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Essentials of Nursing Leadership & Management 7th


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Nursing Practice 9th Edition, (Ebook PDF)

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repitió: “¿Estás contenta de que tu padre haya vuelto y de que ya no
se marche?”. La muchacha, que había mirado con suma atención a
los labios de su padre, tratando hasta de ver el interior de la boca,
respondió con soltura: “Sí, estoy contenta de que ha-yas vuel-to y de
que no te mar-ches ya nun-ca ja-más”. El padre la abrazó
impetuosamente, y luego, a toda prisa, le abrumó a preguntas.
“¿Cómo se llama tu madre?”. “Antonia”. “¿Cómo se llama tu
hermana pequeña?”. “A-de-laida”. “¿Cómo se llama este colegio?”.
“De sor-do-mudos”. “¿Cuántos son diez y diez?”. “Veinte”. De
pronto, y mientras que nosotros creíamos que iba a reír de placer,
se echó a llorar. ¡Pero también las lágrimas eran de alegría! “Ánimo
—le dijo la maestra—; tiene usted motivo para alegrarse, pero no
para llorar. Mire que hace usted llorar también a su hija. ¿Está
contento?”. El jardinero cogió fuertemente la mano de la maestra y
se la llenó de besos, diciendo: “Gracias, gracias, cien veces gracias,
mil veces gracias, querida señora maestra! Y perdóneme... que no
sepa decirle a usted otra cosa...”. “Pero no sólo habla—le dijo la
maestra—; su hija de usted sabe escribir. Sabe hacer cuentas.
Conoce los nombres de todos los objetos usuales. Sabe un poco de
Historia y algo de Geografía. Ahora está en la clase normal. Cuando
haya hecho los otros dos años, sabrá mucho, mucho más. Saldrá de
aquí en disposición de ejercer una profesión. Ya tenemos discípulos
que están colocados en las tiendas para servir a los parroquianos, y
cumplen en sus oficios como los demás”. El jardinero se quedó aún
más maravillado que antes. Parecía que de nuevo se le confundían
las ideas. Miró a su hija y comenzó a rascarse la frente. La
expresión de su semblante pedía claramente alguna mayor
explicación.

Entonces la maestra se volvió al portero, y dijo: “Llame usted a una


niña de la clase preparatoria”. El portero volvió al poco rato con una
sordomuda de ocho a nueve años, que hacía pocos días había
entrado en el Instituto. “Ésta—dijo la maestra—es una de aquéllas a
quienes enseñamos los primeros elementos. He aquí cómo se hace.
Quiero hacerle decir e. Esté usted atento”. La maestra abrió la boca
como se abre para pronunciar la vocal e, e hizo señas a la niña para
que abriese la boca de la misma manera.
La niña obedeció. Entonces la maestra le indicó que echase fuera la
voz. Lo hizo así la niña; pero en lugar de e, pronunció o. “No—dijo la
maestra; no es eso”. Y cogiendo las dos manos a la niña, se puso
una de ellas abierta contra su garganta y la otra contra el pecho, y
repitió: “e”. La niña, que había sentido en sus manos el movimiento
de la garganta y del pecho de la maestra, volvió a abrir de nuevo la
boca y pronunció muy bien: “e”. Del mismo modo la maestra le hizo
decir c y d, manteniendo siempre las dos manos de la niña, una en
el pecho y otra en la garganta: “¿Ha comprendido usted ahora?”,
preguntó.

El padre había comprendido, pero parecía aún más asombrado que


cuando no entendía. “¿Enseñan ustedes a hablar de este modo?—
preguntó al cabo de estarlo pensando un minuto y sin quitar su vista
de la maestra—. ¿Tienen la paciencia de enseñar a hablar de esta
manera, poco a poco, a todos? ¿uno por uno...? ¿años y años...?
¡Pero ustedes son unas santas! ¡Son más bien ángeles del Paraíso!
¡No hay recompensa para ustedes! ¿Qué más tengo que decir...?
¡Ah, sí! Déjenme un poco con mi hija ahora. Siquiera cinco minutos
que esté sola conmigo”.

Y habiéndola separado hacia un lado, se sentaron y comenzó a


preguntarle; la muchacha respondía, y él reía, con los ojos
humedecidos y pegándose puñetazos sobre las rodillas, cogía a su
hija por las manos, mirándola fuera de sí por la alegría que le
causaba el oírla, como si fuese una voz que viniese del cielo; luego
preguntó a la maestra: “¿Me sería permitido dar las gracias al señor
director?”. “El director no está—respondió la maestra—. Pero está
otra persona a quien debería usted dar las gracias. Aquí cada niña
pequeña está al cuidado de una compañera mayor, que hace como
de hermana y madre... Su hija está confiada a una sordomuda, de
diecisiete años, hija de un panadero, que es buena y la quiere
mucho; hace dos años va a ayudarla a vestir todas las mañanas, la
peina, le enseña a coser, le arregla la ropa, le hace compañía.
Luisa, ¿cómo se llama tu madre de colegio?”. La muchacha,
sonriéndose, respondió: “Ca-ta-li-na Jor-dán”. Luego dijo a su padre:
“Muy, muy buena”.
El empleado, que había salido a una indicación de la maestra, volvió
casi en seguida con una sordomuda rubia, robusta, de cara alegre,
también vestida de tela de rayas rojizas, con delantal gris: se detuvo
en el umbral y poniéndose colorada, inclinó su cabeza sonriendo.
Tenía cuerpo de mujer y parecía una niña.

La hija de Jorge corrió en seguida a su encuentro, la cogió por un


brazo como a una niña, y la trajo delante de su padre, diciendo con
su gruesa voz: “Ca-ta-li-na Jor-dán”. “¡Ah! ¡La excelente niña!—
exclamó el padre alargando la mano como para acariciarla, pero
pronto la retiró, repitiendo—: La buena muchacha, que Dios la
bendiga y que le dé todo género de venturas, todos los consuelos,
haciéndola feliz, y a todos los suyos; ¡es un honrado operario, un
pobre padre de familia quien se lo desea de todo corazón!”.

La muchacha grande acariciaba a la pequeña, siempre con la


cabeza baja y sonriéndose; el jardinero seguía mirándola como a
una virgen. “Hoy se puede llevar a su hija”, dijo la maestra. “¡Sí, me
la llevo!—respondió el jardinero—. Hoy la llevaré a Condove, y
mañana temprano la volveré a traer. ¡Figúrese si no me la he de
llevar!”. La hija se fué a vestir. “¡Después de tres años que no la veo!
—replicó el jardinero—. ¡Y ahora que habla...! A Condove me la
llevo en seguida. Pero antes quiero dar una vuelta por Turín, con mi
mudita del brazo, para que todos la vean, y llevarla a que la oigan
mis cuatro conocidos. ¡Ah! ¡Hermoso día! ¡Esto se llama un
consuelo! ¡Venga acá ese brazo, Luisa mía!”. La muchacha, que
había vuelto con una manteleta y una cofia, dió el brazo a su padre.
“¡Y gracias a todos!—dijo el padre ya desde la puerta—. ¡Gracias a
todos con toda mi alma! ¡Volveré otra vez para repetir a todos las
gracias!”. Se quedó un momento pensativo: luego, separándose
bruscamente de la muchacha, volvió pies atrás, hurgándose con una
mano en el bolsillo del chaleco y gritando como un furioso: “Pues
bien: soy un pobre diablo; pero aquí están veinte liras para el
Instituto: ¡una moneda de oro bien hermosa!”. Y dando un gran
golpe sobre la mesa, dejó el doblón sobre ella. “No, no, buen
hombre—dijo conmovida la maestra—. Recoja usted su dinero. A mí
no me corresponde recibirlo. Ya vendrá cuando esté el director.
Tampoco él lo aceptará, esté seguro. Ha trabajado usted tanto para
ganarlo, ¡pobre hombre...! Todos le quedaremos agradecidos, lo
mismo que si lo recibiéramos”. “No, yo lo dejo—repitió el jardinero—;
y luego... ya veremos”. Pero la maestra le volvió la moneda al
bolsillo, sin darle tiempo para rechazarla. Entonces se resignó,
meneando la cabeza; envió con toda rapidez un beso, con la mano,
a la muchacha grande, saludó a la maestra, y cogiendo de nuevo a
su hija, se lanzó fuera de la puerta. “Ven, ven, hija mía, ¡pobre hija
mía, mi tesoro!”. La hija le decía con su voz gruesa: “¡Oh, qué sol
tan her-mo-so!”.
JUNIO

GARIBALDI
MAÑANA ES FIESTA NACIONAL

Junio 3
OY es día de luto nacional. “¡Ayer noche ha muerto
Garibaldi! ¿Sabes quién era? Es el que libertó a diez
millones de ciudadanos de la tiranía de los Borbones de
Italia. ¡Ha muerto a los sesenta y cinco años! Nació en
Niza, y era hijo de un capitán de barco. A los ocho años
libró la vida a una mujer; a los trece sacó a salvo una barca llena de
compañeros náufragos; a los veintisiete salvó de las aguas, en
Marsella, a un jovencito que se ahogaba; a los cuarenta y uno evitó
el incendio de un barco, en el océano. Combatió diez años en
América por la libertad de un pueblo extranjero; luchó en tres
guerras contra los austríacos por la libertad de la Lombardía y del
Trentino; defendió a Roma contra los franceses en 1849; libró a
Palermo y a Nápoles en 1860; volvió a combatir por Roma en 1867;
guerreó en 1870 contra los alemanes en defensa de Francia. Tenía
en su alma la llama del heroísmo y el genio de la guerra. Entró en
combate cuarenta veces, y salió victorioso treinta y siete. Cuando no
peleó, trabajó para vivir, encerrándose en una isla solitaria, a cultivar
la tierra. Fué maestro, marinero, trabajador, negociante, soldado,
general, dictador. Era grande, sencillo y bueno. Odiaba a todos los
opresores, amaba a todos los pueblos, protegía a todos los débiles;
no tenía otra aspiración que el bien; rechazaba los honores,
despreciaba la muerte, adoraba a Italia. Cuando lanzaba el grito de
guerra, legiones de valerosos corrían a él de todas partes: hubo
señores que abandonaron sus palacios, artesanos sus talleres y
jóvenes sus aulas, para ir a combatir, iluminados por el sol de su
gloria. En la guerra usaba blusa roja. Era fuerte, rubio, hermoso; en
el campo de batalla, un rayo; en los sentimientos, un niño; en los
dolores, un santo. Miles de italianos han muerto por la patria, felices
en la agonía al verle pasar a lo lejos victorioso; millares hubieran
dado su vida por él; millones le bendijeron y le bendecirán. ¡Ha
muerto! El mundo entero le llora. Tú ahora no lo comprendes. Pero
leerás sus hazañas, oirás hablar de él continuamente en tu vida, y
según vayas creciendo, su imagen crecerá ante tu vista; cuando
seas hombre, le verás gigante; y cuando no estés tú ya en este
mundo, ni vivan los hijos de tus hijos, ni los que nazcan de ellos,
todavía las generaciones verán en lo alto su cabeza luminosa de
redentor de los pueblos, coronada con los nombres de sus victorias,
como si fueran círculo de estrellas, y les resplandecerá la frente y el
alma a todos los italianos al pronunciar su nombre.—Tu padre.”

EL EJÉRCITO
FIESTA NACIONAL

Se retardó siete días a causa de la muerte de Garibaldi

Domingo 11.—Hemos ido a la plaza del Castillo, para ver la revista


de los soldados que desfilaron ante el comandante del cuerpo de
ejército en medio de dos grandes filas de pueblo. Según iban
desfilando al compás de las cornetas y músicas, mi padre me
indicaba los cuerpos y los recuerdos gloriosos de cada bandera.
Iban primero los alumnos de la Academia, que serán oficiales de
ingenieros y de artillería, trescientos aproximadamente, vestidos de
negro, desfilando con una elegancia firme y desenvuelta de
soldados y de estudiantes. Después de ellos pasó la infantería: la
brigada de Aosta, que combatió en Goito y en San Martín, y la
brigada Bérgamo, que combatió en Castelfidardo; cuatro
regimientos, compañía tras compañía, millares de pompones rojos
que semejaban otras tantas dobles guirnaldas larguísimas color de
sangre, tendidas y agitadas por los dos extremos y llevadas a través
de la multitud. Después de la infantería avanzaron los soldados de
ingenieros, los obreros de la guerra, con sus penachos negros de
crin y los galones rojos; y mientras éstos desfilaban, se veían tras de
ellos centenares de largas y derechas plumas que sobresalían por
encima de las cabezas de los espectadores: eran los alpinos, los
defensores de las puertas de Italia, todos ellos altos, sonrosados y
fuertes, con sus sombreros calabreses y las divisas de hermoso
color verde vivo como la hierba de sus montañas. Aún desfilaban los
alpinos, cuando se dejó sentir un estremecimiento en la multitud, y
los cazadores de infantería, el antiguo duodécimo batallón, los
primeros que entraron en Roma por la brecha de Puerta Pía,
morenos avispados, vivos, con los penachos agitados por el viento,
pasaron como una oleada de negro torrente, haciendo retumbar
toda la plaza con agudos sonidos de tromba que semejaban gritos
de alegría. Pero el sonido de su corneta, fué cubierto bien pronto por
un estrépito sordo e ininterrumpido, que anunciaba la artillería de
campaña. Pasaron, gallardamente sentados sobre altos cajones
arrastrados por trescientas parejas de caballos impetuosos, los
bravos soldados de cordones amarillos y los largos cañones de
bronce y de acero, que saltaban y resonaban haciendo temblar la
tierra. Vino luego adelantándose lenta, grave, bella en su apariencia,
fatigosa y ruda, con sus altos soldados y sus poderosos mulos, la
artillería de montaña, que lleva la desolación y la muerte allí donde
llega la planta humana. Pasó por fin al galope, con los cascos
refulgentes, con las lanzas derechas, con las banderas al viento,
deslumbrador de oro y de plata, llenando el aire de polvo y de
relinchos, el magnífico regimiento de caballería de Génova, que diez
veces cayó como un torbellino sobre los campos de batalla, desde
Santa Lucía a Villafranca. “¡Qué hermoso es!”, exclamé yo. Pero mi
padre casi me echó un regaño por haber usado aquella palabra, y
me dijo: “No hay para qué considerar el ejército como un bello
espectáculo. Todos estos jóvenes, llenos de fuerza y de esperanzas,
pueden de un día a otro ser llamados a defender nuestro país, y en
pocas horas caer hechos trizas por las balas y la metralla. ¡Siempre
que oigas gritar en una fiesta ¡viva el ejército!, ¡viva Italia!,
represéntate más allá de los regimientos que pasan, una campiña
cubierta de cadáveres y hecha un lago de sangre, y entonces el viva
al ejército te saldrá de lo más profundo del corazón, y la imagen de
Italia te aparecerá más severa y más grande!”.

ITALIA
Martes 13.—“Saluda a la patria de este modo en los días de sus
fiestas: Italia, patria mía, noble y querida tierra donde mi padre y mi
madre nacieron y serán enterrados, donde yo espero vivir y morir,
donde mis hijos crecerán y morirán; hermosa Italia, grande y
gloriosa desde hace siglos, unida y libre desde ha pocos años; que
esparciste sobre el mundo tanta luz de divinas inteligencias, y por la
cual tantos valientes murieron en los campos de batalla y tantos
héroes en el patíbulo; madre augusta de trescientas ciudades y de
treinta millones de hijos; yo, niño, que todavía no te comprendo y no
te conozco por completo, te venero y te amo con toda mi alma, y
estoy orgulloso de haber nacido de ti y de llamarme hijo tuyo. Amo
tus mares espléndidos y tus sublimes Alpes; amo tus monumentos
solemnes y tus memorias inmortales; amo tu gloria y tu belleza; amo
y venero a toda como a aquella parte preferida donde por vez
primera vi el sol y oí tu nombre. Os amo a todas con el mismo cariño
y con igual gratitud, valerosa Turín, Génova soberbia, docta Bolonia,
encantadora Venecia, poderosa Milán; con la misma reverencia de
hijo os amo, gentil Florencia y terrible Palermo, Nápoles inmensa y
hermosa, Roma maravillosa y eterna. ¡Te amo, sagrada patria! Y te
juro que querré siempre a todos tus hijos como a hermanos; que
honraré siempre en mi corazón a tus hombres ilustres vivos y a tus
grandes hombres muertos; que seré ciudadano activo y honrado,
atento tan sólo a ennoblecerme para hacerme digno de ti, y
cooperar con mis mínimas fuerzas para que desaparezcan de tu faz
la miseria, la ignorancia, la injusticia, el delito; para que puedas vivir
y desarrollarte tranquila en la majestad de tu derecho y de tu fuerza.
Juro que te serviré en lo que pueda, con la inteligencia, con el brazo
y con el corazón, humilde y valerosamente; y que si llega un día en
el que deba dar por ti mi sangre y mi vida, daré mi vida y mi sangre
y moriré elevando al cielo tu santo nombre y enviando mi último
beso a tu bendita bandera.—Tu padre.”

¡TREINTA Y DOS GRADOS!


Viernes 16.—En los cinco días siguientes a la fiesta nacional, el
calor ha ido creciendo hasta tres grados más. Ya estamos en pleno
verano: todos comienzan a estar cansados, a perder los hermosos
colores sonrosados de la primavera; las piernas y los cuellos se
adelgazan, las cabezas se tambalean y los ojos se cierran. El pobre
Nelle, que siente mucho el calor y tiene ya una cara de color de
cera, se queda alguna vez dormido profundamente con la cabeza
sobre el cuaderno; pero Garrón siempre está atento para ponerle
delante un libro abierto, derecho, para que el maestro no lo vea.
Crosi apoya su roja cabeza sobre el banco, de modo que parece
que la han separado del tronco y puesto allí. Nobis se lamenta de
que somos demasiados y viciamos el aire. ¡Ah! ¡Qué esfuerzo hay
que hacer para ponerse a estudiar! Yo miro desde las ventanas de
casa aquellos hermosos árboles que hacen una sombra tan
obscura, donde de muy buena gana iría a correr, y me da tristeza y
rabia el tener que ir a encerrarme entre los bancos de la clase.
Luego me reanimo cuando veo que mi pobre madre se queda
siempre mirándome cuando salgo de la escuela para ver si estoy
pálido; y a cada página de trabajo me dice: “¿Te sientes con fuerza
todavía?”. Y todas las mañanas, al despertarme a las seis para
estudiar la lección: “¡Ánimo! No faltan ya más que tantos días; luego
quedarás libre y descansarás, irás a la sombra de los árboles”. Sí;
tiene sobrada razón mi madre al recordarme los muchachos que
trabajan en los campos bajo los rayos de un sol que abrasa, o en las
arenas blancas a orillas de los ríos, que ciegan y queman, o de las
fábricas de vidrios, que se pasan todo el día inmóviles con la cara
inclinada sobre una llama de gas; todos se levantan más pronto que
nosotros, y ninguno de ellos tiene vacaciones. ¡Valor, por
consiguiente! También en esto es el primero de todos Deroso, que
no siente ni el calor ni el sueño, siempre vivo y alegre, con sus rizos
largos como en el invierno, estudiando sin cansarse y manteniendo
despiertos a todos los que tiene alrededor, como si refrescase con
su voz el aire. Otros dos hay que siempre están atentos y
despiertos: el testarudo Estardo, que se pincha en los labios para no
dormirse, y cuanto más cansado está y más calor hace, tanto más
aprieta los dientes y abre los ojos que parece que se quiere comer
al maestro; y el traficante Garofi, enteramente ocupado en fabricar
abanicos de papel rojo, adornados con figuritas de cajas de cerillas,
que luego vende a dos céntimos cada uno. Pero el más valiente es
Coreta: ¡pobre Coreta, que se levanta a las cinco para ayudar a su
padre a llevar leña! A las once, en la escuela, ya no puede tener los
ojos abiertos, y se le dobla la cabeza sobre el pecho. Y sin embargo,
se sacude, se pega cachetes en la nuca, pide permiso para salir, y
se lava la cara, y hace que los que están cerca le empujen y le
pellizquen. Pero esta mañana no pudo resistirlo, y se durmió con
profundísimo sueño. El maestro le llamó fuertemente: “¡Coreta!”. No
le oyó. El maestro, irritado repitió: “¡Coreta!”. Entonces el hijo del
carbonero, que vive al lado de su casa, se levantó y dijo: “Ha estado
trabajando desde las cinco hasta las siete, llevando haces de leña”.
El maestro le dejó dormir, y continuó explicando la lección durante
otra media hora. Luego se fué al banco de Coreta, y soplándole muy
despacio en la cara, le despertó. Al verse delante al maestro,
retrocedió amedrentado. Pero el maestro le cogió la cabeza entre
las manos y le dijo besándole: “No te regaño, hijo mío. No es el
sueño de la pereza el que sientes, sino el sueño del cansancio”.
MI PADRE
Sábado 17.—“Seguramente que ni tu compañero Coreta ni Garrón
responderían a su padre como tú has respondido esta tarde al tuyo,
Enrique. ¿Cómo es posible? Tienes que jurarme que no volverá a
pasar esto nunca mientras yo viva. Siempre que a una reprensión
de tu padre te venga a los labios una mala respuesta, piensa en
aquel día, que llegará irremisiblemente, en que tenga que llamarte a
su lecho para decirte: ‘Enrique, te dejo’. ¡Oh, hijo mío! Cuando oigas
su voz por última vez, y aun después por mucho tiempo; cuando
llores en su cuarto abandonado, en medio de todos los libros que él
ya no abrirá más, entonces, recordando que alguna vez le faltaste al
respeto, te preguntarás a ti mismo: ‘¿Cómo es posible?’. Entonces
comprenderás que él ha sido siempre tu mejor amigo, que cuando
se veía obligado a castigarte sufría más que tú, y que siempre que
te ha hecho llorar ha sido por tu bien; entonces te arrepentirás y
besarás llorando aquella mesa sobre la cual ha trabajado y sobre la
cual gastó su vida en bien de sus hijos. Ahora no comprendes; él te
esconde todo su interior, excepto su bondad y su cariño. Tú no
sabes que a veces está tan quebrantado por el cansancio, que
piensa que vivirá pocos días, y que en tales momentos no habla
más que de ti, y no tiene más pena en su corazón que el dejarte sin
protección y pobre. ¡Y cuántas veces, pensando en esto, entra en tu
cuarto mientras duermes y se queda mirándote con la luz en la
mano, y haciendo un esfuerzo, cansado y triste, vuelve a su trabajo!
Y ni siquiera te das cuenta de que en muchas ocasiones te busca,
está contigo porque tiene una amargura en el corazón y disgustos
que todos los hombres sufren en el mundo, y te busca a ti como a
un amigo para confortarse y olvidar, sintiendo necesidad de
refugiarse en tu cariño, para volver a encontrar la serenidad y el
valor. Piensa, por consiguiente, ¡qué doloroso debe ser para él
cuando, en lugar de encontrar afecto en ti, encuentra frialdad e
irreverencia! ¡No te manches jamás con tan terrible ingratitud!
Piensa que aun cuando fueses bueno como un santo, no podrías
nunca recompensarlo bastante, por lo que ha hecho y hace
continuamente por ti. Y piensa a la vez que sobre la vida no se
puede contar: una desgracia te podría arrebatar a tu padre, mientras
todavía eres muchacho, dentro de dos años o tres meses, o quizá
mañana mismo. ¡Ah! ¡Pobre Enrique mío! ¡Cómo verías cambiar
todo a tu alrededor entonces! ¡Qué vacía y desolada te parecería la
casa, solo, con tu pobre madre, vestida de negro. Vete, hijo; ve
donde está tu padre: está trabajando en su cuarto: ve de puntillas
para que no te sienta entrar; ve a poner tu frente sobre sus rodillas y
a decirle que te perdone y te bendiga.—Tu madre”.

EN EL CAMPO
Lunes 19.—Mi buen padre me perdonó una vez más y me dejó ir a
la jira que habíamos proyectado con el padre de Coreta, el vendedor
de leña. Todos teníamos necesidad de alguna bocanada de aire en
las colinas. Fué una diversión. Ayer a las dos nos encontramos en la
plaza de la Constitución, Deroso, Garrón, Garofi, Coreta padre e
hijo, Precusa y yo, con nuestras provisiones de frutas, de salchichón
y de huevos duros, teníamos vasitos de cuero y de hoja de lata;
Garrón llevaba una calabaza con vino blanco; y el pequeño Precusa,
con su blusa de maestro herrero, tenía bajo el brazo un pan de dos
kilos. Fuimos en ómnibus hasta la Gran Madre de Dios, y luego,
arriba, a escape por las colinas. ¡Había una sombra, un verde y una
frescura...! Dábamos volteretas en la pradera, metíamos la ara en
todos los arroyuelos y saltábamos a través de todos los fosos.
Coreta padre nos seguía a lo lejos, con la chaqueta al hombro,
fumando en su pipa de yeso y de cuando en cuando nos
amenazaba con la mano para que no nos desgarrásemos los
pantalones. Precusa silbaba; nunca le había oído silbar; Coreta, hijo,
hacía de todo, según andábamos; sabe hacer de todo aquel
hombrecillo, con su navajita de un dedo de larga: ruedas de molino,
tenedores, jeringuillas; y quería llevar las cosas de los demás, e iba
cargado que sudaba de firme, pero siempre ligero como una cabra.
Deroso a cada paso se detenía para decirnos los nombres de las
plantas y de los insectos; yo no sé cómo se arregla para saber tanta
cosa. Garrón iba comiendo su pan en silencio; pero no es el mismo
que pegaba aquellos mordiscos que era un gusto verlo, ¡pobre
Garrón!, después que perdió a su madre. Siempre es excelente,
bueno como el pan: cuando uno de nosotros tomaba carrera para
saltar un foso, corría al otro lado para tenderle las manos; y porque
Precusa tenía miedo de las vacas, porque siendo pequeño le habían
atropellado, siempre que pasaba una, Garrón se le ponía delante.
Subimos hasta Santa Margarita, y luego abajo por la pendiente
dando saltos y echándonos a rodar. Precusa, trabándose en un
arbusto, se hizo un rasgón en la blusa, y allí se quedó avergonzado
con su jirón colgando, hasta que Garofi, que tiene siempre alfileres
en la chaqueta, se lo sujetó de manera que no se veía, mientras que
él no cesaba de decirle: “¡Perdóname! ¡Perdóname!”. Luego, vuelta
a correr de nuevo. Garofi no perdía su tiempo en el viaje: cogía
hierbas para ensalada, caracoles y todas las piedras que brillaban
algo se las metía en el bolsillo, pensando en que podrían tener algo
de oro o de plata. Siempre adelante corriendo, echándonos a rodar,
trepando a la sombra y al sol, arriba y abajo por todas las
elevaciones y senderos, hasta que llegamos sin fuerzas y sin aliento
a la cima de una colina, donde nos sentamos a merendar en la
hierba. Se veía una llanura inmensa y todos los Alpes azules con
sus crestas blancas. Todos nos moríamos de hambre, y parecía que
el pan se evaporaba. Coreta, padre, nos presentaba los pedazos de
salchichón sobre hojas de calabaza. Todos nos pusimos a hablar a
la vez de los maestros, de los compañeros que no habían podido
venir y de los exámenes. Precusa se avergonzaba algo de comer, y
Garrón le metía en la boca lo mejor de su parte a la fuerza. Coreta
estaba sentado al lado de su padre con las piernas cruzadas, más
bien parecían dos hermanos que no padre e hijo, al verlos
colocados tan inmediatamente los dos, y alegres y con los dientes
tan blancos... El padre trincaba que era un gusto; apuraba hasta los
vasos que nosotros dejábamos mediados, diciéndonos: “A vosotros,
estudiantes, sin duda os hace daño el vino; los vendedores de leña
son los que tienen necesidad de él”. Luego, cogiendo por la nariz a
su hijo, le zarandeaba, diciéndonos: “Muchachos, quered mucho a
éste, que es un perfecto caballero: ¡os lo digo yo!”. Todos nos
reíamos, excepto Garrón. Y seguía bebiendo. “¡Qué lástima! Ahora
estáis todos juntos como buenos amigos, y dentro de algunos años,
¡quién sabe! Enrique y Deroso serán abogados o profesores, o qué
sé yo, y vosotros cuatro en una tienda, o en un oficio, o el diablo
sabe dónde. Entonces, buenas noches, camaradas”. “¡Qué!—
respondió Deroso:—para mí, Garrón será siempre Garrón; Precusa
será siempre Precusa, y los demás lo mismo; aun cuando llegase a
ser emperador de todas las Rusias, donde estén ellos iré yo”.
“¡Bendito seas!—exclamó Coreta, padre, alzando la cantimplora—;
así se habla, ¡vive Cristo! ¡Venga esa mano! ¡Vivan los buenos
compañeros, y viva también la escuela, que crea una sola familia
entre los que tienen y entre los que no tienen!”. Tocamos todos la
cantimplora con los vasos de cuero y de hoja de lata, y bebimos por
última vez. Y él gritó, poniéndose en pie y apurando el último sorbo:
“¡Viva el cuadro del cuarenta y nueve! Y si alguna vez vosotros
tuviéseis que formar el cuadro, mucho cuidado con mantenerse
firmes como nosotros, ¡muchachos!”. Ya era tarde: bajamos
corriendo y cantando, y caminando largos trechos cogidos del brazo.
Cuando llegamos al Po obscurecía, y millares de moscas luminosas
cruzaban los aires. No nos separamos hasta llegar a la plaza de la
Constitución, y después de haber combinado el encontrarnos para ir
todos juntos al teatro de Víctor Manuel para ver la distribución de
premios a los alumnos de las escuelas de adultos. ¡Qué hermoso
día! ¡Qué contento hubiera vuelto a casa si no hubiese encontrado a
mi pobre maestra! La encontré al bajar las escaleras de nuestra
casa, casi a obscuras; apenas me reconoció, me cogió ambas
manos, diciéndome al oído: “¡Adiós, Enrique; acuérdate de mí!”.
Advertí que lloraba. Subí y se lo dije a mi madre: “He encontrado a
mi maestra”. “Sí, iba a acostarse”, respondió mi madre, que tenía los
ojos encendidos. Luego, mirándome fijamente, añadió con gran
tristeza: “Tu pobre maestra... está muy mal”.

LA DISTRIBUCIÓN DE PREMIOS A LOS


ARTESANOS
Domingo 25.—Según habíamos convenido, fuimos todos juntos al
teatro de Víctor Manuel a ver la distribución de premios a los
artesanos. El teatro estaba adornado como el día 14 de marzo y
lleno de gente; pero casi todas eran familias de obreros. El patio
estaba ocupado por los alumnos y alumnas de la escuela de canto
coral, los cuales cantaron un himno a los soldados muertos en
Crimea, tan hermoso, que cuando terminó todos se levantaron
palmoteando y gritando hasta que lo repitieron. Inmediatamente
comenzaron a desfilar los premiados ante el alcalde, el gobernador
y otros muchos que les daban libros, libretas de la Caja de Ahorros,
diplomas y medallas. Allá, en un rincón del patio, vi al albañilito,
sentado al lado de su madre; en otro lado estaba el director, y detrás
de él, la cabeza roja de mi maestro de segundo año. Primeramente
fueron pasando los alumnos de las escuelas nocturnas de dibujo:
plateros, escultores, litógrafos y también carpinteros y albañiles;
luego, los de la Escuela de Comercio; después, los del Liceo
Musical, entre los cuales iban varias muchachas, obreras, vestidas
con los trajes del día de fiesta, siendo saludadas con grandes
aplausos. Por fin pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas
elementales, y era un bonito espectáculo verles desfilar, de todas
edades, de todos los oficios y vestidos de muy diversos modos:
hombres con el pelo entrecano, muchachos y operarios de larga
barba negra. Los pequeños se presentaban con mucha
desenvoltura, los hombres algo turbados, la gente aplaudía a los
más viejos y a los más jóvenes. Pero ninguno reía entre los
espectadores: al contrario de lo que sucedía el día de nuestra fiesta,
todos estaban atentos y serios. Muchos de los premiados tenían a
su mujer y a sus hijos en el patio, y había niños que al ver pasar a
su padre por el escenario, le llamaban por su nombre y en alta voz,
señalándole con la mano y riendo fuertemente. Pasaron labradores
y mozos procedentes de la escuela Boncompañi. De la escuela de
la Ciudadela se presentó un limpiabotas, a quien conoce mi padre, y
el gobernador le dió un diploma. Tras él veo venir un hombre tan
grande como un gigante, y a quien me parecía haber visto otras
veces... ¡Era el padre del albañilito, que había ganado el segundo
premio! Me acordé de cuando le había visto en la buhardilla, al lado
de la cama de su hijo enfermo; busqué a éste con la vista en las
butacas: ¡pobre albañilito! Estaba mirando a su padre con los ojos
brillantes, y para esconder la emoción, ponía el hocico de liebre. En
aquel momento oí un estallido de aplausos; miré al escenario: un
pequeñito deshollinador, con la cara lavada, pero con el traje de
trabajo; el alcalde le hablaba, teniéndole cogida una mano. Después
del deshollinador vino un cocinero. Luego se presentó a recoger la
medalla un barrendero del Ayuntamiento, de la escuela Raniero.
Sentí en mi corazón un no sé qué, algo así como un grande afecto y
un gran respeto al pensar cuánto habían costado aquellos premios a
todos aquellos trabajadores, padres de familia y llenos de
preocupaciones; cuántas fatigas añadidas a las suyas, cuántas
horas robadas al sueño, que tanto necesitan, y también cuántos
esfuerzos de parte de su inteligencia, sin tener hábitos de estudios,
y de sus manos encallecidas por el trabajo. Pasó un muchacho de
taller, al cual se veía que su padre le había prestado la chaqueta
para aquella ocasión: le colgaban las mangas tanto, que no tuvo
más remedio que recogérselas allí mismo para poder coger su
premio; muchos rieron, pero pronto quedó sofocada la risa por los
aplausos. Apareció luego un viejo con la cabeza calva y la barba
blanca. Más tarde, soldados de artillería de los que venían a la
escuela de adultos de nuestra sección; luego, guardas de
Consumos y vigilantes municipales de los que dan la guardia en
nuestras escuelas. Por fin los alumnos de la escuela de música
coral cantaron otra vez el himno a los muertos en Crimea; pero con
tanto vigor, con tal fuerza de expresión que brotaba francamente del
alma, que la gente no aplaudió más y salieron todos conmovidos,
lentamente y sin producir ruido. A los pocos minutos la calle estaba
llena de gente. Delante de la puerta del teatro estaba el
deshollinador, con su libro encuadernado en tela roja, y una porción
de señores que le rodeaban, haciéndole mil preguntas. Muchos
operarios, muchachos, guardias, maestros, se saludaban de un lado
a otro de la calle. Mi maestro de segundo año salió entre dos
soldados de artillería. Se veían mujeres de obreros con sus niños en
brazos, los cuales llevaban en sus manitas el diploma del padre,
enseñándolo orgullosos a las gentes.
MI MAESTRA, MUERTA
Martes 27.—Mientras nosotros estábamos en el teatro de Víctor
Manuel, mi pobre maestra agonizaba. Murió a las dos. El director
estuvo ayer mañana a darnos la noticia en la escuela. Y añadió:
“Los que de vosotros hayan sido alumnos suyos, saben qué buena
era y cuánto quería a los niños; fué una madre para ellos. ¡Ahora ya
no existe! Una terrible enfermedad venía consumiéndola hacía
mucho tiempo. Si no hubiese tenido que trabajar para ganarse el
pan, se hubiera curado, o, a lo menos, su vida acaso se habría
podido prolongar algunos meses con el descanso de una licencia.
Pero quiso estar entre sus niños hasta el último día. El sábado 17
por la tarde, se despidió de ellos con la seguridad de no volver a
verlos, les aconsejó, besó a todos y se fué sollozando. ¡Ya ninguno
volverá a verla! Niños, acordaos de ella”. El pequeño Precusa, que
había sido alumno suyo de enseñanza primaria superior, inclinó la
cabeza sobre el banco y se echó a llorar. Ayer tarde, después de
clase, fuimos todos juntos a la casa mortuoria para acompañar el
cadáver a la iglesia. Había en la calle un carro fúnebre con dos
caballos, y mucha gente alrededor que hablaba en voz baja. El
director, los maestros y las maestras de nuestra escuela, y también
de otras secciones donde ella había enseñado años atrás, estaban
todos allí, los niños de su clase; llevados de la mano por sus
madres, iban con velas; y muchísimos de otras, y unas cincuenta
muchachas de la sección Bareti, bien con coronas, bien con ramitos
de rosas en la mano. Sobre el ataúd habían colocado ya muchos
ramos de flores, y pendiente del carro una corona grande de
siemprevivas, con la siguiente inscripción en caracteres negros: A
su maestra, las antiguas alumnas de la cuarta. Bajo esta corona
grande iba colocada otra pequeña, llevada por sus niños. Se veían
entre la multitud muchas criadas de servicio enviadas por sus amos,
con velas, y dos lacayos de librea con antorchas encendidas; un
señor, rico, padre de un alumno de la maestra, había hecho ir su
carruaje, forrado de seda azul. Todos se apiñaban ante la puerta.
Varias niñas enjugaban sus ojos llenos de lágrimas. Estuvimos
esperando largo rato en silencio. Finalmente, bajaron la caja.
Cuando algunos niños vieron la mortaja, se echaron a llorar, y
comenzó a gritar uno, como si sólo en aquel momento se hubiera
penetrado de que su maestra había muerto dando unos sollozos tan
convulsivos, que tuvieron que retirarle. La procesión se puso en
orden lentamente y comenzó a moverse: Iban primero las hijas del
Refugio de la Concepción, vestidas de verde; luego, las hijas de
María, de blanco con lazos azules; luego, los sacerdotes; detrás del
carro, los maestros y las maestras, los alumnos de la primera
superior y los demás, y, por fin, la muchedumbre en tropel. La gente
se asomaba a las ventanas y las puertas, y al ver a todos los
muchachos y la corona, decían: “Es una maestra”. Aun entre las
mismas señoras que acompañaban a los más pequeños, había
algunas que lloraban. Así que llegamos a la iglesia, bajaron la caja
del carro y la pusieron en el centro de la nave, delante del altar
mayor; las maestras depositaron en ella sus coronas, los niños la
cubrieron de flores, y la gente toda que se había colocado alrededor,
con las hachas encendidas, en medio de la obscuridad del templo,
comenzó a cantar las oraciones. En seguida el sacerdote dijo el
último amén, apagaron todas las hachas y salieron
apresuradamente, quedándose sola la maestra. ¡Pobre maestra, tan
buena como ha sido conmigo, tan paciente, con tantos años como
ha trabajado! Ha dejado sus pocos libros a los alumnos, a uno un
tintero, a otro un cuadrito, todo lo que poseía. Dos días antes de
morir, dijo al director que no dejase ir a los más pequeños
acompañándola, porque no quería que llorasen. Ha hecho siempre
el bien, ha sufrido, ha muerto. ¡Infeliz maestra, ha quedado sola en
la obscura iglesia! ¡Adiós! ¡Adiós para siempre, mi buena amiga,
dulce y triste recuerdo de mi infancia...!

GRACIAS
Miércoles 28.—Mi pobre maestra ha querido terminar el año escolar;
tres días antes de terminar las lecciones se ha ido. Pasado mañana
iremos todavía a clase para oír leer el último cuento mensual,
Naufragio; luego... se acabó. El sábado 1.º de julio, los exámenes.
Otro año; por consiguiente, ¡ha pasado el cuarto! Y si no se hubiese
muerto la maestra, habría pasado bien. Reflexiono sobre lo que
sabía el pasado octubre, y me parece que sé bastante más:
encuentro varias cosas nuevas en la mente; soy capaz de decir y
escribir mejor que entonces lo que pienso; podría también hacer
cuentas para muchos mayores que no las saben sacar y ayudarles
así en sus negocios; comprendo con más claridad casi todo lo que
leo. Estoy contento... Pero ¡cuántos me han impulsado y ayudado a
aprender, quien de un modo, quien de otro, en casa, en la escuela,
por la calle, en todas partes donde he ido y he visto algo! Yo doy
gracias a todos en este momento. Doy gracias a ti en primer lugar,
mi buen maestro, que has sido tan indulgente y afectuoso conmigo,
y para quien representa un trabajo cada uno de los conocimientos
nuevos de que ahora me vanaglorio. Te doy gracias a ti, Deroso, mi
admirable compañero, que con tus explicaciones prontas y amables
me has hecho comprender tantas veces cosas difíciles, y salvar
muchos escollos en los exámenes; a ti también, Estardo, fuerte y
valeroso, que me has mostrado cómo una voluntad de hierro es
capaz de todo; a ti, Garrón, generoso y bueno, que haces generosos
y buenos a todos los que te conocen, y también a vosotros, Precusa
y Coreta, que me habéis dado siempre ejemplo de valor en los
sufrimientos y de serenidad en el trabajo; y al daros gracias a
vosotros, doy gracias a todos los demás. Pero sobre todos, te doy
gracias a ti, padre mío, a ti, mi primer maestro, mi primer amigo, que
me has ofrecido tantos buenos consejos y enseñado tantas cosas
mientras trabajabas para mí, ocultándome siempre tus tristezas y
buscando de todas maneras cómo hacerme fácil el estudio y
hermosa la vida; a ti, dulce madre mía, mi querido y bendito ángel
custodio, que has gozado con todas mis alegrías y sufrido todas mis
amarguras; que has penado y estudiado conmigo, acariciándome la
frente con una mano mientras que con la otra señalabas al cielo. Yo
hinco mis rodillas ante ti, como cuando era niño, y os doy gracias
con toda la ternura que pusísteis en mi alma durante doce años de
sacrificios y de amor.
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