Escritores Vida
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Publicado en La herencia de Lenin y otros artículos, París, 1929, pp. 135-143. Título
original. [THM]
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ria. No persistirían en su interesante conato las grandes casas editoria-
les si no llegara a ellas, en masa, el lector capacitado para distinguir,
rechazar y admirar. ¿Qué comerciante se expondría al fracaso de su es-
fuerzo por educar a su público, por imponerle un peligroso sursum? Cier-
to, América lee, compra libros que vienen de la metrópoli, pero no basta
su curiosidad en progreso para explicar la fundación y el desarrollo de
poderosos centros de edición.
Además, en los grandes órganos de la prensa domina un estado
mayor de escritores. Allí están los más originales, los más cultos, los
mejores. La hoja cotidiana se convierte en revista para todas las gentes.
No sólo sorprende el periódico por su abundante información, por su
perfección gráfica, porque se ha adecuado a la agitada vida de nuestro
tiempo, sino porque en él se discuten diariamente los más altos temas y
el espíritu se avigora al leerlos. Imaginaos lo que sería la prensa de París
si en ella colaborasen regularmente Bergson y Claudel, Anatole France y
André Gide. Si nadie se interesa en la cultura, ¿por qué convocan los
directores de los periódicos peninsulares a tan selectos espíritus, por
qué entregan sus columnas a sabias discusiones sobre la excelencia de
la enseñanza clásica o el porvenir del sindicalismo o las relaciones entre
la enseñanza de Tolstoi y el comunismo rojo de los eslavos?
Misteriosa simpatía que sólo se justifica si los lectores siguen tales
encuestas, si se complacen en disquisiciones trascendentales, si un in-
tenso amor de ciencia los aprieta, si piden luz, más luz en España, que a
sí misma se condena como país de regresión y de tinieblas. Creo que se
lee más allá de los Pirineos y que la «inteligencia», que tantas analogías
presenta con la de los rusos «poder inclinado a la crítica, fuerza explosi-
va y destructora», va formando un vasto público, suscitando inquietu-
des en un pueblo resignado, creando un estado difuso de incertidumbre,
favorable a las revelaciones y a las transmutaciones. El progreso, según
Stuart Mill, es obra de espíritus descontentos. Los jóvenes españoles,
generación que estudia y medita y afirma que nada está bien en la Penín-
sula, transforman a la misma gente que se ufana de conservar y resistir,
llevando hasta ella interrogaciones, dudas y lecturas.
No sé cómo reaccionan las clases sociales ante esta propaganda del
diario y del libro. Se dice que la aristocracia indiferente, entregada a
aventuras y deportes, sonríe cuando los intelectuales se lamentan y pri-
va a éstos de acción inmediata en los salones. Sin embargo, una marque-
sa invita a Stravinsky, que dirige conciertos en Madrid, y en grandes
mansiones solariegas se inauguran exposiciones de pintura. Por el arte,
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por el esnobismo, llegarán los «grandes» al libro nuevo, a la idea audaz.
Quién sabe si Ramón y Cajal hallará pronto duquesas con las cuales
discutirá las reglas de la investigación biológica, como Voltaire estudia-
ba con madame de Châtelet los principios de la filosofía de Newton...
El clero se opone naturalmente al análisis pertinaz de la vida hispá-
nica. Interesado en el mantenimiento del antiguo orden social, prefiere la
evolución lenta o estancamiento de la revolución. Con todo, las revistas
que publican determinadas congregaciones docentes se distinguen por
su elevado espíritu e informan, aunque sea en actitud de crítica, de las
más importantes manifestaciones del pensamiento contemporáneo. Aca-
so temen que el intelectual se convierta en agente de disolución, que sepa
destruir, pero que ignore el arte operoso de las construcciones durables.
No se ha formado todavía en España, como en Francia, una podero-
sa clase media. Los plutócratas se inquietan porque, tras las reformas,
adivinan el ataque a la propiedad. No leen seguramente. Se ciñen, en la
industria, en la banca, en el comercio, a estrechas obligaciones. Los seño-
res de la tierra saben que sufrirán desmedro sus privilegios si se discuten
los fundamentos del régimen social. Los políticos, constituidos en grupo
con sus clientes, poco estudian, si aceptamos autorizados juicios sobre
su acción. Algunos de ellos, un Sánchez de Toca, un Ossorio y Gallardo,
agitan ideas, discuten con prestigiosos ideólogos. Ha declarado el señor
Ossorio y Gallardo, en una revista liberal de Francia, La Nueva Europa,
que los conservadores de España deben preparar el camino a los hom-
bres de la izquierda, a los reformadores, y que a ello se reduce su presente
función histórica. He aquí a un hombre público que simpatiza con las
derechas y acepta, sin embargo, transformaciones ineludibles.
Los obreros se instruyen seguramente. Colecciones, tal la que publi-
cara el editor Sempere, pusieron a su alcance la más ilusiva literatura
anarquista, como si el caos pudiera ser norte de su ambición futura. En
los diarios encuentran ya elementos para formar precisa opinión sobre
los sucesos del mundo, para afirmar y ordenar sus reivindicaciones.
A todas estas clases, constituidas o en formación, llevan los intelec-
tuales su doctrina. Combaten la oriental aceptación de lo que adviene, sea
mengua o resurrección, exigen cooperación eficaz. Donde mantienen tan
segura preeminencia instituciones envejecidas, augustas creaciones del
pasado, ellos critican y condenan. Job ha resucitado en la Península, escri-
be un cronista. ¿Qué más da?, dice el hombre de las calles y de las plazas.
La «inteligencia» española rechaza tal actitud. A todos los géneros lle-
va su generoso ímpetu. Ninguno de éstos prospera tanto como el ensayo.
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Si el renacimiento de la actividad intelectual española es, en todos los
dominios, evidente, me parece que en el artículo, en el comentario, en la
crítica, en la crónica, el progreso se manifiesta de manera decisiva. Pulu-
lan ideas sutiles o fuertes en los editoriales de los grandes diarios. El
periodista se transforma sin esfuerzo en ensayista. Mientras tanto, a des-
pecho de nobles tentativas, el teatro se extravía en el fácil vodevil o vive
de importaciones extranjeras, y se dice de la novela que sólo le interesan
los problemas que surgen en torno a una aguda sexualidad.
Los intelectuales luchan, no sólo con la indiferencia de otras clases,
sino también con el desarrollo del espíritu crítico. ¡Qué severidad para
juzgar el esfuerzo ajeno y la obra propia! Los jóvenes, en su afán icono-
clasta, se apresuran a destruir y a negar. Se eclipsa la gloria de las gran-
des figuras de un pasado no remoto. Sobre Menéndez Pelayo, formidable
crítico, he escuchado injustas opiniones. Empero, nadie escribe hoy mis-
mo mejores estudios que los consagrados por el maestro a Víctor Hugo o
a Heine, ni explica, mejor que él, los grandes sistemas filosóficos. Pero
¿cómo afirmarse sin establecer antítesis y diferencias? Vendrá pronto la
síntesis acuciada y a ella habrán contribuido, en inesperado concierto,
dos o tres generaciones.
Disolviendo o construyendo, los escritores buscarán la amistad de
nuestra América. El iberoamericanismo no es ya voz a que no correspon-
de [la] actual realidad, flatus vocis, sino expresión de sincero acercamien-
to. Se disertará siempre, entre aplausos, en simpáticas asambleas; pero,
mejor que en tales escarceos, espíritus fraternales acogerán la obra de los
americanos como si hubiera aparecido en una región de la Península,
sin obedecer a viejos prejuicios, con decisión de reconocer preeminencia
dondequiera que ésta se encuentre, como sucedió con Rubén Darío y hoy
parece que va a producirse con Amado Nervo.
Esta minoría activa y sabia de intelectuales vigila los ensayos políti-
cos del Directorio Militar. Frente a la fuerza áspera el espíritu que protes-
ta o que sugiere a pesar de la censura, que no se inclina y pronuncia el
orgulloso non serviam. El destierro de Unamuno, la clausura del Ateneo,
la desaparición de una revista de brillante historia, España, han sido
aspectos de la lucha entre dos poderes resueltos y tenaces. Importante
duelo en el cual la «inteligencia» ha ganado ya algunas batallas.
Naturalmente, algunos desesperan en el combate o buscan un refu-
gio para meditar y volver más tarde avigorados a la acción intensa. Otros,
como Luis Araquistain, se mantienen en estado de rebeldía, aportan cla-
ras soluciones, se preparan para dirigir al país remozado.
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¿Qué falta a la obra de todos, al viril y simpático empeño? Simbiosis,
sinergia, todas las manifestaciones de una actividad que, en vez de dis-
persarse, se concentra; la contribución, sin reservas, de individualidades
distintas a trabajos comunes; pero no, como hasta ahora, la acedía en el
juicio, la división, la exasperación de la duda y del examen, el total de-
sencanto. España, sana y austera, con prodigiosas reservas, si es sabia-
mente guiada podrá convertirse en bulevar de todas las culturas y pode-
roso centro de energía espiritual. Pero antes es necesario que «ponga su
silla la unidad sobre todo», como enseñaba el místico.
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