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La sombra (BPG): 8

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La Sombra
Capítulo II - La obsesión : 4

de Benito Pérez Galdós

Confieso que la narración del doctor Anselmo me iba interesando un poco, por pura curiosidad se entiende, pues no podía ver en ella realidad ni verosimilitud.

Había, sin embargo, una pequeña dosis de sentido en el fondo de todos aquellos desatinos, porque la figura de Paris, ente de imaginación, a quien había dado aparente existencia la gran fantasía de mi amigo, podía pasar muy bien como la personificación de uno de los vicios capitales de la sociedad. Si el doctor inventó aquello, fuerza es confesar que no carecía de algún intríngulis su invención: si, por el contrario, creía real lo que contaba, indudablemente era uno de los mayores iluminados que han visto los tiempos. Deseoso de saber en qué había parado aquel duelo extraordinario, le incité a seguir; él no se hizo de rogar.

«Paris y yo nos dirigimos en mi coche al sitio que habíamos elegido. Por el camino hablamos poco, aunque él procuraba entablar conversación incitándome con dichos ingeniosos y agudezas que no quiero recordar. Yo no pensaba más que en la muerte, que creía cercana, inspirándome más regocijo que pena. Mi serenidad no era la serenidad del valor, sino la de la resignación: en aquel momento el mundo, mis riquezas, mi esposa, me daban hastío y repugnancia. Veía cerca el término de tantos dolores, y aquel hombre, aquel monstruo diabólico en forma de ser humano, más que enemigo me parecía una salvación.

»Cuando llegamos al sitio del duelo, la tarde caía, y el Occidente se iluminaba con colores y reflejos. Era fresco y húmedo el aire, y tan apacible que apenas se movían las hojas de los árboles, amarillas y débiles ya por los fríos del otoño. Sin necesidad de ser agitadas, se cían por su propio peso, muertas y lívidas antes de abandonar el árbol. Me acuerdo de esa tarde como si hubiera sido ayer. Paró el coche, bajamos, y anduvimos un buen trecho solos.

-¡Ay, amigo D. Anselmo! -dije yo-, reconozcamos que los procedimientos de ese duelo son de una inverosimilitud incomprensible. ¡Ir a matarse sin testigos, llevar usted al contrario en su mismo coche...! eso no pasará en ninguna parte, y estoy seguro de que es el primer ejemplo que se ve en las sociedades modernas.

-¡Inverosimilitud! -exclamó D. Anselmo-; ¿quién habla de eso tratándose de un caso que está fuera de los límites de lo humano? No busque usted aquí la regularidad: si esto fuera como lo que pasa ordinariamente, no lo contaría.

Esta razón no dejaba de tener fuerza, y callé.

«Cuando elegimos el sitio, Paris me dijo:

-«¿A ver las pistolas?».

-«Son buenas -repliqué yo entregándoselas».

-«Lo mismo me da -contestó sin examinarlas-: para mí todas las armas son buenas. Cárgalas delante de mí, y después echaremos suertes a ver cuál tira primero».

-«Ya están cargadas».

-«A ver de qué modo echamos suertes -dijo Paris paseándose por el campo con el mismo desenfado y franqueza con que se había paseado en mi habitación».

-«Con un pañuelo -dije yo-. Hagamos un nudo en una de las puntas, y el que...».

-«Me parece que eres un poco fullero -indicó Paris, riendo con todo el aplomo del que sabe que va a matar a su contrario».

-«Arrojaremos una moneda al suelo -añadí yo con impaciencia, porque aquellos preparativos para llegar a un fin para mí incuestionable me molestaban».

-«Bien: pues si sale cara tiro yo».

-«Si sale cruz, me toca a mí».

-«Vamos: echa la moneda de una vez».

«Arrojé la moneda, cayó al suelo, y ambos nos inclinamos para poder distinguir la señal. Salió cruz: a mí me tocaba tirar primero. Nos colocamos a diez pasos. Yo apunté, o por lo menos levanté el brazo, procurando dirigir el cañón de la pistola hacia el pecho de mi enemigo. Él se reía al ver como el cañón del arma describía curvas en el aire, y allí me soltó unas cuantas agudezas que me desconcertaron más, obligándome a bajar la mano, pues habiéndose enfriado los dedos con el aire de la tarde, ni aun tenía fuerzas para disipar el tiro. Pero pronto apunté de nuevo para no irme al otro mundo sin desempeñar mal o bien el papel que mi honor me había impuesto en aquel lance. Apunté sin procurar dirigir la bala, y cerré los ojos; el tiro salió, y Paris cayó en el suelo sin dar un grito, porque la bala le había atravesado de parte a parte el pecho.

-¡Demonio! -exclamé al ver el inesperado fin del lance-. ¿Con que muerto?

-La contemplación de un milagro -continuó el doctor-, no me hubiera causado tanto asombro como aquella victoria adquirida sobre tan terrible adversario. Matar a semejante hombre, vencer a aquel genio maligno, era más de lo que podía esperar quien nunca manejó un arma, ni aprendido a luchar con antagonistas del otro mundo. Había vencido al mayor enemigo de la paz conyugal. Si era hombre, había librado al mundo de un malvado; si era la personificación de un vicio, una plaga humana, una calamidad social encarnada en arrogante cuerpo, había yo quitado a la sociedad la mitad de sus escándalos. Yo creí que alguna divinidad celeste había venido en mi ayuda. «¡Oh! mi honor -pensé-, mi honor, este sentimiento puro, acrisolado, ha sido para mí la divinidad protectora que ha dirigido mi brazo; ha infundido un soplo de vida en esta bala, para que volara consciente o irritada hacia aquel pecho y partiera aquel corazón, centro de perfidia y engaños. ¡Dios mío! si el duelo es un crimen; si lo que acabo de hacer es un asesinato, perdona esta falta, precursora de bienes sin cuento. Tú que has permitido la presencia de este monstruo; tú que eres dueño y regulador sabio de los beneficios y los castigos; tú que das la lluvia benéfica, el rocío, el sol, el maná, y permites la peste, el hambre y el incendio, perdonarás, perdonarás la inmolación de este que creaste para nuestro castigo, imponiéndonos el trabajo de vencerlo.

»Examiné atentamente el cuerpo de Paris, y vi que de su herida brotaba un torrente de sangre; pero estaba vivo aún: respiraba, movía lentamente los ojos, y me miraba con una expresión que no podía yo definir bien.

»Su mirada no era de tristeza ni de dolor. El singular estado de mi cabeza no hacía ver en sus labios una sonrisa burlona. Pero a pesar de esto su rostro estaba lívido y su cuerpo desmayado y flojo. ¿Creeréis que al verlo así me dio lástima, y hubo un momento en que se aplacó mi odio? Somos hombres al fin. Además, al tocarle, al cerciorarme por mis propios sentidos de que era cuerpo humano, desapareció de mi pensamiento la creencia de que fuese una sombra, un ente de razón; en aquel momento no pensé sino que era un joven que, habiendo adivinado mis sentimientos, quiso darme una broma o burlarse de mí, haciéndose pasar ante mis ojos como un ser sobrenatural. En resumen, al ver aquel hombre herido por mí, que se desangraba en un campo solitario, sin auxilio de nadie, sin alivio corporal ni espiritual que suavizara un poco su muerte ya segura, me dio tanta lástima que resolví meterle en el coche y llevarle a mi casa para darle el auxilio que necesitaba.

-¿Pero no comprendió usted -le dije-, que se exponía a que le descubrieran?

-Habríale abandonado, si hubiese estado muerto; pero vivía, respiraba. ¿Cómo dejarle allí? Eso no cabía en mis sentimientos: además, mi odio se había disipado ante la victoria. No cejé en mi resolución, le metí en el coche con ayuda de mis criados y... a casa.

-¿Pero no podía usted depositarle en otra parte?...

-No; en mi casa no le descubrirían, porque yo había de tomar todas las precauciones imaginables. Abandonado o entregado a alguien, sí sería descubierto inmediatamente. Así pensaba yo, camino de mi casa. Llegamos ya muy entrada la noche. Nadie nos vio entrar, le subimos con mucho cuidado, y le pusimos en un lecho. Cuando quedé solo con él, le examiné con mucha atención: aún vivía. Mucha sorpresa me causó el que, lejos de estar más extenuado, más débil, más cercano a la muerte, por ser la herida profundísima, parecía más animado, y clavaba la vista serena y observadora en los objetos que adornaban la habitación. Cuando me sintió cerca, fijó en mí los ojos con una tenacidad que me hizo temblar. Parecía sondearme hasta el fondo del alma. Aquellos no eran los ojos de un moribundo. Después que me miró largo rato sin pestañear, su mano, fría como el mármol, tocó mi mano, comunicándome una corriente glacial, que circuló por todo mi cuerpo, haciéndome estremecer con una impresión para mí desconocida; sus labios se movieron como para articular un quejido, y una voz, que parecía salir, no de su boca, sino de una profundidad invisible, una voz de inmensa resonancia y gravedad dijo estas palabras, que no puedo recordar sin espanto: «Majadero, yo soy inmortal».


Prólogo

Capítulo I - El doctor Anselmo : I - II - III - IV

Capítulo II - La obsesión : I - II - III - IV - V

Capítulo III - Alejandro : I - II - III - IV