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insilio Sonia Garcia

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Insilio

Insilio

SONIA GARCÍA
García, Sonia
Insilio / Sonia García. - 1a ed . - La Plata: EDULP, 2016.
115 p.; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-1985-85-2

1. Novela. I. Título.
CDD A863

INSILIO

Sonia García

Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (Edulp)


47 N.º 380 / La Plata B1900AJP / Buenos Aires, Argentina
+54 221 427 3992 / 427 4898
editorial@editorial.unlp.edu.ar
www.editorial.unlp.edu.ar

Edulp integra la Red de Editoriales de las Universidades Nacionales (REUN)

ISBN N.º 978-987-1985-85-2

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11723


© 2016 - Edulp
Impreso en Argentina
"La verdadera madre brutal de cada uno era el mundo,
que nutría y abandonaba; la propia madre era
más bien hermana de uno en ese mundo"
Lorrie Moore
Prólogo

Una caja con cenizas. Ahí adentro hay una madre. Un libro con hojas.
Acá adentro habita la historia de una hija que trata de buscar el certi-
ficado que ratifique algo tan difícil de medir como el amor. O quizás
todo sea más sencillo, salvo que siempre, los sentimientos se cuen-
tan con palabras. Sonia García suelta palabras, “palabras como nudos
atadas a la altura de la panza”, palabras grandes, procaces, palabras
sin palabras, palabras fuertes, palabras asociadas al mar, palabras in-
ventadas. Así nace el término insilio. Un viaje interno, al interior de
nuestros propios infiernos, al interior de la provincia de Buenos Aires,
al interior de los recuerdos, al interior de la tierra donde se deposita la
urna con las cenizas.
Tomo un fragmento: “Mamá llegó en ese contexto. Sola. Se había
separado de Augusto, un veterinario peruano que de golpe también
era violento”. Tres frases, la segunda de una sola palabra. El oxímo-
ron que crece como un puente entre “contexto” y “sola”. Algo así como
“sola, con un contexto a cuesta”. Delicioso juego: Sonia es una encan-
tadora de palabras, las hipnotiza, las hace bailar al ritmo de la melodía
que ella tiene en su cabeza. Y después “de golpe también era violento”.
Golpe y violento: el uso de la ambigüedad del lenguaje construyendo
sentido. Hay mucho más en esta frase que lo que se cuenta. Porque
Insilio no es una novela literal, ni tampoco metafórica, es un relato cru-

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do pero también cocido por oraciones precisas y preciosas. Dije que
hipnotiza, sí, y lo hace en un movimiento pendular donde el sentido
nunca está quieto.
Sonia sabe contar, porque no hay escena que no tenga tensión,
pero no la tensión narrativa más ramplona, la que se consigue con el
uso de efectivas herramientas retóricas, sino la tensión del ego, la que
crece en la necesidad de reconocimiento, la que se mira en ese espejo
interpelativo que suelen diseñar –consciente o inconscientemente–
los padres.
Hay que tener coraje para contar lo que cuenta Sonia y no solo
porque se expongan situaciones arrancadas de las páginas de cua-
dernos íntimos, sino por la crudeza con la que nos regala sus más ínti-
mos temores y también sus más deseados sueños. Imposible no verse
identificado. Habla de ella, de Sonia García, pero también de mí y de
cada uno de ustedes cuando la lean. No hay chances que no disfruten
este viaje.

Ulises Cremonte, abril de 2016

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V isto desde la costanera el río es sucio y oscuro y se mete en cho-
rros bruscos en las partes rotas del asfalto. Las casas espaciadas, la
ropa tendida, expuesta como una vergüenza que ya no importa. Todo
va quedando atrás y, entonces, apenas doblamos a la derecha vemos
el fresno. A pocos metros, torcida, la casa con los pilares despintados
que casi no pueden mantenerse en pie. Apago el motor. Inés, mi her-
mana, es la primera en bajarse. Yo corro el asiento para sacar la caja
con cenizas. Golpeamos las manos (me cuesta, tengo los brazos ocu-
pados y me cuesta).
Inés dice:
—No hay que olvidarse de que el tipo es un hijo de puta.
Yo también digo que el tipo es un hijo de puta, que en una de esas
nos deja plantadas aquí. El sol se cocina sobre nuestras cabezas; los
mosquitos, enloquecidos por el calor; mamá, en mis brazos, encerrada
en una caja, lo que queda de ella, el puñadito de cenizas, esperando.
—Tiene ese poder sobre nosotras –dice Inés– y lo va a usar para
jodernos.
Y yo quiero que todo se termine, que mamá pueda liberarse de
una vez, lo que se dice en ocasiones como esta: que pueda descansar
en paz.

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Pero el tipo no sale o no está. Una vez más le va a fallar a mamá. O
mamá combinó los factores de tal manera que las cosas fallen. Siem-
pre han fallado. Quiero que todo se termine y volver a casa, por favor,
que todo se termine y volver a casa.

La historia de ese viaje con mamá, de ese último viaje que hace-
mos las tres, mi hermana, mi mamá y yo, ese mediodía de verano con
todo el sol arriba, enero que estalla por la humedad y los mosquitos y
el río que en esa parte de Punta Lara se mete con chorros bruscos en
el camino desahuciado. Eso ya lo conté. Lo del río roto, rotoso. Todo
el lugar rotoso. Sé que lo conté. Así, de esta manera desordenada, tal
como está en mi cabeza. Tal como yo siento que es la vida pero eso
no importa ahora. Solo contar a como venga, que salgan los detalles
antes de que revienten. Antes de que se pudran las palabras.

Me viene este comienzo: “Hoy ha muerto mamá, o quizás ayer. No


lo sé”. Lástima que eso ya lo escribió Camus. Pero bien podría haberlo
escrito yo. Acaba de morir mamá. Mi mamá.

Durante muchos años tuve miedo de que llegara este día, este
instante de la mañana que ahora estaba viviendo con sorpresa. Por-
que esta situación yo me la había imaginado muchas veces. Supon-
go que para que no doliera yo me la había imaginado muchas veces.
Mamá, mi hermana y yo en esta situación. Y supongo que también
para que no doliera anotaba todas las faltas de mamá, todos sus
desamores, feroz en el registro de sus abandonos, de sus egoísmos.
“No voy a sufrir por ella –me decía–, cuando se muera no voy a su-
frir”. Pero al final se daba de otra forma y nada era como lo había
imaginado. Ni un detalle. Y entonces era la sorpresa. Los tres meses
y veinte días que duró la enfermedad y después la muerte fueron

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de extrañamiento, como si hubiera estado mirando una serie y de
golpe alguien me pasara el final de otra serie. O peor: yo era la prota-
gonista pero, sin aviso, alguien me cambiaba el libreto. Y perdía todo
control de la situación.
Ahora sentía un cansancio enorme y supongo que a Inés le pa-
saba lo mismo. Pero antes de volver a casa todavía teníamos que en-
frentar la situación y dejar a mamá, lo que quedaba de mamá, la caja
con las cenizas. Y las dos suponíamos que el tipo no lo iba a hacer fácil.
Con mamá, con sus vínculos, con nosotras, con su manera de estar en
el mundo, nada había sido fácil.
Nada es nada. Hubo muchos desencuentros, malos entendidos,
rivalidades, deseos contrapuestos, celos, expectativas frustradas, de-
mandas sin eco, reclamos, ausencias, ambigüedades. Hubo necesidad,
respuestas a destiempo. Y, ahora lo sé, hubo también generosidades
y valentías. Y hubo amor. No como se espera que este sea, no, tal vez
como el que uno necesita. No como dicen las poesías y los libros y los
clisés. No de la manera en que me han dicho que es el amor. Podría
haber sido de otra forma pero fue así.
Como una pregunta sin cerrar, como una caricia sin manos, como
una respuesta sin tiempo, no sé cómo decirlo.
La muerte cierra esta historia. O mejor dicho: la muerte debe ce-
rrar esa historia. La muerte debería cerrar esa historia.
Pero antes, debemos soltar a mamá, liberar sus cenizas.
Si es que podemos.

Vamos hacia la entrada de la reserva en Punta Lara. Yo manejo el


Ford K casi destruido después de la inundación, mi hermana en el
asiento de al lado, mamá (eso en lo que se ha transformado mamá)
atrás, en una caja de madera que parece una maqueta de cajón fúne-
bre, tiene una chapita dorada con el nombre y la fecha. Así como me
la entregaron en la funeraria, sin ceremonia previa, la pongo sobre el
asiento. Vamos solas. Las tres. Es enero y no hubo tiempo de avisar-

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le a nadie. En realidad, no quisimos avisarle a nadie. La idea es que
todo termine cuanto antes y descansar. Creo que le hubiera gustado
una gran despedida, varios avisos en el diario y mucha gente, muchos
amigos (o conocidos, los amigos se han ido muriendo y quedan solo
dos o tres que casi ni salen por temor a los asaltos, a los virus, a lo que
sea). Todo muy triste. Demasiado para el cansancio que dejan sus tres
meses y diecisiete días de enfermedad.

—Somos grandes para tanto traqueteo –dice Inés. Tiene ojeras


azules y profundas y la voz agotada. Tose.
—Más adelante, para el cumpleaños, por ejemplo, sacamos un
recordatorio, publicamos algún poema de ella en la revista de los vie-
jos…
Lavo y seco mi culpa con la promesa de una despedida más digna,
tiro el esfuerzo hacia un futuro más o menos lejano.

Probablemente este sea mi primer recuerdo o, en una de esas, son


fragmentos que mi cabeza une en forma caprichosa. Hay una galería
con baldosas negras y blancas, un patio con sillones de mimbre, una
perra que se llama Bombón, una hilera de plantas que crecen en ma-
cetas. Mi abuela, sentada en un sillón de hamaca, lee un cuento al que
no le presto atención: Inés tiene un animalito verde que me muestra
por un instante y que después esconde en su puño.
—¿Me escuchan? ¿Qué acabo de leer?
—No sé, abuela. Inés tiene… ¿Qué?
—Una ranita recién nacida.
Mi abuela se enoja. Si no prestamos atención, ¿para qué le pedi-
mos que nos lea?
—¿Y mamá?
Mi abuela dice que no sabe, mira el techo.
—Tu madre –dice. Repite: —Tu madre…

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Entonces Inés y yo corremos por la casa sólida, segura. No alcan-
zo los picaportes pero las puertas están abiertas. No sé quién corre a
quién. Por momentos veo el moño azul de sus trencitas claras, el cric-
cric de mis zapatos de charol estrenados en la mañana.
A veces siento a Inés detrás de mí. Somos un gato y un ratón. Me
puede atrapar, la puedo atrapar. El juego no se interrumpe, solo es
correr en círculos, ¿quién va detrás? La risa se junta en la boca, la risa
empuja por salir. Rodamos por los almohadones del sillón grande. Me
mira seria. Murmura en mi oído.
Mañana llegan los reyes.
¿De dónde vienen?
Inés es más grande sabe muchas cosas y se queda pensando.
—Vienen de un lugar lejano. –La mano de Inés se estira como si
quisiera tocar el cielo. Me cuenta que no se los puede ver, que hay
que poner pasto, panes y un balde lleno de agua para que tomen los
camellos. Que los chicos que espían se quedan sin regalos. Los chicos
son los reyes. Inés es una reina. Yo también. Las dos reinas de la casa
que, no sabemos, está a punto de derrumbarse

Y eso ocurre una tarde. A la hora de la siesta. Estamos jugando al


doctor con las nenas de Traeme unas mellicitas que viven a dos casas
de la nuestra. Papá sale al pequeño porche, se está abrochando la ca-
misa. Es raro. Le pregunto, creo que le pregunto, si va a salir y dice que
sí, que se va a Rosario. Eso es raro. Nunca va a Rosario. Papá es el con-
tador de una empresa que está haciendo un barrio obrero en La Plata.
Y la gente de la empresa, incluido él, se están haciendo sus casas muy
cerca de ahí. Vamos casi todos los días con él, con mamá y con Inés a
ver cómo crecen las paredes, las ventanas sin vidrios todavía. Subimos
y bajamos por los tablones que los albañiles han acomodado apoyán-
dolos contra la pared. No tiene por qué viajar. Bueno, a veces viaja,
pero lo dice mucho antes.

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—Qué quieren que les traiga –pregunta mientras va poniendo
ropa en la valija grande. Nunca trae lo que dice que va a traer. Pero
igual me gusta que abra la valija y que saque alguna cosa, que diga
esto es para vos, esto es para Inés, que saque sus camisas y sus sacos,
el neceser de cuero clarito que le regalamos para el cumpleaños.
Ahora acomoda la camisa adentro del pantalón. Entra y vuelve a
salir con un bolso. Nos da un beso y sube al auto. Mamá no sale a
despedirlo. Las baldosas del porche son rojas y por las junturas de va-
rias de ellas caminan las hormigas en una larga fila. Cargan hojas muy
grandes, mucho más grandes que ellas. No sé cómo lo hacen, cómo
lo pueden soportar.
Al tiempo, corto, no sé, aparecen los colchones flamantes, de ra-
yas rojas y blancas uno. El otro de rayas azules y blancas. Las pilas de
bombachas blancas, las camisetas blancas, los vestidos negros con
tablas, los guardapolvos a cuadros grises. Todas esas prendas tienen
bordados números: el 24 es para Inés. El 28 es para mí. De eso me
entero después. Todavía no cumplí seis años, e Inés tampoco cumplió
los siete. No empecé la escuela y no sé leer.

—¿Ella te habló sobre el tema en algún momento de la enfermedad?


(El tema es, supongo, los rituales que suceden a la muerte)
Le digo que no, que nunca hablamos de manera directa. Si cuan-
do nos referíamos a otro, algún amigo o amiga que se iba (siempre
el eufemismo ocupaba el lugar de la palabra muerte). Mamá decía
que todo eso le parecía terrible, que odiaba quedarse con esa última
imagen, que después, durante días, sentía la ausencia como un vacío
a la altura del pecho, una congoja por tener que borrar un número
de teléfono, una dirección. Después, de a poquito iba olvidando la
sonrisa, la manera de decir, los gestos, cómo ese otro caminaba de
una manera particular, el color de la ropa, esos detalles que hacen que
una persona sea única entre las demás. Hasta que al final terminaba
por olvidarse de la voz. Y entonces, decía mamá, eso es terrible, por-

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que ya no se puede recuperar al otro nunca más. Está definitivamente
arrancado de tu vida. Y lo peor, sabés que vivís con un pedazo menos,
mutilada, pero seguís respirando, queriendo la vida.
Pero ¿nunca te habló de lo que quería para ella, puntualmente?
Bueno, pienso, por momentos parecía querer decir algo, pero des-
pués me decía mejor cambiemos de tema. Salvo al final, cuando me
dijo que tenía pánico. El pánico de ella debe de haber coincidido con
el mío. Y yo no quise hablar.

Mamá hizo proyectos hasta el final, aceptaba que tal vez nunca
volvería a caminar (el médico había sido muy claro conmigo esa tarde:
puede vivir a lo sumo tres meses con todos los cuidados). Y yo no se
lo dije. Y ella aceptó la enfermedad que le impedía caminar, creyó que
iba a poder salir con la silla de ruedas. Era septiembre. Dijo; el parque
Saavedra es una invitación a la vida. Dijo también que por eso, para
eso, necesitaba al tipo. Para empujar la silla. Para que pudiera seguir
viva. Me pidió que no maltratara al tipo, él era como era pero la quería
de verdad, estaba segura de que él iba a ayudarla.
Entonces el tipo salió de su cueva en la reserva y se quedó a vivir en el
departamento de mamá. El vínculo tortuoso recomenzaba una vez más.

Me acuerdo de los cinco camisones que le compramos en los


días en los que estuvo internada. Cinco. Uno para cada día. De a uno
por vez. Negros hasta la cintura, blancos en la parte de abajo, talle
alto, princesa, con un lacito para ajustar. Todos iguales porque no
había otro modelo que cumpliera con los requisitos: cómodo, cor-
to, amplio, de algodón, de buena calidad. Tres compré yo. Dos Inés.
Íbamos a la mañana al mismo negocio a cuatro cuadras del hospital,
pensé que le iba a gustar ese detalle coqueto del lacito. Pensé: se

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está muriendo y sin embargo (estaba segura) va a disfrutar de esta
milimétrica tregua.
Con el primero dijo que era lindo. Me di cuenta de que estaba
como asombrada. Era esperable (era esperable para quién). Todo lo
que pasaba a su alrededor parecía sorprenderla. Perdía el control del
propio cuerpo, rápido, un día no pudo caminar hasta el baño, al otro
ya no podía controlar el flujo de la orina, al siguiente ya no lo hacía
con los intestinos. El mundo íntimo, conocido, propio, intransferible,
dejaba de serlo. Ahora era un cuerpo público en el que otros metían
las manos, palpaban, hacían cálculos, inspeccionaban.
El segundo camisón no tuvo comentarios. Fue Inés a buscarlo a la
tienda. Se lo entregó a las enfermeras para que la cambiaran.
El tercero, el cuarto, el quinto también fueron recibidos sin comen-
tario alguno.
Pero, una vez en su casa, cuando yo le mostraba cómo había or-
denado la ropa de cama (tenía el ropero a un costado, muy cerca) me
dijo señalando la pila ordenada de camisones blancos y negros: lleva-
te esas porquerías, por favor, son un horror, me está pasando algo que
no sabemos qué es y vos me pedís que te diga que estoy encantada
con esos trapos que además me aprietan.
Los traje a casa. A los cinco. Los uso. Me paro frente al espejo. Cierro
los ojos. Acerco mi cara y con la nariz toco la imagen fría, inmutable.
Entreabro uno ojo. El derecho. Es verde. Me miro las cejas, los brazos
que hace rato han perdido lozanía, me miro la piel blanca, frágil, las
arruguitas alrededor de los ojos, el pelo teñido de rubio que en mamá
fue pesado y en mí es ligero, fino, como una baba. Soy mamá.

—Perdoname que te lo vuelva a preguntar, pero ella te habló en


algún momento de lo que quería que hiciéramos? ¿Me entendés lo
que te estoy preguntando?
Claro que entiendo la pregunta. Solo que no sé cómo se contesta.
Tal vez le hubiera gustado una despedida alegre, con música pegadiza

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o mejor un tango, que sus conocidos contaran anécdotas en las que
ella aparecería como heroína. O mejor que se recitaran sus poemas. O
no estar tan sola. Pero eso cuando estaba viva, cuando la muerte era
ajena, cuando era futuro incierto. Hubiera deseado, tal vez, compartirla
con otros. Le gustaban las fiestas, amontonar gente, la guitarra, la músi-
ca hasta la madrugada. No sé, mamá era tan cambiante, podía transfor-
marse todo el tiempo. Pero creo que no hubiera querido estar tan sola.
Y lo estuvo.
No pudimos. No quisimos, no se dio.
Y estuvo sola en la funeraria y después ni siquiera me animé a mi-
rarla adentro de la caja.
—¿No querés despedirte?
No. Yo me había despedido mucho antes, en silencio, sin decirle.
Me estuve despidiendo durante tres meses y veinte días. Sola.

Ahora ella también se iba sola en ese auto, camino al crematorio,


sola cuando el auto de la funeraria pasó por la casa que habían cons-
truido con papá. La casa en la que nunca vivió. La casa que le robó
papá. Y después solo su cuerpo esperando el fuego.
—Tal vez deberían irse –nos dijeron–, esto puede durar varias horas.
Y nos volvimos antes de que la cremaran. Mis hijos y yo, a La Plata.
Mi hermana y sus hijos, a Buenos Aires. Yo no podía pensar en otra
cosa que no fuera el cansancio, en irme cuanto antes de ese lugar que
sumaba un calor feroz que lo babeaba todo. Y entonces mamá estuvo
sola con su final.

Retiramos las cenizas directamente de la funeraria, a los siete días.


Cuando me dieron la caja, me acuerdo que pensé que yo ahora la iba
a buscar, como cuando ella nos iba a buscar al colegio en el que está-
bamos pupilas y sonaba el timbre de la calle y esperábamos que nos
dijeran que mamá había venido a buscarnos.

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Cerré los ojos y dije: llegué, mamita. Nunca, jamás, ni siquiera du-
rante las peores horas de la enfermedad, pude decirle mamita. Pero
allí, mientras me entregaban la caja con las cenizas, lo dije para aden-
tro. Con los labios apretados y los ojos secos. Las palabras eran nudos
atados muy fuertes a la altura de la panza.

Me acuerdo que después pensé que teníamos que liberarla. Que


las cenizas tenían que volver a la tierra. Soltarse. Y entonces se habría
cumplido el ciclo. Se lo dije a Inés no bien empezamos a ver el río ma-
rrón y rotoso dibujando ondas en los bordes sucios.
—Ahora la vamos a soltar definitivamente.
—Mamá era muy libre, muy suelta –dice Inés–, creo que la reserva
es una buena elección. Y la más rápida. Aunque tal vez hubiera pre-
ferido el mar… No sé. ¿Pensaste en lo que a mamá le gustaba el mar,
tirarse desde la escollera y nadar mar adentro? ¿vos te acordás de eso?
(Me acuerdo de eso. Y también de su poema: mar al que llevo siempre
en mis pupilas claras…)
—Pero también ella amaba este lugar de Punta Lara, y además,
acá están todos sus bichos. Incluido el monstruo.
—¿Qué monstruo?
—El tipo –Inés abre sus ojos muy grandes y nos quedamos en si-
lencio, hermanadas por mamá, lo que queda de mamá en su caja de
cenizas.
Pero, por culpa del tipo, del monstruo, del hijo de puta, tampoco
podemos liberarla.

—Basta –me había dicho mamá unos días antes.


Era muy tempranito y yo ya estaba por salir para su casa. Sonó el
teléfono. Era el tipo:
—Te va a hablar tu mamá.

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La voz de mamá se estaba rompiendo. Definitivamente. Miles de
pedacitos sueltos que apenas se ataban en un hilo indefenso.
—Basta –me dijo.
Y yo le dije basta y le repetí basta sin saber todavía todo lo que eso
podía significar.

De un día para otro, mi hermana Inés y yo estamos pupilas. Hay


un patio grande y nos rodean unas chicas que parecen enormes. Nos
mantenemos juntas, en silencio. Las otras chicas se acercan en grupos
y nos hacen preguntas que chocan con la obstinación de nuestras bo-
cas. No les decimos cómo nos llamamos, de dónde somos, si extraña-
mos, a quién.
Y después Inés y yo, en una habitación con camas alineadas y
blancas. Y un comedor en el que se come en silencio, solo se escucha
el roce de los cubiertos contra los platos de loza y la voz de una monja
que lee pasajes del Antiguo Testamento, vidas de santos o reglas de
urbanidad (aprendo a comer bananas y mandarinas con cuchillo y te-
nedor y el nombre de Teresa de Ávila y el reloj que está en la puerta
del infierno y que en vez de tic-tac dice con cada movimiento: nun-
ca-jamás-nunca-jamás…).
Esas mujeres vestidas de negro, las suelas de goma, la hilera de rodi-
llas que tocan el piso, las bocas que besan el anillo de monseñor Plaza,
que, según nos dicen, guarda una astilla de la cruz entre el oro y la piedra.
Todo es aterrador. Me asusta el olor del incienso, la figura del cru-
cificado que se repite en escenas de llanto y muerte, a lo largo de la
capilla. Pero lo más aterrador es la mujer: la cara blanca, las manos
largas, angostas, de cera, apoyadas una sobre la otra, la media sonrisa,
los ojos vacunos. Medio cerrados.
Sin darme cuenta, me aprieto contra el brazo de la chica grande
que está a mi lado.
—¿Quién es? –le digo. Me hace un gesto para que no hable.
—Es nuestra madre.

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No entiendo. La chica no es mi hermana. Yo tengo mi mamá que
es de carne y de sangre y de ausencias y tiene manos con buen color,
las palmas un poquito anchas, las manos que parecen volar cuando
hablan, como si fueran pájaros de verano. Esos que se van a otros cie-
los buscando el calorcito.

Mamá nunca vivió en la casa de 13. Tampoco recibió nada de la


otra casa que papá se estaba haciendo en City Bell cuando estaba ca-
sado con ella. Nada de nada. “Te vas a morir de hambre, vas a pedirme
de rodillas”. En el juicio de divorcio el hermano de mamá declaró en
su contra. Juicio contradictorio, le escuché decir a mi abuela. Ley de
Perón. 1955. No sé más. Ella renunció explícitamente a cualquier bien
por el que tuvieran que pelear.
Después, durante muchos años, dijo que en ese momento estaba
devastada, que apenas podía sostenerse, que allí había empezado su
problema en el cardias, ese no poder comer sin vomitar, que se había
quedado sin un lugar dónde vivir, que creyó que ella no estaba habili-
tada para defenderse en la vida, que hubiera querido morirse, que de
no haber sido por sus hijas hubiera preferido estar muerta.
—¿Por qué no defendiste lo nuestro? Tres veces se lo pregunté, en
tres circunstancias se lo pregunté. Mamá negó con la cabeza las tres
veces: hay cosas que nunca voy a decir. Hay cosas que me pertenecen,
que ni siquiera los hijos deberían preguntar.
Ella tan habladora, tan aparentemente abierta y desprejuiciada se
encierra en un silencio espeso.
Después dice:
—Mejor hablemos de otra cosa.

¿Por qué, cuando uno espera el tiempo se hace interminable,


pesado, sofocante? ¿Por qué se despiertan tantas historias que estaban
dormidas?

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Inés dice: vos no te diste cuenta porque yo no quise. Mamá nos
había ido a buscar al colegio. Estaba re-flaca y tenía un vestido negro.
Vivía en una pensión. Entramos por un pasillo largo y oscuro. Mamá
abrió la puerta con una llave pesada que tenía un llavero de madera.
En la pieza había una cama grande con un acolchado de flores rosas y
amarillas. Viejo. Triste. Una mesa y dos sillas. Había un olor raro que se
mezclaba con ese perfume de mamá, lindo, creo que se llamaba Mary
Stuart. De golpe se me vino a la cabeza la quinta de Gonnet, el portón
de hierro de dos hojas, el camino de conchillas blancas. La cancha de
bochas, la sala de billar. Se me vino a la cabeza la fiesta en esa casa en
la que todos mostraban sus autos grandes como barcos. Los vidrios
que como si fuera magia se levantaban todos juntos con solo apretar
un botón. La nueva mujer de papá con sus pulseritas de oro, muchas,
esclavas les decía.
Ese día, dice Inés, mamá nos había comprado unos conejos de
chocolate y fuimos al cine y recién cuando se estaba haciendo de
noche volvimos al colegio. Yo tenía mucha tristeza pero sabía que
no tenía que llorar, que si yo lloraba vos te ibas a dar cuenta de que
mamá era pobre. Yo sabía que eras mi hermana chiquita. Por eso
estoy segura de que vos no te diste cuenta. Fue la primera vez que
te cuidé.
“Pese a lo que el padre de mis hijas me hizo… escribe mamá en
su diario… pude comprar mi casita en Punta Lara, la casita en la que
espero escribir y ser feliz…”

Mamá dice: ahora, otros van a aprovechar lo que con tanto esfuer-
zo conseguí.
Estamos el tipo y yo acompañándola. Le pregunto quién va a
aprovechar. Por un instante brillan los ojos verdes en la cara pálida, se
mueven. Busca. Parece buscar.
—Todos. Este que destruyó la casa de Punta Lara.

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Los ojos verdes brillan por un instante y el tipo abre sus ojos oscu-
ros como pozos.
Mamá dice, tu padre. Repite: tu padre. Ahora tiene los ojos cerra-
dos y yo sé que está lejos, en un lugar inaccesible para mí.
Quisiera abrazarla, decirle que no importa lo que otros hayan he-
cho, lo que uno haya hecho, lo que otros hagan, lo que uno haga.
Somos tan poca cosa, quisiera decirle. También que la quiero, que el
dolor de ella es ahora mi dolor. Que no hay cuentas que se hagan para
atrás. Pero no puedo. Porque el dolor de ella es de ella y mi dolor es
mío. Y su muerte es de ella como la mía será mi muerte.
Y entonces le pregunto si tiene ganas de comer y me dice que sí.
Algo rico, algo como qué. Como un budín de pan.

Con Inés aprendo a dibujar, a leer, a lavar mi bombacha para que


siga siendo blanca. Y aprendo también los celos y la envidia. Tenemos
seis y siete años y estamos pupilas. Somos las únicas chiquitas, el resto
de las chicas son alumnas de secundario y pasan largas horas en el estu-
dio. A mi hermana y a mí nos obligan a ir a declamación y a piano (está
prohibido andar sin hacer nada, prohibido jugar fuera de los recreos,
prohibido, prohibido, prohibido…). Pero, mientras Inés va a las clases y
aprende a recitar, yo me escondo cada vez que veo llegar a la profesora,
no quiero saber nada de recitar moviendo las manos de un lado a otro,
ni mantener la espalda bien derecha ni aprender esos versos larguísi-
mos en los que sobran las manitas y los caminitos hechos en la sierra
que según la profesora debe decirse “sieya” porque es un changuito el
que está hablando.
Llega el fin de las clases y mi hermana aprende varias poesías, o
por lo menos sabe muchas más de las que yo sé. Y la prefecta la hace
pasar al frente para que recite “algo”. Yo estoy en el fondo de la clase,
entre una bandera papal amarilla y blanca y una argentina. Las dos tie-
nen astas de metal como tremendas puntas de flecha. Inés comienza:
caminito de la sieya ienito de pedreguio paricis cintita clara extendida

21
entre los iuios. Y sigue. Y la aplauden. Y sigue. Arranca con otra poesía
y la mano de ella se mueve desde la muñeca. Y se ríen y la aplauden y
la aplauden y la aplauden y yo estallo y tiro hacia adelante la bandera
papal que cae con todo su peso sobre los bancos, atravesada sobre los
bancos. Fin de las risas.
La prefecta me sacude de los hombros, grita, trata de sacarme del
estudio. Me aferro de su cintura para resistir, para que no pueda arras-
trarme. En el forcejeo veo su reloj redondo que cuelga de una cinta
negra. Se lo arranco y lo tiro al piso. Abre las dos puertas de vidrio
esmerilado y me saca a empujones. Estamos en el primer piso, el estu-
dio da a una galería y la galería al patio de la planta baja. Visto desde el
primer piso, el patio parece hondo y lejano, oscuro por la hora. Pienso
que me gustaría saltar, caer al patio y morirme, para que todos lloren,
para que Inés deje de recitar y se terminen los aplausos. Escucho los
aplausos. Y no salto la barandilla para caer al patio. Suenan las cam-
panadas del ángelus. Todo queda en silencio. Salen las chicas, Inés,
la prefecta que me mira y dice: usted va atrás de todas. Inés es una
malvada, una traidora. La odio. Quiero que venga mamá. Quiero irme
lejos. Quiero morirme.

Mamá compró la casa de Punta Lara y bautizó la calle. Colgó en


un fresno una rodaja de tronco con forma de mano, escribió en un
pedazo de madera “la calle del árbol” y así fundó su calle. Pero, casa
y calle son dos palabras grandes. Casa, La Casa, Mi Casa, Mi Calle. Es
todo tan estúpidamente presuntuoso. La casa era apenas una casita
muy sencilla y la calle una especie de sendero abierto entre los pastos
altos. Y un solo árbol, un fresno muy grande a metros de la reserva,
frente a la casita. Sin vecinos, sin nadie que se atreviera a vivir en el
lugar. No sé quién sería el anterior dueño. Pero mamá la compró pen-
sando en escribir, con una mirada romántica sobre la selva, el río que
en esa parte parece más león y más salvaje y los pájaros carpinteros
que, como comentó Amalia, allí hacen casas de dos pisos. Dije que

22
mamá la compró pensando en escribir. Podría haberlo hecho. Tenía
una manera muy particular de nombrar las cosas, formaba imágenes
llamativas con las palabras, era muy musical en su decir. Pero, salvo
sus cinco diarios, un libro de sonetos –“La sombra de oro”–, un relato
extenso, en segunda persona, que se llama “La escuela de los pájaros”
y algunos cuentos publicados en antologías platenses, no hay mucho
más. Le ganó la dispersión, las búsquedas en distintas direcciones,
como un animalito asustado buscando donde guarecerse. No sé. O
le gustaron otras alternativas. O tenía esa capacidad de cambiar de
proyectos todo el tiempo. O le ganó la vida.

Ya lo dije: yo siempre le tuve miedo a su muerte y tal vez por eso


me pasé la vida registrando sus abandonos y sus ferocidades. Mejor,
pensaba, así no voy a sufrir cuando se muera. Hubo momentos en
que creí que ella era un monstruo, no de otra manera podría expli-
carme su voracidad de vivir a contrapelo, sus ausencias, sus amores
cambiantes, su caos, sus palabras que yo a veces sentía procaces.
Tuve vergüenza de ella, y qué cosa, ahora que digo eso de la ver-
güenza, recién ahora que lo escribo, me acuerdo de que antes de
la vergüenza yo solo sentía amor, orgullo, necesidad de mamá. Tan
linda era que ninguna otra chica, salvo mi hermana, podía mostrar
una madre así: rubia, la nariz recta y más bien grande, los ojos verdes
como piedras con luz, la boca de labios llenos y los dientes blancos
y grandes, muy parejos, el mentón fuerte. Su voz, llena de matices
era como si saliera de un cuento (aunque no puedo acordarme de
ningún cuento que ella me haya contado, era mi abuela la que mu-
chas veces, en muchos viajes, me leía Las mil y una noches. Después,
los cuentos, me los contaba yo sola. La voz de la nena que fui, puedo
recordarla perfectamente: “Era un muchachuelo de brazos cetrinos
que habiendo nacido tullido…”)
La voz de mamá era a veces muy dulce, muy bien modulada, pero
podía transformarse en notas feroces cuando hablaba con su madre

23
o con la hermana. Con mi abuela tuvo una relación difícil, hecha de
reproches y de malos entendidos. Tal vez porque cuando sus padres
se separaron ella fue al campo a pasar el verano con una tía y se que-
dó allí hasta los trece años. Cuando volvió con mi abuela (y no quería
volver) el desencuentro era tan grande, que ya nunca encontraron el
camino de vuelta.

—Tu madre era distinta a todos –dice mi abuela. Me costaba que


estudiara. Se me escapaba por el balcón. Me robaba la ropa. Yo tenía
un tapado hermoso que usaba, nada más, para las reuniones impor-
tantes, de trabajo. Tu madre me lo sacó sin permiso, y, así nomás, le
metió tres o cuatro puntadas y se escapó por el balcón. Después tuve
que acostumbrarme a esconder la ropa, las medias de seda y a cerrar
las puertas con llave. Era bravísima.
Ella y la hermana se odiaron siempre.
—Tu madre es un monstruo –dice mi tía.
—Tu tía es un monstruo –me dijo mamá veinte días antes de morirse.
Han llegado a viejas con el odio intacto. El mismo sentimiento con
el que han vivido tantos años.
—A tu madre le decíamos la chilena porque era malísima. Ni te
imaginas cómo nos pegaba aprovechándose de su fuerza. Nadie po-
día con ella.
—No sabes lo fea que era tu tía. Después se recompuso. Así y todo,
solo llegó a ser pasable. Se moría de celos y de envidia. Nunca nos
quisimos. Tu tía es muy mala. Hay cosas que nunca te conté.
No la escucho. Conozco la historia de todos los desencuentros que
hubo entre ellas y sé que todo eso ya no tiene importancia. Ahora solo
importan el dolor, el miedo, la muerte. Todo lo demás son hojas que
se vuelan. Hojas de un libro mal encuadernado.
Pienso en sus piernas atadas, abiertas. El dolor, el grito, la sangre, la
placenta, las manos con guantes que entran y salen del cuerpo lleno
de dolor.

24
—Me costaste mucho… tenías una espalda muy ancha, no te po-
dían sacar…
Pienso en ese cordón de vena y arterias que me unió al cuerpo de
mamá. Pienso en el cordón corto cerrando un círculo alrededor de mi
pequeña garganta. Pienso en la rapidez con la que lo cortaron para
que no me asfixiara. Pienso que el cordón se hizo invisible pero sigue
allí; Que estará siempre, más allá y más acá de esa señal casi perdida
en el abdomen, ese ojo ciego que parece dar fe de que vine de su
sangre y de su carne aunque no sepa nada más.
Imagino su mirada deteniéndose en ese montoncito de carne
amoratada al que han vestido con ropa prestada por culpa de la ur-
gencia.
—Me pareciste fea, grandota, con un montón de pelo, en cambio
tu hermana…
Vuelve a decir que le costé mucho, que tenía la espalda muy an-
cha, estira sus dedos para indicar el tamaño de los pelos largos y pe-
goteados que me cubrían la espalda.
—Parecías un monito –repite.
Pienso: vos también me costaste mucho mamá. Me costaste mucho.

La relación que mamá tuvo con la madre fue muy dura. Mi abuela
se había separado muy joven, tenía una profunda decepción de la
vida y los hombres, cuatro hijos chiquitos y un título de maestra para
sobrevivir al desastre que en ese momento significaba no tener un
hombre para protegerse. Mamá adoraba a su padre, lo idealizaba
Quería estar con él. Verlo, escucharlo. En su imaginación, él era deli-
cado, ingenioso y tal vez, de no ser por la fiereza de su mujer jamás
se hubiera divorciado (la versión de mi abuela era muy diferente).
Pero mamá jamás habló mal de él. Jamás cuestionó su ausencia, la
desprotección en la que dejó a su familia, su irresponsabilidad, su
narcisismo.

25
Entre los papeles de mamá había una carta de él fechada en 1957
en la que con delicadeza y crueldad, con una total falta de amor y de
respeto la destruye como poeta “tus poemas no cumplen con la sa-
grada función del arte: dar belleza y valores”. Y como persona: “¿quién
sos para decir con ese desparpajo: ‘no creo en Cristo y no mendigo?...’
Un día tus hijas te juzgarán y no van a perdonarte…”

Mi abuela, es dura y áspera con mamá. Se juzgan mal y mucho:


era un perro mordido por la luna ¿a vos te parece? Mi abuela se ríe de
lo escrito por mamá. Peor, se ríe con mi tía de lo que mamá escribió.
Y mamá dice: tu abuela es una fiera, los años la han transformado en
una fiera.
Pero cuando muere mi abuela, mamá llora con un dolor profundo
y animal como si fuera el cuerpo el que se le hubiera roto. Llora como
si toda la miseria del mundo se le hubiera volcado encima.

El sol nos está matando. El auto parece una lata a punto de incen-
diarse. El tipo no está. O está pero no abre la puerta. Nos sentamos de-
bajo del fresno. A esperar. Apoyo la caja sobre mis piernas. El calor brota
de la tierra que es ahora una olla gigante; y los mosquitos que, como
decía mamá, en Punta Lara tienen “las piernas muy largas” se nos clavan
sobre la ropa con la ferocidad de agujas. Quiero que esto pase.
—Cuidado –dice Inés– fijate si no hay bichos ahí donde estás sentada.
Me levanto rápido y me acuerdo que en el auto hay un mantel de
hule, con cuadros. Quedó allí hace como tres meses, una tarde que es-
tuvimos con mis nietas en el parque y yo llevé el equipo de mate. Por
si acaso salía el sol, por si acaso la primavera nos daba un adelanto.
Pero no lo usamos. Hacía frío. El adelanto de la primavera fue esa otra
tarde, un siete de septiembre cuando yo salí a caminar con mi perra.
Después entré a casa y escuché el teléfono:

26
—Soy yo –la voz inconfundible de mamá, llena de matices, de
quiebres. Me siento rara –dijo. No sé cómo explicártelo.
—Ya voy –contesté. Esperame afuera.
Y camino a su casa, yo iba pensando que podía ser la muerte. No
sé qué sentí. Ella estaba esperándome ante la puerta. Fue la última vez
que llegó hasta esa puerta caminando.

Dice Inés:
—Estoy cansada, quisiera que esto se termine cuanto antes.
Eso mismo le dije a Inés cuando la ambulancia se llevó a mamá con
sus manos como dos pájaros desconcertados que intentaban volar.
Quiero que esto pase, quiero que se termine cuanto antes. Eran las cin-
co o las seis de la mañana de un sábado entre las dos fiestas de fin de
año. Y estaba saliendo el sol. Después, cuando volvimos a casa a des-
cansar un ratito, cuando Inés se recostó vestida en la cama que está
en la habitación que hace de biblioteca, sin saber cómo ni porqué me
acosté junto a ella y me hice un ovillo. Quiero que pase el dolor, quiero
que pase la espera, quiero no sentir este cordón que me ata, a ella.
La pena vuelve a abrirse. Como una herida.

Mamá ya no puede ocuparse de las cosas más elementales: su


cuerpo, sus ahorros, su casa. No está en condiciones de algo tan sim-
ple como darse un baño, trasladarse de una habitación a la otra. No
queda nada de lo que había.
Todavía es septiembre y la ambulancia nos trajo de vuelta del hos-
pital. Es tarde, casi noche. Atravesamos la ciudad con las luces encen-
didas. Ella tiene los ojos abiertos fijos en el techo de la ambulancia
que está dando la vuelta por la Plaza Paso. Me pregunta por dónde
vamos. Le digo. Me mira fijo:
—Deciles que no sean indiferentes.
—¿A quiénes?

27
—Vos sabés –me dice.
Pero ella es la que no sabe. Yo no hablo con ella de mis infiernos
personales.

Abro la puerta para que los camilleros puedan pasar. Sigo detrás
de la camilla por el pasillo interminable. Detrás de su derrota. En si-
lencio. Con mi miedo más profundo ovillado en la garganta. La tarde
todavía está azul. Quieta. Indiferente.

El escribano llega una mañana. Intentamos con la kinesióloga


que se sostenga en una silla precaria que nos facilita la ortopedia. El
esfuerzo es demasiado y unas pequeñas gotitas como de sudor se
forman en su cara. Aprieta los labios. La silla rueda hasta la pequeña
cocina.
El escribano está apurado. Es amable, rápido. Le hace firmar un
poder que me habilita para hacerme cargo de sus ahorros puestos
en un plazo fijo y para cobrar la pensión. Le dice: ahora usted tiene
que portarse bien, hacerle caso en todo a su hija. Mamá asiente como
si fuera una niña en presencia del severo director de la escuela. Hay
tanto desamparo en la mirada verde. No sé lo que pasa por su cabeza
lúcida. Me viene despacito ese poema de ella que tanto detestaba: yo
soy esa mujer, la superada, la que no cree en Cristo y no mendiga….
Sin un movimiento, sin un solo gesto, sin mirarla, sin mover un
músculo, desde un lugar que yo sola conozco, la levanto en mis bra-
zos como si fuera muy chiquita, la arropo, la acuno, le digo que no
tenga miedo.
Y mis palabras silenciosas, deben volar hasta ella, porque de pron-
to, levanta sus ojos y me mira. Con una mirada en la que cabe el mun-
do, lo bueno del mundo.

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Le digo a Inés que yo le tuve amor a mamá durante el tiempo que
duró la enfermedad. Un amor sin contradicciones. Limpio por fin de
todos los reproches, lavado de historia; le digo también que de al-
guna forma mamá había pasado a ser mi hija. Eso le digo. Inés me
mira, como si estuviera calculando el peso de cada palabra. Después
dice que ahora, definitivamente, su sueño de ser hija se ha terminado.
Quiso ser hija pero no pudo, ni siquiera cuando se murió su marido
y mamá fue a acompañarla. Llevó a Po-í, su perro, que se encargó de
mearle todo.
—Era un río corriendo por los sillones, los pisos, los estantes baji-
tos con libros –dice Inés. No exagera, Inés se acostumbró al orden de
su marido y ahora lo hace suyo. Mamá aumentaba el sentimiento de
desastre. Le hablaba a Po-í:
—Tu hermana no te quiere.

Esa vez yo fui a buscar a mamá a su departamento y la llevé a la


terminal. Iba contenta. Hacía rato que no viajaba y la perspectiva de
ir a la casa de Inés por unos días la hacía sentir bien. Llevaba dos bol-
sos. En uno su ropa, en el otro Po-í. No hubo forma de que lo dejara
“es que él no sabe vivir sin mí”, decía. Con Inés arreglamos: si la bajan
antes de Pehuajó es tu obligación. De Pehuajó hasta Santa Rosa es mi
obligación.
En la terminal, el Dumas se hacía esperar. Venía retrasado de Reti-
ro. Po-í, impaciente, encerrado, se movía adentro del bolso. Era como
si el bolso tuviera vida. ¿Y si te bajan? No lo van a hacer. ¿Y si te bajan?
Me bajo. ¿Y si te bajás? No sé. Basta. Siempre me las arreglé sola, como
pude. No te preocupes que no pasa nada.
Le presté mi reloj pulsera, con los números grandes y redondos y
la malla de cuero blanca (el mismo que usó hasta el último momento,
el mismo que miró por indicación del médico: no olvide mirar el reloj,
los pacientes pierden la noción del tiempo cuando están internados).
Hablé con unas mujeres que viajaban en el mismo Dumas: mi mamá

29
es muy terca, no la pude convencer de dejar el perrito. Busqué y ob-
tuve la comprensión y la simpatía para mamá. Por si pasaba algo en el
camino (sobre todo, me acuerdo que pensé, de Pehuajó para acá). Le
pedí permiso al chofer para ayudarla con sus bolsos: “Es muy descon-
fiada, no quiere poner sus cosas en el buche”. Ella parecía ajena a lo
que hablábamos. El chofer la miró con amabilidad, le dio doble ración
de alfajores. Le dijo que cualquier cosa le avisara.
Me preocupé gran parte de la noche pero todo salió bien. Po-í
durmió plácidamente, dijo mamá cuando al otro día hablamos por
teléfono. Él es como un bebé.
—O como un monstruo –mi voz suena apenas. A penas. Ella se ve
frágil, vieja. Parece que le cuesta respirar y justifica el esfuerzo de su
tórax diciendo que es culpa de la ciudad tan húmeda, de los tilos que
le producen alergia. El perrito no tiene la culpa de sus hábitos pero es
insoportable con su demanda de caricias.

Dice: —Estoy arrepentida.


—¿De qué? –le pregunto.
—De haber malcriado a Po-í.

Po-í, dice Inés, estropeó la última oportunidad de que yo me sin-


tiera hija alguna vez. Esos días lo hubiera matado. Matado de verdad.
Con un palo, con estricnina. Le hubiera abierto la puerta mientras
mamá dormía.
Lo que pasa, dice Inés, es que nosotras somos buenas. No parece
conforme con lo que está diciendo, porque casi enseguida agrega:
estúpidamente buenas.
Aprieto fuerte la caja con cenizas. Pienso que yo tampoco pude
ser hija pero al final terminé siendo la madre de mamá. Es un senti-
miento raro pero que me dio y me da paz. Algo así como que el orden
de los factores no altera el producto o que en esa inversión de roles

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tal vez haya un sentido que no alcanzo a comprender. Siento alivio.
Como cuando se enredan muchas lanas y uno las cruza y las vuelve a
cruzar, de aquí para allí los dedos en el intento, y de pronto la hebra
se estira y todo se reorganiza de una manera natural, sin tensiones y
sin esfuerzo.

Mamá escribe en su diario: no puedo negar mi preferencia por


Oita. Así le decía a mi hermana, que, según su relato, en vez de decir
ajó como cualquier bebé, decía “Oie”. Yo en cambio, según mamá, me
mantuve sin expresión alguna, sin dientes y sin pelo hasta pasado el
año y medio.
—Eras un poco lerda –dice mamá–, en cambio tu hermana sí que
era despierta. Tenía los ojos como dos soles. Así de grandes (dibujaba
dos círculos uniendo el pulgar y el índice).
No pudo ocultar su preferencia por Inés. Tampoco lo intentó. Se lo
digo a mi hermana:
—Mamá te prefería…
Inés se queda pensando, mueve los soles de los ojos:
—Debe ser porque yo estaba lejos, no la jodía.
Pero es otra cosa, capaz que porque era la primera. Mis hijos me
preguntan siempre si al primero se lo quiere más. Y les digo que no.
Estoy segura que es distinto con el primer hijo pero no en el sentido de
que se lo quiera más. El primero está asociado a la sorpresa, a la primera
pregunta por el tiempo, al temor a no saber qué hacer. No se lo quiere
más, se lo quiere distinto. Y eso mientras dura la infancia, pienso.
Pero mamá está ahí, con su afirmación: no puedo evitar mi prefe-
rencia por Oíta.

—Yo sé dónde está tu madre…

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Lo dice el pastor. Suspira, sonríe, clava los ojos en el cielo raso. El
pastor es un poco sordo, un poco obeso, muy dogmático, muy servi-
cial. Dice:
—Hay cosas que ni vos ni yo podremos entender nunca. ¿Por qué
no podremos entenderlas?...
Después se contesta:
—Porque vos y yo somos seres de luz. Sabemos que hay una ver-
dad. En cambio, hay personas que se esconden de los demás, perso-
nas que tienen algo que ocultar. Personas misteriosas.
Se refiere al tipo sin nombrarlo. Agrega:
—Son misteriosas. Y ya se sabe, donde hay misterio está la mentira.
Dice:
—Tu madre es una gran mujer, muy solidaria, muy de ayudar a los
demás. Sabe cómo es el ser humano.
El pastor me ha ayudado mucho con mamá en los últimos días de
la enfermedad. Se ha quedado con ella cuando he tenido que salir
por alguna compra, o cuando el tipo desapareció y yo necesitaba ir a
casa de a ratos, a bañarme, a estar un poco con mis cosas, a caminar
por el parque.
—Andá a ventilarte, te va a hacer bien.
Yo me iba tranquila por una o dos horas. Mamá estaba en buenas
manos, con un hombre bueno.
Él le tiene afecto, respeto, valora las pequeñas cosas que ella hace
por la gente.
Y está decidido a convertirla a su fe, a conducirla hacia la felicidad
eterna de la que él no duda ni un instante.
Habla casi a los gritos, le lee pasajes de la Biblia, le otorga bendi-
ciones a boca llena.
Mamá dice:
—No es que sea malo. Solamente es un poco elemental y además
me habla a los gritos y yo estoy atada a esta cama y no puedo disparar.
Por momentos me gustaría ahorcarlo. Entonces le digo a todo que sí.

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Mientras me habla le brillan los ojos verdes, establece una compli-
cidad conmigo que pocas veces pudimos tener.

—Tu madre –(el pastor dice madre y no mamá)– está con Dios.
Costó mucho que le dijera que sí al Señor. Pero al fin lo hizo. Yo sé
dónde está tu madre.
El pastor tiene la convicción sin titubeos. La falta de misterio de los
que han encontrado rápidamente una respuesta universal. La seguri-
dad de los santos. O de los necios.

En la reserva, a metros de la casita, se refugian pájaros extraños.


Creo que ya hablé de los pájaros. En ese lugar, el río deposita lo que
viene arrastrando desde la selva amazónica. Me lo contó mamá la
primera vez que estuvo allí. Con ese entusiasmo que le ponía a la
vida y esa desmesura que la acompañó hasta el final. No es que hi-
ciera exclamaciones o gestos demasiado marcados. Eran las manos
y sobre todo la voz plena de matices, creo que a eso le llaman “la
coloratura”. Uno podía ver, tocar lo que estaba diciendo. Eso, decía:
que el río deposita lo que viene arrastrando desde la selva amazóni-
ca. También que había millones de mariposas que casi no la dejaban
hablar, mariposas coloridas y diurnas que se metían en la boca si
uno se descuidaba. Y lirios amarillos. Pastizales y laureles negros. Ella
estaba feliz con esa casita. Escribe en su diario:
“No lo puedo creer, esta casita es mía. A pesar de todo lo que el
padre de mis hijas me robó, de la forma cruel en que él se vengó
dejándome prácticamente en la calle, a pesar de mamá, que no qui-
so ayudarme dándome un lugar para vivir, a pesar de mi úlcera en
el cardias y de haber renunciado a ese puesto en la Municipalidad
de Avellaneda (porque yo no nací para que me encierren en una
oficina), a pesar de todos los obstáculos, pude juntar la plata, peso a

33
peso, y comprarme esta casita en la que estoy segura voy a intentar
ser feliz”.
El tipo se encargó de estropearle el sueño de la casita. De a poco
fue destruyéndola, se negaba a irse, amontonaba basuras, porque-
rías, restos. Finalmente, mamá lo dejó en esa casa, en esa calle a la
que ella había bautizado “la calle del árbol”, se llevó algunas cosas
(los libros, dos o tres muebles) y empezó otra etapa de su vida (aun-
que eso no lo sé, como no debo saber sobre tantas cosas. Porque fue
a él a quien finalmente lo llamó para cuidarla.)

Imagino que primero veremos la bicicleta negra y después al


tipo. Alto, oscuro, refugiándose del sol debajo de un sombrero gran-
de, gastado, de paja. Vendrá, es probable, atravesando ese pequeño
camino abierto entre los matorrales apretados que rodean la casa y
que la aíslan de cualquier mirada.
Y será como un fantasma silencioso, con su mirada de pozo ines-
crutable en el que cabe el desprecio o algo mucho más oscuro que
nunca voy a poder entender.
A lo mejor no es así.
En una de esas no viene más, en una de esas desaparece para
siempre y tal vez lo encuentren roto, flotando, boca abajo, en el río
rotoso. Él es testigo y parte de esta historia, involucrado en la vida y la
muerte de mamá. Pero, hasta hace poco, hasta la enfermedad yo creía
que él estaba totalmente fuera de su vida, que estaba ahora en Punta
Lara por conmiseración (¡qué palabrita, me vino a la cabeza!). De he-
cho mamá lo había mencionado muy poco en estos años. Y siempre
con rencor.

—Ahora otros van a aprovechar lo que yo hice.


—¿Quiénes?

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Ella busca a su alrededor y está él con sus ojos oscuros, un pozo
sin límites.
(Este ¿vos viste lo que hizo con la casa?)
(¿Por qué lo eligió entonces para cuidarla, justo al final?)
Ahora mamá se va lejos, mucho más lejos.
—Tu padre –después agrega– mejor hablemos de otra cosa.
Y vuelve a irse.
(¿Por qué a mí se me ocurrió que ella tenía que estar aquí, sus ce-
nizas para siempre junto a las de sus mascotas y el río atrás, como
una lengua líquida que babea en cualquier momento, una lengua que
puede tragársela, tragarnos?)

—¿Y si la llevamos a Mar del Plata? Acordate que mamá adoraba


el mar, nadar en el mar, tirarse desde la punta de la escollera, acordate
que…
Me acuerdo. Era enero y pasábamos las vacaciones con mi abuela.
Papá se había ido de viaje con su nueva mujer y mamá estaba en Mar
del Plata. Cuando volvió contó sobre la ola gigante. La había sorpren-
dido en el agua, en una parte profunda y muy lejana a la costa y solo
sintió el suave movimiento más y más arriba. Cerró los ojos y se dejó
flotar. Volvió a sentir el movimiento suave, a la inversa. Estaba feliz.
Nadó hasta la orilla y entonces entendió que algo grave acababa de
pasar: vio las carpas volcadas, las sombrillas flotando, escuchó los gri-
tos y los pedidos de auxilio. No tuvo miedo. Jamás le tuvo miedo al
mar, dijo. Es hermoso en cualquier estación, en cualquier momento
del día y de la noche.

Dice: “vos eras tan miedosa. Para acercarte a la orilla te ponías el


salvavidas. Oíta en cambio era audaz, valiente: sin flotador, gritaba de
placer. Daba gusto meterse con ella en el agua”.

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Me acuerdo: “cerúleo mar”, “mar al que llevo siempre en mis pupi-
las claras”, “quiero descansar en los brazos de mi viejo padre mar”, fra-
ses que son partes de poemas que ella escribió antes, en su juventud.
—Adoro el mar –decía– yo debí haber sido un pez…

Hay una foto en blanco y negro de mamá con nosotras dos muy
chicas. Estamos en la playa, mamá acostada en la arena, apoya la cara
en sus manos para mirar la cámara, mi hermana y yo sostenemos bal-
des y palitas. Ella me parece sexy pero una de mis hijas me dice que en
esa foto mamá parece una ballena varada.

Me acuerdo de haber vivido un tiempo con ella y Federico. Pare-


cían estar bien. Él estudiaba Arquitectura, ella trabajaba en Buenos
Aires y venía a la noche muy tarde. Traía pastelitos repletos de almíbar
que compraba en Constitución. Y cocadas grandes como bolas de na-
vidad. Volvía de noche, muy tarde . Yo estaba en cuarto año del secun-
dario. Un día llegué y no había nadie. Después encontré una notita: las
cosas están mal con mi vida. Me voy a quedar un tiempito en Buenos
Aires. Podés ir por unos días a la casa de los padres de Federico. Sa-
bés que te quieren mucho. O a lo de tu padre. Él tiene obligación de
darte todo lo que te haga falta. El domingo te llamo por teléfono. Yo
también te quiero.
—Pero este lugar también lo eligió ella: el río, los pájaros, las ramas
torcidas, los mosquitos de piernas muy largas…
—Sí, pero todo eso viene con este tipo. Que la oscuridad no nos
agarre aquí.
Inés se inquieta. Quiere salir cuanto antes de “la calle del árbol”.
Comienza a caminar haciendo pequeños círculos y la pollera de
seda verde se le pega a las piernas. Dice: “en una de esas está muerto
adentro de la casa”. Dice: “en una de esas se suicidó”. Dice: “también

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hay que soportar esto”. Dice. “Es una pesadilla”. Y empieza a toser. Pone
sus dos manos abiertas tapándole la cara y tose con esa tos seca que
conozco tan bien.

Si ella supiera las cosas que tuve que pasar en esos tres meses y
veinte días con el hijo de puta del tipo. La desesperación de esperarlo
para poder ir a casa, la necesidad de verlo reflejado detrás del vidrio
esmerilado. Me pasaba las horas en el departamento, iba y venía por
el pasillo llevando a la calle cosas que ya mamá no iba a necesitar.
Aprovechaba para tirar boletas viejas de teléfono, artefactos eléctri-
cos que ya no se usaban. Sabía que alguien tenía que hacerlo antes
o después. Y era mejor antes. Iba a doler menos imaginaba. Y tenía
que hacerlo sin que el tipo se diera cuenta para que no se lo conta-
ra a mamá, para que ella no se angustiara, para que no sintiera que
definitivamente estaba dejando la vida, que las decisiones ya no de-
pendían de ella. Arrastraba las bolsas negras de consorcio, iba y volvía
por el pasillo angosto, interminable, todo el tiempo en mi cabeza y en
mis ojos los cartoneros con sus carritos detenidos frente al canasto
de metal, abrían las bolsas, se peleaban por el botín, dejaban tirado
lo que no les servía. Una y otra y otra vez juntaba los restos. Y sacaba
una nueva bolsa con la que hacían lo mismo. Los días comenzaban y
terminaban de la misma manera. Tenía calambres en las piernas. Me
dolían la cintura y el alma y la vida y me dolía el pasado y el presente y
me dolía el futuro que también me aterraba. Cuidándome del hijo de
puta que enloquecía ante cualquier cambio. Hijo de puta, inmundo,
basura. Y sin embargo mamá lo había pedido con angustia:
—Sabes, Marisa –le decía a la cuidadora–, yo necesito tener un
hombre al lado. Siempre.
—Tuve que comerme la rabia, la impotencia. Además, no podía
hacer otra cosa y mamá se estaba muriendo a cada ratito. Por pedazos
que de un día para otro dejaban de funcionar.

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Inés no sabe lo que eso me costó. Hay sabores que solamente se
conocen si uno es capaz de quemarse la boca, de masticar lo crudo,
la mierda incluso, rumiar los restos hasta deshacerlos. Después, recién
después, los buches de agua fresca y menta .Y aun así, quedan miga-
jas amargas, podridas, minúsculas, entre los dientes.
Pero, a pesar de todo, yo siento, que de no haber compartido el sufri-
miento, el dolor, la muerte, de no haber tenido esa oportunidad, de no
haberme acostado junto a ella sintiendo en mi cuerpo el calor enfermo
de su cuerpo, de no haber metido sus manos llenas de fuego entre mis
manos, de no haber aliviado esa fiebre que parecía incendiarla, de no
haberla querido como la quise en esos días, de no haber visto la súplica
de sus ojos, no hubiera sabido de esta manera del amor, no hubiera to-
cado el cordón, no hubiera podido entender que aquí, en este lugarcito
del universo, todos somos más o menos víctimas y victimarios, buenos
y malos, sabios e idiotas. Todos casi nada. A no ser por el amor.

¿Qué vamos a hacer con las cenizas?, ¿llevarlas a tu casa?; pero,


vos, ¿estás loca?...
Estoy dispuesta a llevarla a casa, a meter la caja con las cenizas
adentro de la maceta blanca, la grande, la que está en la entrada, la
que tiene el ficus. Mi ficus. El que compré cuando era un ficus chiqui-
tito y que ahora crece raquítico porque tiene poca tierra y los ficus no
son para macetas, me dicen.
Si el tipo no viene, si el hijo de puta está muerto o no viene o no
nos quiere abrir y está ahí, en su cucha inmunda, si no viene, yo, a
mamá, me la llevo a casa y la meto adentro de la maceta. Estoy tan
cansada. Necesito que esto se termine. Estoy tan cansada.

Pienso que el tipo va a fallar. Una vez más le va a fallar. La va a obli-


gar a cargar con su locura, con su falta de límites. Nosotras también
cargamos con la falta de límites de mamá, con su locura. Eso es lo

38
que decía papá, lo que decían de mamá. Crecimos escuchando eso,
deseando que mamá nos esperara en la puerta del colegio como le
pasaba a otras chicas, deseando ser hijas, como dijo mi hermana. El
sueño incumplido de una madre como uno imagina que son otras
madres y no esa que llama la atención, la más linda, la que habla
mejor cuando de vez en cuando aparece en una reunión y produce
inquietud en los que están presentes, la que “distrae sus horas nave-
gando por mares infinitos de aventuras”, la que te deja los domingos
a la tardecita en un lugar que huele a incienso, a sopa de verduras, a
tristeza de patios interminables.

¿Cuánto tiempo puede durar el duelo? ¿El tiempo de usar hasta


agotar tres tubos de antitranspirante Dove de 169 mililitros? ¿El tiempo
de terminar varias cajas de Alprazolán de dos miligramos? ¿El de recor-
tarse el pelo una vez por mes durante un año y medio o dos o tres?
¿El tiempo de dejar de formar círculos con los brazos para abrazar el
aire, de mirar hacia arriba buscando señales, el tiempo de recuperar los
kilos perdidos? ¿El tiempo de volver a sentir el gusto de la comida? ¿El
tiempo de la ausencia que no tiene nada que ver con los relojes?

—¿Por qué mamá lo eligió a él para que la cuidara? –pregunta mi


hermana.
A lo largo de esos tres meses y veinte días no dejé ni uno de hacer-
me esa pregunta.
Vuelvo a verlo enojándose porque yo cambio las cosas de lugar,
porque la kinesióloga no hace los masajes en las zonas del cuerpo de
mamá que según el tipo “deben trabajarse” (se ha puesto a leer sobre
cuidados paliativos, no tengo idea sobre quién le habrá prestado ese
libro) vuelvo a sentir el olor de la fruta que se pudre sin que a él se le
ocurra preparar un jugo, lo veo utilizar tazas y platos que después no
lava, la rabia que siente cuando Marisa viene a cambiar a mamá (yo

39
sé hacerlo, dice. Tú no deberías meter extraños a tocar el cuerpo de
tu madre). Lo veo sin verlo llegar en esas noches en las que lo único
que quiero es volver a mi casa, a mi cama, a mi vida, aunque sea por
unas horas. Lo veo no venir, dejarme plantada y las horas pasan y ya
sé que mañana no voy a poder ir a dar clase, lo imagino disfrutando
esa pequeña victoria. Lo veo, tal como dice haberlo visto Marisa, en el
medio de la noche, solo, llorando, fuerte. Lo veo sentado en el patio
abandonado que está entre el departamento cuatro y el dos. (Allí es
donde se esconde cuando Inés viene de visita con sus hijos). Alguien
pregunta dónde está y lo llaman por cortesía pero él no contesta. Yo
sé dónde se esconde y sé que necesito de este hijo de puta para que
mamá reciba lo que yo no puedo darle.

Mamá escribió en uno de sus diarios: “Él, como yo, es un vagabun-


do. ¿Quién si no, estaría dispuesto a acompañarme?”

Él fue otra de las vergüenzas que vienen por el lado de mamá. Con
este tipo se apareció en el pueblito en el que sobrevivíamos durante
la dictadura. Vino a visitarnos en junio y se paseaba con él por la única
plaza del pueblo. En esa época el tipo era muy joven. Usaba el pelo ne-
gro y largo que mamá decía que era “azul como el de un príncipe indio”.
Ella usaba un poncho rojo y negro. Él, el pelo que caía ondulándose
casi hasta la cintura. Salían a caminar a pesar del frío intenso y mamá
volvía llena de novedades sobre la historia y los habitantes del lugar,
la simpleza o la complejidad, la estupidez o la inteligencia de la gente.
Después nos llegaban los chismes, las habladurías, las voces que
decían que éramos raros. Pero no quiero ser injusta. No era solo por
mamá o por el tipo. Nosotros éramos los de afuera, los extraños, los
sospechosos. Empezamos a darnos cuenta y a cerrar las ventanas y
las puertas, a intentar simular un orden que no teníamos. A saber que
éramos profundamente infelices. A meternos en el silencio. Dentro de

40
nuestro mismo país, de nuestra misma provincia, de nuestra casa. El
insilio. Una vez más.
El tipo solo hacía más graves las cosas. Y estaba con mamá.

Él todavía usurpa la casita de Punta Lara. Sigue diciendo que ama


a mamá.
—Como un hombre ama a una mujer –dijo. Después me preguntó
quién tiene la escritura de la casa. Está convencido de que cuando
mamá muera él tendrá que irse, vaya a saber dónde.

(Tal vez por eso no nos atienda, tal vez por eso estemos acá las
tres, esperando, mientras los mosquitos, el sol y el cansancio acumu-
lado continúan su tarea de desgaste. Y la memoria se expande como
si el calor la recalentara hasta lo más hondo y la hiciera vomitar peda-
zos olvidados, recónditos.)

Inés dice: mamá había ido a buscarnos. Era un viernes a la tarde


y coincidió con la llegada de papá. Los dos habían ido a buscarnos.
Salimos del colegio con mamá y papá. Eran tan lindos los dos juntos.
Caminábamos los cuatro por la calle de la catedral y después atrave-
samos la Plaza Moreno y seguimos por una vereda que estaba llena
de naranjas redondas, grandes, que se habían caído de los árboles Yo
estaba feliz. Por cualquier cosa decía todo el tiempo, fuerte, mamá,
papá. Quería que la gente que pasaba pudiera darse cuenta de que
esos eran mis papás, mi hermanita. Era una tarde preciosa. No pasó
más que eso, pero nunca pude olvidar el olor de los tilos y las naranjas,
el cielo celeste, el trajecito azul de mamá con los botones blancos.

41
Creo que mamá trataba de que el mundo fuera a su medida. Un
mundo que la aceptara y la quisiera como era, sin juicios ni ofensas,
alegre, bello. Un mundo que no la ahogara con sus olas gigantes y con
una luna que solo mordiera a los perros.
—No sos vos el que vive la vida, es la vida la que te vive a vos –de-
cía mi amiga Amalia.
Yo, ahora que no está puedo entenderlo. Recién ahora. Y entonces
entiendo también por qué una maceta podía transformarse para ella
en un parque poblado de árboles y pájaros, un vestido gris y triste en
un traje de princesa; un tipo que andaba en patines en un maravillo-
so atleta y la que escribía rimando taza y casa en una gran “poetisa”
Necesitaba un mundo a su medida. De ahí que viera en el tipo un
príncipe de pelo azul.
Ese mundo era diferente al que nosotras, Inés y yo, tuvimos que
aprender. Era difícil tener una madre que pasaba a visitarnos en un
espacio lleno de santos y de cruces y donde todo era reglamentos y
órdenes y la puerta de calle algo tan abstracto como como la libertad.
O cuando iba a vernos a la casa de papá. Y la acompañábamos hasta la
esquina en la que alguien la esperaba en un auto y mirábamos como
subía a ese auto, como desaparecía de esa esquina llevándose ese
olor lindo y azul de su perfume. Yo también la buscaba en mis sueños
y la extrañaba, hasta que crecí y entendí, al fin, que por más que la
buscara no podría encontrarla. No, al menos, cuando yo la necesitara,
cuando quisiera encontrarla.
Y ya no la busqué. Cuando aparecía, y a veces aparecía, con su
pelo rubio y su voz llena de matices y las manos expresivas y su olor
me gustaba pero sabía que se iba a ir, que tenía una vida fuera de la
de Inés y de la mía. Me acostumbré. Pude vivir sin ella. Pude ser dura
y juzgarla, pude reconocer cada una de sus faltas y cada uno de sus
errores (los que yo sentía, al menos, como faltas y errores).
—No sos vos el que vive la vida. Es la vida la que te vive a vos
–Amalia, mi amiga, tenía, tiene, razón. Solo que al corazón, como dice
no sé quién, las razones le importan poco.

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Pero tal vez por eso, como la secuela de una enfermedad infan-
til, me quedó para siempre, el temor a las pérdidas, a que de pronto
desaparezcan los que quiero, sin dar explicaciones, por una puerta
grande y pesada o por cualquier esquina que ni siquiera reconozco.

La miro dormir, escucho ese ronquido suave tal vez producido por
los fármacos y le digo que la quiero. Limpiamente. Como nunca la
pude querer. Como nunca se lo pude decir.

¿Ella? Ella es mi mamá –Mamá me mira, afirma que soy su madre.


La cuidadora explica con indulgencia:
—Las abuelitas, al final, se hacen mucho lío con la familia.
La cuidadora no puede entender, no podría entender, que jamás
pude pensar en mamá como en una abuelita confundida. Nadie que
la haya conocido aunque fuera poquito podría referirse a mamá usan-
do el término abuelita. Había en ella tantas ganas de vivir. Hasta cuan-
do me decía “si yo pudiera moverme me pegaría un tiro. Y un amigo
me daría un vasito de cianuro”. Lo decía con intensidad, bien aferrada
a su deseo. Estuvo viva, bien viva hasta el final.

Cosas que se ven en “la calle del árbol”: botellas vacías, una hela-
dera rota con la puerta abierta, pilas de ropa vieja, ramas torcidas. Y,
atrás, la selva. Y los pájaros que no alcanzo a ver pero que escucho. Ese
sonido interminable de las chicharras y el calor insoportable.
—Restos… –Inés parece seguir mi pensamiento. Agrega —Y una
cosa rancia y agria que hace doler los ojos.
—Mugre –pienso– mugre, profunda. Mugre que viene de la mugre.
Y sin embargo, en un fondo de selva, lejos, pero no tanto, veo, apo-
yada en un árbol retorcido, una nena de ojos semicerrados lángui-
dos... Sonríe. Como si estuviera soñando.

43
Un día, cuando yo era muy chiquita, cuando mi hermana y yo éra-
mos muy chiquitas, mamá se fue. Y cuando volvió (pero después se
fue y volvió y se fue) yo comencé a sangrar. Mi nariz sangraba y volvía
a sangrar. Eran chorros imparables que siempre terminaban en cau-
terizaciones hechas de urgencia, en tapones que de golpe se abrían
como canillas por los que se iba la sangre. Mamá yéndose y la sangre
son dos imágenes recurrentes.
Y ahora, en Punta Lara, mamá, vuelta cenizas, parece querer irse,
pero no del todo. Como si no se animara. Y mi nariz sangra. Gota tras
gota. Como si fueran lágrimas.

Escribo como si estuviera sangrando y no puedo con las palabras.


Estoy en blanco. Duele. Duele mucho.

Ahora la estoy viendo: el pelo rubio, raya al costado, lacio, recogi-


do en una trenza que se enrosca detrás de la oreja. El abrigo rojo con
botones dorados, las mangas anchas. Está recitando:
“Tú me lo diste, entre mis dedos, luego
durmió un instante.
Mas mi vivo fuego
no pudo transformarlo en cosa oscura.”

Las manos de mamá, cálidas y firmes, parecen tomar un ritmo fe-


bril a medida que el poema avanza. La voz le tiembla. Es un esfuerzo
recitar ahí, con el viento helado sobre un fondo de rocas y olas que se
rompen. Pero a Alfonsina se la homenajea contra el mismo mar que la
devoró. Son una veintena de admiradores de Alfonsina. Alfonsina es
vida, dice. Alfonsina es ternura, dice. Alfonsina es mujer, dice. Mamá es
Alfonsina cuando recita. Cada vez que nombran a Alfonsina delante
de esa nena, la nena no ve a Alfonsina. Ve a su mamá.

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Su mamá escribe un poema hermoso sobre el mar. Dice cerúleo. Y
la nena registra la palabra asociándola al mar.

Podríamos haber llevado lo que queda de mamá hasta el cerúleo


mar. Pero no. Fue como si no hubiera opciones. Yo también me sor-
prendí. Firme. Podríamos haber llevado eso que queda de mamá has-
ta una playa de mar verdadero, bien azul y con olas que van y vienen,
las huellas en la arena y esa melancolía que producen las cosas abso-
lutas como el océano. Ella adoraba el mar. Y a Alfonsina. Otra idea ro-
mántica. En una de sus poesías dice: cerúleo mar y después blablablá.
Y repite: cerúleo mar. Y blablablá. Yo nunca supe lo que era cerúleo y
si ella no la hubiera usado (vaya a saber de dónde lo sacó) yo jamás
asociaría la palabra con el mar.

—Va a Punta Lara, a la casita.


Mi hermana no puso reparos. Supongo que pensó que durante
los días de la enfermedad alguna frase o gesto habría detectado en
mamá o que quizás recordaba alguna charla de esas que se tienen
desde que uno sabe de la muerte: el día que me muera yo quiero…
o esa que yo pude tener con mamá cuando las piernas le impidieron
caminar y todo fue tan rápido: la internación y los estudios, el diag-
nóstico y la vuelta a su casa en ambulancia. Pero no. No hubo nada de
eso. Solo sentí que no podía ser de otra manera.
Todo es muy triste para poder recordar los detalles. Pero hasta el
último día, hasta ese momento en el que me dijo basta y yo le contes-
té basta sin saber demasiado lo que eso podía significar ella estuvo
lúcida.

—Ahora comprendo. Debe ser difícil ser hija de tu madre –(Esto


último lo dice un amigo de mamá).

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“Tu madre era una mujer especial, muy seductora, muy interesan-
te, demasiado abierta para la chatura de esta ciudad. Debe ser difícil
ser hija de tu madre”. No le pregunto por qué. Parece un elogio pero
no lo sé.

Imágenes posibles del paisaje: las distintas combinaciones de los


verdes, el comienzo de la reserva a unos pocos metros y las ramas re-
torcidas. Sonidos de pájaros y alguna alimaña que se mueve entre los
pastos secos. Las hermanas, tal como si fueran Hansel y Gretel, pare-
cen buscar su aventura frente a la casa de la bruja en el corazón oscu-
ro del bosque. Pero esto no es el bosque e Inés y yo no somos Hansel
y Gretel, y somos viejas para pasar por esto. El paisaje es una selva
pegada al río. Y el sol nos da fuerte en la cabeza. Como si nos quisiera
cocinar. Y mamá en su caja, lo que queda de mamá. Pero es como si
nos mirara con sus ojos agudos y verdes. Sus ojos de selva. O de víbo-
ra, brillantes. Llenos de vida, color de mar, de río, de selva que esconde
comadrejas, pájaros, serpientes, flores carnívoras, abejas, miel.

Última imagen de ella: la boca como una cueva negra, sin labios,
un ojo semiabierto y verde todavía brillante. Tiene las uñas largas y
pintadas (desprolijas, agudas), me asustan esas manos que sobresa-
len de la sábana. No quiero acercarme. Quiero que se la lleven. No la
reconozco. No quiero mirarla.

—Es pura biología –mi hija me tranquiliza ahora. También me ha


tranquilizado horas antes, cuando esperábamos. —Es pura biología.
Y me calmo. El cordón se afina tanto que parece un hilo. Hecho de
sangre.
No siento nada porque eso no es mamá. Y me calmo. Eso no puede
ser mamá. Y me calmo. El cordón se diluye hasta volverse casi invisible.

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—Deberíamos vestirla –Inés se refiere a la desnudez, los senos
fláccidos y el pañal. Busco una remera que mamá quería, sobre un
fondo negro las flores chicas, amarillas y rojas parecen ojos. Inés vis-
te el cuerpo desnudo. Mi hija e Inés visten el cuerpo desnudo. Yo no
puedo. Me siento como una bolsa casi vacía y que alguien llenó ape-
nas con unos soplos de aire. Como si por partes se me hubiera roto el
cuerpo que siento desnudo. Sin centro de gravedad, sin el hilo que lo
sostiene. Definitivamente el cordón no está. Mamá no está.

Federico nos iba a acompañar a Punta Lara. Iba a venir con noso-
tras a la reserva para despedirse y desparramar las cenizas. Eso es lo
que habíamos hablado por teléfono el 27 de diciembre.
—Hoy no vengas. En todo caso cuando la llevemos a Punta Lara
te llamamos.
Pero no lo llamamos, fue una decisión de último momento.

Vamos hoy, nosotras. Inés viajó toda la noche, está cansada, cree
que mejor será que vayamos solas. Es algo nuestro. No es necesario
que venga Federico, parece muy triste y muy cansado. Después, ma-
ñana, dentro de un mes, para el cumpleaños, publicamos un aviso,
hacemos una reunión, leemos alguno de sus escritos…

Habían pasado siete días. Inés se fue a su casa la misma tarde en


que murió mamá. Acaba de volver, viajó toda la noche, está con esa
tos que yo le conozco de cuando éramos chiquitas: seca, inconfundi-
ble, parece que los pulmones se le dieran vuelta.
—Es que estamos grandes para tanto traqueteo –dice.
—Muy grandes…

47
El guardapolvo gris, los zapatos negros y mal lustrados, el pelo ru-
bio y fino atado con una gomita sin gracia. Deambulo por el patio
del colegio. A esta hora, la mayoría de las pupilas están en el estudio.
Pero la hermana Adela me echó de allí. Y a mí me gusta que así sea.
Me encierro en el cuarto en el que se guardan las escobas y leo las
vidas de los santos, el antiguo y el nuevo testamento, sé quiénes son
David Y Goliat, Jonás, al que le pasa lo mismo que a Pinocho, Elías,
que viaja en un carro de fuego, y Eliseo (como mi papá). Sé de qué es
capaz Dalila y como el pobre Sansón se queda sin pelos y sin fuerza
por culpa de ella .Y entonces levanto los ojos y veo a un costadito un
pájaro muerto. Duro. Lo levanto y lo miro con cuidado. Tiene los ojos
redondos, pocas plumas y grises, las patas finitas. Es un pichón huér-
fano. Se debe de haber caído de la higuera y alguien lo juntó y lo dejó
allí, en el cuarto de las escobas. Me trago la tristeza como si fuera un
caramelo duro que se atasca en la garganta. El muertito cabe en mi
mano y las plumas están mojadas.
Le hago un nido con el pañuelo y saco del bolsillo una latita de
metal, con tapa (es un tesoro que encontré en el tacho de basura).
Tiene escritas dos palabras: Anilina (con mayúscula) y Colibrí (con ma-
yúscula). El pichón cabe perfecto.
Me sitúo debajo de la higuera. Elijo un lugar y lo rodeo con un cír-
culo. La tierra está húmeda. Entonces cavo un pozo con una cuchara.
Deposito la caja con el pichón adentro. La caja queda hundida y solo
sobresale la tapa que dice: Anilina Colibrí. Con dos maderas chiquitas
fabrico una cruz, las uno con la gomita que saco de mi pelo. Clavo
la madera atrás de la tumba. Digo: se murió Anilina Colibrí. Muchas
veces lo digo. Rezo: Padre nuestro que estás en los cielos, cuidá de
Anilina Colibrí. Rezo: Santa María, madre de Dios. Y de pronto lloro.
No puedo dejar de llorar hasta que viene la hermana Adela y me dice
hereje y me levanta del cuello del delantal y me lleva con ella dicién-
dome hereje y escucho la voz de Inés llena de rabia, ella que es tan
mansa y buena llena de rabia: quién la está maltratando a mi herma-
nita. Me doy cuenta de que no sabe que es la hermana Adela la que

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me está castigando por hereje. Inés, por mi culpa, tendrá también un
castigo. Se salva porque le agarra mucha tos.

—¿Estas bien?
Inés dice que sí, solo le bajó la presión, cree.
La voz de mi hermana parece un vidriecito a punto de quebrarse.
En esa voz, recupero por un instante un pedacito de la infancia, una
etapa de la vida que las dos quisimos olvidar.
Ella tiene un año más que yo. Pero siempre fue la más grande. Es-
taba por cumplir siete cuando nos pusieron pupilas. Bautizarnos (Inés
no se acuerda, vuelve a decir que es raro porque ella un año antes de
estar pupila tomó la primera comunión), comprar los uniformes ne-
gros, numerar la ropa de cama bordándole un número con hilo azul,
las rayas rojas y verdes de los colchones flamantes, papá que se va de
viaje, mamá que llora y la comida fría sobre una mesa sin mantel. Todo
forma parte de un mismo recuerdo. No hay ese paisaje sin mi herma-
na. Yo me refugiaba en su mano casi tan chiquita como la mía, sentía
el borde de su pollera negra rozando mi pierna, el borde de su pollera
contra el borde de la mía, también negra, tableada, el viejo uniforme
del colegio eucarístico.
Esa noche nos asignaron las camas, la mesa de luz, las sillas. La
madre Modesta nos enseñó cómo había que desvestirse poniendo el
camisón por arriba de la cabeza, como si fuera una carpa, un telón, la
intimidad del cuerpo y sus vergüenzas protegiéndose de la mirada de
los otros.
La habitación era grande, rectangular, llena de camas con acol-
chados blancos, sábanas blancas, el mismo grosor de las almohadas,
el número bordado con hilo azul en cada funda, en cada frazada, en
cada bombacha. Todas las chicas estaban en silencio, menos la monja
que rezaba en voz alta. No decía buenas noches, sino “Viva María, ni-
ñas”. La luz se apagaba dejando apenas un foco diminuto, que dejaba
ver sombras, fantasmas, figuras. Despacito, descalza, con el camisón

49
blanco que se me enredaba en los pies, me deslizaba hasta la cama
de mi hermana. Y ella me abrazaba. Muchas veces lloramos juntas, sin
hacer ruido.
Una noche me pasé a su cama. Una vez más buscando su calor y su
amparo. La monja se dio cuenta, prendió la luz y dijo
—Mañana vamos a hablar de “esto”.
Al otro día nos dijo que estaba prohibido “esto”. Agregó que el dia-
blo suele estar debajo de la cama y, si una niña saca las piernas para
levantarse de noche, el diablo puede atraparla y llevársela al infierno.
Yo no me acuerdo muy bien de cómo siguieron las cosas. Sé que
aprendí a rezar y a ponerme el camisón sosteniéndolo desde la cabe-
za para ocultar la desnudez, sé que mi hermana me consoló muchas
veces y que yo escuchaba su tos, en la oscuridad de la noche, y que
sabía que estaba con los ojos abiertos.
De ese tiempo, sé que Inés tosió tanto que la tuvieron que inter-
nar, que veía ojos que la miraban en esa casi oscuridad del dormitorio
(después alguien se dio cuenta de que lo que la aterrorizaba eran los
botones de nácar del guardapolvo, los botones brillantes que pare-
cían observarla).
Sé que la necesité muchísimo cuando estuvo internada. Que, en
ese tiempo, se le torció uno de sus ojos y que fue un problema nervio-
so. “Dadas las circunstancias”, como dijo el doctor Climent.
Yo empecé a tomarme la tinta de los tinteros, a deletrear con di-
ficultad en el libro Pimpollito, a creer que Dios estaba en una cruz, a
enredarme en el lío de que uno es igual a tres, a sentir todas las ausen-
cias, a ver crecer a mi hermana, que –ocultando sus pechitos y entre
vergüenzas– me contó cómo era esa primera sangre de la menstrua-
ción, me explicó cómo tenía que hacer para estar limpia.
La vi estudiar en los recreos, ser la mejor alumna, me daba envidia
y orgullo que aprendiera a bordar y que ocupara un lugar en el cuadro
de honor.
Inés es una de mis formas en las que entiendo la pertenencia y la
raíz. Me enseñó a dibujar paisajes con montañas, tres o cuatro trián-

50
gulos que en la punta tenían como un festón de nieve, detrás una
casita con ventanas abiertas y cortinas y un charco con números dos
que hacían las veces de patitos con solo agregarles ojos y una boca.
También me enseñó a leer y a encontrar el hilo secreto de la palabra
que nos lleva a otros mundos.
—No se dice Eskaperake. Se lee Sakespeare (Inés corregía mi lectu-
ra del apellido difícil).
Un día, decíamos, vamos a ser grandes y vamos a…
Juntas.
Después, las cosas de la vida, cada una con sus mudanzas, su fa-
milia, sus hijos, maridos, distancias, olvidos, casas chicas y grandes,
alegres, tristes, casas en las que uno va dejando jirones, restos de piel,
células que se mueren. Alguna Navidad en Sierra de la Ventana, la pro-
mesa de repetir el gesto de encontrarnos, el afecto que revive en cada
encuentro y después los silencios y las llamadas puntuales, cortitas…

Y ahora esta espera, este cielo indiferente sobre nuestras cabezas,


el sol, la caja con las cenizas, Inés y yo que nos hacemos chiquitas en
el patio enorme en el que nos rodean unas pupilas grandes, el borde
de su pollerita negra, tableada, contra el borde de mi pollerita negra,
tableada. Su mano guardando mi mano.

—Es el aire acondicionado del colectivo –dice.


—La presión atmosférica –dice.
Pero yo sé que no es eso. La escuché toser en la madrugada del
veintisiete, mientras asistíamos a ese estar yéndose de mamá, a su
respiración rítmica, sibilante, extraña, la resistencia del aire a entrar en
un cuerpo agotado, el murmullo de la vida que se escapa de la boca
abierta, la piel helada a pesar del calor, las gotitas transparentes que
brotan de los poros.

51
Y la luna redonda y blanca como dibujada en la ventana abierta,
contra la negrura del cielo que en estos días aprendí a mirar como
nunca lo había hecho antes.
Inés tose, con esa tos seca, inconfundible, parece que los pulmo-
nes se le dieran vuelta.
No puede evitarlo.
Inés tose y eso en lo que se ha convertido mamá deja de respirar.

Es el silencio, todo se detiene.


La tos de Inés, como una vara sin magia, nos devuelve la vida.

—¿Estás bien?
—¿Y vos?

—Tenemos que avisarle.


Mi hermana me señala el cuarto en el que el tipo duerme. Enros-
cado sobre su cuerpo largo. Duerme. Como si ya se hubiera desenten-
dido de mamá. Como si no le importara. El hijo de puta duerme. Se
borra justo cuando hace falta, cuando podría hacer falta (no puedo
acercarme a eso que ha dejado de respirar, no puedo cubrirla con la
sábana, ni acariciarla, ni tocarla, ni quedarme un instante más en ese
cuarto. El tipo podría aliviar la situación. Llorar, besarla. Hacer algo.
Pero el hijo de puta duerme. O en todo caso simula hacerlo).
Me sacudo la quietud pasmosa que por un momento (pero, cuán-
to es un momento) se ha apoderado de mí, de mi hermana, de mi hija
que nos acompaña y ayuda.
Ahora hay que hacer los trámites. Son casi las tres de la mañana.

Intento reconstruir el camino que hicimos a la funeraria, la elec-


ción de la empresa. No puedo. Sé que es plena madrugada de sába-

52
do, que hay personas en la calle y boliches con gente que despide el
año que se va. Sé que tuvimos que tocar timbre y que enseguida nos
abrieron la puerta, que el lugar es como una cuadra de panadería, con
una especie de calle empedrada en el medio y habitaciones ilumina-
das en los costados (sé o creo que sé. No importa).
La empleada de la funeraria bien podría estar vendiendo en algún
local del shopping.
Es alta, amable y usa un uniforme azul con el nombre de la em-
presa. No parece de madrugada ya que allí se nota el movimiento de
otras personas, como pasos silenciosos y murmullos que van por dis-
tintas habitaciones de ese lugar desconocido.
Dice: tenemos que llenar unos formularios. Y nos pide los docu-
mentos de mamá, los datos que hasta ahora la han acompañado a lo
largo de la vida, los que conformaron su identidad pero que ya no va a
necesitar (hasta último momento mamá me pedía que no fuera a per-
der sus documentos: el carnet de IOMA, las llaves del departamento y
de la puerta de calle. Es más, una semana antes yo le había llevado un
baulito con candado, para que pudiera guardar su cartera allí, para
que no temiera que alguien se la quisiera quitar).
Tal vez, en mi gesto de entregar los documentos, la empleada nota
algo porque me dice que no me preocupe, que de ahora en más me
voy a manejar con un certificado.
Ese cartoncito que dice quién es mamá, cómo se llama, en qué
año nació, qué número tiene para poder ser identificada. Ese cartón,
ya no sirve.
Nos pregunta qué queremos hacer con el cuerpo (la distancia fe-
roz con la que las palabras hacen su trabajo).
La empleada vestida con uniforme azul ofrece una variedad de
“cajones de excelente calidad”. Mi hija le dice que cualquiera y la em-
pleada responde que cualquiera no, que dados los costos… que es
conveniente que pasemos a ver los que están en exhibición. Mi hija
dice que cualquiera y yo digo que no, no, de madera sin pintar no. Inés
hace un gesto de aceptación. Y elegimos uno sin querer siquiera verlo.

53
Nadie más que los empleados de allí van a verlo. Mamá no es mamá.
Eso que estará allí en depósito, por unas horas hasta que complete-
mos los trámites, eso es pura biología.

Todavía es de noche. Inés dice que necesita tomar un café porque


sabe que le está bajando la presión y que el café funciona. No es nada
grave pero lo necesita. Empezamos a dar vueltas buscando un lugar
en el que nos sirvan un café. Desde el auto vemos las confiterías abier-
tas, grupos de gente divertida, parece, con espíritu de fiesta. Un año
que se va, otro año que viene, la esperanza de las vacaciones, final de
estudios, parejas abrazadas, risas, alegría.
Parece extraño, pienso, mamá acaba de morirse. Y nada se ha de-
tenido, salvo ese grupo que somos nosotras buscando un lugarcito
abierto para tomar un café que va a levantarle la presión a Inés. Y
mamá, eso que queda de mamá sola. No pasa nada. Apenas una per-
sona vieja, sin importancia, que acaba de morirse.

La reserva, Inés, yo, mamá, ese silencio denso de las primeras ho-
ras de la tarde, el agobio, un pájaro con su grito de cuchillo.
Mejor que no haya venido Federico.

—Los hombres que se enamoraron de mí después fueron grandes


amigos –dijo mamá. Está claro que pensaba en Federico, en Roberto
Riveyra, en Julio Pedeterra, incluso, tal vez, en el tipo (¿por qué si no lo
eligió para cuidarla?).

Federico la quiso con la pasión del primer amor. Dijo. Y lo sé.


Cómo no saberlo si yo tenía ocho años cuando lo vi por primera vez
y me acuerdo todavía de esa forma de pasarle el brazo por la cintura,
atrayéndola hacia sí (Federico también se acuerda: vos y tu hermana

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se metieron entre los dos, una de cada lado, como para que enten-
diera que esa mujer era de ustedes, de las dos. Agrega: yo no enten-
día nada de la vida).
Todo eso puede ser poco. Pero yo me acuerdo de una manera de
mirarla. Era un domingo. Estábamos en el corredor de la casa de los
padres de Federico. Habíamos almorzado y ahora los grandes conver-
saban. Y entonces lo miré. Lo miré mirarla. Federico estaba afuera del
mundo. Con mamá. Eso era amor. Nunca más volví a ver esa mirada.
Federico cantaba. Tenía una voz chica pero llena de matices,
dulce, sin exageraciones. Hasta hace poco cantaba. Yo lo quería.
Lo quiero. No recuerdo ningún dolor que pudiera venirme de él. Ni
siquiera cuando yo, terriblemente desordenada, escribía cualquier
cosa en su tablero, le usaba las “rotring” para dibujar unos monigo-
tes que fue lo único que aprendí a dibujar en la vida además de las
montañas con festones de nieve y las casitas que me enseñó a hacer
Inés. Tal vez él se lo contara a mamá, con un tono dulce y a la vez
molesto. No lo sé. Supongo que de ser así mamá tampoco le habría
dado importancia aunque a su manera ella lo quería. “Sé de tus ma-
nos dulces y expresivas/ que me acarician en la sombra de oro/ sé de
tu canto azul/ leve y sonoro/ y de tu paso pálido de niño.”
—Buen tipo, seguro que sí. Egoísta, también. Hijo único –afirma
mamá. Los hijos únicos son todo para ellos. No tienen que pelear
por nada, no saben compartir.

Estos meses Federico vino casi a diario. Su ropa de buena marca,


las camisas de pequeños cuadros, los pantalones amplios, las zapa-
tillas, la dulzura para hablar, los chistes ingenuos. Sé que no es feliz,
quién podría serlo en la vejez. Pero hay algo más en él, una tristeza
que se suelta de su figura magra de Quijote, una pena que lo envuelve
como una gasa blanca y leve, persistente. Es por la vida, supongo. Por
el final. Y por esta circunstancia de mamá muriéndose. No debe ser
nada fácil para él. Y sin embargo viene a visitarla con la fidelidad de

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un novio antiguo. Le trae sanguchitos de miga, caramelos de miel y
leche. Conversan apaciblemente. De cosas sin importancia. Se acuer-
dan de amigos, de un baile de disfraces en el club de La Loma cuando
él todavía no se había recibido y decidieron a último momento que
iban a ir a bailar un ratito.
—Te pusiste unos anteojos de gata.
—Y a vos te daba vergüenza, eras tan reprimido, tan nenito de
mamá.
Por un instante, parecen recobrar el cuerpo joven, las ganas.
Dura un milésimo de segundo. Y vuelven al silencio. Se escucha el
ruidito suave del climatizador. Les ofrezco traerles agua. Veo los ojos
verdes de mamá que brillan.
Extrañamente, el hijo de puta del tipo no protesta. Él, que odia al
mundo, no dice nada. Prepara unos mates en silencio. Ni muerta yo
tomaría un mate con ese tipo. Pero no se queda, desaparece durante
la visita. Marisa, la cuidadora, me dice que lo vio sentado en uno de
los bancos del boulevard. Llorando lo vio.

Entre las fotos que encontré en los días de la enfermedad hay


una de Federico en la que está desnudo; el cuerpo es largo, el mis-
mo ancho en los hombros que en las caderas, el pecho liso. Se tapa
los genitales con las manos. Tiene cara de sorpresa, una sonrisa casi
infantil y los mismos ojos melancólicos de siempre.

Mamá cuenta que le dijo: si doy un golpe en el piso, aparecen


cien hombres dispuestos a enamorarse de mí. Federico asintió: ¿pero
quién te querría como yo? Mamá dice: es como yo digo. Alguien entre
inocente y pelotudo.

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Le pregunto cómo la conoció. Estamos en el parque, yo en la repo-
sera y él en el pasto. Mis nietos corren alrededor de nosotros.
Él dice que estaba con sus amigos cuando vio una mujer muy ru-
bia, tenía un vestido celeste con muchos botones adelante y los ojos
verdes –como nunca vi otros (versión de Federico). Dice que él era
tímido, hijo único y técnicamente virgen. Dice también que se fascinó
y comenzó a seguirla. Que ella entró en la confitería Cabildo y pidió un
café. Estuve muerto con tu madre, me dice.
—¿Qué fue lo que más te gustó de ella? Le pregunto. Dice que la
intensidad –como el fuego ¿viste? ¿Nunca te paraste a mirar el fuego?
Es algo especial. Si lo mirás fijo, te atrae tanto que no podes dejar de
mirarlo. Podrías acercarte tanto hasta quemarte.

Me cuenta esta escena: viven en una casita a la que un amigo (el


chango Rodríguez, folclorista y borracho) llamó el castillito puntiagu-
do. Tienen una discusión. Y mamá la termina a los gritos y después
dice: me voy. Él, mudo, continúa dibujando en el tablero que ocupa
la mitad de la salita. Mamá aparece arrastrando una valija y él casi ni
se anima a mirarla. Escucha el golpeteo de los tacos finitos que van y
vienen y el ruido de la valija que es arrastrada. La puerta que se abre y
después la voz de mamá.
—¿No tenés nada que decir?
Y él que no, que ella ya tomó la decisión. Se miran. Y ella otra vez:
—¿No tenés nada que decir? ¿No te das cuenta que solo quiero
que me abraces?
Y todo empieza una vez más y así durante los casi diez años que
vivieron juntos.

Abro uno de los cuadernos de mamá, sobrescribe en las tacha-


duras, con verde, con rojo, con azul. Tinta o lápiz da igual, el asunto

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parece ser vomitar las palabras con fuerza, apretando la punta de la
birome como si fuera un cuchillo.
Leo: “Tenía que encontrarme con Federico para resolver lo del te-
léfono. Yo lo conozco, es un tipo bueno. Pero es como si fuera un niño.
Jamás va a resolver las cosas como un hombre”.

Escribe: “Le grité que no tiene dignidad, que aunque sea se vaya
por su dignidad. Él me contestó: mi dignidad es quererte”.

La visitó muchas veces en el tiempo que duró la enfermedad. Lle-


gaba siempre con una sonrisita melancólica, los caramelos de miel
y de leche, el paquete con los sanguchitos de miga, esa mezcla de
ternura y cansancio que se le ha pegado a su figura de quijote ven-
cido. ¿Qué queda, me preguntaba yo entonces, de toda la pasión
que se siente en algún momento de la vida, de toda esa intensidad
capaz de arrastrarnos a lo que sea? ¿Qué pensaría Federico, si es que
pensaba sobre eso, al ver a esa mujer vieja hecha un montoncito de
huesos y dolor esperando, nada más esperando dejar de respirar?

Pero él tampoco sale indemne del tiempo. Está agotado. Ni siquie-


ra tiene ganas de cantar. No habla de su casa ni de sus hijos y no es
necesario hablar de la muerte. Está muy presente.
—Tengo necesidad de compartir esto con vos. No es culpa, es otra
cosa –la voz parece astillársele. —Yo era un niño malcriado –Agrega:
—Recién con los años, me di cuenta de lo solitas que estaban. Per-
doname…
Tomo un sorbito de agua para que los ojos no se me pongan hú-
medos.

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Y lo que me dijo mamá cuando estaba internada: así me das mie-
do, así no me ayudás, mejor andate, funciona. No solo no lloro, sino
que me sonrío. Agradecida.
Creo que pensé en Punta Lara para llevar las cenizas de mamá por-
que en el fondo de la casa está lo que queda de sus animales: Sujai,
Keiko, Pipper, Semillita, el Enano. Allí, mezcladas con la tierra húmeda,
socavada a veces por el agua del río están las cenizas de esos amores
profundos, incuestionables.
Mamá cuidó y disfrutó de sus animalitos, les dio amor y lo recibió
también de ellos. Consta en sus diarios el peso con el que nacieron, el
día, el nombre, las aventuras y desventuras de cada uno. Está celoso,
dice. O, le gustan las galletitas con membrillo. A Fulano lo quiere y
por eso, cada vez que lo ve, hace cuatro ladridos cortos, en cambio, a
Mengano, lo detesta y por eso no lo ladra ni mueve la cola. En los ojos
de ellos, dice, está todo el lenguaje. Los animales tienen sensibilidad
de artista pero sin la vanidad, sin esas cosas de pavo real que terminan
por lastimarnos, dice. Me incluyo, dice. Yo no quiero ser humana. De
todas las especies, la humana es la más desgraciada. Quiero ser como
ellos. Intento y a veces logro ser un animal.

Escribe: “Se llama Po-í, es un nombre diminuto como él. Nació del
tamaño de tres centímetros apenas, después de dos hermanos. Fue el
más chiquito de todos. Yo lo miré, lo sentí tibio en mi mano y supe que
iba a quererlo como lo quiero. Tengo también a la mamá, se llama Semi-
llita, ya tiene nueve años y medio, la cara cubierta de canas, pero cuan-
do juega con Po-í parece una jovencita sobre sus cuatro patas. Los dos
son marrones. Los dos tienen los ojos como bolitas de barro. Los dos llo-
ran cuando me voy, se ve que extrañan. Saltan de alegría cuando vuel-
vo y me doy cuenta que están esperándome del otro lado de la puerta.
Ellos son mis compañeros de verdad, viven conmigo, conocen todos
los movimientos de la casa y la armonía entre nosotros tres es perfecta.
Un escritor sabio dijo eso que es tan trillado: cuanto más conozco a la

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gente, más quiero a mi perro. Pero es verdad, por eso es trillado. Los
animales nos dan todo y a cambio solo piden amor. No nos cuestionan,
no nos ofenden ni nos juzgan, siempre están de buen humor, aunque,
seguramente, ellos, como nosotros, deben de sentirse mal de vez en
cuando. Pero a diferencia de los humanos, de los hijos, de los padres, no
exigen, no culpan. Se meten en su silencio de colas escondidas, de ojos
que lo dicen todo sin necesidad de palabras.”
Dice también: “Me gusta pensar que si la posibilidad de otra vida
existe, yo quisiera un paraíso de perros. Tal vez venga de ese lugar por-
que me gusta pensar en un paraíso lleno de ladridos. Puedo imaginar-
me en un mundo de lenguas que acarician, correr en cuatro patas. No
lo digo porque no quiero ofender a nadie pero la gente no me gusta,
nunca me gustó tanto como ellos.”

La veo en el último fin de año antes de enfermarse: el cuerpo del-


gado, todavía ágil. En silencio (por el aturdimiento y la sordera suma-
da al ruido de cubiertos, vasos, voces, gritos de alegría de los chicos,
el estruendo de los fuegos artificiales que vienen de afuera). Sostiene
entre sus brazos a Po-í. Le habla muy despacio y al oído. Y él la mira
con sus ojitos en los que las cataratas ya han iniciado lenta, progresi-
vamente, su trabajo de demolición.
—¿Le estás contando que ya pasó otro año? –Le digo.
—No –me contesta. —Él no sabe del tiempo de los relojes. Por
suerte, ellos no saben del tiempo ni de la muerte.

Preguntó mi hija:
—¿A quién querés más, a la tía y a mamá o a Keiko y Sujai?
—Son amores distintos –contestó mamá.

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Abro uno de sus cuadernos. Leo la fecha: 1977 (las palabras arra-
sando los márgenes, vomitando los signos hasta cubrir la hoja). Pien-
so en nosotros deambulando sin salir de la provincia, los pueblos infa-
mes en los que nos sentimos tantas veces parias. Los silencios. Sobre
todo los silencios. Pesando los silencios familiares.
—¿Por qué Gastón no está más? –la pregunta viene de mi hija que
es muy chiquita, que no entiende esa pila de latas de leche nido con el
emblema de la cruz roja ni los silencios con los que las preguntas caen
por un agujero infinito lleno de suspiros.
—Por pensar distinto… (No se me ocurre otra cosa).
—¿Por qué Laura está presa y Alberto también?
Le digo que por pensar distinto… (Es tan chiquita)
—¿Distinto a quién?
Su pregunta no va a recibir una respuesta por mucho tiempo. El
silencio es nuestro lugar de esos años. El punto máximo del ahogo. Y
nosotros somos tan chiquitos que cabemos en un ovillo de mentiras y
de silencios que quieren protegernos.
Pienso en una palabra: nostalgia.
Pienso en otra palabra: ausencia.
Pienso en otra palabra: insilio.

Mayo 1977.
Varias páginas en la que expresa malestar por estar obligada, dice,
a ir a la presentación de la novela de un tal Carlos Barroso, secretario
de la sociedad de escritores de la provincia. “Carlos es una persona
fea. Llena de vanidad. Escribe para que lo aplaudan y publica porque
le sobra plata para hacerlo y le falta bastante de mirarse a sí mismo.
Sus poemas son grandilocuentes, mentirosos. En cada oración siem-
pre dice yo, yo, yo. Pero es el secretario del grupo del café literario
y tengo que ir, poner buena cara, decirle que es buenísimo, que su
novela, que se llama La isla de los ausentes es más o menos, lo máximo
de la literatura universal. Si él se imaginara siquiera lo que pienso de

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los cuatro libros que escribió, de cada una de las porquerías que nos
hace leer para que le demos una opinión. Pero, después, si alguien le
ofrece una crítica de buena fe, le discute a muerte, se ofende y lo deja
de lado. Es un pavo real y estúpido. Pero tiene amigos en el Ejército.
Hay que tener cuidado con lo que se dice delante de él.”

Me sorprendo y lo charlo con Inés —¿Por qué mamá tenía esa cla-
se de amigos? –pregunta.
Le cuento lo que me dijo una vez refiriéndose a Barroso: es un gran
escritor y muy amigo mío.
—Pero acá está su diario. Desmintiéndola. ¿Por qué?
No lo sé. Creo que si ahora pudiera preguntarle tampoco encon-
traría una respuesta. Todo parece contradictorio pero mamá era im-
previsible en su manera de mirar el mundo. O no. Porque las personas
somos la suma de las máscaras, la suma de lo que aprendemos y de
lo que sabemos por ¿instinto? Eso en mamá estaba muy acentuado,
muy expuesto. “Yo soy esa mujer la superada, la que no cree en Cristo
y no mendiga, yo soy esa mujer que se prodiga y a veces tiene clara
la mirada”. (Yo odiaba esa poesía que mamá recitaba como una carta
de presentación). Pero no siempre podía superar los prejuicios ajenos
y los propios, “soy esa mujer que indiferente atraviesa las calles de la
vida, ajena a los prejuicios de la gente”. Prejuicios que, en ocasiones,
hacía propios y, al rato, ajenos. Así era mamá. Esto y lo otro. Yo tam-
bién, a veces, me sorprendo cuando alguien cercano dice lo mismo.
Pero referido a mí.

Otra página: una caminata con el tipo por Punta Lara en un día
de invierno muy frío. Los pastos están “planchados”, por lo que dedu-
ce que el río ha subido mucho durante la noche. Los pescadores han
dejado a un costado “infinidad” de pirañas. Ella se acerca para verlas
mejor. Las describe así: con muchas tonalidades azul-grises y reflejos

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dorados en la parte clara llena de lunarcitos negros. Agrega después
del punto: bonitas y más, hermosas. Después cuenta que con el tipo
entran en la reserva. Se quedan sentados en el tronco de un árbol,
sin hablar, casi hasta congelarse. Comienzan el regreso acompañados
por una perrita vagabunda. En la vuelta al camino están desorienta-
dos; empiezan a ver las primeras casas. En una calle lateral está dete-
nido el colectivo y se acercan para preguntar dónde es la parada.
Descubren al chofer “haciendo el amor” con los pantalones bajos
y de pie. Sin embargo, muy respetuoso, el hombre les dice que está
en un descanso y que en unos quince minutos iniciará el recorrido,
deben esperarlo a dos cuadras. El hombre sigue en lo suyo y ellos ca-
minan hacia la parada. Cuando suben al colectivo la perrita se queda
mirándolos “con toda la mansedumbre y la ausencia de los que están
acostumbrados a perder”.

Alguien muy cercano me da otra perspectiva sobre mamá: una


mujer arrasada por su intensidad, incapaz siquiera de hacerse cargo
de sus afectos. Víctima de los mandatos del patriarcado, rebelándose
en superficie pero atrapada en valores confusos, no podía terminar
de construir un sistema de ideas, una moral básica, una manera de
pensar el mundo que sintiera como propia. Y entonces se movía con
el impulso del instante y creaba una nueva mirada, una perspectiva
que la llevaba a construir universos intensos y volátiles que eran rem-
plazados por otros sistemas igual o más de intensos y volátiles.

Esto es posible en parte. No hago una defensa de mamá y, ade-


más, ya está mucho más allá de cualquier ataque o defensa. Pero ¿es
tan malo cambiar de ideas, de sentimientos, de lo que sea? Nos guste
o no nos guste, mutamos nuestra piel como las víboras. Y con la piel
también cambiamos ideas y sentimientos. Mamá era poco leal, tal vez,
a las palabras. No tenía la consistencia, la solidez de quienes siempre

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están en el mismo lugar, adhieren a un partido, a un eslogan. A una
persona. Y eso tiene un precio. Y lo pagó. Y lo pagamos. Pero quizás
tuvo la mayor de las lealtades: fue leal a sí misma. Hasta el final (¿fue
leal a sí misma?, ¿qué pretendo decir con eso?).

Lo charlamos con Inés. No está segura de adherir. Yo tenía veinti-


cinco años, dice. ¿Te acordás de esos meses antes de que me fuera a
Río Colorado? Tuvimos que ir a vivir con mamá (yo también tuve que
vivir alguna vez con mamá, es decir que, de alguna forma, por preca-
ria que esta fuera, pudimos contar con ella. Es raro, antes no lo había
pensado).
Dice mi hermana:
—Llegó mamá de una reunión en el Consejo de la Paz y me mostró
un anillito como de lata. Dijo que estaba hecho de material de avión,
de aviones que los vietcong les bajaban a los vietnamitas. Yo era ino-
cente entonces pero no tanto como para no objetar:
—Pero ¿no estás en un consejo para la paz del mundo?
Mamá me miró como si yo fuera estúpida.
—¿Es una prueba de qué?
—De que mamá está fuera de cualquier definición.

Sábado de Agosto 1976.


… si uno pudiera evitar las mudanzas, el mundo de mesas con las
patas para arriba, los roperos desarmados, las ventanas sin cortinas, las
cajas por las que asoma una manga, el colchón con la mancha oscu-
ra como una vergüenza. Las otras mudanzas. Irremediables como la
muerte, como la vejez, como las pérdidas.
Si uno pudiera.
Pero no puedo, es más: son un continuo en mi vida, la constante.
Las llevo en la piel, gitana, ando por la vida mudándome todo el
tiempo.

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Las mudanzas son el referente que ayuda a mi memoria. La fotos
de mi vida están en las mudanzas: en aquella casa de la calle tal, en el
departamento del séptimo, en tal ciudad.
No quiero entrar en la trampa del subjuntivo, no quiero imaginar-
me qué hubiera sido mi vida sin tantas mudanzas, sin la humillación de
los colchones desnudos de sábanas, sin los espejos rotos, los cajones
vacíos, esa constante que define una manera de estar en la vida, como
otros se definen en la aparente quietud del polvo perceptible acumula-
do en los estantes, en las raíces oscuras y profundas con las que se atan
a un lugar.
Miro las cajas sin abrir, las cajas apiladas, las cajas fuera de las pilas
de cajas apiladas, los cajones del ropero, los envoltorios hechos con pa-
pel de diario, los bultos envueltos con sábanas y atados con cintos de
ropa que no uso y que la mudanza trae nuevamente al presente, resuci-
ta arrancándolos del fondo de un ropero, como también resucita otros
trastos: cucharitas perdidas debajo de un mueble, una media, un grillo
seco vaya a saber de cuándo, una revista con ese artículo que busqué
hasta el cansancio, hasta asumir la pérdida.
Cada mudanza es un despojo, es un viaje hacia algo diferente, una
mutación cargada de frascos de perfume vacíos que, de golpe, recupe-
ran olores. El cinturón que ata la caja se viste con el vestido que ya no
existe, la media del bebé no entraría en el pie que ha crecido, el artículo
de la revista, que no pude encontrar en su momento, carece ahora de
importancia.
Duelen las mudanzas, dejan expuestos los pudores y los orgullos,
las ganancias y las pérdidas, pero, sobre todo, las pérdidas, los princi-
pios y los finales apilados o sueltos, rotulados en cajas o envueltos en
sábanas o frazadas, los colchones con esa mancha oscura que solo po-
drá ocultarse cuando armemos la cama en otra casa, en otro lugar, en
otro pedazo de la historia, con tornillos nuevos (porque los otros se los
traga la mudanza, hunde las cosas, las esconde).
Cada mudanza hace girar la cuerda del tiempo, abre el álbum de
fotos. El golpe de las fotos que caen sin orden. Las cajas con cuadernos

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forrados con distintos colores, el boleto de un viaje que iba a ser inolvi-
dable, pero terminó siendo un desastre.
Si al menos aprendiera algo de ellas. Pero no. No se aprende con
ellas, ni siquiera se camina más ligero por desprenderse de algunos
trastos. Solo se ponen las piezas de otro modo, con la ilusión de un or-
den nuevo que nos salve de los tropiezos en la oscuridad. Es una ilusión.
Al final vuelvo al desorden conocido, improvisando siempre, miran-
do las mismas fotos, los mismos papeles, oliendo los frascos de perfu-
mes secos que, al abrirlos, liberan mis fantasmas más temidos.
Era 1976. Empujados por las circunstancias fuimos a parar a un
caserío que se llama Claré. Teníamos cuatro hijos muy chiquitos y
Alfredo, mi marido, hacía poco que se había recibido de médico. La
situación en La Plata era cada vez más peligrosa y vimos en esa oferta
de trabajo la posibilidad de irnos de una ciudad cada día más peligro-
sa y de tener un trabajo bueno que nos permitiera criar nuestros hi-
jos sin estrecheces económicas. La casa que el pueblo nos daba para
vivir era blanca, cuadrada, fea, con habitaciones de techos altos que
transpiraban tristeza y hostilidad. Estaba rodeada por un parque lleno
de árboles y el cielo se oscurecía de murciélagos. Ni siquiera había
luz eléctrica y teníamos que usar faroles de kerosene. Nos sentíamos
extraños y ya sea por nosotros o por la gente, por las dos cosas o por
lo que fuera perdimos el entusiasmo y ya no pudimos volver. Alfredo
empezó a mostrar una tristeza que nada iba a poder suavizar y yo me
refugié en la lectura de una manera voraz, como si mi vida dependiera
de la desgracia o la felicidad de lo que ocurría entre las páginas de
un libro. No sabía cómo ayudarlo ni cómo ayudarme y todo salía mal.
Cada uno o dos meses volvíamos un fin de semana a La Plata. Y allí nos
enterábamos de los muertos, de los presos, de los que no se sabía. A
veces el silencio se instalaba como una presencia insoportable. Todo
había cambiado.
Entonces apurábamos la vuelta a Claré. Dejábamos la ruta y nos
internábamos en complicados caminos mal trazados, de tierra. Viajá-
bamos de noche para que los chicos durmieran. Yo miraba con triste-

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za cada árbol que iba quedando atrás. Volvíamos a la maledicencia, a
los paisanos que golpeaban a nuestra puerta a cualquier hora para ser
atendidos, a las comparaciones malintencionadas con las bondades
del médico anterior que era una “eminencia”, que “tomaba la presión
de los dos brazos” y “era un verdadero doctor”, “una familia impecable”
“no mandan los chicos a la escuela de aquí”, “tienen una maestra parti-
cular que además les enseña inglés”, “los chicos siempre tan limpitos”.
Llegábamos de una pesadilla y entrábamos en otra.

Vuelve la palabra que no sé si la leí o la inventé. La escribo con ce y


queda en rojo. Dudo. La palabra vuelve. La escribo con ese y otra vez
el rojo. Y la acepto: insilio. Si la leí o la inventé no tiene importancia.
Me suena como si tuviera esta definición: gente que se quedó en ese
momento dentro del país. Pero se quedó como si se hubiera ido, au-
sente, silenciada, sin conciencia de todo el sufrimiento que significa
estar lejos de su casa, de sus amigos, de su mundo, de sus libros, de
sus lugares. Significa dejar de ser un joven del que puede esperarse
casi todo y que espera todo y pasar a ser un inadaptado imprevisible
y peligroso. Un humano insignificante hundido en el silencio.
En el silencio del insilio.

Mamá llegó en ese contexto. Sola. Se había separado de Augusto,


un veterinario peruano que de golpe también era violento. (Ella tenía
algo con los peruanos, tal vez se dejaba llevar por los moditos suaves,
delicados, por su docilidad aparente y la mansedumbre perruna que
después mutaba hacia la violencia .Y, qué extraño, las personas que se
ocuparon de cuidarla al final, exceptuándome, eran, son, peruanos.)

La cosa es que mamá llegó diciendo que se iba a quedar un tiem-


pito, que se había separado de Augusto, que este había viajado a Perú

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y había vuelto casado con una chola muy parecida a una cucaracha.
Nada más. Se habrá quedado unos veinte días. Creo.
En el lapso de su estadía (tortuosa y complicada) empezaron a in-
vadirnos las gallinas de un vecino cuyo fondo daba contra el nuestro.
Era un turco desagradable y gigante y tenía una especie de tiendita.
En la puerta colgaba bombachas, polleras, frazadas, toda la mercade-
ría a la vista. Era un chismoso, uno de los tantos chismosos del pueblo.
Yo sabía que había dicho que nosotros éramos raros, que dejábamos
a los chicos jugar desnudos en el patio, que éramos sucios y, de no-
che, seguro tomábamos vino y nos mamábamos.
Al poco tiempo de estar en Claré yo estaba harta del pueblo, del
turco que colgaba sus mercancías colorinches en la puerta y de las ga-
llinas que invadían la casa al menor descuido y cagaban sobre la mesa
de la cocina, en la sala de espera o donde se les antojara.
Mamá las vio y la escuché espantarlas y después correrlas con un
trapo pero unos días después, sin consultar, transformó a una de ellas
en un guiso. Estaba contenta cuando le pregunté qué estaba cocinan-
do. Y me dijo que un guiso verdadero, de campo. Como los que ella
comía en “El Caballero Blanco” (un restaurante al que había ido varias
veces en su mejor época, con su mejor amor, como dice en uno de
sus diarios).
El problema con el turco llegó antes de que terminara el día. Es lar-
go de contar. Finalmente, le pedí a mamá que fuera a disculparse. Me
dijo que no, que el tipo era una bestia. Le dije que precisamente por
eso, que nosotros necesitábamos estar lo mejor posible con esa gente
bestia, que vivíamos allí. Y ella que no, que el tipo se merecía eso, que
mejor habláramos de otra cosa. Insistió con que el tipo era una bestia.
—No por eso tenés que robarle la gallina –le dije.
—Entonces, que las cuide. Fijate que no vinieron en todo el día.
Es justicia.
Se fue enojada. Yo también me quedé enojada. Mamá no podía
ponerse en el lugar de otro. Pero yo, ahora que lo pienso, me pongo
en el lugar de mamá. Tal vez, a su manera, solo pensaba en ayudarme.

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Es difícil medir la intencionalidad de los demás y mamá era difícil de
entender.

Mucho tiempo después, supe que, según mamá, en esos días no


había estado en Claré sino en la entonces URSS, enviada por el Conse-
jo de la Paz. Entre sus papeles hay un pasaporte en el que el viaje no
figura. En mis cálculos tampoco y ella hablaba poco de eso. Tenía una
gran habilidad para cambiar de tema.
—¿Estuvo o no estuvo? –pregunta mi hermana.
—Creo que no –le digo. Y me acuerdo del guiso de gallina.

Supongamos que mamá quede aquí en la reserva. Lo que queda


de ella quede aquí. Ahora estamos en pleno verano y está todo bien:
la luz, el sol, el río, el olor que viene del agua. Todo el conjunto con-
forma un lugar ameno y bello. Al verano le sucede el otoño y también
está bueno: parvas de hojas crocantes y secas, hojas que se pudren
con ese olor dulzón y la melancolía, etcétera. Pero después viene el
invierno, el hielo, las ramas desnudas y las noches interminables. El
río crece en la noche y puede meterse en la casita, puede entrar en
la reserva, las alimañas buscando refugio, el tipo inmundo y mamá
indefensa, lo que queda de mamá, la caja de cenizas tal vez saliendo
de la casa, navegando entre las raíces podridas y entrando por fin al
río oscuro, gigante, que arrasa.

Esto ya le pasó. En aquella inundación del ochenta y siete. La vez


que la furia de la naturaleza empezó en el Amazonas para terminar
aquí, en este codo del Río de la Plata. Entonces la reserva se llenó de
monos, de serpientes, de tortugas gigantes. Y mamá allí, entrando en
su casa, empapada por haber nadado en un baldío en el que unos
perritos se estaban ahogando, después de salvarlos, mientras el agua

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no paraba de subir y ella solo podía mirar y escuchar el ruido del agua,
sabiendo que las lanchas no entraban allí, que nadie podría rescatarla.
Con casi dos metros en la casa, sola, dice, pensó: esta es la muerte
tan temida, pero no tengo miedo, solo siento ganas de dormirme. Se
despertó en la parte alta de la cucheta, con el sol en la cara, uno de los
perros flotando muerto y la marca del agua que, milagrosamente, en
el punto máximo que ella hubiera podido soportar, había comenzado
su descenso

Octubre 1992
[…] Mi yo animal es el que me abre los ojos en la mañana. El que
descorre las cortinas para que sienta el sol, las nubes, la lluvia torpe o
dulce. Ni siquiera reparo en mi cara frente al espejo.
Siento la alegría del café con leche, la voz inocente de la cucharita
golpeando contra los bordes de la taza mientras mi yo animal devora
insaciable los gatos nocturnos, los escorpiones que en vano intentan
trepar por las paredes. La luz los delata, los hace insignificantes y el
desayuno se transforma en una fiesta. Entonces los cuadernos son po-
sibles. Ciertos. Seguros. Ordenados.
Pero vuelve la noche, de a poco, lenta, como si anduviera desnuda.
Y la oscuridad que todo lo embetuna. Y entonces mi voz deja de ser
un río, deja de ser charco, deja de ser canilla. Es ahora un hilo de coser,
un algodón que absorbe los sonidos de la calle, y hace que duela el
aire que entra y sale por la boca.
Mi yo animal, en la noche, es expulsado de su territorio. Y ya ex-
tranjero, mutilado, repta por las vísceras, se hace ovillo, llora de sangre
y baba mientras se asoma por el borde de los ojos desiertos. Y allí está
el estupor de los fantasmas, los muertos que la mañana oculta en los
cajones vacíos, mis atroces rencores, las sombras. Mi yo animal y yo
caminamos entonces sobre las ardientes viscosas.
Una mujer hecha de espanto se apodera de mi cara, la transforma
en un pergamino rajado, descubre los ojos sin fondo, el tajo por el que

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se escapa la pequeña culebra que se tragó la lengua. Ya no me nom-
bro, ya no puedo aullar. Y aterrada, insomne, espero el día sabiendo
que, cuando llegue, mi yo animal me abrirá los ojos, descorrerá las
cortinas para que entren el sol o la lluvia torpe o dulce.
Y no veré la cara de espanto que se refleja en el espejo.
Y sentiré la alegría del café con leche, la voz inocente de la cucha-
rita golpeando contra los bordes de la taza.

Ella estaba sentada en la cama, apoyada sobre las almohadas. Yo le


había dado la cena y suponía que el tipo no tardaría en llegar. Mamá
me había pedido que le trajera un DVD y Lo que el viento se llevó. Le
puse la película pero ella no podía prestar atención. “Tengo la cabeza
en otra parte, lejos” me dijo. Entonces nos pusimos a hablar de Marilyn
Monroe, de Ava Gardner. Cosas así: Frank Sinatra estaba enamorado
de Ava Gardner. No tenía importancia lo que estábamos diciendo. Un
pedacito de noche entraba silencioso por la única ventana de la habi-
tación. Ella tenía sobre los pies una manta de lana, celeste. Me dijo de
pronto: yo quise mucho a un hombre. Mucho. Muchísimo. Se quedó
unos momentos en silencio (y yo pensé que ese hombre podría ser
papá. Por algo desde que él había muerto decía y firmaba como su
viuda. Y este hecho era inexplicable para mí). Pero dijo otro nombre:
Julián Jalil. Nos miramos.
En ese momento hubiera podido preguntarle. Saber qué cosas
esperó toda la vida de un hombre, qué era el amor según ella lo en-
tendía. Por qué le había dicho a la cuidadora: Marisa, yo necesito un
hombre, qué había querido decir con eso. Podría haberle preguntado.
La vi dispuesta a abrirse. Sentí que confiaba en mí como nunca antes
lo había hecho. No sé. Algo que todavía no entiendo me llenó de pa-
vor. Quería que no hablara. Baje los ojos.
—Bueno –le dije–, mejor hablemos de otra cosa.
Suspiró con un suspiro largo, como si saliera de un lugar cerrado. Y
me dijo que sí, que no valía la pena.

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Fue la anteúltima oportunidad que tuvimos. Le acomodé la manta
de lana celeste sobre los pies un poco fríos. Y hablamos de otra cosa.

Me dice: me gusta que venga tu hermano de visita.


Y mi hermano, mi medio hermano, el hijo de papá, viene a verla
y le trae, como Federico “los mejores sanguchitos de City Bell”. Mamá
se ríe con sus cuentos de humor negro, con la ferocidad alegre con la
que defenestra órdenes y prejuicios, con su salvaje sentido del humor
que no deja bien parado a nadie, ni siquiera a sí mismo. Mi hermano,
mi medio hermano, aprecia a mamá, valora dice, la valentía con la que
mamá ha encarado la vida, cómo se ha cagado, dice, en los prejuicios
y la pacatería de su época.
Me acuerdo del día que nació. Papá fue a buscarnos a la casa de
mi abuela para contarnos la nueva y nos llevó a conocer el hermanito.
Me llamó la atención que tuviera unos ojos tan negros, tan grandes
y abiertos. Lo quisimos mucho. Lo vimos poco. Tuvimos diferentes
personas que nos formaron distintos. Y a pesar de eso, de todas las
diferencias hay algo invisible, firme, que lo trae a la casa de mamá que
se está muriendo, con los sanguchitos de miga más ricos de City Bell,
con los chistes más vulgares, ordinarios y groseros que mamá festeja
con sus últimas risas.
—Nosotros –dice la madre de mi medio hermano– somos una fa-
milia de degenerados.
Lo dice sin mala intención, como quien acepta la verdad que no
pesa, como si la explicación careciera de importancia. Es como cuan-
do mi cuñada mirando comer a su hijo gordo dice que los genes son
de plomo y que por eso pesan.

Esa noche el tipo no llega. Prometió que iba a estar a las ocho y
las horas pasan y la figura oscura no se dibuja detrás del vidrio esme-
rilado de la puerta. No quiero que mamá se angustie, no quiero que

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se dé cuenta que el hijo de puta no viene. Agrego unas gotas más
al medicamento con la esperanza de que se quede dormida. Estoy
exhausta. No hay un lugar medianamente cómodo en el que pasar la
noche. La habitación de mamá es demasiado chica para poner otra
cama y el hijo del pastor, que es albañil, está cambiando los pisos de la
otra habitación, preparándola para que mamá esté de la manera más
confortable que se pueda el tiempo que le quede (pero ahora está
todo dado vuelta, vuela el polvo, los tachos de pintura, los muebles
caóticamente amontonados en el patio cubierto, las pilas de libros a
punto de volcarse).
—Hacer esto con una persona enferma es no tener idea del sufrimien-
to –dijo el tipo. Lo dijo rumiando, como si hablara con alguien invisible,
como si no pudiera interpelarme directamente. También dijo: es no tener
sentimientos (qué sabrá el hijo de puta lo que yo siento, lo agotada que
estoy, lo que pasa a cada rato por mi vida dejándola devastada).
El tipo le cuenta a mamá todo lo que está pasando del otro lado
de las cuatro paredes. Según su versión, su manera de mirar el mundo.
Para él la idea de confort le es tan inaccesible como la de orden o lim-
pieza. El hijo de puta es detallista: lava una taza, cuando la lava, hasta
dejarla finita. Y el resto de los utensilios de cocina, que se pudran, que
se amontonen sobre la mesada.

Y mamá me pregunta si es cierto, si estoy rompiendo todo. Y me


sorprendo con el hijo de remil putas. Y le digo que no, que sí, que en
realidad no, que no es que estoy rompiendo sino arreglando, que era
una sorpresa, que es para que esté mejor, para que viva mejor, que
cuando empiece a recuperarse va a disfrutar de la habitación despeja-
da, del silloncito de hamaca pintado de verde inglés, de la alacena que
ahora tiene solamente platos de loza blanca y vasos. De un tirón se lo
digo, sin mirarla, doblando en cuatro partes una remera y después
guardándola en el ropero que está al costado. Un ropero que ella vigi-
la todo el tiempo, sus ojos se vuelven expectantes y astutos a veces y

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otros llenos de súplica o pregunta: ¿esto también te querés llevar? Le
digo que no, ¿cómo voy a llevarme su secador de pelo, su camperita
de lana azul? ¿Qué creés que estoy haciendo mamá? Trato de que es-
tés lo mejor que se pueda, lo más confortable posible, es un momento
difícil pero todo va a estar bien. ¿Le parece que estoy haciendo mal las
cosas? Me dice que no, que claro que no. ¿Entonces dejo que el hijo
del pastor siga con los arreglos? Parece estar evaluando algo. Me dice:
hacé como quieras, pero tratá de que no hagan ruido.

Me siento incómoda ante mí misma. Hay algo que no entiendo.


Y entonces me pregunto si lo hago por ella, si lo hago por mí, por las
dos, por Beppo, el amigo titiritero que lleva un lobo verde de papel
maché con una cabeza enorme que mueve la boca llena de dientes.
Beppo hace hablar al lobo verde, le hace decir frases tiernas y cari-
ñosas. O capaz que lo hago por Mirta, la vecina que quiere mucho a
mamá. Tu madre, dice, es una excelente mujer, cuando me fracturé,
fue todos los días a preguntarme que me hacía falta, en qué podía
colaborar. Y no fue ni uno ni dos días. Estuve casi un año sin poder
moverme. Si todos fueran como ella…
Mirta, la vecina, prepara cosas ricas para mamá que es golosa. Pero
eso también se corta. Mirta, me dice que, acaba de darse cuenta de
que el tipo tira a la basura lo que ella le lleva a mamá. Cuando le pre-
gunto a mamá, me dice que está cansada, que ya las cosas dulces la
tienen harta.
Creo que el hijo de puta no quiere que mamá sienta que todavía
tiene amigos. Gente que la quiera. Solo él la conoce a fondo, solo él
sabe lo que mamá desea. Así parecen estar las cosas.
Esos días fueron casi iguales. Me levantaba temprano, desayunaba
rápido, trataba de llegar a la casa de mamá antes de que empezara
el desfile de la gente de cuidados intensivos. Había que darle la me-
dicación, llevar la ropa al lavadero o a casa (hasta que el lavarropas
no aguantó más). Después venía el enfermero y la saludaba de lejos,

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con la mano, le preguntaba cómo se sentía y se iba a otra casa, con
otra historia, igual, parecida, de muerte, Marisa llegaba entonces a
cambiarla y la kinesióloga a moverle las articulaciones cada vez más
rígidas. Y una o dos veces a la semana la psicóloga también (Mamá
decía que no quería hablar con esa mocosa, qué podía entender una
chica de lo que le estaba pasando). Sin embargo, terminaba aceptan-
do las visitas, hablaban con la puerta cerrada. Entonces, el tipo se iba
a Punta Lara todo el día. Y yo comenzaba la secreta ceremonia de tirar
papeles, cuentas vencidas, libros húmedos. Iba y venía por la historia
de mamá, por las fotos de conocidos y desconocidos, por los aros y
los collarcitos de perlas falsas, atenta a su voz que iba perdiendo los
matices por el dolor, por el hartazgo, por el miedo.

Inés me dijo un día, por teléfono, refiriéndose a la enfermedad:


sé que es algo terrible. La enfermedad no deja nada en pie. Cuando
es larga, uno termina por cuestionar el amor hacia el otro. Sos vos o
el otro. Las enfermedades largas, de las personas queridas, se llevan
hasta los recuerdos buenos.
Y yo, me acuerdo, en ese momento, pensé que no sabía si iba a
poder sostener el proyecto de mamá en su casa, con el hijo de puta,
con Po-í, con el enfermero, con Marisa, la cuidadora, con el miedo de
mamá que le iba transformando la voz en algo áspero, duro, impe-
rativo. No sabía si iba a poder con el mundo de la enfermedad, con
las esperas en la farmacia, con mi miedo que me despertaba en la
madrugada, con la sensación de un camión sobre la cabeza, la pata
de un elefante aplastándome a la altura del corazón.
Ahora lo sé: pude. Pero no sé a qué precio.

Mamá me hizo el vestido de comunión, tengo la foto sobre el escri-


torio, dice Inés, todo lleno de volados, desde la cintura hasta el ruedo.

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Arriba como si fuera de satén ¿te lo podés imaginar? Con botoncitos
forrados, muchos botoncitos blancos. El tocado de plumas y un tul.
—¿Estás segura de que fue mamá la que te lo hizo?
—Claro que estoy segura, me acuerdo que cada vez que me lo
probaba me decía que me quedara quieta, que me podía pinchar, que
yo era la más graciosa, como dijo la profesora de danzas españolas.
—¿Pero no estábamos pupilas?
—No. Yo iba a primer grado. Me acuerdo muy bien que la monja
me ataba la mano izquierda para obligarme a escribir con la derecha.
—Pero entonces a vos te bautizaron antes. Si no, no hubieras po-
dido tomar la comunión.
—Ni idea –dice. Ni idea de por qué me mandaron a un colegio de
monjas siendo como eran papá y mamá, ¿vos por qué creés?... Capaz
que no les importaba, ya estarían en pleno despelote, por eso venía
la abuela a buscarnos ¿Te acordás de los viajes a Mar del Plata y que
la abuela no bien arrancaba el colectivo empezaba a leernos esas his-
torias de Las mil y una noches? Me acuerdo: la princesa casada con el
macho cabrío que deviene príncipe, los sultanes disfrazados de mer-
caderes, la magia negra confrontando la magia blanca, la lámpara y
los deseos que se cumplen si Aladino se aguanta el miedo de tener
un genio hecho de agua y ceniza, si la lengua se le destraba y puede
pedir. Me acuerdo.
—Pero a vos te hizo el vestido de comunión y a mí, mamá, no me
hizo ningún vestido.
—Bueno, pero vos usaste ese para tu comunión.
—Sí, de segunda mano.
Se queda pensando.
—Tal vez, si papá hubiera sido de otra forma con ella… podría ha-
ber sido todo tan distinto…
Es lo que hay, pienso, siempre es lo que hay.

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Y lo que hay es el sol, el calor, la mugre, el hijo de puta que no
viene. Mamá en su caja de cenizas y el río atrás. La selva, las ramas
retorcidas, enredándose.

—Me arrepiento tanto –dijo unas tardes antes.


—¿De qué?
—De haber malcriado a Po-í.

Inés dice: puedo llegar sola a cualquier aeropuerto del mundo,


puedo llegar a Estambul y arreglármelas con mi inglés y mi francés
básico para dar a entender lo que quiero dar a entender. Podría ma-
nejarme en circunstancias muy difíciles. En cualquier lugar en el que
me sienta turista. Lo que no puedo es llegar y que nadie me espere
en el aeropuerto de Santa Rosa mi ciudad (dice: mi ciudad) mi lugar
en el mundo, como tu lugar en el mundo es La Plata… Supongo que
la soledad del que no es esperado me viene de aquella vez que fui al
congreso eucarístico de Córdoba.
Me cuenta: ese año las mejores alumnas fuimos seleccionadas
para representar el colegio en el congreso internacional eucarístico.
Vos no fuiste, obvio, porque estabas castigada.
Viajamos en tren. Yo participé un montón, escribí mis impresiones
como si fueran diarios de viaje. Compré medallitas y recuerdos para
todos.
A la vuelta, estaba ansiosa por llegar a la estación. Tenía tanto que
contar. Los últimos kilómetros se me hicieron interminables. El tren
fue parando despacito. Cada vez más lento hasta entrar en la estación
que estaba llena de padres, muchas cabezas, muchos brazos y manos
que salían de las ventanillas, muchas cabezas y manos que se levanta-
ban desde el andén. No estaban ni papá, ni mamá. Volvimos caminan-
do hasta el colegio, con dos monjas que apenas conocía.

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Finalmente, mamá, no me quedé con Po-í (que en guaraní, de-
cías, significa chiquitito). No fue porque pesara un kilo y medio, o
que ladrara de manera punzante y metódica, que se rascara y tu-
viera mal olor. O que me resultara muy feo con su tórax de atleta y
sus patas finitas y cortas de dóberman enano. No fue siquiera que lo
detestara.Te juro, mamá, que no fue eso. Yo, ahora que vos no estás
para malcriarlo, para decir tu hermana cuando hablás de nosotras
con él: tu hermana no te quiere, no te conoce, no te da galletitas.
Ahora que no estás, te digo, él me da un poco de ternura con sus oji-
tos con cataratas, la sordera que hace que haya que moverlo un po-
quito para que se dé cuenta de que tiene su comida, me da ternura
con su andar en tres patas porque tal vez le duela la cuarta. Ya no me
molesta su manera insistente de exigir que lo tengan en brazos. Ni
siquiera es que hay algo de revancha porque toda la vida detesté tus
animales y tuve que competir con ellos. Si ahora, en los últimos años,
hasta había aceptado que durmieras en mi cama con él cuando en
los veranos nos íbamos de vacaciones y te quedabas en casa porque
era más fresca y además me cuidabas el gato. También me resigné
a juntar después los soretes chiquitos como habanos que aparecían
debajo de los muebles y que vos no podías ver. Y acepté las meadas
y al final traerlo a casa (porque el tipo, como siempre, no cumplió
con lo que te había prometido en estos meses, se volvió a la selva y
lo dejó solito en el departamento). Mamá, si me podés ver desde al-
gún lugar del universo, sabrás que hasta le saqué el mal aliento con
unas pastillas especiales. Ya no se rasca y aprendimos a tolerarnos
bien. Pero no puedo con todo. Perdoname, mamá. Él ahora está con
la peruana (¿ves lo que te digo de los peruanos y las peruanas que
en tu vida son como irremediables?). Es la misma que te cuidó en
esos días terribles cuando el tipo desapareció y vos decías que era
buena, que te hacía comidas ricas de peruano, con pescado y arroz,
decías que te cuidaba bien. Yo estaba tranquila esos días. Y, aunque
no dejé de ir ni uno, ni una mañana y ni una tarde, sabía que estabas
en buenas manos. Y entonces empezaste a decir que la peruana era

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bruja, que una madrugada te apretó la cara, que no la querías, que
querías que el tipo volviera… empezaste a desesperarte.
Le di todas las cositas de Po-í a la peruana, que no es ninguna bru-
ja: su cama con el almohadón, sus cremas, sus pastillas. Le compro
el alimento y la pipeta, y le aseguré a la peruana que puede contar
conmigo si un día no puede tenerlo. Y te prometo que cuando Po-í se
muera lo voy a llevar a Punta Lara, a tu calle del árbol, a la casita.
Me siento culpable y me acuerdo cuando en tus últimos días me
dijiste: estoy arrepentida y lo dijiste con una voz llena de dolor y yo
te pregunté por qué y me contestaste que por Po-í, por haberlo mal-
criado. Pero yo quiero entender que te referías a otra cosa. En ese mo-
mento, sentí que me estabas comunicando lo que más te dolía, lo que
no podías poner en palabras. Y vos y yo sabemos muy bien que las
cosas más profundas, esas que nos atraviesan las vísceras, esas, nunca,
casi nunca podemos ponerlas en palabras. Y entonces el silencio se
hace dueño, va invadiendo todos los espacios. Termina por anudar-
nos la lengua como si la lengua fuera un trapo viejo.

De papá decía que con ella había sido violento. Que al principio
no le había gustado mucho, entre otras cosas porque no sabía bailar.
Pero que una tarde se enteró de que salía con otra chica, una estu-
diante de Farmacia. Y entonces lo dejó y él se puso como loco. Llora-
ba. Ella le dijo:
—Bueno, si me querés tanto andate al diario y publicá que nos
comprometemos el veinte.
Y papá lo publicó. Mi tío, que estudiaba en Bellas Artes, hizo una
caricatura de ellos dos y abajo escribió: “No se lo pierdan señores, que
evento tan desgraciado, este mes se nos fusionan, una loca y un tara-
do”. Mi abuela celebró la gracia de su hijo menor.
—La de ustedes era una familia violenta –le digo a mi tía.
—Tu madre era la violenta, en casa le decíamos la chilena.

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Cuenta mamá:
—Yo me puse un vestido verde brillante, ajustado y unos zapatos
altos con pulsera. Pasa un hombre en auto y grita ¡qué culo! Él se eno-
ja, dice que me visto como una puta, le contesto que la hermana se
viste como yo y me retuerce el brazo, me empuja, no hay nadie en la
calle. Volvemos. La discusión es cada vez más fuerte. Me parte la boca
de una trompada. Tuvieron que darme siete puntos.
—Tu padre era violento conmigo –mamá me lo dijo muchas veces.
Cada vez que la escuchaba decir eso me daba rabia. Se me hacía into-
lerable su voz bien modulada diciendo: tu padre era violento. Algo le
habrá hecho pensaba yo. Es un asunto de ellos pensaba yo. Tu madre
es capaz de enloquecer a cualquiera, decía mi abuela materna. Ni ha-
blar de mi tía, la hermana: tu madre es loca por todos lados. De abajo
vaya y pase, cada uno es dueño de su vida. Pero también, y eso es
mucho peor, es loca de arriba. Totalmente loca.

Yo quise mucho a papá. Para mis ojos de infancia él era lindo, bueno,
importante. Me acuerdo de ir de su mano con orgullo, yo de un lado,
Inés del otro. Íbamos caminando por una calle empedrada, muy cerca
del colegio Eucarístico. Teníamos seis y siete años. Estábamos pupilas y
papá nos había ido a buscar. Nos detuvimos en “El Africano” a comprar
masas. Papá dijo “vamos a ir a tomar el té a la casa de alguien que quiero
que conozcan”. Y agregó: es mi novia. Me acuerdo que la tarde era celes-
te y caliente, me acuerdo especialmente del color del cielo y del calor,
me acuerdo de no entender. Tomamos el tren y nos bajamos en la terce-
ra estación. Me acuerdo de cruzar las vías siempre de la mano de papá.
Llegamos hasta un portón de hierro de dos hojas. Del otro lado se
veían unos pinos altos vestidos de navidad. De las ramas colgaban bo-
tas rojas, bolas enormes. Un largo camino de conchillas blancas que
crujían bajo nuestros pies conducía directamente a la casa. Esto es un
castillo, pensé. Papá se va a casar con una princesa, pensé. Y entonces
apareció una mujer y besó a papá en la boca. Después nos miró en
silencio. “Son lindas estas nenas”, dijo. Me di cuenta que no era una

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princesa porque tenía la piel oscura y la boca demasiado grande. Las
princesas eran como mi mamá, rubias, con los ojos claros. Lindas.

La segunda mujer de papá no nos perdonó a nosotras, creo que


fue eso, que fuéramos hijas de mamá. Tal vez pensara que el fracaso
en la relación con él tenía que ver con ella y con nosotras. Odiaba a
mamá en esos años y no perdía oportunidad de hacer que nos diéra-
mos cuenta. Eso no fue al principio. Al contrario, nos sacó del colegio
y nos anotó en uno cerca (vivían en la casa que mamá nunca llegó
a habitar), nos compró muchísima ropa, nos decía mis nenas y pre-
tendía que le dijéramos mamá. Cuando nos lo pidió, Inés dijo que lo
teníamos que pensar. Entonces me encerró con ella en el baño y me
dijo, con esa especie de lógica inapelable que todavía conserva, que
decirle mamá era imposible porque nosotras ya teníamos una.
—Pero qué le decimos…
—Eso, que ya tenemos una.
No queremos que se enoje. Le proponemos decirle tía.
Desde entonces, durante los años que papá vivió con ella, le diji-
mos tía.
Y eso terminó con el afecto posible de la “tía”.Finalmente volvemos
al colegio, al enredo de un dios que es uno pero que en realidad es
tres y todo está mezclado con incienso y largos pasillos oscuros con
santos y fantasmas y demonios que confunden a los niños demasiado
curiosos que andan leyendo todo lo que encuentran sin preguntarle
a los mayores.

Hace pocos años vino a verme la segunda mujer.


—Tu padre era violento –dijo.
Y tan claro como si fuera un video vi pasar esas vacaciones en la
costa. En esa época el lugar era un montón de casas lindas, muy se-
paradas unas de otras, sin asfalto, con muchos pinos. La arena estaba
llena de caracoles rosados y en el agua se pegaban a la piel pero no

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daban miedo sino un poco de asco. A los de la arena les decíamos los
shell y los juntábamos en un balde.
Los hombres de la familia trabajaban de lunes a viernes y el fin de
semana volvían a la costa. La mujer de papá nunca nos quiso aunque
no por eso dejó de decirnos mis nenas y aunque ahora ella está muer-
ta y nosotras somos viejas y da la impresión que ya no importa, impor-
ta, porque todavía duele, importa porque, como dijo alguien, nuestra
patria es la infancia y siempre volvemos a ella. Como mi cabeza vuelve
a la imagen de ella abrazada con un bañero, detrás de unos pinos.
Estábamos jugando a las escondidas con otros chicos de su familia, yo
fui despacito a esconderme. Y la vi. Tenía apoyada la cabeza sobre el
pecho del hombre. La malla bajada hasta la cintura. No me vieron. No
dije nada, ni siquiera a Inés. De esos días me acuerdo del faro. Daba
miedo, iluminaba la habitación por un momento, después la dejaba a
oscuras, volvía a iluminarla.
Me gustaba pegarle a Luciano, un gringuito de ojos enormes, ce-
lestes y saltones, era el hijo de la italiana que trabajaba en la casa. Inés
también le pegaba. Ella era más buena que yo pero igual me ayudaba
a pegarle. Era más chico y lo podíamos. Inés le ponía los brazos atrás
de la espalda y yo lo pellizcaba y lo mordía. Entonces, acorralado, gri-
taba: mamma, como con cinco emes. Y llegaba la voz fuerte, inmensa:
Luchaaannnno. La tana se lo contaba a la mujer de papá. Y nos que-
dábamos castigadas, sin poder ir a la playa. Eso era bueno. Leíamos
hasta que se hacía de noche.
Llegó un fin de semana y los hombres volvieron y también papá.
Allí se enteró de la historia con el bañero, por culpa de una cartita que
encontró en el bolso de ella. Se armó el quilombo. Casi la estrangula
y mi hermana y yo nos pusimos a llorar hasta que otras personas que
estaban en la casa intervinieron. Papá nos metió a Inés y a mí en el
auto y manejó sin parar hasta La Plata. Llegamos a la madrugada y
nos acostamos con papá en la cama grande. Creo que fue la única vez
que tuvimos esa intimidad, los tres abrazados, sin hablar. A la noche

82
me desperté. Papá lloraba en el baño. Fuerte. Con ruido. Le pregunté
si estaba bien y él me dijo que sí, que le dolía la cabeza.
Al otro día todos los chicos de la cuadra estaban en la puerta con
sus juguetes nuevos. Nosotras no porque con todo lo que había pa-
sado papá olvidó que era 6 de enero. Tití Ander Egg me contó ese
mismo día que los reyes eran los padres. Mi mamá no sé dónde estaba
y a mi papá lo veía llorar en su cuarto y ni siquiera me animaba a pre-
guntarle si era cierto eso de que los padres eran los reyes.
—Tu padre era violento –me dice mamá. Y escribo: papá era vio-
lento, Augusto era violento y parece que el tipo, el hijo de puta que
ahora no viene y nos deja bajo el sol de enero también era violento. Es
violento. Mi hermana cree que es capaz de dañarnos. Pero no pode-
mos volver a casa con mamá, con lo que queda de mamá.

Algunos objetos de ella ahora son míos. Cocino con sus ollas Essen,
tengo sus bibliotecas que pinté con colores fuertes, leo sus cuader-
nos, ya no me animo a tirar trastos inútiles, guardo y encuentro pape-
litos con recetas, poemas, alguna reflexión. Usé en su casa y uso ahora
sus pantuflas rojas, ridículas, que me hacen acordar a Papá Noel, me
pongo sus hebillas para sacarme el pelo de la cara. Me miro en el es-
pejo que traje de su casa. Y, cuando me miro en el espejo, cuando mis
ojos buscan los ojos en el espejo, veo los ojos verdes, sorprendidos,
inquietos, de mamá.

Tuvo muchos trabajos: vendedora de libros, periodista, empleada pú-


blica en el Municipio de Avellaneda, manicura de Pozzi en Buenos Aires.
Alguien me da esta imagen: carga un bolso enorme, de cuero
claro. Es tan pesado que ella debe hacer contrapeso con su propio
cuerpo que se curva por el esfuerzo. Sale todos los días con el bolso
repleto de bijouterie que vende en distintos negocios. Con calor, con
lluvia, con frío. Dice con orgullo: no le debo nada a nadie. Dice tam-

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bién: como vendedora, soy la mejor. Me gusta lo que hago, conozco
gente de lo más interesante.
Jamás la escuché quejarse por tener que trabajar.

Cuando el tipo se enoja, cuando enloquece, rompe todo lo que


encuentra. Incluso las bolsas de comida que mamá le lleva de vez en
cuando, para que no se muera de inanición.

Me cuenta una mujer que conoce a mamá: festejé los sesenta y


cinco en la quinta que tenemos con mis hermanos. Lo contraté a Be-
ppo como animador y vino con tu mamá. Ella fue la reina de la noche.
¡No sabés! (Casi nunca sé. Ella no me cuenta demasiado, supongo que
se siente juzgada). Tu madre terminó bailando un tango con corte y
después, a la madrugada, recitó un poema. No puedo decirte. Nos
hizo llorar a todos. Es una artista de verdad.
—Sí –le digo– es una artista de verdad (lo digo sin ironía).

Hasta una semana antes de morirse mamá quiso un hombre a su


lado. Sospecho que era por miedo, por necesidad de afecto. Quería
sobre todas las cosas que alguien la tuviera de la mano, que alguien la
abrazara, recibir una caricia que la aferrara a la vida; ella, que siempre
había sido tan voraz. Entre la lucidez y la confusión que a veces le pro-
ducían los medicamentos. Le decía a la cuidadora: Marisa, yo necesito
un hombre. Eso cuando el tipo se fue, cuando después buscaba en sus
libretas el teléfono de los vecinos de Punta Lara, cuando yo la amena-
cé con que si lo iba a buscar al tipo, si el tipo volvía, yo iba a ocuparme
nada más de que nada le hiciera falta. Abrió los ojos tan verdes, tan
asustados ¿vas a abandonarme ahora?
Fui hasta la reserva, hubo que pedirle al tipo que volviera. Y el tipo
volvió. Triunfante. Yo estaba segura de que ahora era él quien iba a
poner las condiciones, pero, extrañamente, dijo que “se arrepentía de
causar tanto malestar”. Apareció una biblia sobre la mesa.

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Yo le decía a la cuidadora que mamá creía necesitar al tipo quizás
a causa de una metástasis en el cerebro. Pero sentía, sabía, de alguna
manera sabía, que mamá estaba pidiendo amor, quería tener amor.
Tal vez como para esconderse de la muerte que le estaba apretando
el abdomen “como una cincha”. Y al tipo, a la basura, lo escuché decirle
con su tono suave, de peruano, mirándole los pies que sobresalían de
las sábanas: tú siempre serás linda, aunque tengas mil años. Y enton-
ces no sé si será tan basura porque mamá sonrió, como antes, con su
sonrisa hermosa aunque sin dientes.

—Tengo miedo, mucho miedo.


—¿De qué, mamá?
—De morirme…
—No te vas a morir ahora…
—No te vayas.
—Tengo que poner la ropa a lavar…
—Te estoy hablando de algo trascendente y me decís esa pavada.
La ropa puede esperar.
—No, no puede. La vida está hecha de cosas intrascendentes.
Me pregunto por qué no la abracé en ese momento, qué hubo de
revancha en lo que le dije. Si yo sentía en ese momento que ella era,
en su desprotección, como una hijita. Por qué, entonces, no la abracé
con fuerza y no le dije que yo también tenía miedo.
Todavía no lo puedo responder.
Por eso escribo.

Ese año, dice mi hermana, las clases empezaron en mayo, por la


polio, dice, por la epidemia.
De eso me acuerdo, de la polio, del miedo a despertarme un día y
ya no poder caminar, de los aparatos enormes que había en el hospital
de niños para asistir a los pacientitos cuando se daba un caso, las bol-

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sas con alcanfor prendidas en el borde de la bombacha y las cicatrices
de Marta Díaz, la hija de un amigo de mamá, largas, verticales, desde
las rodillas a los pies, finas, atravesadas por pequeñas costuras hori-
zontales, como si hubieran unido la carne en suturas de trazo grueso.
Marta Díaz se había salvado de la parálisis pero caminaba con valvas.
Eran pobres y negros en esa familia. Negros, negros, no. Pardos. Vivían
en La Loma, en una callecita de tierra. La mujer de la casa tenía piernas
gordas y caderas muy anchas pero de arriba era finita, la piel marrón
olía a fritangas, contaba historias de fantasmas. Y cantaba canciones
con acento dulce. El hombre, en cambio, era silencioso y tenía monto-
nes de libros. Con mamá hablaba y se reía. Ella, ese verano, nos llevó
muchas veces a la casa de los Díaz. Jugábamos con las chicas mientras
mamá conversaba con los padres. Me acuerdo de ese verano por el
carnaval. Mamá me disfrazó de pirata con un pañuelo en la cabeza, un
traje de satén amarillo y, como no tenía zapatos con hebilla, me hizo
poner unas botas de lluvia que nada tenían que ver. La señora Díaz me
dijo que estaba preciosa y que me iban a dar el primer premio de dis-
fraces. Mamá me anotó en el concurso y me hicieron parar sobre una
tarima. Yo tenía vergüenza, pero no mucha porque me sentía divina.
Finalmente no gané el primer premio sino una mención. Por culpa de
las botas, dijo el presidente del jurado. Mamá dijo que esa gentuza no
tenía imaginación, no era capaz de ver nada más que lo que le ponían
delante de la nariz. Eras todo un pirata, me dijo Alberto Díaz, yo te
hubiera dado el primer premio. Años después, mamá, hablando de
los Díaz dijo que tenían “aristocracia del espíritu”.

Mamá tenía tres versiones sobre mi origen. En la primera ella va


con papá por la ruta dos, la antigua ruta de la muerte, angosta, poco
transitada. Van a visitar a mi abuela a Mar del Plata. Paran a comer algo
en Al Ver Verás y, cuando retoman, ven sobre el costado un vendedor
de zapallos. Los zapallos son grandes como carrozas y deciden parar
para llevarle uno a mi abuela que hace un dulce riquísimo. A la hora

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de cortar el zapallo en cubos con una cuchilla enorme les parece que
el zapallo se mueve un poco. Mi abuela da el primer tajo y escucha el
llanto suave de un bebé. Intenta un segundo corte pero el llanto se
hace más fuerte. Llama a papá y a mamá. Papá rebana la parte supe-
rior del zapallo para poder entrar en él sin riesgos y mamá después
hunde sus manos en el vientre del zapallo. De allí me sacan con algu-
nos rasguños.
En la segunda versión soy la hija de Leivovich el aceitero. Mi pre-
sunto padre es un hombre de manos anchas y duras llenas de aceite.
Anda en un carrito vendiendo aceite. Yo voy con él acostada sobre
unas frazadas mugrientas. Tengo los pelos engrasados y la cara ne-
gra. Mamá siente lástima porque estoy muy sucia y muy fea. Leivo-
vich no tiene problemas en regalarme y ellos me adoptan. Cuando
me porto mal, mamá levanta el tubo negro del teléfono.
—Señor Leivovich –dice–, venga a buscar a su hija, no nos gusta.
Y yo lloro. Me gusta escuchar mi voz cuando lloro pero después
no puedo parar.
En la tercera versión ella acaba de tener a mi hermana y la ama-
manta. Está gorda y se siente mal. El doctor Cerebrinski, de Mar del
Plata, le diagnostica una úlcera y le recomienda una dieta blanca y
blanda a base de leche y harinas. El malestar no se termina sino que,
por el contrario, se acentúa. A los seis meses algo se da vuelta en su
vientre. Esa soy yo.
—Tarde para hacer un aborto –dice mamá.
Y esa soy yo.

Mi hermana vuelve a decir que las clases empezaron en mayo


por la polio. Se acuerda del colegio vacío, del patio silencioso y de-
sierto, de los colchones a rayas rojas y azules y de las camas vecinas
sin hacer. Solo las monjas, ella, yo, en el colegio sin clases, por cul-
pa de la polio, por culpa de que ningún adulto nos pudiera cuidar.
En esos días fuimos las únicas chicas que estaban en la misa de las

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siete, las únicas en el comedor casi vacío. Y eso, como pasa en otros
órdenes, tuvo una ventaja, un regalo: nos dejaron en una semiplena
libertad. Pocas obligaciones, doble ración de postre, sin tediosos y
largos rosarios con todos sus misterios. Y la biblioteca abierta. Allí
descubrimos una colección de libros de Billiken: tapas rojas, tapas
verdes, tapas azules. Separados por temáticas. Deambulábamos por
el patio inmenso, jugábamos a la rayuela, nos sentábamos a leer
hasta que se acababa la luz del día. Ese año, conocimos la vida de
Lincoln y del doctor Albert Sweitzer, de Shakespeare, de Teresa de
Ávila, las desventuras de Mariano Moreno y las de Merceditas, la hija
de San Martín. El infierno, el purgatorio y el cielo de la mano de una
Divina Comedia adaptada para niños. El mundo se pobló con un mar
rojo de olas gigantes que se abrían para darle paso a un ejército de
desaparrados perseguidos por un faraón egipcio despótico e intole-
rante. Aprendimos a estar del lado de los débiles, aprendimos que
las palabras miman, cuidan, que son lámparas que al tocarlas se lle-
nan de magia. Y que la magia hace posible que las cosas sean como
no son y es una suerte.
En esos días mamá me trajo de regalo mi primer diario. De cue-
ro rojo, con una llavecita, para proteger mis secretos. Eso me dijo
mamá. Y allí escribí, volqué, con mi letra manuscrita y nueva mi pri-
mer poema en el que una nena encuentra un tesoro y lo guarda tan
bien que nunca lo puede encontrar.
—¿Dónde estaba mamá? –le pregunto a Inés.
Pero ella no lo sabe, no se acuerda. Dice que es una lástima que a
uno le queden tantos espacios vacíos en la cabeza.

Me acuerdo de un texto de Ángela Carter, en la que reformula el


cuento de la Cenicienta. En una de las tres posibilidades con las que
trabaja se pregunta dónde estaba el padre de la Cenicienta. ¿Por
qué no prestó atención a las características de la mujer a la que le

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encargaba el cuidado de su hija? Si hubiera estado el padre, postula
más o menos así, otro habría sido el destino de la hija.

Inés, de pronto, de la nada, se hace, o me hace, una pregunta.


—¿Por qué la relación con la madre deja para siempre su marca en
el ombligo, justo en el lugar de las vísceras?
—No sé, digo… tal vez…
—Por favor –me dice. Por favor. No me digas que eso también es
pura biología.

—¡Estoy tan arrepentida!


—¿De qué, mamá?
—De haber malcriado a Po-í.

Ya dije que fue en los días de la enfermedad cuando aparecieron


los cinco diarios en los que ella escribe casi de manera cotidiana du-
rante varios años. Al principio no podía abrirlos, tenía miedo de lo que
pudiera haber en ellos. Una mañana, cuando llegué, lo encontré al
tipo leyéndolos. Me hice la distraída, pero, no bien pude, los metí en
el bolso y los traje a casa.
Leo: “Oíta fue y es mi hija preferida, es la que más se parece a mí,
no tanto físicamente, si no en su manera de ser, menos egoísta que
mi hija menor, siempre tan insatisfecha, tan inmadura. Todo el tiempo
siento que me necesita, que me enrostra culpas, que me demanda lo
que yo no puedo darle, lo que no tengo. […] Quiero ayudarla pero no
puedo. […] Siempre fui mala madre.” Pero también escribe: “Por suer-
te mis hijas no se parecen a mí […] ellas son mucho mejores que yo”.
Sin embargo, una vez que estuve internada, con mucho susto por
la urgencia, mamá se apareció en la clínica con una expresión de an-
gustia difícil de pasar inadvertida. Tenía los ojos llenos de asombro o

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de miedo. Había mucha gente. Ya había pasado el susto y charlaban
alrededor de la cama. Ella se sentó y estuvo un rato largo en silen-
cio. Observaba. Me preguntó si podía colaborar en algo. Yo tenía todo
porque estaban mis hijos. Ella se levantó y dijo que se iba, que yo no la
necesitaba. Lo dijo como con dolor, como con impotencia. Ahora me
pregunto por qué no hablamos de eso nunca.

Escribe sobre Pipper, el loro que trajo de Paraguay, ese que pi-
caba los pies de los chicos, porque “unos paraguayitos malísimos lo
pateaban y el pobrecito aprendió a defenderse de los chicos pican-
do los pies”. Escribe sobre Pipper, sobre la tragedia que es para ella
la muerte del loro: “Escuché pasos suavecitos y un grito de Pipper.
Salté de la cama y alcancé a ver la cola negra del gato. Pipper tenía el
ala rota y la panza desgarrada. Se lo llevé a Augusto. ¡Qué torpe soy!
Pipper murió por culpa de Augusto, no fue el gato. Lo puse deba-
jo del fresno. Tenía en todo el cuerpo esa expresión de desamparo.
Siento que Pipper, con sus ojos abiertos y su carita de pájaro que
apunta a las estrellas me quiere decir algo que, como siempre, yo no
puedo comprender”.

Pipper, lo que queda de Pipper, está debajo del fresno. En la casa


de Punta Lara.
Tal vez sepa, tal vez espere eso que queda de mamá.

Algunas imágenes visuales: el pelo lacio y rubio, raya al costado y


una trenza enroscada sobre sí misma. Un vestido de lana negra ajus-
tado de arriba con pollera fruncida. Muy delgada en esa época, sepa-
ración y úlcera en el cardias.

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Otra: el pelo rubio, lacio, suelto, los zapatos negros, con tiritas, taco
aguja y hebilla. Gira en los brazos de su compañero de baile. Un muslo
pleno se deja ver bajo el tajo de la pollera angosta.
Cuando baila nunca es vieja. Y baila. Casi hasta el final. Soñé que
mis piernas bailaban, me dijo en la clínica. Solas bailaban, me dijo,
independientes de mi cuerpo.
Una imagen auditiva: su voz narrando historias de familia. Veni-
mos de La Pampa con mi medio hermano, su mujer y mi sobrina. Vol-
vemos del cumpleaños de Inés. Es de noche y la ruta está tranquila.
Mamá dormita más de la mitad del trayecto. Después se despierta y
comienza a hablar. Nombra los muertos y los muertos vuelven. Y los
vivos están ahí, con sus amores y sus odios intactos, con sus palabras
y sus silencios.
Y la voz instala esa magia, se desliza como si fuera agua. Atraviesa
hondonadas y valles, espacios secretos, rajaduras.
Sus palabras nunca perdieron potencia. Ni siquiera las últimas
cuando se incorporó en la cama con los ojos muy abiertos, las manos
expresaron el asombro y dijo muy claro ¿entonces era esto? Después,
como si estuviera apurada por algo urgente: todo mi amor a… No
completó la frase. Entró en un balbuceo monótono y después un sue-
ño que yo tardé en entender que era el último.

Un consuelo bobo. Ya no será más vieja cada día. El tiempo se ha


detenido para ella. No más miedo. No más orfandad. No más dolor.
No más deterioro. No más pena. No más necesidad de amor. No más
culpa. No más arrepentimientos. No más tristeza porque no puede
querer de la manera que los otros necesitan. No más tristeza porque
los otros no pueden quererla de la manera que ella necesita.

La peruana me dice que Po-í, así con guión y acento, se perdió.


Me lo dice a media mañana, cuando le pregunto por el perrito. Y

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cuando busco las llaves del auto para correr a buscarlo, meterme
en ese barrio de peruanos, narcotraficantes y chinos comedores de
perros, cuando me dispongo a salvarlo vaya a saber de qué, cuando
siento que la cara de mamá arriba o al costado de una nube no es de
complacencia y comprensión sino de rabia y de sorpresa, la peruana
agrega que hace una semana que se perdió, exactamente el miérco-
les, el mismo día que vino a casa a limpiar y yo compré para Po-í un
abrigo, alimento para mascotas y remedios para su dermatitis.
La carita de Po-í se me presenta antes de dormirme. Pienso mu-
cho en él. Escucho la voz de mamá diciéndome que de noche no
me olvide de taparlo con algo de lana. Una cobijita, dice ella. Vaya
a saber cómo lo tratan, quién lo tiene. Po-í me pesa como un desa-
parecido. Con su kilo y medio de fragilidad, las cataratas en los ojos
redondos y negros y mi culpa por no haberlo cuidado lo suficiente,
por entregárselo a las peruanas, por justificarme diciendo que no
pude hacer otra cosa, que estos son momentos difíciles. Ya no quie-
ro escribir sobre mamá. Le fallé, siempre termino fallándoles a los
que más quiero.

—Estoy arrepentida, me dijo. Y yo le pregunté de qué. De haber


malcriado a Po-í, me contestó. Y tenía razón. El amor puede conducir
al desvalimiento y a la orfandad. Igual que el desamor. Pero con más
trabajo.

Y vuelvo a una mañana llena de fiebre y dolor de garganta. Las


monjas están muy tristes porque el Papa Pío doce está por irse bien
lejos, con Dios, a la remismísima muerte. Ya en la misa matinal, no sé
si por el incienso, por las oraciones para pedir que Dios le devuelva
la salud al Papa, o por la fiebre, vomito. Con un vómito visceral que
brota como un volcán y enchastra a la chica que está en el banco de
adelante. Me llevan a la enfermería, me toman la temperatura y me

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hacen acostar en una cama de esa especie de hospitalito que es la
enfermería del colegio. Tiemblo. Viene el médico, el doctor Climent.
Me receta algo tópico y supositorios Causalón. Abro la boca y dejo
que la monja enfermera me limpie las amígdalas con ese palito que
en la punta tiene un desinfectante amarillo e inmundo. Pero me nie-
go, rotundamente me niego al supositorio. Y entonces, en medio de
la fiebre, después de un leve forcejeo que me deja agotada, escucho
la orden, las amenazas, los argumentos con los que la monja inten-
ta convencerme y obligarme a darme vuelta. Le digo que no. Nunca,
jamás, nadie, va a entrar en ese pedacito de mi intimidad. Prefiero la
muerte, le digo. La monja dice que soy el demonio. Y le digo que no
me importa. Me dice que tengo todo ese calor porque me viene del
infierno. Le digo que tampoco me importa. Me dice que se lo ofrezca
a Dios, por la salvación del Papa, que Dios tiene muy en cuenta a una
niña que le ofrece lo que tanto le cuesta. Y le digo que no. Entonces
saca la última carta que parece tener. Dice: si el Papa se muere, si Pío
doce se muere será por su culpa. Y caigo en la cuenta de que no podré
vivir siendo culpable de semejante muerte. Me pone el supositorio. La
fiebre baja. Y junto con el caldo de verduras que me traen dos horas
después llega la noticia: Pío doce acaba de morir. Y el alivio: yo no soy
una asesina. Yo no maté a Pío doce. No es mi culpa, ofrecí el sacrificio
y fue Dios el que no lo tuvo en cuenta. Él no me tuvo en cuenta.
Hice carteles, recorté a Po-í de una foto en la que mamá lo tiene
a upa. Po-í tiene un abriguito a cuadros azules y blancos y de la parte
de arriba se asoma la blancura del cuello tejido. Bien calentito. Po-í
siempre estuvo abrigado por mamá. Nosotras no. Pero eso ya no tiene
importancia.

Uno de los diarios comienza en agosto de 1976. Mamá está pre-


parando un viaje con el tipo, decididos a recorrer Latinoamérica. Tie-
nen poca plata pero “estamos dispuestos a trabajar de lo que sea y
subir hasta donde nos sea posible”. Ella está muy ilusionada y el tipo,

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treinta años menor que ella, “muy enamorado y decepcionado de esa
carrera que lo trajo a la Argentina”. Arrancan en un ómnibus Chevallier
hasta llegar al Chaco; están un tiempo allí, trocando mercancías con
los tobas, y ella haciendo unas notitas para el diario El Territorio. No
les alcanza más que para sobrevivir y el viaje comienza a languidecer.
El tipo da las primeras muestras de locura y violencia. Después hay
peleas y reconciliaciones. Siguen rumbo a Paraguay pero el viaje es
vivido de otra manera, con tristeza. En Asunción, mamá se encuentra
con una antigua conocida, Mary, vendedora de libros. “Ella y yo ven-
díamos libros para Ibáñez, un mexicano vivísimo, que se llenó de plata
formando equipos de gente como yo, muy despierta, muy entradora.
Colecciones enteras, carísimas, vendíamos. La ganancia era, casi toda,
para Ibáñez”.
Mary los invita a estar un tiempo en su casa. El tipo, cada vez más
loco (escribe mamá), desaparece. Y mamá queda varada en un lugar
que no le gusta, con una persona que no le gusta. No sabe cómo re-
solver la situación, tiene siete valijas con mercaderías, un loro, Pipper,
rescatado de las manos de unos paraguayitos malísimos, y no sabe
qué decisión tomar. El tipo vuelve como si nada, con otro peruano
que se llama Mateo. Mary enloquece y va poniendo llaves por toda la
casa. Finalmente se van a un hotel (que paga mamá), un lugar sórdido
cerca de una terminal. Se vuelven a la Argentina.
Escribe: “Me doy cuenta de que debo estar un poco loca. […]
Siempre tengo estas relaciones tortuosas con las personas […], al
principio la gente me entusiasma muchísimo y después me decep-
ciono y no la tolero […] ¿por qué sigo con él? Tal vez porque somos
dos vagabundos, porque yo no encuentro mi lugar en el mundo y me
paso buscando un sitio y para eso necesito un compañero de viaje. Un
vagabundo como yo”.

Po-í apareció. La peruana me llamó para decir que una mujer de


esas que andan cirujeando en un carrito acaba de llevarle a Po-í. Gra-

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cias al cielo, me escucho decir (esa exclamación me sale de lo más
recóndito, como cuando me sale decir rogando en lugar de desean-
do). Colegio de monjas, me sale, lenguaje eucarístico. Le pregunto si
la gratificó a la mujer y me dice que sí, con doscientos pesos. Te los
voy a dar, le digo, cuando vengas. Me responde que no hace falta, que
ha recuperado su perrito (ni se imagina lo feliz que me hace usando
el posesivo).

Es de noche y escribo. Hoy me sentí mamá y sé por qué. Estaba


dando clase y me di cuenta de la actuación. Terminé muy despabi-
lada, como si me hubiera tomado una anfetamina. Como si hubiera
recitado a Alfonsina Storni con fondo de mar, con olas rompiéndose
contra las rocas y el hijo de Alfonsina Storni, Alejandro, emocionado.
Me sentí mamá. Sin luchar para diferenciarme. Lo acepté y listo. Ade-
más, me había puesto unos zapatos de ella, muy lindos, rojos.

El veintidós de julio del 2010, casi cinco años antes de morirse,


mamá escribe en su diario por última vez. Habla como con mucho
cansancio, repasa su vida, duda de su proyecto de armar una novela
con su historia. Y dice esto del tipo que ahora va a ser el custodio de
sus cenizas: “Tal vez haya en él, dentro de él, alguna fatalidad cromo-
sómica, un impedimento brutal de sus genes que lo empuja a destruir
y a destruirse, que lo lleva a cumplir con un destino violento y doloro-
so. No lo sé y creo que ya no me importa. Es probable que no quiera
saber nunca más. […] Yo era prisionera de su locura. Todavía siento el
rencor. […] Él es ese personaje monstruoso al que no le importa nada
de nada ni de nadie. Él no me permitía cambiar nada, aunque econó-
micamente todo dependiera de mí”.
Después habla de la casa, de cómo el tipo ha transformado la casa
en una cueva mugrienta y pasa a escribir en el penúltimo párrafo: “Por
suerte, la casa tiene una buena escritura. Se la regalé a mi nieta para

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que mi hija tenga una garantía cuando la necesite. Creo que ella nun-
ca tendrá o será dueña de una casa, pero esa es otra historia que ya
no tengo ganas de escribir: una historia de la cual algún día dejaré de
sentirme culpable”.
Una vez más las cosas no cierran, no hay círculos para cerrar. Solo
hay líneas que dibujan figuras caprichosas.

Dice: “Soy una viajera que solo puede viajar en círculos pequeños”.
Yo he sentido eso muchas veces y hay quien llama a esto fuga geográ-
fica. Eso era no aguantar las mismas caras, las mismas situaciones de
angustia una y otra vez. También sentí el viaje que siempre terminaba
en el mismo lugar. Y también, como mamá, me sentí esclava de otros.
Y como mamá, sentí que no podía confiar en mí. Y frente a eso me ce-
rraba. Hablando, me cerraba. Para que no me pudieran adivinar sola,
para que no me tuvieran pena. Ahora también lo siento. Pero de otra
manera. Ya no me desespero. Solo me canso. Como mamá, que en sus
diarios habla del cansancio.
Ahora, después de leer sus diarios, tal vez, podríamos, habríamos
podido tener otra relación diferente, querernos sin rencor ni competen-
cias, sin exigir lo que el otro no puede dar. Podríamos, habríamos podi-
do. Las trampas del lenguaje. Siempre las trampas del lenguaje. Tarde.

Sé que tengo que ir hasta las cenizas y soltarlas, libres para juntar-
se con una raíz, libres para reintegrarse a la vida de la manera que sea.
Libres, por fin. Pero está el tipo allí. Un custodio, que ahora, leyendo
los diarios que mamá escribió, me intranquiliza mucho más. Y sin em-
bargo quiso que fuera él quien la acompañara durante la enferme-
dad. Me hace falta un hombre, le había dicho a la cuidadora días atrás.
¿Qué buscaba en un hombre?, ¿a quién se refería?, ¿a ese personaje,
loco, tortuoso, el que la hizo “esclava de su locura”, ese mismo perso-
naje, el mismo que le puso una mano oscura sobre la piel desnuda de

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su pecho, entre los senos fláccidos y expuestos, en una nueva decen-
cia que imponía la muerte? ¿A ese mismo personaje que pronunció
palabras desconocidas pero con un claro sentido religioso? Allí está-
bamos las tres: mi hermana, mi hija y yo, sin palabras, el estupor del
instante cerraba cualquier otra percepción. Y el tipo ahí. Le pedí que
la acompañara mientras la dejábamos para hacer los trámites que
suceden a la muerte. Eran las tres y veinticinco y la noche, el pasillo
desierto, el agua que se escapaba de un caño roto. Cuando volvimos
a esperar la ambulancia que vendría a llevársela, ella estaba sola, tan
sola como se había sentido siempre. El tipo dormía en la otra habita-
ción. Era un ovillo oscuro enredado sobre sí mismo. Ese es el mismo
que hoy custodia sus cenizas enterradas en forma provisoria, apurada.
Un perro malo que ahora custodia un hueso propio, un hueso de su
propio cuerpo, dispuesto tal vez a morir para defender ese hueso de
ceniza. Así me lo imagino.

Me dijo la cuidadora: él quiere llevarla a la selva, él quiere alejar-


la de ti (dijo ti porque la cuidadora es peruana como muchas de las
personas que aparecieron durante la enfermedad. El mundo de en-
fermeras, cuidadoras, domésticas. También el mundo del personaje.
Mamá decía “son indios” para explicar cualquier locura. Pobre mamá,
siempre en contradicción con ella misma. Porque fue ella quien hizo
entrar a los indios en su vida y, entonces, por vía indirecta, los indios
se metieron en mi vida).

Llegó el fin de las clases y papá vino a buscarnos al colegio. Su


segunda mujer se había ido definitivamente y ahora era mi abuela (la
madre de mamá) la que debería encargarse de nosotras. Había dejado
la comodidad de su casa, el disfrute de una buena jubilación, su hermo-
sa biblioteca y su perra ovejera, para hacerse cargo, provisoriamente,
del cuidado de dos nietas que entraban en la adolescencia. Papá se lo

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había pedido y ella dijo que sí. De a poco, la casa de él, fue, nuestra casa
(aunque eso no iba a durar mucho tiempo). Mi abuela, supongo que no
en forma deliberada, puso un poco de desorden para que el lugar no
fuera tan impecable, tan de sábanas almidonadas, paredes de colores
rabiosos y muebles claros de patas finitas haciendo juego con el combi-
nado , los discos de Ray Connif, Los cinco latinos y tanta falsa elegancia.
Mi abuela tenía, no sé cómo decir, esa sobriedad de los descendientes
directos de los tanos que se vinieron a la Argentina por culpa de la mi-
seria. Y a pesar de que a su familia le fue bien aquí, le molestaba el des-
pilfarro, el lujo inútil, las colecciones de libros encuadernados y elegidos
para decorar un ambiente, los cachivaches que se amontonaban en las
repisas de muchas casas de esos años, los enanos de jardín.
Ese verano creo que fui feliz. Todo diciembre, todo enero, parte de
febrero fui feliz. Pero cada vez que pensaba en el final de las vacacio-
nes me dolía el estómago y trataba de dejar ese pensamiento de que
tendría que volver al colegio. Rezaba. Mi abuela, Inés y yo íbamos al
cine casi todas las noches. Recorríamos los del centro hasta que se nos
agotaban las películas, después los de fama dudosa, los que práctica-
mente estaban vedados para las mujeres pero a mi abuela eso la tenía
sin cuidado. Veíamos todo: La Dolce Vita, Las noches de Cabiria, La flor
que no murió, Angustia de un querer, Psicosis, Rocco y sus hermanos. De
una escena de Rocco me acuerdo muy bien. El hijo gritaba: ¡Mamma¡
y la Mamma, gritaba¡ figlio! Todos gritaban. Inés se tentó, yo también
y mi abuela nos dijo despacito:
—¿Vieron?, la tragedia de algunos es la comedia de otros.
Y se empezó a reír hasta que nos chistaron. Me quedó grabado
para siempre. Como la escena en la que Marlon Brando con los labios
gruesos y carnosos le dice a Audrey Hepburn: “Sayonara”, que en japo-
nés quiere decir adiós. Y se miran como cinco minutos sin pestañear...
Soñé toda la noche y entendí las cosas que puede hacer el amor.

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Yo todavía creía en ese Dios castigador y en los pecados de la car-
ne que obviamente no conocía pero bien podía imaginar. Mi abuela
nos había comprado unos camisones de linón que cubría los mus-
los pero dejaba a la vista las rodillas. Inés se lo ponía por la cabeza
tratando de sacarse la ropa sin quedar expuesta y se metía rápido
en la cama. Yo no lo usaba. Me ponía el camisón de invierno, largo
hasta los pies, con un cuello alto con botones. Trataba de que las
manos no sobresalieran y me tapaba con la sábana hasta la cabeza.
Estaba guiada por una especie de información tajante: el demonio
se acerca a la piel desnuda y lleva directo al pecado. Me moría de
calor pero sin pecado. Mi abuela se dio cuenta y me preguntó por
qué y yo se lo dije.
A la noche tuvo una larga conversación con papá de la que ape-
nas nos llegaban algunas palabras y nuestros nombres. A la mañana
siguiente llegó la buena nueva: no volveríamos a estar pupilas. Mi
abuela iba a seguir en la casa. Esa pesadilla literal (me despertaba
de noche, sofocada por el calor pero también por imágenes que ve-
nían del colegio, por santos de cachetes rojos y apolillados, negros
del Congo Belga) eso, había terminado. También Dios, los santos y las
vírgenes.
Fuimos a un colegio del Estado. Empezamos con Inés a comprar
fotonovelas que salían los miércoles y durante más o menos un año
no nos perdimos ninguna –esa Corin Tellado que les pudre la cabe-
za– protestaba mi abuela sin prohibir. La modista nos hacía vestidos
y polleras a nuestro gusto y papá nos daba plata para los conjuntitos
de Ban-lon. Por primera vez escribí el nombre de un chico sobre la
madera ya muy escrita del pupitre. Y un corazón. En ese colegio se po-
día casi todo y yo me acordaba del colegio de monjas que en el baño
tenía cartelitos que decían: Dios me ve. Y empecé a fumar en los re-
creos. Inés conoció a Tati, su único amor, hasta donde yo sé, que duró
casi cuarenta y cinco años. Yo me enamoré muchas veces, pero recién
a los dieciséis tuve mi primer novio de verdad. Mamá nos visitaba al-
gunas veces. Sin drama ni ocultamientos. Hablaba de sus cosas y casi

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siempre terminaba discutiendo con mi abuela. Entonces desaparecía
por un tiempo. Mi abuela cerraba la puerta y hacía un comentario:
tu madre es una loquita. Nunca va a sentar cabeza. Papá volvió a ca-
sarse (esta vez vía Uruguay) y mi abuela se fue a su casa diciéndole a
papá que esa mujer era un ejemplo pésimo para sus hijas. Inés se fue
con ella pero yo me quedé un tiempo hasta que la nueva mujer armó
un proyecto de familia en el que yo no estaba. Viví unos meses con
mamá. Un día encontré la casa vacía y una notita. En ella me decía
que estaba mal, que volviera con papá o que me fuera a vivir con los
padres de Federico. Y me fui.
Nunca sentí eso como algo terrible pero sí injusto. A todo el mun-
do le pasa algo pensaba. No soy diferente a los demás. Y sin embar-
go, siempre, tuve, tengo, la conciencia de que en esos años primeros,
hubo un desastre que me arrasó.
—Conciencia de víctima, te falta un cartel que diga soy la víctima
colgado de tu espalda –me digo. Pero igual no lo puedo evitar. Siem-
pre termino por acordarme de una frase, tal vez de Rilke, tal vez de
Sartre: la patria del hombre es la infancia.

Dijo: yo no le debo nada a nadie. Y se me viene a la cabeza la pen-


sión gracias a la cual pudo dejar al tipo aunque le robara la casa. Pudo
comprarse un departamentito y vivir sola. Empezar de nuevo. Gracias
a la pensión. Y yo se la conseguí.
Después de la inundación, por primera vez, yo pensé que tenía
que ayudarla. Fue en uno de esos viajes en los que vine a La Plata. Le
pregunté a papá si era posible tramitar una de esas pensiones que
conseguían los legisladores y como siempre, papá dejó fluir su odio
hacia ella. Me dijo que lo veía muy difícil, casi imposible, que no cono-
cía a nadie. Agregó (porque él tenía que demostrar siempre sus sabe-
res, su poder sobre los demás) que se podía tramitar algo por la jubila-
ción de mi abuela o pedir una pensión por discapacidad, pero, que era

100
imposible, ya que mamá había estado casada y no era discapacitada
ni había dependido de abuela. En fin, me dio una idea.
Me acuerdo de ir al Instituto de Previsión Social, escribir una nota
larguísima, a mano, explicando la imposibilidad de mamá para sol-
ventarse. La empleada que leyó la nota dijo que eso no podía ser,
mamá estaba casada. Yo le dije que divorciada, por la ley de Perón del
‘55. Juicio contradictorio, ganado por papá. Este la había abandonado
precisamente por su discapacidad. Como suelen hacer los hombres, le
dije. De qué lado estaba, le dije. Tuve que presentar testigos. Dos. Ma-
nuel, el eterno enamorado de ella pero que nunca, jamás, dejaría a su
mujer (dice mamá en un diario), y Klaus, el alcohólico, el buen amigo,
que podría haber sido todo y que finalmente no pudo ser nada.
—Cuando cobres, le dije, nos vamos a ir a Europa.
—Nos vamos a ir a Europa.
Gané. Ganamos. Cobró un retroactivo importante pero no fuimos
a Europa sino a una zapatería. Me dijo:
—Elegite los que quieras.
Yo me elegí unos zapatos negros, de gamuza, con la capellada
baja y los tacos muy altos. Eran deliciosos. Pensé en un vestido a lo
Marilyn. Blanco, con los hombros cavados y la pollera plisada, de seda
.Y una camperita etérea, algo que se deshace en el contacto con la
mano, que acaricia la piel. Imaginaba algo así. Pero el vestido no me
lo regaló. Ni la camperita. Solo los zapatos. Me sentí estafada. Ella dejó
de ser “bohemia” como le gustaba decir. Abrió una cuenta en el Banco
Nación y empezó a ahorrar. Dijo que quería comprarme una casita. Lo
escribe en su diario. Pero no termino de creerlo. Y ahora tampoco tie-
ne importancia. Solo que todos estos años sentí que eso me lo debía.
Los zapatos estuvieron guardados bastante tiempo. No encontraba
una ocasión para estrenarlos. Finalmente los usé en el velorio de papá.

El tipo aparece del otro lado del árbol. Como un gato silencioso. No lo
vemos hasta que de pronto está frente a nosotras. Hace un gesto y dice:
—Pasen…

101
Tiene un sombrero de paja.
—Pasen…
Es alto, oscuro.
—¡Pasen!
Es una orden. Señala la guarida. Pasamos. Inés adelante. Veo su
pollera de tela verde, liviana, se le pega a las piernas. Me veo a mí
misma. Siento el peso de la caja con las cenizas sobre mis brazos. Todo
huele a oso. Camino con mamá por la guarida del oso. Inmunda.

Esto, la mugre en la reserva, los pedazos de cosas que alguna vez


fueron un todo, las puertas salidas del marco, la maleza que brota
entre las piedras, la pintura descascarada en la que la humedad ha
hecho su trabajo, me traen, de alguna manera, algo que formó parte
de los temores y alegrías en un pasado tan pluscuamperfecto que es
como si nada tuviera que ver conmigo.
Veo entonces, una casa en la que vivió mi abuela y en la que Inés
y yo pasamos las vacaciones. Estaba casi lindando con el campo, en
un lugar situado en los límites entre Villa Elisa y City Bell. Era una casa
chica, blanca, muy limpia, casi sin árboles. Las ventanas bajitas, sin
rejas, abiertas por el calor durante el día y también a la noche. Mi tía
(que vivió muchos años con mi abuela) tenía un piano y tocaba lo que
después supe, eran valses de Chopin. Y el loco Mariscotti, vestido de
rojo, asomaba la cabeza por la ventana bajita y se reía con una risa ex-
traña que no asustaba porque, según mi tía “es un ser totalmente in-
ofensivo”. El loco Mariscotti traía a veces ramas con mandarinas o con
limones. ¿Querés maarina? (sin la ene ni la de). Las ofrecía a la altura
de mis ojos que, de a poco, se iban acostumbrando a su presencia.
Allí, a menos de una cuadra, para el lado donde empezaba el cam-
po, se había instalado un campamento de gitanos.
Lo primero que se veía eran los camiones: uno rojo, otro amarillo
y atrás las carpas, los caballos que a veces eran muchos y otras tres
o cuatro, la ropa llena de colores, tendida de cualquier manera, ex-

102
puesta al viento que la hacía bailar mientras la música salía desde las
carpas a la calle de tierra que al menor vientito empezaba a volar.
Mi abuela dijo una vez: si no fuera por la mugre los gitanos serían
hermosos. Tienen esos ojos tan grandes y verdes y esa alegría de vivir.
Pero agregó: cuidado con ellos ¿por qué abuela? Porque son peligro-
sos. No dijo nada más.
Hablaban en un idioma extraño. A los gritos, entre ellos. Los chi-
cos corrían y nos decían cosas inentendibles cuando pasábamos. Al-
gunos vecinos les tenían miedo. Decían que eran ladrones, capaces
hasta de inflar a los caballos por el culo para que parecieran más
gordos y venderlos mejor. Capaces de todo, decían, de hacer bruje-
rías y maleficios, de adivinar la suerte y también de saber los luga-
res por donde la muerte se esconde para atacar. Pero a mí igual me
gustaban. Sentía que ellos eran misteriosos, que tenían algo que ver
con esos seres que vivían en los cuentos de Las mil y una noches, ca-
paces de transformarse en columnas de agua o de ceniza. También
se decía de ellos que robaban niños (no chicos, que hasta parece
más comprensible, sino niños de verdad, de carne y hueso).Se decía
que adentro de las carpas guardaban oro. Eran hombres ricos como
sultanes. Decían.
Los dos veranos pensé en escaparme a la hora de la siesta, atrever-
me a encarar a una gitana y pedirle que me adivinara la suerte, que
me adelantara todo lo feliz que un día iba a ser, que me dijera que eso
estaba escrito en las líneas de mi mano. El primero lo pensé como algo
secreto. No me animé. El segundo se lo propuse a Inés y ella dijo que
le parecía terrible, que a lo mejor, si íbamos, no volveríamos nunca
más. Me pareció que podía tener razón. Dejé de pensar en eso. Igual
me siguieron pareciendo misteriosos. Me siguieron gustando.
Pero la mugre era otra cosa. Desde la calle se veían pilas de ropa
amontonadas, cubiertas de autos, pedazos de cosas que no se podían
identificar.

103
La reserva me hace acordar a todo eso. La mugre también. Pero
es una mugre sin colores, una mugre en blanco y negro. Sin alegría ni
colores ni caballos ni música ni gitanos hermosos. Solamente un loco
de ojos como pozos sin fondo.
Y mamá allí. Lo que queda de mamá. Esperando…

¿Cuándo había empezado la enfermedad? Supongo que ese


invierno o tal vez un poco antes, cuando mamá empezó a decir que
estaba muy dormilona, que ella siempre había sido muy de la cama
y que el frío le hacía mal. La consecuencia de la cama, según ella, era
ese dolor intenso en la espalda, dormir incómoda con Po-í y de vez en
cuando también el gato que ahora había crecido tanto que parecía
una pantera (mamá extendía los brazos para mostrar el tamaño de
Bouger). Si hago memoria, hacía unos meses que estaba refiriéndose
a un dolor en la espalda, es como electricidad, decía, pero mejor cam-
biemos de tema. No le gustaba hablar de lo que temía, ni en ese mo-
mento, ni después cuando todo su mundo se había dado vuelta. Tam-
poco antes. En su diario describe las situaciones con claridad, pero
cuando tiene que escribir sobre el terror o la culpa utiliza metáforas o
prefiere el silencio. Dice: yo no comprendo, o no se puede sufrir así, o
esto es inabordable. Pero no nombra, queda la duda de la referencia.
O dice: mejor hablar de otra cosa. Y lo oculto queda como flotando.
Ella, tan corajuda, “la que no cree en Cristo y no mendiga”, la que se le
anima a la selva, enfrentando al río y sus sudestadas, teniendo histo-
rias con anormales cuya sola presencia angustiaría a cualquiera. Ella
se siente aterrorizada frente a la enfermedad, prefiere no hablar casi
hasta el final en que todo se hace tan evidente. Y entonces invertimos
los roles: yo no quiero que hable, quiero que no sepa, que no nombre,
que no diga que tiene pánico. Y ella lo dice, quiere prenderse de mi
mano, o que la abrace pasando el cuerpo por sobre los barrotes de la
cama ortopédica. Todo en ella es una súplica que se encuentra con mi

104
silencio obstinado, no puedo enfrentar sus ojos y decirle. Entonces se
resigna, parece que se resignara.

Dice:
—Yo estaba bien con mi vida, con mi casa. Y de pronto…
— ¿De pronto qué?
—El desastre –me dice. Sus ojos giran señalando la cama, las sá-
banas limpias y nuevas, las paredes blanqueadas con urgencia, el
arreglo de la puerta del baño, el orden que a mí se me ocurrió que
necesita. Ella lo describe como “el desastre”. De todas formas ya no me
ofendo, cualquier deuda entre ella y yo está casi agotada.

De mamá joven tengo su pelo rubio, la boca grande, los dientes


también grandes, parejos y blancos, su delgadez extrema que ocu-
rre de pronto entre mis siete u ocho años. De mamá ballena a mamá
lombriz. La enfermedad prolongada y mi miedo a la muerte, la loza-
nía recobrada tiempo después. Tengo también el olor dulce, persis-
tente de su perfume Mary Stuart, la cajita de música que me trajo
de regalo: rosa, con el diseño de una siluetita de mujer que tiene los
ojos cerrados y las pestañas doradas. En mis primeros recuerdos de
mamá ella es linda y yo la adoro. La adoro de tal forma que cuando
se va después de una visita, en el refectorio del colegio, la busco en
la ausencia, en el olor dulce y persistente del Mary Stuart, acaricio
el sofá en el que estuvo sentada, beso con devoción el lugar en el
que apoyó la espalda y el cuello, el culo grande, los muslos que se
dibujan redondos bajo la lana negra del vestido. Creo que fue por
esa época que dejé de rezar por ella, total para qué, si la vicaria mis-
ma, la hermana Anita, me asegura que dios jamás le va a perdonar el
haber roto “la sagrada unión del matrimonio”. Con papá era distinto.
—Contador, Dios va a premiar su caridad –le dice la vicaria, la
hermana Anita, después de que papá hace un aporte para los ladri-
llos del edificio nuevo.

105
—Bueno, no sé, hermana, yo soy un hombre divorciado…
—Pero Dios tiene muy en cuenta la caridad. Usted es un cristiano.
Mamá no lo era. Contrabandeaba bombachas de nylon, relojes
despertadores, y medias chicle. Coimeaba a los visas de la aduana,
no creía en Cristo ni mendigaba y lo que ganaba apenas le alcanza-
ba para sobrevivir. Había perdido todos sus derechos a los bienes ga-
nanciales. Decía que era “bohemia”. Y odiaba a las monjas, “esos seres
mezquinos y estúpidos”.
Seguí adorando a mamá durante mucho tiempo. Antes de “ha-
cerme señorita”. Antes de darme cuenta de que las cosas podían ser
de otra manera, de que estábamos creciendo entre esos seres “estú-
pidos y mezquinos” porque ella no quería, no podía, no sabía cómo
cuidarnos.

Mamá ilustraba sus poemas en telas pintadas con óleo: siluetas de


mujeres con un fondo de mar, perros de ojos grandes, algún paisaje.
La pintura parece hecha con trazos gruesos, con el pincel chorrean-
do. Los colores estallan aunque los textos son más bien melancólicos
y hablan del dolor, de amores ausentes y animales muertos. No me
gustan y a mi hermana tampoco. Pero la representan, son algo de ella,
algo íntimo, vivo. Están en la casa del pastor que me pregunta preocu-
pado qué quiero hacer con “todo eso”.

—¿Querés un recuerdo de tu abuela? Mamá le ofrece a Inés una


carterita de cuero negra que saca de mi cómoda. Y frente a la cara de
asombro de mi hermana le dice que a mí no me importan las cosas
materiales, que yo tiro, pierdo, destruyo los objetos y que no soy como
ellas. (Indudablemente ha revisado mis cosas en esos días en los que
yo me voy de vacaciones y ella se queda cuidando mi gata y mi casa).

106
Parece que Inés puso cara de asombro porque mamá le dijo: a tu
hermana no le importa. No sabe valorar como nosotras las cosas ma-
teriales. Inés me devuelve la carterita que fue de mi abuela:
—No deberías pedirle que te cuide la casa. Encima, invita a cual-
quiera –dice.
Cualquiera son esos amigos extraños capaces de bailar y cantar
en una casa que no conocen, comerse hasta la última miguita, invadir
con sus abrigos que van dejando olor a húmedo, olor a viejo, a comida
frita. Ellas son mujeres pintadas hasta el cuello en el que las arrugas
sobresalen formando bordes de otro color. Ellos son hombres galan-
tes con los pantalones que dejan imaginar las piernas flacas y lisas.
Ellas y ellos recitan a Gagliardi: “el último adelantado fue don Pedro
de Mendoza/ lo dijo con voz gangosa/ el sapito, abatatado”. A Neruda:
“desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste, como yo, nos mira”.
Ellas y ellos bailan tangos, cantan con voces cascadas, cuentas
anécdotas que suceden en La Boca, en Berisso, en otro tiempo, en
otras vidas. ¿Cómo? ¿No oíste nunca hablar de ella? No, mamá yo ape-
nas había nacido... No, mamá, nunca me gustó ese ambiente ni los
viejos narcisistas aunque desborden simpatía…
Llegan todos juntos y se van todos juntos. Mamá dice que son bo-
hemios. Bohemios, bohemia, en mi infancia y en mi adolescencia eran
palabras cargadas de sentido positivo. Después, fueron, solamente,
palabras asociadas a mamá, a la manera de mamá de estar en la vida.

Mi hermana no quiere ningún objeto de la casa de mamá. Casi


nada. Solo unos pocos libros, el collarcito de perlas falsas, la vieja bi-
blioteca de madera maciza.
Cuando mamá se enfermó yo la llamé para que viniera a verla. En
ese momento todavía no había un diagnóstico. Se quedó dos días y
se fue. Me tocó ir en la ambulancia, acompañar a mamá en las largas
horas de hospital, escuchar la sentencia médica y angustiarme sin que
mamá se diera cuenta.

107
—¿Por qué tenés esa cara de fantasma? –me preguntó en la clíni-
ca. No supe qué decirle y me puse a llorar. Estaba agotada.
—Si no cambias de actitud, mejor andate a tu casa. Así me das
miedo. Así no me servís.
Y yo le dije hasta mañana (creo que fue la última vez que le expre-
sé rencor o rabia. La última vez que la pensé narcisista, la última vez
que sentí que ella jamás iba a ponerse en mi lugar). Me fui sin darle un
beso y nunca, ni siquiera cuando pasó todo, volví a llorar.

A pesar de las ayudas, me sentí muy sola en esos días, con mu-
cho miedo de no poder seguir y de aflojar. Quería que muriera en su
casa, en su cama, con su perro, con sus libros. Fue difícil. Lo logré. Era
como atravesar el desierto sin agua ni alimentos. Remontar cada día
sin saber si lo podía soportar. Mamá frágil como estaba sostuvo la es-
peranza. Quería volver a la calle aunque fuera con la silla de ruedas.
Me pedía que abriera la ventana: es tan linda la primavera, decía (la
primavera, vista desde la cama de ella, era el árbol del vecino, el cielo
azul, las tardes que se alargaban, los gritos de los pájaros cuando em-
pezaba a oscurecer).
Tuvo la silla de ruedas.
—Una silla de político –le dijo a Inés (hecha a medida, con un res-
paldo que le permitía transformarse en cama).
No pudo usarla más que una vez. El tipo le había preparado la
ropa para la inauguración. Un vestido azul con flores, una camperita
con cuello redondo y las pantuflas rojas, nuevitas, de Papá Noel. Pero
el dolor fue insoportable. Y no se quejó. Se puso muy blanca y des-
pués dijo:
—Mejor lo dejamos para mañana.
Y nunca más lo intentó.

108
—Odio esta ciudad –me dice Inés. Le cuesta, me dice, venir a La
Plata, la terminal que siempre parece sucia, el calor, las cucarachas y la
humedad. Inés enumera todas las cosas de esta ciudad, tratando o no
pudiendo encontrar nada para compensar. No se salvan ni los gorrio-
nes “piojosos”, ni las palomas, ni la catedral, ni los recuerdos que se le
amontonan todos de golpe, como si fueran cachetadas.
Y yo la entiendo. Como yo, ella también tuvo que irse, tratar de
echar raíces en otro lugar. Sentir que su familia eran su marido y sus
hijos, que todo había estado mal hecho y había que empezar de nue-
vo. Las dos empezamos de nuevo (no encuentro la manera de decirlo
aunque empezar es un verbo tan precario, que dice tan poco y es tan
incompleto). La diferencia es que ella adoptó la nueva ciudad, la hizo
de ella, la quiere y no se imagina fuera de allí. Yo, en cambio, extrañé
muchísimo, idealicé la ciudad perdida en los años de ausencia, y cuan-
do volví sentí que estaba en casa, que quería mi ciudad gris y fea. Acá
están mis amores, mi pasado, mi presente. Mis raíces. Lo que queda
de papá, de mi abuela, lo que queda de mamá. Lo que queda de mí.

Inés dice que siempre quiso lo que no tuvo: sentirse hija. Yo tam-
bién quise eso. Mamá también lo debe haber querido y papá contó
toda la vida, con mucho dolor, su primer recuerdo: había muerto la
madre, una española de veintiséis años (él tenía apenas dos). Lo lleva-
ron al cementerio y le dijeron que ahí bajo la tierra estaba la mamá y el
vio un largo camino de hormigas y lloró por eso. Porque las hormigas
iban a comer a la mamá y él no iba a poder hacer nada.
Decía que él no pudo ser feliz por culpa de las hormigas.
Hubiera querido ser hija y tal vez por eso al final, fui la madre de
mamá. En esos tres meses y veinte días fuimos madre e hija. Y sentí
durante esos tres meses y veinte días que si ella me parió para la vida,
yo la parí para volver adonde sea que se vuelve. Gracias a esos tres
meses y veinte días que compartimos, en ese estar yéndose a dónde
quiera que se vaya, pude sentir el lazo fuerte, invencible, que nos unía,

109
que nos une. Solo el orden de los factores fue alterado. Fuimos, sin
ninguna duda, madre e hija.
Pero tengo una deuda todavía: me esperan las cenizas y no sé si-
quiera cómo lo voy a resolver. Cómo lo vamos a resolver. Inés es par-
te de esto. Esperemos un tiempito, me dice. Y le digo que sí. Pero es
como un parto incompleto, un parto en el que la placenta deja los
cotiledones adentro del útero. Hay que sacarlos rápido porque el peli-
gro es una infección. Si lo pienso, sé que no es importante. Si lo siento,
entonces sé que es importante. Esto no tiene explicación y tampoco
tiene palabras.
—La enfermedad, la muerte, son parte de la vida. Existen porque
existe la vida.
Entonces, ¿por qué, por qué es tan difícil de entender?

Necesito hablar de mamá. Mantenerla viva. Tocar las cosas que


fueron de ella, leer sus diarios, hacer sus recetas de cocina. Y, sin em-
bargo, viví sin ella, puedo vivir sin ella.

Una imagen: lleva puesto un pantalón rojo y apretado. De atrás, a


la altura del coxis, le sale una cola larga, finita y dura. El pulóver deja
en evidencia los pechos. Tacos altos, altísimos. Sobre la cara, una más-
cara veneciana. Detrás de los agujeros de los ojos, brilla el verde de
una mirada despierta. Federico cubre su cuerpo flaco con una sábana
blanca, de hilo. La sábana, testigo de la unión de sus padres, la sábana
que la madre de Federico soñaba para la primera noche de su hijo. La
que no podrá usarse si no como disfraz. Están felices. Yo lo sé. Van a un
baile de carnaval. Debo tener unos nueve o diez años.

En el sueño las personas están vestidas con disfraces y máscaras.


Sé que tienen que ver conmigo. Siento que debo cuidarlas de un pe-

110
ligro que no alcanzan a ver. Están en un círculo y entro en ese círculo.
Las risas tapan las palabras y hay mucho humo. Por la ventana abierta
se ve la luna llena. Debo acercarme más o me dejarán afuera. Inten-
to hablarles y ellos gesticulan también pero es imposible entender lo
que dicen. Se sacan las máscaras. Debajo de las máscaras hay otras
máscaras y el círculo que nos rodea es ahora algo vivo, como una ser-
piente o una cola de diablo que nos va atando lengua contra lengua.
Los ojos de una serpiente se adivinan debajo de la última máscara.
Empiezo a llorar por ellos y por mí. Entonces me despierto pero con-
tinúo llorando con sollozos largos, ahogándome. Sin saber por qué
digo mamá y repito mamá. Y entonces la veo llegar. Sé que es mamá
pero está vestida de gallina aunque la cabeza sea la de un gallo. Solo
se acerca, sin hablar. Se agacha y pone un huevo. Pone dos huevos,
tres huevos. Y se va volando, con un vuelo bajito, de gallina.

Necesito también reconstruir ese pedacito de la historia después de


que ella me dijera basta y yo le respondiera basta sin saber lo que eso
podía significar. Me acuerdo de llamar por teléfono “creo que la abuela
se está muriendo”, o algo así. Después me acuerdo de ver entrar a mi
hija por el pasillo largo y finito y del ambo azul que tenía puesto, las je-
ringas, las palabras dichas a media voz (el sonido de las palabras, como
monedas pesadas que iban cayendo en cascada sobre una fuente). Me
acuerdo de los ojos aterrorizados de mamá y la expresión de sufrimien-
to intenso y de decirle basta y de tratar de sostenerle el brazo para que
mi hija pudiera darle esa medicación que aliviaría, mitigaría, transfor-
maría, quizás, el dolor en otra cosa que podría ser la desconexión, la
partida, lo que fuera, menos eso que yo veía en los ojos de mamá. No
sé, todo fue nuevo y extraño, sus palabras últimas, su asombro cuando
trató de incorporarse con una última energía: “entonces era así”, o “era
esto”. No sé… También dijo: todo mi amor a… y el balbuceo de esas
sílabas ma-má ma-má. Y vino un sueño, un ronquido que fue apagán-
dose hasta hacerse murmullo. Llegó mi hermana, mis otras hijas, mi so-

111
brina. Conversaban en la cocina. Nosotras en la habitación velábamos
sin velas, sin barcos, sin palabras. Solo había que esperar. Fueron quince
horas en las que, entre medio, volví a casa a la tarde a bañarme y des-
cansar un rato. A la vuelta, desde el pasillo noté que se podían escuchar
las voces del tipo y el pastor. Hablaban muy fuerte sobre el luminoso
destino que Dios tiene reservado para los que se entregan a él.
Ya era de noche, mamá era un bulto debatiéndose apenas, con una
respiración extenuada, los pies (que tanto la enorgullecieron siempre)
eran ahora una masa informe, que iba tornándose rígida, marmórea.
Yo me sentía agotada, impaciente, deseaba que todo terminara cuan-
to antes, quería volver a casa, dormir dos o tres días.
—¿Sufre? –pregunté.
—No, esto es pura biología –mi hija recorrió con la mirada lo que
allí quedaba de mamá.
A las tres y veinte de la madrugada, eso dejó de respirar. Hacía mu-
cho calor. Mi hermana llamó al tipo que ahora dormía o dormitaba
o lo que sea en el cuarto de al lado. Él puso su mano oscura sobre
el pecho desnudo de mamá y dijo unas palabras de claro contenido
religioso. No importa qué. Después, mi hermana, mi hija y yo, fuimos
a la casa velatoria. Cuando volvimos, el tipo dormía y ella estaba sola,
un ojo semiabierto, la sábana volcada hacia un costado. Mi hermana
propuso vestirla y mi hija la ayudó. No hubo besos, llantos, nada. Solo
esperar la ambulancia, solo un silencio agotado, la camilla que no pa-
saba, los hombres tuvieron que dejarla en el pasillo. Sacaron los restos
como si fuera basura envuelta en una sábana. Los camilleros habla-
ban entre ellos, sobre su día de trabajo, mientras acomodaban los bra-
zos rebeldes que sobresalían de la tela, las manos expresivas, las uñas
rojas, muy largas, como de quince días. Sobre la mesa los hombres de-
jaron el anillo ancho, barato, el reloj al que le habían dicho tenía que
aferrarse para no perder noción del tiempo. Po-í seguía todo con sus
ojos opacados por las cataratas. Extrañamente, no ladraba, ni siquiera
cuando la camilla empezó a desandar el pasillo, con las ruedas que
chirriaban como pájaros metálicos y monótonos. Los vecinos tendrían

112
que despertarse, tal vez les molestara el ruido o los sobresaltara. Mi
hermana, Po-í y yo íbamos detrás de la camilla hasta que la subieron
a la ambulancia. Ya está, le dije a mi hermana y ella me dijo ya está, y
volvimos al departamento y apagamos las luces. Estábamos saliendo
a la calle cuando escuchamos el ladrido o el llanto o lo que fuera de
Po-í.

¿Por qué necesito escribir todo esto? ¿Por qué hay tantas cosas
que no entiendo?, ¿Por qué no puedo llorar por mamá, por mí, por
todos los que quiero?

Es tal la mugre del patio, tal el abandono, los árboles torcidos, las
ramas, el caminito que se cierra con pastos altísimos, es tal la agresi-
vidad del lugar, que no podemos pensar en dejar la caja con cenizas,
que es todo lo que queda de mamá (eso no es así, eso es solamente
biología, eso es algo de mamá). No podemos volver con la caja. El tipo
nos mira y es una mirada con un fondo de barro. Impenetrable. Es-
pera. ¿Espera qué? Entonces es mi hermana la que toma la decisión.
—Abrí un pozo, allí, adelante. Debajo del fresno.
—Pero…
—Andá a buscar una pala.
El tipo trae una pala. Cava un pozo pequeño, de unos treinta cen-
tímetros más o menos. Dejo la caja allí .Cubre la caja con tierra. Es una
tierra negra, virgen, con lombrices que se retuercen. Aplana la tierra.
Nos quedamos un tiempo en silencio. Los pájaros de la reserva cantan
con un canto seco, trinos de tijeras, chic, chic, chic. El tipo le habla a la
tierra, le habla a mamá, le dice linda, linda, linda. Le dice:
—Hay cosas que yo no comprendo.
Mientras escribo esto pienso que yo tampoco comprendo, que a
lo mejor no hay nada que comprender.

113
Me acuerdo de algo que decía Oscar Wilde: nada de lo que real-
mente ocurre tiene la menor importancia.
Y pienso que a lo mejor es así, en una de esas nada tiene importan-
cia y da lo mismo. Pero también, me digo, se lo puede pensar de otra
manera, cada detalle es importarte. Solo que a veces no logramos ver-
lo. Pero todo puede ser. Finalmente, somos tan, tan ignorantes.

Hoy se cumplen cuatro meses. Con Inés trabajamos mucho para


vaciar y alquilar el departamento. Guardamos o tiramos los pequeños
tesoros, algunos libros, los cuadernos en los que mamá anotaba sin
blancos los temores, la vida, algunas alegrías, recetas de cocina, poe-
mas, sueños, desencantos. Atendí, desatendí, cuidé y descuidé a Po-í.
Finalmente él sobrevivió, desayuna avena con leche y come arroz y
pescado y para las vacaciones va a venir a casa porque las peruanas
que lo cuidan se van a Lima por un mes. Con mi hermana intentamos
reconstruir, con más o menos éxito, ese lazo que nos unió en la infan-
cia y la adolescencia.
Las cenizas continúan en una espera que se va haciendo larga y
yo le tengo miedo al río, a que el río se desborde y arrastre las cenizas
que están ahí nomás, debajo del fresno. En algún lugar de mi cuerpo
siento que la caja que guarda las cenizas puede ser algo así como la
lámpara de Aladino. Tal vez si venzo el miedo y las suelto, un genio
amoroso, como en los cuentos de La mil y una noches, salga en co-
lumnas de ceniza, me abra sus brazos y me alce contra el aire azul, me
sacuda riéndose hasta soltarme la ausencia y el dolor, me diga que no
es nada, que no pasa nada, me bese con un beso tibio de ceniza y se
eleve sobre el río hasta confundirse con el cielo.

114
Una caja con cenizas. Ahí adentro hay una madre. Un libro con hojas. Acá
adentro habita la historia de una hija que trata de buscar el certificado que
ratifique algo tan difícil de medir como el amor. O quizás todo sea más sen-
cillo, salvo que siempre, los sentimientos se cuentan con palabras. Sonia
García suelta palabras, “palabras como nudos atadas a la altura de la pan-
za”, palabras grandes, procaces, palabras sin palabras, palabras fuertes,
palabras asociadas al mar, palabras inventadas. Así nace el término insilio.
Un viaje interno, al interior de nuestros propios infiernos, al interior de la
provincia de Buenos Aires, al interior de los recuerdos, al interior de la tie-
rra donde se deposita la urna con las cenizas.
Sonia sabe contar, porque no hay escena que no tenga tensión, pero no la
tensión narrativa más ramplona, la que se consigue con el uso de efectivas
herramientas retóricas, sino la tensión del ego, la que crece en la necesi-
dad de reconocimiento, la que se mira en ese espejo interpelativo que sue-
len diseñar –consciente o inconscientemente– los padres.

Ulises Cremonte

Sonia García nació en Mar del Plata en 1946 aunque se reconoce platense ya que en esa ciudad,
dice, vivió las mejores y las peores cosas de su vida. Estudió Periodismo y Letras. Participó de
numerosas antologías y publicó cuentos en revistas culturales. Ganó algunos premios en este
rubro.
Publicó un primer libro dentro de ese género Fiesta de guardar (1998) y un segundo libro también
de cuentos Juguemos en el borde (2003). Insilio es la primera novela que publica aunque no la
primera que escribe ya que ella guarda entre sus papeles Aparta de mí que es anterior e inédita.
Coordinó y coordina talleres de lectura y de escritura no como un trabajo sino como una manera,
dice, de estar en el mundo.

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