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STEFAN ZWEIG
FOUCHÉ EL GENIO TENEBROSO
INTRODUCCIÓN
José Fouché fue uno de los hombres más poderosos de su época y uno de los más
extraordinarios de todos los tiempos. Sin embargo, ni gozó de simpatías entre sus
contemporáneos ni se le ha hecho justicia en la posteridad.
A Napoleón en Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras y
Talleyrand en sus respectivas Memorias y a todos los historiadores franceses -realistas,
republicanos o bonapartistas-, la pluma les rezuma hiel cuando escriben su nombre.
Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza de reptil,
tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral... No se le escatiman las
injurias. Y ni Lamartime, ni Michelet, ni Luis Blanc intentan seriamente estudiar su
carácter, o, por mejor decir, su admirable y persistente falta de carácter. Por primera vez
aparece su figura, con sus verdaderas proporciones, en la biografía monumental de Luis
Madelins, al que este estudio, lo mismo que todos los anteriores, tiene que agradecerle
la mayor parte de su información. Por lo demás, la Historia arrinconó silenciosamente
en la última fila de las comparsas sin importancia a un hombre que, en un momento en
que se transformaba el mundo, dirigió todos los partidos y fué el único en sobrevivirles,
y que en la lucha psicológica venció a un Napoleón y a un Robespierre. De vez en
cuando ronda aún su figura por algún drama u opereta napoleónicos; pero entonces, casi
siempre reducido al papel gastado y esquemático de un astuto ministro de la Policía, de
un precursor de Sherlock Holmes. La crítica superficial confunde siempre un papel del
foro con un papel secundario.
Sólo uno acertó a ver esta figura única en su propia grandeza, y no el más insignificante
precisamente: Balzac. Espíritu elevado y sagaz al mismo tiempo, no limitándose a
observar lo aparente de la época, sino sabiendo mirar entre bastidores, descubrió con
certero instinto en Fouché el carácter más interesante de su siglo. Habituado a
considerar todas las pasiones -las llamadas heroicas lo mismo que las calificadas de
inferiores-, elementos completamente equivalentes en su química de los sentimientos;
acostumbrado a mirar igualmente a un criminal perfecto -un Vautrin- que a un genio
moral -un Luis Lambert-, buscando, más que la diferencia entre lo moral y lo inmoral, el
valor de la voluntad y la intensidad de la pasión, sacó de su destierro intencionado al
hombre más desdeñado, al más injuriado de la Revolución y de la época imperial. «El
único ministro que tuvo Napoleón», le llama, singulier génie, la plus forte tête que je
connaiss, «una de las figuras que tienen tanta profundidad bajo la superficie y que
permanecen impenetrables en el momento de la acción, y a las que sólo puede
comprenderse con el tiempo». Esto ya suena de manera distinta a las depreciaciones
moralistas. Y en medio de su novela «Une ténébreuse affaire» dedica a este genio grave,
hondo y singular, poco conocido, una página especial. «Su genio peculiar -escribe-, que
causaba a Napoleón una especie de miedo, no se manifestaba de golpe. Este miembro
desconocido de la Convención, lino de los hombres más extraordinarios y al mismo
tiempo más falsamente juzgados de su época, inició su personalidad futura en los
momentos de crisis. Bajo el Directorio se elevo a la altura desde la cual saben los
hombres de espíritu profundo prever el futuro, juzgando rectamente el pasado; luego,
súbitamente -como ciertos cómicos mediocres que se convierten en excelentes actores
por una inspiración instantánea-, dió pruebas de su habilidad durante el golpe de Estado
del 18 de Brumario. Este hombre, de cara pálida, educado bajo una disciplina
conventual, que conocía todos los secretos del partido de la Montaña, al que perteneció
primero, lo mismo que los del partido realista, en el que ingresó finalmente; que había
estudiado despacio y sigilosamente los hombres, las cosas y las prácticas de la escena
política, adueñóse del espíritu e Bonaparte, dándole consejos útiles y proporcionándole
valiosos informes... Ni sus colegas de entonces ni los de antes podían imaginar el
volumen de su genio, que era, sobre todo, genio de hombre de Gobierno, que acertaba
en todos sus vaticinios con increíble perspicacia». Estos elogios de Balzac atrajeron por
primera vez la atención sobre Fouché, y desde hace años he considerado ocasionalmente
la personalidad a la que Balzac atribuye el «haber tenido mas poder sobre los hombres
que el mismo Napoleón». Pero Fouché parecía haberse propuesto, lo mismo en vida que
en la Historia, ser una figura de segundo término, un personaje a quien no agrada que le
observen cara a cara, que le vean el juego. Casi siempre está sumergido en los
acontecimientos, dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de su cargo, tan
invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se consigue captar, en el
tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas más pronunciadas de su ruta. ¡Y
más extraño aún! Ninguno de esos perfiles de Fouché, cogidos al vuelo, coinciden entre
sí a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo hombre que fue sacerdote y
profesor en. 1790, saquease iglesias en 1792, fuese comunista en 1793, multimillonario
cinco años después y Duque de Otranto algo más tarde. Pero cuanto más audaz le
observaba en sus transformaciones, tanto mas interesante se me revelaba el carácter, o
mejor, la carencia de carácter de este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época
moderna. Cada vez me parecía más atractiva su vida política, envuelta toda en lejanía y
misterio, cada vez más extraía, mas demoníaca su figura. Así me decidí a escribir, casi
sin proponérmelo, por pura complacencia psicológica, la historia de José Fouché, como
aportación a una biografía que estaba sin hacer y qué era necesaria: la biografía del
diplomático, la más peligrosa casta espiritual de nuestro contorno vital, cuya
exploración no ha sido realizada plenamente.
Una biografía así, de una naturaleza perfectamente amoral, aún siendo, como la de José
Fouché, tan singular y significativa, me doy cuenta de que no va con el gusto de la
época. Nuestra época quiere biografías heroicas, pues la propia pobreza de cabezas
políticamente productivas hace que se busquen más altos ejemplos en los tiempos
pasados, No desconozco de ninguna manera el poder de las biografías heroicas, que
amplifican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente.
Son necesarias, desde los días dé Plutarco, para todas las generaciones en fase de
crecimiento, para toda juventud nueva.
Pero precisamente en lo político albergan el peligro de una falsificación de la Historia,
es decir: es como si siempre hubiesen decidido el destino del mundo las naturalezas
verdaderamente dirigentes. Sin duda domina una naturaleza heroica por su sola
existencia, aún durante decenios y siglos, la vida espiritual, pero únicamente la
espiritual. En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan
rara vez -y esto hay que decirlo como advertencia ante toda fe política- las figuras
superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros
hombres inferiores, aunque mas hábiles: en las figuras de segundo término. De 1914 a
1918 hemos visto como las decisiones históricas sobre la guerra y la paz no emanaron
de la razón y de la responsabilidad, sino del poder oculto de hombres anónimos del mas
equívoco carácter y de la inteligencia mas precaria. Y diariamente vemos de nuevo que
en el juego inseguro y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían aún
crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los hombres de clarividencia moral, de
convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por esos jugadores
profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras
vanas y nervios fríos. Si verdaderamente es la política, como dijo Napoleón hace ya cien
años, la fatalite moderne, la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que
alientan tras esas potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia
de la vida de José Fouché una aportación a la tipología del hombre político.
Salzburgo, otoño 1929.
CAPÍTULO PRIMERO
ASCENSO (1759-1793)
EL 31 de mayo de 1759 nace José Fouché -¡todavía le falta mucho para ser Duque de
Otranto!- en el puerto de Nantes.
Marineros y mercaderes sus padres y marineros sus antepasados, nada más natural que
él continuase la tradición familiar; pero bien pronto se vió que este muchacho
delgaducho, alto, anémico, nervioso, feo, carecía de toda aptitud para oficio tan duro y
verdaderamente heroico en aquel tiempo. A dos millas de la costa, se mareaba; al cuarto
de hora de correr o jugar con los chicos, se cansaba. ¿Qué hacer, pues, con una criatura
tan débil?, se preguntarían los padres no sin inquietud, porque en la Francia de 1770 no
hay todavía lugar adecuado para una burguesía ya despierta y en empuje impaciente. En
los tribunales, en la administración, en cada cargo, en cada empleo, las prebendas
substanciosas se quedan para la aristocracia; para el servicio de Corte se necesita escudo
condal o buena baronía; hasta en el ejército, un burgués con canas apenas llega a
sargento. El Tercer Estado no se recomienda aún en ninguna parte de aquel reino tan
mal aconsejado y corrompido; no es extraño, pues, que un cuarto de siglo más tarde
exija con los puños lo que se le negó demasiado tiempo a su mano implorante. No
queda más que la Iglesia. Esta gran potencia milenaria, que supera infinitamente en
sabiduría mundana a las dinastías, piensa más prudente, más democrática, más
generosamente. Siempre encuentra sitio para los talentos y recoge al mas humilde en su
reino invisible. Como el pequeño José se destaca ya estudiando en el colegio de los
oratorianos, le ceden con gusto la cátedra de Matemáticas y Física para que desempeñe
en ella los cargos de inspector y profesor. A los veinte años adquiere en esta Orden -que
desde la expulsión de los jesuitas prevalece en toda Francia- la educación católica,
honores y cargo. Un cargo pobre, sin mucha esperanza de ascenso; pero siempre una
escuela en la que él mismo aprende a la vez que enseña. Podría llegar más alto: ser fraile
un día, tal vez obispo o Eminencia, si profesara. Pero cosa típica en José Fouché: ya en
el escalón inicial, en el primero y más bajo de su carrera, resalta un rasgo característico
de su personalidad: la antipatía a ligarse completamente, de manera irrevocable, a
alguien o a algo. Viste el habito de clérigo, esta tonsurado, comparte la vida monacal de
los demás Padres espirituales, y durante diez años de oratoriano en nada se diferencia, ni
exterior ni interiormente, de un sacerdote. Pero no toma las órdenes mayores, no hace
voto; como en todas las situaciones de su vida, dejase abierta la retirada, la posibilidad
de variación y cambio. A la Iglesia se da temporalmente y no por entero, lo mismo que
mas tarde al Consulado, al Imperio o al Reino. Ni siquiera con Dios se compromete José
Fouché a ser fiel para siempre.
Durante diez años, de los veinte a los treinta, anda este pálido y reservado semisacerdote
por claustros y refectorios silenciosos. Da clase en Niort, Saumur, Vendome, París, pero
casi no siente el cambio de lugar, pues la vida de un profesor de seminario se desarrolla
igual en todas partes: pobre, silenciosa e insignificante, lo mismo en una ciudad que en
otra, siempre tras muros callados, siempre apartado de la vida. Veinte, treinta, cuarenta
discípulos, a los que enseña latín, matemáticas y física; muchachos pálidos, vestidos de
negro, a los que lleva a misa y a los que vigila en el dormitorio. Lectura solitaria en
libros científicos, comidas pobres y sueldos mezquinos. Una existencia conventual,
humilde. Anquilosados, irreales, al margen del tiempo y del espacio, estériles y
humillantes, parecen estos diez años silenciosos y sombríos de la vida de Fouché. Sin
embargo, aprende durante ellos lo que ha de ser, más tarde, infinitamente útil al
diplomático: el arte de callar, la ciencia magistral de ocultarse a sí mismo, la maestría
para observar y conocer el corazón humano. Si este hombre, aún en los momentos de
mayor pasión de su vida, llega a dominar hasta el último músculo de su cara; si es
imposible percibir una agitación de ira, de amargura, de emoción en su faz inmóvil,
como emparedada en silencio; si con la misma voz apagada sabe pronunciar lo
cotidiano y lo terrible, y si puede cruzar con el mismo paso sigiloso los aposentos del
Emperador y la frenética Asamblea popular, ello se debe a la disciplina incomparable de
dominio sobre sí mismo aprendida en los años de religión; a su voluntad domada en los
ejercicios de Loyola, y a su expresión educada en las discusiones de la retórica
eclesiástica secular. Tal es el aprendizaje de Fouché antes de poner el pie sobre el podio
de la escena mundial. Quizá no sea casualidad que los tres grandes diplomáticos de la
revolución francesa: Talleyrand, Sieyes y Fouché, salieran de la escuela de la Iglesia
maestros en el arte humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso
pone un sello especial a sus caracteres -por lo demás contradictorios-, dándoles en los
minutos decisivos cierto parecido. A esto reúne Fouché una autodisciplina férrea, casi
espartana, una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte
sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal. No, estos años de
Fouché a la sombra de los claustros no fueron perdidos. Aprendió enseñando.
Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este espíritu
singularmente elástico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestría
psicológica. Durante años enteros sólo puede actuar invisiblemente en el círculo
espiritual más estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que
inunda hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute
sobre los derechos del hombre igual que en los clubes de los francmasones. Una extraña
curiosidad empuja a estos sacerdotes jóvenes hacia lo burgués, curiosidad que hace
derivar también la atención del profesor de Física y Matemáticas hacia los
descubrimientos sorprendentes de la época: las primeras aeronaves -los montgolfiers- y
los grandiosos inventos en el terreno de la electricidad y la medicina. Los religiosos
buscan contacto con los círculos intelectuales, y este contacto lo facilita en Arras un
círculo extraño llamado de los «Rosatis», una especie de «Schlaraffia», en la que los
intelectuales de la ciudad se reúnen en animadas veladas. El ambiente es modesto.
Pequeños burgueses, gente insignificante, recitan poesías o pronuncian discursos
literarios; los militares se mezclan con los paisanos.
José Fouché, el profesor religioso, es muy bien recibido en estas veladas, pues sabe
mucho sobre los nuevos descubrimientos de la Física. Allí, en amigable reunión,
escucha, por ejemplo, como recita un capitán de ingenieros llamado Lazaro Carnot
versos satíricos, compuestos por él mismo, o atiende al florido discurso que pronuncia
el pálido abogado, de delgados labios, Maximiliano de Robespierre (entonces aún daba
importancia a su nobleza) en honor de los «Rosatis». Aún disfruta la provincia de los
últimos soplos del Dixhuitieme filosofante. Reposadamente escribe el señor de
Robespierre, en vez de sentencias de muerte, graciosos versos; el médico suizo Marat,
en vez de crueles manifiestos comunistas, escribe una novela dulzona y sentimental, y
en algún rincón de provincia se afana el pequeño teniente Bonaparte por imitar al
Werther con una novela. Las tempestades están todavía invisibles tras el horizonte.
Parece un juego del destino: precisamente con este abogado pálido, nervioso, de orgullo
inconmensurable, llamado Robespierre, hace amistad el tonsurado profesor de
seminario, y sus relaciones están en el mejor camino de trocarse en parentesco, pues
Carlota Robespierre, la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de los
oratorianos de sus achaques místicos, y se murmura de este noviazgo en todas las
mesas. Porqué se deshacen al fin estas relaciones no se ha sabido nunca; pero quizá se
oculte aquí la raíz del odio terrible, histórico, entre estos dos hombres, tan amigos
antaño y que más tarde lucharon a vida o muerte. Entonces nada saben aún de
jacobinismo y de rencor, al contrario: cuando mandan a Maximiliano de Robespierre
como delegado a los Estados Generales, a Versalles, para trabajar en la nueva
Constitución de Francia, es el tonsurado José Fouché quien presta al anémico abogado
las monedas de oro necesarias para que se pague el viaje y se pueda mandar hacer un
traje nuevo. Es simbólico el que en esta ocasión, como en tantas otras, tenga los estribos
para que otro inicie su carrera histórica, para luego ser él también quien en el momento
decisivo traicione y derribe por la espalda al amigo de antaño.
Poco después de la partida de Robespierre a la Asamblea de los Estados Generales, que
ha de hacer temblar los fundamentos de Francia, tienen también los oratorianos en Arras
su pequeña revolución. La política ha penetrado hasta los refectorios, y el perspicaz
oteador que es José Fouché hincha con este viento sus velas. A propuesta suya mandan
un diputado a la Asamblea Nacional, para demostrar al Tercer Estado las simpatías de
los clérigos. Pero esta vez, el hombre tan precavido en otras ocasiones obra con
precipitación, sin duda porque sus superiores le envían, como medida correccional -lo
que no constituye un verdadero castigo, pues carecen de fuerza para ello-, a la
institución filial de Nantes, al mismo puesto donde aprendió de niño los fundamentos de
la ciencia y el arte del conocimiento humano. Mas ya es adulto y experto, y no le seduce
enseñar a los muchachos Geometría y Física. El sutil oteador presiente que se cierne
sobre el país una tempestad social, que la política domina el mundo... Y a la política se
lanza. De un golpe tira la sotana, hace desaparecer la tonsura y en vez de pronunciar sus
discursos políticos ante los niños lo hace ante los buenos burgueses de Nantes. Se funda
un club -siempre empieza la carrera de los políticos en un escenario, prueba de la
elocuencia-, y un par de semanas después ya es Fouché presidente de los Amis de la
Constitución de Nantes. Alaba el progreso, aunque con precaución y tolerancia, porque
el barómetro de la honesta ciudad señala una temperatura moderada. Los ciudadanos de
Nantes no gustan del radicalismo, temen por su crédito; quieren, sobre todo, hacer
buenos negocios. No quieren -ellos que obtienen de las colonias opulentas prebendas-
proyectos tan fantásticos como el de la manumisión de los esclavos. José Fouché,
certero observador, redacta un documento patético contra la abolición de la trata de
esclavos, que aunque le proporciona una severa represión por parte de Brissot, no
mengua su reputación en el estrecho círculo de los burgueses. Para asegurar su posición
política entre ellos (¡los futuros electores!), se casa muy pronto con la hija de un rico
mercader, una muchacha fea, pero de buena posición, pues quiere convertirse
rápidamente en un perfecto burgués; es el tiempo en que -bien lo presiente él- el Tercer
Estado va a tener en sus manos la dirección, el predominio. Todo esto son ya los
preliminares del verdadero fin que se propone. Apenas se convocan elecciones para la
Convención, se presenta el antiguo profesor de seminario como candidato. ¿Y qué es lo
que hace todo candidato? Promete, por lo pronto, a sus buenos electores todo lo que
pueda halagarlos. Así jura Fouché proteger el comercio, defender la propiedad, respetar
las leyes; como en Nantes sopla más el viento de la derecha que el de la izquierda,
truena con mayor elocuencia contra los partidarios del desorden que contra el viejo
régimen. Y, efectivamente, en 1792 es elegido diputado de la Convención, y la
escarapela tricolor sustituye, por largo tiempo, a la tonsura, llevada oculta y
silenciosamente.
José Fouché cuenta en la época de su elección treinta y dos años. No es de agradable
presencia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos
finos y líneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre
cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupilas de
un gris felino como bolitas de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por
decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con
luz de gas, pálido y verdoso; sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal
en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez
grisácea las mejillas, jamás el pigmento colorea esta cara con arrebol saludable; siempre
hace el efecto, este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, de un ser cansado,
de un enfermo, de un convaleciente. Todo el que le ve recibe la impresión de un hombre
sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a
la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias,
avasalladoras; no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le
tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre
documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara.
Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos;
nunca se observa bajo esta mascara gris, terrosa, aparentemente desmadejada, una
verdadera tensión; nunca delatan los ojos, bajo los párpados pesados y orillados, su
intención, ni revela sus pensamientos con un gesto.
Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios
no le dominan, los sentidos no le seducen, toda su pasión se carga y se descarga tras el
muro impenetrable de su frente. Deja jugar sus fuerzas y acecha despierto las faltas de
los demás. Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca
en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable. Terrible es esta
superioridad de su enervada paciencia; quien así puede esperar y ocultarse, bien puede
engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y frío,
soportará las mas recias ofensas, las más viles humillaciones; ninguna amenaza, ningún
gesto de rabia conmoverá a este monstruo de frialdad. Tanto Robespierre como
Napoleón se estrellaran contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres
generaciones, toda una época fluye y refluye en mareas pasionales mientras que él
persiste frío e insensible.
En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de
Fouché. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; está casi siempre al margen de todo.
Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos turbadores elementos del sentir de un
hombre normal, están ausentes en este enigmático hasardeur, cuya pasión se detiene
íntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su
pasión es la intriga; pero únicamente en la esfera del espíritu sabe depurarla y gozar de
ella, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del
complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. Tender los
hilos desde su aposento, parapetado detrás de expedientes y documentos; asestar el
golpe criminal, inesperado e inadvertido, esa es su táctica. Hay que mirar
profundamente la Historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor
legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna, en
realidad omnímoda, definidora de una época. Durante toda una vida actúa en la sombra
sobre tres generaciones. Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras
prevaleció Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre
toda pasión.
La mañana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala la recién elegida
Convención. Ya no es tan solemne y pomposo el saludo como, hace tres años, en la
primera Asamblea Constituyente. Entonces aún estaba en el centro un magnífico sillón
de damasco bordado con blancas flores de lis: el sitial del Rey; y al entrar éste, se
levantó respetuosamente la Asamblea y recibió al Monarca con vivas y ovaciones.
Ahora están inválidos sus castillos, la Bastilla y las Tullerías; ya no hay Rey en Francia;
hay sólo un señor grueso llamado por sus recios guardianes y jueces Luis Capeto, que se
aburre como impotente burgués en el Temple y espera su sentencia. En su lugar mandan
ahora en el país los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la mesa
presidencial se yerguen en letras gigantescas las nuevas tablas mosaicas de las leyes, el
texto original de la Constitución, y adornan las paredes del salón, símbolo amenazador,
las varas de los lictores y el hacha mortífera.
En las galerías se reúne el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecientos
cincuenta miembros de la Convención entran a paso lento en la Casa Real, extraña
mezcla de todos los estados y profesiones: abogados cesantes con ilustres filósofos,
sacerdotes fugitivos con militares insignes, aventureros fracasados con afamados
matemáticos y poetas galantes. Como en un vaso violentamente agitado, todo se ha
mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolución. Es tiempo de aclarar el caos.
Ya la disposición de los asientos indica un primer ensayo de orden. En el salón
anfiteatral, donde se mezclan los alientos y chocan las frases hostiles, están colocados,
abajo los tranquilos, los serenos, los cautos: el marais, el pantano, como llaman
irónicamente a los que en todas las decisiones carecen de pasión. Los turbulentos, los
impacientes, los radicales, toman asiento arriba, en los bancos más altos, en la
«montaña», que casi tocan con sus últimas filas las galerías, como para indicar
simbólicamente que tienen a su espalda la masa, el pueblo, el proletariado.
Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea, en flujo y reflujo, la
revolución. Para los ciudadanos, para los moderados, es ya perfecta la República con la
Constitución conquistada, con la aniquilación del Rey y de la nobleza, con el traspaso
de los derechos al Tercer Estado; ahora quisieran mas bien poner diques y retener la
marea removida desde el fondo, defender lo seguro. Condorcet, Roland, los girondinos
son sus cabecillas, representantes del clero y de la clase media. Pero los de la
«montaña» quieren seguir empujando la ola hasta que arrastre todo lo que quedó
existente de antaño, todo lo anticuado; quieren a Marat, a Danton y Robespierre como
jefes del proletariado, la revolution intégrale, radical hasta el ateísmo y el comunismo.
Después del Rey quieren echar a tierra las demás potencias viejas del Estado: dinero y
Dios. Inquieta, oscila la balanza entre los dos partidos. Si vencen los girondinos, los
moderados, se debilitara la revolución poco a poco en una reacción primero liberal y
luego conservadora. Si vencen los radicales, navegarán por todas las profundidades y
torbellinos de la anarquía. Así no engaña la solemne armonía de las primeras horas a
ninguno de los presentes en el salón predestinado, cada uno sabe que aquí comenzara
pronto una lucha a vida o muerte por el espíritu y por el Poder. Y el sitio en que toma
asiento un diputado, abajo, en el «llano», o arriba, en la «montaña», indica ya de
antemano su decisión.
Con los setecientos cincuenta que entran solamente en el salón del Rey destronado entra
también, silencioso, cruzada sobre el pecho la banda tricolor de representante del
pueblo, José Fouché, el diputado de Nantes. Desaparecida la tonsura y olvidado ya el
traje de sacerdote, viste, como los demás, sencilla ropa de ciudadano.
¿Dónde tomará asiento José Fouché: entre los radicales de la «montaña» o entre los
moderados del «llano»? José Fouché no titubea mucho tiempo. No conoce mas que un
partido, al que es leal y al que permanecerá fiel hasta el fin: al más fuerte, al de la
mayoría. Así, pesa y cuenta también esta vez interiormente los votos y ve que el Poder
se inclina del lado de los girondinos, de los moderados. Con ellos están Condorcet,
Roland, Servan, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en
todos los nombramientos y que reparten las prebendas. Allí puede estar seguro. Y allí
toma asiento.
Pero cuando alza casualmente los ojos hacia arriba, donde han tomado sus posiciones
los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, desdeñosa. Su
amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido allí a su alrededor a
sus partidarios. Irónico y glacial, a través de sus impertinentes, observa cruel, orgulloso
de su propia terquedad, que no perdona las vacilaciones y flaquezas de los demás, al
oportunista Fouché. En este momento se rompe el último lazo de la amistad de estos dos
hombres. Desde entonces siente Fouché a su espalda, detrás de sus ademanes y sus
actos, la mirada de cruel examen y severa observación del eterno acusador, del
implacable puritano. ¡Hay que tener cuidado!
Nadie tiene más que él. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falta
por completo el nombre de José Fouché. Mientras que todos se precipitan con ímpetu y
presunción hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acusarse y
enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el púlpito. La insuficiencia
de voz (así se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente. Y
como todos los demás se quitan, ávidos e impacientes, la palabra de la boca, se destaca
con simpatía el silencio de esta aparente modestia. Pero en verdad no es modestia, sino
cálculo.
El ex físico estudia primero el paralelogramo de las fuerzas, observa, vacila antes de
formular su opinión, porque ve oscilar continuamente la balanza. Precavido, reserva su
voto decisivo para el momento en que comience a inclinarse definitivamente a un lado o
a otro. ¡Por nada gastarse demasiado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por
nada ligarse para siempre! Aún no se ve claramente si la revolución ha de avanzar o si
ha de retroceder, y, como buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola
que el viento sea favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto.
Además, ya en Arras, tras los muros del convento, había observado cuán pronto se
desgasta en una revolución la popularidad, cómo se convierte el grito popular de
Hossaniza en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la época de los
Estados Generales y de la Asamblea Constituyente se habían destacado eran víctimas
del olvido o del odio. El cadáver de Mirabeau, ayer aún en el Panteón, había sido
exhumado vergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente hacía
algunas semanas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine,
Pethoin, ovacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la
publicidad. No. No había que surgir precipitadamente a la luz, no había que sujetarse
demasiado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los demás. Una revolución -lo
sabe muy bien este hombre precozmente sutil- nunca pertenece al primero, al que la
inicia, sino al último, al que la culmina asiéndose a ella como a una presa.
Así se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los poderosos,
pero evita todos los Poderes públicos y visibles. En vez de escandalizar en la tribuna y
en los periódicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se gana en la sombra
conocimiento de la situación e influencia sobre los acontecimientos sin ser observado ni
odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rápida le gana simpatías; su
invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su despacho puede observar
descuidadamente cómo se ensañan los tigres de la «montaña» y las panteras de la
Gironda, cómo los grandes apasionados, cómo las grandes figuras destacadas de un
Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hieren a muerte. Él
contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los apasionados no
empieza la época de los que supieron esperar, de los prudentes. Sólo se decidirá cuando
la batalla se vislumbre ganada.
Este aguardar en la oscuridad es la actitud de José Fouché durante toda su vida. No ser
nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; tirar de todos
los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapetado, detrás de una
figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta avance excesivamente, en
el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. Éste es su papel preferido. Lo
interpreta como el más perfecto intrigante de la escena política, en veinte disfraces, en
innumerables episodios bajo los republicanos, los reyes o los emperadores, siempre con
el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la ocasión, y con ella la tentación, de representar el papel
principal, el papel de héroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para
desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que no se
presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo que no podría
ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de su voz delgada y
enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero nunca arrastrar a las
masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside en el aposento de burócrata,
en la habitación cerrada en la sombra. Allí puede acechar y explorar holgadamente,
observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos mientras permanece impenetrable,
hermético.
Éste es el último secreto de la fuerza de José Fouché, que, aunque anhela el Poder, la
mayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posición; no
necesita sus emblemas ni su investidura. Fouché tiene amor propio desmesurado, pero
no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad. La vara de lictor, el cetro de rey, la corona
de emperador pueden llevarlos otros tranquilamente. cede gustoso el brillo y la dicha de
la popularidad. A él le basta con enterarse de la cosa, con tener influencia, con ser él
quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apariencia de mando, y, sin exponer
su persona, hacer el juego emocionante, el juego tremendo de la política. Mientras los
demás se ligan fuertemente a sus convicciones, a sus palabras y gestos oficiales, queda
él, tenebroso y escondido, interiormente libre; es lo permanente en el proceso fugitivo
de apariciones. Los girondinos caen, Fouché queda; los jacobinos son arrojados, Fouché
queda; el Directorio, el Consulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobran
y desaparecen, pero siempre queda él, el único, Fouché, gracias a su refinado
retraimiento y a su valor audaz para perseverar en la falta absoluta de vanidad.
Pero llega un día en el proceso mundial de la revolución, un día que no admite
vacilaciones, un día en el que cada cual tiene que dar su voto terminante, concreto, con
«sí» o «no»: el 16 de enero de 1793. La manecilla del reloj de la revolución señala
mediodía. La mitad del camino esta andado. Palmo a palmo se ha arrancado el Poder a
la Monarquía. Pero aún vive el Rey, Luis XVI, aunque prisionero en el Temple. Ni ha
sido posible dejarle huir, como esperaban los moderados, ni se ha conseguido que
encontrase la muerte en aquel asalto al palacio realizado por la furia del pueblo, como
secretamente deseaban los radicales. Le han humillado, le han quitado libertad, nombre
y categoría; pero aún por su solo aliento, por su sangre heredada, es Rey, es el nieto de
Luis XIV, y aunque ahora sólo se le llame desdeñosamente Luis Capeto, sigue siendo
un peligro para la joven República. Por eso formula la Convención la pregunta de vida o
muerte. En vano habían esperado los indecisos, los cobardes, los cautos, las personas
del carácter de José Fouché, poder escapar por votación secreta de emitir su juicio
definitivo. Robespierre exige terminantemente que cada representante de la nación
francesa pronuncie su «sí» o «no», su Vida o Muerte, en medio de la Asamblea, para
que sepa el pueblo y la posteridad el lugar que a cada uno corresponde: a la derecha o a
la izquierda, en la bajamar o en la pleamar de la revolución.
Ya el 15 de enero, Fouché ha definido claramente su propósito. Pertenece a los
girondinos, y el deseo de sus electores, netamente moderados, le obliga a pedir
clemencia para el Rey. Pregunta a sus amigos, sobre todo a Condorcet, y ve que están
todos dispuestos a evitar una medida tan irrevocable como la ejecución del Rey. Y
como la mayoría esta en contra de la sentencia, se pone Fouché, naturalmente, de su
parte; la noche anterior, la del 15 de enero, lee a un amigo el discurso que piensa
pronunciar para justificar su deseo de clemencia. Sentarse en los bancos de los
moderados le obliga a ser así.
Pero entre aquella noche del 15 de enero y la mañana del 16 transcurre una noche
intranquila y agitada. Los radicales no han estado ociosos: han puesto en marcha la
máquina de la rebelión de las masas, que saben dominar tan magistralmente. En los
arrabales truenan los cañones del escándalo; las secciones llaman con sus tambores a las
gentes del pueblo; todos los batallones irregulares de la rebelión, a los que recurren
siempre los terroristas invisibles, que los mueven para alcanzar por la fuerza decisiones
políticas y a los que pone en acción en pocas horas un gesto del cervecero Santerre.
Estos batallones de los agitadores de barrio son conocidos de las pescaderas y
aventureros desde la gloriosa conquista de la Bastilla; se los conoce de la hora vil de los
asesinatos de septiembre. Siempre, cuando hay que romper el dique de las leyes, se
revuelve a la fuerza esta gigantesca ola del pueblo, y siempre lo arrastra todo consigo,
irresistible, hasta a aquellos a quienes ha hecho surgir de sus bajos fondos.
Miles y miles cercan, ya al mediodía, la Escuela de Equitación y las Tullerías; hombres
en mangas de camisa, el pecho desnudo, amenazantes, pica en mano; mujeres
vociferantes, insultadoras, con carmañolas de rojo ígneo; guardia ciudadana y gente
callejera. Entre ellos se multiplican los provocadores de la rebelión: Fournier, el
americano; Guzmán, el español; Theroigne de Méricourt, esa caricatura histérica de
Juana de Arco. Si pasan diputados sospechosos de votar por la clemencia, se vierte
sobre ellos un diluvio de insolencias como cubos de basura, se alzan puños, se profieren
amenazas contra los representantes del pueblo. Con todos los medios del terrorismo y
de la fuerza bruta trabajan los amedrentadores para conseguir que la cabeza del Rey sea
puesta bajo la cuchilla.
Y esa intimidación hace su efecto en todos los espíritus apocados. Medrosos, se aprietan
en sus asientos los girondinos, a la luz oscilante de las velas, en esta noche gris de
invierno. Los que ayer esperaban aún, decididos a votar contra la muerte del Rey para
evitar la guerra con toda Europa, están intranquilos y desunidos bajo la enorme presión
de la rebelión del pueblo. Por fin, ya bien entrada la noche, se verifica la primera
citación de nombres, y - ¡qué ironía! - le toca precisamente al jefe de los girondinos, a
Vergniaud, al otras veces tan apasionado orador, cuya voz resuena siempre como un
martillo sobre la madera vibrante de las paredes. Pero ahora teme no pasar, como jefe de
la República, por bastante republicano si perdona la vida del Rey. Y él, que siempre fué
bravo y furioso, se acerca a la tribuna, lento, pesado, la testa poderosa vergonzosamente
inclinada, y dice en voz baja: La mort.
La palabra resuena como un diapasón por la sala. El primero de los girondinos ha
fallado. De los demás permanecen firmes la mayor parte: trescientos entre setecientos
votos se inclinan al perdón, a pesar de que saben que una actitud de moderación política
requiere en esta ocasión mil veces más audacia que una firmeza aparente. La balanza
oscila mucho: un par de votos pueden decidir. Por fin es llamado el diputado de Nantes,
José Fouché, el mismo que aseguro ayer aún a los amigos que defendería con palabras
inflamadas la vida del Rey, el que hace diez horas se manifestaba como el más decidido
entre los decididos. Pero mientras tanto ha contado los votos el antiguo profesor de
Matemáticas, y, buen calculador, Fouché ha visto que con ello daría un paso en falso,
ligándose al único partido al que nunca habría de pertenecer: al partido de la minoría.
Ya no duda. Con sus pasos sigilosos sube ligeramente a la tribuna, y de sus labios
pálidos se escapan, tenues, estas dos palabras: La mort.
El Duque de Otranto escribirá y pronunciará más tarde cien mil palabras para excusar,
como una equivocación, estas dos palabras que le estigmatizan de régicide, de asesino
del Rey. Pero estas dos palabras están dichas públicamente y, anotadas en el Moniteur,
no se las puede borrar de la Historia ni de su vida, en la que serán memorables, pues
significan su primera caída oficial. Ha traicionado alevosamente a sus dos amigos
Condorcet y Daunou, se ha burlado de ellos, los ha engañado. Pero no tiene que
avergonzarse de ello ante la Historia: otros más fuertes, como Robespierre y Carnot,
Lafayette, Barras y Napoleón, los más poderosos de su tiempo, serán burlados por él en
la hora de la desgracia. En este momento se descubre por primera vez en el carácter de
José Fouché otro rasgo muy marcado: su osadía. Si deja traicioneramente un partido, no
lo hace nunca despacio y cautelosamente, nunca se desliza con disimulo de las filas. Lo
hace a la luz del día, con fría sonrisa. Con estupefaciente naturalidad se pasa
directamente al antiguo adversario y acepta todas sus palabras y argumentos. Lo que
creen y dicen los partidarios anteriores, lo que piensa la masa, el público, le deja
completamente frío. Le importa una sola cosa: estar siempre con el vencedor, nunca con
el vencido. En la rapidez de rayo de este cambio, en el cinismo sin medida de su
transmutación, muestra una dosis de osadía que involuntariamente anonada y causa
admiración. Le bastan veinticuatro horas, a veces una hora sola, a veces un solo minuto,
para arrojar francamente la bandera de sus convicciones y desplegar con estrépito la
contraria. No va con una idea, va con el tiempo, y mientras más ligero corra, más ligero
le seguirá.
Sabe que sus electores de Nantes se indignaran cuando lean al día siguiente en el
Moniteur su voto. Hay, pues, que arrollarlos, en vez de convencerlos. Y con esa rápida
audacia, con esa osadía que le presta en esos instantes casi una aureola de grandeza, no
espera la indignación, sino que se adelanta al asalto con un ataque. Al día siguiente de la
votación manda imprimir un manifiesto en el que proclama ruidosamente, como su
convicción más leal y sincera, lo que en realidad le ha sugerido el miedo a caer en
desgracia ante el Parlamento: no quiere dejar a sus electores tiempo para pensar y
calcular, quiere aterrorizarlos y amedrentarlos, dando el golpe con rápida brutalidad.
Ni Marat ni los mas acalorados jacobinos son capaces de escribir de manera más
sangrienta que este hombre, ayer aún tan moderado, a sus bravos, a sus buenos electores
burgueses: «Los crímenes del tirano han sido descubiertos y llenan de indignación todos
los corazones. Si no cae su cabeza enseguida bajo la espada, pueden caminar
tranquilamente con las suyas erguidas todos los ladrones y asesinos, y el caos más
terrible nos amenazara. Los tiempos están con nosotros y contra todos los reyes de la
tierra». Así proclama la ejecución como necesidad inevitable quien el día anterior
llevaba preparado en el bolsillo un manifiesto, probablemente igual de persuasivo,
contra la ejecución.
Y, efectivamente, el astuto matemático había calculado bien. Como buen oportunista,
conoce la irresistible gravitación de la cobardía; sabe que en todos los momentos
políticos de la masa es la audacia el decisivo denominador de todo cálculo. Tiene razón:
los buenos burgueses conservadores se agachan tímidos ante este manifiesto descarado
e inesperado; confundidos y perplejos se apresuran a dar su consentimiento para una
decisión con la que no están conformes interiormente en lo más mínimo. Ninguno se
atreve a contradecir. Y desde aquel día tiene José Fouché en su mano la dura y fría
palanca con la que dominará las más difíciles crisis: el desprecio a la Humanidad.
Desde esa fecha memorable, el 16 de enero, elige (por el momento) José Fouché, con su
carácter de camaleón, el color rojo. El moderador se convierte de la noche a la mañana
en archirradical y ultraterrorista. De un salto se encuentra en medio de sus adversarios, y
una vez entre ellos decide colocarse en el ala extrema de la izquierda, en la más radical.
Con una rapidez fantástica adopta este espíritu frío, este reseco burócrata, para no
quedarse atrás, el lenguaje más sangriento de los terroristas.
Hace rigurosamente proposiciones contra los emigrados, contra los sacerdotes; azuza,
truena, se enfurece, degüella con palabras y gestos. Verdaderamente, podría volver a
hacer amistad con Robespierre y volver a sentarse a su lado; pero este hombre de
conciencia incorruptible, de duro espíritu protestante, no ama a los renegados; con doble
desconfianza repele ahora al tránsfuga, cuyo radicalismo ruidoso le es más sospechoso
que su antigua moderación.
Fouché barrunta, con sentido atmosférico agudo, el peligro de tal vigilancia y ve
acercarse días críticos. Aún se cierne la tormenta sobre la Asamblea y ya se insinúan en
el horizonte político las luchas trágicas entre los jefes de la revolución, entre Danton y
Robespierre, entre Hebert y Desmoulins; habría que decidirse de nuevo dentro del
mismo radicalismo; pero a Fouché no le gusta comprometerse antes de que la
declaración esté exenta de peligros y sea propicia a la ganancia. Sabe que hay
situaciones en los momentos decisivos que domina un diplomático, lo más sabiamente,
eludiéndolas. Así es que prefiere ausentarse del ruedo de la Convención durante la lucha
y no volver a pisarlo hasta que ésta se haya decidido. Para fundar y justificar su retirada
tiene la suerte de que se le presente con oportunidad una excusa honorable: la
Convención elige doscientos delegados de su seno para que mantengan el orden en las
provincias. Fouché, que no se encuentra bien en la atmósfera volcánica del salón de
sesiones, hace todo lo posible por ser uno de los enviados y consigue ser elegido. Se le
concede así una tregua. Puede tomar aliento. ¡Que luchen mientras tanto unos con otros,
que se aniquilen entre sí haciendo lugar, haciendo sitio, con su apasionamiento, para él,
soberbio y ambicioso! ¡Pero ahora, alejarse, evadirse, no tomar partido entre los
partidos! Unos meses, unas semanas son mucho en aquellos tiempos en que el reloj del
universo corre frenéticamente.
Cuando llegue el momento de volver estará decidida la suerte y entonces podrá situarse
tranquilamente y sin peligro al lado del vencedor, en su partido de siempre: en la
mayoría.
Se ha estudiado poco la historia provincial de la revolución francesa. Todas las
descripciones concentran la atención pasmada en la esfera del reloj de París, donde solo
es visible el signo de la hora. Pero el péndulo que regulariza su marcha sostiene su eje
en el país y en el ejército. París no es más que la palabra, la iniciativa, el motor; pero el
país inmenso es la acción, la fuerza decisiva y continua.
Pronto reconoce la Convención que el tempo revolucionario de la capital y el del país
no coinciden. Los lugareños, los habitantes de las aldeas y de las montañas, no piensan
con la misma rapidez que las gentes de la capital. Absorben más despacio y con más
cuidado las ideas y se las apropian a su manera.
Lo que en la Convención se convierte en ley en una hora, se filtra despacio, gota a gota,
por el país, y casi siempre adulterado y diluido por la burocracia realista provincial, por
el clero, por los hombres del antiguo régimen. Por eso hay siempre una hora de atraso
en las regiones respecto a París. Si gobiernan en la Convención los girondinos, aún elige
la provincia realista; cuando los jacobinos triunfan, empieza el acercamiento espiritual
de la provincia a la Gironde. Inútiles son contra esto todos los decretos patéticos, pues
sólo lenta y tímidamente se abre paso la palabra impresa hasta la Auvergne y la Vendee.
Así acuerda la Convención desplazarse en verbo y presencia activamente a la provincia
para avivar el ritmo de la revolución en toda Francia, para dar jaque al tiempo vacilante
y casi antirrevolucionario de las comarcas rurales. Elige de su propio seno doscientos
delegados que deben representar su voluntad y les da poderes casi ilimitados. Quien
lleva la banda tricolor y el sombrero de pluma roja tiene derechos de dictador. Puede
cobrar contribuciones, pronunciar sentencias, pedir reclutas, destituir generales; ninguna
autoridad puede oponerse al que representa con su persona, santificada simbólicamente,
la voluntad de la Convención Nacional íntegra. Su poder es ilimitado, como antaño el
de los procónsules de Roma, que llevaron a todos los países sometidos a la voluntad del
Senado. Cada uno es un dictador, un soberano, contra cuyo fallo no se puede apelar ni
recurrir.
Enorme es el poder de estos embajadores escogidos; pero enorme también su
responsabilidad. Dentro de la provincia que se les asigna parece cada uno un rey, un
emperador, un autócrata. Pero detrás de su nuca manda su destello siniestro la
guillotina. El Comité de Salud pública vigila cada queja y pide implacablemente a cada
uno cuentas exactas sobre la administración de los fondos. Contra el que no muestra
suficiente energía se aplicaran duras sanciones; quien, por otra parte, se deja arrastrar
por una furia excesiva, también ha de esperar su castigo. Si prevalece el terrorismo, toda
medida de este género se considerará acertada; si se inclina la balanza hacia la
clemencia, se juzgara, en cambio, como improcedente. Señores, en apariencia, de todo
un país, son en realidad verdaderos siervos del Comité de Salud pública y están
sometidos a la tendencia que rige la hora. Por eso miran de soslayo, con el oído atento a
las señales de París. Mientras deciden sobre la vida y la muerte de los demás, han de
estar alerta para conservar la propia vida. No es, ni mucho menos, un cargo fácil el que
aceptan. Igual que los generales de la revolución ante el enemigo, saben todos que sólo
una cosa los salva de la afilada cuchilla: el éxito.
En el momento en que Fouché es enviado como procónsul, se inclina la balanza del lado
de los radicales. Así, pues, matiza Fouché su acción en el departamento de la Loire
inferieure, en Nantes, Nevers y Moulins, con un tono rabiosamente radical.
Truena contra los moderados, inunda el país con un diluvio de manifiestos, amenaza a
los ricos, a los timoratos, de la manera más cruel; pone en pie regimientos enteros de
voluntarios bajo presión moral o efectiva y los manda contra el enemigo. En fuerza
organizadora, en rápido conocimiento de la situación iguala, por lo menos, a cada uno
de sus compañeros; en audacia verbal los supera a todos.
Porque -y esto hay que anotarlo- José Fouché no permanece en un margen de cautela,
como los célebres campeones de la revolución, Robespierre y Danton, ante la cuestión
de la propiedad eclesiástica y privada, que aquéllos declaran aún respetuosamente
«invulnerables». Fouché se traza decididamente un programa radical, socialista y
comunista. El primer manifiesto comunista claro de la época moderna no es, por cierto,
el célebre de Carlos Marx, ni el «Hessische Landbote», de Jorge Buechner, sino la tan
desconocida «Instruction de Lyon», intencionadamente olvidada por la historiografía
socialista, y que lleva las firmas de Collot d'Herbois y Fouché, pero que, sin duda
alguna, fue redactada sólo por éste. Tal documento enérgico, que en sus postulados se
adelanta a su época en cien años -y que es uno de los más sorprendentes de la
revolución-, bien merece la pena de ser sacado de la sombra. Aunque pretenda atenuar
su significado histórico el hecho de negar desesperadamente más tarde el Duque de
Otranto las palabras escritas como simple ciudadano José Fouché, siempre definirán
éstas su credo de antaño. Visto como documento de la época, se nos presenta Fouché
como el primer socialista verdadero, como el primer comunista de la revolución. Ni
Marat ni Chaumette han formulado los más audaces postulados de la revolución
francesa, sino José Fouché. Con mayor claridad y agudeza que la mejor descripción,
ilumina su texto el retrato espiritual de Fouché; en otras ocasiones -casi siempre- parece
desleírse en una zona de penumbra...
Esta «Instruction» comienza audazmente con una declaración de infalibilidad
justificativa de todas las osadías: «Todo les está permitido a los que actúan en nombre
de la República. Quien se excede en cumplirlas, quien aparentemente pasa del límite,
aún puede decirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo
desgraciado, debe proseguir el avance de la libertad».
Después de este preludio enérgico, en cierto sentido ya maximalista, de Fouché, la
siguiente definición del espíritu revolucionario: «La revolución esta hecha para el
pueblo; pero no hay que entender por pueblo esa clase privilegiada, por su riqueza, que
ha acaparado todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El pueblo es
únicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, sobre todo esa clase social infinita
de los proletarios que defienden las fronteras de nuestra patria y que sustentan a la
sociedad con su trabajo. La revolución sería un absurdo político y moral si no se
ocupara mas que del bienestar de unos cuantos cientos de individuos y dejara perdurar
la miseria de veinticuatro millones de seres. Por eso sería un engaño afrentoso a la
Humanidad el pretender hablar siempre en nombre de la igualdad, mientras separa aún a
los hombres desigualdades tan tremendas en el bienestar». Después de estas palabras
introductivas desarrolla Fouché su teoría preferida: que el rico, mauvais riche, no será
nunca un verdadero revolucionario, nunca un republicano leal; que toda revolución,
nada mas que burguesa, que deje persistir las diferencias de bienes, tendría que volver a
degenerar inevitablemente en una nueva tiranía, «porque los ricos se tendrían siempre
por otra clase de seres». Por eso exige Fouché del pueblo la energía más extremada y
completa, la revolución integral. «No os engañéis: para ser un verdadero republicano,
tiene que sufrir cada ciudadano en sí mismo una revolución parecida a la que ha
cambiado la faz de Francia. No puede quedar nada común entre los vasallos de los
tiranos y los habitantes de un país libre. Por eso tienen que ser completamente nuevas
todas sus obras, sus sentimientos y sus costumbres. Estáis oprimidos y debéis aniquilar
a vuestros opresores; habéis sido esclavos de la superstición eclesiástica, y no debéis
tener otro culto que el de la Libertad... Todo el que permanece al margen de este
entusiasmo, que conoce alegrías y tribulaciones ajenas a la felicidad del pueblo, abre su
alma a intereses fríos, calcula lo que rentará su honor, su posición y su talento, y se
aparta así por un momento del bien general; todo aquel cuya sangre no arde vindicadora
ante la opresión y la opulencia; todo el que tenga una lágrima de compasión para un
enemigo del pueblo, y el que no guarda toda la fuerza de su sentimiento para los
mártires de la Libertad, todos estos mienten, si se atreven a llamarse republicanos. Que
abandonen el país, si no quieren que se los desenmascare y que su sangre impura riegue
el suelo de la Libertad. La República no quiere en su seno mas que seres libres, está
dispuesta a aniquilar a los demás, y no reconoce como hijos sino a los que quieren vivir,
luchar y morir por ella.» En el tercer párrafo de esta instrucción se convierte la
confesión revolucionaria en un manifiesto comunista desnudo y franco (el primero
explicito de 1793): «Todo el que posea más de lo indispensable ha de contribuir con una
cuota igual al exceso a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habéis de
averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuanto tiene que
desembolsar cada uno para la causa pública. No se trata aquí de la averiguación
matemática, ni tampoco del método vacilante que en otros casos se emplea en la
repartición de contribuciones; esta medida especial tiene que llevar el carácter de las
circunstancias. Obrad, pues, generosamente y con audacia: quitadle a cada ciudadano lo
que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo.
Todo lo que tiene un individuo mas allá de sus necesidades no lo puede utilizar de otra
manera que abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto
pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y a sus ejércitos».
Expresamente acentúa Fouché en este manifiesto que no hay que contentarse solamente
con el dinero. «Todos los objetos -continua- que se poseen en demasía y que puedan ser
útiles a los defensores del país, los pide ahora la patria. Así hay gentes que tienen
increíble abundancia en telas de hilo y camisas, en pañuelos y zapatos. Todas estas
cosas tienen que ser objeto de la requisa revolucionaria.» Igualmente pide la entrega del
oro y de la plata, de los métaux vils et corrupteurs, que desprecia el verdadero
republicano, al tesoro nacional, para que allí «les sea acuñada la efigie de la República,
y purificados por el fuego sirvan solamente a la Comunidad. No necesitamos sino acero
y hierro, y la República triunfara». El llamamiento termina con una tremenda apelación
a la violencia: «Administraremos con todo rigor la autoridad que nos ha sido
encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo lo que, bajo
otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pasó la época de las
decisiones tibias y de las consideraciones. ¡Ayudadnos a dar los golpes implacables o
estos golpes caerán sobre vosotros mismos! ¡La libertad o la muerte! Podéis elegir».
La teoría de este documento nos da ya una idea de cómo será el procónsul José Fouché
en el desempeño de sus funciones.
En el departamento de la Loire inférieure, en Nantes, Nevers y Moulins, se atreve a la
lucha contra las mas fuertes potencias de Francia, ante las cuales se habían retraído
prudentemente el mismo Robespierre y Danton: contra la propiedad privada y contra la
Iglesia. Obra rápida y decididamente en sentido de la Egalisation des fortunes, con la
invención del llamado «Comité filantrópico», al que habían de enviar los propietarios
voluntariamente sus dádivas, según la fórmula. Pero para evitar confusiones, agrega de
antemano la suave encomienda de que «si el rico» no hace uso «de su derecho,
mostrándose propicio al régimen de la Libertad, tiene la República, por su parte, el
derecho de apoderarse de su fortuna». No tolera el menor exceso en el uso de los bienes,
y delimita enérgicamente el concepto de lo superflu. «El republicano sólo necesita
hierro, pan y cuarenta escudos de renta.» Fouché saca los caballos de las cuadras, la
harina de los sacos; hace responsables con la vida a los mismos arrendatarios, para que
no se queden atrás en su prescripción; hace obligatorio el pan de guerra -como en la
Guerra Europea el pan único- y prohibe terminantemente el pan blanco de lujo.
Semanalmente pone en pie cinco mil reclutas, equipados con caballos, calzado, ropa y
fusiles; utiliza la violencia para poner en marcha las fábricas y todo obedece a su
energía férrea. El dinero afluye con las contribuciones, impuestos y dádivas, entregas y
tributos. Escribe así orgulloso a la Convención después de dos meses de actividad: On
rougit ici d'etre riches «Aquí da rubor ser rico.» Pero, en verdad, debió decir: «Aquí da
temblor ser rico.»Al mismo tiempo que como radical y comunista, se revela José
Fouché (el futuro multimillonario Duque de Otranto, que se casara en segundas nupcias
por la iglesia, piadosamente, bajo el patronato de un rey) como el más feroz y fanático
enemigo del cristianismo. «Este culto hipócrita tiene que ser reemplazado por la
creencia en la República y en la moral», truena en su carta flamante... Y caen como
rayos ardientes las primeras disposiciones contra las iglesias y las catedrales. Ley sobre
ley, decreto sobre decreto: «Ningún sacerdote podrá llevar los hábitos fuera del lugar
destinado al culto», se le quitaran todos los Privilegios, pues «ya es tiempo -argumenta-
de que vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reintegre al
estado civil». No le basta a José Fouché con ser la cabeza del poder militar, con ser el
más alto funcionario de la justicia, dictador autónomo de la administración; se apodera
también de todas las facultades eclesiásticas. Suprime el celibato, ordena a los
sacerdotes que se casen en el plazo de un mes o que adopten un niño; concierta
matrimonios y los divorcia en la plaza pública. Sube al púlpito (del que han sido
quitadas cuidadosamente todas las cruces y efigies religiosas) y pronuncia sermones
ateístas, en los que niega la inmortalidad y la existencia de Dios. Las ceremonias de
entierro cristianas son suprimidas, y como único consuelo se graba en los cementerios la
inscripción: «La muerte es un sueño eterno». El nuevo papa introduce en Nevers -dando
a su hija el nombre de «Nievre», según la nominación del departamento-, por primera
vez en el país, el bautismo civil. Hace salir a la guardia nacional con tambores y música,
y en la plaza pública, sin intervención eclesiástica, bautiza a la niña y le da nombre. En
Moulins, precediendo a caballo a un pelotón por toda la capital, con un martillo en la
mano, va destruyendo cruces y crucifijos, imágenes de santos, símbolos «vergonzosos»
del fanatismo. Con las mitras y los paños del altar robados forman una hoguera, y
mientras arden en pompa, danza la plebe en torno de este auto de fe ateístico. Pero
ensañarse únicamente en objetos muertos, contra figuras de piedra indefensas y contra
cruces frágiles, hubiera sido para Fouché un triunfo a medias. El verdadero triunfo lo
consigue cuando logra con su elocuencia que el cardenal Frangois Laurent arroje los
hábitos y se ponga el gorro frigio, y le siguen, entusiasmados con este ejemplo, treinta
sacerdotes, alcanzando un éxito que se propaga como un reguero de pólvora por todo el
país. Así puede vanagloriarse con orgullo ante sus colegas ateístas de haber acabado con
el fanatismo y de haber aniquilado tanto el cristianismo como la riqueza en el territorio
a él confiado.
¡Se diría que se trata de los hechos de un loco, del fanatismo desatentado de un ente
fantástico! Pero José Fouché sigue siendo el frío calculador de siempre, el realista
impasible, tras estos fingidos apasionamientos. Sabe que debe cuentas a la Convención,
sabe que las frases patrióticas y las cartas han bajado de valor y que para suscitar
admiración hay que hablar con el lenguaje positivo de las monedas sonantes. Y envía,
mientras los regimientos levantados marchan hacia la frontera, todo el producto del
saqueo de las iglesias a París. Cajones y cajones son llevados a la Convención llenos de
custodias de oro, de velones de plata rotos y fundidos, crucifijos y joyas de metales
preciosos y pedrerías. Sabe que la República necesita, ante todo, dinero, riquezas, y él
es el primero, el único que envía desde la provincia botín tan elocuente a los diputados,
que al principio se asombran de esta nueva energía, aplaudiéndole luego frenéticamente.
Desde este momento se conoce en la Convención el nombre Fouché como el de un
hombre férreo, como el más intrépido, el mas violento republicano de la República.
Cuando vuelve José Fouché de sus misiones a la Convención, ya no es el pequeño y
desconocido diputado de 1792. A un hombre que levantó diez mil reclutas, que saca de
las provincias cien mil francos de oro, mil doscientas libras en metálico, mil barras de
plata, sin utilizar ni una sola vez el rasoir national, la guillotina, no le puede negar la
Convención verdadera admiración Pour sa vigilance, por «su celo». El ultrajacobino
Chaumette pública un himno a sus hazañas. «El ciudadano Fouché -escribe-ha realizado
los milagros que acabo de contar. Ha honrado a la vejez, ayudado a los débiles,
respetado la desgracia, destruido el fanatismo y aniquilado el federalismo. Ha vuelto a
poner en marcha la fabricación de hierro, ha arrestado a los sospechosos, ha castigado
ejemplarmente los crímenes, ha perseguido y encarcelado a los explotadores.» Un año
después de haberse sentado cauteloso y titubeante en los bancos de los moderados, pasa
ya Fouché por el mas radical de los radicales. Y ahora, cuando la sublevación de Lyon
requiere el hombre sin miramientos ni escrúpulos, el hombre capaz de llevar a cabo el
edicto mas terrible que invento jamás una revolución, ¿quien mas indicado que Fouché?
«Los servicios que has prestado hasta ahora a la revolución -decreta la Convención en
su lenguaje pomposo- son garantía de los que has de prestar aún. En ti está el volver a
encender en la Ville Affranchie (Lyon) el fuego agonizante del espíritu ciudadano.
¡Concluye la revolución, termina la guerra de los aristócratas y que caigan sobre ellos y
los aniquilen las ruinas que pretende levantar aquel Poder destruido!»Y con esta figura
de vengador y asolador, como el Mitrailleur de Lyon, entra José Fouché -el que ha de
ser mas tarde multimillonario y Duque de Otranto- por primera vez en la Historia.
CAPÍTULO II
EL MITRAILLEUR DE LYON(1793)
En los anales de la revolución francesa rara vez se abre una página sangrienta como la
de la sublevación de Lyon, y, sin embargo, en ninguna capital, ni aún en París, se ha
destacado el contraste social tan claramente como en esta patria de la fabricación de la
seda, primera capital de industria de la entonces aún burguesa y agraria Francia. Allí
forman los obreros, en medio de la revolución de 1792, por primera vez, una masa
proletaria visible, rígidamente separada de los fabricantes, realistas y capitalistas. No es
un milagro que tomen los conflictos, precisamente sobre este suelo ardiente, las formas
más sangrientas y fantásticas, tanto en la reacción como en la revolución.
Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los sin trabajo se agrupan
alrededor de uno de esos hombres singulares que surgen a la superficie en todas las
transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y creyentes, que suelen
causar con su fe más mal y derramar más sangre con su idealismo, que los más brutales
políticos y los más feroces tiranos. Siempre será precisamente el hombre puro, religioso,
extático, el reformador, quien, con la intención más noble, dará motivo a asesinatos y
desgracias que él mismo detesta. En Lyon se llamo Chalier, un sacerdote escapado y
antiguo comerciante, para el que la revolución significo otra vez el cristianismo
auténtico y verdadero, entregándose a ella con amor desinteresado y supersticioso. La
elevación de la Humanidad a un nivel de razón e igualdad significó, para este lector
apasionado de Juan Jacobo Rousseau, la realización en la tierra del reino milenario. Su
filantropía ardiente y fanática ve en la conflagración general la aurora de una
Humanidad nueva y eterna. Es un idealista conmovedor; cuando cae la Bastilla coge en
sus manos una piedra del baluarte y, cargado con ella seis días y seis noches, la lleva de
París a Lyon, donde la utiliza de ara para un altar. Venera como a un dios a Marat, a este
libelista de sangre ardiente, férvido, en el que ve una nueva Pythisa.
Aprende sus discursos escritos de memoria y arrebata con sus sermones, místicos e
infantiles, a los obreros de Lyon.
Instintivamente ve el pueblo en él una caridad ardiente y comprensiva. Por otra parte,
los reaccionarios de Lyon comprenden que es mucho más peligroso un hombre tan
puramente poseído por el espíritu visionario rayando en las fronteras de la locura,
rebosante de amor al prójimo, que los más estrepitosos y rebeldes jacobinos. En él se
concentra todo el amor y contra él va todo el odio. Y al primer motín encierran en la
cárcel, como presunto caudillo de los revoltosos a este idealista neurasténico y un poco
ridículo. Se logra achacarle una carta falsificada que le compromete, para fundamentar
una denuncia en virtud de la cual se le condena a muerte, para escarmiento de radicales
y como reto a la Convención de París. Inútilmente la Convención, indignada, envía
mensajero tras mensajero a Lyon para salvar a Chalier, y amonesta, exige y amenaza al
magistrado insubordinado. La municipalidad de Lyon rehusa toda intervención con
arrogancia, decidida a enseñar los dientes a los terroristas de París. Hacía tiempo que
habían recibido con repugnancia la guillotina, el instrumento del terror. Sin servirse de
él, lo tuvieron metido en un granero hasta este momento, en el que se preparan a dar una
lección a los paladines del sistema terrorista, estrenando el «filantrópico» artefacto en la
cabeza de un revolucionario. Y precisamente por la falta de uso de la maquina siniestra,
y también por la torpeza del verdugo, se convierte la ejecución de Chalier en cruel e
infame suplicio. Tres veces cae el filo romo de la cuchilla sin decapitar al reo. El pueblo
contempla horrorizado el cuerpo atado y ensangrentado de su caudillo retorcerse aún
con vida, en cruenta tortura, hasta que el verdugo, compadecido, remata la obra de la
enmohecida guillotina con un golpe certero de su sable. ¡Pero esta cabeza atormentada,
cruelmente lacerada, será Palladium de vindicta para la revolución y cabeza de Medusa
para sus asesinos!
Produce verdadero espanto en la Convención la noticia de este crimen. ¿Cómo se atreve
una ciudad francesa sola a hacer franca resistencia a la Asamblea Nacional? Había que
ahogar en sangre la insolente provocación. Pero el Gobierno de Lyon sabe muy bien lo
que le espera, y de la resistencia pasa abiertamente a la rebelión contra la Asamblea
Nacional. Levanta tropas y prepara las obras defensivas necesarias para oponerse por la
fuerza al ejército republicano.
Las armas decidirán entre Lyon y París, entre reacción y revolución.
Es lógico que una guerra civil se considere en este momento como un verdadero
suicidio para la joven República, pues jamás fue una situación más peligrosa y más
desesperada. Los ingleses habían tomado Tolón, saqueado la flota y el arsenal y
amenazaban a Dunquerque, mientras que, por otra parte, avanzaban los prusianos y los
austriacos en el Rin y estaba en llamas la Vendée. La contienda y la rebelión
conmueven a la República de una a otra frontera. Pero son los días heroicos de la
Convención francesa. Impulsada por un instinto siniestro, de predestinación, decide
responder al peligro con el reto como mejor manera de combatirlo, y así rehusan los
jefes, después de la muerte de Chalier, todo pacto con sus verdugos. Potius mori quam
foedari, «Mejor sucumbir que pactar», mejor otra guerra sobre las siete guerras que se
hacían, que una paz síntoma de flaqueza. Y este irresistible ímpetu de la desesperación,
esta pasión ilógica, furiosa, salvó a la revolución francesa lo mismo que a la rusa
(amenazada en el exterior por los ingleses y los mercenarios de todo el mundo, en el
interior por las legiones de Wrangel, de Denikin y de Koltschak) en el momento de
mayor peligro. No les vale a los habitantes de Lyon echarse francamente en brazos de
los realistas y confiar el mando de sus tropas a un general del Rey. De las granjas y de
los suburbios surgen aludes de soldados proletarios, y el 9 de octubre las tropas
republicanas conquistan la segunda capital de Francia. Este día es acaso el mas
espléndido de la revolución francesa. Cuando en la Convención se levanta solemne el
Presidente de su asiento y comunica la capitulación definitiva de Lyon, saltan los
diputados de sus asientos y se abrazan de alegría; por un momento parece terminada
toda discordia. La República esta salvada; ha dado un magnífico ejemplo a todo el país,
a todo el mundo, de la fuerza iracunda, de la pujanza irresistible del ejército popular
republicano. Pero fatalmente arrastra a los vencedores el orgullo de la propia bravura a
una soberbia incontenible, a un trágico deseo de convertir el triunfo en terror.
Terrible, como el ímpetu de la victoria, ha de ser ahora la venganza contra los vencidos.
«Hay que dar un escarmiento ejemplar, hay que hacer ver que la República francesa,
que la joven revolución, reserva el más duro castigo para aquellos que se levantan
contra ella». Y así se rebaja ante el mundo entero la Convención, defensora de la
Humanidad, con un decreto cuya pauta histórica parece dada por los Califas y por
Barbarroja con su vandálica devastación de Milán. El 12 de octubre propone el
Presidente de la Convención el documento tremendo en que se pide nada menos que la
destrucción de la segunda capital de Francia. Este decreto, poco conocido, dice
textualmente:
«1.º La Convención Nacional nombra, a propuesta del Comité de Salud pública, un
Comité especial de cinco miembros para castigar sin demora, militarmente, la
contrarrevolución de Lyon.
»2.º Todos los habitantes de Lyon serán desarmados y sus armas entregadas a los
defensores de la República.
»3.º Parte de ellas serán entregadas a los patriotas que fueron oprimidos por los ricos y
contrarrevolucionarios.
»4.º La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por los ricos será
destruida; quedarán en pie las casas de los pobres, las viviendas de los patriotas
asesinados o proscritos, los edificios industriales y los que sirven para fines benéficos y
educativos.
»5.º El nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República. En
adelante llevara el conjunto de casas que queden en pie el nombre de Ville Affranchie.
»6.º Sobre las ruinas de Lyon se erigirá una columna que anuncie a la posteridad los
crímenes y el castigo de la ciudad realista, y que llevará esta inscripción: Lyon hizo la
guerra contra la Libertad. Lyon no existe.»Nadie se atreve a protestar contra esta
petición delirante de convertir la segunda capital de Francia en un montón de
escombros. Se acabó el valor cívico en el seno de la Convención francesa desde que la
guillotina brilla amenazante sobre las cabezas de los que se atreven a susurrar tan sólo
palabras de clemencia o compasión. Atemorizada del propio terror, del terror por ella
impuesto, aprueba unánimemente la Convención el decreto vandálico y confía su
ejecución a Couthon, el amigo de Robespierre.
Couthon, el antecesor de Fouché, reconoce enseguida el desatino, el suicidio que
significa demoler voluntariamente, por un gesto amedrentador, la capital industrial de
Francia y sus monumentos de arte. Desde el primer momento está decidido
interiormente a eludir el cumplimiento de su misión. Mas para ello es indispensable
adoptar una actitud de hipocresía llena de prudencia. Por eso vela Couthon su designio
secreto de respetar la ciudad elogiando de primera intención desmesuradamente el
disparatado decreto de total demolición. «¡Colegas ciudadanos- exclama-, la lectura de
vuestro decreto nos ha llenado de admiración! Sí; es preciso que la ciudad sea devastada
para que sirva, de ejemplo a las que pudieran llevar su atrevimiento a levantarse contra
la Patria. Entre todas las medidas grandes y fuertes que ha ordenado hasta ahora la
Convención Nacional, faltaba una, a la que no se había llegado: la de la destrucción
total; pero estad tranquilos, Colegas, ciudadanos, y asegurad a la Convención Nacional
que sus principios son los nuestros y sus decretos serán ejecutados al pie de la letra.»
Aunque recibe Couthon su encomienda con palabras de panegírico, no piensa, en
verdad, llevarla a cabo. Se contenta con preparativos teatrales. Inválido de las dos
piernas por una parálisis temprana, pero de espíritu inquebrantablemente resuelto, se
hace conducir en una litera a la plaza de Lyon, designa con un martillo de plata
simbólicamente las casas que han de ser derribadas y anuncia la institución de terribles
tribunales de vindicta. Con esto se calman los espíritus más fogosos. En realidad, con el
pretexto de la falta de obreros, se emplean sólo un par de mujeres y niños que, «pro
forma», dan algunos golpes indolentes de pico en las casas. Y sólo se llevan a cabo
contadas ejecuciones.
La ciudad respira, sorprendida por tan inesperada clemencia tras decretos tan
fulminantes; pero los terroristas están alerta, se dan cuenta poco a poco de los
propósitos benévolos de Couthon e instigan a la Convención a la violencia. La cabeza
destrozada y sangrienta de Chalier es llevada a París como reliquia, presentada con gran
solemnidad a la Convención y expuesta en Notre Dame con el fin de excitar al pueblo.
Cada vez con mayor impaciencia se lanzan nuevos requerimientos contra el cunctátor
Couthon. Se dice de él que es excesivamente flexible, indolente, demasiado tímido. En
fin, que no es el hombre capaz de llevar a cabo venganza tan ejemplar. Hace falta un
revolucionario verdadero, dispuesto a todo, digno de la confianza que se le otorga; un
hombre que no se asuste de la sangre y que se arriesgue: un hombre de acero. Por fin
cede la Convención a tan ruidosas demandas y envía como verdugo de la ciudad
desdichada, en el lugar del excesivamente blando Couthon, a los mas decididos de sus
tribunos: al vehemente Collot d'Herbois (del que circula la leyenda de que, por haber
recibido una rechifla como actor en Lyon, es el verdadero hombre para castigar a sus
habitantes) y al más radical de los procónsules, al más calificado de los jacobinos y
ultraterroristas, a José Fouché.
¿Se trata, en el caso de Fouché, designado de la noche a la mañana por la obra asesina,
de un verdadero verdugo, de «un ebrio de sangre», como se llamaba a los campeones
del terror?
Si atendemos a sus palabras, ciertamente. Ningún procónsul se ha conducido en su
provincia con mayor energía, con mayor espíritu revolucionario, con mayor radicalismo
que José Fouché. Nadie ha requisado con menos miramientos, nadie ha realizado más
concienzudamente el saqueo de las iglesias ni ha hecho desembolsar las fortunas y
estrangulado toda resistencia con mayor eficacia. Pero, cosa muy característica en él:
únicamente con palabras, con órdenes e intimidaciones, ha instituido el terror. En las
semanas que duró su poder en Nevers, Clamecy, no corre ni una gota de sangre.
Mientras cruje en París la guillotina como una máquina de coser, mientras Carrier ahoga
en Nantes, arrojándolos al Loire, a centenares de sospechosos; mientras que todo el país
tiembla de fusilamientos, crímenes y persecuciones, no tiene Fouché en su distrito una
sola ejecución sobre la conciencia. Conoce muy bien -es el leitmotiv de su psicología- la
cobardía de las gentes; sabe que un gesto feroz y un ademán de terror ahorran casi
siempre el terror mismo. Y cuando más tarde, en lo más florido de la reacción, se
levantan acusadoras las provincias contra sus sojuzgadores, no puede formular el
distrito de Fouché en contra suya otra acusación que la de la amenaza de muerte; pero
de una ejecución efectiva, no puede acusarle nadie. Vemos, pues, que Fouché,
designado ahora como verdugo de Lyon, no tiene inclinaciones cruentas. En este
hombre frío, sin sensualidad; en este calculador, en este malabarista mental, hay más de
zorro que de tigre. No necesita el vaho de la sangre para excitar sus nervios. Gesticula
rabioso, pero sin fiebre interior, con palabras de amenaza, jamás pedirá ejecuciones por
el placer de asesinar, por monomanía de mando. Obedeciendo al instinto y a la
prudencia -no por humanidad-, respeta la vida de los demás mientras no peligra la suya.
Este es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el destino trágico de sus
caudillos; sin tener sed de sangre, verse obligados a derramarla. Desmoulins Pide
frenético desde su pupitre burocrático el tribunal para los girondinos. Pero más tarde,
cuando, sentado en la sala de justicia, oye caer la palabra «muerte» sobre los veintidós
hombres que él mismo ha arrastrado ante los jueces, salta del asiento con palidez mortal,
trémulo, se precipita fuera de la sala lleno de desesperación; ¡no, no es eso lo que él
quería! Robespierre, que puso su firma bajo miles de decretos fatales, combatió dos
años antes, en la Asamblea Constituyente, la pena de muerte, y condenó la guerra como
un crimen. Danton, a pesar de ser hechura suya el terrible tribunal, llego a gritar estas
palabras de desesperación con el alma atribulada: «Ser guillotinado antes que
guillotinar». Hasta Marat, que pide públicamente desde su periódico trescientas mil
cabezas, hace todo lo posible para salvar a los que están sentenciados a caer bajo la
cuchilla. Todos los que más tarde han de aparecer como bestias sangrientas, como
asesinos frenéticos, ebrios con el olor de los cadáveres, todos detestan en su interior (lo
mismo que Lenin y los jefes de la revolución rusa) las ejecuciones.
Empiezan por tener a raya a sus adversarios políticos con la amenaza de muerte; pero la
simiente del dragón del crimen surge violenta del consentimiento teórico del crimen
mismo. No pecó por embriaguez de sangre la revolución francesa, sino por haberse
embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al pueblo y para justificar el
propio radicalismo, se cometió la torpeza de crear un lenguaje cruento; se dió en la
manía de hablar constantemente de traidores y de patíbulos. Y después, cuando el
pueblo, embriagado, borracho, poseído de estas palabras brutales y excitantes, pide
efectivamente las «medidas enérgicas» anunciadas como necesarias, entonces falta a los
caudillos el valor de resistir: tienen que guillotinar para no desmentir sus frases de
constante alusión a la guillotina. Los hechos han de seguir fatalmente a las palabras
frenéticas. Así se inicia la desenfrenada carrera, en la que nadie se atreve a quedar atrás
en la persecución de la aureola popular. Siguiendo la ley irresistible de la gravitación,
viene una ejecución tras la otra; lo que empezó como juego sangriento de palabras, se
convierte en puja feroz de cabezas humanas. Se hacen así miles de sacrificios, no por
placer, ni siquiera por pasión, y mucho menos por energía, sino simplemente por
indecisión de los políticos, de los hombres de partido, que carecen de valor para resistir
al pueblo; por cobardía, en último término. Por desgracia, no es siempre la Historia,
como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía
humana. Y la política no es, como se quiere hacer creer a todo trance, guía de la opinión
pública, sino inclinación humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que
ellos mismos han creado e influenciado. Así nacen siempre las guerras: de un juego con
palabras peligrosas, de una superexcitación de las pasiones nacionales; y así también los
crímenes políticos; ningún vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta
sangre como la cobardía humana. Si, pues, José Fouché llega a ser en Lyon el verdugo
de las masas, no será por pasión republicana (no conoce él ninguna pasión), sino
únicamente por miedo de caer en desgracia como moderado. Pero no deciden en la
Historia los pensamientos, sino los hechos, y aunque se haya defendido mil veces contra
la expresión del mitrailleur de Lyon, quedará ya estigmatizado como tal. Y ni la capa
ducal podrá ocultar las huellas de sangre de sus manos.
El 7 de noviembre llega Collot d'Herbois a Lyon y el 10 llega José Fouché. Inician sus
trabajos inmediatamente. Pero antes de la verdadera tragedia ponen en escena, entre el
excómico y el exsacerdote, una breve comedia satánica que constituye tal vez la más
cínica y provocativa de la revolución francesa: una especie de misa negra en pleno día.
Los funerales por el mártir de la Libertad, Chalier, sirven de pretexto para esta
desenfrenada orgía ateísta. Como preludio, a las ocho de la mañana se arrancan de las
iglesias las últimas insignias religiosas; los crucifijos caen de los altares; se las despoja
de pafíos y casullas. Se organiza después una procesión imponente por toda la ciudad
hacia la plaza de Terraux. Cuatro jacobinos llegados de París llevan en una litera,
cubierta con tapices tricolores, el busto de Chalier materialmente cubierto de flores. Al
lado, una urna con sus cenizas y, en una pequeña jaula, una paloma que consoló, según
se dice, al mártir en la prisión. Solemnes y graves caminan detrás de la litera los tres
procónsules, en servicio del culto nuevo que debe mostrar al pueblo de Lyon
pomposamente la deidad del mártir de la Libertad, Chalier, el dieu sauveur mort pour
eux. Pero esta ceremonia patética, de por sí ya desagradable, se rebaja aún con otros
estúpidos excesos del peor gusto: una horda estrepitosa arrastra, en triunfo, entre danzas
salvajes, cálices, custodias e imágenes de santos; detrás trota un burro, al que han puesto
artísticamente sobre las orejas una mitra cardenalicia y que lleva atado al rabo un
crucifijo y una Biblia. ¡Así se arrastra el Evangelio, para risa de la chusma alborotada,
colgado de la cola de un pobre asno, por el lodo de la calle!
El son de trompetas marciales ordena alto. En la gran Plaza, donde se ha erigido un altar
de ramaje, se coloca solemnemente el busto de Chalier y la urna, y los tres
representantes del pueblo se inclinan respetuosamente ante el nuevo santo.
Primeramente perora Collot d'Herbois con la rutina del actor; luego habla Fouché.
Quien supo callar tan tenazmente en la Convención, ha recobrado de pronto su voz y
lanza su declaración desmesurada sobre el busto de yeso: «Chalier, Chalier, no existes
ya. Los asesinos te han inmolado a ti, mártir de la Libertad; pero sus propias sangres
serán el único sacrificio capaz de apaciguar tu espíritu airado. ¡Chalier! ¡Chalier!
Juramos ante tu efigie vengar tu martirio; sangre de aristócratas te servirá de incienso».
El tercer delegado del pueblo, menos elocuente que el futuro aristócrata, que el futuro
Duque de Otranto, besa la frente del busto y grita estentóreamente en medio de la Plaza:
«¡Muerte a los aristócratas!»Después del triple homenaje se hace una gran hoguera.
Muy serio ve el hace poco aún tonsurado José Fouché, con sus dos colegas, como es
desatado el Evangelio del rabo del burro y echado al fuego, convirtiéndose en humo en
medio de las llamas que devoran pafíos de iglesia, misales, hostias e imágenes santas.
Luego se hace beber al infeliz cuadrúpedo en un cáliz consagrado como premio a sus
servicios, y, como final de acto de tan pésimo gusto, los cuatro jacobinos llevan a
hombros el busto de Chalier a la iglesia, donde es colocado solemnemente en el lugar
del Cristo derribado. Para eterna memoria del solemne festejo, se acuña, en los días
sucesivos, una moneda conmemorativa, de la que no se encuentran ejemplares, tal vez
porque el que fue después Duque de Otranto adquirió todas las existencias y las hizo
desaparecer, lo mismo que los libros que describían demasiado claramente las
ferocidades brutales de su época ultrajacobina y ateísta. Tenía él buena memoria; pero
no quería, sin duda, que los demás pudieran recordarle la misa negra de Lyon y todos
los demás excesos: hubiera sido demasiado violento y desagradable para Son
Excellence Monseígneur le Sénateur Ministre de un cristianísimo rey.
Por repugnante que sea este primer día de José Fouché en Lyon, no hay, sin embargo,
en él más que farsa y mascarada banal: aún no ha corrido la sangre. Pero al día siguiente
se recluyen los cónsules inaccesibles en una casa apartada, guardada por centinelas
armados, defendida de intrusos, con la puerta simbólicamente cerrada a toda clemencia,
a todo ruego, a toda tolerancia. Se constituye un tribunal revolucionario, y de la
tremenda noche de San Bartolomé que preparan estos monarcas del pueblo que se
llaman Fouché y Collot puede darnos una idea la carta que dirigen a la Convención:
«Cumplimos -escriben- nuestra misión con la energía de republicanos puros y no
descenderemos de la altura en que nos ha colocado el pueblo para ocuparnos de los
miserables intereses de unas cuantas personas más o menos culpables. Hemos apartado
a todo el mundo de nosotros porque no tenemos tiempo que perder ni favores que
otorgar. Sólo tenemos presente a la República, que nos ordena una acción ejemplar, una
lección diáfana y evidente. No oímos sino el grito del pueblo que pide venganza por la
sangre vertida de los patriotas, venganza rápida y tremenda, para que la Humanidad no
vuelva a verla correr. Convencidos de que en esta ciudad infame no hay más inocentes
que los oprimidos por los asesinos, los encerrados por ellos en los calabozos,
mantenemos nuestra desconfianza ante las lágrimas del arrepentimiento. Nada podrá
desarmar nuestra severidad. Hemos de confesarlo, colegas ciudadanos: consideramos la
benevolencia como debilidad peligrosa, apropiada tan sólo para volver a encender
esperanzas criminales en el momento preciso en que hay que apagarlas para siempre.
Tratar a un sólo individuo con benevolencia nos obligaría a seguir la misma conducta
con todos, haciendo con ello ineficaz el éxito de nuestra justicia. Se trabaja demasiado
despacio en las demoliciones: la impaciencia republicana requiere medios mas rápidos,
como la explosión de las minas, la acción devastadora de las llamas... Medios que
pongan en evidencia el poder del pueblo. Su voluntad no debe ser considerada como la
de los tiranos: ha de producir el efecto de una tempestad».
La tempestad descarga, como anuncia el programa, el 4 de diciembre, y su eco, terrible,
rueda pronto por toda Francia. De madrugada son sacados sesenta jóvenes de la prisión,
atados de dos en dos. No se los lleva a la guillotina, que, según las palabras de Fouché,
trabaja «demasiado despacio», sino afuera, al llano de Brotteaux, al otro lado del
Rodano. Dos fosas paralelas, cavadas deprisa, dejan prever ya a las víctimas su suerte.
Los cañones, colocados a diez pasos de ellos, indican siniestramente el método de la
matanza colectiva. Se amontona y ata a los indefensos en un pelotón de desesperación
humana que chilla, se estremece, llora, enloquece y resiste inútilmente. Una voz de
mando y las bocas de los cañones, tan próximas que el aliento las roza, truenan
mortíferas, vomitando plomo sobre la masa humana, sacudida por el miedo. La primera
descarga no acaba con todas las víctimas: a algunas sólo les ha sido arrancado un brazo
o una pierna, otras enseñan los intestinos y aún queda alguna ilesa. Y mientras la sangre
fluye en fuentes a las fosas, se oye una nueva orden y carga la caballería con sables y
pistolas sobre los que quedan, entrando a tiro y sablazos en medio de este rebaño
humano que se estremece, gime y grita, sin poder huir, hasta que se acaba la última voz
agonizante. Como premio por la matanza, se les permite a los verdugos despojar a los
sesenta cadáveres aún calientes, de ropas y calzados, antes de enterrarlos desnudos y
destrozados en las fosas.
Esta es la primera de las célebres mitraíllades de José Fouché, del que más tarde fue
ministro de un cristianísimo rey, que se muestra orgulloso de su obra a la mañana
siguiente en una encendida proclama: «Los representantes del pueblo proseguirán
fríamente la misión a ellos encomendada. El pueblo ha puesto en sus manos el rayo de
su venganza y no ha de abandonarlo hasta que hayan perecido todos los enemigos de la
Libertad. No les importará pasar sobre hileras interminables de tumbas de conspiradores
para llegar, a través de ruinas, a la felicidad de la nación y a la renovación del mundo».
Aún el mismo día se confirma criminalmente este triste «valor» por los cañones de
Brotteaux, y en un rebaño humano aún más numeroso. Esta vez son doscientas diez las
víctimas conducidas, con las manos atadas a la espalda, y tendidas a los pocos minutos
por el plomo de la metralla y por las descargas de la infantería. La operación es la
misma que la primera vez, sólo que se facilita la incómoda tarea a los verdugos no
obligándolos, tras la penosa matanza, a ser además los sepultureros de sus víctimas. ¿A
qué abrir tumbas para estos malvados? Se les quitan los zapatos ensangrentados de los
pies rígidos y se arrojan sencillamente los cadáveres desnudos, palpitantes algunos, a las
aguas movidas del Ródano, que les sirven de tumba.
Pero aún pretende Fouché velar este horror, cuyo vaho repugnante se extiende por todo
el país, con la capa apaciguadora de palabras de himno. Que el Rodano se envenene con
estos cadáveres desnudos le parece un acto político de alabanza, porque llegaran
flotando a Tolón, prestando allí testimonio palpable de la venganza republicana
inflexible y tremenda. «Es necesario -escribe- que los cadáveres ensangrentados que
hemos arrojado al Rodano naveguen a lo largo de sus orillas y lleguen a su
desembocadura en el infame Tolón, para que intensifiquen ante los ojos de los cobardes
y crueles ingleses la impresión de horror y la sensación del poder del pueblo.» En Lyon,
claro está, ya no es necesaria una intensificación tal, pues las ejecuciones y las matanzas
se siguen sin interrupción. Para celebrar la conquista de Tolón, que acoge Fouché con
«lágrimas de alegría», arrastra «doscientos rebeldes ante los cañones». Inútiles son
todos los llamamientos a la clemencia. Dos mujeres que habían implorado compasión
excesiva por la libertad de sus maridos ante el tribunal de sangre, son atadas al lado de
la guillotina. Nadie puede llegar ni a las cercanías de la casa de los delegados para pedir
moderación. Pero tanto como las detonaciones de los fusiles, truenan las palabras de los
procónsules: «Sí, nos atrevemos a decirlo, hemos vertido mucha sangre impura; pero
únicamente por humanidad y por deber... No dejaremos el rayo que habéis puesto en
nuestras manos hasta que no lo manifestéis por vuestra voluntad. Hasta entonces
seguiremos sin interrupción la lucha contra nuestros enemigos de la manera más radical,
terrible y rápida, hasta aniquilarlos».
Mil seiscientas ejecuciones en pocas semanas dan fe de que, por una vez, José Fouché
dijo la verdad.
Con la organización de estas carnicerías y las comunicaciones llenas de alabanza propia,
no olvidan José Fouché y sus colegas otro triste encargo de la Convención; ya el primer
día hicieron llegar a París la queja de que la demolición ordenada se llevaba a cabo, bajo
su antecesor, «demasiado despacio». «Ahora -escriben- las minas aligerarán la obra de
destrucción. Ya han comenzado a trabajar los zapadores y dentro de dos días volaran los
edificios de Bellecour.» Estas fachadas célebres, comenzadas bajo Luis XIV, obras de
un discípulo de Mansard, por ser las más bellas, fueron las primeras condenadas a la
demolición. Con brutalidad son expulsados los moradores de esta fila de casas y se da
ocupación a centenares de hombres y mujeres sin trabajo, que en unas semanas de
insensato derribo destruyen las magníficas obras de arte. La desdichada ciudad está
llena de suspiros y quejas, de cañonazos y de muros que se derrumban; mientras que el
comité de justice se dedica a tumbar hombres y el comité de démolition a derribar casas,
lleva a cabo el comité des substances una implacable requisa de víveres, telas y objetos
de arte. Se hacen los registros casa por casa, desde el sótano hasta el tejado, en busca de
personas escondidas y de joyas; nada se libra del terror de Fouché y Collot, los dos
hombres que, invisibles e infranqueables, protegidos por centinelas, viven ocultos en
una casa inaccesible. Se han demolido los palacios más bellos; están medio vacías las
cárceles -aunque vuelvan a llenarse constantemente-, saqueados los comercios, regados
con la sangre de mil personas los prados de Brotteaux. Es entonces cuando deciden, al
fin, algunos ciudadanos arriesgados (aunque su decisión pueda costarles la cabeza)
acudir a París y presentar a la Convención una solicitud para pedir que la ciudad no
quede totalmente arrasada. Naturalmente, el texto de la súplica es muy cauto. No falta el
tono marcial en él ni la inclinación cobarde ante el decreto destructor, «que parece
dictado por el genio del Senado romano»; pero luego ruegan «perdón por el franco
arrepentimiento, para la debilidad coaccionada; perdón -nos atrevemos a decirlo- para
los inocentes a quienes se ha desconocido».
Pero los cónsules han sido informados a tiempo de la denuncia sigilosa, y Collot
d'Herbois, por ser el mas elocuente de los dos, vuela a París en posta acelerada para
parar el golpe. Al día siguiente tiene la osadía, en la Convención y ante los jacobinos, de
defender la matanza colectiva como una forma de «humanidad». «Queríamos -dice-
librar al mundo del espectáculo tremendo de ejecuciones constantes, ininterrumpidas.»
Por eso acordaron los comisarios aniquilar en un mismo día y de una vez a todos los
condenados y traidores, debiendo buscarse el origen de este propósito en una véritable
sensibilité.
Ante los jacobinos se entusiasma con mayor fervor aún por el nuevo sistema
«humanitario». «Sí, hemos tumbado doscientos condenados con una sola descarga, y
esto es lo que se nos reprocha. ¡Pero esto es, en realidad, un acto de moderación! Si se
arrastra a la guillotina a veinte condenados, puede decirse que mueren los últimos veinte
veces. Con nuestro sistema caen veinte traidores de una vez.» Y, efectivamente, estas
frases gastadas, sacadas precipitadamente del tintero sangriento de la jerga
revolucionaria, hacen su efecto: la Convención y los jacobinos aprueban las
declaraciones de Collot y dan con ello a los procónsules plenos poderes para continuar
las ejecuciones. El mismo día celebra París la inhumación de Chalier en el Panteón -un
honor que hasta entonces sólo se había concedido a Juan Jacobo Rousseau y a Marat-, y
su concubina recibe, como la de Marat, una pensión. Oficialmente es declarado así el
mártir santo nacional y con ello tácitamente aprobada, como justa venganza, toda
violencia por parte de Fouché y de Collot.
Sin embargo, cierta incertidumbre se apodera de éstos, pues la situación empieza a ser
peligrosa en la Convención, en la que se vacila entre Danton y Robespierre, entre la
moderación y el terror. Hay, pues, que obrar con cautela, y para ello deciden los dos
repartirse los papeles: Collot d'Herbois se queda en París para vigilar la opinión en los
comités y en la Convención, para rechazar de antemano un posible ataque con la
vehemencia brutal de su elocuencia, dejando confiada la prosecución de las matanzas a
la «energía» de Fouché. No debemos olvidar que durante aquella época fue José Fouché
señor único y omnipotente, pues de manera hábil intentará luego cargar sobre su colega
-de espíritu mas abierto- todas las violencias cometidas. Los hechos demuestran que en
la época en que Fouché manda solo, no trabaja menos mortíferamente la guadaña.
Cincuenta y cuatro, sesenta, cien personas por día caen durante la ausencia de Collot. Y
se sigue derribando muros, saqueando las casas y vaciando las cárceles con las
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fouche el genio tenebroso. Uno de los me

  • 1. STEFAN ZWEIG FOUCHÉ EL GENIO TENEBROSO INTRODUCCIÓN José Fouché fue uno de los hombres más poderosos de su época y uno de los más extraordinarios de todos los tiempos. Sin embargo, ni gozó de simpatías entre sus contemporáneos ni se le ha hecho justicia en la posteridad. A Napoleón en Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras y Talleyrand en sus respectivas Memorias y a todos los historiadores franceses -realistas, republicanos o bonapartistas-, la pluma les rezuma hiel cuando escriben su nombre. Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza de reptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral... No se le escatiman las injurias. Y ni Lamartime, ni Michelet, ni Luis Blanc intentan seriamente estudiar su carácter, o, por mejor decir, su admirable y persistente falta de carácter. Por primera vez aparece su figura, con sus verdaderas proporciones, en la biografía monumental de Luis Madelins, al que este estudio, lo mismo que todos los anteriores, tiene que agradecerle la mayor parte de su información. Por lo demás, la Historia arrinconó silenciosamente en la última fila de las comparsas sin importancia a un hombre que, en un momento en que se transformaba el mundo, dirigió todos los partidos y fué el único en sobrevivirles, y que en la lucha psicológica venció a un Napoleón y a un Robespierre. De vez en cuando ronda aún su figura por algún drama u opereta napoleónicos; pero entonces, casi siempre reducido al papel gastado y esquemático de un astuto ministro de la Policía, de un precursor de Sherlock Holmes. La crítica superficial confunde siempre un papel del foro con un papel secundario.
  • 2. Sólo uno acertó a ver esta figura única en su propia grandeza, y no el más insignificante precisamente: Balzac. Espíritu elevado y sagaz al mismo tiempo, no limitándose a observar lo aparente de la época, sino sabiendo mirar entre bastidores, descubrió con certero instinto en Fouché el carácter más interesante de su siglo. Habituado a considerar todas las pasiones -las llamadas heroicas lo mismo que las calificadas de inferiores-, elementos completamente equivalentes en su química de los sentimientos; acostumbrado a mirar igualmente a un criminal perfecto -un Vautrin- que a un genio moral -un Luis Lambert-, buscando, más que la diferencia entre lo moral y lo inmoral, el valor de la voluntad y la intensidad de la pasión, sacó de su destierro intencionado al hombre más desdeñado, al más injuriado de la Revolución y de la época imperial. «El único ministro que tuvo Napoleón», le llama, singulier génie, la plus forte tête que je connaiss, «una de las figuras que tienen tanta profundidad bajo la superficie y que permanecen impenetrables en el momento de la acción, y a las que sólo puede comprenderse con el tiempo». Esto ya suena de manera distinta a las depreciaciones moralistas. Y en medio de su novela «Une ténébreuse affaire» dedica a este genio grave, hondo y singular, poco conocido, una página especial. «Su genio peculiar -escribe-, que causaba a Napoleón una especie de miedo, no se manifestaba de golpe. Este miembro desconocido de la Convención, lino de los hombres más extraordinarios y al mismo tiempo más falsamente juzgados de su época, inició su personalidad futura en los momentos de crisis. Bajo el Directorio se elevo a la altura desde la cual saben los hombres de espíritu profundo prever el futuro, juzgando rectamente el pasado; luego, súbitamente -como ciertos cómicos mediocres que se convierten en excelentes actores por una inspiración instantánea-, dió pruebas de su habilidad durante el golpe de Estado del 18 de Brumario. Este hombre, de cara pálida, educado bajo una disciplina conventual, que conocía todos los secretos del partido de la Montaña, al que perteneció primero, lo mismo que los del partido realista, en el que ingresó finalmente; que había estudiado despacio y sigilosamente los hombres, las cosas y las prácticas de la escena política, adueñóse del espíritu e Bonaparte, dándole consejos útiles y proporcionándole valiosos informes... Ni sus colegas de entonces ni los de antes podían imaginar el volumen de su genio, que era, sobre todo, genio de hombre de Gobierno, que acertaba en todos sus vaticinios con increíble perspicacia». Estos elogios de Balzac atrajeron por primera vez la atención sobre Fouché, y desde hace años he considerado ocasionalmente la personalidad a la que Balzac atribuye el «haber tenido mas poder sobre los hombres que el mismo Napoleón». Pero Fouché parecía haberse propuesto, lo mismo en vida que en la Historia, ser una figura de segundo término, un personaje a quien no agrada que le observen cara a cara, que le vean el juego. Casi siempre está sumergido en los acontecimientos, dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de su cargo, tan invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se consigue captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas más pronunciadas de su ruta. ¡Y más extraño aún! Ninguno de esos perfiles de Fouché, cogidos al vuelo, coinciden entre sí a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo hombre que fue sacerdote y profesor en. 1790, saquease iglesias en 1792, fuese comunista en 1793, multimillonario cinco años después y Duque de Otranto algo más tarde. Pero cuanto más audaz le observaba en sus transformaciones, tanto mas interesante se me revelaba el carácter, o mejor, la carencia de carácter de este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época moderna. Cada vez me parecía más atractiva su vida política, envuelta toda en lejanía y misterio, cada vez más extraía, mas demoníaca su figura. Así me decidí a escribir, casi sin proponérmelo, por pura complacencia psicológica, la historia de José Fouché, como aportación a una biografía que estaba sin hacer y qué era necesaria: la biografía del
  • 3. diplomático, la más peligrosa casta espiritual de nuestro contorno vital, cuya exploración no ha sido realizada plenamente. Una biografía así, de una naturaleza perfectamente amoral, aún siendo, como la de José Fouché, tan singular y significativa, me doy cuenta de que no va con el gusto de la época. Nuestra época quiere biografías heroicas, pues la propia pobreza de cabezas políticamente productivas hace que se busquen más altos ejemplos en los tiempos pasados, No desconozco de ninguna manera el poder de las biografías heroicas, que amplifican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente. Son necesarias, desde los días dé Plutarco, para todas las generaciones en fase de crecimiento, para toda juventud nueva. Pero precisamente en lo político albergan el peligro de una falsificación de la Historia, es decir: es como si siempre hubiesen decidido el destino del mundo las naturalezas verdaderamente dirigentes. Sin duda domina una naturaleza heroica por su sola existencia, aún durante decenios y siglos, la vida espiritual, pero únicamente la espiritual. En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan rara vez -y esto hay que decirlo como advertencia ante toda fe política- las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros hombres inferiores, aunque mas hábiles: en las figuras de segundo término. De 1914 a 1918 hemos visto como las decisiones históricas sobre la guerra y la paz no emanaron de la razón y de la responsabilidad, sino del poder oculto de hombres anónimos del mas equívoco carácter y de la inteligencia mas precaria. Y diariamente vemos de nuevo que en el juego inseguro y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían aún crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fríos. Si verdaderamente es la política, como dijo Napoleón hace ya cien años, la fatalite moderne, la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la vida de José Fouché una aportación a la tipología del hombre político. Salzburgo, otoño 1929. CAPÍTULO PRIMERO ASCENSO (1759-1793) EL 31 de mayo de 1759 nace José Fouché -¡todavía le falta mucho para ser Duque de Otranto!- en el puerto de Nantes. Marineros y mercaderes sus padres y marineros sus antepasados, nada más natural que él continuase la tradición familiar; pero bien pronto se vió que este muchacho delgaducho, alto, anémico, nervioso, feo, carecía de toda aptitud para oficio tan duro y verdaderamente heroico en aquel tiempo. A dos millas de la costa, se mareaba; al cuarto de hora de correr o jugar con los chicos, se cansaba. ¿Qué hacer, pues, con una criatura tan débil?, se preguntarían los padres no sin inquietud, porque en la Francia de 1770 no hay todavía lugar adecuado para una burguesía ya despierta y en empuje impaciente. En los tribunales, en la administración, en cada cargo, en cada empleo, las prebendas substanciosas se quedan para la aristocracia; para el servicio de Corte se necesita escudo condal o buena baronía; hasta en el ejército, un burgués con canas apenas llega a sargento. El Tercer Estado no se recomienda aún en ninguna parte de aquel reino tan
  • 4. mal aconsejado y corrompido; no es extraño, pues, que un cuarto de siglo más tarde exija con los puños lo que se le negó demasiado tiempo a su mano implorante. No queda más que la Iglesia. Esta gran potencia milenaria, que supera infinitamente en sabiduría mundana a las dinastías, piensa más prudente, más democrática, más generosamente. Siempre encuentra sitio para los talentos y recoge al mas humilde en su reino invisible. Como el pequeño José se destaca ya estudiando en el colegio de los oratorianos, le ceden con gusto la cátedra de Matemáticas y Física para que desempeñe en ella los cargos de inspector y profesor. A los veinte años adquiere en esta Orden -que desde la expulsión de los jesuitas prevalece en toda Francia- la educación católica, honores y cargo. Un cargo pobre, sin mucha esperanza de ascenso; pero siempre una escuela en la que él mismo aprende a la vez que enseña. Podría llegar más alto: ser fraile un día, tal vez obispo o Eminencia, si profesara. Pero cosa típica en José Fouché: ya en el escalón inicial, en el primero y más bajo de su carrera, resalta un rasgo característico de su personalidad: la antipatía a ligarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste el habito de clérigo, esta tonsurado, comparte la vida monacal de los demás Padres espirituales, y durante diez años de oratoriano en nada se diferencia, ni exterior ni interiormente, de un sacerdote. Pero no toma las órdenes mayores, no hace voto; como en todas las situaciones de su vida, dejase abierta la retirada, la posibilidad de variación y cambio. A la Iglesia se da temporalmente y no por entero, lo mismo que mas tarde al Consulado, al Imperio o al Reino. Ni siquiera con Dios se compromete José Fouché a ser fiel para siempre. Durante diez años, de los veinte a los treinta, anda este pálido y reservado semisacerdote por claustros y refectorios silenciosos. Da clase en Niort, Saumur, Vendome, París, pero casi no siente el cambio de lugar, pues la vida de un profesor de seminario se desarrolla igual en todas partes: pobre, silenciosa e insignificante, lo mismo en una ciudad que en otra, siempre tras muros callados, siempre apartado de la vida. Veinte, treinta, cuarenta discípulos, a los que enseña latín, matemáticas y física; muchachos pálidos, vestidos de negro, a los que lleva a misa y a los que vigila en el dormitorio. Lectura solitaria en libros científicos, comidas pobres y sueldos mezquinos. Una existencia conventual, humilde. Anquilosados, irreales, al margen del tiempo y del espacio, estériles y humillantes, parecen estos diez años silenciosos y sombríos de la vida de Fouché. Sin embargo, aprende durante ellos lo que ha de ser, más tarde, infinitamente útil al diplomático: el arte de callar, la ciencia magistral de ocultarse a sí mismo, la maestría para observar y conocer el corazón humano. Si este hombre, aún en los momentos de mayor pasión de su vida, llega a dominar hasta el último músculo de su cara; si es imposible percibir una agitación de ira, de amargura, de emoción en su faz inmóvil, como emparedada en silencio; si con la misma voz apagada sabe pronunciar lo cotidiano y lo terrible, y si puede cruzar con el mismo paso sigiloso los aposentos del Emperador y la frenética Asamblea popular, ello se debe a la disciplina incomparable de dominio sobre sí mismo aprendida en los años de religión; a su voluntad domada en los ejercicios de Loyola, y a su expresión educada en las discusiones de la retórica eclesiástica secular. Tal es el aprendizaje de Fouché antes de poner el pie sobre el podio de la escena mundial. Quizá no sea casualidad que los tres grandes diplomáticos de la revolución francesa: Talleyrand, Sieyes y Fouché, salieran de la escuela de la Iglesia maestros en el arte humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso pone un sello especial a sus caracteres -por lo demás contradictorios-, dándoles en los minutos decisivos cierto parecido. A esto reúne Fouché una autodisciplina férrea, casi espartana, una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal. No, estos años de Fouché a la sombra de los claustros no fueron perdidos. Aprendió enseñando.
  • 5. Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este espíritu singularmente elástico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestría psicológica. Durante años enteros sólo puede actuar invisiblemente en el círculo espiritual más estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que inunda hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute sobre los derechos del hombre igual que en los clubes de los francmasones. Una extraña curiosidad empuja a estos sacerdotes jóvenes hacia lo burgués, curiosidad que hace derivar también la atención del profesor de Física y Matemáticas hacia los descubrimientos sorprendentes de la época: las primeras aeronaves -los montgolfiers- y los grandiosos inventos en el terreno de la electricidad y la medicina. Los religiosos buscan contacto con los círculos intelectuales, y este contacto lo facilita en Arras un círculo extraño llamado de los «Rosatis», una especie de «Schlaraffia», en la que los intelectuales de la ciudad se reúnen en animadas veladas. El ambiente es modesto. Pequeños burgueses, gente insignificante, recitan poesías o pronuncian discursos literarios; los militares se mezclan con los paisanos. José Fouché, el profesor religioso, es muy bien recibido en estas veladas, pues sabe mucho sobre los nuevos descubrimientos de la Física. Allí, en amigable reunión, escucha, por ejemplo, como recita un capitán de ingenieros llamado Lazaro Carnot versos satíricos, compuestos por él mismo, o atiende al florido discurso que pronuncia el pálido abogado, de delgados labios, Maximiliano de Robespierre (entonces aún daba importancia a su nobleza) en honor de los «Rosatis». Aún disfruta la provincia de los últimos soplos del Dixhuitieme filosofante. Reposadamente escribe el señor de Robespierre, en vez de sentencias de muerte, graciosos versos; el médico suizo Marat, en vez de crueles manifiestos comunistas, escribe una novela dulzona y sentimental, y en algún rincón de provincia se afana el pequeño teniente Bonaparte por imitar al Werther con una novela. Las tempestades están todavía invisibles tras el horizonte. Parece un juego del destino: precisamente con este abogado pálido, nervioso, de orgullo inconmensurable, llamado Robespierre, hace amistad el tonsurado profesor de seminario, y sus relaciones están en el mejor camino de trocarse en parentesco, pues Carlota Robespierre, la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de los oratorianos de sus achaques místicos, y se murmura de este noviazgo en todas las mesas. Porqué se deshacen al fin estas relaciones no se ha sabido nunca; pero quizá se oculte aquí la raíz del odio terrible, histórico, entre estos dos hombres, tan amigos antaño y que más tarde lucharon a vida o muerte. Entonces nada saben aún de jacobinismo y de rencor, al contrario: cuando mandan a Maximiliano de Robespierre como delegado a los Estados Generales, a Versalles, para trabajar en la nueva Constitución de Francia, es el tonsurado José Fouché quien presta al anémico abogado las monedas de oro necesarias para que se pague el viaje y se pueda mandar hacer un traje nuevo. Es simbólico el que en esta ocasión, como en tantas otras, tenga los estribos para que otro inicie su carrera histórica, para luego ser él también quien en el momento decisivo traicione y derribe por la espalda al amigo de antaño. Poco después de la partida de Robespierre a la Asamblea de los Estados Generales, que ha de hacer temblar los fundamentos de Francia, tienen también los oratorianos en Arras su pequeña revolución. La política ha penetrado hasta los refectorios, y el perspicaz oteador que es José Fouché hincha con este viento sus velas. A propuesta suya mandan un diputado a la Asamblea Nacional, para demostrar al Tercer Estado las simpatías de los clérigos. Pero esta vez, el hombre tan precavido en otras ocasiones obra con precipitación, sin duda porque sus superiores le envían, como medida correccional -lo que no constituye un verdadero castigo, pues carecen de fuerza para ello-, a la institución filial de Nantes, al mismo puesto donde aprendió de niño los fundamentos de
  • 6. la ciencia y el arte del conocimiento humano. Mas ya es adulto y experto, y no le seduce enseñar a los muchachos Geometría y Física. El sutil oteador presiente que se cierne sobre el país una tempestad social, que la política domina el mundo... Y a la política se lanza. De un golpe tira la sotana, hace desaparecer la tonsura y en vez de pronunciar sus discursos políticos ante los niños lo hace ante los buenos burgueses de Nantes. Se funda un club -siempre empieza la carrera de los políticos en un escenario, prueba de la elocuencia-, y un par de semanas después ya es Fouché presidente de los Amis de la Constitución de Nantes. Alaba el progreso, aunque con precaución y tolerancia, porque el barómetro de la honesta ciudad señala una temperatura moderada. Los ciudadanos de Nantes no gustan del radicalismo, temen por su crédito; quieren, sobre todo, hacer buenos negocios. No quieren -ellos que obtienen de las colonias opulentas prebendas- proyectos tan fantásticos como el de la manumisión de los esclavos. José Fouché, certero observador, redacta un documento patético contra la abolición de la trata de esclavos, que aunque le proporciona una severa represión por parte de Brissot, no mengua su reputación en el estrecho círculo de los burgueses. Para asegurar su posición política entre ellos (¡los futuros electores!), se casa muy pronto con la hija de un rico mercader, una muchacha fea, pero de buena posición, pues quiere convertirse rápidamente en un perfecto burgués; es el tiempo en que -bien lo presiente él- el Tercer Estado va a tener en sus manos la dirección, el predominio. Todo esto son ya los preliminares del verdadero fin que se propone. Apenas se convocan elecciones para la Convención, se presenta el antiguo profesor de seminario como candidato. ¿Y qué es lo que hace todo candidato? Promete, por lo pronto, a sus buenos electores todo lo que pueda halagarlos. Así jura Fouché proteger el comercio, defender la propiedad, respetar las leyes; como en Nantes sopla más el viento de la derecha que el de la izquierda, truena con mayor elocuencia contra los partidarios del desorden que contra el viejo régimen. Y, efectivamente, en 1792 es elegido diputado de la Convención, y la escarapela tricolor sustituye, por largo tiempo, a la tonsura, llevada oculta y silenciosamente. José Fouché cuenta en la época de su elección treinta y dos años. No es de agradable presencia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupilas de un gris felino como bolitas de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y verdoso; sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez grisácea las mejillas, jamás el pigmento colorea esta cara con arrebol saludable; siempre hace el efecto, este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, de un ser cansado, de un enfermo, de un convaleciente. Todo el que le ve recibe la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias, avasalladoras; no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos; nunca se observa bajo esta mascara gris, terrosa, aparentemente desmadejada, una verdadera tensión; nunca delatan los ojos, bajo los párpados pesados y orillados, su intención, ni revela sus pensamientos con un gesto. Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios no le dominan, los sentidos no le seducen, toda su pasión se carga y se descarga tras el
  • 7. muro impenetrable de su frente. Deja jugar sus fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable. Terrible es esta superioridad de su enervada paciencia; quien así puede esperar y ocultarse, bien puede engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y frío, soportará las mas recias ofensas, las más viles humillaciones; ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se estrellaran contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época fluye y refluye en mareas pasionales mientras que él persiste frío e insensible. En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; está casi siempre al margen de todo. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos turbadores elementos del sentir de un hombre normal, están ausentes en este enigmático hasardeur, cuya pasión se detiene íntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga; pero únicamente en la esfera del espíritu sabe depurarla y gozar de ella, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. Tender los hilos desde su aposento, parapetado detrás de expedientes y documentos; asestar el golpe criminal, inesperado e inadvertido, esa es su táctica. Hay que mirar profundamente la Historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna, en realidad omnímoda, definidora de una época. Durante toda una vida actúa en la sombra sobre tres generaciones. Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras prevaleció Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre toda pasión. La mañana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala la recién elegida Convención. Ya no es tan solemne y pomposo el saludo como, hace tres años, en la primera Asamblea Constituyente. Entonces aún estaba en el centro un magnífico sillón de damasco bordado con blancas flores de lis: el sitial del Rey; y al entrar éste, se levantó respetuosamente la Asamblea y recibió al Monarca con vivas y ovaciones. Ahora están inválidos sus castillos, la Bastilla y las Tullerías; ya no hay Rey en Francia; hay sólo un señor grueso llamado por sus recios guardianes y jueces Luis Capeto, que se aburre como impotente burgués en el Temple y espera su sentencia. En su lugar mandan ahora en el país los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la mesa presidencial se yerguen en letras gigantescas las nuevas tablas mosaicas de las leyes, el texto original de la Constitución, y adornan las paredes del salón, símbolo amenazador, las varas de los lictores y el hacha mortífera. En las galerías se reúne el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecientos cincuenta miembros de la Convención entran a paso lento en la Casa Real, extraña mezcla de todos los estados y profesiones: abogados cesantes con ilustres filósofos, sacerdotes fugitivos con militares insignes, aventureros fracasados con afamados matemáticos y poetas galantes. Como en un vaso violentamente agitado, todo se ha mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolución. Es tiempo de aclarar el caos. Ya la disposición de los asientos indica un primer ensayo de orden. En el salón anfiteatral, donde se mezclan los alientos y chocan las frases hostiles, están colocados, abajo los tranquilos, los serenos, los cautos: el marais, el pantano, como llaman irónicamente a los que en todas las decisiones carecen de pasión. Los turbulentos, los impacientes, los radicales, toman asiento arriba, en los bancos más altos, en la
  • 8. «montaña», que casi tocan con sus últimas filas las galerías, como para indicar simbólicamente que tienen a su espalda la masa, el pueblo, el proletariado. Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea, en flujo y reflujo, la revolución. Para los ciudadanos, para los moderados, es ya perfecta la República con la Constitución conquistada, con la aniquilación del Rey y de la nobleza, con el traspaso de los derechos al Tercer Estado; ahora quisieran mas bien poner diques y retener la marea removida desde el fondo, defender lo seguro. Condorcet, Roland, los girondinos son sus cabecillas, representantes del clero y de la clase media. Pero los de la «montaña» quieren seguir empujando la ola hasta que arrastre todo lo que quedó existente de antaño, todo lo anticuado; quieren a Marat, a Danton y Robespierre como jefes del proletariado, la revolution intégrale, radical hasta el ateísmo y el comunismo. Después del Rey quieren echar a tierra las demás potencias viejas del Estado: dinero y Dios. Inquieta, oscila la balanza entre los dos partidos. Si vencen los girondinos, los moderados, se debilitara la revolución poco a poco en una reacción primero liberal y luego conservadora. Si vencen los radicales, navegarán por todas las profundidades y torbellinos de la anarquía. Así no engaña la solemne armonía de las primeras horas a ninguno de los presentes en el salón predestinado, cada uno sabe que aquí comenzara pronto una lucha a vida o muerte por el espíritu y por el Poder. Y el sitio en que toma asiento un diputado, abajo, en el «llano», o arriba, en la «montaña», indica ya de antemano su decisión. Con los setecientos cincuenta que entran solamente en el salón del Rey destronado entra también, silencioso, cruzada sobre el pecho la banda tricolor de representante del pueblo, José Fouché, el diputado de Nantes. Desaparecida la tonsura y olvidado ya el traje de sacerdote, viste, como los demás, sencilla ropa de ciudadano. ¿Dónde tomará asiento José Fouché: entre los radicales de la «montaña» o entre los moderados del «llano»? José Fouché no titubea mucho tiempo. No conoce mas que un partido, al que es leal y al que permanecerá fiel hasta el fin: al más fuerte, al de la mayoría. Así, pesa y cuenta también esta vez interiormente los votos y ve que el Poder se inclina del lado de los girondinos, de los moderados. Con ellos están Condorcet, Roland, Servan, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en todos los nombramientos y que reparten las prebendas. Allí puede estar seguro. Y allí toma asiento. Pero cuando alza casualmente los ojos hacia arriba, donde han tomado sus posiciones los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, desdeñosa. Su amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido allí a su alrededor a sus partidarios. Irónico y glacial, a través de sus impertinentes, observa cruel, orgulloso de su propia terquedad, que no perdona las vacilaciones y flaquezas de los demás, al oportunista Fouché. En este momento se rompe el último lazo de la amistad de estos dos hombres. Desde entonces siente Fouché a su espalda, detrás de sus ademanes y sus actos, la mirada de cruel examen y severa observación del eterno acusador, del implacable puritano. ¡Hay que tener cuidado! Nadie tiene más que él. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falta por completo el nombre de José Fouché. Mientras que todos se precipitan con ímpetu y presunción hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acusarse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el púlpito. La insuficiencia de voz (así se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente. Y como todos los demás se quitan, ávidos e impacientes, la palabra de la boca, se destaca con simpatía el silencio de esta aparente modestia. Pero en verdad no es modestia, sino cálculo.
  • 9. El ex físico estudia primero el paralelogramo de las fuerzas, observa, vacila antes de formular su opinión, porque ve oscilar continuamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que comience a inclinarse definitivamente a un lado o a otro. ¡Por nada gastarse demasiado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por nada ligarse para siempre! Aún no se ve claramente si la revolución ha de avanzar o si ha de retroceder, y, como buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola que el viento sea favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto. Además, ya en Arras, tras los muros del convento, había observado cuán pronto se desgasta en una revolución la popularidad, cómo se convierte el grito popular de Hossaniza en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la época de los Estados Generales y de la Asamblea Constituyente se habían destacado eran víctimas del olvido o del odio. El cadáver de Mirabeau, ayer aún en el Panteón, había sido exhumado vergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente hacía algunas semanas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine, Pethoin, ovacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la publicidad. No. No había que surgir precipitadamente a la luz, no había que sujetarse demasiado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los demás. Una revolución -lo sabe muy bien este hombre precozmente sutil- nunca pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina asiéndose a ella como a una presa. Así se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los poderosos, pero evita todos los Poderes públicos y visibles. En vez de escandalizar en la tribuna y en los periódicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se gana en la sombra conocimiento de la situación e influencia sobre los acontecimientos sin ser observado ni odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rápida le gana simpatías; su invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su despacho puede observar descuidadamente cómo se ensañan los tigres de la «montaña» y las panteras de la Gironda, cómo los grandes apasionados, cómo las grandes figuras destacadas de un Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hieren a muerte. Él contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los apasionados no empieza la época de los que supieron esperar, de los prudentes. Sólo se decidirá cuando la batalla se vislumbre ganada. Este aguardar en la oscuridad es la actitud de José Fouché durante toda su vida. No ser nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; tirar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapetado, detrás de una figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta avance excesivamente, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. Éste es su papel preferido. Lo interpreta como el más perfecto intrigante de la escena política, en veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, los reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo. A veces se le presenta la ocasión, y con ella la tentación, de representar el papel principal, el papel de héroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que no se presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo que no podría ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de su voz delgada y enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero nunca arrastrar a las masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside en el aposento de burócrata, en la habitación cerrada en la sombra. Allí puede acechar y explorar holgadamente, observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos mientras permanece impenetrable, hermético.
  • 10. Éste es el último secreto de la fuerza de José Fouché, que, aunque anhela el Poder, la mayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posición; no necesita sus emblemas ni su investidura. Fouché tiene amor propio desmesurado, pero no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad. La vara de lictor, el cetro de rey, la corona de emperador pueden llevarlos otros tranquilamente. cede gustoso el brillo y la dicha de la popularidad. A él le basta con enterarse de la cosa, con tener influencia, con ser él quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apariencia de mando, y, sin exponer su persona, hacer el juego emocionante, el juego tremendo de la política. Mientras los demás se ligan fuertemente a sus convicciones, a sus palabras y gestos oficiales, queda él, tenebroso y escondido, interiormente libre; es lo permanente en el proceso fugitivo de apariciones. Los girondinos caen, Fouché queda; los jacobinos son arrojados, Fouché queda; el Directorio, el Consulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobran y desaparecen, pero siempre queda él, el único, Fouché, gracias a su refinado retraimiento y a su valor audaz para perseverar en la falta absoluta de vanidad. Pero llega un día en el proceso mundial de la revolución, un día que no admite vacilaciones, un día en el que cada cual tiene que dar su voto terminante, concreto, con «sí» o «no»: el 16 de enero de 1793. La manecilla del reloj de la revolución señala mediodía. La mitad del camino esta andado. Palmo a palmo se ha arrancado el Poder a la Monarquía. Pero aún vive el Rey, Luis XVI, aunque prisionero en el Temple. Ni ha sido posible dejarle huir, como esperaban los moderados, ni se ha conseguido que encontrase la muerte en aquel asalto al palacio realizado por la furia del pueblo, como secretamente deseaban los radicales. Le han humillado, le han quitado libertad, nombre y categoría; pero aún por su solo aliento, por su sangre heredada, es Rey, es el nieto de Luis XIV, y aunque ahora sólo se le llame desdeñosamente Luis Capeto, sigue siendo un peligro para la joven República. Por eso formula la Convención la pregunta de vida o muerte. En vano habían esperado los indecisos, los cobardes, los cautos, las personas del carácter de José Fouché, poder escapar por votación secreta de emitir su juicio definitivo. Robespierre exige terminantemente que cada representante de la nación francesa pronuncie su «sí» o «no», su Vida o Muerte, en medio de la Asamblea, para que sepa el pueblo y la posteridad el lugar que a cada uno corresponde: a la derecha o a la izquierda, en la bajamar o en la pleamar de la revolución. Ya el 15 de enero, Fouché ha definido claramente su propósito. Pertenece a los girondinos, y el deseo de sus electores, netamente moderados, le obliga a pedir clemencia para el Rey. Pregunta a sus amigos, sobre todo a Condorcet, y ve que están todos dispuestos a evitar una medida tan irrevocable como la ejecución del Rey. Y como la mayoría esta en contra de la sentencia, se pone Fouché, naturalmente, de su parte; la noche anterior, la del 15 de enero, lee a un amigo el discurso que piensa pronunciar para justificar su deseo de clemencia. Sentarse en los bancos de los moderados le obliga a ser así. Pero entre aquella noche del 15 de enero y la mañana del 16 transcurre una noche intranquila y agitada. Los radicales no han estado ociosos: han puesto en marcha la máquina de la rebelión de las masas, que saben dominar tan magistralmente. En los arrabales truenan los cañones del escándalo; las secciones llaman con sus tambores a las gentes del pueblo; todos los batallones irregulares de la rebelión, a los que recurren siempre los terroristas invisibles, que los mueven para alcanzar por la fuerza decisiones políticas y a los que pone en acción en pocas horas un gesto del cervecero Santerre. Estos batallones de los agitadores de barrio son conocidos de las pescaderas y aventureros desde la gloriosa conquista de la Bastilla; se los conoce de la hora vil de los asesinatos de septiembre. Siempre, cuando hay que romper el dique de las leyes, se
  • 11. revuelve a la fuerza esta gigantesca ola del pueblo, y siempre lo arrastra todo consigo, irresistible, hasta a aquellos a quienes ha hecho surgir de sus bajos fondos. Miles y miles cercan, ya al mediodía, la Escuela de Equitación y las Tullerías; hombres en mangas de camisa, el pecho desnudo, amenazantes, pica en mano; mujeres vociferantes, insultadoras, con carmañolas de rojo ígneo; guardia ciudadana y gente callejera. Entre ellos se multiplican los provocadores de la rebelión: Fournier, el americano; Guzmán, el español; Theroigne de Méricourt, esa caricatura histérica de Juana de Arco. Si pasan diputados sospechosos de votar por la clemencia, se vierte sobre ellos un diluvio de insolencias como cubos de basura, se alzan puños, se profieren amenazas contra los representantes del pueblo. Con todos los medios del terrorismo y de la fuerza bruta trabajan los amedrentadores para conseguir que la cabeza del Rey sea puesta bajo la cuchilla. Y esa intimidación hace su efecto en todos los espíritus apocados. Medrosos, se aprietan en sus asientos los girondinos, a la luz oscilante de las velas, en esta noche gris de invierno. Los que ayer esperaban aún, decididos a votar contra la muerte del Rey para evitar la guerra con toda Europa, están intranquilos y desunidos bajo la enorme presión de la rebelión del pueblo. Por fin, ya bien entrada la noche, se verifica la primera citación de nombres, y - ¡qué ironía! - le toca precisamente al jefe de los girondinos, a Vergniaud, al otras veces tan apasionado orador, cuya voz resuena siempre como un martillo sobre la madera vibrante de las paredes. Pero ahora teme no pasar, como jefe de la República, por bastante republicano si perdona la vida del Rey. Y él, que siempre fué bravo y furioso, se acerca a la tribuna, lento, pesado, la testa poderosa vergonzosamente inclinada, y dice en voz baja: La mort. La palabra resuena como un diapasón por la sala. El primero de los girondinos ha fallado. De los demás permanecen firmes la mayor parte: trescientos entre setecientos votos se inclinan al perdón, a pesar de que saben que una actitud de moderación política requiere en esta ocasión mil veces más audacia que una firmeza aparente. La balanza oscila mucho: un par de votos pueden decidir. Por fin es llamado el diputado de Nantes, José Fouché, el mismo que aseguro ayer aún a los amigos que defendería con palabras inflamadas la vida del Rey, el que hace diez horas se manifestaba como el más decidido entre los decididos. Pero mientras tanto ha contado los votos el antiguo profesor de Matemáticas, y, buen calculador, Fouché ha visto que con ello daría un paso en falso, ligándose al único partido al que nunca habría de pertenecer: al partido de la minoría. Ya no duda. Con sus pasos sigilosos sube ligeramente a la tribuna, y de sus labios pálidos se escapan, tenues, estas dos palabras: La mort. El Duque de Otranto escribirá y pronunciará más tarde cien mil palabras para excusar, como una equivocación, estas dos palabras que le estigmatizan de régicide, de asesino del Rey. Pero estas dos palabras están dichas públicamente y, anotadas en el Moniteur, no se las puede borrar de la Historia ni de su vida, en la que serán memorables, pues significan su primera caída oficial. Ha traicionado alevosamente a sus dos amigos Condorcet y Daunou, se ha burlado de ellos, los ha engañado. Pero no tiene que avergonzarse de ello ante la Historia: otros más fuertes, como Robespierre y Carnot, Lafayette, Barras y Napoleón, los más poderosos de su tiempo, serán burlados por él en la hora de la desgracia. En este momento se descubre por primera vez en el carácter de José Fouché otro rasgo muy marcado: su osadía. Si deja traicioneramente un partido, no lo hace nunca despacio y cautelosamente, nunca se desliza con disimulo de las filas. Lo hace a la luz del día, con fría sonrisa. Con estupefaciente naturalidad se pasa directamente al antiguo adversario y acepta todas sus palabras y argumentos. Lo que creen y dicen los partidarios anteriores, lo que piensa la masa, el público, le deja completamente frío. Le importa una sola cosa: estar siempre con el vencedor, nunca con
  • 12. el vencido. En la rapidez de rayo de este cambio, en el cinismo sin medida de su transmutación, muestra una dosis de osadía que involuntariamente anonada y causa admiración. Le bastan veinticuatro horas, a veces una hora sola, a veces un solo minuto, para arrojar francamente la bandera de sus convicciones y desplegar con estrépito la contraria. No va con una idea, va con el tiempo, y mientras más ligero corra, más ligero le seguirá. Sabe que sus electores de Nantes se indignaran cuando lean al día siguiente en el Moniteur su voto. Hay, pues, que arrollarlos, en vez de convencerlos. Y con esa rápida audacia, con esa osadía que le presta en esos instantes casi una aureola de grandeza, no espera la indignación, sino que se adelanta al asalto con un ataque. Al día siguiente de la votación manda imprimir un manifiesto en el que proclama ruidosamente, como su convicción más leal y sincera, lo que en realidad le ha sugerido el miedo a caer en desgracia ante el Parlamento: no quiere dejar a sus electores tiempo para pensar y calcular, quiere aterrorizarlos y amedrentarlos, dando el golpe con rápida brutalidad. Ni Marat ni los mas acalorados jacobinos son capaces de escribir de manera más sangrienta que este hombre, ayer aún tan moderado, a sus bravos, a sus buenos electores burgueses: «Los crímenes del tirano han sido descubiertos y llenan de indignación todos los corazones. Si no cae su cabeza enseguida bajo la espada, pueden caminar tranquilamente con las suyas erguidas todos los ladrones y asesinos, y el caos más terrible nos amenazara. Los tiempos están con nosotros y contra todos los reyes de la tierra». Así proclama la ejecución como necesidad inevitable quien el día anterior llevaba preparado en el bolsillo un manifiesto, probablemente igual de persuasivo, contra la ejecución. Y, efectivamente, el astuto matemático había calculado bien. Como buen oportunista, conoce la irresistible gravitación de la cobardía; sabe que en todos los momentos políticos de la masa es la audacia el decisivo denominador de todo cálculo. Tiene razón: los buenos burgueses conservadores se agachan tímidos ante este manifiesto descarado e inesperado; confundidos y perplejos se apresuran a dar su consentimiento para una decisión con la que no están conformes interiormente en lo más mínimo. Ninguno se atreve a contradecir. Y desde aquel día tiene José Fouché en su mano la dura y fría palanca con la que dominará las más difíciles crisis: el desprecio a la Humanidad. Desde esa fecha memorable, el 16 de enero, elige (por el momento) José Fouché, con su carácter de camaleón, el color rojo. El moderador se convierte de la noche a la mañana en archirradical y ultraterrorista. De un salto se encuentra en medio de sus adversarios, y una vez entre ellos decide colocarse en el ala extrema de la izquierda, en la más radical. Con una rapidez fantástica adopta este espíritu frío, este reseco burócrata, para no quedarse atrás, el lenguaje más sangriento de los terroristas. Hace rigurosamente proposiciones contra los emigrados, contra los sacerdotes; azuza, truena, se enfurece, degüella con palabras y gestos. Verdaderamente, podría volver a hacer amistad con Robespierre y volver a sentarse a su lado; pero este hombre de conciencia incorruptible, de duro espíritu protestante, no ama a los renegados; con doble desconfianza repele ahora al tránsfuga, cuyo radicalismo ruidoso le es más sospechoso que su antigua moderación. Fouché barrunta, con sentido atmosférico agudo, el peligro de tal vigilancia y ve acercarse días críticos. Aún se cierne la tormenta sobre la Asamblea y ya se insinúan en el horizonte político las luchas trágicas entre los jefes de la revolución, entre Danton y Robespierre, entre Hebert y Desmoulins; habría que decidirse de nuevo dentro del mismo radicalismo; pero a Fouché no le gusta comprometerse antes de que la declaración esté exenta de peligros y sea propicia a la ganancia. Sabe que hay situaciones en los momentos decisivos que domina un diplomático, lo más sabiamente,
  • 13. eludiéndolas. Así es que prefiere ausentarse del ruedo de la Convención durante la lucha y no volver a pisarlo hasta que ésta se haya decidido. Para fundar y justificar su retirada tiene la suerte de que se le presente con oportunidad una excusa honorable: la Convención elige doscientos delegados de su seno para que mantengan el orden en las provincias. Fouché, que no se encuentra bien en la atmósfera volcánica del salón de sesiones, hace todo lo posible por ser uno de los enviados y consigue ser elegido. Se le concede así una tregua. Puede tomar aliento. ¡Que luchen mientras tanto unos con otros, que se aniquilen entre sí haciendo lugar, haciendo sitio, con su apasionamiento, para él, soberbio y ambicioso! ¡Pero ahora, alejarse, evadirse, no tomar partido entre los partidos! Unos meses, unas semanas son mucho en aquellos tiempos en que el reloj del universo corre frenéticamente. Cuando llegue el momento de volver estará decidida la suerte y entonces podrá situarse tranquilamente y sin peligro al lado del vencedor, en su partido de siempre: en la mayoría. Se ha estudiado poco la historia provincial de la revolución francesa. Todas las descripciones concentran la atención pasmada en la esfera del reloj de París, donde solo es visible el signo de la hora. Pero el péndulo que regulariza su marcha sostiene su eje en el país y en el ejército. París no es más que la palabra, la iniciativa, el motor; pero el país inmenso es la acción, la fuerza decisiva y continua. Pronto reconoce la Convención que el tempo revolucionario de la capital y el del país no coinciden. Los lugareños, los habitantes de las aldeas y de las montañas, no piensan con la misma rapidez que las gentes de la capital. Absorben más despacio y con más cuidado las ideas y se las apropian a su manera. Lo que en la Convención se convierte en ley en una hora, se filtra despacio, gota a gota, por el país, y casi siempre adulterado y diluido por la burocracia realista provincial, por el clero, por los hombres del antiguo régimen. Por eso hay siempre una hora de atraso en las regiones respecto a París. Si gobiernan en la Convención los girondinos, aún elige la provincia realista; cuando los jacobinos triunfan, empieza el acercamiento espiritual de la provincia a la Gironde. Inútiles son contra esto todos los decretos patéticos, pues sólo lenta y tímidamente se abre paso la palabra impresa hasta la Auvergne y la Vendee. Así acuerda la Convención desplazarse en verbo y presencia activamente a la provincia para avivar el ritmo de la revolución en toda Francia, para dar jaque al tiempo vacilante y casi antirrevolucionario de las comarcas rurales. Elige de su propio seno doscientos delegados que deben representar su voluntad y les da poderes casi ilimitados. Quien lleva la banda tricolor y el sombrero de pluma roja tiene derechos de dictador. Puede cobrar contribuciones, pronunciar sentencias, pedir reclutas, destituir generales; ninguna autoridad puede oponerse al que representa con su persona, santificada simbólicamente, la voluntad de la Convención Nacional íntegra. Su poder es ilimitado, como antaño el de los procónsules de Roma, que llevaron a todos los países sometidos a la voluntad del Senado. Cada uno es un dictador, un soberano, contra cuyo fallo no se puede apelar ni recurrir. Enorme es el poder de estos embajadores escogidos; pero enorme también su responsabilidad. Dentro de la provincia que se les asigna parece cada uno un rey, un emperador, un autócrata. Pero detrás de su nuca manda su destello siniestro la guillotina. El Comité de Salud pública vigila cada queja y pide implacablemente a cada uno cuentas exactas sobre la administración de los fondos. Contra el que no muestra suficiente energía se aplicaran duras sanciones; quien, por otra parte, se deja arrastrar por una furia excesiva, también ha de esperar su castigo. Si prevalece el terrorismo, toda medida de este género se considerará acertada; si se inclina la balanza hacia la clemencia, se juzgara, en cambio, como improcedente. Señores, en apariencia, de todo
  • 14. un país, son en realidad verdaderos siervos del Comité de Salud pública y están sometidos a la tendencia que rige la hora. Por eso miran de soslayo, con el oído atento a las señales de París. Mientras deciden sobre la vida y la muerte de los demás, han de estar alerta para conservar la propia vida. No es, ni mucho menos, un cargo fácil el que aceptan. Igual que los generales de la revolución ante el enemigo, saben todos que sólo una cosa los salva de la afilada cuchilla: el éxito. En el momento en que Fouché es enviado como procónsul, se inclina la balanza del lado de los radicales. Así, pues, matiza Fouché su acción en el departamento de la Loire inferieure, en Nantes, Nevers y Moulins, con un tono rabiosamente radical. Truena contra los moderados, inunda el país con un diluvio de manifiestos, amenaza a los ricos, a los timoratos, de la manera más cruel; pone en pie regimientos enteros de voluntarios bajo presión moral o efectiva y los manda contra el enemigo. En fuerza organizadora, en rápido conocimiento de la situación iguala, por lo menos, a cada uno de sus compañeros; en audacia verbal los supera a todos. Porque -y esto hay que anotarlo- José Fouché no permanece en un margen de cautela, como los célebres campeones de la revolución, Robespierre y Danton, ante la cuestión de la propiedad eclesiástica y privada, que aquéllos declaran aún respetuosamente «invulnerables». Fouché se traza decididamente un programa radical, socialista y comunista. El primer manifiesto comunista claro de la época moderna no es, por cierto, el célebre de Carlos Marx, ni el «Hessische Landbote», de Jorge Buechner, sino la tan desconocida «Instruction de Lyon», intencionadamente olvidada por la historiografía socialista, y que lleva las firmas de Collot d'Herbois y Fouché, pero que, sin duda alguna, fue redactada sólo por éste. Tal documento enérgico, que en sus postulados se adelanta a su época en cien años -y que es uno de los más sorprendentes de la revolución-, bien merece la pena de ser sacado de la sombra. Aunque pretenda atenuar su significado histórico el hecho de negar desesperadamente más tarde el Duque de Otranto las palabras escritas como simple ciudadano José Fouché, siempre definirán éstas su credo de antaño. Visto como documento de la época, se nos presenta Fouché como el primer socialista verdadero, como el primer comunista de la revolución. Ni Marat ni Chaumette han formulado los más audaces postulados de la revolución francesa, sino José Fouché. Con mayor claridad y agudeza que la mejor descripción, ilumina su texto el retrato espiritual de Fouché; en otras ocasiones -casi siempre- parece desleírse en una zona de penumbra... Esta «Instruction» comienza audazmente con una declaración de infalibilidad justificativa de todas las osadías: «Todo les está permitido a los que actúan en nombre de la República. Quien se excede en cumplirlas, quien aparentemente pasa del límite, aún puede decirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo desgraciado, debe proseguir el avance de la libertad». Después de este preludio enérgico, en cierto sentido ya maximalista, de Fouché, la siguiente definición del espíritu revolucionario: «La revolución esta hecha para el pueblo; pero no hay que entender por pueblo esa clase privilegiada, por su riqueza, que ha acaparado todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El pueblo es únicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, sobre todo esa clase social infinita de los proletarios que defienden las fronteras de nuestra patria y que sustentan a la sociedad con su trabajo. La revolución sería un absurdo político y moral si no se ocupara mas que del bienestar de unos cuantos cientos de individuos y dejara perdurar la miseria de veinticuatro millones de seres. Por eso sería un engaño afrentoso a la Humanidad el pretender hablar siempre en nombre de la igualdad, mientras separa aún a los hombres desigualdades tan tremendas en el bienestar». Después de estas palabras introductivas desarrolla Fouché su teoría preferida: que el rico, mauvais riche, no será
  • 15. nunca un verdadero revolucionario, nunca un republicano leal; que toda revolución, nada mas que burguesa, que deje persistir las diferencias de bienes, tendría que volver a degenerar inevitablemente en una nueva tiranía, «porque los ricos se tendrían siempre por otra clase de seres». Por eso exige Fouché del pueblo la energía más extremada y completa, la revolución integral. «No os engañéis: para ser un verdadero republicano, tiene que sufrir cada ciudadano en sí mismo una revolución parecida a la que ha cambiado la faz de Francia. No puede quedar nada común entre los vasallos de los tiranos y los habitantes de un país libre. Por eso tienen que ser completamente nuevas todas sus obras, sus sentimientos y sus costumbres. Estáis oprimidos y debéis aniquilar a vuestros opresores; habéis sido esclavos de la superstición eclesiástica, y no debéis tener otro culto que el de la Libertad... Todo el que permanece al margen de este entusiasmo, que conoce alegrías y tribulaciones ajenas a la felicidad del pueblo, abre su alma a intereses fríos, calcula lo que rentará su honor, su posición y su talento, y se aparta así por un momento del bien general; todo aquel cuya sangre no arde vindicadora ante la opresión y la opulencia; todo el que tenga una lágrima de compasión para un enemigo del pueblo, y el que no guarda toda la fuerza de su sentimiento para los mártires de la Libertad, todos estos mienten, si se atreven a llamarse republicanos. Que abandonen el país, si no quieren que se los desenmascare y que su sangre impura riegue el suelo de la Libertad. La República no quiere en su seno mas que seres libres, está dispuesta a aniquilar a los demás, y no reconoce como hijos sino a los que quieren vivir, luchar y morir por ella.» En el tercer párrafo de esta instrucción se convierte la confesión revolucionaria en un manifiesto comunista desnudo y franco (el primero explicito de 1793): «Todo el que posea más de lo indispensable ha de contribuir con una cuota igual al exceso a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habéis de averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuanto tiene que desembolsar cada uno para la causa pública. No se trata aquí de la averiguación matemática, ni tampoco del método vacilante que en otros casos se emplea en la repartición de contribuciones; esta medida especial tiene que llevar el carácter de las circunstancias. Obrad, pues, generosamente y con audacia: quitadle a cada ciudadano lo que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo. Todo lo que tiene un individuo mas allá de sus necesidades no lo puede utilizar de otra manera que abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y a sus ejércitos». Expresamente acentúa Fouché en este manifiesto que no hay que contentarse solamente con el dinero. «Todos los objetos -continua- que se poseen en demasía y que puedan ser útiles a los defensores del país, los pide ahora la patria. Así hay gentes que tienen increíble abundancia en telas de hilo y camisas, en pañuelos y zapatos. Todas estas cosas tienen que ser objeto de la requisa revolucionaria.» Igualmente pide la entrega del oro y de la plata, de los métaux vils et corrupteurs, que desprecia el verdadero republicano, al tesoro nacional, para que allí «les sea acuñada la efigie de la República, y purificados por el fuego sirvan solamente a la Comunidad. No necesitamos sino acero y hierro, y la República triunfara». El llamamiento termina con una tremenda apelación a la violencia: «Administraremos con todo rigor la autoridad que nos ha sido encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo lo que, bajo otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pasó la época de las decisiones tibias y de las consideraciones. ¡Ayudadnos a dar los golpes implacables o estos golpes caerán sobre vosotros mismos! ¡La libertad o la muerte! Podéis elegir». La teoría de este documento nos da ya una idea de cómo será el procónsul José Fouché en el desempeño de sus funciones.
  • 16. En el departamento de la Loire inférieure, en Nantes, Nevers y Moulins, se atreve a la lucha contra las mas fuertes potencias de Francia, ante las cuales se habían retraído prudentemente el mismo Robespierre y Danton: contra la propiedad privada y contra la Iglesia. Obra rápida y decididamente en sentido de la Egalisation des fortunes, con la invención del llamado «Comité filantrópico», al que habían de enviar los propietarios voluntariamente sus dádivas, según la fórmula. Pero para evitar confusiones, agrega de antemano la suave encomienda de que «si el rico» no hace uso «de su derecho, mostrándose propicio al régimen de la Libertad, tiene la República, por su parte, el derecho de apoderarse de su fortuna». No tolera el menor exceso en el uso de los bienes, y delimita enérgicamente el concepto de lo superflu. «El republicano sólo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta.» Fouché saca los caballos de las cuadras, la harina de los sacos; hace responsables con la vida a los mismos arrendatarios, para que no se queden atrás en su prescripción; hace obligatorio el pan de guerra -como en la Guerra Europea el pan único- y prohibe terminantemente el pan blanco de lujo. Semanalmente pone en pie cinco mil reclutas, equipados con caballos, calzado, ropa y fusiles; utiliza la violencia para poner en marcha las fábricas y todo obedece a su energía férrea. El dinero afluye con las contribuciones, impuestos y dádivas, entregas y tributos. Escribe así orgulloso a la Convención después de dos meses de actividad: On rougit ici d'etre riches «Aquí da rubor ser rico.» Pero, en verdad, debió decir: «Aquí da temblor ser rico.»Al mismo tiempo que como radical y comunista, se revela José Fouché (el futuro multimillonario Duque de Otranto, que se casara en segundas nupcias por la iglesia, piadosamente, bajo el patronato de un rey) como el más feroz y fanático enemigo del cristianismo. «Este culto hipócrita tiene que ser reemplazado por la creencia en la República y en la moral», truena en su carta flamante... Y caen como rayos ardientes las primeras disposiciones contra las iglesias y las catedrales. Ley sobre ley, decreto sobre decreto: «Ningún sacerdote podrá llevar los hábitos fuera del lugar destinado al culto», se le quitaran todos los Privilegios, pues «ya es tiempo -argumenta- de que vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reintegre al estado civil». No le basta a José Fouché con ser la cabeza del poder militar, con ser el más alto funcionario de la justicia, dictador autónomo de la administración; se apodera también de todas las facultades eclesiásticas. Suprime el celibato, ordena a los sacerdotes que se casen en el plazo de un mes o que adopten un niño; concierta matrimonios y los divorcia en la plaza pública. Sube al púlpito (del que han sido quitadas cuidadosamente todas las cruces y efigies religiosas) y pronuncia sermones ateístas, en los que niega la inmortalidad y la existencia de Dios. Las ceremonias de entierro cristianas son suprimidas, y como único consuelo se graba en los cementerios la inscripción: «La muerte es un sueño eterno». El nuevo papa introduce en Nevers -dando a su hija el nombre de «Nievre», según la nominación del departamento-, por primera vez en el país, el bautismo civil. Hace salir a la guardia nacional con tambores y música, y en la plaza pública, sin intervención eclesiástica, bautiza a la niña y le da nombre. En Moulins, precediendo a caballo a un pelotón por toda la capital, con un martillo en la mano, va destruyendo cruces y crucifijos, imágenes de santos, símbolos «vergonzosos» del fanatismo. Con las mitras y los paños del altar robados forman una hoguera, y mientras arden en pompa, danza la plebe en torno de este auto de fe ateístico. Pero ensañarse únicamente en objetos muertos, contra figuras de piedra indefensas y contra cruces frágiles, hubiera sido para Fouché un triunfo a medias. El verdadero triunfo lo consigue cuando logra con su elocuencia que el cardenal Frangois Laurent arroje los hábitos y se ponga el gorro frigio, y le siguen, entusiasmados con este ejemplo, treinta sacerdotes, alcanzando un éxito que se propaga como un reguero de pólvora por todo el país. Así puede vanagloriarse con orgullo ante sus colegas ateístas de haber acabado con
  • 17. el fanatismo y de haber aniquilado tanto el cristianismo como la riqueza en el territorio a él confiado. ¡Se diría que se trata de los hechos de un loco, del fanatismo desatentado de un ente fantástico! Pero José Fouché sigue siendo el frío calculador de siempre, el realista impasible, tras estos fingidos apasionamientos. Sabe que debe cuentas a la Convención, sabe que las frases patrióticas y las cartas han bajado de valor y que para suscitar admiración hay que hablar con el lenguaje positivo de las monedas sonantes. Y envía, mientras los regimientos levantados marchan hacia la frontera, todo el producto del saqueo de las iglesias a París. Cajones y cajones son llevados a la Convención llenos de custodias de oro, de velones de plata rotos y fundidos, crucifijos y joyas de metales preciosos y pedrerías. Sabe que la República necesita, ante todo, dinero, riquezas, y él es el primero, el único que envía desde la provincia botín tan elocuente a los diputados, que al principio se asombran de esta nueva energía, aplaudiéndole luego frenéticamente. Desde este momento se conoce en la Convención el nombre Fouché como el de un hombre férreo, como el más intrépido, el mas violento republicano de la República. Cuando vuelve José Fouché de sus misiones a la Convención, ya no es el pequeño y desconocido diputado de 1792. A un hombre que levantó diez mil reclutas, que saca de las provincias cien mil francos de oro, mil doscientas libras en metálico, mil barras de plata, sin utilizar ni una sola vez el rasoir national, la guillotina, no le puede negar la Convención verdadera admiración Pour sa vigilance, por «su celo». El ultrajacobino Chaumette pública un himno a sus hazañas. «El ciudadano Fouché -escribe-ha realizado los milagros que acabo de contar. Ha honrado a la vejez, ayudado a los débiles, respetado la desgracia, destruido el fanatismo y aniquilado el federalismo. Ha vuelto a poner en marcha la fabricación de hierro, ha arrestado a los sospechosos, ha castigado ejemplarmente los crímenes, ha perseguido y encarcelado a los explotadores.» Un año después de haberse sentado cauteloso y titubeante en los bancos de los moderados, pasa ya Fouché por el mas radical de los radicales. Y ahora, cuando la sublevación de Lyon requiere el hombre sin miramientos ni escrúpulos, el hombre capaz de llevar a cabo el edicto mas terrible que invento jamás una revolución, ¿quien mas indicado que Fouché? «Los servicios que has prestado hasta ahora a la revolución -decreta la Convención en su lenguaje pomposo- son garantía de los que has de prestar aún. En ti está el volver a encender en la Ville Affranchie (Lyon) el fuego agonizante del espíritu ciudadano. ¡Concluye la revolución, termina la guerra de los aristócratas y que caigan sobre ellos y los aniquilen las ruinas que pretende levantar aquel Poder destruido!»Y con esta figura de vengador y asolador, como el Mitrailleur de Lyon, entra José Fouché -el que ha de ser mas tarde multimillonario y Duque de Otranto- por primera vez en la Historia. CAPÍTULO II EL MITRAILLEUR DE LYON(1793) En los anales de la revolución francesa rara vez se abre una página sangrienta como la de la sublevación de Lyon, y, sin embargo, en ninguna capital, ni aún en París, se ha destacado el contraste social tan claramente como en esta patria de la fabricación de la seda, primera capital de industria de la entonces aún burguesa y agraria Francia. Allí forman los obreros, en medio de la revolución de 1792, por primera vez, una masa proletaria visible, rígidamente separada de los fabricantes, realistas y capitalistas. No es
  • 18. un milagro que tomen los conflictos, precisamente sobre este suelo ardiente, las formas más sangrientas y fantásticas, tanto en la reacción como en la revolución. Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los sin trabajo se agrupan alrededor de uno de esos hombres singulares que surgen a la superficie en todas las transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y creyentes, que suelen causar con su fe más mal y derramar más sangre con su idealismo, que los más brutales políticos y los más feroces tiranos. Siempre será precisamente el hombre puro, religioso, extático, el reformador, quien, con la intención más noble, dará motivo a asesinatos y desgracias que él mismo detesta. En Lyon se llamo Chalier, un sacerdote escapado y antiguo comerciante, para el que la revolución significo otra vez el cristianismo auténtico y verdadero, entregándose a ella con amor desinteresado y supersticioso. La elevación de la Humanidad a un nivel de razón e igualdad significó, para este lector apasionado de Juan Jacobo Rousseau, la realización en la tierra del reino milenario. Su filantropía ardiente y fanática ve en la conflagración general la aurora de una Humanidad nueva y eterna. Es un idealista conmovedor; cuando cae la Bastilla coge en sus manos una piedra del baluarte y, cargado con ella seis días y seis noches, la lleva de París a Lyon, donde la utiliza de ara para un altar. Venera como a un dios a Marat, a este libelista de sangre ardiente, férvido, en el que ve una nueva Pythisa. Aprende sus discursos escritos de memoria y arrebata con sus sermones, místicos e infantiles, a los obreros de Lyon. Instintivamente ve el pueblo en él una caridad ardiente y comprensiva. Por otra parte, los reaccionarios de Lyon comprenden que es mucho más peligroso un hombre tan puramente poseído por el espíritu visionario rayando en las fronteras de la locura, rebosante de amor al prójimo, que los más estrepitosos y rebeldes jacobinos. En él se concentra todo el amor y contra él va todo el odio. Y al primer motín encierran en la cárcel, como presunto caudillo de los revoltosos a este idealista neurasténico y un poco ridículo. Se logra achacarle una carta falsificada que le compromete, para fundamentar una denuncia en virtud de la cual se le condena a muerte, para escarmiento de radicales y como reto a la Convención de París. Inútilmente la Convención, indignada, envía mensajero tras mensajero a Lyon para salvar a Chalier, y amonesta, exige y amenaza al magistrado insubordinado. La municipalidad de Lyon rehusa toda intervención con arrogancia, decidida a enseñar los dientes a los terroristas de París. Hacía tiempo que habían recibido con repugnancia la guillotina, el instrumento del terror. Sin servirse de él, lo tuvieron metido en un granero hasta este momento, en el que se preparan a dar una lección a los paladines del sistema terrorista, estrenando el «filantrópico» artefacto en la cabeza de un revolucionario. Y precisamente por la falta de uso de la maquina siniestra, y también por la torpeza del verdugo, se convierte la ejecución de Chalier en cruel e infame suplicio. Tres veces cae el filo romo de la cuchilla sin decapitar al reo. El pueblo contempla horrorizado el cuerpo atado y ensangrentado de su caudillo retorcerse aún con vida, en cruenta tortura, hasta que el verdugo, compadecido, remata la obra de la enmohecida guillotina con un golpe certero de su sable. ¡Pero esta cabeza atormentada, cruelmente lacerada, será Palladium de vindicta para la revolución y cabeza de Medusa para sus asesinos! Produce verdadero espanto en la Convención la noticia de este crimen. ¿Cómo se atreve una ciudad francesa sola a hacer franca resistencia a la Asamblea Nacional? Había que ahogar en sangre la insolente provocación. Pero el Gobierno de Lyon sabe muy bien lo que le espera, y de la resistencia pasa abiertamente a la rebelión contra la Asamblea Nacional. Levanta tropas y prepara las obras defensivas necesarias para oponerse por la fuerza al ejército republicano. Las armas decidirán entre Lyon y París, entre reacción y revolución.
  • 19. Es lógico que una guerra civil se considere en este momento como un verdadero suicidio para la joven República, pues jamás fue una situación más peligrosa y más desesperada. Los ingleses habían tomado Tolón, saqueado la flota y el arsenal y amenazaban a Dunquerque, mientras que, por otra parte, avanzaban los prusianos y los austriacos en el Rin y estaba en llamas la Vendée. La contienda y la rebelión conmueven a la República de una a otra frontera. Pero son los días heroicos de la Convención francesa. Impulsada por un instinto siniestro, de predestinación, decide responder al peligro con el reto como mejor manera de combatirlo, y así rehusan los jefes, después de la muerte de Chalier, todo pacto con sus verdugos. Potius mori quam foedari, «Mejor sucumbir que pactar», mejor otra guerra sobre las siete guerras que se hacían, que una paz síntoma de flaqueza. Y este irresistible ímpetu de la desesperación, esta pasión ilógica, furiosa, salvó a la revolución francesa lo mismo que a la rusa (amenazada en el exterior por los ingleses y los mercenarios de todo el mundo, en el interior por las legiones de Wrangel, de Denikin y de Koltschak) en el momento de mayor peligro. No les vale a los habitantes de Lyon echarse francamente en brazos de los realistas y confiar el mando de sus tropas a un general del Rey. De las granjas y de los suburbios surgen aludes de soldados proletarios, y el 9 de octubre las tropas republicanas conquistan la segunda capital de Francia. Este día es acaso el mas espléndido de la revolución francesa. Cuando en la Convención se levanta solemne el Presidente de su asiento y comunica la capitulación definitiva de Lyon, saltan los diputados de sus asientos y se abrazan de alegría; por un momento parece terminada toda discordia. La República esta salvada; ha dado un magnífico ejemplo a todo el país, a todo el mundo, de la fuerza iracunda, de la pujanza irresistible del ejército popular republicano. Pero fatalmente arrastra a los vencedores el orgullo de la propia bravura a una soberbia incontenible, a un trágico deseo de convertir el triunfo en terror. Terrible, como el ímpetu de la victoria, ha de ser ahora la venganza contra los vencidos. «Hay que dar un escarmiento ejemplar, hay que hacer ver que la República francesa, que la joven revolución, reserva el más duro castigo para aquellos que se levantan contra ella». Y así se rebaja ante el mundo entero la Convención, defensora de la Humanidad, con un decreto cuya pauta histórica parece dada por los Califas y por Barbarroja con su vandálica devastación de Milán. El 12 de octubre propone el Presidente de la Convención el documento tremendo en que se pide nada menos que la destrucción de la segunda capital de Francia. Este decreto, poco conocido, dice textualmente: «1.º La Convención Nacional nombra, a propuesta del Comité de Salud pública, un Comité especial de cinco miembros para castigar sin demora, militarmente, la contrarrevolución de Lyon. »2.º Todos los habitantes de Lyon serán desarmados y sus armas entregadas a los defensores de la República. »3.º Parte de ellas serán entregadas a los patriotas que fueron oprimidos por los ricos y contrarrevolucionarios. »4.º La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por los ricos será destruida; quedarán en pie las casas de los pobres, las viviendas de los patriotas asesinados o proscritos, los edificios industriales y los que sirven para fines benéficos y educativos. »5.º El nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República. En adelante llevara el conjunto de casas que queden en pie el nombre de Ville Affranchie. »6.º Sobre las ruinas de Lyon se erigirá una columna que anuncie a la posteridad los crímenes y el castigo de la ciudad realista, y que llevará esta inscripción: Lyon hizo la guerra contra la Libertad. Lyon no existe.»Nadie se atreve a protestar contra esta
  • 20. petición delirante de convertir la segunda capital de Francia en un montón de escombros. Se acabó el valor cívico en el seno de la Convención francesa desde que la guillotina brilla amenazante sobre las cabezas de los que se atreven a susurrar tan sólo palabras de clemencia o compasión. Atemorizada del propio terror, del terror por ella impuesto, aprueba unánimemente la Convención el decreto vandálico y confía su ejecución a Couthon, el amigo de Robespierre. Couthon, el antecesor de Fouché, reconoce enseguida el desatino, el suicidio que significa demoler voluntariamente, por un gesto amedrentador, la capital industrial de Francia y sus monumentos de arte. Desde el primer momento está decidido interiormente a eludir el cumplimiento de su misión. Mas para ello es indispensable adoptar una actitud de hipocresía llena de prudencia. Por eso vela Couthon su designio secreto de respetar la ciudad elogiando de primera intención desmesuradamente el disparatado decreto de total demolición. «¡Colegas ciudadanos- exclama-, la lectura de vuestro decreto nos ha llenado de admiración! Sí; es preciso que la ciudad sea devastada para que sirva, de ejemplo a las que pudieran llevar su atrevimiento a levantarse contra la Patria. Entre todas las medidas grandes y fuertes que ha ordenado hasta ahora la Convención Nacional, faltaba una, a la que no se había llegado: la de la destrucción total; pero estad tranquilos, Colegas, ciudadanos, y asegurad a la Convención Nacional que sus principios son los nuestros y sus decretos serán ejecutados al pie de la letra.» Aunque recibe Couthon su encomienda con palabras de panegírico, no piensa, en verdad, llevarla a cabo. Se contenta con preparativos teatrales. Inválido de las dos piernas por una parálisis temprana, pero de espíritu inquebrantablemente resuelto, se hace conducir en una litera a la plaza de Lyon, designa con un martillo de plata simbólicamente las casas que han de ser derribadas y anuncia la institución de terribles tribunales de vindicta. Con esto se calman los espíritus más fogosos. En realidad, con el pretexto de la falta de obreros, se emplean sólo un par de mujeres y niños que, «pro forma», dan algunos golpes indolentes de pico en las casas. Y sólo se llevan a cabo contadas ejecuciones. La ciudad respira, sorprendida por tan inesperada clemencia tras decretos tan fulminantes; pero los terroristas están alerta, se dan cuenta poco a poco de los propósitos benévolos de Couthon e instigan a la Convención a la violencia. La cabeza destrozada y sangrienta de Chalier es llevada a París como reliquia, presentada con gran solemnidad a la Convención y expuesta en Notre Dame con el fin de excitar al pueblo. Cada vez con mayor impaciencia se lanzan nuevos requerimientos contra el cunctátor Couthon. Se dice de él que es excesivamente flexible, indolente, demasiado tímido. En fin, que no es el hombre capaz de llevar a cabo venganza tan ejemplar. Hace falta un revolucionario verdadero, dispuesto a todo, digno de la confianza que se le otorga; un hombre que no se asuste de la sangre y que se arriesgue: un hombre de acero. Por fin cede la Convención a tan ruidosas demandas y envía como verdugo de la ciudad desdichada, en el lugar del excesivamente blando Couthon, a los mas decididos de sus tribunos: al vehemente Collot d'Herbois (del que circula la leyenda de que, por haber recibido una rechifla como actor en Lyon, es el verdadero hombre para castigar a sus habitantes) y al más radical de los procónsules, al más calificado de los jacobinos y ultraterroristas, a José Fouché. ¿Se trata, en el caso de Fouché, designado de la noche a la mañana por la obra asesina, de un verdadero verdugo, de «un ebrio de sangre», como se llamaba a los campeones del terror? Si atendemos a sus palabras, ciertamente. Ningún procónsul se ha conducido en su provincia con mayor energía, con mayor espíritu revolucionario, con mayor radicalismo que José Fouché. Nadie ha requisado con menos miramientos, nadie ha realizado más
  • 21. concienzudamente el saqueo de las iglesias ni ha hecho desembolsar las fortunas y estrangulado toda resistencia con mayor eficacia. Pero, cosa muy característica en él: únicamente con palabras, con órdenes e intimidaciones, ha instituido el terror. En las semanas que duró su poder en Nevers, Clamecy, no corre ni una gota de sangre. Mientras cruje en París la guillotina como una máquina de coser, mientras Carrier ahoga en Nantes, arrojándolos al Loire, a centenares de sospechosos; mientras que todo el país tiembla de fusilamientos, crímenes y persecuciones, no tiene Fouché en su distrito una sola ejecución sobre la conciencia. Conoce muy bien -es el leitmotiv de su psicología- la cobardía de las gentes; sabe que un gesto feroz y un ademán de terror ahorran casi siempre el terror mismo. Y cuando más tarde, en lo más florido de la reacción, se levantan acusadoras las provincias contra sus sojuzgadores, no puede formular el distrito de Fouché en contra suya otra acusación que la de la amenaza de muerte; pero de una ejecución efectiva, no puede acusarle nadie. Vemos, pues, que Fouché, designado ahora como verdugo de Lyon, no tiene inclinaciones cruentas. En este hombre frío, sin sensualidad; en este calculador, en este malabarista mental, hay más de zorro que de tigre. No necesita el vaho de la sangre para excitar sus nervios. Gesticula rabioso, pero sin fiebre interior, con palabras de amenaza, jamás pedirá ejecuciones por el placer de asesinar, por monomanía de mando. Obedeciendo al instinto y a la prudencia -no por humanidad-, respeta la vida de los demás mientras no peligra la suya. Este es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el destino trágico de sus caudillos; sin tener sed de sangre, verse obligados a derramarla. Desmoulins Pide frenético desde su pupitre burocrático el tribunal para los girondinos. Pero más tarde, cuando, sentado en la sala de justicia, oye caer la palabra «muerte» sobre los veintidós hombres que él mismo ha arrastrado ante los jueces, salta del asiento con palidez mortal, trémulo, se precipita fuera de la sala lleno de desesperación; ¡no, no es eso lo que él quería! Robespierre, que puso su firma bajo miles de decretos fatales, combatió dos años antes, en la Asamblea Constituyente, la pena de muerte, y condenó la guerra como un crimen. Danton, a pesar de ser hechura suya el terrible tribunal, llego a gritar estas palabras de desesperación con el alma atribulada: «Ser guillotinado antes que guillotinar». Hasta Marat, que pide públicamente desde su periódico trescientas mil cabezas, hace todo lo posible para salvar a los que están sentenciados a caer bajo la cuchilla. Todos los que más tarde han de aparecer como bestias sangrientas, como asesinos frenéticos, ebrios con el olor de los cadáveres, todos detestan en su interior (lo mismo que Lenin y los jefes de la revolución rusa) las ejecuciones. Empiezan por tener a raya a sus adversarios políticos con la amenaza de muerte; pero la simiente del dragón del crimen surge violenta del consentimiento teórico del crimen mismo. No pecó por embriaguez de sangre la revolución francesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometió la torpeza de crear un lenguaje cruento; se dió en la manía de hablar constantemente de traidores y de patíbulos. Y después, cuando el pueblo, embriagado, borracho, poseído de estas palabras brutales y excitantes, pide efectivamente las «medidas enérgicas» anunciadas como necesarias, entonces falta a los caudillos el valor de resistir: tienen que guillotinar para no desmentir sus frases de constante alusión a la guillotina. Los hechos han de seguir fatalmente a las palabras frenéticas. Así se inicia la desenfrenada carrera, en la que nadie se atreve a quedar atrás en la persecución de la aureola popular. Siguiendo la ley irresistible de la gravitación, viene una ejecución tras la otra; lo que empezó como juego sangriento de palabras, se convierte en puja feroz de cabezas humanas. Se hacen así miles de sacrificios, no por placer, ni siquiera por pasión, y mucho menos por energía, sino simplemente por indecisión de los políticos, de los hombres de partido, que carecen de valor para resistir
  • 22. al pueblo; por cobardía, en último término. Por desgracia, no es siempre la Historia, como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía humana. Y la política no es, como se quiere hacer creer a todo trance, guía de la opinión pública, sino inclinación humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que ellos mismos han creado e influenciado. Así nacen siempre las guerras: de un juego con palabras peligrosas, de una superexcitación de las pasiones nacionales; y así también los crímenes políticos; ningún vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sangre como la cobardía humana. Si, pues, José Fouché llega a ser en Lyon el verdugo de las masas, no será por pasión republicana (no conoce él ninguna pasión), sino únicamente por miedo de caer en desgracia como moderado. Pero no deciden en la Historia los pensamientos, sino los hechos, y aunque se haya defendido mil veces contra la expresión del mitrailleur de Lyon, quedará ya estigmatizado como tal. Y ni la capa ducal podrá ocultar las huellas de sangre de sus manos. El 7 de noviembre llega Collot d'Herbois a Lyon y el 10 llega José Fouché. Inician sus trabajos inmediatamente. Pero antes de la verdadera tragedia ponen en escena, entre el excómico y el exsacerdote, una breve comedia satánica que constituye tal vez la más cínica y provocativa de la revolución francesa: una especie de misa negra en pleno día. Los funerales por el mártir de la Libertad, Chalier, sirven de pretexto para esta desenfrenada orgía ateísta. Como preludio, a las ocho de la mañana se arrancan de las iglesias las últimas insignias religiosas; los crucifijos caen de los altares; se las despoja de pafíos y casullas. Se organiza después una procesión imponente por toda la ciudad hacia la plaza de Terraux. Cuatro jacobinos llegados de París llevan en una litera, cubierta con tapices tricolores, el busto de Chalier materialmente cubierto de flores. Al lado, una urna con sus cenizas y, en una pequeña jaula, una paloma que consoló, según se dice, al mártir en la prisión. Solemnes y graves caminan detrás de la litera los tres procónsules, en servicio del culto nuevo que debe mostrar al pueblo de Lyon pomposamente la deidad del mártir de la Libertad, Chalier, el dieu sauveur mort pour eux. Pero esta ceremonia patética, de por sí ya desagradable, se rebaja aún con otros estúpidos excesos del peor gusto: una horda estrepitosa arrastra, en triunfo, entre danzas salvajes, cálices, custodias e imágenes de santos; detrás trota un burro, al que han puesto artísticamente sobre las orejas una mitra cardenalicia y que lleva atado al rabo un crucifijo y una Biblia. ¡Así se arrastra el Evangelio, para risa de la chusma alborotada, colgado de la cola de un pobre asno, por el lodo de la calle! El son de trompetas marciales ordena alto. En la gran Plaza, donde se ha erigido un altar de ramaje, se coloca solemnemente el busto de Chalier y la urna, y los tres representantes del pueblo se inclinan respetuosamente ante el nuevo santo. Primeramente perora Collot d'Herbois con la rutina del actor; luego habla Fouché. Quien supo callar tan tenazmente en la Convención, ha recobrado de pronto su voz y lanza su declaración desmesurada sobre el busto de yeso: «Chalier, Chalier, no existes ya. Los asesinos te han inmolado a ti, mártir de la Libertad; pero sus propias sangres serán el único sacrificio capaz de apaciguar tu espíritu airado. ¡Chalier! ¡Chalier! Juramos ante tu efigie vengar tu martirio; sangre de aristócratas te servirá de incienso». El tercer delegado del pueblo, menos elocuente que el futuro aristócrata, que el futuro Duque de Otranto, besa la frente del busto y grita estentóreamente en medio de la Plaza: «¡Muerte a los aristócratas!»Después del triple homenaje se hace una gran hoguera. Muy serio ve el hace poco aún tonsurado José Fouché, con sus dos colegas, como es desatado el Evangelio del rabo del burro y echado al fuego, convirtiéndose en humo en medio de las llamas que devoran pafíos de iglesia, misales, hostias e imágenes santas. Luego se hace beber al infeliz cuadrúpedo en un cáliz consagrado como premio a sus servicios, y, como final de acto de tan pésimo gusto, los cuatro jacobinos llevan a
  • 23. hombros el busto de Chalier a la iglesia, donde es colocado solemnemente en el lugar del Cristo derribado. Para eterna memoria del solemne festejo, se acuña, en los días sucesivos, una moneda conmemorativa, de la que no se encuentran ejemplares, tal vez porque el que fue después Duque de Otranto adquirió todas las existencias y las hizo desaparecer, lo mismo que los libros que describían demasiado claramente las ferocidades brutales de su época ultrajacobina y ateísta. Tenía él buena memoria; pero no quería, sin duda, que los demás pudieran recordarle la misa negra de Lyon y todos los demás excesos: hubiera sido demasiado violento y desagradable para Son Excellence Monseígneur le Sénateur Ministre de un cristianísimo rey. Por repugnante que sea este primer día de José Fouché en Lyon, no hay, sin embargo, en él más que farsa y mascarada banal: aún no ha corrido la sangre. Pero al día siguiente se recluyen los cónsules inaccesibles en una casa apartada, guardada por centinelas armados, defendida de intrusos, con la puerta simbólicamente cerrada a toda clemencia, a todo ruego, a toda tolerancia. Se constituye un tribunal revolucionario, y de la tremenda noche de San Bartolomé que preparan estos monarcas del pueblo que se llaman Fouché y Collot puede darnos una idea la carta que dirigen a la Convención: «Cumplimos -escriben- nuestra misión con la energía de republicanos puros y no descenderemos de la altura en que nos ha colocado el pueblo para ocuparnos de los miserables intereses de unas cuantas personas más o menos culpables. Hemos apartado a todo el mundo de nosotros porque no tenemos tiempo que perder ni favores que otorgar. Sólo tenemos presente a la República, que nos ordena una acción ejemplar, una lección diáfana y evidente. No oímos sino el grito del pueblo que pide venganza por la sangre vertida de los patriotas, venganza rápida y tremenda, para que la Humanidad no vuelva a verla correr. Convencidos de que en esta ciudad infame no hay más inocentes que los oprimidos por los asesinos, los encerrados por ellos en los calabozos, mantenemos nuestra desconfianza ante las lágrimas del arrepentimiento. Nada podrá desarmar nuestra severidad. Hemos de confesarlo, colegas ciudadanos: consideramos la benevolencia como debilidad peligrosa, apropiada tan sólo para volver a encender esperanzas criminales en el momento preciso en que hay que apagarlas para siempre. Tratar a un sólo individuo con benevolencia nos obligaría a seguir la misma conducta con todos, haciendo con ello ineficaz el éxito de nuestra justicia. Se trabaja demasiado despacio en las demoliciones: la impaciencia republicana requiere medios mas rápidos, como la explosión de las minas, la acción devastadora de las llamas... Medios que pongan en evidencia el poder del pueblo. Su voluntad no debe ser considerada como la de los tiranos: ha de producir el efecto de una tempestad». La tempestad descarga, como anuncia el programa, el 4 de diciembre, y su eco, terrible, rueda pronto por toda Francia. De madrugada son sacados sesenta jóvenes de la prisión, atados de dos en dos. No se los lleva a la guillotina, que, según las palabras de Fouché, trabaja «demasiado despacio», sino afuera, al llano de Brotteaux, al otro lado del Rodano. Dos fosas paralelas, cavadas deprisa, dejan prever ya a las víctimas su suerte. Los cañones, colocados a diez pasos de ellos, indican siniestramente el método de la matanza colectiva. Se amontona y ata a los indefensos en un pelotón de desesperación humana que chilla, se estremece, llora, enloquece y resiste inútilmente. Una voz de mando y las bocas de los cañones, tan próximas que el aliento las roza, truenan mortíferas, vomitando plomo sobre la masa humana, sacudida por el miedo. La primera descarga no acaba con todas las víctimas: a algunas sólo les ha sido arrancado un brazo o una pierna, otras enseñan los intestinos y aún queda alguna ilesa. Y mientras la sangre fluye en fuentes a las fosas, se oye una nueva orden y carga la caballería con sables y pistolas sobre los que quedan, entrando a tiro y sablazos en medio de este rebaño humano que se estremece, gime y grita, sin poder huir, hasta que se acaba la última voz
  • 24. agonizante. Como premio por la matanza, se les permite a los verdugos despojar a los sesenta cadáveres aún calientes, de ropas y calzados, antes de enterrarlos desnudos y destrozados en las fosas. Esta es la primera de las célebres mitraíllades de José Fouché, del que más tarde fue ministro de un cristianísimo rey, que se muestra orgulloso de su obra a la mañana siguiente en una encendida proclama: «Los representantes del pueblo proseguirán fríamente la misión a ellos encomendada. El pueblo ha puesto en sus manos el rayo de su venganza y no ha de abandonarlo hasta que hayan perecido todos los enemigos de la Libertad. No les importará pasar sobre hileras interminables de tumbas de conspiradores para llegar, a través de ruinas, a la felicidad de la nación y a la renovación del mundo». Aún el mismo día se confirma criminalmente este triste «valor» por los cañones de Brotteaux, y en un rebaño humano aún más numeroso. Esta vez son doscientas diez las víctimas conducidas, con las manos atadas a la espalda, y tendidas a los pocos minutos por el plomo de la metralla y por las descargas de la infantería. La operación es la misma que la primera vez, sólo que se facilita la incómoda tarea a los verdugos no obligándolos, tras la penosa matanza, a ser además los sepultureros de sus víctimas. ¿A qué abrir tumbas para estos malvados? Se les quitan los zapatos ensangrentados de los pies rígidos y se arrojan sencillamente los cadáveres desnudos, palpitantes algunos, a las aguas movidas del Ródano, que les sirven de tumba. Pero aún pretende Fouché velar este horror, cuyo vaho repugnante se extiende por todo el país, con la capa apaciguadora de palabras de himno. Que el Rodano se envenene con estos cadáveres desnudos le parece un acto político de alabanza, porque llegaran flotando a Tolón, prestando allí testimonio palpable de la venganza republicana inflexible y tremenda. «Es necesario -escribe- que los cadáveres ensangrentados que hemos arrojado al Rodano naveguen a lo largo de sus orillas y lleguen a su desembocadura en el infame Tolón, para que intensifiquen ante los ojos de los cobardes y crueles ingleses la impresión de horror y la sensación del poder del pueblo.» En Lyon, claro está, ya no es necesaria una intensificación tal, pues las ejecuciones y las matanzas se siguen sin interrupción. Para celebrar la conquista de Tolón, que acoge Fouché con «lágrimas de alegría», arrastra «doscientos rebeldes ante los cañones». Inútiles son todos los llamamientos a la clemencia. Dos mujeres que habían implorado compasión excesiva por la libertad de sus maridos ante el tribunal de sangre, son atadas al lado de la guillotina. Nadie puede llegar ni a las cercanías de la casa de los delegados para pedir moderación. Pero tanto como las detonaciones de los fusiles, truenan las palabras de los procónsules: «Sí, nos atrevemos a decirlo, hemos vertido mucha sangre impura; pero únicamente por humanidad y por deber... No dejaremos el rayo que habéis puesto en nuestras manos hasta que no lo manifestéis por vuestra voluntad. Hasta entonces seguiremos sin interrupción la lucha contra nuestros enemigos de la manera más radical, terrible y rápida, hasta aniquilarlos». Mil seiscientas ejecuciones en pocas semanas dan fe de que, por una vez, José Fouché dijo la verdad. Con la organización de estas carnicerías y las comunicaciones llenas de alabanza propia, no olvidan José Fouché y sus colegas otro triste encargo de la Convención; ya el primer día hicieron llegar a París la queja de que la demolición ordenada se llevaba a cabo, bajo su antecesor, «demasiado despacio». «Ahora -escriben- las minas aligerarán la obra de destrucción. Ya han comenzado a trabajar los zapadores y dentro de dos días volaran los edificios de Bellecour.» Estas fachadas célebres, comenzadas bajo Luis XIV, obras de un discípulo de Mansard, por ser las más bellas, fueron las primeras condenadas a la demolición. Con brutalidad son expulsados los moradores de esta fila de casas y se da ocupación a centenares de hombres y mujeres sin trabajo, que en unas semanas de
  • 25. insensato derribo destruyen las magníficas obras de arte. La desdichada ciudad está llena de suspiros y quejas, de cañonazos y de muros que se derrumban; mientras que el comité de justice se dedica a tumbar hombres y el comité de démolition a derribar casas, lleva a cabo el comité des substances una implacable requisa de víveres, telas y objetos de arte. Se hacen los registros casa por casa, desde el sótano hasta el tejado, en busca de personas escondidas y de joyas; nada se libra del terror de Fouché y Collot, los dos hombres que, invisibles e infranqueables, protegidos por centinelas, viven ocultos en una casa inaccesible. Se han demolido los palacios más bellos; están medio vacías las cárceles -aunque vuelvan a llenarse constantemente-, saqueados los comercios, regados con la sangre de mil personas los prados de Brotteaux. Es entonces cuando deciden, al fin, algunos ciudadanos arriesgados (aunque su decisión pueda costarles la cabeza) acudir a París y presentar a la Convención una solicitud para pedir que la ciudad no quede totalmente arrasada. Naturalmente, el texto de la súplica es muy cauto. No falta el tono marcial en él ni la inclinación cobarde ante el decreto destructor, «que parece dictado por el genio del Senado romano»; pero luego ruegan «perdón por el franco arrepentimiento, para la debilidad coaccionada; perdón -nos atrevemos a decirlo- para los inocentes a quienes se ha desconocido». Pero los cónsules han sido informados a tiempo de la denuncia sigilosa, y Collot d'Herbois, por ser el mas elocuente de los dos, vuela a París en posta acelerada para parar el golpe. Al día siguiente tiene la osadía, en la Convención y ante los jacobinos, de defender la matanza colectiva como una forma de «humanidad». «Queríamos -dice- librar al mundo del espectáculo tremendo de ejecuciones constantes, ininterrumpidas.» Por eso acordaron los comisarios aniquilar en un mismo día y de una vez a todos los condenados y traidores, debiendo buscarse el origen de este propósito en una véritable sensibilité. Ante los jacobinos se entusiasma con mayor fervor aún por el nuevo sistema «humanitario». «Sí, hemos tumbado doscientos condenados con una sola descarga, y esto es lo que se nos reprocha. ¡Pero esto es, en realidad, un acto de moderación! Si se arrastra a la guillotina a veinte condenados, puede decirse que mueren los últimos veinte veces. Con nuestro sistema caen veinte traidores de una vez.» Y, efectivamente, estas frases gastadas, sacadas precipitadamente del tintero sangriento de la jerga revolucionaria, hacen su efecto: la Convención y los jacobinos aprueban las declaraciones de Collot y dan con ello a los procónsules plenos poderes para continuar las ejecuciones. El mismo día celebra París la inhumación de Chalier en el Panteón -un honor que hasta entonces sólo se había concedido a Juan Jacobo Rousseau y a Marat-, y su concubina recibe, como la de Marat, una pensión. Oficialmente es declarado así el mártir santo nacional y con ello tácitamente aprobada, como justa venganza, toda violencia por parte de Fouché y de Collot. Sin embargo, cierta incertidumbre se apodera de éstos, pues la situación empieza a ser peligrosa en la Convención, en la que se vacila entre Danton y Robespierre, entre la moderación y el terror. Hay, pues, que obrar con cautela, y para ello deciden los dos repartirse los papeles: Collot d'Herbois se queda en París para vigilar la opinión en los comités y en la Convención, para rechazar de antemano un posible ataque con la vehemencia brutal de su elocuencia, dejando confiada la prosecución de las matanzas a la «energía» de Fouché. No debemos olvidar que durante aquella época fue José Fouché señor único y omnipotente, pues de manera hábil intentará luego cargar sobre su colega -de espíritu mas abierto- todas las violencias cometidas. Los hechos demuestran que en la época en que Fouché manda solo, no trabaja menos mortíferamente la guadaña. Cincuenta y cuatro, sesenta, cien personas por día caen durante la ausencia de Collot. Y se sigue derribando muros, saqueando las casas y vaciando las cárceles con las