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Hemos dejado atrás el desierto (las tentaciones, primera semana de Cuaresma) y
la montaña (la Transfiguración, segunda semana de Cuaresma). La Liturgia nos
pone hoy los Mandamientos, que, seguramente, conocemos desde pequeñitos. Acostumbrados a estudiarlos de corrido, quizá nos hayamos acostumbrado a tenerlos de fondo, como algo que está bien, pero que no nos afecta demasiado. Total, ni robo, ni mato, ni “nada de nada”, como dicen algunos al confesarse. Se nos olvida que los Mandamientos hay que entenderlos desde su origen: el recuerdo de la esclavitud en Egipto, la liberación y el deseo de vivir según unas normas que permitan constituir una sociedad distinta a la egipcia. Sin faraón, y con Dios. Sin esclavitud, y con libertad. Sin desigualdades, y con igualdad. Sin muerte, y con vida. La sociedad, el mundo que Dios quiere para todos. En realidad, los Mandamientos, aunque algunos opinen de otra manera, siguen estando vigentes. Todos. Jesús, lejos de derogarlos, viene a darles sentido y plenitud. Son una muy buena forma de revisar nuestro estilo de vida con lo que Dios quiere de nosotros. Esta primera lectura nos recuerda que para Israel sólo debía haber un Dios. Esas palabras del Señor a su pueblo nos las dice hoy también a cada uno de nosotros. Los “diosecillos” que el mundo nos puede ofrecer no pueden ser los que dirijan nuestra vida. Es verdad que parecen muy atractivos, pero ni el dinero ni el placer ni el poder traen la verdadera felicidad. El Dios único, que se manifestó en la persona de Jesucristo, es el que debe dirigir nuestro existir, configurar nuestros valores, dar sentido a nuestra vida. Ésta es la verdadera y eterna alianza que Dios ha hecho con nosotros, sellada con la sangre de su Hijo, para que seamos fieles hasta el final. Sabemos que Jesús resumió los Diez Mandamientos en dos, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mt 22, 33-34.) Quizá por eso sería bueno, antes de aprender – o enseñar – de memoria los mandamientos, aprender a sentir el amor de Dios, hablar de ello y predicarlo más a menudo. Amar, es el resumen de los Mandamientos. Y ese amor nos obliga a abrir nuestra mente, para poder, incluso, amar a los enemigos. Y a perdonar sin límites. Y a compartir nuestro tiempo y nuestros bienes con los hermanos. Incluso, a morir por ellos. De esto no se dice nada expresamente en los Diez Mandamientos, pero es la consecuencia de la ley del Amor, con mayúscula. Si debemos tener un corazón lleno de amor, como el Padre, y si debemos darnos en todo momento, ¿quién va a querer robar, engañar, matar, convertirse en adúltero…? Todo eso va en contra de la Ley del Amor. En el Evangelio, se reflexiona sobre el templo de Jerusalén, durante la Pascua. Seguramente, era la época del año donde todo el mundo “hacía el agosto”, con la gran cantidad de sacrificios, cambios de monedas y visitantes necesitados de alojamiento que llenaban la ciudad. Ante el volumen de negocio, parece que no había nada sagrado. Ni en el interior ni el exterior del templo. Mientras que para los judíos no pasaba nada, Jesús reacciona de forma poco pacífica. Los discípulos vieron que el celo por la casa de Dios devoraba a Cristo. Él hizo una limpieza en profundidad, corrigió todos, expulsando a los mercaderes a golpes, incluso a los animales y aprovechó para hablar del nuevo templo de su cuerpo. Jesús nos conoce mejor que nosotros mismos. Es un gran privilegio, porque además nos quiere como somos, y espera que seamos mejores. Nuestro corazón es su casa. Podríamos hoy pedir al Señor que purifique nuestras motivaciones para seguir a Jesús. Que no llenemos nuestra casa con imágenes que no representan a Cristo. Que seamos capaces de dar menos importancia a todo aquello que no permite el crecimiento del Reino. Que nos podamos liberar de los ídolos que nos frenan, sean personas, cosas o afectos desordenados, de forma que podamos vivir más como Dios quiere, con más tiempo para el encuentro con Cristo, y menos excusas para no hacer lo que Él nos pide.