentada y extraña me habían
fascinado. En un ángulo sombrío de la trastienda, rodeado de borrachos que lo
escuchaban con devoción, estaba Jonás. Era un ciego que, como enviado de Dios,
como expulsado por Dios, cantaba los pasillos más desdichados del mundo.
Entonces, empecé mi saison en enfer acompañado del solo amigo que a partir de ese
día tuve en todas las galaxias.
El limbo de las tinieblas era una oscura casona de dos pisos a punto de
desplomarse. Jamás supe cuántos ciegos vivían en esos cuartos de alto y destartalado
techo. Diez, quince conventillos habitados por ciegos. Entraban, salían, se
reemplazaban, se agolpaban, desaparecían. Las paredes, sucias, carecían de espejos y
fotografías. Como una galería de ahorcados colgaban envueltos en fundas plásticas
los trajes de fiesta y las guitarras. Sus camas eran altas y mullidas. La electricidad
servía solamente para la música, la plancha y varios focos casi carentes de bujías. La
cocina general, por su dimensión, oscuridad y hedor, parecía crematorio. Los baños
estaban tirados en el ángulo más sombrío de un segundo patio enlodado e
interminable. Aunque se movían con seguridad en su reino, los ciegos tenían un ritmo
de ánimas benditas flotando en los corredores y entre los conventillos.
A excepción de un panal de niños, la única vidente se llamaba Esther. Era hija de
una pareja de ciegos que cantaban en los buses y en los estadios. Sobre todo, era
mujer de Jonás. Pese a la abrumadora cantidad de tareas, que las asumía por ser ama
de la luz en las tinieblas, sus movimientos no mostraban agobio sino una sensualidad
extraordinaria. No tenía una sola gota de sangre. Salvo en su boca roja y carnosa. Su
delgadez no perjudicaba, aumentaba su vitalidad de gacela. Entre el cuello largo, los
omóplatos como muñones de alas, los altivos limoncitos en el pecho, y la briosidad
elástica de los glúteos y de las piernas, Esther ostentaba una armonía casi
sobrenatural. De inmediato, ella me hizo percatar que yo era el único par de ojos de
varón en ese mundo. Solamente yo podía verla. Y eso, conforme avanzaba la noche
que terminó durando semanas, la iba, al parecer, perturbando. No cesaba de
desplazarse, de mirarme, de mostrarse. Jonás, aparte de solicitarle favores domésticos
relacionados con la comida y la bebida, parecía haberla olvidado. Salvo en una
madrugada que, casi con violencia, la ubicó sobre él. La bella Esther, dentro de un

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vestido floreado, largo y maltrecho, cabalgó sobre Jonás y me entregó sus ojos, ebrios
del doble goce: su galope y mi vista hechizada, vehemente.
Sin Esther, la vida en la casa de los ciegos hubiese sido toda una desgracia sumida
en lamentos musicales, frases quebradas y, más que nada, tormentosos silencios. Más,
mucho más que las tinieblas en el mundo de los ciegos, lo insoportable es su silencio.
Tus silencios son atroces, Marilín, pero carecen de oscuridad. No tienen mezquindad
ni miedo. Los silencios de los ciegos tienen rencor, frío. Me hacían sentir culpable de
mi vista. De mi oído unido a mi vista. Me marcaban incisivamente la diferencia de
ser un animal de otra especie depredadora. Sus diálogos de boca a oído y sus
desplazamientos oscuros, parecían los preparativos de alguna maldad en mi contra.
Una mañana, sorteando el cuerpo dormido de Jonás y sin despedirme de nadie, decidí
huir de ese antro. Pero apenas había cruzado el portón en pos de la calle, la divina
Esther, agitada, me alcanzó y me hundió sus uñas en el brazo:
—Por favor, todavía no te vayas —me dijo, y se escabulló para adentro
enviándome un beso desde lejos. Esa misma noche, Jonás me acompañó a sacar mis
tereques del hotelucho. Me mudé a los pies de la cama donde dormían ella y el Jonás,
escoltados de varios niños.
Fuenteovejuna palpitaba en esa penumbra poblada de ciegos levitantes. De
cuencas vacías. De ojos muertos y estupefactos. De ojos que podían estar despiertos y
al acecho, sin que yo pudiera percatarme. Pero, para entonces, Esther-la-divina ya era
Esther-la-vampiresa. Y yo era el último esclavo del inundo. Mi sola ocupación era
verla. Beberla con la vista. Suprimirme en aquel silencioso goce.
Cierta noche, tambaleante como un ciego cuando está en la calle, fui hacia los
baños. Encendí la agónica luz y evitando los charcos entré en uno de los wáteres.
Súbitamente, fui empujado sin violencia y más bien con precisión, hasta un costado
de la taza higiénica: era Esther. Cerró la puerta detrás de ella. En una de sus manos
como un trapo tenía su vestido. Estaba totalmente desnuda. Hermosa.
Insoportablemente hermosa. Con un susurro ansioso empezó a pedirme:
—Mírame… mírame… mírame.
Transpiraba. Me rogaba. Mientras yo la veía se iba acariciando sola, como si ya
no hubiera sobrevivientes en el planeta, Marilín. Las palmas de sus manos largas, de
cadáver exquisito, rozaban en círculos sus pezones erectos. Su lengua, roja como una
fresa, limpiaba sus labios. Su vientre arqueado y sus piernas briosas y semiseparadas
se mecían como si estuviera enroscada de serpientes. Se quejaba. Se untaba las yemas
de sus dedos con jugo vaginal. Mientras Yo-el-esclavo, genuflexo en el lodo
pestilente a orines, con los pulmones a punto de reventar, la iba devorando desde las
rodillas hacia arriba, hacia el cielo pelirrojo, marino, de su pubis. Mientras la
estocaba contra la húmeda pared, para no gritar su goce supremo, ella clavaba sus
colmillos en mi hombro y, deliciosa vampira, chupaba mi sangre. La vida-es-una
barca, como decía Calderón-de-la-locura. Marilín-Marilón.

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Fueron tiempos de amor y otros demonios. Y de mi rol de lazarillo ebrio: con la
guitarra en una mano y el hombro apretado por la mano de Jonás, los dos, casi
siempre borrachos, subíamos y bajábamos al Kito —y último infierno—: aquel donde
cohabitan pesquisas y malandrines y en el cual, mejor que en los diccionarios, se
puede entender el significado de la abyección. Mientras Jonás cantaba como un ángel
desterrado blandiendo la espada de la desdicha, yo, enquistado en la sombra de esos
antros, bebía y bebía para sacarme el espanto de estar tan abajo. Y tan distante de
Esther, cuyo sabor ya estaba en mi garganta. Hasta que, aturdidos con el sol malévolo
de Kito, o purificados de diluvio, retornábamos al Limbo de las tinieblas. A mi sol, a
mi astro-reina que era Esther, quien estaba más preciosamente loca cada vez.
La inhibición, el deseo y el riesgo comenzó a enajenarnos de manera galopante.
Sobre todo a Esther que, en intersticios inauditos, me suplicaba aunque fuera con los
ojos, llevando mi mano a alguna parte de su cuerpo hirviente:
—Larguémonos.
—Llévame de aquí.
—Sálvame.
Pero yo, cobarde absoluto y amigo absoluto, me hundía en alcohol como si así me
quitase de la vida esa terrible elección. Qué le deparaba la vida a Jonás en el caso de
que Esther y yo. Locura de locuras. Jonás y su terrible soledad de ciego
multiplicándose por el abandono de Esther y, además, por mi traición. Jonás, solo,
hundido en su música que era el mar en donde naufragábamos hermanados, como dos
heridos de una misma y distinta guerra.
Hasta aquella noche que por sí sola fue la última. Noche de fiesta, plena de
música y voces de ciegos que llegaron en romería de otros limbos. Ciegos que se
riegan con sus pasos menudos, sus instrumentos musicales y sus teléfonos de alquiler,
por todos los Kitos diurnos y nocturnos. Circuló droga, licor, caricias entre las
parejas. Y también el odio, ya tangible y orgánico al amigo del Jonás. La borrachera
era uniforme y desbordaba los conventillos. Un altercado familiar, lleno de
procacidades y golpes, acarreó a los ciegos hacia el primer patio. Aparte de los niños
que dormían amontonados en las camas, yo, animal de otra especie, me había
quedado solo en la habitación. Esther entró violentamente. Levantándose el vestido
debajo del cual estaba desnuda, intentó ahogarme colocando mi rostro en medio de
sus muslos.
—Llévame, no seas cobarde, llévame —me susurró angustiosamente.
De súbito, en ese marco de bullicio y desorden colectivo, me poseyó la decisión
de llevarla conmigo. Pero no tuve tiempo de responderle que estaba de acuerdo, que
tomara un chal o un abrigo y huyéramos en ese instante irrepetible: detrás de
nosotros, apoyado a la puerta, igual que si hubiera estado allí desde siempre, Jonás
veía hacia nosotros. Sin más, como un rayo, tomé chaqueta y bolso y salí rozando el
pecho de Jonás.

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—Gracias por todo, hermano, adiós —le dije, palmoteando su hombro y atravesé
el patio poblado de sombras ciegas, borrachas y violentas. Él no respondió nada.
Nada, como una estatua. Esther, al fondo, se hizo humo.
Qué dices Marilín. Qué escuchas de mí. Si pronunciaras por lo menos algo. Si
comprendieras que las tinieblas radican sobre todo en el silencio. En los agujeros que
tiene el ruido. La vida. Las embozadas carambolas de este Kito. Mira, mi pequeña
Marilín. Te he traído el vestido de novia para el valse irreversible. Si no fueras la
bellísima durmiente de mi bosque, no podría exonerarte del introito: verte
atravesando uno de estos ventanales, trajeada de blanco y tu cabello de oro tejido de
azahares, toda una criatura soñada en este instante por Chagall. Que al menos una vez
tus ojos dejaran de ser los míos. Vos, virgen vaporosa, flotando por entre estas torres
borrachas de soberbia y humo fétido, cumpliendo con el ritual iniciático de penetrar
en la otredad de Kito. Descender los círculos del fuego y el frío. Palpar la conjunción
de la belleza y el espanto, el escalofrío de su habitante, la desesperación de maremoto
y náufrago con que se enfiesta y se funeraliza. Ebriedad y resaca, Marilín-Marilón.
Tus ternillas inusadas desflorándose en los despostaderos del sur. Tus oídos virgos
habitándose del clamor de los animales en su muerte colectiva. Entonces sí, Marilín,
retornarías maculada y digna del amor. Merecedora del cuchillo de obsidiana. De la
sangre y la purificación. Apta para el valse que te he ofrecido tanto, Marilín-Marilón.
Déjame noviarte, noviamía. Soy ton seigneur, aunque me duela el oído de tanto
atravesar el espejo. Aunque siempre me veas retornar enkitecido. Salpicado de
sangre, miamor.
Después, o antes, no lo sé —el tiempo en mi cabeza se teje o se desteje, recula,
brinca, miente. O inventa, que es lo mismo— me cayó del infierno el safari cuasi
religioso por el ultrakito de los burdeles. El ciclo de la noche plateada como una daga
y por lo mismo salpicada de sangre. Allí, mi moral nativa y mi tristura tuvieron que
usar collar canino y quedarse atados al poste de la esquina. Tiritando de tanta
desnudez, empujé puertas y puertas de burdeles y burdeles. En ese mundo donde la
escena y la sombra son uña y carne, no sabía con qué disfraz abrigarme. Con qué
ojos, qué palabra, cuál dado. Lo mejor fue jugar al payaso, que es lo que más hace
falta en ese mundo de preciosas huérfanas, incluso de la cabeza, y ruines proxenetas
triturados por la ambición. Naturalmente, Yo Hel Hadvenedizo Gris no podía soportar
el que al otro lado de la cama no hubiera manera de salvarse entre una puta
cualquiera y un poeta ninguno. Pero todo se aprende en esta muerte para morir sin
que lo adviertan. Recorrí cuerpos de ninfas, temblorosos de intemperie crónica,
comprados sin mayor problema, siempre que se respetara como un patriarca el
silencio, la impunidad. Sabores salvajes, jugos supremos de antigüedad, ojos divinos
de criaturas ordinarias que te entregan todo pero todo, salvo el alma. Y yo me
quedaba, en consecuencia, con la mía. Con mi dicha solitaria —mi tristeza atávica—
que nunca me bastaba.

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Fue en aquel entonces cuando el niño que aún vivía al fondo de mi fondo empezó
a reclamar a su madre de manera incisiva. A mi madre. A cualquier hora de burdel o
de resaca, despertaba y me veía, vestido con mi ropa de colegial, dentro de la
cinematográfica evocación del día en que la abandoné para siempre: el cruel sol de
las dos de la tarde, apenas atenuado por la cortina, llegaba en diagonal hasta su ancha
cama: era la hora de la siesta y allí estaba ella, mi madre, durmiendo hundida en los
horribles almohadones llenos de gatos, pájaros y plantas carnívoras, bordados por sus
dedos nerviosos. Tenía la boca totalmente descoyuntada. Una mosca azul, que se
rascaba las patas en el lóbulo de su oreja, parecía un arete milagrosamente vivo.
Como sintiendo mi vista, mi madre se reacomodó en el fondo de las almohadas.
Entonces, pude ver su seno, desinflado cual diminuta panza lívida y vacía. El sudor
empapaba su nuca. Una saliva lechosa partía su mejilla. No sé si fue asco, o quizá
lástima, o un híbrido que aclaró con resplandor mi sentimiento de rencor. Con
prolijidad de ladrón, para que no se despertara, fui poniendo mis libros adorados en
un bolso. La radiograbadora y los casetes para el alma y la sangre. Varias joyas de su
cofre chino para la sobrevivencia. Y un poco de ropa. Volví la vista por última vez: la
mosca ya caminaba por su mejilla con claras intenciones de meterse en su boca. Salí
en puntillas y no regresé más, pese a que estuve de tumbo en tumbo durante años,
antes de que pudiera anclar. Con el bolso al hombro y la sensación de forastero,
conocí, palmo a palmo, Kitolandia. Por sus doce extremos intenté abandonarla, pero
no pude. Hay una bóveda de vidrio y de sal que no me lo permitió. Además, estaba
impedido por mi estigma de ángel exterminador.
Un amanecer de adolescentes hermosas recién desembarcadas en el mundo-
demonio-y-carne, la culpabilidad, como una úlcera que a fuerza de descuidarla
termina reventándose, me impuso la urgencia de buscar a mi madre. Debía curarme
de ella, tenía que exorcizarla confrontándola de inmediato. Con las manos mojadas de
sudor y la boca escupiendo algodones, menos hijo pródigo que asesino volviendo al
lugar del crimen, me dirigí hacia la Vicentina. Dos cuadras antes descendí del taxi y,
por la calle Logroño, fui caminando como si alguien muy fuerte me empujara contra
mi voluntad. Pero la casa, insignificante como yo, como mi madre, estaba reducida a
escombros. Nada indicaba que había sido derruida con la intención de levantar en su
terreno un edificio. No. Más bien parecía que cuando partí, tantos años antes, con el
solo gesto de haberme volteado para abandonarla, hubiese empezado a derrumbarse
sola y con mi madre en su interior. Apenas, una hoja del pequeño portón se mantenía
semisuspendida en el aire. El terror de imaginar, entre la hecatombe de fango y
maderos, la mano de mi madre izada como la de un ahogado, me puso en carreras
hasta llegar, exánime, al parque de El Ejido.
Desde entonces, mi madre, sin necesidad de enterarse, se tomó la revancha y
aguó-mi-fiesta de amores sórdidos y cuerpos de seda. En la penumbra de cualquier
burdel, en los linderos del clímax, en la cresta del réquiem de Mozart, mi madre se
erguía y me arrasaba de puro remordimiento: ¿le ocurriría algo doloroso a causa de

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mi partida brusca y sin adioses? Siempre temía distinguir su silueta compungida,
frágil, integrando la muchedumbre de fantasmas de este Kito de mil cabezas. Pero
nunca volví a encontrarla. Hasta que, al fin, cual ángel de la guarda, no sé cómo ni de
dónde, cierto pariente de color amarillo apareció en escena. Su intención única era
obtener un jirón de la herencia que me correspondía sobre aquel tristísimo terreno. Él
había atendido a mi madre durante los meses que precedieron a su muerte. En sus
manos tenía un listado de gastos médicos, aparte de un sinfín de esfuerzos que por
ella había hecho.
—Todo es suyo —le dije—, dónde firmo, gracias y buen provecho.
Al fin me sentí aliviado. Ya no debía nada a nadie. Así como la enajenada de la
Doritauster, mi madre entraba al privilegio del olvido. Y yo me quedaba afuera. Solo.
Con la paz de ser enormemente huérfano. Con la paz de un oficio oscuro. Y con mi
música. Y con mis libros, que a mi madre le irritaron tanto. Solía decirme, casi a
manera de saludo: «si fueras un ser normal no te enamorarías en los libros, sino en la
calle». Todo aquello me parece una ficción ajena, de tan brumosa. Mucho más opacos
que los recuerdos de mis últimos años de infancia. En ese entonces, raspándose el
vértice del ojo frente al charco del espejo e inventariando las bajas nocturnas sufridas,
solía decirme:
—La soledad ha sido hereditaria según se-te-ve mijito.
Y, sonriendo a lo muñeca-inflable-desinflándose, se plegaba, se encogía, se volvía
nada. Una sombra, con cantaleta incorporada:
—Si no hubiese sido por vos, tu papá y otros serios postulantes me hubiesen
llevado. Vos, mijito, me ataste a la pata de tu cama.
Una vez, entró borracha, con el cabello semideshecho y acaramelada con un
guardia de aduana que me dio varios billetes para que me evaporara. Ella,
colocándome su boca de aliento aguardientoso en el oído, me susurró:
—No te preocupes, cariño. Es posible que yo no sea tu madre. En la maternidad
Isidro Ayora ocurren cosas inimaginables, por ejemplo, un entrevero de recién
nacidos.
Me detestaba a causa de la pesada culpabilidad que sentía por mi inminente
fracaso. Desde que la conocí, ella esperaba de mí la nada o de mi padre el pasado. Un
día recibió la noticia de que él había muerto de larga y tormentosa enfermedad hacía
ya media década. Más que pena de amor mostró cierta satisfacción vengativa y, al
mismo tiempo, una aguda contrariedad por haber despilfarrado tantos años esperando
a un muerto. Con esos dos sentimientos, placer de la venganza y contrariedad del
chasco, entró en un período de hibernación prolongado. Hasta que emergió, si no
rejuvenecida, con el horizonte claro: morirse. Morirse, conmigo incluido, ya que mi
presencia gris era una metáfora concreta y recurrente de su tragedia. Por ello, se
dedicó como-dios-manda a pincharme con las agujas del resentimiento. Quizá,
perforando el muñeco gris lograría hacer daño, conforme merecía —ya en la tumba—
el desconocido héroe-antihéroe de mi padre.

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Así fue ella. Un pajarito con moquillo cuyo solo alpiste crepuscular, aparte de
telenovelas y chismografía de vecindario, era mi inalienable grisaciedad. De esta
manera vivimos juntos. Yo, el mosco y ella, la araña tejiendo mi trampa. Ella y yo,
durante años, experimentando el eco atomizado de un incesto venenoso. Una vez
solamente, al final de ese concubinato entre Yocasta y Edipo, vi a mi madre casi
radiante. Acababa de constatar lo que de mí sospechaba:
—Aparte de mosquimuerto, eres cochino —me dijo, empinzando como dos ratas,
mis calzoncillos y mis revistas pornográficas. La pobre, que nunca supo de mis
epopeyas. Que jamás pudo imaginarse mi oficio de persecutor.
Mi oficio solitario e intenso tenía un huerto florido que era la biblioteca
municipal. Tan florido que allí, desde el fondo de una novela italiana, me surgiste, mi
bella Marilín. Luego de la jornada de burócrata, llegaba y pedía un libro formato
enciclopédico. Desde esa especie de terraza que era el borde superior del libro, veía
sin premura, cual mercader antiguo, al inagotable desfile de esclavas. Tardes y tardes,
en ese apacible deleite de la vista: desde la puerta de vidrio el flujo fresco de las
colegialas uniformadas entrando con su diafanidad de campiña. Era primavera para
mi alma. El ambiente fúnebre de la biblioteca, cuando se poblaba de la frescura de las
colegialas, parecía salvarse de la muerte. Su aroma, enseguida, volvía liviana a la
vida. Verlas en su cadencia hacia los ficheros, en sus gestos al recibir los libros, al
sentarse y picotear las páginas, al garabatear en sus cuadernos, inquietas y traviesas
riendo entre murmullos. Y yo, disfrutando mariposa en jardín, ebrio en cava, Marilín.
Frente a mí se alborotaba en silencio la luz, la canela de sus pieles y sus cuellos
largos hechos con pétalos, sus cabelleras brillantes y frondosas, el destello blanco de
sus dentaduras. Cuánto movimiento de sus labios intactos y húmedos, aún
adormitados al placer oral. Una maravilla. Iban y venían exhibiendo su estructura
ósea felina, la medialuna de sus vientres, las mediaslunas-llenas de sus nalgas.
Cuánto dulce agobio me causaba la limpieza de sus ojos al chocar fugazmente con los
míos. Entonces sí, me hundía en el interior del libro. Así cada tarde. Y a las seis y
treinta minutos era el último lector en salir. Menos opaco. Más aliviado. Rumbo a la
casa de mi madre. O, más tarde, rumbo a la casa de la Doritauster. O, más tarde,
rumbo a mi casa la oficina.
Lo terrible era cuando, por entre ese desfile de hermosas yeguas jóvenes, con un
aura escandalosa y sobrenatural, irrumpía la mujer: la hembra desnuda pese al
uniforme escolar. La salvaje criatura que solamente con existir, y caminar y sonreír,
arrasaba, de un tajo, mi karma sombrío. Protegido por el libro enorme que me servía
de techo y refugio, yo sollozaba. Trataba de recuperar el pulso, apaciguar el
desbocado caballo de mi corazón y el crepitar de mi lascivia casi religiosa. Pero todo
era imposible. Ya no había otro camino para mi vida, sino incorporarme y entregar el
libro. Y salir, sintiendo el salvaje aroma de aquella criatura, para ubicarme en el pretil
de la Catedral. En aquel ángulo invisible desde la biblioteca. Allí, me guarecía,
escuchando el sonido de bomba de tiempo de mi sangre en las sienes, en los puños,

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en la garganta. Allí, esperaba que el hermoso animal disfrazado de colegiala
emergiera a la ciudad. A este Kito de múltiples destinos y espejos. Entonces, asumía
mi feliz tragedia de persecutor.
«Tanta vida y jamás», como decía el poeta Chávez que decía el poeta Vallejo.
Como te digo yo, Marilín-Marilón. Mar-y-ron. Lo atroz es que nada es cierto. Ni vos.
Ni gomorra. Ni yo que soy cierto. Salud, Mar-y-ron. Heme aquí, sin embargo: soy el
ángel desterrado. El ángel exterminador. Vos estás a salvo. Y en vos solamente puedo
salvarme de este reloj. De este laberinto de piñones y vísceras. Vos eres la otredad de
la otredad de este Kito-nuestro-ke-está-en-los-suelos. Espejismo de espejismo.
Marilín impasible y absoluta, despierta. Es tu hora cíclica. Vos puedes soltar la luz
que no tuviste sino solamente para mí. Asume tu reinado. Acarrea los borrachos que
alfombran este carnaval. Ritual expiatorio. Colócales el sol en la garganta para que
encuentren la salida. Que los ciegos vean el infierno y pierdan con libre albedrío y
gusto la vista. Declara fiesta nacional a este viernes definitivo. Declara inaugurada la
debacle. Declara himno universal a Los Cantos de los Niños-Muertos de Malher.
Declara himno nacional al pasillo El carnaval de la vida. Declara duelo nacional para
siempre. Declara obligatorio el tour por los Kitos-infiernos antes de cada comida.
Marilín Marilón Maryrón. Quiero un trago con clavos en polvo. Iniciemos ya el valse
que nos ha esperado tanto. Déjame vestirte de novia. De virgen. De Julieta. No hay
espectadores ni invitados. Bésame. Dáteme. Yo soy tu Hacedor. Yo te hice a mi
imagen y semejanza, Marilín.
De tanta memoria me duele el ojo de la frente. Deben ser las treinta de la noche.
Abajo se siguen matando. Los respiraderos gimen. Déjame encaramarte en uno de
estos ventanales. Olfatea el carnaval que nos espera afuera. Mira sus millares de ojos
turbados. Sus hocicos. Es viernes de tragedia para siempre, Marilín. Escucha. Detrás
de los aullidos de los perros hay otros aullidos más filos: son los hombres clavándose
en sus estacas. Mira los árboles del parque La Carolina: allí cuelgan como piñatas los
ángeles de la gasolina. Es la armonía que necesitaba nuestra performance. Vos y yo la
entendemos más que nadie: performancearse es entrar en la ranura donde no cabe ni
la memoria ni el olvido. El intersticio que se le escapó a Dios y que se suscita cuando
él cierra su párpado de cíclope agobiado. Mira en el reflejo del ventanal. Qué belleza
tiene aquella mujer nupcial que surge en la cornisa. Sonrosada e inmóvil, parece una
princesa embalsamada. Una muñeca inflable tamaño natural. Mira al cuerpo desnudo
y borracho que la acoge en su capa color fucsia. Flaco y enjuto, cual vampiro senil.
Míralo. Con ella se yergue al borde de la cornisa: van a bailar un valse. Un valse en el
vacío. Mira, antes de saltar en mis brazos: somos Romeo y Julieta. Más bien dicho,
Julieo y Rometa, Ma
ri
lín.

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(De Historias de la ciudad prohibida, 1997)

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YO, EL FUNESTO HOMBRE DE LA MANCHA

adie se imagina que unas vacaciones terminen con un muerto. Mejor dicho
N empiecen con un muerto.
O, mejor dicho aún, terminen las vacaciones pero empiecen las muertes. O, para
decirlo con precisión suiza, que termine todo. Pues, yo sí me lo he imaginado casi
siempre. Y aún más desde que se entreveró en mi vida Diana la Perinola.
Cada vez que alguien, durante el verano o los feriados, llega gritando el
consabido. ¡Nos invitan a pasar estas vacaciones en la playa!, o en el Chimborazo, o
en la Cochinchina, me convierto en Hombrelobo y grito: ¡No Carajo Nadie Se Mueve
De Casa! Pero por más que me cubra la cara de pelambre, se me llene la boca de
colmillos y en los dedos me broten garras, no existe en el mundo nadie que
contradiga a Diana la Diminuta Arpía. Ella ordena y se cumple. Y si complico las
cosas saca de la manga al tal doctor Ontaneda y el Hombrelobo, hecho mierda, se
encamina a su casita-con-hueso, y todo el mundo grita: ¡Viva las vacacioneeees!
¡Vivaaaaaaa!
Las últimas vacaciones fueron justamente últimas y a la playa. El viaje se hizo en
la furgoneta. Viaje tranquilo aunque largo y con pequeños incidentes como vómitos,
peleas de los hijos más pequeños y por último una llanta desinflada. Condujo el
Fercho, mi hijo mayor, que soñaba con ser piloto de autos en Brasil. Yo, resentido y
en completo silencio e inercia, viajé acorazado con el equipaje, detrás del cuarto y
último asiento. Diana, como siempre, con su deformación profesional de ex profesora
de canto en escuelas religiosas, hizo trabajar los pulmones de los siete hijos y de sus
novios y novias, con una retahíla de canciones estúpidas llenas de hadas, arroyuelos,
mariposas y policías.
En Atacames nos esperaba Toña, la sola y distante prima de Diana, un portento de
mulata cuyos amantes no podían resistirla más de ocho días. Tenía una casa inmensa
con aspecto de trasatlántico sin proa y que se aliaba con el restaurante más importante
de Atacames, el cual también era de su propiedad. Apenas descendimos de la
furgoneta, Diana La Tonta Microscópica, saludó —muy a medias— con su prima y,
en medio de nuestros hijos e hijas, y sus novios y novias, fue a meterse en el mar.
Hasta entonces yo estaba, aunque disgustado, relativamente tranquilo porque no
veía ningún signo de la siempre temida muerte. En Toña La Negra no había nada a la
vista, salvo su cuerpo espectacular semidescubierto gracias a un angostísimo cilindro
de nailon blanco, que le atoraba desde la cima de sus mamelas rotundas y culminaba
a un centímetro más abajo del pubis. En ella la muerte no tenía nada qué hacer, sino
más bien la vida que palpitaba fresca y ostentosa en el vaivén de sus nalgas, en su
sonrisa de mulata feliz. Sin preámbulo alguno me habló sobre su hombre de turno: un

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italiano que recorría el globo terrestre haciendo números elementales de fakirismo:
recostarse durante horas sobre vidrios, comer platos de losa y hojas de afeitar, soplar
y tragar fuego. Esa primera noche, en honor nuestro él prepararía un plato italiano,
mezcla de espaguetis y mariscos.
—Ven, te lo presento —me dijo, tomándome de la mano y provocándome una
erección de ciento veinte grados—, se llama Salvatore.
Mis pálpitos empezaron a despertarse y mi erección a extinguirse sin pena ni
gloria, cuando entramos en una enorme cocina colmada de ollas viejas y negras que
parecía moverse como el mar, a causa de la superpoblación de cucarachas. Al fondo,
el tal Salvatore estaba de espaldas, inclinado en los menjurjes de la cocina. Quise dar
media vuelta y huir: tengo asco, más que nada un fervoroso miedo a los bichos
eternos, empezando por cucarachas y ratas. Pero quien se dio la media vuelta hacia
mí fue el esquelético fakir. Tenía expresión de cristo con un trimestre de cruz, y los
ojos tan celestes que parecía ciego. —Dónde carajo dejé las gafas, —dije con la boca
cerrada, propinándome un puñetazo mental. Las encontré, excesivamente tarde, sobre
mi calva. Con una sonrisa lúgubre y en cierto modo infantil, me estiró su mano, pero
yo no pude ser recíproco porque me quedé, como se dice, de una sola pieza: igual que
otros tienen la secuela de un navajazo, en su vigoroso cuello Salvatore tenía la
mancha de la muerte.

De vez en cuando se despierta en mí la esperanza de que alguien en el mundo crea la


historia de mi radar, así es que decido escribirla. Triste historia sobre el desastre
itinerante de mi vida. Tomo el estilógrafo, espero que las musas se posen sobre mis
hombros y empiezo el sucinto testimonio:
«Me llamo Jorge Luis y —haciendo rima— soy un infeliz. Desde muy temprana
edad sufro de un don que más tiene de enfermedad: veo quién ha sido escogido por la
Muerte. Éstos, mis ojos que se han de hacer polvo, logran ver cierta mancha cual
enjambre de pezuñas de caballo microscópico en el cuello: es la señal de la Parca. Por
eso, mi vida no es sino un transcurrir evitando cuellos, aunque siempre éstos
encuentran maneras de no evitarme.
Todo empezó desde cierto tiempo antes que ocurriera el paseo de fin de año de
quinto grado durante el cual viví la primera pesadilla causada por mi radar.
Estábamos despidiéndonos de nuestras familias por las ventanas del bus que nos
llevaba a Popayán. Mamá, que siempre tenía la boca pintadísima de rojo, se despidió
del hermano Efrén con un efusivo abrazo y, al parecer, con un beso. A fin de buscar la
huella del beso en la quijada o en el cuello del hermano Efrén, lo quedé mirando con
insistencia, sobre todo cuando pasó de asiento en asiento comprobando si estábamos
completos y bien sentados. De los labios de mamá no había huella alguna pero vi, sin
dar ninguna importancia, otra mancha en su cuello.

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Durante todo el viaje seguí buscando el beso de mamá y siempre mis ojos se
encontraban con la marca aquella. Fue en la escuela La Salle, de Popayán, donde
empezó mi calvario. Nos habían dispuesto en un dormitorio con cien literas. Todos
mis compañeros estaban roncando felices. Empezaba a adormitarme un poco
nervioso porque el inmenso cuarto en la oscuridad me parecía una sala de
manicomio, cuando sentí que me caía un rayo: de súbito me di cuenta de que la
mancha del hermano Efrén era idéntica a la que había visto en el cuello de don
Alfonso López unos días antes de su asesinato, y que éstas dos, a su vez, eran réplicas
de la mancha que tenía el cuello del tío Alejo la víspera de morir electrocutado.
Aunque no podía estar seguro todavía, me quedé paralizado con la idea de que yo
pudiese tener un radar espeluznante en los ojos. Y si ése era el caso, dicho radar me
estaba indicando que el hermano Efrén iba a morir ya mismo. Fueron días atroces.
Verlo tan vivo. Constatar que su mancha se iba haciendo más nítida, más verdosa y
detallada.
De regreso, tuvimos que parar en el puente de Rumichaca, frontera con Colombia.
Mientras los aduaneros revisaban el bus, al revés y al derecho, el hermano Efrén
descendió enredándose en la sotana. Al parecer, necesitaba con urgencia un baño.
Intentó cruzar la carretera, pero llegó solamente hasta la mitad porque un camión lo
hizo puré.
Caí en cama infinitud de días, me volví tartamudo para siempre, no quería dormir
por nada del mundo para no soñar, sobre todo, que los besos de mamá se convertían
en la mancha de la muerte.
Sin reposar el puño, durante noches enteras me he dedicado a escribir la funesta
historia de mi radar. Luego, como muestra de objetividad y para respaldo de mi
testimonio, he dedicado mucho tiempo a clasificar, en orden alfabético y cronológico,
los muertos que, momentos antes de serlo, me mostraron accidentalmente la terrible
huella. Tantos años, tantos muertos y tantos nombres anotados. La rica variedad
morfológica y de comportamiento en la huella me han infundido pulcritud y tesón de
entomólogo. Pero, cuando me encuentro en plena tarea —elaborar fichas, establecer
nomenclaturas, definir analogías— veo al mundo tan de espaldas, tan lleno de
escépticos y extraterrestres, que me siento arando en el mar. Cuánta desazón siento al
recordar que a quienes he confiado esta historia, además de no creerla, me han
marginado. De otro lado, siempre me invade la desoladora pregunta: ¿qué beneficio
podría reportar el que alguien me la crea? Sin duda, la frivolidad humana, en ese
caso, consideraría mi radar como un don digno de exhibirlo en un circo de monstruos
humanos. Difundir a los siete vientos y con todos los detalles la historia de mi mal
que vive, no sé hasta cuándo, en mis retinas, no es más que una pompa de jabón, un
necio sueño. Por ello, abatido, cada vez termino destruyendo lo escrito y
hundiéndome de boca en las almohadas».
Generalmente uso gafas y trato de hacerme a la idea de que el mundo entero usa
pulóveres de cuello alto. Y cuando estoy expuesto a conocer gente por circunstancias

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felizmente cada vez más escasas, saludo de manera afable pero mirando a otro lado.
A causa de ello soy considerado antipático, salvaje, agrio.
Esta ocasión, pese a que intuía vagamente el peligro, fui tomado por sorpresa,
pues estaba distraído a causa de varios motivos: las nalgas deliciosas de la Negra
Toña y mi consecuente erección; el estremecimiento, al ver una cocina con millones
de cucarachas y mi consecuente des-erección; y, por último, el que Salvatore se haya
volteado hacia mí tan repentina y simpáticamente. En otras circunstancias hasta le
hubiese sonreído, pues su rostro emanaba una paz de amanecer en montaña, pero,
claro, ya mis viciosos ojos independientemente, como un arpón, se habían disparado
hacia su cuello.
Como siempre me ocurre en esos casos sentí petardos en la cabeza, me puse
lívido, tuve náusea. El pobre Salvatore, apenas terminaba el clásico «Molto e
piaccere» con sonrisa de oreja a oreja, cuando tuvo que achicar la boca, dibujar con el
ceño la preocupación que yo le ocasionaba y tomarme del brazo diciéndome, en una
mezcla rarísima de nuestros respectivos idiomas:
—¿Estó bene, amico, cosa pasa?
—Niente niente —le contesté tambaleante, demacrado, frío.
—Une cope de Oporto leu ferá bene —me dijo, con un aire solidario, como si no
fuera a morirse ya mismo.
La Toña había desaparecido llevándose su cuerpo de negra apetitosa por una de
las puertas que conectaban la casa y el restaurante. Salvatore buscaba por entre los
escaparates la botella de Oporto, pero lo único que encontraba eran cucarachas.
—Fue un mareo solamente, perdón —le dije, agradecido, y salí por otra puerta
que me condujo a otra puerta que me condujo a otra puerta, hasta que al final me
encontré con mis chancletas pisando la arena de la playa. El sol ya se había ahogado
y en el agua apenas flotaba un poco de su sangre.
Meciéndome en una raída hamaca aureolada de cocos podridos, me fui hundiendo
en la oscuridad, oyendo las bofetadas del mar en el aire y en las barcazas de los
pescadores nocturnos. ¿Qué podía hacer?, me preguntaba neciamente sabiendo que
no podía hacer nada. Que un fakir italiano muriese no tenía nada del otro mundo,
pero que con su muerte acarrease otras vidas me hacía transpirar un frío oriundo de
las nieves perpetuas. Ése era el inmenso riesgo porque el cuello del fakir Salvatore,
yo estaba casi seguro, tenía una mancha del tipo triangular. Desde los nueve años,
edad en la que se manifestó por vez primera este maldito radar, había visto un
máximo de media docena de manchas triangulares. Aunque no llegaban a ser tan
voraces como las que yo denomino agujeros negros, tenían una característica
contundente: el contagio, irradiado por sus tres puntas, de allí que más bien yo las
llamaba manchas sálvese quien pueda. Aquella que venía de ver en el cuello del
simpático Salvatore era aún ambigua, un rumor todavía, sin embargo, parecía ya un
triángulo equilátero. En cualquier caso, lo que debía hacer era ordenar a la familia en
pleno: «Se Terminaron Las Vacaciones, Regresamos A Casa En Este Rato». Pero

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nada obtendría aparte de carcajadas y amenazas de Diana La Contumaz. ¿Cuándo no
me ha colocado de alfombra, de estropajo? Nadie me obedecería. Nadie lo creería.
Diana, en biquini, parece una niña con senos. Pero cuando está cerca se ve que es
una diminuta mujer con sus nada nimios años. Así, como una niña, esa noche surgió
delante de mi hamaca en la que yo estaba comiéndome las uñas, sin saber qué hacer
en la vida aparte de morirme.
—¡La comida está enfriándose a causa tuya, pendejo, nadie quiere empezar a
comer si no vienes!
—¡Entonces ayunen, pero no quiero ir!
—¡Cómo quieras, idiota, pero si entendieras que no es por mí que te lo pido sino
por los niños, por la Toña, por su amigo que quiere brindarte un vino italiano reserva
del 47!
—¡Yo no bebo con muertos y punto, Pedazo de Giganta!
—¡Enajenado Mental. Un Asco, eres un completo Asco!
Y se puso a llorar exactamente como una niña caprichosa delante del padre
implacable.
—¡No haga llorar a la niña! —gritó alguien en la penumbrosa playa. Era la voz de
una mujer que fornicaba debajo de otro cuerpo en una pequeña duna.
Entonces, como siempre en mi vida mediocre, en mi vida de robot con ombligo,
me levanté de la hamaca, puse una mano sobre la nuca de Diana La Enana y
empezamos a caminar pateando la espuma.
—El italiano está de muerte pero no quiere irse solo, entiéndelo Diana de Mi
Corazón.
—Quién no está de muerte, Gustave, no seas complicado.
—Salvatore es una bomba de Hiroshima casera y eso no puedo resistirlo, sobre
todo antes de las comidas.
—Eres malo conmigo, Pepito —me dijo Diana La Adulona, con esa maldita
costumbre de cambiarme de nombre a cada paso. Quizá así vivía la ilusión de que me
sustituía. Y de que me castigaba o me halagaba, según el nombre con el que fuera
bautizado. Al mismo tiempo, disimuladamente, me colocó la palma de su mano sobre
mi sexo. Entonces fuimos otra de las tantas parejas retozantes en la arena de esa
noche de Atacames.
—¡¡¡Violador, están violando a una niña!!! —gritó una vieja negra que recogía
desperdicios entre los cuerpos amantes, pero nadie le hizo caso. Ni siquiera nosotros.
Ya estábamos acostumbrados.
—Es luna llena, José, sentí que me inseminabas el octavo hijo.
—No digas blasfemias, a tu edad nos puede advenir un androide —le dije,
colocando el beso de la muerte en su infantil orto salado.
Qué desolación infinita sentía de coitar con Diana la Diminuta, sin poder decirle
que el italiano tenía la triangular pezuña verde-lila en su cuello. Sentir, absolutamente

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solo, el arribo preciso, lento y expansionista de la Parca, eso se titulaba Desdicha y
además Impotencia.
La vez que su hermano Ulises apareció con una mancha monumental en el cuello
—cual pezuñas de un tropel de caballitos que hubiesen galopado desde la clavícula
hasta el lóbulo de la oreja izquierda— cometí la estupidez de decir a Diana La
Impertérrita:
—Tu hermano Ulises va a morirse, ¿qué hacemos?
Ella me dio un bofetón y se largó de la casa entre sollozos.
—¡Loco malhabido, eres un pobre loco! —se fue gritando por la calle mientras
yo, por la ventana, le decía que hiciéramos algo, que le encerrásemos aunque fuera en
una bóveda bancaria—. Al día siguiente me fui, no solamente de nuestra casa sino de
Quito. A través de los partes mortuorios en los diarios, confirmé el fin del pequeño
Ulises —él sí, frontalmente enano. Días más tarde, a causa de que soy un sentimental
común y corriente, llamé por teléfono a Diana La Iracunda para condolerme:
—¡Belcebú, malagüero, hijodeputa, bórrate de mi vida! —me gritó y colgó el
teléfono.
Hasta que, tiempo después, ella me buscó en Guayaquil. Apenas abrí la puerta, y
con el fin de evitar mis consabidas preguntas, me saludó con la noticia:
—Ulises murió lanzándose del edificio Mil en pleno mediodía.
Dado su tamaño era como haberse lanzado del edificio Dosmil, pensé y no le dije.
Mientras abría mi bragueta me pidió con los labios temblorosos que la perdonara:
—He requerido todo este tiempo para entender lo involuntario de tu rol de socio
de la Parca, Romualdo —me dijo, como si no dijera nada.
Enojado, dolido hasta el tuétano, impedí su ímpetu de amor oral y además solté,
como el cielo suelta truenos y centellas:
—¡No seas Tan Enana Imbécil. No soy yo quien escoge futuros muertos, entiende
con la testa. Yo no coloco la Mancha de la Muerte. Yo la descubro cuando ya existe,
cuando ya está marcada en el cuello escogido por el Sino o la Parca o la Hiladora o la
Enana del Abrigo Rojo y Baúl de Mano, entiéndelo Diana, Enana de la Cabeza y del
Cuerpo!
Al tercer día, se quitó la sábana del rostro: tenía unas ojeras de oso panda y los
labios enharinados.
—Okey, Salomón, he llegado a entender. Te ruego que de esto ya no hablemos
más. —Y nos reconciliamos casi felices antes de coitar y coitar mojados del pegajoso
calor de Guayaquil.
Apenas nos embarcamos en el avión de vuelta a Quito, ya con cara de Diana la
Gestapa —una vez saciada, su alma se pone botas, charreteras, esvásticas— me puso
una condición ad perpetum:
—Tienes que usar gafas negras incluso para dormir, Raulito. Preferible eso que
dos parches de Pirata —me dijo, traviesa y sonriente llenándose la cara de un rumor
de arrugas infinitas.

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En verdad, dicha condición no puedo cumplir muy regularmente y no por la
fragilidad de los cristales, sino por su inconveniencia práctica: Siempre tengo la
esperanza, flaca, anémica esperanza, de que a causa de las gafas mis ojos vampiros se
hayan equivocado. Un reflejo inadecuado, la secuela de un forúnculo, un beso
violento y remoto, a veces me han llevado a una mala lectura de la huella. Por eso no
resisto el afán de comprobarlo y termino sacándome las gafas.
Más que nada para comprobar la evolución de la mancha triangular en el cuello
del fakir Salvatore y no por otra razón, acepté volver donde la Negra Toña. En la
puerta de entrada tomé a Diana La Enana casi en los brazos y la senté en el borde de
una ventana para tener sus ojos a la altura de los míos. Entonces le dije con voz de
trueno:
—Diana De La Mañana, debo decirte algo muy pero muy importante, prométeme
que lo vas a creer.
—Ya vas a empezar con tus visiones, Eneas, creo que te hace falta ver al doctor
Ontaneda —dijo la Enana De Mierda y de un brinco bajó de la ventana.
—Pues, entonces asume las consecuencias, Diana Putana.
—Ay, Pulgarcito, no te alteres por gusto y vamos para adentro.
—Óyeme bien, Dianápolis, entro con la condición de no comer, no puedo
hacerme a la idea de que el plato del italiano carezca de cucarachas.
Diana La Putana entró en casa de la Negra Toña con una sonrisa de mujer
satisfecha y yo con la boca seca. Para colmo, las cucarachas se habían quintuplicado.
Crujían con las pisadas, chorreaban de los clósets, de los grifos, de los bordes del
mobiliario de guayacán. Y el comedor estaba helado casi tanto como yo a causa del
ventilador, una hélice de helicóptero clavada en el techo.
—¡Fratello dondi tabas perdeido! —gritó al verme Salvatore.
Ni siquiera pude dar un trampolín de Hombre Araña para salvarme, cuando,
torsidesnudísimo, me encerró en un abrazo de ex compañero de guerra hasta aplastar
mi cara en su filuda clavícula. Me quedé pasmado cuando mis labios, a causa del
abrazo excesivamente caluroso, al parecer rozaron el punto donde su cuello tenía el
triángulo. Nunca había besado una mancha. ¿Qué podía ocurrirme? Pero me
tempanicé cuando, al zafarme, vi a través de mis gafas que su cuello estaba
inmaculado. Me saqué las gafas enseguida para constatarlo pero, por desgracia, el
Salvatore se había volteado antes de evaporarse en pos de Toña La Negra que desde
su dormitorio le gritaba «Amore-mío».
O el italiano tenía la mancha en el lado opuesto del cuello, o, lo que sería insólito,
pues no había visto ningún caso todavía, el hijo de puta me acababa de legar, de
transferirme, la Mancha de la Muerte: ¿Quién sabía si además de fakir no era
hechicero? Corrí al baño con el pretexto de ir a vomitar, lo cual resultaba coherente
con mi palidez de muerto vivo. El espejo de cuerpo entero no servía para nada porque
no había luz en el baño. Mucho más me demoré en encender la fosforera que en
apagarla porque una cucaracha caminaba por mi cuello, más bien dicho, por el reflejo

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de mi cuello. Otra acababa de posarse en mi nuca, no en el reflejo que ya no había a
causa de la oscuridad. La aplasté pegoteándome los dedos, me doblé bajo la ducha
mojándome desde la calva hasta la cintura y sin secarme salí corriendo rumbo al
comedor.
Allí todo era carcajadas, música, platos y botellas. Por mi parte no quería saber
nada de nadie, salvo del cuello del Salvatore. Si este cabrón tenía el cuello limpio,
significaba que la mancha triangular, en efecto, se había mudado a mi cuello.
Tiritaba, sentía fiebre, empezaba a sentir quemazón en la boca. No tenía otra
alternativa que esperar el regreso del fakir para verificarlo. Me puse las gafas sobre
los ojos cerradísimos y, apoyando la cabeza mojada en el hombro de mi preciosa
primogénita Haydée, me senté en un ángulo de la mesa, el más distante del grupo.
—Ponte recto, papito, ya estás grande —me dijo ella, discretamente. Y continuó
dándole de comer en la boca al Zuco Landázuri, que era su novio casi de nacimiento.
Por fin, Toña la despampanante negra y el hato de huesos del fakir italiano
aparecieron dichosos y duchados. Venían vistiéndose, besuqueándose y riendo, por
uno de los mil corredores alfombrados de cucarachas. Aterrado me quité las gafas,
abrí los ojos y disparé rayos láser al cuello del desgraciado Salvatore. El imbécil,
desternillándose de la risa y señalándome con un dedo largo y untado de nicotina,
gritó:
—Pareche cloun.
Todo el mundo asperjeaba el vino, escupía espaguetis, se atoraba, se moría de la
risa. Incluso Diana la Cínica, se doblaba, casi se asfixiaba sin dejar de señalarme con
una de sus uñas largas, atornilladas. Aquella burla colectiva me importaba un carajo.
Yo estaba en otro campo experimental imbricado de varios sentimientos flamantes:
alivio, porque la mancha estaba en el cuello del fakir y no en el mío; estupefacción,
porque la mancha era un triángulo nítido, un tatuaje de pirámide mordiendo su
protuberante nuez de Adán; y pavor, porque, en un tono más ambiguo todavía, el
mismo dibujo se iba configurando en el cuello del Zuco Landázuri, en el largo y
sedoso de la maravillosa Haydée —los dos juntos lloraban de la risa resbalando de
sus sillas—, y en el del Panchito, mi hijo marica que besuqueaba en el cuello a su tal
Arthur, el cual tenía una mancha enorme encaramándose en su mejilla.
Fingiendo disgusto por tanta burla, me levanté azorado, sudando escarcha y salí
disparado oyendo los gritos del fakir:
—¡Espeta fratello espeta io veu a fare el número del avala-fuogo!
—¡¡¡Sálvese quien pueda, sarta de cojudos!!! —grité, mientras corría y
atravesaba puertas y puertas. Cabañas y cabañas. Canoas y canoas. Arena y arena.
Cuando estaba entrando al pueblo de los pescadores —a cuyo patrón de bronce,
San Seferino, conforme reza la leyenda, lo tienen atado con cadenas para que no se
vaya a ejercer de patrón en el pueblo vecino— escuché la explosión, pero seguí
caminando sin voltearme para no terminar convertido en estatua de sal.

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Cuando el alba era una pátina untando el horizonte, mis chancletas andantes se
voltearon: a lo lejos, las llamas ya eran insignificantes. Más bien parecían una hilera
de pañuelos despidiéndose. Y el perfil del trasatlántico-restaurante de Toña la Negra
no era sino el esqueleto humeante de un saurio. Entonces me eché bocabajo sobre la
arena y me dormí, sollozante.
El sol incisivo del mediodía, la espuma con sus jaibas haciéndome cosquillas en
los pies y más que nada un gusano metiéndose en la oreja derecha, me despertaron. El
gusano era nada menos que la lengua babosa de la Insaciable Diana. Estaba de
rodillas y en biquini de niña. Tenía la boca escarlata, ajada como su rostro y el pelo
suelto, blanco, atroz.
—Loco irremediable, te va a dar insolación —me dijo, mordiéndome el lóbulo, el
mentón, el cuello.
Sus uñas, más que nunca largas y enroscadas, me señalaron la silueta que, vestida
de blanco y con sombrero panamá, se encaminaba por la playa hacia nosotros:
—Levántate Lázaro, el doctor Ontaneda viene a verte —me dijo, besándome la
boca seca y arenosa.
Efectivamente, se trataba del doctor Ontaneda y, amariconadamente como
siempre, lucía un pañuelo rojo anudado a su cuello.

(De la Revista Caravelle N.º 68, 1997)

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QUÉ RISA, TODOS LLORABAN
(TRÍPTICO)

¿El hombre iba a ponerse la máscara o se la acababa de quitar?


¿Su cara blanqueada era en realidad otra máscara?
¿Y debajo había otra máscara?
¿Qué ocultaban en definitiva esas máscaras superpuestas?
Julián Ríos

QUÉ RISA

LA MUDADELIA
a Mudadelia llega con las justas al metroveinte pero adentro tiene por lo menos
L un caballo. Aunque también afuera, es decir, en la cara, una risa equina, de idiota
a tiempo completo. Una risa que es un hachazo en su cara. Una risa que no se le quita
nunca y que a veces parece que le resulta una tortura, como tener en medio de la cara
pegada una tarántula. Una risa de castigo. A veces da cosas verla enredada, pegoteada
como a un endemoniado chicle a su risa. Por ejemplo, cuando su mamá embestida
por el taxi de don Nicolalde estiró la pata. Los ojos de la Mudadelia soltaban lágrimas
pero el resto de ella seguía torciéndose de risa. Una risa babosa que le devoraba toda
la cara caballuna y, lo peor, que seguía sonando solita durante las noches. Desde que
se inauguró de huérfana, la risa no solamente se le ha dado por abullanguerarse sino
por volverse babosa. Quién sabe si la baba le proviene de la pena, algo así como
lágrima de boca.
Viéndolo bien, la pobre Mudadelia existe de gana. No sirve para nada. Cuando
vivía su madre por lo menos era su sombra correteando detrás de ella, que también
era enana aunque no se reía nunca. Para qué, si la Mudadelia le daba riendo de sobra.
Además, cómo iba a reírse si su trabajo era tener a la raya al resto de la servidumbre.
Ya huérfana, la Mudadelia es sombra pero de nadie. Va y viene por la casona
haciendo pasear su risa babosa. Su sola ocupación es lavarse el pelo y secarlo con un
peine de cuerno. Un pelo grueso y zaino como de crines y casi del tamaño de ella.
Cada mañana, apenas el sol se empina, ya está empinada en la lavandería. Por poco
se va de hocico cuando recoge el agua en la lavacara. Después, coloca su cabeza
sobre la piedra de lavar como para que alguien la corte de un tajo y con un tazón
desportillado lava y lava aquel montón de pelo, y de paso la risa. Al final, se sienta en
alguna grada del tercer patio. El patio donde se seca el maíz, la yuca, el arroz de
cebada, la ropa de las sirvientas y también donde duermen los perros como muertos.
Horas y horas, la Mudadelia secando con el peine su pelo que es un animal aparte.
Horas y horas, tejiendo el par de abultadas trenzas que le caen a los costados de su

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risa eterna. El resto del tiempo no hace sino ir y venir o apoltronarse en cualquier
ángulo de la casona. Para nada. Para reírse sin que nadie pueda, como de un pantano,
sacarla de la risa.

YO, EL PAYASO
En cambio yo no me río jamás. Una, porque no hay motivo. Dos, porque si me río el
labio de arriba se ensancha y me borra la dentadura. Sin dentadura parezco viejo
antes de hora, así es que mejor no me río. Y de tanto no reírme ya no sé cómo es de
reírse ni siquiera cuando hay motivo.
El caso es que yo provoco risa por donde voy. Ésa es la ironía, como dicen.
Limpiándose las lágrimas de los lentes, el hermano Hilario, de quinto grado, me dijo:
eres un payaso de nacimiento. Muchas gracias hermano, le dije, y volvió a reírse
hasta casi morirse atorado de la risa.
Apenas abro la boca o muevo un dedo o doy un paso, la gente empieza a reírse.
No se diga cuando se me ocurre hacer una broma o contar un chiste. Uno de los miles
de chistes que se me pegan no sé cómo ni en dónde y que me acompañan por todo
lado. Y más se ríen todavía cuando en medio de las carcajadas constatan que en lugar
de reírme he puesto una cara de perro en aguacero. Pero por qué no te ríes con
nosotros, Payasito. Porque ya conozco el chiste, o porque no sé dónde está la broma,
respondo. Entonces, todo mundo se tira al suelo de la risa. Y la cosa no se queda allí
porque desde el suelo me esquivan la vista: tienen miedo de morirse de la risa, si
vuelven a ver mi cara de desamparo.
La verdad es que provocar tanta risa ya no me asusta como al principio. Lo que sí
me sigue dando es pena. Me siento solo y a los otros los siento idiotas. Pero no me
quejo, eso sería propio de un malagradecido. Soy payaso, así como otros son
pelirrojos o enfermizos o gigantes. La diferencia está en que ser payaso de
nacimiento es como haber nacido con oficio. Y encima un oficio sin trabajo porque
hacer reír no me pide más esfuerzo que respirar. El único esfuerzo que me toca es
sentirme solo en el mundo entre tanta carcajada. Tener la sensación de que ando
arrastrando conmigo la carpa y el aserrín del circo. Ése es el solo costo. Por lo demás,
solamente hay ventajas. Empezando con el hecho de que gracias a mis chistes tengo
cupo en todo grupo, y en todas partes soy bien recibido. Ventajas parecidas a las de
los compañeros ricos. Quién sabe si hasta ventajas mayores. A los ricos, por fuerza se
les tiene envidia. A un payaso nunca. Los payasos hacen reír pero dan pena. Una pena
rara, como que fueran de otro mundo y no tuvieran cerca a nadie. Pena de payaso de
circo.
Por otra parte, de los payasos no se aprovecha de lo que tienen sino de lo que son.
De los ricos se aprovecha no de lo que son sino de lo que tienen. El Topo Vinueza,
sin plata, se quedaría más solo que el Trapo Andrade que era pobrísimo y más feo

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que un lunar con pelos. En cambio, con tanto auto, con tanta plata de bolsillo, no se le
nota lo feo y se le perdona lo tonto. Quién no se hace el tonto con el tonto del Topo,
solamente para aprovecharlo. Hasta los curas se aprovechan de él y de los otros ricos.
Viéndolo bien también se aprovechan de mí. Qué sería de mí si no fuera payaso. Pero
yo a su vez aprovecho de todos. A la final todos aprovechamos de todos.

EL TRAPO ANDRADE
Hasta el Trapo Andrade terminó aprovechándome. Una tarde, a la salida de clases se
me acercó casi sin joroba. Por primera vez no se comportó como tortuga y no trató de
esconder su cabeza en el cuello roto de la camisa. Por primera vez en su cara de
pajero desnutrido tenía colocada una sonrisa. Sonrisa verdosa, fea, adulona, que más
parecía que me estuviera pidiendo otra cosa, pero a la final sonrisa. Quiero hablar
contigo, Payaso, me dijo con una voz casi de dueño de circo. Nada que ver con su
voz de rana dañada. Caminamos por la vía férrea hasta dar con la noche. El Trapo no
hablaba y yo no tenía ningún chiste en la boca ni en la cabeza. Camina y camina por
las rieles muertas desde que hace años murió el ferrocarril. Camina y camina por los
travesaños enterrados de una escalera sin fin. El Trapo no necesitaba de ningún
payaso, eso se veía a leguas pese a la oscuridad que iba en aumento. El Trapo quería
otra cosa y como no dejaba de caminar parecía que su intención era dar la vuelta al
mundo llevándome de copiloto. Aunque sus zapatos boquiabiertos, que seguro tenían
en la suela algunos ojos atónitos, no le alcanzaban ni para medianoche. Hasta aquí
nomás llegó el río, Trapito, le iba a decir, cuando justo desde atrás de una nube
apareció la luna. Una luna que ya se chorreaba de lo llena. Entonces vi, de sesgo, que
el Trapo Andrade tenía la cara mojada de lágrimas.
Me busqué palabras de consuelo y no hallé ninguna, peor un chiste adecuado. En
mi paladar solamente me burbujeaban vocales. Pero vocales tenían hasta los aullidos
que subían al cielo como petardos de esos que suben y suben y no revientan. Por fin
se le abrió la boca. Volvamos, dijo, en voz de dueño de circo con zoológico
incorporado. Dimos media vuelta. Al fondo, la ciudad parecía un incendio. Entonces,
empezó a contarme su historia de mierda. Una historia como una olla de ogro en
donde alcanzaban todas las desgracias.
Esa víspera yo fui su último deseo. Sí, porque no solamente me contó su historia.
Mientras caminábamos de regreso por las rieles, también me pidió que le contara
algunos chistes. Yo soy el único que vio al Trapo Andrade muerto de la risa. La luna
llenísima todo un reflector y él doblado en dos como con un puntapié, muriéndose de
la risa. Una risa nunca vista ni oída, de puerta sin grasa en una noche de viento. Una
risa que no provocaba risa sino escalofrío.
Lo mejor de tus chistes es tu cara de huérfano, me dijo al despedirse con una
sonrisa triste, ya casi apagada. Con su voz de rana dañada y las pilas a punto de

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agotarse.
En ese instante supe clarísimo que el Trapo Andrade ya era hombre muerto.
Al día siguiente, sin ayuda de nadie, se comió pepas de shanshi lo suficiente para
envenenar un dinosaurio. Es que el Trapo Andrade quería matarse por lo menos dos
veces, por si acaso de la primera terminase resucitando. Tenía toda la razón del
mundo. Qué iba a hacer con la vida de última que le había tocado y que con el uso se
le pondría cada vez peor. Más le valía cortar por lo sano, como dicen.

MAMÁ
En qué circo no hay un payaso triste. Por eso todos creen que mi cara de huérfano
forma parte del chiste. Solamente mamá sabe que no es así, que mi cara es aparte, que
no es ninguna broma. Tu tristeza es de nacimiento, tesoro, me dice mamá: nada de
llanto, nada de gritos, pero, eso sí, naciste con una cara de no tener esperanza que casi
me da sobreparto. Cosas así me cuenta mamá cuando tiene tiempo. O sea casi nunca,
salvo cuando se depila las piernas. Mamá viaja mucho porque es vendedora de
seguros y, cada vez menos, cantante de boleros. Se conoció con papá en Colalao del
Valle, un pueblecito tirado con desidia al fondo de la Argentina. Estaba perdida en un
coro de huérfanas que cantaban tiritando bajo la lluvia. Se conocieron y se quedaron
pegados como salidos de un solo molde y así vinieron directo a Albura. Directo a la
casona que a mamá le resultó el paraíso porque no había conocido ni casa ni familia.
En esta parte siempre se pone vespertina y la palabra se le enquista. Entonces yo
aplasto el botón que le pone en marcha nuevamente: el éxito musical. En esos años la
vida era una gira detrás de otra gira y solamente para dormir bajaban del escenario.
Para dormir en el día, puesto que el escenario era bar, camerino, escenario y
nuevamente bar. A la final, de tanto girar terminaron mareados. Papá se hizo humo y
mamá vino a esperarme en la casona. En una mecedora de mimbre bajo el sol eterno
del primer patio. ¿Papá supo que yo estaba ya camino al mundo?, le pregunto, sin
decir nada. Pero aunque le preguntara en voz alta ya no puede oírme. Sin mover los
labios va envolviéndose en alguna canción y borrándose del mapa. Las canciones son
la nave perfecta para su gira mental. Mamá siempre de gira. Aunque siga al lado mío
depilándose las piernas o pintándose las uñas con empeño de miniaturista. O
cambiando de color a su pelo, cosa que le encanta antes de cada viaje. Mamá aterriza
solamente cuando llega el tío Manuco. El tío Manuco, con su voz de buey y siempre
cargado de regalos.
También mamá participa del carcajeo general en que se convierten las fiestas de
la familia. Pero, a veces, se da cuenta de que no soy un payaso sino su hijo y en ese
caso, como con un golpe de aire, se le empaniza la carcajada. Tal parece que ella
siente el frío que circula por mis venas y le da vergüenza de haberse reído. Su cara se
le apaga, se le convierte en cara de viuda. Los años que tiene escondidos no sé en

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dónde, e incluso los que no tiene, de un golpe le caen encima. Claro que esta nube
negra no le dura y, al rato, en sus labios rojos aparece una sonrisa. No todavía la suya
sino la sonrisa de Libertad Lamarque, aunque el doble de compasiva. Sus labios rojos
me lanzan un beso que vuela por medio de las risotadas. Perdona, tesoro, me dice con
el beso. Entonces sí, mamá se quita toda la pena de los ojos y de la boca, y con más
confianza se zambulle en el festejo. Tíos, tías, primos, primas, hermanos, hermanas,
amigos y amigas, retorciéndose de la risa como un coro de idiotas. Como condenados
retorciéndose en el agua hirviendo de mis chistes. Incluida mamá que, la pobre, ya ha
olvidado que sigue siendo mamá del payaso.
Incluida la calabaza con trenzas que está en el umbral torciéndose de risa. Risa
babosa, caballuna, de la Mudadelia.

LA MUDA Y LA CASONA
Para la muda de la Mudadelia, el mundo se termina a raya en el portón de calle y
afuera no hay sino abismo. El universo entero, la vida entera, está dentro de la
casona. La casona en donde ha vivido desde que nació muerta de la risa. Aunque no
sé si la risa le nació después. Lo cierto es que, cuando me di cuenta de que yo estaba
vivo, mis ojos se estrellaron con su risa de idiota estirándose en la puerta del
dormitorio. Para ella basta y sobra con los entornos de las quince habitaciones, de la
sala del diario y de la sala principal que se abre solamente a la hora de las fiestas. La
sala que le encanta espiar por la ventana porque está llena de adornos y de espejos y
de estatuas. Le encanta el gentío de muñecas que pasan sentadas en las butacas, en las
consolas, en los anaqueles. Muñecas de la misma edad que las tías paquidermas,
solamente que ellas, las muñecas, no han pasado un día. Le faltan piernas para rondar
arrastrando su risa por los vericuetos de la casona. Por la cocina que es grande como
un patio con techo y con un horno que parece cúpula de catedral. Por el comedor que
de lo grande tiene pinta de refectorio pero sin curas. Por las escaleras que suben y
bajan del estudio de papá. Por los corredores que rodean a los tres patios. Por el
costurero con paredes de vidrio en donde más que coser conversan y conversan las
tías paquidermas con sus visitas. Por los tres patios, cada uno más grande que el otro.
Para la Mudadelia la casona lo es todo y hasta un poco más. El resto no existe, aparte
del cielo con sus estrellas en donde, a veces, se quedan enganchados sus ojos negros
brillosos. Ojos pestañudos como cucarachas vivas.
Todo lo que sus ojos olfatean más allá de la casona es una alucinación que le
asusta, que le puede matar de susto. Para ella, la calle es como la kriptonita para
Supermán. Por eso, si la olfatea, la olfatea desde lejos, desde los linderos del primer
patio. Pero incluso desde allí, de los puros nervios se muerde los puños y su risa pega
por lo menos un par de corcoveos. A veces, muy a veces, parece que se le encrespa la
curiosidad, la necesidad de sentir el tufo a riesgo. Entonces, su risa babosa delante y

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ella detrás empuja la mampara y avanza con sigilo de ladrón por el corredor de piedra
y vértebras de perro. Se muere del miedo, pero sigue adelante torciéndose de risa.
Con cada paso, su cuerpo de duende se va deshaciendo como si le estuvieran
haciendo cosquillas por abajo. Unos metros antes de llegar al umbral, la risa se le
desbarata, se le desintoniza. Para no caerse, sus manos de muñeca se agarran de la
batona y sus botines de enana loca empiezan a dar lentísimos pasos en una cuerda
exageradamente floja. Tal parece que se está acercando al acantilado en donde
termina el planeta y cuando llega al portón, que siempre está abierto como iglesia, la
Muda ya es otra muda. Una muda color hueso. Una muda transparente. Pero no
solamente por culpa del sol que le cae encima igual que chorro de teatro, sino del
puro estupor, como se dice. La Muda se vuelve muda al cuadrado. Se le desorbitan
los ojos, la nariz se le empina perrunamente, la boca parece boca de pescado fuera del
agua y su maldita risa desaparece. Claro que este trance le dura apenas un puñado de
segundos, si no la muda se volvería polvo. Mojada de sudor, tiritando, va
recuperando la vida y la risa. Una risa de última, un gemido tembleque que más
parece que está muerta no de miedo sino de frío. Por último, logra dar media vuelta
que es casi una vuelta entera y trotando, brincando, con las trenzas erizadas y la risa
más bullanguera que de costumbre, se hace humo por corredores y patios.
Mudaidiota, como si la calle viniera a meterse en la casona y le estuviera
persiguiendo. Como si el diablo con sus pezuñas le estuviera pisando los talones.
En alguna distante vacación de aquellas en que la casona se achicaba con tanto
primo, intentamos sacarle a la fuerza. Éramos cuatro muchachos, aunque yo me
ocupaba más bien de los chistes (recuerdo que intempestivamente alcé la vista y
descubrí la cara de papá en la ventana del estudio. Una cara no de carne y hueso sino
de vaho. Parecía que estaba impresa en la cortina. Era la época en que ya no se sabía
muy claro si continuaba vivo. No supe si nos veía o estaba dormido de pie y con los
ojos abiertos). Con el esfuerzo y la algarabía con que se intenta echar a alguien
vestido a una piscina, la empujamos, la tironeamos hasta de las trenzas. Pero la
Mudadelia estiba sembrada en el suelo. Riéndose, mugiendo como en despostadero,
nos venció a todos con su fuerza de caballo. No cruzó el umbral, se libró de nosotros
casi tirándonos al suelo y logró escabullirse por algún vericueto de la casona,
desperdigando los relinchos de su risa.
Hasta que, años después, ocurre el milagro. De buenas a primeras, o porque la
Mudadelia en tanto tonta tiene un desbarajuste en la cabeza, aparece en el umbral de
la casona sin necesidad de empujones. Parece magia, parece ilusionismo, damas y
caballeros, acérquense, véanlo con sus propios ojos. Las manos diminutas, bien
abiertas, empujando la luz del umbral como la puerta de una urna. La urna en donde
la muñeca de la Mudadelia ha vivido dormida o prisionera. Uno de sus botines de
enana loca, con recelo, como sobre fuego, pisa la acera y la acera no se hunde.
Coloca el otro botín en la acera y tampoco se hunde ni se quema. Solamente se
enciende su risa a la manera de un motor. Con la torpe lentitud que se usa en la luna,

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da un paso, da otro paso y la Mudadelia, en trance, empieza a caminar hacia la
esquina de la panadería. Se dobla, se chorrea de la risa al ver que la esquina se
convierte en abanico. Un abanico que se abre hacia otros abanicos, otras calles, otras
esquinas. Casas, autos, gente, mucha gente y mucho ruido. Otro mundo que atiza su
risa caballuna. Camina y camina mareada de sorpresas por las calles de Albura. Es un
niño fascinado en un extraordinario parque de diversiones. Camina y camina la
Mudadelia por Albura que se sigue abriendo conforme ella camina muerta de la risa.
Todo un sueño para la Mudadelia. Pero los sueños duran poco y en un momento
dado, plop, despierta y se da cuenta de que es enana. Y que la vida se ha convertido
de un golpe en un infinito laberinto. Se siente solísima, como cuando murió su madre.
Se asusta, cierra los ojos apretándolos como puños. Los vuelve a abrir y no se ha
hecho la magia de que la casona aparezca delante de ella. Empieza a trotar hacia una
esquina, hacia otra bocacalle, como perro que repentinamente ha perdido su amo.
Huele las esquinas, mueve su cara caballuna en todas las direcciones, trota, no es por
aquí, retrocede, se voltea, trota, no es por acá. Horas y horas, que para ella significan
siglos, camina, trota, cada vez más perdida. Horas y horas, sudando, mugiendo de la
risa, como un niño que llorase a gritos buscando a sus padres. Trota y trota
arrastrando, como un rabo, su risa babosa. La baba del miedo y de la pena. La baba
que es su lágrima de boca. Busca y busca el camino que la lleve hacia la casona. A su
planeta añorado. A su urna de muñeca. Pobre Muda.
Recién cuando la noche empieza a caerle como tierra en los ojos, a la Mudadelia
le ocurre el segundo milagro del día: darse de manos a boca nada menos que
conmigo.

ACOSO
Seis y media de la tarde. Justo el sol, como un ladrón profesional, se borra del mapa
de un golpe y sin dejar indicios. Solo, como casi nunca, salgo del estadio después del
entrenamiento de básquet. Camino limpiándome con la camiseta el sudor de la cara y
pensando en una cocacola glacial de dos metros. De pronto, veo a la Mudadelia
carcajeándose delante mío. Seguramente la calle le ha encogido aún más porque la
veo enanísima y yo me siento Gulliver. Siento susto y disgusto. Qué haces aquí,
Deliamaría, anda a casa, le digo. Al mismo tiempo la esquivo casi con un pase de
pecho sirviéndome de la camiseta. Pero ella se lanza a abrazarme. Se lo permito de
mala gana y la palmoteo en la cabeza casi sin toparla. Ella me da un abrazo de fin de
año siendo marzo y, además, no me suelta. Parecería que me está deseando feliz año
para toda la vida. Su babosa risa de caballo se mete en mi ombligo y sus brazos me
argollan las piernas. Suéltame Deliamaría, le digo, aunque en realidad le estoy
diciendo suéltame mudemierda. La mudasorda más bien empieza a apretarme.
Suéltame, carajo, le grito y separo violentamente sus brazos. Me alejo nervioso y

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molesto, casi trotando, escuchando cada vez más distante la risa idiota de la
mudaidiota.
Antes de llegar a la siguiente esquina, mi boca me pregunta casi sin mover los
labios: ¿y qué tal si la muda de la Mudadelia anda extraviada? Puede ser ésa la causa
de tanta emoción al encontrarme, su exagerado abrazo, su risa más babosa y
bullanguera que de costumbre. Decido volver en su busca y la voy guiando como a
perro propio hacia la casona. A unos veinte pasos de distancia para evitar sus abrazos.
La segunda vez queda muy claro que la Mudadelia no está perdida. Sábado, cinco
de la tarde. Mucha gente va y viene por la plaza de La Merced que es una estrella de
cuatro puntas. Yo estoy contando alguna historia a un trío de amigos que lloran de la
risa. Los tres están sentados en el espaldar de una banca de piedra, en el centro de la
plaza. Yo me encuentro de pie, frente a ellos. Todo sucede muy rápido: sus risas se
cortan de un tajo y las tres caras boquiabiertas se voltean hacia la derecha, detrás mío.
El cerebro me ordena voltearme demasiado tarde: cuando capto la repulsiva risa de la
Mudadelia, ya sus brazos me han atrapado como una tenaza automática. Su quijada es
un cañón de revólver clavándose en mi cóccix. Sus manos enanas se sueldan por
delante, más arriba de mis rodillas. Por poco me hace rompope los güevos. Aturdidos
y temerosos de que les pase lo mismo, mis amigos saltan de la banca y corren a
guarecerse en los matorrales más próximos. Desde allí empiezan a reírse de mi
situación. Algunos transeúntes también consideran digno de risa el que una enana
balancee un cuerpo flaco que mide casi el doble. Cómo no reírse de mi cara de estar
ahogándome, tragando agua. Cómo no disfrutar de mi angustiosa lucha por liberarme
de las garras de la muda que relincha de la risa y del esfuerzo. Aprieta y aprieta sus
brazos como si me estuviera ahorcando por abajo. Mis dedos muerden sus manos
rudas, de cuero curtido. Suéltame, Deliamaría. Ella muge y aprieta más todavía.
Suéltame, carajo, esto va a saberlo mamá. Ella muge y aprieta. Mis amigos con otros
nuevos amigos y los curiosos que se multiplican se ríen en coro, ya mismo aplauden.
Es un espectáculo de circo gratuito. No tengo más remedio que darle una docena de
codazos en su cara de caballo, en su risa babosa. Del dolor, la Mudadelia afloja un
poco los brazos y yo aprovecho para voltearme y tirarle de una de las trenzas hacia
atrás. La muda cae al suelo y yo, pisoteándola, salgo corriendo hasta abandonar la
plaza sin volver la vista a nadie. Recién en el portal del cuartel me paro, volteo la
cabeza y veo a lo lejos su figura de duende. Allí va con su balanceo de idiota y con
los dientes equinos al aire, como siempre.
La tercera vez que la encuentro me salvo de sus tenazas por un pelo. Y por otro
pelo, la cuarta vez no me salvo. En cambio veo más claro que el agua una cosa
peluda: la Mudadelia no me encuentra sino que me busca. La mudamuda no sale a la
calle a pasearse sino a buscarme. A esperarme, a asaltarme con sus tenazas de
cangrejo. Por eso tengo que andar cuidándome como un fugitivo. En las esquinas más
bien me cruzo de acera. Al salir del colegio, disimuladamente me encorvo y me
coloco en medio de un grupo y con la cabeza metida en el cuello de la camisa. En la

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siguiente esquina, con las solapas levantadas, me escabullo. Camino siempre usando
los ojos como un par de catalejos para huir a tiempo. La plaza de La Merced es
campo minado porque la muda parece estar detrás de cada banca, de cada árbol, de
cada persona. Casi nunca voy o vengo del colegio con amigos, como antes. Prefiero
estar solo para no vivir vergüenzas. Para no distraerme en nada, por si aparece de un
golpe como es su costumbre. Así, evito, si no los encontronazos con ella, el caer en la
trampa de su abrazo cascanueces. A la salida de clases, en la puerta del estadio, de la
piscina del club Costa Azul, de la biblioteca municipal, de la casa de algún
compañero, la muda aparece tan de golpe como si brotara de la tierra, como si cayera
no del cielo sino del infierno. Pero, gracias a que estoy alerta, casi siempre se queda
con los brazos en el aire y de su risa caballuna chorreando la baba de la pena.
Dentro de la casona, en cambio, la Mudadelia es otra muda, es decir, la muda de
toda la vida. La muda tonta que se ríe igual, pero que no anda de abrazos ni conmigo
ni con nadie, salvo con el Monseñor. Desde luego al Monseñor le da abrazos
normales, no de muda con fuerzas de caballo. La muda por más mudaidiota sabe muy
bien que una cosa es abrazarme y otra abrazar al Monseñor que es un labrador negro,
formato ternero. Un animalón que le encanta lavar caras de un lengüetazo, sobre todo
la de la Mudadelia con todo y risa. Pero de eso no pasa porque es un perro
buenagente. Salvo que lo jodan, claro. Como muestra basta el botón que es el
Humberto, hijo de la negra Peta. Jodió y jodió tanto al Monseñor que se quedó para
siempre como taza, con una oreja.
Una mañana que estoy llegando al colegio ojidormido todavía, por un trus me
escapo de las tenazas de la muda. Claro que una media jaba de compañeros festeja a
lo grande mi apuro y mi vergüenza. Bueno es culantro pero no tanto, me digo y
transcurro las clases de ese día, como viendo cine mudo, de la rabia, de las ganas de
matar a la mudaidiota. Por la tarde, salgo del colegio y me disparo a la casona
echando humo por la nariz como toro de lidia. La busco por todas partes y la
encuentro en el tercer patio, peinando sus trenzas como si nunca se hubiera movido.
Como si fuera otra muda. A un lado está la tortuga que mide más que una Mudadelia,
y a sus pies el Monseñor, ovillado en su oficio de perro. Me acerco apretando los
puños y boquilleno de insultos. Pero basta ver su cara de mudamuda condenada a esa
máquina de su risa, para bajar los brazos. Para botar la toalla y los guantes y los
insultos. Ver juntos a los tres animales, la tortuga, el perro y la mudabestia, me
produce una tristeza del putas que ya mismo se llama ternura. Así es que termino
sentándome a su lado, cosa que encabrita su risa y el destello cucaracho de sus ojos.
Mientras una de mis manos rasca el lomo del Monseñor que sin despertarse bate su
cola, mi boca empieza a hablar. A hablar con la Mudadelia que es igual que hablar
con la pared, o con el perro, o con la tortuga: Deliamaría, por Dios, ya no me jodas,
ya no me acoses, esto tiene que terminarse. Por Dios, ya no me jodas, ya no me
acoses, esto tiene que terminarse. Por Dios, ya no me jodas, ya no me acoses, esto
tiene que terminarse. Ésa era la frase favorita de papá, dicen las tías paquidermas.

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Frase que se le quedó como disco rayado. Sobre todo en la recta final que no fue ni
tan recta que se diga. Eso dicen que le decía al Plumas. Le imploraba y le imploraba y
para nada.
Para nada, como yo a la Mudadelia, porque al día siguiente de haberle implorado,
casi corriendo tengo que escabullirme por una de las puertas del Correo Central. A
tres metros de distancia, detrás de un auto, la veo agazapada y con las tenazas listas.
El domingo entrante, que mamá no anda de gira y encima está depilándose las
piernas, aprovecho para quejarme del acoso y pedirle ayuda. Tu hijo está harto de la
vida de perseguido y espero que no te admires si termino entrando a la
clandestinidad, y todo a causa de la Mudadelia. Eso le digo, pero en otras palabras.
No debes hacerle caso, tesoro, me contesta mientras lima las uñas de sus pies.
Apuntando el dardo a su corazón le digo, tú siempre en las nubes o de gira, mamá, la
cosa no es tan sencilla, estoy perdiendo amigos, las ganas de estudiar, las ganas de
vivir, con decirte que siento cómo va ganando el huérfano al payaso, le digo, en otras
palabras. Okei okei, ya voy a tirarle de las orejas, tesoro, me contesta mamá, al
mismo tiempo que contesta el teléfono. En lugar del chao-tesoro, me estampa en el
pómulo un beso con aroma a vaselina y se zambulle en la visita telefónica. Una hora
más tarde cuelga el teléfono y vuelve a su tocador. Otra hora más tarde, sale de su
dormitorio rumbo al segundo patio. Empantuflada, enrulada, con la cara untada de
aguacate, la veo frente a la Mudadelia que pendula sus botines de enana en un
pasamano. No sé por qué se me da por pensar en que mamá y la Mudadelia son
huérfanas. Mientras se contorsiona de la risa, los ojos de la muda titilan viendo a
mamá como si vieran al sol. El índice de mamá, con la uña bien pintada y encorvada
de lo larga, señala enérgicamente la puerta de calle. Desde acá no escucho nada, pero
sé que le está diciendo, o más bien gritando ya que la muda en tanto muda es sorda: si
continúas acosando a mi tesoro, te me vas de esta casa, Deliamaría. Y la Mudadelia le
mira y se caga y se recaga de la risa.

QUÉ RISA TODOS

El 24 DE MAYO
olamente pensar en el 24 de mayo me salen ronchas. Lo detesto más que al aceite
S de bacalao con el que nos purgan al final de las vacaciones. Más que al Monstruo
de los Andes que es monstruoso. Que es un esquelético gigante con el solo oficio de
partir en dos a las niñas uniformadas antes de devorarlas todavía calientes. Tan
detestable es el 24 de mayo que empieza en octubre, apenas entramos a clases. Desde
ese día se estira y se estira y sigue estirándose como serpiente, nada menos que hasta
el 24 de mayo, tipo una y media de la tarde. Un verdadero suplicio anual que empieza
ni bien empiezas a aprender el abecedario y termina con el bachillerato, si lo

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terminas. Doce años de suplicio en total, como si hubieras cometido un crimen, qué
digo, varios crímenes. Y de cada año son ocho meses que regalas recreos enteros,
horas después de las clases vespertinas y en las últimas semanas hasta las mañanas de
los sábados. Ocho larguísimos meses, es decir, treinta y dos semanas. Es decir, casi el
año lectivo entero porque una vez que pasa el 24 de mayo no queda sino junio que es
como si no quedara nada. Ni las sobras, porque junio no sirve para recuperar el
tiempo perdido, sino para otra cosa de la misma calaña: prepararse para los exámenes
que te caen con saña ni bien empieza julio. Si por lo menos valoraran nuestro tiempo
regalado y nos trataran bien. Qué va. Todo lo contrario, porque más bien nos tratan
como condenados en galera. Haga sol, llueva, truene o relampaguee, no toca otra que
pasarse marchando y marchando, como robot a control remoto que es la voz afónica
del Mariscal: unnn dosss tresss, unnn dosss tresss, dessscanso, mediavuellll,
numerarseeee, de frenteee marrr. Horas y horas oyendo los afónicos insultos del
Mariscal: levantando el mentón, señoritas, sacando pecho, maricuecas, paso de ganso
no de meco, mariposones.
Otra hubiese sido la historia si a la Batalla de Pichincha le adelantaban para
octubre. Por ejemplo, quedaba perfecto en la segunda semana. Así se preparaba el
desfile solamente en ocho días. Ocho días, incluso de sol a sol es normal, es
correctísimo. O, si ocurría en noviembre o, por último, en diciembre, con qué cara
quejarse de la Batalla de Pichincha, pero postergarla tanto ya es un abuso. O, de una
vez la postergaban para agosto, es decir, en plenas vacaciones. Imagínense al
Mariscal Jurado hundido en la vida con la fiesta patria en vacaciones. Más solísimo
que el llanero solitario sin un alumno para su adorado desfile. Pero qué se saca
soñando, si sabemos muy bien que el mariscal Antonio José de Sucre con sus tropas
no subió al Pichincha sino justamente el 24 de mayo. No sé si haya sido culpa suya
haber subido tan tarde. O de los españoles, por no estar listos para la parrilla ni antes
ni después de esa fecha. Lo cierto es que nos jodieron la vida con esto del desfile
cada 24 de mayo. Un infierno de ocho meses anuales, durante los mejores años de la
vida, según dicen.
Un infierno con diablo incorporado y que se titula mariscal Bolívar Jurado. Como
su nombre lo indica tiene un perfil aguileño y patilludo de prócer de la
independencia, claro que chiveado y sin caballo. Además, tiene una voz que anuncia
una inminente traqueotomía. No necesita silla de domador ni fuete. Le basta su pito
de árbitro que seguro no se saca ni para dormir, sus gritos de ahogado y sobre todo su
contundente presencia. Apenas él aparece, todo mundo se convierte en estatua,
aunque sea en medio brinco o en plena carcajada. Le gusta pasearse a la hora de
recreo como granjero por el gallinero. Sin necesidad de mover un dedo, va abriendo
camino por donde él pasa y encima provocando una «ola», pero de silencio. Su única
religión es la educación física, el solo templo es el cuerpo y el cielo o el infierno
radican en el desfile del 24 de mayo. Cultivar el cuerpo, es su lema, aunque su frase
favorita es «tener los güevos bien puestos». Eso significa ser buen atleta, buen

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deportista y buen trompón. Y, naturalmente, marchar y hacer el paso de ganso como
un soldado de cepa. Por un pelo, es decir, porque su mujer le mandaría de paseo, no
adopta como hijo al Muelón Pérez, un primate con cerebro de gallina pero que por
afuera tiene la perfección de una escultura florentina. Claro que no su cara que a
leguas muestra esa fealdad tan propia de la estupidez. El Muelón es una vedette en
todo lo que tiene que ver con el cuerpo: atletismo, natación, box, levantamiento de
pesas, un poco menos para el fútbol porque es demasiado tonto. Con el Muelón, el
Mariscal se deleita como un domador ante las proezas de su fiera preferida. En
cambio, no disimula el desprecio que nos merecemos todos los alumnos enclenques,
miopes, timoratos, viciosos, caripegados a los libros o a las estrellas. El Teadorito
Flor no se diga. Con su cara de querubín y con su cuerpo de no sé qué entre melcocha
y sirena, al diablo del Mariscal le escapa de matar, de pura aversión. No se sabe si el
uno tiene más miedo al otro o el otro al uno. Los dos, por instinto de conservación, se
huyen mutuamente y cuando por desgracia se encuentran no saben qué hacer. El
Mariscal pone cara de que ha pisado caca hasta con las manos y encima le ha hecho
mal la comida, y el Teadorito, lívido como espolvoreado la cara, empieza a
retorcerse, a peinarse, a convertirse en gelatina, como si a propósito se le diera por
ostentar la mariconería. No sé si la iniciativa vino del Mariscal o de los curas o de las
tías del Teadorito, o de todos juntos, pero está exonerado de educación física a vida.
Y, claro, también tiene el alivio de estar exonerado del desfile, al igual que el Araña
Noboa que camina casi a seis patas, o el Cosita Yépez que vive al fondo de una silla
de ruedas. Tan horrible es el 24 de mayo que a veces, claro que sintiendo vergüenza,
termino envidiando a los exonerados.

EL ABANDERADO
Y con ustedes, señoras y señores, el 24 de mayo de este año en persona. El peor, sin
ninguna duda. El aire parece algodón sucio, la gente está amarilla y encorvada como
si tuviera vergüenza o miedo de la vida. Y encima es domingo todo el día incluida la
noche. Pero el colmo está en que uno de los tres abanderados del colegio salesiano
que tiene mil doscientos alumnos es precisamente quien les habla.
A finales de octubre, el Mariscal entró sin golpear la puerta en la clase de Historia
y nos convirtió en estatuas. Claro que en estatuas de pie, salvo el Araña y el Cosita
porque hasta el Teadorito se dio modo para pararse de un brinco. Estatuas, no
solamente los 53 alumnos sino también el Cristo Moderno, que es el profesor más
indefenso del mundo. El Mariscal dio unos cuantos pasos de mercader en feria de
esclavos, hasta dar conmigo que, como todos, trataba de esconderme detrás de alguna
espalda. Te espero en mi sala después de clases, me dijo y me fulminó. Todo el curso
me miró con esa cara desencajada de miedo y alivio que ponen los sobrevivientes
delante del muerto. Las tres horas que faltaban me deshidraté de inercia y paranoia.

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Mis compañeros corrieron la voz y en los dos recreos restantes, algunos me miraban
de reojo como se ve un criminal cariconocido y otros se reían no de mi desgracia,
sino simplemente de mi cara de payaso sin empleo. A las cinco en punto, mis pies me
fueron arrastrando por el callejón de la muerte. Al ver mi cara de prontuariado, el
Mariscal me dijo, burlándose sin disimulo: te felicito, eres el abanderado de los
cuartos cursos. Como se dice, el alma se me bajó a los pies y de allí ya no subió más
hasta hoy. Entre dos parpadeos vi el desfile que me esperaba, como se ve en pantalla
de cinerama una película tipo Ben Hur: miles y miles de albureños, unos de público,
o sea extras, o sea gente que no tiene qué hacer aparte de curiosear, y otros, ahogados
de calor chapoteando con uniforme y guantes en el río del desfile. Y yo el
abanderado, en la punta, solo, desamparado, devorado por los millones de ojos
albureños, sobre todo aquellos de la tribuna. Ésta es tu bandera, me la señaló el
Mariscal con un golpe de mentón. Una bandera como para vela de barco y con un
mástil de carabela. Con una bandera así, Abdón Calderón no llegaba ni a Toctiuco,
peor al Pichincha, le dije. Claro que con otras palabras, porque si no me hubiese
clavado el mástil en la garganta: pero, por qué yo, le dije como si le dijera, pero qué
hice, qué falta cometí. El Mariscal se sonrió como los matones cuando están
limpiando la sangre del cuchillo. Eso pregunta al padre Rector, me dijo, levantando la
descomunal bandera y soltándola entre mis manos. Bien, empezamos, gritó
metiéndose el pito en la boca y llamando con su voz de ultratumba a los otros dos
abanderados.
Cosas del destino cuando éste juega sucio, como se dice. Casi a propósito, es
decir, para que nadie me ande jodiendo con estas distinciones, no he sido nunca el
mejor alumno. El mejor alumno de los cuartos cursos es el Panda Jaramillo, pero
anda en el hospital a causa de sus dolores de cerebro. El segundo es el Tachuela
Durán, pero como su apodo lo indica tiene el formato de la Mudadelia y es tan
enclenque que casi se va de boca con el peso de un helado de cono. El tercero es el
Rocoto Gualoto y el cuarto el Inca Remache, y un abanderado así los curas no
podrían cometer. Entonces, me regalaron un buen manojo de puntos para que el
Rocoto y el Inca salieran despedidos de la pista y yo me convirtiera en el tercero que,
a la final de cuentas, terminó siendo el primero. Eso me explicó, sin decírmelo
directamente, el cura Rector, que es otro enano, pero con el pecho inflado como
gorrión.
No es por demás anotar que esta batalla la perdí luchando. No me parece nada
correcto ser abanderado si sé que ese honor merecen otros compañeros, le dije al cura
Rector. Claro que con otras palabras porque no soy ningún kamikaze. El enano
Rector es famoso en bajarse los lentes a la punta de su nariz y con sus ojos
desquiciados de rabia desintegrar alumnos, padres de familia y hasta profesores. No
hace mucho, el mismo Mariscal, quien trató de sacar la cara por el Muelón Pérez,
quien casi le saca la cara al pobre Tallarín Patiño, entró al rectorado marchando como
prócer con charreteras y al instante salió verde, con una pinta de momia de mariscal.

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Reverendo Padre Rector, creo que este honor no lo merezco y además tengo los pies
planos, le dije. El cura Rector bajó sus lentes a la nariz y abrió los ojos, pero los cerró
enseguida y desapareció detrás de su escritorio. Estaba doblado de la risa. Y cada vez
que resurgía, su cara de triple papada se volvía más semáforo en rojo, a causa de una
mezcla de tos y carcajadas que se le incrementaba solamente con verme parado
delante suyo. Limpiando lentes y ojos con una sábana que sacó de un hueco de la
sotana y dándome palmadas en la espalda, me acompañó hasta la puerta. Aparte de
emitir ciertos ayes masajeando su cintura por haberse reído más que de costumbre, no
hizo ningún comentario a mi pedido. Eso significaba un no rotundo. Salí del colegio
y constaté que en la calle no había sobrevivientes. Que mi árbol genealógico era una
rama seca.
En verdad, no tenía una sola persona en el mundo que pudiera ayudarme. Mamá
estaba de viaje. Los tíos mayores resucitaban solamente para las fiestas. Las tres tías
por más paquidermas no hacían una sola capaz de cotejarle al enano Rector. Al verlo,
más bien se arrodillarían para besarle el anillo como si se tratara del Obispo. No tenía
a quién pedir ayuda y como no hay peor gestión que la que no se hace entré en la
casona y fui directo al costurero. Una casita de cristal dentro de la casona, en donde
las tías paquidermas cosen, chismorrean y viven de la manera más siamesa posible.
Entré de perfil y al instante perdí la hilacha de esperanza con la que llegué. Como
siempre, tenían visita y como casi siempre la de la señorita Amparo que es la enana
reina. Una enana reducida a escala con tanta perfección que es una muñeca cabal,
sino que viva y ya vieja. Los niños en la calle la siguen maravillados y a veces no
resisten las ganas de palparla. Ella, entonces, les lanza una maldición con su voz de
muñeca de cuerda. Estaba sentada sobre un baúl con los zapatitos en el aire, con su
abrigo rojo abotonado y el punto de su boca también roja, justo como para el chisme.
Quise voltearme y huir, pero me quedé paralizado, como mosco en telaraña en esa
atmósfera tupida de olores y malos recuerdos. No había entrado allí desde que las tías
paquidermas me sorteaban para dormir la siesta conmigo. (Yo, enroscado con sus
desnudos brazos de boa pecosa, no dormía. Escuchaba la lentitud del tiempo marcado
por un gallo que picoteaba en la esfera de un reloj de mesa. Cada segundo un picoteo
y había miles y miles de segundos, antes de que las tías, mojadas de sudor, cesaran
sus resoplidos y movieran sus cuerpos gigantescos y mi cuerpo pudiera, por fin,
desenroscarse. Lo peor era cuando las tías se dormían de costado y con sus labios
enormes pegados a mi frente. Con la cara hundida entre sus senos me ahogaba
mojado de sudor casi hasta morirme, pero ni por eso osaba moverme, mientras oía el
picoteo del gallo cada vez más lento). Aunque me ven casi a diario, el hecho de que
les visitara en su costurero-dormitorio hizo que me recibieran como llegado del
extranjero. Mientras se disputaban para peinarme con los dedos, acomodarme el
cuello de la camisa y elogiar mi talla, les conté mi drama. Las tres tías gigantescas, en
coro, cacarearon hasta los sollozos en pañuelito bordado, del orgullo de tener
abanderado en casa, asunto que tenía más mérito porque yo, pobrecito, era el único

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sobrino huérfano y sin hermanos. Sentí náusea incluso antes de que me pusieran
delante de la boca un pedazo de pancake. Me calmaron medianamente con la triple
propina de felicitación. Doña Eulalia, que aparte de maestra de costura de las tías es
sobre todo un concentrado de bruja, me dijo: en una de estas tardes habrá que ver
cómo andan las líneas de tu vida, corazón. Y se quedó un siglo apretando mis dedos
con su fría y vieja mano de muñeca.
Echado en mi cama (que es mi casa, mi nave, mi refugio, mi tumba y hasta mi
memoria) empezaba a resignarme, cuando oí la voz de buey del tío Manuco entrando
en la casona. El tío que no es tío pero que así, por sí sola y desde que yo recuerdo, le
llama mi boca. El tío Manuco, a quien nunca le había pedido nada sino a través de
mamá. Ni bien empecé a contarle mi tragedia, me cortó la palabra y el quejido. Y con
el mejor estilo del mariscal Jurado, me contestó alguna cosa que ponía en relación la
Batalla de Pichincha, el ser abanderado y los güevos bien puestos. Me di por
derrotado, no sin antes pensar en que si papá existiera me habría ayudado. Pero no
por mí, sino por los otros. Por quienes merecerían ser abanderados. A lo hecho pecho,
dije y empecé a sufrir este calvario.
Es así que tengo la desdicha de ser esta mañana el abanderado de los cuartos
cursos.
Mientras me hago nudo con el nudo de la corbata, siento náusea de la vida. Siento
ganas de ahorcarme con la corbata. Si por lo menos esta nube negra que opaca la
mañana se convirtiera en diluvio como hace dos años. El mariscal Jurado adora al 24
de mayo más que a la mujer y los hijos. Es el director y casi dueño del desfile. Hace
dos años se volvió viejísimo en menos de media hora. A las diez en punto de la
mañana se desató el diluvio casi en versión original. El Mariscal, hecho pasa y
empapado, se volvió loco y ordenó de un pitazo que empezara el desfile. A la mierda
el diluvio, Viva la Patriaaaa, gritó con su voz de ahogado. Y el desfile empezó. Pero
el Mariscal tuvo que quedarse con los churos hechos y las patillas de Mariscal bien
refiladas. El diluvio destempló tambores, afonicó cornetas, hizo trapo todas las
banderas. Los guaguas de los kinder casi se ahogan en las calles inundadas. Así es
que el Presidente de la República, desde la tribuna, ordenó de un carajazo que se
acabara el desfile. Vivelecuadoooor, gritó todo mundo, como quien grita sálvese
quien pueda, y nos desparramamos a los cuatro vientos, felices del aguacero y de la
vida.
Ahora no hay suerte que valga. Los milagros no se repiten, si no no fueran
milagros. Ahora la nube negra, cortanotas, se corre como telón y aparece un sol
endemoniado. Son las diez de la mañana. Los pitazos del Mariscal y sus ayudantes
acarrean como ganado al alumnado de escuelas y colegios de Albura. La calle
Bolívar ya se revienta de tanto estudiante embutido en uniforme de gala, hasta con
guantes, hasta con boina, asándose bajo el sol. Empuño la bandera y casi no puedo
levantarla. Me la han cambiado por una de cemento, o ha crecido desde ayer, que fue

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el repaso general. Si vieras cómo resalta con la bandera tu cara de huérfano, me dice
el Trapo Andrade, antes de esfumarse en el aire con su risa de puerta oxidada.

EL DESFILE
El desfile encabezan las autoridades de última categoría. Los de la primera y segunda
están en la tribuna, rodeando y adulando al Presidente de la República y su comitiva.
Después, desfilan con cara de peces prehistóricos casi vivos los pobres jubilados.
Después, los artesanos untados de brillantina hasta en la cara, los guatones deportistas
barriales, las reinas de los clubes con tacos aguja y una expresión de no saber dónde
meterse. Después, las escuelas con los guaguas caricolorados que en vez de marchar
tambalean borrachos de tanto sol. Después, los colegios femeninos que es el único
lado bueno de este suplicio. El encanto está en sus cachiporreras. Y la miel para los
miles de estudiantes varones, en sus boquitas pintadas, en sus piernas largas y bien
torneadas, en sus empinados culitos, que sacan la cara por cada colegio femenino.
También el público, incluida la tribuna, pasa lindo viendo a las cachiporreras. No
importa que con las cachiporras hagan maromas de retardadas mentales porque
viniendo de ellas resultan muy graciosas. Pueden no hacer nada aparte de moverse
con ese dengue que no es ni marcha ni baile. Al culto público, a las distinguidas
autoridades, incluidos Nuncio Apostólico y Arzobispos, se les salen los ojos cuando
ellas pasan sobre sus botas vaqueras y en microfaldas que en lugar de cubrir muestran
sus calzonarios flamantes.
Por último, desfilan los colegios masculinos. Ése es el espectáculo principal. El
número de circo casi romano, porque cada colegio masculino se juega la vida por ser
el mejor. Aunque, en verdad, se la da jugando el cachiporrero. Él es quien hunde o
coloca en la gloria al colegio respectivo. Y todo por ser gigante, caremilico y, en
especial, imbécil como para aceptar un sufrimiento de esa talla. A lo largo del desfile
hace acrobacias con la cachiporra y en cada esquina la lanza hacia arriba a unos tres
metros de su cabeza, no más, porque es un repaso, un calentamiento. El triple salto
mortal y sin red, el león muerto de hambre de cristiano lo espera en la arena de la
tribuna. Hasta la Primera Dama con su cohorte de loras se quedan mudas cuando
llega el masoquista del cachiporrero. Prohibida la respiración cuando sus piernas
largas empiezan a dar pasos de ganso con las punteras de las botas llegando más
arriba que su misma cabeza. Tan perfectos, tan altos son sus pasos de ganso que en
cada paso se le desciende el culo. Al mismo tiempo, con la cachiporra hace mil
maromas. Quién no se queda boquiabierto cuando el cachiporrero, sin dejar de
marchar, sacando fuerzas de donde no tiene pero con toda elegancia, lanza al cielo la
cachiporra. Y nada de quedarse esperando que ésta caiga, no. Hecho el pendejo, sigue
con su paso de ganso como si nada. Como si por fin ya estuviera libre de
responsabilidades. Como si la cachiporra hubiera salido del sistema solar y ya no

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fuese a volver más. Pero no es así porque la cachiporra, una vez que ha llegado a las
nubes, baja hecha una bala. Ése es el instante en que se juega la vida el cachiporrero
cojudo. Si con una precisión de mago, de malabarista, logra recoger la cachiporra en
el aire, le caen como flores los aplausos, los bravooooss. Y él, feliz de la vida, sigue
malabareando por encima de los hombros, por entre las piernas, todo un circo. Pero si
la cachiporra se pasa de recto entre sus dedos y se estrella contra el planeta, la gente
grita como si en el circo se hubiese caído un trapecista. Entonces se hunde la francia,
se hunde el cachiporrero, se hunde el colegio entero.
Pasado el cachiporrero el resto es paja. Es igual que el tedioso entreacto de circo,
en donde te venden caramelos y recuerdos, mientras arman en la pista el Globo de la
Muerte. La banda de guerra desfilando ante la tribuna, con los tambores en alto y las
cornetas mudas en la boca, con las justas hace de postre. Peor, la masa zombi de
colegiales con su paso de ganso que más parece de pato, abanderados incluidos, y que
no sirve sino para hacer bulto. Como quien dice, carne de cañón, aunque vaya en la
retaguardia.

EL TURNO
Nada más horrible que el 24 de mayo, sobre todo cuando se es abanderado. Sobre
todo cuando se es yo. Me siento un payaso cachiporrero, solamente que en lugar de
cachiporra llevo una bandera que me resulta una cruz sin travesaño. Una cruz con un
enorme sudario de tela espejo y a colores. Por lo menos la cruz se lleva en la espalda,
apoyándola en el hombro. La bandera se la lleva clavada en el ombligo y con los
brazos en alto empuñando el mástil, con garbo, carajo, me grita el Mariscal. Y,
encima, frente a la tribuna hay que hacer el paso de ganso que consiste en dar pasos
como si no se tuviese meniscos. Dar pasos marciales levantando el pie hasta la altura
del mentón. Un ángulo de noventa grados entre la columna vertebral y la pierna
levantada, mariposón, me grita desde hace ocho meses el Mariscal.
Las manos dentro de los guantes me sudan y éstos se empapan. El mástil, cada
tres pasos, se me resbala. La bandera, que con cada paso se hace más grande, me hace
el favor de limpiarme el sudor pero al mismo tiempo me cubre la cara y ya mismo me
voy de muelas. Lo bueno es que quienes van llegando a la tribuna, aunque sean los
alumnos del instituto para ciegos, aminoran la marcha y hasta se detienen para
efectuar los honores correspondientes. Si no fuera por esos minutos de reposo, habría
más alumnado chorreándose en plena calle que marchando. Más que desfile parecería
batalla, pero batalla perdida de entrada. Gracias a ese cambio de ritmo, el curso del
desfile se interrumpe cada tres calles. Así, se aprovecha para sacar la joroba, secarse
el sudor, comentar algo y espiar a las colegialas. Si uno tiene la bandera más grande
de la Patria incrustada en el abdomen, esos descansos resultan bendiciones. Me saco
los guantes, me limpio el sudor y más que nada suelto los brazos hasta el suelo como

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mandril, para que se desamortigüen, para que descansen. Y otra vez, a meter la
joroba, a clavarse en el ombligo el taco del mástil como en un harakiri.
Conforme voy aproximándome a la tribuna se me seca la boca, la garganta, sudo
hasta por atrás. Tengo náusea, ya me orino, ya me cago. Allí está colgado el rótulo de
La Casa de los Casimires. Eso significa que falta una miseria de minutos para que yo
atraviese delante de la tribuna, solísimo en el planeta, cargando la bandera, haciendo
paso de ganso, con los ojos y la quijada esbelta clavados en el Excelentísimo
Presidente de la República, su mujer, su comitiva, los adulones, los cabrones que son
las autoridades civiles, eclesiásticas y militares de Albura. Más vale pensar en otra
cosa. En mi destino de payaso en algún circo, cosa que será siempre mejor que
terminar de payaso sin circo. En que mamá siempre anda de gira, sobre todo cuando
se la necesita. En que papá se borró del mapa sin haberme explicado aquello del
Plumas. En que las tías paquidermas y la señorita Amparo y el resto de mi familia
debe estar en algún balcón, en algún borde de acera. En que me van a ver por primera
vez la cara de huérfano de padre y madre. En que nunca más en la vida sacaré notas
mediocres sino malas.
Con ustedes, el colegio Salesiano, dicen los parlantes.

EL BOCHORNO
El pobre Termineitor Bedoya, sin nadie que le ayude en el mundo, debe estar ya
frente a la tribuna iniciando sus piruetas, su paso de ganso que es su orgullo y el del
Mariscal. Desde acá no lo puedo ver pero se huele todo, hasta el miedo del
Termineitor y del Mariscal. Un repentino silencio de cementerio cae en el sector de la
tribuna. De pronto, veo la cachiporra por los aires, girando con sus borlas que llevan
el color del colegio rumbo a las nubes. El Termineitor en este rato debe sentirse peor
que arquero en penal en finales de la copa mundial. Ahora vamos a ver. La cachiporra
baja apuradísima, quieta, muerta, como pato hecho harnero a punta de perdigones.
Albura entera se queda congelada por varios lentísimos segundos, hasta cuando se
escucha el ruido seco de la cachiporra estrellándose contra el planeta. Se oye el
oooohh apagado del público y enseguida unos aplausos untados de pena. Aplausos de
limosna. El Termineitor, herido en el amor propio, cabreadísimo, para no sentirse un
trapo peor que el Andrade vuelve a lanzar la cachiporra más arriba de las nubes.
Imposible seguir su trayectoria a causa del sol. En estos segundos, el Termineitor
debe estar hiperarrepentido de su arrebato. Más le valía quedarse con una vergüenza.
Fallar dos veces debe ser el acabose. Sí, porque ningún cachiporrero en el mundo
intentaría una tercera vez. Eso sería por demás ridículo, como si el muerto en un
duelo se levantara y pidiera, por favor, que el duelo se repita. Allí baja la cachiporra
con sus borlas girando y más rápida que el sonido. Nuevamente y más a fondo todo
se paraliza. Esta vez no se oye el ruido de la cachiporra dándose contra el pavimento,

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pero sí los aplausos de la tribuna, del público. Claro que los aplausos manifiestan esa
euforia que tiene de condumio la compasión. El pobre Termineitor ha limpiado su
mancha, al menos en algo. Al menos durante unos minutos, porque el Mariscal debe
estar afilando los colmillos.
Ahora le toca a la banda de guerra. Los aplausos tienen tanta mala gana que
parece que la tribuna está haciendo tortillas. Después, es el turno del abanderado de
los sextos cursos seguido de su pelotón. Después, el del abanderado de los quintos
cursos, seguido de su pelotón. Y después se acaba el mundo.
La náusea me invade pero ya no tengo tiempo. Ahora es mi turno. Yo, solo, en el
sistema solar, frente a la tribuna. Me siento exhibido en zoológico, vengan, miren,
gocen de este último ejemplar de una ridícula especie ya extinguida. La voz de rana
dañada del Trapo Andrade me dice dentro de la oreja aquello de que la vida es una
mierda, de que hay que borrarse de ella, de que hay que dejarle picado a Dios. Y yo le
doy la razón entera. Me viene un cansancio inmenso, una tristeza antigua, unas ganas
de tirar la bandera y largarme en busca del shanshi. El shanshi, pasaje gratuito y
efectivo hacia la nada. Pero nada de eso hago. Más bien enderezo el pecho, levanto la
quijada, tuerzo la cara hacia la tribuna, clavo mi vista en el Presidente a quien no
capto sino de lado porque está entrechocando una copa de champán con el Nuncio
Apostólico. Empuño con todas las fuerzas la bandera que hasta se me escapa un pedo.
Voy a dar mi primer paso de ganso con la mente totalmente en blanco, cuando siento
el remezón. Un remezón como de terremoto. Son las tenazas de la Mudadelia.

LA RESACA
Unas cuatro horas después del desfile, mamá y el tío Manuco llevan a la Mudadelia al
convento de las monjas Doroteas. A la sección Orfelinato donde vegetan racimos de
mudas sin padre ni madre. A cambio de que la guarden para siempre, el tío Manuco
les ofrece una cuota mensual de quintales de papas, cebada y maíz.
Ahora sí, vive la vida a pierna suelta, tesoro, me dice mamá desde las nubes,
pintándome sus labios color sangre en la mejilla. Yo no digo nada. Yo tirito,
castañeteo los dientes. No quiero ni abrir los ojos. Otra vez me sube la fiebre
recordando, como un muerto recordaría el momento del cadalso:
Cientos de pares de ojos clavados en el abanderado de los cuartos del colegio
salesiano. El abanderado, con la quijada de quijote disparada al Presidente que
empina su copa de champán. El abanderado levantando la pierna izquierda para el
primer paso de ganso. Pero no da el paso, porque repentinamente una enana de
trenzas renegridas y gruesas lo abraza por detrás. El mástil se estrella en la frente del
abanderado haciéndole un instantáneo chichón. Las tenazas de la enana aprietan los
muslos del abanderado. El abanderado sigue sosteniendo el mástil a dos manos. La
enana tiene fuerzas de caballo: levanta en el aire el cuerpo del abanderado con

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bandera incluida. Lo mece en el aire. Gime de contento aunque nadie la escucha. La
risa babosa babea en el cóccix del abanderado. Los compañeros que vienen en las
escuadras de atrás salen de la sorpresa y empiezan a reírse. El público empieza a
reírse. La tribuna empieza a reírse. Es como una ola la risa. Se multiplica, se
contagia. Se ríen las autoridades de segunda, de primera. Se ríen los curas, los
militares, los alcaldes, los ministros. Se ríe el Presidente y la Primera Dama se dobla,
llora, se despinta de la risa. Y más se ríen cuando la enana levanta tanto al
abanderado que los dos pierden el equilibrio. El abanderado cae de espaldas encima
de la enana que cae de espaldas. Y encima de ellos, como en un homenaje póstumo,
cae con todo mástil la bandera de doble cara: una del colegio y otra de la patria.
El problema no es la muda que, si la vuelvo a encontrar, a punta de patadas y
mordiscos, le convierto en carne molida para perros. El problema es el bochorno. Por
eso no quiero ir a clases nunca más, aunque me maten. No quiero salir a la calle
aunque me hicieran la cirugía plástica. No quiero moverme ni de mi cama. No quiero
que nadie se ría, que nadie se burle. No quiero vivir. Quiero las pepas de shanshi del
Trapo Andrade. Hazme puesto en el infierno, hermanito, que ya voy.
Por fin, mamá entiende que no es solamente un asunto de fiebre ni capricho de
hijo único y sin papá. Ella y el tío Manuco mueven cielo y tierra. Faltan apenas dos
meses para el final del año y eso impide encontrar cupo en un colegio de Quito. Con
amistades y con dinero, me lo encuentran en Ambaro, en otro colegio salesiano.
Quisiera viajar esta misma noche disfrazado aunque fiera de Frankenstein, pero tengo
que esperar una semana. Día y noche, incluso despierto, sueño en la tribuna más
grande del mundo al pie de la cual venden bebida y comida y, sobre todo, muñecos de
plástico con mi cara de huérfano al grito de «payaso, payaso, a sucre el payaso».
Parientes, amigos y bienhechores, todos con cara de malhechores, botean de las
carcajadas. Incluida mamá, incluido papá que ni siquiera se enteró de mi destino de
payaso. El espectáculo cómico es nada menos que yo, uniformado, con guantes, con
bandera tamaño vela de carabela, flaco y enorme, llorando a mares en los brazos de
tenaza de la Mudadelia. La Mudadelia que, en círculo, trota y trota frente a la tribuna
en donde todos, en lugar de salvarme, siguen muriéndose de la risa.

QUÉ RISA, TODOS LLORABAN

EL MURCIÉLAGO
os dos meses que estoy interno en Ambato vivo una paz de muerto. No necesito
L otra cosa que esa paz. Hago todo para que nadie se dé cuenta de que existo.
Ando de perfil, hago milagros de malabarista, para que no me brote ningún gesto que
me delate como payaso. No quiero que en la vida vuelvan a reírse a costa mía. No sé
cómo, pero lo consigo. Nadie me saluda, nadie me toma en cuenta. Soy el alumno

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invisible. Soy el compañero invisible. No sé si me crean tímido, hosco o tonto. Creo
que más bien tonto. No de los tontos vivos que son insoportables, salvo que te paguen
de alguna manera a cambio de soportarlos. Tampoco de los tontos que son buen
material para las burlas, para tomarles el pelo hasta dejarlos calvos. A mí me creen
tonto del tipo ánima bendita que son los más invisibles. Gracias a ello soy, por muy
poco, feliz. Encima, a nivel de notas paso el año raspando, como se dice. Así no hay
riesgo de ser abanderado nunca más.
No pienso volver ni muerto a la maldita Albura. Después de las vacaciones que
paso en Quito y en la finca del tío Manuco, regreso directo a Ambato. Al quinto
curso, a mi atesorada soledad de alumno interno e invisible. A veces, mamá, con tío o
sin tío, me visita y me encuentra cada vez más flaco pero menos payaso. Lo malo que
tiene lo bueno es que no dura toda la vida y lo bueno de mi vida no dura más allá de
diciembre.
El Murciélago Intriago es el culpable. Con dos meses de retraso, aterriza justo en
la cama vecina a la mía, pese a que el internado tiene dos dormitorios, cada uno con
cien camas. Es una copia fiel de Drácula solo que con lentes y melenudo. Da una
impresión de haber muerto infinidad de veces y que puede traspasar paredes sin
pestañear. Se le siente clarísimo la calavera de tanto hueso y pellejo de cera y cuando
se sonríe solamente faltan en el aire los murciélagos. Encima, se viste siempre de
negro y los sábados en la noche que tenemos salida libre, hasta se pone capa. Tal
parece que no viene de Guayaquil sino más bien de otro siglo, cosa que se le siente
hasta en el olor.
Pasan los días y el Murciélago no reacciona, como si la poca sangre con que vino
se le estuviera acabando. En las clases, en los recreos, en la capilla, en el comedor, su
sola ocupación es meterse, como en ataúd, en un libro viejo forrado de gamuza negra.
Cuando apagan la luz del dormitorio, él sigue leyendo con ayuda de una linterna. A
veces, en la penumbra de la madrugada le veo ojiabierto, con las manos juntas sobre
el pecho, mirando la luna con nostalgia de vampiro encarcelado. Algo me dice que el
Murciélago arrastra un tormento. Que también él vive escondiendo algún payaso para
poder salvarse. Yo, el hombre invisible, entonces, se vuelve visible solamente para él.
Dicho de otra manera, decido romper el hielo que me separa del resto y empiezo a
compartir con él la palabra, que ya es bastante. Yo también soy extraterrestre, le digo
una madrugada en la que lo encuentro con la vista clavada en la luna menguante.
Claro que le digo en otras palabras, no vaya a ser que abra la boca y me muestre sus
colmillos. Yo también soy nuevo aquí, le digo, como lanzándole una cuerda al
pantano. Yo soy viejo en todas partes, me dice y casi me pone los pelos de punta.
Vuelve a tu estado de hombre invisible, me digo y cierro los ojos. ¿No te da la
sensación de estar durmiendo en una morgue? Me pregunta, dejándome helado. Sobre
todo con tu pinta de vampiro, le digo, pero con la boca cerrada y haciendo con los
dedos una cruz. Intento dormir, pero me resulta imposible. De un golpe me siento y
digo: voy a fumar, si quieres vienes. El Murciélago se pone la capa y me sigue al

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Limbo, que es el fumadero secreto, detrás de los baños. Más que hablar, fumamos y
fumamos hasta el alba.
Desde entonces sabemos que somos dos los extraterrestres. Lo malo, y que por
supuesto no está en mi programa, es que el Murciélago se va dando cuenta de mi
estigma. Para colmo, tiene en vez de risa un graznido de gaviota tan contagioso que
los otros compañeros empiezan a reírse sin motivo. Después, para reírse sin parecer
tontos, se interesan por el motivo de los graznidos del Murciélago. De esta manera
van dándose cuenta de que en la clase tienen un auténtico payaso.
En menos de una semana, hasta los curas se enteran de mi existencia. Pero, por si
acaso haya alguno que no estuviese enterado todavía, una noche de domingo decido
inmolarme: al final de una fiesta con fogata en el colegio, en la que bebo cerveza y
ron como buen vástago de papá, yo el Payaso borracho, desempolvo una buena parte
de la chistoteca. Después de haber reído y bebido hasta el vómito, todos se esfuman
por los patios del colegio. El Murciélago y yo salimos a la calle y nos vamos
hundiendo en la noche ambateña que es más triste que la de Albura aunque con igual
pestilencia. Anclamos en una mezcla de cantinucha y burdel, saturado de borrachos y
un manojo de putas rechonchas y viejas salidas de alguna pesadilla. Pese a sus caras
que parecen máscaras pintadas con calcimina de colores, todas tienen un aire de
cansancio. Un cansancio que, más que de otra cosa, despiertan ganas de ayudarles a
llevar la carga. Dando sorbos de pájaro en la cerveza tibia más cara del mundo, me
olvido del Murciélago y me dedico a dar alpiste al ojo. A la final, estoy en el primer
burdel de mi vida. También el Murciélago anda entretenido con la vista, solamente
que sin asombro sino más bien con una tristeza ya vieja. Es la primera vez que veo
putas en persona, le digo al Murciélago. Al escucharme, se le borra la tristeza y
empieza a reírse con sus graznidos de gaviota. Graznidos de borracho que se oyen a
una cuadra a la redonda. En el quinto graznido, se paran delante de nuestra mesa un
par de policías también borrachos y nos sacan a toletazos porque este antro es
prohibido para menores. En una cantina llena de indios y malandros, continuamos
bebiendo y yo, gracias al Murciélago, sobrevolando el para mí desconocido planeta
de la poesía. No sé cuál de los dos toma la iniciativa, pero en un momento dado, a
dúo empezamos a mojarnos la cara de lágrimas. El Murciélago no llora por maricón
sino por poeta. Por el dolor de dulce que le produce la poesía, tanto la de la puta vida
como la de los libros de sus maestros. Necesita inyectarse de las dos para seguir vivo
en su destino de murciélago bajo sol equinoccial. Pero también llora por la poesía
suya, no la que escribe sino la que no logra. Me quema la carne y me quema el alma,
pero al momento de tatuar esas quemazones en el papel, las palabras se evaporan;
entonces me quema más la carne, que es a la final la carne del alma. Algo así dice el
Murciélago, mirando al foco cagado de moscas de la cantina, mientras sus lágrimas
van haciendo un charco en la mesa. Yo no me quedo atrás y empiezo llorando por ser
payaso de nacimiento, cosa que no se cura ni con milagros. Cosa que hasta hace poco
yo la tomaba como una fortuna, cuando en realidad es una auténtica desgracia. Me

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hago ocho para tratar de explicar al Murciélago, y de paso explicarme yo, esta
desgracia que no consiste en que la gente se ría de mis chistes. La cosa es que se ríen
a través de mis chistes de mi desamparo. Es decir del desamparo que se me
incrementa con las carcajadas. O sea que es como un círculo vicioso: yo produzco
risa y esa risa me produce desamparo que a su vez produce risa que a su vez produce
desamparo. Ése es mi chiste principal que es peor que tener la cara peluda incluida la
lengua. Al Murciélago, con mi historia por poco se le para la lágrima y no puede
evitar una sonrisa de vampiro. De vampiro reteniéndose la risa. Después, llorando a
los siglos o por primera vez como es debido, le muestro algo de mi telaraña familiar,
en especial el capítulo de papá incluido el Plumas. Telaraña que la aprendí antes de
hora a causa de mi oído de tísico y sin sueño. Por último, le cuento lo del bochorno
que me trajo a Ambato. Entonces, las lágrimas del Murciélago se convierten en
graznidos de gaviota y nuevamente, casi a golpes, nos botan a la calle.
Al día siguiente, me despierto con una resaca moral, la primera de mi vida. Abro
los ojos con miedo de encontrarme rodeado de carcajadas. Voy al baño caminando
casi en el aire y en los urinarios me encuentro con la risa de tiburón del Tiburón
Aldaz. Anoche casi nos matas de la risa, Payaso, me dice. En el espejo veo mi nariz
en cuya punta me ha brotado un enorme furúnculo. La bola de ping-pong será carne
de mi carne, me digo, sintiendo mi alma como un estropajo. Eres hombre muerto, me
digo viéndome la cara de huérfano y payaso en el espejo. Dos compañeros de
internado me ven y se van riendo hacia las duchas. No bajo al desayuno y me dedico
a escribir una carta de adiós a mamá:
«Querida mamá, me borro del planeta de los simios. No sin antes confesarte un
secreto: desde antes de nacer me encuentro en un callejón sin salida: ser payaso triste
que es la peor clase de payaso: se te ríen no del chiste sino de la desgracia, mamá.
Eso es lo peor que le puede ocurrir tanto a un payaso como a un triste y yo soy las
dos cosas. Es como si tuvieras gemelos, mamá: uno payaso y otro huérfano. El
payaso hace los chistes hasta dormido y el huérfano de tanta risa se orfanea más
todavía provocando con esto más y más risa. No sé si me entiendes este embrollo.
Los chistes son la pantalla para poder reírse a sus anchas de mi desdicha. Esto no es
ningún chiste sino más bien una tragedia, mamá, porque basta que intente negarlo
para que la gente empiece a reírse. Ambato ha descubierto al payaso de tu hijo, así es
que la etapa Ambato también ha llegado a su fin. Perdóname, pero me largo
caminando por la vía férrea y después, posiblemente siga por la vía láctea, eso ya lo
veré. Muy pronto tendrás mis novedades. Tu hijo que será payaso triste y triste
payaso hasta la muerte, pese a quien le pese, sobre todo a mí. Tu hijo que te
perdona».
Doblo la carta, ensalivo el sobre y me visto para ir al buzón del internado. Pero el
Murciélago, que ha seguido bebiendo solo, aparece con una cara de ultratumba y un
descuajeringado libro negro en la mano. Tambaleando y fumando, me lee un párrafo
de Los cantos de Maldoror que me hace pedazos. Antes de ir al correo decido

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devorarme ese libro escrito con las venas abiertas por un tal Ducasse, autoapodado
Conde de Lautréamont. Lo consigo hasta el amanecer siguiente. Entonces sí, tomo la
determinación de matarme, pero sin ningún apuro. Rompo la carta de adiós a mamá y
empiezo a morirme de pura, santa y maldita vida.
Desde ese día me convierto en una mezcla de payaso y ánima bendita con la nariz
pegada a los libros. Viejos libros ultrasubrayados y forrados de negro, que me presta
el cada vez más drácula Murciélago. Son los benditos Poetas Malditos que me
resultan fusión de heroína con melaza. Pueden reírse de mí y de mi cara de huérfano,
pero yo ando en otra onda. Más que payaso me siento ánima bendita maldita y casi
sin necesidad de fingirlo. Ahora solamente me asumo de payaso cuando hay fiesta.
Cuando hay bebida, cuando arrogante y borracho, yo, el payaso, decido, bueno, esta
vez lancemos un poco de carne a la jauría.
La paz de muerto del año anterior se va al diablo, pero me siento vivo. Hasta me
da una vergüenza retrospectiva porque, como dice el poeta del Murciélago, nada más
que los cojudos y los minerales tienen paz. El resto del quinto año ambateño me
dedico a lecturear, a burdelear y cantinear con el Murciélago y a sufrir gozando de la
poesía que en este mundo no tiene sitio. Hasta se me da por garabatear algunos versos
desastrosos —todos sobre el Plumas y sobre el Payaso Triste Payaso Triste— que los
desaparezco antes de que al Murciélago se le dé por leerlos. En otras palabras, con su
ayuda y con los poetas malditos, me voy hundiendo de maravilla. Claro que mucho
más se va hundiendo él y con una dedicación de vampiro en tiempo de guerra. Por
eso, al final de nuestras borracheras de fin de semana que tenemos salida, el
Murciélago se deja tragar por los hocicos más acolmillados de la noche. Un domingo,
vuelve con la capa rota y la camisa sin cuello; otro, con magulladuras en el pómulo y
el ojo cerrado; otro, sin lentes y sin zapatos.
Una noche, después de los oficios religiosos, varios internos nos escabullimos
piedesnudos y empijamados hacia el Limbo para una sesión de baretos. Al escuchar
un ruido que llega de uno de los baños nos quedamos quietos. En lugar del ruido
usual, oímos murmullos, como un diálogo intenso y cortado y después ciertos ruidos
incoherentes. El Tiburón Aldaz, impulsado por las manotas del Ronco Endara, se
encarama hasta la claraboya. Baja enseguida boqueando justamente como tiburón en
playa. De uno en uno vamos subiendo y bajando. Mientras liamos dos baretos más,
cada cual entrega su versión de lo que ha visto, que a la final se resume en el hecho
de que el Murciélago, con todo el esmero, estaba chupando la verga del cura Flores.
En menos de una semana, el Murciélago se vuelve famoso dentro y fuera del
internado. Tan famoso que sus múltiples servicios empiezan a ser solicitados en cola
y no solamente en el dormitorio. Por poco aterriza en el despacho del padre Rector,
que es una loca española archiconocida. Pero mete el pico el directorio de padres y de
madres de familia y todo se derrumba para el Murciélago.
No te preocupes, que soy expulsado de nacimiento, me dice en la noche de los
últimos tragos. Curiosamente, tiene un aire casi festivo, una cara de Drácula recién

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merendado y hasta unos dengues de puta que le va chistosísimo. Escucha el epitafio
para sellar esta tumba ambateña de mierda, me dice, sacando un libro negro de su
capa negra: «Para saber de amor, para aprenderle,/ haber estado solo es necesario. Y
es necesario en cuatrocientas noches —con cuatrocientos cuerpos diferentes—/ haber
hecho el amor. Que sus misterios/ como dijo el poeta son del alma,/ pero un cuerpo es
el libro en que se leen». Macanudo, le digo sinceramente, eres un poetota y encima
maldito. No lo escribí yo, cariño, me dice todo un Drácula mariconsísimo. El poeta
maldito que lo escribió se llama Gil de Biedma, salud, clown. En la mañana
siguiente, se larga por donde vino con su caja de ropa negra que parece un ataúd
como para la Mudadelia, con su capa remendada y con su pila de libros de los poetas
malditos.
La sola cosa que me queda como evidencia de que el Murciélago Intriago no ha
sido invento mío es un poema suyo. Un manojo de versos garabateados en una
servilleta desecha. Me los mostró cuando al terminar la lectura de Los cantos de
Maldoror me encontró alucinado, tiritando, bajo el efecto del libro. Nunca le devolví
la servilleta:

isidore ducasse, cuidarase


hay rumores de que usted sigue escupiendo sangre en el vaso de leche de
este siglo
hasta acá se escucha el fragor de sus huesos uruguayos tiritando de asco
universal.
ya no fume ante la desencajada faz de dios
que ya pasó de moda
dialogue con nosotros hipodérmicamente ponga al remate esa helada corbata
parisina, demonio pomuloso levantando nubes en plena tristeza colocándose
como una máscara sardónica
como una pata de palo enchapada en oro el loco mote de conde de
lautréamont, soltando sus azules anatemas en pleno té y asepsia, enredándose
con ángeles borrachos y sodomitas porque el amor y su majadería se
embarcó con otro, ya ve, por jinete del apocalipsis
por abrir la boca y soltar maldorores
por transparente por grifo por maldito papá de malditos está usted cada día
más intacto.

EL RETORNO
A mediados de agosto se casa la prima Faby, la prima más buena del planeta y a
Albura llega familia hasta de Roma. Aterrizar en Albura me ocasiona tanta angustia
que me hace llegar a la casona casi con los ojos cerrados y la garganta como llena de

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algodones. De tanto movimiento de familia y servidumbre parece feria. Mamá está
feliz de recibir a su tesoro, aunque anda ajetreada con el ensayo de vestidos, nuevo
color y nuevo corte de pelo, toda una novia. Hasta las tías paquidermas y su carnal
señorita Amparo, andan ajetreadas con sus máquinas de coser y los figurines.
Solamente hace falta la Mudadelia para que el circo esté completo. El Monseñor me
lame la mano y mueve la cola sin entusiasmo, como si no me reconociera entre tanta
gente. La tortuga es una vieja piedra sin cabeza. Una desdicha sin medida me pesa en
la nuca. Sin darme cuenta, seguido por el Monseñor, me encamino al segundo piso, al
estudio de papá. No había subido nunca después de su muerte. Abro la puerta, doy un
paso y su ausencia me sopla en la cara como un dragón. Por primera vez me siento
huérfano a carta cabal, o sea una marioneta sacada de escena y con los hilos
enredados tirada para siempre en un rincón. Enciendo la luz como si más bien
quisiera apagarla. Una luz sucia que va perfecto con el olor a humedad y abandono y
con el llanto que empieza a mojarme hasta la ropa. El rollo de la infancia se me
proyecta en pantalla gigante, pero nada se mueve. Salvo los rumores, salvo ciertas
sombras lentísimas, mitad reales mitad inventadas (yo estaba recostado en mi cama.
Siempre estaba recostado, con las manos cruzadas en el abdomen, como un muerto
cualquiera pero con el oído vivo. Igual que una atarraya, mi oído acarreaba desde el
dormitorio de mamá sus retozos, la voz de buey del tío Manuco, los quejidos
progresivos de su cama. Las voces cacareantes de mis tías paquidermas en su
inmenso costurero-dormitorio. Las voces de los sirvientes desde la cocina o el
segundo patio. Aunque la especialidad de mi oído era la vida sin vida de papá. Horas,
noches enteras, me pasaba inventándola según los silencios, según los ruidos que él
enviaba desde su guarida. Remotísimos arpegios de guitarra que me mordían el alma.
Correteos, gritos guturales, golpes, sonidos sordos. Piezas que en mi cabeza iban
armando un rompecabezas. Un rompecabezas que me erizaba porque, con los ojos
cerrados, veía a mi padre combatiendo con el Plumas).
El estudio de papá convertido en cementerio de tereques de la casona. La
memoria de papá enterrada no con tierra sino con esqueletos de muebles, juguetes,
ropajes. Al fondo está arrumada y cubierta de telarañas su vida-vida: los discos, los
discos de oro, las fotografías, los instrumentos. Escarbo en el bar abrumado de
botellas vacías y polvorientas. Encuentro una botella de ron a medio terminar. Ante la
mirada de perro triste del Monseñor doy un triple sorbo en uno solo que me incendia
por adentro. Detrás de un perchero abultado de chaquetas y sombreros veo una foto
borrosa desde la que papá me sonríe. Nuevamente, la película de la infancia se pone
en marcha (por primera vez revivo con nitidez el día en que lo conocí. El granizo
golpea las ventanas. La tía Carmen me coloca en el interior del estudio y se esfuma.
Papá y yo, solos. Uno frente al otro como en un duelo de western. Papá viene hacia
mí y me levanta en los brazos para que podamos vernos de hombre a hombre.
Ninguno de los dos pestañea. De pronto, veo que en cada ojo le crece una lágrima.
Una lágrima tiritona que no logra resbalar hacia la cara porque se le enquista en el

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párpado de abajo. Yo, de mi parte, tengo los ojos secos, como si fueran de vidrio.
Más bien parezco muñeco de ventrílocuo sin uso. Ni siquiera yo advierto que estoy
viviendo el pasmo número uno). Me estiro en el sofá desvencijado en donde recibía
mis escuálidas visitas. Por la ventana veo el inicio de la noche. Los ruidos de la
casona invadida de huéspedes me llegan como otro recuerdo. El sueño va cayéndome
lentamente sobre los párpados. Dónde estás, tesoro, grita mamá desde el primer patio.
No respondo, porque estoy muerto.
Me despierta un ruido de cascos, de manada subiendo por la escalera. El
Monseñor ladra, corre hacia la puerta. Tranquilo, Monseñor ven, lámeme la cara. La
manada llega al estudio, abre la puerta, entra y enciende la luz. El Monseñor gruñe,
ladra. Media docena de antiguos compañeros, presididos por el Pocaluz Vallejo,
vienen a resucitarme. Ya, Lázaro, levántate, me dicen en coro. Las doce manos me
levantan casi en vilo, me abrazan, me golpean los omóplatos. Y me arrastran escalera
abajo.

LA BIENVENIDA
Los viernes y los sábados el bar Caribe se salva por un pelo de reventar o de
hundirse. Con sus treinta mesas colmadas parece un sauna enorme de tanto humo.
Más de cien sedientos clientes empiezan dialogando, riendo y cantando guiados por
la rockola y después de beber como si ya mismo se acabara el mundo, terminan
llorando, vomitando, y entre compañeros por poco matándose.
Hacia este famoso bar me llevan casi en andas y con una urgencia de primeros
auxilios. La doble puerta tipo medio oeste suelta un chirrido idéntico a la carcajada
del Trapo Andrade. Se me revuelve el estómago. Necesito regresar a la casona.
Quiero enterrarme en el estudio de papá. A tu salud, Payaso, corea la jauría albureña
con el vaso espumoso en alto. Quién, cuál, no se jacta de ser ya iniciado en el arte de
beber como dios manda. Cojudos, como si yo hubiese pasado el año y medio
ambateño acolitando misa. No saben que con el poeta del Murciélago bajamos todos
los niveles del infierno hasta dar con el mismo diablo. Qué tal la vida en Ambato,
Payasito, a tu salud. Nos hiciste falta, Payasito. Demasiada amistad me huele pésimo.
Algo me dice que en este festejo están las uñas pintadas de mamá (no vas a pasar
encerrado, tesoro; disfruta de tus mejores años, tesoro). En todo caso, sé que buscan
mi chistoteca, como siempre. Aunque hay algo más que les tiene con la lengua
afuera. Estoy seguro de que ese algo se titula «festejo atrasado del famoso bochorno».
Salud, hipócritas, les digo, sin mover los labios y me empino dos vasos de cerveza al
hilo.
Los aprendices con aire de bebedores profesionales somos trece en torno de una
larga mesa que se va convirtiendo en un bosque de botellas de cerveza. Con cada
vaso, el famoso bochorno es un balón pinchado que se me va desinflando. En un

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momento dado estoy suficientemente borracho como para sentirme disfrutando de mi
oficio de payaso. O sea con desdicha incorporada. Payaso masoquista. Será por eso
que me digo, que me ordeno, mejor dicho: tírate a la arena sin capote. Yo, el Payaso,
obedientísimo y sin que nadie me lo solicite, saco nada menos que el número
principal de la noche. Y de mi vida, a fin de cuentas. Nunca hubiera imaginado el
sabor delicioso, de venganza, de sangre de niño en paladar de vampiro, proveniente
del simple hecho de contar como un chiste mi terrible bochorno. Qué delicia, digo sin
mover los labios, pero en tono de poeta maldito. Qué delicia contemplar, como presos
de un colectivo ataque de epilepsia, este enjambre de imbéciles rebotando de risa con
la historia que me hizo pedazos. Con la vergüenza pública que me llevó a exiliarme
en un internado ambateño. Salud, Murciélago maldito, salud, Conde de Lautréamont
maldito, salud, Payaso maldito, digo, opiándome de cerveza. Salud, boquean los
borrachos desarmados de risa, regando más que bebiendo de sus vasos. Me piden, me
suplican, que haga un paréntesis, que los deje reposar. Pero yo, como pegándoles en
lo caído, como matándoles en lo ya muertos, prosigo con mi versión del famoso 24 de
mayo y el abanderado güevón. El payaso sin circo. Versión no desde el graderío sino
desde la cancha, desde el área del penalti. Un auténtico coctel y con guinda que es la
Mudadelia entrando en escena y robándose la película. Por poco pido un voto de
aplausos para ella, la estrella principal.
El bar Caribe necesitaría un escenario solamente para Yo el Payaso porque con
tanta carcajada el montón de borrachos sigue creciendo. El único que no se ríe, aparte
de los borrachos que cabecean y hablan solos, soy yo. Yo bebo, cuento chistes y miro
el vacío que hay más allá de esas caras torcidas de risa. Para variar de paisaje mis
ojos levantan el vuelo y planean por la barra, por las mesas del fondo, por la doble
puerta del bar. Allí, mis ojos se distraen con el tambaleo de un trío de borrachos.
Como toros estocados, con sus cabezas cabizbajas y el pelo desecho salen
embistiendo la doble puerta. Estoy a punto de reanudar mi historia que va llegando al
final, cuando, repentinamente, mis ojos se desorbitan y se quedan pegados en el
vidrio. Igual, mi boca se abre de golpe y de manera excesiva. Los borrachos,
creyendo que mi intempestiva gesticulación forma parte de un nuevo chiste, se
carcajean. No saben que he descubierto achatándose en el cristal, un par de
cucarachas vivas y una risa equina.
La Mudadelia cretina y tozuda ha escapado de la jaula de las enanas huérfanas y
me está buscando nuevamente o nunca dejó de buscarme. El efecto de la cerveza se
me borra por completo y otra vez me siento con el alma a la intemperie. Mi cara de
desamparo reemplaza de un golpe mi cara de borracho. Intento escabullirme, pero
nadie me da paso y para colmo tengo detrás mío la pared. Están sordos, borrachos,
torciéndose de risa. La única salida es resbalarme al piso sembrado de colillas y
escupitajos y gatear por debajo de la mesa entre la fila de piernas. Pero, al salir como
de una alcantarilla por uno de los ángulos, la manota del Caracortada Ruiz me hace
sentar nuevamente. Adónde vas tan temprano, Payaso, me dice y me impide

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moverme con un abrazo de oso que casi me da tortícolis. Suéltame, conchetumadre,
que ni siquiera te conozco si no es por tu fama de gánster, además nadie te ha
invitado a nuestra mesa, eres un simple remador, un paraca. Así le digo, pero en otras
palabras: suéltame por favor que voy al baño. El imbécil, en lugar de soltarme, ya
mismo me desnuca. Y justamente, en la nuca me parece sentir el vaho de la risa
emocionada de la Mudadelia. Caricortadito, brodercito, suéltame, le imploro y el
hijodeputa no me suelta sino que me acompaña como policía a preso hacia la
porquería del baño. Volteo la vista y veo a la enana empujando la doble puerta y
luciendo sus muelas de caballo. No me toca más que meterme en la axila de
paquidermo del Caracortada, cosa que él no se explica. Eres mariposón o qué, me
dice sacándome de su axila. No se me ocurre otra cosa que, en pastilla, contarle mi
calvario. Eres un payaso payasón, me dice sonriéndose, palmoteándome la espalda
con aire de mañoso titulado y me lleva, abrazado, hacia el rincón donde brinca la
rockola. En ese instante, entra la Mudadelia con su risa hípica, las trenzas renegridas,
las botas de enana loca, las tenazas listas para el ataque. El Caracortada, que para
toda la vida tiene un signo de interrogación malhecho y sin punto en la mejilla, tiene
además una espalda de armario que me oculta como gallina a pollo. La muda,
torciéndose de la risa nerviosa, va y viene dentro del bar colmado de borrachos que
gritan, cantan, sollozan, abrazados de sus vecinos. Con los ojos achinados para ver a
través del humo, merodea por entre las mesas, en los reservados y hasta en el baño.
Repite la búsqueda y tampoco me encuentra. Por fin, se encamina hacia la puerta,
regresando a ver con su risa babeando de la pena.
El Caracortada me deja como a la intemperie en una esquina de la rockola. Va
hacia la mesa y vuelve con dos desbordantes vasos de cerveza. Rascándome la oreja
con su bigote cardoso me dice que tiene un plan más simple que quitarse un pelo del
ojo. Nada más debo hacerme el pendejo y dejar que la enana me siga y me siga, me
dice, soltando un eructo. El resto corría de su cuenta y de la cuenta de sus tres
compinches, salud. Uno de ellos, desde la mesa, me grita, ven Payasón, cuenta otro
chiste, Payasón. Otras voces borrachas también me llaman. De mis compañeros que
me arrancaron del estudio de papá no hay uno solo. Mamá debe haberles pagado por
horas y ya terminaron el trabajo. O la borrachera de aprendices los borró sin darles
tiempo a despedirse. Haz con tu plan un buen rollo y métetelo por el orto,
Caracortada, le digo, pero con otras palabras: no, gracias, broder, ésa no es mi nota.
Vuelvo a la mesa que sigue creciendo de borrachos que unen sus mesas para
dedicarse a llorar de la risa. Les lanzo una ráfaga de microchistes y todos caen
abaleados de risa y en el suelo les reabaleo. Perdón, voy al baño, digo sin decir nada
y me escabullo entre tanto borracho hacia la calle. Hacia la casona en donde me
espera el estudio de papá, como una dulce tumba.

PAPÁ

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Cuando yo recién llegaba, papá ya andaba en los ajetreos para más bien largarse de
este mundo. Solamente que en tales ajetreos se le enquistó la vida, por lo que le duró
un buen rato todavía. Dicen que papá nació tratando de sacar arpegios del cordón
umbilical. Que aprendió a tocar guitarra antes de que le crecieran los brazos y los
dedos como es debido. Que una guitarra en sus manos se volvía una cosa viva. El
problema era que también se dedicó en cuerpo y alma a la bebida. La negra Peta, que
tiene la misma edad de la tortuga, dice que cuando papá tuvo su primera guitarra, la
copa ya estaba servida. Lo cierto es que la una trajo a la otra, algo así como el huevo
y la gallina. También es cierto que bebida y guitarra no se separaron jamás. Con las
dos subió a la gloria y con las dos bajó a la mierda. Aunque hay gente que opina que
cuando ya estaba en la recta final, la guitarra le dio lo mejor. Mariposa de veneno y
Labios de cristal, boleros conocidos como el alkazeltzer, vieron la luz cuando papá ya
no veía la luz. Cuando ya no salía ni para tomar aire, ni para constatar que la familia
seguía allí mismo.
Claro que no siempre fue así. A mí no me consta porque llegué con retraso, pero
cuentan que papá tuvo otra vida. Una vida de triunfos, de discos de oro, de giras
internacionales. Justamente, a mamá la encontró al final de una gira por Argentina.
Dicen que mucha gente, mucho artista importante, venía a su estudio. Casi toda el ala
derecha del segundo piso, la que está apegada a la catedral, era su estudio. Allí es
donde se hacían los repasos y también los festejos. Allí nacieron grandes canciones y
dúos y tríos y hasta grupos como Alma Lojana. Allí, arriba, entre papá y mamá, que
estaban recién casados, y un guitarrista chileno, empollaron el famoso trío Danubio.
Dos guitarras y tres voces fuera de serie. Enseguida empezaron las giras, los discos,
el éxito, la buena vida. El problema era que, conforme subía el éxito, a papá se le iba
subiendo la sed. Y también la tembladera de sus dedos, cosa que podía convenir a un
charanguista pero nunca al requinto de un trío de primera. Como siendo cirujano
tener el mal de Parkinson. El pulso de papá se recuperaba solamente con una tanda de
copas, lo que significaba que entraba a escena cargando además de la guitarra una
parte de borrachera. Pero ya con el tiempo sus dedos empezaron a rebelarse, a
desobedecerle en pleno espectáculo. Después, como si el temblequeo fuera poco,
empezó a tambalear y tambalear. Y una vez, ante centenas de gente que repletaba el
teatro Salazar Bondy de Lima, papá tuvo una caída aparatosa. Caída en la que se hizo
astillas su adorada guitarra y también su carrera, cosa que según dicen le importaba
muy poco. Siguió tambaleando fuera de escena y dentro de su matrimonio, hasta que
un día se hizo humo en la mitad de la gira. Mamá dice que por ella hubiese buscado
otro guitarrista en lugar de papá, porque el Danubio tenía vida para un buen rato.
Solamente que yo ya estaba en camino y había que esperarme en alguna parte que no
fuera el escenario.
Cuentan que papá se quedó enredado con una bailarina de submundo en Medellín
y que de allí fue rodando para abajo. En este punto, la historia de papá tiene versiones
para todos los gustos siempre que sepan a tragedia. Pero todo vuelve a aclararse

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cuando papá aparece en el umbral de la casona. Era la época en que yo andaba
cayéndome de boca por salir corriendo en lugar de caminando. Yo no recuerdo nada,
pero cuentan que todos se quedaron con la boca abierta al reconocerlo, cosa que
resultó difícil. Su pinta de artista y galán se había hecho avión y ahora papá era un
terno mugroso con un esqueleto adentro. Había perdido el pelo y de su famoso
copete, ese que luce en las fotos y en los discos, no había quedado sino un mechón
grasiento colgándole por delante de la cara. Su cara, que además de ser todo pómulos
y ojeras, la tenía magullada. Dicen que sin saludar a nadie ni preguntar por nadie,
tambaleando como en barco, papá se encaminó hacia la escalera y subió directo al
estudio. Y de allí no salió nunca más.
Tampoco mamá subió a verlo, ni sola ni conmigo. Fue la tía Carmen quien me
subió una primera vez, llevado de la mano como ciego. La segunda vez me llevó la
negra Peta, que siguió subiendo a diario con la comida. La tercera vez, con el negro
Humberto que subía los sábados con la bebida. La cuarta vez, después de varios años,
yo solo, acompañado del Monseñor. A partir de entonces lo recuerdo todo a colores.
Yo tenía ya unos seis años. Me hizo sentar sobre sus rodillas, unas rodillas de
esqueleto que me pinchaban las nalgas. Sus dedos temblorosos acariciaron mi cabeza.
Sus labios se quedaron pegados a mi sien y yo tuve un poco de gusto pero un montón
de miedo de que ya no pudiera despegarse. Así, un largo rato, yo, pasmado, sintiendo
su aliento alcohólico, su barba ruda, su respiración que tenía ronquidos incorporados.
Entonces, le dijo al Plumas como si estuviera ahí, en medio de nosotros: conmigo lo
que quieras, pero jamás con mi hijo. Y yo desaparecí en el humo de su tabaco.

EL AMOR
En el matrimonio de la prima Faby me siento araña en pista de baile, de la resaca.
Viéndolo bien, el exilio con Murciélago incorporado, de curso de capacitación para la
vida no ha tenido ni un pelo. El año y medio ambateño se me achica como si anoche
lo hubiera soñado. Tanto se me achica, que el famoso bochorno se despierta con saña
y en plena recepción matrimonial me siento abanderado sin bandera. Hasta mis ojos
son un par de ratones inquietos, vigilando entre tanta pierna, por si aparecen las
garras de la Mudadelia. Además, hay tanto invitado que me queda viendo con la risa
reprimida. Extraño tanto las noches de sábado en Ambato, la noche en vela en el
internado, los libros negros de los poetas malditos, mi condición de ánima bendita.
Más aún cuando un cretino de la familia con su séquito se acerca sin motivo alguno y
me pide que abra la chistoteca. Ahora cobro en dólares, cara de perro Sanbernardo, le
digo, en otras palabras: todo a su debido tiempo, primo. Y me trastorno el vaso de
güisqui, que sin hielo me sabe a prueba de orina. De pronto, como una orquídea en
medio de remolachas, veo a la mujer por la cual vine al mundo.

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De araña huyendo de las pisadas, en un dos por tres me convierto en candidato a
galán de cine: voy al baño, reanudo la corbata, relustro mis zapatos, me repeino,
repaso sonrisas y gestos que borren al carihuérfano y masticando cuatro chicles salgo
muy cachiporrero al salón. Naturalmente, el paisaje es desolador: a mi orquídea la
sobrevuela una manada de galarifos. Cinco de ellos no merecerían ni cargar sus
maletas, pero hay un trío con pinta de galanes que me ponen fuera de competencia sin
necesidad de levantar una ceja. Sobre todo uno que parece salido de figurín o de cine
italiano que, a su vez, está sobrevolado por varias chicas. Ante tal cruda realidad no
me toca más que, urgente, sacar una de las dos cartas que tengo en la manga: mi
prima. La buenísima Faby, que en tanto novia es la estrella de la noche, me da una
mano entera: colocándome en las nubes de tanto elogio hasta inventado, me presenta
nada menos que a la orquídea. Una orquídea roja igual que el amor y con un escote
costeño que me pone bizco. Como no podía ser de otra manera, se llama Nieves, una
manabita preciosa de piel dorada, ojos negros radiantes como pintados con laca y una
sonrisa más clara que los chicles adams. Es tan perfecta que vive en Albura hace
apenas cuatro meses, es decir, siglos después del gran bochorno. Por supuesto caigo,
o más bien me elevo, electrocutado de amor. Con ella comprendo de un golpe la
historia de Romeo y Julieta, incluida la muerte a dúo. El escalofrío de pensar en un
encontrón con la Mudadelia, las ganas de morirme que me dejó de herencia el Trapo
Andrade, las ganas de hundirme que me dejó de herencia el Murciélago, la desdicha
que me produce la desdichada vida que tuvo papá, se me hacen humo. No sé qué
magia tiene el amor, pero de la resaca no queda ni el tufo. Hasta el famoso bochorno
se me transforma en algo así como orgullo. Un orgullo de veterano de guerra que
vuelve sin una pierna y esa no-pierna es el trofeo, es decir, el bochorno. Haber vivido
una vergüenza de esa talla no la vive cualquiera. Yo soy un veterano de la guerra del
24 de mayo. Un héroe, a la final. A ver, quién me jode.
Pero como nada es completo en esta vida, la bella Nieves tiene de padre un
energúmeno. Un oficial de policía con la mitad de un freno de bicicleta debajo de la
nariz. Es más idéntico a Hitler que Hitler, si no fuera por su cuerpo de barril y su
cabeza cerdosa. No se diga en su comportamiento. El que se acerca a sus hijas es un
raza inferior, así es que merece el crematorio. No se diga aquel que intente acercarse
a Nieves, su última hija que le salió un compendio de la belleza de sus cuatro hijas
restantes. Así es que, desde el primer día, nuestra relación entra en la clandestinidad.
Dolores, una santa y feísima compañera de la bella Nieves, nos cae del cielo. Dolores
es superbuenagente. Lo que tiene de fealdad tiene de bondad. Además, a través de
nuestro romance, ella vive lo que no vive. Nosotros somos su telenovela y ella
nuestra espectadora. Y más que eso. Así es que anda feliz de ser correo, pantalla,
alcahueta.
Todos mis ahorros los invierto en deleitar a Nieves. La bella Nieves que sonríe y
parpadea de manera tan encantadora que todo el tiempo se me anda duplicando el
amor. Al lado de ella, la fealdad de la pobre Dolores se dilata tanto que juntas parecen

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la Bella y la Bestia. Flores y chocolates y osos de peluche le llueven a la bella Nieves,
que hasta le salpican a la buena Dolores. Pero también le ofrezco chistes finísimos
escogidos de la sección chistes finísimos, así como aquellos brotados por pura
inspiración de payaso enamorado. Le encanta reírse y se ríe tan encantadoramente
que yo me re-reenamoro aún más. Cuando estamos en la calle, siempre a la sombra
de Dolores ya que puede aparecer el Hitler o su Gestapo, por una nada no adquiero el
aire de galán profesional. Eso me hace ganar puntos. Puntos que, para ser francos,
hay que dárselos por lo menos la mitad a Yo el Payaso que por ahora me cae bien. Lo
malo, lo preocupante, es cuando estamos en casa de Dolores y ella, discretamente, se
borra y nos deja solos. No sé qué diablos ocurre pero automáticamente los encantos
de Nieves se dilatan de manera tremenda, al mismo tiempo que yo el galán me encojo
casi hasta desparecer en la ropa. Puede servirme en bandeja su boca jugosa y
quemarme el tórax con sus pezones puntiagudos, que yo, por eso mismo, me paralizo
de pies a cabeza. Salvo que me salve con algún chiste que es el único conjuro que
funciona, al menos para salir del pasmo.
Un sábado despierto con una idea macabra como un hacha clavada en la frente:
¿y si el pasmo es una forma de mariconería? ¿Y si el Murciélago, aparte de poesía
maldita, me inyectó mariconería? Toda la mañana me quedo pegado como chicle a
las sábanas revisando esta hipótesis peluda, mientras los dedos juegan con mi sexo,
de paso probando su funcionamiento. En ese momento, Perico, mi primo el malvado,
el que vive de la desgracia ajena, me telefonea: abanderado, tu nieves-perpetuas está
a punto de colocarte unos cuernos de reno. Cabrón envidioso, si ni siquiera puede
salir sola. Pues, está sola y quieres saber con quién, con el Obelisco Méndez; si no me
crees vuela hasta el Ceibo-pub. La sangre se me vuelve engrudo. La Nieves sola,
imposible. Dónde mierda se ha metido el Hitler con su Gestapo. Dónde anda la bestia
de la Dolores que la bella Nieves ha sacado las uñas. La divina Nieves sola, queridos
radioescuchas. Qué digo, en absoluto sola sino con el Obelisco Méndez. El
hipercachiporrero del colegio más grande de Albura expropiando la hembrita al
abanderado más cojudo del mundo, simplemente por imbécil, por pasmado. En suma,
por maricón. Un mes saliendo con ella y ni un beso. Ella necesitando verga y el
imbécil del Payaso haciendo bbbbb con sus chistes de payaso imbécil y san se acabó.
Ni siquiera le he brindado poemas de los Poetas Malditos. Heme aquí, damas y
caballeros, además de un triste payaso triste, convertido en el rey de los idiotas. El tal
Obelisco debe ser un astro para alelar peladas y hasta suegros hítleres, así como yo
soy un astro para el pasmo. Pero esto no se queda así. Si tiene que correr sangre que
la sangre corra.
Me baño en agua helada, me visto más rápido que Aquamán y me subo en la bici
como si me subiera en un bombardero. Pensando en que se trata de la cara del
Obelisco Méndez, pateo hocicos de perros que me ladran y tratan de morder mis
bastas durante el trayecto. En pocos minutos aterrizo en la puerta del Ceibo-pub. Que
el Obelisco tenga talla de obelisco me importa un güevo y la mitad del otro. Por una

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de las ventanas del bar espío con el rabo del ojo y lo único que veo es selva. Nunca
me he percatado que el Ceibo-pub, de tanta planta amazónica solamente necesite
hamacas, micos y papagayos. No me toca más que espiar de frente, casi achatándome
la nariz, como la Mudadelia. El corazón me brinca, me patea por todo lado y más que
nada en la base del cráneo. Casi se me sale por la boca al verlos: apantallados detrás
de unas hojas de palmera se encuentran en una de las mesas del fondo, la más íntima
y totalmente solos. En una esquina, el Obelisco, fumando como matón y luciendo su
cara de Jerrylewis en su mejor versión de idiota enamorado. En la otra, la infame
Nieves, sonriente, coqueta, sorbeteando una cocacola y aclarando y oscureciendo el
bar con sus pestañotas. El corazón me patea en el abdomen y en las sienes. De lo seca
siento la boca como llena de arena. Suelto los brazos, carraspeo, respiro y entro en
esa jungla, con aire de Pecasbill. Sudando frío, pero como si nada, como Pecasbill
con un revólver de plata a cada lado de la cintura, me encamino a la barra. Un paso
antes de llegar, volteo la vista hacia el fondo como cualquier cristiano. Entonces los
veo y con gesto de, Oh qué sorpresa, mira quién está aquí, atravieso la maleza del bar
haciendo sonar las espuelas de cowboy hasta llegar a su mesa. Sin poses ni rudezas,
al tal Obelisco, hipercachiporrero de Albura, le hundo hasta el cabo el puñal de la
indiferencia y me acerco directo al rostro tostado de Nieves. Hola, dulzura de nieve,
le digo tiritando las rodillas y casi mordiendo su oreja. La cínica no se turba y más
bien sonríe igual que si estuviera contenta de verme por sorpresa. Lo correcto sería
decirle: cómo así sola, o mejor dicho cómo así acompañada, o mejor todavía, cómo
así estos cuernos. O, abofetearla. O caerle a trompadas al Obelisco. O ponerme a
llorar a mares sentado en el piso, gritando a voz en cuello, mamáaa. Pero yo el
payaso, más que nada para espantar el pasmo que ya se trepa por mis piernas, le
suelto un microchiste finísimo que pone en juego toda la belleza de su dentadura y
para colmo se me duplica el amor. Y también los celos porque, de reojo, veo que la
cara enamoradísima del Obelisco se le ha idiotizado tanto que está a medio camino
entre Jerrylewis y la Mudadelia. No sé por qué a estas horas, como decir en plena lid,
el pasmo quiere hundirme la vida que hasta intenta hacerme un doble nudo con mi
lengua. Me voy, Nieves, chao. Eso es lo único que alcanzo a pronunciar. Eso es todo,
porque no me alcanza para más ni la voz ni la vida. Cuatro palabras tan estúpidas que
hasta muestran que soy un desertor. Que pese a mi grado de capitán, soy el primero
en lanzarme del barco desportillado. Húndete con tu Obelisco que yo me borro, algo
así. Y eso no lo quiero, no quiero decirlo. Ya cuando me toca solamente
desintegrarme o salir volando sin esperar respuesta, Nieves me lanza la cuerda: no te
vayas, siéntate, me dice con una voz para arrullar hasta criminales. Además, toma mi
mano sudorosa con su mano de seda y de pianista. Siéntate aquí, es decir, a su lado,
es decir, frente al Obelisco. ¿Se conocen?, dice, con una voz de miel, la perversa, y
sin esperar respuesta, remata: les dejo un segundo, voy al baño. Quién hubiese
imaginado que esta bella guagua con nombre de cuento sea una arpía de teleculebra.
Nos ha dejado solos a los dos rivales: el idiota y grandote del Obelisco y el idiota

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pasmado del Payaso. El hipercachiporrero versus el subabanderado. Vamos a ver
quién gana, güevón, le digo al Obelisco, pero en otras palabras: creo que te conozco,
tú eres cachiporrero, si no me equivoco. No, no te equivocas, dice con una voz de
doble parlante que casi me despeina, fui cachiporrero, ya terminé el colegio y ahora
ando en la universidad. Y tú, eres el abanderado del salesiano, me pregunta como si
me escupiera en el ojo. Sin limpiarme y con el mismo vuelo me esponjo, ataco, digo,
no me jodas que te rompo la carótida, pero en otras palabras: sí, fui abanderado por
una sola vez hace dos años y para nunca más. Así digo, con una voz liricona, besando
la lona. Genial, dice con voz de trueno el Obelisco, entonces es a ti a quien ocurrió
aquello de. Le interrumpo de un tajo, porque eso es tirar tierra en los ojos. Me
despego de la lona, me pongo de pie como un resorte y empieza a pelear en mi lugar
Yo el Payaso. Aplicando aquello de que con la misma lana del perro se cura la rabia,
fórmula que ya me dio resultado en la noche del bar Caribe, abordo al bochorno por
sus cuernos. Automáticamente, con ese múltiple uppercut, el Obelisco resbala a la
lona. No le salva la campana sino la perversa Nieves que regresa del baño cuando ya
se está muriendo con carcajadas de asmático. Casi al mismo tiempo, Klavel, la
hermana de Nieves, entra en la selva del Ceibo-pub. A Nieves y a mí nos saluda
como si estuviésemos lejísimos y sin preámbulos se derrite en los brazos del
Obelisco. Ante tal escena, casi me caigo para atrás como Condorito. En menos de tres
segundos me he despegado del infierno y estoy camino al cielo, al gozo que me
produce ver sus bocas convertidas en ventosas. Esta vez te falló el chisme, Perico de
mierda, le digo a mi primo con el pensamiento. Perdóname santa y divina Nieves por
haber dudado de ti. Por algunos segundos, a propósito, me quedo boquiabierto, con
cara de idiota dichoso. Después, empiezo a reírme solo y casi por primera vez en la
vida. Vamos a la mesa del fondo, me dice en el oído mi bella Nieves, con una voz de
jalea real y con las mejores malas intenciones. Me pongo de pie sonreidazo y sin abrir
la boca digo: chao Klavelita, cuñada querida, mucho gustísimo Obelisco casi
concuñado y casi querido. El Obelisco se despide con el rabo del ojo y sigue
concentrado en dictarme una cátedra de besística lingual.

EL CINE
Inventando todo un operativo que por poco implica documentos falsos, la preciosa
Nieves consigue permiso para dormir en casa de la feísima y bondadosa Dolores.
Pero vamos por partes. La intensa tarde que me tocó vivir en el Ceibopub terminó en
la mesa del fondo, detrás de un gigantesco helecho que más parecía planta carnívora.
Viendo cómo su hermana y el Obelisco se hacían melcocha, casi se le revienta la hiel
a la preciosa Nieves. Con descaro nunca visto, como diciéndome, abanderadito qué
esperas para seguir el ejemplo de un cachiporrero, me mordió la oreja ratonamente.
Se me puso la carne de gallina y tuve la consecuente erección, una erección de piedra

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que lastimosamente me invadió todo el cuerpo. Me sentí convertido en piedra, en
gárgola mejor dicho, porque estaba con la boca semiabierta. No tuve otro remedio
para descongelarme que un chiste buenísimo que no le hizo ni sonreír. Más bien por
poco le enoja. Entonces sí, enrollé al payaso, respiré hondo y me jugué con las cartas
descubiertas. No sé por qué empecé con uno de mis primeros recuerdos nítidos: el
patio de cemento hirviendo bajo el sol, los cuchillos enormes relampagueando, los
hombres trayendo al cerdo que chillaba casi como persona pero con los parlantes a
fondo, las cuchilladas y la sangre inundando el patio, yo, con los ojos cerrados
olvidándome de que estoy allí y de que soy yo, y de pronto soy un hombre con los
ojos vendados en el paredón y los chillidos del cerdo cada vez más humanos,
mientras yo corro y corro mentalmente buscando la salida de emergencia de la vida.
Por primera vez, Nieves puso una cara mitad triste mitad extrañada, que le quedaba
hermoso. Y ya no le conté más sino que pasé a explicarle casi científicamente lo del
amor pasmado. Nieves me oyó, viéndome con resignación de mamá ante hijo
enfermo. Después me besó cada párpado y en la punta de la nariz. No importa, todo
vendrá con el tiempo, me mintió su boca, mientras sus ojos me gritaban, tienes que
apurarte que ya no aguanto. Por último, le dije que el médico piensa que para curarme
de este mal, nada mejor que la noche. Por supuesto, empezando en el palco de un
cine. Entonces el próximo viernes que papá está de guardia, me dijo la maravillosa
Nieves, parpadeando, triplicando mi amor.
Viernes. Cine Olimpo, el más grande de Albura. Funciones continuas desde las
dos de la tarde hasta medianoche. Siete de la noche. Llegamos al cine Olimpo en taxi,
casi disfrazados y entramos cada cual por su lado, como asaltantes a un banco. En la
penumbrosa escalera del palco nos sacudimos el miedo. Tomados de la mano, vamos
subiendo no a palco sino al cielo, al lecho conyugal. Con un fósforo que se enciende
con mala gana nos salvamos de rodar por las gradas. Película en blanco y negro, pero
sobre todo en negro y encima es una escena que dura una noche entera. Los ojos nos
resultan inservibles. Por mi parte estoy de acuerdo en que no amanezca nunca porque
el cuerpo de Nieves se me apega y se me apega cada vez más que ya huelo a
quemado. Qué maravilla haber perdido la vista. El tacto y el olfato se me aumentan y
casi me bastan. Lastimosamente, amanece y el sol alumbra un campo de trigo, y de
paso el palco en donde vemos solamente parejas necesitadas más que de cine de un
hotel. Antes de que vuelva a oscurecer nos encaminamos a los asientos más lejanos
de la última fila.
La película es una de las primeras versiones de Jack el destripador. Londres es un
manojo de calles mojadas, tenebrosas y sin salida. El aliento tibio de Nieves me sopla
en la quijada y en la oreja. Siento que el pasmo maldito me viene, pero me defiendo
imaginando al Obelisco Méndez en mi puesto. Con un esfuerzo sobrehumano volteo
mi cara hacia la de ella y ahí, en la penumbra, veo sus labios sedientos, brillando.
Separo los míos, pero no demasiado para no parecer tonto y me voy acercando. Un
grito espeluznante nos hace volver la vista a la pantalla. Es una mujer semidesnuda en

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su cama de tres plazas, gritando aterrada al ver en las cortinas una sombra enorme
levantando un cuchillo. La bella Nieves con un delicioso gesto de miedo se apega a
mi hombro. Pongo mi boca y mi nariz en su cabello y aspiro hasta que mis pulmones
se llenan con su perfume. Como si tomara del aire una pluma, tomo entre los dedos
su mentón de terciopelo manabita y levanto su rostro. Casi cerrando un ojo para no
fallar el tiro, mi boca apunta directo a su boca. Pero la verdad es que fallo y no por mi
culpa sino por una sensación de dentista ante la paciente: la bella Nieves está con la
boca excesivamente abierta y con los ojos desorbitados y todo por culpa de la
película. Un par de botines de mujer corren en una callejuela perseguidos por un par
de botas. La pantalla palpita con las dos respiraciones, más que nada con la de mujer
que aceza y gime desesperadamente mientras huye. Cuando llega al fondo no
encuentra salida sino un muro. Un altísimo muro y una puerta herrumbrosa y
condenada, en la que golpea y patea alocadamente. Impotente, la mujer se voltea,
pega la espalda a la puerta y muestra su cara desencajada de terror: nadie se mueve,
nadie respira en el cine. Pero, repentinamente, una sombra enorme tambalea y cubre
el rostro de la mujer y toda la pantalla. El público, de un golpe sale de la fascinación,
protesta, silba, insulta. Sin embargo, la silueta sigue interfiriendo la luz de
proyección.
Ante el incidente, Nieves sale de la película y vuelve hacia mí, lánguida, ávida.
Quiere el beso ahora o nunca, pero yo ya no estoy aquí. Ya estoy en otro combate.
Por eso me he resbalado ridículamente hasta casi poner las rodillas en el suelo
alfombrado. Los ojos hermosos de Nieves me preguntan, qué te ocurre idiota. No,
nada, que necesito morirme en este instante, respondo con mis ojos, pero con la boca
digo: vuelvo enseguida, voy al baño. Cómo explicarle ahora que esa sombra que hace
un instante se adueñó de la pantalla con sus trenzas y su risa de caballo, no es sino la
Mudadelia.
Dando rodillazos en las rodillas de las parejas de la fila, salgo al andén y en pocos
trancos llego a la puerta de palco. Bajo las gradas de tres en tres. En el hall me
escabullo apegado a la pared, mientras escojo en tres segundos que duran siglos mi
destino: o los baños, o la calle o la luneta, que es a donde me enrumbo. La maldita
película sigue ocurriendo solamente en la noche y entre sombras vestidas de negro.
En la entrada me envuelvo como taco mejicano con una de sus pesadas cortinas. Me
sudan las manos y la frente y hasta las ingles, pensando en que en estas tinieblas la
muda me está acechando. Agudizo el oído para escuchar su risa horrible. Me imagino
viviendo otro bochorno en esa penumbra, en ese silencio sagrado donde una simple
tos resulta una agresión. Un relincho de la muda resultaría pedrada en vitrina. La
gente pifiaría, insultaría. Las luces se encenderían y todos me verían aprisionado,
balanceado por la muda infame. Sus mugidos inundarían el cine, la bella Nieves en el
palco se pondría de pie y vería mi pasmo y mi nuevo bochorno en su cumbre. Y yo
preferiría morirme, morirme morirme. No sin antes matar a la enana hijadeputa, si no
me mata ella primero.

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Al tacto, tembloroso, boquisequísimo, escojo una butaca vacía en la última fila y
en ella me hundo. Pienso que estoy cometiendo una estupidez. Que lo conveniente es
volver donde Nieves, tomar una de sus manos de seda y decirle, vamos preciosura,
tenemos que salir de urgencia. Con esa determinación me pongo de pie, pero con la
misma viada me clavo en la butaca y me encojo como fakir en urna: entre las voces
de la pantalla vengo de oír los resoplidos de la Mudadelia. Está cerquísima, pero no
sé en dónde, quizá en esta misma fila, o en la anterior, pero excesivamente cerca.
Desde el fondo del asiento voy desovillándome. Estiro el cuello como jirafa y afilo la
vista, pero de la muda no hay rastro. Cómo ver a una enana sentada en una butaca de
cine hundido en las tinieblas de Londres. Solamente su, más que risa, jadeo va y
viene, apocada por los estruendos y los gritos de una pelea de burdel. Sin pararme,
casi a cuatro patas, me deslizo hacia la salida de luneta. De pronto, el corazón casi me
estalla porque la silueta de la enana aparece balanceándose por el andén opuesto,
también rumbo al hall.
Quién sabe, el par de cucarachas de sus ojos ya me han visto. Me escabullo al
baño de varones, orino un par de gotas, como colirio, mientras pienso que la muda
tiene dos posibles destinos: la calle y el palco. Caminando en el aire atravieso el hall,
me aproximo a las boleterías y a la calle, pero la muda no aparece. Recién entonces,
yo el imbécil, deduzco algo que resulta un cuervo estrellándose en mi cara: la
Mudadelia me busca y me acecha y me acosa, por algo parecido al amor, en
consecuencia, y por razones buenas o sobre todo malas, Nieves debe estar en su mira.
Ahora estoy seguro que la muda ha subido a palco y ya no en pos mío. Hacia allá me
encamino hecho un cohete, pero un grito espeluznante sale de luneta y se desparrama
por el hall. Entro corriendo y veo en la pantalla la inmensa sombra con el cuchillo.
Salgo nuevamente casi enloquecido y me encamino hacia la escalera de palco. En ese
instante, sin darme tiempo a evitarlo, siento que desde atrás un par de brazos
encierran mi cintura.
Es el abrazo más dulce de la vida.
Dónde estabas, me dice la hermosísima Nieves, que vuelve del baño. Estás lívido,
estás temblando, me susurra y me envuelve en su perfume, en su aliento tibio que
pide a gritos por lo menos un beso. Yo, de un golpe obedientísimo, la beso en los
ojos, en las mejillas, en la boca, dentro de la boca. Me curaste del pasmo, le digo y la
abrazo casi hasta levantarla y la conduzco precipitadamente a través del hall. Eres un
tipo muy raro, adónde me llevas, me pregunta extrañada. A la iglesia, vamos a
casarnos de suma urgencia, le digo, regándole besos atrasados por todo su rostro.
Loco, me dice, pegando una de sus preciosas orejas en mi corazón y riéndose
encantadoramente. Pero su risa de cristal, antes de cortarse en seco, se mezcla con la
risa babosa de la Mudadelia.
Un grito de terror se escucha en el hall.

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EL ACABÓSE
Con la vida arrastrando como un trapo y con el culo enlodado, camino y camino y
camino bajo la lluvia. Albura va quedándose a mis espaldas con sus gentes tristes
bajo los paraguas, detrás de las ventanas, dentro de los autos. Paso frente al
cementerio donde se han convertido en polvo los huesos de toda mi familia. Camino
y camino y camino por calles miserables, retorcidas, enfangadas, donde empiezo a
sentirme extranjero. Hasta el aire tiene otro hedor, un tufo a manteca rancia, a gato
muerto.
No sé si es la primera vez en la vida, pero papá me hace falta con suma urgencia.
O por lo menos el Murciélago Intriago que tiene madera para la desdicha pero con
pólvora. O por último el Trapo Andrade, hijo legítimo de la malapata. Alguien con
quien repartirme esta noche a medias. Y todo gracias a la Mudadelia. La mudamuda
que, seguro, no tendrá la más remota idea de ser la sola causante de esta desdicha.
Desdicha es la palabra. Se deshizo la dicha que supuestamente estaba escrita: desde el
palco del Olimpo descenderás al lecho del amor sin pasmo y con la bella Nieves. En
realidad, la ex divina Nieves acaba de pasar a la historia sin ninguna historia. Damas
y caballeros, cuándo imaginarme que en menos de dos horas, ella, la bella, de futuro
perfecto se convertiría en pretérito indefinido. Yo el Payaso no pude escribir una sola
página de amor. Me quedé con el título: El payaso y el pasmo, escrito en una página
de papel negro. Se deshizo la dicha. Se hizo la desdicha. Eso es todo, Nieves, colorín
colorado, nuestro cuento se ha acabado.
El aroma a canelazo me conduce al interior de un zaguán. Una bruja desdentada,
con los ojos estereofónicos de marty feldman, se despabila de su poltrona para
atenderme. Un canelazo con una doble copa de cianuro, le digo, en otras palabras.
Tome asiento, joven, me dice, ahuyentando las moscas de la única y coja mesa. Bebo
el canelazo de un solo sorbo, de tal manera que me quemo la lengua, el esófago y más
que nada el alma. Necesito urgente un autojaquemate. Otro, con triple copa de
cianuro, pido a la bruja que me atiende sin despertarse del todo. Mirando el río de
lodo y basura que circula no por mis venas sino por la empinada calle, evoco el
último tramo, el rabo de rata de la pesadilla:
Ándate a la mierda con tu pasmo y con tu muda, payaso de mierda, me grita
Nieves, en la puerta del cine y sollozando se mete en el aguacero. Un aguacero
convenientísimo para la ocasión. Naturalmente, salgo detrás de ella con el fin de irle
calmando y jurando amor eterno. Pero la maldita muda con su risa bullanguera corre
igual a igual, como si quisiera llegar primera a la meta. Desgraciado, vas a ver en qué
terminas cuando lo sepa mi papá, grita Nieves. La indignación y el susto la hitlerizan
a fondo. Pero no es mi culpa, mi amor, le digo corriendo a su lado. Por Dios lárgate
con esta loca, payaso estúpido, me suplica. Pobre Nieves, despeinada, sin un arete, y
con la cara manchada de rímel. Una zarpa de la muda está a punto de alcanzar su
deshecho cabello. Mudemierda, te voy a matar, grito, afónicamente, y a dos manos le
doy un empujón como para botar paredes. Claro que la muda ni se mosquea y más

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bien acelera. Le doy un puntapié en las nalgas y la zarandeo, pero, en lugar de caerse
y romperse el cráneo seguramente vacío, se agarra de uno de mis brazos. Entonces
deja de correr y se concentra en estirarme con tanta fuerza que casi se queda con mi
brazo y yo con el muñón. Lo bueno es que este forcejeo permite que la ex divina
Nieves se distancie. Lo malo, lo pésimo es que con tal tirón y con la lluvia, quien
resbala soy yo y de manera tan aparatosa que caigo de nalgas en un enorme charco. Y
lo peor de lo peor es que en ese preciso momento, es decir, cuando estoy culihundido
en el charco, me viene nada menos que el maldito pasmo. Un pasmo con una fuerza
nunca vista que aquí, en el lodo, me quedo clavado como para siempre. Mientras
tanto, Nieves corre por medio del parque semioscuro, perseguida por la Mudadelia.
La pobre
Nieves, que ya no es sino una niña asustada llamando a sus papas, al cretino del
Hitler que si se entera, seguro me fusila.
Sintiendo el crecimiento del frío en mis nalgas, me quedo sentado en el charco
incluso cuando el pasmo me ha olvidado. El Trapo Andrade, con su voz de rana
dañada, me dice algo sobre la mala suerte, pero no logro entender a causa de los
truenos y la lluvia.

CARRIE
Una hora más tarde ya ando pulgarcito extraviado en un bosque de canelazos. La
bruja bosteza, casi me come, se para y dice: voy a cerrar. Le pago con creces porque
no me cobra casi nada. De un golpe, evoco al tío Alejo y siento la quemazón en las
tripas. El tío Alejo, que medía más de dos metros y que murió así, por beber
canelazos en una cantinucha. Canelazos baratísimos servidos con alcohol metílico.
En vista de que esta noche voy a matar a la muda infame, las punteras de mis
botas apuntan al centro de Albura. Por allí la encontraré buscándome, como siempre.
Hola, Payasón, qué haces por estos lares, Payasón, no te hagas el gringo,
Payasón, me gritan desde la puerta del Clavelito rojo, un bar de malísima muerte que
apesta a marihuana, sobaco y aguardiente de última. Se trata nada menos del
Caracortada y su banda. El Clavelito rojo les queda tan perfecto como el lodo a los
zancudos, como al diablo el infierno.
Después de pedir media docena de cervezas, me solicitan en coro que ponga en
funcionamiento mi chistoteca. En un arrebato de sinceridad motivada más bien por el
despecho, les digo que no tengo ninguna gana de contar chistes, pero que si no tienen
inconveniente puedo contarles mi tragedia. Así puedo matar varios pájaros de un solo
tiro, o por lo menos tres: uno, cuento mi tragedia como un chiste buenísimo porque
nada mejor que los chascos de la vida real; dos, aprovecho para desahogarme, y tres,
hasta puedo tener alguna ayuda. Con detalles ciertos e inventados y tomando la
distancia necesaria para no ponerme a llorar a mares, les narro, paso a paso, mi

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hundimiento total. En tiempo presente, para que los pendejos lo vivan en carne
propia, o por lo menos cinematográficamente. Tomando vuelo como para salto de
valla, pero más que nada para inyectar el ambiente con un buen kilogramo de
suspenso, rebobino mi rollo hasta cuando yo, desesperado, me disparo rumbo a palco:
Estoy seguro de que la Mudadelia se me ha adelantado, con lo que se demostraría
que el mudo soy yo. Aterrado, la imagino navegando en la oscuridad y entre los
asientos en busca ya no de mí, sino de Nieves. La imagino llegando por detrás con un
cuchillo como el de la película, o por lo menos con sus tenazas implacables. La
imagino atenazando a Nieves por el cuello hasta estrangularla, o levantándola del
asiento y lanzándola hacia luneta. Todo eso y más horrores, imagino al dispararme
hacia palco y es en ese instante que, en lugar del abrazo maldito de la Mudadelia, me
ocurre el abrazo más dulce de la vida. Es tan maravilloso el abrazo de Nieves, que en
menos de un segundo ya estoy descrispado. Lo de la muda con el cuchillo no ha sido
otra cosa que una pesadilla, ahora sí viene la realidad del amor, me digo. Los besos
fluyen de manera naturalísima y de esa misma manera nos encaminamos a través del
hall rumbo a la salida. Cómo no merecernos una foto, una película más taquillera que
Love Story: el rostro de la bella Nieves apegado a mi pecho, mis labios en su
coronilla, el brazo de ella por mi cintura, mi brazo por su cuello. Cómo osabas decir
que era horrible la vida, Trapito Andrade. De pronto, la pesadilla se reanuda y de qué
manera:
desde atrás, como una máquina, las tenazas de la muda me arranchan a la bella
Nieves y, cagándose de la risa más que nunca, sale corriendo hecha una bala. Nieves,
con unos pulmones de soprano, pega un chillido de pánico y se va pataleando en el
aire. Primeramente, pienso que la muda va a enrumbarse hacia la calle, pero me
equivoco. A la muda tarada le interesa el espectáculo, el show, el magnicidio, por eso
se dispara rumbo a la luneta. Y ahora qué pasa, dicen molestos los hasta hace un
segundo fascinados espectadores de Jack el destripador. Cómo se permite relinchos,
chillidos, un caballo irrumpiendo en plena función. Dónde está el cuidador, el
administrador. Se han vuelto locos, enciendan la luz. Se hace la luz y los ojos de las
señoras y señores espectadores salen de sus órbitas ante el inusitado espectáculo: una
enana galopante cargada de algo así como de una muñeca enorme. De la bella Nieves
no queda sino su vestido verde y sus tacones rojos. Está feísima con el pataleo, el
lloro y los chillidos con los que me llama. Parece guagua robada llamando al papá
que está cerca pero en Babia. Por su lado, la Mudadelia, con una de sus mejillas
adherida a la última vertebra de Nieves, goza de su pataleo, goza del galope, goza de
la reacción del público que también ya tiene la dentadura al aire. Yo, por mi parte, me
he quedado clavado en el hall y poco a poco, a paso de robot malhecho, voy llegando
hasta la puerta de luneta. Desde luego, tengo el rostro desfigurado por la
desesperación porque Nieves se está ahogando y yo no puedo lanzarme al agua para
salvarla. El público es una sola carcajada y la Mudadelia feliz galopa por los dos
andenes de luneta y no contenta con eso sube al escenario. Nieves ya no grita ni

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patalea, llora y me ve con odio y después deja de verme. Más bien ve para abajo, con
una mueca de desolación y de vergüenza a medias cubierta con su melena. Algo tiene
de Carrie en la película Carrie, a la hora del gran bochorno y el balde de sangre
encima. Por fin, me libero del pasmo como Hércules de las cadenas, y salgo
corriendo en su ayuda. En tres zancadas estoy ya sobre el escenario en donde la muda
sigue galopando. Dibujando círculos, como caballo de paso. Quiero tomar el cuerpo
de Nieves en mis brazos, pero las tenazas de la muda se cierran, ya mismo rompen
sus costillas de cristal. Desisto de mis buenas intenciones y me pongo detrás de la
muda galopante. Enroscar su gaznate con uno de mis brazos de manguera no es
mayor problema, pero hacer fuerza para estrangularla resulta imposible. La muda es
enanísima y yo, el flaquísimo payaso, demasiado grande. Así es que no tengo otro
recurso que intentarlo arrodillándome. Ahora es cuando el público se desarma de risa
y gritos y silbos y sacudones de espaldares delanteros: mi brazo aprieta el gaznate de
la enana pero ésta, con su fuerza equina, ni se mosquea y más bien, ahora, transporta
dos jinetes: la casi desvanecida Nieves en sus brazos, y detrás, yo, el largo payaso,
intentando estrangularla de rodillas. Tanta euforia del público conmueve a la muda,
así es que decide bajar del escenario, igual que las vedette en los grandes
espectáculos. Por mi parte renuncio a mi ridículo papel de estrangulados además de
que tengo las rodillas lastimadas. De pie me va mucho mejor porque apenas la
Mudadelia posa uno de sus cascos en la primera grada, tiro de sus trenzas a dos
manos y con toda el alma. Claro que la muda no sale volando por los aires como yo
quisiera, pero en los peldaños pierde el equilibrio y va a estrellarse en la primera fila.
Cae encima de una señora que empieza a gritar del susto y del dolor, aunque algo de
risa le sobra. Nieves, libre por fin, cae sobre un señor gordo que está a punto de
ahogarse de carcajadas. Se levanta hecha un resorte y sale volando en medio del
respetable público que está de pie, aplaudiendo, pidiendo repetición. Detrás suyo, voy
yo, llevando como una antorcha olímpica uno de sus rojos tacones. Detrás de mí,
corre la muda maldita, sudando como tapa de olla, riéndose feliz de la vida y con
evidentes ganas de cometer otro rapto.
Una veintena de borrachos, incluido don Clavelito, que también tiene cara de
malandro, lloran, se escupen, se doblan, se caen de la risa. Algunos hasta me
aplauden, me palmetean la espalda, por poco me piden autógrafo. Un borracho
caridormido, que ni siquiera ha sonreído, acerca su boca babosa a mi oreja y me dice:
estás cagado y con el agua lejos.
En cambio el Caracortada, despeinándome con todo y oreja, me dice: eres un
payaso payasón. Ha reído mucho menos que sus compinches, en todo caso, se ha
reído menos del cuento que de mi desgracia. Mejor dicho, se ríe a su manera porque
la cicatriz le tiene con la cara a medias almidonada. Vacía de un solo trago su vaso, se
quita la espuma de la boca de un mangazo y como una tarifa de mafioso dice sin
verme: unas rayitas de tigre blanco quedarían okei, Payasón. Trato hecho,
Caracortada, le digo entre hipos, voy a buscar la guita en mi casa. No vale la pena

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que te vayas, con esto basta, me dice señalando mi muñeca. Es decir, mi reloj de
pulsera que es el reloj de papá. Eso jamás, grito con el corazón intempestivamente
furioso, pero no pronuncio una sola palabra. De mi boca salen solamente hipos. Bebo
el vaso vacío de cerveza, enciendo un cigarrillo. Me lo fumo viendo por el borde de
la mesa mis zapatos colgados en un abismo. El Caracortada cuchichea con don
Clavelito. Trato hecho, Payasón, me dice y yo no digo nada, yo hipo mientras me
desabrocho el reloj.

LA NEGRA PETA
A las cuatro de la madrugada, salgo del Clavelito rojo con veriveri. El mismo ahínco
que la muda pone en buscarme, yo pongo en buscarla con lupa. Empiezo desde los
contornos del orfelinato y voy tejiendo y destejiendo las calles muertas. Todas las
calles están salpicadas de borrachos, unos tambaleando sin norte, otros tirados en las
aceras. No la encuentro en ninguna parte y ya es la hora del pan saliendo del horno.
La fatiga y la borrachera me empujan rumbo a la casona. Apenas entro, me encamino
hacia la cocina con un hambre de fugitivo. Desde luego tratando de mantener el
equilibrio porque la casona se mueve como barco en tormenta.
La negra Peta está, como siempre, atizando el fuego de la tulpa y también el
fuego de su tabaco. La Negra Peta es mi infancia y, con los tragos, una madre más
que mamá. Además, ella es el único ser humano que no se ríe de mis chistes. No se
ríe porque se le caería el tabaco, pero también porque no le gusta que se rían de mis
chistes. Para ella es como si se rieran de mí, de mi cara de desamparo. Una vez, la
Negra Peta me dijo que esa cara, no otra sino la misma, tenía mi papá. Incluida la
manera de pararme con las punteras hacia afuera, con las rodillas pegadas y los labios
despegados. Incluida esta manera de no saber en dónde colocar los brazos, aparte de
en los bolsillos. Claro que era otra cosa cuando la guitarra entraba en sus brazos
como una mujer. Lo malo, me dijo la Negra Peta, lo malo es que de mi papá la gente
tenía pena y nada más y cuando tocaba la guitarra ni siquiera pena. En cambio de mí
nadie tiene pena y más bien mi pena provoca risa. Ésa es la mayor desgracia, me dijo
la Negra Peta, chupando su tabaco. La Negra Peta y su tabaco eterno suspendido en la
boca como parte de ella. Tiene el cuello torcido y no por enfermedad ni porque nadie
lo haya tronchado, sino a causa del tabaco. Para que el humo no me tenga solamente
llorando, me respondió la negra Peta en la época de las preguntas. Cuando se pone de
pie, la Negra Peta es más alta que el tío Manuco. Es un poste al que le han dado por
lo menos dos manos de pintura negra y esmaltada. Un poste con bata que a simple
vista no se sabe si es negro o negra. No se diga tomando en cuenta su pelo cortado
como varón y su voz de Louis Armstrong, con la que impone respeto enseguida. Casi
nunca se despega de su rincón, salvo para ir al baño o al catre donde duerme apenas

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un rato. No duermo mucho a causa del humo del tabaco y a causa de la memoria, me
respondió la Negra Peta en la época de las preguntas.
Apenas entro, se pone de pie y me ayuda a sentarme antes de que me caiga de
cara en la tulpa. Mientras me prepara un plato de arroz con doble huevo frito, me
recrimina con su voz de ultratumba que me resulta de panela. Justamente a mi edad,
papá, llegaba así de sobrecargado de copas directo a la cocina y siempre, pero
siempre, abrazado a su guitarra como a una balsa. Aprovecho que estoy borracho para
llorar sin vergüenza ni consuelo y mojando el plato al mismo tiempo que comiendo.
En tiras, como rompiendo un vestido o una sábana con una mezcla de rabia y
despecho, le cuento mi infancia por primera vez. La infancia, esa etapa en la que viví
más que nada con el ojo y más que todo con el oído. Ella me oye y de vez en vez trata
de corregirme el pasado. Lentamente, la Peta va hundiéndose en la historia de la
casona como si estuviera sola ella y su memoria. Casi me pasa la borrachera de tanto
enigma resuelto, de tanto hallazgo. Hasta cuando la luz matutina va regándose por la
ventana y manchando los trastos, los muros, la misma negra Peta que con la claridad
se vuelve viejísima y azul. Ya casi no la escucho sino como el rumor de un río.
Después se queda muda y escondida en el humo, así es que yo empiezo a cabecear, a
dormirme en la mesa. Casi en sueños, le oigo un suspiro de muerto que merece
respeto. Haciendo sonar las bisagras de su esqueleto se pone de pie y me dice con su
voz de Louis Armstrong: Bueno, niño, creo que ya estás grande como para entregarte
lo que te corresponde, ven conmigo. En fila india, los dos, ella como el mástil de una
nave y yo tambaleando como grumete, subimos al estudio de papá. Ella se encamina
hacia un rincón en donde se arruman los muebles viejos. De rodillas escarba en la
penumbra y regresa hacia mí con una vieja carpeta. Aquí está todo lo que yo
diariamente recogía, todo lo que tu padre escribía cuando ya no estaba en sus cabales,
cuando ya no hablaba sino solo, me dice y me la entrega. Después, casi caminando en
el aire como la parca, se va con la cara enredada en la madeja del humo. Enciendo la
luz y me dejo caer en una destripada butaca. Abro la carpeta y me golpea en la cara
un hedor a tiempo comprimido, a silencio lleno de gemidos. Hay varias fotos de
cuando yo andaba a cuatro patas y otra que estoy sobre un caballo de madera, con
sombrero de charro y una cara de desolación que parezco reo prematuro. También
hay una pila de pentagramas escritos con desesperación. Algunos son casi ilegibles,
como escritos por alguien que se está ahogando. Otros, pulcros de principio a fin.
Pensar que pueden ser composiciones inéditas de papá, me emociona, me despierta la
sed. También hay algunas cartas pero no me siento aún capaz de desdoblarlas y
leerlas. Las olfateo y huelen a desdicha, pero de otro tiempo. Al fondo, en una
arrugada hoja de pentagrama, escrito con sorprendente cuidado encuentro una nota,
mejor dicho un texto que me sobrecoge. Lo releo una y mil veces hasta ya no leer
nada. Hasta cuando siento que la cabeza es una maraca vacía, sin pepas, sin nada.
Entonces, me viene el sueño, no desde arriba sino desde abajo.

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LA NOTA
«Todo está en sus ojos, empezando desde la muerte. A veces mide lo que un loro. O
lo que una vieja limosnera. O lo que una puerta. O lo que una iglesia. A veces parece
un niño perfecto. O tiene los brazos largos como un mono. O los tiene cortos como
un caimán. A veces su cabeza mide la mitad de su cuerpo. O su cuerpo es un globo
con dos patas de pato. Nunca, sin embargo, deja de tener forma humana y plumaje.
Tiene el color de la caca y la consistencia visual del mercurio. Por eso se confunde
con todo. A veces, cuando se lo atisba se esfuma como un sueño. Otras, no se esfuma
y es como una reverberación. Otras, al verlo se aclara hasta cegarte como un
relámpago. Aunque no se lo vea se sabe cuando está cerca y a veces tan cerca que
sientes su aliento. Un aliento helado y sin olor. Es él quien decide dónde y cuándo y
cómo te espera. Parado en la esquina de tu casa, columpiándose en la rama de un
árbol, o pendido como un bebé en el pecho de una mujer. A veces lo ves corriendo a
través de un puente por el que durante un segundo has extraviado la vista. Puedes
verlo, incluso, caminando de brazo con tu novia sin que ella lo sepa, salvo tú. O
colgado en el clavijero de tu guitarra. O acurrucado en el ataúd donde está el cadáver
de tu propia madre. Más que otra cosa le gusta aparecer cuando estás solo. Abres el
armario y ahí está su cuerpo descomunal y emplumado ocupándolo todo. Escribes
una frase que termina en un punto y allí, del tamaño del punto, lo encuentras
recostado. A veces, puedes sentirlo palpitando dentro de tu bolsillo. Cuando constata
que has llegado a la desesperación suele perderse de vista. No para calmarte sino para
volverte loco. Su ausencia te desarma, así es que empiezas a buscarlo, a inventarlo.
Te vuelves loco hasta el extremo de verlo multiplicado en infinitas formas humanas
emplumadas. En torno de tu cama, como deudos contemplando al moribundo. O
colgados por cientos como golondrinas en los cables del alumbrado público. O
atascando las calles y los balcones y los buses y los techos. Tan loco te vuelves que
por cualquier medio intentas encontrarlo cara a cara. Tus ojos frente a sus ojos, a
sabiendas de que el instante en que tus ojos se estrellan con los suyos, ha llegado tu
muerte.
Hay solamente dos formas de liberarse del Plumas: matándote o bebiendo.
Salud».

AULLIDOS
Me encamino por la calle Velasco como hacia el paredón. La calle Velasco, que
conforme se alarga se entristece, se enflaquece y se convierte en un potrero negro. La
noche, sin luna ni estrellas, me achica, me extravía como en un paraje selenita.
Albura, con sus escuálidas luces, se va hundiendo sin remedio a mis espaldas.
Atravieso la línea férrea y penetro en el potrero que tiene más fango que pasto.
Apenas camino unos veinte metros, me veo obligado a dar un brinco digno de atleta

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en olimpiadas: mis zapatos vienen de despertar un nido de ratas enormes como perros
chiquitos. Salto en zigzag y cada vez se me afina más la puntería para pisar ratas que
chillan e intentan morderme. Imaginar que todo el potrero es un nido de nidos de
ratas gigantescas, casi me quita la borrachera. Borrachera de tres noches y con los
mismos malandros. Corro despavorido hasta que las ratas quedan atrás y mis zapatos
pisan felices solamente hierba y lodo. Como si con las ratas no hubiese sido
suficiente, la carrera y los tragos me revuelven el vientre. Vomito el doble de lo que
he bebido y hasta lo que no he comido. Levanto la cabeza como cristo en la cruz
cuando ya se han borrado los malos y los buenos. La oscuridad es tan compacta que,
conforme camino, se me aumenta la sensación de estar volviéndome ciego. Un ciego
con piernas de plastilina de la borrachera.
Desde luego no necesito la vista para saber que la muda me está siguiendo. Los
mugidos de su risa, más chillones que nunca, hacen coro con el chillido de las ratas.
La imagino aterrada, con las gigantescas ratas trepando por encima y debajo de su
batona de muñeca de trapo. También ella, a su manera de muda y de enana, corre
despavorida por medio de la oscuridad del potrero. La borrachera me hace sudar
escarcha y cada diez pasos devuelvo a la naturaleza un tonel de cerveza. El planeta
me da vueltas, quisiera echarme y dormir y dormir. Pero debo continuar, aunque sea
rengueando como herido, aunque sea con el piloto automático, porque la muda ya me
alcanza.
Por fin, distingo en las tinieblas el esqueleto de la iglesia quemada. Parece un
barco de carbón brotando de trompa desde la tierra. Faltando tres pasos para llegar a
la entrada, me hundo en un lodazal, por no decir un pantano. Quiero pararme, pero
me resbalo mil veces y solamente lo logro cuando las escamosas manos de la muda
están a punto de alcanzarme. Tambaleando y gateando y tambaleando, llego hasta el
hocico de la iglesia sin portón. A tientas, incluso golpeándome con tanta carcaza de
madera quemada, me escabullo en la oscuridad. Pero en vano, porque parezco el gato
huyendo de su cola y mi cola es la Mudadelia. Sin pensarlo una sola vez, me deslizo
en un confesionario acostado y me ovillo al fondo. Con las dos manos contengo la
respiración y el siguiente vómito que me infla la boca. Milagrosamente, la muda
sigue de largo con su risa nerviosa y gimiente. Se desespera al no encontrarme, gime,
casi balbucea mi nombre, como si a estas horas de la vida estuviese a punto de salir
hablando. La cabeza me bate como parlante de discoteca. El vómito me gana y se me
escapa de la boca, con una arcada bullanguera como la risa del Murciélago, como la
risa de puerta oxidada del Trapo Andrade. Con tamaño ruido, la muda llega directo a
mi escondite cuando estoy tratando de escabullirme. Le recibo con un amago de
puntapié, que ella aprovecha para agarrarse de mi pierna con todas sus fuerzas de
caballo. En ese momento que la muda me va a arrancar la pierna como si fuera
ortopédica, me cae del cielo la voz afónica del Caracortada. También las voces de sus
tres compinches. Como si nada, como parte del guión, el Caracortada enciende un
cigarrillo. Con la luz del mechero, su cicatriz adquiere un esplendor extraño, de

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película y de sueño. Esto es un thriller y yo estoy dentro de él, pienso desde mi
borrachera. La mudamuda no sé qué piensa, pero se asusta y me suelta muerta de risa.
Yo me escabullo viendo apenas de reojo que es acorralada por los cuatro facinerosos.
El resto del plan no me compete. Salgo de la película y de la iglesia, corriendo,
tambaleando, vomitándome en el pecho nada, bilis. Corro, salto la zanja, me enlodo
hasta la cara, gateo, trepo hacia el potrero. Me pongo de pie a la tercera tentativa y
empiezo a correr haciendo zetas. Eso sí, cuidándome de tomar otro camino distante al
nido de nidos de las ratas gigantescas.
Aunque cada vez más lejanos, los gemidos de la risa de la Mudadelia me
persiguen. Cuando entro en la flaca y desolada calle Velasco los sigo oyendo, pero
ahora son más agudos, más largos. Son más bien aullidos de perra pariendo uno
detrás de otro a sus hijos muertos. Aullidos que se confunden con los aullidos de
todos los perros perdidos. De todos los perros abandonados de Albura.

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HUILO RUALES HUALCA (Ibarra, 1947) es ahí donde transcurre su infancia; la
cual se ve impactada por la muerte de su padre en un accidente automovilístico,
cuando él apenas tenía trece años; este suceso lo llevaría, tiempo después, a salir de
su ciudad natal para concretar sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San
Gabriel de Quito.
A finales de los años setenta, decide migrar a la ciudad de París. Su producción
literaria y reconocimiento a nivel local, surge a partir de los años ochenta, década en
la que integra el Taller de Literatura de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, dirigida por
el galardonado novelista guayaquileño Miguel Donoso Pareja. Contribuye en la
formación del grupo literario Elektra, editorial encargada de la difusión de diversas
obras ecuatorianas hasta la actualidad, y también funda La pequeña Lulupa junto a
Raúl Serrano, Galo Galarza y Miguel Ángel Serrano. Además, en el año de 1983
obtiene el Premio Hispanoamericano de Narrativa «Rodolfo Walsh», galardón que le
es entregado en la ciudad de París.
Su narrativa ha sido descrita como «la exposición de lo lumpenesco», según el
escritor Cristóbal Zapata, pues desde un lenguaje que se combina con el
coloquialismo quiteño, crea personajes que destacan por su marginalidad y su
personalidad irónica; por tal razón es que críticos como Tania Rodríguez, comparan
esta literatura con la del célebre Pablo Palacio. Un claro ejemplo de este retrato que
Huilo realiza con sus personajes, se aprecia en su novela «Maldeojo» (1998), donde
se narra la historia de dos personajes, Fantoche y Fetiche, los cuales se enfrentan a su

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condición de marginalidad en un pequeño pueblo abandonado de casi cualquier
contacto con el exterior.

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Índice de contenido
Cubierta
Cuentos para niños perversos
El alma al diablo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Es viernes para siempre, Marilín
Yo, el funesto hombre de la mancha
Qué risa, todos lloraban (tríptico)
Qué risa
La mudadelia
Yo, el payaso
El trapo Andrade
Mamá
La muda y la casona
Acoso
Qué risa todos
El 24 de mayo
El abanderado
El desfile
El turno
El bochorno
La resaca
Qué risa, todos lloraban
El murciélago
El retorno
La bienvenida
Papá
El amor
El cine
El acabóse
Carrie
La negra peta
La nota
Aullidos
Sobre el autor

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Página 91

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