Clase 5
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7º Básico
Unidad 3
Clase 5
Páginas 15 a la 20
Objetivo de la clase:
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ahuyentar su gusto por los buenos vinos, y, aunque le gustaba el teatro,
en veinte años no había traspasado el umbral de un solo local de
aquella especie.
Sin embargo, era extraordinariamente tolerante con los demás; unas veces sentía
profunda admiración, casi envidia, por el impulso pasional que los arrastraba a
sus malas acciones; y en los casos más extremos demostraba más tendencia a
ayudarlos que a censurarlos.
La explicación que daba era bastante curiosa.
—Comprendo el pecado de Caín solía decir con agudeza—. Dejé que mi
hermano se fuera al diablo a su manera.
Dado su carácter, su destino era ser siempre la última amistad honorable, la
buena influencia al final de las vidas de los que avanzaban hacia su perdición y,
mientras continuaran buscando su compañía, la actitud de Mr. Utterson jamás
variaba un ápice con respecto a los que se hallaban en dicha situación.
Indudablemente, tal comportamiento no debía resultar difícil a Mr. Utterson por
ser hombre, en el mejor de los casos, poco demostrativa y que basaba su
amistad en una tolerancia solo comparable a su bondad. Es característico de las
personas modestas aceptar el círculo de amistades que le ofrece el destino, y esa
era la actitud de nuestro abogado.
Sus amigos eran, o bien familiares suyos, o aquellos a quienes conocía Página
hacía largos años. Su afecto, como la hiedra, crecía con el tiempo y no
respondía 16
necesariamente al carácter de la persona a quien lo otorgaba.
Así eran los lazos que le unían a Mr. Richard Enfield, pariente lejano suyo y
hombre muy conocido en toda la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué
verían el uno en el otro y qué podrían tener en común. Todo el que se tropezara con
ellos durante sus habituales paseos dominicales afirmaba que no intercambiaban
una sola palabra, que parecían notablemente aburridos y que recibían con evidente
agrado la presencia de cualquier amigo. Y, sin embargo, ambos apreciaban al
máximo estas excursiones, las consideraban el mejor momento de toda la semana y,
para poder disfrutar de ellas sin interrupciones, no solo rechazaban oportunidades
de diversión, sino que resistían incluso a la llamada del trabajo.
Ocurrió que, en el curso de uno de dichos paseos, los dos amigos desembocaron en
una de las callejuelas de uno de los barrios comerciales de Londres. Se trataba de
una calle angosta que aparentaba ser tranquila, pero que durante los días laborables
era escenario de un comercio floreciente. Sus habitantes eran comerciantes
prósperos que esperaban serlo aún más, a juzgar por el gasto que hacían en
adornos y vanidades, de modo que las vitrinas que se distribuían a ambos lados de
la calle ofrecían un aspecto realmente tentador, como dos filas de vendedoras
sonrientes.
Aun los domingos, días en que mostraba sus más granados encantos y Página
se mostraba relativamente poco frecuentada, la calle brillaba en
comparación con el deslucido barrio en que se hallaba. Relucía como 16
brilla una hoguera en la oscuridad del bosque acaparando y alegrando
la mirada de los transeúntes con sus contraventanas recién pintadas,
sus bronces bien pulidos y la limpieza y alegría que la caracterizaban.
El del caballero honorable que se ve obligado a pagar una fortuna por un error de
juventud. Por eso doy a este edificio el nombre de «la casa del chantaje». Aunque
aún eso estaría muy lejos de explicarlo todo —añadió. Y dicho esto se sumió en
sus pensamientos. De ellos vino a sacarle Mr. Utterson con una pregunta
repentina.
—¿Y sabes si el que extendió el cheque vive ahí? Página
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—Sería un lugar muy apropiado, ¿verdad? —respondió Mr. Enfield—,
pero se da el caso de que recuerdo su dirección y vive en no sé qué
plaza.
—¿Y nunca has preguntado a nadie acerca de la casa de la puerta? —preguntó
Mr. Utterson.
—Pues no señor, he tenido esa delicadeza —fue la respuesta—. Estoy
decididamente en contra de toda clase de preguntas. Me recuerdan demasiado el
día del juicio final. Hacer una pregunta es como arrojar una piedra. Uno se queda
sentado tranquilamente en la cima de una colina y allá va la piedra arrastrando
otras cuantas a su paso hasta que al final van a dar todas a la cabeza de un pobre
infeliz (aquel en quien menos habías pensado) que no se ha movido de su jardín,
y resulta que la familia tiene que cambiar de nombre. No señor. Yo siempre me he
atenido a una norma: cuanto más raro me parece el caso, menos preguntas hago.
—Sabio proceder, sin duda —dijo el abogado. —Pero sí he examinado el
edificio por mi cuenta —continuó Mr. Enfield—, y no parece una casa habitada.
Es la única puerta y nadie sale ni entra por ella, a excepción del protagonista de
la aventura que acabo de relatarte. Y eso muy de tarde en tarde. En la planta alta
hay tres ventanas que dan al patio. En el piso de abajo, ninguna. Esas tres
ventanas están siempre cerradas, aunque los cristales están limpios.
Por otra parte, de la chimenea sale generalmente humo, así que la casa Página
debe de estar habitada, aunque es difícil asegurarlo dado que los
edificios que dan a ese patio están tan apiñados que es imposible saber 18
dónde termina uno y dónde empieza el siguiente. Los dos amigos
caminaron un
rato más
—Es buenaennorma
silencio
la hasta
tuya, que habló
Enfield Mr. Utterson.
dijo.
—Sí, creo que sí respondió el otro.
—Pero, a pesar de todo continuó el abogado—, hay una cosa que quiero
preguntarte. Me gustaría que me dijeras cómo se llamaba el hombre que atropelló a
la niña.
—Bueno —dijo Mr. Enfield—, no veo qué mal puede haber en decírtelo. Se
llamaba Hyde.
—Mmm
—No es —dijo Mr. Utterson—.
fácil describirle. En su¿Yaspecto
cómo eshay
físicamente?,
algo que no calza, desagradable,
decididamente detestable. Nunca he visto a nadie que produzca tanta repugnancia
y, sin embargo, no sabría decirte la razón. Debe de tener alguna deformidad. Ésa
es la impresión que produce, pero no podría mencionar un solo detalle fuera de lo
normal. No, me es imposible. No puedo describirle. Y no es que no le recuerde,
porque te aseguro que es como si le tuviera ante mi vista en este mismo momento.
Mr. Utterson anduvo otro trecho en silencio, evidentemente abrumado Página
por sus pensamientos.
—¿Estás seguro de que abrió con una llave? preguntó al fin. 19
—Mi querido Utterson —comenzó a decir Enfield, que no cabía en sí de
asombro.
—Lo sé —dijo su interlocutor—, comprendo tu extrañeza. El hecho es que si no
te pregunto cómo se llamaba el otro hombre es porque ya lo sé. Verás, Richard,
has ido a dar en el clavo con esa historia. Si no has sido fiel en algún punto, sería
prudente que lo arreglaras.
—Deberías haberme avisado respondió el otro con un toque de pesadumbre—.
Pero te aseguro que he sido exacto hasta el extremo, como tú sueles decir. Ese
hombre tenía una llave y, lo que es más, sigue teniéndola. Le vi servirse de ella no
hará ni una semana. Mr. Utterson exhaló un profundo suspiro, pero no dijo una
sola palabra. Al poco, el joven continuaba:
He aquí otra lección de cerrar la boca dijo—.
Me avergüenzo de haber hablado más de la cuenta.
Hagamos un trato. Nunca más volveremos a hablar de este asunto.
—Accedo de todo corazón —dijo el abogado—.
Te lo prometo, Richard.
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