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5. Etapas de la Revelación

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LAS ETAPAS DE LA REVELACIÓN

Al confesar a Dios, los cristianos nos referimos al Dios vivo de la


historia, al Dios de los patriarcas, al Dios de Israel, y sobre todo al Dios
que es «Padre de nuestro Señor Jesucristo». Miramos, en definitiva, a una
Persona, a Jesucristo, y partimos de acontecimientos concretos: Dios ha
entrado en nuestro mundo y ha cambiado el rumbo de la historia.
Los esclavos son liberados, los enfermos son curados, los pobres son
iluminados por la verdad, y las mujeres son valoradas como personas
humanas iguales a los varones.
Conocemos realmente a Dios a través de la Biblia. Allí se relata la
historia de Dios con los hombres y se describen las grandes obras del
Señor, que guía a su pueblo.

I. El Dios del Antiguo Testamento


Dios se revela desde el origen del mundo por medio de la creación
y, especialmente, a través de la historia. Existe, pues, una historia universal
de la revelación divina.

1. La Revelación primitiva
Dios se dio a conocer a nuestros primeros padres de un modo claro
y explícito. Los revistió de gracia y justicia, y los invitó a vivir en una
íntima comunión con Él.
Después de la caída, Dios hizo a Adán y a Eva una promesa de
redención. Alentó en ellos la esperanza de la salvación y tuvo incesante
cuidado con todo el género humano.
Rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide salvar
a la humanidad, y lo hace a través de una serie de etapas.
La Revelación primitiva es continuada en la alianza con Noé después
del diluvio. Noé puede considerarse como el representante de todos
aquellos hombres que no conocen al Dios del Antiguo y del Nuevo
Testamento, agrupados «según sus países, cada uno según su lengua, y
según sus clanes». Dios ofrece su ayuda eficaz a todos ellos. Pero, a causa
del pecado, el politeísmo y la idolatría suponen una amenaza constante
para los hombres.
La Biblia se refiere, en diversos pasajes, a personas honradas y
extraordinarias que son testigos del Dios vivo: «Abel el justo», el mismo
Noé, el rey-sacerdote Melquisedec y otros. De esta manera, la Escritura
expresa qué cercanía de Dios pueden alcanzar también los que no forman
parte visible del «pueblo elegido».
Pero Dios no quiso revelarse a los humanos solamente de modo
individual, quiso formar un pueblo y hacer de éste la luz de todas las
naciones. De esta manera, además de la historia universal de Dios con los
hombres, hay también una historia especial de la Revelación divina.
La historia especial de Dios con los hombres comienza con la vida
de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.

2. La elección de Abraham
Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham, le llama
«fuera de su tierra, de su patria y de su casa», para hacer de él «Abraham»,
es decir, «el padre de una multitud de naciones». En él «serán benditas
todas las naciones de la tierra».
En la historia de los patriarcas, Dios se manifiesta como un Dios que
hace una elección inmerecida, un Dios que muestra el camino y que guía
en un país extranjero.
Acompaña al hombre en su camino y le hace sentirse seguro en su
proximidad confiada y amigable. A veces, sin embargo, se oculta a los ojos
humanos.
El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa
hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección. Está llamado a preparar la
venida del Salvador y la reunión un día de todos los hijos de Dios en la
Iglesia.

3. La formación del pueblo de Israel


Con Moisés comienza plenamente la historia de Dios con los
hombres. Israel vivía entonces en un destierro sumamente duro en Egipto.
Allí se revela Dios a Moisés.
Dios constituye a Israel como su pueblo liberándolo de la esclavitud.
En la travesía del Mar Rojo y en la marcha por el desierto del Sinaí, en la
llegada a la tierra prometida y en la construcción del reino de David, Israel
experimenta una y otra vez que Dios está con él. Le lleva «sobre alas de
águila», para establecer con él una alianza, y de entre todos los pueblos
hacer de él su propiedad especial, que le pertenece «como un reino de
sacerdotes y una nación santa».
Esta alianza no es un contrato entre socios que se encuentran al
mismo nivel, con iguales derechos y deberes; al contrario, Dios la
confirma gratuita y libremente. Obliga a Israel con unas indicaciones
éticas y sociales, los diez mandamientos (que son el «estatuto de la
alianza»); a la vez promete al pueblo vida, tierra y futuro.
La historia de la alianza transcurre de un modo extraordinariamente
dramático. Con frecuencia, Israel cae en la miseria y la opresión, porque
abandona al único Dios vivo y se olvida del precepto fundamental de su
ley, para adorar a los ídolos de los pueblos vecinos. En esas situaciones,
Dios hace surgir hombres y mujeres, para ayudar a su pueblo en las horas
de necesidad. Pero, sobre todo, Dios llama a los profetas como mensajeros,
portavoces y pregoneros suyos.
En las dos catástrofes, del 722 (caída del reino del Norte) y del 587
(caída del reino del Sur con la destrucción de Jerusalén y el exilio
babilónico), la sentencia se convierte en realidad. Israel pierde su
autonomía como pueblo. Vive en el destierro, en una tierra ocupada. Pero
este desmoronamiento no es definitivo, porque Dios jamás abandona a los
suyos. Es fiel a su alianza a pesar de la infidelidad humana: «¿Puede una
madre olvidarse de su criatura, no conmoverse del hijo de sus entrañas?
Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré».
Cuando la Biblia quiere explicarnos quién es Dios habla de Dios
sirviéndose de imágenes sencillas, e incluso a veces de expresiones
humanas. Así, leemos, por ejemplo, en los Salmos: «Yo te amo, Señor; Tú
eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío,
peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte».
Para expresar que Dios trasciende todo lo terreno y humano, la Biblia en
muchos pasajes lo llama el Señor (en hebreo, adonai). Es el Dios-Señor,
que está por encima de todo lo creado. «Señor, Dueño nuestro, ¡qué
admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los
cielos».
Dios abre las puertas del futuro. Las grandes obras del pasado —
exilio, alianza, posesión de la tierra, construcción del templo— se
repetirán en el futuro de una forma superior. Al final de los tiempos, Dios
levantará de nuevo a Israel y hará una nueva Alianza, que no se escribirá
como los diez mandamientos en tablas de piedra, sino en el corazón. Así,
los Apóstoles no descenderán de la montaña como Moisés, llevando en sus
manos tablas de piedra. Ellos saldrán del cenáculo llevando el Espíritu en
su corazón, como si fuesen libros animados por la gracia del Espíritu
Santo.
De esta raíz del Antiguo Testamento no puede ni debe separarse
nunca el anuncio cristiano de Dios, que no aporta una idea general de la
divinidad, sino que da testimonio del Dios concreto que se ha dado a
conocer por Abraham, Moisés y los profetas. De esta historia y este
testimonio del Antiguo Testamento ha hablado también el mismo
Jesucristo.

II. El Dios del Nuevo Testamento

1. El Dios de Jesucristo
A través de las diversas etapas de la historia sagrada, Dios ha
preparado a su pueblo para la Revelación definitiva en Jesucristo. Él es el
cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento.
La renovación anunciada del final de los tiempos ha llegado con Él.
Durante su vida sobre la tierra, Jesús comunica a los hombres quién es
Dios en realidad. Su predicación tiene el sello del lenguaje y de las ideas
del Antiguo Testamento. Como para el Antiguo Testamento, también para
Jesús, Dios es el Creador que ha dado el ser a todas las cosas, que todo lo
cuida, guía y conserva.
Para Jesús, la solicitud de Dios como Creador amoroso se manifiesta
en toda la naturaleza, en la hierba y en los lirios del campo y en las aves
del cielo. «Hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a
justos e injustos». Ni un solo cabello cae de nuestra cabeza sin que Él lo
sepa y quiera. De manera especial las parábolas muestran cómo en todos
los hechos de la vida humana podemos descubrir la huella de Dios y de
sus obras. Por eso, Jesús advierte: «¡No estéis agobiados!» «¡No tengáis
miedo!» Los milagros de Jesús no han de entenderse como espectaculares
manifestaciones de fuerza, sino como acciones del poder divino, con las
que Jesús enseña a sus oyentes a creer en Dios, para quien todo es posible,
y a pedirle con fe.
A pesar de estas semejanzas con el Antiguo Testamento, la
predicación de Jesús acerca de Dios tiene un acento completamente nuevo
y es, por tanto, inconfundible y única. El contenido central de esta
predicación es que el reino de Dios esperado en el Antiguo Testamento
está ya muy próximo; se encuentra en sus palabras, sus obras y en su
misma Persona.
Su mensaje sobre Dios es un mensaje de alegría, como se expresa
sobre todo en las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Esta alegría
se dirige sobre todo a los pecadores, para que se conviertan y sigan su
llamada. Pueden confiar en que Dios es para ellos como un padre que
aguarda al hijo pródigo, le perdona, le entrega de nuevo todos los derechos
de hijo e incluso celebra su vuelta con una gran fiesta.

2. El Verbo encarnado
Jesucristo habló de Dios de un modo enteramente único. Sólo pudo
hablar así de Dios, vivir de Dios, con Dios y para Dios, porque su relación
con Él era verdaderamente única. Según el testimonio de los Evangelios,
la relación de Jesús con el Padre es distinta de la que mantenemos nosotros.
Su relación con el Padre es tan peculiar que nunca está al mismo
nivel que los discípulos. Nunca dice «Padre nuestro» en el sentido de
igualarse a los otros hombres. Después de la Resurrección dice a María
Magdalena: «Ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre
vuestro, al Dios mío y Dios vuestro».
Jesús está por encima de Moisés y los profetas, está por encima de
la Ley y del Templo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos (...). Pero yo
os digo...» Jesús es más que un profeta. Sabe que está en una relación única
de Hijo con su Padre. Es el Hijo único del Padre, el Verbo divino.
En Él, Dios nos ha comunicado todo su misterio, se nos ha entregado
completamente. No habrá otra palabra más que ésta. Cristo es la imagen
de Dios invisible, el esplendor de su gloria. En Él, Dios se hace visible
como un Dios con rostro humano. En lo que Jesús hace y dice, obra y habla
el mismo Dios. De sus acciones y palabras se puede decir en consecuencia:
así habla y obra Dios; Dios habla y obra tal como podemos ver y oír en
Cristo. En Él, Dios se manifiesta definitiva y enteramente, de modo que
en sentido cristiano ya no se puede hablar de Dios prescindiendo de
Jesucristo.
Cristo vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre.
En cierta manera, es la revelación del Padre mismo. Eternamente procede
del Padre, pero sin dejarle, sin abandonarle jamás: «Yo estoy en el Padre».
Es Cristo quien nos «abre» el misterio de la Trinidad, nos muestra la
intimidad de Dios. Sin embargo, es muy poco lo que podemos entender. A
menudo nos portamos como el Apóstol Felipe, que pidió a Jesús:
«muéstranos al Padre». A lo cual Jesús respondió claramente: «¿Tanto
tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto
a mí ha visto al Padre».
Dios se nos manifiesta en el Nuevo Testamento como Padre, Hijo y
Espíritu Santo. El mismo mandato del bautismo, en boca de Jesús
resucitado, recoge la Revelación de la Trinidad: «Id y haced discípulos de
todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo». De este origen procede que la confesión de la Trinidad
sea lo más esencial de la fe cristiana.

3. Amor paterno
De ninguna manera, Dios Padre «impera», o «ejerce un dominio»
sobre el Hijo. Él es Padre en el amor. «Tú eres mi Hijo. Yo te he
engendrado hoy; así comienza el diálogo amoroso entre las Personas
divinas. El Hijo —que es el «Hijo de su amor», el «Bienamado»—
responde confiadamente: «¡Abba, mi Padre!, ¡Papá!» Este nombre «Papá»
es la novedad más profunda del cristianismo. Indica la extraordinaria
cercanía entre el Hijo y el Padre, una intimidad sin precedentes.
La expresión que resume la Buena Nueva es el hecho de que Jesús
habla con Dios como Padre de un modo completamente único y nos enseña
a decir: «Padre nuestro». Por esta razón, la Iglesia pensó firmemente desde
el principio que lo auténtica y específicamente cristiano consiste en una
comunión íntima y personal con Dios, en tomar conciencia de que somos
hijos de Dios. Al mismo tiempo, el cristiano debe saber que el que llama
a Dios «Padre» tiene hermanos; nunca está aislado y solo ante su Padre.
De este Padre común surge la nueva familia, el nuevo Pueblo de Dios
como comienzo de una humanidad nueva.
Cuando el Padre envía a su Hijo al mundo, no le «manda lejos» de
sí, no le aparta de sí. Dado que Él vive en su Hijo, también viene con Él al
mundo. Que el Padre realice la redención mediante el sacrificio de su Hijo,
significa, de alguna manera, que el sacrificado es Él mismo. La redención
es la historia del amor de Dios por el mundo, del amor del Padre unido con
el Hijo en el Espíritu Santo, una historia que supera con mucho la
capacidad del entendimiento humano.
También en su Pasión dolorosa muestra Cristo el rostro del Padre.
Al mirar al Crucificado, podemos vislumbrar algo de ese amor infinito, de
esa entrega total y completa, «hasta el fin». «El Redentor del Universo, al
ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia
con la fuerza de las armas (...), sino con la grandeza de su amor infinito».
Desde la muerte y Resurrección de Jesucristo sabemos
definitivamente quién es Dios: es el que se dirige de un modo radical al
débil y desamparado y rompe las ataduras del pecado; es el que da la vida.
La muerte de Cristo es uno de los misterios contenidos en los planes
divinos.
La Encarnación, muerte y Resurrección de Jesús son núcleo de la
Revelación definitiva de Dios, de su fidelidad y de su omnipotencia en el
amor.

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