La experiencia que llevaron a cabo las organizaciones de derechos humanos en los
últimos años dio lugar a que nuevos actores impulsen una justicia al servicio de los ciudadanos.
La transición a la democracia trajo, entre otras modificaciones sustanciales en las
formas de vida en nuestro país, la incorporación de las instituciones del derecho a la política. Desde la creación del Estado nacional, el Poder Judicial había jugado un rol secundario. Fue, en el mejor de los casos, un compañero funcional de los otros poderes, sobre todo un aval de la supremacía del Ejecutivo tanto en tiempos en los que funcionaban relativamente las instituciones de la Constitución como en las épocas en que la fuerza de las armas las clausuraban. Desde la formación del estado nacional en 1862 y hasta bien entrado el siglo XX una justicia deferente se dedicó casi exclusivamente a aplicar los Códigos: organizaba la familia, los contratos, la persecución penal. En el ámbito de lo público brindaba al Poder Ejecutivo una serie de herramientas para que llevara adelante sus políticas sin la molesta intervención de los ciudadanos a quienes les restringía los canales de reclamo y de control de la acción de los funcionarios públicos. Solo se podía recurrir a los jueces por cuestiones individuales y para pedir excepciones mediante procedimientos oscuros, caros y largos. Hacia adentro, el Poder Judicial funcionaba (y en general sigue funcionando) como una gran familia. El nepotismo, la lógica de los privilegios corporativos, los procesos, las rutinas y los horarios alejaron a la gente que supuestamente tiene derecho a utilizarlos, y fueron desarrollando una lógica contraria a la idea de que la justicia es un servicio público que debe estar al servicio de la comunidad. Este poder del Estado carecía de control externo ya que quienes supuestamente debían ejercerlo eran también parte de esta práctica. Los miembros del Ejecutivo eran abogados que volverían eventualmente a su estudio jurídico para seguir dependiendo de la buena relación que pudieran mantener con los funcionarios judiciales para hacer su trabajo. En la historia argentina, los presidentes cuando no fueron abogados fueron militares. El mismo conflicto de interés sufren los profesores de derecho, ellos también abogados litigantes. Los legisladores tienen un problema similar porque cuando no son abogados o abogadas, cuentan con asesores o jefes partidarios que lo son. No había, como lo han comprobado todos los que han intentado cambiar el sistema, “actores pro-reforma”. Una política concentrada en el Presidente, sin frenos ni contrapesos (“una monarquía en el fondo y una república en las formas” como quería Alberdi citando a Bolívar) desaforada, girando sin el ancla de la Constitución, con fraude electoral, con intervenciones federales a las provincias, con decretos presidenciales, o directamente con golpes de estado, gozaba de la libertad que le brindaba una justicia complaciente. Pero algo cambiaría las cosas. La violencia desatada durante los sesenta y los setenta dejaría de ser un poco más que mera violencia para dar un salto cualitativo: a partir de 1976 y desde el aparato del Estado tomado por las fuerzas armadas se implementó una política masiva y sistemática de secuestros, torturas, desapariciones y asesinatos. Sin embargo, como de la nada, de quién sabe qué recursos culturales escondidos, un grupo de personas, como quizás nunca antes en la Argentina, reclamaron justicia en lugar de ejercer la venganza. En particular reclamaron verdad (saber dónde estaban quienes desaparecían) y debido proceso (a favor de los detenidos, pero también a favor de quienes los detuvieron para que eventualmente les llegara el castigo penal). Con este reclamo arribó al centro de la política argentina la idea de derechos, es decir, surgió un límite infranqueable a toda política pública, aun a la política democrática, y su fuente se encuentra en la Constitución y en los tratados internacionales de derechos humanos. Y naturalmente surgió una cuestión más: todas las miradas se posaron en ese momento en el poder público encargado de defender esos derechos: el Poder Judicial. Cuando los otros poderes fallaron, cuando aun los poderes legitimados por el voto fallan en la defensa de los derechos humanos, las miradas se corren y se fijan en los jueces. Como en el comienzo de la democracia cuando todos registramos en una sala de audiencias una escena que aun hoy guardamos en nuestra memoria: la de jueces civiles juzgando a los poderosos de ayer y brindándoles el debido proceso que ellos no habían otorgado a sus víctimas. ¿Qué aprendimos de esa escena, de esos cortos siete años desde que las Madres de Plaza de Mayo empezaron a caminar hasta la sentencia del Juicio a las Juntas? Aprendimos varias cosas: que algunos reclamos no pueden ser ejercidos por actores individuales, sino que deben ser colectivizados, asumidos por organizaciones civiles capaces de plantear que las víctimas no pretenden que el poder graciosamente les otorgue una excepción sino pelear contra la política pública en cuestión porque identifica a un grupo para oprimirlo activamente o excluirlo de los beneficios que se les otorgan a otros. Así, los derechos se entienden ahora también como colectivos, ya no se encuentran sólo en los bordes de la política sino también en su centro, los derechos no son solo límites sino que son ahora objetivo de políticas públicas. Honrarlos ya no es una cuestión de cuidarlos en el margen mientras se persigue el bien común. Ahora, la ampliación de los derechos es uno de los objetivos centrales de las políticas públicas. Por eso, respondiendo a esta reconfiguración de nuestra vida política, la justicia, aun antes de que la legislación y la Constitución reformada en 1994 dieran las herramientas necesarias, impulsó los procesos con los cuales los actores colectivos reclamaron derechos colectivos. El ejemplo más claro es la capacidad de las organizaciones no gubernamentales para demandar en juicio a través del amparo colectivo. Con él comenzaron a llegar a la Justicia cuestiones que antes quedaban sin resolver o que se mantenían incólumes, violando los derechos de los ciudadanos. Y así las decisiones de los jueces ya no sólo mandan aplicar la ley o hacer una excepción para un caso individual, sino que también obligan a los poderosos a modificar sus prácticas, a hacer coincidir sus políticas (estatales o no estatales) con el mandato de la Constitución. Nada de esto hubiera sido posible sin el surgimiento de abogados que asumen estas causas con lo que desde hace unos años llamamos la práctica del derecho de interés público, esa particular forma de ejercer la profesión en la cual la causa es la que manda y el actor y su abogada rigen su actuar para hacer prevalecer el interés público dejando en segundo plano el individual. Es natural: cuando se reconfigura una práctica deben surgir actores, procesos e instrumentos (derechos, sentencias novedosas, formas de asumir las diferentes tareas profesionales) que permitan que esa práctica se articule y se despliegue. Es por eso que se dice que el derecho argentino: a) se ha constitucionalizado, es decir, ahora la Constitución es norma operativa y no una mera aspiración para el futuro, y los derechos que tan generosamente enuncia son mandatos, normas obligatorias y también límites y objetivos de las políticas que afectan al público; b) se ha judicializado, es decir, nada queda en principio fuera de la jurisdicción de los jueces: si los órganos mayoritarios no responden a un reclamo de derechos se abre la puerta de los tribunales; c) se ha politizado, es decir, el Poder Judicial es un poder político a la misma altura que los otros dos, ejerce frenos y contrapesos y la razón de ese poder es que la Argentina es una democracia, sí, pero una democracia constitucional y d) se ha globalizado, o sea, estos nuevos derechos y procesos no terminan en las fronteras nacionales sino que la deliberación se extiende a organizaciones que la política electoral argentina no controla. Como se comprenderá, esta radical transformación de nuestras prácticas no es total ni está todavía articulada en rutinas asumidas por todos los actores. Hay muchas resistencias, hábitos centenarios, privilegios difíciles de remover. En particular en el Poder Judicial se sigue trabajando sin asumir que se debe brindar un servicio público. Ni los tiempos de los procesos que se extienden morosamente a lo largo de años para cuestiones que no deberían llevar más de pocos meses, ni los lugares de atención que se edifican lejos de donde la gente vive o trabaja, ni los horarios de atención que son inconcebiblemente escuetos y que se superponen con los del trabajo de la gente, ni el costo de los procesos, están en línea con el proyecto de un país que se asume como una democracia constitucional. Los abogados, por su lado, y sus Colegios, no cumplen con su responsabilidad legal de ofrecer gratuitamente sus servicios a quienes no puedan pagarlos. Los pocos consultorios gratuitos están lejos de la gente por falta de conocimiento o por su ubicación. El maltrato a los clientes no recibe sanciones y las pocas que se imponen no se hacen públicas. Muchas de las formas de la corrupción pública y privada no sólo son toleradas por los abogados sino que ellos funcionan como facilitadores de conductas fraudulentas, violando una vez más sus mandatos legales. La actuación en los tribunales está marcada por las chicanas, el actuar de mala fe y la mentira son moneda corriente y a veces se justifican, incluso, como un deber de la profesión. Para mencionar un hecho escandaloso: la ética profesional no es una materia obligatoria en las facultades de derecho y no se precisa conocer el contenido de los Códigos de Ética para obtener la matrícula de abogado. Las instituciones llamadas a velar por esta práctica y alinearla con la democracia constitucional han venido dando tumbos. El Consejo de la Magistratura, como se sabe, todavía no encuentra su equilibrio entre la legitimidad técnica profesional y la legitimidad mayoritaria. La Corte Suprema de Justicia de la Nación intentó durante el gobierno de Alfonsín un modelo de control fuertemente contramayoritario y fue liquidada. En la época de Menem viró hacia la total deferencia al Ejecutivo y también sucumbió. La Corte actual está intentando crear legitimidad a través de la deliberación horizontal con los otros poderes y su éxito todavía está por verse. La Argentina asistió a la intervención abrupta de un fenómeno excepcional: el advenimiento de una democracia basada en derechos. En esta transición enfrentamos dos peligros: negar la excepción fundante y volver a la práctica anterior, o hacer de las excepciones la norma para que los poderosos hagan lo que se les ocurra con la excusa de vivir en excepción permanente. Tenemos una oportunidad generacional única: ser los articuladores de una práctica democrática (nunca más golpes de estado) respetuosa de la Constitución (nunca más violaciones de derechos humanos). Ojalá seamos nosotros quienes podamos honrar el legado de la generación que se atrevió a cambiar la violencia por el derecho.
Frase destacada: Los derechos se entienden ahora también como colectivos, ya no se
encuentran sólo en los bordes de la política sino también en su centro, los derechos no son solo límites sino que son ahora objetivo de políticas públicas.