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A Izquierda: Imagen del puerto de
Buenos Aires en el año 1877 y su
evolución en nuestros dias.
DE LA GRAN ALDEA A LA METRÓPOLIS
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Luis Alberto Romero
Desde mediados del siglo XIX, Buenos Aires se transformó de la “gran aldea”, con
trazas coloniales, en la gran metrópolis actual. Cambios edilicios, sociales y políticos se
entrelazan en un recorrido que tiene mucho
de común con el de otras grandes metrópolis latinoamericanas, particularmente México DF y San Pablo. La gran diferencia, que
se subrayará en este texto, reside en el peso
de las clases medias, en una sociedad sin
grandes clivajes, de sostenida movilidad ascendente y con fuerte capacidad para integrar a los sucesivos contingentes sociales
que se fueron sumando a lo largo de cien
años. Se trataba de una sociedad con una
densa red asociativa, y una trama urbana
homogénea, que unía el centro tradicional,
los barrios que crecieron en las primeras décadas del siglo XX y los sucesivos cordones
de un Gran Buenos Aires todavía en expansión. Pero en los últimos treinta años esa peculiaridad se fue perdiendo. En un país en
crisis, empobrecido y polarizado, con un Estado en retirada, la metrópolis no solo funciona muy mal sino que ha profundizado los
procesos de segmentación social. La ciudad moderna de la primera mitad del siglo
XX, la ciudad de masas de las segunda mitad, hoy es la ciudad de la crisis.
I. La Gran Aldea
En 1882 el escritor Lucio V. López contrastó la vida en Buenos Aires, cosmopolita y tumultuosa con los tiempos de La Gran Aldea,
veinte o treinta años atrás, cuando era una
ciudad tranquila, provinciana, pintoresca y
pacata, donde todos se conocían. El crecimiento de Buenos Aires, sostenido y visible,
llevaba ya por entonces unas cuantas décadas.
El puerto del Sur
Si hubo un momento de quiebre, de cambio rápido, fue en 1776, cuando la pequeña
ciudad, ubicada en una zona escasa de
aborígenes y cerrada al comercio por las
disposiciones de la Corona, fue convertida
en la capital del nuevo Virreinato del Río de
la Plata y en el puerto de un vasto hinterland. Buenos Aires tuvo su corte, sus funcionarios, su colegio, su teatro y hasta su periódico. Los virreyes arreglaron las calles e iniciaron su iluminación. Prosperaron los comerciantes españoles que se establecieron
por entonces, y también sus socios criollos,
más hábiles para aprovechar las coyunturas
de un mundo en guerra. La sociedad porteña, abierta y móvil, con su sector popular
predominantemente blanco, desafiaba los
criterios de casta predominantes en el conjunto de Hispanoamérica.
En la primera mitad del siglo XIX, luego de
la Revolución, Buenos Aires escapó al cuadro general de decadencia de las ciudades, que testimonió Sarmiento en Facundo.
En la zona rural porteña creció la explotación ganadera. La exportación de cueros y
carne salada dio vida al comercio con Europa, controlado por un grupo de comerciantes británicos. Hacia 1840 o 1850, el boom del nuevo capitalismo impulsó el desarrollo de la ganadería lanar, destinada a las
fábricas europeas. Comenzaron a construirse los ferrocarriles, como el Oeste y el Sur,
que recorrían las zonas ganaderas vecinas.
Un muelle, y una aduana nueva anunciaron
el futuro puerto, aunque de momento el desembarco seguía requiriendo de pequeñas
barcazas y carros.
La población de Buenos Aires pasó de
Luis Alberto Romero: Investigador
Principal del CONICET y profesor
titular de Historia Social General, en
la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Buenos Aires.
Dirige el Centro de Estudios de
Historia Política, en la Escuela de
Política
y
Gobierno
de
la
Universidad Nacional de San Martín.
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De capital virreinal a capital de la República
En 1810, cuando se derrumbó el Imperio
español, Buenos Aires quedó al frente de lo
que había sido el antiguo virreinato, transformado en Provincias Unidas del Río de la
Plata. El proyecto no plasmó, por la resistencia de los diversos pueblos, y desde 1820
Buenos Aires se limitó a regir su provincia,
que era por entonces la más próspera y estable, y a modernizar su estado. Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires
por más de dos décadas, gobernó de hecho la Confederación Argentina, disciplinando a los poderes locales, pero sin avanzar en la organización institucional.
En 1852 Justo José de Urquiza, gobernador de la provincia de Entre Ríos, derrocó a
Rosas e impulsó la sanción de la Constitución Nacional. Buenos Aires se separó de la
Confederación y amos estados coexistieron, enfrentados, hasta 1862. En las décadas siguientes el nuevo estado nacional
construyó sus instituciones básicas –desde el
Correo Nacional hasta los Colegios Nacionales- mientras enfrentaba con éxito las resistencias provinciales. Los levantamientos
se agudizaron durante la Guerra del Paraguay (1865-70), pero el Ejército Nacional,
otra de las nuevas instituciones estatales, logró salir airoso de todos los desafíos. En 1879
el Ejército doblegó la resistencia de las confederaciones indígenas del sur y asentó el
dominio estatal sobre la Patagonia. En 1880
doblegó la resistencia de los porteños y convalidó la decisión de transformar la ciudad
de Buenos Aires –de la que el estado nacional era hasta entonces huésped- en Capital
Federal. Poco después, en 1887, se asignó a
la Capital sus límites actuales –el Río de la
Plata, el Riachuelo y lo que hoy es la avenida general Paz- que por entonces incluía,
junto a pequeños poblados suburbanos como Belgrano y San José de Flores, una vasta
zona de pampa sin habitar.
Vivir la política
Desde principios del siglo XIX, la vida política en Buenos Aires fue intensa y participativa. Hubo militarización, guerras civiles y
también elecciones, como las que regularmente legitimaron a Juan Manuel de Rosas.
Luego de su caída, en 1852, los conflictos tuvieron lugar en los atrios electorales, donde
las facciones se enfrentaban con pasión y
un poco de sangre, y en las calles, pues manifestarse en ellas era una práctica frecuente. Cuando se trataba de reclamar por algo
o repudiar alguna medida gubernamental,
mucha gente se reunía en teatros, en las
calles y plazas, y especialmente en la Plaza
de Mayo. Quienes se dedicaban a la política debían contar con agentes electorales y
con una tropa popular. Quizá por eso, la política era mal vista por la gente distinguida.
II. La ciudad moderna, 1880-1945
Una sociedad de clases medias
Hacia 1900, Buenos Aires era una verdadera Babel, donde se mezclaban lenguas,
razas, costumbres y religiones de todas partes del mundo. Atraídos por las posibilidades
de una economía en franca expansión,
anualmente llegaban a Buenos Aires alrededor de 200.000 extranjeros. Una porción
importante se quedaba en la ciudad, que
pasó de 700.000 habitantes en 1895 a 1, 5
millones en 1914. El flujo se detuvo con la crisis de 1929. Desde entonces ocupó su lugar
la migración interna, proveniente de zonas
golpeadas por la crisis; en 1936 la población
llegó a 2,5 millones, y poco después se estabilizó en alrededor de tres millones. Por entonces, por fuera de los límites administrativos de la ciudad, ya comenzaba el crecimiento del Gran Buenos Aires.
La gran transformación urbana
A partir de 1880, pujantes intendentes remodelaron el casco viejo y abrieron las vías
para el desarrollo de la ciudad nueva. La
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93.000 habitantes en 1855 a cerca de
400.000 en 1887. La planta urbana, no muy
distinta de la virreinal, comenzó a expandirse. El antiguo centro y la zona residencial,
ubicados al sur de la Plaza de Mayo, comenzaron a desplazarse hacia el norte, sobre todo después de la epidemia de fiebre
amarilla, en 1871. Las grandes casas, abandonadas por las elites, se transformaron en
conventillos, que se prolongaban en los suburbios populares de La Boca y Barracas,
hacia el sur. Se construyeron varios edificios,
edificios notables por entonces, luego demolidos para dejar lugar a otros más grandes: el Teatro Colón, el Congreso o el Mercado Nuevo, todo de acero y vidrio. La iluminación a gas, las calles adoquinadas y los
tranvías a caballo eran también testimonio
de una modernidad que a sus contemporáneos seguramente pareció vertiginosa.
Buenos Aires se llenó de inmigrantes de las
provincias y, sobre todo, de extranjeros: gallegos, genoveses, vascos o irlandeses, atraídos por las posibilidades de empleo en el
campo, las obras públicas, la construcción
o el puerto. En general eran empleos informales, al día, pero quienes tenían alguna
especialización, o capacidad para adecuarse a las coyunturas, pudieron iniciar una
módica prosperidad como pequeños comerciantes –pulperos,- o patrones de un taller. La modernización comenzó a establecer una brecha en el viejo patriciado, de la
que dejó testimonio el agudo Fray Mocho:
la rápida europeización de las costumbres,
perceptibles en la creciente formalidad de
las visitas, en la costumbre de tomar el te, o
en el reemplazo de la contundente cocina
española o criolla por los platos franceses,
más ligeros. El Colegio Nacional, el jesuita
del Salvador, y la Universidad mejoraron la
educación de las generaciones jóvenes, y
la lectura de la Revue des Deux Mondes
permitió a cada quien estar al tanto de las
novedades y costumbres de Europa.
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Estación Central 1887: se puede ver
el Paseo de Julio, actual Leandro N.
Alem, la Estación Central, la Casa
de Gobierno y la Aduana Taylor.
demolición de una vieja recova permitió
fundir las dos plazas existentes en la actual
Plaza de Mayo. La Avenida de Mayo, de
moderna arquitectura art nouveau, unió la
Casa de Gobierno con el Congreso. Los palacios del Congreso, los Tribunales y el Correo fueron símbolos de la sólida esplendidez
del nuevo Estado, que proveyó a la educación y a la salud pública con los magníficos
edificios destinados al Consejo Nacional de
Educación y a las Obras Sanitarias. También
se trazaron las calles de toda la ciudad, que
cubrían de modo ideal sus 19.000 hectáreas, en su mayoría aún despobladas; la monótona cuadrícula solo era interrumpida por
algunos grandes parques, como Patricios,
Rivadavia o Centenario.
Entre 1880 y 1914 la economía agropecuaria tuvo un desempeño excepcional,
que sustentó el crecimiento del país y de la
ciudad. Compañías inglesas tendieron los
ferrocarriles, que transportaban los cereales
y el ganado hasta el puerto. El de Buenos Aires comenzó a construirse en 1882 y se concluyó en 1897; por entonces ya resultaba insuficiente, y pronto se agregó el Puerto Nuevo. La actividad del puerto era intensa: carreros, estibadores, marineros, que luego de
su jornada se solazaban en los cafés y prostíbulos del Bajo. Había allí grandes depósitos
para las mercaderías importadas, e inmensos silos y molinos para los cereales. Las carnes, en cambio, se procesaban en los frigoríficos ubicados al otro lado del Riachuelo.
El centro de la ciudad, la city, era la zona
de empleados de comercio y oficinistas. Allí
se instalaron las casas comerciales, los bancos, las oficinas de las empresas y las grandes tiendas, como Harrod’s o Gath y Chaves. También la Bolsa de Comercio, donde
en los años de especulación podían hacerse y deshacerse fortunas en un día, como
testimonió Julián Martel en La Bolsa. En los
barrios del sur o del oeste crecieron los talleres y las fábricas, como Alpargatas, Bagley,
Bieckert o los talleres Vasena. En 1914 había
50.000 establecimientos industriales, que
empleaban unos 400.000 trabajadores, dedicados a producir para las necesidades de
la gran ciudad.
La Primera Guerra Mundial afectó la economía, que se recuperó durante los dorados años 20. Más dura fue la crisis de 1930,
con sus secuelas de desocupación y miseria, reflejada en la aparición de las primeras
villas de emergencia, en la zona del puerto.
Pero la recuperación fue rápida, impulsada
por el crecimiento de la industria sustitutiva
de las importaciones, sobre todo en el cinturón suburbano. Buenos Aires se convirtió
plenamente en una moderna ciudad burocrática, comercial y de servicios. Los automóviles y los ómnibus atestaron el centro, lo
que impulsó la construcción de redes de
subterráneos: el primero, a lo largo de la
avenida de Mayo, se inauguró en 1914. En
la década de 1930 hubo nuevas transformaciones en el casco viejo; se abrieron la
Avenida Nueve de Julio –se decía que la
más ancha del mundo- y las Diagonales Sur
y Norte, donde se construyeron modernos
edificios de oficinas. En el cruce de la Diagonal con las avenidas Nueve de Julio y la
Corrientes – también ensanchada- se levantó el Obelisco, nuevo icono de Buenos Aires.
Por entonces, Ezequiel Martínez Estrada
consagró una imagen de Buenos Aires: la
“cabeza de Goliat”, enorme aglomeración
urbana que succionaba las energías de un
cuerpo raquítico.
Elites y sectores populares
La prosperidad provocó cambios profundos en la clase alta. La “gente distinguida”
abandonó los hábitos severos del antiguo
patriciado y exhibió agresivamente la nueva riqueza, imitando el estilo del París de la
Belle Époque. Se la mostraba en los palacios
de la Plaza San Martín y la Avenida Alvear,
de estilo francés, o en los petit hotel art nouveau del Barrio Norte; en la calle Florida, en
el Hipódromo, pues era de buen tono ser
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ción y en la posibilidad de abrir camino para los hijos, que debían estar mejor que los
padres.
Los barrios de clase media
Así surgieron los nuevos barrios, dentro del
tejido de la ciudad que había sido delimitado en 1887, cuando todavía era casi todo
“pampa y barro”. Hubo barrios obreros, como Pompeya, Barracas o Nueva Chicago, y
otros más acomodados, como Villa Ortúzar,
Villa Urquiza o Villa Devoto. En todos ellos se
conformó una sociedad nueva, aglutinada
por las urgencias de la vida urbana: el empedrado, la iluminación, la escuela, el vigilante, fueron objetivos de las “sociedades
de fomento”, que reunieron a los “vecinos
conscientes”. Similares funciones urbanizadoras, unidas a las más propiamente espirituales, cumplieron las parroquias católicas,
mientras que los clubes sociales y deportivos, o los cafés, funcionaron simplemente
como ámbitos de sociabilidad. Todos ellos
se ocupaban de suministrar ofertas para el
tiempo libre, que aumentaba a medida
que la jornada de trabajo se acortaba, o
que una cierta holgura permitía a la esposa
del trabajador quedarse en la casa, para
criar a los hijos y hacer vida de barrio. En los
clubes o en las bibliotecas populares había
bailes y conferencias; se jugaba al fútbol en
los terrenos baldíos o la básquet en el club,
antes de que, en los años 20 y 30, el cine y
la radio suministraran los nuevos entretenimientos de la sociedad urbana.
Al principio, estos vecindarios eran pequeños enclaves en un paisaje con mucho
de rural. Progresivamente, el tejido urbano
lo cubrió todo: se poblaron los intersticios, se
abrieron las calles y los tranvías y colectivos
llegaron hasta cada uno de estos lugares.
La palabra barrio empezó a adquirir un sentido distinto. Almagro, Boedo, Belgrano o Villa Devoto eran zonas de la ciudad, que reconocían un centro –un cruce de avenidas,
una concentración de comercios, confiterías, un cine o un teatro- y se extendían hasta
un límite impreciso, donde comenzaba el
nuevo barrio. Comerciantes, fomentistas,
poetas y políticos se esforzaron por construir
una identidad imaginaria, que el gobierno
municipal reforzó con precisos planos.
El barrio se contraponía, en ese universo
simbólico, con el centro, a donde los muchachos iba a divertirse los sábados a la noche. El centro era la calle Corrientes, estrecha hasta los años 30, y también el Abasto
o Palermo. Allí había restoranes y cantinas,
teatros por secciones, cines, cafés, dancings y prostíbulos. Fue la zona de encuentro entre los diversos mundos de Buenos Aires, que también se integraban, de manera
simbólica, en las letras de molde de Crítica,
el diario popular que a su modo, también
construyó la ciudad en el imaginario de sus
habitantes.
En suma, en ese período entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX cobró forma
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turfman, en Palermo, donde se paseaba en
carruajes o en automóviles, en el Teatro Colón, inaugurado en 1908, y también en los
cabarés y prostíbulos de lujo, donde los niños bien iban a divertirse. La elite cultivó el
criollismo, y dio lustre a sus apellidos, para
distinguirse de los inmigrantes, que eran hijos
de sus obras. Gradualmente, sus posiciones
fueron asediadas por grupos nuevos, de origen inmigratorio y educados por la escuela
pública. Había hombres de negocios exitosos, y otros que hicieron carrera en las profesiones liberales o en la política. La clase alta fue perdiendo presencia y significación,
se cerró en si misma –en el Jockey, en el Barrio Norte, en Palermo, o en los suburbios residenciales como Olivos o Adrogué- en la
defensa de una suerte de Antiguo Régimen,
que sería barrido por la oleada democratizadora de 1945
Para los sectores populares, la ciudad
ofrecía trabajo, precario pero abundante,
en las obras públicas, la construcción, el
puerto o las fábricas, donde empezó a delinearse un incipiente proletariado industrial.
En los bordes de la ciudad, los inmigrantes
convivían con trabajadores criollos, en un
mundo de hombres solos, que se reunían en
despachos de bebidas o prostíbulos, cuya
épica contaron el tango y el sainete. La mayoría de los trabajadores vivía cerca de los
lugares de trabajo, en los conventillos del
centro o de la Boca. Al hacinamiento y la
promiscuidad de la pieza de conventillo se
agregaba el alto costo del alquiler, que motivó en 1907 un huelga de inquilinos, dirigida
por los anarquistas. Fueron ellos, y también
los socialistas, quienes organizaron los primeros sindicatos de trabajadores y dirigieron las
protestas contra las precarias condiciones
laborales. A lo largo de los años 30 los sindicatos se fortalecieron en el cordón del Gran
Buenos Aires –Lanús, Avellaneda o San Martín, centro de la industria textil.
El progreso fue desgranando el polo popular de esta sociedad. Muchos inmigrantes
lograron poner un negocio o un taller por
cuenta propia, y sus hijos argentinos, que
habían pasado por la escuela, consiguieron
mejores empleos, en la administración pública o en las oficinas particulares. Uno de los
primeros objetivos de los grupos en ascenso
fue la casa propia. Desde 1900, los tranvías
eléctricos, los ómnibus, los trenes suburbanos y los subterráneos acortaron las distancias entre los lugares de trabajo y los nuevos
barrios que se abrían en los terrenos baldíos,
que comenzaban a urbanizarse por obra
de las compañías loteadoras. Algunos levantaron una vivienda precaria, ampliada
lentamente, y otros contrataron a un maestro de obras italiano para que construyera
la casa chorizo -con molduras renacentistas
en el frente estrecho, y alargada hacia el
fondo- típica de los nuevos barrios. La casa
propia sintetizó los valores de estas clases
medias: trabajo tesonero, ahorro, decencia,
estabilidad familiar, confianza en la educa-
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en Buenos Aires una sociedad caracterizada por la movilidad y la integración. En ella,
el empleo, la educación pública, el acceso
a la vivienda propia y también la política,
ofrecían oportunidades para el ascenso y la
promoción, de modo que la sociedad se
consolidó con todos los matices pero sin
cortes profundos ni segmentaciones definidas. En ese sentido, fue una sociedad de
clases medias, como se empezaría a decir
posteriormente. Fue también una sociedad
densamente agrupada en infinidad de asociaciones, de tipo étnico, vecinal o profesional, que conformaron su trama.
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La política democrática
En la ciudad moderna, a medida que la
sociedad se diversificaba, los conflictos fueron más frecuentes y variados: obreros,
guiados, por anarquistas y socialistas, estudiantes, nacionalistas y también una nueva
expresión política: la Unión Cívica Radical.
En 1912 se estableció el sufragio universal
masculino, obligatorio y secreto, y comenzó
la era de la democracia. Política democrática y sociedad democrática confluyeron
en la creación de una nueva ciudadanía,
en la apertura de canales de expresión de
la sociedad civil y también en el surgimiento
de una nueva vía del ascenso y la integración: la política.
El radicalismo era el partido popular por
excelencia. Se identificaba con la pureza
del sufragio, y también con la carismática figura de Hipólito Yrigoyen. La política transcurrió, como antaño, en los comicios y en la
calle, pero los participantes eran muchos
más. En 1930, luego de que un golpe militar
depusiera a Yrigoyen, mientras el fraude se
hacía habitual en todo el país, la ciudad de
Buenos Aires mantuvo los buenos usos electorales. Nuevos temas animaron la política
de calles: el nacionalismo, el antifascismo la
Guerra Civil Española, que conmovió a la
ciudad desde 1936, y la Segunda guerra
mundial.
III. La ciudad de masas, 1945-1976
El 17 de octubre de 1945, la Plaza de Mayo se llenó de gente, como muchas otras
veces antes. Pero el público era distinto: venía de fuera de la ciudad, de los nuevos suburbios industriales, como Avellaneda, Berisso, San Martín, para reclamar por la libertad
de Juan Domingo Perón. La jornada habría
de tener una enorme trascendencia para la
política. Pero antes que eso, fue una experiencia urbana: la ciudad tomó noticias de
la existencia del Gran Buenos Aires, y del reclamo de sus habitantes por la ciudadanía.
La explosión del Gran Buenos Aires
Desde algunas décadas atrás, la ciudad
venía extendiéndose más allá de sus límites,
como una mancha de aceite, con tentáculos a lo largo de las vías férreas o las rutas,
absorbiendo antiguos pueblos suburbanos o
zonas rurales. Junto al borde de la ciudad
estaban los distritos de tradición obrera e industrial, como Lanús o Valentín Alsina, y
otros más residenciales, como Vicente López o San Isidro. En las décadas de 1950 y
1960 se consolidó un segundo cinturón: Florencio Varela, Lomas de Zamora, Morón.
Hacia los años setenta, el poblamiento vertiginoso se produjo en el tercer cinturón: San
Fernando, La Matanza, Moreno. Hacia 1976
el área metropolitana –la ciudad y el Gran
Buenos Aires- era una zona de habitación
compacta de casi cuatro mil Km2, con un
radio de 35 Km. desde el centro de la ciudad, cuyos tentáculos se prolongaban hasta más de 60 Km.
La población de la ciudad de Buenos Aires permaneció estable en alrededor de
tres millones de habitantes, mientras que la
del Gran Buenos Aires creció de manera
sostenida y espectacular: medio millón en
1936, 1,8 millones en 1947, 3,8 en 1960 y 5,4
en 1970. Por esa fecha, los 8,5 millones del
área metropolitana representaban el 36%
de la población del país, y el crecimiento
continuaba. Buenos Aires y su área metropolitana se comparaban con México DF o
San Pablo.
El gran motor del crecimiento fueron las
migraciones internas. En la década de 1930
los migrantes vinieron de la zona agraria
pampeana; en las dos décadas siguientes
predominaron los del interior tradicional, no
tocado por la inmigración masiva: los cabecitas negra, como los denominaron desde
la ciudad. En los años sesenta y setenta se
les sumaron los paraguayos, bolivianos, chilenos y uruguayos. El principal factor era la
posibilidad de trabajar. Pero operaba también la atracción que producía la vida urbana, más variada, entretenida, excitante y
prometedora, como lo pintaba la radio y
luego la televisión.
Al principio, el gran polo de atracción fue
la industria, que creció estimulada por la crisis y la guerra. Una masa de talleres y pequeñas fábricas se ubicó en los intersticios
del Gran Buenos Aires, mezcladas con las viviendas. Las grandes empresas fueron pioneras: Mercedes Benz se instaló en los años
cincuenta González Catán, en medio de la
pampa, pero en pocos años ya estaba rodeada por el nuevo el tejido urbano. En los
años sesenta, las políticas de promoción de
industrias básicas atrajeron a grandes empresas extranjeras, sobre todo en el eje vial
entre Buenos Aires y Rosario, nuevo polo del
crecimiento industrial. A grandes rasgos, la
metrópolis ofreció empleo a casi todos: hacia 1970, un 7% de desocupación era considerado una cifra alarmante. Quienes no
ocuparon puestos de trabajo industrial se
emplearon en la construcción o en los servicios. A la espera del primer trabajo formal,
muchos encontraron alguna de las muchas
formas de sobrevivir que ofrecen las grandes aglomeraciones.
A diferencia de la ciudad, el Gran Buenos
Aires creció de manera anárquica, sin nin-
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Las masas de clase media
Los años del gobierno peronista, entre
1945 y 1955, significaron un avance fuerte y
disruptivo en el proceso secular de urbanización, modernización y expansión de los
sectores populares y medios. Como lo anticipó la jornada del 17 de octubre de 1945 ,
hubo una apropiación de la ciudad por
quienes habitaban en la periferia. Ocupación pacífica y festiva, en general, de las
plazas y parques, de los medios de transporte, de las calles y los lugares de entretenimiento. “Ir al centro” comenzó a ser la fiesta de muchos, como podía advertirse los sábados a la noche, en los cines de la calle
Lavalle o los cafés de Corrientes. Consignas
de impacto lo sustentaron desde el estado:
la “justicia social”, consistente en dar a cada uno el empujón necesario para iniciar su
trayectoria en una sociedad móvil y de
oportunidades. Los derechos de los trabajadores fueron consagrados por el estado. Para los obreros, hubo reconocimiento sindical
y convenios colectivos de trabajo. Para el
personal doméstico, no solo vacaciones y
francos fijos, sino pasar de “sirvienta” a “empleada”. El estado hizo su parte: sancionó
leyes que atendían a los intereses de los trabajadores, construyó hospitales y colegios
secundarios, cuya matrícula aumentó notablemente. Los sindicatos, por su parte, proveyeron a los trabajadores de servicios sociales, turismo y, además, una identidad social reconocida.
A izquierda: Imagen a vuelo de
pajero de un fragmento de villa de
la ciudad de Buenos Aires
Esta conquista de la ciudadanía social
afectó los privilegios reclamados por la vieja clase alta –y particularmente la clase media alta-, que se concentraba en el Barrio
Norte, se quejaba de la nueva arrogancia
del servicio doméstico, de la congestión en
los tranvías y subtes o de la grosería de los
nuevos usuarios de la ciudad. Pero en la ciudad de masas, las elites se estaban renovando de manera continua y se poblaron
de gente recién llegada, más abierta y menos prejuiciosa. Hubo quienes prosperaron
en los negocios, las empresas o las finanzas,
como empresarios o como “ejecutivos”,
una nueva categoría que incluía a los gerentes de las grandes empresas. La política
fue para muchos una vía de ascenso, así
como lo fueron los sindicatos o las fuerzas
armadas. También ascendieron por el ejercicio de profesiones, aunque en este terreno donde la competencia era cada vez
mayor. Estos nuevos ricos cambiaron el petit
hotel en el Barrio Norte por un piso en un
moderno edificio de la Avenida del Libertador, una casa en el suburbio residencial de
San Isidro o en un country en la Panamericana.
Por debajo de ellos, la sociedad expresó
los muchos matices de lo que, de un modo
convencionalmente impreciso, se denomina “clases medias” quizá para subrayar las
gradaciones, la falta de cortes tajantes y las
posibilidades de la movilidad Fue una sociedad de masas de clase media, en la que los
procesos de igualación fueron más fuertes
que los de diferenciación. En esta homogeneización fue decisivo el consumo masivo.
Hacia 1970, era difícil distinguir sus diferencias por la forma de vestir: el jean, una prenda proveniente de los Estados Unidos, igualaba no solo condiciones sino también sexos. Televisores, radios portátiles y tocadiscos era igualmente apreciados por todos, y
era raro encontrar un hogar, aún el más humilde, que no lo tuviera. Luego del auge de
la radio y el cine, la televisión se colocó a la
cabeza de los entretenimientos de masa y
suministró el principal tema de conversaciones. El automóvil dejó de ser distintivo de las
Villas y departamentos
Lo más característico del área metropolitana fueron las villas de emergencia, o más popularmente, villas
miseria. Las villas crecieron, de manera explosiva y anárquica, a partir
de los años 50; hacia 1970 vivía en
ellas el 8% de la población del Gran
Buenos Aires. Allí recalaban quienes
no pudieron acceder a algún plan
de vivienda popular por carecer de
ingresos regulares o empleo estable. Habitualmente eran ocupantes
ilegales de tierras fiscales –también
privadas- en zonas bajas e inundables. Allí se levantaban, de manera
desordenada, viviendas precarias,
hechas con cartón o chapas. No
faltaban televisores, motocicletas u
otros objetos de consumo relativamente costoso, pues a diferencia
de las generaciones anteriores, la
vivienda propia, sólida y adecuadamente construida, o era inalcanzable o había dejado de ser la prioridad. Al principio las casas se
amontonaron sin orden ni concierto, pero hubo una tendencia al ordenamiento interno, encarnada en
los sectores más respetables del
barrio, que procuraron organizarse
y dar al asentamiento precario forma urbana.
Empleados, oficinistas, obreros de la
construcción, empleadas domésticas viajaban cotidianamente desde el Gran Buenos Aires a la ciudad. Los ferrocarriles resultaron insuficientes, pues no se construyeron
nuevas líneas y las existentes, con
poco mantenimiento, se hicieron
obsoletas. Lo mismo pasó en la ciudad con la construcción de subterráneos. En cambio, prosperaron
los ómnibus o colectivos, un sistema
ágil, capaz de adecuarse a la demanda cambiante, que recorrieron
densamente la ciudad y penetraron en los últimos intersticios del
Gran Buenos Aires. Desde 1960 las
fábricas de automóviles ofrecieron
vehículos abundantes, a un precio
al alcance de las clases medias, y
el tráfico comenzó a convertirse en
un problema de difícil solución.
A diferencia de otros centros antiguos, el de Buenos Aires, no se deterioró. Mantuvo sus actividades
características: los comercios, las
oficinas, los teatros y los cines. Pero
perdió su primacía. En cada uno de
los barrios de la ciudad –cien, según
el mito- apareció un centro con características similares: las tiendas, la
sucursal bancaria, el teatro o cine, y
un tráfico comparable con el del
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gún tipo de previsión o planificación. Administrativamente no dependían de la Intendencia de la ciudad sino del gobierno de la
provincia de Buenos Aires; pero además,
cada uno de los municipios tomó sus propias decisiones, o no las tomó. Las fábricas
se instalaron donde más les convino, mezcladas con las zonas residenciales, e hicieron uso libre de los ríos y arroyos para descargar sus efluentes. Los servicios públicos
fueron una asignatura eternamente pendiente: el pavimento de las calles, el agua
corriente, los desagües cloacales, los hospitales, las escuelas.
Estimuladas por la fuerte demanda, las
empresas inmobiliarias vendieron lotes en
cuotas, no solo de tierras aptas sino también
inundables. Quienes no pudieron comprar
su lote finalmente ocuparon las tierras vacías, algunas de propiedad fiscal y otras particulares. Finalmente, la ocupación alcanzó
hasta los últimos rincones del primer cinturón
y del segundo. El conjunto fue promiscuo:
viejas zonas residenciales o nuevos barrios
dormitorio de clase media se mezclaron, sin
solución de continuidad, con distritos industriales, barrios obreros o villas de emergencia; en los años sesenta se agregaron las
nuevas zonas de quintas, en una periferia lejana, y los countries o barrios privados, instalados en lugares originariamente alejados
pero finalmente absorbidos por la mancha
de aceite que crecía.
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clases altas o de los comerciantes y profesionales acomodados, y comenzó a ser el
objetivo del conjunto de los sectores medios, e inclusive de la parte más consolidada de los trabajadores. De esos mismo sectores surgieron los casi 200.000 estudiantes
universitarios de la ciudad, donde la tradicional primacía de la Universidad de Buenos
Aires comenzaba a ser disputada por algunas privadas y otras ubicadas en el conurbano.
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Modernización y conflictos
Relativamente encerrada en si misma
hasta 1955, desde entonces la sociedad urbana se abrió plenamente al mundo. Mafalda, el célebre personaje de Quino, fue registrando esos cambios, en los que las aspiraciones humanitarias se combinaban con
la crítica a las ideas y actitudes de las clases
medias, que su propia familia encarnaba
cabalmente. Las costumbres, las ideas y las
formas de vida se modificaron aceleradamente. Los Beatles y Palito Ortega ocuparon
el lugar del tango o la música folclórica, la
ropa informal remplazó al traje, se abandonó el sombrero y se generalizó el usó del vos
en logar del usted. La relación entre las parejas se hizo mucho más libre, en parte por
efecto de la píldora anticonceptiva , y la secuencia noviazgo, compromiso y casamiento dejó de ser inevitable. Entre los sectores intelectuales se pusieron de moda los
filmes de Bergman o Fellini, y el Instituto Di
Tella reunió las distintas formas de la cultura
de vanguardia, incluyendo un pequeño reducto hippie.
Fue una modernización acelerada y desafiante, que despertó las sospechas del
sector tradicional, nucleado en torno de la
Iglesia Católica. Allí se nutrió la reacción
que en 1966 encarnó el general Onganía
quien reprimió, simultáneamente, a los sindicalistas, los izquierdistas, los estudiantes universitarios, los artistas de vanguardia y los
hippies. Ese fue uno de los conflictos de una
sociedad que luego de 1955 se fue haciendo cada vez más tensa. Las crisis económicas, que se sucedían regularmente cada
tres o cuatro años, pusieron a las organizaciones corporativas en estado de alerta para defender su parte en el ingreso común, y
las negociaciones fueron cada vez más rípidas. Se anunciaba el fin de la larga etapa
de crecimiento sostenido y fácil incorporación.
La política plebiscitaria
Desde aquel 17 de octubre de 1945, las
concentraciones peronistas se repitieron ritualmente. Aunque consagrado en elecciones legítimas, que ganaba cómodamente,
Perón fundó su legitimidad, primordialmente, en esos actos de apoyo plebiscitario, espontáneos pero también cuidadosamente
organizados. Un conflicto profundo, alimentado por ambas partes, dividió la ciudad y
el país en peronistas y antiperonistas. El Gran
Buenos Aires fue mayoritaria y abrumadoramente peronista, pero la ciudad conservó
un fuerte perfil opositor, canalizado por la
UCR. El enfrentamiento político culminó en
1955, cuando el derrocamiento de Perón
fue precedido por acciones de inusitada
violencia, de uno y otro lado. Los vencedores proscribieron al peronismo, y reprimieron
con violencia todas sus manifestaciones; sin
embargo, el peronismo se galvanizó en el
mundo popular, abroquelado en la consigna “Perón vuelve”, pintada en las paredes.
Gradualmente se acercaron al peronismo
nuevos simpatizantes, particularmente jóvenes provenientes de la izquierda o del la militancia católica, que renovaron el discurso
y las consignas del peronismo. La Revolución Cubana radicalizó a las izquierdas, y las
Fuerzas Armadas, que pasaron del antiperonismo al anticomunismo, establecieron en
1966 una férrea dictadura.
En 1969 comenzó un formidable proceso
de protesta social, que se tradujo en una
creciente actividad sindical, en el desarrollo
de propuestas de transformación revolucionaria –muy de acuerdo con el clima mundial de los setenta- y en la aparición de organizaciones guerrilleras. Todo esto se combinó, de distintas maneras, con el peronismo
de los sectores populares. El movimiento penetró en todos los intersticios de una sociedad que vivió una etapa de ilusiones, utopías y acciones vigorosas. La organización armada Montoneros, de raigambre peronista,
tuvo éxito en la competencia por dar expresión política a la conflictividad social. En
1973 los militares se retiraron y el peronismo
ganó las elecciones. Desde entonces, la política de calles adquirió una renovada intensidad: del enfrentamiento al régimen militar
se pasó al conflicto entre facciones políticas
peronistas, y al ejercicio de una violencia
asesina que llenó las calles de cadáveres.
De manera más callada, otro conflicto enfrentó al gobierno peronista, encabezado la
presidenta Isabel Perón con los sindicatos,
también peronistas.
IV. La ciudad de la crisis (1976-2006)
Del terror a la democracia
Poco después, la ciudad calló. En marzo
de 1976 las fuerzas armadas establecieron
una dictadura sangrienta, que practicó el
terrorismo clandestino de estado. Hacia
1982, una fuerte crisis económica coincidió
con la fallida invasión a las Islas Malvinas, y
los militares se retiraron escarnecidos. Las
voces de la sociedad comenzaron a oírse
nuevamente, tanto en ámbitos políticos como en otros de la sociedad, como los juveniles festivales de rock. La censura se aflojó y
salieron a la luz las atrocidades de la represión, en lo que se llamó el “show del horror”.
Grandes manifestaciones llenaron nuevamente calles y plazas, reclamando por los
derechos humanos, la libertad y la democracia.
centro tradicional. Los barrios de la
ciudad comenzaron a parecerse
entre si, especialmente por la proliferación de edificios de propiedad
horizontal, construidos de acuerdo
con la estética dominante de la
caja o el cubo. Los departamentos
con habitaciones relativamente pequeñas, baño u cocina funcionales,
se convirtieron en el hábitat corriente de los sectores medios, cuyas diferencias internas se manifestaron
en la posibilidad de disponer de dos
o tres ambientes, o uno o dos
baños.
La recuperación democrática fue el tema de la década siguiente. De acuerdo
con Raúl Alfonsín, que encarnó el espíritu de
la hora, la democracia era la panacea universal. La movilización ciudadana trascendió lo político, y se manifestó sobre todo en
el terreno cultural. Las calles y plazas fueron
escenario de todo tipo de actividades, desde grandes eventos, como los festivales musicales, hasta las actuaciones de modestos
artistas barriales. La primavera democrática
se parecía a la de 1973, pero estaba libre
del crispado autoritarismo de aquella, y, naturalmente, de toda reivindicación de la
violencia.
Al entusiasmo sucedió la desilusión. Los militares seguían manteniendo cierto poder
–sobre todo para eludir el brazo de la ley- y
las dificultades económicas crecieron, hasta llegar en 1989 a un brote de hiperinflación. Hubo por entonces saqueos a comercios; otros perdieron sus ahorros; pareció
que se tocaba fondo. Carlos Menem se
apoyó en el estado de emergencia para
aplicar duras políticas neoliberales. Por desilusión, resignación o desinterés, los ciudadanos se replegaron en la vida privada, aunque desde 1996 la ciudad pudo elegir su Jefe de gobierno y eso le dio un nuevo interés.
Crisis social y crisis urbana: La deserción del
estado
En la década de 1980 la crisis incubada
desde mediados de la década anterior salió a la luz. La Argentina toda, y también su
metrópolis, cambiaron profundamente desde entonces. La nueva sociedad fue mucho más pobre, pero sobre todo se polarizó
a extremos dramáticos, mientras el estado
resignaba o veía destruidos sus instrumentos
de intervención y regulación.
Aunque los cambios se iniciaron en 1976,
sus efectos tardaron en hacerse manifiestos.
Los militares aprovecharon su poder discrecional para realizar grandes emprendimientos urbanos. No se reparó en costos. Para el
Mundial de fútbol, se remodelaron de estadios de fútbol y se construyó una modernísima sede para el canal de televisión oficial,
ATC, que inició la transmisión en colores.
Otros emprendimientos monumentales fueron las autopistas, en la ciudad y sus accesos, que deberían solucionar los problemas
del tránsito, aunque para ello hubo que expropiar viviendas, deshacer barrios enteros y
romper el tejido urbano. Con el mismo estilo
ejecutivo, se abrieron parques públicos y se
erradicaron las villas de emergencia de la
ciudad. Éstas perduraron y crecieron en el
Gran Buenos Aires, donde se desarrolló otro
gran proyecto: un Cinturón Ecológico, rellenado con los residuos de la ciudad y luego
forestado.
Las políticas económicas neoliberales del
gobierno militar tuvieron efectos graduales
y profundos en la sociedad. La deuda externa fue una hipoteca para todos los gobiernos posteriores. La apertura económica
condenó a buena parte de la industria nacional y generó un fuerte desempleo, que
se sintió en la ciudad pero sobre todo en el
Gran Buenos Aires. La nueva economía fue
muy sensible a los altibajos cíclicos: así, hubo
una primer crisis hacia 1981 y otra muy fuerte en 1989, con la hiperinflación. En los años
noventa hubo otro ciclo de dinero fácil,
prosperidad y endeudamiento, pero desde
1997 comenzó una severa recesión, que culminó en la profunda crisis de fines de 2001.
Cada crisis sacudió a la sociedad y generó
novedosas y explosivas formas de protesta.
En 1990, siguiendo con las políticas neoliberales, se privatizaron casi todas las empresas estatales, y particularmente las de
servicios públicos. Las previsiones para regular su prestación por empresas privadas servicios fueron mínimas. Esto completó un proceso de deterioro del estado, de su burocracia, de sus agencias y de la posibilidad
de hacer cumplir efectivamente las normas.
El estado retrocedió ante las fuerzas del
mercado, y se reveló incapaz para regular
los procesos de la sociedad. En la ciudad,
esto se manifestó en el escaso control de la
edificación y en la concesión de innumerables excepciones a un Código de edificación urbana convertido en letra muerta. En
el Gran Buenos Aires ocurrió algo similar con
el proceso de ocupación irregular de tierras
fiscales o privadas, que adquirió nuevo ímpetu.
El retroceso del estado profundizó el deterioro de los servicios públicos. A la falta de
inversiones y la deficiente administración se
agregó la política selectiva de las empresas
privadas que orientaron su atención hacia
los sectores de mayores recursos. El suministro eléctrico fue cada vez más problemático, con períodos de dramática escasez,
apagones y cortes. También resultó insuficiente el sistema de desagües pluviales, y
las inundaciones fueron habituales en la ciudad luego de una lluvia más o menos fuerte. En el Gran Buenos Aires, los problemas de
suministro de agua se agravaron por la contaminación de las napas. Por obra de las
autopistas, la ciudad se llenó de automóviles, mientras que la construcción de líneas
de subterráneos estuvo casi paralizada hasta fines de los años noventa. En el Gran Buenos Aires al deterioro del sistema ferroviario
se agregó el del transporte colectivo automotor.
En los barrios alejados, y aún en los céntricos, aumentó la delincuencia y la inseguridad. Allí se manifestó, de manera muy dramática, el retroceso del estado, así como
las deficiencias de las fuerzas de seguridad,
corroídas por la corrupción. Las mismas deficiencias –abandono, descalificación del
personal, deterioro edilicio- se manifestaron
en los establecimientos educativos y en los
hospitales. En suma: el estado hacía agua
por todas partes, y la empresa privada no
tenía ni el interés ni la obligación de suministrar servicios adecuados para todos.
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Sin electricidad, inundados, apiñados en
colectivos o trenes, con hospitales que carecían de lo mínimo, con riesgo cierto de ser
asaltados y robados, los habitantes percibieron, dramáticamente, que la metrópolis
no funcionaba. No todos lo percibieron de
la misma manera, ni pudieron dar las mismas respuestas, pues en la Argentina en crisis, empobrecida, escindida y polarizada,
hubo claramente ganadores y perdedores.
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Ganadores y perdedores
Los ganadores fueron una minoría numerosa, lo que contribuyó a disimular la crisis
general. Prosperaron quienes pertenecían
al sector financiero y productivo vinculados
con la economía global: gerentes, ejecutivos, profesionales y empleados calificados,
particularmente en las nuevas tecnologías
de gestión, como la computación. Todos
ellos tuvieron la necesaria aptitud y educación –que ya no era similar para todos- como para adaptarse al nuevo mundo globalizado. La política también agregó contingentes de nuevos ricos, especialmente en
los noventa.
Entre los perdedores hubo de todo: dueños de empresas, grandes, medianas o pequeñas, arrastrados por alguna de las crisis
catastróficas. Las crisis arruinaron también a
ahorristas, comerciantes y cuentapropistas
de clase media. Muchos trabajadores fueron despedidos por las empresas de servicios privatizadas; con su indemnización,
compraron un remise o pusieron un kiosco,
actividades efímeras. Los empleados del estado- administrativos, docentes- no perdieron sus empleos pero su salario se redujo
drásticamente. Quienes no tenían educación ni calificación ni siquiera podían soñar
con un empleo estable y, en el mejor de los
casos, conseguían algún trabajo transitorio
e irregular. En este mundo de los perdedores, todos bajaron uno o dos escalones:
quienes tenían algo se empobrecieron, y
quienes ya eran pobres cayeron en la indigencia.
No era difícil reconocer en la ciudad de
Buenos Aires esta brecha social. Al sur de la
avenida Rivadavia la ciudad cambiaba
bruscamente. En la antigua zona industrial,
las fábricas cerradas eran remplazadas por
depósitos de camiones. En los barrios deteriorados, las casas eran tomadas por ocupantes ilegales, había poca vigilancia policial, poca iluminación pública y mucha basura sin recoger. Los efectos de la crisis se
advierten más claramente en el Gran Buenos Aires, que hacia 2001 llegó a albergar
diez millones de personas, y no solo por las
fábricas cerradas, o el renovado movimiento de ocupación de tierras. Es la parte de la
metrópolis donde abundan los desocupados y, sobre todo, los hijos de estos, que nunca conocieron en su familia quien tuviera un
empleo regular. Es la ciudad crecientemente aislada por el déficit del transporte; la ciudad de la delincuencia sin control –muchas
veces asociada con la misma policía que
debería controlarla- el tráfico y el consumo
de drogas. Pero también es la ciudad en la
que las duras condiciones estimulan la solidaridad y la acción comunitaria para transformar el conglomerado informe de casillas
en un espacio urbano ordenado, o simplemente rellenar con tierra y escombros un
pedazo de tierra inundada.
Al norte de Rivadavia se encuentra la ciudad de los ricos. Pero no toda junta y homogénea, sino dispersa, en forma de enclaves que contrastan fuertemente con su entorno. En la década de 1980 aparecieron los
shopping, de estilo norteamericano pero
adecuados a una ciudad con un denso tejido urbano. Era un fragmento de ciudad ordenada en medio del caos: seguro, limpio,
moderno, donde se pueden desarrollar todas las actividades cotidianas, como comprar, comer, ir al cine, entretener a los chicos. Alto Palermo, en pleno Barrio Norte,
abrió el camino, seguido luego por otros
centros, o por grandes hipermercados, instalados en la ciudad o en el conurbano. En
la década del noventa, por obra de la renovada fluidez financiera y la liberalización
del manejo edilicio, se desarrollaron algunos
proyectos de remodelación urbana. El más
notable fue la transformación del antiguo y
abandonado Puerto Madero en un centro
de edificios reciclados y de modernas torres, con vista al río, destinados a oficinas de
grandes empresas, viviendas de lujo y restoranes, un verdadero enclave de modernidad. La ciudad de los ganadores se explayó también en la zona rural circundante,
donde se multiplicaron los barrios cerrados,
vecinos a una autopista con los servicios necesarios en las vecindades.
Entre la ciudad de los pobres y la de los ricos se mantiene la ciudad tradicional, con
su centro –algo deteriorado pero aún sostenido- y sus barrios. Algunos de ellos han seguido el camino del deterioro y el abandono, pero en otros –Palermo, Caballito o Belgrano- hubo un resurgimiento. Comenzó
con la recuperación y modernización de las
viejas viviendas de uno o dos pisos, y continuó con la remodelación de fragmentos
barriales enteros, donde se localizaron comercios, oficinas y restaurantes. La vieja cultura barrial, un poco retórica, acompañó
esta recuperación, acentuada por la inclusión de Buenos Aires en los circuitos turísticos
internacionales y, consecuentemente, la
valoración de todo lo que puede constituir
su tradición y su imagen específica.
2001: tocar fondo
En diciembre de 2001 se desencadenó
una formidable crisis económica, doblada
por otra política, que culminó con la renuncia del presidente De la Rúa, sucesor de Menem. La crisis política fue finalmente resuelta
por el Congreso al elegir, luego de varios intentos, un presidente que concluyera el
mandato interrumpido.
Las dos crisis se potenciaron. En la ciudad,
todos los que tenían ahorros en un banco se
sintieron estafados y despojados, reaccionaron con ruidosas protestas, haciendo sonar las tapas de las cacerolas. En los distintos barrios surgieron asambleas de vecinos
que por las noches se reunían a deliberar en
una esquina o una plaza. Primero se organizaron para protestar más efectivamente y
luego comenzaron a practicar una suerte
de autogestión y de democracia directa:
cuestionaron a la totalidad de la “clase política”, reclamaron que se fueran todos, y
propusieron distintas formas de regeneración de la representación. Esto duró casi un
año, y se fue disolviendo gradualmente, a
medida que el gobierno recuperaba su legitimidad a fuerza de eficacia.
En el Gran Buenos Aires, la crisis se manifestó primero con saqueos, en parte espontáneos y en parte orientados por la red de
intermediarios políticos que, con mil lazos,
unían cada barriada popular con los centros del poder político. Luego se consolidó
una forma más orgánica de protesta: los
movimientos “piqueteros”, nutridos con desocupados, cuya modalidad consistía en
cortar caminos de acceso a la ciudad y las
principales avenidas de la capital. Las organizaciones piqueteras se propusieron causar
tantos inconvenientes en la ciudad normal,
que las autoridades no pudieran ignorarlos;
también, ocupar un espacio en los medios,
particularmente en la televisión. Su propósito era preciso: lograr del gobierno algún tipo de ayuda o subsidio, canalizado y distribuido por los organizadores del grupo. Fue
otra manera de la política de calles. Su éxito fue rotundo, pues el estado nacional distribuyó subsidios con amplitud, de modo
que las organizaciones piqueteras se hicieron cada vez más numerosas y exigentes.
Una tercera manifestación, menos espectacular pero igualmente ilustrativa, fueron
los “cartoneros”: grupos numerosos de personas que silenciosamente recorrían las calles de Buenos Aires al atardecer y en la noche, revolviendo las bolsas de basura para
separar el cartón y el papel, que eran comprados por empresas dedicadas al reciclado. Eran trabajadores eficientes y disciplinados, y realizaban una actividad legitimada
por el mercado, pero su presencia nocturna
en la ciudad que hasta entonces había preferido ignorarlos, no dejaba de ser asombrosa y en cierto modo aterrorizante
Desde 2003 la crisis comenzó a ser reabsorbida. En parte, la coyuntura económica
impulsó una nueva prosperidad; en parte, el
nuevo gobierno electo ese año comenzó a
restablecer la autoridad, cuestionada desde diciembre de 2001. Los caceroleros y los
asambleístas barriales volvieron a sus casas,
pero los cartoneros quedaron, así como las
organizaciones piqueteras, convertidas,
ellas también, en corporaciones disciplinadas y aguerridas dedicadas a presionar al
estado. La antigua lógica política se aco-
modaba así a las circunstancias de una sociedad en crisis.
Dos ciudades coexisten hoy en la metrópoli de Buenos Aires: la de su próspera y numerosa minoría y la de los miserables. Ciertamente, hay mucho de la ciudad tradicional y de su sociedad de clases medias que
resiste y busca volver a la superficie. Pero no
es fácil imaginar cómo se van a reconstituir
sus resortes fundamentales, dañados o destruidos por la crisis. Empleo, vivienda propia,
educación y otros servicios básicos asegurados equitativamente por el estado habían
sido los canales a través de los cuales, durante cien años, la ciudad y sus suburbios
funcionaron como una máquina de integración. En la metrópolis actual, no solo son
muy altos los índices de desocupación y los
de empleo deteriorado, sino que bloques
enteros de la sociedad han perdido la tradición de lo que en su momento se llamó un
empleo digno. Es difícil imaginar un estado
que encuentre fuerzas y recursos para encarar, con criterios equitativos, la cuestión
de la vivienda. La educación se ha deteriorado no solo por la disminución de la capacidad de sus agentes sino porque la escuela ha sido utilizada para paliar otras urgencias sociales, como la alimentación. Lo que
hoy es dinámico en la ciudad son las fuerzas
del mercado y, a diferencia de cincuenta
años atrás, el negocio no está en integrar sino en profundizar las diferencias, que hoy
son verdaderamente abismales.
A la vez, son visibles las endebles bases de
la construcción democrática que tantas ilusiones había suscitado a principios de los
ochenta. Desde entonces, todo el proceso
social y cultural desalentó la formación de
nuevos ciudadanos, desprovistos de aquellos medios que, en tiempos de una sociedad más democrática, habían alentado su
constitución. Las condiciones de la nueva
sociedad eran propicias para otro tipo de
política, fundada, antes que en la búsqueda del interés general, en la distribución de
beneficios provenientes del estado, a través
de una red de agentes políticos que, con
ellos, obtienen los votos necesarios para
asegurar su continuidad. Este sistema de patronazgo y clientelismo fue más firme cuanto más empobrecida e inerme era la sociedad sobre la que trabajaba. Por eso, funciona eficientemente en el Gran Buenos Aires –el mayor distrito electoral del país- ,
mientras que en la Capital se mantienen
mejor la vida cívica y las formas políticas republicanas. Quizá por eso, las autoridades
nacionales suelen decir que la ciudad vive
de espaldas al país.
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