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Arde Hermosa Bruja - Curtis Garland

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El alarido horrible se levantó en la noche.

Fue como si un cuchillo escalofriante rascara las tinieblas que había más allá
del fuego. Como si algo físico y afilado desgarrase la oscuridad de los
tiempos tenebrosos en que aquellas criaturas vivían. En que, también,
aquellas criaturas morían. De grado… o por fuerza.
Los ojos humanos se desorbitaron como los de la fiera acosada que ve la
muerte ante sí, y ésta, como la punta de una lanza brutal, desgarra sus
entrañas, lanzándolas al viento helado del invierno áspero, solitario y cruel.
El fulgor de las llamas encendió de colores y de luz su rostro bañado en
sudor. El cuerpo semidesnudo, de ropas desgarradas, lascivamente casi, se
retorció entre cadenas y cuerdas. El pesado, macizo poste al que
permanecía sujeta, no se conmovió por ello. No era fácil, dada su
corpulencia y firmeza en estar hincada a la áspera, dura tierra sacudida por
los fríos vientos eslavos de diciembre.

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Curtis Garland

¡Arde, Hermosa Bruja!


Bolsilibros: Selección Terror - 108

ePub r1.0
xico_weno 17.08.16

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: ¡Arde, Hermosa Bruja!
Curtis Garland, 1975

Editor digital: xico_weno


ePub base r1.2

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«Si es presionado adecuadamente, el Diablo se ve siempre precisado a decir
la verdad y salir del cuerpo de la embrujada…».
(Una de las normas de ciertos Inquisidores de la Edad Media).

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PRÓLOGO

El alarido horrible se levantó en la noche.


Fue como si un cuchillo escalofriante rascara las tinieblas que había más allá del
fuego. Como si algo físico y afilado desgarrase la oscuridad de los tiempos
tenebrosos en que aquellas criaturas vivían. En que, también, aquellas criaturas
morían. De grado… o por fuerza.
Los ojos humanos se desorbitaron como los de la fiera acosada que ve la muerte
ante sí, y ésta, como la punta de una lanza brutal, desgarra sus entrañas, lanzándolas
al viento helado del invierno áspero, solitario y cruel.
El fulgor de las llamas encendió de colores y de luz su rostro bañado en sudor. El
cuerpo semidesnudo, de ropas desgarradas, lascivamente casi, se retorció entre
cadenas y cuerdas. El pesado, macizo poste al que permanecía sujeta, no se conmovió
por ello. No era fácil, dada su corpulencia y firmeza en estar hincada a la áspera, dura
tierra sacudida por los fríos vientos eslavos de diciembre.
—¡Arde, bruja, arde! ¡Arde, hermosa y maldita hija de Satán!
—¡Arde, bruja, arde hermosa bruja!… —repitieron cien voces como en un coro
que, más que angélico resultaba casi demoníaco. Y repetían, hasta el paroxismo
fanático y exorcista—: ¡Arde, arde, arde, arde… ARDE, ARDE BRUJA…!
Y ardía.
Ella ardía. Empezaba a arder. Cuando menos, ardían sus ropas. Sus enaguas, sus
faldas desgarradas sobre los mórbidos muslos, que más de un puritano enlutado de
los que rodeaban la fogata, contemplaban con lascivia mal disimulada. Lo mismo que
algunos de los rígidos y fieles siervos del grupo inquisidor del reverendo Gorko.
Reverendo luterano… y juez magistrado del Condado de Gorkoburg, por más señas.
Precisamente fue la voz potente, clara y rotunda del juez Viktor Gorko la que
retumbó en la noche invernal, sobre el soplo helado del ciervo entre las breñas y los
riscos, y sobre el crujido agrio de las llamas que lamían poste y víctima, mientras
consumían los montones de ramajes secos que servían de alimento al fuego divino de
la purificación humana.
Las hebillas de plata centelleaban en la noche con fulgores que iban del blanco
del precioso metal al anaranjado lívido del reflejo de las llamas, sobre el negro
impoluto de las ropas de los puritanos.
Más allá, mujeres con bocas desdentadas, cabellos blancos o grisáceos al viento, y
curtidos rostros eslavos, de ferocidad insospechada en su sexo, clamaban contra la
hereje y blandían sus puños furiosos contra ella y el fuego que, en torno suyo,
constituía ya una frontera circular de muerte y de angustia, de dolor y de tortura.
Un hedor nauseabundo se extendió por el llano cercano de peñascos negros como
la noche. La carne humana ardía. Su aroma acre alcanzó el olfato de los presentes. El
rostro convulso de la mujer de negra melena que permanecía sujeta al poste, se

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distendió en una mueca de horror y de agonía. Sus pies ennegrecían entre las llamas.
Ampollas y sudor empezaban a cubrir sus piernas, sus caderas, sus senos…
—¡Piedad! —Gritó, patética la voz—. ¡Piedad, en nombre del Señor a quien
estáis injuriando y ofendiendo con vuestra crueldad de fieras!…
—¡Escuchad al Diablo, blasfemando contra el Señor, por boca de esa súcubo
infernal! —aulló la voz poderosa del juez Gorko. Sus brazos se alzaron al cielo, entre
los pliegues de su negra capa de forro carmesí—. ¡Oíd cómo clama en vano, con
perfidia vil, la propia voz del Enemigo, a través de la lengua de esa víbora humana,
entregada a su maléfico poder! ¡Condenación para esa desventurada criatura, si no
expulsa a tiempo de su cuerpo mortal y desgraciado, la presencia de Luzbel, amo y
señor de su persona!
—¡Condenación, condenación para la bruja que se entregó al servicio de Satán!
—clamaron voces y voces por doquier, en un coro alucinante.
Ya el fuego serpenteaba, enroscándose como un manojo de sierpes rojas en torno
al cuerpo hermoso y turgente. La tortura crispaba el gesto de la condenada,
haciéndolo horrible y estremecedor; una fealdad de dolor y de tormento infinito,
cubría con su máscara convulsa lo que fuera siempre un rostro joven y hermoso…
El crepitar de las llamas venía ahora con hedores de carne humana abrasada, de
cabellos que comenzaban a arder…
Y la víctima de aquel sacrificio monstruoso, realizado en nombre del Señor,
dirigió una mirada alucinada, con sus ojos inyectados en sangre y dolor, hacia la mesa
que se complacía en su agonía lenta y terrible. Su boca se crispó, desesperadamente,
en una reacción final, desesperada y furiosa, de inútil rebeldía, de suprema rabia:
—¡Cobardes, falsarios, embusteros e hipócritas!… ¡Malditos seáis todos
vosotros! ¡Y vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos, y así hasta el fin de los siglos
si es preciso, en tanto la maldad humana llegue a tales límites, sólo por ceguera, por
maldad o por odio y rencor! ¡Empezando por ti, juez Gorko, maldito de Dios! ¡Que el
Señor o el Diablo mismo te condenen a ti y a todos los tuyos a la suerte que mereces!
¡Y ojalá fuese yo ahora la bruja que todos decís, hatajo de cerdos malvados, para
poder condenar vuestras almas a la peor de las hogueras!…
Como si las frases exasperadas, humanas en su terrible ira, contuvieran el propio
Mal satánico que pretendían combatir, los presentes se echaron atrás, asustados ante
lo que consideraban peligro de contagio de la enfermedad diabólica. Se persignaron o
pronunciaron versículos bíblicos, con ademanes grandilocuentes.
Alguien saltó entonces cerca de las llamas. Clavó sus ojos en la mujer que ardía
desde los pies, y cuya melena empezaba a crepitar con el fuego. Luego, buscó al juez
Gorko con la mirada. Gritó, extrayendo un ancho y tremendo machete de entre sus
ropas de campesino eslavo:
—¡Juez y reverendo Gorko, mi señor! ¡Está escrito que todos los eslavos que
mueran con el diablo en el cuerpo, seguirán vivos después de muertos, como los
vurdalaks rusos! (Vurdalak: en Rusia, vampiro o poseído por las fuerzas diabólicas).

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¡Sólo si su cabeza es separada del cuerpo, y enterrada aparte, la maldición se
destruye!
—¡Bien, Svodk! —Habló con voz potente el magistrado de la Justicia y de la
Iglesia—. ¡Hazlo! ¡Evita que su poder nefasto siga más allá de este purificador
tormento a que ha sido condenada esa desgraciada mujer, esclava fiel de Satán!
—¡Si, reverendo! —respondió jubiloso, el llamado Svodk.
Y el rostro barbudo, de negro vello y ojos de azabache en una piel rugosa y áspera
como la tierra misma de los yermos pedregosos de las tierras eslavas, se inclinó sobre
el poste y la cautiva, desde las negras rocas situadas detrás del lugar de tormento.
El machete silbó en el aire. Describió un centelleante semicírculo de acero, y cayó
sobre un cuello femenino que empezaba a cubrirse de feas ampollas, bajo el efecto
del fuego.
Un espantoso alarido de mujer escapó de la garganta que fue inmediatamente
segada por el metal afilado. Un alud de sangre caliente, acaso más caliente que nunca,
escapó del hondo tajo que, décimas de segundo más tarde, era un perfecto círculo
escarlata…
Un círculo del que escapaba algo… Algo rematado por una cabellera negra como
el azabache, ondeando al viento, crepitando de llamas breves que se extinguían…
Rodó la forma pesada, goteante de sangre, separada del tronco humano que ardía
ya como yesca en la fogata, con los últimos espasmos bañados en rojo intenso y
gorgoteante…
La cabeza de Devla, la bruja de Gorkoburg, era ya una piltrafa abrasada e
informe, colgando de las cadenas ennegrecidas del poste de tormento, entre brasas y
pavesas.
Algo más allá, una cabeza humana, una cabeza que fuera hermosa, antes de sufrir
la monstruosa hinchazón violácea de la decapitación brutal, terminaba de rodar,
finalmente… para hundirse en una profunda zanja, entre negros peñascos.
Svodk se detuvo ante aquella grieta que parecía haber devorado, como la boca de
un extraño ser pétreo y horrendo, la cabeza de un ser poco antes lleno de vida y
maldiciendo a sus feroces verdugos, que ahora aullaban insultos y murmuraban
oraciones, en una especie de borrachera colectiva de fanatismo y de odio sin límites.
—No… No puede haberse ido por ahí… ¡La cabeza! —susurró—. ¡La cabeza de
la bruja! ¡Debe ser recuperada… y sepultada con dos afiladas teas hincadas en sus
malditos ojos hermosos! ¡Sólo así será posible que la sierva de Luzbel no resucite en
el futuro! ¡Eh, reverendo! ¡Reverendo Gorko! ¡Juez Gorko, por el amor de Dios
venga acá!…
—¿Qué sucede, Svodk?
La pregunta llegó clara y profunda, en aquella voz que retumbaba en el viento de
la noche como un fragor tempestuoso. El rostro barbudo y malévolo de Svodk, al
volverse hacia el hombre alto, altísimo, envuelto en el vuelo amplio de la capa negra
y carmesí, bajo el gorro enlutado, chorreaba sudor y sangre, en sucia mezcla

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repulsiva. Sangre de Devla, la bruja. Sudor suyo. Helado, pegajoso. De terror vivo y
profundo.
—La cabeza… —susurró, convulso, aferrando sus dedos crispados, sucios de
polvo, de sudor, de sangre y de hierbajos tiznados, en los bordes de la brecha—. La
cabeza de Devla… Rodó como una pelota o un peñasco… Se fue abajo… por ahí…
—Imbécil. —Masculló acremente el magistrado. Clavó sus ojos en la sima, en la
negra, insondable hondonada—. Imbécil Svodk… Hubiera sido buena cosa exhibir
esa cabeza… y culminar el sacrificio ante las gentes… Además… era una bruja. Una
poseída del diablo. Está escrito que si su cabeza no arde… o no es destruida antes ce
sepultarla… puede volver a la vida el espíritu maligno… ¿Por qué lo hiciste, Svodk?
¿Por qué decapitarla… para eso? Hubiera sido mejor dejar que el cuerpo se
extinguiera totalmente en el fuego de la hoguera…
—Señor… Yo nunca pude imaginar… —Arañó los bordes de piedra,
estérilmente, con ojos dilatados—. Pero buscaré. Buscaré toda la noche, si es preciso.
Y cuantos días hagan falta. Y cuando la encuentre…
—Está bien. Haz lo que sea. Busca esa cabeza. Pero ahora, deja de mostrarte
preocupado. No alarmemos a esos pobres ignorantes. Pensarían que nada se ha
ganado con sacrificarla en la fogata… —Los ojos del reverendo centellearon. Su boca
se torció, en una mueca sardónica, fría y cruel—. Ahora, terminemos con todo esto.
Ven conmigo. Anunciemos a la gente el fin de la hechicera. Una hermosa y temible
bruja ha dejado de existir y se ha hundido en los infiernos por la eternidad. Sólo eso
cuenta para ellos. Recuerda que no sólo soy su juez y su reverendo. También son mis
siervos, mis fieles vasallos… y el Condado de Gorkoburg es mi propiedad. No quiero
problemas en el futuro. Aquí, sólo el Señor, la Justicia y mi poder pueden gobernar.
Sólo eso, Svodk… Vamos, vamos ya. Olvida esa cabeza hermosa y endemoniada.
Olvídala… por ahora. Sólo cuando la halles debes exhibirla ante la gente, con los
ojos vaciados y la señal de la Cruz en su frente, ¿entiendes? Después… enterrarás la
cabeza, a la vista de todos, en tierra no sagrada… ¿Comprendido, Svodk?
—Sí, mi señor… Si, reverendo… —Fue la humilde, servil respuesta.

***

Pero la cabeza hermosa de Devla nunca fue hallada. Svodk buscó día y noche.
Días y noches. Semanas. Y hasta meses. Ni siquiera un informe y corrupto resto
humano que pudiera parecer una cabeza. Nada de nada. La grieta conducía a un
desfiladero, el desfiladero a una cañada, la cañada a un arroyo… Pero la cabeza no
apareció jamás.
Eso sucedía en 1665, en el Condado húngaro de Gorkoburg. Los Habsburgo
austríacos dominaban ya las tierras húngaras.
Y así seguiría por muchos años más. Feudalismos como Gorkoburg, habían
sobrevivido a los tiempos señoriales de raíz medieval. Y sobrevivieron también a la

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Reforma, al Renacimiento y a tantas otras cosas…
Los tiempos cambiarían luego paulatinamente. Pero las raíces de la superstición,
el puritanismo, los fanatismos religiosos y toda una serie de prejuicios del pasado,
sobrevivirían del mismo modo que Gorkoburg y su estirpe de propiedades feudales.
En sus tierras, una cabeza maldita parecía presagiar males funestos que nunca se
materializaron en realidad. Al menos, durante muchas décadas y generaciones.
Hasta que un día, dos siglos más tarde…

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CAPÍTULO PRIMERO

Soplaba aquella tarde un viento gélido y cortante.


Silbaba con aullidos intermitentes, como de animal herido y acosado en alguna
breña de los cercanos montes, para ir a retorcerse en sibilantes zumbidos agrios por
las callejuelas sinuosas de la población.
Puertas o ventanas mal ajustadas, crujían o batían con el soplo del fuerte aire
helado. Y las muestras metálicas que colgaban a la puerta de cantinas o mesones, se
agitaban, en un vaivén chirriante, de cadenas y bisagras mal engrasadas, cuando el
azote de la ventana llagaba a ellos.
La oscuridad caía con rapidez. A medida que aumentaban las sombras, descendía
la temperatura visiblemente. La noche iba a ser tan fría como inclemente y ventosa.
El viajero contempló tan poco alentador panorama desde el interior del carruaje
que rodaba calle abajo, sobre el tosco empedrado. Los cascos de los animales de tiro,
aquellos dos briosos mulos de recias ancas, batían rápida, rítmicamente, como a una
marcha creciente que no acusaba cansancio en los animales, sino más bien
impaciencia por llegar a alguna parte y encontrar ellos mismos cobijo del viento y del
frío, entre el cálido heno, ante una ración de pienso y agua abundante.
Frunció el ceño el ocupante solitario del carruaje. Sobre su cabeza, el fanal
bailoteante, de tenue luz amarillenta, que asomaba del pescante del vehículo de
postas, prestaba una claridad fantasmal a los objetos próximos, y dejaba en mayor
tiniebla a los alejados de su visión.
Aun así, llegó a tiempo de ver el indicador del camino, en la próxima encrucijada,
con sus góticas letras bien legibles al paso del carruaje:

SZÓKSVAR

—Szóksvar… —repitió entre dientes el difícil nombre eslavo, duro de pronunciar


para los extranjeros habituados a fonética menos compleja y a menor acumulación de
consonantes en una sola palabra—. No importa. Cualquier sitio será bueno para pasar
la noche. Lo que importa es estar dentro de cinco días en Budapest…
Y suspiró, recordando con nostalgia las luces, la música y el encanto de Viena,
último lugar realmente mundano y amable donde había estado. Y de eso hacía ya
bastantes fechas, por desgracia.
Cierto que hubiera podido hacer aquel viaje más rápida y confortablemente, de
haber tenido influencias para conseguir un billete en el ferrocarril. Pero la tensa
situación política y social de algunos de los territorios húngaros, sometidos a la
autoridad de Austria desde hacía muchos años, y los conflictos militares entres los
dos países componentes del imperio austrohúngaro, hacían difícil el viaje ferroviario.
Los trenes escaseaban más de la cuenta, y eran muchos los viajeros militares y civiles

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que se encaminaban a las rebeldes regiones húngaras, para aplastar movimientos que,
inexplicablemente, terminarían por devolver a Hungría su independencia e iniciar la
decadencia del imperio vienes.
De modo que tuvo que elegir las sillas de posta y parecidos medios de viaje para
cubrir la distancia entre Viena y Budapest, huyendo de las zonas de mayor
turbulencia política o militar. Él no era un soldado, ni tan siquiera un político. No
queda mezclarse en los problemas internos de Austria y Hungría, tan al rojo vivo
últimamente. Además de extranjero y ajeno a la cuestión, era un hombre de paz. O
pretendía serlo.
Últimamente, había oído hablar de sublevaciones incluso civiles en las regiones
húngaras, mientras italianos y franceses aplastaban paulatinamente a las tropas
austríacas en Lombardía y el Piamonte. Lo que llevaba visto de Hungría, ciertamente,
no invitaba al optimismo. Ahora, se temía que este mismo año de 1866, Prusia
pudiera asestar el golpe de gracia a Austria, lo cual no haría sino provocar la reacción
húngara reclamando su independencia total.
En este ambiente tenso, encontrar un lugar aparentemente tranquilo como el
pueblo difícilmente denominado Szóksvar, podía resultar incluso una bendición,
pensó el viajero con filosófica complacencia, al ver que el carruaje se detenía por fin
ante un típico edificio eslavo, de fachada cruzada por vigas de madera, miradores
encristalados y recias puertas y postigos de madera claveteada. Dos faroles de vidrio
amarillo colgaban del muro, junto a un chirriante, oscilante cartelón de metal sujeto
por dos cadenas a un asta de hierro que emergía del muro, muy a la usanza de la
época.

«MESÓN DEL VROLAK».

Como distintivo de semejante lugar, en el mismo cartel de hierro enmohecido, vio


el joven viajero una silueta recortada, como de un ser alado. Posiblemente un
murciélago, pensó el recién llegado, al tiempo que el cochero anunciaba:
—Hemos llegado, señor. Éste es el mejor y más confortable mesón de Szóksvar,
por no decir el único decente, digno de vuestra merced. Encontraréis en él buena
cama, comida sana y abundante, y un delicioso vino dorado que se sube fácilmente a
la cabeza. Mañana, al romper el día, estará a punto el carruaje para continuar viaje
hasta Gyor, señor.
Asintió el viajero, poniendo pie en el empedrado callejón. Los faroles de la
fachada proyectaban largas sombras en muros y suelo. Su propia figura, alta y vestida
de oscuro, con aquel macferlán negro, le pareció la de un ciprés recortándose en el
empedrado siniestramente.
Miró en derredor, mientras el cochero conducía el carruaje, dando vuelta a la
edificación de la hostería, hacia donde sin duda se hallaban los establos donde
aposentar a los fatigados animales.

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Un silbido casi animal, o como el grito ululante de un ser humano víctima de
torturas inconcebibles, le llegó del fondo de negruras de la calle empinada y sinuosa,
como arrastrándose por el pavimento.
Era el viento helado, que hizo chirriar acremente los hierros del anuncio, y
conmovió los postigos cerrados, con crujidos secos, inquietantes. El vuelo del negro
macferlán del viajero, a cuyos pies se hallaba su maletín de viaje, con las cosas más
imprescindibles para pernoctar, se agitó, en torno a su alta figura, igual que las alas de
un ave nocturna y susurrante.
Contempló la puerta del mesón. Estaba sólo entornada, aunque asegurada con una
especie de gruesa cadena que impedía que el viento la abriese del todo. Del interior,
le llegó el leve resplandor dorado de una lámpara de gas.
Golpeó la madera con los nudillos envueltos en negros guantes de piel. Esperó.
No tuvo que aguardar mucho, por fortuna para él. Tras un escalofrío provocado
por el soplo aullante de otra ráfaga ventosa, chirrió la cadena de la puerta, crujieron
las viejas maderas resecas, y se abrió el portalón lentamente.
Una mujer apareció en el umbral, portando una lámpara de petróleo en su roano.
El viento hizo bailotear la llama dentro del ahumado tubo de vidrio, y las sombras
danzaron espectralmente en la calle.
—Buenas noches —saludó en húngaro la mujer, afablemente—. Pase, señor.
Se hizo a un lado. Sorprendido en parte, el joven viajero obedeció, entrando en la
casa. La mujer cerró el portalón tras de él, asegurándolo con un fuerte cerrojo. El
lugar no le ofreció nada de inquietante.
Era un amplio vestíbulo de madera, acogedor y cálido, con escalera ascendente a
un lado, hacia la planta alta, puertas vidrieras, emplomadas, al fondo, de acceso al
comedor, donde ardía un hogar con chisporroteo alegre de leños. Y finalmente, un
mostrador de recepción, con llaves, colgando de un casillero, y una campanilla de
plata sobre la madera, junto a un libro-registro y una pluma en su tintero.
Miró de soslayo a la mujer que le abriera la puerta. Resultaba sorprendente ver
una muchacha tan joven y atractiva, sin duda dedicada a sirviente del local, a juzgar
por sus humildes ropas, compuestas solamente de una amplia falda verde oscura, de
campesina, una blusa de tejido burdo, con bordados típicos del país en torno a su
redondo escote, y una cofia sobre los cabellos rojo oscuros, abundantes y peinados en
un alto moño.
Era muy atractiva, aunque con esa belleza tosca y algo salvaje de la mujer de
campo o de pequeños lugares provincianos. Ojos grandes y pardos, breve nariz, boca
carnosa, sensual, y mejillas quizá demasiado pálidas para una mujer de provincias.
Su cuerpo era arrogante, quizá algo opulento incluso, pero sólo en los puntos que
podían darle una poderosa atracción física sobre el sexo opuesto; sus grandes senos
macizos y sus cadenas rotundas, se marcaban bajo las ropas sencillas. La esbeltez de
las pantorrillas, enfundadas en burdas medias de algodón blanco, era apreciable. Y la
firmeza de unos muslos bien torneados, se podía adivinar.

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—¿Es usted la encargada de este mesón, o la dueña? —preguntó él.
—Ni una cosa ni otra, señor —ella sonrió, exhibiéndole una doble hilera de
fuertes dientes, muy blancos, tras el mohín de sus gruesos labios—. Soy Ewa Kirsten,
la doncella. La señora sale inmediatamente.
—Acabo de llegar de viaje. Vengo desde Viena y deseo alcanzar Budapest lo
antes posible —resopló el viajero—. Espero que tengan alojamiento para esta
noche…
La doncella tuvo un leve encogimiento de hombros, como de duda o ignorancia
del hecho. En cambio, la voz que le llegó a sus espaldas, no expresaba duda alguna.
—Por supuesto, caballero. Tiene usted alojamiento reservado.
El viajero enarcó las cejas. Giró la cabeza y miró a la nueva dama que aparecía
ahora tras el mostrador de recepción, por una puertecilla tapada con un cortinaje rojo
oscuro.
—Disculpe, señora —replicó—. Creo que hay un error. No pueden reservarme
alojamiento en modo alguno. He parado en esta ciudad casualmente. Ni siquiera sabía
por dónde iba a pasar…
Se acercó a recepción mientras hablaba, seguido por la doncella pelirroja y su luz
de petróleo que iba desplazando las sombras a medida que cambiaba su posición.
La segunda mujer era muy diferente a la primera. De pelo muy negro, ojos
fulgurantes, de color azabache, tez morena, y más bien delgada que fuerte, vestía
como una auténtica dama, con ropas de terciopelo gris y azul oscuro, salpicadas por
el blanco marfileño de los encajes. Podía tener treinta o cuarenta años. De cualquier
modo, era elegante, bien parecida e incluso, debió ser bella unos años antes.
—No hay más que un alojamiento por ocupar, señor, y es el que está reservado —
dijo ella con voz grave—. Los demás, los ocupan unos viajantes y militares que van o
vienen de Budapest, y que a primera hora seguirán viaje…
—En ese caso, deberé buscar otro sitio en Szóksvar —suspiró el joven—. La
persona a quien espera, tenga por seguro que no soy yo.
—Pero reservaron su alojamiento, señor. Sabía que tenía usted que venir esta
noche —insistió la dueña del Mesón del Vrolak.
El joven la miró, con expresión perpleja. La idea de salir de nuevo a la calle y
andar buscando un sitio donde alojarse, no resultaba nada alentadora. Pero no podía
abusar de la buena fe de aquella dama, pese a su insistencia en el error, y optó por
cortar el equívoco de raíz.
—Créame que soy el primero en lamentarlo, señora. Nadie pudo reservarme
alojamiento, porque viajo solo y no tengo la menor idea de las regiones que recorro.
Soy inglés, y desconozco Hungría, aunque no su lengua, como tampoco la alemana.
De modo que siga esperando a su viajero, señora, y dígame, cuando menos, dónde
podría hallar un albergue, por miserable que fuese, para pasar esta noche.
La dueña del mesón le contemplaba fijamente. Su doncella había puesto la
lámpara de petróleo sobre el mostrador. Por ello, cuando se inclinó para leer algo en

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el libro registro, la claridad inundó su rostro, e hizo destallar más intensamente la
profunda luz de sus ojos, inquietantemente oscuros.
—Aquí está hecha la reserva, y anotados los datos —recitó—. Habitación número
doce. Alojamiento y desayuno. Doctor Roger Quarry, de Londres… ¿Hay algún error,
señor?
Y levantó la cabeza, mirando fijamente al joven viajero, al tiempo que su mano,
marfileña y aristocrática, descolgaba la llave de la casilla número doce.
El recién llegado se quedó rígido. Incluso estuvo seguro de perder algo de color.
—Ése… ése soy yo— murmuró con voz ronca.

***

—No, no es posible…
—¿Que no es posible, doctor Quarry?
—Esto que ha ocurrido. Tiene que haber un error en alguna parte, estoy seguro…
Subiendo delante de él, e iluminando con el quinqué las empinadas escaleras de
madera, Ewa Kirsten, la doncella, permitía que, por el vuelo de su amplia falda
campesina, fuesen visibles sus bellas piernas hasta casi las rodillas. Pero Roger
Quarry no tenía ojos para seguir aquellos atractivos femeninos, sino para clavarlos en
el vacío, hundido en sus complejos pensamientos.
La doncella riel mesón rió suavemente, y comentó luego:
—No puede haber error. Usted mismo ha visto que su nombre, profesión y lugar
de origen estaban inscritos hacía tiempo en el libro de registro. Yo sabía que existía
reserva para un extranjero, e imaginé que sería usted…
—¡Pero yo no reservé nada, muchacha! —protestó vivamente Roger Quarry.
—Alguien lo haría por usted.
—¡Nadie conoce mi viaje, y no conozco a nadie en Hungría o en Viena, que
pueda preocuparse de saber por dónde voy a pasar, y en qué momento, para hacerme
reserva de albergue! Todo esto carece de sentido.
—La señora Jurgen no se ha equivocado en nada, ¿no es cierto? —preguntó Ewa,
llegando va a la planta alta, y dejando el maletín de Quarry ante la puerta número
doce, en cuya cerradura metió la llave, haciéndose luego a un lado con su lámpara—.
Ésta es su habitación, doctor. Le deseo un buen reposo. Quédese con el quinqué. Yo
no lo necesito. La planta alta no tiene instalación de gas todavía.
Quarry tomó el quinqué. Luego, impulsivamente, sujetó por un brazo a Ewa, la
doncella.
—Un momento, muchacha —pidió—. ¿Viven solas ustedes dos en el mesón? ¿La
señora Jurgen y usted?
—¿Solas? —Los ojos pardos de Ewa parecieron repentinamente misteriosos y
vagos—. No, no exactamente, aunque… Bueno, quiero decir que no somos dos
mujeres, sino tres.

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—¿Tres?
—Usted ya conoce a la señora Ingrid Jurgen. Le falta conocer a su hermana, la
señora Lyvia Jurgen. Son las dueñas de esto. Pero no creo que llegue a conocerla…
—¿Por qué no? —indagó, creyendo advertir una reticencia en el tono de la
muchacha.
—Porque se va usted mañana mismo, a primera hora, y ella se levanta más tarde.
Está algo enferma…
—Oh, entiendo —Quarry sacudió la cabeza—. Ewa, ¿cuándo… cuándo cree
usted que reservaron alojamiento para mí?
—Tuvo que ser hace dos días —comentó Ewa, pensativa.
—¡Dos días! —Se escandalizó el joven inglés—. Imposible, Ewa. Por entonces
estaba aún en territorio austríaco… y no sabía aún qué ruta tomar.
—Es la única vez en que he visto a alguien hablando con la señora Jurgen, y día
anotando a la vez en el libro… Por eso supongo que fue entonces.
—¿Quién hablaba con ella?
—Una mujer.
—¿Una mujer? —Se asombró Quarry—. ¿Qué mujer, Ewa?
—No lo sé. No la había visto nunca. Además, llevaba caperuza, y no vi bien su
rostro. Pero desde luego, no era de esta ciudad, de ello estoy bien segura. Se marchó
en un carruaje negro, y no la he visto más. Pero ahora que recuerdo… la señora
Jurgen consultó entonces el casillero… y tocó la llave del número doce.
Hubo un silencio en el corredor del piso alto. Afuera, el viento silbaba
endemoniadamente, barriendo las calles del pueblecillo húngaro. Quarry se frotó el
mentón, girando la llave en la puerta.
—No logro entenderlo… —murmuró.
—Si no necesita más de mí, doctor… —dijo Ewa, mirando al joven viajero con
aquellos ojos suyos, vivos y llenos de feminidad.
—No, gracias… —empezó a alejarse la doncella, contoneando sus caderas.
Quarry la llamó entonces—. Sí, un momento, por favor…
—¿Qué, doctor? —preguntó ella, volviéndose a medias. El perfil de su busto
magnífico se recortó en el muro, proyectada la sobra por la luz del quinqué.
—Ese nombre del mesón… Vrolak… ¿qué significa? No recuerdo esa palabra en
húngaro…
Ewa Kirsten pareció estremecerse. Sus senos temblaron bajo la blusa escotada.
—No es una palabra corriente, doctor —murmuró apagadamente—. En eslavo
significa… significa varias cosas. Algo así como… como «hombre-lobo»… o
«vampiro»…

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CAPÍTULO II

Era muy temprano. Demasiado temprano aún para emprender viaje.


Había dormido bastante bien, pese a la fuerza con que el viento golpeaba los
cristales de su ventana, y el estremecimiento intermitente de las maderas de otros
edificios, agitadas por el crudo cierzo invernal de la región.
El doctor Roger Quarry, de Londres, bajó al comedor de la planta baja, listo para
emprender la marcha, aunque pensaba todavía darse un breve paseo por las calles de
la pequeña población, a la claridad difusa aún del amanecer que apuntaba por el Este.
Ya estaban en pie Ewa Kirsten, la doncella, y la señora Jurgen. En una mesa del
comedor, le fue servida una humeante taza de café con leche, tostadas con
mantequilla y mermelada, y unos dulces o pastas, evidentemente típicas de la región,
en una bandeja de plata añeja.
Lo tomó con buen apetito. Eran las ocho menos veinte minutos. El cochero aún
no había asomado por el mesón, y el doctor se incorporó, terminado el desayuno,
decidido a salir al exterior.
Pagó a la señora Jurgen su alojamiento, indicando al recoger el cambio:
—Si viene mi cochero, que espere unos minutos. Voy a pasear un poco por la
calle principal.
—¿De veras? —Ingrid Jurgen enarcó las cejas, curiosa—. No tiene mucho que
ver Szóksvar, la verdad, doctor Quarry…
—No importa. Todo tiene algo que ver. Es necesario saberlo buscar… y
encontrar. Por cierto, señora Jurgen, imagino que no tendrá usted la menor idea sobre
la identidad de la dama que encargó mi alojamiento.
Ingrid Jurgen le miró, sorprendida. Luego, su mirada buscó a Ewa. La doncella
parecía muy ocupada, recogiendo el servicio del confortable comedor de madera, a la
claridad rojiza del hogar crepitante. Se alejó hacia la cocina, sin volverse.
—No recordaba si fue una dama quien hizo el encargo —suspiró la hostelera—.
Pero quizá fuese así, doctor. De cualquier modo, lamento no tener noción de su
nombre u origen. Naturalmente, de lo que me ocupé fue de apuntar su nombre. Eso
fue todo.
—Ya —el joven médico movió la cabeza, como si todo aquello fuese lo más
natural del mundo—. Gracias de todos modos, señora. No tiene eran importancia, a
fin de cuentas.
Salió de la fonda. La mañana era gélida y sombría. Los edificios de Szóksvar, a la
claridad lívida del día incipiente, tampoco resultaban más alegres que durante la
noche. Sus fachadas, cubiertas de vigas de madera y encristaladas galerías salientes,
correspondían a la típica edificación eslava o magyar, propia de sitios fríos e
inclementes. No vio a una sola persona o carruaje por la empinada, mal empedrada
calle principal.

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Caminó con paso largo y rápido, sin impresionarse por el helado viento que
azotaba su rostro y agitaba el vuelo de su prenda de abrigo. Tuvo que sujetarse el
sombrero al girar en una esquina, para impedir que una ráfaga súbita, más violenta y
fría que las anteriores, le dejase destocado.
Sorprendido, descubrió que la población no era precisamente demasiado grande
ni acogedora. Al término de la calle adyacente a la que se enfrentaba ahora, aparecían
ya las afueras del lugar, con una pendiente pronunciada, de riscos oscuros, breñas y
arbustos desnudos, agitados por el viento, como esqueletos animados por una extraña
fuerza irreal.
No se amilanó por ello. Echó a andar, calle arriba, y rebasó los límites de la
pequeña población. Caminó entre los riscos, sobre el suelo áspero y reseco, que una
helada escarcha cubría a trechos, entre flores silvestres, matojos parduscos y tristes
ramajes reptando entre las peñas negruzcas.
De repente, creyó oír un campanilleo cercano y el rodar de algún carruaje. Pero
ese sonido, si realmente existió en algún momento, se extinguió de súbito, al variar la
dirección de las ráfagas de viento frío, y se encontró rodeado de soledad, silencio y
desnudez campestre.
Dio unos pasos más, alcanzó un montículo pedregoso, del que emergían unos
arbustos retorcidos y sarmentosos, como miembros esqueléticos de seres
atormentados, de pesadilla, petrificados por alguna extraña invocación maligna.
El ambiente era opresivo, hosco y casi cruel. Una especie de sensación de agobio,
casi física, se apoderó del joven galeno londinense, en aquel paraje magyar, digno de
cualquier tradición supersticiosa y sobrenatural.
Como aquel vrolak que daba nombre e imagen al mesón de las hermanas
Jurgen… Aquel personaje diabólico, «hombre-lobo» o «vampiro», al que los eslavos
atribuían maligno poder sobre los humanos, cuya sangre y vida podía succionar,
regresando de entre los muertos…
Sucedió inesperada, súbitamente. Quarry no podía esperarlo.
De entre los peñascos negros, algo se desprendió, dando tumbos sobre las piedras,
hasta caer, rodando, a sus pies, donde se detuvo, con horrible sonido sordo.
Roger Quarry, curioso, clavó los ojos en el objeto casi esférico que yacía junto a
sus botines negros y charolados. Un escalofrío de horror y una sensación
indescriptible de angustia, se apoderó de él, haciéndole palidecer.
Los ojos dilatados le contemplaban, vidriosos y fijos, desde aquel rostro de
pesadilla, hinchado y grisáceo… Era una cabeza.
Una cabeza humana, de sangrante cuello decapitado, lo que yacía a sus pies. El
viento, jugueteó con largos y negros cabellos de mujer…

***

—¡Una cabeza humana! —jadeó Quarry, contemplando aquella horrible forma de

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matiz céreo y ceniciento a la vez, de larga melena negra, de indudable sexo femenino,
cuando permanecía unida al cuello del que fuera segada sólo Dios sabía por qué
atroces motivos… Se inclinó, dominando su profunda repugnancia, su horror
Instintivo, y su mano enguantada, algo vacilante, se aproximó, para rozar aquella
pieza espantosa, caída del mismo infierno quizá—. No, no es posible…
La tocó. El cabello era sedoso y abundante. La piel de aquel rostro hinchado y
abominable, que acaso fuera hermoso antes de la mutilación, tenía algo de raro, de
terso, de inhumano incluso…
Tocó la cara también, despojándose sin aprensión de sus guantes. Los dedos
estaban tan helados como la faz femenina que rozaba. No supo si por el frío reinante
o por su instintivo miedo a lo desconocido.
Y, de repente, mientras tocaba aquella fría, dura epidermis, una carcajada
femenina restalló a espaldas su vas…
Se volvió, dominando un nuevo escalofrío de horror.
La mujer le contemplaba desde la leve altura de unos peñascos tan oscuros como
si hubieran sido ennegrecidos por el humo de un pavoroso incendio. Todo en aquella
campiña tenía ese raro matiz negruzco, como de restos de un fuego infinito y
horrible.
Contra lo que pudiera esperarse, la dama no parecía horrorizada por la presencia
de la cabeza humana, abatida a los pies de Roger. Por el contrario, éste descubrió en
la faz de la desconocida, la expresión apropiada de alguien que acababa de reír, y que
aún continuaba con aire divertido ante determinado hecho cómico.
—¿Qué significa esto? —murmuró Quarry, desorientado—. ¿De qué se ríe usted?
—Perdone —ella se puso súbitamente seria, como avergonzada por algo—. No
me reía de usted, caballero… sino del equívoco que ha podido producirse con… con
este incidente.
—¿Incidente? —Enarcó las cejas el joven médico—. ¿Qué incidente? Esto… esto
es una cabeza de mujer, según creo, y…
Se detuvo en lo que estaba diciendo. Pasado el primer momento de aturdimiento,
al inclinarse de nuevo para examinar la forma humana que yacía a sus pies, sus dedos
tocaron otra vez aquella fría piel, endurecida y rígida, y pudieron captar lo que antes
le había pasado por completo desapercibido, nublados quizá sus sentidos por la
desagradable impresión sufrida.
—Empiezo a entender —dijo secamente—. No es… una cabeza humana.
—Exacto —suspiró la joven desconocida—. Es una cabeza humana, sí. Pero
modelada en cera. Muy bien modelada, la verdad. Yo también he llegado a sentir la
rara impresión de que era autentica, pero… no lo es, señor. Lamento, sin embargo,
que haya podido sobresaltarle su presencia. He sido muy torpe. Cayó de mi valija…
Se incorporó despacio. Miró fijamente a la desconocida. Desde luego, seguía
siendo un incidente extraño y misterioso. Nadie viaja por el mundo llevando cabezas
humanas, aunque estén modeladas en cera, pensó para sí Roger Quarry estudiando a

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la joven.
Porque era joven. Muy joven, a juicio del médico. Posiblemente no más de veinte
años. Muy esbelta, atractiva y de inteligente expresión. Cabellos oscuros, ojos
oscuros, y por contraste, tez suavemente pálida, nacarada. Boca bien dibujada,
levemente carnosa, sin nota alguna de color artificial. Vestía sobriamente de gris.
Sobre su vestido color perla, una capa amplia, de tono pardo. Aquellas regiones
no eran muy coloristas en indumentaria. Y menos aún en sus largos y crudos
inviernos. Lo importante era abrigarse, protegerse de los fríos vientos de las llanuras
y de las montañas.
Mostraba una especie de amplia bolsa donde se descubrían abultados objetos.
Parecía ser de allí de donde escapó la cabeza de cera tan prodigiosamente conseguida.
Roger Quarry tomó la cabeza artificial en sus manos, y subió los riscos, hasta dar
alcance a la dama. Observó que, tras ella, en un sendero que serpenteaba entre los
peñascos, procedentes sin duda de las montañas, aparecía detenido un fiacre negro,
tirado por dos caballos, y en cuyo pescante aparecía un hombre de edad avanzada,
grandes patillas canosas, muy erizadas, y sombrero alto, de peluche negro, sobre su
cabeza evidentemente calva. Parecía descansar apaciblemente, apoyado en su asiento,
sin sentir prisa alguna por continuar viaje.
—¿Viene de muy lejos? —preguntó Quarry, devolviendo a la joven su
desagradable objeto.
—No, no mucho —suspiró ella—. De Szeka, la población más próxima con
estación de ferrocarril. Allí dejaron esta mercancía para mí, procedente de Budapest.
Toda ella está formada por piezas de cera, en su mayoría cabezas, señor…
—Quarry. Doctor Roger Quarry —se apresuró a decir él, inclinándose cortés.
La joven le contempló, curiosa, con sus grandes ojos castaños reflejando sorpresa.
—¿Doctor? —repitió—. ¿Es, acaso, el nuevo médico de Szóksvar?
—Oh, no —sonrió el joven—. Soy inglés. Estoy en viaje hacia Budapest, y
procedo de Viena. Solamente estoy de paso. Hoy continúo viaje.
—Entiendo —pareció existir cierta decepción en la mirada de la muchacha—.
Nunca envían médicos tan jóvenes a estos lugares… Desde que murió el viejo
Ferenc, llevamos casi dos meses sin médico alguno. Cuando hay un enfermo grave,
debemos buscar al médico rural, que reside en una población a diez millas de aquí.
Esto parece olvidado del mundo, doctor Quarry…
—¿Y usted reside aquí, a pesar de ello? —sonrió Quarry.
—No tengo otro remedio —suspiró la joven—. Mi nombre es Kristina Ulmer, y
soy austríaca, de padres alemanes. Los austríacos no somos ahora bien mirados en
territorios húngaros, pero aquí me conocen y me aprecian. Me consideran casi una
húngara, dados los años que llevo aquí, desde muy niña. Pero si, como temo, estalla
la guerra, tendré que ir pensando en volver a mí país.
—Sigo sin entender por qué… cosas como una cabeza de cera —comentó Quarry,
viendo a la joven introducir la pieza mencionada en la bolsa de negra piel.

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—Es muy fácil —echóse a reír Kristina Ulmer, divertida—. Además de
bibliotecaria del Ateneo de Cultura de Szóksvar, doctor Quarry, soy la encargada de
la conservación y reformas del Musco Histórico de la población. Aunque pequeño e
insignificante, Szóksvar es un pueblo ávido de cultura. Su pequeño museo de cera es
muy completo, en lo que a figuras históricas se refiere.
—No reconocí esa cabeza de antes —comentó Quarry—. ¿A quién pertenece?
¿Alguna reina, una infortunada cortesana quizá, como Ana Bolena o…?
—No, doctor. Szóksvar se siente orgulloso de su cultura y de la historia de
Hungría, de Europa y del mundo en general, pero también de su propia y pequeña
historia. No es mucha, pero posee en su galería a un patriota húngaro de 1640, un
científico notable… y una bruja.
—¿Una bruja? —Pestañeó asombrado Quarry.
—Sí. De vía, la bruja hermosa que ardió en la hoguera, y que fue decapitada,
aunque según la tradición, su cabeza nunca apareció, perdiéndose en una grieta, entre
las rocas… Esa cabeza que yo perdí al detenerse mi carruaje en un breve descanso…
es la de Devla, la bruja quemada viva hace doscientos años en este mismo lugar,
doctor Quarry.

***

—Indudablemente, era hermosa. Aun decapitada, con la deformidad de la muerte


y el dolor, que el artista ha impreso tan perfectamente en la cera… era hermosa.
Imagino que por entonces, el simple hecho de serlo, si no se era muy piadosa y muy
recatada, podía marcar a una mujer como bruja ante la opinión pública y los
inquisidores del puritanismo feroz.
—Opino igual, doctor Quarry —asintió la joven, mientras el carruaje se detenía
ante un edificio de ladrillos rojo oscuro, triste y destartalado, con unos escalones de
acceso al portalón sobre el cual se leía en caracteres góticos:

«ATENEO DE CULTURA DE SZÓKSVAR


BIBLIOTECA Y MUSEO DE CERA».
(ENTRADA LIBRE).

—Bien, ha sido un placer conocerla, señorita Ulmer —sonrió el joven británico,


oprimiendo la mano de la muchacha, con una leve inclinación—. De verdad me
gustaría permanecer algún tiempo más en este lugar, pero me esperan en Budapest
una serie de trabajos profesionales, y no quiero demorar más mi viaje, por si la
temida contienda entre austríacos y húngaros estalla de un momento a otro.
—Estallará —suspiró ella—. Es inevitable. Y mi país perderá Hungría, estoy
segura de ello. Empieza el gran declive de Austria, doctor. Siempre me he dado
cuenta de ello. Metternich no pudo engañar a nadie, si hemos de ser sinceros
(Metternich fue uno de los más brillantes y persuasivos diplomáticos de Austria,

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defensor ardiente de su Imperio, y rico en ingenio y en recursos políticos, aunque
supo siempre que se enfrentaba a la peor época de su país, que trató de evitar con la
boda de María Luisa de Austria y Napoleón.). Cuando menos, no me engañó a mí. El
Imperio se desmorona, doctor.
—Es posible que sea así —admitió Quarry, pensativo—. Todos los imperios
tienen su esplendor y su decadencia, señorita Ulmer. El mío está en esa primera fase.
Inglaterra es algo grande hoy día. Espero no vivir para cuando se inicie sil declive.
Pero éste llegará en menos de cien años, estoy seguro.
—Bien, doctor Quarry, no le entretengo más. Por lo que me ha dicho, su carruaje
debe estar esperando ya para partir. No debe perder tiempo por mi causa.
—Habrá sido una agradable forma de perder el tiempo —sonrió Roger—.
Además, me ha contado usted una historia fascinante: la de esa hermosa bruja, Devla,
y el hombre que, por despecho y odio, por pasiones mal contenidas, hizo quemar a la
mujer, como venganza por no poder hacerla suya. Imagino que el juez Viktor Gorko,
habrá ardido también en el fuego de los infiernos, después de su muerte.
—No diga eso muy alto —rió entre dientes la muchacha, mirando en torno,
precavida.
—¿Por qué? —Enarcó sus cejas Quarry—. ¿Hay espíritus malignos sueltos por
las calles de esta ciudad?
—No me sorprendería mucho. Pero ahora no me refería a esos espíritus… sino a
alguien bien real, de carne y hueso.
—¿Quién?
—Justamente Wladimir Gorko, su descendiente único directo… actual juez de
Szóksvar, por rara casualidad o por simple tradición familiar. Él vive… y, además, le
interesará saber que es el presidente del Ateneo donde trabajo.
—Muy oportuna advertencia. ¿Fue idea suya exponer entre las figuras históricas
del Museo la de la bruja que su antepasado hizo arder en la hoguera?
—Sí. De haber tenido tiempo de visitarnos, hubiese podido ver la escena
perfectamente representada en figuras de cera: la pira, el cuerpo ardiente de Devla,
sin su cabeza, la figura terrible y justiciera del inquisidor juez. Gorko, señalando
hacia ella con ademán entre heroico y acusador… y la cabeza de la infortunada
mujer, entre unos peñascos cercanos. Es un conjunto muy visitado, cuando tenemos
forasteros, en mejores épocas del año…
—Es posible que en otra ocasión lo vea —sonrió Quarry—. Ahora, debo partir.
Le prometo que, a mí regreso de Budapest, pasaré por este lugar, sólo por ver su
museo… y verla a usted de nuevo, señorita Ulmer.
—Gracias —sonrió ella, algo turbada la expresión—. Será muy agradable verle
otra vez, doctor Quarry. Por desgracia, no abundan las personas como usted en este
lugar…
Se alejó Roger del Ateneo. La muchacha contempló por unos instantes su alta
figura, arrogante y distinguida, emitió un suspiro a flor de labios, y entró en el

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sombrío edificio del Ateneo local, donde tenía su vivienda, como bibliotecaria y
encargada del recinto.
El viento helado y sutil, acompañó a Roger calle abajo, de regreso a la fonda de
las hermanas Jurgen, el llamado Mesón del Vrolak.
Se detuvo repentinamente, al olfatear el aire. Tal vez por haber hablado de
hogueras y de fuegos purificadores durante el corto trecho que acompañó a Kristina
Ulmer en su carruaje negro, ahora había llegado a pensar que sufría de alucinaciones
o de ideas obsesivas.
No era así. El aire olía a quemado.
Apresuró el paso. Estaba seguro de que unas columnas de humo grisáceo se
elevaban de algún punto situado no lejos del Mesón, confundiéndose con el torvo
nublado invernal.
Cuando alcanzó la calleja empinada en que residía, confirmó sus temores. Un
edificio anexo era pasto de las llamas. Descubrió a algunos ciudadanos, tratando de
ayudar a la señora Jurgen y a Ewa Kirsten, en la tarea de extinguir el fuego, que no
parecía demasiado intenso, aunque sí despedía abundante humo.
Alcanzó el lugar del suceso: sorprendido y alarmado, descubrió que eran las
caballerizas las que eran pasto del fuego. Algunos caballos y mulos relinchaban
agudamente, escapando al galope de las dependencias incendiadas.
—¿Qué es lo que sucede aquí? —preguntó Quarry, aferrando por un brazo a Ewa
Kirsten, la doncella.
—El establo, señor… —dijo la sirviente—. Empezó a arder de pronto… El
carruaje en que usted llegó, me temo que haya sido totalmente pasto de las llamas.
Sólo hemos podido salvar a los caballos…
—Maldición —masculló Quarry, contrariado—. Eso significa dificultades…
Cuando menos, espero encontrar, en este pueblo otro carruaje útil para viajar…
—¿Hasta Budapest, doctor? —Dudó Ewa—. Es posible que haya alguno que no
se desencuaderne por el camino, pero… tendrá que esperar. Los caballos están como
locos, y podrían sufrir un accidente si les obligara a viajar ahora. De todos modos,
quizá su cochero le saque de dudas…
—¿Sabe él lo que ocurre con el carruaje, ha visto el incendio?
—No, no creo. Ni siquiera he visto a su cochero por aquí todavía…
Quarry, disgustado, consultó su reloj de bolsillo. Cerró la tapa de plata secamente.
Era demasiado tarde para que el cochero estuviese aún durmiendo. Por culpa de él,
posiblemente, hubiera sucedido aquello. Le había parecido aficionado al licor, pero
también consciente de sus responsabilidades en un viaje largo.
—¿Dónde se aloja él? —preguntó a Ewa con aspereza.
—Más allá de los establos hay un edificio para alojamiento de cocheros y criados,
cuando tenemos viajeros con servidumbre, doctor —señaló la doncella, antes de
encaminarse de nuevo hacia donde los cubos de agua iban de mano en mano, tratando
de ahogar las últimas llamas de las resecas maderas ennegrecidas, cosa que no

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tardaría en suceder, por fortuna para el resto de la población. El peligro de un
incendio, con aquel viento constante, podía ser la peor amenaza para unos edificios
tan viejos y abundantes en madera.
Alcanzó Quarry el edificio en cuestión. Era una sola planta, con una serie de
ventanas ajustadas con postigos de madera. Los vidrios eran polvorientos y
descuidados. La puerta aparecía entreabierta, y un cartel anunciaba encima de ella:

ALOJAMIENTO DE SERVICIO

Empujó, entrando en un zaguán sombrío y húmedo, en el que, por la corriente que


formaban el acceso a la calle y otro a un patio cuadrangular interior, sus ropas se
agitaron, azotadas por un ramalazo áspero de viento frío e incisivo. La nieve, en el
patio, se había endurecido, hasta formar un crujiente pavimento en el que el calzado
resbalaba endiabladamente al pisar. Tuvo que avanzar por él, sosteniendo difícilmente
su equilibrio, por medio de los muros, donde apoyaba sus manos con fuerza. Alcanzó
así una escalera angosta, que conducía a una especie de altillo con galería asomada al
patio helado. Allí, se descubrían hasta seis o siete puertas de madera, cerradas
herméticamente, cada una de ellas con un tosco número pintado con barniz negro
sobre la madera.
—¡Cochero! —Gritó con voz potente Roger—. ¡Eh, cochero! ¿Dónde diablo está
metido? ¡Responda, cochero! ¡Franz! ¿Qué hora cree que es? ¡Cochero, Franz! ¡Soy
el doctor Quarry, su viajero! ¡Vamos, salga de la cama! ¡Son las ocho y media, y el
establo está ardiendo! ¡Nos hemos quedado sin carruaje! ¿Es que no me escucha,
maldito sea?
Llegó al largo pasillo gélido. Tiritaba, a causa del intenso frío que hacía en aquel
inhóspito edificio. Llegó a pensar que su cochero hubiera muerto de frío, aunque
recordando su roja nariz y su frasco-petaca de brandy, resultaba difícil imaginarlo así.
Todas las puertas aparecían herméticamente ajustadas. Quarry las recorrió,
probando el pomo, del que tiró uno por uno. Finalmente, una puerta cedió. La
numerada con la cifra seis.
Empujó resueltamente la puerta número seis. Asomó a la habitación, amplia, fría
y lóbrega, de alto techo artesonado, viejos muebles destartalados y un ancho camastro
arrinconado.
Un raro hedor, posiblemente a cerrado, o a cuerpos humanos poco aseados, partió
de la estancia. No era raro en la época, y Quarry, que se había enfrentado en
Inglaterra a limares más hediondos, donde atender a algún paciente, se aventuró en el
oscuro dormitorio, resueltamente, avanzando hasta una ventana de postigos cerrados,
que abrió de golpe, permitiendo entrar en la estancia la fría luz gris de la mañana. No
era mucha, pero el contraste con la oscuridad anterior, hizo que pareciese un raudal
luminoso, capaz, desde luego, de despertar al durmiente más profundo.
Quarry se volvió. Clavó sus ojos en el lecho… y un escalofrío de horror agitó su

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cuerpo. Quiso dar unos pasos, y notó que pisaba algo viscoso, adherido a sus suelas.
Miró al suelo.
Además de pegajoso, era oscuro, espeso…
Se inclinó. Rozó con sus dedos. Contempló las puntas de los mismos, sobre la
negra piel de sus guantes.
Era sangre.
Venía a regueros, desde el lecho. Goteaba aún desde la cama, pero observó pronto
que las gotas se habían solidificado al coagularse la sangre. Todo aparecía manchado
de rojo, en un terrible caos.
El viejo cochero yacía en el lecho. Cruzado de brazos, boca arriba. Como si
estuviera crucificado. De su pobre cuerpo había brotado aquella hemorragia terrible,
que vació por completo sus venas.
Era una hemorragia lógica. Lo ilógico era aquello que los ojos dilatados e
incrédulos de Roger descubrían en el cuerpo del cochero… La razón de ese raudal de
sangre…
Al desgraciado postillón le habían decapitado.
Allá, al otro lado de la cama, su cabeza le contemplaba desde el suelo, con
espantosos ojos desorbitados, fijos en la nada…

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CAPÍTULO III

—Mucho me temo que tendrá que permanecer en esta población más tiempo del que
usted había previsto, doctor.
Quarry miró fijamente al que hablaba. Y en la expresión del joven médico inglés,
había una ostensible nota de agresividad y disgusto, fácilmente perceptible.
—¿Por qué motivo, señor? —quiso saber, empleando su más seco tono de voz.
—¿Y lo pregunta? —sonrió el funcionario de la policía húngara, con su
impecable uniforme abotonado hasta el cuello aunque esto, evidentemente, pudiera
molestar a las papadas sebosas que flotaban, oprimidas, haciendo más dificultosa su
respiración y dando un tono aún más rojo a sus mejillas rojizas, congestionadas polla
buena comida y el buen vino, bajo el pelo liso, peinado con raya central, y que
parecía desnudo al no verse protegido por aquella gorra de visera de charol, con el
emblema de la autoridad. La gorra permanecía sobre un escabel cercano, en la sala de
la fonda, quizá como un indicio de respeto a la presencia de Ingrid Jurgen y su
sirvienta, la doncella Ewa Kirsten, mudos testigos de la escena.
—Creo que puedo preguntarlo —refunfuñó Quarry—. He perdido a mí cochero,
es cierto. Y también el coche, pasto de las llamas. Pero quedan los mulos de tiro.
Supongo que no será imposible encontrar en Szóksvar un carruaje y un conductor, si
se le paga adecuadamente.
—Doctor Quarry: siendo usted un extranjero procedente de Viena, su prisa por
alcanzar Budapest podría resultar harto sospechosa, si yo fuese un funcionario del
Gobierno —dijo fríamente el policía, inclinándose hacia él. Luego sonrió, y sus ojos
azules expresaron beatitud—. Pero solamente soy un policía rural, y no quiero ni
pensar en la posibilidad de que usted sea un espía austríaco. Le aseguro que mis
compatriotas son en ocasiones mucho más suspicaces que yo al respecto, y puede
tener dificultades, en su camino hacia Budapest. Corren malos tiempos, usted lo sabe.
No obstante, las razones para que usted deba permanecer en Szóksvar, no es de matiz
político, ni mucho menos. Sencillamente, debe convenir conmigo en que se ha
cometido un horrible asesinato, del que fue víctima su cochero. Al mismo tiempo,
alguien incendió los establos, destrozando las llamas su cocho. En tales condiciones,
se le haría materialmente difícil hallar medios para alcanzar Budapest. Por otro
lado… me temo que deba anunciarle oficialmente la conveniencia de que no
abandone esta población, en tanto no sea autorizado legalmente para ello.
—¿Debo… debo entender que usted… me impide salir de aquí? ¿Es una orden,
señor?
—Sí —suspiró el rollizo y saludable Peter Mulder, funcionario único de la policía
local, tomando un aire más grave y resuelto—. Tómelo así, si quiere, doctor. Este
asunto exige que se inicie un sumario, y que el juez local se ocupe de él
inmediatamente. Sólo su autorización expresa le permitiría abandonar Szóksvar con

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absoluta legalidad.
—¿Se refiere a… al juez Gorko?
—Al mismo, doctor —los ojos, maliciosos, se clavaron en él astutamente—. ¿De
modo que ya le han hablado de él? Veo que incluso sabe su nombre: Gorko. Wladimir
Gorko… Él es nuestro juez, doctor. Un hombre prudente, sensato y muy listo.
Téngalo en cuenta para lo sucesivo.
—No tengo por qué tomar en consideración nada de eso. Soy un súbdito británico
en viaje, y no pueden inculparme de nada dudoso. Puedo recurrir a mis autoridades
diplomáticas y…
—Doctor Quarry, para recurrir a los diplomáticos de su país, tendría que estar en
una ciudad importante, donde hubiera, como mínimo, un cónsul inglés —le avisó
fríamente el funcionario Mulder—. Lamento recordarle que ese caso no se da en un
lugar tan pequeño como nuestro pueblo.
—Pero puedo comunicarme, escribir libremente a las autoridades consulares
inglesas, e incluso el embajador británico en Viena, a la delegación en Budapest, a…
—Doctor Quarry, puede hacer lo que guste —resopló el policía local, poniéndose
en pie con rigidez. Recuperó su gorra, de corta visera charolada y mediana copa
rígida, con un emblema y unos distintivos indescifrables para Roger—. Pero, desde
luego, todo eso llevará tiempo. Y es mi deber notificarle que, en tanto se aclaran los
hechos que han originado el asesinato y mutilación de su cochero, y el incendio del
establo, usted deberá permanecer obligatoriamente en esta población y en sus límites
inmediatos… o atenerse a las consecuencias, que podrían ser muy graves para usted.
—¿Qué consecuencias, por ejemplo?
Peter Mulder le contempló severamente. Desgranó las palabras con frialdad:
—Participación en un asesinato, doctor.
—¿Como sospechoso? —se sorprendió Quarry, escandalizado, incorporándose de
un salto, y encarándose al funcionario de policía casi agresivamente.
—Oigamos que, de momento… en calidad de testigo. Del más importante testigo
para el sumario judicial, doctor Quarry —señaló suavemente Peter Mulder.
Y, con una cortés y seca inclinación, abandonó el comedor y el mesón, haciendo
crujir las maderas bajo el recio pisar de sus botas lustrosas. Se perdió allá fuera, entre
remolinos de viento y de copos de nieve que comenzaban a cuajar en las aceras y
calzadas.
Roger Quarry, aún irritado, permaneció en pie, en medio del comedor, como
reflexionando sobre lo que acababa de espetarle el hombre encargado oficialmente de
investigar el caso.
—No logro entenderlo —farfulló Roger—. Matan a mí cochero, le decapitan,
queman el carruaje de alquiler… y la policía, encima, me prohíbe seguir viaje.
¿Tiene sentido algo de todo esto?
—Será mejor que se serene, doctor —recomendó apaciblemente la señora Jurgen,
acercándose a él—. Peter Mulder es nuestro único alguacil, y aunque inepto en

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ocasiones, otras veces ha resuelto brillantemente los problemas que se le presentaron.
Es un tipo poco amable, dado a comer y beber demasiado, y con escasa o ninguna
simpatía hacia los forasteros… en especial si no son húngaros.
—Sí, me ha parecido advertirlo así.
—Por fortuna, usted no es austríaco —sonrió Ingrid Jurgen con expresión
taciturna—. De otro modo, aún hubiera sido peor. No se hubiese andado con
eufemismos: Le hubiera acusado de asesinato y le hubiese encarcelado en la prisión
local.
—¿De verdad cree él que yo tengo algo que ver en… en ese horrible crimen,
señora?
—Cuando menos, le gustaría que usted fuese culpable —suspiró la mesonera
sacudiendo la cabeza—. Eso le quitaría muchos problemas, y evitaría que un
ciudadano en Szóksvar fuese posiblemente arrestado como culpable de un delito
semejante.
—Ya veo. No voy a encontrar demasiadas simpatías en este lugar… Y lo malo es
que debo de permanecer en él, me guste o no, mientras asuetos profesionales de
importancia me esperan en Budapest.
—Tendrá que hacerse a esa idea, doctor. Lo malo es que aquí no tenemos
telégrafo, y el correo se recoge solamente una vez a la semana, siendo bastante lento
en su trayecto a la capital.
—En ese caso, me veré obligado a hablar con el juez. Él tiene que entenderlo y
comprender mi situación.
—¿El juez Gorko? —Ingrid Jurgen se encogió de hombros, con una rara
expresión en su mirada—. Yo no le aconsejaría que hiciera tal cosa.
—¿Por qué no?
—El juez no es demasiado asequible. Ni acostumbra a hacer excepciones con
nadie. En tanto no aclare el asunto, dudo mucho que le permita salir libremente de
aquí, doctor.
—De modo que es, en todo, lo mismo que su antepasado, el juez Viktor Gorko…
Ingrid Jurgen se sobresaltó. Alzó la cabeza, mirando con fijeza, asombrada al
parecer, a su huésped. Quarry captó la inquietud en sus ojos abiertos.
—¿Por qué dijo eso? —Murmuró la mesonera—. ¿Ya ha oído hablar de… de
Viktor Gorko?
—Sí, oí hablar de él —afirmó, ceñudo, Quarry—. Y veo que incluso voy a tener
ocasión de contemplar su efigie en el Museo de Cera, mientras hacía quemar viva a la
bruja Devla, y uno de sus esbirros decapitaba a la condenada…
—Para llevar sólo unas horas en Szóksvar, sabe mucho del lugar… y del juez
Gorko —señaló sombríamente la voz de Ingrid Jurgen, algo fría y hostil—. No sé si
eso le será conveniente, doctor.
—Escuche, señora Jurgen. Estoy harto de reticencias y de misterios. Usted
misma, me está ocultando algo que no me gusta lo más mínimo, y que deseo aclarar

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lo antes posible. Con más motivo, habiendo muerto mi cochero de ese modo
espantoso, antes, incluso, según parece, de producirse el incendio del establo.
—¿Yo? ¿Qué tengo yo que ver en todo eso, doctor Quarry? —Se agitó la
mesonera, molesta.
—Señora Jurgen, no sé lo que tenga que ver o no. Sólo sé que alguien parece muy
interesado en que yo me quede en este asqueroso lugar, y no es solamente la policía o
la autoridad judicial. Y, por otro lado, sin yo mismo saber que vendría aquí, ya había
alguien que lo había previsto, y le hizo guardar a usted alojamiento a nombre del
doctor Quarry. Si no hay en este lugar telégrafo, señora Jurgen, como usted misma ha
admitido, ¿cómo diablos pudo nadie presentarse aquí a reservarme una habitación
cuando ni yo mismo sabía de mi trayecto y posibles altos en el camino? Responda,
señora Jurgen; usted debe saber algo que oculta. ¿Quién vino aquí a hacer esa reserva
a mí nombre? ¿No es cierto que usted me está escondiendo la identidad y hasta los
motivos de dicha persona?
Ingrid Jurgen parecía realmente molesta y hasta airada por las preguntas ásperas
de su huésped. Retrocedió dos pasos, altivamente. Sus ojos centellearon. Apretó los
labios fuertemente, como si se negara a responder algo. Pero en cambio, de ellos
brotaron palabras. Secas, duras y frías palabras de reproche y defensa:
—Doctor Quarry, no tiene ningún derecho a expresarse así. Soy una mujer
honesta, no le oculto nada, y no sé nada en absoluto sobre la persona que vino a
reservar su alojamiento, y que parecía ser bastante más conocida suya que mía,
puesto que era la primera vez que la veía. No era nadie de esta población, y tampoco
he vuelto a verla después de eso. Por otro lado, no tengo el menor interés en alojarle
en mi casa y, si se encuentra disgustado en ella, será mejor que se busque otro
albergue para el tiempo que haya de permanecer aquí, ¿está eso bien claro, doctor?
—Sí, señora Jurgen —asintió Roger con frialdad—. Muy claro. Parece evidente
que debo presentarle mis disculpas, y así lo hago. Me encuentro a gusto en su casa, y
no la culpo de nada. Sólo que… tengo la impresión de que usted me oculta algo. Y no
puedo apartarla de mí, por muy persuasiva que usted me resulte.
—En ese caso, le agradeceré no vuelva a reprocharme nada, ni saque ese tema de
conversación o, muy a pesar mío, me veré obligada a pedirle que se marche de mi
negocio. Por el momento, acepto sus disculpas. Es todo.
Desapareció altivamente, sin añadir nada más. Roger Quarry respiró hondo,
meneando la cabeza.
—Creo que cometí un error —dijo. Se volvió a Ewa—. Los sucesos de esta
mañana me han desorientado un poco. No quise ser ofensivo con ella, ¿usted lo
entiende?
—Claro. Debe estar confuso. Primero, alguien a quien usted no conoce, le reserva
alojamiento en el mesón. Luego… ocurre eso tan horrible… —La doncella se
estremeció—. Doctor, tengo miedo.
—¿Usted? —Roger se acercó a la arrogante doncella, sorprendido—. ¿Miedo?

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¿De qué?
—No lo sé. Pero ese modo de matar… En Szóksvar no hay delincuentes. ¿Quién
pudo asaltar el dormitorio del cochero y… y decapitarle? Es un crimen horrendo.
—Horrendo, sí… —Roger Quarry dejó vagar su mirada por los vidrios
emplomados de las ventanas del comedor, donde se veían los copos de nieve,
golpeando entre crujidos de postigos mal encajados, cuando las ráfagas de viento los
impulsaban hasta las casas—. Quizá por ello convendría hablar previamente con el
juez Gorko…
Y ante la sorpresa de Ewa, Roger emprendió rápida marcha hacia la salida,
dispuesto a arrostrar las inclemencias del día, al aire libre. Se alejó calle arriba, bajo
la nevada, con zancada larga y segura.
Ewa Kirsten reanudó, en silencio, la limpieza del mesón.

***

—Decapitado… Sí, es un modo brutal de morir, doctor. Pero la muerte siempre es


brutal, si se aplica con violencia.
—En el alojamiento de mi cochero, no se encontró arma alguna, capaz de tal
mutilación, señor juez.
El juez Wladimir Gorko asintió despacio, escuchando las palabras de su visitante.
No dejó de escribir, con minuciosa y cuidada letra, en una serie de legajos extendidos
ante él, en su mesa de trabajo. En su mano, la pluma de ave rasgueaba ásperamente el
papel.
—Usted encontró el cadáver —dijo el magistrado—. Si no se deshizo
previamente del arma, eso es bien cierto: no apareció ninguna, capaz de cortar la
cabeza a un hombre.
—Habla usted como si sospechara que yo hice justamente eso: deshacerme del
arma.
—¿De veras? Disculpe doctor —sonrió forzadamente Wladimir Gorko—. Es mi
modo habitual de hablar. Siempre creo estar en una sala de tribunal, exponiendo
fríamente unos hechos o unas posibilidades ante un acusado.
—¿Soy yo su acusado, juez Gorko? —replicó vivamente Roger.
—Por Dios, qué cosas dice… —suspiró el magistrado, con una sonrisa, dejando
de escribir y depositando cuidadosamente la pluma en el servicio de plata, junto al
tintero—. Doctor Quarry si yo sospechara que usted decapitó al pobre cochero, no
estaría ahora ahí sentado, sino en una celda de la prisión local, esperando ser juzgado
por asesinato.
—Su agente de la ley, el alguacil Peter Mulder, no se mostró demasiado amable
conmigo. Fue como si me considerase sospechoso de algo. Y ahora, usted habla de
posible ocultamiento de pruebas…
—Doctor Quarry, no sea suspicaz. No le acuso de nada. Ni Mulder tampoco lo

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haría, sin un sólido fundamento. Me gusta ser justo, que es lo que debe ser, ante todo,
un juez que quiera ser recto y obre con honestidad. El sumario está abierto. Pero
usted, siendo inocente, nada tiene que temer. Ante todo, me gustaría saber algo más
de ese cochero que le trajo aquí.
—Muy poco es lo que puedo decirle. Lo contraté en la frontera de Austria y
Hungría. Se llamaba Franz. No me preocupó su apellido.
—Franz Kaiser, de Viena —explicó someramente el juez, echando una ojeado a
un escrito—. Postillón profesional. Cincuenta años. No me refería a esos datos, sino a
la posibilidad de que conociera algo más sobre él. Si le vio hablar con personas
durante el viaje, si advirtió en su comportamiento o actitud algo especial…
—No —confesó Quarry, frunciendo el ceño—. Nada en absoluto, señor. Me
llevaba en un viaje por etapas hacia Budapest. Era difícil obtener billetes de
ferrocarril, dada la situación política y militar actual. Opté por ese medio de
transporte.
—¿Eligió usted detenerse en Szóksvar? —preguntó vivamente el juez Gorko.
—No —negó el médico—. Yo no conozco bien estas regiones. El propio Franz,
mostrándome un mapa, me señaló el lugar como el adecuado para detenemos durante
la pasada noche…
—Entiendo. ¿No le mencionó nada acerca del lugar, de algún posible conocido o
amigo que tuviera aquí…?
—No, nada. Pero…
—Pero ¿qué, doctor Quarry? —se interesó vivamente el juez Gorko clavando sus
ojos profundos en su visitante.
Quarry estudió a su vez, abiertamente, al magistrado de Szóksvar. Fue un choque
de miradas inteligentes y calculadoras, un cruce de ojos astutos y penetrantes.
Ninguno cedió.
Wladimir Gorko, cuyo origen eslavo era notorio, era un hombre alto. Altísimo.
Sus manos eran largas, huesudas y firmes. Llevaba un anillo de plata con una cruz y
una letra G en relieve.
Su cabello era negro ensortijado y abundante. Los ojos, de un pardo oscuro,
destellaban con una especie de fuego interno. Los labios eran delgados, la nariz
aguileña, la mandíbula firme y las mejillas hundidas bajo los pómulos acentuados.
Eran rasgos casi de mongol, pero con una tez de color entre broncíneo y aceitunado.
Vestía totalmente de negro, y de su cuello pendía una gruesa cadena, también de
plata, de la que, sobre el pecho, colgaba una cruz del mismo metal, con la misma
letra G del anillo, campeando encima del signo cristiano.
—Bueno, sucedió algo extraño en el Mesón del Vrolak —dijo secamente el inglés
—. Cuando yo llegué… ya tenía reservada habitación. A mi nombre. Yo nunca había
hecho tal reserva. Y tampoco Franz, el cochero.
—¿Por qué sabe que él no lo hizo? Pudo haber previsto ese alto, y olvidó avisarle
a usted.

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—Imposible —cortó Roger—. Quien encargó mi habitación… fue una mujer.
—¿Una mujer?
—Desconocida de la señora Jurgen y de Ewa Kirsten, su doncella. Y, desde luego,
tampoco yo creo conocerla. La verdad es que no conozco a mujer alguna en Hungría.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Varios días antes de llegar yo a Szóksvar. Y, desde luego, días antes también de
que yo oyera hablar de este sitio, juez. Por tanto, no pudo ser obra mía ese encargo.
—Parece obvio —admitió sombrío el magistrado. Sus ojos vagaron por los muros
repletos de libros en estanterías, de legajos, de cuadros reproduciendo obras de
pintores eslavos o iconos rusos—. Deberá convenir conmigo, doctor Quarry, en que
el asunto tiene facetas muy raras…
—Mucho, juez Gorko. Especialmente, en lo que respecta a la muerte de Franz…
Fue decapitado. Justamente… lo mismo que le sucedió a una mujer en este lugar,
hace doscientos años.
—¿Qué quiere decir? —Se irguió de repente Wladimir Gorko con gesto de
sobresalto.
—Usted debe saberlo —sonrió Roger fríamente—. Su antepasado, el juez Viktor
Gorko… Inquisidor protestante… Señor feudal y juez. Todo en una pieza. Una mujer
joven y hermosa murió víctima de su persecución fanática. Una bruja, según crónicas
de SU tiempo.
—Devla era una bruja, doctor Quarry —le rectificó glacialmente el juez—.
Aunque usted no lo crea. Estaba poseída por el Mal. Viktor Gorko obró con justicia.
Era su deber, para alejar al demonio de Gorkoburg.
—Por favor, juez, no puede hablar en serio —sonrió Quarry—. Como médico,
estoy seguro de que las brujas no existen. Sólo pueden ser farsantes, histéricas… o
entregadas a deseos lascivos. Es toda la brujería que comprendo cómo hombre de
ciencia. Eso sucedía hace dos siglos. Y aun así, creo que existen fundadas dudas
sobre la rectitud de su antepasado en ese juicio y su correspondiente sentencia…
—Doctor Quarry, me niego a discutir con usted semejante cuestión —se
incorporó, airado, con gesto hermético y adusto, tirando la pluma sobre la mesa—.
Los Gorko siempre hemos sido justos, por encima de todo. Forma parte del escudo
familiar. Dios y los Gorko… Quiere decir que sólo la rectitud y la justicia cristianas
presiden nuestros actos.
Miró Roger Quarry la cruz y la letra G «Dios y los Gorko», pensó. Una leyenda
presuntuosa y excesiva, sin duda alguna. Pero Wladimir parecía convencido de su
veracidad absoluta.
—Muy bien —también Roger se puso en pie, resuelto—. Puede que usted tenga
razón, juez. No soy quien para juzgar si Devla fue condenada al fuego y a la
decapitación por hermosa y deseable… o por bruja auténtica. Dejemos eso en el
pasado, al que pertenece.
Pero ¿no resulta sintomático que, dos siglos después, un hombre muera en su

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ciudad… precisamente decapitado, igual que Devla?
Salió del despacho del juez, sin añadir más. Una vez solo, Wladimir Gorko se
dejó caer en su butaca.
Estaba ligeramente pálido, su labio inferior temblaba, y unas gotas de sudor
corrían por su rostro. Los ojos, llameantes, revelaban ira y disgusto. Y acaso,
también, miedo a algo…

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CAPÍTULO IV

—¡Usted! Creí que se había marchado ya de Szóksvar…


—No, señorita Ulmer —negó Quarry, deteniéndose ante el mostrador de
recepción de la biblioteca pública—. Me veo obligado a seguir disfrutando de su
generosa hospitalidad, aunque no me guste. Las cosas han cambiado bastante desde la
última vez que nos vimos…
Kristina Ulmer se incorporó, acercándose a su visitante. Miró atrás, a la sala de
lectura, totalmente vacía, y movió la cabeza, preocupada.
—Esta mañana no ha venido nadie a consultar los libros —dijo, pensativa—. Eso
me chocó un poco. No es que abunden los inquietos de la literatura, pero hay asiduos
lectores que sólo dejarían su afición… ante un comadreo importante o una novedad
digna de sacarles de la monotonía cotidiana. ¿Ha sido así? ¿Ocurrió aleo especial,
doctor Quarry?
—Ocurrió algo, sí: he tenido a mis pies otra cabeza, señorita Ulmer. Por
desgracia, esta vez no era de cera, sino auténtica. Una persona fue decapitada esta
madrugada, en su propio dormitorio.
—¡Dios mío, no! —El bonito rostro de Kristina palideció intensamente. Tuvo que
apoyarse en la mesa más próxima—. Usted no está bromeando…
—No, no bromeo. Mi postillón fue muerto, no sé aún si para dejarme
forzosamente aquí, sin medios de continuar viaje… o porque existiera una razón más
poderosa para deshacerse de él. Al pobre diablo no le robaron nada. Pero un arma
contundente, acaso un hacha o un sable antiguo le segó el cuello de un solo tajo.
—Cielos…
—Lamento ser tan rudo, señorita Ulmer, pero de tocios modos tenía que saberlo.
Y usted, moviéndose entre figuras de cera, tal vez no sea tan impresionable como los
demás…
—Lo cierto es que no creí serlo hasta ahora. Pero empiezo a cambiar de idea,
doctor…
—La entiendo —sonrió débilmente Roger, tomándola por un brazo, solicito—.
No es lo mismo moverse entre cabezas de cera que entre sangre humana auténtica
Pero creo que ambas cosas podrían tener una relación remota…
—¿Relación? —Los ojos asombrados de Kristina se clavaron en él—. ¿Qué
quiere decir con eso, doctor?
—Me refiero, concretamente a una cabeza: la de Devla, la bruja.
—La hermosa bruja del pasado… —repitió lentamente Kristina. Se estremeció,
mirándole abstraída—. ¿Por qué supone tal cosa? ¿Cree en brujerías?
—No. No he creído nunca. He visto un exorcismo una vez, en Londres. Resultó
ser una simple curación de una histeria aguda. Es toda la brujería que conozco.
—Estas tierras son diferentes. Esto no es Londres, doctor. Una… una acaba por

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dudar de muchas cosas.
—Cuando se empieza a dudar de algo, se termina por creer en lo imposible —
suspiró el joven médico—. Acabo de hablar con el juez. El también cree en brujas.
—¿Ha hablado con Wladimir Gorko? —Ella se mostró inquieta.
—Tuve que hacerlo, amiga mía —explicó Roger apaciblemente—. En principio,
soy un testigo importante para el procedimiento judicial sobre la muerte de mi
cochero y el incendio que ha destruido mi carruaje alquilado. Pero eso podría
desembocar en una sospecha por asesinato… e incluso en una posible acusación
contra mi persona. No sé… Soy inocente por completo, pero no me fío de Gorko ni
de sus métodos. Tampoco me resulta muy de fiar, como funcionario policial, Peter
Mulder, el alguacil.
—Doctor… —Kristina Ulmer le contempló, atónita—. ¡No me diga que ellos…
que ellos puedan —pensar en usted como culpable de algo delictivo!
—Me temo que no anden lejos de tal idea. O, cuando menos, que ella les sirva
para retenerme aquí por fuerza, mientras investigan.
—Esas investigaciones, con el ritmo que aquí se hacen las cosas, pueden durar
semanas. O meses, doctor. Usted no puede quedarse aquí tanto tiempo…
—Claro que no. Pero lo cierto es que estoy aquí —sonrió Roger—. Y debo
continuar en el pueblo, o las autoridades húngaras me declararían Fuera de la ley.
Eso, en un extranjero que recorre un país virtualmente en pie de guerra contra
Austria, no sería nada agradable.
—¿Qué piensa hacer?
—Ya se lo dije: quedarme. Y esperar.
—Esperar… ¿qué? —se interesó Kristina, sin desviar de él sus ojos sorprendidos.
—No lo sé —se encogió de hombros Quarry—. Posiblemente la solución de un
crimen vulgar. Aunque personalmente no lo creo. O… algo peor y más extraño.
—¿Peor… y más extraño? —Los ojos de ella brillaron, enigmáticos—. Como…
¿cómo qué, doctor Quarry?
Roger la contempló. La luz del día gris, gélido y con nieve copiosa en las callejas
del pintoresco pueblo húngaro, prestaba un encanto especial a Kristina Ulmer, en
aquella amplia biblioteca de forma circular, de grandes estanterías y pupitres de
lectura alineados regularmente bajo la alta bóveda artesonada. Le había parecido más
lejana e inquietante allá en las rocas negras, con la singular cabeza de cera rodando a
sus pies. Ahora, resultaba próxima, cálida y sensible.
—Me gustaría darle una respuesta, la que fuese… —suspiró Quarry. Y cambió
bruscamente de tema—. Señorita Ulmer, ¿podría visitar ahora el Museo de Cera?
Ella enarcó las cejas bien dibujadas, de tono castaño oscuro, como su cabello.
Frunció los labios naturales, de un rojo límpido y como de fruta madura, sin
cosmético alguno.
—¿El museo? —se extrañó—. Las horas de visita son por la tarde, doctor.
Cuando cierro la biblioteca, exactamente. No podría hacerlo todo a la vez.

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—Lo comprendo. Perdone, señorita Ulmer. Volveré a la tarde.
—No, espere —ella miró atrás, a la vacía biblioteca—. Mucho me temo que,
teniendo motivo de comadreo, la gente no venga hoy por aquí. Cerraré la biblioteca
por un tiempo.
—No, no. No haga eso. No quisiera causarle problemas, créame. Puedo volver
luego y…
—No será problema. En menos de media hora habrá visto todo. Nuestro museo
no puede compararse, por ejemplo, con los que dicen que hay en Londres o París.
Esto es diferente. Un simple recinto provinciano. Venga, por favor. Ah, y deje de
llamarme con ese horrible «señorita Ulmer». Me hace sentir terriblemente mayor. Mi
nombre es Kristina. Y me gusta bastante, doctor.
—Conforme… Kristina —sonrió de buen grado Quarry—. Pero no olvide algo:
mi título sólo lo mencionan mis pacientes. Prefiero mi nombre. Roger no está mal, ni
siquiera con fonética eslava.
—Empate —rió de excelente humor ella—. ¿Viene, Roger? —Vamos, Kristina.
Ella cerró la puerta de la biblioteca. Colgó un cartel sencillo y breve:

«AUSENTE. SE ABRIRÁ MAS TARDE».

Luego, precedió a Roger Quarry por un amplio vestíbulo, tan destartalado y frío
como la propia biblioteca y, según tenía observado el joven médico inglés, como casi
todos los interiores de Szóksvar. Al final del mismo, tres escalones descendentes les
llevaron a un corredor curvo, al final del cual se abría una puerta de hierro claveteada.
Sobre ella, un decorativo rótulo en madera vieja, con caracteres góticos de color rojo,
señalaba:

«MUSEO DE CERA
LA HISTORIA Y LA TRADICIÓN DE NUESTRO PUEBLO, EN VIVAS
IMÁGENES Y ESCENAS VISITA GRATUITA TODAS LAS TARDES».

Kristina extrajo una llave de sus ropas. La hizo girar en la cerradura, cuyo
chirrido agrio produje a Roger un raro efecto. Era como alzar la tapa de un ataúd, o
poco menos. La joven se volvió, sonriente. No advirtió en su rostro la menor
expresión de inquietud.
—Adelante —invitó, fingiendo cómicamente una voz cavernosa—. Penetre en el
tiempo, Roger. Admire la historia… y nuestra particular Cámara de los Horrores…
Roger sonrió. La puerta estaba abierta, y Kristina manipulaba en unas lámparas
de petróleo colgadas de un pasador de hierro, cerca del techo.
—Esta clase de luz es siempre un peligro para la cera, pero tenemos el máximo
cuidado —explicó—. Procure no aproximar las lámparas a las figuras. Será
suficiente.
Avanzaron hacia el sombrío interior del museo. Olía a humedad, a vacío, a

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abandono. Eran ocho los escalones de piedra que descendían a su nivel. La nave era
casi subterránea, amplia y de muros de piedra oscura, rezumando agua. Por angostas
ventanas altas, que daban al nivel de la calle, era visible, a través de vidrios
polvorientos, la nieve acumulándose en las aceras. El día tenía un color ceniciento y
lúgubre.
Comenzó el desfile. Figuras de la historia de Hungría, héroes del país, supuestos
tiranos austríacos y de otros países con los que los magiares tuvieron diferencias en el
pasado, aparecían con los tintes y apariencias que el populacho les había concedido a
lo largo de los años. Sus rostros, las más de las veces, no eran sino reflejo grotesco y
primario de esa clasificación previa de «buenos» o «malos», según el sentir popular
del país.
Finalmente, llegaron a donde Roger quería. Alrededor de ambos jóvenes, un
bailoteo fantasmal de sombras, proyectadas en gigantescas proporciones sobre muros
y techos, cuando las luces de petróleo así lo querían en sus juegos de proyección,
convertía el recinto en una especie de antro de pesadillas inconcebibles.
—Ahí está —dijo ella bruscamente.
—Ahí está… ¿qué? —quiso saber Quarry.
—Vamos, no sea hipócrita —dijo ella, irónica—. ¿No es eso lo que vino a ver?
Devla… y el reverendo Gorko, juez, reverendo e inquisidor. Ellos son. Hermosa y
terrible escena, ¿no cree? Aunque a Devla ya la conoce…
Roger no contestó. Alzó su lámpara, acercándose más al diagrama corpóreo,
aunque manteniendo a prudencial distancia la llama del quinqué. La luz amarillenta,
prestó a la escena un tono pavoroso, estremecedor.
Devla, sin cabeza, era un cuerpo femenino envuelto en llamas fingidas con cera y
papel. Observó que un juego de luces, con cristales rojos y amarillos, en los
momentos de visita, debía dar el ambiente adecuado a la escena. Ante ella, un
horrible ser velludo, de frondosa barba sostenía en su mano un ancho acero goteante
de sangre. Más allá, entre rocas negras, bien imitadas en escayola, se veía la cabeza
alucinante. La misma que cayera a los pies de Roger, casualmente, aquella misma
mañana.
—¿Quién era ese monstruo? —preguntó Roger roncamente, señalándolo.
—El decapitador de Devla: Orlik, siervo fiel de Viktor Gorko. Se le llamaba el
Triturador, porque acostumbraba a torturar de ese modo a los prisioneros del
inquisidor Gorko…
—Y ése… ése era Gorko, ¿verdad?
—Viktor Gorko. El reverendo Gorko en persona. Juez sacerdote de la Reforma,
inquisidor y señor feudal de Gorkoburg, todo en una pieza —asintió con voz grave
Kristina—. Es el símbolo de todo lo que no debía ser.
—Pero que aún es, ¿no es verdad?
Se miraron ambos, entre inciertos bailoteos de luz lívida, dorada.
—Tal vez —admitió ella, encogiéndose de hombros—. Pero Wladimir Gorko no

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es inquisidor, ni reverendo… Incluso tampoco es señor feudal. El Condado de
Gorkoburg es historia. Ahora está dividido en pequeñas zonas. Los Gorko se
hundieron como potentados. Ya no es igual. Roger.
—No, no es igual. Pasaron doscientos años. ¿Cuántos habrán de pasar para que
un hombre no crea en brujerías?
Kristina le miró, pensativa. Pareció que iba a responder alguna cosa. De repente,
sonó un fuerte golpe, un chasquido brusco, violento.
Un soplo de aire, los alcanzó con fuerza, gélido y repentino. Tan fuerte, que
extinguió, a la vez, la luz de los quinqués. Se quedaron en la más profunda oscuridad.
—¡Roger…! —musitó ella. Y parecía repentinamente asustada.
Quarry buscó algo con los ojos. No lo encontró. Sólo la claridad grisácea y turbia
del exterior, a través de los angostos ventanos enrejados. No descubrió hueco alguno.
Ninguna puerta. Extendió un brazo. Aferró con sus dedos la muñeca de Kristina en la
sombra. Ella gimió, sobresaltada. Tenía la piel fría.
—Calma, soy yo —susurró Quarry—. Kristina, la puerta…
—¿Qué… qué ocurre?
—La puerta. Se cerró. Eso provocó la corriente de aire…
—¡Dios mío! —susurró ella—. ¡La llave! La dejé afuera, en la cerradura…
—¿Puede cerrarse de golpe, con llave? —indagó Quarry.
—Sí… Sí puede cerrarse.
—¿Y… no se abre desde dentro?
—No. No tiene pomo ni pestillo… —jadeó Kristina Ulmer, empezando a revelar
terror en su voz—. ¡Pero nunca se cerró! Pesa mucho ese hierro. No hay viento que
pueda con él… No pudo cerrarse sola, Roger… Por eso me confié…
—Exacto. No pudo cerrarse sola —musitó Quarry entre dientes—. Es lo que
estaba pensando…
Corrió, tirando de ella, a tientas casi, en medio de la leve claridad que, poco a
poco, y pese a la densa capa de polvo de los angostos cristales, casi cubiertos por la
nieve, iba resultándoles suficiente, al habituarse al ambiente.
Subió los escalones. Forcejeó en vano La puerta estaba herméticamente ajustada.
Escuchó. Afuera no se percibía ruido alguno, salvo el silbido del viento en alguna
parte. Luego, de repente, se puso rígido. Chascó una puerta. Dejó de oírse el viento.
—La puerta de entrada al edificio… —susurró Kristina, junto a él—. La
cerraron…
—Alguien salió, después de dejamos aquí dentro —murmuró Roger roncamente.
Miró, rápido, a los ventanos nevados—. Me pregunto…
Corrió escaleras abajo. Se precipitó al muro de piedra, derribando a su paso, con
muy poco respeto, a dos figuras históricas de Hungría. Aguzó la mirada, esforzándose
por ver algo en la nieve. Sólo captó una sombra fugaz, unas pisadas entre la nieve
apelmazada contra los ventanos enrejados. La sombra desapareció.
—Desde luego, no era ninguna bruja —murmuró con voz ronca Quarry—. A

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menos que tengan corporeidad perfecta… como la tuvo Devla en su tiempo.
—¿Qué quiere decir? —Musitó en la penumbra la voz quebrada de la muchacha
—. ¿Qué está sucediendo exactamente, Roger?
—No lo sé. Alguien sabía de antemano que yo venía aquí; incluso antes de pensar
en conocer esto. Luego, alguien decapita a mí cochero y prende fuego a mí carruaje.
Ahora, alguien nos encierra en el Museo de Cera, y se marcha del edificio… ¿Qué
está pasando en Szóksvar, Kristina?
—Si yo lo supiera… —Los dedos fríos de la joven se aferraron a su mano, casi
patéticamente—. ¿Cree… cree realmente que las brujas… no tienen forma humana,
Roger?
—No Devla —suspiró él, acercándose a la figura de cera sin cabeza. Luego, giró
sus ojos hacia la impresionante estatura de Viktor Gorko, con sus negras ropas. De
repente, vio algo sobre su pecho, donde se quebraba la luz gris del exterior. Se
inclinó, prendiendo un fósforo con el que dio nueva llama al quinqué. El museo se
llenó otra vez de fantasmal claridad—. Mire eso…
—¿Qué? ¿El emblema de los Gorko?
—Sí. El juez lleva uno igual.
—Siempre lo llevaron consigo. La cruz y la letra G. Se creen realmente
servidores de la fe. Pero yo no creo que lo hayan sido jamás. Sólo de sus instintos y
de su egoísmo.
—Usted dijo que Devla era inocente… —Miró al cuerpo decapitado, fingido en
cera.
—Es lo que se dice. Era tan hermosa… que Gorko la deseó. Creo que, en
realidad, era Viktor Gorko el verdadero siervo del mal. Un loco, un fanático o un
malvado. No sé… Pero ¿qué puede importar todo eso ahora? Roger, tenemos que
salir de aquí.
—¿Cómo? —quiso saber él—. ¿Hay otra salida, Kristina?
—No —se estremeció ella—. No la hay. Dios mío, ¿qué hacemos?
—No lo sé —confesó el joven médico inglés con extraña pasividad—. Pero sea lo
que sea, no podrá esperar mucho. Aquí no hay alimentos, el aire es helado como en
una tumba… Moriríamos de frío o de inanición, si nos quedáramos encerrados.
Llamar por esos ventanos, es difícil por su altura… y me temo que inútil. Entre el
espesor de la nieve, que pronto los cubrirá totalmente, el grosor del muro, entre el
vidrio y los hierros, y la poca gente que deambula por esas calles… Puede pasar
demasiado tiempo hasta que alguien nos escuche. Y aun entonces, quizá pensarían en
brujerías, sabiendo que Devla está aquí representada…
—Roger, hay que hacer algo… lo antes posible —le apremió ella, angustiada—.
Claro. Hay que hacer algo. Sólo que… no sé lo que ello pueda ser…

***

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—¿En qué está pensando, Roger?
El doctor Quarry giró la cabeza. Dejó de estudiar las figuras de Devla, la hermosa
bruja. Y del reverendo Gorko, el inquisidor cruel. Por un momento, había parecido
tan inmerso en aquella escena, como si quisiera penetrar en el tiempo y formar parte
de aquellos personajes, de su momento terrible, de una tragedia sangrienta y feroz,
donde aún no se sabía si, realmente, existió la eterna pugna entre el bien y el mal, o el
simple sacrificio de una bella inocente por el tirano de turno, en su eterna «caza de
brujas», tan conveniente para que el sistema continúe contra viento y marea.
Allí, doscientos años más tarde de aquel terrible momento, un hombre que no
tenía contacto alguno con los protagonistas del suceso, pugnaba por ver claro, por
descubrir la posible estela de acontecimientos actuales, como origen de otros
infinitamente remotos.
—En nada —murmuró al fin, cansadamente—. No pensaba en nada, Kristina.
—¿Pretende engañarme?
—No. Es la verdad. Pretendía saber… o intuir. Pero no es fácil. Las cosas no
pueden ser como la gente imagina. Un poder sobrenatural puede existir, no lo niego,
pero…
—Pero… ¿qué?
—Sería ridículo imaginar que el espíritu de Devla buscara venganza ahora, tras
tantos años. Y justamente utilizándome a mí como instrumento suyo.
—¿Ha llegado a pensar eso? —se asombró Kristina Ulmer.
—Sí, he llegado a pensarlo. Pero no tiene sentido. Sin embargo, una mujer
misteriosa me encargó alojamiento. Un hombre ha muerto decapitado, como ella
murió. El juez, descendiente de Viktor Gorko, cree en brujas todavía. Y en Szóksvar
ocurre algo. Algo siniestro, de eso no hay duda. ¿Es obra de Devla o de su maldición?
¿Cosa de Gorko, en su afán de purificar este lugar de malsanas influencias del más
allá? ¿O… algo diferente?
—Todas esas interrogantes me inquietan, me angustian… Pero me preocupa más
aún nuestra situación actual. Está oscureciendo rápidamente, Roger. Aquí anochece
pronto. Eso quiere decir que llevamos ya casi seis horas aquí dentro, sin que nadie, en
la calle, haya advertido sus esfuerzos por llamar la atención.
—Siete horas menos minutos, para ser exactos —sentenció Roger, consultando su
reloj, que guardó, soplando los dedos ateridos, y volviendo a tomar en sus manos las
heladas de Kristina, para darles calor, con enérgicas fricciones—. Van a ser las cinco
y media. Antes de las doce y media, entré a visitarla en la biblioteca, Kristina. Nunca
debí hacerlo, sin las debidas precauciones. Ahora sé que alguien me vigilaba, me
seguía. Alguien a quien no le interesaba que yo investigara ciertas cosas. Pudo
habernos matado. Cuando menos, debemos estarle agradecidos en eso.
—¿Usted cree? —Tembló la joven—. Temo que, si llega la noche, el frío nos
consuma.

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—No —rió huecamente Roger—. El frío, no. Tenemos petróleo. Y cera.
—¿Qué quiere decir?
—Antes de morir congelados, elegiremos una muerte digna de un par de brujos
—habló Roger con extraño sentido del humor—. Por ejemplo… prender fuego al
museo.
—¿Qué dice? —Se horrorizó ella.
—Sería un gran espectáculo. Las llamas se ven mucho en la oscuridad.
Vendrá gente. Y nos sacarán de aquí.
—¿Se ha vuelto loco? —Los ojos angustiados de ella revelaron temor—. Roger,
arderíamos como esos monigotes de cera, o poco menos… Sería convertir esto en un
homo mortal…
—No lo crea —rió con voz ronca Roger—. Nuestro misterioso adversario, el que
cerró esa puerta antes, sabía también que teníamos un medio de salir, y no le importó
demasiado.
—Roger, ¿es que se está trastornando aquí dentro?
No veo medio alguno de abandonar esta horrible ratonera helada…
—Reflexione, criatura, y no se ciegue ante la evidencia. El recurso es simple y
está a nuestro alcance.
—¿Otra vez esa horrenda idea de la cera ardiendo… y nosotros con ella? —
Tembló Kristina.
—Sólo en parte: la cera arderá. Pero nosotros, no.
—¿Cómo podría evitarlo?
—Es sencillo. No tiene que arder todo este museo. Bastarán una o dos figuras,
Kristina. Por una de esas ventanas, brotarán las llamas, al prenderlas… Lo demás,
será fácil. Muy fácil. Por cierto: hay una figura que me cae particularmente mal: el
reverendo Gorko. Arderá en primer lugar.
—¡Oh, no!… Sería repetir lo que…
Kristina Ulmer enmudeció de repente. Sus ojos dilatados miraron con inquietud a
Roger. Él se inclinó, aferrándola enérgico. Trató de apremiarla, sin muchos
miramientos:
—Sabía que usted me ocultaba algo —jadeó—. Vamos, Kristina… ¿Qué es ello?
¿Por qué tuvo que ausentarse en busca de una nueva cabeza para Devla, la bruja?
¿Qué pasó con la otra cabeza, la que había antes? ¿Por qué ha hablado de repetir algo
en este musco?
—Roger, usted no podía saber…
—Podía sospechar. Estaba convencido de que algo ocurrió con la cabeza de
Devla, para encargar otra nueva a un artífice de Budapest… Hable, criatura, antes de
que oscurezca y prendamos fuego a Viktor Gorko para empezar la fiesta… ¿Qué pasó
con Devla? ¿Qué fue de su cabeza de cera?
—Desapareció… —musitó roncamente la joven, desviando sus ojos de Roger—.
Desapareció una noche… sin que nadie, al parecer hubiera entrado aquí… Alguien

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dijo… que fue como en la realidad, hace doscientos años. Entonces, su cabeza se
perdió en una grieta. Y nadie la halló jamás… Dicen que mientras no se destruya la
cabeza auténtica de Devla… el mal estará presente en Szóksvar… Yo nunca lo creí…
hasta ese día en que, según todos dicen, Devla vino a por su cabeza de cera… y se la
llevó consigo a las tinieblas…

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CAPÍTULO V

Peter Mulder estudiaba ceñudo el lugar. Actuaba como un vulgar alguacil que era.
En cambio, el juez Gorko aparecía irritado, incluso furioso, aunque
conteniéndose. Examinó con disgusto los fragmentos de tela chamuscada, el armazón
carbonizado, los residuos irreconocibles de cera derretida o quemada. Luego, miró
aviesamente a Roger Quarry.
—Muy bien —dijo secamente—. Logró salir de ahí con la señorita Ulmer. Mis
felicitaciones por su ingenio. Las llamas de la cera eran visibles en medio pueblo, y
nos han permitido sacarles de su encierro. Pero ¿por qué esa figura? ¿Por qué,
precisamente, esa figura de cera la sacrificada? Había muchas otras en el museo Pudo
elegir cualquiera…
—Lo siento, juez —sonrió fríamente Roger—. Elegí la que menos simpatía me
producía. ¿Tal vez debí escoger a Devla? Sin cabeza, era menos cantidad de cera por
arder. Siempre constituía un problema. Debía sacrificar más figuras, en ese caso.
—Viktor Gorko era mi antepasado. El hombre que trajo el bien y la paz a este
pueblo, y lo limpió de siervos de Satán. ¿Cree que es justo destruir una figura valiosa,
que hubo de ser modelada sobre viejos grabados de la familia?
—Pagaré la pérdida, juez. En todo su valor.
—Llevará meses tener otra igual —se lamentó Gorko—. Y tal vez no sea tan
buena, tan fiel…
—Juez, habla como si hubiera conocido personalmente a Viktor Gorko… —Hizo
notar con tono agrio Roger.
—¿Yo? ¿A mi antepasado? Cielos, eso no es posible. Pero cuadros, grabados,
todo coincide. El artista hizo una obra perfecta. Ahora… sólo son pavesas.
—Devla era una obra perfecta, de carne y hueso. Su antepasado la hizo pavesas.
¿Usted se duele de la destrucción de un muñeco y no de un ser humano?
—¡Devla era un monstruo de maldad, una hechicera! —aulló Wladimir Gorko
con ira. Sus ojos centelleaban, a la luz de las farolas de gas del alumbrado callejero,
ante el edificio del mesón, donde se habían detenido—. Y Viktor era… la justicia, el
bien, las virtudes más sagradas del hombre, doctor… ¿Cómo puede hacer
comparaciones semejantes? ¿Acaso usted ha venido a reivindicar la memoria de una
bruja?
—No sé… —Roger se encogió de hombros—. No vivimos ya tiempos de
brujería, juez Gorko. Pero pienso si no habrá algo, un designio oscuro e indescifrable
que me trajo a Szóksvar, que me hizo quedarme… Aquella misteriosa mujer que me
encargó alojamiento… Mi cochero decapitado, el coche incendiado… Y ahora, el
encierro en el museo, quizá para sacrificar una figura determinada: la de Viktor
Gorko… No sé por qué tuve que elegir a esa figura precisamente. Ahora que lo
pienso, me parece absurdo, incluso falto de toda lógica… Juez, no me gustaría

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estar… endemoniado. Porque ahora, nadie podría quemarse vivo en una hoguera…
Kristina Ulmer, le miró asombrada. También el alguacil Peter Mulder, con un
repentino gesto de aprensión. El juez Gorko parecía entre confuso y alucinado. Las
palabras increíbles del joven médico inglés, pronunciadas con voz grave, serena,
firme, como quien dice algo carente de trascendencia, parecían golpearle como
mazazos.
—Un exorcista… —jadeó—. Usted necesita un exorcista, doctor Quarry… Algo
maléfico se ha apoderado de usted en este lugar… y habla por su propia boca. No
tenemos sacerdotes aquí, sin embargo… Deberé arrestarle, hacerle encarcelar y
vigilar, a la espera de que un exorcista con autoridad venga a extraer el diablo de su
cuerpo… ¡Es evidente que usted lleva consigo el mal! ¡Devla y su influencia maligna
están posesionadas de su alma y de su cuerpo, doctor Quarry! Alguacil Mulder,
detenga a ese hombre… Intérnelo en cualquier lugar cerrado, vigílelo día y noche
hasta poner en claro todo y extraer el mal de su ser… ¡Ahora está claro que el doctor
Quarry, movido por el espíritu de Devla, que deambula entre nosotros mató al
cochero Franz Kaiser, para vengar a la bruja sacrificada y quedarse aquí, destruyendo
también en la imagen de mi antecesor, el juez Viktor Gorko, a la propia imagen de la
justicia y de la cristiana bondad! ¡Vamos, alguacil, arreste a ese hombre!
—Pero… pero señor… ¿bajo qué acusación? —gimió el policía, desorientado—.
No puedo alegar brujería o posesión, en un expediente oficial, usted lo sabe…
—No —cortó agriamente el juez—. El arresto se hará como sospecha de
asesinato en la persona del cochero. Eso sí es perfectamente legal, Mulder. ¿A qué
espera?
—Señor juez, ¿existen indicios de culpabilidad evidente contra el doctor Quarry?
—dudó aún el alguacil, indeciso.
—¡Arréstelo! —rugió el magistrado, con ojos fulgurantes—. ¡Yo aportaré esas
pruebas! ¡Le relevo de toda responsabilidad en el caso! ¡Es una orden, alguacil
Mulder!
—Sí, señor —saludó rígidamente, llevando su mano al kepis, el funcionario de la
ley local. Luego, encarándose a Roger le conminó—: Doctor Roger Quarry, en
nombre de la ley, y atendiendo a una demanda judicial, yo le…
En ese momento, un largo y terrible alarido restalló en el interior del Mesón del
Vrolak. Fue una voz humana, pero su desgarrado tono, su aguda nota delirante, hizo
parecer que surgía de las propias entrañas del infierno.
Fue tal el sobresalto de Mulder, que perdió cómicamente su kepis al saltar atrás,
llevando la mano al sable de reglamento. Pero nadie rió con el efecto. El juez, lívido,
giró la cabeza hacia una ventana de la hostería, iluminada y abierta. Por ella, había
brotado con claridad meridiana aquel alarido espeluznante, en el que Roger identificó
una clara voz de mujer.
—¿Qué ocurre ahí? —gritó el magistrado, con voz potente—. ¡Vamos,
respondan! ¿Qué pasa ahora?

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Roger Quarry había alzado también su cabeza. Para sorpresa de Kristina Ulmer,
testigo alarmado de la escena anterior, el gesto del joven médico era sereno, casi
apacible, pese a la acusación tremenda que habían iniciado contra él, momentos
antes. Ahora, sin embargo, sus ojos revelaban una inquietud ostensible, ante el sonido
humano procedente del interior de la fonda.
Fue Ewa Kirsten, la doncella, quien asomó su atractivo rostro y su no menos
atractivo busto por la ventana, para clamar, con voz ronca, llena de angustia y de
terror:
—¡Por favor, acudan, pronto! ¡En el piso alto! ¡Es horrible…!
—¡Ewa! —Llamó vivamente Roger—. ¿Qué ocurre?
—La… la señorita Jurgen… Lyvia Jurgen, la hermana de la señora Ingrid… Está
muerta… ¡DECAPITADA!…

***

Decapitada.
Otra vez aquella horrible forma de matar. Y de morir.
Roger desvió su mirada de la espantosa cabeza de boca abierta, desencajada, y
rostro ceniciento e hinchado. Para asombro suyo, por entre los dientes y la boca
asomaba algo, un simple muñón. No había lengua, sino los restos de algo que fue una
lengua alguna vez, y que hacía más espantosa la presencia de aquel miembro
mutilado ferozmente.
—¿Qué le sucedía a… a la señorita Lyvia Jurgen? —quiso saber el doctor Quarry,
con voz ronca, volviéndose a Ingrid Jurgen, que sollozaba, mortalmente pálida,
abrazada a su doncella, Ewa Kirsten.
—Ella… ella…
Ingrid no terminó de hablar. Estalló en amargo llanto, sin que la mesonera
explicara nada de cuanto interesaba al joven médico inglés.
Fue Ewa serenamente, quien expuso lo que sucedía:
—La señorita… era muda. Una vez, sufrió la amputación de su lengua…
Además… era medio inválida. Rara vez salía de sus habitaciones, doctor… Resulta…
espantoso. Ella no hizo daño a nadie. ¿Por qué… por qué matarla de este modo?
Roger no dijo nada. Tampoco hubiera sabido qué decir, realmente. Aquella
situación alucinante, repetida en pocas horas en el pueblo magiar, empezaba a
resultarle escalofriante, aterradora.
Era como si, realmente, un espíritu maléfico, intangible y extraño, flotara sobre
Szóksvar fatalmente…
Pero Roger estaba seguro de que no fue ningún espíritu, y sí un ser real y bien
real, el que les encerró a él y a la bibliotecaria, en el Museo de Cera del Ateneo local,
durante aquellas interminables horas…
A su lado, en estos momentos, el juez Gorko y su fiel Peter Mulder, parecían

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anonadados, y como olvidados totalmente de sus propósitos de arresto de momentos
antes, en la persona del viajero inglés.
Roger observó irónicamente, mirando a ambos:
—Supongo que, permaneciendo encerrado en el Ateneo con la señorita Ulmer,
resultará difícil pretender acusarme a mí de esta nueva muerte con mutilación, ¿no,
juez Gorko? ¿No parece más cierto que Devla, la bruja, ha vuelto para vengarse del
pueblo que la condenó a la hoguera hace dos siglos? Y tal vez de usted también…
—¡Doctor Quarry! —Fulguraron los ojos del magistrado al volverse a él. Pero se
dominó dificultosamente, y terminó por hablar con pausado tono, para no provocar el
escándalo en la fúnebre estancia—. Doctor, le ruego que se controle y mida sus
palabras. Esas afirmaciones, además de gratuitas, pueden hacer mucho daño en la
credulidad supersticiosa de las gentes de esta región…
—¿Y eso le preocupa, juez?
—Me preocupa el retorno del mal, doctor —habló enfática y fríamente—. El mal
siempre debe preocuparnos.
—El mal está presente en todo momento entre nosotros, señoría. Nunca se va del
todo. Ni nunca, tampoco, retoma en su plenitud. Porque jamás se ausentó.
—Usted no lo entendería. No puede comprender lo que sucede.
—No, no lo comprendo —confesó bruscamente Quarry—. Sólo sé que ha de ser
cosa de seres humanos como usted y como yo, no de entes sobrenaturales que vaguen
por estos contornos. La cabeza de bruja pudo perderse, y dar pie a una leyenda. Pero
eso no significa que la leyenda sea realidad. Yo me limité a hacer un comentario
irónico, juez Gorko. Estoy plenamente convencido de que, quien entró en esta cámara
o en el dormitorio del cochero que me trajo hasta aquí, decapitando a cada una de las
víctimas, era una persona de carne y hueso, tan corpórea como nosotros. Y, desde
luego, si las fuerzas maléficas le empujaban a esto, era con pieria conciencia de lo
que hacía… y quizá con un motivo concreto.
—¿Cuál, doctor Quarry? —Fue la rápida pregunta del magistrado—. Me gustaría
conocer su respuesta, amigo mío…
—Yo no soy quien lleva el sumarlo —avisó el joven londinense—. Si quiere
arrestarme y acusarme de algo para justificar la historia de brujería que pretende
presentar en mi contra, y hacer de mí un hombre maldito, puede continuar con la
farsa. Pera no le saldrá bien en modo alguno. Es posible que haya alguien embrujado
o poseído por el diablo en Szóksvar, pero no en la forma en que ustedes imaginan. Y
ese alguien, desde luego… no soy yo.
Hubo un silencio. Ingrid sollozaba ahogadamente ante el cadáver de su hermana,
tendido allí, como evidencia de que un soplo infernal recorría el pueblo en las últimas
horas, derramando sangre humana y llevando el terror a las personas supersticiosas de
la región. Las que, como el propio Wladimir Gorko, aún creían en brujas capaces de
arder en el fuego purificador.
Pero Quarry presentía que, en la proximidad de aquel cadáver brutalmente

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decapitado por su asesino, como antes en presencia del cuerpo mutilado del cochero,
o allá, encerrado con Kristina Ulmer en el siniestro Museo de Cera, la presencia del
mal era más física que intangible. Y que, si existía realmente una maldición diabólica
sobre las gentes de Szóksvar, esa maldición se había concretado en alguien. Alguien
tan real como el mismo y la gente que le rodeaba…
Wladimir Gorko salía de la estancia finalmente, murmurando instrucciones al
funcionario de la policía local, Peter Mulder. Éste asentía repentinamente, y miraba
de soslayo al cadáver y a Roger Quarry. Pero daba la impresión de que el magistrado
local había renunciado a su idea inicial de arrestar al joven médico inglés.
Quarry se quedó junto a Ingrid y a Ewa Kirsten. Contemplaba el cadáver en
silencio. Miraba en derredor, tratando de imaginar por dónde entró el asesino y por
dónde escapó. La sangre salpicaba por doquier puertas, ventanas y muros. La
expresión horripilante de aquella cabeza, helaba la sanare en las venas al más entero.
Sin embargo, no descubría indicio revelador alguno. Se interpuso ante las dos
mujeres, y dejó caer el cortinaje del dosel de la cama donde yacía la extraña mujer,
Lyvia Jurgen, la hermana de Ingrid, a quien nunca viera antes en vida.
Recordó lo que dijera de ella Ewa, el día que hablaron de las propietarias del
Mesón del Vrolak: «Ella se levanta más tarde. Está algo enferma…».
Enferma. Quizá lo estuviera. Pero no tenía voz. Ni lengua. Era una mujer
inválida, que parecía vivir apartada de los demás, como confinada allí dentro. Y a esa
clase de mujer habían agredido, inexplicablemente.
—Son crímenes estúpidos —dijo bruscamente Quarry en voz alta.
—¿Estúpidos? —Ewa le miró, sorprendida, sin entender.
—Sí. El cochero, la señorita Jurgen… ¿Por qué ellos, precisamente? Ambos
parecen tener algo en común, a mí juicio: no podían causar daño a nadie. Eran
personas… digamos insignificantes. Gente que uno nunca pensaría que pudiera ser
agredida de este modo tan salvaje y ruin…
Ingrid Jurgen, la hermana de la víctima, alzo la cabeza. Le miró, con patética
expresión de dolor.
—Doctor Quarry, era mi hermana. Y, como usted dice, jamás se metió con
nadie… Pero no fue nunca feliz. Si supiera…
—Señora Jurgen, lo que cuenta es lo que estoy viendo. Su trágica muerte no tiene
sentido aparente. Estoy tratando de imaginar por qué precisamente ella tuvo que ser
atacada este día…
—¿Por qué ella, precisamente, doctor Quarry, tuvo que perder su lengua de aquel
modo? —se lamentó la hermana, volviendo a sollozar—. Y, sin embargo, así fue. Ella
nunca quiso decir nada. Vivió constantemente en silencio, como presa de un extraño
terror…
—¿Terror? —indagó excitadamente Roger.
—Terror, sí… Miedo a algo o a alguien a lo que ella hacia culpable de su
mutilación… Y se llevó su secreto a la tumba. Jamás supimos quién ni por qué le

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había causado ese mal irremediable…
—Un momento, señora. ¿Quiere decir… quiere decir que ella… fue agredida por
alguien, que esa mutilación de su lengua fue… fue provocada?
—Sí, doctor —gimió la mesonera—. Alguien que nunca supimos quién fue.
Alguien a quien ella no quiso denunciar jamás… Vino con su boca bañada en sangre,
a punto de desplomarse. Era un espectáculo terrible y penoso… Mi siquiera sé cómo
salvó su vida tras aquella hemorragia. Desde entonces, se confinó dentro de la casa, y
apenas si asomaba fuera de sus habitaciones. En especial… cuando había forasteros.
No quería ser vista por nadie.
—¿Hace mucho tiempo que eso sucedió?
—No, no mucho. Lyvia era una mujer locuaz y amable como pocas… Una soltera
sin amargura ni mala fe. Desde entonces, fue muy diferente. Se hundió en su soledad
y su mutismo. A veces creí que llegaría a enloquecer, pero lo soportaba todo bien,
aunque sumida en su silencio, que parecía lleno de terrores.
—¿Cuánto tiempo, exactamente, hace que mutilaron a su hermana, señora
Jurgen?
—Dos años, doctor.
—Dos años… ¿Cómo sucedió? ¿En qué lugar y momento, quiero decir?
—Eso, nadie pudimos saberlo. Peter Mulder investigó los hechos, sin resultado.
Lyvia había salido de casa, como otros muchos días. Regresó al caer la tarde…
Soplaba un viento muy fuerte, estaba nublado, muy oscuro, y empezaba a apuntar la
tormenta. Entonces… entonces la vimos venir Ewa y yo… Acudimos en su ayuda,
nos manchamos de sangre… Venía por su propio pie, causando el espanto a su
paso… No acusó nunca a nadie. No señaló a nadie. Pero el médico rural que la
atendió, dijo… dijo que le había sido cortada la lengua con un arma cortante, acaso
unas tijeras o unas podadoras de jardín… Y que tuvo que ser intencionado,
terriblemente doloroso, a lo vivo. Como una horrible tortura…
Reinó un profundo silencio. Roger Quarry contempló de nuevo el cadáver,
fruncido su ceño. Hubiera querido ahondar en aquel horrible misterio, pero no supo
qué hacer ni qué decir. Era obvio que aquel cuerpo sin cabeza, ocultaría ahora más
que nunca su tremendo secreto, sin revelarlo a nadie…
—Un jardín —murmuró el joven médico—. Unas podadoras… Señora Jurgen,
¿hay alguna propiedad, alguna residencia próxima donde… donde exista un amplio
jardín?
—¿Por qué pregunta eso? —indagó Ingrid Jurgen, sobresaltada.
—Simple curiosidad. ¿Hay algún sitio semejante… donde su hermana pudiera
estar ese día?
Ingrid movió la cabeza. Parecía a punto de hablar, de decir algo. Pero optó por
callar, con una sacudida de cabeza negativa. Su rostro pálido, crispado, reveló una
repentina obstinación silenciosa.
—No —dijo—. No sé nada de eso, doctor… Mi creo que valga ya la pena hablar

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de ello…
Ambas mujeres se encaminaron a la salida. Ewa cruzó con Roger una mirada
especialmente significativa, pero no comentó nada, limitándose a acompañar a su
señora hacia el interior de la casa. Quarry cerró tras de sí la puerta de la trágica
estancia. Observó, al hacerlo, que era la única puerta existente en la habitación. Los
grandes, pesados y sombríos muebles, el cadáver decapitado, los grises muros tristes,
salpicados de sangre, quedaran atrás…
Roger Quarry regresó al ala del edificio destinada a los huéspedes del negocio.
De nuevo sus ojos, al cruzarse con la mirada de Ewa, la doncella, que acompañaba a
su señora a sus dependencias, en medio de un silencio patético, creyeron captar un
mudo mensaje indescifrable en el destello de aquellos ojos femeninos, pardos y
enigmáticos, bajo los cabellos rojos, peinados en tosco moño pueblerino que, sin
embargo, no lograba despojar de su sensual belleza a la hermosa sirviente.
Pero una puerta se cerró tras de ambas mujeres, y Roger se preguntó si,
realmente, había visto bien, o se trataba sólo de una impresión personal suya, en su
avidez por conocer algún dato, algún detalle sobre el tétrico misterio de Szóksvar y
aquellos crímenes sangrientos, que recordaban la mutilación de una hermosa bruja,
doscientos años atrás…

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CAPÍTULO VI

La vieja capilla aparecía desierta, desolada. Crujían los hierros de la verja, movidos
por el viento. La nieve festoneaba de un blanco fantasmal las tumbas y las cruces, las
lápidas y los adornos funerarios del pequeño cementerio situado más allá.
El nuevo amanecer era gélido y triste. La campana, en la capilla, doblaba a
difuntos. Había un doble funeral en Szóksvar: por el cochero Franz Kaiser y por
Lyvia Jurgen, la mesonera.
Roger Quarry había querido acercarse a la tierra sagrada donde reposarían los
restos de ambas víctimas, antes de que el funeral tuviera lugar, dos o tres horas más
tarde. Contempló los muros medio destruidos. Luego, vio salir al hombrecillo de
ropas negras, con un Evangelio entre sus manos huesudas y pálidas. La campana
había dejado de tañer.
—¿Es usted el sacerdote de este pueblo? —indagó Quarry, apoyándose en la reja.
El hombre se detuvo. El viento jugueteaba con su abrigo negro y largo,
haciéndole bailotear en amplios pliegues en torno a su enjuta y severa figura.
—No, señor —negó el hombre—. No hay sacerdote en Szóksvar.
—¿No hay? —Enarcó las cejas, sorprendido, el médico inglés—. Cielos, ¿es eso
posible? ¿Entonces quién se cuida de administrar ayuda espiritual a las personas
necesitadas de ello?
—Nadie, señor. Hago cuanto puedo, pero sólo soy un creyente seglar, que ejerzo
oficios en la capilla, hasta que un día se dignen enviamos un reverendo. El último fue
el reverendo Van Eckman. —Y ¿qué fue de él?
—Murió —señaló hacia el interior del pequeño cementerio local,
significativamente—. Verá ahí su lápida, señor. Ya hace tiempo de ello.
—¿Cuánto lleva, entonces, este pueblo sin ministro del Señor? Roger entró en el
recinto funerario, entre chirriados agrios y estridentes de los hierros oxidados.
—Dos años, señor. Dos largos años, en los que nadie ha recordado con suficiente
eficacia a esas gentes la palabra del Señor. No me sorprende que el diablo haya
anidado en todos ellos… o en gran parte de ellos, cuando menos, apoderándose de
sus pensamientos y, quizá, quizá, incluso de sus almas…
—Dos años… —Quarry pareció meditar algo—. Aproximadamente cuando…
cuando la señorita Lyvia Jurgen sufrió la mutilación de su lengua…
—Lyvia… La buena y pobre Lyvia… —Se estremeció el hombre enlutado,
bajando su cabeza—. Sí, ahora recuerdo… Por entonces se la veía mucho por aquí.
Ella era una devota creyente, señor. Pero al morir el reverendo… sufrió una gran
impresión. Cielos, ahora recuerdo que eso sucedía justamente… justamente dos o tres
días antes de que ella sufriera esa mutilación que nunca se aclaró cómo pudo
suceder…
Roger Quarry clavaba sus ojos en setos y arbustos descuidados, allá en el

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cementerio que alguna vez estuvo cuidado y ajardinado. Preguntó, como al azar:
—El reverendo Van Eckman… ¿cuidaba él mismo del cementerio? ¿Podaba las
plantas?
—Oh, siempre, siempre… —asintió penosamente el seglar—. Verá, señor: yo me
llamo August Schab, y cierzo como maestro de escuela… Bastante hago con venir
aquí y hacer funcionar esa campana, doy algún sermón que otro… aunque sean tan
pocos, cada vez menos, los que vienen a escucharme… Luego, no tardando mucho,
mis escasos bueno, diríamos «feligreses», si yo fuese ministro de Dios, vuelven a su
indiferencia, se encierran en sus casas, y no vuelven a asomar por aquí. Son como
autómatas, ¿no se ha dado cuenta? Gente que vive sin sentir ni aspirar a cosa
alguna… Este pueblo es como un gran cementerio en vida. Un mundo de muertos
vivientes, diría yo, salvo raras excepciones… En suma, no puedo ocuparme de más
cosas. Por eso he abandonado el cementerio. No podría perder horas en podar plantas
y arrancar flores y hierbajos silvestres de entre las tumbas. Bastante tengo con ser una
especie de sacristán, seglar eclesiástico y un sinfín de cosas más… y recordar aún a la
gente estas palabras, señor.
Agitó su Biblia de tapas negras de piel. Roger asintió, pensativo. Luego, aguzó el
oído. Del interior del cementerio, llegaba un golpeteo sistemático sobre tierra y
piedra. El sonido era áspero y tenía una lúgubre sonoridad ahogada.
El hombre llamado August Schab pareció entender lo que pasaba por la mente de
Roger Quarry. Sonrió, sacudiendo la cabeza.
—Las tumbas, señor —dijo—. Son las dos tumbas para hoy. Están acabando de
abrirlas…
—Vaya… Cuando menos… cuando menos hay sepulturero. Ya es algo —
comentó irónicamente el joven médico con el ceño fruncido, escuchando el golpeteo
del pico en la tierra abrupta, endurecida por la escarcha y el frio, para dejar abiertas
las fosas donde reposaran los cadáveres de aquellos infortunados.
—No es exactamente un sepulturero, pero hace las veces de tal. Berling, el pobre
diablo, hace cualquier cosa por un trago de aguardiente o por un poco de comida y
vino, señor…
—¿Berling?
—Walter Berling, un medio tonto que deambula por ahí… Sólo sabe
emborracharse, mirar a las mujeres como un macho de la especie… y encargarse de
todo lo que nadie quiere hacer, con tal de recibir por ello unas pocas monedas. El
pobre diablo no anda muy bien de la cabeza… Bien, señor, debo dejarle. Aunque no
soy el reverendo de este lugar… he de ir a la fonda de la señora Jurgen a atender los
funerales como tal. Usted debe ser ese médico extranjero del que hablan, ¿no es
cierto, señor?
—Sí, exactamente… —Roger miraba distraído hacia el cementerio. Y dejó que el
seglar de negras ropas y aire fúnebre se alejase ladera abajo, entre revuelo de faldones
oscuros. Después, los ojos pensativos de Quarry se fijaron en el abandonado y triste

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cementerio.
Entró, terminando de empujar la chirriante puerta de hierro enmohecido. Caminó
resucito entre setos y arbustos descuidados, desiguales. El suelo, duro y helado, crujía
bajo sus pisadas enérgicas. Sus ojos iban contemplando lápida tras lápida.
De repente, se detuvo ante una de ellas. Contempló sus letras, bien talladas en la
piedra blanca, sucia de polvo y barro:

«AQUÍ YACE EL
REVERENDO PAUL VAN ECKMAN
FALLECIDO DE INFORTUNADO ACCIDENTE.
DESCANSE EN PAZ».

Había una fecha, una cruz y una cita religiosa. Roger enarcó las cejas.
—Accidente… —murmuró—. ¿Qué clase de accidente?
De pronto, la sombra humana se dibujó sobre la piedra. En sus manos, en alto, se
alzó algo contundente, quizá un hacha a punto de cortar el cuello de Roger Quarry.
El joven médico se revolvió velozmente, para defender su vida.

***

No era un asesino. Ni un hacha.


Solamente un bobalicón de grandes ojos abiertos. Lo que alzaba era un pico que
luego hincó bruscamente en la dura tierra, a poca distancia de Roger enjugándose el
sudor del rostro torpe y estúpido.
Gruñó algo entre dientes, y se quedó mirando de hito en hito a Roger. Éste se
mantuvo alerta, con alguna aprensión. Aquel mocetón joven y fornido podía triturarle
con sus manazas, si así lo hubiera deseado. Si en vez del pico llevase un hacha y unas
intenciones homicidas, estaría perdido. Incluso el pico podía ser un arma
terriblemente destructiva, en unas manos poderosas como aquéllas.
—¿Cansado? —preguntó, dibujando una lenta sonrisa amistosa.
—Ugh… —rezongó el otro, con un gruñido casi animal. Y sacudió la cabeza,
como lo haría un retrasado mental.
Sin dudo lo era. Roger había visto algunos como aquél. Las autoridades los
condenaban a una vida terrible, en lóbregos manicomios, pero él, como médico,
hubiera hecho algo muy distinto por ayudar a los enfermos mentales. Lo malo es que
la medicina chocaba con las leyes, realmente brutales para los locos y anormales. E
incluso contra médicos partidarios de que la incomprensión continuara en aquel
terreno.
—¿Ya están listas las fosas, Walter? —quiso saber, tratando de que el otro saliera
de su mutismo y dijese algo concreto, por absurdo que ello fuese.
No logró nada. El hombretón volvió a gruñir, afirmando enfáticamente. Quarry
probó por otro lado. Sacó unas monedas. Las puso en la mano de Walter, que las miró

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asombrado. Su geste hacia Quarry se hizo agradecido y amistoso, y rezongó algo
ininteligible y ronco.
—Supongo que tú conocerías al reverendo Van Eckman… —habló Quarry.
Un asentimiento de cabeza. Sólo eso. Y las monedas fueron al bolsillo del infeliz.
—Y a las personas que frecuentaban este lugar cuando él vivía…
Nuevo asentimiento. Siempre sin palabras.
Roger hizo una nueva prueba. Insistió, persuasivo:
—Por ejemplo… La señorita Lyvia Jurgen, la que hoy va a ser enterrada aquí…
Los ojos estúpidos brillaron. Hubo rápidos asentimientos de cabeza. Incluso rió
estúpidamente, mostrando sus dientes amarillos en una especie de jadeo infantil.
—¿Tú sabes, Walter… sabes lo que pasó aquella tarde, cuando ya había muerto el
reverendo, y la señorita Jurgen perdió su lengua? ¿Lo sabes? —Sintió un escalofrío
ante el lento, medroso asentimiento que ahora hacía el anormal. Y añadió, lenta,
pausadamente—: Fueron… fueron unas podadoras, ¿verdad? Las podadoras de este
cementerio…
El hombre retrocedió, dilatando de súbito sus ojos enormemente. Le miró con
terror. Parecía sobrecogido, repentinamente golpeado por una espantosa certeza.
Abrió la boca, gorgoteó sonidos incoherentes, agitó sus manos asustado… y luego
echó a correr, perdiéndose fuera del cementerio, a la carrera.
Roger Quarry hubiera podido seguirle, forzarle a hablar, acorralarle… Pero no lo
hizo. No lo hizo, entre otras cosas porque acababa de ver claramente la boca abierta
de Walter, y el desdichado… Tampoco tenía lengua. Alguien la había cortado con un
instrumento afilado…
Por unos momentos, un helado horror inmovilizó a Roger Quarry, incapaz de
reaccionar en forma alguna…

***

El funeral estaba terminando.


El doctor Quarry, junto a Kristina Ulmer, estudiaba a las pocas personas asistentes
al mismo, y que rodeaban las tumbas de las dos víctimas del feroz asesino que andaba
suelto por Szóksvar. Sintió sobre su brazo la helada mano de la joven, haciendo
presión. La miró.
—¿Qué significará exactamente todo esto, doctor? —quiso saber ella, en un ronco
murmullo.
—No lo sé —suspiró con voz ahogada Quarry, frunciendo el ceño—. Pero hay
algo… algo en verdad satánico en este lugar…
—¿En… el cementerio? —Se estremeció la joven bibliotecaria.
—No sólo aquí. En todo el pueblo. En las gentes, las casas, las calles… Es algo
que se intuye, pero que no se ve. Un soplo frío que hace temblar, pero que no se sabe
de dónde viene…

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—¿Algo… sobrenatural? —Los grandes ojos oscuros de la joven le miraron
escudriñadores, llenos de honda inquietud que prestaba una nube sombría a su rostro
juvenil, atractivo e inteligente.
—No lo sé. Me gustaría responderle a eso, Kristina. La verdad es que soy
tremendamente realista, usted lo sabe. No creo en fantasmas. Ni en brujas. Pero hay
algo… algo extraño en Szóksvar… y no sé lo que es. Algo que escapa a mí
comprensión, que parece estar en todas partes y en ninguna a la vez. Que me acecha,
que me rodea, como el propio viento helado o como la presencia del frío ambiente del
invierno… Dios mío, no logro entenderlo.
—Yo tampoco. Pero sé lo que quiere decir. A veces he notado ese algo
indefinible, que mi razón me obliga a rechazar. No puedo creer en brujerías ni en
leyendas ridículas. Soy una persona con estudios, me debo a mí trabajo y a mí buen
criterio… Pero hay algo superior a mí en ocasiones. Esta gente que nos rodea… Tan
silenciosa siempre, tan poco comunicativa, tan metida en sí misma, como temerosa de
Dios… o del Diablo… logran crisparme, se lo aseguro, Roger.
Poco a poco, la relación entre ambos jóvenes había ido tomando mayor fuerza, y
su trato se hacía más íntimo y estrecho. Quizá porque, en el fondo, ambos se sentían
unidos por algo que les diferenciaba radicalmente de la gente de Szóksvar. Algo que,
tal vez, estaba muy al margen del terror supersticioso, de los silencios inquietantes y
medrosos de aquellas personas hurañas.
—Tal vez el juez Gorko tenga algo de razón —señaló Roger, escéptico—. Él sí
parece creer en la existencia de brujas y de maldiciones sobrenaturales… aunque le
irrita que ello se diga en voz alta, por miedo a la superstición popular. Quizá porque
es un Gorko, y teme que la gente le culpe de todos sus males, por descender
directamente del inquisidor juez Viktor Gorko…
Las paladas de tierra caían apagadamente sobre el féretro, allá en las dos fosas.
Era el mudo y estúpido Walter quien actuaba. Roger había captado en dos ocasiones
su mirada patética y asustada, fija en él, por entre las enlutadas personas presentes en
el funeral. Como si aún recordase su conversación y tuviera miedo. Miedo de algo…
o de alguien.
El juez Gorko, el funcionario Mulder, Ingrid y Ewa, todas las personas que él
conocía, así como el inevitable señor Schab, pronunciando el Evangelio, estaban allí
presentes, ante las nuevas tumbas abiertas. La mañana era gris, triste y lúgubre. El
lugar, con el chirrido intermitente de la puerta de hierro mal ajustada, y el doblar de
campanas a difunto, manejadas por algún mozalbete, en ayuda del hombre que ejercía
el oficio de representante de Señor en la ceremonia, se convertía así en un escenario
tétrico y fantasmal, donde todo parecía posible. Todo. Incluso la existencia de
sortilegios y de exorcismos posibles, para extraer de algún cuerpo culpable el espíritu
de Mal, poseído de la carnal envoltura…
Pero todo eran meras divagaciones. Los escasos asistentes al funeral a quienes
Roger no conocía, eran huraños hombres y mujeres de ropas oscuras, gente de aquel

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pueblo magiar perdido entre breñas y montículos abruptos, en una región maldita. No
se hablaba apenas, o se hacía en voz baja.
Roger recordó algo que mencionara el bueno de August Schab, el seglar que
oficiaba en la capilla provisionalmente:
«—¿Los ha visto? Son como espectros, viven como autómatas… Nada parece
importarles…».
Tenía razón. Eran autómatas o poco menos. Gente que se movía como en un
trance hipnótico, de un lado para otro, insensible a nada que no fuera, posiblemente,
su propio miedo. Miedo a algo que no era de este mundo…
—¿Sabía algo, Kristina? —preguntó con voz ronca Roger.
—¿Qué? —indagó ella.
—Ese hombre, el sepulturero… Walter, el bobalicón…
—¿Qué hay con él? Le he visto a veces. Mira de un modo…
—Sí, creo que es… una especie de obseso de las mujeres —sonrió Quarry—. No
me refería a eso. ¿Nunca se ha parado a charlar con él?
—Dios mío, no. Nunca —se estremeció ella—. Parece desnudar a las chicas
cuando las mira… No me fío de personas así.
—Es un imbécil. Y no hubiera podido cruzar con él una sola palabra. Pero no por
su atraso mental… sino porque tampoco tiene lengua.
—¿Qué? —Se horrorizó la joven, mirándole atónita.
—Lo que ha oído. También le mutilaron ese miembro. Nunca podrá pronunciar
palabra.
—Cielos, eso es horrible… inhumano. ¿Fue intencionadamente, a conciencia?…
—Sí, me temo que sí…
—¡Monstruoso, Roger! Es preciso denunciarlo, hacer algo… Si no aquí, en
Budapest. Usted, que va a ir allá, denuncie lo que ocurre en este lugar maldito… Oh,
Señor, ¿cómo puede existir tanta maldad entre nosotros?
—Quizá porque sea verdad que el diablo anda suelto —sentenció lúgubremente
Quarry—. Un diablo muy astuto. Sin piedad. Cruel y malvado como pocos…
—Sólo conozco la existencia de un Diablo. Roger —le objetó la joven,
desorientada.
—Sí, lo sé. Pero quizá hablemos de diferentes demonios, Kristina… —La tomó
de una mano, y la llevó aparte, tras unos setos. La ceremonia continuaba, allá en
torno a las tumbas. Bruscamente, Roger se inclinó. Movió la hojarasca, y le mostró
algo. Vea eso…
—Unas podadoras… —contempló ella las grandes tijeras de jardinería, de hojas
oxidadas, medio oculta en un rincón, entre los arbustos y hojas secas—. ¿Qué
significa…?
—La encontré antes del funeral… Quería que la viese. Es una herramienta de
arreglar setos y arbustos. Nadie la usa, desde que murió el reverendo Van Eckman…
Este cementerio está descuidado, olvidado… Yo diría que se usaron esas podadoras

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una sola vez, después de morir el reverendo: cuando mutilaron la lengua de Lyvia
Jurgen. O quizá más veces, cortando otras lenguas que desconocemos… como la del
pobre Walter…
—Dios mío, pero ¿con qué motivo? —Tembló, angustiada su expresión, la joven
bibliotecaria—. Es una monstruosidad criminal, propia de seres infrahumanos.
—Propia de seres despiadados y feroces, que disfrutan con el mal… —Sacudió
Roger su cabeza—. Intenté sonsacar algo a Walter. El infeliz está asustado. Como lo
estaba Lyvia. Ninguno trata de acusar a quien le despojó de la facultad de hablar… y
les redujo a la condición de pobres seres inútiles, deambulando como espectros…
¿Comprende lo que sucede? Es el miedo. El terror. A algo, a alguien… no sé,
Kristina. Sea lo que Fuere, algo o alguien realmente aterrador para ellos.
—Y casi empieza a serlo para mí… ¿Qué está sucediendo aquí, Roger?
—No lo sé. Y me gustaría saberlo… Venga. Volvamos con los demás. Hay que
moverse con mucho sigilo, evitar que sospechen que estamos investigando algo
relacionado con… con la maldición de Devla, la bruja.
—Oh, Roger, ¿usted también? —se asombró la muchacha.
—Llamémoslo así, mientras descubrimos su verdadera naturaleza. Kristina… —
sonrió tristemente el joven médico, llevándola consigo, de regreso a donde el funeral
estaba concluyendo.
Descubrió unos ojos fijos en ellos. Ewa Kirsten había girado la cabeza y les
contemplaba meditativamente. Roger hubiera querido saber lo que pasaba por la
mirada enigmática de la exuberante muchacha del mesón.
Pero inmediatamente, sus ojos se cruzaron con los de Walter, el sepulturero mudo.
Éste parecía angustiado, lleno de ocultos e inconfesables terrores. Al advertir que
Quarry captaba su mirada, se apresuró a desviarla rápidamente, dejando su tarea de
aplanar la tierra sobre las fosas ya totalmente cerradas.
—Ese hombre… —susurró Roger Quarry—. Aunque le hayan despojado de la
lengua, de la palabra… tiene que revelarme algo. Estoy seguro que puede hacerlo… y
que está a punto de querer hacerlo, Kristina…
—Ojalá sea así —susurró ella, fervorosa.
Iniciaron la salida del cementerio. Al alcanzar la puerta de la verja mohosa, Ingrid
y su doncella, Ewa, pasaron junto a ellos, rozándoles. Quarry notó el duro contacto de
su brazo con uno de los senos agresivos de la pelirroja muchacha.
Y en un murmullo casi inaudible, le llegó la voz de ella:
—Tengo que hablarle. Es urgente. E importante, doctor…
Pareció que no decía nada. Ya les había rebasado. Contempló el suave contoneo
de sus caderas, de sus curvas sinuosas, bajo el uniforme impecable de doncella. A su
lado, Kristina Ulmer rió entre dientes, pese a la angustiosa tensión del momento.
—Cuidado, doctor —avisó, irónico—. Va a marearse, si sigue con la vista fija ahí.
Roger Quarry sonrió a su vez, sacudiendo la cabeza.
—No, mi querida Kristina —dijo lentamente—. Sólo pensaba… aunque Ewa es

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una chica bella y muy atractiva para los hombres.
—Lo supongo —manifestó la joven bibliotecaria algo seca—. He visto cómo la
miran muchos hombres de Szóksvar…
—Sí, pero es peligroso mirar a las mujeres hermosas de este pueblo —le recordó
gravemente Roger—. Porque también Devla era hermosa… y murió en la hoguera…

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CAPÍTULO VII

Roger Quarry consultó sus apuntes, tomados apresuradamente en una reciente y


nueva charla con el predicador seglar, August Schab. Los datos parecían coincidir.
Contempló la casucha abandonada, aislada en el páramo, entre negros peñascos,
árboles de atormentadas raíces y ramas secas y sarmentosas como brazos de espectros
diabólicos. A cosa de un cuarto de milla atrás, quedaba la población de Szóksvar,
propiamente dicha.
Allí vivía el desdichado. Walter Berling, el atrasado mental, mutilado en su
lengua, y que hacía cualquier trabajo por un puñado de monedas de poco valor. Él iba
dispuesto a ofrecerle algo más: exactamente unas, monedas de oro, que harían abrir
los ojos del infeliz hasta desorbitarlos. Jamás pudo ver tanto dinero junto, y tan al
alcance de su mano.
A cambio de él, sólo tendría unas palabras. O un nombre, simplemente: el de la
persona que le mutiló con unas podadoras.
Ese nombre… y tendría el de un ser poseído por el Mal. Acaso un siervo del
propio Diablo, como teatralmente afirmaba el juez Wladimir Gorko. Alguien en
Szóksvar. Alguien capaz de decapitar a sus víctimas ferozmente.
Capaz de destruir, de mutilar, de provocar el horror…
Roger Quarry miró en torno. El lugar era inquietante, y más al caer la tarde, en
aquella claridad grisácea, turbia y siniestra. Pero era la mejor hora para obrar
prudentemente y buscar a Walter en su casucha aislada. Se preguntó si estaría en ella
o no. Si no era así, le esperaría, aunque tuviera que perder horas enteras.
Llegó a la puerta, de tablas mal ensambladas, por entre cuyas rendijas penetraba
el aire helado en el interior, oscuro y maloliente. Roger captó desde dentro fuertes
olores a abandono a humedad, a licores baratos y a comida agria.
Dominando su gesto de repugnancia, empujó la puerta y llamó:
—¡Walter, Walter!…
La puerta crujió como la tapa de un féretro medio roto. Cedió. Roger se encaró a
las negruras del interior. Un fétido vaho hirió su olfato. Se irguió, escudriñando la
única estancia que ocupaba la casucha.
La claridad de la tarde, le reveló turbiamente la presencia de unos viejos muebles
desvencijados, un hornillo sucio, un camastro, una raída alfombra y un quinqué de
petróleo sobre la mesa. De las paredes colgaban grabados obscenos, de mujeres
opulentas y en escasas prendas.
Más allá, una cortina vieja y apolillada, conducía sin duda a un pequeño, oscuro
patio, en el que sin duda debían hacinarse los excrementos y orines, dado el fuerte
hedor que de él le llegaba a través de la sórdida estancia.
Roger Quarry avanzó decidido. Bajo su macferlán, su mano empuñó lo que había
guardado en un bolsillo de su levita negra: una pequeña pistola, un «Derringer» de

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dos cañones, modelo de lujo, que le había acompañado en su equipaje a través de
Europa. Lo adquirió en Australia, sin pensar que llegaría a utilizar un simple trabajo
de artesanía como arma capaz de ser empleada contra un enemigo de carne y hueso,
de naturaleza mortal. Aunque mucho temía que, si realmente eran brujas y demonios
los que se ocultaban en las sombras de aquel pueblo maldito, su pistola de dos tiros le
serviría de bien poco…
—¡Walter! —Llamó de nuevo—. ¡Walter! ¿Dónde diablos anda metido?
Cruzó la sala sin hallar rastro de él. Alcanzó la cortina raída, de acceso al fétido y
repugnante patio trasero, tapiado hasta muy arriba.
Levantó la cortina. Se quedó rígido, sintiendo un escalofrío subiendo por su
espina dorsal, hasta sacudirle el cerebro mismo, con ondas heladas y angustiosas.
Allí estaba Walter, el mutilado, el infeliz subnormal.
Yacía entre excrementos, suciedad y sangre…
Era un cuerpo abatido con los brazos en cruz, boca abajo… Y SIN CABEZA.
Ese miembro, hinchado y deforme, realmente espantoso ahora en su apariencia,
yacía lejos, sobre un estercolero, encima de un charco alucinante de roja sangre
coagulada…

***

—¿Espera que crea sus palabras otra vez, doctor Quarry?


—Deberá creerlas, juez. Buscaba a Walter. Y encontré su cuerpo, eso es todo.
—Oh, por todos los diablos, doctor Quarry —se enfureció el magistrado,
incorporándose violentamente—. ¡Desde que usted ha llegado a este pueblo, la
muerte nos visita constantemente, y los cadáveres se amontonan! La gente empieza a
mirarle con temor y superstición. Empiezan a preguntarse si no será usted el siervo de
Satán que ha venido para vengar a Devla. Y yo no sé qué contestarles…
—¿De modo que eso dicen? —Una sonrisa fría y agresiva asomó a los labios del
joven inglés—. Vaya, juez… Parece que alguien les está convenciendo de ello para
que terminen quemando a otra persona inocente…
—¡La bruja Devla no era inocente! —Aulló Wladimir Gorko—. Estoy cada vez
más seguro de que ella, su nefasta influencia, es responsable de cuánto está
sucediendo ahora aquí, doctor. Sea usted o sea otro el endemoniado…
—Endemoniado… —suspiró Quarry—. Sí, ésa puede ser la palabra exacta, Juez.
Alguien anda endemoniado… no sé si en el exacto sentido de la palabra, o porque su
mente está enferma, llena de sombras de muerte…
—La locura es una forma de vivir endemoniado, usted lo sabe.
—No, no lo sé. No comparto la opinión de otros médicos. Creo que llegará un día
en que no se golpee o encadene a los enfermos mentales, ni se les torture en lúgubres
manicomios, con la idea de hacerles exorcismos que arranque de su cuerpo al Diablo
(Verídico. Incluso en plena era victoriana, Inglaterra y otros países trataban así a los

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enfermos mentales, sin pensar en su curación o en estudiar su dolencia.). Sólo
curando su mente enferma, podríamos llegar al fondo del gran misterio de la locura
humana, juez.
—Usted tiene unas ideas muy peregrinas… y peligrosas.
—¿Peligrosas? No. Humanas. Pero sé que, en otro tiempo, por mis ideas hubiera
sido quemado en la hoguera. Es lo que sucedió con Devla Puede que fuese solamente
una hermosa zíngara que gustaba de turbar con su sensualidad a los hombres, que
provocase incluso las pasiones de éstos. Puede que usara sortilegios o medicinas
silvestres, no sé. Lo cierto es que Devla no era más que una mujer provocativa. Y el
juez Viktor Gorko, un hombre sediento de deseos y pasiones inconfesables. De ahí
vino la tragedia. Su falso puritanismo no era sino la máscara de su propio apetito
insatisfecho, de sus instintos más primarios y crueles…
—Está ofendiendo a los Gorko, a mis antepasados… —rugió ahogadamente el
juez.
—Usted sabe que es verdad. Usted, en el fondo, admite que su antepasado fue
culpable de un delito de soberbia y de orgullo, de venganza y de abuso de poder,
como tantos otros de por entonces… Admítalo, juez. Y comprenda que, hoy día, lo
que más perjudica a este pueblo, a sus gentes, a usted mismo, en el ejercicio de su
magistratura, es precisamente ese pasado que, como una losa, pesa sobre todos
ustedes, condicionando sus vidas, sus temores, sus supersticiones y su propia vida
social…
—Doctor Quarry, no sabe lo que dice… —Muy pálido, Wladimir Gorko le
contemplaba, mitad angustiado, mitad furioso.
—Sí, sé lo que digo. Empieza a ceder, porque también está asustado. Hasta ahora,
eran simples supersticiones, mutilaciones a las que no quiso dar importancia, como la
lengua de Walter o de Lyvia Jurgen… Parecían obra de una criatura malvada, de
algún ser feroz y cruel, pero no de un endemoniado… Sin embargo, estaba en un
error. Existía ese demonio humano, ese poseído del Mal… Deambulaba por ahí
libremente, todos le trataban como a uno más de la sociedad local, sin presentir su
auténtica personalidad paranoica, enfermiza, demencial…
—¿Demencial?
—Sí, juez. Es la respuesta. La que hemos estado buscando durante tiempo. Yo,
desde que llegué aquí. Usted, desde hace años… El único poder maléfico que existe
en Szóksvar, es ése: la locura asesina de un ser, de uno de ustedes… Un monstruo de
maldad, agazapado bajo la apariencia de alguien que se les antoja inofensivo a todos
ustedes.
—Pero… ¿quién, doctor? ¿Quién?
—No lo sé. Creo que Lyvia tenía la respuesta. Y Walter también…
—¿Y… su cochero, Franz Kaiser? —sugirió sarcásticamente el juez.
—No, él no… —Reflexionó Roger—. Fue una víctima absurda. Tal vez sepamos
un día por qué. No quisiera pensar…

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—No quisiera pensar… ¿qué, doctor Quarry?
—No, nada —resopló Roger—. Sería demasiado horrible. Vale más que siga
buscando una solución plausible, no una locura encima de otra, juez Gorko.
—Es tarea mía encontrar la verdad, doctor. Yo soy la autoridad.
—También es mi tarea. Ante ustedes, estoy apareciendo como una persona
sospechosa. Ante el pueblo, empiezo a ser considerado un enviado de Satanás…
Todo eso debe desaparecer. Hay que poner las cosas en claro, de una vez por todas.
Extirpar el tumor que pudre a este pueblo. Cuando ello suceda, la gente será de nuevo
comunicativa, dejarán de deambular por ahí como espectros… Volverá la confianza
mutua, la fe verdadera, el amor por la palabra de Dios y por una vida de paz y de
confianza. Sólo dos cosas hacen falta aquí. El bisturí del cirujano ha de extirpar dos
males: uno, la leyenda misma de Devla. Admitir públicamente que ella era inocente y
su proceso injusto y arbitrario.
—No, eso no, doctor…
—Es imprescindible, para limpiar esto de podredumbre, de purulencias antiguas,
que han ido germinando y cultivando una obsesión enfermiza en alguien… hasta el
punto de reavivar la influencia de una mujer hermosa que posiblemente, jamás fue
una bruja, ni mucho menos… y convertir a un ser, doscientos años más tarde, en un
fanatizado que se cree poseído por el Diablo mismo, y sirve a sus instintos malignos
y crueles, a su cerebro enfermo y desequilibrado.
—Pero un loco… ¡un loco sería fácil de descubrir, entre nosotros!
—No, juez. Un loco no es fácil de descubrir siempre, como la gente cree —negó
Roger Quarry vivamente—. Un loco es algo más que un pobre imbécil que aúlla y se
agita entre cadenas. Un loco, a veces, es un ser inteligente, agudo, sutil, que cubre su
mal con una máscara… Y creo, juez, que estamos ante alguien capaz de hipnotizar a
los demás…
—¿Hipnotizar? —dudó Gorko, atónito.
—Lo pienso hace tiempo. El mecanismo de muchas gentes, su rara pasividad…
Sí, juez. Están apoderándose paulatinamente de la voluntad de las gentes,
conviniendo este pueblo en un auténtico aquelarre que puede funcionar
diabólicamente cualquier día, cuando la crisis mental de nuestro humano monstruo
estalle… La hipnosis es algo que aún no está claro para muchos. Sí para mí. Alguien
con influencia psíquica poderosa, actúa sobre las mentes ajenas, les dicta lo que
deben hacer… ¿Se da cuenta? En realidad… en realidad, creo que tanto Walter como
Lyvia Jurgen… SE CORTARON ELLOS MISMOS LA LENGUA, en pleno trance
hipnótico, por orden del ser demoníaco que mueve los hilos en la sombra.
—Cielos, no. Está usted delirando, doctor…
—Juez Gorko, uno de los problemas que estudio como médico, es precisamente
la demencia. Creo saber lo que digo. Como creo saber que aquí existe esa influencia
maléfica, que no es obra del Diablo, sino de la propia mente humana…
—Pero ¿quién, doctor quién? —Jadeó el magistrado—. Deme un nombre, unas

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pruebas… y haré un arresto inmediatamente.
—No será fácil… Tengo que ver ahora a alguien que sabe algo. Se trata de Ewa
Kirsten, la doncella de las Jurgen. Ella puede informarme de algo que sin duda, se le
ha ocurrido. Siempre estuve seguro de que ocultaba alguna cosa.
—Ella… ¡ella puede ser la nueva bruja de Szóksvar, doctor!
—Claro que puede serlo. Suponiendo que tenga que ser, necesariamente, una
mujer. Pero creo que lo que Ewa representa en esto es muy distinto. Quizá es la única
que, alguna vez, ovó o captó algo en labios de Lyvia Jurgen. Algo a lo que no prestó
entonces atención… Luego, ha llegado a una conclusión… y esa conclusión puede
ser la que nos conduzca a la verdad, juez Gorko…
—Podemos ir a verla…
—No. Será mejor que lo haga yo solo —suspiró Roger Quarry—. Esta vez,
confío en que no suceda como al intentar ver a Walter y…
De súbito. Roger Quarry palideció intensamente. Una rara expresión de horror
asomó a sus ojos. El juez, alarmado, la miró con sobresalto.
—¡Doctor! ¿Qué le ocurre? —apremió.
—Dios mío, no… ¡No puede ser! —Jadeó Roger, mortalmente lívido, crispando
sus labios con repentino rictus de angustia—. Juez, si eso es cierto…
—Acabe, por el amor de Dios. ¿Qué le pasa ahora?
—Juez, si es cierto… ¡UNA MUJER PUEDE ESTAR MURIENDO AHORA
BAJO EL FILO DEL ARMA QUE HA DECAPITADO A TODOS LOS DEMÁS!
Y sin añadir palabra, se precipitó fuera de la estancia donde el juez Gorko
despachaba sus asuntos. Enloquecido, crispado, dominado por una idea fija, obsesiva
y terrible. Roger Quarry corría ya escaleras abajo, alcanzaba la calle nevada y
emprendía veloz carrera hacia el Mesón del Vrolak…

***

—¿Está esperando a Roger Quarry?


—¿Eh? —Se volvió ella, sorprendida. Miró a la persona que acababa de entrar en
el mesón, con silencioso paso. Asintió, tras un momento de incertidumbre—. Sí, sí.
Espero al doctor… ¿Cómo lo sabe?
—Yo lo sé todo, mí querida amiga… —Bajo las negras ropas, algo se movió,
entre las ocultas manos de la persona visitante. Afuera, ululaba el viento, arrastrando
remolinos de nieve calle abajo. Nadie deambulaba por el pueblo, bajo el azote de la
ventisca helada.
—Creo que será mejor que me deje sola. Mi entrevista con el doctor es… es
íntima, ¿comprende?
—¿De veras? —Una suave risa asomó a los labios del visitante—. No me diga…
¿Amor, o simple deseo? ¿Va a entregarse a él?
—Es posible. Es un hombre muy atractivo.

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—Mucho. Pero no para una zafia doncella de mesón…
—¿Por qué dice eso? Yo le gusto, me he dado cuenta de ello…
—Bah… Usted tiene formas provocativas, es agresiva y tosca… Seguro que le
gustará para algo momentáneo y sin profundidad, muchacha. Los hombres como el
doctor Quarry, nunca se fijan en una criada vulgar.
—Está ofendiéndome…
—¿Y qué, si la ofendo? —Cerró la puerta de recia madera, pasando el cerrojo—.
Uf, hace demasiado frío, demasiado viento… La nieve entra aquí.
—¿Qué hace? Es un negocio público. Debe dejar la puerta abierta…
—¿Para que entre su amante? —rió el visitante siniestramente.
—Avisaré a la señora Jurgen y…
—La señora Jurgen ha sufrido un rudo golpe con la pérdida de su hermana
Lyvia… y está ahora descansando, bajo el efecto de los sedantes que le recetó el
doctor Quarry. No pierda el tiempo tratando de engañarme…
—Usted parece saberlo todo —habló Ewa, pálida y nerviosa.
—Todo, sí —rió la voz huecamente—. Sé escuchar a tiempo. Gracias a eso
Walter murió antes de que el doctor llegara a verle…
—¿Usted… usted mató a Walter?
—Si —sonrió el visitante—. Y al cochero, y a Lyvia… Usted lo sabe muy bien,
¿no es cierto, Ewa? Usted se ha dado cuenta de repente de que Lyvia cuidaba de mí
cuando yo era una niña, y me mostraba su habitación, su pequeño secreto de la puerta
oculta tras el armario… Recordó eso, advirtió otras cosas… e imaginó que era yo la
nueva bruja, la persona que lleva al diablo dentro del cuerpo, ¿no es verdad, querida?
Ewa Kirsten habló con un jadeo ronco:
—Lo que advertí es que usted… usted está loca y es peligrosa, KRISTINA
ULMER…

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CAPÍTULO VIII

—Muy bien. Ya ha descubierto sus cartas —rió entre dientes la hermosa, inteligente y
culta muchacha de la biblioteca y del museo, abriendo su negra capa, que dejó ver el
tremendo filo de un hacha formidable, afiladísima y a punto de decapitar de nuevo.
Las manos, enguantadas de negro, la aferraban con extraña fuerza, para una mujer de
aspecto tan frágil—. Ahora, descubriré yo las mías, querida…
—¿Qué… qué pretende? —jadeó Ewa, retrocediendo con vivo horror.
—Añadir una víctima más a la lista. Y es sólo el principio, Ewa… El pueblo
temblará al advertir que Satán está aquí. Yo soy su enviada. Yo vengare a Devla, a los
poderes de las Tinieblas… y ese hombre, además, será mío. ¡Mío!
—Usted… Una mujer bañada en sangre… ¡No puede ser la esposa del doctor
Quarry!
—Lo seré Es fácil seducirle… sobre todo cuando se ve ante una mujer como yo.
Jamás sospechará nada de mí… hasta que sea demasiado tarde, y él mismo se vea
esposo de una discípula del diablo…
—Usted no es nada de eso, Kristina Ulmer. No hay siervos de Satán en este
pueblo. Devla no era una bruja. Está loca, eso es todo.
—¿Qué sabes tú, desdichada? En tu ignorancia, ¿puedes entender mis manejos
diabólicos? ¿Sabes lo que es dominar la mente ajena? ¿Lo que significa que yo
misma entrase aquí, a encargar alojamiento para el doctor Quarry, sin que ninguna de
vosotras me conociera, porque yo no quise que me conocierais y detuve vuestros
reflejos mentales, haciéndoos ver lo que yo quería?
—Usted… fue usted… —contempló a la hermosa muchacha de inocente aspecto,
que se aproximaba con su hacha en vilo, a punto de caer sobre su cuello—. Usted… y
no la reconocí.
—Es hipnosis, Ewa. Un poder que nunca entenderás.
—Poro usted no conocía entonces al doctor…
—Te engañas. Le había visto en un parador, cerca de aquí, camino de Szóksvar.
Me atrajo en el acto. Yo venía con mis elementos para el museo… Sugestionó al
cochero, haciéndole venir acá. Sin él saberlo, todo estaba previsto por mí, dirigido
por mí. De ese modo, tuvo que quedarse… La muerte del cochero, el incendio del
carruaje… era porque su mente resultaba más difícil de controlar, y yo tenía que
evitar que él escapara.
—De modo que fue Quarry… el doctor… quien provocó, sin saberlo, esa horrible
crisis demencial que usted sufre… Es una enferma. Una desgraciada enferma sin
remedio.
—¡No hables así, Ewa Kirsten! ¡Soy poderosa, fuerte, capaz de todo!… ¡Hice
mutilar a Walter y a Lyvia! ¡Tengo bajo hipnosis a más de cien personas de este
lugar! ¡Maté al reverendo Van Eckman, porque advirtió en mí síntomas de demencia,

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y quiso hospitalizarme fuera de este lugar! Para aquel pobre sacerdote, la genialidad,
el poder maligno, era simple demencia, como lo es para ti, pobre ignorante… Lyvia
tenía que morir. Ella recordaba cosas de mi niñez, sabía que yo no era buena, que
albergaba sentimientos de crueldad… Podía recordar cosas que me complicasen ante
Quarry… Y Walter estaba asustado… como lo estás tú ahora, querida… Igual que él,
dejarás de sufrir y de tener miedo ¡ahora mismo!
Y ferozmente, con una furia implacable, lo mismo que un felino cruel y
despiadado. Kristina Ulmer saltó sobre su víctima, enarbolando el hacha formidable.
Ewa gritó agudamente, aunque sabía que eso iba a resultar imposible de oír allá
afuera, entre el fuerte viento y la nieve.

***

Los vidrios desgajáronse con estrépito. Un Derringer restalló con dos secas
detonaciones.
No podía correr riesgos. Roger Quarry disparó a la cabeza de Kristina Ulmer,
aunque ello significaría su muerte.
La hermosa muchacha se detuvo en seco. Un orificio negruzco se abrió en su
sien. Giró la cabeza con repentino horror.
Sus ojos desorbitados, repentinamente vidriosos, se clavaron con estupor infinito
en Roger Quarry, que emergía tras la puerta del comedor, arma en mano. El
«Derringer» humeaba en sus dedos. La segunda bala, habíase clavado en el cuello de
la bella muchacha. Ambas heridas eran mortales. Y significaban la vida para Ewa
Kirsten, que vio caer, de las manos de su agresora, el hacha a tierra.
De haber pretendido herir solamente, pudo haber fallado Roger. Y aun sin fallar,
acaso Kristina hubiera tenido tiempo de descargar su golpe demencial sobre el cuello
blanco e indefenso de Ewa.
Pareció que Kristina, en un patético gesto final, pretendía decir a Roger cuánto le
había amado, cuán grande y enfermiza fue la repentina pasión de su mente
corrompida y enferma, hasta provocarle la crisis final, devastadora y sangrienta…
Pero no pudo decir nada. Sólo mirar larga, vacíamente, al hombre a quien no
podía ya alcanzar. Luego, se desplomó a los pies de Ewa que chilló, horrorizada,
precipitándose hacia su salvador. Instintivamente, se abrazó a él. El juez Gorko
asomó tras de Roger, por la misma ventana trasera que les sirviera para entrar
sigilosamente.
—Oh, doctor, doctor… —sollozó la bella doncella del mesón—. Le debo la
vida… Ella era… era…
—Sé quién era. No podía creerlo, porque pensaba que la supuesta bruja nos
encerró en el Museo de Cera a ella y a mí. Hasta que comprendí que era una perfecta
coartada ideada por ella… O realizada quizá por Walter. De ahí que quisiera
silenciarle a cualquier precio…

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Ewa sollozaba sobre Roger, patéticamente. El juez Gorko, sombrío, contempló el
cadáver, agachándose junto a la mujer que se creyó poseída del Mal… Y que en
cierto modo, quizá fue así.
—Ella dijo cosas horribles de mí… —sollozó Ewa—. Yo sólo quería ayudarle…
decirle lo que sabía sobre esa mujer…
—Lo sé, muchacha, lo sé… —Roger besó suavemente los cabellos de Ewa—.
Escuché todo… y no eres como ella decía. Ni pienso de ti en esa forma… Palabra,
Ewa. Deja que pueda demostrártelo de algún modo. ¿Sabes algo, Ewa? Cuando te
imaginé en peligro, al recordar que escuchó ella tu mensaje en el cementerio… supe
lo que sentía por ti…
Ewa alzó su rostro emocionado hacia el joven médico. Y éste, impulsivo, besó
aquellos golosos y deseables labios de mujer…

FIN

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JUAN GALLARDO MUÑOZ. Nació en Barcelona el 28 de octubre de 1929, pasó su
niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en
la actualidad reside en su ciudad natal. Los primeros pasos literarios de nuestro
escritor fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas
—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas
barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia
con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a
actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o
María Félix. Su primera novela policíaca fue La muerte elige y a partir de ahí publicó
más de 2000 títulos abarcando todos los géneros, ciencia ficción, terror, policíaca,
oeste…, es sin duda alguna unos de los más prolíficos y admirados autores de
bolsilibros (llegó a escribir hasta siete novelas en una semana). Los seudónimos que
utilizó fueron Curtis Garland, Donald Curtis, Addison Starr o Glen Forrester. Además
de escribir libros de bolsillo Juan Gallardo Muñoz abordó otros géneros, libros de
divulgación, cuentos infantiles, obras de teatro y fue guionista de cuatro películas: No
dispares contra mí, Nuestro agente en Casablanca, Sexy Cat y El pez de los ojos de
oro. Su extensa obra literaria como escritor de bolsilibros la desarrolló principalmente
en las editoriales Rollán, Toray, Ferma, Delta, Astri, Ediciones B y sobe todo
Bruguera. Tras la desaparición de los libros de bolsillo, Juan Gallardo Muñoz pasa a
colaborar con la editorial Dastin. En esa etapa escribió biografías y adaptaciones de
clásicos juveniles como Alicia en el país de las maravillas, Robinson Crusoe, Miguel
Strogoff o el clásico de Cervantes Don Quijote de la Mancha, asimismo escribió un

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par de novelas de literatura «seria», La conjura y La clave de los Evangelios. En 2008
la muerte de su esposa María Teresa le supone un durísimo mazazo pues ella había
sido un sólido soporte tanto en su matrimonio como en su producción literaria. Es a
ella a quién dedica su libro autobiográfico Yo, Curtis Garland publicado en la
editorial Morsa en 2009. Un interesantísimo libro imprescindible para los seguidores
de Juan Gallardo Muñoz. Su último trabajo editado data de Julio de 2011 y es una
novela policíaca titulada Las oscuras nostalgias. Continuó afortunadamente para
todos los amantes de bolsilibros ofreciendo conferencias y charlas con relación a su
extensa experiencia como escritor, hasta el mes de febrero del 2013 que fallece en un
hospital de Barcelona a la edad de 84 años.

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