Valdés Leal desde la Facultad
de Bellas Artes de Sevilla
Valdés Leal desde la Facultad
de Bellas Artes de Sevilla
Sevilla, 2022
Colección Catálogos
Núm.: 1
COMITÉ EDITORIAL:
Araceli López Serena
(Directora de la Editorial Universidad de Sevilla)
Elena Leal Abad
(Subdirectora)
Concepción Barrero Rodríguez
Rafael Fernández Chacón
María Gracia García Martín
María del Pópulo Pablo-Romero Gil-Delgado
Manuel Padilla Cruz
Marta Palenque Sánchez
María Eugenia Petit-Breuilh Sepúlveda
José-Leonardo Ruiz Sánchez
Antonio Tejedor Cabrera
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni
parte de este libro puede reproducirse o transmitirse
por ningún procedimiento electrónico o mecánico,
incluyendo fotocopia, grabación magnética o
cualquier almacenamiento de información y sistema
de recuperación, sin permiso escrito de la Editorial
Universidad de Sevilla.
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C/ Porvenir, 27 - 41013 Sevilla.
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© De los textos, los autores 2022
© De las obras, los autores 2022
© De las fotografías, los autores 2022
Fotografías de las obras
Ángela López González
Pascual López Moreno
Los autores
Fotografías de la exposición
Jesús Conde
Fotografías de la inauguración
Luis Serrano Martín de Eugenio
Diseño y maquetación
Fernando Infante
ISBN: 978-84-472-2404-3
DOI: https://dx.doi.org/10.12795/9788447224043
Edición digital de la primera edición impresa
de 2022
COORDINACIÓN EDITORIAL
Fernando Infante del Rosal
María Arjonilla Álvarez
Daniel Bilbao Peña
FACULTAD DE BELLAS ARTES
Decano
Daniel Bilbao Peña
Secretario de Centro
Diego Blázquez Pacheco
Vicedecano de Calidad y Estudiantes
Guillermo Martínez Salazar
Vicedecana de Ordenación Académica
Raquel Barrionuevo Pérez
Vicedecano de Infraestructuras y Espacios
José Antonio Aguilar Galea
Vicedecano de Relaciones Internacionales,
Movilidad y Prácticas Externas
Manuel Fernando Mancera Martínez
Vicedecana de Cultura
María Arjonilla Álvarez
Coordinador de Máster Universitario en
Arte: Idea y Producción
Fernando García-García
Coordinador de Grado en Bellas Artes
David Serrano León
Coordinador de Grado en Conservación
y Restauración de Bienes Culturales
David Arquillo Avilés
Coordinador del Programa de Doctorado
en Arte y Patrimonio
Paco Lara-Barranco
Exposición
POSTRIMERÍAS. VALDÉS LEAL
DESDE LA FACULTAD DE
BELLAS ARTES DE SEVILLA
Sala de la Virgen, Hospital de la
Santa Caridad de Sevilla
Del 14 de octubre
al 9 de noviembre de 2022
ORGANIZA
Facultad de Bellas Artes,
Universidad de Sevilla
PARTICIPA
Hospital de la Santa Caridad
de Sevilla
COLABORAN
Consejo Social de la Universidad
de Sevilla
Editorial de la Universidad
de Sevilla
COMISARIADO
Daniel Bilbao Peña
Enrique Valdivieso González
María Arjonilla Álvarez
Fernando Infante del Rosal
COORDINACIÓN HOSPITAL
DE LA SANTA CARIDAD
DE SEVILLA
Marisa Caballero-Infante
DISEÑO EXPOSITIVO
Coordinación
María Arjonilla Álvarez
Daniel Bilbao Peña
Manuel Cid Medrano
Fernando Infante del Rosal
Montaje expositivo
David Javier Caro Ayarza
David Romero Montero
Asistencia
Rubén Reina Pérez
Keiko Kawake
Cristina Quintana Laforêt
María González Arjonilla
Haalimah Gasea Ruiz
Restauración artística
Mercedes González Fuentes
Gráfica expositiva
Fernando Infante
Audiovisuales
Enrique Leal Carmona
Catering
Rubén Reina Pérez
Impresión de rotulación
Trillo Comunicación Visual
Control de sala
José Manuel Moreno Sánchez
ARTISTAS PARTICIPANTES
233
AAron
José Antonio Aguilar Galea
Alfredo Aguilar Gutiérrez
Lucía Álvarez-Borrajo
Carmen Andreu Lara
María Arjonilla Álvarez
Rocío Arregui
Raquel Barrionuevo Pérez
Miguel Ángel Bastante Recuerda
Antonio Bautista Durán
María del Mar Bernal
Daniel Bilbao Peña
Antonia Blanco Arroyo
Diego Blázquez Pacheco
Javier Bueno Vargas
Enrique Caetano
Manuel Caro
Manuel Castro Cobos
Manuel Cid Medrano
Gema Climent
Constantino Gañán Medina
Fernando García-García
José García Perera
Haalimah Gasea Ruiz
Juan José Gómez de la Torre
Joaquín González González
Mª Ángeles González Sánchez
Miguel Gutiérrez Villarrubia
Paul Edmund Herman
Helena Hernández Acuaviva
Patricia Hernández Rondán
Natalia Herrera Pombero
Susana Ibáñez Macías
Fernando Infante del Rosal
Miguel Ángel Jiménez Mateos
Salvador Jiménez-Donaire
Martínez
Keiko Kawabe
Laforêt (Cristina Quintana Laforêt)
Paco Lara-Barranco
Félix López de Silva
Manuel Fernando Mancera
Martínez
Olegario Martín Sánchez
Guillermo Martínez Salazar
Manuel Mena Bravo
José Luis Molina González
Inés Molina Navea
Manuel Moreno Espina
Marina Mulero
Áurea Muñoz del Amo
José Naranjo Ferrari
Laura Nogaledo
Amalia Ortega Rodas
Inmaculada Otero-Carrasco
Bartolomé Palazón Cascales
Juan Palomo Reina
Inmaculada Peña Cáceres
Rafael Pérez Cortés
Fernando Javier Poyatos Jiménez
Sergio Cruz Pozuelo Cabezón
Guillermo Ramírez Torres
Guille Rodríguez
Carlos Rojas-Redondo
Elisabet Roldán-Rojo
David Romero Montero
Julio Romero-Noguera
MP&MP Rosado
Celia S. Morgado
Luz Marina Salas Acosta
Carmen Salazar Pera
Alfonso San José González
Triana Sánchez-Hevia
Isabel Sola
Carlos Spínola Romero
Juan Manuel Torrado Martínez
Miguel Torralba García
Marisa Vadillo Rodríguez
Elena Vázquez Jiménez
COMITÉ CIENTÍFICOARTÍSTICO
Marisa Caballero-Infante
Hospital de la Santa Caridad de
Sevilla
Enrique Carvajal Salinas
Fundación Aparejadores
Paco Cerrejón Aranda
Instituto de la Cultura y las Artes
de Sevilla, ICAS, Ayuntamiento de
Sevilla
Juan Fernández Lacomba
Artista y académico numerario de
la Real Academia de Bellas Artes
Santa Isabel de Hungría
Andrés Luque Teruel
Director del Secretariado de
Relaciones Institucionales de la
Universidad de Sevilla
Celia Moya Verdú
Decana del Ilustre Colegio Oficial
de Doctores y Licenciados en
Bellas Artes de Sevilla
Antonio Rodríguez Babío
Delegado de Patrimonio Cultural
de la Archidiocesis de Sevilla
Margarita Ruiz Acal
Coordinadora de Exposiciones de
la Diputación Provincial de Sevilla
Daniel Bilbao Peña
Decano de la Facultad de Bellas
Artes de la Universidad de Sevilla
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
8
“Pintar el riguroso trance de la muerte.”
Miguel Mañara, Antiguas reglas de la Hermandad, cap. III, a. 2º
“Son grandes modelos de enseñanza.”
Mariano Fortuny (sobre las pinturas de Valdés Leal
en el Hospital de la Caridad de Sevilla).
Citado en José Gestoso, Biografía del pintor Sevillano Juan de
Valdés Leal (Sevilla, 1917, p. 44).
Índice
12
Agradecimientos
14
Postrimerías / Pretextos /
15
Presentación. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas
Artes de Sevilla
Daniel Bilbao Peña
19
Prólogo
Enrique Valdivieso González
21
El arte, entre el fin y la posteridad
Fernando Infante del Rosal
25
La Facultad de Bellas Artes en la Santa Caridad
de Sevilla: Integración, competencias formativas
y acción social
María Arjonilla Álvarez
37
10
Valdés Leal, tiempo y alegoría / Textos /
39
Juego de sombras: estética de la desaparición en los
‘Jeroglíficos de las Postrimerías’ de Juan de Valdés Leal
María Antonia Blanco Arroyo
50
Los Jeroglíficos de las Postrimer(IA)s
Triana Sánchez-Hevia
61
La tipografía como elemento compositivo en las dos
pinturas alegóricas para la Iglesia Hospital de la
Santa Caridad de Sevilla, realizadas por el pintor Juan
de Valdés Leal
Juan Carlos Molina Moral, Estefanía González
Sánchez
74
Los libros en la pintura y su representación en la obra de Valdés Leal
Javier Bueno-Vargas, Elena Vázquez-Jiménez
91
De iconología. El retrato de don Miguel Mañara, por Juan de Valdés Leal
Francisco J. Cornejo
106
Juan de Valdés Leal, policromador de retablos
Benjamín Domínguez-Gómez
121
Rastreando las huellas de Valdés Leal en dos imágenes de la Virgen del
Hospital de la Santa Caridad
David Triguero Berjano
136
El atavío de las dolorosas de candelero sevillanas en la época de Valdés Leal
Francisco José Carrasco Murillo
147
La exaltación de la muerte en Nueva España: El túmulo funerario del minero
José de la Borda en la iglesia de Santa Prisca de Taxco
José Mª Sánchez-Cortegana, Celia S. Morgado
164
Acerca de lo eterno del arte
Miguel Torralba García
175
La majestad de la muerte
Miguel Gutiérrez-Villarrubia, Ioseth Cabeza Lainez
195
Postrimerías / Catálogo de obras /
275
Acerca de artistas y obras / Biografías y textos sobre las obras /
355
El espacio vacío / Acción invitada / Colectivo Avanti
359
Exposición ‘Postrimerías’ / Imágenes de la muestra / Jesús Conde
366
Índice de participantes
11
La majestad de la muerte
Miguel Gutierrez-Villarrubia
Universidad de Sevilla
Ioseth Cabeza Lainez
Universidad de Sevilla
1. EL SÍMBOLO DE FRAZER Y WITTGENSTEIN
La representación de la muerte es una de las grandes incógnitas sin resolver en la experiencia de los seres humanos. A pesar de ser universal, hemos intentado incesantemente
encontrar una lógica, una respuesta que pudiera contestar a todas nuestras azarosas preguntas a lo largo de la historia. Por lo tanto, no es de extrañar que la muerte, haya sido y
aún sea uno de los motivos reiterados en las artes tanto a nivel teórico y filosófico como
plástico.
Posiblemente no sea el hombre el único animal que sabe que ha de morir, pero sí que es el único
que entierra a sus muertos, en eso se diferencia de sus antepasados, los homínidos. El hombre
es el primero que deposita a los muertos en edificios o lugares construidos para esta finalidad;
y es de tal manera así, que los cementerios más antiguos tienen más de cuarenta mil años, lo
que significa que la cultura de los muertos nos puede dar la más antigua noticia de la presencia del hombre sobre la Tierra, y de la relación inalterable de la cultura y la muerte (Martínez
Silvente, 2014).
Ya advirtió el filósofo griego Panagiotis Kanellopoulos (1967–1967) en 1956 que “la
arquitectura nace en el ser humano cuando éste toma consciencia de la infinitud del espacio y la inevitabilidad de la muerte” (citado en Cabeza Lainez y Almodóvar-Melendo,
2016).
Por ello, desde su existencia, el ser humano ha lidiado con la mortalidad y la temporalidad desde distintas posiciones teleológicas, filosóficas, místicas, esotéricas, estéticas
y artísticas. En todas ellas el factor común sería el desconocimiento: la inexperiencia de
la muerte (un acontecimiento singular sin testigos) y de las postrimerías más allá de la
muerte misma. Enfrentándonos de este modo ante el abismo del desconocimiento, el
vacío, lo eterno, la intemporalidad y lo preternatural.
En ese sentido, el estudio sobre la muerte y más allá de ella es prolíficamente imaginativo e hipotético. Elucubraciones e incertidumbres trasladan esta cuestión al ámbito de lo
sobrenatural. Las relaciones con la muerte han ido cambiando a lo largo de las épocas y
según las distintas culturas, pero de alguna manera, podemos identificar distintas formas
de representar a la muerte y “el más allá” en la mayoría de ellas.
Die Majestät des Todes (La majestad de la muerte) es un símbolo identificado por Ludwig Wittgenstein (1889-1951) en su Remarks on Frazer’s “Golden Bough”. Dicho comentario se enfoca en la historia de El rey de los bosques de Nemi que incluye el libro sobre
mitología comparada y etnología de James George Frazer (1854-1941) titulado Golden
Bough (La rama dorada).
177
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
Fig. 1. Sarcófago del císaře Karla
VI en KapuzinerGruft, Wien
(1720-1740). Fuente: Cabeza
Lainez,2010.
La historia de Nemi fue la razón por la que Frazer empezó a escribir un artículo que
acabaría transformándose en tan vasta y erudita obra. Se cuenta que en el templo romano
de Diana Nemorensis del lago de Nemi, en Aricia, a pocos kilómetros de Roma y cerca del
paso de la vía Apia, el aspirante a sacerdote debía ser un esclavo fugado que asesinara a
su predecesor. La tragedia era doble: por un lado, el esclavo tenía que sortear todos los
peligros, evitar ser detenido, quitarse los cepos que le identificaban, alcanzar el templo,
romper una rama del árbol sagrado y matar al actual sacerdote; por otro, dicho sacerdote
velaba en todo momento por su seguridad en una espera angustiosa, siempre preparado
para defenderse. Se dice que el emperador Calígula (12 d.C.-41 d.C.) contrató a criminales
para que ocuparan el puesto del sacerdote de Diana. El título del pontífice era Rex Nemorensis, por lo que aunaba el sacerdocio con las etiquetas de rey, esclavo y asesino (Frazer,
1998). En palabras de Wittgenstein:
Coloquemos la historia del rey de los bosques de Nemi al lado de la frase “la majestad de la
muerte” y veremos que son una. La vida del rey-sacerdote muestra lo que se quiere decir con
esta frase. Si alguien se aferra a la majestad de la muerte, entonces a lo largo de semejante vida,
puede darle expresión a ésta. Naturalmente no se trata de una explicación: coloca un símbolo
en lugar de otro, o una ceremonia en lugar de otra (Wittgenstein, 2018: 36).
La majestad de la muerte tendría un tono terrible, trágico, pero a la vez magnánimo,
solemne. Tal y como señala el término “majestad” se dota a la muerte de un rasgo sublime,
omnipotente, ominoso, universal y de gran poder. Cuando escribe esto, Wittgenstein aún
estaba bajo la influencia de sus continuas visitas en Wien a la KapuzinerGruft, la célebre
cripta de los Habsburgo donde aparecen catafalcos y sarcófagos con calaveras coronadas
en magnífico detalle.
Esta idea, a la que volveremos más adelante, también se manifiesta a menudo en la
iconografía jesuita cuando aparecen las representaciones de San Francisco de Borja sosteniendo la calavera coronada de Isabel I y exclamando la frase “Jamás serviré a Señor
mortal”.
Incluso la enfermedad, como preludio a la muerte, subraya etimológicamente su simbolismo: “Síntoma viene del griego σμπτωμα, y símbolo, de σμβολον: comparten la raíz sim,
que significa ‘juntos’ y evoca la reunión de algo con su significado; es una advertencia y
una analogía somática del conflicto psíquico” (Ronnberg y Martin, 2011: 732).
178
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
Fig. 2. Antisphera ( Ioseth Cabeza
Lainez, 2022). ejecución en
bronce por Sergio Portela. Fuente:
fotografía de Cabeza Lainez.
Como apunta Wittgenstein, un símbolo no es una explicación. El símbolo no es la
representación o la materialización de lo sagrado, lo sublime, lo fúnebre, lo trágico o
ideal, el símbolo es en sí mismo. El símbolo se representa a sí mismo como referente de
otra cosa. No es lo material representando lo ideal; lo material se sublima y lo sublime (e
inmaterial) se solidifica, creando un objeto o acto (si es que hay diferencia en ello) que es
puente entre ambas realidades teleológicas: “La función ontológica de lo bello consiste en
cerrar el abismo abierto entre lo ideal y lo real” (Gadamer 1991: 24).
Pero sobre todo el símbolo es en sí mismo un objeto auto-representado. Imaginemos
una palabra más allá del concepto que representa y de la tinta y la grafía con la que está
escrita. El símbolo no es su concepto ni su materialidad, siquiera sería una suma heurística, el símbolo es: “En su insustituibilidad, la obra de arte no es un mero portador de
sentido, como si ese sentido pudiera haberse cargado igualmente sobre otros portadores.
Antes bien, el sentido de la obra estriba en que ella está ahí” (Gadamer, 1991: 40).
Por ello, a manera de colofón de este estudio, hemos concebido un nuevo símbolo
geométrico conocido como Antisphera, que más que todo muestra un enigma cosmológico, ancestral y primigenio.
Volviendo al tema anterior, es esta majestad de la muerte representada a través de
piezas artísticas la que al ser-espectador conmueve intrínsecamente, llegando incluso a
manifestar “el fin de la vida” desde la satisfacción, la admiración y hasta el placer. Para entender la majestad de la muerte, es necesario plantear un recorrido a través de diferentes
obras y de diversas épocas. Tales piezas, seleccionadas específicamente, nos permitirán
situarnos ante la muerte como espectadores, como intérpretes de dichas sensaciones y
emociones, como en el oxímoron barroco que, inspirado por El mundo por de dentro de
Francisco de Quevedo (1580-1645), nos muestra la muerte desde el interior, todo ello gracias al patrimonio y el legado histórico que permanece con nosotros.
2. EXHALACIÓN: BREVE HISTORIA DE LA MUERTE
2.1. Los primeros estertores: el miedo a la muerte, de Gilgamesh al jaque mate
Ya considerada como obra literaria más antigua, el Poema de Gilgamesh (2500-2000 a.C.),
culmina con la búsqueda de la inmortalidad del héroe protagonista. El rey sumerio Gilgamesh, apesadumbrado por la muerte de su amigo Enkidu, decide buscar a Utnapishtim
para descubrir el origen de su inmortalidad. Su travesía y esfuerzos para llegar al superviviente del diluvio no son una nimiedad: “Vine por todos los países,/Viajé sobre arduas
montañas, y todos los mares he atravesado,/Nunca mi rostro se llenó del mínimo sueño,
pero con dificultad/Me he agotado, y mi carne he cargado de dolor” (Thompson, 1928: 49).
179
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
Fig. 3. Libro de los muertos de
Aanaeru - Cat.1771, (Tebas,
Dinastía 21 - 1076 a.C.-944 a.C.).
Museo Egizio de Turín. Fotografía
de Gutierrez-Villarrubia, 2021.
Todas esas dificultades para hacerle a Utnapishtim una pregunta fácil de formular:
¿qué es la muerte? Pero esa pregunta y su imposible contestación merodea en la mente
de la humanidad desde sus albores. La primera ficción literaria de la humanidad es la de
un rey que teme a la muerte.
Al contrario que en Sumer, donde la imaginación mitopoética estaba basada en la
noche y su calendario era lunar, el antiguo Egipto era por contraste una civilización solar
(Cabeza Lainez: 1997: 9-10). Curiosamente, también una cultura que miraba a la muerte,
al occidente, donde moría el sol. El dios de la Oscuridad, Ptah, lo es también de la arquitectura, porque en los recintos que ellos podían construir apenas penetraba el sol.
Al atardecer el nenúfar [la nymphea] cierra su flor y arrastra el capullo bajo la superficie del
agua, tan profundamente que no puede ser alcanzado ni con la mano. Al amanecer los rayos del
sol lo impulsan nuevamente a la superficie donde se abre con toda su belleza. Este ciclo llevó
a que los primeros egipcios relacionaran a esta flor con la llegada del sol. Uno de los mitos de
la creación, que perdura solamente en parte, narra que el mundo era un mar sin límites donde
todo era oscuridad antes de que existiera la vida (Armour, 2021: 23).
Los egipcios crearon una compleja y extensa parafernalia sobre la muerte y el más
allá, una cultura de ceremonias, mitos y textos mortuorios con enterramientos (mastabas,
después pirámides y por último tumbas) a prueba del tiempo destinados a almacenar
todo lo que se necesitaba tras la muerte y sobre todo a mantener el cuerpo incorrupto,
sombreado, seco y fresco. En el Alto Egipto existían mitos de muerte y renacimiento con
la flor de loto como símbolo de regeneración por emerger de las profundas aguas oscuras
con la luz del alba. “Los mitos de esta flor de loto, un símbolo egipcio muy importante
desde la Antigüedad hasta nuestros días, son característicos de la mitología de esta antigua cultura” (Armour, 2021: 24).
Aun teniendo en cuenta la fijación por su peculiar escatología, no es que los egipcios
antiguos buscasen la muerte. “A pesar de su preocupación por la muerte, no esperaban
morir. Más bien, los textos indican que odiaban y temían el final de la vida” (Teeter, 2011:
119).
El denominado Libro de los muertos nos habla del juicio de Osiris, quizás un preludio
del juicio en las barrocas postrimerías. Este libro egipcio (con ejemplos atesorados en el
el Cairo, Berlin, Turín o Wien) no era un tratado como tal, sino un conjunto de rollos de
papiro producidos durante el Imperio Nuevo, Período del Reino (1550 - 1077 a.C.) y que
eran sepultados junto a los restos mortales del fallecido como práctica ritual. Este “libro”
servía al difunto como guía espiritual para atravesar la duat (inframundo), donde mora
Apophis y otros demonios informes. Conocido también como el libro de la Salida del Día,
cada rollo estaba escrito e ilustrado de manera única e individual. No muy diferente del
Bardo Throdol de los tibetanos.
Como narran las diferentes versiones del libro, tras pasar por numerosos peligros y
180
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
dificultades, el alma se enfrentaba al Pesaje del corazón. Guiado por el psicopompos dios
Anubis y en presencia de Osiris así como un jurado de cuarenta y dos dioses menores,
sobre una balanza se pesa el corazón del fallecido y se compara con una pluma que es a su
vez la diosa de la justicia y la verdad Maat. Si la balanza se equilibra, el alma del fallecido
es recompensada por su vida ejemplar. Si, por el contrario, la balanza se desequilibra,
el corazón es devorado por la bestia Ammyt. En resumen, un juicio de la vida según su
rectitud moral:
La teología [o teogonía] mortuoria de los egipcios estaba basada en la idea de que todos aquellos
que habían vivido su vida moralmente renacerían en la otra vida. El renacimiento era consecuente según uno había llevado su vida, no por su riqueza o estatus social (Teeter, 2011: 120).
Podríamos considerarlo un preludio de las postrimerías barrocas, con su juicio a una
vida ejemplar y su recompensa celestial o infernal. El símbolo de la balanza está ahí,
como veremos más adelante, al igual que el temor al “más allá”. Sin embargo, la concepción egipcia de la muerte permite la acumulación de tesoros, objetos materiales, animales
e incluso otras personas y la recuperación del cuerpo (que por ello era embalsamado). “La
vida tras la muerte no era significativamente distinta a la vida misma; la existencia era
simplemente transferida a otro remoto reino [...] los muertos no se habían ido, simplemente estaban lejos” (Teeter, 2011: 120).
El juicio mismo se podía “manipular” mediante sortilegios y hechizos protectores descritos en los libros de los muertos, por lo que la consideración del juicio como moral dista
en cierto sentido de la idea católica.
El juez de este ritual del más allá, Osiris, era considerado por los egipcios no sólo un
dios, sino el primero de los faraones, un rey mítico de la primera dinastía (así como rey de
los muertos). También, según el mito narrado en los Textos de las pirámides (repertorio de
bajorrelieves en cámaras funerarias que anticipa los libros de los muertos en el Imperio
Antiguo) y posteriormente por Plutarco (c.50-c.120) en su De Iside et Osiride, resucita tras
ser asesinado por su hermano Set en un acto que preludia a su homólogo cainita:
Por un lado, la lucha entre Osiris y Seth representa un conflicto en la naturaleza [...]. Por otra
parte, reflejado en textos posteriores, la lucha representa un conflicto entre dos herederos antropomórficos que se disputan el dominio de su padre, la tierra [Geb] [...] Originalmente el mito
podría incluso estar destinado a resolver el problema de sucesión legitimando la candidatura
al trono del hijo frente a la candidatura rival del hermano del rey difunto (Baynes, Lesko y
Silverman, 1991: 93).
El regicidio, la dualidad antagónica, el juicio, lo terrible y la sucesión del asesinado por
su verdugo se conjugan una vez más en la majestad de la muerte. Una idea similar representa Aleister Crowley (1875–1947) en el prólogo de su libro poético Aceldama: “Dios y
Satanás pelearon por mi alma esas tres largas horas. Dios venció —ahora solo me queda
una duda— ¿cuál de los dos era Dios?” (Crowley, 1905: 1).
Pero fueron los griegos los que cultivaron la majestad de la muerte como origen de
la tragedia. “[…]para defenderse de la arbitrariedad de los dioses, el pensamiento heleno
crea la tragedia, invención que podríamos describir como un “cofre dentro de otro cofre””
(Cabeza Lainez, 1997: 9).
Pongamos por ejemplo la tragedia anti-homérica Agamenón, la primera de la trilogía
de la Orestiada de Esquilo (ca.526-525 a.C.- ca.456-455 a.C.). En ella se narra el asesinato
del famoso rey micénico, que vuelve victorioso de la guerra de Troya habiendo sacrificado
a su hija Ifigenia a la diosa Artemisa (no muy diferente del abortado sacrificio de Isaac
181
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
que se nos muestra en la Biblia) para buscar buenos vientos, motivo por el que Clitemnestra, su esposa, confabula su venganza:
En la prosperidad, para los hombres/insaciable pasión: nadie renuncia a ella./Nadie le dice, con
la mano alzada:/“La entrada te prohíbo.”/A este varón los dioses concedieron/ vencer a Troya, y,
llega, ahora, a la patria/ por los dioses honrado. Mas si hoy ha de pagar/ la sangre que vertiera
con el pasado,/y con su muerte, por culpa de otra muerte,/ ha de causar más muertes,/ ¿quién,
quién, al escuchar esto, osaría/ decir que vino al mundo exento de desgracias? (Esquilo, 1999:
292-293).
En este regicidio ya aparece la vanitas y el memento mori. La tragedia es terrible:
Agamenón, pese a todos sus triunfos, muere a manos de su propia esposa por haber sacrificado a su hija. El origen de todo se sitúa en el castigo de la diosa Artemisa (Diana para
los romanos, como en Nemi), que se siente ofendida porque Agamenón cazó un ciervo en
una arboleda sagrada y se jactó de ser un buen cazador. De nuevo la arbitrariedad divina,
de nuevo el bosque sagrado y la caza. La majestad de la muerte se percibe aquí, aunque la
idea de reemplazar al asesinado sólo se cumple por confabulación si tenemos en cuenta
que Egisto, amante de Clitemnestra, es el que se convierte en rey. Por si fuera poco, “Según la tradición, el culto de Diana en Nemi fue instituido por Orestes” (Frazer, 1998: 24).
Hay que entender que, en la devoción grecorromana, siquiera en los ritos mistéricos,
los principios morales y el buen obrar no garantizaban ningún tipo de salvación tras la
muerte. Así es la arbitrariedad divina. Excepto los héroes deificados, el resto de los mortales daban con su espíritu en el Hades. El templo Telesterion de Eleusis, encomendado a
Demeter y Persephone estaba dedicado a este tipo de catarsis en el inframundo.
[...] en la época de su reinado Darío convocó en cierta ocasión a los griegos que tenía con él y les
preguntó por qué precio se comerían los cadáveres de sus padres. Ellos contestaron que no lo
harían por ningún precio. A continuación convocó a los indios, los llamados calatios (éstos se
comen a sus padres) y les preguntó, delante de los griegos, aún presentes allí y que entendían el
diálogo por medio de intérpretes, por qué precio quemarían en la pira los cuerpos de sus padres
difuntos. Pero los interrogados prorrumpieron en gritos y le dijeron que se callara, para evitar la
blasfemia. Esta es, pues, la creencia común, y me parece que Píndaro lleva toda la razón cuando
dice que la costumbre es la reina de todo (Herodoto, 1999: 316).
No sólo mortales reyes como Agamenón terminan su vida en trágico asesinato. El dios
griego Chronos, Saturno en la mitología romana, devora a sus hijos para eliminar a cualquier pretendiente y seguir reinando. Las representaciones de este filicidio abundan en el
arte. Más allá del terrible acto, son imágenes metafóricas del tiempo, Cronos, que devora
nuestra existencia, identificando así a Saturno con la majestad de la muerte.
Avanzando en el tiempo, podemos identificar una contrapartida a la majestad de la
muerte en la Jómsvikinga Saga (Saga de los vikingos de Jóm). Antes de fundar la orden de
los jomsvikings, Pálna-Tóki y su ahijado Sveinn Haraldsson, hijo ilegítimo del rey Haraldr
Gormsson Blátönn, se enfrentaron en batalla a éste último.
[Pálna-Tóki] Colocó una flecha en su arco y la disparó al rey. Por lo que cuentan los sabios, la
flecha le hendió al rey en sus cuartos traseros y le salió por la boca, y cayó muerto, como era
de esperar. Al ver lo ocurrido, sus hombres quedaron paralizados. Fjölnir empezó a hablar y
dijo que aquel que hubiera planeado y ejecutado esa acción acababa de cometer un horrible
crimen “pues es una enorme vergüenza morir de esta manera” (Díaz Vera y Manrique Antón,
2022: 107).
Así es cómo Sveinn se convirtió en rey. Sin embargo, incluso a pesar de que Harald no
182
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
reconoció nunca a su hijo y habían terminado siendo enemigos, Sveinn debía honrar a su padre: “Llegó el momento en el que Sveinn no podía considerarse un buen rey si no celebraba el
funeral de su padre antes de la tercera noche del siguiente invierno, y por ello el rey no quería
seguir retrasándolo” (Díaz Vera y Manrique Antón, 2022: 112).
Esto condujo al desencuentro entre Sveinn y Pálna-Tóki, al descubrir el rey que la
flecha regicida pertenecía a su padrino mientras celebraban el funeral por todo lo alto.
Sorprende no sólo que se honre la memoria del enemigo y el padre ausente, más aún
habiendo muerto sin honor según sus ideales, sino que llegue hasta el extremo de enemistarse con aquel que ha sido aliado y tutor.
Incluso en uno de los juego de mesa más famosos, el ajedrez [heredero del juego indio
chaturanga) (los cuatro elefantes en sánscrito); de hecho además, el alfil الفيل, palabra
sólo utilizada en idioma español (ni siquiera en los idiomas de oriente medio, donde esta
pieza se llama en la actualidad أقسفusquf: obispo como en francés o en inglés), quiere
decir elefante en árabe y proviene del griego ἐλέφᾱς, que Alejando habría traído de sus
campañas en el Hindostán] e introducido a los reinos y condados hispano-cristianos sobre los siglos X u XI a través del Califato de Córdoba y analizado por Alfonso X el Sabio
(1221-1284) en su Libro de los juegos (Vázquez Campos, 2010: 297), podamos columbrar
la majestad de la muerte: el regicidio del jaque mate [la expresión “jaque-mate”, que deriva del pérsico shah: “rey” y el árabe mat: “el rey está muerto” (Burckhardt, 1969: 1)], la
dualidad opuesta de las piezas blancas y negras, el peso de la realeza en la amenaza del
jaque e incluso la transmutación en la coronación del peón al alcanzar la octava casilla, en
la línea del contrario. Nada extraño teniendo en cuenta lo profuso de la simbología que
se atribuye al ajedrez: numerología, zodiaco, cosmología, mandalas, determinismo, etc.
2.2. El buen morir y las postrimerías barrocas
A pesar del tenebrismo barroco y la reiteración de los martirologios en los discursos
religiosos, la idea imperante en el Barroco correspondía al “buen morir”. La muerte se
consideraba un estadio más de la vida, y órdenes religiosas como la Compañía de Jesús
se preocupaban de desdramatizar la muerte a la hora de acompañar y ayudar al que va
a morir. La muerte se tornaría entonces en una suerte de reposo, una continuación más
allá de la vida en el Paraíso. Pero para ello los devotos debían aprender a “buen morir”,
es decir, debían expiar sus pecados, cumplir sus débitos morales y mentalizarse ante la
muerte. Les sería requerido prepararse para los novísimos de las postrimerías: Muerte,
Juicio, Infierno y Gloria, donde el alma era juzgada por Dios como una antesala del Juicio
Final, y se determinaba si era castigada a perpetuidad en el Infierno, cumplía pena en el
Purgatorio o se premiaba con el Paraíso. La muerte se convertía entonces en la recompensa de una vida ejemplar. Según el jesuita Francisco de Arana, “Clausurar una buena vida y
comenzar una bienaventurada eternidad, está en el arbitrio del hombre y cae debajo de su
elección. El medio más oportuno que conduce a esta elección es la preparación anticipada
de la muerte” (Arana, 1736: libro primero, 325).
En la bibliografía de los jesuitas abundan libros dedicados a este tema. Tanto en la
obra capital de los Ejercicios Espirituales como en el famoso capítulo décimo de las Meditaciones Espirituales, llamado De lo que sucede al cuerpo después de la muerte y la sepultura, se invita al ejercitante a imaginar el momento del propio fallecimiento (Burrieza
Sánchez, 2009: 515).
La muerte ejemplar resultaba incluso bella. La muerte de los santos se describe como
serena, con el rostro y el cuerpo incluso más bellos que en vida. La belleza de la muerte se
183
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
expresaba por lo tanto según la rectitud, moralidad y austeridad en vida del fallecido. Una
muerte desdramatizada, que contrasta con la representación de la vanitas, la muerte terrible y agitada de aquel que se ha colmado de riquezas, placeres y títulos, todos perdidos,
y al que le espera un juicio severo. Las descripciones de la podredumbre de los cadáveres
de los condenados son la otra cara de la incorrupción de la santidad. La majestad de la
muerte en el barroco es una advertencia a todos los que acumulan poder en vida.
[...]pues sabemos, que ninguno es ejemplo de la ley del morir, ni los supremos Monarchas, ni
los mayores Santos. Y lo que es más, ni Jesu Christo, Rey de Reyes, y Santo de los Santos, ni su
Beatisima Madre quisieron eximirse de morir y gozar el privilegio de inmortales. (Arana, 1736:
libro segundo, 9).
In Ictu Oculi y Finis Gloriæ Mundi, el díptico de las Postrimerías de Juan de Valdés Leal
(1622-1690), se encuentra en el sotocoro de la iglesia hospitalaria de la Caridad en Sevilla.
El primero de los óleos, “En un abrir y cerrar de ojos”, representa la Muerte con una vanitas y diferentes elementos iconográficos, como el ataúd, la guadaña o el globo terráqueo.
A la muerte se la ha dotado de una iconografía de formas más o menos trágicas: la más extendida, el esqueleto portando una guadaña que siega las vidas, frecuentemente vestido con una
andrajosa túnica con capucha, amazona de un veloz corcel negro... es la imagen apocalíptica,
dulcificada en ejemplos muy concretos, como cuando viene a liberarnos del sufrimiento amatorio o nos lleva a un más allá definitivo y mejor…(Martínez Silvente, 2013).
Curiosamente, esta imagen, en su versión escultórica, sigue procesionando en Sevilla
en la comitiva del Santo Entierro bajo el lema solemne “Mors Mortem Superavit”. En la
otra obra, Finis Gloriæ Mundi, o “Fin de las glorias terrenales”, Valdés Leal:
Muestra a tres cadáveres, uno en la penumbra, sólo huesos, y dos en primer plano, en sendos
ataúdes y con sus respectivas mortajas. En lugar destacado, el cuerpo de un obispo en claro
proceso de descomposición, recorrido por los insectos que testimonian el deterioro. En cambio,
podría reconocerse la identidad del caballero de la Orden de Calatrava cuyo rostro aún se mantiene indemne (Quiles García, 2006: 357).
Sobre los tres cadáveres, encontramos una balanza sujeta por una divina mano que
surge del cielo, donde:
Los platillos están marcados en la parte inferior. El de la izquierda firma: NI MÁS, y el de la
derecha: NI MENOS. Cada uno contiene elementos simbólicos: el primero la vida disoluta, ejemplificada en imágenes como: el perro, el pavo real, la cabra, serpiente, rana, cerdo y un corazón
con púas, aprisionado, figuras de los pecados capitales; el segundo, la senda de la virtud, representada en los panes, la estrella, el corazón, los libros, la piedad (otro corazón con espinas, el de
la pasión de Cristo, con las siglas JHS) (Firmiano, 2019).
En ambas obras de Valdés Leal podríamos encontrar de nuevo referencias a los atributos de la majestad de la muerte, así como relaciones con otros iconos y mitos ya vistos.
El peso de reinar en la representación del obispo y el caballero de Calatrava; la dualidad
terrible en el juicio, con similitudes al rito egipcio: Anubis se transmuta en la vanitas o la
Muerte como psicopompos que se mantiene a la espera para guiarnos; la balanza del juicio de Osiris que llega a las postrimerías como la balanza de las virtudes, convirtiéndose
en una representación del juicio de los pecados.
En ambas obras aparecen tocados que simbolizan el poder: en In Ictu Oculi son dos
coronas, en Finis Gloriæ Mundi el solideo sobre la calavera del obispo. La calavera coro184
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
Fig. 4. Osario en la Iglesia
de San Bernardino alle Ossa,
Milán. (Andrea Biffi y Carlo
Giuseppe Merlo, 1750-1776).
Fuente: fotografía de GutierrezVillarrubia, 2017.
nada es uno de los símbolos clave de la vanitas. Dejando a un lado la irrevocabilidad de
la muerte y la futilidad de los logros humanos, este símbolo también nos puede recordar
a la Pasión de Cristo: “La corona de espinas lacera la frente de Cristo en la cruz, haciendo
burla de su “reinado” terrenal, pero elevando también su sufrimiento a la majestad espiritual” (Ronnberg y Martin, 2011: 540). Es decir, “Iesus Nazarenus Rex Iudeorum”.
Precisamente Jesús sería crucificado en el Gólgota o monte Calvario (lugar de la calavera). No extraña por tanto la profusión de osarios en el Barroco, como la Capela dos
ossos en Évora, San Bernardino alle Ossa en Milán, la Basílica de San Francisco de Lima,
la Kaplica Czaszek en Kudowa Kłodzko (Polonia) o Les Catacombes en París; que componen los huesos y calaveras con afán decorativo. También la mencionada KapuzinerGruft
en Wien y sus inquietantes sarcófagos con calaveras coronadas de los Habsburgo. Si
realizamos la asociación unívoca de calavera con la muerte y la corona con la majestad, se
comprueba la pervivencia de la majestad de la muerte.
2.3. Más allá de la muerte en lo sublime romántico
Como ya hemos visto, en la idea de muerte se conjuga lo sagrado. Pero lo sagrado es esquivo y equívoco. Lo profano y lo hierofano son un binomio heurístico. Lo celestial y lo
terrenal, lo racional y lo incomprensible, lo físico y lo metafísico mantienen una frontera
muy difusa, dos rostros diferentes y paradójicos para una misma realidad entendida a
través de un pensamiento mágico. Lo sagrado supone reconocer lo divino, lo singular, lo
rarificado cuanto más lejos esté del alcance y comprensión del ser humano, como afirma el dictum del historiador griego Tucididides (c.460a.C.-c.396a.C.): “τὰ γὰρ διὰ πλείστου
πάντες ἴσμεν θαυμαζόμενα καὶ τὰ πεῖραν ἥκιστα τῆς δόξης δόντα”(Pues es sabido por todos, que
lo más lejano resulta portentoso, así como aquello de lo que menos pruebas existen) (Tucidides, 1994: 499). O bien en la novela del japonés Mishima Yukio (1925-1970) Nieve de
Primavera:
Todo lo sagrado tiene la sustancia de los sueños y los recuerdos, y así experimentamos
el milagro de lo que está separado de nosotros por el tiempo o la distancia se haga repentinamente tangible. Los sueños, los recuerdos, lo sagrado, todo es semejante en cuanto
está más allá de nuestro alcance […] Una vez que nos separamos de lo que podemos tocar,
ese objeto se santifica: adquiere la belleza de lo inalcanzable, la cualidad de lo milagroso
(Mishima, 2010: 66).
185
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
La representación de lo profano no debiera suponer más que la imitatio, la representación por sí misma o mediante un calco del original. Como la idea de Leon Battista Alberti
(1404-1472) de que el cuadro es “una ventana abierta desde la cual se puede observar la historia” (Alberti, 1998: 67). Pero lo sagrado no es perceptible, por lo que el ser humano recurre
a otras formas de representación. La muerte, o, mejor dicho, lo que hay tras la muerte, se
debe representar mediante símbolos. Los filósofos estéticos románticos identifican que lo
sagrado (en este caso la muerte y tras la muerte) se objetualiza en lo sublime (en química
el precipitado de un sólido en vapor). Tras el tratado de la Antigüedad Περὶ ὕψους (De lo
sublime) atribuido a Pseudo-Longino en sus copias medievales y renacentistas, lo sublime
resurge en el Barroco y es abordado por los empiristas británicos y los idealistas alemanes
del siglo XVIII hasta convertirse en ideal estético por antonomasia del romanticismo.
Al respecto, el empirista británico Joseph Addison (1672-1719) señala que existen tres
cualidades estéticas: la grandeza (lo sublime), lo singular (novedad) y lo bello: “Primero
consideraré aquellos Placeres de la Imaginación, que surgen de la Vista e Inspección reales de los Objetos externos; y estos, creo, todos proceden de la Vista de lo que es Grande,
Infrecuente o Hermoso” (Addison y Steele, 1950: 279).
Si existen dos tipos de gusto, el gusto por lo bello y el gusto por lo sublime, lo sagrado,
lo sobrenatural, lo milagroso se alberga en aquello que percibimos como sublime. Este
placer estético por lo bello o por lo sublime es concebido como excluyente por el irlandés
Edmund Burke (1729-1797): “Es mi designio considerar la belleza como distinta de lo
sublime” (Burke, 1909: 93):
Al cerrar esta visión general de la belleza, ocurre naturalmente que debemos compararla con lo
sublime; y en esta comparación aparece un notable contraste. Porque los objetos sublimes son
vastos en sus dimensiones, los hermosos comparativamente pequeños: la belleza debe ser suave
y pulida; los grandes, rudos y negligentes; la belleza debe evitar la línea recta, pero desviarse de
ella insensiblemente; lo grande en muchos casos ama la línea recta, y cuando se desvía, a menudo se desvía fuertemente: la belleza no debe ser oscura; lo grande debe ser oscuro y sombrío:
la belleza debe ser ligera y delicada; lo grande debe ser sólido, e incluso macizo. Son, en efecto,
ideas de naturaleza muy diferente, estando una fundada en el dolor, la otra en el placer; y por
mucho que después se aparten de la naturaleza directa de sus causas, estas causas conservan,
sin embargo, una distinción eterna entre ellas, una distinción que nunca olvidará cualquiera
que se ocupe de afectar las pasiones. (Burke, 1909: 135-136).
Lo sublime nos acerca por tanto al éxtasis.
Continuando el debate cronológicamente pero moviéndonos al idealismo alemán,
comprobamos que lo sublime sigue presente. En palabras de Immanuel Kant (1724-1804):
Lo bello y lo sublime convienen en que ambos agradan por sí mismos[…] Pero entre uno y otro
existen diferencias considerables. Lo bello de la naturaleza corresponde a la forma del objeto, la
cual consiste en la limitación; lo sublime, por el contrario, debe buscarse en un objeto sin forma,
en tanto que se represente en este objeto o con ocasión del mismo la ilimitación, concibiendo
además en esta la totalidad. De donde se sigue que nosotros miramos lo bello como la manifestación de un concepto indeterminado del entendimiento, y lo sublime como la manifestación
de un concepto indeterminado de la razón (Kant, 1876: 76).
Y siguiendo con otro de los grandes cartesianos, Georg Wilhelm Friedrich Hegel
(1770-1831): “De semejante arte se puede decir que es sublime, pero no tiene nada que
ver con la belleza […] y lo que caracteriza a lo sublime es el esfuerzo de expresar lo infinito” (Hegel, 1985: 132-143).
186
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
Terminemos por postular entonces que lo sublime, aquello que es inabarcable o incomprensible, se conjuga como símbolo, es decir, como un elemento que es concepto y
realidad objetual simultáneamente, para poder ser aprehendido. ¿Cuáles son las representaciones del símbolo de la majestad de la muerte en el romanticismo?
El cuadro de John Martin (1789-1854) titulado Belshazzar›s Feast podría considerarse
un ejemplo romántico de la majestad de la muerte. Representa la historia bíblica (Biblia
de Jerusalén 2009, Daniel 5) del rey babilonio Belsasar (en realidad, príncipe heredero, el
verdadero rey era Nabonido, que se había retirado al oasis de Taima) quien profanó los
vasos sagrados que habían saqueado del templo de Jerusalem usándolos para escanciar
vino en su banquete, lo cual era a todas luces una abominación. En ese momento apareció una mano divina o fantasmal que escribió un mensaje sobre una pared encalada en
hebreo. Sólo el esclavo israelita Daniel pudo descifrar la maldición que auguraba el fin del
reino y la muerte de Belsasar, que en realidad murió cuando Ciro II el Grande conquistó
Babilonia.
La historia contiene los ingredientes necesarios para la majestad de la muerte: la tragedia sublime, con maldición divina incluida; la majestad de Belsasar antepuesta a la
elección divina del profeta Daniel (Daniel significa, de hecho, Juicio de Dios), el peso de
reinar y la muerte terrible profetizada del monarca.
John Martin no es el único autor en dar su versión de la leyenda. Existe, entre otros
óleos, una versión anterior de Rembrandt (1606-1669) que representa la escena en la que
aparecen las palabras divinas mene, mene, tekel, upharsin en el mismo aire, escritas en
hebreo, pero en columnas, creando un galimatías que sólo podría resolver Daniel. Ya en
1632 el dramaturgo y sacerdote del siglo de oro Pedro Calderón de la Barca (1600-1681)
presentó un auto sacramental al respecto, La cena del rey Baltasar. En su barroquismo,
incluye en el elenco las personificaciones de la Muerte, la Idolatría y la Vanidad:
IDOLATRÍA: Baltasar de Babilonia,/ Que á las lisonjas del sueño,/ sepulcro tú de ti mismo,/
Mueres vivo y vives muerto…
VANIDAD: Baltasar de Babilonia/ Que en el verde monumento/ De la primavera, eres/ Un racional esqueleto…(Calderón de la Barca, 2013).
Tras estas digresiones barrocas, y continuando con el tratamiento romántico de la majestad de la muerte, el propio Frazer identifica la rama dorada de su libro homónimo, que
es a su vez la rama dorada del árbol sagrado de Nemi, con la del cuadro del pintor inglés
J.M.W.Turner (1775-1851) llamado también The Golden Bough: “Según la opinión general
de los antiguos, la rama fatal era aquella rama dorada que Eneas, aconsejado por la Sibila,
arrancó antes de intentar la peligrosa jornada a la Mansión de los Muertos” (Frazer, 1998:
25). Este cuadro de la katabasis se supone una secuela de otro titulado The Bay of Bale.
En palabras de Ruskin:
El lector en general puede alegrarse al recordar que la Sibila de Cumas, Deifobe, siendo en su
juventud amada por Apolo, y habiendo prometido el dios que le concedería todo lo que pidiera,
ella, tomando un puñado de tierra, pidió poder vivir tantos años como granos de arena había
en su mano. Ella obtuvo su petición, y Apolo le habría dado también la juventud perpetua a
cambio de su amor; pero ella lo rechazó, y se consumió en las edades largas; reconocida al final
sólo por su voz [lo que la identifica con Calciope]. Con razón nos vemos inducidos a pensar en
ella aquí, como el tipo de belleza arruinada de Italia; presintiendo, hace tanto tiempo, sus bajos
murmullos de melancólica profecía, con todas las voces inmutables de sus dulces olas y ecos
montañeses. La fábula parece haber causado una fuerte impresión en la mente de Turner, sien187
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
Fig. 5. Turner. The Golden Bough
(Turner, 1834). Fuente: fotografía
de Didier Descouens, bajo licencia
Creative Commons BY-SA 4.0,
2022.
do el cuadro “The Golden Bough” una secuela de ésta; mostrando el lago de Avernus, y Deifobe,
ahora con la rama dorada, la guía de Eneas a las sombras (Ruskin, 1857: 39-40).
2.4. Tras la muerte del arte: postrimerías en el arte contemporáneo
Artistas contemporáneos como Doris Salcedo (1958-) o Felix Gonzalez-Torres (1957-1996)
entre otros, tratan la muerte desde un plano distinto, desde una especie de “elegía fúnebre” o recuerdo materializado.
La obra de Felix Gonzalez-Torres aborda la muerte a través del amor, la coexistencia y
la pérdida del ser querido, en su caso, su pareja Ross Laycock, fallecido por causa del VIH
en 1991. En este sentido podemos recordar un fragmento de El guardián entre el centeno:
“No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se ha muerto. Sobre
todo, si era cien veces mejor que los que siguen viviendo” (Salinger, 1997: 184).
Gonzales-Torres no olvida a su ser querido, sino que lleva su recuerdo a su producción
artística. Su obra se convierte en una oda al amor tras la pérdida, una transmutación
creativa desde el amor. Ese sentimiento, el amor transmutado, no pierde en absoluto la
intensidad o vigencia del amor entre ambos cuando Ross Laycock seguía con vida. Esa
transmutación en el arte tampoco es necesaria para la justificación de tal amor, sino que
es utilizado como una forma de expresión para compartirlo, de manera empática, con el
espectador.
En “Untiled” (Perfect Lovers), 1987-1990, Gonzalez-Torres nos hace ser conscientes
del tiempo. Al igual que Saturno devorando a sus hijos, nos obliga a pensar en la temporalidad de la vida y en el acecho de la muerte. Y lo hace a través de un instrumento que
podríamos considerar contemporáneo, aunque se haya creado en la temprana Edad Moderna. Si lo comparamos con las Postrimerías de la tradición católica en representaciones
barrocas como la de Valdés Leal, que se valen de calaveras, monedas, relojes de arena o
balanzas para representar los estados de la muerte y los conceptos de vanitas y memento
mori, Gonzalez-Torres recurre a un símbolo nuevo que es evolución del de arena: el reloj
de manecillas, para constatar la muerte y a la vez demostrar el amor que pervive. Como
amor, podríamos aventurar que los dos relojes lo simbolizan independientemente de su
sincronía: cuando marchan asincrónicos el amor no se pierde, el vínculo no desaparece,
se altera. Una representación de la pareja y de la soledad:
El sentimiento de soledad no está nunca representado por el “1”, sino por la ausencia del “2”.
Su obra marca un momento importante en la representación de la pareja, una figura clásica
188
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
Fig. 6. Ilustración de «Untiled»
(Perfect Lovers), 1987-1990.
Fuente: ilustración de Celia S.
Morgado, 2022.
en la historia del arte: ya no se trata de la suma de dos realidades fatalmente heterogéneas [...].
La pareja de Gonzalez-Torres se caracteriza [...] por ser una unidad doble y calma (Bourriaud,
2008 :61).
Además del trasfondo social y político relativo a la homosexualidad, el VIH o la migración, el logro de esta obra radica también en convertir un objeto contemporáneo fagocitado por el capitalismo, que nos obliga a trabajar, que nos recuerda que el tiempo es un
recurso que siempre vamos perdiendo, que nos hace ser conscientes de nuestra temporalidad y futilidad, en un objeto que representa el amor, el amor más allá del tiempo, de la
muerte y de la coexistencia.
La muerte no existe. Nunca lo hizo, nunca lo hará. Pero hemos dibujado tantas imágenes de él,
tantos años, tratando de precisarla, comprenderla, que tenemos que pensar en ella como una
entidad, extrañamente viva y codiciosa. Todo lo que es, sin embargo, es un reloj detenido, una
pérdida, un final, una oscuridad. Nada (Bradbury, 1983: 40).
El propio Gonzalez-Torres perdería la vida de igual manera que su pareja en 1996. Podríamos pensar en otros ejemplos de la majestad de la muerte en la fatalidad del virus de
inmunodeficiencia humana de otros artistas contemporáneos: el escritor Reinaldo Arenas (1943-1990), también cubano residente en Nueva York con versos como “Sé que más
allá de la muerte/está la muerte” (Arenas, 2001; 93) en su poema Introducción del símbolo
de la fe; los españoles Costus [Enrique Naya (1953-1989) y Juan José Carrero (1955-1989)]
o incluso el propio vocalista de la banda de rock Queen, Freddie Mercury (1946-1991),
quien aparecía ataviado con corona y manto en su última gira Magic Tour en 1986.
En la literatura contemporánea la muerte toma un carácter extraño. En la discreta
obra del mexicano Juan Rulfo (1917-1986), consistente en El Llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro, la muerte es el tema principal. En palabras de Rulfo: “No existen más
que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte” (Rulfo 1992, p. 385).
Comala, antaño regida por el cacique Pedro Páramo, se torna un purgatorio de almas
errantes “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno” (Rulfo 1995, p.12).
Rulfo toma mucho de su relato de la sorprendente Tirano Banderas de Ramón María del
Valle Inclán (1866-1936), que por supuesto alude al mismo tema que estamos tratando.
Los personajes, incluido el propio narrador al avanzar la historia, están ya muertos y sus
189
Postrimerías. Valdés Leal desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla
voces se confunden, como los gossies y fessups de Brian Aldiss en Helliconia. Según Tom
Shippey en la introducción de Helliconia Spring:
Los fantasmas de los Helliconians muertos, aún susceptibles de ser visitados (como los fantasmas de Homero) por sus descendientes vivos exigiendo conocimientos o consejos, pero creando
un contrapunto de decadencia y olvido al tema del crecimiento y nueva vida en la superficie
(Aldiss, 1993).
La crueldad de Pedro Páramo como tiránico cacique podría compararse con el peso de
la realeza en la majestad de la muerte. Juan Preciado acude a Comala para reclamar lo que
es suyo y vengarse de su padre, pero como el inicio de la novela desvela (“Vine a Comala
porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”), Preciado no ha abandonado Comala, al igual que el esclavo acude a Nemi a convertirse a vengarse, convertirse
en sacerdote y no abandona el templo.
Algo similar ocurre en el último relato del Dubliners de James Joyce (1882 -1941),
titulado The Death, donde los personajes parecen imbuidos en un marasmo, una muerte
en vida. “Constantemente se sugiere el término para describir las cualidades y estados de
ánimo en que se encuentran los personajes” (Morales Padrón 1999, p.151). La sensación
de que ambas obras transcurren en otra vida, más allá de la muerte, se torna en una melancólica postrimería. Los desdichados personajes se recrean en el lamento de su pasado,
en la continua espera [como en el Godot de Samuel Beckett (1906-1989)] y en el arrepentimiento de sus equivocaciones. Asistimos en la lectura a esos purgatorios literarios que
suceden tras la muerte y el juicio de las virtudes. El recelo ante la muerte sigue vivo en la
literatura contemporánea:
No te habrá de salvar lo que dejaron/escrito aquellos que tu miedo implora;/no eres los otros y
te ves ahora/centro del laberinto que tramaron/tus pasos. No te salva la agonía/de Jesús o de Sócrates ni el fuerte/Siddharta de oro que aceptó la muerte/en un jardín, al declinar el día./Polvo
también es la palabra escrita/por tu mano o el verbo pronunciado/por tu boca. No hay lástima
en el Hado/y la noche de Dios es infinita./Tu materia es el tiempo, el incesante/tiempo. Eres cada
solitario instante (Borges, 1995: 63).
3. CONCLUSIONES
Podríamos afirmar que la majestad de la muerte es un símbolo sobrenatural que puede
ser rastreado e identificado en las representaciones artísticas de cualquier época y cultura
humana, estando constantemente presente a lo largo de la historia de la humanidad.
Se identifica con diversos atributos, como el regicidio, lo sublime-terrible, la dualidad
antagónica, el juicio, el peso de la realeza o la transmigración ritual del vergudo en el
asesinado. El símbolo, así como sus atributos, se recrean cultura tras cultura aun teniendo
en cuenta la heterogeneidad de éstas. Obras tan diversas como las tratadas en las páginas
anteriores son referencias de la majestad de la muerte que se urden desde diferentes
épocas y contextos a fin de expresar la fascinación por lo terrible y el temor a la muerte.
En la Antigüedad, la majestad de la muerte se denotaba a través de la arbitrariedad de
los dioses en un mundo cuya explicación bebe en gran parte del pensamiento mágico-animista heredado de épocas pretéritas.
En el cristianismo, alcanzando su punto álgido en la Contrarreforma y su expresión
artística barroca, el temor a la muerte se apacigua con la fe en una recompensa post
mortem que depende del buen obrar en vida y la preparación anticipada de la muerte. La
majestad de la muerte se representa en la vanitas recordando que las glorias terrenales
190
Miguel Gutierrez-Villarrubia y Ioseth Cabeza Lainez
La majestad de la muerte
(fama, dinero, poder) no trascienden a la muerte. Valdés Leal, con sus Postrimerías, nos
enseña la temporalidad, lo efímero, y en definitiva, la majestuosidad de la muerte.
En el romanticismo, la majestad de la muerte encaja dentro del gusto estético por lo
sublime. La muerte y su simbología se tornan en una experiencia estética y emocional
con un deleite distinto al de la belleza.
La contemporaneidad muestra tal noción asociada al tiempo y a la ausencia. Se desnuda de mitos arcaicos, de heroicidades y de la seguridad de la recompensa eterna y se
aúna al existencialismo.
Por último, queda pendiente explorar en una segunda etapa la majestad de la muerte
en culturas no occidentales: en las concepciones sobre el más allá de las civilizaciones
originarias de América, en los mitos mortuorios del África subsahariana, en la reencarnación hinduista y buddhista del subcontinente indio o en la idea de la caída y el honor
en Asia Oriental.
AGRADECIMIENTOS
Gutierrez-Villarrubia y Cabeza Lainez quieren agradecer a Celia S. Morgado por su contribución a este texto cediendo su ilustración (Figura 6) realizada ad hoc y su contribución
bibliográfica para los apartados 2.1. y 2.2.
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ÍNDICE DE FIGURAS.
Figura 1: Sarcófago del císaře Karla VI en KapuzinerGruft, Wien (1720-1740). Fuente:
Cabeza Lainez,2010.
Figura 2: Antisphera ( Ioseth Cabeza Lainez, 2022). ejecución en bronce por Sergio Portela. Fuente: fotografía de Cabeza Lainez.
Figura 3: Libro de los muertos de Aanaeru - Cat.1771 (Tebas, Dinastía XXI, 1076 a.C.-944
a.C.). Museo Egizio de Turín. Fotografía de Gutierrez-Villarrubia, 2021.
Figura 4: Osario en la Iglesia de San Bernardino alle Ossa, Milán. (Andrea Biffi y Carlo
Giuseppe Merlo, 1750-1776). Fuente: fotografía de Gutierrez-Villarrubia, 2017.
Figura 5: Turner. The Golden Bough (Turner, 1834). Fuente: fotografía de Didier Descouens, bajo licencia Creative Commons BY-SA 4.0, 2022. https://upload.wikimedia.
org/wikipedia/commons/d/d4/%28Barcelona%29_The_Golden_Bough_-_Joseph_Mallord_William_Turner_-_Tate_Britain.jpg
Figura 6: Ilustración de “Untiled” (Perfect Lovers), 1987-1990. Fuente: ilustración de Celia
S. Morgado, 2022.
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