Testimonios
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Cuando tenía 7 años, no era la mejor estudiante del mundo, más bien era muy
mala, y casi repruebo 3 cursos. Así que mi mamá, cansada de eso, decidió
castigarme de una manera que no esperaba. Me dijo que el año que viene me
metería a un colegio nacional que estaba cerca de mi casa, y así fue. Me cambió de
colegio y, para ser honesta, no entendí qué tenía que ver ese castigo con mejorar
mis notas, ya que ese era un colegio normal. Si bien no me gustaba tanto como mi
otro colegio, era muy tranquilo. Los niños me hablaban, y algunos me caían bien.
Las clases, aunque iban atrasadas, estaban bien en general. Era un colegio normal,
y ese castigo no era tan malo como mi mamá pensó que iba a ser.
El único problema era que mi abuela era la encargada de recogerme del colegio, y
ella es el tipo de persona que no tiene un claro concepto de puntualidad. Cada día,
mientras todos mis compañeros salían felices del colegio, yo me quedaba ahí por
más o menos 30 minutos a 1 hora esperando que me recojan. El primer día me
distraje viendo cómo los señores limpiaban y hasta llegué a ayudar en algo, como
acomodar los insumos del Qali Warma. Pero al segundo día, me aburrí un montón,
no tenía nada que hacer, y me aburría demasiado. Así que al día siguiente decidí
irme con una niña cuya mamá trabajaba en el mismo mercado que mi abuela, y
como estaba a menos de 3 cuadras, me fui con ellas.
Cuando llegué al trabajo de mi abuela, todo parecía estar bien, hasta que mi abuelo
llegó para recogerme. No estaba nada contento. Me gritó como nunca antes lo
había hecho por haberme ido sin avisar, y no entendía por qué tanto drama si solo
me había ido con una compañera. Lo peor es que me sentí culpable, y esa noche
apenas pude dormir pensando en el regaño. Pero eso no fue lo peor. Al día
siguiente, me desperté con una picazón horrible en la cabeza. Al principio pensé
que era normal, hasta que mi mamá me vio. Ella me preguntó por qué me rascaba
tanto, y le dije que me picaba un montón. Entonces, me revisó la cabeza para ver la
causa, y cuando vio mi cabeza, su cara entró en pánico.
Ese día decidió que no iría al colegio, y junto a mi abuela empezaron a buscar
maneras de quitarme los piojos. Primero intentaron lo más obvio: me lavaron el
cabello con champú especial para piojos, pero eso no funcionó. Los bichos seguían
ahí, como si nada. Entonces, pasaron al siguiente método casero: mayonesa. Me
llenaron el cabello de mayonesa, asegurando que el aceite asfixiaría a los piojos.
Pero tampoco sirvió. Después vino el aceite de oliva, y otros inventos caseros que
parecían más recetas de cocina que remedios. Cada día era una nueva mezcla, y
nada funcionaba. Los piojos seguían ahí, invadiendo mi cabeza como si fuera su
hogar.
Tras una semana de intentos fallidos, mi mamá encontró un video en internet que
prometía el remedio definitivo: alcohol. Según el video, eso mataría a todos los
piojos al instante. Al llegar a casa, prepararon todo para el gran tratamiento con
alcohol. Me pusieron en el baño y, sin decirme mucho, empezaron a empaparme la
cabeza con alcohol puro. Lo que nadie me advirtió fue que debía cerrar los ojos.
Apenas el alcohol tocó mi cuero cabelludo, sentí un ardor horrible en los ojos, pero
no pude gritar. Intenté hacerlo, pero cuando abrí la boca, no podía respirar. Era
como si el aire se hubiera evaporado. El alcohol formó una capa tan espesa en mi
cabeza que bloqueaba todo. Sentía que me ahogaba. Entré en pánico. Empecé a
moverme, pero mi mamá y mi abuela no se daban cuenta de lo que me pasaba,
seguían frotando el alcohol en mi cabeza. Justo cuando pensé que de verdad me iba
a desmayar, pararon.
Fue aterrador. Estaba tan asustada que me quedé paralizada. Después de un rato,
el ardor en los ojos desapareció, y, afortunadamente, no me había entrado alcohol
directamente en los ojos, pero lo que sí me entró fue el miedo de morir ahogada en
alcohol.
Así pasaron los años. Cada año desde ese momento ella me llevaba a hacerse
chequeos. Se hacía su Papanicolaou cada año sin falta, como le recomendó la
doctora que la operó. Nos decían que con eso sería suficiente, que no habría más
riesgos. Y durante mucho tiempo, lo fue.
Mi mamá siempre fue la persona que me hacía sentir segura, que convertía
cualquier día en algo especial. Estar con ella era como estar en un lugar donde
nada malo podía pasar. Su risa llenaba cada lugar donde estaba, y cada vez que me
llevaba a su trabajo era como ir a una dulcería. Sus compañeros la querían tanto
que le regalaban chocolates y galletas, y ella siempre los guardaba para mí en un
cajón de su escritorio. Tenía una luz especial, una forma en la que todo lo difícil o
triste que pasara en su presencia se desvanecía en minutos. Me gustaba ir a su
trabajo, ir de viaje con ella, porque por muy mal que saliera todo, nunca perdía la
sonrisa y siempre buscaba una manera de que todos disfrutáramos lo máximo
posible. Pero, como muchas cosas en la vida, la felicidad no es eterna.
Un día de agosto noté algo diferente en ella. Mi mamá llegó con una expresión que
casi nunca veía en su rostro: preocupación, miedo. Me contó que su pierna derecha,
de la nada, se había hinchado. Al principio no le tomamos mucha importancia, ni
los doctores tampoco. Lo primero que dijeron fue que podía ser mala circulación, y
así ella siguió todo lo que el doctor le dijo al pie de la letra. Pero no funcionó. El
dolor y la hinchazón no desaparecían.
A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Fuimos de médico en médico, buscando
respuestas que nadie podía darnos. El tiempo pasaba y nadie daba razón de nada.
Luego llegó la pandemia, y lo que ya era difícil se volvió casi insoportable. Mi mamá
seguía trabajando a pesar del dolor, no podía descansar. Sus responsabilidades
eran más importantes. Recuerdo que, cuando ya no pudo ir a la oficina, le enviaron
su computadora a casa, y ella continuó trabajando desde su cuarto. Lo hacía todo
con una dedicación que, incluso ahora, me cuesta entender. Yo no habría sido
capaz de hacer lo que ella hizo, seguir adelante a pesar del dolor y el miedo.
Ella dejó de trabajar por descanso médico indefinido, y aunque estaba en casa, ya
no era la misma. Los días empezaron a ser diferentes. Cada día que pasaba, mi
mamá estaba más débil y yo era incapaz de enfrentar mi realidad. Me alejé. Me
encerré en mi cuarto, como si al hacerlo pudiera escapar de la realidad. Apenas
salía, solo lo suficiente para verla por las mañanas y comer. No sabía cómo manejar
el dolor, así que hice lo que me parecía más fácil: esconderme. Creía que, si me
alejaba, no sentiría tanto la tristeza ni el miedo. Pero eso solo la hizo preocuparse
más. Con el tiempo, mi mamá y yo empezamos a distanciarnos, y esa soledad
derivó en que tuviera un extremo miedo al COVID, lo que causó que nadie que
saliera a la calle por el más mínimo segundo se acercara a ella. Y así fue como todos
empezamos a alejarnos más de ella, porque tenía terror de que la contagiáramos.
Así pasaron los meses.
Luego empezaron las clases presenciales, y todo se complicó aún más. No quería
que nadie en la escuela supiera lo que estaba pasando en mi casa. No quería que
me miraran con lástima o que pensaran que mi vida era diferente a la de los demás.
Extrañaba a mi mamá, extrañaba las risas, las conversaciones, los momentos
simples que ahora parecían tan lejanos. Mi mamá, que antes era la persona más
alegre que conocía, dejó de reír. Parecía que cada día perdía un poco más de fuerza.
Dejó de comer, de hablar, de salir de su habitación. Solo se quedaba allí, mirando su
celular en silencio. Se rehusaba a ir al hospital y a tomar sus vitaminas, hasta que
un día se sintió muy mal y la llevaron de emergencias al hospital.
Pasaron los días, y luego, un martes a las 6 de la tarde, recibí una llamada. Era una
enfermera de la clínica, que me dijo que mi mamá había fallecido. En ese momento,
todo se volvió borroso. Le pasé el teléfono a mis abuelos, y cuando escuché lo que
les decía, sentí que el mundo se caía bajo mis pies. Todo se derrumbó con esas
palabras.
Lloré tanto que pensé que nunca podría parar. Pero, de repente, dejé de llorar. En
el funeral y en el entierro, no derramé ni una lágrima más. No sé por qué. Sentía un
vacío tan grande que parecía que me había quedado sin lágrimas, sin fuerza para
seguir expresando ese dolor. Todo a mi alrededor se sentía irreal, como si el
mundo siguiera su curso, pero yo me hubiera quedado atrapada en un lugar donde
el tiempo no avanzaba.
Cada día que pasaba después de su muerte, en lugar de aliviarse, el dolor se
transformaba en algo más profundo, algo que no podía poner en palabras. Y con
ese dolor llegó un nuevo miedo. Un miedo que me acompaña siempre: el miedo de
olvidar. Miedo de que un día me despierte y no pueda recordar cómo sonaba su
risa, cómo se iluminaba su rostro cuando sonreía, o el sonido de su voz
llamándome por mi nombre. Me asusta que, con el tiempo, esos recuerdos tan
preciados se desvanezcan, como las fotos antiguas que poco a poco pierden sus
colores.
A veces cierro los ojos e intento aferrarme a cada pequeño detalle: la suavidad de
sus manos, el calor de sus abrazos, su olor a perfume y su risa que alguna vez
llenaba la casa. Pero, por mucho que me esfuerzo, siento que se escapa un poco
más cada día. Ahora, cada vez que pienso en ella, no solo siento tristeza, sino que
siento miedo a no recordarla como era, miedo a que los años borren su presencia
de mi memoria. No quiero que se convierta en solo un recuerdo lejano, una imagen
borrosa en mi mente. Quiero que viva en mí, que siga siendo una parte de mí,
incluso cuando los días sigan pasando. El miedo a olvidar es real, y quizás nunca
desaparezca.