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LAS OLAS

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LAS OLAS

Capítulo 0.1 Carta de navegación

Las olas es un intento por aproximarse al cuidado de la salud mental propia y, en ocasiones, ajena. Pero
este libro no intenta reemplazar una terapia acompañada por profesionales, sino compilar y compartir
conocimientos y herramientas probadas empíricamente para cualquier persona que busque estar un
poco mejor.

Con ese fin, hemos dividido el proyecto en dos: por un lado, el libro que tenés en tus manos. Te
recomendamos empezar por acá, leyendo los capítulos en orden para incorporar algunos conceptos e ir
empatizando con los distintos casos —las distintas realidades particulares— que el texto te va a
proponer.

Cuando sientas que es el momento de aplicar estas herramientas a tu vida personal, podés pasar al
cuaderno de ejercicios.

Una única advertencia: nada en este libro te va a blindar contra el mundo. Cuando lo cierres, el cambio
climático, la desigualdad, la posverdad y otras tantas calamidades van a seguir ahí. Pero son orillas a
las que llegaremos a su debido tiempo. Este es un viaje distinto. Un viaje hacia adentro, no por eso
menos relevante. El océano interior es amplio. Y profundas son sus aguas.

Capítulo 0.2 Prólogo

Todas las personas vamos a recordar el año 2020 de manera especial. Cuando digo todas, me refiero a
todas. No hubo lugar en el mundo donde no se sufrieran los efectos de la COVID-19. En el futuro, las
nuevas generaciones nos verán como los sobrevivientes de una de las pandemias más grandes y
dañinas de la historia de la humanidad. Tendremos nuestros recuerdos más o menos dramáticos que
compartir, pero cuando me pregunten a mí, probablemente les diga que fue el mejor momento para ser
psiquiatra y dirigir una institución de salud mental: en medio del caos social, económico y sanitario, a mí
y a mi equipo nos fue increíblemente bien. Algunos llegaron a pensar que yo tuve algo que ver con este
desastre. Mi instituto, el Centro Integral de Salud Mental Argentino (CISMA), y Zoom serán
tremendamente sospechosos por varios años. Por supuesto, que nos vaya bien a quienes nos
dedicamos a la salud mental es algo que no deseo, ya que eso implica un escenario de muchísimas
personas sufriendo, entre las que también estamos mis allegados y yo mismo.

Pero, ante la imposibilidad de cambiar el curso de la Historia, solo queda aprender de ella. Mientras
todos los esfuerzos se concentraban en detener el avance imparable de ese pedazo minúsculo de
materia que llamamos SARS-CoV-2, por lo bajo se estaba gestando una bomba que no vimos venir. El
miedo generado por un microorganismo desconocido, el confinamiento y la fragmentación social, la
incertidumbre en torno a la duración del fenómeno y el enfrentamiento a desafíos para los que no
teníamos preparación alguna pusieron en evidencia el enorme contraste entre la importancia que tiene
la salud mental para nuestro bienestar y la poca atención que le prestamos tanto a nivel individual como
social en términos del tiempo y los recursos invertidos en mantenerla y mejorarla. Durante la pandemia,
aumentaron los casos de depresión y ansiedad, el consumo de sustancias y las adicciones en general,
la ideación y los intentos suicidas, y la violencia familiar y de género, entre otros problemas. Más allá de
las cifras que cobraron relevancia pública por su gravedad, también hubo un incremento (difícil de
cuantificar) en el malestar general cotidiano: es bastante obvio que el encierro en casa todo el día puede
ser desequilibrante. Quedó claro que, con frecuencia, no tenemos a mano las herramientas necesarias
para lidiar con estas situaciones.

Creo que la pandemia fue un catalizador que amplificó la carencia de habilidades psicológicas en la
mayor parte de las personas. Muchos de los desafíos psicológicos que se nos presentaron a partir de
marzo de 2020 ya estaban latentes en nuestra vida anterior: el estrés laboral y el de la vida hogareña, la
ansiedad que causa la inestabilidad económica, el debilitamiento de los lazos sociales y comunitarios en
los que solemos apoyarnos, la hiperestimulación de las nuevas tecnologías, la falta de descanso por la
sobreexigencia de la vida contemporánea. Dicho de otro modo, en todos los niveles, en cada esfera de
la sociedad, día a día, vimos afectada nuestra salud mental. Pero comencemos desde el principio: ¿qué
es la salud mental?

Llamamos salud mental al estado de equilibrio interno que nos permite desenvolvernos con armonía en
la sociedad. Dicho estado no es estático, sino dinámico, ya que puede ir y volver dependiendo de las
circunstancias de la vida. Las habilidades cognitivas y sociales, la capacidad de reconocer, expresar y
modular las propias emociones, así como de empatizar con los demás, la flexibilidad y la capacidad de
hacer frente a los acontecimientos adversos y de funcionar en los roles sociales, y la relación armoniosa
entre el cuerpo y la mente representan componentes importantes de la salud mental. Componentes que
contribuyen, en diversos grados, al estado de equilibrio interno. Sin embargo, la salud mental está
también moldeada por las circunstancias en las que vivimos. Es bien sabido que el estrés físico y
psicológico de la cotidianidad al que están sometidas las personas de los sectores más vulnerables (en
situación de pobreza, inmigrantes, minorías étnicas y disidencias) es la causa de la mayor prevalencia
de problemas de salud mental observada en estas poblaciones.

Lamentablemente, y a pesar de la importancia que tiene, la educación emocional y el cuidado integral


de la salud mental no forman parte activa de la agenda política ni de la currícula de la mayor parte de
las instituciones educativas. Como resultado, muchos adultos tienen severas dificultades para entender
su propia experiencia interna y reaccionar habilidosamente ante sus desafíos. Creemos, por ejemplo,
que la tristeza o el enojo son malos. A esto se agrega una fuerte crisis comunicacional, basada, en
buena medida, en esta incapacidad para entendernos, cada quien a sí mismo, pero también a las
demás personas (muy notable entre padres/madres e hijos/as adolescentes). Además, hay muchos
mandatos sociales y formas de ver la vida que, nos guste o no, condicionan nuestras emociones y
comportamientos. Frecuentemente, estas reglas que se transmiten de generación en generación nos
modelan por dentro, a pesar de sus consecuencias negativas. Por ejemplo, aún sigue muy incrustada
en nuestra sociedad la cultura del “sentirse bien", y la vemos reflejada en creencias como “si querés,
podés” y estereotipos como “los hombres no lloran”, entre muchas otras. Todas estas ideas suelen tener
efectos colaterales nocivos. ¿Por qué? Porque simplifican realidades que en el fondo son complejas.

Aunque resulte extraño pensarlo así, lo cierto es que una causa muy importante del sufrimiento humano
es la evitación de las emociones (como la tristeza, el enojo o la culpa). Es decir, el fenómeno por el cual
una persona no está dispuesta a permanecer en contacto con sus experiencias interiores y trata
desesperadamente de alterar la forma o la frecuencia en que estas aparecen. Las emociones tienen
funciones concretas para nuestra supervivencia, y nuestros intentos de controlarlas, ya sea con
medicación, cigarrillos, redes sociales o golosinas son por lo general en vano y hasta
contraproducentes. ¿Qué tan útiles son nuestros intentos de control? ¿Cuántas veces quisimos olvidar
algo y no hacíamos más que evocarlo? ¿Cuántas veces intentamos obligarnos a dormir y eso nos
genera insomnio? Esto se denomina actualmente la paradoja del control: si no lo querés, lo tenés.

Por otro lado, las emociones pueden ser complejas. Lo que es efectivo, útil, a corto plazo, puede ser
dañino en el largo plazo. Si bien el miedo o el estrés nos permiten huir, evitar y/o afrontar eficazmente
amenazas y resolver problemas con rapidez mediante una activación de nuestro organismo, la
exposición crónica al estrés genera una serie de cambios neuroquímicos que pueden generar mucho
daño en nuestra salud. De la misma manera, mientras que la tristeza es una emoción que nos puede
ayudar a procesar una pérdida irreparable, una persona triste que se aísla puede desarrollar depresión.
Además, la intensidad de las emociones varía entre personas. Algunas son tranquilas y casi inmutables,
y otras pueden tener comportamientos autoagresivos o incluso llegar al suicidio debido a la dificultad
para atravesar estos estados.

Una adecuada educación emocional nos debería permitir notar cuándo es necesario aceptar el
sufrimiento como parte de la vida y cuándo resulta innecesario. El sufrimiento en general es algo
inevitable en la vida humana, y todos lo sentiremos cada vez que perdamos algo que nos importa.
Además, ser un padre responsable y amoroso, una amiga empática y presente, e incluso una estudiante
aplicada implica lidiar con emociones que tienen sufrimiento asociado (preocupación, ansiedad,
angustia o frustración). Atravesar ese proceso es parte de vivir una vida valiosa. Pero la otra forma de
sufrimiento humano, el innecesario, que representa una gran parte de todo el sufrimiento que
padecemos, se debe a nuestra falta de habilidades para manejar las experiencias que vivimos. Las
historias que nos contamos en la soledad de nuestras conciencias sobre los hechos que vivimos
condicionan la percepción que tenemos de la realidad, adornando la experiencia y, en muchas
ocasiones, echándole sal a las heridas. La psicología contemporánea y la educación emocional nos
brindan las herramientas necesarias para cuidarnos en el viaje, para aceptar las emociones como parte
de la vida, y a la vez manejarlas efectivamente para no sufrir sin sentido.

Quizás te resulte extraño que estas palabras provengan de un psiquiatra: por lo general se espera que
un profesional de mi área resuelva todo haciendo recetas. Por supuesto, como médico, acepto el hecho
de que los psicofármacos son herramientas poderosas que pueden ayudar mucho y mejorar la calidad
de vida de las personas (y hasta prevenir muertes) cuando están bien indicados. Pero también
considero que frecuentemente nos convertimos en un quiosco de pastillas, clasificadores de las
personas y jueces de la normalidad. En este sentido, el paradigma clásico de salud-enfermedad no
aplica de la misma manera a la salud mental. Ver, por ejemplo, la depresión como una enfermedad
similar a la neumonía, en la cual solo se requeriría de medicación (antidepresivos) para su resolución,
no ha demostrado ser un enfoque muy efectivo. Afortunadamente, este paradigma está cambiando
gracias a una mejor comprensión de la psiquis humana y de la integración de diversas disciplinas. En
este sentido, la inclusión de la filosofía ha vuelto más humanista a la psicología científica.

En un principio, las ramas de la psicología que estaban en el paradigma empírico, principalmente el


conductismo de Watson y Skinner, solo se dedicaban al estudio de la conducta observable. Partían de
ese punto en respuesta a las corrientes psicológicas que exploraban el inconsciente, y buscaban
desarrollar una psicología más practicable o medible. Esta es la llamada primera ola. Pero, más allá de
sus buenas intenciones, tenía algunos problemas: consideraba los pensamientos o creencias como algo
que estaba dentro de una “caja negra”, algo con lo que no era posible hacer ciencia, y tenía una visión
incompleta del lenguaje humano. Luego, a finales de la década de 1970, surgió la terapia
cognitiva-conductual de la mano de Aaron Beck, que intentó comenzar a trabajar con los pensamientos
y su influencia en las emociones y la conducta. Esta es la denominada segunda ola.

El punto de quiebre, el que nos trae finalmente hasta este libro, ocurrió en la segunda mitad de la
década del 90. Un estudio muy importante realizado por el psicólogo Neil Jacobson en el año 1996
demostró, realizando un análisis de los componentes de las terapias, que la terapia cognitivo-conductual
de la depresión era igual de efectiva para el manejo de este cuadro que la terapia puramente
conductual. Este estudio fue también replicado en otras partes del mundo. Esto llevó a una vuelta al
conductismo, pero sabiendo también que era necesario afrontar desde una perspectiva científica
cuestiones como el sentido de la vida, la felicidad y el lenguaje. Así nacieron las nuevas psicoterapias
(denominadas terapias de la tercera ola), como la terapia de aceptación y compromiso (ACT, por
Acceptance and Commitment therapy), la terapia dialéctico conductual (DBT, por Dialectical and
Behavioural Therapy) o cualquier modelo basado en mindfulness (conciencia plena).

Estas terapias están construidas sobre los cimientos sólidos de las neurociencias y las ciencias
psicológicas, que nos brindan un modelo cada vez más integral sobre la conciencia humana, lo que nos
permite desarrollar estrategias para cambiar la relación que tenemos con nuestras emociones y
pensamientos, así como nuestras reacciones ante su surgimiento, y canalizar de forma saludable estas
emociones. A su vez, las terapias de la tercera ola nos brindan un marco filosófico para afrontar los
vaivenes de la vida, dejar de negar nuestro mundo interior y conectarnos con nuestras emociones y
pensamientos, por más incómodos y desagradables que sean. En este proceso, nos vamos haciendo
personas cada vez más sabias, fuertes y habilidosas.

Por supuesto, la vida no se trata solo de surfear la ola del sufrimiento. Todos los seres humanos
buscamos el bienestar en menor o mayor medida. Sin embargo, como mencioné anteriormente, en
nuestra cultura existen mandatos erróneos (como “estamos en la vida para divertirnos”, “hay que poner
más voluntad” o “pensá en positivo”) que generan aún más sufrimiento que la aceptación misma de la
realidad de nuestro mundo interno. De acuerdo a los descubrimientos realizados en la disciplina de la
psicología positiva, el verdadero bienestar y lo que nos motiva a vivir es estar alineados con nuestros
valores, alcanzar nuestras metas (que a veces pueden acompañarse o no de emociones agradables) y
vivir una vida valiosa.

A lo largo de este libro te voy a ofrecer herramientas teóricas y prácticas basadas en las terapias de la
tercera ola. Si te resultan de utilidad, vas a poder: (1) definir tus problemas de una manera más precisa,
entender cómo motivarte y generar cambios en tu vida; (2) notar pensamientos y emociones y el modo
en que te afectan, ser consciente del contenido de la mente y de las reglas arbitrarias que muchas
veces la rigen; (3) aceptar la realidad y tus emociones tal cual son, entenderlas, sabiendo que son parte
de una vida llena de sentido, y que brotan muchas veces de los mismos valores que nos mueven; (4)
esclarecer tus propios valores como nuevos contextos o reglas libremente aceptadas que ahora dan
sentido a nuestra conducta y al sufrimiento que a veces tenemos que afrontar; y (5) identificar y entrenar
habilidades sociales para mejorar la relación con tus vínculos y tu entorno en general. Parece un
montón porque es un montón. Pero al final del día son objetivos relativamente sencillos, al alcance de
cualquier persona que quiera estar un poco mejor y esté dispuesta a probar una nueva forma de
lograrlo.

Conocer nuestras debilidades y fortalezas, entender cómo somos y aprender a gestionar nuestras
emociones son procesos clave. Constituyen habilidades fundamentales para desarrollar resiliencia en
un mundo cada vez más cambiante e incierto debido a las tecnologías disruptivas y a una crisis
ecológica que ya llegó y en principio solo parece que vaya a empeorar. Lamentablemente, el cuidado de
la salud mental aún no es un derecho conquistado en nuestra sociedad, y la mayor parte de la población
se enfrenta a grandes dificultades para acceder a profesionales e instituciones de salud mental
debidamente capacitados.

Este libro no reemplaza la ayuda profesional cuando sea necesaria. Pero confío en que sirva por lo
menos como una humilde contribución al objetivo de brindar una aproximación al cuidado de la salud
mental con herramientas de eficacia comprobada.

Capítulo 1.1 La felicidad y el bienestar

Tenés 43 años y un título habilitante en Medicina. Es más, tenés toda un área de un hospital a cargo.
Toda tu vida profesional transcurrió ahí adentro. Siempre soñaste con ejercer esa carrera y te esforzaste
mucho para lograrlo. Sacrificaste amistades, familia, pareja, hobbies. Y finalmente llegó. Ahora tenés un
departamento que no necesitás compartir con nadie y trabajás de lunes a sábado de 9 a 17 hs. Pero si
bien estás en la cima de tu carrera profesional, y esto es muy bien retribuido monetariamente, no estás
tan feliz como se supone que deberías estar. Algo te desilusiona, y no sabés qué. Empezás a pensar
que tal vez, si consiguieras un puesto superior, tal vez si todo el hospital estuviera bajo tu mando…

Sin duda alguna, todos los seres humanos queremos ser felices y tener vidas plenas, así como también
deseamos esto para nuestros seres queridos (y, por qué no, para todas las personas). Negarlo es como
negar que existe la Luna. Aspiramos a ser felices, y para ello intentamos descubrir qué es la felicidad,
ese concepto tan esquivo que ha ocupado a poetas, filósofas y artistas durante siglos. Quizás no lo
tengamos completamente claro, pero todo el tiempo buscamos caminos que consideramos que nos van
a hacer felices. Esto tiene mucho sentido desde el punto de vista de la supervivencia: algunos estudios,
como el realizado por Choy-Lye Chei en 2018, muestran que las personas que reportan ser felices
tienen una mejor calidad de vida, se enferman menos y viven más años. Sin embargo, cada persona
posee una definición de felicidad diferente, y es precisamente esa disparidad de opiniones ante una
cuestión tan trascendental la que ha motivado a un sinfín de pensadores y pensadoras a dedicarle
tiempo a su reflexión.

No es el propósito de este libro revisar las concepciones sobre la felicidad que se han esbozado a lo
largo de la historia, pero sí me interesa que quede claro que la felicidad es un concepto subjetivo. De
hecho, la famosa frase de la novela Ana Karenina, esa que dice “Todas las familias felices se parecen
unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, es, en realidad, incorrecta. Es poco probable
que encontremos a dos personas que sean felices exactamente de la misma manera, ni hablar de dos
familias. En ese sentido, no solo nos resulta complicado definir qué es la felicidad, sino también qué es
aquello que nos hace felices.

Sin embargo, sí es posible realizar una generalización de lo que concebimos como felicidad a partir de
un análisis de nuestra propia cultura: vivimos tiempos en los que la felicidad parece indisociable de
nuestra propensión a consumir y de la propiedad de bienes materiales. De alguna manera, como
sociedad estamos persiguiendo constantemente tener una casa más grande, un auto más lujoso, un
celular con la última tecnología o la ropa más bonita. De hecho, el “progreso” de las naciones se midió
durante muchos años a través de indicadores económicos que muestran cuánto dinero disponible por
persona hay en un país determinado (como producto bruto interno per cápita), y las políticas
económicas se han formulado en torno a esta premisa en casi todos los países del mundo.

Por supuesto, es difícil hablarle de “felicidad” o “vida plena” a alguien que pasa hambre, que vive en la
opresión o en la soledad, o que no tiene un techo, así que es importante tener en cuenta que, primero y
principal, se necesita de una base material y sociocultural mínima que satisfaga las necesidades
básicas, como una vivienda digna, acceso a servicios, alimentos y educación. Además, la libertad de
elección, las democracias estables, y la ausencia de persecución política y conflictos armados son
también factores claves para el desarrollo de la felicidad.

Sin embargo, en la sociedad occidental contemporánea tendemos a estimar lo económico y material


como el único factor en nuestro bienestar, subestimando incluso necesidades básicas como el
descanso, la conexión con la naturaleza, las relaciones interpersonales y el cuidado de la salud. Suele
suceder que, una vez cumplidos los estándares materiales que satisfacen nuestras necesidades, es
muy fácil perderse en la búsqueda de la felicidad. El océano de información y experiencias que nos
ofrece el mundo es grande, muy grande, y se vuelve más difícil de navegar si no se tienen criterios
claros que funcionen como brújula.

Cinco minutos de gloria | ¿Qué es la felicidad y cuál es la diferencia con el bienestar?

El oído moderno relaciona la palabra “feliz” con un estado de ánimo optimista, la diversión, el buen
humor y las sonrisas, identificándola con la emoción “alegría”. Pero entender la felicidad de esta manera
es tramposo. La alegría es una emoción más, y, como veremos más adelante, estas son por definición
pasajeras (duran aproximadamente 3-5 minutos) y están fuera de nuestro control directo: así como
llegan, se van. Además, hay un gran porcentaje de la población que no tiene emociones tan intensas
como el resto, simplemente porque sus sistemas nerviosos están “cableados” de maneras distintas (hay
personas más efusivas que otras, así como también las hay más “enojonas”).

Vas a encontrar una sección completa más adelante dedicada a la comprensión de las emociones, pero
por lo pronto nos basta con saber que las emociones son programaciones del cerebro que surgieron
durante el proceso de evolución y cumplen un rol clave en nuestra supervivencia. Por lo tanto, el hecho
de que algunas sean agradables (alegría o amor) y otras desagradables (tristeza, enojo, miedo, celos o
envidia) no implica que unas sean buenas y las otras, malas. Que una persona sienta tristeza no
significa que se esté volviendo infeliz. Sentir enojo nos da la energía para luchar por nuestro respeto,
nuestros límites y derechos, y sin él muchas veces podríamos dejarnos pisotear por otros. Del mismo
modo, considerar que el placer o la alegría obtenidos por el mero hecho de consumir productos o
experiencias son sinónimo de felicidad convierte a la felicidad en una condición efímera, atada a la
sensación asociada a esas situaciones.

Para Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, la felicidad es un término impracticable para la
ciencia, la enseñanza, la terapia, la política pública o el cambio de vida a nivel personal. Es necesario
hablar de algo más claro, más medible. Para Seligman, la felicidad no es una sola propiedad, sino que
se trata de un constructo compuesto por varios elementos que tienen un valor propio. Por eso, prefiere
no hablar de felicidad, sino más bien de bienestar, y desglosa este concepto en cinco elementos
fundamentales: (1) sentido vital, (2) logros, (3) entrega o flow, (4) emociones positivas, y (5) relaciones
interpersonales. De esta forma, Seligman establece que para ser felices sin duda debemos minimizar
nuestro sufrimiento, pero además, y más importante aún, debemos darle sentido a nuestra vida, obtener
logros, tener momentos de flow, y tener emociones y relaciones personales positivas.

1. Sentido vital

Hay muchas frases de pensadores conocidos que resumen lo que quiero transmitir cuando me refiero al
sentido vital. Se adjudica a Friedrich Nietzche lo de que “aquel que tiene un porqué para vivir, puede
soportar casi cualquier cómo”. También es muy citado y conocido el trabajo de Viktor Frankl sobre el
sentido de la vida, en el que dice cosas como “el éxito, como la felicidad, es el efecto secundario
inesperado de la dedicación personal a una causa mayor que uno mismo”, o “la vida nunca se vuelve
insoportable por las circunstancias, sino solo por falta de significado y propósito”.

Básicamente, el sentido vital al que se refiere la psicología positiva es el propósito, el significado, la


dirección que libremente intentamos darle a nuestras acciones. En otras palabras, son nuestros valores.
La humanidad está continuamente creando instituciones que representan valores que dan sentido a la
vida de muchas personas: la religión, los partidos políticos, los equipos de fútbol, los boy scouts, la
familia, las empresas u otras organizaciones.

Muchas personas entregaron y entregan sus vidas por algo “superior”, tanto literal como
metafóricamente. Sacerdotes de diversas religiones, profesoras de instituciones, líderes políticos. En
ese camino, podemos experimentar emociones desagradables debido a circunstancias adversas que
naturalmente se presentan al seguir lo que consideramos como aquello que le da sentido y propósito a
nuestra vida: decepción y tristeza por la propia profesión mal remunerada, enojo por políticas y leyes
que van en contra de las causas que alguien defiende (como le sucede a activistas contra el cambio
climático), miedo generado por la persecución política (como en el caso de muchos y muchas activistas
asesinados por defender la naturaleza y la igualdad de las personas más allá de su color de piel). Sin
embargo, este sufrimiento se vive en el contexto de un camino de valores elegido que le da sentido a la
vida. Y eso lo hace más tolerable.

2. Logros

Muchas veces la gente consulta a profesionales de la salud mental por tener “baja autoestima”. En la
práctica, esto se traduce en juicios negativos sobre la propia persona, como por ejemplo: “soy un
fracaso”, “soy un idiota” o “no soy buena para nada”. A la hora de encarar estos temas, a veces es mejor
concentrarse justamente en que quien consulta tenga nuevos logros más que en intentar cambiar esos
pensamientos. Su mente no dejará de pensar que es un fracaso solo porque yo se lo diga. Debemos
darle nueva información: es muy importante sentir, en la realidad, que somos buenos o buenas en algo.

Para tener logros hay que comenzar por ponerse metas, lo cual es todo un arte. Es importante saber
elegir las metas adecuadas, ya que si son demasiado pequeñas, podés sentir que no crecés, pero si
son demasiado altas, te frustrás al percibirlas como inalcanzables o muy difíciles de lograr. Nadie
empieza a tocar la guitarra aprendiendo un solo de Slash (con esta referencia, revelo mi edad), y al
mismo tiempo te vas a aburrir terriblemente si tocás siempre “La Bamba”.

Aquí entra un concepto que no es típico de la psicología positiva, pero que encastra muy bien con estos
conceptos. Al estudiar el tratamiento de la depresión, Aaron Beck describió la necesidad que tienen
estos pacientes de “construir dominio”. Básicamente, esto quiere decir que deben comenzar a tener
logros concretos en sus vidas, y esos mismos logros le darán nueva información a su mente, que ahora
no será tan dramática con el fracaso. En otras palabras, para tener una sana autoestima hay que darle
de comer hechos. Pensar en positivo, sin hechos, es pedalear en falso.

Hacer progresos hacia objetivos personales y lograr resultados superiores puede conducir al
reconocimiento externo y a un sentido de logro. Aunque este puede definirse en términos objetivos,
como dirá Seligman, también está sujeto a ambiciones personales, impulsos y a las diferencias de
personalidad. Las tareas donde uno puede lograr cosas van desde cuestiones muy pequeñas hasta las
más altruistas: fútbol, política o la lucha por la salud de los niños y las niñas, por dar unos pocos
ejemplos. Por supuesto, la búsqueda implacable de las metas puede tener su lado oscuro si se
descuidan otros aspectos de la vida personal y social, como desatender las necesidades vitales (comer,
dormir y hacer ejercicio) o desplazar tiempo con la familia y amistades, y por eso es importante aprender
a gestionar nuestra mente.

3. Entrega o flow

Mihaly Csikszentmihalyi, profesor de Psicología en la Universidad de Claremont y autor del libro Flow,
una psicología de la felicidad, explica que un determinante clave del bienestar es lograr en las
actividades que nos gustan un estado de disfrute, control y atención focalizada denominado flow (“flujo”
en inglés). Este estado puede ser alcanzado cuando las acciones que realizamos emplean plenamente
nuestras capacidades, es decir, cuando coinciden los desafíos y las habilidades personales.

La historia de cómo llegó Mihaly a este concepto es interesante. En su crianza en Europa, durante la
Segunda Guerra Mundial, se dio cuenta de que pocas personas adultas que conocía eran hábiles para
afrontar las tragedias causadas por la guerra. Pocas podían tener una vida feliz por lo menos en sus
trabajos o en sus hogares luego de que la guerra destruyera todo. Esta situación lo llevó a buscar
respuestas en la filosofía, el arte y la religión. Finalmente, encontró una conferencia de psicología y
desde allí se abocó a responder su pregunta. Así, comenzó a interesarse en aquellos momentos de la
vida diaria que producen verdadera felicidad. Relata: “Empecé a mirar a personas creativas como
artistas y científicos, tratando de entender qué los hacía a ellos sentir que valía la pena dedicar toda su
vida haciendo cosas de las cuales no esperaban ni fama ni fortuna, pero que les daban significado y
valor a sus vidas”. Comprendió que estas personas, al compenetrarse tan de lleno en una tarea de
agrado con una dificultad acorde a sus capacidades y recursos personales, entraban en un estado de
disfrute, control y dominio, que luego llamaría flow. Una experiencia similar al éxtasis, ya que durante
ese estado se experimenta esencialmente una realidad alternativa.

Cuando un artista está creando, cuando una investigadora está concentrada en su laboratorio, esos son
momentos de éxtasis. Mihaly define así lo que le ocurre a un músico al componer: “Es algo tan intenso
que no tiene atención para sentir su cuerpo, el tiempo, los problemas en casa, si está cansado o con
hambre… Su identidad desaparece de su conciencia porque su atención no puede dividirse en dos
cosas. La existencia está suspendida temporalmente, siente que su mano se mueve sola en esa labor
de composición. Este proceso automático sucede solo en quien tiene entrenamiento y técnica, no a todo
el mundo le sucede lo mismo con las mismas actividades. El músico siente que la música fluye por sí
sola…” Este es un estado espontáneo que surge sin esforzarse, pero luego de mucha práctica.

El flow es la conexión psicológica (tener interés, compromiso y estar absorto) con una actividad
particular, con una organización o con una causa. Los más altos niveles de compromiso han sido
definidos como estados de flow o experiencia óptima, la sensación de que el tiempo ha parado y se
fluye con libertad durante una actividad absorbente. Se logra un estado de flow cuando la actividad que
se realiza requiere de capacidad y dificultad proporcionales, lo que produce una sensación de dominio y
maestría. Pero para poder fluir, se deben dar las siguientes condiciones:

● Una actividad desafiante que requiera habilidades: ya sea jugar al fútbol, pintar un retrato o tejer
una manta. Para que haya un estado de flow, se requiere de una tarea que exija habilidades
específicas.

● Combinar acción y conciencia: toda la atención se vuelca a esa actividad que casi se percibe
como un fenómeno automático, espontáneo. Las personas dejan de ser conscientes de sí mismas y del
espacio exterior: una jugadora de tenis se convierte en una con la raqueta y su espacio de jugada.

● Metas claras y retroalimentación: para poder fluir y disfrutar se requiere de un objetivo claro en la
actividad y de un constante feedback respecto al buen desempeño en la ejecución de la tarea. Cuando
hacemos una tarea manual, pintamos o tocamos un instrumento, inmediatamente nos está llegando
información sobre nuestro desempeño.
● Concentración sobre la tarea actual: las distracciones quedan a un lado y la atención se focaliza
solamente en lo que sucede aquí y ahora; se dejan atrás pensamientos, preocupaciones u otros
fenómenos internos.

● Pérdida de autoconciencia: durante el flow, la atención está volcada en la tarea a ejecutar, y lo


está tan profundamente que te olvidás de vos y te fusionás con la actividad.

● Transformación del tiempo: es usual el comentario de que cuando uno se divierte o la está
pasando bien, el tiempo pasa más rápido. Si bien la medida del tiempo es la misma, la experiencia
subjetiva de su paso es muy distinta. Como una violinista que está tan inmersa en su música que, de
repente, se da cuenta de que sin querer no comió en varias horas.

Este estado de experiencia óptima puede ser habitado por cualquier persona independientemente de su
edad, sexo, cultura o situación económica, y se trata de un fenómeno universal, aun cuando las
actividades que llevan a esa experiencia puedan ser muy diferentes debido a la influencia cultural.
Podemos encontrar ese disfrute en el trabajo, en la música, en la contemplación, en el deporte, en subir
una montaña, en atender pacientes, en bañar a un hijo, en cocinar y hasta en el sexo.

4. Emociones agradables

Las emociones agradables engloban sentimientos como la alegría, el placer, el confort, el orgullo, el
goce, la calidez y el consuelo. Experimentar estas emociones ensancha y desarrolla nuestros recursos
psicológicos, haciéndolos duraderos, permitiéndonos recurrir a ellos en otros momentos de la vida,
expandiendo la creatividad y movilizándonos a la unión con los demás. Las emociones agradables nos
indican que se produce crecimiento interior y que el capital psicológico se está acumulando. Es decir,
estas emociones informan que algo bueno está sucediendo y nos ayudan a expandir la atención y la
consciencia de un entorno físico y social más amplio, lo que facilita el pensamiento tolerante y creativo,
y la productividad.

Claramente, las emociones agradables se asocian a un estado de bienestar, y para favorecer nuestra
salud mental, es deseable tratar de aumentar la frecuencia y el acceso a ellas. Pero es importante
recordar que las emociones (todas) tienen una duración determinada, normalmente de unos pocos
minutos, y aunque no estén presentes todo el tiempo, eso no significa menor bienestar. Por esto, y bajo
el concepto de bienestar, las emociones agradables consisten en un factor más a considerar y no el
objetivo de toda la vida. Es bueno buscar emociones agradables, pero sin perder de vista que las
desagradables también tienen su función.

Cabe hacer una pequeña aclaración. Los términos usados por la psicología positiva y otros modelos
para referirse a estas emociones suelen ser “emociones positivas” y “emociones negativas”. Sin
embargo, esta terminología puede crear confusión, al dar a entender que unas son “buenas” y las otras,
“malas”. Por esto, y dado que a lo largo de buena parte del libro trabajo con la idea de que todas las
emociones tienen una función, y que evitarlas sin criterio puede ser contraproducente, preferí cambiar
estos términos por “emociones agradables” y “emociones desagradables”.

5. Relaciones interpersonales

Tener vínculos estrechos con otras personas contribuye a nuestro bienestar: somos seres sociales
porque evolucionamos en convivencia con otras personas, y la compañía es el mejor antídoto contra los
momentos difíciles de la vida.

Seligman nos pregunta: “¿Cuándo fue la última vez que reíste a carcajadas, sentiste una dicha
indescriptible, sentiste algo realmente significativo y con un propósito, te sentiste enormemente
orgulloso de un logro? Sin saber los detalles, sé cuál es el contexto: la mayoría se produjeron en
relación con otras personas”. Incluso, compartir nuestras experiencias positivas con nuestros seres
queridos luego de que sucedan puede mejorar nuestra calidad de vida. En un estudio que siguió a casi
5000 personas durante 20 años, James Fowler y Nicholas Christakis encontraron que hablar sobre las
cosas buenas que nos pasan genera un mayor bienestar y un aumento de la satisfacción con la vida. Es
más probable que recibamos mensajes constructivos, alentadores, entusiastas y positivos después de
compartir una experiencia exitosa, lo cual se traduce en sensaciones de felicidad, amor y aprecio. Por
otro lado, nuestra naturaleza social también se ve reflejada en lo bien que nos sentimos luego de ayudar
a alguien, de darnos cuenta de que una persona está pasando necesidad y actuar para remediarlo.
Francesca Borgonovi mostró en un estudio que las personas que hacen voluntariado declaran tener
mejor salud y más felicidad que las personas que no lo hacen, incluso si es una vez por mes.

Entonces, volvamos al ejercicio mental del principio: tenés 43 años, título, carrera exitosa, departamento
propio, bienestar económico… ¿por qué no sos feliz? Con todo lo que vimos hasta acá, una respuesta
probable sería que invertiste todos tus esfuerzos en uno solo de los componentes del bienestar: los
logros. De ahí que la única idea que se te ocurre para ser más feliz sea, de nuevo, mejorar en tu carrera
profesional. Bueno, he aquí una idea loca: ¿qué tal cultivar los otros aspectos del bienestar? Generar
amistades o relaciones cercanas, o realizar otro tipo de actividades (hobbies) que te despierten
emociones agradables o te ayuden a entrar en un estado de flow. Probablemente, realizar el mismo tipo
de trabajo tan seguido te esté aburriendo, quizás quieras invertir tiempo en cosas que tengan un sentido
o propósito más allá del trabajo y que para vos valgan la pena (un partido político, una ONG, lo que
sea). No se trata de estar más contento o contenta por un rato, sino de construir una vida que valga la
pena ser vivida. Definir nuestros valores. Y conectar con ellos.

¿No tenés 43 años ni una carrera exitosa? No importa, esto es un ejercicio. Hablaremos de la empatía
más adelante en el libro. Por ahora, me alcanza con que me sigas la corriente y pruebes meterte en las
distintas pieles que voy a ir ofreciéndote. Por supuesto no seré exhaustivo, hay tantas como personas
existen en el mundo. Pero lo que importa no es que sean parecidas a vos o que abarquen toda la
variedad humana, sino que en sus conflictos puedas identificar elementos que también están presentes
en tu vida.

Capítulo 1.2 Valores y metas

Un día estaba en el colegio cuando, no recuerdo bien por qué, tuve que entrar en la oficina de uno de
los directores. Tenía uno de esos escritorios amplios con un vidrio encima, debajo del cual había
distintos papeles. Algo me llamó fuertemente la atención. En medio de todo, ocupando un lugar
especial, había una imagen, como una estampita de un santo. Pero no era un santo, era Arnold
Schwarzenegger. Tamoco era la típica foto de Terminator 2, con la Ithaca, los anteojos negros y la
campera de cuero. Era una foto de cuando fue siete veces Mister Olimpia, la máxima competencia de
fisicoculturismo profesional. Básicamente, se lo veía posando casi desnudo, mostrando toda su
hipertrofiada y abrumadora musculatura. Al lado de Arnold había otra foto. Era de Steve Jobs,
obviamente menos hipertrofiado y con bastante más ropa. Me llamó la atención ese montaje visual y le
pregunté al director qué tenía que ver el uno con el otro. Me dijo que estas dos personas eran sus
fuentes de inspiración y que lo habían marcado para toda la vida, porque con su ejemplo y sus ideas, le
habían indicado un camino a seguir. “¿De verdad?”, pensé. Sí. “¿Schwarzenneger y Jobs?” Sí. Desde
entonces, empecé a leer todo sobre estos personajes.

Steve y Arnold | Valores y metas

Empecemos con Steve. El fundador de Apple decía haberse comprometido a cambiar el mundo
mediante una empresa que fusionara tecnología y cultura, humanidades y arte. No importa si le
creemos, si nos cae bien o mal, si nos gustan sus productos o su filosofía. Lo importante a tener en
cuenta acá es que cada paso de su existencia daba la impresión de estar alineado con su misión.
Cuando Jobs hablaba, ilusionaba a todos a su alrededor. Tenía muy claros sus valores, y era un
excelente motivador porque los encarnaba y transmitía muy habilidosamente. A un CEO de Pepsi lo
convenció de cambiar de empresa diciéndole: “¿Qué quieres hacer el resto de tu vida? ¿Vender agua
con azúcar o cambiar el mundo?”.
Vamos ahora con Arnold. Para mí, como para cualquier persona que haya crecido en los 90,
Schwarzenegger era alguien conocido: cuando tenía unos 6 o 7 años, mi padre y mi madre alquilaron
por primera vez una videocasetera y la primera película que trajeron fue Terminator 2, pero no conocía
entonces su faceta de fisicoculturista. La descubrí el día que entré al despacho del director y,
naturalmente, quedé impactado.

Ahora bien, para ganar el premio de Mister Olympia tantas veces como él, se necesitan muchísimas
horas de entrenamiento en un gimnasio, siguiendo una dieta extremadamente estricta durante años.
Quizá alguna vez hayas intentado ir al gimnasio, hacer dieta, mantenerte en forma o algo parecido, por
lo que seguramente sepas lo difícil que es. ¿Cómo hace alguien para mantenerse haciendo eso durante
años y a ese nivel?

Esta pregunta me llevó a ver ¡Pumping Iron!, un documental sobre Arnold y otros fisicoculturistas donde
se puede apreciar que muchos de ellos son personas con un fuerte sentido de la estética. Conciben su
cuerpo como arcilla viva para modelar: algo así como una especie de Davides vivientes. El mismo
Schwarzenegger devela un poco sus secretos: cuando se retiró del fisicoculturismo, continuaba yendo a
los gimnasios a entrenar a otros chicos que querían participar en competencias. A veces se acercaba a
uno y le preguntaba: “¿qué estás haciendo?”, a lo cual algunos respondían algo así como “estoy
entrenando para ver si me presento a un concurso… Veremos…”. Ante ese tipo de respuestas, el actor
reaccionaba diciendo: “No, así nunca vas a ganar nada, los ganadores se proponen ganar. Nunca nadie
ganó un concurso o una carrera sin proponérselo”. Cuenta también que luego aplicó la misma lógica a la
actuación. Se propuso ser uno de los mejores actores de Hollywood, para eso estudió actuación, se
presentó a castings y no sé si fue el mejor actor de la historia, pero mal no le fue. Como si esto fuera
poco, luego aplicó la misma lógica a la política, llegando a ser gobernador de California dos veces. Y ni
siquiera es estadounidense. Por último, se propuso ser presidente de Estados Unidos, pero bueno, todo
tiene un límite.

Estas no son historias sobre el mérito. Este apartado no trata de decirte que si te esforzás, vas a lograr
convertirte en el próximo Jobs o en el nuevo Schwarzenneger, o la persona que consideres digna de
admiración. Este apartado se trata de otra cosa. En el primer ejemplo, vimos que Steve Jobs tenía sus
valores bien definidos, lo cual le brindó un fuerte sentido de propósito a su vida y lo ayudó a concretar
sus objetivos. En el segundo ejemplo, destacamos que Arnold Schwarzenegger tenía metas definidas
que le permitieron tener claro a qué apuntar para trabajar y realmente conseguirlo. Por supuesto, Steve
también tenía metas claras, ya que si no generaba conductas orientadas a lograr sus objetivos, jamás
hubiese logrado lo que logró. Por su lado, Arnold también tenía valores, que orientaban acciones
comprometidas como entrenar muy duro durante muchos años.

No nos olvidemos que estos personajes son seres humanos que, como todos, tuvieron sus aciertos y
errores. Más allá de lo que pensemos sobre ellos dos, de si nos gustan o no las grandes corporaciones
o el fisicoculturismo, es interesante estudiar cómo funciona la cabeza detrás de estos personajes y
entender qué herramientas y recursos operan. En este capítulo no te voy a decir qué valores o metas
tener en tu vida, pero sí vamos a tratar de entender por qué son importantes.

Fulano quiere hacer goles | Valores y metas II

Es importante entender que los valores y las metas son cuestiones distintas. Una cosa es el sentido que
libremente le quiero dar a mi vida (valores), y otra es qué objetivos concretos puedo plantearme (metas)
como banderitas que plantar en el camino que me marcan esos valores.

Los valores son abstractos, representan la brújula que orienta nuestras vidas, y son infinitamente
perfectibles (siempre se puede ser una mejor ciudadana, un amigo más presente o una mejor
estudiante). Las metas son los lugares o logros concretos que queremos alcanzar (usar más la bici y
menos el auto, ver a mis amigas y amigos durante los fines de semana, o rendir un examen en la fecha
que me propuse). Por último, las acciones comprometidas son las que están alineadas a nuestros
valores y sirven para alcanzar una meta determinada (todos los viernes ir en bicicleta al trabajo, invitar a
mis amigas y amigos a mi casa una vez por semana, o estudiar 4 hs por día durante quince días). En
este sentido, buena parte de la clave del éxito de vivir una vida valiosa es lograr alinear nuestras metas
con nuestros valores, y concretamente, establecer qué acciones comprometidas podremos realizar en
ese sentido.

Por otro lado, es bastante común confundir valores con metas, o apegarse demasiado a las metas, que
en el fondo es lo mismo. Cuando sea millonario, seré feliz. Sí, bueno, tener una determinada cantidad
de dinero es algo concreto. Pero ¿y después qué? Muchas personas llenas de dinero viven
acomplejadas, deprimidas o incluso llegan al suicidio. De forma similar aunque más sutil, mucha gente
piensa también que cuando se casen o tengan hijos, serán felices. De nuevo, la misma pregunta: ¿y
después qué? Casarse o tener hijos son cosas concretas; al igual que el dinero, no son un sentido o una
orientación para darle a mi vida. En estos casos, el valor subyacente puede ser el amor, y el mero hecho
de casarnos no garantiza que ese valor esté de hecho presente en nuestras vidas, como sabe
cualquiera.

Por otro lado, si ponemos todas las fichas en conseguir una determinada meta sin tener en cuenta
nuestros valores, pueden surgir tres problemas. El primero es que, una vez que consigas la meta, te des
cuenta de que la vida sigue. Una vez atendí a una paciente que estaba convencida de que, cuando
aprobara una materia que le parecía especialmente difícil, todo iba a ser distinto en su vida. Pero la
aprobó y vino a verme desconsolada, porque la alegría le duró solo tres minutos (que es lo que suelen
durar las emociones). Aprobar esa materia era solo una meta más. El segundo problema es que
finalmente nunca consigas la meta, y te la pases pensando que en el fondo tu vida carece de sentido
porque solo importaba en la medida en que lograras tal o cual cosa. Pero es un hecho que mucha gente
nunca será millonaria. Sí, ya sé, terrible. También es cierto que mucha gente no tendrá hijos ni se
casará, aunque quieran hacerlo. Aun así, pueden vivir una vida valiosa. El tercer problema es que que
te hayas apegado tanto a una meta que cada vez que estés cerca de conseguirla, te estreses mucho,
eso te genere un enorme sufrimiento y finalmente, a causa de ese estrés, no consigas esa meta.

Veámoslo de otra manera. Supongamos que estás por entrar a jugar un partido de fútbol. Estás con tus
botines puestos, la remera de tu equipo, las medias subidas hasta las rodillas y toda la parafernalia que
se te ocurra. Justo antes de que empiece el partido, se te acerca un amigo y te dice: “y vos, ¿qué viniste
a hacer acá?”. Vos, hinchando el pecho, respondés: “Vine a hacer goles”. Inmediatamente después, tu
amigo se da vuelta y grita: “¡Muchachos, Fulano quiere hacer goles!”, a lo que todo el mundo responde
saliendo de la cancha, te pasan la pelota, te ponen frente al arco vacío y te dicen: “Dale, pateá, hacé
goles, ¿no es eso lo que querías?”. Creo que cualquiera respondería que no, que lo que queremos es
jugar el partido, vivir el proceso, el jogo bonito, el baile, los caños, las gambetas, y que hacer goles o
ganar son solo motivaciones. Quien confunde los goles con el partido se tensa, no juega en equipo,
arruina la mística. La solución está justamente en no confundir chanchos con vacas. Podemos
establecer objetivos concretos, pero con desapego, sabiendo que ninguna meta es de vida o muerte y
que nuestros valores pueden cultivarse de muchas formas diferentes. Saber y vivir esto otorga, en
buena medida, la flexibilidad interior a la que apuntan las nuevas psicoterapias.

Finalmente, un último problema posible es confundirnos con falsos valores. No hay valores correctos o
incorrectos, pero a veces ciertas reglas, verbalmente construidas y transmitidas de generación en
generación, condicionan nuestra conducta a pesar de que nunca las hayamos elegido libremente.
Reglas como “tengo que sentirme bien siempre”, “tengo que tener un título universitario”, “tengo que ser
la más flaca”, “tengo que ser el más lindo”, o “tengo que ser la mejor” son tomadas de manera arbitraria,
impuesta, con inflexibilidad, y nos llevan a hacer cosas (por ejemplo, estudiar toda una carrera de años
y años) sin realmente haberlas elegido, sin una meditación previa que nos confirme o no que una
determinada meta está alineada con nuestros valores.
La fiaca | Motivación

La motivación no es algo que podamos controlar de manera directa. Las ganas y la motivación
provienen de las emociones, que, por definición, son fenómenos automáticos, transitorios y no
responden a la voluntad. Si no me creés, hacé el intento, sentí ya mismo un intenso asco: ¡ahora,
vomitá! ¿Y? ¿Vomitaste? ¿Difícil, no? Ok, probemos con otra emoción, el enojo: ¡enojate! ¡Rompé todo!
¿No? ¿No sale? Es lógico. Ni siquiera un buen actor controla sus emociones, lo que hace es justamente
actuarlas. El secreto está en comenzar el viaje sin ganas, sin motivación. Las ganas vienen durante el
viaje, si es que elegimos libremente iniciarlo. Cuando comenzamos a vivir de acuerdo a nuestros
valores, con metas claras, sobre la marcha aparece la motivación, pero el viaje, el sentido de la vida, y
las ganas o emociones son cosas distintas.

Atención, depresión

Frecuentemente, lo que dicen muchas personas que están cursando un episodio depresivo es que no
se sienten motivadas o con ganas, como que les faltan fuerzas. Como mencionamos anteriormente, en
la sociedad occidental está muy metida la idea de que hay que sentirse bien todo el tiempo y que hay
que tener el control de las emociones. Estas reglas absurdas generan mucho sufrimiento y se suman a
ciertas concepciones que suelen encontrarse también en el paradigma médico clásico, como que la
depresión se debe a un problema neuroquímico que se resuelve con una medicación. Si bien es cierto
que las personas con depresión tienen una alteración en sus niveles de neurotransmisores (y otros
cambios en el cerebro), eso no quiere decir que esa sea la causa de la depresión, o al menos no la
única causa. Frecuentemente, un problema de fondo suele ser que estas personas carecen de la
habilidad de clarificar sus propios valores y metas, y luego encaminarse hacia ellos, aceptando el
sufrimiento y los obstáculos como parte del camino.

En mi experiencia clínica, a un porcentaje de personas los antidepresivos le son suficientes, pero para
otras (principalmente, quienes llevan mucho tiempo con depresión), las medicaciones suelen tener un
techo en el beneficio que brindan. Los antidepresivos pueden ayudar, y mucho. Pero las terapias
modernas establecen que si no sabemos a dónde ir, no nos servirán demasiado. Tomándonos el
atrevimiento de simplificar años de investigación en neurociencias, podríamos decir que los
antidepresivos son la nafta que le ponés a un auto para que ande: no será suficiente si no sabés hacia
dónde querés ir. Sin un objetivo claro, quizás termines dando vueltas en círculos hasta agotar el tanque
nuevamente. En ese sentido, solo vamos a poder salir adelante si tenemos una meta definida. Si esa
meta está claramente alineada con nuestros valores, mucho mejor. Y si además nos comprometemos
con esos valores, las probabilidades de éxito aumentan.

¿Te acordás de que trabajabas en un hospital?

Pero algo estaba faltando. Entonces te dedicaste a meditar profundamente sobre tus propios valores,
sobre las metas que te fuiste poniendo a lo largo de la vida, y decidiste volver a los comienzos. Te
sentaste a meditar sobre qué te motivó a estudiar Medicina en su momento. Sabés que fue tu decisión,
que no seguiste un mandato impuesto y nada más. Estudiaste Medicina porque te gustaba la ciencia,
colaborar con el progreso. Es más, haciendo memoria, te emocionás un poquito, sentís algo de tensión
en el pecho. No solo eso, también querías servir a la gente. Y no es tarde. Si algunas personas no
pueden acceder a tus tratamientos, capaz es hora de armar una fundación. O salir a hacer algún tipo de
asistencia voluntaria. O lo que sea que se alinee con tus valores, porque este es un ejemplo y los
ejemplos viste cómo son: hay que tomarse el trabajo de adaptarlos.

Capítulo 1.3 Motivación

Hace diez años que trabajás en el banco. Siempre en el mismo puesto. Y no es que no te guste, de
algún modo parece que el trabajo administrativo se lleva bien con vos. Pero la cosa está empezando a
ponerse repetitiva y te preguntás a dónde estás yendo con todo esto. Te alcanza para el alquiler, pero
podrías ganar mejor; podrías tener otro puesto si compitieras por él. Con honestidad, sabés que podrías
terminar la facultad. Bueno, podrías si tu trabajo y la familia te lo permitieran, pero lo cierto es que te
dejan muy poco tiempo. No es que no lo hayas intentado. Lo seguís intentando. Está en tu lista de
pendientes, le dedicás los ratos que tenés libre, lo que suele suceder al final del día, cuando el
cansancio ya es total. Y simplemente no lográs avanzar. No lográs juntar los cinco gramos de fuerzas
que te faltan para sentarte a estudiar. Y la conclusión obvia empieza a asomar: perdiste la motivación.
¿Será que tu tiempo de estudiar ya pasó…?

En el capítulo anterior hablé sobre cómo identificar valores que nos marquen el camino y proponernos
metas concretas que nos acerquen hacia ellos. Como vimos, las metas se consiguen poniendo en
marcha comportamientos y acciones comprometidas. Aunque a veces no tenemos ganas de hacer la
tarea, las metas claras nos van a ayudar a darle sentido a nuestras acciones y a desarrollar disciplina.
Es decir, si tengo metas, aumenta la probabilidad de que haga cosas al respecto. A medida que vamos
cumpliendo metas o acercándonos a estas (más allá del esfuerzo y sufrimiento que pueden acarrear),
tenemos más ganas o más ilusión por esforzarnos para continuar haciéndolo. Podríamos decir que
encontramos una motivación, un motor, algo que nos mueve hacia donde queremos llegar.

Ya sé lo que estás pensando: esto suena lindo en la teoría, pero en la pŕactica a veces simplemente no
tenemos ganas. Y es cierto. Procrastinamos y nos cuesta mucho empezar un camino por más que
tengamos en claro nuestras metas. Afortunadamente, a pesar de lo que se suele creer, muchas veces la
motivación para cumplir las metas no proviene de nuestro interior, sino del exterior. Suponemos que la
motivación es algo que se tiene o no, lo que nos hace creer que muchos problemas son cuestión de
“voluntad”, pero la mayor parte de las veces no sabemos exactamente qué significa esto ni cómo
modificarlo. Motivar nuestros comportamientos orientados a cumplir nuestras metas requiere de una
ayudita, para lo cual hace falta un análisis más fino de estos comportamientos. Lo que te quiero
proponer en este capítulo es pensar cómo llevar a cabo las acciones comprometidas y comportamientos
que nos acercan a nuestras metas.

Perros, gatos y vacas | Refuerzos y castigos

Cuando hablamos de comportamiento, nos referimos a todo lo que un organismo hace. Dicho de otra
forma, nos referimos a todo lo que un muerto no puede hacer, y esto incluye no solo lo que puede
apreciarse a simple vista, como comer una naranja o cantar (comportamiento visible), sino también
fenómenos internos, de la piel hacia dentro (comportamientos encubiertos o privados), como los
pensamientos, emociones o recuerdos. A diferencia de otras escuelas de psicología como la terapia
cognitiva-conductual, que considera que el comportamiento son las acciones que se ejecutan, mientras
que los pensamientos son denominados cogniciones, para autores como Moore y Hayes, el
comportamiento es todo lo que hacemos (lo que se ve y lo que no) y una de las principales
características de la vida. Es importante entender este punto para poder comprender e influenciar
nuestro comportamiento usando los principios que veremos a continuación.

Uno de esos principios es que los comportamientos tienen una situación que los desencadena y una
consecuencia que les sigue, y ocurren dentro de un determinado contexto. Es decir, no existen
comportamientos aislados o puros. Por ejemplo, cuando suena la alarma (situación), toco el botón para
apagar la alarma (comportamiento) y esta deja de sonar (consecuencia). Cuando tengo frío (situación),
prendo la calefacción (comportamiento) y dejo de tener frío (consecuencia). Hasta acá todo bien. Lo
interesante de la cuestión es que muchos comportamientos se sostienen por sus consecuencias, es
decir, por lo que pasa después y no antes: esto es lo que se conoce como condicionamiento operante.
Por lo tanto, lo que funciona para modificar comportamientos es jugar con su contexto o con sus
consecuencias.

El aprendizaje por consecuencias ha sido objeto de estudio e interés durante los últimos cien años. Todo
comenzó con los conocidos y bizarros experimentos de Pavlov a finales del siglo XIX, que establecieron
el inicio del estudio del proceso de aprendizaje que hoy llamamos condicionamiento clásico o
pavloviano. Hacia la segunda mitad del siglo XX, Burrhus Skinner describió a través de sus
experimentos el condicionamiento operante o por consecuencias, y le dio el nombre de refuerzo y
castigo a las consecuencias que aumentan o disminuyen las probabilidades de que algo ocurra. Sus
hallazgos han sido la base de muchas de las herramientas de la psicología contemporánea, pero
frecuentemente ha sido malentendido y subestimado. Al día de hoy, estos principios se están uniendo al
estudio de los mecanismos de la evolución y la capacidad de adaptación de los organismos. Las teorías
genocéntricas de la evolución, que hacen hincapié en los cambios biológicos heredados en el tiempo,
están comenzando a dialogar con las teorías de las ciencias contextuales y conductuales, que observan
principalmente los mecanismos de selección de conductas a través de las consecuencias. Hoy en día se
está comenzando a entender que en la selección de conductas, las consecuencias son muy relevantes
en términos evolutivos ya que le dan al organismo una capacidad de adaptación que la biología
literalmente no tiene tiempo de darle. Por supuesto, esa adaptación siempre estará limitada por la base
biológica.

En ese sentido, si queremos motivarnos para que un comportamiento se repita y se mantenga en el


tiempo, debemos programar una serie de consecuencias que aumenten las chances de que algo ocurra.
Debemos modificar el contexto en el que ocurrirá el comportamiento. En otras palabras, debemos
establecer un sistema de refuerzos alrededor del comportamiento que queremos desarrollar. Estos
refuerzos vienen de dos sabores: el refuerzo positivo y el refuerzo negativo.

El refuerzo positivo es la consecuencia que aumenta las probabilidades de que el comportamiento


deseado ocurra debido a que agregamos un evento. Un ejemplo típico es dar un elogio a un niño luego
de que tendió la cama. El refuerzo positivo, en este caso, el elogio, es la base del cambio de hábitos, y
es aquí donde debemos enfocar toda nuestra creatividad. Paradójicamente, nos cuesta pensar de esta
manera, ya que muchas veces no se nos ocurre bien qué y cómo reforzar, probablemente porque nos
hemos desarrollado en una cultura del rigor. Pero el refuerzo es lo que funciona como tal, y esto no
implica necesariamente premios. Si el niño siente vergüenza ante los elogios, no son necesariamente
un refuerzo. Una medalla o una copa pueden ser premios, pero puede que no me muevan nada y
entonces no funcionen como refuerzo.

El refuerzo negativo es la consecuencia que también aumenta las probabilidades de que un


comportamiento ocurra, pero a diferencia del refuerzo positivo, que agrega un evento, el negativo lo
elimina. Por ejemplo, tomar un ibuprofeno para quitarnos el dolor de cabeza: si tomar la pastilla cuando
me duele la cabeza se acompaña del alivio del dolor, ante un próximo dolor estaré motivado a tomar
nuevamente esa pastilla. El alivio del dolor refuerza el comportamiento de tomar ibuprofeno. Esto me
lleva a hacer una aclaración importante: el refuerzo negativo es la base de muchos problemas de salud
mental. Muchas cosas que nos generan alivio a corto plazo son potencialmente dañinas a largo plazo.
En otro ejemplo, si un chico tímido aprende a tomar alcohol para bajar su ansiedad con las mujeres,
puede que, entre otras cosas, desarrolle problemas de alcoholismo en el futuro (y no desarrolle, en
cambio, habilidades para afrontar y regular su ansiedad).

Entonces, si bien ambas modalidades son parecidas, el refuerzo positivo es la aplicación de un evento
como consecuencia de una acción que se quiere estimular, mientras que el refuerzo negativo es la
erradicación de un evento.

Es muy importante saber que los seres humanos, al tener un comportamiento más complejo que el resto
de los animales, podemos tener refuerzos “invisibles”. De hecho, vivir de acuerdo a nuestros valores,
siempre y cuando los tengamos claros, refuerza muchos comportamientos, a pesar de que no haya una
gratificación material al lado de estos. Muchas veces, la sola idea de ser un buen médico me ha hecho
seguir estudiando a pesar de estar extremadamente cansado, es decir, la idea me funcionó como
refuerzo positivo.

Por otro lado, si queremos reducir las chances de que un comportamiento ocurra, debemos aplicar una
consecuencia aversiva. Esto es lo que técnicamente llamamos castigo, y también puede ocurrir de dos
formas. Podemos agregar una consecuencia aversiva (castigo positivo), como por ejemplo cuando un
profesor reta a un alumno porque no hizo la tarea, o bien quitar algún elemento agradable (castigo
negativo), como sacarle los videojuegos a una niña cuando hace un berrinche.

Los términos “refuerzo positivo/negativo” y “castigo positivo/negativo” pueden ser confusos y hasta
chocantes, pero la realidad es que estos no hacen referencia a la cualidad moral de la acción, sino
simplemente a un método efectivo para modificar los comportamientos. Mientras que el “refuerzo” es la
consecuencia que aumenta el comportamiento, “castigo” es una consecuencia que lo disminuye.
“Positivo” y “negativo” se refieren a si la consecuencia consiste en presentar o en quitar algo agradable.
No guardan relación con que algo sea mejor o peor, bueno o malo.

Por más que hayan algunos tecnicismos y lo dicho anteriormente parezca extraído de un libro para
adiestrar perros, en realidad el refuerzo y el castigo están sucediendo todo el tiempo en nuestras vidas.
Como mencioné antes, no hay comportamientos libres de refuerzos ni de castigos. Por ejemplo, a mí
me encanta la música y me gusta tocar la guitarra. Cuando practico canciones nuevas y desafiantes, el
hecho de que me vayan saliendo los acordes y el sonido suene agradable me refuerza seguir tocando.
Por otro lado, imaginate que al acariciar a un perro, este te muerda: lo más probable es que te alejes del
próximo perro que encuentres, o por lo menos, que no lo acaricies. Todas las personas, sin excepción,
estamos en contacto constante con refuerzos o castigos, nos guste o no nos guste, seamos conscientes
o no de esto: cuando a medida que hacemos ejercicio nos sentimos mejor y por eso seguimos yendo al
gimnasio; cuando una jefa nos felicita por algo que hacemos bien, y nos hace poner más empeño en el
trabajo; cuando un niño le regala un dibujo a su papá y él le dice “qué buen dibujo, ¡gracias mi amor!”.

Sin embargo, no es todo lo mismo. El refuerzo positivo es el principal elemento motivador del
comportamiento en todas las etapas de la vida de una persona, desde la infancia hasta la adultez, por lo
que los comportamientos se sostienen más por el reforzamiento positivo que por el castigo. Como dice
el refrán, “se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”. El problema es que
estamos culturalmente entrenados para usar más el castigo que el refuerzo para modificar los
comportamientos (a través de gritos, amenazas, maltratos, insultos y hasta golpes). Varios refranes,
erróneos por supuesto, muestran cómo esto está codificado en nuestra cultura: “la letra con sangre
entra” o “suelta la vara y arruina al niño”. Años de estudio del comportamiento humano demuestran
fehacientemente que este no es el camino. De hecho, en el año 2019 la Asociación Americana de
Psicología publicó una declaración contra los castigos corporales a los niños alertando sobre su
inefectividad para modificar el comportamiento y sus consecuencias negativas a largo plazo. Porque si
bien el castigo puede funcionar para modificar comportamientos, esto suele suceder a un costo
psicológico alto para la persona castigada y para la castigadora (que se convierte para la persona
castigada en desagradable, a la que se le miente o de la que se huye para evitar el castigo). Esto no
quiere decir que no se pueda utilizar el castigo (siempre y cuando no implique violencia, claro), pero
tiene que ser algo más bien excepcional. Lo que más sostiene conductas a largo plazo es el refuerzo
positivo, que, por supuesto debe ser entendido en toda su profundidad.

En busca de la motivación perdida | Rutinas en ruinas

Volvamos al mundo donde trabajás en un banco y querés terminar una carrera. Sin saber exactamente
cómo es el resto de tu vida, me animo a decir que la respuesta a la pregunta que te hiciste es: no, no
pasó tu tiempo de estudiar. Pero antes de organizar las acciones orientadas a cumplir tus metas, vas a
necesitar indefectiblemente ordenar tu estilo de vida todo lo que puedas para que tu camino sea
sostenible en el tiempo. Nadie puede pretender hacer sus tareas durmiendo poco, comiendo mal y
llevando una vida sedentaria. No digo que no se puedan alcanzar ciertas metas de esta manera, pero el
costo de salud asociado va a ser muy alto. Cumplir con las necesidades básicas del organismo es
fundamental para mantener la salud física y mental, cumplir nuestras metas con éxito, y estar enteros
para disfrutarlo. Nuestra psiquis es una manifestación de nuestro cuerpo, por lo que la salud de nuestra
mente está íntimamente relacionada a la de nuestro organismo. Si desatendemos las necesidades
biológicas de nuestro cuerpo, nuestra salud de se verá afectada negativamente y nos pasará factura
tarde o temprano.

Una gran ayuda para esto es organizar una rutina que busque asegurar tiempo para el descanso,
ejercicio, comidas y ocio, al menos de forma básica. Esto implica agendar y asignar día y hora a las
actividades que quieras cumplir, incluyendo horas de sueño, momento de ejercicio, esparcimiento y
comidas. Si bien armar una agenda no es sinónimo de éxito, organizarse aumenta radicalmente las
probabilidades de que esto ocurra. De hecho, para mucha gente el orden, la previsibilidad y cumplir con
fechas es muy útil. Pero también hay personas que se niegan a establecer una rutina por prejuicio a
sentirse encerradas en una monotonía. Si bien eso es posible (y de hecho, sucede), recordá que la idea
de este ejercicio es que al construir esa rutina podamos incorporar herramientas que nos permitan
cuidar nuestra salud y tener la energía para encarnar las acciones orientadas a cumplir las metas
alineadas a nuestros valores.

Supongamos que una de las metas más pequeñas que estableciste para terminar la carrera es entregar
una monografía: para eso, necesitás leer y escribir el trabajo. Pero cuando mirás tu agenda, ves que
tenés poco tiempo, por lo que deberías empezar por levantarte más temprano (así que también
deberías intentar acostarte antes para no perder horas de descanso). Como esto siempre te costó,
decidiste hablar con un amigo que está en la misma y quedaron en juntarse a estudiar temprano dos
veces por semana de manera presencial u online. Buena idea: el compromiso social es un buen aliado
en estos casos. Cumplir acuerdos, como quedar con un amigo, suele ser también reforzante. El hecho
de estar en contacto con otro ser humano, que además me ayuda, es un refuerzo natural. Si a esto le
sumamos que vas a ir notando que avanzás, más ganas vas a tener de juntarte con tu amigo. Y si
además se juntan en una cafetería linda a tomar algo rico, hay aún más chances de que esto ocurra.
Como si todo esto fuera poco, te comunicaste con una de las profesoras que te ayudan con la
monografía y quedaron en juntarse en 15 días con un informe preliminar. Esto también hace que
avances, porque la fecha límite te pone presión. No querés ir a la reunión con la docente con las manos
vacías. Estás modificando mucho tu contexto.

¿Cuáles son entonces tus refuerzos?

Claro que en tu caso las cosas pueden ser bien diferentes. No trabajás en un banco, no estás
intentando terminar una carrera, no tenés una agenda y el café te parece una bebida de lo más insulsa.
Es lo mismo. Lo importante es la lista. Estoy seguro de que si lo pensás un rato, podés hacer una lista
de refuerzos que te ayudarían a alcanzar la meta que estás buscando. ¿Cómo vas a modificar tu
ambiente como para que este te lleve a hacer lo que querés?

El dilema de la lasagna | Refuerzo intermitente

¿Es lo mismo felicitar a un niño porque ordenó sus juguetes al final del día que inmediatamente después
de que lo haga? ¿Es lo mismo que te tomes ese café que tanto te gusta cuatro horas después de
terminar de estudiar que hacerlo justo después de repasar una unidad del programa? No, no es lo
mismo. La relación comportamiento-refuerzo es muy importante y necesaria. Cuanto más demoramos la
entrega del refuerzo, más difícil resulta que se produzca un aprendizaje. Por eso, reforzá el
comportamiento inmediatamente después de que haya sucedido. Al principio hacelo cada vez y luego
reforzalo de vez en cuando.

Esto de reforzar de vez en cuando se denomina refuerzo intermitente y es mucho más efectivo que el
refuerzo continuo. Esto es bastante obvio si lo vemos con un ejemplo. Supongamos que sos fan de la
lasagna y decidís que cada vez que cumplas una meta, vas a comer este plato. Empezás a aplicar esto
ante cualquier meta porque notás que funciona. Va a llegar un punto en el que no vas a poder ni ver la
lasagna. En otras palabras, te vas a acostumbrar al refuerzo, y este va a dejar de servir como tal. Por lo
tanto, deberías reservar la lasagna para situaciones especiales. En otro ejemplo, si querés empezar a
hacer ejercicio, podrías reforzarte mirando un capítulo de una serie que te guste después de cada
sesión de entrenamiento durante las primeras dos semanas; después, hacerlo sesión de por medio;
luego, cada tres sesiones, hasta finalmente no hacerlo más o solo cada tanto.

Si bien es posible utilizar la comida como refuerzo, es necesario tener en cuenta que su efectividad se
pierde si no se tiene hambre y que, debido a un efecto de tolerancia, nos acostumbramos a sus efectos
y necesitamos más novedad para que siga funcionando. Sin embargo, usar la comida como refuerzo
puede tener consecuencias que es importante considerar. Por ejemplo, comer con demasiada
frecuencia, sobre todo si elegís alimentos dulces o ultraprocesados, puede afectar negativamente tu
salud y favorecer el desarrollo de una adicción a la comida. Además, si se la utiliza de manera
constante, puede llevar a adquirir malos hábitos alimentarios.

Una razón para no hacer las cosas | Consistencia y flexibilidad

Es cierto, podrías usar alguna estrategia más aversiva para motivarte. A veces somos hijos del rigor
simplemente porque es más fácil. Pero para que esto funcione, hay que tener en cuenta algunos
principios. Si se aplica un castigo, lo mejor es que esté relacionado con el comportamiento que quiero
castigar. Sería absurdo que te castigues con 200 flexiones de brazos si no terminás tu monografía. En
cambio, sería mejor que, si estás estudiando en un café y ya querés volver a tu casa, te comprometas a
no volver hasta que cumplas tu meta del día. Aquí estarías aplicando el castigo negativo, te estarías
“quitando tu casa”, ese lugar donde no trabajás en la monografía.

También es importante ser consistentes en las resoluciones, porque (obviamente) siempre


encontraremos excusas para no aplicar las consecuencias que nos planteamos. Si resolvés levantarte
temprano para juntarte a estudiar con un amigo, debés mantenerte firme en cumplir tu palabra. Hay
gente que siempre encuentra una razón para no hacer las cosas, excusas del tipo “me siento mal”, o “se
me complicó el día”. Si sos de esas personas, es importante que hagas conscientes esos patrones de
pensamiento y no los sigas. Sin embargo, también es importante prestar atención a no pasarnos de
rosca: si te mantenés tan firme en tu propósito que te castigás con demasiada intensidad, al punto de no
comer o descuidar la relación con tus afectos, a la larga vas a tener otro tipo de problemas. En otras
palabras, es importante ser consistentes y flexibles a la vez.

La motivación no viene de una galaxia muy lejana | Moldeamiento

Supongamos que hace mucho que no te sentás a estudiar. En el pasado tuviste mucha práctica, podías
estudiar muchas horas de corrido, leías decenas, cientos de páginas por día, y sin embargo ahora te
cuesta mucho. En tal caso, deberías elegir las metas adecuadas a tu realidad actual. Hay que empezar
por conductas pequeñas, como leer solo dos páginas, o al menos lo mínimo que sientas que es más
que nada. Si te ponés como meta leer cien páginas en un día, probablemente no lo hagas. En cambio,
si sentís que cinco páginas es exigente, pero factible, empezá por ahí, y reforzá cada paso nuevo que
vayas logrando.

Este trabajo se llama moldeamiento, el procedimiento en el que se refuerzan inmediata y


sistemáticamente las aproximaciones sucesivas a una conducta hasta que esta se establece. Esto se
utiliza cuando el comportamiento es muy infrecuente o muy lejano dentro de nuestro patrón de
comportamiento. No hace falta que esperes a terminar de leer todo el libro para tomar un café, podés ir
haciéndolo ante los pequeños pasos que vayas dando.

El concepto de moldeamiento fue descubierto por casualidad por Burrhus Skinner y Norman Guttman a
mediados del siglo XX, y sus implicancias fueron tan sorprendentes que aún sigue vigente. En el año
1943 estos dos investigadores se encontraban trabajando en un proyecto de guerra para los Estados
Unidos, y su oficina estaba en el último piso de un molino de harina ubicado en la ciudad de
Minneapolis. Mientras esperaban órdenes desde Washington, Skinner y Guttman se pasaban gran parte
del día jugando con las palomas que se acercaban a comer al molino, que resultaron ser un suministro
irresistible de sujetos experimentales. En unos de esos días en los que abundaba el tiempo libre,
decidieron enseñarle a una paloma a jugar a los bolos: el animal tenía que golpear una pequeña bola de
madera mediante un movimiento lateral de la cabeza y enviarla a través de un canal miniatura hacia un
conjunto de pinos de juguete. Re fácil. Dado que Skinner fue pionero en el estudio de la motivación,
sabía que tenían que darle algún tipo de refuerzo positivo cuando ocurrieran los logros. Pusieron la bola
de madera en el suelo y esperaron a que la paloma la golpeara con el pico para darle comida. Pero no
pasó nada. Aunque tenían todo el tiempo del mundo, se cansaron de esperar. Así que pasaron al plan
B, y decidieron reforzar cualquier tipo de movimiento relacionado con la bola (hasta mirarla), y luego
seleccionaron las respuestas que más se aproximaban al comportamiento deseado. El resultado fue
sorprendente: en unos pocos minutos la bola de madera salía disparada como si la paloma fuese una
campeona de squash. Tardaron solo un poco más en lograr que la paloma aprendiera a jugar a los
bolos.

Comprender estos conceptos implica entender el cambio como un proceso dinámico, con idas y vueltas,
como un conjunto de variables que debemos alinear. Pero te cuento lo que nunca te va a pasar: que un
día escuches una cosa maravillosa y digas “ahora sí que tengo ganas, motivación y voluntad para
esforzarme”. Un buen discurso, una película inspiradora o la música de Star Wars pueden generarnos
alguna emoción que nos motive a la acción, pero ese efecto puede ser solo un puntapié inicial: a esto
hay que agregarle todo lo visto en el capítulo anterior sobre valores y metas. ¿Quiénes son las personas
más motivadas que conozco? Aquellas que tienen mucha claridad en sus valores y metas, y que
además tienen estas herramientas de autogestión para sostener los planes que elaboran. Para esto,
utilizan todas estas estrategias que revisamos, y ese es un trabajo de toda la vida.

Capítulo 2.1 Inteligencia emocional

¿No te gusta trabajar en un banco? No te preocupes, ese problema está muy lejos. Pensá que ahora
tenés diecisiete años, estás terminando el colegio y te preocupa empezar la facultad. ¿Por el estudio
que va a implicar? En absoluto, eso no te asusta. Lo que te preocupa es si podrás hacerte amigos y
amigas. Durante la secundaria siempre mantuviste el mismo grupo, se conocen desde la infancia. Sin
embargo, te peleás seguido. Dos por tres, alguien se va del grupo de WhatsApp. Luego de unos días,
siempre vuelve. Pero la sensación queda y empezás a preguntarte: si con tu grupo de siempre hay
tantas peleas, ¿será que no tenés la capacidad de mantener amistades? No, no, la culpa es de los
demás. Vos siempre decís lo que sentís y lo que pensás. Y eso no puede estar mal… ¿no?

Más que mil palabras | La expresión de las emociones

Algunas personas piensan que las emociones juegan un rol importante solo en las situaciones
románticas o en una confrontación física, pero en realidad, están presentes todo el tiempo en nuestras
vidas: nos ayudan a tomar decisiones, a entender el mundo, y son cruciales en todas nuestras
interacciones sociales.

El conocimiento acumulado y el refinamiento de los métodos de la ciencia moderna nos brindaron una
respuesta simple, sencilla y elegante sobre qué son las emociones: un complejísimo sistema heredado
a través de la evolución para sobrevivir. Dicho sistema se pone en marcha ante estímulos al interactuar
con el ambiente, lo que genera una serie de cambios en el cuerpo que tienen un impulso de acción
característico. Si vamos distraídos caminando por la calle y de repente suena una bocina muy fuerte,
inmediatamente nos asustaremos y reaccionaremos de manera automática para huir del peligro sin
pensar. Si vemos a un ser querido que está llorando, entenderemos automáticamente que está
angustiado y tendremos el impulso de brindarle nuestro apoyo. Es decir, una emoción es nada más y
nada menos que una respuesta automática de nuestro cerebro, un “algoritmo” que se activa
automáticamente para no tener que pensar nuestra respuesta en una situación en la que, justamente,
hay que actuar rápido. Joseph LeDoux, un gran neurocientífico que además es guitarrista y líder de la
banda The Amigdaloyds (en alusión a la amígdala cerebral), propone llamarlas simplemente circuitos de
supervivencia. Tiene sentido, ¿no?

Charles Darwin, en uno de sus tratados clásicos, titulado La expresión de las emociones en el hombre y
los animales, extendió su teoría de la evolución natural más allá de las estructuras físicas hacia el
campo del comportamiento. Lo que sostenía su argumento era el hecho de que ciertas emociones son
expresadas de la misma manera a lo largo y ancho del mundo, incluso en personas de lugares
desolados que habían tenido muy poco contacto con otros pueblos, lo que descartaba la posibilidad de
que esas respuestas hubieran sido culturalmente aprendidas. Concretamente, Darwin descubrió que la
manifestación facial, la “cara” de las emociones, era universal. Es decir, que acá o en China las
personas ponemos más o menos la misma cara cuando sentimos enojo, tristeza o alegría. Esto le
sugirió que debía haber un componente heredable en las emociones. Por otro lado, también se dio
cuenta de que muchos de los gestos por fuera de la cara que acompañan a las emociones sí son
aprendidos. Un ejemplo concreto es el festejo que hace un jugador de fútbol al hacer un gol. Basta
comparar videos de jugadores de la década del 70 con la forma en que festejan hoy. Probablemente, la
emoción en ambos casos sea la alegría y la cara sea la misma, pero la gesticulación con el resto del
cuerpo es muy diferente. Otra observación importante fue que ciertas emociones se expresan de
manera similar entre las mismas especies, lo que sugiere la posibilidad de que dichas emociones se
hayan conservado dentro del mismo árbol evolutivo.

En los seres humanos esto es bastante fácil de notar. Con mayor o menor habilidad, nos damos cuenta
de que una sonrisa significa alegría, que cuando alguien grita con el rostro fruncido y los músculos de la
cara contraídos probablemente esté manifestando enojo, que si ante una pérdida alguien quiera
quedarse en su casa es que está triste, y así sucesivamente. Tanto las expresiones faciales como la
postura corporal, gestos, palabras y el tono de voz están también conectados biológicamente con las
emociones. Podríamos decir que una expresión vale más que mil palabras.

Filosofía contemporánea | Emociones agradables vs. emociones desagradables

Si bien nuestras emociones constituyen herramientas importantes para entender nuestro entorno e
interactuar con él, lo cierto es que son complejas, a veces confusas, y pueden impulsarnos a cometer
errores. Es fundamental tener en cuenta que las emociones están ahí para asegurar nuestra
supervivencia, pero no es su función asegurar nuestro bienestar, entendido tal como lo describimos en
capítulos anteriores. Las emociones sirven para comunicarnos algo que es importante para nosotros,
movernos a la acción, mantenernos con vida, para comer, cuidarnos del peligro y proteger a nuestras
crías, pero poco tienen para decir sobre el “buen vivir” o la felicidad.

Como mencioné anteriormente, las emociones surgen automáticamente a partir de un estímulo (externo
o interno) y, por lo tanto, no podemos decidir si experimentarlas o no. Sumado a lo anterior, hoy
tenemos la certeza de que no es saludable ignorarlas. Por lo tanto, una gestión inteligente de las
emociones implica enfocarnos en entenderlas e intentar modular las respuestas que nos surgen según
si son efectivas o no, y si estas emociones (y su intensidad) se ajustan (o no) a los hechos. En algunas
situaciones nos podemos volver personas excesivamente emotivas y no pensar claramente, lo que nos
puede llevar a creer que nuestro juicio sobre determinada situación es correcto, y por extensión,
también nuestras acciones (es decir, tenemos un sesgo, un error sistemático a la hora de procesar la
información). Esto puede ser un verdadero problema si además nuestras emociones nos nublan tanto el
pensamiento que nos llevan a ignorar los hechos (otra forma de sesgo). Cuanto más fuerte es una
emoción, más fuerte resulta nuestra creencia de que esta se basa en una realidad incuestionable.
Además, las emociones “se aman a sí mismas”, y si uno sigue el impulso de la emoción, esta aumenta,
crece, se hace más intensa. Si le das el espacio, las emociones se retroalimentan, pero si hacés lo
opuesto al impulso, la emoción decrece o incluso puede llegar a extinguirse. Sabiendo esto, es
importante entrenarnos en distinguir si una emoción se ajusta o no a los hechos, y si actuar siguiéndola
es o no efectivo en relación a mis valores y metas.

Las emociones pueden tomar el control de nuestra mente y alterar nuestros pensamientos, generando
distorsiones de la realidad que nos dificultan la interacción con el entorno. Cuando estamos en un
estado de intensidad emocional, nuestra mente es bombardeada con pensamientos alarmantes e
imágenes perturbadoras. Así, no queda espacio para el pensamiento racional y nuestro juicio se nubla.
Por ejemplo: “me siento inseguro, este lugar es peligroso”, “si me deprimo cuando estoy sola, no valgo”,
“si estoy asustado, hay algo amenazante”, “la amo, por lo tanto, ella debe ser la persona indicada”.
Estos se denominan pensamientos emocionales. Es muy importante aprender a notarlos, porque
pueden condicionar nuestro comportamiento y redisparar las mismas emociones que los generaron.
Además, a veces una emoción es acorde a la situación, pero no así su intensidad. Por ejemplo, si una
persona con la que estaba empezando a salir me deja de hablar, puedo estar triste, pero encerrarme a
llorar tres días seguidos no es una respuesta proporcional ni efectiva. Hay que aprender a identificar
nuestras emociones, comprender que siempre tienen un disparador (validarlas) y examinar si nuestra
respuesta frente a ellas es efectiva o no. Si nuestra respuesta no es efectiva, podemos cambiarla
mediante entrenamiento. Al aprender a observar nuestras emociones, aprendemos también a
separarnos en lugar de identificarnos con ellas, y a verlas como fenómenos automáticos y biológicos. La
abundante base experimental existente permite concluir que, si bien todas las personas venimos al
mundo con un temperamento determinado (un set de programas de reacción automática), lo que
vivimos durante los primeros años de vida tiene un efecto importante en nuestra configuración cerebral
y, en gran medida, definen el alcance de nuestro repertorio emocional. Pero, afortunadamente, ni el
temperamento ni la influencia de los primeros años de vida determinan de manera irreversible nuestro
destino emocional. Es decir, la puerta para el desarrollo de nuestra inteligencia emocional permanece
abierta durante toda la vida gracias a la neuroplasticidad de nuestro cerebro.

Aprender a identificar y expresar nuestras emociones nos puede ayudar a acercarnos a nosotros
mismos y a quienes amamos, a cumplir nuestras metas alineadas a nuestros valores, y a vivir una vida
valiosa. Por eso, necesitamos gestionar nuestras emociones de manera efectiva. Para empezar,
tenemos que separar el trigo de la paja, y reconocer cuáles son esas emociones de entre un abanico
enorme de palabras que le ponemos a lo que nos pasa. Tradicionalmente, solemos describir a las
emociones según si nos hacen sentir de forma agradable (la literatura sobre el tema las llama
emociones positivas: amor y alegría) o desagradable (emociones negativas: tristeza, enojo, culpa,
envidia, celos y asco), pero no por ello unas son buenas y las otras, malas. Recordemos que todas las
emociones son importantes y nos brindan información. Por lo tanto, no tiene sentido juzgarnos mal por
experimentar emociones como la tristeza, la envidia o el enojo. Como dice Moria, filósofa
contemporánea: “si querés llorar, llorá”.

Barrenar la ola | Cómo gestionar las emociones

Como ya vimos, todas las emociones tienen eventos disparadores, es decir, estímulos que gatillan la
emoción. Los disparadores pueden ser externos (te enojaste porque en el grupo de WhatsApp hablaron
mal de vos) o internos (te enojaste porque pensaste que en el grupo de WhatsApp hablaron mal de
vos).

De aquí surge un concepto muy importante, que es el de la validez de las emociones. Todas las
emociones son válidas porque todas tienen disparadores. Ninguna surge de la nada. “Validar” quiere
decir aceptar y comprender que las emociones tienen una función y su aparición tiene sentido porque
siempre tienen un disparador (a menos que tengas un problema de salud mental particularmente
complejo). Por supuesto, que sean válidas no quiere decir que tengamos que actuar según el impulso
que nos generan. Una vez reconocido el disparador (y esto a veces es un desafío en sí mismo),
tenemos que determinar si la emoción se ajusta o no a los hechos (lo que veríamos si filmamos la
situación con una cámara, sin interpretaciones).

Volvamos al ejemplo anterior. Tenés diecisiete años. No sirve que te digan que es una edad hermosa y
tenés que disfrutarla. Vos tenés tus problemas y son tan enormes como los de cualquiera. En este caso,
tu problema es que hoy cada vez que hacés una pregunta en el chat, te clavan el visto. No te
responden. Eso, naturalmente puede disparar una emoción como el enojo. Pero, si bien el surgimiento
de la emoción es válido, capaz deberías asegurarte de entender qué está pasando antes de actuar
según esta emoción.

Este punto es muy importante porque el evento disparador suele acompañarse de interpretaciones. A
veces condimentamos ciertas situaciones, les echamos sal y pimienta: agregamos pensamientos,
creencias, suposiciones o valoraciones sobre un hecho. Es fácil equivocarse cuando estamos
atravesados por una emoción, sobre todo si es intensa. Por ejemplo, podrías pensar que no te
responden en el chat porque no te valoran, porque no te respetan o incluso porque no te quieren. Pero
puede ser que no te respondan porque están en clase o simplemente no pueden hacerlo en ese
momento. Si actuás según el enojo, suponiendo que no te responden porque no te respetan, lo más
probable es que tus amistades se alejen.

Finalmente, no hay que olvidar que existen factores de vulnerabilidad que hacen que un individuo esté
más sensible a una emoción, que sea más probable que haga interpretaciones emocionales o que sea
más reactivo biológicamente a algunos disparadores. Eventos del pasado o del presente, falta de sueño,
estrés situacional, mala alimentación, consumo de determinadas sustancias psicoactivas y no hacer
ejercicio son algunos ejemplos.

Te hice imaginarte que eras adolescente (quizás lo sos) y te paré frente a un problema absolutamente
real y posible. Y después te dije cómo salir de ahí. ¿Lo hice aplicando sentido común? ¿Es acaso este
un libro de consejos para problemas que quizás ni tenés? No, lo que hice fue aplicar un algoritmo. Este
algoritmo simple intenta mostrar un camino a seguir ante cada emoción, y puede ser útil que lo
consultes cada vez que estás sintiendo algo y no sabés bien qué hacer. Te va a permitir analizar si la
emoción y su intensidad se ajustan o no a los hechos y, en función de ello, avanzar por distintos
caminos de acción. En los próximos capítulos, lo aplicaremos a diferentes emociones.

Bueno, me dirás ahora que te metiste adentro del personaje, la adolescencia es una etapa difícil donde
a veces ni siquiera sabemos reconocer ni identificar nuestras emociones, en este caso, el enojo. Más o
menos. Haciendo un análisis de cada componente, podríamos ver que, si solés enojarte seguido,
probablemente los disparadores de tu emoción no sean hechos, sino interpretaciones o pensamientos
de esos hechos. Si las peleas son por WhatsApp, es más probable que haya muchos más
malentendidos que en una conversación cara a cara. Por otra parte, si siempre decís lo que pensás
(esas fueron tus palabras hace unas páginas) o lo que sentís, o te vas del grupo cuando te contrarían,
considerá que eso no es una conducta muy efectiva para mantener una amistad. Hay otras conductas
más efectivas para gestionar el enojo: en primer lugar, chequear qué es lo que te enoja. Luego, cuando
se ajuste a la situación, actuarlo, seguir el enojo; por otro lado, cuando tu emoción se ajuste a los
hechos, pero no sea efectivo seguir los impulsos de la emoción, hacer lo opuesto a lo que se siente o
aprender a tolerar ese malestar. A la vez, entender tu propio contexto: si estás en plena época de
exámenes es común que estés más sensible porque estás vulnerable. No te queda otra que barrenar la
ola.

Capítulo 2.2 Miedo y ansiedad

Cada vez que se acerca una fecha de entrega, empezás a tener problemas gastrointestinales. Cuando
vas al trabajo, podrías tomar un atajo que atraviesa una plaza arbolada, pero siempre hay muchas
palomas, así que tomás el camino largo: las palomas te asustan y te da miedo que te choquen la cara.
Renunciaste a tu sueño de irte a estudiar a otra provincia porque temés volver a tener una crisis de
desesperación, de angustia, de sensación de falta de aire, y que allá no haya nadie para socorrerte.
Hace un tiempo que no vas a fiestas. Tus excompañeros de colegio te incomodan mucho. Ahí viene esa
persona que tanto te gusta, actuá normal…

Tiempos modernos | El estrés y las benzodiacepinas

La terrible espera de una charla con una persona que está enojada, aplicar a un trabajo nuevo, una
pelea, perder el colectivo en la calle, una caída fuerte de un hijo al piso, la furia de la ciudad. Aumento
de la frecuencia cardíaca y respiratoria, mariposas en la panza que se vuelven carnívoras, transpiración,
temblores, debilidad y cansancio, sentimientos de peligro inminente, de impotencia o pérdida de control
de la situación, aprehensión o inquietud. A veces una vez por día, otras, dos, y en muchas ocasiones,
varias. Quien no haya experimentado estrés, que tire la primera piedra.

El estrés es una respuesta normal del organismo que nos incita a estar alertas y preparados para tomar
decisiones rápidas; un mecanismo fundamental en la historia evolutiva de todas las especies animales
para sobrevivir ante potenciales peligros. Sin embargo, a diferencia de las épocas en que las amenazas
se resolvían más o menos rápido (ya sea porque las víctimas lograban escapar del peligro o porque el
peligro se las comía), los profundos cambios de ritmo y de estilo de vida a los que se enfrentaron los
habitantes de las grandes ciudades, plagadas de una enorme variedad de estímulos externos de
naturaleza amenazante, terminaron generando desbalances en esta respuesta adaptativa seleccionada
a lo largo de la evolución. Así, los trastornos derivados de un exceso de estrés se convirtieron en el
problema de salud mental más prevalente de nuestra época.
Esta realidad explica en parte el aumento en el consumo de benzodiacepinas (los psicofármacos que
diluyen momentáneamente la ansiedad), al punto de que hoy son los medicamentos más prescritos a
escala mundial. Tal es el nivel de consumo debido a la gran prevalencia de la ansiedad que existe una
tendencia a la banalización de su ingesta, ya sea con o sin prescripción médica. “Una benzo para cada
momento” es casi un eslogan. ¿Estás por rendir un examen? ¿Vas a viajar en avión? ¿Tenés problemas
laborales? ¿Te cuesta dormir? ¿Tenés los hombros contracturados? Si tenés ataques de pánico, o si te
estás planteando qué va a ocurrir con el mundo, con la política, la crisis climática, qué hacer en el futuro,
qué será de tu vida: mandale benzos.

Sin embargo, los fármacos de primera línea para el tratamiento de los trastornos de ansiedad son los
antidepresivos, ya que tienen la capacidad de reducir de forma efectiva los niveles de ansiedad y de
tristeza, incluso a largo plazo, sin generar tolerancia o tanta dependencia como las benzodiacepinas.
Suelen demorar unas semanas en comenzar a actuar y durante las primeras semanas pueden incluso
provocar más ansiedad que la previamente existente, ocasionando molestias gastrointestinales,
inquietud y dificultades para dormir.

Si bien una cuota moderada de estrés puede incluso resultar beneficiosa para despertar el sentido de
alerta ante una situación de posible peligro, para prepararnos para un escenario que no contemplamos,
o para lograr enfocarnos frente a una situación de alta intensidad (como rendir un examen, correr una
carrera o acercarnos a una persona que nos atrae), no existe ningún tipo de duda de que la
prolongación en el tiempo de los estímulos estresantes exacerbados y una sobreadaptación a ellos
puede causar problemas graves en la salud psicofísica de las personas. Problemas que van desde
trastornos de ansiedad hasta gastritis y enfermedades cardiovasculares. Es por eso que en este
capítulo vamos a intentar desentrañar la emoción característica de la modernidad para aprender a
distinguir cuándo esa respuesta es efectiva, y cuándo está desregulada.

El predador en el laberinto | Miedo vs. ansiedad

Para empezar, vamos a dilucidar una pequeña pero importante diferencia. Cuando hablamos de estrés,
no podemos dejar de lado el miedo y la ansiedad, dos respuestas de nuestro organismo que están
emparentadas y asociadas al estrés, pero que son distintas entre sí.

Por un lado, el miedo es la respuesta que nos prepara para responder de forma defensiva frente a lo
que percibimos como un peligro o amenaza inminente para nuestra integridad física o psíquica. Una
especie de alarma primitiva en respuesta a un peligro presente que nos activa y lleva a la acción.

Por otro lado, la ansiedad es una emoción orientada hacia el futuro, que surge al percibir que no se
tiene el control de sucesos impredecibles y potencialmente peligrosos. Un estado remanente y más
duradero ante una amenaza que aún está distante.

Recordá alguna situación en la que hayas estado frente a frente con un perro u otro animal que
claramente estaba a punto de morderte o lastimarte, o en la que casi chocás con alguien de frente
mientras estabas en la ruta, o cuando mirabas una película de terror y de repente apareció el asesino
serial detrás del protagonista. En todas estas situaciones, es esperable que reacciones gritando,
saltando, o sintiendo una fuerte activación de diversos órganos. Solemos decir “tenía el corazón en la
boca” por la intensidad de las palpitaciones, sentimos un fuerte dolor de estómago por la contractura
que se genera en las vísceras, o referimos que nos falta el aire porque se disparan reflejos que
aumentan intensamente nuestra actividad respiratoria. Estas situaciones y respuestas son típicas del
miedo.

Por otro lado, seguramente te pasó que en los días previos a un examen difícil no podés parar de
pensar intensamente en lo que pueden preguntarte, en todo lo que creés que no sabés. También te
puede pasar que antes de tener una conversación difícil con tu papá y tu mamá, pareja, hijos o
amistades pienses en todos los escenarios posibles y qué vas a responder ante cada quien, como un
jugador de ajedrez que mentalmente se adelanta varias jugadas a lo que va a pasar. A veces, puede
incluso llegar a dolerte el estómago al pensar en estas cosas, o podés sentir contracturas y molestias en
todo el cuerpo, a pesar de que en ese exacto momento no está pasando nada de todo eso. Estas
situaciones y respuestas son típicas de la ansiedad.

Es decir, el miedo surge frente a un peligro inminente y nos prepara para responder en el ahora,
mientras que la ansiedad es una emoción que se activa cuando sentimos que una amenaza está en
camino, pero no encima aún. En otras palabras, es la diferencia entre una película de terror y una de
suspenso. Se suele pensar que son cosas distintas, pero en realidad son respuestas conformadas por
procesos cerebrales y cambios en el organismo similares.

En un estudio muy interesante y revelador, un grupo de investigadores liderado por Dean Mobbs
descubrió que la ansiedad y el miedo son emociones vinculadas, pero distintas. En esta investigación,
pusieron a un grupo de voluntarios a jugar un videojuego en el cual un predador perseguía al jugador
dentro de un laberinto. La parte divertida es que si el predador alcanzaba a los jugadores, estos recibían
una pequeña e inocua descarga eléctrica, aunque lo suficientemente molesta como para no querer
recibirla. Mientras los voluntarios jugaban, se les hizo una resonancia magnética funcional para observar
lo que sucedía en el cerebro. Lo que descubrieron fue que las regiones cerebrales que se activaban
dependían de la distancia a la que estuviera el predador. Cuando el predador estaba más lejos a los
jugadores, se les activaba más la amígdala y la corteza prefrontal, zonas vinculadas a la ansiedad. Pero
cuando el predador estaba más encima, y el choque eléctrico era inminente, se activaba principalmente
la sustancia gris periacueductal, región cerebral más asociada con la reacción de pánico.

Pequeños monos de la sabana | Ansiedad desadaptativa

Cuando se activa el sistema de alerta, nos preparamos para tres respuestas bien definidas que han
tenido mucho sentido en la historia evolutiva: (1) luchar, (2) huir, o (3) paralizarnos. Mientras que la
primera nos prepara para dar batalla al peligro, porque no nos queda otra o porque quizás tenemos una
chance, la segunda nos enlista para salir corriendo. La tercera, al contrario de lo que se cree, también
tiene su utilidad: nos hace quedar completamente quietos, esperando que el potencial peligro no se dé
cuenta de que estamos ahí; nos ayuda a escondernos, a fingir, aprovechando que por lo general los
predadores no comen animales muertos.

Pero ¿por qué tres respuestas y no una? Porque el linaje evolutivo de los humanos estuvo a la mitad de
la cadena alimentaria hasta hace relativamente poco tiempo. Durante millones de años, los humanos
cazaban animales más pequeños y recolectaban lo que podían, al tiempo que eran cazados por los
depredadores mayores. Es decir que, durante gran parte de la historia, a los humanos les fue muy útil
contar con herramientas tanto para luchar, como para huir o para quedarse completamente quietos ante
los potenciales peligros del entorno. Estas respuestas han quedado grabadas a fuego en nuestro
cerebro. Y si bien hoy hemos saltado hacia la cima de la cadena alimentaria, este proceso en realidad
ocurrió en los últimos 400.000 años, lo cual es muy poco tiempo para que nuestra biología se adapte.
Mientras que la mayoría de los depredadores que representan la cima de la cadena alimentaria en los
ecosistemas que habitan son animales majestuosos y temerarios, los humanos aún nos sentimos como
pequeños monos desvalidos en una sabana grande y repleta de peligros.

Ahora bien, estas reacciones distintas tienen algo en común. Sea cual sea la respuesta que surja, la
reacción del organismo es más o menos similar (aunque puede variar de persona a persona): el corazón
bombea más fuerte y rápido, lo que lleva sangre a todos los músculos, y, al mismo tiempo, respiramos
más rápido y hondo, lo cual aumenta la cantidad de oxígeno en la sangre. A pesar de haber más sangre
y oxígeno disponible, paradójicamente algunas personas tienen sensación de desmayo, asfixia o ahogo.
Perciben dificultades para respirar, cuando lo que en realidad está ocurriendo es que están tratando de
meter aire en un pulmón que ya está lleno, y el oxígeno en concentraciones altas marea. Además, los
músculos se tensan, hay sudoración fría, palidez en la cara y boca seca, entre otros síntomas. También
aparecen sensaciones raras en muchas partes del cuerpo, como hormigueos o dolores de estómago.
En ese momento, en nuestras mentes suelen aparecer pensamientos de tipo anticipatorios como “¿y si
pasa esto o aquello?”, “¿y si me dice lo otro?”, y generalmente, de tinte negativo, como “¿qué ocurrirá si
me va mal?”, “¿qué pasa si fracaso?”.
En el día a día, la ansiedad es la emoción que sentimos cuando nos ponemos una meta, o cuando hay
una distancia entre lo que queremos y lo que obtenemos, así como entre lo que tenemos que hacer y lo
que percibimos que podemos hacer. Esa energía emocional nos pone en tensión hacia aquello que
queremos alcanzar, una posible realidad que es distinta a la presente porque pretendemos algo que no
tenemos, o a la inversa, rechazamos algo que sí tenemos. Cuando se mantiene regulada, la ansiedad
nos ayuda a movilizarnos para alcanzar lo que queremos. En cambio, si la ansiedad empieza a subir en
intensidad, se desregula, por ejemplo, porque identificamos uno o más posibles obstáculos que nos
podrían impedir alcanzar nuestra meta y creemos que no podemos superarlos o que no tenemos
suficientes herramientas. Esta desregulación también puede darse si la meta que pretendemos alcanzar
es demasiado elevada, alejada de la realidad.

“Angustia” es una palabra frecuentemente relacionada a la tristeza, miedo o ansiedad, a tal punto que
algunos autores la utilizan como sinónimos. La palabra proviene del término “angosto”, y se relaciona
con la sensación física de opresión en el pecho y garganta, y la percepción de falta de aire que esta
emoción genera. Esto puede entenderse de manera literal, asociada a esta opresión físicamente
percibida, o de manera metafórica, en relación a la percepción de estar encerrado, sin poder salir.
Podríamos también entender la angustia como el sentimiento que resulta de una interpretación
demasiado pesimista de la realidad. Cuando sentimos angustia, enfocamos nuestra atención
mayormente en lo “negativo”, resaltando dramáticamente lo que quisiéramos tener y no tenemos (por
haberlo perdido o no haberlo tenido nunca y desearlo) y restando importancia a lo que sí tenemos, lo
que sí está presente. Cuando las personas experimentan miedo o ansiedad y no tienen habilidades para
afrontar estas emociones, suelen experimentar la situación con angustia, con agobio, del mismo modo
que lo hacemos frente a algunos escenarios como la muerte de un ser querido o algún contexto
inesperado.

La ansiedad y el miedo son respuestas normales, programadas desde hace milenios en nuestros
cerebros. Sin ser exhaustivo, algunas de las variables que se asocian a generar respuestas
emocionales problemáticas son:

● A algunas personas les tocó un cerebro que genera respuestas emocionales más intensas (así
como algunas personas, por ejemplo, tienen más masa muscular que otras).

● Se puede tener una historia de aprendizaje con poca enseñanza de inteligencia emocional, en
un ambiente invalidante, que subestima o exagera ante tus emociones. Y eso tendrá consecuencias en
cómo lidiás con ellas.

● A veces se nos hace habitual evitar la realidad o los disparadores de las emociones porque
buscamos evitar el sufrimiento. Paradójicamente, esto lleva a hacer crecer la intensidad de estas
emociones, que se vuelven cada vez más difíciles de afrontar.

Esto es lo que llamamos ansiedad desadaptativa. Como si esto fuera poco, algunas personas pueden
interpretar de manera catastrófica las sensaciones corporales normales asociadas a esta emoción (“¿y
si esta falta de aire es porque me estoy por morir?”, “¡me va a dar un infarto!”, “¿y si me estoy volviendo
loco?”, “¿estaré por perder el control de mi vida y mi mente?”), lo que genera un loop, un círculo vicioso
que alimenta aún más la activación del sistema de alerta y aumenta todas las sensaciones físicas, como
las palpitaciones (la percepción de la actividad del corazón) y la disnea (sensación de falta de aire). Esto
se denomina circuito del pánico (o ciclo “del miedo al miedo”) y es la causa del ataque de pánico (o
crisis de ansiedad). Los diferentes modelos de la terapia cognitivo conductual coinciden en que las
personas que tienen ataques de pánico tienen una valoración negativa, incluso catastrófica, de
sensaciones corporales normales, junto a la emoción miedo asociada a esas sensaciones. Por esto a
veces se denomina este trastorno como “miedo al miedo”.

Esta ansiedad desregulada o desadaptativa se puede manifestar en distintos escenarios, lo que genera
los llamados trastornos de ansiedad. En todos ellos, los cambios fisiológicos son prácticamente los
mismos, lo que cambia son los disparadores y las interpretaciones que hacemos de la situación.
Entrar al agua | Evitación vs. exposición

Imaginemos que tus amigas te invitan a pasar la tarde en un parque yendo en bicicleta todas juntas
porque el trayecto es largo. Te encanta andar en bicicleta y estar con tus amigas, pero te da miedo
transitar por la ciudad. Muchos autos, muchos peatones, muchos perros. Te aterroriza tener un
accidente con cualquiera de ellos y pensás que quizás no seas capaz de poder manejar bien. Dudás,
pero finalmente decidís que es mejor juntarte con ellas en el parque directamente e ir en colectivo.

Acá se puso en práctica un comportamiento aprendido específicamente para evadir algún sufrimiento
personal, una evitación experiencial. En este caso, es altamente probable que experimentes un
sentimiento de alivio por no haberte enfrentado a la incomodidad de la ansiedad que se dispara cuando
andás en bicicleta por la calle. Pero será ese mismo alivio el que reforzará negativamente tu deseo de
volver a utilizar esa misma táctica de evitación la próxima vez, cuando tengas que enfrentarte a la
posibilidad de experimentar algún tipo de malestar. Cada vez que actúes así, en realidad, le estarás
dando más poder a ese mismo contenido doloroso, es decir, a tu pensamiento, sentimiento o sensación
corporal desagradable, y alejándote de aquellas cosas que son valiosas para vos. La evitación solo
fortalece aquello que estás evitando. Como tratar de alejar un mono arrojándole bananas.

La cura radica en evitar la evitación a fin de generar una habituación a las sensaciones y pensamientos
asociados a la ansiedad. Recordemos que la ansiedad es una emoción y, como tal, es útil. No podemos
amputarla porque nos quedaríamos sin una herramienta importante para nuestra supervivencia. Lo que
necesitamos es aprender a tolerarla y manejarla, y hacer un uso efectivo de ella. Es decir, no podemos
controlar la presencia del miedo y la ansiedad, pero podemos modificar nuestra percepción de estas
emociones y de las situaciones que las disparan. Si en lugar de evitar una situación estresante, nos
exponemos a ella, el malestar decrecerá paulatinamente. Uno se acostumbra a todo. Pero si cortamos o
dejamos de exponernos en el punto en que la ansiedad se vuelve más intensa, estamos escapando y
no generamos habituación a la ansiedad; en otras palabras, no aprenderemos a tolerarla ni a reducirla.
La evitación genera una disminución instantánea del malestar, pero a largo plazo este volverá y nos
encontrará nuevamente sin herramientas.

Estos principios llevaron a diversos grupos de investigación, como a los liderados por Edna Foa, David
Barlow y Michelle Craske, entre otros, a desarrollar ejercicios de exposición. Estas técnicas consisten en
acercarse progresivamente a aquello que se teme o genera malestar. Esto puede ir desde sensaciones
físicas como la taquicardia (es decir, se hace tener taquicardia a alguien subiendo y bajando escaleras
hasta que justamente le pierda el miedo a esta sensación) hasta catástrofes imaginarias (como
quedarme sin amigos y en la calle) generando entonces la exposición a imágenes mentales que la
mente ya venía disparando. Estos procedimientos pueden requerir la ayuda de un profesional
entrenado, y es difícil que los hagas por tu cuenta, pero lo que vale es la filosofía de fondo: hay que
enfrentar los miedos, exponerse a ellos.

Ahora bien, ¿hay que enfrentarse a cualquier miedo, todo el tiempo? No, tiene que ser razonable, tengo
que tener algún beneficio, esa exposición debe ayudarme a acercarme a mis valores. Si no es así, no
tiene sentido sufrir por sufrir. Como siempre, nos será muy útil tener claridad en nuestros valores y
metas para saber si efectivamente vale la pena exponernos a una situación estresante.

A mis pacientes suelo darles un ejemplo un poco personal. Cuando era chico me daba miedo nadar en
la pileta, tenía miedo de ahogarme. Esa situación me limitaba bastante porque en el verano no podía
disfrutar del agua, y si había una reunión con mis amigos y había pileta, de alguna forma me excusaba.
Me daba vergüenza no saber nadar siendo ya relativamente grande. Mi padre, también psiquiatra,
amablemente me fue ayudando a entrar al agua. Se metió conmigo, me mostró cómo moverme, cómo
respirar, animándome a avanzar, a dar más pasos, aunque con su supervisión. Finalmente logré
dominar el asunto y esto ya no es un problema para mí. Ahora puedo nadar tranquilamente en piletas,
lagos, ríos o el mar. Ese trabajo de paulatina exposición me permitió conectarme con amistades, con la
naturaleza, con muchas oportunidades de disfrute. Si mi padre no hubiese hecho esto conmigo hoy
usaría el agua solo para bañarme o cocinar, y cocino bastante mal. Es decir, es clave tener un para qué
a la hora de exponerse a algo que nos da miedo o ansiedad.

Entonces, la solución para la ansiedad no es intentar que desaparezca, sino amigarse con ella. También
es importante aprender a aceptar y convivir con la incertidumbre, sabiendo que el control es solo una
ilusión. Tener miedo es normal y nos ayuda a alcanzar nuestro mejor desempeño frente a lo que
percibimos como amenazante; esta es la ansiedad adaptativa. El miedo y la ansiedad, bien encauzados
y aceptados, nos enfocan. Hay que saber aceptarlos como parte de tener una vida con desafíos (y si
querés una vida tranquila, no te preocupes, que también tendrás ansiedad). Por suerte, las habilidades
de regulación emocional que vimos en el capítulo anterior también sirven para trabajar con estas
emociones. Finalmente, no puedo dejar de mencionar lo efectivas que son las prácticas de mindfulness
para tratar la ansiedad desadaptativa: te recomiendo enfáticamente que consideres su inclusión en tu
rutina.
Mente sana en cuerpo sano | Un estilo de vida saludable

La salud mental y la salud física están profundamente interconectadas: por suerte hace un tiempo ya, y
gracias a diferentes disciplinas científicas, pudimos desandar la división tajante y falsa entre cuerpo y
mente. Hoy sabemos que trabajar en nuestra salud física impacta en nuestra salud mental, y viceversa.
Esto cobra mayor relevancia cuando notamos que aproximadamente solo el 10-20% de los problemas
de salud están determinados por factores genéticos, mientras que el porcentaje restante es atribuible a
nuestro estilo de vida, por lo tanto hay mucho que podemos hacer. Por eso, le pregunté a Ezequiel
Arrieta, médico, investigador y editor de este libro, cuáles son los factores que considera más relevantes
a la hora de sentar bases saludables en nuestro estilo de vida para influenciar positivamente nuestra
salud mental.

Ezequiel me dijo que, de acuerdo a la medicina del estilo de vida (una disciplina clínica de origen
reciente, basada en evidencia y que busca prevenir, tratar e incluso revertir enfermedades
reemplazando comportamientos no saludables por saludables), un estilo de vida saludable se apoya en
seis pilares: comer de forma apropiada, estar físicamente activos, aliviar el estrés, evitar el consumo de
tabaco y alcohol, dormir adecuadamente y construir una red afectiva que brinde apoyo emocional. Es
imposible describir todos los aspectos relacionados a los seis pilares mencionados (se merecen un libro
en sí mismo), pero voy a ofrecer algunos algunos puntos importantes a tener en cuenta sobre la
alimentación saludable, la actividad física, el consumo de sustancias tóxicas y el descanso reparador.

1. Alimentación saludable

La alimentación cumple un rol central en el proceso de ganar o perder salud, y prestarle atención a este
punto puede (sin exagerar) cambiarnos la vida. Está ampliamente demostrado que la alimentación
saludable puede prevenir, detener y hasta revertir enfermedades. Durante mucho tiempo, la comida fue
dejada de lado por la medicina, pero en las últimas décadas ha cobrado un rol cada vez más importante
debido al efecto significativo que tiene sobre la salud individual y colectiva. La comida que ingerimos no
solo puede impactar directamente sobre nuestra salud a través de los compuestos químicos que se
encuentran en ella, sino que también puede hacerlo de manera indirecta al ejercer un efecto modulador
sobre nuestra microbiota, la comunidad de microorganismos que habitan nuestro interior y que
interacciona con nuestro organismo mediante la secreción de diversas sustancias. De hecho, está
estudiado que nuestra alimentación afecta también a nuestra salud mental: una alimentación saludable
se relaciona con menos incidencia de ansiedad y depresión, y mejor humor.

A pesar de la enorme confusión que existe en Internet alrededor de la forma “ideal” de comer,
alimentarse de manera saludable es en realidad un concepto fácil de entender. De acuerdo a la Escuela
de Salud Pública de la Universidad de Harvard (uno de los centros de investigación biomédica más
prestigiosos del mundo), la evidencia científica es consistente en que una alimentación saludable está
compuesta principalmente por plantas sin procesar, como verduras, frutas, legumbres, cereales
integrales, frutos secos y semillas, y poca cantidad de alimentos de origen animal (carnes, huevos y
lácteos). Esto implica también reducir al máximo posible el azúcar, los aceites procesados y las grasas
animales, que se encuentran típicamente en los productos empaquetados y ultraprocesados, las
gaseosas y en la comida rápida.

Si tu forma de comer está lejos de ser saludable y el patrón alimentario que seguís es más parecido al
argentino promedio (rico en carnes, panificados y gaseosas, y pobre en verduras, frutas, legumbres,
cereales, frutos secos y semillas), no te desesperes: podés comenzar agregando de a poco algunos
alimentos que no estén en tu dieta normalmente (una fruta más, una porción de legumbres al plato, o
una ensalada al día). Más vale comenzar con cambios pequeños (pero seguros) que no te lleven a la
frustración y que te pongan en el camino del cambio.

2. Actividad física

Otro aspecto fundamental de un estilo de vida saludable es la actividad física. Como animales que
somos, hemos desarrollado a través de la evolución un cuerpo adaptado al movimiento. Antes no
quedaba otra, o nos movíamos o no comíamos. Pero los avances tecnológicos y la organización social
moderna (urbana) crearon ambientes en donde cada vez nos movemos menos. Trabajamos sentados o
sin movernos demasiado, pasamos largas horas frente a pantallas, tenemos delivery que nos lleva la
comida a casa y hasta diseñamos robots que nos lavan los platos y barren el piso. Toda esta quietud se
vio acentuada durante la cuarentena que nos impuso la pandemia. No atender la necesidad fisiológica
de movimiento tiene graves consecuencias para la salud, y muchas de las enfermedades actuales
tienen una relación directa con el sedentarismo. Su impacto es tan grande que ha llegado a conocerse
como “el tabaquismo del siglo XXI”. Como dice Jorge Drexler en una de sus canciones, “si quieres que
algo se muera, dejalo quieto”.

Pero las consecuencias de la falta de movimiento no impactan solo sobre la dimensión física de
nuestros organismos, sino también sobre la dimensión psicológica. Durante y después del ejercicio se
liberan sustancias como endorfinas y serotonina, que te hacen sentir muy bien. Si te movés con
frecuencia, los niveles de cortisol se modulan, lo que reduce el estrés y los síntomas asociados a la
ansiedad y la depresión. Además, el ejercicio regular ayuda a tener un mejor descanso, lo cual tiene
aparejado sus propios beneficios propios. La actividad física es tan importante para la salud mental que
ha sido incorporada como un pilar clave del tratamiento de condiciones que aquejan la psiquis de las
personas.

Moverse más no implica solo ir al gimnasio, a la cancha a jugar al fútbol o a caminar al parque. Moverse
más también significa simplemente eso: aumentar la cantidad y calidad de movimiento que realizás en
tu vida diaria. Algunos ejemplos cotidianos pueden ser estar más tiempo de pie que sentado, limpiar tu
casa, usar las escaleras en vez del ascensor, ir al trabajo en bicicleta o caminando (al menos una parte
del trayecto), cuidar tu jardín, salir a hacer las compras caminando a un local un poco más lejos de tu
casa e incluso bailar. Sin embargo, si es posible, también es importante agregar ejercicio que te haga
cansar al menos tres veces por semana, ya sea en forma de deporte en un club o de gimnasia en casa
siguiendo alguna rutina por YouTube. Es bastante frecuente ver que ante un intento de aumentar la
actividad física, las personas suelen salir a andar en bicicleta o caminar o correr, y si bien la actividad
aeróbica es positiva y deseable, es importante no olvidarse de fortalecer los músculos mediante
ejercicios de fuerza con o sin peso, ya que esto mejora nuestra condición física y metabolismo. Otras
formas de ejercicio, como el estiramiento, también son importantes para entrenar capacidades que
solemos tener desplazadas (como la flexibilidad, la coordinación o el equilibrio).

3. Hábitos tóxicos: tabaco y alcohol

El consumo de tabaco y alcohol es considerado uno de los problemas de salud pública más grande en
la actualidad. Estos hábitos facilitan el ingreso al cuerpo de sustancias que generan cambios negativos
en nuestra fisiología, deteriorando progresivamente todos los sistemas orgánicos. Se estima que en
Argentina ocurren unas 160.000 muertes por año a causa del consumo de tabaco y alcohol,
principalmente por cánceres, enfermedades respiratorias, cardiovasculares y digestivas.

La evidencia es clara respecto a estas dos sustancias: no existe el consumo libre de riesgos y es mejor
nada que un poco. A pesar de que el tabaco continúa siendo el principal factor de riesgo de mortalidad
en la Argentina, las campañas de concientización y la regulación estatal han logrado establecer una
imagen negativa sobre su consumo. Lamentablemente, no ocurre lo mismo con el alcohol, que sigue
siendo un componente celebrado de nuestra sociedad a pesar de ser también un importante factor de
riesgo de mortalidad. Cualquier esfuerzo para reducir o eliminar estos dos hábitos tóxicos tendrá un
efecto positivo sobre tu salud.

4. Descanso reparador

Dormir es una necesidad tan importante como alimentarse y tomar agua, y el buen descanso es
fundamental para nuestro bienestar. Sin embargo, es muy común que hoy quede relegado por otras
actividades como el trabajo, una serie o película que nos gusta y las relaciones sociales, por lo que la
gran mayoría de las personas no alcanza a cubrir la cantidad de horas de sueño recomendadas (7 a 9
horas diarias). Son ampliamente conocidos los problemas de salud derivados de la deprivación del
sueño y la acumulación de la deuda de sueño, tanto a nivel psicológico como físico. En lo que respecta
a la salud mental, la falta de sueño está relacionada con muchas afecciones psicológicas como la
depresión y la ansiedad. Pero también ha sido relacionada con la obesidad, diabetes, enfermedades del
corazón, alteración del sistema inmune, reducción de las funciones cognitivas y mayor riesgo de
adicción.

Algunas cosas que podés hacer para mejorar tu descanso son: tratar de acostarte todos los días a la
misma hora; evitar el uso de pantallas y luces blancas una o dos horas antes de irte a dormir (podés leer
un libros); intentar conciliar el sueño en silencio (si hay ruido podés conseguir tapones de oído); limitar a
20 minutos las siestas durante el día; mantener la habitación lo más oscura que puedas (podés usar
algo para taparte los ojos); evitar el consumo de bebidas con cafeína después del anochecer; y evitar
irte a la cama con la panza muy llena.

5. Pasar tiempo al aire libre y en espacios verdes

Algunos de los problemas para la salud generados por el crecimiento imparable de las ciudades y la
mala planificación urbana se relacionan con el alejamiento de los espacios naturales y verdes. Dado que
la cultura humana evolucionó más rápido que nuestra biología, nuestros cerebros extrañan los patrones
de belleza y los sonidos de los paisajes naturales. Así, la exposición a la naturaleza podría producir
múltiples beneficios, como ayudar a reducir la presión arterial, la ansiedad, el estrés o los síntomas de
depresión, así como mejorar la función inmunitaria, la actividad física y la cohesión social.

Desde hace muchos años, en Japón están muy extendidos los Shinrin-yoku o “baños de bosque”, donde
las personas se sumergen en la naturaleza mientras prestan atención a sus sentidos, caminan o
simplemente se sientan a escuchar los sonidos de pájaros, agua o árboles. Diferentes estudios han
demostrado que los “baños de bosque” pueden ayudar a reducir significativamente la presión arterial, la
ansiedad o mejorar la función inmunitaria. De hecho, en un estudio reciente donde se analizaron los
datos de más de 20.000 personas del Reino Unido, el investigador Matthew White encontró que
aquellas que pasaban al menos 120 minutos por semana en la naturaleza tenían una mayor
probabilidad de reportar buena salud y bienestar. El estudio también indica que los beneficios se podrían
obtener exponiéndose 20 minutos al día o 2 horas un solo día. Aparentemente, exponernos a la
naturaleza reduce los niveles de cortisol y adrenalina, lo que nos permitie activar más fácilmente el
sistema de calma (el parasimpático). Pequeñas píldoras de naturaleza podrían atenuar el impacto
negativo de las ciudades: ruido, contaminación, sedentarismo o estrés.

Lamentablemente, no todas las personas tienen el privilegio de vivir cerca de un espacio natural, y los
espacios verdes son cada vez más escasos, particularmente en las grandes ciudades. Pero,
afortunadamente, es posible conectar con la naturaleza haciendo jardinería en tu casa o participando de
una huerta comunitaria. Lo que importa es romper con la monotonía del cemento y la tecnología, e
intentar conectar con lo que alguna vez fue la cotidianidad del cerebro de nuestra especie. En palabras
del naturalista David Attenborough: “En este mundo una especie solo puede prosperar cuando todo lo
que le rodea prospera también. Necesitamos dejar de apartarnos de la naturaleza para volver a formar
parte de ella”.

Cuándo buscar ayuda profesional

Si estas herramientas no te alcanzan, si te parece que de alguna manera sostenés la “agenda de


control” (los intentos desesperados para controlar tu ansiedad sin lograr los resultados esperados), si
sentís que estas emociones son demasiado fuertes y, en lugar de ayudarte, te alejan de tus valores y
tus metas, si notás que se está afectando tu funcionalidad (tu desempeño en el trabajo o en el cuidado
de tu familia), si sentís que te cuesta mucho disfrutar las cosas porque estás siempre demasiado
apurado o apurada, puede que te sea útil consultar a un o una profesional.

La terapia con más evidencia científica para estos problemas es la terapia cognitivo-conductual, junto a
sus “primas hermanas”, la terapia de aceptación y compromiso y aquellas basadas en mindfulness. Esto
es muy importante. Un buen terapeuta, apropiadamente entrenado en estas cuestiones, puede ayudarte
mucho a mejorar tu vida en relativamente poco tiempo. Por otro lado, no hacer lo que corresponde en
estas situaciones puede exacerbar innecesariamente tu malestar, a veces por años.

La medicación puede ser necesaria en muchas ocasiones, pero no siempre. Si tenés un problema de
ansiedad leve o moderado, puede ser que no necesites medicación. Esto, por supuesto, queda sujeto al
criterio de quienes te acompañen profesionalmente.

Capítulo 2.3 Tristeza y depresión

Tenés treinta años, te dedicás a la cocina y trabajás en un catering muy reconocido. Vivís con tu pareja
y tus mascotas. Siempre tuviste una vida muy sociable hasta que, hace unos años, desde que te
mudaste a esta otra parte de la ciudad, dejaste de ver con tanta frecuencia a tus amigos. También
dejaste de bailar. Bailar era tu hobbie preferido. Actualmente te volviste una persona más hogareña, ya
no te divierte tanto salir, pasás más tiempo viendo series y perdiste el interés por cocinar en tu casa; ya
no sorprendés con nuevas recetas ni con bailes improvisados en el medio del comedor. Tus amigos
siguen ahí. Intentan verte, hasta te pasan publicidades de academias de danza. Pero, por alguna razón,
vos decís que ya no te prestan atención. También, que has perdido destreza. Todo, todo, todo parece
resumirse a una cosa: el lugar al que te mudaste no está tan bueno. Y lo único que podés hacer es
pensar en eso…

I feel good | El sufrimiento como parte de la vida

Al igual que pasa con la ansiedad desregulada, la depresión también es uno de los problemas de salud
mental más prevalentes de nuestra época. Puede convertirse en un problema serio, especialmente
cuando es recurrente y de una intensidad importante, lo que causa gran sufrimiento a la persona
afectada y altera sus actividades laborales, escolares y familiares. En el peor de los casos, puede llevar
al suicidio, una de las principales causas de muerte en personas jóvenes a nivel global (aunque también
es un problema en otros rangos etarios). En nuestro país, la tasa de suicidio es una de las más altas de
Latinoamérica, igual a la de países como Suecia, Noruega o Finlandia, donde se suele creer que el
suicidio es más frecuente.

La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse. Hoy en día, y aunque no se
diga de manera explícita, hay una tendencia cultural fuerte hacia el feelgoodismo, una forma de decirle
al mandato de estar siempre alegres. Este estilo de vida propone básicamente que hay que sentirse
bien todo el tiempo, que siempre hay que estar alegres, evitar todo tipo de sufrimiento, divirtiéndonos sin
parar. Como te imaginarás, esta “filosofía” tiene severos problemas para la vida cotidiana. Primero y
principal, su propuesta es imposible: la alegría, como ya vimos, es una emoción más y, por definición,
dura algunos minutos. Por otro lado, el sufrimiento es parte de la vida y no podemos simplemente
borrarlo; incluso es parte de una vida valiosa como mencionamos anteriormente. Es común que la
pasemos mal antes de un examen importante, madres y padres sufren cada vez que sus hijos se
enferman y, sin ir más lejos, estoy escribiendo este libro en días feriados, en momentos que son
supuestamente de descanso, pero elijo hacer ese esfuerzo (y exponerme a ese sufrimiento) porque está
muy alineado con mis metas y valores. Esta aceptación del sufrimiento como parte de la vida es muy
contraintuitiva y contracultural.

El avance de la ciencia y la tecnología nos ha dado mucho confort. Entre las personas con recursos
económicos, el acceso a las comodidades modernas nos volvió poco resilientes ante las adversidades
de la vida, y quizás nos llevó a ser personas más caprichosas e insatisfechas. Si hace frío, nos
abrigamos y prendemos el calefactor. Si tenemos calor, tenemos el aire acondicionado. Si nos
aburrimos, prendemos la tele o miramos el celular. Cuando me preguntan sobre si ahora hay más
problemas de salud mental que antes, suelo responder que no sé (no hay datos para comparar con el
presente), pero me arriesgo a aventurar que antes la gente estaba más “curtida” porque tenía
experiencias muy fuertes con mayor frecuencia, por lo que su umbral era distinto. La vida era más dura
para toda la población. Una hipótesis que valdría la pena explorar es que quizás esas condiciones de
vida hostiles, propias de vivir en mayor contacto con la naturaleza y que fueron las prevalentes en casi
toda la historia de la humanidad, representaban una especie de entrenamiento protector ante los
trastornos de salud mental que observamos hoy.

Por supuesto, nuestros antepasados carecían de muchos recursos con los que, afortunadamente, hoy sí
contamos (como antibióticos, mayor disponibilidad de comida y vacunas), que aumentan mucho nuestra
calidad de vida actual, por eso no creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. Pero quizás los estilos
de vida del pasado puedan enseñarnos algunas cosas.

“Lo que no te mata te hace más fuerte”, dice el dicho, y con razón. Este proceso, en el cual la exposición
a un factor estresante puede generar una adaptación beneficiosa, se denomina hormesis y ha sido
ampliamente estudiado en muchas disciplinas relacionadas a la biología y a la salud. Por ejemplo, si
bien la actividad física es interpretada por el organismo como un agente lesivo, su dosificación
adecuada genera las adaptaciones fisiológicas que son responsables de los reconocidos beneficios del
ejercicio. Lo mismo aplica para la salud mental: exponerse a estímulos estresantes que generan
“incomodidad psicológica” en dosis y contextos controlados ayuda a prevenir y combatir la depresión,
como el ejercicio vigoroso (el que te agita), duchas de agua fría y pasar tiempo en la naturaleza (que
para mucha gente urbana suele ser algo incómodo). El concepto puede aplicarse también a la crianza
de niños y niñas, importante en estas épocas de padres y madres sobreprotectores: permitir que los
niños y las niñas experimenten un poco de estrés, como lastimarse una rodilla jugando, los entrena para
soportar tensiones mucho mayores en la vida.

Todas las personas son pesimistas | Tristeza vs. depresión

Cuando nos sentimos tristes, en nuestro organismo se genera una disminución de la energía y del
entusiasmo por actividades vitales (como comer o tener sexo), así como por otras actividades divertidas
y placenteras (como socializar, jugar y hacer deporte). A medida que la tristeza se profundiza y se
acerca a la depresión, el metabolismo corporal se enlentece más. Si bien la tristeza genera sensaciones
displacenteras, no debemos evitarla porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo,
tiene sus facetas positivas. Daniel Goleman, psicólogo y autor del libro Inteligencia emocional, explica
que la principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la
muerte de un ser querido o un gran desengaño).

Este “encierro introspectivo” proporciona una especie de refugio reflexivo frente a los afanes y
ocupaciones de la vida cotidiana, brindándonos así la oportunidad de llorar una pérdida o una
esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo
comienzo. Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los
primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde compartían espacio con sus seres
queridos y donde más seguros se encontraban.

Si en un momento de pérdida o fracaso nos permitimos expresar nuestra tristeza , nuestro entorno, si es
medianamente empático, nos brindará su apoyo y compañía. Cuando vemos a un ser querido llorar,
sentimos que se nos parte el corazón, tenemos el impulso de abrazar, ayudar y acompañar. Pero si en
esas situaciones difíciles bloqueamos, enmascaramos la emoción, decimos que está todo bien, acá no
pasa nada o reímos para no llorar, entonces las demás personas nunca se enterarán de lo mal que la
estamos pasando. Todo eso se pierde en un contexto donde “todo está bien”, ya sea de un lado como
del otro. De ahí la función social de la tristeza.

Las sensaciones de tristeza, cansancio y desesperanza son naturales, y a menudo se experimentan


cuando la vida es poco gratificante. Como toda emoción, nos transmite una información muy valiosa de
nosotros mismos, de nuestro entorno, y a los demás sobre nosotros. De hecho, tiene manifestaciones
somáticas características, también desagradables. Es útil sentirlas, reconocerlas e identificarlas, así
como identificar aquellos disparadores que nos activan esta emoción.
Si bien la tristeza es una emoción desagradable, no por ello hay que huir de ella o evitarla. Si huimos de
las emociones negativas, tarde o temprano, esas emociones se manifestarán de alguna forma. Es como
una olla a presión que explotará si la presión no se libera por algún lado. De hecho, para transitar
eficazmente un duelo, es necesario experimentar la tristeza, aceptarla como parte de la adaptación que
estamos sufriendo ante una pérdida. El duelo es un proceso que puede durar meses, pero el estado de
ánimo no es permanente, sino que la emoción se activa cada vez que se recuerda conscientemente la
pérdida. Hay un fenómeno llamado duelo inhibido: aquella forma de querer superar una pérdida
negándola, no reconociendo lo que verdaderamente ocurrió, disociándose, evitando el contacto con la
emoción. Por supuesto, este tipo de duelo es inefectivo, y trae asociado diferentes consecuencias
negativas.

Hasta su cuarta edición, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (más conocido
como DSM por sus siglas en inglés) tomaba como criterio de exclusión para el diagnóstico de la
depresión el duelo, lo que significa que, si estabas atravesando un duelo, no se consideraba que podías
estar sufriendo depresión. A partir de la quinta edición (DSM-5), se considera que si cumplís con los
criterios de depresión, ese es tu diagnóstico, independientemente de la causa.

A esta altura del partido, ya tenemos más que sabido que no controlamos ni el momento ni el tipo de
emoción que nos surge. Sin embargo, lo que tal vez sí se halla en nuestras manos es lo que hacemos
cuando esa emoción aparece. Entonces, el problema no debería radicar tanto en si nos ponemos tristes
o no, sino en si la tristeza se ajusta a los hechos y si su intensidad es adecuada a un determinado
contexto. El tema está en manejar, influenciar, esta emoción eficazmente. La tristeza, al igual que las
otras emociones, normalmente desaparece con paciencia y tiempo, pero su desregulación y sus
manifestaciones más graves y persistentes como la depresión pueden llegar a requerir medicación,
psicoterapia o ambas cosas a la vez.

Ahora bien, ¿qué distingue la depresión de la tristeza? Podríamos decir que la depresión es un cuadro
que se da en personas que no saben o no pueden manejar de manera efectiva su tristeza. Todas las
personas tenemos pérdidas y fracasos, y todas tenemos una mente bastante pesimista (sí, todas), solo
que algunas son más habilidosas para manejar el pesimismo, y otras, no. Siendo realistas, este es un
proceso dimensional: la tristeza y su manejo implican pasar por una escala de grises, de menor a mayor
intensidad, de mayor a menor capacidad de manejo.

Según la terapia de aceptación y compromiso, la mente es, en síntesis, una herramienta de solución de
problemas. Una calculadora de riesgos que ha evolucionado como tal con el paso del tiempo. Por lo
tanto, es normal que sus contenidos sean negativos. Solemos tener en la mente problemas a resolver,
pendientes a realizar.

En pocas palabras, la depresión se define como una condición caracterizada por la presencia de tristeza
o anhedonia (es decir, la incapacidad para disfrutar de las cosas que solemos disfrutar) durante al
menos dos semanas, y que se acompaña de algunas de las siguientes alteraciones: cambios en el
apetito (puede aumentar o disminuir), insomnio o cansancio continuo durante el día, disminución en la
capacidad de concentración o memoria, ideas pesimistas de culpa o ruina, intensa ansiedad o agitación.
Esta situación afecta la vida de la persona que padece depresión, así como sus relaciones y su
capacidad de estudiar, aprender y trabajar.

La gente suele pensar en la depresión como una condición única y uniforme, como sentir tristeza
profunda y pérdida de interés por las actividades que habitualmente se disfrutaban, pero en realidad es
más complicada y difícil de definir de forma objetiva. Esto se debe a que la depresión es una condición a
la que se llega en un proceso en el que intervienen tanto las emociones como la mente: se diagnostica
en base a síntomas psicológicos y al comportamiento de las personas, no a partir de un escáner
cerebral o de marcadores en la sangre o ADN. Es un problema que sobreviene cuando se alinean
muchas variables: algunas de orden psicológico, social o familiar y otras de origen biológico. Si bien la
falta de energía y los problemas de sueño son algunos de sus síntomas más comunes, las personas
con depresión experimentan distintos síntomas, con distintos niveles de gravedad, en distintos
momentos de su vida, con episodios que duran distintos periodos de tiempo.
En resumen, podemos decir que la depresión tiene un origen mixto. El componente genético es
importante, ya que predispone a que algunas personas tengan un cerebro “cableado” para experimentar
emociones más intensas, y sin un adecuado bagaje de herramientas, tienen más posibilidades de
deprimirse. Por otro lado, a nivel psicológico su causa principal parece radicar en un disbalance entre
los refuerzos positivos, los negativos y los castigos a los que los seres humanos estamos sometidos en
cierto momento de la vida, sumado a que en general pocas personas han recibido en su educación
general las habilidades específicas para entender y modificar esto. Esta es una de las razones por las
que estoy escribiendo este libro.

Pájaros carpinteros | Castigo vs. optimismo realista

A veces tenemos hábitos mentales pesimistas que nos predisponen (probablemente desde la niñez) a
reaccionar de determinada manera y no de otra ante los pequeños contratiempos de la vida (las malas
notas, las discusiones con familiares o el rechazo social). Estos pensamientos negativos continuos
actúan muchas veces como un castigo constante a cualquier conducta que realizamos, lo que nos sume
en la depresión. Es como tener un pájaro carpintero picando nuestra cabeza todo el tiempo.

Un estudio muy importante realizado por el psicólogo canadiense Albert Bandura demostró que las
personas que piensan que son buenas en alguna tarea tienen más probabilidades de realizarlas bien
que aquellas que no tienen esos pensamientos sobre su desempeño. Estos pensamientos optimistas se
desarrollan durante la crianza y se establecen como hábitos de nuestra mente. Este estudio resalta la
enorme influencia que los padres, las madres y las personas que nos educan tienen sobre nuestra
psiquis. Si mi padre me dice desde chico que soy bueno en algo, si mi madre me enseña un optimismo
realista (que se ajuste a los hechos), voy a desarrollar una mentalidad que me acompañará y apoyará.
Pero si me dicen cosas como que soy un fracasado o un inútil, eso también me seguirá, como
fantasmas del pasado.

Las pérdidas importantes, como fallecimientos, separaciones o desempleo, las constantes


amonestaciones de parte de un jefe, la falta de reconocimiento de los logros (castigos positivos y
negativos) y las tareas que no brindan sensación de dominio ni placer también suelen ser causas
frecuentes de depresión.

Rumiantes | Refuerzo negativo

Cuando estamos tristes, naturalmente tenemos el impulso de meternos en la cueva, aislarnos en


nuestro cuarto, tirarnos en la cama a ver series o simplemente a intentar dormir. Si logramos dormirnos
o distraernos, al menos por un rato “no sentiremos”, nos calmaremos. Ahora bien, si esto se repite en el
tiempo, el aislamiento se transformará en un hábito, porque está reforzado negativamente (recordá que
el refuerzo negativo funciona como refuerzo porque brinda alivio al quitar una sensación o emoción
desagradable). En otras palabras, es útil tirarse en la cama por un rato, pero si lo hacemos sin cuidado,
esta conducta puede facilitar la aparición de la depresión. ¿Por qué? Porque si bien funciona a corto
plazo, a largo plazo el aislamiento nos priva de estar en contacto con refuerzos positivos, generalmente
asociados al aire libre, al sol, la naturaleza y el contacto social. Y como si esto fuera poco, muchas
veces, si nos tiramos en la cama, pero no logramos dormir, terminamos rumiando, es decir, pensando y
repensando una y otra vez sobre nuestras pérdidas o fracasos, lo que reactiva la emoción de tristeza, ya
que el pensamiento funciona como disparador.

Por eso suelo decirle a mis pacientes con depresión que la cama es su enemiga. Si querés llorar, tratá
de hacerlo en una silla o sillón, junto a alguien, unos minutos, no toda la tarde. Además, luego de llorar,
intentá salir aunque estés triste: practicá la acción opuesta a la tristeza.

El término “rumiación” proviene justamente de los rumiantes, como las vacas, seres vivos con un
sistema digestivo bastante complejo que implica que la comida que ingieren debe dar más vueltas por el
sistema para poder ser digerida. De allí se tomó el término para nombrar el fenómeno por el que los
seres humanos le damos vueltas a un tema en nuestra mente. Es el famoso darse manija. Este es un
proceso psicológico normal, pero, dado que en general los contenidos de la mente son pesimistas, y es
esperable que así sea, sin un adecuado manejo la rumiación puede causar tristeza e incluso depresión.

Rumiantes II | Cambiar la forma en que pensamos para cambiar cómo nos sentimos

Según Aaron Beck, padre de la terapia cognitivo-conductual, la mente de las personas depresivas se
caracteriza por un patrón de pensamiento negativo en tres dimensiones distintas: con uno mismo (“no
voy a poder porque soy inútil”), con los demás (“todos piensan que soy incapaz”), y con el mundo
(“siempre las cosas fueron contra mí”). Estos pensamientos giran sobre sí mismos sin ninguna función
útil y alimentan el sentimiento de tristeza.

Hoy sabemos que todas las mentes son pesimistas, pero en la depresión, por diversos motivos, este
fenómeno está exacerbado. Las personas deprimidas suelen, entre otras cosas, ser poco habilidosas
para manejar el hábito de rumiar sobre lo mal que se sienten. Piensan que sus seres queridos se van a
cansar y alejar, o se preguntan una y otra vez si van a padecer otra noche de insomnio. El resultado de
esta “masticación” de ideas es el agotamiento constante, la escasa motivación, la falta de energía o el
bajo rendimiento, así como las interpretaciones de tinte catastrófico, negativas, displacenteras,
desesperanzadoras y pesimistas que caracterizan el pensamiento de una persona deprimida. De aquí la
importancia de que las terapias no sean una continuación de la rumiación o de un pensamiento
improductivo al ahondar en posibles historias de la infancia. Las investigaciones demuestran una y otra
vez que la reflexión acerca del pasado no es un protocolo efectivo para el tratamiento de la depresión,
sino todo lo contrario: entregarse sin más a la preocupación y los pensamientos circulares puede
contribuir a que la depresión se agudice y se prolongue más todavía.

El psicoanálisis es uno de estos abordajes. En una revisión sistemática y meta-análisis realizada por
Yolba Smit en 2012, se evaluó la efectividad a largo plazo del psicoanálisis en ensayos clínicos
randomizados. Smit y sus colegas encontraron que los efectos de este abordaje son indistinguibles de
no hacer nada (grupo control). Esto puede sonar conflictivo para muchas personas, pero el mismo
Sigmud Freud reconocía estas limitaciones, que describió de la siguiente manera en uno de sus libros:
“Uno tiene la impresión de que no debería sorprenderse si al final resulta que la diferencia entre una
persona que ha no ha sido analizada y el comportamiento de una persona después de haber sido
analizada no es tan profunda como pretendemos hacerla y como esperamos”. ¿Esto quiere decir que el
psicoanálisis no sirve? No necesariamente, puede tener muchísimo valor para ciertas personas, puede
ser interesante considerarlo como una práctica exploratoria de la propia conciencia y es posible que aún
no haya dado todo de sí. Pero, como herramienta terapéutica, de momento no ha sido posible brindarle
un respaldo empírico (o este es conflictivo).

La rumiación es en el fondo una estrategia evitativa que las personas aprenden automáticamente para
evitar el contacto con pensamientos, emociones o recuerdos desagradables. Esto favorece su
reaparición a través del efecto rebote u oso blanco, que básicamente consiste en que mientras más
intentemos evitar algo, más reaparece (si te digo “no pienses en un oso blanco”, automáticamente vas a
pensar en un oso blanco). ¿Cómo puede ser que justamente la rumiación, pensar mucho en algo, nos
lleve a evitarlo? Porque solemos rumiar sobre los aspectos más superficiales del problema, cuando lo
cierto es que todos tenemos miedos más profundos, que frecuentemente son pensamientos, imágenes
o incluso recuerdos que activan nuestro sistema de alerta. Si nuestra mente está ocupada en la
actividad de rumiar, se distrae de esos otros pensamientos desagradables, evitando justamente la
activación de dicho sistema. Este círculo vicioso se corta cuando nos permitimos estar en contacto con
esas emociones, realizando exposición, que en este caso se denomina imaginaria. Esta técnica puede
ser a veces difícil y requerir la ayuda de un profesional. El ejemplo más complejo es el del trastorno por
estrés postraumático, en el que quienes lo sufren desarrollan múltiples formas de evitar recuerdos,
justamente porque pueden ser particularmente angustiantes. Como te imaginarás, el terapeuta debe
estar preparado y dispuesto a sumergirse con vos en estas aguas oscuras, evitando evitar a través de
diálogos interminables que sin quererlo pueden estar reforzando el hábito de rumiar.

En efecto, rumiar es un comportamiento problemático que puede hacer que la tristeza y la angustia
empeoren y, si se sostiene en el tiempo, puede conducirnos lentamente a la depresión o volverla
crónica. Por eso, uno de los antídotos más eficaces contra la rumiación y la depresión es la llamada
reestructuración cognitiva o, dicho de otro modo, tratar de ver las cosas desde una óptica diferente. La
idea es que las personas identifiquen dichos patrones de pensamientos y opiniones depresivos,
reflexionen sobre las causas profundas de la depresión para que valoren cómo esos pensamientos
influyen en ellas, y que realicen cambios en dichos patrones de pensamiento. Cuando las personas
piensan de forma más realista, más ajustada a los hechos, se sienten mejor. Cuando estés dedicando
mucho tiempo a la rumiación o cuando no estés totalmente implicado o implicada en una actividad, sino
que te estás dejando llevar por el pensamiento repetitivo, podés hacer lo siguiente:

Rumiantes III | Cambiar lo que hacemos para cambiar cómo nos sentimos

Dado que es difícil cambiar directamente emociones o pensamientos, una opción más fácil implica
cambiar el comportamiento y tener nuevas experiencias. Según las nuevas corrientes terapéuticas (las
terapias contextuales), el protocolo más efectivo para aliviar la depresión se encuentra en el cambio de
las circunstancias en la vida de las personas. Más que modificar los pensamientos, es necesario realizar
un cambio de afuera hacia adentro; es decir, cambiar las cosas que una persona hace para modificar las
creencias del tipo “yo no puedo”.

Generando nuevas experiencias podemos desarrollar una sensación de dominio sobre las cosas que
hacemos y así, aumentar de a poco el agrado y afición por estas. Podría presentarse aquí el problema
de que “si no tengo ganas, no lo hago” o de que “hay que hacer las cosas queriéndolas” (pensamientos
muy asociados al feelgoodismo). Sin embargo, si nos sentamos a esperar las ganas, podemos esperar
eternamente. Las ganas vendrán mientras hagamos lo que tengamos que hacer para vivir una vida
alineada a nuestros valores; de esta forma cambiarán nuestros pensamientos y emociones, tal como ya
hablamos en el capítulo sobre motivación.

Recordá que el impulso natural de la tristeza es el de aislarnos, recluirnos a llorar y pensar. Si nos
dejamos llevar indefinidamente por ese impulso, terminaremos deprimiéndonos. Es por esto que la
acción opuesta de la tristeza es, justamente, activarse, hacer cosas aunque no tengamos ganas. Al
principio puede parecer muy difícil, pero luego termina siendo un hábito.

Estas son algunas acciones opuestas de la tristeza:

Algunos ejemplos de comportamientos que pueden ayudarte frente a la tristeza:

Está bien, estás atravesando un momento difícil: pasaron un par de años de la mudanza pero todavía
no lográs adaptarte. El problema es que esa tristeza está deviniendo en un estado depresivo. Si seguís
así, probablemente este cuadro se agrave. Quieras o no, ya es hora de que si tus amigos te quedaron
lejos, hagas el esfuerzo de ir a verlos. O hasta de que consigas nuevos. Inscribirte en la academia de
danza puede ayudarte a conocer nuevas personas. Se trata de buscar salidas en el sentido más literal
de la palabra: si seguís adentro de casa, probablemente tu cabeza siga ocupada en lo mal que te sentís
y en cuánto extrañás tu otra vida. Estos pensamientos son útiles por un tiempo si te llevan a resolver el
problema de fondo. Pero si te llevan a estar todo el día rumiando, entonces tu tristeza no es efectiva. Y
lo sabés. Te levantás. Agarrás el teléfono. Llamás a la academia para preguntar horarios y aranceles. Es
un acto simple. A veces, alcanza con mover una sola pieza para que el juego se destrabe.

Una silla | Últimas recomendaciones para lidiar con la tristeza

No olvides practicar, cada tanto, la aceptación de la tristeza, siempre y cuando esta se ajuste a los
hechos, de manera efectiva. Sentate en una silla, dejá venir la emoción, sentí cómo cambia tu cuerpo,
cómo está más pesado, cómo vienen lágrimas a los ojos. Mantente así de 3 a 5 minutos, sin hacerte
bolita, con dignidad. De esta forma no te sobreinvolucrás con la emoción. Notá la ola emocional, cómo
sube y cómo baja. Recordá que siempre que llovió, paró. Aceptá la tristeza como parte de ser una
persona con emociones, con corazón.
Pasados los 5 minutos, levantate de la silla, lavate la cara si es necesario, e intentá volver a tus
actividades, evitando tirarte en la cama o pasar la tarde viendo series. Si repetís esto con cierta
frecuencia, vas a ir viendo cómo tu cuerpo se habitúa, se hace más fuerte, y cada vez te será más fácil.

A veces, este proceso puede ser particularmente complejo y quizá necesites la ayuda de un profesional,
mucho más si te identificás con los criterios descritos de depresión.

Capítulo 2.4 Enojo

¿Cómo se te va a cruzar así? ¿Está loco? Vos venís por la bicisenda con todo en regla, casco, luces,
semáforo en verde. Y el inconsciente va y te tira el auto encima para doblar. Ni luz de giro puso. Y vos
sabés que la calle no está para pelearse, que nunca sabes quién está del otro lado y que, al fin y al
cabo, vos tenés cosas mejores que hacer que ponerte a explicarle las reglas de tránsito a cada uno que
te cruzás. Por suerte no pasó nada grave. Una frenada, un volantazo. Igual te dan ganas de romperle
todo el auto. Cerrás los puños en el manubrio y se te hinchan las sienes. Te lo querés comer crudo. Sí,
es cierto, hay una pequeña voz adentro tuyo que, con cautela, sugiere la posibilidad de que haya sido
un error. No te vio. Sin ir más lejos, vos hace dos cuadras no viste a una señora que cruzaba y le
pasaste finito. Pero lo que cuesta escuchar esa voz por encima de la otra voz, esa que te grita que este
salame te lo hizo a propósito porque no le importa nada. Que no te conoce pero que, de algún modo, es
personal…

Al rojo vivo | ¿El enojo es malo o bueno?

El enojo es una emoción con la que reaccionamos ante una situación en la que percibimos un ataque o
una injusticia, o ante una situación en la que sentimos frustración. Nuestro organismo experimenta
repentinamente una sobrecarga de energía y el deseo imperioso de descargarla, de acercarnos, de
aclarar, de discutir e incluso de pelear. Hace que nos enfoquemos en la autodefensa, el dominio y el
control con el objetivo de ganar la pelea y sobrevivir.

Al tratar de identificar o imaginar esta emoción, no es difícil identificarla con el color rojo. La expresión
“me calenté” es una buena manifestación de lo que internamente nos está pasando: nuestras manos y
cara se sienten calientes y se ruborizan. ¿Por qué? Porque la sangre se acumula en las extremidades
para prepararnos para el ataque, y en la cara, para generar que la otra persona se aleje. Esto va en
línea con apretar las manos o los puños, fruncir el ceño, tener gestos agresivos o amenazantes, caminar
pisando fuerte y dando portazos o incluso atacar verbal y/o físicamente. Además suele llevarnos a
hablar más rápido, enumerando todo lo que nos acordamos que salió mal o nos hirió. Nuestra mente se
hace más rígida y nos ponemos más oposicionistas. Nuestra voz se torna más aguda. Son señales
claras de que estamos buscando marcar los límites y defendernos frente a injusticias o amenazas.

Esta emoción suele estar condenada socialmente por el hecho de que nos lleva a reaccionar de una
forma agresiva y despierta sensaciones no muy agradables. Tendemos a juzgar negativamente nuestras
emociones displacenteras y por eso evitamos las situaciones que nos las pueden provocar. Sin
embargo, por más que nos esforcemos en evitarlas o en tratar de no sentirlas (“no estés triste, no te
enojes, no tengas miedo”), las sentimos igual y, de hecho, son una valiosa fuente de información para
saber qué nos está pasando en determinado momento. El enojo no es malo. Sirve para marcar límites,
para detener las conductas de los demás. Levantar la voz a veces es muy útil. Cuando las personas son
atacadas físicamente, el enojo las puede activar rápidamente para defenderse y responder al ataque,
para protegerse. De forma similar, el enojo en un partido de fútbol (o de casi cualquier deporte) puede
llevar a que se juegue con más ímpetu. Es importante reconocer que esta emoción se mantiene
presente porque nos ha servido para nuestra supervivencia, y que intentar taparla o negarla es
contraproducente e inefectivo. Si bien es cierto que una desregulación del enojo puede llevarnos a
actuar de forma impulsiva y destructiva, esta emoción en su justa medida también nos pone en marcha
para buscar soluciones cuando tenemos un problema y para marcar límites.
Debido a que el enojo suele ser una emoción que escala rápidamente si no prestamos atención, es muy
importante chequear bien los hechos para asegurarnos de que nuestro evento disparador se ajusta lo
suficiente como para activar la emoción apropiada y en su justa intensidad. De este modo, nos
centramos en el objetivo de intentar obtener lo que queríamos en un principio, sin poner en riesgo,
cuando no sea necesario, nuestra relación con la otra persona.

Es decir, no es malo actuar según el enojo, pero sí es importante aprender a gestionarlo de forma
efectiva. Debemos entender esta emoción como una herramienta para intentar resolver nuestra
frustración, ya que nos provee una energía extra que nos permite comunicar emociones y alcanzar
objetivos que de otra forma quizás no lograríamos.

Autos de Fórmula 1 | Manifestaciones típicas del enojo

Más de una vez me ha pasado en el consultorio que, cuando le explico a mis pacientes qué es el enojo
y el fenómeno de la ola emocional, me dicen que desde su experiencia no es tanto una ola, sino un
cambio abrupto, un maremoto o una explosión. Se sienten como autos de Fórmula 1 que aceleran de 0
a 100 km/h en unos poquísimos segundos. Pero el enojo, como todas las otras emociones, y por más
que se sienta diferente, también tiene forma de ola. Ante un evento disparador interno (un pensamiento)
o externo (que nos agredan de alguna manera), el sistema de alerta se activa debido a la liberación de
adrenalina, pero a diferencia del miedo y la ansiedad, hay un impulso a la acción y la búsqueda de la
confrontación.

Es muy fácil que el enojo escale en intensidad porque nos cuesta mucho ser conscientes de esta
emoción, al punto de que a veces nos damos cuenta de que estamos enojados recién cuando sentimos
todas las manifestaciones de esta emoción en niveles muy altos. En el consultorio, a modo de ejercicio,
a mis pacientes les hago puntuar la intensidad de sus emociones (todas, no solo la ira) y a notarlas
antes del denominado punto de quiebre. Este es el nivel donde la emoción es tan fuerte que uno tiene
muy poco control sobre sí mismo. En el caso de la ira, solemos ser conscientes de su punto de quiebre,
pero no de toda la otra parte de su fenomenología. Por ejemplo, hace poco, hablando con un amigo,
noté que él estaba hablando más rápido, que gesticulaba mucho, fruncía el ceño, y elevaba la voz, que
cada vez era más y más aguda. Le dije entonces “creo que estás un poco enojado con esta persona”, a
lo cual me respondió a los gritos: “no, no estoy enojado, ¡estoy cansado! ¡¡¡Cansado!!!”. Claramente,
estaba enojado. Pero al parecer no era muy consciente de ello.

El primer paso para regular cualquier emoción es saber reconocerla. Es muy útil conocer las típicas
manifestaciones del enojo para que entren más rápido al campo de tu conciencia y puedas distinguirlas
más pronto que tarde. Esto te permitirá gestionar el enojo de una manera más efectiva.

¿En qué situaciones suele dispararse el enojo?

● Invasión de nuestros límites personales (tu jefa te pide trabajar de más, te llaman por teléfono
fuera de horario, tu pareja te espía el celular).

● Bloqueo de un objetivo importante (no podés viajar por restricciones en las fronteras, no podés
tener una videollamada importante por fallas en Internet, te cambian inesperadamente la fecha de un
compromiso).

● Un ataque o una amenaza a nosotros o nuestros seres queridos (un asalto en la calle, una pelea
de tránsito, que nos insulten).

● Perder poder, estatus o respeto (perdés el trabajo, alguien publica algo falso y ofensivo sobre
vos en las redes sociales),

● No obtener el resultado esperado (el colectivo se demora y no llegás puntual a pesar de lo


planeado, te califican mal en un examen).

● Dolor físico o emocional.


Es lógico que en estas y varias situaciones más, el enojo no sea la única emoción que se dispare; la
tristeza y el miedo suelen mezclarse también. Es por ello que a veces utilizamos distintas palabras que
nos permiten matizar lo que sentimos según la intensidad o el grado de la situación que atravesamos:
agresividad, agitación, amargura, bronca, cólera, enfado, exasperación, ferocidad, frustración, furia,
hostilidad, ira, indignación, mal humor, rabia, resentimiento y venganza. Con bastante frecuencia, vemos
que el enojo es una emoción secundaria, una emoción que tapa otra emoción. Si estamos tristes ante
una pérdida o un fracaso que aún no hemos terminado de aceptar, no sería raro que sintamos enojo o
estemos irritables. Ante estas situaciones será también muy útil seguir algunas indicaciones sobre el
manejo de la ira que, al bajar, nos permitirá estar en contacto con la emoción primaria que podemos
estar evitando. Me gusta pensar que a veces el enojo es como una cáscara, que si la quitamos deja ver
algo más que está ocurriendo en el interior.

Así como lo que sentimos no es exclusivamente una sola emoción en estado puro, sino que se ve
“contaminada” por otras emociones, no siempre lo que pensamos de lo que pasó se corresponde
exactamente a lo que sucedió. Si bien nuestra reacción es automática, nuestra mente ejerce un rol
fundamental para interpretar el evento disparador del enojo. Nuestra mente puede exacerbar, disminuir
o incluso distorsionar los hechos. A veces podemos estar sesgados por tener información incompleta
(dos amigos discuten y uno de ellos me llena la cabeza de argumentos contra el otro), por estar
cansados (tener un día largo en el trabajo) o por estar hartos de que una misma situación se repita
continuamente (que nuestra pareja llegue siempre tarde a compromisos).

Los típicos pensamientos o interpretaciones que disparan el enojo suelen ser:

● Creer que nos han tratado o culpado injustamente.

● Creer que nuestras metas importantes están siendo bloqueadas o interrumpidas.

● Creer que las cosas “deberían” ser distintas.

● Pensar rígidamente, pensar “tengo razón”.

● Juzgar que una situación es ilegítima o incorrecta.

● Rumiar sobre el evento que desencadenó el enojo en primer lugar.

Es importante también recordar que el enojo, como cualquier emoción, funciona como un par de
anteojos que altera nuestra forma de ver la realidad. No solo hay pensamientos que disparan el enojo,
sino que esta misma emoción también genera pensamientos. Típicamente, la mente de una persona
enojada se pone más rígida, lo que produce más pensamientos tipo todo o nada. Algunos ejemplos
podrían ser:

● “Esto está todo mal.”

● “Todos son unos idiotas menos yo.”

● “Sé que tengo razón, las cosas deberían ser de otra manera.”

● “Esto es injusto.”

Como verás, se forma una especie de círculo vicioso en el que un pensamiento puede llevar al enojo, el
cual a su vez genera pensamientos y comportamientos que redisparan esta emoción. Ya dije varias
veces que las emociones se aman a sí mismas, el enojo no es la excepción.

Eso es un poco lo que te pasa cuando te volvés a subir a la bici. El auto siguió su camino y ahora sos
vos de nuevo a solas con el pedaleo y la lengua de asfalto adelante. Durante las primeras cuadras,
rumiás todas las circunstancias en las que casi se dio el accidente. Corroborás mentalmente que vos
tenías razón. Vas armando el relato que les vas a contar a tus amistades cuando las veas. Después,
con suerte y con ganas, si hay suficientes cuadras por delante para seguir pedaleando, empezás a
identificar otras cosas. El auto que dobló muy cerrado y sin luz de giro fue un disparador externo y
completamente válido como tal, pero no fue el único. Hay otros disparadores, internos, que no te habías
detenido a pensar: el hecho de que estabas camino a un trabajo que no te gusta ni medio, que anoche
dormiste mal porque el bebé lloraba mucho, que por eso no escuchaste el despertador y tuviste que
levantarte rápido y te salteaste el desayuno. Ahora que lo pensás, hace meses que no tenés un rato de
esparcimiento. Todos estos son factores de vulnerabilidad. Todo esto puede facilitarte el acceso de ira.

El inútil de tu jefe | Cómo regular el enojo

A veces se dice que ante el enojo es bueno desquitarse con algo o alguien de alguna manera. Si bien
algunas teorías dicen que eso es posible, la evidencia empírica apunta a la dirección contraria. En un
estudio interesante realizado por Brad Bushman, se evaluó el efecto de la rumiación y de la distracción
ante una situación que provocaba enojo. El investigador le hizo escribir un ensayo sobre el aborto a
unas 600 personas (300 mujeres y 300 varones), el cual supuestamente iba a ser leído por otro
participante con la opinión opuesta, pero en cambio recibieron una devolución muy negativa hecha por
los investigadores. Las evaluaciones consistían en malas calificaciones sobre la organización, la
originalidad, el estilo de escritura, la claridad de expresión, la persuasión de los argumentos y la calidad
general del manuscrito. También incluían frases como “¡Este es uno de los peores ensayos que leí en mi
vida!”. A continuación, los participantes fueron asignados a tres grupos (con paridad de género). A los
participantes del primer grupo, el de la rumiación, se les dio acceso a una bolsa y guantes de boxeo,
una foto con la cara del supuesto participante que les dio la devolución negativa (del mismo sexo) y se
les dijo que golpearan la bolsa pensando en esa persona. A los participantes del segundo grupo, el de la
distracción, también se les dio acceso a la bolsa y guantes de boxeo, pero en cambio no se les mostró
ninguna imagen y se les dijo que pensaran que estaban haciendo actividad física. A los participantes del
tercer grupo, el de control, no se les dio acceso a la bolsa de boxeo y a cambio se los dejó sentados y
quietos en una habitación por 2 minutos. Luego se les pidió a todos los participantes que completaran
una encuesta sobre estado de ánimo. El resultado fue que la distracción y no hacer nada (grupo control)
desactivaba el enojo de manera efectiva, mientras que la catarsis lo redisparaba.

Sí, ya sé, acabo de arruinar la única parte divertida de enojarse. En compensación, me tomé el trabajo
de detallar formas menos divertidas (pero mucho, mucho más efectivas) de lidiar con la propia ira:

1. Chequear los hechos

Sabiendo que la mente muchas veces se puede equivocar al distorsionar la realidad y que existen
factores que nos hacen perder la objetividad de la situación, chequear los hechos e incluso pedir la
perspectiva de otra persona es una buena opción para gestionar el enojo de manera efectiva y lograr
nuestros objetivos.

En el ejemplo de la bici, los hechos y las interpretaciones estaban mezclados. El auto dobló
efectivamente mal. Pero que te lo haya hecho a propósito es poco probable. La negligencia o el simple
error son explicaciones mucho más plausibles, cada cual con distinta carga de responsabilidad.

A esto habría que sumar interpretaciones alternativas que busquen mirar la situación desde otra
perspectiva (el automovilista era principiante, él tampoco había dormido por culpa de un bebé lloroso o
acababa de recibir una noticia tremenda y estaba apurado camino al hospital). Estas interpretaciones
alternativas no necesariamente implican que el otro pasa a tener razón. En este ejemplo, seguro que no,
la responsabilidad de los automovilistas es clara y siempre es mayor que la de otros actores de la vía
pública como ciclistas o peatones. Pero el ejercicio de pensar otras explicaciones puede ser muy útil
ante la rigidez cognitiva que provoca el enojo, que nos lleva a pensar que tenemos razón y que no hay
otros argumentos posibles.

El enojo no solo ocurre con personas desconocidas. Podemos enojarnos (y lo hacemos) con nuestra
propia familia o las personas con las que vivimos. Por ejemplo, nos enojamos cuando no logramos que
nuestro hijo se lave los dientes o cuando nuestra pareja nos da a entender que no estamos repartiendo
de forma justa los roles en el hogar. Frecuentemente, el enojo es la forma que tenemos de lograr
nuestros objetivos cuando no tenemos otras herramientas, por lo que enojarse con cierta frecuencia,
ante situaciones que no están justificadas, muchas veces denota la falta de habilidades para obtener lo
que necesito de otra forma. En estos casos, vale preguntarse: ¿no será que no tengo las herramientas
para motivar a mi hijo a que se lave los dientes? ¿No será que el cansancio me impide interpretar
correctamente lo que me quiso decir mi compañero o compañera?

2. Pensar en términos de efectividad

Es muy importante señalar aquí que uno debe defenderse (actuar el enojo) cuando es probable que
esta sea una respuesta efectiva. Por efectivo entendemos aquello que nos permite conseguir lo que
necesitamos, pero actuando según nuestros valores y sin perder de vista el contexto, las relaciones con
las demás personas, y el mediano y largo plazo. Un ejemplo de manejo efectivo sería el caso de hablar
con alguien que nos chocó con el auto, no para insultarlo, sino para pedirle los datos del seguro y llegar
a un acuerdo. El enojo nos dará esa energía extra para hacer cosas que de otra forma no haríamos. Si
no sos víctima de una injusticia, el enojo no está justificado. Pero si lo sos, seguí los impulsos de tu
emoción, levantá la voz y defendete habilidosamente, siempre y cuando lo estimes efectivo y, ante todo,
seguro para tu integridad física.

Supongamos que tu hijo no solo no se lava los dientes, sino que además le saca los juguetes a los
hermanos más chicos y cada tanto llega a golpearlos de alguna forma. Sería efectivo que le digas en un
tono de voz firme, fuerte, que se detenga, quitándole los autos por un rato, pidiéndole además que se
disculpe con su hermanito más chico. Lo que seguro no será efectivo es que le pegues. Esto es muy
importante. En primer lugar, porque como padre o madre le estás modelando comportamientos a tu hijo.
Por un lado, sabés y le decís que golpear está mal, pero si lo hacés igual, él aprenderá a hacerlo. Este
fenómeno es el famoso aprendizaje social. En segundo lugar, a primera vista puede parecer efectivo
golpear o agredir, porque frecuentemente de ese modo conseguimos lo que pedimos, pero por otro lado
tiene una consecuencia social muy fuerte (entre otras cosas): genera que la gente nos tenga miedo, se
nos aleje, y degrada nuestras relaciones interpersonales.

3. Resolución de problemas

Tal como vimos antes, el enojo puede ser una manifestación de que nos faltan habilidades o
herramientas para conseguir algo, por lo que terminamos a los gritos cuando no lo conseguimos. Como
dice Isaac Asimov en su saga Fundación: "la violencia es el último recurso del incompetente”. Suele ser
muy útil, si nos enojamos con frecuencia, practicar entonces la habilidad de resolución de problemas.
Básicamente, esto es:
4. Generar conciencia y exposición al enojo

Recordá lo que ya hablamos en el capítulo de miedo y ansiedad. La exposición repetida a un estímulo,


siempre y cuando uno no escape de este, lleva a un fenómeno biológico llamado habituación. Desde
una perspectiva psicológica, lo más preciso sería decir que en cada exposición se realizan nuevos
aprendizajes que se reescriben sobre los anteriores. Esto es aplicable al miedo o la ansiedad,
clásicamente, pero las investigaciones de Marsha Linehan y otros autores muestran que este
procedimiento también es efectivo con otras emociones. Por ejemplo, el enojo.

¿Cómo hacer esto? Básicamente, te tomás unos minutos por día, entre 5 y 10 aproximadamente, para
volver a ver lo que pasó el día anterior, reviviendo paso a paso cada cuadro de la escena en la que
terminás gritándole a tu hijo. Con los ojos cerrados, vas relatando el suceso en voz alta, diciendo qué
estabas haciendo, cuándo y dónde, y qué pensamientos habías tenido en cada escena. Con el solo
hecho de rememorar lo sucedido, tu enojo se irá activando, de hecho, vas a sentir un nivel de enojo muy
similar al del hecho concreto. Comenzás a notar cómo se te frunce el ceño, se te cierran las manos,
sentís presión en la garganta, tenés incluso el impulso de gritarle a tu hijo. Además, notás que vuelven a
aparecer los mismos pensamientos de siempre, y que además, redisparan el enojo.

Ahora bien, ¿con esto qué? Bueno, si lo hacés sistemáticamente, te vas a aburrir. Y eso es exactamente
lo que buscamos. Te vas a habituar a la escena y tu enojo bajará sustancialmente. Además comenzarás
a notar que tu enojo aparece en muchas otras circunstancias más allá de las familiares, y podrás aplicar
todas estas herramientas en otros contextos, generalizando las habilidades. Esto es importante. No sea
cosa que se te ocurra que estas herramientas no aplican a vos que no tenés hijos. O bicicleta.

5. Acción opuesta

Vimos hasta ahora que el enojo es una emoción que nos impulsa a acercarnos, a discutir, a querer
aclarar las cosas, enumerar todo lo que sentimos que es un problema, elevar el tono de voz, gritar,
insultar y, finalmente, golpear.

Ahora bien, cuando el enojo no está justificado o no es efectivo seguir los impulsos de esta emoción,
puede ser una buena ocasión para practicar la habilidad de acción opuesta descrita por Marsha
Linehan. Por ejemplo, es conveniente evitar a la persona con la que te enojaste en lugar de atacarla;
evitar pensar en él o ella en lugar de rumiar sobre todas las cosas “terribles” que hizo; distraerte
haciendo otra actividad e incluso tratar de tomar el punto de vista de la otra persona en lugar de
culparla.

Guía para practicar acción opuesta del enojo:

● Cambiá tu postura: aflojá las manos, con las palmas hacia arriba y los dedos relajados; hablá de
forma lenta, pausada y grave; soltá los músculos del pecho y del estómago, aflojá la mandíbula y relajá
los músculos faciales; esbozá una media sonrisa (es increíble el impacto que tiene sobre nuestro
cerebro simular una sonrisa).

● Cambiá la química de tu cuerpo: respirá de forma pausada, inhalando profundamente y


exhalando lentamente. En casos extremos puede serte útil meter la cabeza en agua fría, tomar hielos
con las manos y luego ponértelos en la cara durante varios segundos (por lo menos 20 o 30).

● Intentá empatizar con la otra persona: metete en sus zapatos y tratá de ver la situación desde su
punto de vista. Esto puede ser particularmente difícil, pero muy efectivo. Saber que todo
comportamiento tiene sus causas y que muchas veces las demás personas no tienen las herramientas o
los aprendizajes necesarios para lidiar con diversas situaciones puede ayudarnos a calmar nuestro
enojo.

6. Aceptación radical
Vamos a admitir que no solo te enojás con tu hijo, también lo hacés con otras personas. Esta emoción
aparece frecuentemente en tu trabajo. Tenés un jefe con el que no compartís valores y, como si esto
fuera poco, sentís que no está capacitado para ocupar el puesto que tiene. Esto te lleva a discutir
frecuentemente con él en las reuniones. En este caso concreto (porque no siempre es necesariamente
así), no podés hacer nada por cambiar de jefe, y dependés de él profesionalmente. También resulta que
justo en este momento de la vida, intentar cambiar de trabajo podría tener más consecuencias negativas
que positivas. ¿Qué hacemos? Esta es una buena oportunidad para practicar la habilidad de aceptación
radical: aceptar aquello que no puedo cambiar y el dolor que me provoca, y dejar a un lado el
sufrimiento que me genera pelearme, enojarme o rechazar esa realidad. Aceptar no quiere decir que te
guste o apruebes la realidad, quiere decir que dejás que la realidad sea la realidad que a pesar de tus
mejores esfuerzos, no pudiste cambiar. Es más, frecuentemente, la aceptación de la realidad es el
primer paso para cambiarla. Si te diagnostican diabetes tipo I, algo que por el momento no se puede
cambiar, debes aceptarlo rápidamente. Eso te permitirá poner los medios necesarios para llevar
adecuadamente la enfermedad. No aceptar el diagnóstico puede tener severas consecuencias para tu
salud.

Esta habilidad consiste básicamente en repetir aquello que necesitás aceptar, en voz alta, en voz baja o
escribiendo en un papel, hasta que lo creas y lo sientas. Por ejemplo:

Lógicamente, la aceptación también requiere de ciertos comportamientos. Aceptar a tu jefe implica


seguir yendo a trabajar siguiendo las reglas que, por más que intentaste, no pudiste cambiar. Del mismo
modo, aceptar el diagnóstico de diabetes conlleva aplicarse la insulina y adoptar una dieta saludable.

La aceptación de la realidad puede ser una herramienta particularmente efectiva para regular el enojo.
Al mismo tiempo, es todo lo contrario de esta emoción, por lo que practicarla implica una forma
sofisticada de acción opuesta. Mientras que el enojo es una emoción que nos lleva al cambio, a poner
medios y a remediar injusticias, la aceptación nos lleva a dejar las cosas como son. Por supuesto que
no se aplica en cualquier situación o momento, sino solo cuando, luego de meditarlo, veo que no puedo
cambiar la realidad que tengo enfrente.

7. Cuidá tu cuerpo: factores de vulnerabilidad emocional

Tal vez suelas estar más irritable a la noche, cuando volvés a casa después de una larga jornada de
trabajo. Además, sos una persona algo autoexigente y te cuesta dedicar tiempo al descanso o la
dispersión.

Pero cuando empezaste a hacer varias comidas por día (antes hacías solo dos y alguna colación) y a
salir a correr un par de veces por semana, notaste que tu ánimo en general se tornó más manejable.
Además, te diste cuenta de que estabas durmiendo en promedio seis horas, muy por debajo de lo
recomendado. Te costó aumentar tus horas de sueño, pero lograste cambiar tu horario para poder
dormir alrededor de siete horas en promedio. Sentís que estos cambios fueron como un trasplante de
cerebro. ¿Para tanto? Sí. Como mencioné en un capítulo anterior, cuando descuidamos nuestro cuerpo,
tarde o temprano nos pasará factura a nivel psíquico: debemos recordar que mente y cuerpo no son dos
entes separados. Mantener un sano equilibrio en nuestro cuerpo favorece la regulación emocional, y por
el contrario, someternos a descuidos en la alimentación, en el sueño, en la regulación del estrés, entre
otros factores, nos deja emocionalmente vulnerables.

Un sombrero pisoteado | Cómo relacionarse con gente que se enoja fácilmente

Antes de que Francia invadiera el Imperio Ruso, Napoleón Bonaparte tuvo una difícil conversación con
el Zar Alejandro I. Fueron a hablar solos, caminando por un bosque. Parece que cuando Napoleón se
dio cuenta de que no iba a obtener lo que quería (típico disparador del enojo), comenzó a gritar y
gesticular, y llegó a tirar su famoso sombrero tricorne al suelo y a darle patadas. Ante esta situación, el
Zar se mantuvo inmutable y solo se limitó a decir: “este tipo de cosas no funcionan aquí, si usted quiere
seguir conversando conmigo, tome su sombrero y hablemos educadamente”. Por muy emperador que
fuera, Napoleón no tuvo otra opción: se calmó y siguieron adelante con la charla. Luego a Napoleón le
fue muy mal invadiendo Rusia, pero eso ya se debió a un error estratégico. Si el error tuvo que ver con
el manejo de la ira, ya no lo sé. Pero por lo menos pudo terminar la conversación.

Relacionarse con personas que tienen la mecha corta, que suelen expresar su enojo rápidamente y de
forma muy intensa, puede ser complicado. Esta expresión desregulada del enojo puede tener que ver
con la historia personal de aprendizaje de estas personas, que han vivido situaciones que les han
reforzado estas manifestaciones. Por eso es útil prestar atención a nuestra respuesta ante estas
emociones. Frecuentemente, por miedo a cómo reaccionará esa persona, le concedemos cosas que
naturalmente no aceptaríamos. Es decir, el enojo suele recibir mucho refuerzo negativo (se alivia la
emoción nuestra y del enojado) y positivo (el enojado suele obtener lo que desea). Por ejemplo, si cada
vez que un niño está enojado, le doy lo que quiere, le estoy reforzando su enojo: le transmito el mensaje
“vos obtenés lo que querés cuando te enojás”. De esta forma le va a resultar cada vez más difícil regular
esta emoción.

Por más que sea desafiante, es útil mantener la calma ante una persona que se enoja, haciendo acción
opuesta al enojo si es necesario (hablando lentamente y en voz baja, buscando desescalar la situación)
y, a su vez, mantener una postura de validación del enojo del otro: transmitirle con nuestras expresiones
o palabras que entendemos que está enojado y que es válido que se enoje, aunque (tal vez) no
estemos de acuerdo con su forma de manifestarlo o no veamos que esté justificado. Por ejemplo, si un
niño de cuatro años grita y pega porque le quitamos el celular, podemos decirle que entendemos que le
moleste que se lo quitemos, que es entendible que se enoje, pero que aun así no tiene que pegar. Y,
obviamente, no tenemos que devolverle el celular, ya que esto reforzaría que la próxima vez actúe de
forma similar.

Esto también es aplicable en la adultez. Si quien se enoja nota que me mantengo firme, mirando a los
ojos, sin ceder necesariamente a sus demandas, pero validando lo que le pasa y siendo respetuoso al
mismo tiempo, manteniendo un tono de voz lento, pausado y grave, es probable que la persona se vaya
“desenojando”, sin necesidad de que la situación empeore. Siempre, claro, priorizá tu integridad física.

Capítulo 2.5 Vergüenza

¡Felicitaciones, sos docente en una universidad! No ganás nada bien, pero qué orgullo. Hoy estás dando
un seminario a más de cien alumnos y alumnas. Te digo más: es tu primer día y, por supuesto, sos una
bola de nervios. Sin embargo, todo marcha según lo planeado. Las miradas te siguen atentas, te
escuchan, les interesa. A medida que avanza la clase, te vas relajando. Hasta que, en un descuido,
eructás. Un eructo sonoro, tan involuntario como contundente. De repente se hace un profundo silencio
en el aula. Sentís cómo las mejillas se te ponen rojas a la vista de todos. Se escuchan algunas risas de
fondo, pero en general todo el mundo se compadece del mal momento que estás pasando. Terminás la
clase como podés, la cortás más temprano y te vas. Más tarde, en la sala de profesores, tu principal
impulso es el de renunciar a este nuevo trabajo. Tu mente te dice que la situación es irremontable. Por
suerte para vos, un docente con años de experiencia te dice que todos pasamos por cosas similares y,
tarde o temprano, la gente se olvida. Amablemente, te aconseja seguir dando las clases y no renunciar,
a pesar de la vergüenza que puedas estar teniendo.

Tragame, tierra | La vergüenza como regulación moral

La vergüenza es una emoción que se dispara cuando involuntariamente hacemos algo en contra de
nuestros valores o de reglas sociales preestablecidas: caernos en la calle, no poder apagar la llamada
que nos entró en el cine porque nos olvidamos de silenciar el teléfono, decir algo inapropiado para el
contexto, hablar ante una audiencia, cantar o bailar y que nos miren. Casi siempre, tiene que ver con
estar haciendo el ridículo en público. Muchas veces, la vergüenza tiene un tinte fugaz y hasta divertido,
y tenemos certeza de que la emoción desaparecerá prontamente. Otras veces, la vivimos con mucha
angustia.
La vergüenza suele confundirse frecuentemente con la culpa, que también se dispara cuando hacemos
algo que va contra nuestros valores o reglas sociales, pero con un mayor grado de consciencia o
voluntariedad. Esta distinción puede ser sutil porque ambas son emociones ligadas a un
comportamiento que automáticamente juzgamos como malo o inapropiado, pero el impulso de acción de
cada emoción es distinto. La vergüenza suele llevarnos a taparnos la cara, a querer huir y que nos
trague la tierra. La culpa, por otro lado, nos motiva a reparar por esa acción y a pedir perdón. Ambas
son emociones que tienen un importante papel en la regulación de la moral, particularmente, en las
relaciones y la responsabilidad hacia las otras personas. De hecho, cuando la vergüenza se
experimenta junto con el reconocimiento de que el comportamiento transgredió valores éticos que
forman parte de la propia identidad moral, se experimentan sentimientos de culpa, los cuales favorecen
que se procure no repetir tal comportamiento y se realicen acciones para reparar el daño provocado.

En síntesis, la vergüenza es una emoción que nos lleva a ocultar algún defecto o acción que creemos
que, si se diera a conocer, podría provocar rechazo social. Nos cuida de los juicios y miradas de las
demás personas. Se dispara cuando “se nos escapan” pensamientos o comportamientos que van en
contra de nuestros valores o normas sociales, y por lo tanto es una emoción particularmente compleja,
ya que se asocia a las normas, costumbres y valores de una sociedad y nuestra conexión con ellos.

Eructitos vs. eruditos | Vergüenza adaptativa

Se suele pensar que esta emoción es negativa, que una persona que demuestra su vergüenza será
vista como débil o tonta. Sin embargo, como toda emoción, la vergüenza ha evolucionado a causa de su
utilidad para nuestra supervivencia. Recordá que la fortaleza de los humanos no radica en sus
destrezas físicas (no somos ni rápidos ni fuertes en comparación con otros animales), sino en nuestra
capacidad para vincularnos, cooperar y socializar. Somos una especie gregaria que necesita de otros
seres para sobrevivir. Entonces, la vergüenza es una emoción que nos permite permanecer dentro de
una comunidad al mostrarnos con timidez y retraimiento, lo que genera en las demás personas una
actitud de comprensión y de compasión, y en nosotros, una serie de sensaciones físicas desagradables
que nos llevan a intentar no volver a repetir ciertas acciones.

Si bien esta emoción nos acompaña, no nacemos con vergüenza a cualquier cosa, y en buena medida,
esta emoción se aprende. Es decir, es muy relativa a las normas y costumbres de cada comunidad
(familia, amistades, escuela y grupo social), y aparece tarde en el desarrollo de las personas. Digamos,
nacemos con el hardware, pero el software es instalado durante la vida. El reconocimiento de la
vergüenza presupone la aceptación de que determinada conducta es errónea e indeseable socialmente.
Dicha estrategia resulta socialmente efectiva, ya que contribuye al mantenimiento de relaciones
interpersonales sanas por asociarse con un deseo de reparación del error y con la disminución de la
probabilidad de que el individuo vuelva a involucrarse en situaciones similares.

Obviamente, si las conductas o características personales no son inmorales o malas, entonces la


vergüenza no está justificada o puede no ser efectiva. La ventaja evolutiva de esta emoción es que, si
los comportamientos sancionados por la comunidad provocan vergüenza, entonces la vergüenza
basada en expresiones y acciones puede mantener a la comunidad unida. Aunque permanecer en una
comunidad que provoca vergüenza no sea un beneficio en muchos casos, tampoco es completamente
inútil. Puede haber marcado la diferencia entre la vida y la muerte en tiempos remotos, e incluso
actualmente en algunas culturas o grupos.

Volvamos a ese horrible percance que sufriste mientras dabas clases. Si no hubieses sentido una
notoria vergüenza después de eructar, si hubieses seguido dando clases como si nada, ¿qué habrían
interpretado tus estudiantes? Que no tenés vergüenza. Que sos una persona desubicada, una
maleducada. Es más, podrías llegar incluso a perder tu nuevo trabajo. Por suerte, no fue esto lo que
pasó: por tu respuesta emocional, alumnas y alumnos se dieron cuenta de que se te escapó. Es decir,
empatizaron con tu vergüenza, sintiendo vergüenza ajena, y hasta un docente empático se te acercó
luego para consolarte. Claramente, haber sentido vergüenza en ese contexto fue muy efectivo.
Algunas personas podrían decir que la prohibición del eructo es una norma social arbitraria, que eructar
no es ni bueno ni malo, e incluso en algunas culturas está bien visto, por lo tanto eructemos todo lo que
queramos. Es cierto que puede ser una norma arbitraria de educación, pero así funciona la cultura en la
que estamos inmersos en este momento, y darle batalla tiene su costo. En otras palabras, nuestra
sociedad aún no está preparada para semejante nivel de libertad. Por supuesto que esto puede
cambiar, y de hecho en algunos contextos específicos el eructo es algo muy valorado, como en los
grupos adolescentes donde se hacen competencias de eructos. En grupos de niños también. Y conozco
varios adultos que… Bueno, pero en muchos contextos no suele ser un comportamiento aceptable.

Tragame tierra II | Manifestaciones de la vergüenza

Si la función de la vergüenza es cuidarnos del peligro de que nos rechacen, que nuestra comunidad nos
juzgue, ¿sería efectivo siempre mostrarnos extrovertidos y charlatanes? ¿Exhibirnos con mucha
seguridad frente a comportamientos inadecuados socialmente? Al contrario, lo más efectivo sería
retraernos, guardando silencio, tratando de no llamar la atención, ocultando parcialmente el rostro y el
cuerpo. Cuando nos hacen una pregunta en clase y tememos por el juicio de los demás si nos
equivocamos, seguramente rehuiremos nuestra mirada de la del profesor o profesora y ocultaremos
nuestra cara con el pelo, las manos o con alguna prenda de vestir como una bufanda. Frente a una
situación de vergüenza, nuestro sistema nervioso autónomo aumenta la liberación de adrenalina, la
frecuencia cardíaca, el cortisol en sangre y la vasodilatación de la piel, lo que lleva a las
manifestaciones de rubor. Retraeremos el cuerpo adoptando una postura caída y rígida. Hablaremos de
forma entrecortada, con un volumen bajo, experimentaremos confusión mental que nos impedirá
expresarnos con claridad. Tal vez, tartamudeemos o nos quedaremos en blanco. Querremos
desaparecer.

Esta emoción suele generar en la mente tres fenómenos: (1) individualización: “soy la única persona en
el mundo a la que le sucede esto, siempre me pasan estas cosas a mí”; (2) patologización: “algo está
mal en mí, debe ser que soy un bicho raro, no soy como el resto”; y (3) reforzamiento: “debería sentir
vergüenza”. De hecho, las típicas interpretaciones de nuestra mente al experimentar vergüenza es que
nos van a volver a rechazar, pensamos que somos menos o que no estamos a la altura de las demás
personas. Llegamos a creer que, por lo que hicimos, nadie nos podrá amar; que somos personas malas,
inmorales o incorrectas, incluso defectuosas; sobredimensionamos o infravaloramos nuestro cuerpo (o
una parte del cuerpo) pensando que es muy grande, muy pequeño, muy feo, muy blando, muy deforme,
muy torcido. Creemos que no hemos vivido según las expectativas que se tienen sobre nosotros y
nosotras, o que incluso nuestra conducta, pensamientos o sentimientos son tontos o estúpidos.

Esos vetustos estándares inalcanzables | Vergüenza desadaptativa

Mientras se mantenga regulada, la vergüenza puede ser un motivador para el cambio. Pero cuando la
vergüenza se desregula, es demasiado elevada o extrema, cuando la crítica, ya sea externa o interna,
es excesiva, por presentarse de forma constante y/o agresiva, esta emoción puede motivar
comportamientos muy inefectivos, como pasar demasiado tiempo aislados, abandonar trabajos o grupos
sociales, y perder amistades.

Además, desregulada o no, en muchas ocasiones la vergüenza es inefectiva. Un ejemplo frecuente y


muy contemporáneo se asocia a la belleza y a la forma del cuerpo. Hoy en día, mucha gente con una
imagen corporal que no va de acuerdo a los estándares de moda puede sentir vergüenza solo con salir
a la calle, publicar una foto en una red social o usar ropa que muestre más su cuerpo. Nuestras normas
sociales son particularmente agresivas con los estándares sobre los cuerpos, particularmente con los
cuerpos femeninos. Estos estándares son en muchos sentidos arbitrarios, establecidos culturalmente, y
pueden ser una fuente importante de sufrimiento humano, y en muchos casos, causar trastornos graves.

Cuando la vergüenza, aunque injustificada en el presente, es sustentada por estrés postraumático


(como en los casos de abuso sexual, bullying, mobbing, entre otros), es importante buscar ayuda
profesional para que el trauma del pasado deje de afectar la vida presente. En una revisión reciente
liderada por Laura Watkins, se destacó que la mejor evidencia de efectividad en el abordaje del estrés
postraumático la muestran la terapia cognitiva-conductual, la terapia cognitiva y la terapia de exposición
prolongada. Cada uno de estos tratamientos tiene una amplia base de pruebas teóricas y empíricas, y
están centrados en abordar directamente los recuerdos del acontecimiento traumático o los
pensamientos y sentimientos relacionados con este.

Los trastornos alimentarios suelen asociarse a intensa vergüenza, más allá de que se cumplan o no
objetivamente los estándares de belleza socialmente impuestos. Una persona con anorexia puede ser
cada vez más flaca y, aun así, puede seguir sintiendo vergüenza de su cuerpo, evitando mostrarlo. No
es raro ver a estas personas con ropa holgada, evitando ir a la playa o a cualquier contexto en el que
tenga que mostrar un poco más su cuerpo. Estos casos son particularmente complejos, porque su
conducta es motivada, al menos hasta cierta medida, por las normas sociales, pero estas claramente
son inadecuadas para el cuerpo humano sano.

Ante estas situaciones debemos preguntarnos no solo si la vergüenza se ajusta a los hechos o normas
sociales, sino también si es efectiva, si es compatible con una vida valiosa al mediano o largo plazo, si
nos acerca o nos aleja de nuestros grupos sociales de pertenencia, de nuestros amigos, y
principalmente, de la persona que libre y auténticamente queremos ser.

Pitulín y cachucha | Bajar la vergüenza en temas tabú

Frecuentemente, solemos sentir vergüenza al hablar de temas que son de lo más comunes, como el
sexo. Esto por supuesto tiene un sentido. La sexualidad es algo muy personal, y la vergüenza nos
defiende de los juicios agresivos y arbitrarios de los demás. La vergüenza tiene, además, la función de
cuidar nuestra intimidad. Pero demasiada vergüenza puede llevar a que un niño o una niña y sus padres
no se animen a hablar del tema, bloqueando aprendizajes extremadamente importantes sobre la salud
sexual y reproductiva. Me animo a decir que uno de los aprendizajes más importantes es el de pedir
ayuda y consejo en estas áreas.

El problema a veces radica en que culturalmente se nos entrena, desde la infancia, a hablar con
demasiado cuidado de estos temas. Por ejemplo, solemos nombrar los genitales de formas variadas
para evitar llamarlos por su verdadero nombre. No hay verdadera diferencia entre decir “pitulín” y decir
“pene”, entre decir “cachucha” y decir “vulva”, pero nos sentimos más cómodos con la primera opción.
Esto suele derivar en la creencia de que de ciertas cosas no se habla, lo que lleva a la génesis de la
vergüenza.

La educación sexual es un tema complejo y cada grupo familiar tiene sus creencias y valores al
respecto, pero en el espacio familiar se debería poder hablar claramente del tema. En algunos contextos
hay reglas arbitrarias o rígidas que pueden ser un freno importante para la enseñanza y aprendizaje de
la educación sexual. En otros casos, el problema radica en que simplemente nos da vergüenza, y tanto
a padres como a hijos les genera mucha dificultad romper el hielo.

Una posible solución es buscar hablar sobre estos temas de forma clara y objetiva. Nombrar como
“pene” al pene y “vulva” a la vulva es una recomendación general efectiva. Estas intervenciones son
importantes porque ayudan a prevenir o encontrar a tiempo posibles situaciones de abuso sexual. Si al
niño o niña le genera mucha vergüenza hablar de estos temas, tendrá dificultades para contar a los
adultos responsables si alguien abusó o intentó abusar de él o ella.

Colorados y titubeantes | Manejo efectivo de la vergüenza

Para regular esta emoción y realizar un manejo efectivo, es necesario primero verificar los hechos y/o
interpretaciones que están disparando la emoción. Si realmente se nos escapó algo indebido, contrario
a nuestros valores o normas sociales, es efectivo aceptar la emoción, dejando que nuestros cambios
fisiológicos sean visibles. Al vernos colorados y titubeantes, naturalmente la gente a nuestro alrededor
interpretará que lo que hicimos no fue algo voluntario, que compartimos las mismas normas sociales y
de educación. En cambio, si la vergüenza no está justificada, es decir, si no estamos haciendo nada en
contra de normas sociales razonables, debemos practicar la exposición, empezando por realizar aquello
que nos avergüenza de forma imaginada; luego, frente a personas que podrían criticarnos
constructivamente y, por último, en la situación real.

Marsha Linehan da algunas recomendaciones para exponernos a la vergüenza cuando no está


justificada o no es efectiva. Se trata, de nuevo, de practicar la acción opuesta, es decir, hacer lo opuesto
a lo que la vergüenza nos impulsa a hacer. Por ejemplo:

Capítulo 2.6 Culpa

Te considerás una persona autoexigente. Te gusta mucho hacer deporte, y, hasta hace un tiempo,
entrenabas dos horas todos los días. Así que te resultó bastante lógico participar en una carrera de
montaña de 100 km, incluso cuando la más larga que habías hecho hasta ese entonces era una de 64
km. Te preparaste. Incluso hiciste el esfuerzo y te compraste un mejor calzado. Y fuiste. Era un día de
sol perfecto, ni muy frío ni muy caluroso. Empezaste a buen ritmo y te sentías bien. Pero cuando
estabas más o menos a mitad del trayecto, te tropezaste con una piedra, te caíste y te hiciste una lesión
bastante grave en la rodilla. Tuvieron que ayudarte a bajar de los cerros y, naturalmente, no pudiste
terminar la carrera. Ahora estás haciendo rehabilitación y hace dos meses que no podés correr, solo
caminar con muletas. Te dijeron que te vas a recuperar y que vas poder retomar tus actividades
deportivas normalmente, pero no te convencieron. Ahora, te reprochás no haber entrenado lo suficiente,
no haber prestado más atención a dónde pisabas. Te preguntás, incluso, si no fue una decisión errada
inscribirte a una carrera tan larga.

Culpables | Valores vs. códigos morales

Hacer o pensar algo que creés que está mal, no hacer algo que dijiste que harías, cometer una
transgresión contra alguien o contra algo que valorás, causar un daño o lastimar a otra persona o a vos
mismo, no haber hecho algo cuando podrías haberlo hecho. La culpa es una emoción displacentera que
surge cuando se actúa rompiendo los propios valores o códigos morales y reconocemos, al menos,
cierto grado de responsabilidad. Esto último la diferencia de la vergüenza, que se dispara cuando se nos
escapa involuntariamente algo en contra de los valores o normas sociales. Al igual que con la
vergüenza, cuando se dispara la culpa, la cara se nos puede poner colorada y caliente, y podemos
sentir nerviosismo e incomodidad, lo que nos lleva a inclinar la cabeza hacia abajo. Pero a diferencia de
la vergüenza, que nos lleva a escondernos, el impulso de acción de la culpa nos mueve principalmente
a reparar lo dañado, a pedir perdón, a tratar de compensar la transgresión.

Nuestra especie desarrolló formas de lidiar con los conflictos y eventos en los que inadvertidamente o a
propósito dañamos a otros. Si una persona se siente culpable cuando daña a otra o al no ser recíproca
ante la amabilidad de sus pares, es más probable que no dañe a los demás o evite volverse demasiado
egoísta. Además, si alguien causa un daño a otro y luego se siente culpable y demuestra
arrepentimiento y pena, es probable que la persona perjudicada perdone. Así, la culpa hace posible el
perdón y ayuda a mantener el tejido social al aumentar la cohesión de la tribu y, por lo tanto, su
supervivencia.

La intensidad de la culpa puede variar entre distintos individuos. Algunas personas pueden experimentar
relativamente poca (o ninguna) culpa, incluso ante situaciones donde la mayoría la sentiría.
Clásicamente, se sostenía que las personas que no sentían culpa o remordimiento eran psicópatas o
antisociales. Hoy en día, dado que entendemos mejor cómo funcionan las reglas verbales, los principios
del aprendizaje y las emociones, sabemos que no es obligatorio que todos sintamos culpa, al menos no
por las mismas razones. Por supuesto, podemos entender estos fenómenos, comprender a estas
personas, pero ciertos comportamientos seguirán siendo particularmente perjudiciales para la sociedad
y es importante que se sostengan las consecuencias asociadas a estos.

A pesar de ser considerada una emoción negativa, a veces la culpa puede ser buena ya que genera el
impulso para restaurar el daño causado. De hecho, las investigaciones sugieren que la propensión a la
culpa es más frecuente en personas empáticas y confiables, que también tienen una mayor
predisposición a cooperar y a comportarse de forma altruista. Sin embargo, cuando la culpa se presenta
en exceso, puede agobiar innecesariamente a quienes la experimentan.

Los valores o los códigos morales se expresan a través de reglas verbales que guían nuestro
comportamiento; estamos bajo sus efecto nos guste o no, nos demos cuenta o no. A veces, podemos
seguir estas reglas de manera involuntaria; otras, podemos elegirlas libremente. Algunos autores, entre
ellos Marsha Linehan, distinguen el concepto de códigos morales del de valores. Código moral sería un
conjunto de creencias sobre qué conductas están bien o mal. En general, estas conductas son referidas
en negativo, como algo que no hay que hacer: “no robar”. Valores sería en cambio aquello que es
realmente importante para mí en mi vida. Hablan más de la persona que quiero ser en términos
generales, para luego establecer comportamientos (acciones comprometidas) que me acercan a ser esa
persona.

Puede ser interesante además saber que, para ciertas personas, el bien o mal moral es algo
absolutamente opinable o relativo, pero otras personas suponen que hay valores y códigos morales
absolutos. En general, aquellos que tienen una visión positivista del derecho sostienen que los códigos
morales son establecidos por quien tiene autoridad para determinarlos. Quienes, por otro lado, se
alinean bajo el derecho natural sostienen que hay principios universales que toda sociedad debe
respetar para garantizar un orden justo. El típico ejemplo que pone en evidencia la complejidad del
problema es el juicio de Núremberg. Las personas juzgadas por los crímenes de guerra del nazismo
sostenían que solo seguían órdenes dentro de un régimen preestablecido, socialmente legitimado.
Como se imaginarán, esto no les sirvió de mucha defensa: fueron juzgados como culpables, siguiendo
los principios del derecho natural, por el cual se sostiene que un ser humano no puede atentar contra la
vida de otro.

Un giro en la trama | Culpa justificada

El primer paso para gestionar la culpa de manera efectiva es tener claros tus códigos morales. Esto es
importante porque a veces puede ocurrir que no tengamos claridad sobre qué consideramos que está
bien o mal, y que estemos arrastrando reglas morales impuestas o viejas que ya no nos representan.

Si esto no está claro para vos, podés hacerte preguntas sobre qué te parece admisible o no a nivel
familiar, laboral, de pareja, económico, social, etcétera. Es importante meditar para saber si estás de
acuerdo con principios como “el fin justifica los medios”, o si estás parcialmente de acuerdo, hasta qué
punto. Por regla general, nuestras posturas morales se ubican en un gradiente. Un ejemplo conocido es
el del Dr. Carlos Salvador Bilardo, director técnico de la selección Argentina de fútbol entre 1983 y 1990.
Para él, lo importante era ganar, no importaba cómo. Si tenía que pinchar con alfileres, cegar con
cremas mentoladas o poner sedantes en el agua, lo hacía. Por lo menos en el fútbol, el fin justificaba los
medios. Otras personas están totalmente en desacuerdo con esta postura. La mayoría, probablemente,
encontremos algunos matices. Cosas permisibles y cosas que no. El fin justifica ciertos medios.

Si eso está claro, podés meditar sobre tus comportamientos, a la luz de tus valores o de tus códigos.
Una buena pregunta para hacerse podría ser: este comportamiento, ¿me acerca o me aleja de la
persona que quiero ser? Las personas y las culturas tienen distintas visiones sobre qué conductas son
inmorales o no. Esta moralidad puede aprenderse por observación, por estar en contacto con
consecuencias o por la enseñanza indirecta, a través de charlas con maestros o familiares.

Además, no es lo mismo robar un banco o un caramelo; no es lo mismo faltar a un compromiso en la


realidad, en mi mente o en un sueño. Debe haber entonces una gradualidad en la gravedad de la
acción, y debo considerar qué nivel de advertencia y de consentimiento tengo a la hora de realizar esa
acción. Resumiendo, a la hora de chequear los hechos para meditar sobre mi culpa debería saber qué
hice, qué nivel de gravedad tiene esa conducta, cuán advertido estoy sobre su conveniencia y qué nivel
de consciencia tenía cuando la realicé.

Una vez hecho el paso anterior, será más fácil fijarnos si la aparición de la emoción está justificada por
los hechos, es decir, si realmente hemos atentado contra nuestros códigos morales. Si este es el caso,
experimentar culpa puede resultarnos efectivo para motivarnos a reparar el daño. Es decir, cuando la
culpa está justificada y es efectivo seguir su impulso, seguilo, reparando o mejorando algo, según el
caso. A veces esto implicará cambiar un comportamiento, otras, pedir perdón, reparar la relación
teniendo un detalle con la otra persona, dejar de tener un comportamiento o tomarnos un momento para
reflexionar y buscar la forma más adecuada de enfrentar una situación.

Si para vos es importante ser una profesional actualizada a la última evidencia científica, pero por el
ajetreo del trabajo hace varios años que no leés ni un libro, sentirte culpable y darle espacio a esa
emoción puede ser el puntapié para que tomes la decisión de empezar a leer uno. Si para vos es
importante ser un buen amigo, pero debido a tus diversas ocupaciones hace mucho que no tenes una
charla tranquila con tus mejores amigos o amigas, la pesadumbre interna generada por faltar a tus
códigos morales te brinda la información emocional y el impulso necesario para cambiar tu
comportamiento. La culpa también puede ayudarnos a prevenir futuras conductas que vayan en contra
de nuestros valores. Por ejemplo, si alguna vez le fuiste infiel a una pareja con la que estaban
comprometidos a la monogamia, y para nosotros la fidelidad es un valor, y eso nos hizo sentir culpables,
esa culpa puede motivarnos a no volver a hacerlo en un futuro.

En el capítulo sobre motivación trabajabas en un banco y no encontrabas momento para estudiar.


Volvamos a esa realidad, pero con un giro. No trabajás en un banco ni tenés que cuidar de una familia
que te necesita. Vivís bien, te sobra tiempo para estudiar. Así que a principio de año te propusiste meter
siete finales. Estamos en agosto y no parece que te hayas acercado ni un poco a cumplir ese objetivo.
De hecho, reconocés que estuviste bastante tiempo con el celu, faltaste a varias clases y ni siquiera te
presentaste a las mesas de junio y julio. Te sentís muy culpable por tu desempeño académico, incluso
aunque (giro inesperado en la trama) ese año fue el 2020. O sea que durante unos meses no tuviste
clases debido a la pandemia y, cuando volvieron, fueron virtuales y no obligatorias.

Entonces podés reconocer que no estudiaste de acuerdo a tu valor de “ser responsable”, por lo que la
culpa que sentís está justificada, y está bien que te sientas así, por más incómodo que sea. Faltaste a
tus códigos morales y esta emoción te muestra que ser responsable es importante. Pero también te será
útil considerar compasivamente que el año de la cuarentena fue una novedad y que no tenías las
herramientas para saber cómo organizarte en una situación tan particular. Podés aprovechar la emoción
para planificar tus futuros exámenes, pero también darte el espacio para perdonarte. Finalmente, es
importante recordar que rumiar sobre una situación no repara realmente los hechos, por lo que es más
efectivo, si corresponde, tomar una acción comprometida en lugar de repasar mentalmente una y otra
vez lo que sucedió.

Inocentes | Culpa inefectiva

En otros casos, la culpa aparece a pesar de que no estamos haciendo algo que vaya en contra de
nuestros valores o códigos morales. Así, podemos sentir culpa cuando faltamos al cumple de un ser
querido, cuando alguien se siente herido porque amablemente nos negamos a una invitación o cuando
somos parte de un choque en cadena.

Aquí, de nuevo, es necesario detenernos a observar qué hicimos realmente en una situación en
particular. En el caso de tu terrible lesión de rodilla, si te detuvieras a chequear los hechos podrías llegar
fácilmente a la conclusión de que en una carrera de montaña las probabilidades de tropezar son altas
porque el piso es irregular. Además, hiciste lo que pudiste: entrenaste dos horas por día durante varios
meses, que es una cantidad de tiempo razonable, por lo que seguir pensando que tu caída es
completamente tu responsabilidad no va a llevarte a ninguna parte.

En estos casos en que la emoción no se ajusta a los hechos y es inefectiva, hay que practicar acciones
opuestas a la culpa. Una acción opuesta es continuar con el comportamiento que nos genera culpa pero
que no va en contra de nuestro código moral y dejar de disculparse por ello. Por ejemplo, a mucha
gente le suele dar culpa hacer deporte a las 9 o 10 porque tienen la regla de que “hay que trabajar toda
la mañana”. Esta regla puede ser efectiva en algún contexto, pero no es una cuestión obligatoria,
absoluta. Hacer deporte a la mañana, si tenés un horario flexible, puede ayudarte a estar más activo en
el día, puede ser más fácil que hacerlo por la tarde y no dificulta el sueño (como puede pasar si lo
hacemos a la noche). Si mantenemos comportamientos que nos generan culpa injustificada, a la larga,
esta emoción disminuye porque nos acostumbramos mediante la exposición a ella.

En algunos casos, la culpa inefectiva o injustificada puede ser parte importante de un trastorno de salud
mental. Esto ocurre típicamente en los trastornos alimentarios, el trastorno de estrés postraumático, el
trastorno obsesivo compulsivo (TOC) y la depresión. El manejo de esta emoción puede ser más
complejo en estas situaciones, por lo que puede ser necesario consultar a un profesional.

Por otro lado, existe una forma de culpa que aparece en personas que salieron vivas de un accidente o
de un conflicto donde otras murieron, aún a pesar de no ser responsables de la muerte de los demás.
Esta se llama la culpa del sobreviviente.

La rama más invasiva de la medicina | Una breve reflexión final

Alguna vez escuché decir que quienes nos dedicamos a la salud mental practicamos la rama de la
medicina más “invasiva” porque nos metemos con lo más profundo que hay en el ser humano: sus
valores, sus deseos, sus códigos morales. La idea de este capítulo es darte herramientas para tener
una mayor comprensión de algo muy humano y complejo, pero sin perder de vista que este es un
camino que cada uno debe recorrer y elegir por su cuenta. Quienes nos dedicamos a la salud mental
debemos ser muy respetuosos y limitarnos a mostrar cómo funcionan las cosas, pero en última instancia
cada persona debe elegir y ser responsable de sus decisiones. Esto puede parecer bastante obvio, pero
los psicólogos y psiquiatras también tenemos nuestra propia visión del mundo, nuestros propios valores
y códigos morales, y debemos ser conscientes de ellos y no querer imponerlos, más aún considerando
que quienes nos consultan están en una situación de vulnerabilidad.

Capítulo 2.7 Amor

Nos pasamos la vida anhelando el amor, buscándolo y hablando de él. Se le ha llamado “la mayor
virtud”, pero su significado es más fácil de sentir que de expresar. El amor es tan fascinante y diverso
como inexplicable y complejo.

Por supuesto, no voy a pretender en algunas pocas páginas explicar exhaustivamente uno de los
grandes motores de la humanidad, pero sí voy a compartir algunos conceptos que me parecen
interesantes para reflexionar sobre el tema, abordándolo con diferentes herramientas conceptuales y
prácticas que nos brindan las terapias de la tercera ola.

Grabado en roca | Origen evolutivo del amor

En comparación con los otros mamíferos, los humanos tenemos una peculiar y poco frecuente
capacidad para crear vínculos entre las personas (y con otros animales), no solo entre parejas y con las
crías, sino también con individuos con los cuales no compartimos sangre. Realmente estamos
“cableados” para vincularnos. Esto sugiere que la capacidad para amar y cuidar fue seleccionada
durante la historia evolutiva, y probablemente haya ayudado a sobrevivir a nuestros antepasados
protomamíferos.

Pero más allá de la particularidad de los humanos, existe una forma de amor que compartimos con
todos los demás mamíferos: el vínculo entre una madre y su cría. La universalidad de este vínculo
sugiere que esta es la forma original y ancestral de vinculación, el primer tipo de amor del que
evolucionaron todos los demás.

A principios de los 2000, el paleontólogo Timothy Rowe estaba merodeando por unas rocas de 185
millones de años de antigüedad en búsqueda de algún fósil de la especie Kayentatherium (que quiere
decir “bestia de Kayenta”, el nombre de la formación geológica donde se encontró el primer espécimen).
Se trataba de un animal peculiar, algo así como una rata del tamaño de un perro labrador, que resultaba
interesante de estudiar por considerarse un antepasado lejano de los mamíferos.

Rowe encontró un esqueleto fosilizado y maltratado por el paso del tiempo, y decidió llevárselo junto a
algunas piedras más que estaban a su alrededor. Pero no fue hasta el año 2016 que una estudiante de
su equipo se percató de que había un tesoro escondido en el interior de lo que parecían simples
piedras: primero, dio con los restos de una pequeña mandíbula de lo que se asemejaba a un mini
Kayentatherium, pero luego, identificó docenas. En total, se encontraron los restos de 38 crías, una
cantidad muy grande para los mamíferos, pero bastante más cercana al número de descendientes que
suelen tener los reptiles. El hallazgo apuntalaba la idea de que la Kayentatherium era una de las
especies consideradas eslabones entre los reptiles y los mamíferos.

Si bien es imposible hacer una interpretación completamente certera de la situación en la que murieron
estos animales, el equipo de paleontología que hizo el descubrimiento considera que se trataba de una
madre con sus crías. En los animales primitivos como los reptiles, las madres ponen los huevos y los
abandonan; luego, cuando las crías nacen, instintivamente huyen para salvar sus vidas. Este
comportamiento se debe a que, si se encuentran con su madre nuevamente, corren el riesgo de
convertirse en su almuerzo. Establecer un vínculo requiere que la madre desarrolle instintos para ver a
esos pequeños e indefensos bodoques como algo a proteger, no como una presa fácil. Mientras tanto,
las crías deben haber evolucionado para ver a la madre como una fuente de seguridad y calor, no de
miedo.

Quizás fue en algún momento cercano a la muerte de esa madre con sus 38 crías cuando nuestros
antepasados dejaron de vivir como los reptiles, que experimentan solo emociones y sensaciones
primitivas como el miedo, el hambre y la lujuria. En algún punto, nuestros antepasados empezaron a
cuidarse entre sí. A lo largo de millones de años, comenzaron a vincularse cada vez más, a protegerse y
a buscar protección, a intercambiar calor corporal, a acicalarse entre ellos, a jugar, a enseñar y a
aprender unos de otros. Una vez que los mamíferos desarrollaron esta capacidad de formar vínculos,
esta adaptación se pudo utilizar en otros contextos, y así aparecieron los lazos de familia y amistad en
los mamíferos más complejos: manadas de elefantes, tropas de monos, vainas de orcas, jaurías de
perros y tribus humanas. En algunas especies, los machos y las hembras comenzaron a formar vínculos
de pareja.

En la mayoría de los mamíferos, los machos son padres ausentes, que aportan a su descendencia
genes y nada más. En nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los bonobos, los cuidados
paternos son mínimos. Pero en algunas especies, como los castores, los lobos, algunos murciélagos,
algunos topillos y el Homo sapiens, las parejas forman vínculos a largo plazo para criar a sus hijos de
forma cooperativa (por supuesto, hay excepciones). En su libro Anatomía del amor, la antropóloga
Helen Fisher dice que el vínculo de pareja apareció en algún momento después de que nuestros
antepasados se separaran de los chimpancés y los bonobos hace unos 6-7 millones de años.

Entender nuestra naturaleza es una parte importante de una buena educación. Pero el conocimiento
evolutivo y biológico es solo una pequeña fracción de la enorme diversidad de formas de vincularnos
que desarrollamos los humanos, y aun así continúa sin responder a uno de los grandes misterios de la
vida: ¿qué es el amor?

Una cascada hormonal | Estrógeno, progesterona y oxitocina

No quedan dudas de que tener una cría puede ser una de las experiencias más transformadoras en la
vida de una persona (y de cualquier otro mamífero). De hecho, este fenómeno genera cambios tan
profundos que es capaz de hacer que alguien que siempre consideró insoportable el llanto de un recién
nacido tenga una atracción irresistible por cualquier estímulo proveniente de su cría (y de crías ajenas
también). Una cascada hormonal parece ser la responsable de dar vuelta la tortilla.

El estrógeno y la progesterona, hormonas secretadas por los ovarios, juegan un papel importante para
el desarrollo del organismo y en el deseo sexual, por lo que no es de extrañar que también sean
importantes para la reproducción. Mediante ciclos que duran unos veintiocho días, estas hormonas
preparan el útero para alojar al embrión durante los nueve meses que dura la gestación en los
humanos. Pero cuando se cumple la fecha de parto y el bebé está listo para salir, se activa un complejo
mecanismo natural de parto protagonizado por la oxitocina, una hormona secretada en una región del
cerebro llamada hipotálamo, que cumple una doble función: estimula al útero para que se contraiga de
manera rítmica y, junto a la prolactina, estimula la producción de leche en las mamas.
Sorprendentemente, el amamantamiento induce una mayor secreción de oxitocina y prolactina, lo que
genera un bucle de retroalimentación positiva que facilita el inicio de la formación y mantenimiento del
apego entre la madre y el bebé.

La liberación de la oxitocina también ocurre cuando otras personas allegadas se acercan y ven todos
esos rasgos tiernos que la evolución seleccionó para que digamos awwwww cada vez que vemos un
conjunto de ojos saltones y nariz pequeña en una cabeza desproporcionadamente grande. Esta
hormona nos moviliza a acercarnos, cuidar, interactuar, jugar y ser pacientes con las crías, por lo que es
clave en el proceso de apego y fundamental para la formación del vínculo. Las funciones esenciales que
tiene esta hormona en la crianza, el vínculo afectivo y el cuidado del bebé pueden ser el antecedente
evolutivo de otras funciones más generalizadas en otros contextos sociales, como la empatía, la
confianza, y los vínculos amistosos y de pareja.

Desde el final del embarazo hasta el segundo año de vida, el cerebro humano experimenta un
crecimiento acelerado, y alcanza el 90% de su tamaño final. Este proceso consume más energía y
recursos que cualquier otra etapa de la vida, y requiere no solo de nutrientes en suficiente cantidad y
calidad, sino también de experiencias interpersonales óptimas para su correcta maduración. Algunos de
los muchos circuitos que maduran durante esta etapa son aquellos que controlan las funciones que
aseguran la supervivencia y responden ante el estrés, como el sistema límbico.

Bebés en delicado estado de equilibrio | Las formas de apego

Todo este maravilloso proceso es fundamental para asegurar la subsistencia de una persona que
requiere de cuidadores para satisfacer sus necesidades, no solo las relacionadas a la alimentación y el
sueño, sino también a aquellas íntimamente ligadas al mundo emocional. Los bebés son incapaces de
mantenerse en un estado de equilibrio porque, debido a su inmadurez cerebral, carecen de las
habilidades necesarias para regular la intensidad o la duración de sus emociones. Sin la ayuda y la
supervisión de un cuidador, los bebés se ven abrumados por sus estados emocionales, incluidos los de
miedo, excitación y tristeza. Para mantener el equilibrio emocional, los bebés necesitan una relación
constante y comprometida con una persona que los cuiden y ayuden a navegar el mundo interno y
externo durante su proceso de crecimiento.

Después de desarrollar una relación con nuestros cuidadores principales, el siguiente hito vincular
implica aprender a tener una relación con otras personas fuera del núcleo familiar, y la forma en que lo
haremos estará influenciada por los vínculos que tuvimos anteriormente. Esto se debe a que durante los
primeros años de vida se construye un sistema de apego que, básicamente, se hace la siguiente
pregunta fundamental: ¿la figura de apego está cerca, es accesible y me cuida? Si el bebé percibe que
la respuesta a esta pregunta es "sí", entonces se siente amado, seguro y confiado y, desde el punto de
vista del comportamiento, es probable que explore su entorno, juegue con otros y sea sociable. Si, por
el contrario, el bebé percibe que la respuesta a esta pregunta es "no", experimenta ansiedad hasta que
sea capaz de restablecer un nivel deseable de proximidad con la figura de apego (o hasta el desgaste,
como puede ocurrir ante una separación o pérdida prolongada).

La psicóloga Mary Ainsworth realizó los primeros estudios que analizaron los distintos tipos de apego.
Esta investigadora desarrolló una técnica en la cual sometió a bebés de doce meses de edad a una
situación extraña (una habitación desconocida) en la que además ocurría una separación momentánea
de sus cuidadores. Ainsworth notó que el comportamiento de los bebés podía clasificarse en tres
grandes grupos. En el primero, que correspondía a la mayoría (alrededor del 60%), los bebés se sentían
cómodos en la habitación, pero se alteraban cuando la figura de apego se retiraba, la buscaban
activamente, y se consolaban cuando la persona retornaba. A esto lo llamó apego seguro. En el
segundo grupo, que representaba el 20% de los casos, los bebés se sentían incómodos desde el inicio
y se angustiaban profundamente cuando la figura de apego se iba de la habitación. Estos bebés tenían
dificultades para ser calmados y a menudo mostraban comportamientos de castigo hacia sus
cuidadores por haberse ido. A este grupo se le llamó apego ansioso-resistente. El tercer grupo de apego
(el 20% restante) correspondía a aquellos bebés que no parecían demasiado angustiados por la
separación con su figura de apego y, tras el reencuentro, evitaban activamente el contacto, dirigiendo a
veces su atención a los juguetes que estaban en el suelo del laboratorio. Este se denominó apego
evitativo. Este estudio (y muchos otros) llevaron a concluir que el apego no se desarrolla simplemente
porque los padres satisfagan las necesidades nutricionales del bebé, sino que se construye a partir del
intercambio afectivo, es decir, que se centra en las necesidades emocionales.

Las investigaciones de Cindy Hazan y Phillip Shaver llevadas a cabo durante los 80 fueron de las
primeras en probar la idea de que las formas de apego durante la crianza podían extrapolarse a las
relaciones íntimas de la adultez. Siguiendo las ideas propuestas por Ainsworth, estos investigadores
pensaron que los adultos también deberían presentar tres formas de apego. Algunas personas adultas
se sienten seguras con sus relaciones, confían en que sus vínculos estarán ahí para ellos cuando los
necesiten, y están abiertos a depender de otros y a que otros dependan de ellos (apego seguro). Otras
se mostrarán más inseguras con sus relaciones, y les puede preocupar que los demás no los quieran
del todo y se frustran o enfadan con facilidad cuando sus necesidades de apego no son satisfechas
(apego ansioso), mientras que a otras puede parecer que no les preocupan mucho las relaciones
íntimas, y prefieren no depender demasiado de otras personas o que los demás dependan demasiado
de ellos (apego evitativo).

Hazan y Shaver desarrollaron un sencillo cuestionario para medir estas diferencias individuales.
Básicamente, le pidieron a un grupo de personas que indicaran cuál de los siguientes párrafos
caracterizaba mejor su forma de pensar, sentir y comportarse en las relaciones cercanas:

Hazan y Shaver descubrieron que la distribución de las categorías era similar a la observada en la
infancia por Ainsworth. En otras palabras, alrededor del 60% de los adultos se clasificaron como
seguros (apartado 2), alrededor del 20% se describieron como evitativos (apartado 1) y cerca del 20%
se describieron como ansioso-resistentes (apartado 3). En cierto punto, todos seguimos siendo bebés
en delicado estado de equilibrio.

Estudios posteriores identificaron una cuarta forma de apego, el desorganizado, también llamado apego
miedoso. Este tipo de apego se desarrolla cuando las personas cuidadoras, quienes generalmente
representan una fuente de seguridad, se convierten en una fuente de miedo. En la edad adulta, las
personas con esta forma de apego manifiestan comportamientos inestables y les cuesta confiar en los
demás. Además, estas personas son más proclives a padecer problemas de salud mental, como el
consumo problemático de sustancias psicoactivas, depresión y trastorno límite de la personalidad. Al
igual que las otras formas de apego, este puede cambiarse con un tratamiento adecuado.

Estas investigaciones sirvieron para comenzar a estudiar la asociación entre los estilos de apego y el
funcionamiento de las relaciones, y nos abrieron la puerta para comprender en mayor profundidad el
complejísimo fenómeno del amor. Sin embargo, la realidad es más intrincada y hoy sabemos que nada
es completamente determinante. De lo que sí estamos seguros es que el amor representa una fuerza
motivadora central del desarrollo y es un ingrediente crítico de la supervivencia, la seguridad y el
bienestar de las personas. Aprendemos a amar durante nuestra infancia, y las formas de apego que
experimentamos con nuestros cuidadores pueden tener efectos duraderos y transferibles a lo largo de la
vida con el resto de los miembros de la sociedad, especialmente con los vínculos íntimos.
Afortunadamente, dada la neuroplasticidad del cerebro, la impronta que nos dejaron nuestros
cuidadores no está grabada en piedra y puede ser modificada. Primero, reconociendo la existencia de
estas formas de comportamiento, y segundo, con entrenamiento.

Un coro afinado | Resonancia de positividad


Algo fascinante que sucede durante la crianza es la sincronización de los estados internos entre la cría y
la persona cuidadora. Durante más de 40 años, el psiquiatra Myron Hoffer identificó este proceso en el
cual la fisiología de la cría es regulada a través del contacto, el olor corporal y los ritmos corporales
(como los ciclos de sueño-vigilia) de la persona cuidadora, al mismo tiempo que esta entiende lo que
está haciendo, sintiendo e incluso pensando su bebé. Este fenómeno se llama sincronía bioconductual y
es el motivo por el cual la persona cuidadora principal puede saber lo que el bebé necesita a pesar de
que para las demás personas no sea algo evidente. Cuando hay sintonía entre la cría y la persona
cuidadora, ambas experimentan emociones agradables, pero cuando esa sintonía está ausente, el bebé
mostrará signos de estrés, como el llanto, que indican la necesidad de volver a sintonizar.

Dicho fenómeno ocurre gracias a la presencia de las neuronas espejo, las cuales conforman un circuito
neuronal particular que nos otorga la capacidad de simular (de manera automática e inconsciente) los
estados motores, afectivos y mentales de la otra persona, facilitando así una forma de percepción
indirecta, un “acceso” al estado interno de quien tenemos enfrente. Como se mencionó anteriormente, lo
que ocurre durante la crianza es reciclado para otras situaciones, y la sincronización no es la excepción.

La sincronización bioconductual entre la madre (o personas cuidadora) y su cría es un proceso clave


para el correcto desarrollo del sistema nervioso autónomo, es decir, el sistema nervioso encargado de
hacer todas las cosas que hacemos sin ser conscientes de ello, como respirar, dormir y comer. También
es responsable de nuestra respuesta ante el estrés (sistema de alerta) y de volver a la tranquilidad y
sentirnos como en casa dentro de nuestro cuerpo cuando no estamos en peligro (sistema de calma). Un
desarrollo disfuncional del sistema nervioso autónomo generará respuestas poco efectivas ante los
estímulos provenientes del entorno, incluyendo a las relaciones interpersonales. Afortunadamente, este
importantísimo sistema también se puede reeducar.

Si alguna vez cantaste en grupo de manera afinada, seguro sentiste cómo el sonido se hacía más
fuerte. Esto se debe a que las ondas de sonido emitidas por vos y por el resto del coro, cuando son
parecidas, se suman unas a otras, lo que genera una amplificación que se siente incluso en el cuerpo.
Cuando experimentás amor, algo parecido ocurre en tu cerebro y en el de la otra persona. En primer
lugar, al compartir con otra persona una o más emociones positivas: pasarla bien, sonreír, divertirse,
compartir desafíos que generen orgullo. En segundo lugar, al sincronizar la propia bioquímica y
comportamiento con esa persona: sentir lo mismo a nivel físico (aumento de la frecuencia cardíaca,
respiraciones profundas) y que se activen los mismos sectores del cerebro y hormonas. Y en tercer
lugar, al manifestar interés en esa relación, lo que lleva a su vez a un interés mutuo. Esto quiere decir
que, a diferencia de otras emociones, el amor no es una emoción privada, sino una experiencia
compartida. La psicóloga Bárbara Fredrickson llama a este fenómeno resonancia de positividad.

Unos minutos de éxtasis | El amor como emoción

Adoración, afecto, agrado, amabilidad, ansia, aprecio, atracción, calidez, cariño, compasión, deseo,
deslumbramiento, embelesamiento, encanto, pasión, simpatía, ternura… Suelen ser palabras que
utilizamos y que representan lo mismo: el amor, esa emoción que nos lleva hacia otras personas en
búsqueda de conexión. Nos impulsa a acercarnos, a conocernos, a hablar, a compartir. Si bien solemos
utilizar distintas palabras que nos darían la impresión de que hablamos de cosas distintas, veremos que,
al tener los mismos disparadores, las mismas reacciones en nuestro cuerpo y los mismos impulsos que
nos mueven, todas esas palabras, al final del día, están refiriendo al mismo circuito emocional.

Como mencioné al principio, el amor puede entenderse desde diferentes perspectivas, y una interesante
es verlo como una emoción. Desde esta perspectiva, y como toda emoción, el amor es un fenómeno
pasajero (su duración se mide en minutos, no en meses o años). Además, como todas las emociones, el
amor cambia también tu mente: amplía la conciencia del entorno y el concepto de uno mismo, da una
sensación de trascendencia, nos conecta con otros seres y con lo que está más allá de nosotros
mismos. Esta emoción tiene la capacidad de hacer más permeables los propios límites, abriendo la
capacidad de ver a las demás personas y sentirnos seguros. Esto puede sonar un poco hippie, pero su
explicación es medible: la oxitocina es la responsable de estos efectos, y su actuación es fundamental
para apagar el sistema de alarma y propiciar la relajación y la entrega propia del amor. Pero esta
sensación expansiva y trascendente también es efímera.

Amor ciego | El manejo eficiente de la emoción

Como toda emoción, el amor genera un sesgo cognitivo en quien lo siente, es decir, un error sistemático
a la hora de analizar datos. Por eso, desde la perspectiva de la gestión emocional, y cuando juzgues
que el contexto así lo requiera, el algoritmo que vimos en el capítulo 4 puede servirte como una
herramienta útil.

Entender nuestra experiencia interna y poder actuar de manera efectiva es de suma importancia. Como
vimos en otros capítulos, el desconocimiento de nuestra emocionalidad conlleva a quedarnos en los
automatismos propios de las emociones, perdiendo la capacidad de actuar según nuestros valores. El
amor, entendido como una emoción más, puede generarnos grandes problemas si no lo manejamos
adecuadamente.

¿Cómo saber si es efectivo seguir los impulsos de la emoción amor? Quizás estas preguntas puedan
orientarte para determinar si es o no una buena idea darle rienda suelta:

Me quiere, no me quiere | Refuerzo intermitente

El contacto con otros seres humanos activa el circuito cerebral de recompensa mediante la liberación de
dopamina. Este circuito se caracteriza por sufrir fenómenos de tolerancia y saciedad, de manera similar
a lo que ocurre con las drogas y la comida: se activa frente a la novedad y a la posibilidad de estar en
contacto con elementos interpretados por el cerebro como necesarios para la supervivencia, pero con
las sucesivas exposiciones ocurre una adaptación al estímulo, y es necesario aumentar la dosis en
intensidad y frecuencia para lograr el mismo efecto.

Desde una perspectiva psicológica (como vimos en el capítulo 3), si aplicamos refuerzos continuos para
sostener un comportamiento, este termina decayendo con el paso del tiempo porque nos saciamos.
Ahora bien, si querés sostener ese comportamiento, tenés que brindar el refuerzo de manera
intermitente. Es decir, a veces sí, a veces no. Esta forma de reforzamiento evita que se desarrolle la
tolerancia en el circuito de recompensa.

Cuando una persona nos brinda un refuerzo continuo, o sea cuando es siempre complaciente, cuando
siempre quiere estar con nosotros, o cuando se tiene una relación “simbiótica” en la que una de las
personas hace siempre lo que la otra quiere, la persona complaciente de la relación pierde gracia para
la otra. En cambio, cuando el refuerzo es intermitente, esa persona se mantiene interesante. Algunas
personas, de manera intuitiva o bien de manera muy consciente, se dan cuenta de esto y saben cómo
mantener enganchada a la otra persona con refuerzos intermitentes. Por supuesto, esto es una espada
de doble filo. Algunas lo utilizan para seducir: manejan bien los tiempos en los que contestan mensajes
o no, o mantienen un poco de misterio. Otras personas otorgan refuerzos intermitentes simplemente
como consecuencia de mantenerse genuinas: no siempre concuerdan o aprueban todo, dicen
claramente lo que quieren y lo que no, lo que les gusta o lo que no les gusta. Tienen sus propios planes
y proyectos, estén o no en una relación.

Sin embargo, otras personas pueden someter a otros a un sistema de refuerzo intermitente, a veces
más extremo, por su propia desregulación emocional o por su falta de habilidades para manejar el amor.
Cuando están estables, de buen ánimo, te contestan los mensajes, te prestan atención, se muestran
amables. Cuando están desreguladas, no contestan, a veces por días. Luego, cuando se les pasa este
estado, pueden ser personas extremadamente cariñosas, que te vuelven a enganchar. Uno tiene la
sensación de estar viviendo siempre en una montaña rusa, y los momentos buenos son muy excitantes.
En este tipo de situaciones frecuentemente se generan relaciones abusivas.

Más que tóxico | Identificar relaciones abusivas


El término “relaciones abusivas” describe relaciones de violencia en la pareja, sea en forma emocional,
física o sexual. El abuso puede tener lugar en persona, en línea o mediante mensajes de texto, o a
través de un tercero. Las conductas abusivas y controladoras pueden ser de distintas formas, como
monitorear el uso del teléfono celular de una pareja, decirle lo que puede vestir, controlar dónde y con
quién sale, manipular el uso de anticonceptivos y otras conductas posesivas, y presentar violencia
física, sexual, verbal o económica. Como profesional de la salud mental, no puedo dejar de mencionar
esto, ya que las relaciones abusivas se enmarcan en el enorme problema social de la violencia de
género contra mujeres y diversidades, con implicancias individuales gravísimas en la vida de quienes
sufren abuso. Existe un enorme y valiosísimo trabajo de teorización sobre este tema. Aquí, me limito a
resumir algunas directivas terapéuticas que se suelen trabajar con pacientes a la hora de lidiar con
relaciones abusivas:

1. Definí el problema. Una relación abusiva tiene la capacidad de destruir aspectos de tu persona, por
ejemplo, tu integridad física, tu autoestima o tu felicidad; tu tranquilidad o tu capacidad para cuidar a
otros; puede afectar tu vida, tu libertad, tu dignidad, psicológica o sexual, tu situación económica, tu
seguridad, tu acceso al trabajo, a la educación o a la atención médica.

2. Decidí si poner fin a la relación estando en un estado de equilibrio interior, nunca en un estado de
mente emocional, donde la emoción tiene el control.

3. Anticipate. Preparate de antemano para resolver un problema y ponerle fin a una relación. Si vas a
tener una conversación, preparate antes pensando qué es lo peor que puede pasar y cómo vas a actuar
en ese caso.

4. Decí claramente lo que querés, lo que te gusta y lo que no te gusta.

5. Tu seguridad está primero: resguardate. Antes de dejar una relación altamente abusiva o peligrosa,
llamá a la línea 137, 144 o envía un mensaje al WhatsApp 11-2771-6463, o a familiares o amistades
para obtener ayuda.

El norte de la brújula | El amor como valor

Desde la terapia de aceptación y compromiso, el amor puede ser entendido como un valor. Desde esta
perspectiva, el amor trasciende la emoción (que por definición es efímera), y es la nafta de las
relaciones interpersonales a largo plazo, tanto en la pareja, como en la familia, con amistades y
personas conocidas. En ese sentido, podríamos considerar el valor amor como uno de los factores que
más contribuyen a nuestro bienestar al ser el motor de las relaciones interpersonales, uno de los cinco
pilares del bienestar para la psicología positiva, como ya vimos al principio del libro.

Sin ser exhaustivo, ya que esto requeriría de un ensayo entero (y no soy yo la persona idónea para
escribir un tratado sobre el amor como valor), quisiera retomar una herramienta de la terapia de
aceptación y compromiso para fortalecer los vínculos de amor, ya sean con amistades, familiares, pareja
e incluso con seres no humanos: las acciones comprometidas. Como vimos, estas son cosas
accionables, concretas, que podés hasta incluir en una agenda para no olvidarte de hacer, y que se
alinean con tus valores. En la práctica, las acciones comprometidas son la forma en la que nos dirigimos
hacia la dirección que elegimos.

Por ejemplo, no sé si lo notaste, pero ahora tenés 66 años. Te jubilaste el año pasado, y si bien estás
feliz de tener más tiempo para tus hobbies, también empezaste a ver menos a tus amistades del trabajo,
con quien antes compartías todos los días de la semana y tenías muy buen vínculo. Era parte de la
rutina tomarse un descanso y compartir un café, hablar de proyectos, de problemas personales, y,
aunque no te dieras cuenta, funcionaba como un valioso grupo de apoyo y pertenencia. Pero ahora
pasás los fines de semana en soledad. Al principio lo disfrutabas y aprovechabas para leer; ahora sentís
que te falta algo. Entonces, si para vos cultivar las amistades es un valor importante, podrías pensar en
realizar un conjunto de acciones comprometidas como juntarte más con tus amistades (o hablar más por
teléfono si la presencialidad está limitada), hacerles algún regalo o invitarlos a algún plan. A veces,
compartir una experiencia (ir al teatro, al parque, probar una receta nueva) puede ser una gran excusa
para reencontrarse. Como vimos en el capítulo 2, en la práctica, puede resultar difícil abordar valores,
que por su naturaleza son abstractos. Por eso, es útil plantearse pasos más concretos. De esta forma,
las acciones comprometidas te van a permitir materializar tus valores.

Capítulo 3.1 Efectividad interpersonal

Nacemos y vivimos en un mundo lleno de otras personas, y la forma en la que nos manejamos con ellas
determina, en gran medida, nuestra calidad de vida. No debería ser sorpresa para nadie (y, de hecho, lo
mencioné en el capítulo sobre felicidad), pero a diferencia de los animales mamíferos solitarios, como
los tigres, los osos o los rinocerontes, nuestra especie es sociable por naturaleza, lo que quiere decir
que amucharnos en tribus ha sido importante para nuestra supervivencia desde hace largo tiempo.
Debido a esto, nuestro cerebro (y todo el sistema nervioso) está “programado” para vincularnos.
Actualmente, varios investigadores sostienen que el cerebro humano, principalmente la corteza
prefrontal, ha evolucionado principalmente para poder calcular las múltiples variables que se juegan a
nivel social. Esta región es la base biológica de las funciones ejecutivas y de la cognición social, entre
otras funciones.

Al igual que ocurre con el hambre o el sueño, poseemos circuitos neuronales específicos que se activan
y desactivan para buscar el equilibrio en la interacción afectiva (o de homeostasis social). Esto implica
que, así como hay circuitos que se activan cuando nos vinculamos, también hay circuitos que se activan
cuando esos vínculos se rompen, como en una ruptura sentimental, el fallecimiento de un ser querido o
el alejamiento de las amistades. Por ejemplo, uno de los efectos generados por el encierro durante la
cuarentena por COVID-19 fue el deseo de ver a nuestros seres queridos, acompañado por la angustia
de no poder hacerlo. Este es un proceso causado por la activación de estos circuitos neuronales a fin de
satisfacer la necesidad de vincularnos. Y es que las relaciones íntimas y de apoyo con los demás son
un aspecto esencial del bienestar.

Los momentos más significativos de tu vida | Relaciones interpersonales

La importancia de las interacciones sociales tiene tanta relevancia que, si te pones a pensar, es
altamente probable que los momentos más significativos de tu vida se hayan dado en un contexto de
relación con otras personas. Esto aplica tanto para las experiencias agradables como para las
desagradables. Atravesar momentos difíciles de forma solitaria no es lo mismo que tener a alguien que
nos sirva de sostén emocional, a quien poder pedirle ayuda. Seguramente, yo no habría podido
recibirme si no fuera porque estudié con amigos, compartí con ellos los nervios antes de rendir un
examen y pude pedir ayuda para no bajonearme las veces que no me fue tan bien como esperaba.
Tampoco hubiese sido posible si mi familia no me hubiese brindado los medios de mantenimiento, tanto
los básicos (comida y techo), como los afectivos (apoyo y ánimo en los momentos de agobio o
frustración). De la misma manera, las situaciones simples de la vida pueden ser mágicas cuando las
hacemos con otras personas. Ver una película, comer o hacer deporte con seres queridos son
experiencias totalmente distintas que cuando las hacemos en soledad.

Podemos pensar que no se habla mucho de relaciones interpersonales porque pareciera que estas se
dan o no se dan: me llevo bien con una persona y establezco una relación más duradera, o no.
Parecería que no hay que poner mucho esfuerzo en esto: se dan de manera espontánea y natural, o no
se dan. Sin embargo, las relaciones demandan mucho trabajo, y formar vínculos saludables es un arte
que se puede aprender. A las relaciones hay que cuidarlas, y eso suele ser lo más difícil.

Por otro lado, en muchas oportunidades, las relaciones con otras personas son complicadas. Sin ir más
lejos, en los ámbitos laborales, la mayoría de los problemas se dan por conflictos interpersonales: es
probable que de tu último trabajo recuerdes más los problemas o roces con tu jefa, un colega o el de
recursos humanos que los nervios por el cumplimiento de alguna tarea. ¿Te pasó alguna vez que por
haber transmitido alguna opinión perdiste un trabajo, te peleaste con una amiga o un familiar se fue de
un grupo de WhatsApp? Atender a nuestras relaciones significa cuidar los modos de decir, saber pedir
cosas, decir que no, escuchar lo que la otra persona piensa y quiere, e intuir lo que siente.

Si bien la dificultad de las relaciones interpersonales se sustenta en las diferencias entre las personas
(sería muy fácil llevarnos bien si fuésemos exactamente iguales, porque no habría conflictos), estas se
potencian por la carencia de habilidades para lidiar con ellas. Para relacionarme de manera efectiva con
mi jefe, con mi pareja o con el técnico del soporte del wifi, es importante tener en cuenta que yo no
siempre tendré la razón y que mi mirada de la situación no siempre es la objetiva. Además, siempre es
bueno saber balancear la aceptación de una situación y la búsqueda de cambio: por más que tenga
todas las habilidades para cambiar un comportamiento y conseguir un objetivo, a veces simplemente
hay que aprender a ser pacientes y aceptar que las demás personas son como son y tienen sus
tiempos. Esto es una parte muy importante de la efectividad interpersonal.

Iniciar y sostener buenas relaciones sociales es una cuestión de esfuerzo y práctica constante, de
ejercitarse en ello. Para ser efectivos interpersonalmente, se requieren algunas habilidades que nos
permitan vincularnos sin maltratar a nadie pero sin ser sumisos ni perder nuestro autorrespeto. A eso
nos dedicaremos en este capítulo.

Yo no soy así… | Nuevas habilidades

Frecuentemente, en mi práctica clínica, cuando enseño las habilidades destinadas a mejorar las
relaciones interpersonales, muchas personas sienten que no están siendo auténticas, genuinas o que
no son ellas mismas, como que están actuando. Se refieren a que en la cotidianidad no reaccionan ante
un problema interpersonal como yo les sugiero, y hacerlo parecería traicionar su esencia o identidad.
Suelo escuchar cosas como “yo voy de frente”, o “yo vengo de una familia tana y las cosas se dicen sin
pelos en la lengua”. En parte tienen razón, porque lo que yo estoy proponiendo es distinto a lo que
vienen haciendo la mayoría de las veces, así que es lógico que resulte contraintuitivo. Por eso, antes de
pasar a las habilidades propiamente dichas, me parece importante hacer algunas aclaraciones al
respecto.

En primer lugar, el concepto de ser personas genuinas o auténticas a veces se presta a malos
entendidos. Debería quedar claro a esta altura del libro que hacer lo primero que se me pasa por la
cabeza o seguir cualquier impulso que envía mi cerebro no siempre es efectivo, y generalmente causa
problemas. Nos guste o no, nuestro comportamiento en sociedad está siempre condicionado por reglas
más o menos estrictas, más o menos explícitas, por lo que no da lo mismo que vivamos haciendo lo que
nos surge. Lo mismo aplica para cualquier reacción emocional o para la forma de decir las cosas. No da
igual cómo se dice, a quién se dice y en qué momento se dice.

En segundo lugar, como vimos en el capítulo sobre el amor, la forma que tenemos de vincularnos se
aprende durante nuestro desarrollo en la infancia a partir de las experiencias y el modelado que
tenemos de parte de nuestros cuidadores. Yo suelo hablar, caminar y hasta hacer chistes muy parecidos
a los que dicen mis familiares, amistades, docentes o cualquier persona significativa con la que haya
interactuado. Pero el aprendizaje no se termina ahí, ya que es continuamente reescrito según las
distintas experiencias sociales que vamos teniendo en la vida. Si logramos aprender de la experiencia,
nuestras interacciones sociales se van volviendo cada vez más efectivas. Por supuesto, mientras más
unidas estén a emociones, más impacto tendrán dichas experiencias en nuestro comportamiento.
Pensá, por ejemplo, en tu primer amor. Para mucha gente esta es una experiencia agridulce, pero
probablemente estaremos de acuerdo en que aprendimos mucho sobre la vida. Además, a veces no se
puede aprender de otra manera.

Lamentablemente, muchas relaciones parentales, profesionales o románticas son disfuncionales y


moldean nuestros malos hábitos para relacionarnos. En ese sentido, en mi consultorio también suelo
escuchar cosas como “en mi época esto siempre se manejó así” o “en mi casa papá decía algo y todos
hacíamos caso”. Como ya dije anteriormente, hay frases insertas en la cultura que son repetidas y que
tienen más para enseñarnos sobre las visiones sesgadas en torno a las relaciones interpersonales que
sobre la realidad en sí. Afortunadamente, es posible modificar los patrones aprendidos. No es que
vamos a “desaprender”, sino que vamos a incorporar nuevas conductas o habilidades. Vamos a
modificar hábitos, comportamientos repetidos durante un tiempo determinado. Es decir, no estamos
hablando de lo que me define como persona, de mi esencia como ser humano (los valores). Por lo
tanto, los hábitos o comportamientos interpersonales se pueden modificar sin que sientas que te estás
traicionando.

Siguiendo esta idea, es bueno repasar el concepto de habilidad. Acá vamos a entenderlo como algo que
se aprende, que se observa en otras personas, que se practica, que se adquiere, y que mientras más se
practica, mejor sale. Como un golpe de karate, twerkear, tocar un instrumento o coser. Es cierto, hay
gente que por su biología o por su historia de aprendizaje puede que la tenga más fácil, pero siempre
hay espacio para mejorar.

Es lógico que, cuando comenzamos a practicar nuevas habilidades, al principio sintamos como que
actuamos, como que no nos sale con naturalidad. Esto no se debe a que no somos así o asá, sino
justamente a que nos falta práctica. Nadie supone, cuando empieza a tocar el piano, con la dificultad
natural de los comienzos, que le saldrá con naturalidad, como si fuese Marta Argerich desde la primera
vez: al día de hoy, incluso ella practica varias horas por día en su piano. Cuando la vemos tocar,
podemos pensar que ella sí que es natural, pero no debemos olvidar que en realidad estamos viendo
una unión entre un gran talento y mucha disciplina. Esto mismo ocurre con las habilidades prosociales:
al principio, debemos practicarlas y no nos salen con naturalidad, y luego son parte nuestra. Con
entrenamiento y exposición, tanto individuos extrovertidos como introvertidos pueden volverse más
eficaces.

Los zapatos ajenos | Empatía

Dentro de las habilidades a desarrollar, quizás la más importante sea la empatía. Existen muchas
definiciones de empatía, pero todas coinciden en el siguiente aspecto: “sentir lo que otra persona siente,
ponerse en sus zapatos”. La empatía suele describirse con dos componentes. Uno es la capacidad de
comprender los estados emocionales de las demás personas, lo que supone un componente cognitivo.
Esto implica entender, por ejemplo, que es lógico que alguien se ponga triste si sufre una pérdida. El
otro es el componente afectivo, que consiste en percibir el estado en el que se encuentra la otra
persona: en este caso, uno puede llegar a sentir esa tristeza del otro, en mayor o menor medida.

La empatía es como cualquier otra capacidad: en un punto, nacemos con ella, pero también puede
desarrollarse. Incluso personas que nacieron con alguna particularidad en sus cerebros que les dificulta
el desarrollo de la empatía, como aquellas con Trastornos del Espectro Autista, también pueden mejorar
con el entrenamiento. Varios estudios señalan que la empatía contribuye a la mejora de las habilidades
y, más concretamente, al comportamiento que nos lleva a actuar para beneficiar a otras personas y no a
nosotros mismos.

Total interferencia | Variables que interfieren en nuestras relaciones

Tener muy buenas habilidades interpersonales no es fácil ya que muchos factores interfieren en esto. Lo
importante es que los conozcas y que puedas identificar qué pasó si una interacción no tuvo el resultado
que esperabas. Algunas de las variables que interfieren en nuestras relaciones son:

● Falta de habilidades: no sabés qué decir o cómo actuar, cómo comportarte para alcanzar tus
metas.

● Indecisión: no sabés si pedirle a alguien mucho o nada, si ceder en todo o negarte a cualquier
cosa.

● Interferencia de emociones: hay veces que las emociones te nublan la mente y te incapacitan
para actuar de la forma en que querés. ¿Me enojo demasiado como para usar mis habilidades? ¿Mis
emociones son tan intensas que me cuesta lidiar con ellas y poder usar mis habilidades?
● Priorización de metas a corto plazo sobre las de largo plazo: por no caerle mal a alguien,
terminás haciendo algo que no querías, o por querer algo ya mismo, terminás tratando mal a alguien.

● Interferencia del ambiente: por más que seamos muy habilidosos, hay cosas que no dependen
de nosotros, por lo que quizás no alcancemos las metas interpersonales que quisimos. Muchas veces el
ambiente (por ejemplo, la presencia de personas que son más poderosas que yo) es más fuerte que mis
habilidades.

● Mitos interpersonales: creencias rígidas, suposiciones, pensamientos como “si pido esto, no voy
a caer bien”, “van a pensar que soy estúpido”, “en realidad no me merezco esto”, “seguro lo voy a hacer
mal”, “si pido ayuda, van a pensar que soy débil”.

Paso a paso | Prioridades

Antes de elegir qué herramienta utilizar, debemos decidir cuál es nuestra prioridad para determinada
interacción interpersonal, y dependiendo de eso, utilizaremos una, dos o tres habilidades. Para hacerlo,
podemos plantearnos las siguientes preguntas.

● ¿Qué resultado o cambio específico quiero de esta interacción? Puede ser lo que la otra persona
debe hacer, dejar de hacer, aceptar, comprender, o a qué se debe comprometer. Es importante que el
objetivo sea lo más específico posible. Cuanto más claridad consigas respecto a qué querés, más fácil
será aplicar la habilidad correspondiente.

● ¿Cómo quiero que la otra persona se sienta acerca de mí después de que termine la interacción
(ya sea si obtengo o no los resultados o los cambios que quiero)?

● ¿Cómo quiero sentirme yo mismo después de que termine la interacción (ya sea si obtengo o no
los resultados o los cambios que quiero)?

Cada uno de estos puntos de arriba se corresponden a una de las habilidades interpersonales que
veremos a continuación, y el punto que prioricemos (conseguir algo o decir que no, mejorar una relación
o cuidar el autorrespeto) nos ayudará a seleccionar una habilidad. Una vez establecida la prioridad,
procedemos a utilizar la herramienta.

Tres problemas | Tres soluciones

Según la terapia dialéctico conductual, en las relaciones interpersonales nos podemos encontrar con
tres problemas principales para los cuales se pueden aplicar tres habilidades específicas; estas son
útiles para aplicar con cualquier persona, más allá del vínculo: con nuestros amigos, pareja, madre,
colegas, e incluso en relaciones menos cercanas. A fines mnemotécnicos, Marsha Linehan agrupó y
codificó estas habilidades en siglas que representan palabras (en inglés y en castellano): DEAR MAN,
GIVE y VIDA. Por rigor y respeto a su trabajo, así como por la posibilidad de que la mnemotecnia te
sirva a vos también, respetaré esas siglas en la explicación:
Una aclaración importante antes de avanzar. Estas habilidades no hipnotizan a quien tengas enfrente.
Están pensadas para mejorar las relaciones interpersonales, no para dominar, estafar o vencer en
discusiones a quienes te rodean. Además requieren de mucha práctica. No te frustres si las cosas no
salen tal como esperabas y seguí entrenando a pesar de no obtener resultados inmediatos. Con el uso
irás aprendiendo y te saldrán cada vez con más naturalidad. Al mismo tiempo, tené en cuenta que estas
habilidades también se enseñan a personas con importantes problemas de salud mental, que logran
usarlas y mejoran sus relaciones interpersonales.

DEAR MAN | Pedir algo o decir que no

Esta es una habilidad muy útil para lograr que los otros hagan lo que les pedimos, negarnos a pedidos a
los que no deseamos acceder, resolver conflictos interpersonales, y hacer respetar tus derechos,
opiniones y puntos de vista. Sin embargo, estas son herramientas, no llaves mágicas. No te estoy
brindando el gran secreto de la humanidad.

A la hora de tener una conversación difícil, puede ser útil seguir los pasos de la habilidad en el orden
que se presenta a continuación, pero eso no es excluyente.

D: Describí la situación tal cual es. Ajustate a los hechos. En un primer paso, anotá todo aquello que
quisieras transmitir, sin juzgar, sin interpretar; luego, seleccioná lo que eliminarías de tu discurso. Una
buena estrategia es solo decir lo que podrías filmar con una cámara. Ejemplo: “Desde que nos
encargaron hacer este proyecto, solo tenemos la parte que a mí me tocaba hacer según cómo nos
dividimos. El proyecto se entrega la semana próxima. Hace 5 días les pedí sus partes, y al día de hoy
nadie me las entregó.”

E: Expresá tus opiniones y emociones. Las comunicaciones suelen ser más asertivas cuando incluimos
nuestras emociones en el discurso. Qué siento, cómo me sentí. Considerá que la otra persona no tiene
por qué saber ni conocer de antemano tus emociones. Ejemplo: “Ver que no hacen ningún avance me
hace sentir que realmente no estamos trabajando en equipo y yo no siento que me valoren. Entiendo
que cada quién tiene distintas cosas por hacer además de esto. Y si bien nos quedan algunos días
antes de la fecha de entrega, de verdad me preocupa que no lleguemos o que yo termine haciendo todo
el trabajo, y eso no me gustaría”.

A: Sé Asertivo en tus pedidos o cuando decís que no. Las otras personas no tienen la capacidad de leer
nuestra mente, no saben y quizás no pueden imaginarse lo duro que es para vos decir que no o
hacerles un pedido. Ejemplo: “Me gustaría que hagan su parte del trabajo y me la envíen mañana a la
mañana, antes de las 11. ¿Es posible?”.

R: Reforzá tu pedido explicándoles a las demás personas los efectos positivos y negativos de acceder o
no a tu pedido. Ayudá a que la otra persona se sienta bien accediendo, premiala. Ejemplo: “Pienso que
esto nos va a ayudar a estar más organizados, a llegar a la fecha límite y, en definitiva, a terminar este
trabajo tan difícil y sacarnos un peso de encima”.

M: Mantené tu posición, tu objetivo; no te distraigas. Un truco útil es la técnica del disco rayado: reiterá
tu pedido, tu opinión o el “no” una y otra vez. Volvé a repetir los pasos del DEAR varias veces si es
necesario. En este punto también es importante ignorar todo lo que desvíe del objetivo, como
amenazas, agresiones o intentos de cambiar el tema; esto es importante para mantenerse firme en el
mismo lugar, sosteniendo tu punto.

Ejemplo:

A—Entonces, ¿podrían avanzar con su parte del trabajo?

B—¿No tenés otras cosas en tu vida además de este proyecto? Yo tengo otras preocupaciones y otras
cosas de las que ocuparme.

A—Entiendo que hay otras cosas de las que preocuparse más allá de este proyecto, muchos temas que
necesitan esfuerzo y tiempo, pero por eso mismo creo que nos va a favorecer ir al día con este trabajo
para no atrasar a los demás, que lo podamos terminar lo antes posible, así podremos ocuparnos de las
otras cosas que tenemos. Por eso te pregunto nuevamente si es posible que avancen con su parte del
trabajo.

A: Aparentá seguridad. Utilizá un tono de voz firme (no bajes la voz, no murmures, usá tu tono habitual)
y una postura física segura (no te encorves, no cruces los brazos, no te comas las uñas). Establecé
contacto visual. Aquí es importante notar nuestras propias emociones. Tener estas conversaciones
siempre es difícil, generan miedo o vergüenza. Por eso la habilidad en concreto es aparentar seguridad,
no sentir seguridad. En el fondo, al hacer el DEAR MAN muchas veces estás aplicando acción opuesta
de estas emociones.

N: Negociá, disponete también a dar para obtener. Ofrecé soluciones alternativas al problema. Ante la
ausencia de soluciones, podés pasar la pelota, que sea la otra persona quien proponga soluciones
alternativas al problema: "¿Qué se te ocurre que podríamos hacer?", "no puedo acceder a tu pedido,
pero veo que para vos esto es muy importante… ¿de qué otra manera podríamos solucionarlo?”.
Ejemplo: “Veo que todos tenemos otros temas de los que ocuparnos, que este proyecto ahora no es
nuestra prioridad y que encima nos queda poco tiempo para la entrega. Podríamos redistribuir las partes
del trabajo que tenemos asignadas si el problema es que quizás no nos sentimos cómodos con lo que
nos tocó. Incluso podemos agruparnos. Yo puedo ayudar a alguien con otro tema. ¿Se les ocurre alguna
otra solución?”.

GIVE | Mejorar la relación interpersonal

Hoy en día se conoce mejor qué factores hacen que se genere conexión en una interacción entre dos
personas y cuáles tienen el efecto contrario. En general, cuando alguien nos cae simpático, es porque,
consciente o inconscientemente, usa los elementos de esta habilidad. Espero que sepas apreciar que,
ahora sí, te estoy facilitando uno de los grandes secretos de la humanidad.
G: Sé Gentil. No ataques, no amenaces, no juzgues. Expresá tu enojo de otra forma, tolerá un “no” por
respuesta, no hagas juicios. Sonreí, hablá en un tono de voz lento, pausado, grave. Esta forma de
hablar no denota enojo, es más, puede ser acción opuesta del mismo. A menudo, en salud mental, los y
las profesionales pensamos que tenemos que hablar de cosas muy complejas y profundas con la gente,
pero a veces simplemente tenemos que recomendarles cambiar la cara. Hay gente cuya expresión
siempre es más seria que la del promedio de las personas: no sonríe, o tiene gestos desagradables,
generalmente involuntarios. En estos casos es útil practicar sonreír.

Dentro de este punto hay una subhabilidad que solemos nombrar quienes nos dedicamos a la clínica: el
AJÍ. Se expresa en negativas:

No Aconsejes

No Juzgues

No Interpretes sin que te lo pidan

Esta es la típica situación que genera que padres y madres se distancien de los hijos e hijas sin que los
primeros hayan hecho algo particularmente traumático. A veces, simplemente, hacen todo lo contrario al
AJÍ, incluso varias veces por día. Alguna vez escuché que una madre le decía a su hijo adolescente:
“estás todo el día con el teléfono, te va a hacer mal, te hace adicto, cada vez más tonto” e incluso “creo
que en el fondo estás vacío por dentro y querés llenarte de todas esas cosas que ves…”. Antes de decir
algo así, cómanse un AJÍ. Estas conversaciones, fuera de tiempo, fuera del contexto adecuado, solo
generan distancia.

I: Actuá de manera Interesada. Escuchá lo que la otra persona tiene para decir, su punto de vista y sus
argumentos. No interrumpas ni le hables encima. No mirés el celular mientras te hablan, mirá a los ojos
y poné cara de interés.

V: Validá. Reconocé las emociones, deseos, problemas y dificultades de la otra persona. Esta es
probablemente la habilidad más importante de este grupo. Buena parte de los malentendidos entre las
personas se dan porque solemos saltar impulsivamente a decirles qué tienen que hacer sin haber
dedicado tiempo a entender lo que les pasa. En la sociedad occidental tenemos mucho entrenamiento
en resolver problemas y nos cuesta saber escuchar. Validar es la forma de practicar una empatía activa.
Es buscar lo que hay de cierto en casi todo lo que pasa. Es mostrarle a la otra persona que estoy
haciendo un esfuerzo por entenderla. Esto, por supuesto, no quiere decir que estemos de acuerdo o nos
guste lo que la otra persona dice o hace, sino que intentamos entenderla.

Por ejemplo, ante una pareja que llega a casa cansada, de mal humor, luego de preguntarle qué le
pasa, por qué se siente así, podemos decirle cosas como “entiendo que estos meses fueron muy
complicados en el trabajo, tu jefa te estuvo llamando muy seguido, estabas con cierres en el laburo y
eso te preocupa y te cansa. Es lógico que vengas a casa y no quieras pensar en otra cosa más que en
descansar. Debe ser difícil manejar toda esa presión. Por otra parte, siento que no has tenido buenos
tratos conmigo y que no me estuviste dando la atención que necesito. No quiero agregarte más
exigencias a las que ya tenés, pero me gustaría que tengamos un trato más cariñoso y si necesitás, que
me digas lo que te gustaría que yo haga para ayudarte a descansar”.

Notá que este ejemplo conecta más de una habilidad. Las primeras tres oraciones del entrecomillado
son validaciones. Las otras dos son partes del DEAR MAN. En general, me animo a decir que en toda
interacción humana hay que empezar por validar.

Si te interesa especialmente este tema, te cuento que existen seis niveles o formas de practicar
validación:

1) Prestar atención. Estar atento a la otra persona y no mostrar aburrimiento, enfocar la atención. Al
prestarle atención a la otra persona, la tratamos como alguien importante y relevante, y le indicamos
que está siendo escuchada y mirada.
2) Reflexionar. Repetir lo que la persona dijo o hizo para asegurarnos de haber entendido correctamente
lo que la persona nos quiso transmitir. Estar abiertos a correcciones. Reflejar lo que la otra persona dijo
no implica aprobación.

3) Leer lo no dicho. Observar el lenguaje corporal, lo que la persona no dice. Empatizar y tratar de
entender la vida desde su punto de vista.

4) Comunicación y entendimiento de las causas. Chequear si lo que la persona siente, piensa o hace es
consecuente con sus experiencias pasadas y con su situación actual, más allá de si estamos de
acuerdo o no con sus conductas.

5) Reconocer lo válido. Validá los sentimientos de la otra persona, sus respuestas y pensamientos: son
lógicamente correctos o efectivos para los objetivos que quiere alcanzar y encajan con una respuesta
lógica a su realidad actual. El comportamiento de la persona tiene sentido porque es una respuesta
razonable a su situación actual.

6) Demostrar igualdad. No subestimar ni sobredimensionar a la otra persona. Tenerle fe, correr el riesgo
de creerle. El otro es capaz de tener comportamientos razonables y efectivos.

E: Easy manner. Tranquilizá a la otra persona, sonreí, hacé uso del humor. En general siempre nos cae
más simpática la gente graciosa, que sonríe, que hace chistes. Alguno podría pensar que a veces el que
trata de hacerse el gracioso en el fondo cae peor. Y sí. Porque ser verdaderamente gracioso (tener
gracia) implica estar atento al contexto, saber elegir el lugar y momento correcto para hacer un
comentario. Pero en líneas generales, rara vez te vas a arrepentir de mostrar un rostro sonriente.

VIDA | Cuidado del autorrespeto

Muchas veces nos veremos en la siguiente disyuntiva: ¿digo lo que opino o siento, sabiendo que puedo
generar discusiones con algún ser querido, o mejor me lo guardo para evitar conflictos? Actuar con
cierta frecuencia en contra de tus valores, no tener en cuenta tus necesidades, y ser demasiado
complaciente son algunos ejemplos de cuestiones que nos llevan a faltarnos el respeto a nosotros
mismos, con el malestar que naturalmente eso genera. Cuando somos fieles a nuestros valores, a pesar
de las dificultades que eso conlleva, solemos sentir orgullo, una emoción muy particular. Por otro lado,
cuando actuamos en contra, solemos sentir culpa. La idea de esta habilidad es equilibrar estas
tensiones: una herramienta para mantener y aumentar el autorrespeto mientras intentamos alcanzar
nuestro objetivo (ya sea pedir algo concreto o mantener una buena relación con determinada persona).

V: Mantené tus propios Valores. Expresalos y defendelos en todo momento. No abandones tus valores
para lograr tus metas. Sé claro en tu posición moral sobre cómo se deberían hacer las cosas
(entendiendo, por supuesto, que algunas cosas son materia opinable). Sobre los valores hemos hablado
mucho en capítulos anteriores, por eso comprenderás la importancia de vivirlos a pesar de las
dificultades que puedan generarnos.

I: Sé Imparcial. Para alcanzar tus objetivos, tratate a vos mismo y a los demás de la misma manera. Hay
gente que tiene dificultades en más o en menos cosas. Por ejemplo, algunas personas muy estudiosas
(y perfeccionistas), a la hora de trabajar en grupo, hacen más tareas que los demás. Otros se
aprovechan de esto, haciendo menos tareas. Ser imparcial es tratar de dividir el trabajo de una manera
justa. Va en contra del autorrespeto cualquiera de las dos situaciones: quien hace de más, luego se
siente usado; quien hace de menos, termina desprestigiándose socialmente.

D: No te Disculpes en exceso por tener una opinión, por tus valores, por pedir algo, por opinar diferente,
por respirar. Pedir disculpas es suponer un error, y es una gran habilidad saber hacerlo en tiempo y
forma. Si la otra persona supone que te equivocaste cuando en realidad no lo hiciste, pedir disculpas es
validar esa suposición, admitir una falta que no es cierta. Esto después nos hace sentir mal con
nosotros mismos. Por otro lado, pedir disculpas de manera frecuente puede ser simplemente molesto
para los demás.

A: Sé Auténtico. No mentir, no exagerar, no omitir. No mostrarse vulnerable cuando uno realmente no lo


está. Ser claro con lo que te gusta y con lo que no te gusta. Aquí también podemos equivocarnos en
más y en menos. Se puede ser una persona inauténtica mostrándose demasiado vulnerable, moviendo
a los demás a través de la culpa o la pena (como en “El comfort del idiota” de Diego Capusotto). Estos
patrones también nos desprestigian delante de los demás, que se terminan cansando y alejando de
quien sigue estos comportamientos.

La otra forma de ser inauténtico es no expresar claramente lo que quiero o me gusta. A veces, más al
comienzo de una relación, tenemos muy en consideración los deseos de la otra persona, intentamos
complacerla y mostramos una imagen de nosotros que no es la real. Eso puede ser efectivo un tiempo,
pero tarde o temprano hay que animarse a ser claros (además, la verdad cae por su propio peso). Esta
falta de autenticidad genera dos problemas: uno es que la otra persona se cansa porque le estamos
dando refuerzo continuo (recordá lo que vimos en el capítulo del amor sobre el refuerzo intermitente). El
otro problema es que, tarde o temprano, termines explotando y te enojes cuando tus necesidades no
son tenidas en cuenta. La claridad siempre tiene recompensa.

Capítulo 3.2 El camino del medio

Si llegaste hasta este capítulo, te felicito. Primero, por tolerarme hasta acá. Segundo, porque se
requiere de mucha valentía para enfrentarse a nuestras sombras, asumir que hay cosas que no nos
gustan, querer cambiarlas, y tener la motivación para ponerse manos a la obra.

Hasta el momento vimos varios conceptos importantes que te van a ser útiles en este trayecto, como
comprender que la felicidad es mucho más que un estado emocional efímero, sino un conjunto de
elementos que deben ser fertilizados y cuidados. También exploramos consejos y herramientas para la
motivación, el cambio y la gestión de nuestras emociones.

Pero a veces es difícil integrar todos estos ingredientes y encontrar un punto medio entre distintas
tensiones a las que estamos sometidos cotidianamente. Sería muy fácil aplicar todas las herramientas
de este libro en un contexto de laboratorio donde todas las variables están controladas (incluso el
tiempo) y en el que solo te tengas que ocupar de ajustar las tuercas de tu conciencia o buscar qué
persona querés ser. Pero la vida es más compleja que eso, el tiempo no se puede detener y la única
constante es el cambio.

Fluir como el agua | Pensamiento dialéctico


El cambio es una realidad fundamental de nuestra existencia y del universo que habitamos. Todo
cambia: las amistades, nuestras emociones, nuestras ideas, nuestro cuerpo, e incluso pueden cambiar
nuestros valores.

Un aspecto esencial del crecimiento personal es asumir que no podemos hacer nada para alterar las
leyes fundamentales de la física (por ejemplo, el cambio, producto ineludible de las leyes de la
termodinámica); aceptar que nunca nos vamos a bañar dos veces en el mismo río nos otorga más
flexibilidad interior. Esta forma de pensar que abraza el cambio se conoce en psicología como
pensamiento dialéctico. Una persona dialéctica es capaz de encontrar puntos medios entre polos que
parecen opuestos, así como de soltar el control; una persona dialéctica entiende que no se le pueden
poner puertas al campo y que no se puede parar el viento con las manos. Este pensamiento es el
corazón de la terapia dialéctico conductual. Por supuesto, no es nuevo, ya ha sido explorado y
desarrollado a lo largo de la historia en muchas filosofías y religiones del mundo. Bruce Lee (ya
mencioné a Steve Jobs y Schwarzenegger, no te vayas a sorprender a esta altura) decía que hay que
ser como el agua que corre, que nunca se estanca. Sin embargo, esta mentalidad está poco entrenada
en general.

En contraposición al pensamiento dialéctico está la inflexibilidad cognitiva, un estado mental que tiende
a ver la realidad en términos de blanco o negro, sin notar cómo todo está en el fondo interconectado,
generando miles de colores y sonidos distintos, cada uno con múltiples matices. De esta inflexibilidad
surgen los extremos, los polos, la rigidez que a veces nos lleva a sufrir innecesariamente porque nos
encasilla en una manera de pensar que no nos permite aceptar y apreciar la realidad tal cual es. Si
querés frustrarte, centrate en las cosas que no podés controlar.

Un ejemplo concreto sobre esto es nuestra propia muerte, un concepto un poco más problemático de
aceptar. Mientras que el cambio constante es una pastilla más fácil de tragar, reconocer que nuestro
recorrido por la vida está atado a la finitud de la existencia suele generar resistencia y evasión en
muchas personas. En líneas generales, a la gente le aterra pensar en su propia muerte, y nuestra
cultura de hospitales, morgues y cementerios-crematorios nos ha alejado de ella, haciendo difícil la
tarea de reconocerla como parte del ciclo de la vida. Es bastante común que las personas que tuvieron
una experiencia cercana a la muerte manifiesten un cambio radical en su visión de la vida y nuevas
habilidades para vivir en el presente, adoptando una actitud mucho más apreciativa, un sentido de
gratitud por varios aspectos que antes daban por sentados. Están agradecidas por sus amistades y su
familia, por estar vivas, por poder percibir y experimentar el mundo que las rodea. Por suerte, no es
necesario tener estas experiencias para hacer estos aprendizajes. Practicar la aceptación de nuestra
propia muerte, y no simplemente pensarla, puede tener muchas enseñanzas asociadas que van a favor
del desarrollo de la flexibilidad interior, como la importancia de no vivir constantemente en el pasado o
en el futuro y poder volver al momento presente. La práctica frecuente de mindfulness nos ayuda a
desarrollar esta perspectiva anclada en el presente, esta atención al “estar vivo”.

Junto al feelgoodismo y otros mandatos culturales mencionados previamente, la baja difusión del
pensamiento dialéctico en la sociedad occidental nos lleva indefectiblemente a permanecer de manera
rígida en un polo de la realidad, lo que nos conduce al sufrimiento por no poder controlar la realidad
interna y externa. Para evitar caer en los polos extremos, necesitamos buscar el equilibrio, un camino
del medio. Esta forma de pensar y de vivir no se logra de un día para el otro, pero es posible entrenarla.

Tom y Jerry | La búsqueda del equilibrio

Todas las personas estamos familiarizadas con los polos opuestos, de hecho, hemos construido
grandes simbolismos alrededor de ellos: blanco y negro, Ying y Yang, Tom y Jerry, Laurel y Hardy. No
debería ser sorpresa, pero estas representaciones son manifestaciones de nuestras mentes, y los polos
pueden aparecer incluso en una misma persona para distintas circunstancias. Algunas personas pueden
estar más cerca de un polo o del otro, pero en general vamos rotando de forma continua.

Marsha Linehan describe distintos estados de la mente que representan polos opuestos que debemos
reconocer para lograr que nos jueguen a favor y no en contra. Estos son la mente emocional y la mente
racional, la mente ser y la mente hacer, la aceptación y el cambio, la autocompasión y la autonegación.
Al igual que las emociones, estos estados mentales son útiles y cumplen funciones específicas, pero
desconocerlos y no contar con un correcto entrenamiento para volver al medio y buscar el equilibrio
puede llevarnos a extremos poco saludables. A veces, un polo puede llevar al otro sin que nos demos
cuenta. Por ejemplo, si nos matamos trabajando en la semana, durmiendo y comiendo poco,
probablemente nos pasemos el fin de semana queriendo dormir, ver series y salir. Por otro lado, si
sentimos que desaprovechamos extremadamente el tiempo, puede que después lo queramos recuperar
trabajando sin parar. Estos ciclos pueden ser de un día, de semanas o de meses.

Mente racional vs. mente emocional

Como vimos anteriormente, las emociones generan un efecto en el pensamiento. Lo sesgan. Nos hacen
ver las cosas a través de un cristal que le otorga un determinado color a la realidad. Así, cuando
tenemos miedo, sentimos que algo malo o peligroso está por pasar; cuando sentimos enojo, tenemos la
certeza de que tenemos razón y de que las cosas tienen que cambiar; cuando nos enamoramos,
pensamos que la otra persona es perfecta. A partir de cierto punto (que puede variar según la persona y
la situación), si nos dejamos llevar por nuestras emociones, podemos cometer grandes errores. La
mente emocional representa un estado mental gobernado por las emociones en donde los hechos y la
lógica se hacen más débiles.

La mente racional es un estado mental en el cual prestamos atención solo a los hechos sin que importe
el contexto, el estado emocional de los otros, nuestros valores y los de las demás personas, y se
ejecuta de manera pragmática y lógica. En el extremo, la mente racional nos hace perder la humanidad
y nos convierte en personas poco efectivas al no considerar a nuestros pares. A veces quienes nos
dedicamos a la medicina encarnamos esta mente cuando solo nos fijamos en variables meramente
biológicas sin detenernos a observar al paciente en su totalidad, como persona, como ser
biopsicosocial.

Siempre necesitamos un poco de las dos mentes. Como hemos visto, a veces puede ser efectivo
dejarse llevar por las emociones, y a veces necesitamos un poco de frialdad y pragmatismo.

Mente hacer vs. mente ser

La mente hacer representa un estado mental que impulsa y orienta a cumplir las metas. Está enfocada
en resolver problemas, cumplir objetivos y hacer lo que sea necesario para ejecutar lo que haya que
hacer. Esta mente compara dónde estás ahora con dónde querés estar en el futuro y cómo querés que
este sea, y también es la que lleva a compararte con los demás. Esta mente es la que nos ayuda a
completar trabajos, planificar y evaluar si estamos viviendo de acuerdo a nuestros valores. Es
importante porque es la que nos ayuda a lograr los objetivos a corto y largo plazo, y más importante
aún, a sobrevivir.

El problema ocurre cuando esta mente nos controla, y empezamos a vivir en modo piloto automático. Al
caer en este extremo siempre estamos haciendo algo productivo, sea o no sea en relación al trabajo,
intentando finalizar la interminable lista de pendientes que tenemos. Así suelen ser las personas que
trabajan largas horas sin parar, para lo cual existe un término: “trabajólico” (o en inglés workaholic,
ambos términos derivados de “alcohólico”). En este estado mental, corremos entonces el riesgo de
olvidarnos del valor del momento presente al focalizarnos solo en el pasado o el futuro, lo que aumenta
la probabilidad de sufrir ansiedad y/o depresión.

La mente ser, en cambio, es un estado mental orientado al presente, a disfrutar el momento sin intentar
cambiarlo ni describirlo. Es la mente de principiante o de la infancia, abierta y curiosa, fascinada por la
novedad. Se focaliza más en lo inmediato y la experiencia momento a momento, aceptándola tal cual
es, y dejando de lado los juicios sobre el pasado y el presente. Esta mente es la que se activa, por
ejemplo, cuando estamos un día lindo en una silla al lado de una pileta tomando sol.

Por más que la mente ser parezca muy bonita y simpática, sus extremos pueden ser tan destructivos
como los de la mente hacer, ya que solo se enfoca en las experiencias inmediatas sin pensar en
objetivos o en las consecuencias de la acción actual o de la ausencia de acción. Demasiada mente ser
puede centrarnos en la experiencia personal a expensas de los demás y sus necesidades. Puede ser
destructiva si hay algo que debe hacerse o un lugar a donde se debe ir y no lo estamos haciendo.
Disfrutar un día en la playa puede ser muy agradable, pero tarde o temprano tenés que abandonar ese
estado para ir a cocinarle a las personas que dependan de vos, pagar la luz, volver a trabajar o
enfocarte en lo que sea que esté alineado con tus valores.

Cambio vs. aceptación

Como te imaginarás, también necesitamos un equilibrio entre el cambio y la aceptación. Demasiado


cambio puede ser agobiante e imposible. Demasiada aceptación se llama “resignación”. Bajar los
brazos, no querer cambiar algo que podemos y debemos cambiar. Y lo cierto es que realmente se
puede cambiar, se puede tener un entendimiento más completo y profundo de nuestro comportamiento
y de nuestras emociones.

Al mismo tiempo, tengo que decirte que no todo se puede ni se debe cambiar. Muchas veces les digo a
mis pacientes que la idea no es que dejen de tener emociones gracias a la terapia. No deben cambiar
tanto como para convertirse en heladeras, no hacemos trasplantes de cerebro. Las personas suelen ser
sensibles, talentosas, especiales cada una a su manera: no quiero que cambien tanto. Probablemente
alcanza con que sepan aceptar sus emociones, su forma de pensar, el dolor propio de tener una vida
valiosa.

Autonegación vs. autocompasión

La autonegación es un estado mental en el cual nos negamos algo, en general con tal de conseguir
alguna meta o vivir un valor. En sí misma, la autonegación no es un problema, es más, es necesaria
para conseguir muchas cosas, y por ese motivo este polo suele ir de la mano con la mente hacer.
Podríamos decir que son distintas caras del mismo fenómeno. La autonegación se vuelve problemática
cuando se torna rígida, como cuando descuidamos nuestra alimentación, el descanso, las relaciones
con los demás y el disfrute. Vivir en este polo y desatender nuestras necesidades nos lleva hacia la
ansiedad y la depresión por agotamiento. Nos quemamos por no permitirnos cargar la batería. Es típico
sentir que entramos en un tubo por la mañana y salimos por la noche, después de haber estado
trabajando en automático todo el día. En este modo, la vida termina teniendo sabor a telgopor. Estamos
siempre corriendo detrás de algún objetivo que muchas veces no sabemos bien por qué perseguimos.
Muchas personas con una programación perfeccionista caen en los extremos de este modo. Más
adelante en este capítulo profundizaré en esto.

La autocompasión, por otro lado, es el estado que nos lleva a querernos y cuidarnos a nosotros mismos,
y se encuentra muy relacionada con la mente ser. Esta mentalidad puede ser particularmente difícil para
mucha gente, porque implica una habilidad para frenar, disfrutar un café y mirar el atardecer, apreciando
la naturaleza y la gente a nuestro alrededor. De nuevo, en sí misma no es mala, pero puede convertirse
en un problema cuando está desbalanceada, cuando pasamos demasiado tiempo dedicados al disfrute.
La autocompasión puede llevar también a la depresión, pero por otro camino: cuando nos concentramos
solo en sentirnos bien y en tener emociones positivas, corremos el riesgo de no generar un proyecto
claro, de no seguir nuestros valores, de generarnos diversas adicciones que impiden nuestro progreso
personal. Construir una vida valiosa lleva sí o sí esfuerzo, sufrimiento, tal como vimos al principio. Si en
tu mentalidad, en tu vida, eso no entra, si te volcaste al disfrute total, es muy probable que termines con
una enorme sensación de vacío. Tarde o temprano las fiestas se terminan.

Muy bien 10 | El perfeccionismo

Al emprender cualquier tarea, la mayoría de las personas quiere hacer las cosas bien, tener los mejores
resultados y, en lo posible, que le den reconocimiento por ello. Puede pasar, porque así es la vida, que
las cosas no salgan de la forma en que queríamos, que no obtengamos ciertos resultados o el
reconocimiento que hubiéramos deseado. Frente a esto, algunas personas pueden dar vuelta la página
y continuar con sus vidas. Pero a otras les afecta fuertemente no alcanzar las expectativas que, muchas
veces, son autoimpuestas, lo que puede generar malestar, incomodidad, sufrimiento, ansiedad, y afectar
la autoestima y el rendimiento. Esto es el perfeccionismo.

Ser perfeccionista no es ni bueno ni malo, sino que puede ser un patrón de comportamiento tanto
funcional como disfuncional dependiendo de cuánto condiciona el rendimiento y con cuánta flexibilidad
nos manejamos. Mientras que el perfeccionismo funcional es la sana búsqueda de la excelencia, en el
que los estándares son flexibles y hay ciertos errores permitidos, el perfeccionismo disfuncional es la
tendencia a tener estándares excesivamente altos y rígidos, con una gran angustia asociada cuando
estos no son cumplidos o con una sensación de satisfacción corta en el tiempo porque rápidamente
esos estándares se vuelven más altos. Por ejemplo, ante un examen de una materia muy difícil en la
que nadie se saca más de 6, la persona con perfeccionismo funcional estudiará para sacarse una buena
nota sabiendo que con aprobar ya será suficiente, y entendiendo que reprobar es tropezón y no caída;
en cambio la persona con perfeccionismo disfuncional querrá obtener un 10 y no menos de 8 porque
“tiene que” sacarse una buena nota. Entonces, cancelará todos sus planes y no saldrá de su casa
durante una semana.

El perfeccionismo funcional (y equilibrado) nos lleva a alcanzar nuestras metas al mismo tiempo que nos
permite ser realistas con nuestras limitaciones. Me atrevo a decir que muchas personas sobresalientes
tienen o tuvieron fuertes rasgos perfeccionistas. La banda The Police, antes de su última gira, practicó
muchas horas diarias durante meses. Si bien conocían las canciones que habían tocado durante tantos
años, sus estándares eran muy altos y querían dar lo mejor de sí. Y eso está bien. El problema se
encuentra cuando conseguir nuestras metas se vuelve algo inflexible, cuando nos apegamos
extremadamente a los resultados, cuando confundimos las metas con nuestros valores, y nos juzgamos
como personas valiosas según lo que “conseguimos”.

La autoestima y la valoración personal de las personas perfeccionistas disfuncionales suele depender


de los logros que tengan. Se juzgan como personas valiosas solo si logran conseguir sus metas altas.
Esto suele ser un importante factor de mantenimiento del problema, dado que sus estándares son
inflexibles, rígidos. Se imponen a sí mismos una determinada forma de actuar y, en los casos más
extremos, cualquier otra forma es inaceptable. Uno puede ver estas metas altas en alguien
perfeccionista cuando usa palabras como “siempre” (tengo que sacarme buenas notas siempre),
“nunca” (nunca me puede rechazar otra persona), “todos” (tengo que caerle bien a todos), “el/la mejor” y
“el/la más” (debería ser la mejor de la oficina, el más grande, la más flaca).

El perfeccionismo se torna problemático cuando la persona sigue manteniendo sus estándares rígidos a
pesar de las consecuencias negativas que esto tenga en sus vidas. Es importante descubrir este patrón
de comportamiento porque la inflexibilidad mental asociada al perfeccionismo disfuncional puede ser la
causa de fondo de diversos problemas de salud mental. Los trastornos de ansiedad, alimentarios y la
depresión son algunos ejemplos. De hecho, se suele decir que el perfeccionismo es transdiagnóstico.
Esto significa que muchas personas pueden tener rasgos perfeccionistas que se solapan con distintos
cuadros de salud mental. Podés tener rasgos perfeccionistas y, al mismo tiempo, trastorno obsesivo
compulsivo, trastornos alimentarios, fobia social o trastorno de ansiedad generalizado. Además, el
perfeccionismo juega un rol importante como mantenedor o potenciador de estos problemas.
El perfeccionismo suele seguir tres posibles caminos que se pueden entremezclar en nuestras vidas: la
autonegación, el pesimismo y la evitación.

Como ya vimos, en la autonegación las personas pueden realizar diversos comportamientos de manera
rígida con tal de conseguir sus metas. Pueden desatender completamente sus necesidades biológicas,
estudiando muchas horas sin descanso, salteando comidas y durmiendo menos. A veces caen en una
constante evaluación de sus estándares, estando permanentemente pendientes de si estos fueron
cumplidos o no, preguntando qué piensa el resto sobre su desempeño. Frecuentemente, están
realizando comparaciones con otras personas (estudian tantas horas como yo, están en tal o cual
capítulo, es más o menos inteligente que yo). A veces realizan interminables listas para no olvidar nada.
Pueden llegar a trabajar muchas horas seguidas sin parar, sin detenerse a descansar o sin dedicar
tiempo para el ocio, con el estrés que esto implica. Solemos decir que estas conductas son en el fondo
evitativas, dado que crean un sentimiento fugaz de seguridad, impidiendo el contacto con la ansiedad y
malestar propios de “no cumplir”. Sabemos además que evitar el contacto con emociones contribuye al
mantenimiento y posible fortalecimiento del malestar a largo plazo.

El segundo patrón que suelen seguir las personas perfeccionistas, el pesimista, implica prestarles más
atención a los errores cometidos que a los logros obtenidos. Así suele funcionar la mente de todos en
general, pero en estos casos ese fenómeno está exacerbado. En caso de que los objetivos hayan sido
logrados, suelen ponerse metas aún más altas. Cuando temporalmente alcanzan sus estándares,
descuentan su éxito porque “al final no era tan difícil” o concluyen que cualquiera lo hubiera podido
hacer. Se encierran en un círculo vicioso que les impide disfrutar sus éxitos o logros y están
constantemente pensando cómo la vara puede estar más alta, por lo que suelen ser personas
eternamente insatisfechas que sienten que nunca alcanzarán una verdadera felicidad. En este tipo de
perfeccionismo suele ocurrir que los logros son interpretados menos como logros y más como una
forma de evitar el fracaso.

En el tercer camino, la evitación, la persona perfeccionista suele abandonar o dar de baja su meta
cuando cree que no puede cumplirla ya que piensa que es muy difícil. A este comportamiento le llamo el
“síndrome del Chavo del 8”, personaje que, cuando no podía alcanzar una meta, la abandonaba
diciendo “al cabo que ni quería”. Ejemplos que he visto más de una vez en la clínica (y en la vida)
pueden ser no arreglarse bien para una cita o para una entrevista laboral, patear el penal directamente
afuera, no presentarse a rendir un examen, no poder tocar en una banda de música más exigente, no
cantar o tocar en público... Algunos ejemplos pueden resultarte más obvios que otros, pero todos
suponen que si no tengo asegurado el éxito, no me presento o no me juego del todo. Esto también
puede llevar a la autocrítica y sostiene el círculo de la valoración puesta en el logro. De aquí nace
también el hábito de procrastinar, de dejar para después. Este es un problema que cualquiera puede
tener, pero es particularmente frecuente en el perfeccionismo. Automáticamente, estas personas
posponen las tareas que no pueden realizar tal como les gustaría, mientras que si tomaran una forma
más moderada y flexible de acercarse a lo que les gustaría alcanzar, tendrían más posibilidades de ser
capaces de actuar y alcanzar sus objetivos. Lo ideal conspira contra lo posible.

El perfeccionismo también es alimentado por los “tengo que” y “debería”. Estar constantemente
diciéndonos “debería” solo hace peores las cosas: manifiesta creencias inflexibles de fondo, que solo
sirven para sufrir. A nivel cognitivo, suelen darse otros fenómenos como:

● Atención selectiva: solo se le presta atención a un aspecto de la realidad. Se nota más lo


negativo que lo positivo (como ganar un partido, pero quedarse pensando en que erré un penal).

● Sobregeneralización: implica aplicar categorías o juicios mentales arbitrariamente a más de una


situación (como, al cometer un error en el trabajo, pensar “soy un fracaso como persona”).

● Dobles estándares. Se asocia a ser parcial, a aplicar reglas con diferentes criterios cuando se
deberían usar los mismos (creer “está bien que las otras personas cometan errores, pero no yo”).

● Pensamiento “a todo o nada”. Lleva a ver la realidad en términos absolutos, blanco o negro, sin
admitir matices o grados (pensar que si no puedo juntarme con mis amistades hasta las 3 de la mañana
porque al día siguiente tengo que trabajar, entonces mejor no voy a la reunión).

Algunos miedos típicos que tienen las personas perfeccionistas a la hora de intentar modificar sus
comportamientos es que no van a ser lo suficientemente buenas, que caerán en la mediocridad, que la
gente pensará mal de ellas y que no se esforzarán lo suficiente. Estos miedos suelen tener una raíz más
profunda derivada del miedo al fracaso y al rechazo. Si bien es difícil cambiar estos patrones de
pensamiento, principalmente porque en muchas ocasiones se ven reforzados por grandes logros
conseguidos, es algo posible, y la terapia cognitivo-conductual ha demostrado ser un abordaje eficaz.
Varios estudios de buena calidad, como el realizado por Caroline Riley en 2007, han demostrado que
con solo 10 sesiones de terapia cognitivo-conductual durante 8 semanas es posible reducir
considerablemente las manifestaciones del perfeccionismo, y sus efectos pueden durar varios meses
después de haber terminado la terapia. Y de hecho, eso es lo que sucede en la clínica.

El objetivo no es dejar de hacer las cosas bien, sino obtener la excelencia de un modo diferente, con un
menor impacto negativo en la calidad de vida. Querer tener prestigio no es el problema, el problema
está en las consecuencias físicas y emocionales de buscarlo de manera inflexible. Por eso no hablo de
bajar los estándares, sino de flexibilizarlos, de abrir la mente a otras cosas importantes en nuestra
propia vida más allá de tal o cual meta. El problema no radica en tener metas altas, sino apegarse
rígidamente a ellas, confundiendo valores con metas. Es por esto, que, como dije en otros capítulos, lo
ideal es guiarnos por una amplia variedad de valores que nos llevarán a tener una vida plena y
equilibrada, y no apegarnos demasiado a metas específicas, porque nuestros valores pueden
materializarse de múltiples formas.

El punto medio: la mente sabia

Ante el dilema de los polos opuestos de la mente, surge el concepto de la mente sabia, una manera de
describir el equilibrio entre las distintas mentalidades y el poder caminar por el sendero del medio. Una
mente sabia reemplaza el pensamiento de “una cosa o la otra” por “una cosa y la otra”, utilizando todas
las herramientas a disposición para hacer lo que se necesita, pero con conciencia y sin rigidez. El
sendero del medio combina la moderación de la satisfacción de los sentidos, el autocuidado y el resto
de nuestras actividades. En ese sentido, una mente sabia es capaz de analizar los hechos y aplicar la
lógica sin dejar de considerar nuestras emociones y valores (y las de las demás personas). Una mente
sabia puede planificar el futuro y tomarse un momento para disfrutar del presente. Una mente sabia es
capaz de trabajar duro por alcanzar sus metas sin descuidar el descanso, la buena alimentación y las
relaciones.

En el año 2015, tuve la suerte de poder hacer una capacitación en Estados Unidos con Marsha Linehan.
En esos días le escuché decir algo que en el momento me inquietó: “la mente sabia no existe, es algo
que inventé yo”. Por suerte después aclaró: “es simplemente una forma de representar un concepto que
está en muchas religiones o filosofías: que todos tenemos en nuestro interior la capacidad de
encontrarnos con una sabiduría común que todos los seres humanos compartimos”. Este concepto es
compatible con lo que diversas religiones o filosofías llaman corazón, intuición, prudencia, centro
interior, el centro de la persona. De ahí la sensación que venís teniendo de que todo esto es conocido,
que todo esto de algún modo lo sabías, o que todo esto tiene un tufillo a Paulo Coelho. Las literaturas
new age y muchos de los libros que se enmarcan dentro de la noción de autoayuda también reciclan
conceptos provenientes de distintas religiones y filosofías, cuanto más exóticas, mejor. La diferencia es
que rara vez esos discursos tienen un respaldo empírico y a menudo solo se utilizan para
(parafraseando a Nietzsche) oscurecer las aguas y que parezcan profundas. Dicho lo cual, qué tal una
frase del fundador del taoísmo (Lao Tzu): “Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás
ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estás viviendo el presente”.

Como ya te habrás imaginado, adoptar una mente sabia no es tarea fácil para la mayor parte de las
personas, ya que solemos estar casi siempre en algunos de los polos. Afortunadamente, como toda
habilidad cognitiva, la mente sabia se puede entrenar y desarrollar. Hay (por lo menos) dos caminos
para hacerlo.

STOP | El camino corto

Esta es una habilidad simple y clásica de mindfulness que busca que no actúes en automático, por lo
que es muy útil para tener a mano en el día a día. De nuevo, es una mnemotecnia simple para acordarte
unos pasos:

Todo este procedimiento puede llevarte el tiempo que quieras. Lo podés hacer en 30 segundos o en
quince minutos. A veces, cuando tengo pacientes con mucha ansiedad que me piden que les dé
medicación a demanda, les sugiero hacer esto en su lugar: “Tomate unas píldoras de mindfulness, 3
veces por día, cada 8 horas” (reconozco que puedo ser un terapeuta un poco irritante). Con esto no solo
quiero transmitirles esta habilidad, sino también la idea práctica de que las emociones no son algo que
sí o sí hay que controlar. A veces está bueno frenar para ver qué me están diciendo en este momento.

Dado el automatismo que caracteriza nuestra cotidianidad, es útil establecer recordatorios de esta
práctica, como poner un cartel de STOP de protector de pantalla en la computadora o el celular, o
escribir la mnemotecnia en algún lado.

El hábito de meditar | El camino largo


El mundo de hoy en día está organizado para entretenernos, pero no necesariamente viviendo acorde a
nuestros valores o con un claro sentido de la vida. Estamos hiperestimulados, y nos llega información
continuamente desde todas direcciones: tenemos muchas redes sociales, todo el tiempo salen nuevas
series y películas para ver, los videojuegos son cada vez mejores y más atrapantes. Además, la mente
hacer se puso de moda, y normalizamos el sacrificio del descanso y el ocio en pos de alcanzar la
máxima productividad posible. Es aquí donde podemos enredarnos en toda esa maraña de información
y terminar actuando como personas autómatas hiperocupadas.

Si no prestamos atención, si no dedicamos algunos momentos de nuestro día o semana a frenar y


meditar sobre todo lo que nos pasa por la cabeza, corremos el serio peligro de perder nuestra libertad y
de someternos por completo a la marea cultural. Subirnos al tren de la inercia y el automatismo nos
mata por dentro poco a poco, nos conecta con una sensación de vacío, nos desconecta de nuestros
valores y metas, y nos encadena a una vida de sufrimiento innecesario (no en pos de nuestros valores y
metas libremente elegidos) que buscaremos tapar con estímulos externos.

Desde hace miles de años, diversas culturas y religiones han practicado el ejercicio de la meditación. La
práctica de la meditación nos brinda el espacio para entrenar la búsqueda de la mente sabia al equilibrar
los opuestos mediante técnicas de respiración y de conciencia plena, que pueden practicarse sin la
necesidad de pagar cursos costosos. Si bien un guía siempre es una buena ayuda para recorrer
caminos desconocidos, particularmente el de los estados internos, practicar meditación está al alcance
de tu mano sin costo alguno más que un poco de tiempo.

Hay muchas formas de practicar meditación de acuerdo a la escuela que sigas, pero estos son algunos
lineamientos simples. Quizás te sea útil para comenzar, y luego podrás continuar tu búsqueda.

● Buscá un lugar tranquilo, apartado, silencioso. Al principio puede que solo te quedes por un
tiempo en este punto. Para muchas personas es difícil tolerar el silencio, pero este es fundamental.

● Sentate o acostate en la posición que te parezca más cómoda (aunque si elegís acostarte, es
más probable que te duermas, lo cual es opuesto al objetivo del mindfulness, donde buscamos tener
nuestra atención a completa disposición del ejercicio).

● Notá tu estado emocional. El estrés, la tensión, la ansiedad, la ira y emociones similares pueden
hacer que te cueste tolerar el silencio y la quietud. Si esta es la situación, usá algún ejercicio para
calmarte o relajarte como el trabajo de respiración que te compartimos más arriba. También podés
recorrer cada uno de tus sentidos y tomarte un tiempo para responderte: ¿qué estás tocando, oliendo,
viendo, degustando, escuchando?

● Si luego de hacer esto notás que tu cuerpo y tu mente están más relajados, avanzá al siguiente
paso. Si no pudiste, no te frustres, simplemente quedate ahí hasta que estés en tu centro, con calma.

Si efectivamente notás que estás en un estado de paz, calma y tranquilidad, podés quedarte disfrutando
el tiempo que quieras, o podés hacerte preguntas cuyas respuestas sean solo sí o no. Puede serte útil
tener ahora un punto de apoyo, algo que te ayude a mantener la concentración. Puede servirte cada
tanto volver la atención a la respiración, notando el aire que entra o sale por la nariz; quedarte
observando un objeto, una luz o una vela; tener algo en tus manos, como una foto, una pulsera o una
pelota de goma.

Acá van algunos ejemplos sobre temas a meditar, pero vos podés encontrar las preguntas que se
adecúen a tu situación:

● ¿Estoy conforme con mi trabajo?

● ¿Estoy conforme con la vida que llevo?

● ¿Necesito descansar más?


● ¿Necesito trabajar más?

● ¿Mis metas están alineadas con mis valores?

En este último paso pueden ocurrir varias cosas. A veces vas a notar que no hay una respuesta clara,
puede que tengas dudas sobre alguna cuestión. No pasa nada, quizás la respuesta es que hay que
esperar, que hay que aceptar la incertidumbre y continuar hasta tener una idea más clara sobre el
asunto. También puede ocurrir que no haya respuesta, por lo que quizás necesites pedir ayuda, recurrir
a otro ser humano. Y, finalmente, puede que brote una respuesta clara. Esto ocurre y no es para nada
raro. Lo difícil es tener el valor y la disposición para escucharla.

Las respuestas de la mente sabia tienen ciertas cualidades que las hacen muy fácilmente distinguibles
de las respuestas provenientes de las otras mentalidades: son radicalmente ciertas, casi obvias; son
coherentes con tus valores, con tus metas y con tu historia personal; son intuitivas e inmediatas, por lo
que no necesitás una cadena de razonamientos para llegar a ellas; y son suaves y amables, por lo que
requieren de este silencio y desapego para poder escucharlas. De ahí la importancia de practicar la
meditación.

Por supuesto, esto no sucede de un día para el otro y requiere de (mucha) práctica y constancia, pero
con el tiempo te va parecer cada vez más fácil y luego se tornará algo tan natural como respirar. Una
vez más, te recomiendo dedicarle todo el tiempo posible a la meditación. ¡Además es gratis! Hay gente
que llega a practicar una hora por día. Esto puede ser mucho para empezar, así que te sugiero
comenzar con unos minutos una, dos o tres veces por semana. Pero hacelo. Esta es una buena
oportunidad para practicar también las estrategias de motivación que vimos en la primera parte del libro,
justamente para ayudarte a generar el hábito de la meditación.

A modo de epílogo | Influencias

Este último capítulo es muy importante porque requiere de la integración de todos los anteriores.
Encontrar estos puntos medios de la vida necesita tener claridad en nuestros valores y metas, saber
cómo automotivarnos, conocer y regular nuestras emociones y, finalmente, saber conectar con las
demás personas y disfrutar la vida. Además, hablamos sobre la necesidad de aceptar una cuestión casi
filosófica de fondo: el control, tanto sobre nuestra vida como sobre los demás y nuestro alrededor es
una ilusión. No controlamos nada. A lo sumo, con habilidad y entrenamiento, influenciamos.

Esta influencia la debemos ejercer en primer lugar sobre nosotros mismos, sobre nuestros
pensamientos, emociones y comportamientos. Aristóteles decía que sobre las pasiones podemos tener
un control “político”. No nos podemos imponer las cosas con arrebato o violencia. Tenemos que saber
negociar con nosotros mismos, con amabilidad. Luego, cuando ya sentimos que manejamos estos
recursos, recién ahí podemos aplicarlos en nuestra relación con las demás personas. Podemos
influenciar, no controlar, los pensamientos, emociones y comportamientos de la gente a nuestro
alrededor. Esta posibilidad tiene un lado claro y un lado oscuro de la fuerza. A la hora de aplicar esto en
nuestro contexto, no debemos perder de vista la persona que queremos ser y qué relación queremos
tener con los otros.

Como te imaginarás, tanto este último capítulo como todos los anteriores dan para mucho más.
Podríamos escribir libros enteros sobre cada uno de los temas tratados. Pero no sirve de mucho que
solo leas este texto. Te recomiendo practicar, hay que experimentar cada una de estas cosas. El
cuaderno de ejercicios que hicimos junto a este libro tiene por objetivo, justamente, que pongas estas
herramientas en práctica. Dirás “qué fiaca”. Pero, cuando vas a clases de natación, no te dan solo un
libro o una presentación en Power Point sobre cómo nadar. Tenés que nadar, tirarte a la pileta, tragar
algo de agua. Al principio, probablemente hagas cualquier cosa, pero vas a ir viendo cómo de a poco
tus movimientos se estilizan, te sale todo cada vez con más naturalidad, te da el aire para seguir.

No te desanimes si esto te parece difícil, raro o contraintuitivo. Eso nos pasa a todos. Lo importante es
la práctica, práctica y más práctica.

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