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La Vida en Cristo

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LA VIDA EN CRISTO Alba Quesada

Docente
“Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres
volviendo a la bajeza de tu vida pasada.
Recuerda a que Cabeza perteneces y de que Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido
arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios”
(San León Magno, serm. 21, 2-3).
El Símbolo de fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más
aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican:
por “los sacramentos que les han hecho renacer”, los cristianos han llegado a ser
“hijos de Dios” (Jn 1, 12; 1 Jn 3, 1), “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4).

Los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una
“vida digna del Evangelio de Cristo” (Flp 1, 27).

Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les
capacitan para ello.
Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre (Jn 8, 29). Vivió siempre en perfecta
comunión con El. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre
“que ve en lo secreto” (Mt 6, 6) para ser “perfectos como el Padre celestial es perfecto” (Mt
5, 48).

Incorporados a Cristo por el Bautismo (Rm 6, 5), los cristianos están “muertos al pecado y vivos
para Dios en Cristo Jesús” (Rm 6, 11), participando así en la vida del resucitado (Col 2, 12).

Siguiendo a Cristo y en unión con El (Jn 15, 5), los cristianos pueden ser “imitadores de Dios, como
hijos queridos y vivir en el amor” (Ef 5, 1), confirmando sus pensamientos, sus
palabras y sus acciones con “los sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2, 5) y
siguiendo sus ejemplos (Jn 13, 12-16).
“Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6, 11),
“santificados y llamados a ser santos” (1 Co 1, 2), los cristianos se convierten en “el
templo del Espíritu Santo” (1 Co 6, 1). Este “Espíritu del Hijo” les enseña a orar al
Padre (Ga 4, 6) y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar (Ga 5, 25) para dar
“los frutos del Espíritu” (Ga 5, 22) por la caridad operante.

Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una
transformación espiritual (Ef 4, 23), nos ilumina y nos fortalece para vivir como
“hijos de la luz” (Ef 5, 8), “por la bondad, la justicia y la verdad” en todo (Ef 5, 9).

El camino de Cristo “lleva a la vida”, un camino contrario “lleva a la perdición”


(Mt 7, 13; Dt 30, 15-20).
La dignidad de la persona humana esta enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios;
se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina. Corresponde al ser humano llegar libremente a
esta realización. Por sus actos deliberados, la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien
prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral.

Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida sensible y
espiritual un material de su crecimiento.

Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud, evitan el pecado y, si lo han cometido recurren como
el hijo pródigo (Lc 15, 11-31) a la misericordia de nuestro Padre del cielo.
Así acceden a la perfección de la caridad.
El hombre, imagen de Dios

“Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”.

En Cristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15; 2 Co 4, 4), el hombre ha sido creado
“a imagen y semejanza” del Creador. En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el
hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida
con la gracia de Dios.

Dotada de un alma “espiritual e inmortal”, la persona humana es la “única criatura en la tierra a la


que Dios ha amado por sí misma”. Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza
eterna.
El hombre fue creado como un ser racional, es decir posee la dignidad de una persona dotada de
iniciativa y del dominio de sus actos.

Dios dejó al hombre en manos de su propio albedrío (Si 15, 14).

Albedrío: Potestad de obrar por reflexión y elección.

Se nos dio la libertad no para elegir indistintamente el bien o el mal, sino para elegir por nosotros
mismos el bien, y lo que corresponde a la verdad.
La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de
comprender el orden de las cosas establecidas por el Creador. Por su voluntad es capaz de
dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la
verdad y del bien.

En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre esta


dotado de libertad, “signo eminente de la imagen divina”.

Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa “a


hacer el bien y a evitar el mal”. Todo hombre debe de seguir esta ley que resuena en la conciencia y en
que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la
dignidad de la persona humana.
Conciencia: es el centro más íntimo y secreto del hombre, el santuario donde está solo con Dios, y en el
que su voz resuena. Quien ahoga la voz de su conciencia o la desoye va contra su propia felicidad.

La educación de la conciencia es tarea de toda la vida, desde la primera infancia, lo cual subraya
la importancia capital de la educación que dan los padres y demás educadores.

Para descubrir esta ley de la conciencia estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo,
ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia.
“El hombre, persuadido por el maligno, abuso de su libertad, desde el comienzo de la historia”.
Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida
del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error.

De ahí que el hombre este dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva,
aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.
Por su pasión, Cristo nos libro de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo.
Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado.

El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de
seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien.

En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad.


La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.
PARA SABER MÁS….

La Dignidad de la Persona Humana: Imagen y Semejanza

https://www.youtube.com/watch?v=_6MtlxC-9_Q

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