CameloT - Indiana James
CameloT - Indiana James
CameloT - Indiana James
Página 2
Indiana James
Camelo-T
Bolsilibros - Grandes aventuras - 15
Indiana James - 15
ePub r1.0
Titivillus 13.10.2024
Página 3
Título original: Camelo-T
Indiana James, 1986
Cubierta: Almazán
Página 4
CAPÍTULO PRIMERO
Página 5
Después de pasar media vida —o eso me pareció entonces y las canas que
conservo pueden atestiguarlo— entre el hielo y la nieve de las montañas de
Maine, yo también necesitaba un poco de calor: humano y climatológico.
Hice un rápido resumen mental de los lugares más apropiados para pasar
unas pequeñas vacaciones: ¿Hawai? ¿Las Bahamas? ¿Túnez? ¿Bangkok?
¿Las Seychelles?… ¡Sí, Las Seychelles! Estarían llenas de turistas, por
supuesto, pero de turistas de clase, de esos que llevan brillantes en la montura
de sus gafas de sol para que, hasta en la playa, todo el mundo sepa que están
podridos de pasta; de esos que necesitan alejarse del mundanal ruido y de los
detectives privados contratados por sus esposas.
Allí podría descansar, tomar el sol, beber piña colada —o la que diablos
fuese su bebida tropical nacional— y perder el tiempo, sacándome arena y
chicas preciosas de los ojos.
Sí, Las Seychelles serían perfectas.
Mentalmente, me vi tomando un pasaje de primera para las islas,
instalándome en un hotel de primera y disponiéndome a pasarlo de primera.
Prácticamente, me recluí en mi apartamento de Nueva York, jurando no
volver a hacer planes, sin haber consultado antes mi cuenta corriente. Luego,
es peor el desengaño.
Y allí estaba yo, tumbado plácidamente bajo los rayos de un viejo
televisor, contemplando la enésima reposición de «Star Trek», cuando su
nombre me vino a la cabeza: ¡Mary Lou Foxworth!
Ella tenía tiempo y dinero para malgastar a manos llenas. Me debía su
vida y su fortuna, y no creía que le importase el que un pobre paria hiciera de
gorrón unos cuantos días en su mansión de Hampstead. ¿Quién sabe? Hasta
podría convencerla para que me «acompañase» a mis soñadas islas
paradisíacas.
Londres todavía estaba al alcance de mi bolsillo, así que me enfundé el
chaleco de cremalleras, metí una muda en mi bolsa de viaje —por si me
encontraba con Emmanuelle en el avión— y me dirigí raudo y veloz al
aeropuerto. Había recuperado mi moral y, como haciendo eco a mi estado de
ánimo, el encapotado cielo que había cubierto Nueva York durante toda la
semana, se abrió tímidamente, dejando paso a unos delgados pero cegadores
rayos de sol.
Como siempre, había olvidado recoger algún libro para el viaje. Acudí al
quiosco del aeropuerto y, en honor a Frank Herbert, muerto hacía un par de
meses, escogí Herejes de Dune, el quinto tomo de la serie. Y último, claro.
Página 6
Resultó una elección genial. Hacía mucho tiempo que no conseguía
conciliar el sueño tan rápida y profundamente. Cuando era adolescente, el
primer Dime me había entusiasmado, pero los siguientes habían ido
decayendo progresivamente hasta hacerse insoportables. Este último, en
concreto, era poco menos que deleznable. Tan espantoso, como la película
que ese psicópata de David Lynch había realizado un par de años antes sobre
la hermosa saga de Arrakis, el planeta-desierto.
Quizá el pobre Herbert había hecho bien muriéndose, antes que su
nombre, fama y prestigio, acabaran de empaparse del lodo por el que se
arrastraban desde hacía cierto tiempo. Mal de muchos, consuelo de tontos.
En Heatrow me recibió un tiempo espléndido.
O sea, lloviznaba. El manto nuboso que cubría el cielo en miles de
kilómetros a la redonda, era tan espeso como el mítico puré de guisantes en el
que Sherlock Holmes encontraba tugs, espías, ladrones, fulanas,
destripadores, equipos de fútbol y parlamentos perdidos.
Llamé a la pequeña Mary Lou desde el aeropuerto. Una cosa es una visita
sorpresa y, otra, esperar varias horas a tener la habitación dispuesta, por
cometer la grosería de presentarte en casa de tu futuro anfitrión de improviso,
con una sonrisa deslumbrante y el cepillo de dientes en el bolsillo trasero del
pantalón.
Sonaron dos timbrazos, antes que me contestase la voz del bueno de
Spencer, el mayordomo, por encima del horrísono rugido de un tocadiscos a
plena potencia:
—Residencia Foxworth, ¿dígame?…
—¿Qué tal estás, Spens?
Unos segundos de silencio, mientras las ruedecitas craneales de Spencer
se ponían en movimiento, tratando de unir una voz a su correspondiente
dueño. Debía tenerlas bastante oxidadas, porque respondió:
—Disculpe quién quiera que sea, señor… Me temo que, en toda mi vida,
jamás he otorgado a nadie la libertad de dirigirse hacia mi humilde persona
con un apodo tan poco digno y grosero, hacia el puesto que ocupo en esta…
—Vale, Spencer. Corta el rollo y te pediré perdón. Ahora, pásame a Mary
Lou…
—¿Se refiere usted a la señorita Mary Lou Foxworth, por casualidad? —
preguntó con un tono de voz que me hubiera congelado, de no ser por el
entrenamiento de mi última aventura.
—No. Me refiero a su hija. Ya sabes, la ilegítima… —respondí,
empezando a cansarme de tanta ceremonia—. Anda, sé bueno y pásale el
Página 7
teléfono, ¿quieres?
—¿Me equivoco al presuponer, a pesar de los pocos datos que me ha
proporcionado sobre su persona, que es usted aquel caballero de apodo
pintoresco, que hace casi un año…?
—¡Exacto, Indiana James para servirte! —corté—. Y, ahora, avisa a Mary
Lou, o…
—Mucho me temo, señor… euh, James, que la señorita Mary Lou
Foxworth no se encuentre en casa, en estos momentos.
Problema. Debería haberlo previsto, pero mi entusiasmo suele pasar por
encima de esas minucias.
—Es más, … hum, señor —continuó Spencer, impertérrito— lamento
informarle que la señorita Mary Lou Foxworth ni siquiera se halla en el Reino
Unido. Es una desventurada casualidad que, desde hace ya varios meses,
tenga fijada su residencia en algún remoto paraje del archipiélago… esto,
filipino.
Parpadeé repetidamente y pellizqué las nalgas de una muñeca que pasaba
por mi lado, para convencerme que no estaba soñando. Tras recibir la
oportuna bofetada, constaté dolorosamente que no.
En los sueños suelen caer perdidamente rendidas en tus brazos.
Algo raro estaba pasando. No es que Spencer y yo fuésemos íntimos
amigos —con un mayordomo inglés, tamaña ocurrencia es delirio paranoico
— pero el rescatar unidos a Mary Lou del culto a la Maldición de los Mil
Siglos[2] nos había dado una cierta camaradería. O eso pensé en su momento.
Tenía que cambiar de táctica.
—¿Desde cuándo te gusta The Cure, Spencer?
—¿Có… cómo dice, señor?
—Ese «ruido» de fondo. No sabía que te pirrases por la última ola de la
música.
—Verá, señor… ¡ejem!… Es que… yo…
—Dile a Mary Lou que se ponga al teléfono, o te arrancaré de cuajo «eso»
que, hace tantos años, sólo te sirve de adorno entre las piernas.
No fue difícil escuchar su suspiro de indignación. Parecía un huracán.
—No se retire… por favor.
Estuve un par de minutos escuchando el «hilo musical», hasta que un grito
horrísono me reventó los oídos.
—¡¡¡Montaaaaaana!!! ¡Cuánto tiempo sin escuchar tu perversa y
depravada voz!
Página 8
Supongo que debería haberme reído, soltado una tontería semejante y
seguir la broma, pero los densos nubarrones sobre el aeropuerto parecían más
oscuros que nunca y amenazaban con extenderse hasta las Seychelles. Había
planeado unas plácidas y relajadas vacaciones, no un combate dialéctico
contra el último mayordomo Victoriano y una representante de la rancia
nobleza inglesa.
—Mira, preciosa, no soy Montana, ni Carolina, ni Texas. Me llamo…
—… ¡Indiana! ¡Ya lo sé, tonto!… ¿Cómo podría olvidarme?
—Pregúntaselo a ese lagarto antediluviano que tienes por mayordomo —
respondí—. Es maestro en el tema.
—¡¿Spencer?! Oye, ¿qué mierda te pasa, Indy? ¡Te noto de lo más raro!
—¡Y viceversa! Oye, mira, te llamaba porque ando de paso por Londres
—me admiré a mí mismo. Hasta con un humor de perros, me funcionaba el
reflejo condicionado de mi perverso plan— y quería saludarte. Pero si no te
apetece, no hace falta que te escudes en Spencer. Lo dejamos y en paz…
—¡¿Qué diablos estás diciendo?!… ¡¡Claro que me apetece!!
—Entonces…
Entonces, no entendía nada. Toda aquella extraña historia «filipina»,
había sido cosecha particular del mayordomo. ¿Por qué?
—¿Desde dónde me llamas? —preguntó Mary Lou, tomando de nuevo la
iniciativa de la conversación.
—Desde Heatrow. Acabo de llegar y…
—¡Bien, no te muevas de ahí! ¡Spencer y yo iremos a recogerte!
Por un instante, creí ver cómo asomaba el sol por entre los nubarrones.
—¡Tengo tantas cosas que contarte, Indy! —continuó la chica.
Sí. Decididamente, era el sol.
Y no la fría y descolorida vela inglesa, sino la bola de fuego que convertía
en langostinos a millones de turistas en las costas mediterráneas.
—¡Ya verás, lo pasaremos fenómeno! —insistía Mary Lou.
Más que una bola de fuego, era el astro rey, la estrella calcinante de los
trópicos, de Madagascar… de Las Seychelles.
—¡Y te presentaré a mi novio! —remató.
Un gélido aguacero empezó a caer sobre el aeropuerto, sobre Londres,
sobre Inglaterra, sobre… bueno, ya saben dónde.
—¿Tu… tu… ¡tu novio!? —balbuceé, con la destreza que me caracteriza
para superar sorpresas inesperadas y desagradables.
—¡Sí, es un tío formidable! ¡Te gustará, seguro!
Página 9
No, no me iba a gustar. Absolutamente nada. Es más, sin conocerle
siquiera, ya lo odiaba como jamás había odiado a nadie.
Me estaba comportando injustamente, lo sé. ¿Qué tenía yo contra aquel
pobre imbécil, enjuto y desabrido como todos los ingleses —si es que lo era
—, aburrido, pelmazo, chauvinista, snob y ulceroso? En realidad,
analizándolo fríamente, no tenía nada contra él. Le juzgaría cuando le
conociese.
O mejor, no. ¿Para qué demonios quería conocerle?
—Escucha, encanto —solté, intentando superar la desilusión—. Lo siento,
pero creo que he calculado mal los horarios. En este mismo instante, están
anunciando mi vuelo para Egipto. Lo dejaremos para otra ocasión, ¿vale?
Quizá a la vuelta…
—¡Ni hablar! —protestó Mary Lou—. ¡No te muevas de ahí, llegamos en
cinco minutos!
Y colgó, antes de darme tiempo a improvisar una mentira más
convincente.
No importaba, esta vez no me dejaría atrapar en ningún berenjenal de ésos
en los que suelo meterme, con la asiduidad con que un diarreico frecuenta su
cuarto de baño. Cuando llegasen al aeropuerto, «Indiana» James ya estaría, de
nuevo, cómodamente instalado en su apartamento neoyorquino. Jurando en
hebreo y maldiciendo su perra suerte, sí, pero sin tener que soportar a ningún
estúpido «novio» británico.
Me abalancé hacia las taquillas, enarbolando mi tarjeta de crédito como si
fuera el estandarte de la Casa Real inglesa.
—¿Cuándo sale el primer avión para Nueva York, por favor?
—Dentro de cinco horas, señor —respondió la azafata con una sonrisa tan
plastificada como mi tarjeta.
—¿Y haciendo alguna pequeña escala? —insistí.
—¿París le va bien?
—Estupendamente.
—Entonces, dentro de tres horas y media…
—¡Sigue siendo demasiado! —me lamenté—. No puedo esperar tanto
tiempo.
—¿Puede soportar nuestro país veinte minutos? —dijo la azafata, con un
tono de dama ofendida.
—¡Puedo!
Esta vez, sonreímos los dos.
—Puede coger un pasaje hasta Singapur y allí, enlazar con…
Página 10
Una broma muy graciosa. Tanto, que me dieron ganas de estrangularla.
—De acuerdo. Un billete a Nueva York, para dentro de cinco horas… —
acepté, hundido.
Sólo tenía que pasar desapercibido durante aquel lapso de tiempo. Pensé
en disfrazarme de beduino, encerrarme en el lavabo para inválidos, secuestrar
un avión hasta Cuba y dar después unas cuantas brazadas, o enfrentarme con
Mary Lou. Al fin y al cabo, sólo tendría que mantenerme insensible a sus
ruegos, súplicas, lloros, amenazas y pataletas, y dar orgullosamente media
vuelta, desapareciendo para siempre jamás entre la multitud con gallardía.
Estaba decidido. Tomaría cualquiera de las tres primeras opciones.
—¡¡¡Indyyyyyyy!!!
El grito resonó tan espantoso como un eructo durante una misa.
Me volví instintivamente y vi una modelo de alta costura, refinadamente
vestida a la última moda, agitando un brazo en mi dirección. Cuando divisé
tras ella una calva de mayordomo, roja como un tomate por los millares de
caras vueltas hacia ellos, ya era demasiado tarde para huir. La modelo se
encontraba a pocos pasos de mí.
Y era ella. Aquel elegante maniquí era Mary Lou Foxworth, la mocosa
«punky» que no veía desde hacía un año.
—¡Indy!… ¡Menos mal que… buff… que hemos llegado a… fiuu… a
tiempo! —resoplaba jadeante, apretando una mano contra su pecho.
Compuse mi más genuina expresión «Humphrey Bogart», antes de
contestar. Cualquiera hubiera dicho que estaba hablándole a un parásito de la
sarna:
—No tenías que haberte molestado, Mary Lou. Como te dije por
teléfono…
—¡No hay peros que valgan, te vienes a casa! —cortó ella como siempre,
colgándose de mi brazo. ¡Al infierno Las Seychelles, me conformaba con
poder terminar alguna frase!
—Pero… quiero decir, no…
—¡Y no se hable más!
—¿Qué dirá tu… «novio»? —solté, con toda la mala uva y doble
intención de que soy capaz.
—¡¿Y qué va a decir?! ¿Es que no puedo invitar a mi propia casa a un
viejo amigo?
«Podrías hasta llevártelo de vacaciones», pensé, «Sé de uno que se
dejaría».
Página 11
—Además, después de lo que me ha hecho sufrir Spencer… —continuó
señalando al mayordomo, tieso como un palo a una distancia prudencial—.
No acepto haber corrido el riesgo de un infarto, sólo para despedirte.
—Señor… —saludó aquélla ciruela pasa, con la más desganada de las
reverencias.
—¡Oh, Spencer! —devolví el saludo, fingiendo no haberme dado cuenta
de su presencia hasta ese momento—. Creí que estarías camino de Filipinas
para reunirte con quien ya sabes…
Cerró los ojos suspirando, dispuesto a soportar todas mis indirectas con
total resignación. Mary Lou, en cambio, abrió los suyos como platos. Era
evidente de que no sabía por dónde andaban los tiros.
—¿Filipinas?… ¿Con quién debía reunirse en Filipinas? —Y nos miraba,
a uno y otro, esperando una respuesta.
—No hagas caso —contesté, sintiéndome magnánimo—. Cosas nuestras.
—Está bien —aceptó Mary Lou—. Pero, a duras penas ha conseguido
llegar hasta aquí —y se volvió hacia el mayordomo—. ¿Qué te ha pasado?
¡Nunca habías ido tan despacio, ni cogido tantos semáforos, ni dejado
adelantar por tantos turismos, ni…!
—La lluvia, señorita Mary Lou, ya se sabe… —se apresuró a explicar
Spencer, con cara de estar recorriendo el Vía Crucis. En solitario y
contrarreloj.
—Bueno, ahora ya no importa —sentenció la chica. Y, estirándome del
brazo, agregó—: ¿vamos?
Antes de contestar, observé a Spencer. Aun a pesar suyo, no podía evitar
mirarme de reojo, tragando saliva aparatosamente, anhelando mi negativa.
¿Por qué estaba intentando desembarazarse de mí?… No tenía ni idea. Sólo
estaba seguro de una cosa: si yo aceptaba la invitación, iba a sentarle como un
tiro.
Un minuto después, nos arrellanábamos en el Rolls Royce.
Página 12
CAPÍTULO II
Página 13
Se había dejado crecer el pelo, hasta conseguir una melena color caramelo
que combinaba perfectamente con el color de sus ojos, apenas sombreados de
azul. Un toque tan tenue como el rosa de sus labios. ¡Dios, estaba preciosa! Si
yo tuviese 50 años menos, me habría permitido el lujo de enamorarme.
Y, todo eso, en un «soporte» de dieciocho tiernos y juveniles años.
Cuando llegamos a su vieja mansión de Hampstead, conseguí unos
segundos de respiro mientras bajábamos del Rolls:
—¿Qué tal si me sigues bombardeando después? —sugerí, con la más
cínica de mis sonrisas—. Las hazañas de tu Superman son tan apasionantes,
que merecen ser contadas a una mente despierta y receptiva. Y la mía,
después del viaje…
Mary Lou sonrió… antes de volverme a dejar con la palabra en la boca.
—Éste no es mi Indiana, que me lo han cambiado.
—¿Quieres que hablemos de cambios? —contraataqué, enarcando las
cejas y dirigiéndole una mirada intencionada.
—¡Mide tus palabras, abuelo! —respondió, festiva—. Podría tomármelas
en serio y ya no estás para muchos trotes.
Y, contoneándose exprofeso de forma provocativa, entró en la casa,
dejando a dos ancianos con complejo de viejos verdes: Spencer y yo.
Lancé mi bolsa de viaje al mayordomo:
—Guíame, Spens, y encárgate de esto.
Como un cachorro apaleado, abrió camino hasta una de las habitaciones
del segundo piso. Cerré la puerta tras de mí y me encaré con él:
—¿Y bien?
—Perdone, señor, no entiendo…
—¡Basta ya, ¿quieres?! ¡Lo entiendes perfectamente!… ¿Por qué querías
facturarme hacia las Filipinas?
—Verá, señor, yo… sé perfectamente que Mary Lou y yo tenemos una
deuda con usted, una deuda contraída en un período… euh, algo oscuro de la
vida de la señorita. Reconozco que quizá mi comportamiento no… mmm,
haya sido ejemplar, pero…
—Pero, ahora, Mary Lou Foxworth es una noble casadera —continué yo
— prometida a un sangre de horchata y, cuando menos se conozca sus
relaciones pasadas con «punkies», locos religiosos y aventureros insolventes,
mejor, ¿no es eso?
Spencer carraspeó, antes de contestar:
—No lo expresaría con tanta crudeza, señor, pero…
—¡Pero es eso!
Página 14
—Más o menos, señor.
Le lancé una mirada fulminante, de esas de dios colérico… pero no me
sirvió de nada. Spencer no despegaba los ojos de la punta de sus zapatos.
Debía estar pasando un mal rato de los que hacen época.
—¡Spencer, eres un cerdo!
Dio un respingo, pero siguió estudiando intensamente la alfombra.
—Sí, señor…
—¡Y un puerco!
—Eso es una redundancia, señor… si me permite la observación.
—¡Pero lo eres!
—Sí, señor…
¿Cómo puede enfadarse uno con alguien así?
—¿Sin rencores? —exclamé, alargándole la mano.
—¡Sin rencores! —respondió, exhibiendo por fin una amplia y franca
sonrisa.
—¡Viejo zorro! No necesito preguntaros cómo os ha ido por aquí… ¡se ve
a simple vista!
—En cambio, yo, si me lo permite el señor, sí desearía rellenar algunas
lagunas en mi archivo periodístico sobre sus aventuras —y volvió a bajar la
mirada al suelo, esta vez con una sonrisa de picardía—. Me… me he tomado
la libertad, he de confesarlo, a pesar del natural pudor que una persona como
yo debe guardar por respeto a su intimidad, que no ha de verse relacionada
con…
—¡Spencer, nunca cambiarás! ¡Acaba, me gustaría ducharme esta
semana!
—Bueno, pues… que colecciono todo lo que puedo encontrar en los
periódicos sobre usted. Y, aunque vacilo antes de atreverme a mencionar tal
indiscreción hacia la señora a la que me debo, le confesaré que la ayuda de
Mary Lou se ha mostrado en exceso valiosa.
No supe qué responder.
—Muchas noches, sobre todo antes de… ¡ejem!, de conocer a su
prometido, pasamos excelentes momentos intentando reproducir su itinerario
a través del orbe, deducir entre líneas aquello que los periódicos no osaban
mencionar, investigar…
—Enterado, Spencer. Algún día, cuando tengamos tiempo de sobra te lo
contaré todo. Podrás llenar varios tomos de apuntes, seguro.
«Concretamente, once», pensé.
Página 15
Una vez bañado y limpio, algo que me llevó aproximadamente dos horas,
me sentí con fuerzas para soportar un segundo asalto de las excelsas
cualidades de Walt III, el Genio del Imperio, antes de hacer un digno mutis
por el foro. Ni Spencer escondía turbios y pavorosos manejos en la trastienda,
que sólo el intrépido Indiana James podría desarticular; ni yo tenía ganas de
estar aguantando la vela, mientras dos pimpollos se deshacían en arrumacos
por todo Londres.
Indiana volvería a sus cuarteles de invierno con el rabo entre las piernas.
Que conste que ésa era mi intención, lo juro. Pero, en cuanto bajé al salón,
todo empezó a escapárseme de las manos.
—Esta noche, cenamos Walt, tú y yo —anunció Mary Lou, radiante—.
Ahora está ocupado con un asunto de negocios, pero ha dicho que pasemos a
recogerle por su casa.
—Spencer y yo habíamos pensado cepillarnos una hamburguesa a medias
—aduje. Con poca resistencia, lo confieso.
—Que te guarde tu mitad —ordenó, tajante—. Tú te vienes con nosotros.
—Si no hay otro remedio…
Ni siquiera me contestó, antes de volverse hacia el mayordomo.
—Me llevaré el Ferrari, Spencer. No te necesitaremos.
—¿Y a mí, sí? —pregunté con una inocente sonrisa—. Creía que el Lince
de los Negocios era más audaz.
Resopló, falsamente ofendida, antes de señalarme con fingida seriedad:
—¡Indiana James! ¡Pórtate bien, o te obligaré a quedarte en mi casa hasta
el día de la boda!
Huí horrorizado. Dos segundos después estaba en el garaje, junto al
Ferrari, sin estar muy seguro de haber abierto las puertas que encontré por el
camino, antes de cruzarlas.
Condujo ella. Mis indirectas debían haber surtido su efecto, porque el
aluvión de propaganda a favor de la elección de Walt para «Chico Más
Simpático Del Año» se redujo considerablemente, hasta quedar convertido en
meros comentarios «casuales» sobre sus excelsas virtudes. Comentarios que
me encargué de menospreciar con estratégicos gruñidos.
Cruzamos medio Londres hasta Mayfair. Una vez allí, Mary Lou aparcó
ante un edificio todo acero y cristal, todo elegancia y lujo, todo gelidez y
modernidad. Señaló el ático, cuyas ventanas estaban iluminadas:
—Ya ha llegado. Debe estar vistiéndose.
—¡Vaya! ¡Creí que iba en bañador por la calle para que todos puedan
admirar sus músculos!
Página 16
—Tu mal gusto sólo consigue dejarte en evidencia, Indy.
Aquello consiguió cerrarme la boca durante varios segundos.
Entramos al edificio y Mary Lou saludó al portero con una confianza
nacida del hábito. El tipo se levantó de su silla, haciendo una pequeña
reverencia y babeando servilmente, mientras mascullaba cualquier estupidez.
Nos dirigimos hacia el ascensor. Sólo había uno.
—¡Un ascensor comunitario, qué plebeyo! —exclamé, feliz de haber
recuperado mi mala baba habitual tras el corte—. Suponía que tendría uno
privado para él solo.
Entramos en el aparato y la chica señaló los mandos con una sonrisa
burlona:
—Y, en cierto modo, lo tiene —los botones no eran como los habituales.
Eran diez teclas del uno al cero, dispuestas de forma parecida a la de un
teléfono—. Cada propietario elige un código. Si no lo conoces, no tienes la
más mínima oportunidad de hacerlo funcionar, a menos que sea pulsado
desde el piso.
—¿Y cuál es su código? —pregunté, mientras intentaba sacar la pierna.
La había metido hasta la ingle—. ¿La fecha en que os conocisteis?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó a su vez, con una sonrisa desarmante.
Todavía me estaba pegando bofetadas mentales, cuando las puertas se
abrieron de nuevo. Ni siquiera había notado el pequeño tirón habitual en todos
los ascensores.
Nos encontramos en una especie de pequeño recibidor, donde cabría todo
mi apartamento. Frente a nosotros, un par de puertas acristaladas,
translúcidas, daban acceso al resto de las viviendas.
—¡¿Walt?! —gritó Mary Lou—. ¿Estás ahí?
No respondió, pero tampoco hacía falta. Ya se sabe que los ricos no
suelen derrochar inútilmente su dinero —por eso son ricos— y Míster
Fortunas no hubiera dejado las luces encendidas todo el día.
Mary Lou abrió las puertas de golpe, con ambas manos, al tiempo que
exclamaba:
—¡Walt, te presento a Indiana James!
Nos recibió con una mueca un tanto desagradable. Pero no le culpo.
Yo me esperaba otra cosa. Y por varios motivos. Aquel Semidiós era más
bajito que yo. Exactamente, una cabeza. La suya.
Porque, en aquellos momentos, descansaba en medio de un charco de
sangre, sobre una coquetona mesa de cristal. Su cuerpo, en cambio, estaba
Página 17
boca abajo a varios metros de distancia, casi invisible por el mullido espesor
de la gruesa alfombra.
Le habían cortado limpiamente el cuello.
Página 18
CAPÍTULO III
Página 19
Tardaría varios minutos en recuperarse, minutos que Indiana emplearía en
meter su curioso hocico por todos los rincones.
No se trataba de ninguna tétrica broma. La cabeza del Lord de Lores
seguía contemplando las puertas de cristal con sus ojos muertos, pero no se
advertía a nadie más en la estancia. Quizá en las otras habitaciones…
Tomando toda clase de precauciones —y unos cuantos kilos más, de
reserva— las revisé una por una: un cuarto de baño panorámico, con una
bañera parecida a un estadio de fútbol. Por suerte, no tenía cortinas que
tapasen su visión. No me hubiera sentido con fuerzas para descorrerlas; un
dormitorio con cama apta para el equipo de fútbol del estadio del lavabo y
miles de armarios roperos. Armarios grandes, inmensos, capaces de camuflar
a todos los futbolistas del equipo del estadio de… Bueno, ya me entienden.
Cada chasquido de las puertas, cada chirrido de las persianas, podía esconder
el silbido de una hoja dirigida a mi querida garganta. Si el corazón no se me
hubiera paralizado con la visión del Señor Proezas, hubiera sufrido media
docena de infartos cardíacos. Finalmente, no encontré más que varias decenas
de trajes —Príncipe de Gales, incluidos—, centenares de jerseys de
cachemira, millares de inmaculadas camisas —de todos los colores y dibujos
— y los millones de complementos habituales de todo gentleman que se
precie.
Volví al salón…
… ¡Plick! ¡Plick! ¡Plick!…
El ruidito provenía de la mesa de cristal donde se encontraba la cabeza de
Walter patatín-patatán III. Gota a gota, la sangre que había llegado al límite
de la mesa, se derramaba mansamente al suelo.
Pero se derramaba ahora, no cuando Mary Lou y yo habíamos entrado. La
conclusión era tan clara como espeluznante. El asesino había actuado poco
antes de que apareciésemos…
… ¡Plick! ¡Plick! ¡Plick!…
El salón era tan vasto, como recargada su decoración. Excepto una de las
paredes, convertida en ventanal, las otras estaban recubiertas hasta el techo de
madera noble. Y los muros, si no contamos el espacio dedicado a una pequeña
librería y la chimenea, se hallaban atestados de toda clase de panoplias
medievales: escudos, espadas, cuchillos, mazas, hachas, lanzas, picas…
Incluso dos armaduras, descansaban en sendas esquinas.
… ¡Plick! ¡Plick! ¡Plick!…
El maldito goteo me estaba desquiciando los nervios, pero no me atrevía a
tocar nada. En Scotland Yard tienen fama de ser muy quisquillosos y mis
Página 20
relaciones con las policías de un centenar de países no eran todo lo cordiales
que deberían. No quería agregar los sabuesos ingleses a la lista.
… ¡Plick! ¡Plick! ¡Plick!…
Estaba descolgando el teléfono —que se encontraba, casualmente, en la
misma mesa que la cabeza cercenada—, cuando me sobresaltó un repentino
ruido. Me giré rápidamente, con todos los músculos en tensión, para
encontrarme con Mary Lou enmarcada en las puertas de cristal del salón.
Estaba pálida, boquiabierta, desencajada. Todavía no se había recuperado de
la impresión de ver a su…
… ¡Click! ¡Click! ¡Click!…
Un momento. La chica no miraba aquel sangriento despojo. Su vidriosa
mirada estaba enfocada en mí. ¿En mí…?
… ¡Click! ¡Click! ¡Click!…
Y de repente, caí en la cuenta que el pesado, maldito, obsesivo ruido de
las gotas de sangre había cambiado. No, no había cambiado. Quedaba
amortiguado por otro ruido más fuerte…
… ¡Click! ¡Click! ¡Click!…
… ¡Otro ruido que provenía de algún lugar a mis espaldas!
Me aparté instintivamente… justo a tiempo. Algo fino y metálico pasó
rozándome y, una décima de segundo después, la mesa de cristal se partió en
dos con estrépito, segada por una espada cuya punta se hundió profundamente
en la madera del suelo, ¡Tchunk!
¡Me estaba atacando una de las dos armaduras! ¡El asesino se había
escondido en el interior de una de ellas!
Lancé mi codo hacia atrás, ¡Bonnng!, y una sacudida eléctrica recorrió
todo mi antebrazo como un estilete al rojo, dejándolo insensible. El asesino se
limitó a alzar su brazo izquierdo y su guantelete me golpeó la cara,
haciéndome salir despedido varios metros hasta estrellarme contra la pared.
Me dio la impresión de haber sido golpeado por una barra de hierro macizo.
Mientras intentaba volverme a colocar la mandíbula en su sitio —en la
espalda quedaría muy antiestética—. Mary Lou rompió su inmovilidad
acercándose a mí, ayudándome a recuperar la vertical. El fulano estaba muy
ocupado intentando desclavar su espada del piso.
—¡Vámonos de aquí, Indy! —gritó, con el miedo vibrando en cada sílaba.
—Tranquila, no…, no ha sido nada. Puedo con él —respondí para
tranquilizarla. Sólo faltaba alguien que pudiera tranquilizarme a mí.
Con un sordo ruido de succión, la espada se libero de la madera y el tipo
empezó a avanzar hacia nosotros, lenta, cadenciosamente. Empujé a Mary
Página 21
Lou hacia el recibidor sin muchos miramientos y me afirmé en el suelo,
dispuesto a recibirle.
Empuñaba la espada con ambas manos y lanzó uno, dos golpes, paralelos
al suelo, ¡ziuuu!, ¡ziuuu!, a izquierda y derecha, buscando mi cuello. No lo
encontró. Adelanté mi hombro izquierdo y cargué contra la masiva figura,
¡brammm!, que apenas se movió. Yo, en cambio, reboté como un pelele de
nuevo contra el muro, con medio costado entumecido.
Si seguía así, tendría que combatir a mordiscos.
Alcé los ojos y vislumbré una pica colgada en la pared. Con ella en las
manos, me sentí más seguro. Era bastante más larga que su espada y podría
mantenerle a raya, esperando el momento propicio.
El asesino balanceaba suavemente su arma, a un lado y otro,
provocándome, pero no caí en su trampa. Amagué un golpe y la espada buscó
el asta de mi lanza para partirla en dos. Demasiado tarde. Yo la había retirado
y su guardia estaba abierta.
Afirmé la madera bajo el brazo y cargué contra él. La punta acerada chocó
contra su peto, perforándolo, penetrando casi un palmo, antes que la madera
se astillase y partiera con un seco crujido.
Durante escasos, pero interminables segundos, el hombre se quedó
inmóvil, mirándome fijamente a través de las aberturas de su yelmo —o así
me lo pareció—, como si no hubiera ocurrido nada. Después, lentamente, bajó
la cabeza hasta contemplar la punta de la pica, firmemente incrustada en su
pecho y la agarró con una de sus manos…
… empezando a estirar de ella. Finalmente, con un chasquido
estremecedor, la arrancó violentamente.
Del agujero, empezó a fluir un líquido negro, viscoso, sin parecido alguno
con la sangre.
¡Mierda! ¿Qué clase de cosa era ésa? ¿Qué mejunje extraño corría por sus
venas?
Dejé las preguntas para más tarde. Movió el brazo de nuevo y apenas me
dio tiempo a apartar la cabeza. La punta de la lanza se incrustó en la pared, a
pocos milímetros de mi sien. Había intentado su último golpe y había fallado.
Ahora, tenía que caer…
Pero no cayó. Volvió a avanzar hacia mí, como si no hubiera ocurrido
nada. Con lentitud, pero con seguridad. Volviendo a blandir su espada con
ambas manos.
Aquel salón era todo un arsenal. Por mí, estaba dispuesto a seguir el juego
hasta destrozar cuanta arma había allí. Agarré lo que tenía más a mano, una
Página 22
de esas mazas con cadena, rematada por una bola de acero erizada de púas.
Finté y golpeó una de sus rodillas, ¡crunch!, pero no le falló la pierna. Ni
siquiera renqueó, a pesar de que debía haberle hecho pedazos todos los huesos
de la articulación. Gritando rabiosamente, descargué un golpe, y otro, y otro,
y otro, en el brazo, en el costado, en la cabeza, en…
Nada surtía efecto. Aquella mole acorazada seguía avanzando
inexorablemente, arrinconándome cada vez más. Intenté un nuevo ataque,
pero levantó su espada y la cadena se enrolló en la hoja. Un simple estirón y
me arrancó la maza de las manos. Me quedé tan embobado, viéndola volar
por los aires, que sólo me enteré que había lanzado el puño cuando recibí el
impacto en la cabeza.
Trastabillé unos cuantos metros, antes de desplomarme cuan largo era
junto a la otra armadura.
Si tuviera un poco de tiempo, si lograse introducirme en aquel
maremágnum de piezas, la lucha estaría más igualada. La cabeza me daba
vueltas y apenas podía tenerme en pie.
Aquella figura de pesadilla reanudó su avance hacia mí.
Sólo tenía cerca la espada de la otra armadura, así que estiré la mano hacia
ella para cogerla… pero fallé. Debía estar más mareado de lo que yo mismo
pensaba. Lo intenté de nuevo y volví a fallar. No, no era mi coordinación lo
que fallaba… ¡era la espada la que se movía! ¡Era toda la segunda armadura
la que empezaba a moverse!
No había un solo asesino… ¡sino dos!
El segundo hombre levantó bruscamente la rodilla y me la clavó en el
costado. Sentí que cedía alguna costilla y un dolor agudo, lacerante, recorría
todo mi ser. La hoja silbó junto a mí y mordió mi brazo a la altura del
hombro, dejando tras de sí un reguero de sangre. Grité, aullé de rabia y
desesperación, antes que un nuevo golpe me lanzase por los aires hasta la
pared.
Caí al suelo como un saco, arrastrando una panoplia conmigo. Volvía a
disponer de armas a mi alcance, pero ya no tenía la fuerza y el coraje
necesarios para utilizarlas. Me acurruqué como un recién nacido, esperando el
golpe mortal.
Y los dos hombres se acercaron, dispuestos a asestarlo.
—¡Indy, nooooo! ¡Dios mío, no!
Era Mary Lou quien había gritado. Desvié la mirada hacia ella, consciente
ahora de su presencia. La había olvidado por completo.
Página 23
Fluctuaba entre el miedo y el deseo de ayudarme. Daba un pasito adelante
para, acto seguido, retroceder apresuradamente.
—¡Llama a la policía! ¡Llámala! —bramé, sabiendo que era demasiado
tarde.
—Ya…, ya lo he hecho, Indy, pero…
—¡Entonces, vete! ¡Márchate! —corté. No necesitaba recordarme que no
llegarían a tiempo.
—Pero, Indy…
—¡Lárgate de una maldita vez!
Las cabezas de ambos asesinos se giraron al unísono hacia atrás. Ninguno
dijo nada, no cruzaron una sola palabra, pero uno de los dos hombres se
desentendió de mí y se lanzó a por la chica. En ese momento, me di cuenta
que habían permanecido mudos desde el principio.
Quizá no supieran —o no pudieran— hablar, pero sabían —y podían—
matar. Lo habían demostrado una vez y estaban a punto de demostrarlo
nuevamente. El que se había quedado cerca de mí, levantó la espada sobre su
cabeza.
Tanteé desesperadamente a mi alrededor y, al tacto, reconocí la forma de
un escudo. Lo estaba levantando cuando cayó el golpe… ¡crashhh!,
provocando una mella en él. Pasé el brazo por las correas, antes que volviese
a golpear. ¡Crackk!
Por debajo del escudo, vi a Mary Lou. No se había movido. Contemplaba
aterrada, congelada, cómo el asesino se iba acercando a ella
parsimoniosamente, seguro de lograr su objetivo.
—¡Mueve el culo de una vez! —aullé—. ¡Huye!
Mary Lou empezó a retroceder sin dar la espalda al asesino. Cada paso de
él hacia adelante, correspondía a uno de ella hacia atrás.
¡Blammm! Mi escudo empezó a doblarse sobre sí mismo. No resistiría
mucho más.
La chica llegó hasta el ascensor y entró. Apenas desvió un instante la
mirada para localizar los mandos. Apretó histéricamente los botones…
… pero las puertas no se cerraron. Su atacante estaba un metro frente a
ella. Levantó la espada.
¡Brammm! Mi brazo ya no sentía nada. Estaba dormido, como muerto.
Podía ver cómo manaba la sangre del corte cerca del hombro, pero me parecía
ajena.
Mary Lou volvió a intentar marcar la combinación con ambas manos. La
espada empezó a descender sobre su cabeza con una velocidad
Página 24
relampagueante. Abrió la boca para gritar, pero ningún sonido surgió de su
garganta, o al menos no pude oírlo…
… porque las puertas se cerraron una fracción de segundo antes que la
espada llegase hasta ella. ¡Grunch! La hoja se incrustó en el metal,
desgarrándolo como si fuera papel de fumar. El sonido de la maquinaria del
ascensor al empezar a funcionar, me sonó a música celestial.
Rodé por el suelo para esquivar otra estocada dirigida a mí y mis ojos se
posaron en un hacha de doble filo. Si iba a presentar batalla, tenía que hacerlo
inmediatamente. Estaba exhausto, al borde de la inconsciencia. Y el segundo
hombre, una vez perdida su presa, se volvería nuevamente contra mí.
El arma pareció darme nuevos ánimos. Avancé hacia el asesino
interponiendo el castigado escudo entre los dos. Si resistía un golpe más, sólo
uno…
No lo resistió. El tajo lo partió prácticamente en dos, pero la espada quedó
atrapada en la hendidura. Sin darle tiempo a reaccionar, reuní mis escasas
fuerzas y contraataqué con el hacha, apuntando al cuello, entre el peto y el
casco.
Apenas encontré resistencia. Su cabeza saltó de entre los hombros como
impulsada por un resorte, rebotando en el suelo hasta quedar quieta. No pude
contener una sonrisa feroz que se me heló inmediatamente en la boca…
… ¡estaba decapitado, pero no caía!
Enloquecido, tiré a un lado el hacha y liberé mi brazo del escudo. Era
ligeramente triangular, acabado en punta. Lo enarboló sobre mi cabeza y
embestí como un poseso contra aquella figura de pesadilla, gritando con todo
el poder de mis pulmones. Esta vez no resistió mi acometida. El escudo se
clavó en su pecho y seguía, empujando y empujando, haciéndole retroceder
más y más, hasta que chocó con los ventanales.
¡Craaaashhhh! El impulso le hizo atravesar el cristal y cayó a la calle,
cincuenta metros más abajo, donde se hizo pedazos.
Pedazos, literalmente. Por el asfalto, se desparramaron tuercas, tornillos,
émbolos, muelles y circuitos. No había estado peleando con un hombre…,
¡sino con un robot! Un segundo después, se produjo una explosión. Cuando
empezó a disiparse el humo, sólo quedaba un montón informe de restos
quemados, fundidos, consumidos… Todo había terminado. Uno de los robots
estaba fuera de combate.
¡Uno! ¡Aún quedaba otro!
Recibí un golpe en la nuca y, por un instante, perdí el conocimiento. No
sentí el golpe de la caída, sólo una opresión en el pecho y un ligero pinchazo
Página 25
en la garganta. Abrí los ojos y comprendí a qué se debía.
El otro robot me había colocado un pie encima y su espada estaba
apoyada en mi cuello. Sentí que un hilo de sangre corría por él hasta la nuca,
un hilo de sangre que iba haciéndose mayor, a medida que aumentaba la
presión de la punta de la hoja.
Tenía razón. Todo había terminado.
Para mí.
Página 26
CAPÍTULO IV
Página 27
—¡Fuego a discreción!
No podía ver qué armas eran, pero sonaron como cañones. En el pecho del
robot se abrieron varios boquetes como un puño y la armadura salió disparada
hacia atrás, desgarrándome parte del cuello y el pecho con su espada,
dejándome un surco ardiente por donde sentí que se me escapaba la vida.
Gemí lastimeramente, notando que los ojos se me llenaban de lágrimas.
—¡Indy! —gritó una voz femenina.
—No se preocupe, señorita Foxworth —le respondió alguien—. No es un
corte profundo…
—¡Santo cielo, tenía razón! —intervino otro más—. ¡Aquí hay una
cabeza! O «¿Humana o de robot? —pensé—. Hay que precisar, muchacho.
Indy tiene surtido de todas clases y para todos los gustos».
Y me entraron ganas de reír ante mi estúpida broma. Y de llorar. Y de
gritar a los cuatro vientos que estaba vivo. Y de suplicar de rodillas que
hicieran algo para calmarme el dolor. Y…
Sentí, más que oí, la onda expansiva de una explosión y una ola de tórrido
y sofocante calor pasó sobre mí como un huracán, abrasador. Perfecto. La
puntilla final. Indiana James a la plancha. Las voces fueron perdiendo
volumen lentamente:
—¡Inspector, esa…, esa cosa ha explotado!
—¡Indy, contéstame!
—¡Dios santo, qué carnicería!
—¡Indy, por favor!
—¡Mi pierna!
—¡Indy…!
Y me morí.
O eso pensé.
En aquel momento, estaba seguro. Pero hasta los héroes más intrépidos se
equivocan de vez en cuando.
Al despertar, lo primero que pensé, es que nos toman el pelo como a
corderitos. Bien está que uno tenga que soportar las llamas del infierno, pero,
sumarle encima las heridas terrenales, ya es demasiado. Sobre todo, cuando
uno quedó hecho un pingajo como yo.
Me estuve quejando un buen rato sin que nadie me hiciera caso, así que no
tuve más remedio que echar un vistazo a mi alrededor, para ver dónde habían
tirado mis despojos.
Página 28
Estaba en casa de Mary Lou, en la habitación de invitados. ¡Menudos
amigos se busca uno en la vida! Estuve en un tris de palmarla y ni siquiera
merecía los honores de un hospital. Junto a la cama, retrepada en un sillón,
Mary Lou dormía plácidamente el sueño de los justos.
Eso explicaba muchas cosas. Por ejemplo, que hubiera podido eliminar a
uno, lanzándole por la ventana. El operador se debió sentir bastante
desconcertado al ver únicamente suelo en su monitor. No obstante, la
tecnología necesaria para construir unos artilugios tan perfectos como
aquéllos, no estaba al alcance de cualquiera. Eso limitaría bastante el campo
de investigación.
Cómo habían logrado introducir aquellos dos robots en casa de Walter el
Deseado, se deducía fácilmente por su interés hacia el Medioevo. En cuanto a
los motivos para desear su muerte, Scotland Yard estaba segura de «llegar al
fondo del asunto» en poco tiempo. Traduciendo: que no tenían ni idea, ni
esperaban tenerla en tiempo indefinido.
La policía se sentía orgullosa de haber llegado a tiempo de evitar una
nueva muerte —la mía— y lamentaba, tanto la muerte de Walt, como sus
propias bajas —tres— en la explosión imprevista del robot. Al mismo tiempo,
esperaba nuestra visita —la de Mary Lou y la mía— a la mañana siguiente,
esperando que nuestras declaraciones pudiesen arrojar alguna luz sobre tan
horrible crimen, etc., etc.
—¿Y esperan que yo me levante mañana por la mañana? —aullé,
ultrajado.
—Sin la menor dificultad —contestó Spencer, sin inmutarse.
—Los ingleses os ganáis a pulso vuestra fama de fríos e insensibles, ¿eh,
Spens?
—No había llegado a mis oídos el menor atisbo de que, nuestra noble
patria, recibiera calificativos tan injustos como…
—¡Pues los tenéis! ¡Y a callar! —atajé, antes de que su verborrea me
cortase la digestión—. ¿Qué han sacado del hombre de la barba? ¿O quedó
hecho trizas por la explosión?
El mayordomo parpadeó, perplejo.
—¿El hombre de la barba, señor…? No recuerdo que mencionasen a
nadie de características similares. Y puedo añadir que, Scotland Yard, es una
institución demasiado honorable para que, el aspecto físico de sus integrantes,
se mancille con semejantes aditamentos pilosos, impropios de…
No tuve más remedio que tirarle la bandeja para hacerle callar. Por lo
visto, yo había sufrido una alucinación. Bueno, ya lo sospeché mientras
Página 29
estaba sucediendo.
—Buenas noches, Spencer. ¡Ah, y mañana no me despiertes, haya dicho
lo que haya dicho tu honorable institución de pies planos!
Semejante adjetivo se vio convenientemente correspondido con una
mueca de honor mancillado por parte del mayordomo.
—Perdone, señor, pero…
—Creí que había dicho buenas noches…
—Lo ha dicho, señor, pero…
—¡Esfúmate, Spencer! Por si no te has dado cuenta, el nene Indiana está
malito.
—Soy perfectamente consciente de tal circunstancia, señor —convino el
viejo servidor—. Y sé que, el recibimiento que debí otorgarle, debió ser muy
otro, pero…
—¡Pero!, ¿qué?
—Usted es un hombre de múltiples y variados recursos, siempre dispuesto
a esclarecer la verdad y lograr que triunfe la justicia. Yo me preguntaba si,
éste, no sería un reto a la altura de sus habilidades…, ¡piense en el dolor y el
sufrimiento de la señorita Mary Lou! Quizá usted y yo, rememorando tiempos
pasados, podríamos…
—¿Podríamos? ¿Tú y yo? —La sola idea de volver a tener que arrastrar a
Spencer por medio país, reabrió mis heridas.
—Advierto cierto escepticismo en su tono, señor, pero si me permite
insistir…
—Te lo permito, Spencer. Y, además, creo que tienes razón. ¡Hay que
actuar, y hay que hacerlo ya! ¡Empieza a investigar mientras yo duermo!
Mañana me cuentas los resultados de tus… esto, pesquisas, ¿vale?
Los ojos del mayordomo brillaron de satisfacción.
—¡Estaba seguro que aceptaría! Antes de que se sumerja en un sueño
necesario y reparador, permítame exponerle mis ideas sobre este apasionante,
aunque lamentable caso…
Era el momento más apropiado para dormirse.
Y me dormí, por supuesto.
Cuando desperté, ya era de día y me sentí mucho más animado. El dolor
era cosa del pasado…
… hasta que quise moverme. Entonces, las heridas empezaron a quejarse
al unísono. Me daba la impresión de ser uno de aquellos robots, pero de
junturas chirriantes, enmohecidas, oxidadas. Cuando me puse delante de un
espejo, tuve un sobresalto. Parecía una momia. No obstante, los pinchazos,
Página 30
aguijonazos, punzadas y alfilerazos, fueron desapareciendo poco a poco, hasta
convertirse en una sorda molestia bastante soportable. Excepto la costilla,
claro.
Me encontré con el omnipresente Spencer en la cocina. Y de no muy buen
humor. Aún tenía clavada en el corazón, la puñalada que para él había
supuesto mi falta de interés por su «plan de acción». Antes de que pudiera
echármelo en cara, con más palabras que las obras completas de Shakespeare,
alcé ambas manos como si fuera a lanzar el discurso más trascendental del
milenio:
—No, Spencer, no hace falta que despiertes a Mary Lou.
—A…, ¿a la señorita…? —carraspeó, desconcertado.
—No insistas, no te permitiré que lo hagas. Acudiré a Scotland Yard yo
solo. Les diré que apenas pasó de la entrada y que no puede declarar
prácticamente nada. Después, cuando me vengas a recoger, que te acompañe
por si las moscas insisten, ¿de acuerdo?
—Pero…
—Perfecto. Llama un taxi mientras me visto.
Y escapé cojeando, tras apoderarme al vuelo de la bandeja de su propio
desayuno. Me refugié en el cuarto de baño —por si acaso intentaba liarme
pretextando cualquier ofrecimiento de ayuda— y no salí de él hasta que llegó
el taxi.
Spencer me estaba esperando en la puerta de la casa.
—Si dispone de unos segundos, señor —empezó, ceremonioso—. Con
referencia a lo que estuvimos hablando ayer…
—Completamente de acuerdo. En todo —asentí, palmeándole el hombro
alegremente—. Sigue así, lo haces muy bien.
Y me deslicé, entre él y la puerta, huyendo como alma que lleva el diablo.
Veinte minutos después, descendía del taxi frente al imponente edificio de
Scotland Yard, preguntándome a qué diablos se debía tanta agitación, los
alrededores del inmueble parecían los de un hormiguero en época de crisis.
Centenares de bobbys y hombres de paisano —seguramente, de brigadas
especiales— entraban y salían en un estado de agitación frenética.
Estaba a punto de volver al taxi, cuando descubrí a un hombre de mediana
edad, regordete y semicalvo, que hacía señas intentando atraer mi atención:
—¡Señor James! ¡Aquí, señor James, por favor! —gritaba, intentando
abrirse paso entre una maraña de agentes, hasta que consiguió llegar junto a
mí.
—¿El inspector Minestrone, supongo?
Página 31
La broma no le hizo la menor gracia.
—Lestrode, si no le importa. Ahora mismo iba a visitarle. Las cosas se
están complicando mucho…
—¿Por qué? Mary Lou Foxworth no ha cambiado de residencia, ni se ha
ido a descansar a Brighton, ni nada de eso.
Aguantando las ganas de saltarme al cuello, Lestrode me alargó un
ejemplar del Times. Mis ojos se abrieron como estrellas ante la noticia:
Miami, Florida.
«Ayer por la mañana, fue encontrado un cadáver en la playa
de nuestra ciudad. Al parecer, se trataba del cuerpo del famoso
aventurero Harriford Jones, desaparecido en misteriosas
circunstancias, meses atrás.
»El cadáver no mostraba, a primera vista, signos de
avanzada descomposición, por lo que se cree que su muerte fue
reciente. Desgraciadamente, la identificación no ha podido
confirmarse, ya que el cuerpo desapareció esa misma noche del
depósito de cadáveres, donde había sido trasladado».
Página 32
—¡Eran los policías que estuvieron en casa de ese ricacho de mierda,
salvándole la vida a usted! —me escupió a la cara, como si yo fuera el asesino
—. ¡Todos ellos!
Ahora, sí estaba de veras impresionado.
—¿Quiere decir que…?
—¡Quiero decir que el cerdo que se cargó a su amigo, está pasándose de
la raya…! ¡No tenía que haber matado a ningún policía!
No veía por qué debían tener más importancia unos polis que Walt, pero
me lo tragué. En mi estado, el papirotazo de un mosquito era capaz de
dejarme fuera de combate. La embestida de un policía ofendido era más
temible que la muerte.
Mi silencio tuvo el efecto de una tregua. El inspector se calmó un poco y
señaló a Scotland Yard con el periódico:
—Disculpe, pero estamos un poco… excitados. Espero que lo comprenda.
Lo mejor será seguir hablando en mi despacho.
Instintivamente, los dos alzamos la vista hacia el edificio, siguiendo la
dirección del diario…
… y, en ese instante, surgió una llamarada de las ventanas, seguida de un
fragor horrísono. Cristales, trozos de argamasa, pedazos de mobiliario y
fragmentos de cuerpo humano, empezaron a caer sobre nosotros como una
lluvia espectral.
… ¡habían volado medio Scotland Yard!
Se desató el caos más absoluto. En medio del frenético ir y venir de los
policías, sólo dos personas permanecían inmóviles, boquiabiertas,
hipnotizadas por el increíble espectáculo: Lestrode y yo.
—¡Es…, es increíble! —balbució—. ¡Esto es una locura!
No, no lo era. Una idea inconcebible, absurda, descabellada, iba tomando
forma en mi machacada cabeza. Podía ser otro delirio producto de los golpes,
pero…
—Lestrode, ¿dónde estaba su oficina?
El policía levantó un dedo tembloroso, señalando el agujero llameante que
se encontraba sobre nosotros.
—Entonces, ¿por qué no suponer que esa bomba iba destinada a usted?
—¿A mí…? Pero…, pero…
—¡Oh, vamos…! ¿Es que no lo ve? —dije gritando, casi sin darme cuenta
—. Quisieron matarme a mí, luego acabaron con todos sus hombres y, ahora,
han intentado eliminarle a usted…, ¡no dejarán vivo a nadie que haya visto o
tenga que ver con esos robots!
Página 33
—¡James, está tan sonado como el lunático que ha puesto esa bomba! —
rugió Lestrode—. ¿Quién se atrevería a tanto por unas malditas máquinas que,
además, sólo son un amasijo de hierros retorcidos?
Una buena pregunta. Muy buena. ¿En qué lío podía estar metido Walt
para provocar tal masacre? Teníamos que averiguarlo antes que siguieran
matando a todos los relacionados con…
—¡¡¡Mary Lou!!! —aullé.
Lestrode pareció salir de su sopor:
—Pero ¿no han venido juntos? Con todo este jaleo, no me fijé si…
—¡No, se quedó en casa con Spencer!
Un escalofrío nos recorrió la espina dorsal. Si habían conseguido llegar
hasta el inspector, atravesando todas las medidas de seguridad…
… ¡Mary Lou y Spencer podían darse por muertos!
Página 34
CAPÍTULO V
Página 35
Abrí la boca para preguntarle de qué diablos estaba hablando, cuando
todos los timbres de alarma de mi cráneo resonaron al unísono. Me abalancé
hacia delante, empujando a Spencer y la puerta al mismo tiempo, mientras
gritaba:
—¡Es una trampa, Lestrode!
La puerta chocó con algo —o, más probablemente, alguien— que se
encontraba tras ella. Desde el fondo de la casa, rugió una ametralladora…
… y se desencadenó el infierno.
El mayordomo y yo rodamos por el suelo, y las balas zumbaron a
centímetros de nuestras cabezas. Lestrode no pudo reaccionar a tiempo. Saltó
como un pelele hacia atrás, prácticamente partido por la mitad, salpicando
sangre en todas direcciones.
La casa pareció cobrar vida, vomitando fuego y metralla por casi todas sus
ventanas, hacia los policías que se encontraban en el jardín. La mayoría quedó
barrida tras la primera andanada y los pocos supervivientes corrieron a
refugiarse tras los coches en que habían llegado. Alguno cometió la
ingenuidad de resguardarse tras los setos, víctima del nerviosismo y la
sorpresa. No duró más que unos segundos.
Junto a nosotros cayó de rodillas una figura acorazada, la que había estado
acechando tras la puerta. Antes que se recuperase del golpe, le arranqué el
subfusil de las manos y le machaqué la cabeza con la culata. De poco servían
las balas, si no sabíamos los puntos débiles de los robots. Podía vaciarle un
cargador entero y sólo destrozar el mecanismo destinado a fingir un
estornudo.
Pero estaba equivocado. Los gemidos que procedían del interior de
aquella armadura, no eran nada mecánicos. Bien, aquello facilitaba las cosas.
Apunté el arma hacia el fondo de la casa, donde se encontraba la figura que
había abatido a Lestrode y apreté el gatillo, sembrando el vestíbulo de una
cortina de muerte. No levanté el dedo, hasta que el cargador se vació. Para
entonces, aquel fulano estaba clavado al muro, empapándolo de color
carmesí.
Spencer intentó incorporarse con dificultad:
—¡Si me permite la expresión, llegó en el proverbial justo a tiempo,
señor! Les había dicho que me encontraba solo en la residencia, pero iban a
comprobarlo. ¡Si llegan a subir a las habitaciones superiores…!
—No hubiera servido de nada, si no llegas a avisarnos… ¡Y pensar que
estaba a punto de pegarte la bronca!
Página 36
Una explosión hizo vibrar las paredes y uno de aquellos tipos salió
volando del salón, envuelto en una nube de fuego. Se estrelló a pocos metros
de nosotros, convertido en una tea. La policía empezaba a contraatacar.
—¡Spencer, coge las armas de esos dos y cúbreme, mientras echo un
vistazo a la situación!
Atisbé el exterior desde la puerta. Sí, desde los coches surgían las
llamaradas de las ráfagas, pero no eran más de tres. Contando el del
lanzagranadas, cuatro. O acudían refuerzos, o no resistirían mucho tiempo.
¡Tenía que hacer algo!
Estudié rápidamente al tipo que teníamos más cerca. Iba enfundado en
una especie de armadura medieval, pero mucho más ligera y menos engorrosa
de movimientos. No era de extrañar que le hubiera confundido, a primera
vista, con un robot como los de la víspera. No obstante, más bien parecía una
tropa de asalto de cualquier producción galáctica hollywoodiense.
El mayordomo y yo disponíamos de un par de ametralladoras y el factor
sorpresa. No sabía cuantos «cruzados» se escondían en la casa, pero sí
podíamos cogerles desprevenidos…
Una nueva explosión sacudió la casa hasta sus mismos cimientos y
arrancó la puerta de cuajo, lanzándola encima de nosotros. La onda expansiva
provenía de fuera. Casi no necesité mirar para saber lo que había ocurrido.
Habían lanzado una granada contra los policías y las de éstos habían estallado
por simpatía. Del furgón, sólo quedaba un armazón humeante. De los
hombres… bueno, no sería nada fácil identificarles.
Estábamos abandonados a nuestras propias fuerzas. Aquello cambiaba por
completo la situación.
Le quité el casco al «cruzado», al tiempo que hacía señas a Spencer para
que se acercase:
—¡Vamos, ayúdame! ¡De prisa, antes de que vengan los demás!
Luchando contra la rigidez de la armadura y contra la mía propia, a causa
de los kilómetros de vendas que me hacían parecer una momia, desmontamos
el «puzzle» que cubría el desmayado cuerpo. No me extrañó que se cubriera
con las placas metálicas, era más feo que el culo de un mono.
Los rumores metálicos de pasos se acercaban a nosotros. Una vez
comprobado que no quedaba ningún policía emboscado, las fuerzas de asalto
estaban reuniéndose para…
—¡Escóndelo y escóndete, Spencer! ¡Rápido!
Sin esperar, me dirigí al salón de la casa de donde partían las escaleras
hacia los pisos superiores. Allí se encontraban ya cuatro «cruzados» con un
Página 37
verdadero arsenal en las manos: ametralladoras, lanzagranadas, incluso
descubrí un pequeño mortero de campaña. No se andaban con chiquitas.
—¡Yo subiré arriba! —dije secamente, con la voz oscurecida y deformada
por la placa metálica del casco.
—¡Date prisa, nosotros nos encargaremos de las bajas!
Ascendí rápidamente los escalones hasta el pasillo del primer piso. Sólo
esperé que Mary Lou no estuviera armada. Sería muy divertido que volase la
cabeza a su «caballero andante» en el momento del rescate.
Su habitación parecía vacía. Di un paso adelante y apenas me dio tiempo
de ver una mancha fina y borrosa caer sobre mi cabeza. La aparté a tiempo,
pero el atizador dio de lleno en mi hombro herido. Caí de rodillas y un nuevo
golpe, esta vez en la espalda, me mandó de bruces al suelo.
—¡Asesino, hijo de puta! —gritaba Mary Lou, blandiendo de nuevo el
atizador.
—¡No, espera…!
Tuve que rodar sobre mí mismo para que la barra de hierro no me
hundiera el cráneo. Se incrustó en el suelo de madera. ¡Thunks!
—¡Soy yo, idiota! ¡Soy yo! —grité, levantándome la visera.
Mary Lou soltó el atizador, estupefacta, abriendo una boca como un
buzón.
—¿Tú…? ¿Tú estás con ellos?
—¡Claro que no! —protesté, indignado—. Llegué con la policía y, si sigo
vivo, es gracias a Spencer.
—¡Spencer! ¿Está…?
—Bien. Escondido, abajo. Sé buena y quédate quietecita. Cuando llegue
la policía, diles que voy con ellos. Intentaré comunicarme en cuanto pueda,
¿vale…?
Ella me miró frunciendo el ceño, desconfiada.
—Y si preguntas cómo puedes confiar en mí, tendré que emplear la receta
de Spencer… ¡te dejaré el culo plano de una paliza! —terminé sonriendo.
—¡Ten cuidado, Indy! ¡Si te perdiera también a ti…! —susurró,
rodeándome la cintura con los brazos.
Podría contar todo eso de la calidez de su cuerpo, la electricidad de su
contacto, la fragancia de su pelo… En fin, esos lugares comunes de las
novelas baratas. Pero, mentiría. Dentro de aquella armadura, sólo sentí el frío
del metal. Le guiñé el ojo y bajé mi visera.
Salía de la habitación, cuando una voz me dejó clavado en medio de una
zancada.
Página 38
—¿A qué venía tanto ruido?
Uno de los «cruzados» había subido a investigar. Estaba a varios metros
de distancia, en el pasillo, y no podía ver el interior de la habitación. No podía
matarle, o los demás se lanzarían sobre mí como lobos. Si acababan conmigo,
Mary Lou no duraría un segundo en sus manos.
—¡Está aquí! ¡El viejo nos mintió! —expliqué, extendiendo el brazo hacia
el cuarto.
Levanté mi arma y, a pesar de la expresión de incredulidad de la chica,
apreté el gatillo. Ella lanzó un grito desgarrador…
… mientras las balas pasaban por encima de su cabeza.
Antes de que metiera la pata, lancé una carcajada:
—¡Con esto ya tiene suficiente! —exclamé con voz cavernosa.
Y me dirigí al encuentro del cruzado, rogando porque no desconfiase y
quisiera comprobar por sí mismo el resultado de la ráfaga.
—¡Bien! —espetó, palmeándome el hombro, antes de seguirme—. ¡El rey
estará orgulloso de ti!
Me alegré más que nunca de llevar la visera bajada. La cara de idiota que
debí poner, ganaría cualquier concurso de subnormales profundos. ¿El rey?
—¡Sir Robert ha caído! —prosiguió aquel fantasmón—. ¡Encárgate tú de
llevar su nave a Camelot!
Contesté con un gruñido de compromiso, que tanto podía significar «sí»,
como «no», como «¡vete al cuerno!». La verdad es que seguía cazando
moscas. Si me hubieran pinchado, no me hubieran sacado una sola gota de
sangre.
A través de una ventana percibí, por primera vez, algo en el césped de la
parte trasera de la casa. Eran una especie de helicópteros de bolsillo, pero de
un tipo que no había visto jamás. Ni siquiera tenían hélices.
Ya no quedaba nadie dentro de la mansión. Salimos al exterior y el
«cruzado» se dirigió hacia una de las dos naves. Evidentemente, esperaba que
yo me encargase de la otra. Aquello se estaba complicando por momentos. Y
todavía se iba a complicar más. El «helicóptero» que me había tocado en
suerte, transportaba una carga macabra: las bajas. Y algo mucho más
escalofriante todavía: un «cruzado» vivito y coleando. Quizá fue mi
imaginación, pero creí ver que su ametralladora se movía al acercarme yo,
apuntando casualmente en mi dirección. ¿Eran desconfiados por naturaleza, o
me había descubierto?
Penetré en la cabina con la mayor naturalidad posible, haciendo un signo
de asentimiento con la cabeza a modo de saludo y contemplé los mandos de
Página 39
aquel aparato con desamparo. No se parecían en nada a los de un helicóptero
normal. Ni siquiera sabía cómo ponerlo en marcha.
Podía fingir alguna complicación, lanzarme sobre el «cruzado»,
desarmarle, reducirlo y esperar que sus compañeros no sospechasen nada y
me volasen en mil pedazos desde el aire. También podía intentar
amedrentarles a todos con un escupitajo. Puestos a soñar, todo vale.
El tipo que tenía detrás de mí, se acercó y me dijo:
—¿Algún problema, señor?
—No, no, ninguno… —respondí, intentando fingir que tenía dominada la
situación… antes de girarme atónito hacia él—. ¡Spencer!
Levantó su visera para deslumbrarme con su sonrisa.
—¡Exacto, señor! —confirmó sin necesidad—. No escaseaban las bajas
entre esos malvados, así que pensé en ofrecerle mi modesta ayuda en su
heroica empresa.
—¡Perfecto! ¡Ponte en mi lugar y maneja este trasto! —acepté encantado
—. ¡No tengo ni la más mínima idea de qué maldito botón hay que apretar
para que se mueva!
El desconsuelo en el mayordomo era palpable.
—Lo haría con sumo placer, señor. Pero, me temo que mis conocimientos
aeronáuticos no estén a la altura de las circunstancias…
—Quizá pueda ayudarles, caballeros —dijo alguien detrás de nosotros.
Cuando conseguimos devolver nuestros corazones a su lugar —un poco
más y se nos salen por la boca— nos volvimos lentamente, procurando que
las bocas de nuestros subfusiles apuntasen en la misma dirección que nuestros
ojos.
Un segundo después, tuve que volver a tragarme el corazón, porque allí,
en el fondo del aparato, detrás nuestro… ¡se encontraba el hombre de la barba
blanca que había visto en el piso de Walter el Increíble! Era él, no había duda:
el mismo espeso cabello blanco, la misma túnica y la misma mirada
llameante.
—Esas extrañas armas no les son necesarias, caballeros —anunció con
una voz profunda y cavernosa—. Como ya les he dicho, sólo intento
ayudarles…
—¿Quién es usted? —preguntó Spencer.
—¿Qué hace aquí? —pregunté yo, casi al unísono.
—Eso no tiene importancia ahora —contestó con una sonrisa, más
siniestra que tranquilizadora—. Los hombres del otro ingenio se están
impacientando…
Página 40
Miré hacia arriba y vi el otro aparato dando vueltas en torno al nuestro, a
una veintena de metros de altura.
—Si me permiten, caballeros… —pidió el extraño hombre, apartándonos
a los lados sin esfuerzo y pasando su mano por los controles del helicóptero.
Se encendieron luces, se movieron agujas, bascularon diales y, con un
suave y silencioso silbido, la nave empezó a elevarse.
—¡Bien! —exclamó el tipo de la barba blanca, satisfecho—. El resto debe
ser fácil.
Y lo era. El sistema de ascensión era parecido al de un hovercraft, pero
mil veces más potente y sofisticado. No sabía que ningún vehículo con un
sistema semejante pudiera formar un colchón similar. Pero, una vez en el aire,
todo era igual que un helicóptero convencional. Si exceptuamos la ausencia
de hélices, claro.
—Ahora, sólo hace falta saber dónde vamos —apunté lúgubre. En el aire,
si eso era posible, me sentía aún más vulnerable.
—Le sugiero que siga el otro ingenio —dijo nuestro misterioso
acompañante.
—Pero…
—A menos, que prefiera ser destruido.
No lo prefería, pero me pregunté si esa amenaza de destrucción se refería
a los «cruzados», o a él mismo. Cuando pasó su mano por los controles, le
estaba observando atentamente y puedo jurar que no los tocó siquiera. Si no
estuviésemos en el siglo XX, pensaría que era cosa de magia.
Me puse a la cola de la otra nave, que aceleró bruscamente hasta alcanzar
una velocidad espeluznante.
Allí íbamos. A un lugar desconocido, a enfrentarnos con un rey
desconocido y transportando una amenaza desconocida.
No estaba seguro de cuál de las tres cosas era peor.
Empezaba a disfrutar de lo lindo.
Página 41
CAPÍTULO VI
Página 42
dejándome con un interrogante: la forma en que solía viajar, si no era a bordo
de un «ingenio volador».
La nave describió un arco sobre la isla y se dirigió hacia una pista de
aterrizaje, adosada al patio del castillo, similar a las usadas en los helipuertos.
El descenso fue tan suave, que podríamos habernos posado sobre un manto de
huevos. No se hubiera roto ninguno.
Nos habíamos metido en la boca del lobo. Sólo teníamos que hacerle un
nudo en las tripas y volver a salir. Nada, una minucia. Y quizá lo hubiésemos
conseguido, de tener unos cuantos siglos para preparar un plan, discutirlo,
pulir los detalles, investigar sobre el terreno, llamar a la Séptima Flota y
montar un par de bombas atómicas portátiles.
No tuvimos tiempo ni de abrir la boca. Y hubiera sido el gesto más
apropiado. Antes que nos diésemos cuenta de lo que ocurría, una docena de
aquellos «cruzados» rodeaba el aparato, apuntándonos con toda clase de
armas automáticas. Incluso con modelos que no supe reconocer. Algo muy
difícil.
La orden que gritó uno de ellos, fue tan odiosa como previsible:
—¡Salid o abrimos fuego!
Spencer se volvió hacia mí con ojos de perro degollado:
—Creo, si me permite tomar la palabra, que es el momento adecuado para
que nos deslumbre con una de sus insignes ideas, señor.
Mis ideas, insignes o no, habían salido a dar una vuelta. Hasta que no
volviesen…
—Salgan, será lo mejor —apuntó el barbudo.
—¿Nosotros? —pregunté, estupefacto—. No he oído que le eximan de
cumplir la orden.
—Yo saldré… después —dijo sombríamente, zanjando el tema.
Como tengo cierta experiencia en estos temas, lancé las armas al exterior,
antes de asomar la patita por la puerta. Los «cruzados» no se tomaron la
molestia de cachearnos por si habíamos guardado alguna sorpresa bajo las
armaduras. En caso de que pretendiésemos sacarnos un miserable cuchillo de
los calzoncillos, tendrían tiempo de ir a tomarse una copa, aprovechar las
rebajas de Mark & Spencer y volver. Todavía estaríamos luchando por meter
la mano bajo las placas.
El hombre que parecía mandar el pelotón, se rió burlonamente de
nosotros:
—¿Creíais que no os descubriríamos…? ¡Lo supimos desde el momento
en que subisteis a la nave!
Página 43
Amén, a tamaña demostración de perspicacia. Aunque fuese más que
dudosa. No pude contenerme:
—Y no nos habéis derribado porque, además de guapos y listos, sois
bondadosos, ¿verdad…?
Dudó unos segundos entre asarme a fuego lento o coserme la boca con
alambre espinoso.
—¡Tenéis suerte de haber despertado la curiosidad del rey! —se limitó a
escupir—. ¡Lleváoslos!
Todavía no habíamos dado un solo paso, cuando varios «caballeros» se
acercaron al transporte en el que habíamos venido y atisbaron dentro.
Hicieron una señal de «okay» y procedieron a sacar los cadáveres del interior.
Spencer y yo nos miramos, sobrepasada ya nuestra capacidad de sorpresa. El
barbudo estaba dentro, ¡tenía que estarlo! ¿Dónde se había metido?
Un golpe en los riñones nos hizo ponernos en movimiento. La respuesta
quedaría para más adelante. Entramos en el castillo, convenientemente
«escoltados» y atravesamos varias salas de un lujo desbordante, hasta llegar a
lo que debía ser el «salón del trono».
Entre tapices, vitrales, columnas y más oro del que debía almacenarse en
Fort Knox, se encontraba una mesa, enorme, redonda, rodeada de una
veintena de sillones, entre los que destacaba uno, mayor que los demás,
posiblemente de oro macizo, recubierto de toda clase de pedrería. Desde
brillantes a esmeraldas. Si lo mirabas fijamente un minuto, podías pasarte el
día con lucecitas en los ojos.
Sentado en el sillón, en el trono, se hallaba un hombre clavándonos sus
ojos de halcón. Debía andar rozando la cuarentena. Cabello rubio, largo,
barba y bigotes recortados, con una corona ciñendo sus sienes y un enorme
manto púrpura cubriéndole los hombros. Aquel mamarracho había hecho todo
lo posible por parecer un verdadero rey medieval.
—¡Arrodillaos! —gritó uno de los hombres que nos custodiaban.
—¿Basta con una rodilla en tierra, o hace falta hincar las dos? —pregunté,
irónicamente.
Aquellos tipos no tenían el más mínimo sentido del humor, porque no se
tomaron la molestia de contestar. Un golpe seco tras las rodillas nos hizo
perder el equilibrio y caímos de bruces. El «rey» podía estar contento. No nos
habíamos arrodillado, sino postrado ante él.
—¡Me ha causado muchas molestias, Indiana James! —Eructó, en un tono
pretendidamente amenazador.
Página 44
—¿No tiene quién le escriba los discursos, jefe? —repliqué, a punto de
soltar una carcajada. Sólo me faltaba aquello. Un tipo ridículo, soltando
manidas frases de películas serie Z.
Miró a uno de sus hombres y recibí una patada en las costillas. Las
fracturadas. Boqueé desesperadamente, en busca de un poco de aire,
tragándome el alarido que pugnaba por salir de mi garganta. No le iba a dar
ese placer.
—Diviértase mientras pueda. James. Usted y su degenerada ralea yanqui,
pronto tendrán motivos para preocuparse —exclamó con la sonrisa de un
caimán—. Pronto, muy pronto, Inglaterra volverá a imponer sus leyes en los
Estados Unidos de América, en el mundo entero… ¡un nuevo rey regirá sus
destinos y le devolverá la gloria perdida!
—Lo siento. No sé si se ha enterado, pero Lady Di se le adelantó. El
príncipe Carlos ya no es soltero.
Oí como los «caballeros» quitaban el seguro de sus armas y, por un
segundo, viendo la mirada asesina que me dirigió, pensé que iba a dar la
orden de fuego. Pero logró contenerse.
—Yo, Arthur Reborn, encontré Excalibur —gruñó, masticando las
palabras una a una—. Yo soy el legítimo descendiente de Arturo Pendragón,
soy su sucesor… ¡el trono me pertenece!
Cambié mi opinión sobre él. No era un fantoche. Era un loco. ¿Excalibur?
¿Arturo? ¿Por qué no hermano de leche de Caperucita Roja? ¡Puestos a
personificar personajes de leyenda…!
—Escépticos, ¿no? Muy bien, se lo demostraré.
Debió presionar algún botón oculto bajo la mesa o en el suelo, porque,
con un sordo rumor, toda la superficie que incluía a los presentes, empezó a
descender como un ascensor. Si quería impresionarnos, debía haber empezado
por aquí.
Descendimos por un pozo circular durante algo más de un minuto, hasta
desembocar en una inmensa caverna. El piso-ascensor se detuvo a la altura de
una plataforma, muchos metros por encima del suelo de la gruta. Desde la
plataforma, se podía descender por unas escaleras, pero no hizo falta. Aquel
loco se limitó a chasquear los dedos para que le siguiéramos hasta la
barandilla de la tribuna.
Reborn podía tener delirios históricos, pero no desdeñaba la tecnología.
La caverna tenía el aspecto de un inmenso laboratorio, lleno de computadoras,
generadores y consolas de controles, a todo lo largo de sus muros. En el
centro, en una especie de estrado, destacaba una espada de brillantez
Página 45
cegadora, como si estuviera iluminada por dentro con un fluorescente de
varios millones de voltios. Se hallaba suspendida en el aire gracias a dos
poderosísimos magnetos y sobre un conglomerado de maquinaria de la que no
podía imaginar su función. Un increíble amasijo de cables, procedentes de
todos los armatostes circundantes, convergía hacia ese conglomerado. Un
ejército de hombres en batas blancas se movía entre aquel maremágnum
científico.
—Nunca lo hubiera pensado —comenté, para no darle ventaja por su
apabullante demostración—. Conquistar el mundo a espadazos. Muy
ingenioso.
—Puede burlarse cuanto quiera, eso no cambiará el resultado final.
Excalibur no es una simple espada, nunca lo fue. Pero, hace mil años, no
estaban preparados para extraerle todos sus secretos —su voz fue subiendo de
tono, a medida que avanzaba el discurso—. Excalibur es una fuente de
energía inagotable, un depósito de conocimientos científicos inapreciables:
fusión del átomo, campos magnéticos, lásers… ¡todo está ahí, esperando que
alguien descifre sus misterios y los utilice en favor de Inglaterra!
—¡La Dama del Lago debía ser muy espabilada…!
—¿La Dama del Lago? —rió con ganas—. ¿No se da cuenta que es un
eufemismo? Como en todas las leyendas, hay que desgranar la parte
mitológica de la real. ¿Qué encubre La Dama del Lago…? ¿Un representante
de una raza alienígena? ¿Un ser de otra dimensión? ¿Una cultura
científicamente avanzada, condenada a la extinción por ocultos motivos? No
lo sé… de momento. Quizá la solución a ese enigma también se halle en la
espada.
Se volvió hacia nosotros, dedicándonos una sonrisa de conmiseración.
—No soy ningún loco, señor James. Si lo fuese, no trabajarían para mí los
mejores científicos mundiales, ni recibiría el respaldo de las mayores fortunas
de este país. Soy el catalizador de un deseo reprimido, del espíritu de
venganza por el ínfimo papel a que se ha visto relegada nuestra nación… ¡y
esa espada es la llave para que ocupemos el lugar que nos corresponde!
—No creo que hayan suficientes manicomios para todos… —señalé,
desmoralizado. No estaba mal bajarle los humos, pero si lo que había visto
hasta entonces, sólo era el principio de lo que podían hacer, había, llegado la
hora de coger las maletas y trasladarse a Plutón.
—Lamentablemente, nuestra tarea no siempre es bien comprendida por
quienes deberían darnos soporte financiero —estaba hablando de Walter… III
Página 46
—. Y cuando la traición amenaza… ¡hay que tomar medidas drásticas!
¡Cómo habrá que tomarlas con ustedes!
Spencer y yo cruzamos nuestras miradas. Nos tocaba el turno.
—Han entrado en mi propiedad como los antiguos cazadores furtivos —
prosiguió—. Ahora, intercambiarán los papeles. De cazadores, pasarán a ser
cazados —y, dirigiéndose a sus hombres—. ¡Que se preparen mis caballeros!
¡Hoy dispondrán de una presa más interesante que un simple corzo!
En su voz, vibró una alegría salvaje cuando nos despidió:
—¡Hasta siempre, señores! ¡Espero que su muerte sea lenta y dolorosa!
Página 47
CAPÍTULO VII
Página 48
De repente, al otro lado del claro, asomó la cabeza de un caballo. Una
cabeza recubierta de placas que servían de adorno y defensa, al mismo
tiempo. Fruncí el ceño cuando siguió avanzando y vi que el cuello también
estaba completamente cubierto con metal. Y se me cayeron las cejas,
fruncidas o no, cuando apareció el caballero en su lomo y vi… mejor dicho,
no vi las patas de la montura. ¡No las tenía!
No era un caballo de carne y hueso, sino una reproducción metálica,
flotando a un metro del suelo.
El jinete bajó la lanza y nos apuntó con ella. No tenía punta, sino agujero.
¿Qué diablos habían inventado ahora?… ¿Una lanza-bazooka?
Resonó un sordo zumbido y una llamarada azul pasó junto a mí,
alcanzando el árbol que tenía detrás, levantando astillas, profundizando y
quemando la madera, hasta partirlo en dos. Era una especie de arco voltaico
colosal, retorciéndose como una serpiente agónica que impregnó el ambiente
de un olor a ozono insoportable y me chamuscó la espalda.
Cuando iba a dar el grito de retirada, me di cuenta que Spencer ya no
estaba junto a mí. El ruido de la hojarasca lo situó varios metros lejos del
lugar donde me encontraba. Me zambullí en los matorrales como alma que
lleva el diablo. Un segundo después, el caballo mecánico sobrevoló mi
posición. Era él lo que antes había tomado por un pájaro.
El arco azulado trazó su sendero de destrucción y sentí el grito ahogado
del mayordomo. Cuando llegué junto a él, presentaba mal aspecto. No le
había alcanzado de lleno, pero tenía un feo surco en la pierna y sangraba
abundantemente. Apoyé la oreja en su pecho y pude comprobar que respiraba.
Volví al claro y estudié los árboles que tendían sus ramas en él. Cuando
encontré la que me pareció más apropiada, trepé por el tronco para llegar
hasta ella. No era lo bastante gruesa para resistir mi peso, ni lo bastante
delgada para romperse por él. Fui avanzando a horcajadas, lentamente,
haciendo que se doblase.
Cuando el suelo apenas se hallaba a un metro de mi cabeza —estaba boca
abajo— salté sin soltar la rama. Libre de mi peso, intentó recuperar su
posición, pero tiré de ella hacia abajo con todas mis fuerzas. Resistí,
abrazándome al árbol.
Sabía que el ruido atraería al caballero y sonreí. Si volaba a demasiada
altura, podría considerarme muerto. Pero si, aprovechando el claro, descendía
lo suficiente…
Descendió. Casi en picado. Estaba confiado. Me veía como una presa
aterrorizada, abrazándome al árbol para esconderme tras él, o para intentar
Página 49
subir y hallar refugio entre sus ramas. Hasta hubiera apostado mi alma —si la
tenía— a que bajo su yelmo estaba sonriendo.
Solté la rama que azotó el aire como un látigo, golpeando la parte inferior
del caballo volante. No debió causarle mucho daño a la máquina, pero la
sorpresa hizo que su jinete perdiera el control. Cruzó el claro haciendo eses,
hasta que se estrelló contra la barrera boscosa del lado opuesto con un crujido
terrorífico.
Me precipité hacia el caballero, antes que tuviera tiempo de recuperarse.
Pero no hacía falta. Su cuello formaba un ángulo demasiado agudo con su
hombro.
No sabía si el caballo estaría en condiciones de seguir volando, pero, al
menos, tenía una lanza. La empuñé y, bajo el protector de la mano, sentí
varios botones. Apreté uno. No sucedió nada, pero la lanza pareció vibrar
ligeramente, de forma casi imperceptible. Apreté el segundo y el arco voltaico
surgió de improviso, quemando cuanto se encontraba a su paso y lanzándome
al suelo. Tenía más retroceso del que había pensado.
Estaba a punto de empuñar el arma de nuevo, cuando apareció otro
caballero frente a mí. ¡Mierda! ¿Por qué no había pensado que los cazadores
siempre van en manada?
Me quedé congelado, viendo cómo su lanza apuntaba directamente a mi
pecho.
Nos separaba media docena escasa de metros. No podía fallar.
¡Y disparó!
Página 50
CAPÍTULO VIII
Cerré los ojos y levanté instintivamente una mano para protegerme, aun
cuando sabía que era inútil.
Oí el zumbido, sentí el calor…
¡… pero no sucedió nada más!
Cuando los volví a abrir, no pude ver al caballero. Una figura se
interponía entre él y yo. Una figura de barba blanca, ojos de fuego y amplia
túnica. Tenía la mano extendida… ¡y había parado el arco con la palma!
Agité la cabeza para despejarla. Aquello era imposible. No había ser
humano capaz de resistir un voltaje de aquel calibre. Claro que, ¿quién me
aseguraba que aquel tipo barbudo era humano? Le había visto aparecer y
desaparecer misteriosamente, y detener un robot con la sola fuerza de su
voluntad.
Algo chasqueó en el mecanismo de la lanza y explotó como un obús,
lanzando al caballero por los aires. Acto seguido, aquel ¿hombre? Se palmeó
las manos satisfecho.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, amablemente.
—Creo que esa pregunta debería hacerla yo, ¿no?
Por primera vez, le vi asombrarse.
—¿Por qué? ¡No era peor que un rayo! ¡Y estoy acostumbrado a
dominarlos!
Era imposible mantener una conversación lógica con él. Me señaló con el
dedo extendido y he de reconocer que empezaron a temblarme las rodillas.
—Necesito su ayuda.
—¡¿Que usted me necesita a mí?!
—En mis tiempos, era más fácil comunicarse con la gente —comentó,
agitando pesarosamente la cabeza—. Podían ser más ingenuos, pero menos
complicados.
—Está bien, empecemos de nuevo —acepté—. ¿Para qué me necesita?
—Sé dónde se encuentra la espada, pero no estoy muy seguro de poder
llegar hasta ella. Y es absolutamente necesario que lo consiga, antes que sea
Página 51
demasiado tarde. Están liberando toda su energía.
—¡Vaya novedad! —me salió en tono burlón—. ¡Yo también sé dónde la
tienen! Pero no podremos penetrar en el castillo y llegar hasta ella. Creí que
sí, pero el infierno sabrá de qué armas disponen. Lo mejor es largarse de aquí
y dejar este asunto a quien pueda tratar con él.
—Hay otra entrada a la gruta —susurró el barbudo, sonriente—. A través
del acantilado. Pero está bloqueada por fuerzas que desconozco. Creo que con
eso… —Y señaló la lanza.
—¡Oh, no! —protesté—. ¡Esta vez he llegado al límite! ¡Me esfumaré de
este antro de locos en cuanto tenga la menor oportunidad!
—Y su amigo, morirá.
¡Spencer! ¡Me había olvidado de él! Corrí en su busca, seguido por el
barbudo. Su respiración era mucho más agitada, espasmódica. Si no
conseguía ayuda, no duraría mucho tiempo.
—Si me ayuda, puedo devolverlo a su hogar… —insinuó el tipo.
—¿Que puede…? ¿¡Cómo!?
—¿Me ayudará?
—¡Sí, sí, síiiii! ¡Maldita sea, sí! ¡Pero, sálvelo!
—Excelente.
Extendió una mano hacia Spencer y cerró los ojos. No podía oír sus
palabras, pero le vi mover los labios. Parecía estar rezando una plegaria… o
conjurando una invocación.
Volví la mirada hacia Spencer, justo a tiempo. El mayordomo parecía
translúcido y se transparentaba más y más, a cada segundo. Parpadeé y ya
había desaparecido.
—Bien. Ahora, cumpla su promesa —ordenó, taladrándome con sus ojos
rojos.
—Un momento, un momento… —Había visto demasiadas cosas extrañas,
increíbles, imposibles, fantásticas, irracionales e inverosímiles. Pero,
aquello…—. ¿Qué… qué ha hecho con él?
—Lo que le prometí.
—¿Y cómo puedo saber que dice la verdad?
—¿Qué ganaría con mentirle? —preguntó a su vez. Para una vez que
empleaba un razonamiento lógico, era desarmante.
Caminé como un zombi hasta el claro y recogí la lanza eléctrica del suelo,
antes de dirigirme al caballo mecánico del segundo caballero. En vez de ser
un caballo, podía haberse tratado de un platillo volante. Tampoco hubiera
tenido la más mínima idea de cómo ponerlo en marcha.
Página 52
—¿Cómo anda de pases mágicos, amigo? —pregunté, burlón.
Pero el tipo se lo tomó en serio. Se acercó a la montura y movió su mano
por encima de los controles. Las luces del cuadro de mandos se encendieron.
—Muy bien, como puede ver —y me dedicó una amplia sonrisa.
Hice algunas pruebas con el aparato. En el fondo, era muy similar a una
moto, excepto en que también podía ascender y descender. Nada más… y
nada menos.
—Yo le indicaré dónde se hallan los mecanismos de las barreras que ha de
destruir con ese… artilugio. El resto es cosa mía —dijo, sin darme opción a
opinar—. ¿De acuerdo?
—¿Acaso tengo opción?
—Podría huir en su montura.
La idea empezó a gustarme. La acaricié todo un segundo.
—Sí, podría…
—Pero ha hecho una promesa. Si la incumpliera, yo le destruiría —y supe
que hablaba en serio.
Me moví hacia delante para dejarle sitio en la grupa.
—Vamos, suba. Espero que este trasto resista el peso de los dos.
—No se preocupe por mí —contestó, haciendo un gesto vago con el brazo
—. Puedo viajar por mis propios medios.
Y, abriendo los brazos, empezó a elevarse lentamente del suelo, hasta que
sus pies quedaron a la altura de mi cabeza. No, no me asombré, ni abrí la
boca, ni quedé atónito. Tan sólo resoplé de cansancio. Uno se harta, hasta de
lo maravilloso.
—¿A qué espera? —preguntó, con expresión de inocencia.
—Ya voy, amigo, ya voy. A propósito, ¿cómo se llama?
—¡Oh! Tantos siglos de soledad, me han hecho perder mis modales…
Llámame, Merlín.
Y siguió ascendiendo hasta sobrepasar los árboles.
Debíamos ofrecer un espectáculo bien extraño. Un hombre de edad
indefinida, de largos cabellos y barba blanca, avanzando contra el viento y
con su túnica ondeando flameante. A su lado, un aventurero muy muy
agotado, montando un caballo de acero, siguiendo unas montañas rusas
invisibles en su intento de dominar la cabalgadura.
Una vez en los acantilados, descendimos hasta la mitad de su altura para
volar nuevamente en horizontal, siguiendo su contorno. Media hora después,
nos hallábamos frente a una cueva excavada artificialmente en la roca. ¿Un
túnel de mantenimiento? ¿La entrada y salida de material electrónico?…
Página 53
—La velocidad será esencial —advirtió… Merlín. Tenía que
acostumbrarme a llamarle por ese nombre—. Es indudable que tus actos
despertarán su alarma. Hemos de llegar hasta Excalibur, antes de que puedan
organizar su defensa. Todavía deben estar buscándonos por toda la isla.
Asentí, sin más. ¿Alguien discutiría con el mago más famoso de todos los
tiempos?
Apreté el acelerador a fondo y me introduje como una bala en la gruta con
la lanza preparada. Sin esfuerzo aparente, Merlín siguió a mi altura. Sólo el
efecto del viento en su pelo y en su túnica, mostraba que avanzaba a una
velocidad endiablada.
—¡Atención! —advirtió—. ¡Allí!
Y, de su mano, surgió un resplandor azulado que iluminó un dispositivo
electrónico adosado a la pared. Presioné los botones de la lanza en rápida
sucesión y el arco surgió casi instantáneamente. Fallé, pero el trozo de roca en
el que se sostenía el aparato, se vino abajo con estrépito.
¿Habría bastado con eso? Dirigí una mirada interrogante al mago, que se
limitó a sonreír.
—El magnetismo nunca ha sido mi fuerte.
El juego se repitió dos veces, antes de que vislumbrásemos, a lo lejos, la
caverna principal. La primera, acerté de pleno y no pude contener un aullido
de alegría. La segunda, apreté demasiado pronto el primer botón, el de
«carga» y por poco quedamos sepultados cuando se vino abajo medio techo.
Debían estar al tanto de nuestra llegada, eso era indudable. Pero ¿cuántos
caballeros habrían vuelto a tiempo de la caza al hombre? Rogué porque no
fueran muchos: una docena, o así.
Eran menos. Concretamente, tres. No sé lo que esperaban que surgiera del
túnel, pero, desde luego, no lo que surgió. Tardaron unos segundos en
reaccionar, los suficientes para que los barriésemos. Mi lanza envolvió a uno
en fuego azul hasta achicharrarle. No sé qué hizo exactamente Merlín, pero su
víctima estalló como si le hubieran colocado una bomba en el estómago. El
tercero recibió la embestida de mi montura y acabó estrellándose contra la
pared opuesta.
No se veía ni rastro de los científicos. Al sonar la alarma, el reparto de
pisotones, codazos, mordiscos y bofetadas por salir el primero, hubiera sido
digno de verse.
Señalé ceremoniosamente la espada, que seguía dominando la estancia
por encima de todo lo demás.
—¡Toda tuya, Merlín!
Página 54
Ante mi desesperación, el mago se tomó su tiempo. Caminó alrededor de
los aparatos que la sostenían en el aire, como aquel que no tiene otro remedio
que cazar una cobra con sus manos desnudas. A menudo, movía la cabeza en
sentido negativo, como si no le gustase lo que veía, fuera lo que fuese.
Por fin, se decidió.
Se acercó a la espada y ésta, en respuesta, acentuó su brillo, haciéndolo, al
mismo tiempo, intermitente. Ascendía hasta hacerse insoportable, para
descender hasta apagarse casi por completo.
—Han liberado demasiado poder… ¡demasiado! —musitaba Merlín,
como en un ruego—. Pero, quizá todavía…
Un sonido familiar llegó hasta mis oídos: el ascensor de la Sala del Trono.
Alguien acudía. Y no podían ser amigos.
—¡Date prisa! —urgí, apuntando mi lanza hacia el techo de la bóveda—.
¡Estarán aquí de un momento a otro!
—Hago lo que debo —replicó el mago—. No puedo acelerar el proceso.
Pero dio un paso al frente. Sus manos se acercaron a la empuñadura y se
cerraron sobre ella. Un rayo pareció surgir de Excalibur, iluminando la sala
con más potencia que cien mil focos. Si hubiera estado mirándola, me habría
quedado ciego.
El suelo del ascensor apareció por el agujero del techo.
Miré al mago para darle prisa de nuevo, pero no pude verle. La espada y
él formaban un todo unido, envueltos en una nube de fuego enceguecedor. Un
pavoroso zumbido empezó a extenderse por toda la sala.
Las balas llovieron a mi alrededor y no pude seguir mirando. Disparé mi
lanza hacia el ascensor casi sin apuntar. No hacía falta. Estaba atestado de
hombres con armadura. Reborn estaba entre ellos y señaló la blanca y
luminosa figura de Merlín.
—¡A él! ¡Disparadle a él! —aulló, histérico.
Varios arcos voltaicos y un aluvión de plomo cayeron sobre el mago, pero
no parecieron afectarle. En cambio, las máquinas que rodeaban la espada se
volvieron locas. Las chispas regaron todo el suelo de la cueva, antes que
empezasen las explosiones.
El zumbido se convirtió en un rugido ensordecedor y el fulgor de la
espada se intensificó al máximo.
Apenas oí el grito de Merlín:
—¡No puedo controlarla!… ¡Vete, muchacho!… ¡Márchate!
Corrí como un desesperado hacia el caballo mecánico y monté sobre él.
¿Para qué? ¡No sabía cómo ponerlo en marcha! Algunos de los hombres de
Página 55
Reborn, a pesar de sus órdenes, dirigieron sus armas contra mí. Era cuestión
de tiempo que me achicharrasen.
Golpeé los mandos como un loco, uno tras otro, de dos en dos, todos a la
vez…
La repentina ascensión de la máquina, casi me tira al suelo, pero me
agarré a su cuello, desesperado y conseguí mantener el equilibrio. Ahora, todo
sería más fácil.
Un aullido infrahumano escapó de la figura del mago, al tiempo que la
esfera ígnea se hacía mayor.
No me lo pensé dos veces. Enfilé el caballo hacia la cueva por la que
habíamos llegado y conecté la velocidad máxima. Una bala por el cañón de
un fusil no iría más deprisa que yo.
Las paredes pasaban junto a mí a una velocidad de vértigo. Apenas
llevaría doscientos metros, cuando todo el túnel empezó a vibrar y el bramido
de una explosión se oyó a mis espaldas. Las piedras caían a mi alrededor y las
grietas se hacían cada vez más anchas. Empecé a notar el calor de las llamas
producidas por la onda expansiva. Me iban ganando terreno. El túnel quedó
iluminado de rojo, como si fuera la entrada al mismísimo infierno y un viento
huracanado amenazó con estrellarme contra los muros.
Apenas podía respirar y cada bocanada de aire era un suplicio para mis
pulmones. La piel me abrasaba y en mis antebrazos empezaron a surgir
ampollas. Aullé histérico, sabiendo que aquél era el fin.
Y surgí al exterior como un misil.
Me derrumbé al límite de mis fuerzas sobre el cuello de mi montura y ésta
empezó a descender lentamente. No tenía ni fuerzas para enderezar el rumbo,
aunque supiera qué dirección tomar.
Detrás de mí, toda la parte superior de la isla estalló como un volcán de
fuerza inconcebible, vomitando materia incandescente al cielo de medio
mundo.
Esta vez, no pude escapar de la onda expansiva. Me azotó como un pelele,
obligándome a soltarme de mi asidero. Por suerte, apenas me encontraba a un
par de metros de la superficie del mar. El contacto con las heladas aguas me
reavivó un poco y pude controlar mis movimientos.
Agitando los brazos para mantenerme a flote, me volví hacia la isla.
Ahora, sólo era un pedazo hirviente de roca que pronto se enfriaría. Aquel
peñón era la tumba de Arthur Reborn y su insano sueño de conquista.
Posiblemente, también la de Merlín, pero ¿hasta dónde llegaba el poder del
mago?
Página 56
Miré al cielo. Empezaba a encapotarse.
Miré a mi alrededor. Agua, agua y más agua.
Así que empecé a nadar. ¿Hacia dónde?
¡Qué importaba!
FIN
Página 57
INDIANA JAMES, seudónimo que aglutinaba a los escritores Juan José
Sarto, Francisco Pérez Navarro, Jaime Ribera y Andreu Martín. Estos cuatro
escritores, venían del mundo de la historieta, se reunían, hacían una especie
de lluvia de ideas, y luego uno redactaba la novela y otro la corregía, y así se
iban turnando hasta llegar al número 34 o quizás el 35 de la serie.
Fernando «Fefe» Guijarro, tomó el relevo y escribió algunos números más de
Indiana James, aunque él lo hizo solo, debido a que estaba en Granada y los
otros escritores estaban todos en Barcelona.
Página 58
Notas
Página 59
[1] Véase número anterior de esta colección. <<
Página 60
[2] Véase número 3 de esta colección. <<
Página 61
ÍNDICE
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Página 62