NOVENA Navidad - Cruzada
NOVENA Navidad - Cruzada
NOVENA Navidad - Cruzada
NOVENA DE NAVIDAD
Benignísimo Dios de infinita caridad, que tanto amasteis a los hombres, que les disteis en vues-
tro Hijo la mejor prenda de vuestro amor, para que hecho hombre en las entrañas de la Biena-
venturada Virgen María, naciese en un pesebre para nuestra salud y remedio. Yo, en nombre
de todos los mortales, os doy infinitas gracias por tan soberano beneficio. En retorno de él os
ofrezco la pobreza, humildad y demás virtudes de vuestro Hijo humanado, suplicándoos por
sus divinos méritos, por las incomodidades con que nació y por las tiernas lágrimas que de-
rramó en el pesebre, que dispongáis nuestros corazones con humildad profunda, con amor en-
cendido, con total desprecio de todo lo terreno, para que Jesús recién nacido tenga en ellos su
cuna y more eternamente. Amén. (Rezar tres veces el Gloria)
DÍA PRIMERO - 16 DE DICIEMBRE
La vida del Verbo eterno en el seno de su Padre era una vida maravillosa; y sin embargo, ¡Mis-
terio sublime!, busca otra morada. Una mansión creada. No era porque en su mansión eterna
faltase algo a su infinita felicidad, sino porque su Misericordia infinita anhelaba la redención y la
salvación del género humano, que sin Él no podría verificarse.
El pecado de Adán había ofendido a un Dios, y esa ofensa infinita no podía ser perdonada sino
por los méritos del mismo Dios. La raza de Adán había desobedecido y merecido un castigo
eterno; era, pues, necesario para salvarla y satisfacer su culpa, que Dios, sin dejar el Cielo, to-
mase la forma del hombre y con la obediencia a los designios de su Padre, expiase aquella
desobediencia, ingratitud y rebeldía.
Era necesario en las miras de su amor que tomase la forma, las debilidades e ignorancia siste-
mática del hombre, que creciese para darle crecimiento espiritual; que sufriese, para morir a sus
pasiones y a su orgullo. Por eso el Verbo eterno, ardiendo en deseos de salvar al hombre, resol-
vió hacerse hombre también, y así redimir al culpable.
Soberana María, que por vuestras grandes virtudes y especialmente por vuestra humildad, me-
recisteis que todo un Dios os escogiese por Madre suya, os suplico que Vos misma preparéis y
dispongáis mi alma, y las de todos los que en este tiempo hicieren esta novena, para el naci-
miento espiritual de vuestro adorado Hijo.
¡Oh dulcísima Madre!, comunicadme algo del profundo recogimiento y de la divina ternura con
la que le aguardasteis Vos, para que nos hagáis menos indignos de verle, amarle y adorarle por
toda la eternidad. Amén. (Rezar nueve veces el Ave María)
ORACIÓN A SAN JOSÉ (Para todos los días)
¡Oh santísimo José, esposo de María y padre adoptivo de Jesús! Infinitas gracias doy a Dios por-
que os escogió para tan altos ministerios, y os adornó con todos los dones proporcionados a tan
excelente grandeza. Os ruego por el amor que tuvisteis al Divino Niño, me abraséis en fervorosos
deseos de verle y recibirle sacramentalmente, mientras en su divina Esencia le vea y goce en el
Cielo. Amén. (Rezar un Padre nuestro, Ave María y Gloria)
Acordaos, ¡Oh dulcísimo Niño Jesús!, que dijisteis a la venerable Margarita del Santísimo Sacra-
mento, y en persona suya a todos vuestros devotos, estas palabras tan consoladoras para
nuestra pobre humanidad agobiada y doliente: “Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méri-
tos de mi infancia y nada te será negado” (Pídase la gracia que se desea obtener).
Llenos de confianza en Vos, ¡Oh Jesús, que sois la misma Verdad!, venimos a exponeros toda
nuestra miseria. Ayudadnos a llevar una vida santa, para conseguir una eternidad bienaventu-
rada. Concedednos, por los méritos infinitos de vuestra Encarnación y de vuestra infancia, la
gracia de la cual necesitamos tanto (Repetir la gracia que se desea obtener).
Nos entregamos a Vos, ¡Oh Niño omnipotente!, seguros de que no quedará frustrada nuestra
esperanza, y de que en virtud de vuestra divina Promesa, acogeréis y despacharéis favorable-
mente nuestra súplica. Amén. (Rezar tres veces el Gloria).
Aquel momento fue muy solemne. Era potestativo en María rehusar... ¡Con qué adorables deli-
cias, con qué inefable complacencia aguardaría la Santísima Trinidad a que María abriese los
labios y pronunciase el “sí” que debió ser suave melodía para sus oídos, y con el cual se confor-
maba su profunda humildad a la omnipotente voluntad divina! La Virgen Inmaculada ha dado
su asentimiento. El arcángel ha desaparecido. Dios se ha revestido de una naturaleza creada; la
voluntad eterna está cumplida y la creación completa. En las regiones del mundo angélico estalla
el júbilo inmenso, pero la Virgen María ni le oía ni le hubiese prestado atención a él. Tenía incli-
nada la cabeza y su alma estaba sumida en el silencio que se asemejaba al de Dios. El Verbo se
había hecho carne, y aunque todavía invisible para el mundo, habitaba ya entre los hombres que
su inmenso amor había venido a rescatar. No era ya sólo el Verbo eterno; era el Niño Jesús
revestido de la apariencia humana, y justificando ya el elogio que de Él han hecho todas las
generaciones en llamarle “el más hermoso de los hijos de los hombres”.
Admirando en el primer
lugar el alma de ese divino
Niño, consideremos en
ella la plenitud de su gra-
cia santificadora; la de su
ciencia beatífica, por la
cual desde el primer momento de su vida vio la divina Esencia más claramente que todos los
ángeles y leyó lo pasado lo porvenir con todos sus arcanos conocimientos. No supo nunca por
adquisición voluntaria nada que no supiese por infusión desde el primer momento de su ser;
pero Él adoptó todas las enfermedades de nuestra naturaleza a que dignamente podía some-
terse, aun cuando no fuesen necesarias para la grande obra que debía cumplir. Pidámosle que
sus divinas facultades suplan la debilidad de las nuestras y les den nueva energía; que su memo-
ria nos enseñe a recordar sus beneficios, su entendimiento a pensar en Él, su voluntad a no hacer
sino lo que Él quiere y en servicio suyo.
Del alma del Niño Jesús pasemos ahora a su cuerpo, que era un mundo de maravillas, una obra
maestra de la mano de Dios. No era, como el nuestro, una traba para el alma: era por el contra-
rio, un nuevo elemento de santidad. Quiso que fuese pequeño y débil como el de todos los niños,
y sujeto a todas las incomodidades de la infancia, para asemejarse más a nosotros y participar
de nuestras humillaciones. El Espíritu Santo formó ese cuerpecillo divino con tal delicadeza y tal
capacidad de sentir, que pudiese sufrir hasta el exceso para cumplir la grande obra de nuestra
Redención. La belleza de ese cuerpo del divino Niño fue superior a cuanto se ha imaginado ja-
más; la divina Sangre que por sus venas empezó a circular desde el momento de la Encarnación
es la que lava todas las manchas del mundo culpable. Pidámosle que lave las nuestras en el
sacramento de la Penitencia, para que el día de su Navidad nos encuentre purificados, perdona-
dos y dispuestos a recibirle con amor y provecho espiritual.
¿Deseamos hacer una verdadera oración? Empecemos por formarnos de ella una exacta idea
contemplando al Niño en el seno de su Madre. El Divino Niño ora y ora del modo más excelente.
No habla, no medita ni se deshace en tiernos afectos. Su mismo estado, aceptado con la inten-
ción de honrar a Dios, es su oración; y ese estado expresa altamente todo lo que Dios merece y
de qué modo quiere ser adorado de nosotros. Unámonos a las oraciones del Niño Dios en el
seno de María; unámonos al profundo abatimiento y sea este el primer efecto de nuestro sacri-
ficio a Dios. Démonos a Dios, no para ser algo como lo pretende continuamente nuestra vanidad,
sino para ser nada, para quedar enteramente consumidos y anonadados, para renunciar a la
estimación de nosotros mismos, a todo cuidado de nuestra grandeza aunque sea espiritual, a
todo movimiento de vanagloria. Desaparezcamos a nuestros propios ojos y que sólo Dios sea
todo para nosotros.
¡Cuán ardientemente deseaba ese día! Tal era la vida de expectativa de María... era inaudita en
sí misma, más no por eso dejaba de ser el tipo magnífico de toda vida cristiana. No nos conten-
temos con admirar a Jesús residiendo en María, sino pensemos que en nosotros también reside
por esencia, potencia y presencia. Sí, Jesús nace continuamente en nosotros y de nosotros, por
las buenas obras que nos hace capaces de cumplir, y por nuestra cooperación a la gracia; por la
manera que el alma del que se halla en gracia es un seno perpetuo de María, un Belén interior
sin fin. Después de la comunión Jesús habita en nosotros, durante algunos instantes, real y sus-
tancialmente como Dios y como hombre, porque el mismo niño que estaba en María está tam-
bién en el Santísimo Sacramento. ¿Qué es todo esto sino una participación de la vida de María
durante esos maravillosos meses, y una expectativa llena de delicias como la suya?
CONSIDERACIÓN: EL VIAJE QUE HICIERON LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA Y SAN JOSÉ DE NA-
ZARET A BELÉN, COMO MUESTRA DE VASALLAJE ANTE LA DIVINA VOLUNTAD
No ignoraba Jesús en qué lugar debería nacer, e inspiraba a sus padres que se entreguen a la
Providencia, y que de esta manera concurran inconscientemente a la ejecución de sus designios.
Almas interiores, observad este manejo del divino Niño, porque es el más importante de la vida
espiritual: aprended que quien se haya entregado a Dios ya no ha de pertenecerse a sí mismo,
ni ha de querer en cada instante sino lo que Dios quiera para él; siguiéndole ciegamente aún en
las cosas exteriores, tales como el cambio de lugar donde quiera que le plazca conducirle. Oca-
sión tendréis de observar esta dependencia y esta fidelidad inviolable en toda la vida de Jesu-
cristo, y este es el punto sobre el cual se han esmerado en imitarle los santos y las almas verda-
deramente interiores, renunciando absolutamente a su propia voluntad.
Si José experimentaba tristeza cuando era rechazado de casa en casa, porque pensaba en María
y en el Niño, sonreíase también con santa tranquilidad cuando fijaba la mirada en su casta es-
posa. El ruido de cada puerta que se cerraba ante ellos era una dulce melodía para sus oídos.
Eso era lo que había venido a buscar. El deseo de esas humillaciones era lo que había contribuido
a hacerle tomar la forma humana.
¡Oh Divino Niño de Belén! Estos días que tantos han pasado en fiestas y diversiones o descan-
sando muellemente en cómodas y ricas mansiones, ha sido para vuestros padres un día de fatiga
y vejaciones de toda clase. ¡Ay! El espíritu de Belén es el de un mundo que ha olvidado a Dios.
¡Cuántas veces no ha sido también el nuestro!
Pónese el sol el 24 de diciembre detrás de los tejados de Belén y sus últimos rayos doran la cima
de las rocas escarpadas que lo rodean. Hombres groseros, codean rudamente al Señor en las
calles de aquella aldea oriental y cierran sus puertas al ver a su Madre.
La bóveda de los cielos aparece purpurina por encima de aquellas colinas frecuentadas por los
pastores. Las estrellas van apareciendo unas tras otras. Algunas horas más y aparecerá el Verbo
Eterno.
El Divino Niño, desconocido por sus criaturas, va a tener que acudir a los irracionales para que
calienten con su tibio aliento la atmósfera helada de esa noche de invierno, y le manifiesten con
esto su humilde actitud, el respeto y la adoración que le había negado Belén. La rojiza linterna
que José tenía en la mano iluminaba tenuemente ese paupérrimo recinto, ese pesebre lleno de
paja que es figura profética de las maravillas del Altar y de la íntima y prodigiosa unión eucarís-
tica que Jesús ha de contraer con los hombres... María está en adoración en medio de la gruta,
y así van pasando silenciosamente las horas de esa noche llena de misterios.
Pero ha llegado la media noche, y de repente vemos dentro de ese pesebre antes vacío, al Divino
Niño esperado, vaticinado, deseado durante cuatro mil años con tan inefables anhelos. A sus
pies se postra su Santísima Madre en los transporte de una adoración de la cual nada puede dar
idea. José también se le acerca y le rinde el homenaje con que inaugura su misterioso e imper-
turbable oficio de padre putativo del Redentor de los hombres.
La multitud de ángeles que descienden del Cielo a contemplar esa maravilla sin par, deja estallar
su alegría y hace vibrar en los aires las armonías de ese “Glória in Excélsis”, que es el eco de
adoración que se produce en torno al trono del Altísimo hecha perceptible por un instante a los
oídos de la pobre tierra. Convocados por ellos, vienen en tropel los pastores de la comarca a
adorar al “recién nacido” y a prestarle sus humildes ofrendas.
Ya brilla en Oriente la misteriosa estrella de Jacob; y ya se pone en marcha hacia Belén la cara-
vana espléndida de los Reyes Magos, que dentro de pocos días vendrán a depositar a los pies
del Divino Niño el oro, el incienso y la mirra, que son símbolos de la caridad, de la oración y de
la mortificación.
¡Oh, adorable Niño! Nosotros también, los que hemos hecho esta novena para prepararnos al
día de vuestra Navidad, queremos ofreceros nuestra pobre adoración; no la rechacéis: Venid a
nuestras almas, venid a nuestros corazones llenos de amor. Encended en ellos la devoción a
vuestra santa Infancia, no intermitente y sólo circunscrita al tiempo de vuestra Navidad, sino
siempre y en todos los tiempos; devoción que fiel y celosamente propagada nos conduzca a la
vida eterna, librándonos del pecado y sembrando en nosotros todas las virtudes cristianas.