“La democracia y la sombra del Proceso”, en Hugo Quiroga y César Tcach (compiladores):
Argentina 1976-2006. Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia.
Rosario, UNL-Homo Sapiens, 2006. ISBN 950-808-476-6. Págs. 15-30. Reproducido en
La memoria de nuestro pueblo, año 4, Rosario, junio de 2008.
La imagen de la última dictadura militar –el Proceso, para decirlo con su nombre más
familiar- ha signado durante mucho tiempo la democracia construida desde 1983. Su
sombra, un cono de oscuridad proyectado sobre el pasado reciente, determinó tanto los
negros como los blancos de una historia que fue idealmente imaginada en términos
contrastados y antitéticos. Es bien sabido que la democracia se construyó con los materiales
que estaban disponibles, y que habían sido utilizados en muchas de las faenas del Proceso.
Pero no se trata en este ensayo simplemente de reiterar datos, por cierto reales y
abrumadores, acerca de personas, instituciones o discursos, ni mucho menos de
denunciarlos. Se trata de otra cosa: del imaginario democrático, construido casi al mismo
tiempo que el del Proceso, apresuradamente y a su imagen y semejanza, por una sociedad
que hasta el momento de la crisis del régimen militar no había querido enterarse demasiado
de qué es lo que estaba pasando.1
No es raro que se parecieran tanto. Proceso y Democracia fueron dos caras de un mismo
universo, que se imaginaba protagonizado por dos fuerzas contrarias y absolutas; se trataba
en el fondo de la clásica versión maniquea del mundo, fundada en principios antagónicos:
la luz y la oscuridad, el bien y el mal, dios y el demonio. Este tipo de versiones gusta a los
ciudadanos, que la encuentran adecuada para fundar firmemente juicios de valor, para
orientar sin claudicaciones sus acciones y para señalar, sin dudas, las debilidades o las
fallas de los otros. Tranquiliza las conciencias y hace más eficaz la acción, al menos en
apariencia.
Los historiadores, en cambio, preocupados por comprender, no se sienten a gusto con el
mito maniqueo. Prefieren en cambio pensar que los procesos históricos están animados por
una única fuerza vital, ajena a la ética, que informa el movimiento social, y por un conjunto
1
He realizado una evaluación de la amplia bibliografía sobre este tema en Luis Alberto Romero:
“La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión”; en Anne Pérotin-Dumon, ed.,
Historizar el pasado vivo en América Latina.
Publicación electrónica en línea (por aparecer). Solo
mencionaré aquí aquellos trabajos que más claramente inspiraron las ideas de este ensayo. Tulio Halperin
Donghi. La larga agonía de la Argentina peronista. Buenos Aires: Ariel, 1994. Hugo Quiroga. El tiempo del
"Proceso". Conflictos y coincidencias entre políticos y militares 1976-1983. Rosario: Editorial Fundación
Ross, 1994. Enrique Groisman. Poder y derecho en el "Proceso de Reorganización Nacional". Buenos
Aires: CISEA, 1983. Hugo Vezzetti. Pasado y Presente; guerra, dictadura y sociedad en Argentina, Siglo
XXI editores de Argentina, 2002. Guillermo O’Donnell. “Democracia en la Argentina: micro y macro”, en
Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democracia. Buenos Aires: Paidós, 1997. Hugo
Quiroga. “La verdad de la justicia y la verdad de la política. Los derechos humanos en la dictadura y en la
democracia”; en Hugo Quiroga y César Tcach. A veinte años del golpe. Con memoria democrática. Buenos
Aires; Homo Sapiens Ediciones, 1996.
de actores que, cabalgando sobre ella, construyen en su práctica cotidiana sentidos y
valores, a los que gustan mirar como absolutos. En este caso, la función del historiador
consiste en comprender este doble proceso de acción e idealización, tomando distancia y
relativizando los valores de los actores.
Estas dos perspectivas, la del historiador y la del ciudadano, tan difíciles de separar cuando
nos interrogamos sobre procesos históricos en los que estamos íntimamente involucrados,
están presentes en esta inquisición acerca de la proyección de la imagen del Proceso sobre
la democracia. En este caso, mi pregunta no va dirigida exactamente a comprender cómo
fueron las cosas, sino a tratar de entender el efecto que una construcción ideal tuvo sobre su
propia concreción. Me pregunto hasta qué punto una imagen vigorosa, contrastada y sin
matices del Proceso fue funcional para los fines de los constructores y defensores de la
democracia. También, hasta qué punto la adhesión a esas dos imágenes, opuestas y
complementarias, al proyectar los problemas inevitables del funcionamiento democrático
sobre las convicciones en las que se había fundado, no constituyó una hipoteca a corto
plazo o una suerte de pacto fáustico, en el que la juventud democrática se cambió por su
alma.
Me pregunto si una mirada menos tajantemente valorativa acerca del Proceso y de la
Democracia, y algo más atenta a los grises y a los matices, no hubiera quizá facilitado una
tarea, como la construcción de la democracia, tan anclada en valores que debían ser
sostenidos a fuerza de convicción. Examinaré en primer lugar la construcción de la imagen
del Proceso. Luego, la construcción de la Democracia como imagen alternativa,
simétricamente opuesta a la del Proceso. Finalmente, haré un inventario de las necesidades
que esta construcción satisfizo, de los costos que implicó y de los efectos más visibles
sobre el funcionamiento rutinario de la democracia, para retomar en la conclusión la
pregunta inicial.
La construcción de la imagen del Proceso
La imagen del Proceso se construyó apresuradamente, entre el fin de la Guerra de Malvinas
en junio de 1982 y las elecciones generales de octubre de 1983, y se terminó de definir,
compacta y monolítica, a mediados de 1985, con el juicio y condena a las Juntas militares.
Perder la guerra, luego de haber generado tantas expectativas e ilusiones, fue a los ojos de
la sociedad, probablemente el mayor pecado de los militares. La situación no puede parecer
extraña, de acuerdo con el precedente de tantas otras derrotas militares en el mundo. Pero
en nuestro caso, ese fracaso tuvo consecuencias mayores que desnudar las falencias de los
estados mayores, pues corrió el telón sobre un drama social más amplio, hasta entonces
apenas entrevisto, y que había despertado relativamente poco interés. La guerra llevó a
juzgar el régimen militar que venía gobernando el país desde 1983. La culpabilidad de los
generales fracasados se convirtió, casi sin solución de continuidad, en la culpabilidad de los
responsables del gobierno del Proceso. El sacrificio de los soldados de Malvinas, víctimas
de la impericia de sus jefes, se convirtió en el sacrificio de las víctimas del Proceso, una
figura que empezaba a construirse.
Simultáneamente, apenas terminada la guerra, y aflojado el control del gobierno dictatorial
sobre los medios de prensa, comenzaron a descubrirse las huellas más visibles de la
represión: enterramientos, lugares de detención y tortura, testimonios de sobrevivientes. En
manos de una prensa que unió los réditos de la exhibición de lo macabro con la posibilidad
de abandonar rápidamente el barco que se hundía, esa exhibición se convirtió en lo que se
llamó “el show del horror”. En poco tiempo, todos estuvo expuesto y nadie pudo alegar
que no sabía. Con esos elementos, pronto se conformó una imagen del Proceso.
Es seguro que las cosas habrían sido distintas si no hubiera mediado la derrota en la Guerra
de Malvinas. Aunque trivial, la afirmación puede ayudar a destacar la artificiosidad de la
imagen construida, que consistió en algo más que el simple descubrimiento de una verdad
hasta entonces oculta. La caída catastrófica del régimen militar, que le impidió instrumentar
algún tipo de salida concertada, también bloqueó otras narraciones posibles, donde los
perfiles de los protagonistas probablemente habrían sido menos contrastados, y la
representación de lo ocurrido en esos años, menos heroica.
Esas explicaciones alternativas habrían tomado nota de las interpretaciones esbozadas por
algunos de los actores de esos años. Algunos habían naturalizado el discurso represivo, y
admitían la necesidad de aplicar correctivos excepcionales para la violencia subversiva;
otras hacían suyo el “por algo será”, y solo cuestionaban la extensión en la aplicación de los
métodos excepcionales más allá de lo estrictamente necesario; otros aceptaron como
irreversible la dictadura, y se preocuparon por encontrar salidas para reconducir el gobierno
hacia manos civiles.
Si hubieran llegado a plasmar, esas otras narraciones habrían tomado nota del eco más que
relativo que hasta después de la Guerra encontraron las denuncias de los crímenes de la
dictadura realizadas por las organizaciones de derechos humanos, arrinconadas por la
propaganda oficial. Inclusive los hechos que en la narrativa victoriosa fueron luego
considerados como preparación de la rebelión general de la sociedad contra la dictadura por ejemplo, la huelga general y la manifestación del 30 de marzo de 1982, los actos
políticos realizados opositores del año anterior, la reaparición en escena de los partidos
políticos- podrían haberse integrado en otro relato, cuyo eje fuera quizá la progresiva
asunción de sus responsabilidades por parte de cada uno de los actores de la sociedad.
Frente a esas versiones, eventualmente dubitativas, se impuso como verdad final una
contundente versión del Proceso, construida en no más de dos años. El informe de la
CONADEP y su publicación sintética, Nunca más, y en seguida el enjuiciamiento de los
principales responsables, y el fallo ejemplarizador de la Justicia terminaron de dar forma a
lo que se convirtió en la versión oficial de lo ocurrido en los años de la dictadura. El
objetivo político de la hora era lograr instalar rápidamente un juicio condenatorio y
ejemplificador. Por ello, para la narración del pasado se eligió la alternativa maniquea. El
Proceso fue la encarnación de una fuerza demoníaca, de una dimensión mucho más
contundente que el otro demonio evocado, la violencia subversiva. El Proceso se abatió
sobre una sociedad indefensa y sorprendida por tal acumulación de violencia y maldad.
Una mirada más atenta a los matices de la realidad, menos preocupada por juzgar que por
comprender, quizás hubiera señalado que el Proceso real, es decir el proyecto llevado
adelante por las Fuerzas Armadas y por grupos de civiles que adhirieron y los apoyaron
explícitamente, distaba de tener la coherencia y sistematicidad con que se lo presentaba.
Desde su origen mismo se advierte en esa experiencia la existencia de contradicciones,
ensayos a tientas, y también subproyectos, tanto institucionales como personales, que
pronto entraron en franca colisión. Se advierte en sus responsables errores de juicio y de
percepción, limitaciones proyectivas y fallas en la visión acerca de los pasos ulteriores. En
fin, saltan a la vista las limitaciones propias de cualquier proyecto humano.
Quizás también podría haberse señalado que la sociedad que recibió la acción punitiva de la
dictadura era algo un poco más complejo que un conjunto de víctimas pasivas y resignadas.
El Proceso se instaló sobre una sociedad conflictiva y combativa; muchos de quienes
estaban enrolados en esos combates ya habían ensayado formas violentas en diverso grado
para dirimir sus diferencias, y esto trascendía ampliamente al grupo que la versión oficial
de los dos demonios definió como el segundo demonio. Entre quienes no participaron
activamente, hubo muchos que aceptaron con naturalidad el recurso a los métodos
violentos, incluyendo el terrorismo. En el otro extremo, el grupo que se alineó más o
menos declaradamente con la acción de la dictadura no fue menor. Incluía tanto a quienes
tenían sólidos motivos para ello –quienes resultaron los vencedores en el combate social
librado en estos años- como a quienes adhirieron más en solitario a las consignas del orden,
esos kappos que evocó Guillermo O’Donnell, en quienes encuentra el rebrote de una
cultura política autoritaria muy tradicional.
Entre ambos extremos, entre la disidencia radical y la colaboración plena, no hubo –no
pudo haber habido- una zona social neutra, ignorante o sufriente, sino una gama infinita de
grises, de actitudes ambiguas, de transacciones, de pequeñas concesiones para sobrevivir o
para posibilitar otras apuestas, de silencios reticentes o de adopción ritual de formas
discursivas aceptadas, para poder introducir a través de ellas otros mensajes. ¿Consenso
pasivo? ¿Resistencia sorda? ¿Realismo y visión de futuro? No hay fórmula que sintetice o
agote este complejo mundo de la vida real durante una dictadura, que desborda los marcos
de cualquier juicio valorativo contundente.
En cambio, la visión del Proceso construida durante la transición democrática fue
categóricamente valorativa. No hubo lugar para los grises. El demonio subversivo fue
escindido de la sociedad, que fue presentada en conjunto como víctima. El demonio
represor fue idealizado: se trató de un régimen uno, homogéneo, casi abstracto. Cada una
de sus acciones obedecía a un designio coherente y sistemático, y aún las que eran
visiblemente incoherentes, o el fruto claro de disidencias internas, eran compuestas e
integradas en un sistema, que resultaba más perverso aún por ser capaz de potenciarse en la
aparente incoherencia. Se trataba de un sistema mucho más abstracto y conceptual en tanto
no se sintetizaba en la figura –eventualmente humana- de un dictador. Fue la dictadura en
estado puro, el sumo mal, el demonio en toda su potencia.
Una imagen alternativa: la democracia buena y potente
En el mismo acto en que se demonizó el Proceso, se construyó la imagen exactamente
inversa: una democracia que, a priori y por definición, era buena y potente. Vencedora en
un combate que en realidad no había librado, alimentada por la cultura de los derechos
humanos, que hasta entonces solo había atendido esporádicamente, la opinión pública
dominante construyó a lo largo de 1983 un actor político para la nueva democracia: la
civilidad. De acuerdo con una concepción clásica –pueden adivinarse las palabras de Que
es el tercer Estado de Sieyès-, la civilidad integraba a la sociedad toda, con excepción de
una minoría indigna de ser tomada en cuenta: los responsables del Proceso. Diferentes
partidos políticos expresarían la pluralidad de opiniones que circulaban en su seno, pero
ante las cuestiones fundamentales de la democracia, las que hacen al interés general, la
civilidad era una y unánime, votada al interés general e intrínsecamente buena.
Afirmar la unidad de la civilidad fue una de las características de esta construcción
democrática. En vísperas de las elecciones de octubre de 1983, Raúl Alfonsín, candidato
presidencial y su vocero más destacado, abandonó por un instante ese camino, cuando
denunció la connivencia entre los dirigentes sindicales y los militares, que negociaban su
auto amnistía. Pero fuera de este episodio, no existió en los meses previos a la elección la
voluntad de escarbar en cuestiones espinosas, que pudieran introducir fisuras en la
construcción de una civilidad unánime ante las cuestiones fundamentales de la democracia.
Es significativa la forma en que se evitó un tema que sin duda habría sido divisivo: la
actuación y posiciones de cada uno durante la Guerra de Malvinas. Con excepción de los
responsables del Proceso, a quienes la justicia condenara, el sujeto democrático incluía a
todos, cualesquiera hubiera sido su desempeño previo, y por supuesto también a los
militares que acataran las instituciones de la República.
La búsqueda sistemática de consenso llevó a insistir en que se trataba de recuperar la
democracia, es decir de restaurar la democracia instituida en 1912 y sucesivamente
cancelada por los militares. Esto no debe oscurecer el hecho de que, para bien o para mal,
se trataba de una propuesta que, aunque atenida a la letra de la ley, tenía escasa tradición en
las prácticas políticas del siglo XX, a las que precisamente se proponía superar. Asentada
sobre el respeto absoluto de la ley y sobre los valores del pluralismo y la tolerancia, la
democracia construiría un escenario nuevo para la política, en el que no habría lugar, por
principio, para las prácticas viciosas tradicionales.
Se trataba de eliminar las formas extremas y aberrantes, a la luz de los principios de la
soberanía de la ley y de los derechos humanos: la transformación del adversario en enemigo
o la justificación de los medios en función de los fines. No menos importante era distinguir
y separar el interés general de los diferentes intereses sociales que, expresados a través de
corporaciones aguerridas, habían constituido la sustancia de las antiguas luchas políticas.
Los intereses sectoriales tenían sus voceros, pero la civilidad solo podía actuar en función
del interés general. Este se construía a partir de opiniones diversas pero no excluyentes, que
podían integrarse a medida que la discusión y la argumentación racional lo iluminaran y lo
hicieran evidente.
Bajo la democracia, no había conflictos de intereses insolubles, sino injusticias, que debían
resolverse conforme al principio del interés general. En el pasado, esos conflictos habían
esterilizado la acción del estado, maniatado por los intereses a los que debía regular. Pero
con la nueva democracia las cosas serían distintas. Además de intrínsecamente buena, la
democracia por venir habría de ser potente, e impondría a los intereses de una sociedad
desigual las metas de un proyecto fundado en la justicia y en los derechos. Se trataba –es
sabido- de la panacea, de todo aquello que la democracia podría lograr en materia de
realizaciones sociales. También en este caso, esa imagen potente era la réplica de aquella
otra que se exorcizaba. Tanto como se había marcado la fuerza maligna del Proceso, tanto
más resaltaba la fuerza de la democracia regeneradora.
Tampoco es novedosa, dentro de las tradiciones políticas, esta segunda característica
atribuida a la democracia. La valoración de la acción voluntaria remite a los orígenes
mismos del pensamiento democrático moderno –el de la voluntad popular- y se prolonga
luego en las diversas tradiciones revolucionarias; implica una sobrevaloración de la acción
política y de su capacidad para conocer y modelar una realidad que, desde otras
perspectivas menos optimistas, suele presentarse como opaca y resistente. En este caso en
particular se agregaron dos sobre valoraciones específicas. Por una parte, de la capacidad
del instrumento de la acción política: el estado, tal como existía en 1983. Por otra, de la
densidad y consistencia del actor político postulado y construido, la civilidad, de su
cohesión y tensión, más allá de las expectativas ideales generadas por la ilusión.
Acumulación imaginaria democrática
Así se constituyó la dupla Proceso/ Democracia, enlazada por los Derechos Humanos,
perdidos y recuperados. Dos elementos antitéticos, unidos por un absoluto ético, dieron un
complejo ideológico y discursivo muy fuerte. Contenía una explicación o diagnóstico de los
males, una promesa de solución y, también, una retórica, novedosa y potente. Como es
común en los lenguajes políticos modernos, en esos años iniciales de la democracia la
retórica tenía una cierta dimensión religiosa. Luego de la separación de los pecadores,
condenados al Infierno, el nuevo comienzo prometía a los justos la recuperación del
Paraíso, la vuelta al estado de gracia y la liberación de la constricción de las necesidades,
por las que alguien proveería.
La civilidad y sus dirigentes entraron por entonces en el mundo de la ilusión, o apelaron a
ella, tanto, quizá, como lo habían hecho en los años setenta, bajo otros códigos ideológicos.
Pero en quienes apelaron a la ilusión hubo, sin embargo, un profundo realismo político, si
se considera que las bases materiales para fundar nuevo régimen democrático eran escasas.
La democracia política es un artefacto complejo, que requiere ciudadanos y dirigentes,
tradiciones y rutinas. Poco de eso había en 1983. ¿Sobre qué otra cosa, que no fuera la
ilusión, podría haberse construido la democracia?
La apelación a la tradición fue fuerte –sobre todo en la figura de la reconstrucción
democrática- pero no era demasiado creíble. El experimento de 1983 estaba separado de las
experiencias democráticas anteriores por una brecha profunda, un tajo en las tradiciones.
Pero además, la democracia se planteó entonces desde bases completamente distintas a las
de las experiencias anteriores. La tradición democrática argentina de la primera mitad del
siglo XX había sido más bien del tipo plebiscitario, unanimista y faccioso. Nunca se había
caracterizado por la valoración de la dimensión republicana ni por el pluralismo, valores
éstos centrales en la experiencia que se iniciaba. Para los demócratas de 1983, no había
mucho de memorable en las prácticas del período yrigoyenista o del peronista.
Tampoco había, en realidad, una masa de ciudadanos, conscientes de los derechos y
deberes implícitos en el contrato político y conocedores de los mecanismos y técnicas de su
ejercicio. En 1983, la mayoría ignoraba cómo eran los procedimientos democráticos, aún
los más elementales, no solo por la falta de práctica sino porque habían dejado de ser
materia de la enseñanza escolar, donde la alfabetización ciudadana –la instrucción cívicahabía sido remplazada por materias informadas por ideologías, como la tomista, que poco
se preocupaban por la democracia. Fue característico del año previo a las elecciones
generales que los medios de comunicación procuraran llenar ese vacío, enseñando por
ejemplo, a la vez que la sacralidad del sufragio, los mecanismos básicos de su
instrumentación.
No solo había problemas con los procedimientos, sino con los fundamentos mismos de la
ciudadanía, entendida como contrato político. La experiencia de vivir bajo un estado
dictatorial, y la exaltación de los derechos humanos, como discurso de resistencia,
influyeron fuertemente en la manera como se entendió la ciudadanía en 1983. Esta
civilidad, con la que había que construir la democracia, entendió que básicamente se trataba
del fin de la obligación. De acuerdo con una perspectiva que es mucho más liberal que
democrática, se admitió la existencia del estado, previa a cualquier contrato, y se sospechó
de él, como fuente de posibles conductas autoritarias. Frente al estado, asumir compromisos
y obligaciones era mucho menos importante que la reivindicación y el reclamo de los
derechos de los individuos y los grupos.
Tampoco había, en rigor, un equipo de dirigentes que estuviera a la altura de los altos
ideales del proyecto democrático invocado. Ciertamente, en el año previo a las elecciones
se renovó el elenco de una manera notable, y una camada de gente joven se incorporó a la
política. Pero la mayoría de quienes en 1983 dirigían los partidos políticos eran dirigentes
trasegados y, por usar un término de otros tiempos, pasteleros, con muchas experiencias
pasadas de arreglos y enjuagues no muy dignos de ser confrontados con los altos ideales de
la democracia que se quería construir. Eran veteranos de las casi dos décadas de
proscripción del peronismo, una experiencia en la que convivieron satisfactoriamente tanto
los dirigentes antiperonistas como los peronistas. También, de la breve pero no menos
impactante experiencia de 1972/74, de la universal aquiescencia con Perón y la aceptación,
sin crítica, de su proyecto. Desde 1976, casi todos ellos participaron, de un modo u otro, en
las negociaciones y conversaciones para la búsqueda de una salida política a la dictadura, a
partir de una comprensión de su inevitabilidad y de la necesidad, al menos hasta cierto
punto, de la represión. Casi todos ellos fueron arrastrados por la marea nacionalista de abril
de 1982 y se solidarizaron con el régimen dictatorial que había ocupado las Malvinas.
Muchos de ellos, inclusive, se manifestaron partidarios de convalidar la auto amnistía de
los militares y, en general, de echar un manto de olvido sobre el pasado doloroso, como se
decía. En suma, la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos pertenecían a alguna
de las variantes de la amplia zona gris de la política argentina.
En ese contexto, es sabido que Raúl Alfonsín encabezó la construcción de un actor político,
la civilidad, que aunque tenía raíces en los partidos políticos tradicionales, no se
identificaba acabadamente con ninguno de ellos. Más que buscar su fundamento en alguno
de los discursos políticos existentes, los dirigentes de la civilidad construyeron un discurso
nuevo, sobre la base de los materiales mencionados: la exaltación de los derechos humanos,
la condena del Proceso, y la presentación de la democracia como su antítesis. En una
sociedad política donde la democracia tenía pocas bases, todo descansó en la capacidad de
crear ilusión, en el supuesto de que, una vez en marcha, se desarrollaría un círculo virtuoso
y el proceso democrático iría generando el resto de los elementos: nuevos dirigentes,
ciudadanos conscientes, rutinas y tradiciones. La ilusión debía originar la acumulación
inicial, en un proceso que llegaría a ser auto sostenido. De acuerdo con esta apuesta, cuanto
más fuerte fuera la ilusión, más posibilidades había de que la democracia se pusiera en
marcha y, gradualmente, dejara de necesitar esa cuota inicial de magia.
La desilusión democrática
En ese contexto Alfonsín se impuso en las elecciones de 1983. A poco de andar, tras el país
de la ilusión comenzó a emerger el país real. Un país que no figuraba en la agenda de la
civilidad, y que probablemente tampoco estaba en la de los nuevos gobernantes, a juzgar
por la parsimonia con que encaraban sus problemas. El de 1983 era un país con su estado
destrozado y atado por el endeudamiento, una sociedad empobrecida y en camino de la
polarización, con un enorme poder acumulado en un grupo muy pequeño, con una
economía incapaz de dar trabajo a todos, y con dudosa capacidad para crecer. Era el país
que había construido el Proceso, tan distinto de la Argentina potente y conflictiva, que
todavía podía reconocerse diez años atrás. Era también un país con muchos menos
ciudadanos cabales que lo que la civilidad gustaba creer, y con muchos más habitantes que
en realidad eran afines con prácticas políticas diferentes de las que constituían el ideal
democrático.
De alguna manera, lo que ocurrió desde diciembre de 1983 fue el desquite del Proceso.
Mientras sus jefes y responsables recibían la histórica condena de la justicia, y con ello la
condena de todas las acciones aberrantes de la dictadura, los efectos de los cambios
profundos introducidos desde 1976 se fueron manifestando sucesivamente, como bombas
de explosión retardada. Hubo crisis sucesivas, de intensidad creciente. En cada una de ellas,
pareció que finalmente llegaba el momento de enfrentarse cara a cara con la verdad: contra
lo creído, la democracia no era potente ni necesariamente buena. Repetidamente ocurrió
que, pasado el pico de la crisis, se la cubría con una nueva ilusión. Pero sin embargo, cada
episodio dejaba fuera un contingente de desilusionados, tanto más golpeados cuanto más
fuerte había sido su involucramiento con la ilusión democrática.
En 1987 se produjo la desilusión de los militantes activos, los que nutrieron las
manifestaciones en los tramos finales del régimen militar, los que poblaron las plazas para
apoyar al gobierno constitucional. Gradualmente, descubrieron que el gobierno fundado en
la civilidad –una fuerza formidable para resolver algunas cuestiones- era impotente frente a
poderes corporativos de presencia menos espectacular en la calle pero innegable capacidad
de presión. Hubo muchas batallas perdidas. Como lo admitió después, el gobierno
democrático no podía, o no sabía, cómo doblegar la inflación, cómo torcerle el brazo al
sindicalismo, cómo encuadrar a la institución militar en las formas republicanas. Luego,
llegó la gran derrota de Semana Santa de 1987: la civilidad no bastaba para doblegar a un
pequeño grupo de militares insubordinados, con los que el gobierno debió transar. Muchos
ciudadanos, defraudados, culparon a los dirigentes por sus ilusiones perdidas. Otros
descubrieron que la democracia misma no era tan potente como prometía.
La segunda gran desilusión fue la de 1989: la hiperinflación golpeó a todos, y cayó sobre
las espaldas del primer gobierno elegido democráticamente. La desilusión abrió un amplio
crédito a la propuesta mesiánica y poco republicana de quien pidió plenos poderes para
enfrentar y resolver la crisis. Asumiendo los cambios producidos en el país durante el
Proceso, el gobierno decidió completarlos llevándolos hasta sus últimas consecuencias. Lo
que durante la pasada dictadura había sido una serie de golpes inorgánicos y a menudo
contradictorios contra la institución estatal, en los años noventa fue el desarme sistemático
del estado y de su capacidad de control. Durante la primera presidencia democrática la
revancha del Proceso consistió en abatir el orgullo regenerador de quien creía poder ignorar
la urgencia de asumir las transformaciones de la Argentina sobrevenidas desde 1976.
Durante la segunda presidencia, la sombra del Proceso, su revancha, confluyó con el ánimo
de una sociedad mayoritariamente dispuesta a aceptar transformaciones que hasta entonces
había juzgado inaceptables, y que tenían como objeto principal el estado, o lo que quedaba
de él.
La tercera gran desilusión ocurrió a fines de 2001 y golpeó sobre una sociedad donde los
efectos del empobrecimiento y la polarización, irreversible en lo inmediato, eran evidentes,
como también lo eran los efectos negativos de las transformaciones del estado. La crisis
económica, que repetía, muy agravada, la de 1989, estuvo otra vez unida a la debacle de un
gobierno no peronista. El cuestionamiento recayó en el conjunto de la llamada clase
política, cuya transformación en corporación –una más, de entre las muchas dedicadas a
exprimir al estado- eran groseramente visibles. Todavía está presente, en la consigna de
“que se vayan todos”, un elemento de la cultura política nacida en 1983, de cara al Proceso:
la bondad de la sociedad y su capacidad para regenerar la política. En cambio, la fe en la
democracia, en su potencia y bondad, cayó por el piso. Por primera vez era acusada no ya
de ser impotente e incapaz de producir la felicidad, sino inclusive de ser responsable de la
miseria y la desigualdad.
Fue la culminación de la desilusión democrática. La desilusión democrática –un efecto de
aquella ilusión excesiva- arrastró consigo muchas buenas intenciones y allanó el camino a
otras malas. 2002 fue el año de la ira, los jacobinos y el regeneracionismo: la apuesta a una
solución mágica, que saldría de una sociedad sin culpas ni responsabilidades. Pero el
ánimo regeneracionista pasó, y la democracia obtuvo en 2003, veinte años después, un
moderado voto de confianza, cuyo sentido no es claro.
Es posible –no se si probable- que la crisis de 2002 haya acelerado el tránsito hacia una
cierta madurez que, sin perder lo fundamental de la ilusión democrática, permita advertir
que la política democrática consiste, como cualquier otra forma de hacer política, en asumir
que para quien gobierna hay opciones, y que todo lo genéricamente bueno, o todo lo que es
legítima aspiración de un grupo, no puede hacerse simultáneamente. También, que la
política democrática se basa en una articulación de derechos y de obligaciones, parte de una
carga común que los ciudadanos deben asumir colectivamente.
Pero también es posible que la crisis haya confirmado que aquella democracia imaginada
en 1983 es en realidad una flor exótica en la Argentina actual, en la que el déficit de
ciudadanía es cada vez mayor. Es fácil pensar, en efecto, que la democracia puede ser
apenas una forma superficial, que legitime malamente una combinación de clientelismo,
corrupción política, ratificación plebiscitaria y autocracia. Aceptar, en fin, siguiendo una
moda intelectual muy arraigada, que esa forma de hacer política es la propia de nuestra
identidad nacional.
El Proceso como fundamento de la democracia: un balance retrospectivo
Han pasado más de veinte años desde la fundación de nuestra democracia actual, y sería
pueril atribuir un peso excesivo a aquel condicionamiento fundador, por el cual su
legitimidad se afianzaba en la condenación del Proceso. Sin embargo, hay que señalar que
no solo se trató de la excesiva ilusión general, que llevó a una cierta subestimación de los
problemas heredados, y probablemente a una demora en encararlos, que condicionó la
manera como finalmente se los solucionó. Se trató también de la desilusión, del
movimiento contrario del péndulo, que finalmente alimentó el cinismo y la actitud
manipulativa, lo que es una de las peores perspectivas para la democracia actual.
La tensión entre ilusiones y posibilidades reales, entre promesas y realizaciones, es
constitutiva de la democracia: un régimen político laico e inmanente, que no se respalda en
creencias trascendentes. No habría democracia sin una ilusión repetidamente renovada.
Cualquier político sabe cómo despertar la ilusión, como mantenerla, como renovarla. Lo
hacen los grandes estadistas, y también, en su medida, los punteros de barrio. Del mismo
modo, las democracias concretas generan impaciencia, frustración, escepticismo, como
ocurre con cualquier experiencia humana cuando es confrontada con los valores que la
constituyen.
No debería causar extrañeza la existencia de este juego pendular, que es normal. El análisis
sobre nuestras circunstancias debe preguntarse, en cambio, por la amplitud del arco. La
desilusión democrática es tanto mayor cuanto más grande fue el impulso ilusorio previo.
También hay que preguntarse por cómo administran los dirigentes la desilusión, la
frustración ante las “promesas incumplidas”. El problema de la experiencia de 1983 no está
en una cierta distancia entre expectativas y realidades sino en la magnitud de la misma, y
consecuentemente, en la magnitud de la desilusión.
Nuestro punto en esta reflexión es que el péndulo llegó tan alto en 1983 porque a la natural
utopía democrática, que es una promesa para el futuro, se le adicionó una cierta manera de
ver el pasado: una construcción de la imagen de Proceso en términos tales que absolutizó
las promesas democráticas, las convirtió en taxativas y exigibles. En esa construcción de la
imagen del Proceso hubo una sobrecarga sobre el juicio –la repulsa que debía producir- a
costa de su comprensibilidad.
Juzgar y comprender expresan dos maneras diferentes de enfrentarse con el pasado. La
primera es la propia del ciudadano; la segunda, del historiador, o de cualquier otro que lo
mire en sede científica. Son dos extremos ideales, que en la práctica se conjugan, en
relaciones diferentes. En el origen de esta reflexión estaba la interrogación acerca de la
funcionalidad y eficiencia de esta imagen, construida por los fundadores de la democracia,
para el logro de su consolidación institucional. Cabe preguntarse qué hubiera pasado si en
la construcción de la imagen del Proceso, es decir en el examen de lo que por entonces era
el pasado reciente, los ciudadanos hubieran puesto en juego un mayo dosis de comprensión.
Sin duda, se habría debilitado la imagen demoníaca de la dictadura militar, y sobre todo la
de su omnipotencia, aunque más no fuera por mostrar la dimensión casi farsesca de sus
errores de apreciación y de ejecución. También se habría deslucido un poco la imagen de
su víctima, la sociedad, al mostrar, por ejemplo, que la violencia y el terrorismo político, o
el aprovechamiento de los comportamientos prebendarios del estado no eran fenómenos a
los que sectores de ella fueran ajenos. También el diagnóstico y el pronóstico habrían sido
distintos: más realistas acerca de lo que se heredaba y de las posibilidades de modificarlo, y
consecuentemente menos optimistas acerca de las posibilidades del nuevo gobierno y, más
en general, de la nueva democracia.
Ciertamente, con un comienzo de entusiasmos más moderados, el péndulo democrático no
habría llegado tan alto. Consecuentemente la desilusión posterior habría sido menor y más
fácil de manejar, y habría habido menos riesgos de que, sobre ella, se instaurara una
democracia cínica. Pero la pregunta es: ¿habría habido democracia?
La sabiduría ex post, propia del historiador, no alcanza para saber cuál habría sido el
camino alternativo. Podemos especular sobre lo que hubiera sido posible, pero poco
sabemos acerca de su probabilidad. Es posible, sin duda, que sin la construcción demoníaca
del Proceso la democracia hubiera naufragado de entrada. Como señalamos al principio, en
1983 no había gran cosa con que construir la democracia, salvo la ilusión. El derrumbe del
régimen militar podría haber transcurrido por otros caminos, como el que auguraba la auto
amnistía, que –bueno es recordarlo- recogió tantos apoyos complacientes. El estado de
derecho, afirmado en el juicio y condena de los comandantes, podría haber sido algo muy
distinto, y no haber servido siquiera como punto de referencia para evaluar el desempeño
real de la justicia. También es posible que, sin la fiebre democrática inicial, se hubiera
llegado más rápida y menos traumáticamente a la etapa de la democracia madura. Lo cierto
es que, por cualquiera de los dos caminos, el Proceso y su sombra habrían condicionado la
democracia construida en 1983.