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RESUMEN FOLLARI

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Follari, R.

(1996)
¿OCASO DE LA ESCUELA?

Introducción
Poseer un título de educación superior ya no garantiza puestos de trabajo ni prestaciones de
peso. Los adolescentes también encuentran escasos entusiasmo en leer, que lo escolar les
parece una rémora tediosa y advertimos que la escuela a nivel de primaria o de básica (según
sea la denominación en cada país) se preocupa por promover hábitos y destrezas que en buena
medida no se corresponden con aquellos que la sociedad privilegia en la época de la
computación y la robótica.

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Lo educativo es un ítem secundario dentro de la agenda pública: puesto a depender de las
decisiones en política económica, carece de dimensión estratégica, excepto —por supuesto - en
los discursos oficiales. Su sitial a nivel de asignaciones presupuestarias es modesto, y aún lo es
más su consideración en cuanto a las prioridades de atención. No pasan por allí las
preocupaciones oficiales; como máximo, en algún caso se entiende que debe formarse algún
personal de punta en áreas de tecnologías estratégicas, pero se escinde esta cuestión de la

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escolaridad para el conjunto de los estudiantes "vulgares", los que no encabezarán la pirámide de
reconocimiento en la acreditación escolar. La "educación universal" se considera como derecho
indisputablemente impuesto; por ello mismo, como cosa ya superada, obtenida, como meta que
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no requiere ser puesta nuevamente en el espacio de reflexión o cuestionamiento. De manera que
la escuela, cuando "parece más aceptada, es que en realidad está más ignorada.
Esta característica-de lo escolar, que la ha sido funcional para mantenerlo dentro de la sociedad
vigente dentro de un plano idealizado aunque a menudo vacuo (la docente abnegada, el maestro
mártir, etc.), en un momento de torsión estructural de las condiciones económicas y culturales
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(paso de la línea de montaje a la modificación tecnológica permanente, y de la modernidad al


marasmo posmoderno) se, ha vuelta extremadamente problemática. No ponerse a la altura de los
tiempos, no mostrar alta capacidad de adecuación, ir siempre "detrás" de lo establecido en
tiempos en que la velocidad de la innovación crece en progresión geométrica, está desvinculando
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lo escolar de los procesos fundamentales de la sociedad. Está dejando lo educativo en el desván


de lo obsoleto, poniendo la institución escolar por fuera de los procesos socialmente definitorios.
El desafío es enorme. La escuela se renueva, o irá lentamente perdiendo vigencia para apagarse
sin pena ni gloria. Empecernos por advertir la cuestión. Naturalmente, cabe la posibilidad de que


lo escolar permanezca por mucho tiempo más en una larga agonía y decadencia: de hecho,
creemos que ello ya está sucediendo. Podemos pensar que la escuela, así, no desaparecerá, que
estamos lejos de su caída. Pero no nos equivoquemos: es ésta una época de renovaciones
veloces, de vertiginosas recomposiciones. Nada garantiza el sostén a mediano plazo, si es que la
brecha entre innovación tecnológica y cultura de la escuela sigue agrandándose. Va siendo hora
de una saludable reacción.

Capitulo 1: La escuela, hija de la modernidad


Comencemos por lo elemental. Toda sociedad requiere sostenerse como tal en la consecución de
la adhesión a ciertos valores compartidos. Entiéndase bien: no queremos decir que todo el mundo
deba pensar igual, ni que se exija como requisito de la cohesión social la uniformidad ideológica.
Más bien, cuando se da esto último, lo que es propio de dictaduras y totalitarismos, encontramos
una especie de agudización al extremo de la necesidad de la que hablamos; en ese caso

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especial, sostenida al servicio de la centralización del poder con el pretexto — real o ficticio — de
algún enemigo interno o externo que amenazaría la persistencia misma de la comunidad.
Pero, sin duda, la sociedad siente que se despierta un resorte esencial cuando se apela al
discurso sobre la liquidación posible del lazo de convivencia. Es que éste es el lazo último
fundante, aquel sobre el cual se edifica la posibilidad de existencia de la cultura desde el cual
establecer luego cualquier coincidencia o diferencia con los demás. Allí se sostiene la posibilidad
misma de la sociedad en cuanto tal.
Este lazo inicial -aquel que Rousseau planteara bajo la forma obvia amerite imaginarla del "pacto"
entre pares— es el que toda comunidad humana requiere para sostenerse.
Representa el común, denominador mínimo compartido, a partir del cual se recortan luego
diferencias y especificidades. Los valores que hacen que una comunidad se reconozca

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precisamente como tal, como una, como la misma, más allá de los contrastes entre sus miembros
(que pueden tenerlos precisamente porque habitan el suelo común de idéntica sociedad). Durante
el Medioevo el sostenimiento la fundamentación del lazo estuvieron a cargo de la iglesia.
Así se entendió que, según el orden divino expresado en términos de naturaleza humana, debía
haber quienes mandaban y quienes obedecían. La desigualdad estaba escrita en los designios de
Dios; se leía a Tomás de Aquino según la clave de la "diferencia específica" de los humanos en

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relación con los animales, dada por la razón. Y en el ejercicio de tal razón no todos hemos sido
igualmente dotados: algunos hombres participan más grandemente de aquello que los hace tales,
de lo que los caracteriza como humanos. Siendo éste el rasgo por el cual el hombre participa
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privilegiadamente —dentro de los seres de la naturaleza— del plan de Dios, resulta decisivo en
cuanto a instaurar la Ilegitimidad del orden feudal. Hay hombres con más razón que otros, y han
sido dotados favorablemente por designio superior. Ellos son los que dirigen la sociedad,
asumiendo lo ya inscripto en su naturaleza.
Al iniciarse por vía comercial la apertura lenta del mercado, y al ir caducando el modo de
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producción feudal hacia la instauración del capitalismo y la urbanización consiguiente, la


justificación del orden social se modificó. Había cambiado el mecanismo del lazo social, y el
hecho arbitrario de regirse según las ciegas leyes del mercado requería de una fundamentación
consecuente. Libre arbitrio, decisión Individual, igualdad Inicial en los derechos pasaron a
constituir el credo que se debía justificar.
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Allí nace la escuela como el nuevo espacio institucional al cual se encargará —gradualmente, y
más explícitamente luego de la Revolución Francesa— la tarea de sostener el lazo. Cada
ciudadano debería elegir por sí y por ello tendría previamente que proveerse de los recursos de
habilidades y conocimientos elementales que le permitiera obrar como sujeto racional y libre —


superada la esclavización que implicaría la ignorancia— para así hacerlo con el margen de
discernimiento imprescindible. Es decir: la escuela será el lugar donde se accede a la calidad de
ciudadanos, donde se adquieren los recursos culturales mínimos para formar parte, de mañera
autoconsciente, de la sociedad y de sus procesos de gobierno y legitimación.
El conocimiento todo lo lograría: los positivistas se permitían confiar en que gracias a la ciencia se
superarían las guerras, la pobreza, las enfermedades. En el conocimiento se basaría una
humanidad plenamente realizada; y ese conocimiento se transmitía a todos por vía de la escuela
universal y obligatoria. Aparé-la escuela como gran redentora social. Hasta la obra de Marx
participa de este optimismo de la ilustración: la auto-conciencia racional serviría a la liberación de
aquellos oprimidos por relaciones de explotación, dentro de una sociedad pretendidamente
igualitaria. La razón nos haría libres, superaríamos así nuestra condición auto culpable, según
afirmara Kant. No es difícil advertir el otro lado necesario de esta divinización de la Razón de este
ponerla en una cúspide que es la misma que previamente ocupara la fe: en nombre de esa razón
sin duda también pueden producirse monstruo.

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Bajo la noción de autonomía del individuo y del juicio racional de éste, se establecieron, normas
fuera de las cuales tal racionalidad quedaba negada: el modelo ilustrado fue el del sujeto
autoconsciente propio de Occidente, y en consecuencia, excluyó de inmediato aquello que le
fuera ajeno precisamente aquello que la ilustración puso como coto al despotismo y la dirección
desde fuera de la vida de los sujetos, sirvió a la vez para establecer nuevas sujeciones y una
sorprendente dureza. Bajo la noción de autonomía del individuo y del juicio racional de éste, se
establecieron, normas fuera de las cuales tal racionalidad quedaba negada: el modelo ilustrado
fue el del sujeto autoconsciente propio de Occidente, y en consecuencia, excluyó de inmediato
aquello que le fuera ajeno.
La escuela es el lugar donde se conforman los especialistas que luego operarán en las más
diversas áreas del quehacer social. La escuela es el sitio de legitimación de la razón, el lugar por
excelencia del saber sistematizado. Es espacio de producción de alumnos y de profesionales que

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se diseminan hacia el resto de las instituciones; es el lugar más propio en que lo discursivo
plantea sus exigencias de ordenamiento a partir de las cuales se buscan cauces de los cuales los
sujetos no debieran salirse, en tanto son aquellos en que habita lo que se define como "racional".
La educación no era una función de planificación social de la economía, sino el cumplimiento con
un derecho de cada ciudadano al acceso a los bienes simbólicos existentes, al capital cultural
acumulado y reconocido. A partir de allí, cada uno elegirla cuánto avanzar en la oferta educativa,

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cuánto y qué estudiar: el espíritu de la Ilustración rechazaba cualquier exigencia por sobre aquella
de apelar a la racionalidad de cada individuo. Podemos entonces afirmar, que la educación no
estuvo ligada a preocupaciones económicas inmediatas, sino básicamente a cuestiones
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relacionadas con el orden simbólico, con el establecimiento del lazo social, y de los límites para
transgredirlo. Nunca hubo tal relación punto a punto educación/producción. La pretensión de
subordinar lo educativo a lo productivo no nos remite a algún pasado perdido, sino más bien a
una inédita nueva vuelta de tuerca en la cada vez mayor pragmatización de las actividades
sociales, y a una reducción de lo específico, de la vida académica, poniéndola al servicio de fines
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que no le son propios.


Nos encontramos con la idea de educación universal propuesta desde el Estado, sin que la
sociedad lo advirtiera todavía como necesidad; y sin que contáramos con la urbanización de la
población y los backgrounds culturales y económicos que impulsaron el proceso en el capitalismo
europeo. Si agregamos a esto la heterogeneidad cultural abierta por la presencia de la negritud, lo
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indígena y el generalizado mestizaje (en choque con la fuerte tendencia a la homogeneización


propia de lo escolar), advertimos hasta qué punto la escuela universal fue en Latinoamérica más
un anhelo de los sectores ilustrados, que una posibilidad real de masificación democrática del
acceso a la cultura.


Este aspecto permanece claramente marcado en la concepción pedagógica dominante durante el


siglo pasado, presente en precursores como Sarmiento o A. Bello: se tratará del proyecto del
progreso y la razón, de iluminar contra la barbarie de la ignorancia, de superar con el
conocimiento los males sociales, advertidos siempre como fruto de la falta de progreso y de
saber. La escuela ritualizada y burocratizada que poseemos, sus tendencias duramente
disciplinantes, su falta de flexibilidad y su producción/legitimación del autoritarismo, también
abrevan en esa tradición. En ése el visible claroscuro de la función de la escuela como Institución,
y de la ideología pedagógica que la acompañó desde dentro.
De manera que se impone, a través de la escuela, "violencia simbólica”. Violencia a través de los
signos, del lenguaje, del conocimiento, incluso de las normas institucionales. Todos sabemos que
las escuelas argentinas reproducen las conductas de las clases medias, asumidas como
parámetro universal. Los más pobres resultan ignorantes, rebeldes, atrevidos o demasiado
movedizos, si se los juzga según esos términos. Generalmente se muestran en situación de
inadecuación, porque el clima cultural global de la escuela les es extraño, implica una imposición

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de modalidades comporta-mentales ajenas. Se trata de una violencia no menor por ser el hecho
de ser simbólica; no se quiere con ello decir que no sea real, sino que opera por la específica
realidad del símbolo, de la palabra, que es lo propio de lo humano. Por tanto, se trata de violencia
sin aditamentos. Finalmente, cabe reflexionar brevemente sobre un aspecto que a menudo ha
sido señalado: la espuela no sólo reproduce los valores necesarios a la sociedad en general, sino
a la vez los propios de los sectores sociales hegemónicos. Lo escolar es espacio de reproducción
en acto de las relaciones sociales, en cuanto sostiene y legitima las diferencias previas de clase a
través de los procesos de acreditación y titulación; es alta la correlación entre sector de extracción
social, y tasas de acceso y permanencia en el sistema escolar.

Capítulo 2: Lo posmoderno y la crisis de la escuela

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Antes se creía en el progreso indefinido, en el desarrollo abierto hacia el futuro, en el proyecto
sistemático, en el progreso; hoy, la ecología ha puesto al progreso en entredicho, el futuro ya no
es promesa, el pasado se ha desustancializado, no se cree que valga la pena producir
sistemáticamente la historia. El estilo "light", la imposición del narcisismo y la privatización de la
existencia han llevado al abandono de la proyectualidad propia de lo moderno.
Estamos entonces no en una negación de la modernidad, sino en un rebasamiento, una especie

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de modificación de los efectos por agudizamiento de las causas. Puede hablarse con propiedad
de lo sobre moderno, como algún autor ha propuesto; estamos en la etapa de pleno cumplimiento
del proyecto de dominio técnico del mundo. En él precisamente, la ciencia, la técnica, la razón,
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han sido puestas en crisis.
Ello en cuanto las ideas de progreso y de dominio han dejado como tales de tener consenso y
validez. Asistimos a la época del final de las certidumbres. Ya no hay pretensión de que la verdad
sea única. Ya no se aceptaría algo como la Verdad, sino que existirían verdades provisionales,
fragmentarias.
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El final de la certidumbre aumenta la indeterminación, el pluralismo de opciones, la asunción


liviana de las posiciones contra las éticas “duras” tradicionales. Ello quita espacio a la criticidad y
a la oposición a lo existente y simultáneamente al autoritarismo. Todo esto lleva consecuencias
específicas respecto de lo escolar.
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La escuela deja de perfilarse como espacio social privilegiado: se convierte apenas en un lugar
más. Sin seguridades, ya no es la escuela el sitio donde ellas se transmiten. Lo mismo ocurre con
los oficiantes de tales seguridades, los clásicos apropiadores de la verdad: los intelectuales.


Si el conocimiento ya importa menos, y si los intelectuales (que lo producen, y que representan el


fruto privilegiado de la acción escolar) también importan cada vez menos, la escuela se ve
afectada en cuanto a su vigencia. Está ligada a lo anticuado, está fuera de lo que actualmente se
asume como válido.
Como se ve, ya no hay lugar para él "(yo) pienso, luego existo". Más bien nos encontramos con
un "si me estimulan, existo"; somos pantalla terminal de llegada de permanentes y cambiantes
señales. Ya existe escaso tiempo para la subjetivación, para pensarse, para buscar algún grado
de autocoherencia. En este espacio, la modalidad tradicional de constitución del sujeto se va
modificando. Los valores modernos inician su vacilación: ya no importa tanto el futuro, hay que
sostenerse en el instante. Ya el método y la certidumbre deben dejar paso a la espontaneidad, la
variación de opciones, el goce de las diferencias. Es mejor el mundo “soft” sin exigencias, sin
dimensión de proyectos hacia el futuro, una moral narcisista basada en el propio goce y el
descompromiso para con el mundo y con los demás.

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Otra cuestión es que lo posmoderno no representa una simple inversión de lo moderno, sino su
culminación, diríamos su peculiar exacerbación. No por falta de tecnología se llegó a esta
realidad, sino por el avance permanente de ella; no por falta de aplicación racional a la misión de
la ciencia se está en lo posmoderno, sino que son los frutos de la ciencia tecnológicamente
mediados los que han redundado en esta realidad. Es una torpeza oponer la razón clásica a esta
crisis de la razón, dado que la última surge por el desarrollo de la primera.
Sin duda, hemos tenidos pérdidas con la entrada a lo posmoderno; pero también ganancias: el fin
de la proyectalidad y de la vida apostada siempre al futuro significa la posibilidad de acceso al
goce y al instante, por el cual lucharon generaciones enteras. El rechazo a la imposición por los
padres ha permitido márgenes de libertad que era inconcebibles hace 40 años.
El discutir la centralidad del docente ha permitido poner el acento en el aprendizaje de los
alumnos, más que en el sujeto del acto de enseñanza; y ha evitado abusos que algunos maestros

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cometían en otras épocas en nombre de la disciplina y del saber. En fin: la época del sujeto
centrado, de la ética tradicional, de las modalidades letradas, no fue un lecho de rosas. Fue
espacio para rigidez e intolerancia, además de serlo a veces para la reflexión y el juicio meditado
o ecuánime. No todo lo moderno fue rescatable, no todo lo posmoderno resulta inaceptable.

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