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Libro el neurotico novela

Abstract

Novela

L EURÓTICO Dante Gabriel Duero Duero, Dante Gabriel El Neurótico. - 1a ed. - Córdoba : Alejandría Editorial, 2012. 172 p.; 20,5 x 13,5 cm. ISBN 978-987-1780-06-8 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 18/09/2012 De la presente edición: Copyright © 2012 by Dante Gabriel Duero Diagramación de Interior: Leonardo M. Santillán – Alejandría Editorial Diseño de Tapa: Dante G. Duero – Alejandría Editorial Arte de Tapa: “El alucinado” (Técnica mixta- 2009), Dante Gabriel Duero e-mail: dduero@hotmail.com Está prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método fotográfico, fotocopia, mecánico, reprográfico, óptico, magnético o electrónico, sin la autorización expresa y por escrito de los propietarios del copyright. IMPRESO EN LA ARGENTINA – PRINTED IN ARGENTINA Todos los derechos reservados - Queda hecho el depósito que prevé la ley 11723. Colombia 33 – Bº Nueva Córdoba Córdoba – República Argentina Tel.: + (54 – 351) 460 8065 A largo de mi vida había sido incapaz de concebir otra forma de amor y he llegado a la etapa en que a veces creo que el amor entero consiste en el derecho, libremente otorgado al amante, de tiranizar al amado El hombre del subsuelo, Fëdor Dostoyevsky Perdí en la memoria los contornos de los rostros que yo había amado con recogimiento lloroso. Y tuve la impresión de que mis días estaban distanciados por largos espacios de tiempo... y mis ojos se secaron para el llanto Los siete locos, Roberto Arlt El Neurótico Que sí, que no, que prefiero esto, que no, que mejor prefiero aquello otro. Nunca sé. Siempre dudo ¿Recuerdan a aquel gran médico que no hacía otra cosa que acumular las peores manías?. ¿Personaje de Moliere, cierto?. Sí. Sí. Bueno, también yo no puedo sino acumular manías. ¿Me quiere? ¿No me quiere? ¿La amo? ¿O la detesto? ¿Qué debo hacer? ¿Buscarla? ¿Extrangularla? ¿Olvidarla? Por lo general me cuesta decidirme... ¡Pero vamos! Pasen, adelante... Entren. Esta es mi habitación... Y a propósito, ¿Sabían ustedes que los templos de Esculapio fueron utilizados, originariamente como casa de refugio para inválidos y enfermos? ¡Oh y también como escuelas para médicos! ¿Será alguno tan amable de convidarme un cigarrillo?... Ah, sí… ya lo sé: está prohibido fumar aquí adentro ¿Por eso el gesto, no es cierto? Pero ya deje de mirarme usted así ¿No ve que me hace sentir incómodo? Ya está pensando que lo hago a propósito, que intento despistarlos, para así salirme con la mía. ¡Siempre es igual! ¡La culpa de todo la tengo yo!... Desde que tengo memoria… ¿Pero de qué hablaba? ¡Ah, los hospitales, es verdad!... Les decía que el auténtico período fundacional hospitalario fue muy posterior a aquellos edénicos días. Se inició a partir del siglo catorce, cuando aparecieron en Cesárea y en Roma los primeros asilos. Según entiendo fue el florecimiento de las órdenes monacales lo que dio lugar a la proliferación de estos “centros piadosos”. Y fue siempre bajo la dirección de la Santa Iglesia, la Católica y Apostólica, la Romana. Entonces se fundaron los grandes hospitales, el Hôtel Dieu, en París, por ejemplo. Estoy seguro que a usted, Doctor, esto lo aburrirá. A usted le gustan las tripas y yo hago mal en hablarle de estas cosas. Pero es la historia de la historia. Ella nos enseña el trasfondo, el argumento que nos condujo a dónde estamos, más allá de las voluntades humanas, arbitrariamente, casi por cuestiones 7 Dante Gabriel Duero meramente coyunturales, como una yuxtaposición de contingencias. ¡Es por ello que no debiera despreciarse el conocimiento de la historia! Porque nos revela el sinsentido. Mi biografía, por ejemplo, fue un encadenamiento de contingencias… En fin… decía yo: cuando miramos hacia atrás, vemos un poco lo que somos. Respecto de su medicina, mi querido señor, avanzó al igual que la religión: de la mano de la miseria humana. A mayor miseria, mayor ha sido el beneficio recogido. Porque, reconozcámoslo, de igual modo que la Santa Iglesia, también la medicina, que se aposentó bien cerca de todas las formas de la miseria, no lo hizo para eliminarla sino para alimentarse de ella. ¿Sabe que en un comienzo los asilos se construyeron, al igual que las huertas, en el fondo y como parte integral de los monasterios? Detrás de la capilla, típicamente se edificaba una casa rectangular de dos o tres pisos, con una fachada gris por lo común, a la cual se le eliminaban los adornos y cuyas ventanas eran cubiertas por gruesas rejas. Después de atravesar la corpulenta puerta central y tomando por una de las galerías laterales que se extendía a lo largo del perímetro de la edificación, uno podía arribar a uno de estos espacios destinados al alivio espiritual de los desafortunados del siglo. La historia se repite. Y se repite. Y se repite... Pero vamos mejor al grano... Ustedes quieren ayudarme, dicen. Pues bien: yo quiero ayudarlos a ustedes. Voy a ayudarlos a ayudarme. Pero antes… déjenme preguntarles ¿Estoy en verdad enfermo? Porque en ocasiones dudo incluso de ello y con la duda me pregunto: ¿No será que soy un visionario, un esclarecido, un vanguardista? ¿No ha ocurrido que cada adelantado a su época ha sido tildado, por sus coetáneos, de sibilino y de loco? Y aún si fuera el caso, todavía si fuera cierto que estoy, como ustedes dicen, desequilibrado ¿Creen que mi patología tenga 8 El Neurótico cura? Pues yo opino que no. ¿O sí? ¿Y si ésta fuera mi esencia? Quizá no haya nada que hacer. Aunque mi esencia es también hallarme confundido. Y dudar. Siempre estoy dudando, como dije, diciéndome que sí, que quiero alguna cosa pero que quizá no sea conveniente, así que mejor no, no la quiero, etcétera. Me digo que es preferible preferir otra. O que tal vez sea preferible no elegir. Quizá fuera mejor temer. O tal vez confiar sea lo apropiado. A veces me parece que no estaría mal dejar las cosas como están. ¡Y entonces se me ocurre que debiera más bien mandar mejor todo al mismísimo diablo! ¡Estoy harto! Nunca puedo saber, nunca estoy seguro de nada; por más que lo intento. Por eso creo, o más bien, estoy convencido, que la tarde comenzará otra vez su transcurrir inalterable y yo pasaré otro día entre estas cuatro paredes, titubeando, soportando las penurias de mi cuerpo, de vivir adentro mío, observando vuestros rostros, que asedian (como los cuervos asedian a los moribundos, que caminan desorientados por desérticas planicies de arena y de sol, sin más compañía que su sombra de almas en pena), consciente de que mientras a mí la vida se me escapa, no deja de haber delicias para otros, más afortunados, que dichosos se pasean allá afuera, sintiendo que tienen lo que quieren, o al menos que saben qué desean... Eso que es tan fácil, para otros, para mí se convierte en el mismísimo infierno. No sé elegir. No sé hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de lo que acabo de comentar. ¿Y si dije algo malo? ¿Y si hubiera ofendido a alguno de ustedes? ¿Debiera importarme? ¿Me arrepentiré? ¡Debieras haberte quedado callado, imbécil! Siempre me lo digo. Una y otra vez me digo: “Mejor quédate en silencio”. Pero después me olvido. Y hablo. Y me arrepiento. 9 Dante Gabriel Duero Pero mejor vayamos al grano, ya que lo que a ustedes les interesa saber, lo que esperan comprender, es cómo es que he llegado a caer en este estado, cuáles han sido esos peldaños en mi biografía que me hicieron descender, paso a paso, hasta el sótano en que me encuentro. Pues muy bien, a ver… a ver… permítanme concentrarme… Vamos … ¿Qué les estaba diciendo? Ah… sí… Me preguntaban… ¿De qué forma he permitido devenga este estado de derruimiento en que se encuentra mi alma?... ¿Me preguntaban?... No… yo simplemente iba a decírselos… ¡Ah! Creo que voy a llorar… Snif… Snif… 10 El Neurótico Díganme señores: ¿Adónde voy a hallar consuelo para soportar con coraje el agusanamiento que mi espíritu afligido ha ido adquiriendo con los años y las desilusiones? ¡Yo, que he amado, señores, que he amado y que he jurado darlo todo por amor, he llegado también, después de conocer la horripilación del amor, a jurar sobre la sangre de los míos, bastardear su obra inmunda por los siglos de los siglos! ¡Pues yo, les digo, aborrezco el amor! Fue el amor lo que me hizo hundirme en este fango... Fue por amor que conocí el horror, el hastío y la vergüenza. Esta clase de sentimientos, todos ellos hijos suyos, me han ido careando, lentamente, como si mi aliento y mi existencia fueran el colmillo de un animal enfermo. Así he sido puesto en el sitio en que hoy me encuentro, despojado de mis ropas y de mi nombre, sin derechos, convertido cívicamente en un incapaz y sintiendo que no tengo ni un gramo de dignidad en el que ampararme. Porque se me ha quitado todo, absolutamente todo. Y ya ahora ni siquiera se me otorga, por un principio de caridad, el crédito de tener al menos un punto de lucidez. Pues hasta la responsabilidad o la competencia para juzgar mis acciones me han sido hurtadas, usando como argumento toda clase de patrañas. Porque dígame cada uno de ustedes, con una mano en el corazón, si en verdad se creen distintos de mí… ¿Creen que ustedes habrían actuado diferente?… Después de haberse tragado toda su ciencia ¿Pueden asegurar que entre sus actos y los míos hay alguna clase de distinción? ¿Suponen acaso, que gozan de una pizca más de libertad de la que yo creo tener cuando me conduzco como me conduzco? ¡Cuánta farsa, caballeros! Porque ni ustedes son tal libres ni yo el idiota que suponen. Llaman cordura nada más a una circunstancia. Y sin embargo continúan obstinándose. ¿No dijo Ribot que es un error hacer de la voluntad una facultad, que 11 Dante Gabriel Duero con ello todo se hace simplemente más oscuro? ¿O fue Janet?... ¡Ah, no tiene importancia! Lo claro es que no hay ningún misterio con respecto a este punto, pues la voluntad no es causa de nada y el libre albedrío no tiene otro sustento que las delaciones de un grupo de chiflados. Las tendencias a la acción, todas ellas, caballeros, son consecuencia de las circunstancias, de la interacción entre el medio y algunos impulsos internos infinitamente simples. ¿O no? ¿Creen que me equivoco? Quizás. Tal vez haya algo de azar… No sé… Pero de algo estoy seguro: respecto de mis circunstancias, mis queridos, han sido de verdad amargas, pues escarbé en el bajofondo lodoso de la insensatez y por ello he vivido insanamente... Nunca supe. Siempre dudé. ¿Cómo haría ahora, entonces, para justificar y luego aplacar tanta sensación de vergüenza? Porque les juro que he conocido esa sensación; yo, que alguna vez fui alguien decente. ¡Y aquí estoy, ahora, frente a ustedes, sintiendo cómo mi vida mental continúa desintegrándose, por completo, debilitado y atravesado por este dolor moral y, también, por esta calma enfermiza, que se expresa en palabras a las llaman delirantes y a las que, sin embargo, en la soledad de su lecho reconocerán elementos de lucidez, de coherencia! ¡Porque no estoy loco! Saben: una piedra, caballeros, puede obstinarse y sin embargo caer por la pendiente… ¡Caramba! ¿Qué habré querido decir con esto último?... A veces no me entiendo… Bueno, no tiene importancia. 12 El Neurótico ¿Les cuento una cosa? Hoy me he dicho: Julián, soporta esta debilidad; sopórtala junto a estos señores. Has como Jesucristo. Has como Gandhi. Tolera esta debilidad que te cala los tuétanos y el corazón mismo de la existencia. Asumir que es lo que te está destinado en esta vida, eso es lo único que te queda por hacer. Después de decirme eso, me he conminado. Al igual que un mártir virtuoso, todo lo toleraré. Pues no soy otra cosa que un santo. Un santo que paga con los pecados de la humanidad. Sufro. Dudo. Y no me quejo... ¿Además, por qué habría de quejarme? ¿Qué cosa mundana puede importarme a mí a estas alturas? ¿En qué puede conmoverme, por ejemplo, lo que pudiesen llegar a decirme ustedes o lo que tuviera, incluso, que sucederme de acá en más? Yo, Doctores: ¡He conocido el horror! ¡El horror y la vergüenza! ¡He vivido una sucesión de pérdidas contiguas! Eso y sólo eso ha sido mi existencia. Y yo soy… soy... ¿Qué soy?... Un fracaso vivo, un mendigo de desgracias y patetismos. Eso soy. ¿Eso soy? ¿Pueden ustedes, que se guardan para sí el derecho de saber, de decidir, de optar, de comprender qué es mejor para los otros decirme al menos qué soy?... Ustedes, montón de comedidos, díganme: ¿Los ha llamado yo? ¿Les he pedido ayuda? No. No he sido yo el que los llamó, eso es seguro… ¿O sí? ¡Comedidos! ¡Patanes! Nada saben, nada entienden. No tienen idea de lo que es tener que soportar humillaciones, vivir de ellas, estar inmerso en la degradación y en la duda mientras se ve pasar frente a uno a mujeres de grandes ojos claros y naricitas respingadas, acompañadas por caballeros que, enfundando sus portes atléticos en trajes de bonitos colores y botones dorados, denotan desde la altura de sus 13 Dante Gabriel Duero pretendidas alcurnias, su desprecio para con los que -así se hablan esta clase de sujetos a sí mismos- no han podido “domeñar su destino” ni abandonar, por iniciativa propia, su condición de “donnadies”! Porque eso es lo que creen ellos. Y eso mismo nos quieren hacer creer a nosotros: que con la voluntad basta. Para estos señores, nada tiene que ver la condición en que nos encontramos con cosas como “el linaje”, “las relaciones” o “el dinero”. Basta siempre con la actitud, con la voluntad. Con tenacidad cada cual lograría ocupar el lugar que se merece, si pusiese el suficiente esfuerzo. Así que, para esa clase de individuos, el fracaso no es sino sinónimo de vagancia, de comodidad. ¡Ya los quisiera ver a esos idiotas, vivendo en el cuerpo de un enano o cargando con alguna deformidad, una cabeza de más, por ejemplo, a ver qué tan lejos llegarían con sus razonamientos! Qué sencillo es sentirse dueño del mundo cuando la buena fortuna nos ha sonreído, cuando uno no es, en definitiva, un pelagato. Por lo demás, estoy seguro que también ustedes piensan así; como ellos quiero decir. Cada quien logra lo que merece, se dicen. Todos ustedes se han acostumbrado a usar palabritas como “honor”, “esfuerzo”, “dignidad”, “justicia”, “derecho”… Creen que es gracias al esfuerzo y al ejercicio del talento recibido que desarrollaron las facultades y las licencias de que hoy gozan. Y piensan, además, que son las leyes jurisprudenciales las que determinan, bajo la cuenta de no se qué código, los derechos y obligaciones de cada cual. Parecen pasar por alto, en cambio, que los que hacen las leyes escriben desde el banquito más alto, así como también que cada derecho se termina precisamente allí mismo dónde empieza el antojo o el capricho de algún otro más musculoso. ¡“Valores”, “resguardos legales”, “garantías civiles”! ¡Qué cretinada! ¡Por favor! 14 El Neurótico ¡Todo es bajeza! La historia nos lo muestra… Cada vez que los intereses comunes han competido con los de algún gandul, haragán pero poderoso, las democracias y con ello también todos los códigos y los manuales de derecho han tambaleado y han saltado por los aires. El Estado es la mismísima comprobación de lo que digo. ¿O no? Mis propios “derechos”, por ejemplo, vean como son puestos en este momento a un costado junto con mis documentos y mis ropas, todo ello con la excusa de que se está preservando así a otros y mí mismo de mis locos impulsos. ¡Toda esa comedia! ¿A quién pudo ocurrírsele hacérnosla creer? ¿A quién? ¿Eh?... No hay respuesta, lo ven. Nadie dice nada. Y entonces llega la duda… ¿Habré dicho bien? ¿No habré hecho alguna afirmación equivocada?… ¿Cómo puede uno sentirse tranquilo si no está seguro de dónde queda arriba y en dónde abajo? 15 Dante Gabriel Duero Pero volvamos, mejor, a ustedes. ¿Qué han venido a buscar? ¿Qué es lo que quieren saber? ¡Ah! Ya lo imagino ¿Lo imagino?... Trato. Trato de imaginarlo. Ustedes pretenden explicar, comprender, saber por qué lo hice, por ejemplo; o hallar las causas. Han de encuadrarlo todo dentro de un marco de racionalidad, sea éste el de mis pensamientos o, si ello no fuera posible, el de la frágil bioquímica del cerebro, y como todo el mundo quiere saber -pues aunque no lo asuman tampoco ustedes toleran el abismo de la duda-, si no les digo yo alguna cosa, no vacilarán en adjudicarme los motivos y las razones que sean necesarias, a fin de volver a este conjunto de contingencias, esta amalgama de hechos inexplicables que es mi vida, una comedia con forma de bonita historia. ¿En dónde quedaría sino vuestra cara cordura? ¿Dónde su falsa ciencia? Degusten entonces sus golosinas, mis amigos ¡Pero sepan que son puras palabras! Lo inexplicable se les filtrará, como esos sueños, que producen monstruos, los del pintor gallego… ¿No es así, me dicen? ¿Ah, no era gallego? Pues yo pienso que sí. ¡Está bien, le creo, no hablaba ya del pintor! ¡Eso fue sólo para ilustrar!... Supongamos que no fuera gallego, vale… ¡Ya! ¡Ya!... No importa dónde nació. A lo que intentaba referirme era a su ciencia, a que todo deben hacerlo pasar por el molino de la sensatez; necesitan dar cuenta, entender los por qué para hallarle sentido a esta sucesión de pérdidas, a este sueño que viene siendo soñado por un idiota o un microcefálico. Y ahora me obligarán a mí, que estoy enfermo (enfermo de duda, de dolor moral, de estultitia), a darles las herramientas que creen necesitar. Quieren clasificarme. ¿Es para poder, así, dar asiento a mis actos? Actuarán como hace la policía, que luego de escribirnos una confesión por un crimen que no cometimos, nos obliga, bajo tortura, a firmarla. De igual forma harán ustedes 16 El Neurótico cuanto esté a su alcance para obligarme a aceptar que mi acción fue no el resultado de arbitrariedades ni la consecuencia de que el mundo es un lugar ridículo y absurdo, sin ton ni son, y que tampoco ha sido el efecto de que vivamos en una sociedad despiadada. Nada de ello; tratarán de convencerse de que este arrebato de demencia, que me condujo a mi actuar irresponsable, no es parte de nuestra naturaleza profunda, que nada tiene que ver con nuestra esencia común, que es una desviación, el resultado de alguna disfunción, de algo que ha enfermado la constitución de mi cerebro. Pero… ¿No es posible que haya nada más querido actuar así? ¿No es factible que haya querido, y sin embargo, no padezca ningún trastorno? No sería posible que simplemente a mí el mundo no me guste, que haya estado tratando de cambiarlo, o que nada más pueda haber estado confundido por la duda y, como resultado de ello, en algunos momentos haya querido una cosa e inmediatamente después su opuesta?... Y sin embargo, también les digo lo contrario. Porque pude haber sido una reacción, sí, la patética consecuencia de ser un fantoche, alguien provocado por la tiranía de lo real. Desde antes, desde siempre, todo estaba destinado en mí al fracaso. De modo que yo he buscado ese fracaso. Y sin embargo el fracaso me ha caído, sin que yo lo busque. ¿O no?... ¿Tiene sentido lo que digo? ¿No?... Snif…Snif… Creo que lloraré un poquito. 17 Dante Gabriel Duero Ahora déjenme que me acomode y que beba un poco de esa agua herrumbrosa que ha colocado la enfermera dentro de aquel cacharro. ¡Ay, el horror, la calma y la vergüenza!.. ¡Cómo pueden ustedes no compadecerse! Yo… soy una víctima. Una víctima. Ustedes verán si les va o no entender. Hagan lo que les plazca. A mí me da exactamente lo mismo. Me da lo mismo porque se una gran verdad: moriré, señores. Lo sé. ¿Lo sé?... ¡Sí! ¡Lo sé! Explotaré como una cucaracha. ¿Piensan que desvarío? ¿No me creen? ¡Ah! Tampoco lo creía mi rolliza mujer, cada vez que le decía que moriría. Y sin embargo estuvo sólo a un paso, a un único paso. Yo he tenido que soportar el horror, la vergüenza y esta calma, que surge de saber que nada me importa ya ¿O acaso sí?... Porque… ¿Y si todo me importa demasiado y por ello siento como siento? ¿Si fuera así? ¿Si fuera que me importa? ¿Me importaría que me importe? Eso me pregunto yo. Ya ven como dudo… Dudo de todo… todo el tiempo… Y con respecto a morir… ¿Si llegara a descubrir que el asunto me preocupa, justo cuando ya fuera demasiado tarde? ¡Ello sería horrible! ¿Si ocurriese que en verdad el tema no me tiene sin cuidado, Doctor? Sería como arrepentirse del suicidio cuando uno ya ha saltado al vacío… Me desespera pensar así… Quiero decir: hasta hace un momento creía que morir no me importaba. Pero después de decirlo, la inseguridad volvió a surgir: ¿Y si me importa?... Ahora comienzo a experimentar miedo… miedo de sentir miedo. ¡Ay de mí! Tengo tanto temor. Agarre mi mano Doctor… No debí hablar de esta manera… Snif… Snif… ¡No me quiero morir! ¡No me quiero morir! ¡Quiero vivir! ¡Vivir! ¡Para siempre! Ayúdeme. Ayúdeme Doctor. Sí, ya lo sé, ya lo sé… Usted desconfía. Tal vez piensa que estoy exagerando. Puedo adivinarlo por sus 18 El Neurótico gestos. Bueno, pues puede meterse sus desconfianzas donde ya sabe. ¡Y suélteme… devuélvame mi mano! Acabo de decir que sentía miedo, miedo de morir, cierto, pero no es verdad. Sucede que a veces me confundo, ya lo he dicho. Con mis emociones, por ejemplo, me sucede como cuando era niño, que confundía la mano izquierda con la derecha. Nunca sé exactamente qué siento. Tomo un estado de ansiedad por pánico, por caso, sólo porque me están sudando las manos y me late el corazón un poco más de prisa que de costumbre. Sí. Así es. Me digo que siento pánico. Y me asusto. Hasta que me doy cuenta que sudo porque acabo de cruzar la calle corriendo. Entonces me río. Así que no se fíen de mí. Incluso sobre lo otro… Afirmé que iba a morir. Pero tal vez no sea así. ¿Cómo podría yo saber si voy o no a morirme? Quizá estoy destinado a vivir por siempre. Igual, por lo que resta, morir será un alivio. Todo esto no es tan divertido como quisieron hacernos creer los pornógrafos del siglo. Díganme: ¿Por qué habría de temer yo a la muerte? Nada más se me apagará el televisor. ¿Después? Ojalá me pudra como un hongo, bajo la tierra. O mejor: que mi cuerpo se convierta en caucho. Así me queda el consuelo de saber que ni de abono voy a servir. Créanme: no hay ninguna posibilidad de transmigración para mí. 19 Dante Gabriel Duero Pero ya, mírese usted ahí, tan quietecito, con ese delantalillo ridículo. Y vean a aquel otro, allá, confiando su ciencia al escalpelo galeano. ¡Vamos señores: diseccionen, clasifiquen! ¿No van a anotar nada?... ¿No?... Está bien. Mejor así. Claro que sí. Olvídenlo todo. Pues les aseguro que la verdad no está aquí afuera. Tampoco en los que les digo. ¿O acaso sí?... ¿Acaso haya en lo que cuento algo de cierto?... ¡No sé! ¡No sé!... ¡Yo no sé nada!... ¡Nada de nada!... ¡Eh, usted, el de más allá, déjeme decirle que esta habitación huele horrible! ¡Y las sábanas que me han puesto! Están amarillentas. ¿Es que las lavan con bilis y con orín? ¿Quieren enloquecerme con la rispidez de estos miasmas? ¡Qué hospital de porquería! Un desastre, eso es lo que es este hospicio! 20 El Neurótico Sí, sí, están en lo cierto. ¿Por qué me preocupo de estos asuntos si soy, como digo, un ser predestinado a morir y más cuando he dicho que morir no me importa? Tienen razón. Fue un desliz. Me confundí. Porque es verdad: no me inmuta… Además que no tengo a qué temer; no hay ninguna cosa que de verdad me acongoje... De modo que tampoco me importa que la habituación huela a polilla y orina. Pero hay algo ¡Oh, sí!... Hay una cosa que me carcome, y es que quería destruir un pedazo de mundo, llevarme al infierno una fracción de esta inmundicia, matar a mi monstruosa concubina. Y fallé. Sí señor, he fallado. Quería cometer un acto de justicia. Y fracasé. ¡Qué vergüenza! ¡Oh sí, qué vergüenza! Pero: ¿Usted cree que soy capaz de avergonzarme, Doctor? Ni el haberlo querido cometer ni haber sido incapaz de completarlo son cosas que me produzcan vergüenza. No tengo pruritos. Enojo, en todo caso, eso sí puedo sentir. Y ni siquiera mucho. Porque en lo profundo, en lo más hondo, tampoco esto me inmuta. Y es que soy un grandísimo optimista, una especie de santo de la resignación, quiero decir. Si la montaña no viene, yo tampoco voy. Porque a mí la montaña me importa un cuerno. ¿Para qué necesitaría yo de ninguna montaña? No hay nada que valga la pena. A esta altura de los acontecimientos lo único que necesito, señores, es una buena hembra, voluptuosa, ramera, una gran hembra latina. ¡Eso es lo que necesito! A la enfermerita aquella, la que me cambio la ropa ayer. ¿Es riojana esa petisita? Me encanta su acento ¡A ella la necesito! ¡Ah! ¡Sabe de quién hablo, Doctorcito! ¡Qué degenerado! ¡Las inmundicias que hará con ella durante sus guardias! ¡Ya veo el brillo de la desfachatez en sus ojitos! Y no puedo reprochárselo. Es una vaca impúdica la pigmea. Y exagerada. ¿Cierto? Un tanto bigotuda, es la 21 Dante Gabriel Duero verdad; de todas formas no es nada que no pueda remediarse con unos tragos de por medio... ¡Oh! ¡Sí que los conozco a todos ustedes, pervertidos! ¡Como a mi propia inmundicia! Pero es que así es el universo. Basta conocer una parte para saberlo todo. Y debo decir que no fui yo quién hizo al mundo como es. Fue el tiranuelito. Ustedes y yo somos sus víctimas. Pese a ello es necesario ser optimistas. Aprender a vivir con lo que se tiene y con lo que se es. A cada uno lo que le toca. Y si lo que nos han repartido es justo mierda, pues bueno, a joderse. Y a comer. Porque ¿Qué cabe esperar de esta casualidad cósmica? Sólo otras casualidades. Ninguna cosa decente. ¡Que si uno no salió jorobado o con un pene en la frente ya es demasiado pedir! A veces hasta sospecho que ni siquiera hay un verdadero responsable, algún cretino al que se le pueda echar culpa ¡Miserable porquería!... Quizá ni siquiera existe el cobarde…Por ello yo me he vuelto de la extinta especie de los optimistas. Si un día me digo: puede que mi vida esté perdida, enseguida me respondo: pero ¿cuál no? Es factible que haya a quienes les importe preocuparse. No a mí, caballeros... no a mí... ¿Qué cosa podría intranquilizarme ahora? ¿En qué asunto podría irme peor de lo que ya me ha ido?... ¡Si ni siquiera pude matar al hipopótamo! 22 El Neurótico Bueno… que les parece… ¿He dicho bien? ¿Están de acuerdo con lo que señalo? ¿No soy un sabio?¡Oh, espero no haber mencionado nada ofensivo!... Tal vez debí omitir lo de “tiranuelo”, por ejemplo… Es verdad… O eso de la casualidad cósmica… Era innecesario… Figúrense: ¿Y si “aquél”- me refiero al de allá arriba- realmente existiera? ¿Y si tomara mi forma de expresarme como un agravio? ¡Ay! ¡No querría vivir el castigo eterno!... Debí callarme… ¡Cómo me arrepiento!… No fue correcto hablar de ese modo… ¿Por qué tendré esta bocaza?... cof, cof… cof, cof… ¿Qué decía Doctor? ¿El que hablaba era yo?... ¿Está seguro?... Parece que hace un lindo día afuera…. ¿Ven aquél pajarito? En la rama del eucalipto… ¿Es una reina mora? Por el color, lo parece. ¿No?... ¿Un tordo, tal vez?... ¿Verdad que hace un día espléndido?... ¿Tienen piscina, aquí? ¿No?... Tiene razón… tiene razón… Esto no es un hotel, claro que no. 23 Dante Gabriel Duero Pero quería yo narrarles otra cuestión… Saben, cierta vez caí en la cuenta de que no somos en nada distintos a los gusanos. No es una metáfora. Lo digo en el más literal de los sentidos. Vean. Al observar mi cuerpo desgreñado no me parece que éste sea algo distinto que un tubo, continente de vísceras, de humores y excremento, un tubo con varios agujeros distribuidos a lo largo de sus dos extremos. A veces me pregunto: ¿Será que tenemos tantos agujeros para que la pestilencia salga? Los ángeles, por ejemplo, eso seres puros: yo no me imagino que tengan agujeros… En fin: ¿No es gracioso venir a darse cuenta a esta altura que uno es una lagartija, una alimaña, una lombriz coqueta y vanidosa que se pinta los ojos o se pone corbata; una sanguijuela con hábitos graciosos, que en nombre de conceptos metafísicos comete en ocasiones la felonía de unir, en una orgía de fluidos y babas, la punta de su tubería con alguna de las de algún otro anélido cercano, conformando no sé qué entramada red de salvoconductos? Sí, un inmenso y horrible salvoconducto cloacal. ¡Me dan ganas de llorar de la risa cuando lo pienso así, lo que es casi todo el tiempo! Artefactos devoradores de carbono y oxígeno... nada más. Eso somos. ¿El alma, el espíritu, las cualidades morales? Vean amigos: no es preciso ser muy hábil para no llegar a ser del todo estúpido. ¡Que le vayan a otro con toda aquella cháchara! Al asunto ese lo inventó de seguro un judío vendedor de libros. O un romano con capucha roja que decidió cambiar la figura del emperador, por la de un papa maricón. Palabritas, conceptos, dispositivos discursivos. ¡Nada más eso, son! Tan sólo herramientas de mono tramposo, útiles, sí, para el sostén de los arzobispados y los estados y para hacer que los que trabajen sean siempre otros. Cierto es que sin toda esa mascarada, sin el consuelo de semejante bastidor de ilusiones, uno 24 El Neurótico debiera suicidarse al momento mismo de nacer. Tal vez sea por ello que todas las culturas tienen sus mitos y sus religiones. Y con respecto al resto, a lo que llamamos "realidad", pues no hay más para decir que se trata de un delirio compartido, la creencia que los gusanos coquetos tienen, cuando piensan que se entienden unos con otros, que cuando dicen "mesa", "silla", "país" o "democracia", todos entienden lo mismo porque saben exactamente a qué cosa están refiriéndose. ¡La más perfecta confabulación! Lo puedo ver. Si despertásemos del sueño reviviríamos Babel. ¡Qué mentira hemos creado! ¡Por Dios!... Bueno Doctor, lo de “por Dios”, es un decir. 25 Dante Gabriel Duero ¿Saben qué? Hubo un tiempo en que pretendí llegar a ser un gran artista, un genio consumado. Pero, como les haré saber, mi enanismo moral y mi tullidez estética no me permitieron subir más allá de mis tobillos. Además: ¿Por qué quería ser yo un gran artista? Pues porque soy un presuntuoso, un patán, un vanidoso. Mi gran error fue creer en la dignidad. ¡Siempre pretendí ser alguien digno! Es ese el karma de mi clase. ¿Creen que me entristezco de ser consciente de esa verdad? No, caballeros, ni un poco. Me acostumbré. Todo gracias al Vasco Miniagurria. Por obra y gracia de mi amigo he aprendido ciertas cosas; por ejemplo, que los otros no son mejores y que cada cual es lo único que ha sido capaz de ser, como querría el Panglós ese. Ocultando nuestras partes de forma más o menos satisfactoria- decía Miniagurria- un día habremos de enfrentarnos a lo que de verdad somos: lisiados, jorobados morales. Sufrimos una enfermedad deontológica. No somos seres malditos; ni siquiera malvados, sino eunucos engreídos, tubos llenos de intestino, llenos de sangre, o de bilis y de excremento. Nada más. Sin embargo, levantamos nuestras narices y nos pavoneamos en medio de otros infelices de igual condición. ¡Ah, Doctores! El ser humano es una criatura exquisita. Me divierte y conmueve, definitivamente. Lo extrañaré cuando ya no esté. Sí, definitivamente extrañaré a la ladilla en el futuro. Pero no me arrepiento. Me debo al sacrificio. Y es que no sirvo. He crecido desviado, como un árbol sin guía al que hay que cortar. Les diré: todos tendemos hacia alguna forma de pecado. Yo he sido un presumido. Creía que alcanzaría un día los umbrales de la grandeza y el éxito. Pretendía que se me admirara y se me glorificara. Y como buen presumido, era completamente refractario al 26 El Neurótico reconocimiento de mis limitaciones. Jamás había hecho nada que indicase que yo fuera distinto al más común de los mortales. Sin embargo, me sentía prometedor. Me costó años descubrir que el alcance de mis promesas apenas si me dejaban en el hall de la fiesta, mientras otros ya estaban repartiéndose el banquete. Entonces mi vida se arruinó, junto con mi cordura. Y en vez de una joven promesa, pasé a ser un fracaso envejecido… Ahora mi privilegio es ser conocedor de esta verdad. Como sabrán, el de la frustración suele ser el estado más común, entre la gente vulgar. “Casi”, “A un paso de”, dicen, refiriéndose a lo cercanos que han estado de llegar… ¡Pues es exactamente ese detalle, el “casi”, lo que exalta a los talentosos y hunde en el fango de la arrogancia insatisfecha al infeliz! ¿Quién no ha llegado a tener grandes ideas, portentosos proyectos? Hasta el sujeto más prosaico y banal. Preguntémosle sino a Gómez, mi compañero de habitación, aquí presente ¡Díganos Gómez! ¿Tuvo o no tuvo alguna vez un plan brillante, usted? Cuénteles a estos caballeros sobre sus proyectos de inventor… ¿Y cómo le fue?... ¡Vamos, señor, no se nos haga el ofendido!... Bueno, muy bien, dese la vuelta y manténgase callado si así lo prefiere, que no hace falta que nos diga nada. ¿No lo ven perfectamente, acaso? ¿A qué adjudican su silencio hosco? Puro resentimiento, señores. ¿No les decía yo? Lo que caracteriza al talento, al genio, es su posibilidad de materializar sus proyectos, de hacer algo concreto con los sueños. En el fondo, aunque nadie se dé cuenta de ello, todos nos creemos especiales. La culpa la han tenido nuestras madres. Piense: somos nada más que un pedazo de ellas, como un matambre, como el hígado o el intestino… sólo que a partir de cierto momento empezamos a crecerles fuera. ¡Cómo no se iban a encariñar con nosotros! ¡Cómo no iban a hacernos 27 Dante Gabriel Duero pensar que somos únicos! Una madre es parecida a un gangrenoso: también el gangrenoso se encariña con la pierna que acaban de cortarle. Pero es que… ¡Es un pedazo propio!... En fin… volviendo al otro tema… Les decía: siempre será mejor quien haga las cosas en vez de sólo pensarlas. Los demás, los “soñadores”, pertenecerán a la clase de individuos “especiales” que se pasan la vida entera desapercibidos, definitivamente jorobados. Eso es algo que a muy pocos le gusta ver. 28 El Neurótico Yo llegué a entrar en los círculos de las preliminares, señores. Estuve allí. Un día lo abandoné todo. ¿La causa? La causa siempre es una mujer. Y después, Osvaldo, Osvaldo Miniagurria. De él no le voy a hablar, acabo de decidirlo. Una mujer, dije. ¡Y resulta que es muy fácil echar la culpa a otro de nuestra ineptitud! Lo único que verdaderamente hizo la pobre fue abrir mis ojos, mostrarme que era yo un ser tan incapaz para el amor y la vida como para la creación y el descubrimiento. Abrió mis ojos y me evidenció mi esencia humana. Por esa muchacha junté el coraje como para acceder, por fin, a un gesto noble y dejar de intentar vejar la gloria y el triunfo en nombre de la nada que yo era, asumiéndome finalmente, reventado y despreciable. De manera que no puedo yo hacer otra cosa que agradecerle. Eso es una cosa que terminé de comprender recién hace poco. Sí, hoy le agradezco a la muy pícara. ¡Ha sido una gran mujer! Aunque pícara, demasiado pícara… Puedo, sin embargo, ser objetivo, no obnubilarme por la emoción y decir que, aunque esa jovencita me haya librado de mi ceguera y luego me haya mostrado mi mediocridad y la vana esencia del mundo, nada de eso significa gran cosa, porque no lo hizo porque quiso, sino porque no tuvo otra opción. ¿O sí?... ¡No!... ¡Y tampoco fue una gran mujer! ¡Es una tontería de mi parte, lo reconoceré, decir que ella fue una gran mujer! Fue sólo una putilla que hizo lo que pudo. Al igual que todo lo que me rodeó en aquel momento, actuó también ella desde su fragilidad de espíritu. Nos comportamos basándonos en términos de economía. El menor esfuerzo. El camino más corto. El mayor beneficio. ¡Y el puterío! ¡Siempre el puterío! Todos somos un poco “putas”. Nuestros actos se gestan en el nivel del instinto, del hábito y la irresponsabilidad. Sólo 29 Dante Gabriel Duero nos importa llevar harina para el propio costal. Por ello es que no tengo nada que agradecerle, a esa buscona. A fin de cuentas cada cosa salió como debía. ¡El mejor de los mundos posibles!.. Ja, ja, ja… ¡No, no le agradezco ninguna cosa a la inmunda! ¡Y le diré, sí, un par de cosas de mi amigo Osvaldo, ya que no hemos de relegar al olvido a tamaño hijo de puta! Además que es una buena oportunidad para que haga aquí una presentación suya. Porque él también es partícipe y actor de esta historia. También él fue en parte responsable de que yo casi ahorcase a la gorda. Todos mis actos y palabras no son sino el reflujo del efecto que tuvo aquel patán sobre mi vida. En algún sentido pueden ustedes aceptar que Miniagurria abrió también mis ojos, me despejó la razón. ¡La posteridad terminará por reconocerlo como un eximio y encanallado filósofo, estoy convencido de ello! 30 El Neurótico Ya los oigo anotar en sus agendas: “Osvaldo Miniagurria. Dice que le abrió los ojos”, mientras piensan: “he allí que éste ha encontrado en su amigo que, como dice, lo ha sacado del sopor y la inercia, a una persona noble y benefactora”. Y ya mismo puedo, además, escuchar cómo me amonestan: “Lo que ocurre es que, debido a su enfermedad, al sujeto no le agrada conocer la verdad”, deben pensar. “Por mucho que se ufane de que sí, no tolera ni reconoce con sinceridad la benevolencia que otra gente ha mostrado hacia él, por ejemplo al decirle ciertas cosas”. Pero yo le responderé: ¡Quien sea que piense esto se equivoca! Mi amigo era un miserable sinvergüenza. Y no era mi amigo, además. Que era un sinvergüenza, él mismo tenía la virtud de reconocerlo. Si yo he sufrido de ciertos vicios, su pecado más constante fue la envidia. Mi amigo era el mayor envidioso que haya crecido sobre la faz de la tierra. Imaginen ustedes a uno de esos íncubos que se ocupan de hacerle la vida trabajosa a los tarados como yo, nada más que por el placer de verlos perecer. ¡No, él jamás buscó beneficiarme! Y es que él jamás buscó beneficiar a nadie. Si de Osvaldo hubiese dependido yo me hubiera matado hace mucho. Pero persistí a sus embistes. Sin embargo, me ha quedado su pensamiento y doctrina como base y fundamento de todo mi ser. ¿Ya les he dicho? Tiendo a la mímesis, me contagio y hago mías cosas ajenas. No puedo separar lo que me pertenece de lo que no. Ya ni siquiera sé si soy en verdad yo o algún cuento, el delirio de algún demente, un personaje que sólo existió en la imaginación de un tipo ocioso. 31 Dante Gabriel Duero ¿Saben? Hay ocasiones en que pienso: ¡Por suerte que a mí no se me engaña fácilmente!... Por suerte que yo lo veo… Sé que estamos aquí, o allá, bebiendo, conversando, acostándonos con alguna hembra sin que nada, ninguna cosa, importe en lo más mínimo. O peor aún, puesto que da igual que algo importe o no, que al fin y al cabo todos nosotros somos poco más que una flatus res, cosas vacías que el impotente de Dios se propone hacer y deshacer año tras año. ¿Y saben para qué? Pues para no suicidarse, él, de aburrimiento... je, je... Pero no me hagan caso, no, que yo no soy nada ni digo nada... Flatus res, flatus vocis… ¡Yo miento!... Todo el tiempo. O me confundo… Además creo que a todo esto lo he sacado de algún lado: debo haberlo leído. O escuchado. Y es que me mimetizo con todo, soy como un eco. No puedo evitarlo. Si una frase me impacta olvido rápidamente a quien la pronunció y la vuelvo mía. Soy sincero al confesar que no lo hago adrede. No me lo propongo en absoluto. Es que ya no me importa el autor. Es culpa de mi cerebro, que funciona como una aspiradora. Mas volviendo al punto previo ¿Saben qué, Doctores? Estoy convencido: a esta altura daría exactamente lo mismo que Dios exista o que no. De todas formas es un miserable. Eso es lo que yo pienso. Un inútil o un cobarde. ¡Bueno, allá usted con sus gestitos maricas! ¡Ya deje de hacerme esas caras! Si quiere creer en Dios puede hacerlo. Por mí, mejor. Me divierte. Crea en Él y crea también que tiene usted una sustancia distinta de la de una cacatúa. Y en sus veladas románticas, en vez de tantearle las piernas a su gusarapa, pierda el tiempo pasando por hombre comprometido, sensible y hondamente metafísico. Cuéntele historias, sí, sobre la inmortalidad del cangrejo, el ascetismo del peludo y todo lo demás. Pase usted por sabio vivaz y 32 El Neurótico aliméntese, feliz, de su mojigatería y de su cobarde negativa ante la verdad. Sin embargo… ¡Si realmente alguno se atreve a auscultar una verdad más onda, lo mejor que puede hacer es atenderme un segundo, pues tengo algo para decirles! ¡Escúchenme y verán!... Podrían, de pronto, enfrentarse con la sospecha de que tal vez no fuesen lo que han creído ser hasta hoy. Porque lo que los humanos llaman virtudes y pasiones superiores no son sino la imposición, supersticiosa, de vuestro deseo de sobrevivir. ¡Maricones!... Vean, Doctores, eso es el horror. El horror y la vergüenza de no ser paloma, para defecar sobre las cabezas de peatones incautos. Somos en cambio algo mucho más aburrido, gusanos bípedos. Pues díganme si no es una risa… ¡En qué ridícula posición nos hemos puesto! 33 Dante Gabriel Duero ¿Pero por qué me miran de ese modo? Ah, ya lo sé: cierto que les parezco un desquiciado. Imagino que alguno debe ahora estar pensando que hablo así por despecho. O por dolor. Ha de ser un trauma edípico profundo, los oigo decir a unos; es un mecanismo defensivo frente a lo pulsional, escucho opinar a otros. O quizá un exceso de dopapina y ácido glutamatérgico. ¿Cierto? Pero no es dolor, señores. Es lucidez. Sólo porque soy lúcido, por ello es que me duelo. Puedo adivinar: se mezcla ahora, en cada uno de ustedes, la lástima y el desprecio ¡Puedo ver como la sorna y la arrogancia aparecen tras esos gestos aparentemente humildes! Creen que me escuchan, que me comprenden. Pero de seguro que me han puesto más de un tilde. Ahora pasaría por frente suyo, sin que puedan notarlo, la cosa más obvia: que soy de lo más normal. ¿Normal he dicho?... ¡Sí, eso mismo!.. Eso mismo. Es decir… A ver, a ver… Permítanme que vea que he querido decir así me explico… ¿Están seguros que no se puede fumar aquí? Muy bien, muy bien, ya deje de hacerme gestos, caballero. No volveré a insistir. Les decía yo que soy normal. Me refería a… ¡Ah, sí, ya sé!... A qué estoy justo, bien metido, dentro de la norma. O no. No dentro. Más bien soy la mitad exacta, el punto de corte en el centro de esa media, la campana de Marx… o de Gauss... No recuerdo… O sea, Doctores, quiero decir que no sobresalgo en nada. Soy un mediocre. Ahora ya se los he dicho. Pero… ¿Ustedes se creen mejores? ¡Por eso se hacen los comprensivos conmigo!... ¡Váyanse al cuerno! Nada, nada de eso. No los necesito, ni a ustedes ni a su jefecito, el calvito ese, el que vino a hacerse el erudito conmigo hace dos días. A nadie. No quiero vuestra comprensión ni quiero tampoco vuestro respeto. Y es que a ustedes no les gusta 34 El Neurótico lo que tengo para decirles…. ¿Por qué?... ¡Ah! ¿Cómo voy a saber yo por qué si no me lo dicen?... Pero no es mi culpa, caballeros si no les gusta lo que tengo para decir. ¿O acaso si les gusta? Quizá si les agrada y sólo no se atreven a confesármelo. Oh, veo que usted sonríe. De modo qué es verdad. ¡Lo sabía, sabía que estaba en lo cierto! Sí, en lo cierto… ¿Pero… sobre qué?... Es decir: ¿Sobre lo primero o sobre lo segundo?... Ahí está… otra vez la vacilación… ¡Bueno, qué más da! Ustedes precisan hallar la dichosa explicación. Tienen en la punta de la lengua listas de palabras para taponar mis verdades. “Logorrea”, “obsesiones”, “represión”, esa clase de expresiones. Mejor harían en insultarme. O en golpearme. Así no jugarían toda esta farsa. Nada de tratos profesionales. No conmigo. No deseo eso. ¡Vamos, a ver quién de ustedes se atreve! ¡Vamos, alguno, anímense y golpéeme de una buena vez! ¡Así veo lo que es bueno! Denme una tunda, una buena paliza. Se los ruego. Háganlo. Sé que lo desean. Háganlo con fuerza y háganme callar. ¡Si digo tonterías todo el tiempo! Solamente tonterías… 35 Dante Gabriel Duero Bueno, tal vez ahora empiecen a entender que no hay nada de qué salvarme porque tampoco ustedes tienen salvación que ofrecer. Vean, soy un farsante, un hipócrita y un cínico. Nada me importa, ni siquiera por qué hago o dejo de hacer las cosas. Tengo el seso más cocido que una papa. Y voy a morir. Así es como están las cosas. ¡Pese a ello todos ustedes continúan, intrusivos, persistentes! Usted, por ejemplo, el más joven… ahí está… con su guardapolvo blanco y esa necesidad de diseccionarme!... Ya lo ven. Les dije que no estaba loco. Pero ¿Qué pueden esperar de un chiflado? ¡Pues que niegue su locura! Estoy completamente desequilibrado. ¡No hay más que hablar!... En definitiva: Ustedes están fuera. Y yo dentro. Por eso, a lo sumo, el que debe entender algo soy yo. Y yo no los requiero para tal cosa. No los quiero... O tal vez sí, un poquitín… Por ejemplo, si alguno pudiera ayudarme a… quiero decir… Lo que necesito es pensar, pensar en lo pasado, armar el cuento, buscarle un sentido al rompecabezas éste, diseñado por no sé qué atrofiado demiurgo. Y necesito una hembra, ampulosa, obscena y latinoamericana; receptiva y con senos grandes. Muy grandes... como los de la riojanita… Deseos tales no debieran desdeñarse. Quizá sean los últimos vestigios de esa cordura que tanto buscan. Pero, ¡Qué semblante estúpido tiene, muchacho! ¿No se le ríe su madre cada vez que le ve la cara? Sé lo que es eso. Sé lo que es que la gente se ría de uno… ¡Ah! Lamento haberle hablado de ese modo. Snif… Snif… Le haré un favor para reparar el agravio. Le comentaré mejor algunas cositas que harán que deje de sentirse mal por tener semejante máscara facial en lugar de rostro, Doctorcito. En unos instantes nada le horrorizará y hasta es posible que escuche música en mis palabras. Cuando la vergüenza es grande, lo mejor es apuntar la linterna para otro lado… Sí… Sólo a usted le seré franco… ¿Sabe 36 El Neurótico por qué razón? Pues porque es feo. Por eso. Los feos me caen bien, me producen una especial simpatía. Es fácil enamorarse de alguien bello. La grandeza, en cambio, está en elegir la horripilancia. Quiero confesarle, sí, algunas cosas respecto de la porquería que fue para mí vivir, Doctorcito. Lo he elegido a usted para que me escuche. Lo he elegido, principalmente, porque es usted feo, como le dije. Pero además porque estoy urgido, y es que voy a morir. Y no quiero llevarme con mi muerte recuerdo alguno de esta sucesión de pérdidas consecutivas que ha venido a ser mi vida. Por ello lo elijo, Doctor. A partir de este momento me dirigiré a usted. Y es en usted en quien depositaré mi carga. ¿O no?... Sí. Yo creo que sí… ¿Qué dice ahora, Rinaldi? ¿Que no hay nada que indique que voy a morir? ¡Caballero, por favor, no me insulte! Es este cuerpo al que pertenezco el que siente y el que sabe de su sangre, envenenada, como he dicho, por tanta vida inútil. Ahora sólo me queda necrosarme, como un gusano. ¡Muy bien, muy bien! Me rindo. ¡Está bien! Tiene razón. Estas son también meras patrañas. Háganle caso a él. No me crean. No me crean una sola palabra. Soy un mitómano, un mentiroso nato. Y no miento por una u otra razón ni lo hago para obtener alguna clase de ventaja, sino nada más porque me gusta y por que en ocasiones soy incapaz de distinguir la fantasía de la realidad. Todo lo mezclo y lo pongo patas para arriba. Me autoengaño. ¡No saben ustedes de qué forma me engaño a mí mismo! ¡La mala fe! Eso… la mala fe… ¡Que grandísimo cretino soy! Si papá me viese, si me escuchara ¡Cómo se avergonzaría de mí! Por suerte murió hace mucho… No se da usted una idea, señor… Snif… Snif… Yo querría ser distinto… Pero no puedo… No puedo… 37 Dante Gabriel Duero Cuénteme nada más una cosa Doctor Ortiz: ¿Hace usted una residencia? Lo sabía. ¿Por qué? Pues por la ingenuidad que transmiten sus gestos. ¡Ah! ¡Cree usted aún en la ciencia, en el “saber médico”, en el progreso!... ¿Dije ingenuidad?... ¡Inconsciencia, es lo que debí decir! Es usted un maldito inconsciente. Si embargo prefiero su inconsciencia a la infesta pretensión de estos sabihondos matasanos que lo acompañan. ¡Presumidos caraduras! ¡Gamberros! ¡Arrogantes Infelices! Permítame preguntarle qué edad tiene. ¿Veintiocho? ¿Veintinueve? Lo imaginaba; yo le llevo pocos años. Acabo de cumplir treinta y dos años, aunque ya ve que parezco de cuarenta. Parezco de cuarenta y así y todo, continúo siendo el más eximio optimista de nuestros tiempos… Un visionario. Eso es lo que yo soy. ¿No se percata aún de la hermosura que puede encontrar usted conmigo, aún en medio de todo mi afeamiento?… Yo tengo un fin superior; soy un elegido, un ser de condición sublime, un mártir... Y voy a ser ahora devuelto a mi condición de polvo, tras haber paseado algún tiempo por los cochambrosos jardines de la humanidad, habiendo vivido como nada, una nada entre la nada, un cero a la izquierda, un derrotado... Claro que usted no puede ver aún la profundidad de lo que digo. Su condición es peor que la mía. Ya le he dicho: usted es un inconsciente. Lo que digo tiene profundidad aunque aún no pueda detectar por qué… Pero detengámonos, mejor, sobre este otro punto y analicémoslo… ¿Por qué?.. ¿Eh?... ¿Por qué es profundo lo que digo? Para ser honesto no estoy seguro de que lo sea… ¿Lo ven? Otra vez he dicho una tontería… Y es que… Yo nada más digo lo que se me viene a la mente. Lo que se me viene… Además… ¿He afirmado que soy un elegido? Bueno, es esa una verdad, sí, pero a medias. Soy, sí, un elegido, pero en el país de las ladillas, en que el piojo 38 El Neurótico pertenece a la más alta aristocracia. Yo, Doctores, se los confieso, no soy para nada alguien genial. Lo que en verdad soy es un ser miserable, una criatura indigna; alguien peor que un mediocre. Una porquería. ¡Eso es lo que soy! Escupo sobre mí. Escupo…. Puaj… Puaj… Puaj… Pero como sé que no hay nada más importante que ninguna otra cosa, eso me permite la objetividad; me convierte en los ojos del mundo. Yo, caballeros, soy la mirada universal. Lamentablemente la abstracción nos ha hecho dibujar absolutos en la arena. Pero aquí estoy yo para abrirles los ojos. Ustedes están ante un mesías. Cuénteme usted algo, señor ¿Qué cosa le parece que es el ser humano? En lo que a mí respecta, debo reconocer, no lo aprecio demasiado. ¿Dice que eso se nota? Pues de hecho, no le tengo, hoy en día, la menor confianza. Y fíjese que le digo esto con la mano en el pecho y con plena conciencia de saberme un ser alborozado. Pero es que me conozco y “lo” conozco demasiado. Tengo un temperamento psicológico. Soy sagaz, Doctorcito. Por ello le aseguro que para mí el hombre y la mujer son la más clara expresión del desquicio de la naturaleza. Están completamente perdidos. No me preocupo, sin embargo. ¿Por qué razón? ¡Pues porque el hombre a mí no me quita el sueño! ¿Por qué me afligiría ese chimpancé obsceno, minúsculo y arrogante que ha hecho de las supersticiones y las glándulas mamarias de una hembra petiza dos instituciones? ¡Escupo sobre el hombre! ¡Sobre él también!... Escupo con optimismo y descreo de su fantasía de mono presumido, sabiendo que su esencia fallida lo condena a hacerlo todo siempre mal, a errar, a equivocarse. Puaj… Puaj… Puaj… 39 Dante Gabriel Duero Los que escribieron la Biblia no eran ningunos sonsos, les diré. Sabían perfectamente que en el momento en que el abuelo del Australopiteco se caía del árbol y agarraba el primer palo, el ecosistema se venía a pique. A veces me parece que la expulsión del Edén, que revivimos de modo personal en nuestro paso de la infancia a la adolescencia, no es otra cosa que esa mutación maligna en nuestra genética. ¿Vieron que los adolescentes desde que eyaculan ya no trepan a los árboles? Es lo que decía: de polvo a ladilla pretenciosa. De este modo comenzó la era del delirio colectivo que unos llaman historia y otros cultura. Una sucesión de delaciones y fantasías facilitadas por nuestro lenguaje. Delaciones de ladillas altivas y solitarias. Pero mejor les contaré de qué modo adquirí toda mi sabiduría. ¿Les interesa saberlo? Pues mi formación resultó de la voluntad de aquel buen amigo: Osvaldo Miniagurria. Quizá luego les hable de él. O quizás no. ¿Qué me conviene? No lo sé. Quizá hablar. Quizá callar. De momento sólo quería decirles alguna cosa sobre el asunto de nuestras delaciones, no recuerdo qué. Ah… lo que de él aprendí. ¡Pero no! No es de las delaciones sino de la esencia del hombre, sobre lo que quiero pronunciarme. Lo que yo pienso es que el hombre ha nacido de la debilidad y la enfermedad; no es virtud lo que lleva en su sangre, sino deformidad. Su accionar vil no puede obedecer a otra cosa que al conflicto entre sus instintos y la flaqueza de esa instancia ilusoria que convenimos en llamar conciencia. Es decir, su inconsciencia. La inconsciencia del hombre. Y de la mujer ¡Dios mío! ¡Qué locura! Ustedes me preguntaron por qué he actuado así y yo se los he respondido: soy una consecuencia, nada más que una consecuencia. ¿O he elegido?... No. Son las circunstancias las que se nos imponen y uno no concreta sino aquello que le fue 40 El Neurótico mandado hacer. También a mí la genética me ha predispuesto a su abismal antojo. La genética y mis circunstancias... Respecto de la cultura, no ha llegado a calar lo suficiente, ello es claro. Es decir, que no han alcanzado a dotarme del grado de cordura necesaria como para creer en el otro y así hacer las cosas bien. Siempre me sentí en un mundo aparte, solitario, ajeno… Snif… Snif… ¿Pero?... ¿Y adónde llegamos nosotros con todo esto? Eso se estarán preguntando. Pues a ningún lugar, señores. No estoy aquí para hacerlos llegar a ningún sitio sino tan sólo para darles charla. Y para que me escuchen. Así sacan conclusiones, llenan historias clínicas y justifican sueldos. Lo que me importa para el caso es decirles que hay veces en que un infeliz se rebana los sesos, acongojado, pensando en cómo actuar o qué decidir frente a una situación en apariencia compleja, cuando en verdad termina por comportarse del único modo que podía llegar a hacerlo. Es éste el mejor de los mundos posibles. Lo dijo el personaje de Pascal… ¿O de Voltaire?... No, Voltaire es el que inventó la pila, así que debe haber sido de Pascal, el filósofo que habló del mejor y el único de los mundos posibles. Cuán cierto. No se equivocó en nada aquel desmerecido pensador. Pero sucede que este planeta está lleno de patanes. Por eso lo quemaron en la hoguera… ¿No murió en la hoguera? ¿Y ni siquiera se quemó un poco? ¿Nada?... Bien, pude haberme equivocado. De todos modos tampoco viene al caso… 41 Dante Gabriel Duero El único de los mundos posibles. ¿Se han molestado en pensar al Pascal ese, con un poco de profundidad? Resulta inmejorable. Poblamos nuestras explicaciones con intenciones y deseos, pero con ello, mis amigos, no avanzamos ni un centímetro. Decir que usted come rabas, por ejemplo, sólo porque tiene predisposición o deseos de hacerlo es decir que las come porque algo le lleva a comerlas. Como la sustancia dormitiva que el médico de Racine postulaba para explicar las propiedades del opio. ¿O era Moliere?… Lo claro es que se trataba de una perogrullada, de ello no hay duda. ¡Pero ya! El mundo está lleno de perogrulladas y cada asunto sigue su rumbo. ¿O no? Las explicaciones, buenas y malas, apaciguan nuestras conciencias sin alterar ninguna cosa, así que no tiene fin ocuparnos de ello. Por mi está bien. Si quieren explicar, expliquen. 42 El Neurótico De todas maneras, aunque fuese distinto el mundo, nuestra condición seguiría siendo igual o más de execrable e indigna aún. Por ello digo y reafirmo: soy puro optimismo. Nada puede ser mejor que como es. Nada. Sobra decir que no existe el remedio. Y miren que me he preocupado por hallar una salida. Pero es inútil, mientras mayor es mi optimismo, menores son las posibilidades. Al final, luego de ahogarse en conflictos irresolubles, uno se cansa de andar queriendo inventarse escapes y un día decide que todo se puede ir al mismísimo infierno; que uno continuará siendo un cándido idealista pese a todo; así que trata de digerir las cosas con estoicismo y hasta aprende a aceptar las consecuencias de existir sin preocuparse. De tal modo vivo yo. Como una vedette a la que se le dio por hacerse discípula del Dalai Lama. Y soy así feliz. Muy feliz. En tanto las ladillas habrán de ahogarse en el mar de la tormentosa ceguera. Qué se le va a hacer. No todos pueden tener mi privilegio. Lo peor del caso es que son los más los que nacen con una desafiante tendencia a ver el mundo en colores oscuros. ¡Los pesimistas, bah! Alguna vez fui yo, también, así. Pero he cambiado y, en el presente: ¿Qué podría hacerme más dichoso? No, para mí no hay más felicidad que ésta de estar y de decir una sandez tras otra. Bueno, tal vez haber conseguido ahorcar a mi indecente concubina. Quizá eso me hubiese hecho más dichoso. O ser paloma para cagar sobre peatones incautos. Pero ninguna otra cosa. En cambio hay otra gente… ¡Inconformistas! ¡Eso son! 43 Dante Gabriel Duero ¿Se dio usted cuenta Ortiz, que las catástrofes externas nunca justifican verdaderamente nuestros sufrimientos y que hay tantos frustrados y deprimidos entre los ricos como entre los pobres? Si no fuese porque con ello pecaría de cinismo (cosa que por cierto, muy poco me conmueve) hasta me tentaría de afirmar que el hambriento sufre tanto con el estómago que olvida las vejaciones morales de saberse un ser indigno, un excremento; por ende no se atiene a luchar con ese mal. En cambio es más probable encontrar suicidas y pesimistas entre gentes que parecieran no tener mayores problemas que decidir qué ropa comprarse o a qué exótico país viajar. Es algo que lo notó no recuerdo qué filósofo, de seguro un alemán ¿O fue Descartes? ¡Mi criptopnesia, Dios! ¡Mi criptopnesia! …. Por lo demás, no tengo ya de qué preocuparme. Ni siquiera por el hecho de haber fallado en el intento de “mortalizar” a mi mujer. Ahora que yo mismo moriré, me ahorraré muchas complicaciones, incluida de andar haciéndome cargo de mis pudores o de tener que soportar nuevamente a la impúdica gorda. Ya no. Ni en esta ni tampoco en otra vida. Como creo haberle dicho ya, renuncio terminantemente a transmigrar… 44 El Neurótico ¿Pudores he dicho? ¿Y por qué hubiera tenido yo que sentir alguna clase pudor? ¡En todo caso a la que le correspondía tal cosa era a mi rolliza esposa, Mirta! ¡No a mí!... Doctor, debo hacerle una pregunta de carácter técnico. ¿Ha notado que, con los años, las hembras no sólo pierden su esbeltez y ganan grasas sino que, además, se ponen insolentes y desvergonzadas? Y no hay nada más terrible que una mujer sin pudores. Juro que no puedo tolerarlo. ¿Adónde hemos de llegar con semejante pérdida de valores y de buenas costumbres? Piense un poco usted, que tantas cosas ha aprendido en las universidades acerca del sufrimiento y la pasión humana, y respóndame si era justo, si tenía yo por qué soportar semejantes torturas. ¡Pero no fui capaz, Doctor Ortiz, he fallado, fallado! Y no puedo perdonármelo. 45 Dante Gabriel Duero Bien, hace un rato les contaba de mí. Les decía que yo jamás pude atravesar la puerta, salir de mi enanismo. Me quedé de este lado, al igual que este infeliz; a Gómez, a él me refiero. Lo único que me queda a estas alturas es embromarme. Y asumir. O reventar. Pero eso sí: ¡Con optimismo! Nada de obtusos y aburridos lamentos. A la vida hay que disfrutarla. Créame Gómez, que lo que digo es verdad. Observe que es a mí mismo a quien sitúo como al primero de los energúmenos de los que hablo. ¡Yo, ni asesinar a la gorda, pude! ¡Ni eso! Y como si fuera poco, la muy guarra casi me rompe la cabeza de dármela y dármela contra los barrotes de la cama... ¿Qué le parece? ¡De traumatismo, moriré definitivamente de traumatismo, ahora que lo pienso!... ¡Jua jua! ¡Je je je! ¡Bruaj bruaj… cof cof!… Un vaso de agua, por favor... Gracias. Respecto de aquellos cobardes que se ampararon en el triunfo, que se atrevieron a ser “razonables” y fueron capaces de obtener todo lo que quisieron del mundo, pues tampoco tenemos nada que envidiarles. Ya lo he dicho: el sinsentido los espera. Porque también esas vidas están corroídas de miseria. Una miseria menos visible, llena de mujeres rubias y senos redondo, con autos caros y champagne, claro está (que es la única miseria que les es merecida a esa clase de personas). Pero no por ello menos terrible. Por que tal vez seamos cada cual el sueño de un tonto distinto; pero un tonto es siempre un tonto, a fin de cuentas. Entiendan bien que no es Gómez, ni yo; no es nadie en particular. Es la esencia desviada que se estructuró en nuestros adeenes, lo que determina la fragilidad de toda la especie. ¡Y a eso, señores no hay con qué darle! 46 El Neurótico ¿Qué nombre dan ustedes a quien se muestra incapaz de decidir sobre la cosa más minúscula, un ser que vive en conflicto permanente entre lo que es y lo que pretende? Me refiero a lo que tan bien definió cierto peruano, Rodolfo Mondolfo era su nombre, creo, con la expresión “enfermedad mortal” y que consiste en querer ser desesperadamente lo que se es y a un mismo tiempo no querer ser desesperadamente lo que se es. Así uno se retuerce en fútil intento, debatido entre ese necesitar ser y temer no ser. Bueno vean, yo jamás pude definirme. Viví en permanente duda sobre lo que quise y lo que no. Podía en un instante decidirme a hacer algo y al momento siguiente dudar de que la elección hubiese sido la adecuada para, segundos después, no solamente arrepentirme sino incluso aborrecerme por haberme inclinado por semejante alternativa. Por ello he querido, también, con pereza, con indecisión, con stultitia. 47 Dante Gabriel Duero Pero le contaré mejor ahora, Doctorcito, lo que le sucedió a mi mano derecha, que como verá se parece más que a una mano a un sapo pasado por los rodillos de una pastalinda. ¡Esta amorfa masa de carne y nervios, más tullida que una abominación! ¿Cómo quedó así? Fue, podría decirse, un accidente lamentable. O vergonzoso. Aunque qué vamos a andar haciendo caso de la vergüenza a estas alturas. ¡Un rábano es lo que vale la vergüenza! Es el horror lo que verdaderamente nos castiga y hace víctimas. El horror y el vacío visceral. ¡Por qué habremos adquirido conciencia! ¿Por qué demonios se nos habrá ocurrido inventar un mundo y sentirnos mismidades? Esa es la única cuestión indigna que yo reconozco hoy, la de saberme finito, separado, aparte. Pero volvamos a mi mano. Resulta que intenté amputármela. ¿Por qué razón? Vamos, piense, Doctorcito ¿No se le ocurre? Pues se lo diré, fue por despecho. La dignidad es el infierno de los que son como yo he sido. Las personas de mi clase somos capaces de renegar de nuestra propia madre con tal de resguardar el decoro; y es que el decoro es lo único que alguien así posee; es decir, cuando una persona no cuenta con la genealogía ni el abolengo de un aristócrata y tampoco ha caído en la cuenta de que no merece nada, se vuelve honrada y pretenciosa. A los de mi tipo se nos han hecho creer que merecemos, que tenemos derecho, que con suficiente empeño podremos obtener el hueso que nos corresponde. Desde la escuela primaria, se nos entrena con técnicas para aceptar ese principio como un padre nuestro. Y junto con él también llegan una serie de corolarios: “llegar a ser un hombre de bien”, “ser honesto, responsable”, “no dedicarse a actividades ociosas”, “honrar a Dios y a la patria”. En fin, nos enseñan a ser útiles, a defender las buenas costumbres y a creer en las verdades de la ciencia. 48 El Neurótico Ya lo dijo ese hombre, el loco aquel que terminó sus días abrazado a un caballo, Mark Twain, se llamaba: en un rincón apartado del universo, desparramado en medio de la nada, hubo una vez unos animalitos inteligentes que inventaron la palabra y el conocimiento, para dominarse con ellos unos a otros. Por suerte desaparecieron rápido, concluyó. ¡Ah!... Pero ya me dispersé de nuevo. Les estaba contando yo de mi mano. Pues este accidente tuvo lugar un día en que mi querida, no la gorda sino la linda, la que era rubia por donde la mire, me dispensó un trato que, según me pareció, resultaba indecoroso para con mi persona. Necesitaba hablar con ella para aclarar un asunto ¿Que cuál asunto? Pues uno, no importa. Había ocurrido una confusión, malentendido que derivó en una serie de consecuencias nefastas. Ella creía que ya no me quería. Y yo quería ayudarla a superar la confusión. Para ello era preciso que me escuchase. Yo estaba dispuesto a hablarle. Tenía una táctica. Iba a pedirle que se pusiera en mi lugar, que comprendiera mis sentimientos, lo que a mí me ocurría… Estimaba que eso le aclararía las cosas. ¡Pero ella era terca con eso de que quería dejarme! 49 Dante Gabriel Duero ¿Quería dejarme? ¿Eso he dicho?... Pues no es verdad… Ella ya me había abandonado. Hacía tiempo que había terminado conmigo. Y antes, además, me había hecho cornudo. ¿Por qué iba a querer dejarme, si ya lo había hecho?... La muchacha sólo insistía con eso de mantener la distancia. “No sos vos, soy yo la que lo necesito”, me decía una y otra vez, cuando yo le pedía que volviésemos a intentarlo asegurándole que seríamos muy felices. Se le había puesto en la cabeza que necesitaba estar sola. Y se negaba a entrar en razones. Yo no toleraba que quisiera abandonarme. Es decir: que quisiera prescindir de mí. Si ella ya no quería estar conmigo, si ella ya no me elegía, eso significaba que... ¿Me explico? ¡Sí, eso mismo que están imaginando… ¿Pueden imaginarlo, cierto? ¿O no?... ¿No lo imaginan?... Bueno, lo que para mí significaba no viene a cuento. El asunto es que ella se negó con desdén una y otra vez. Ya no me amaba. Y como ocurre en tales circunstancias, señores, precisamente aquellas mismas acciones que en otras épocas hubiesen conmovido al ser amado, cuando el desamor y la distancia ya son acontecimientos inevitables, se vuelven el principal motivo para generar en vez de ternura, exasperación. Llegado tal día, aquella a quien yo había venerado o a quien, al menos, yo me decía haber venerado, sólo parecía hallar razones para mantenerse lejos de mí. Mi presencia, empecé a sospecharlo, exasperaba a aquella muchacha, como si todo mi ser le repugnase. Ya otras veces, después de su alejamiento, yo había insistido, por ejemplo le había propuesto juntarnos a conversar para así aclarar algunas cosas. Como dije: yo quería ayudarla, Doctores, ayudarla a salir de su confusión. Pero ella era porfiada, así que ponía innumerables excusas; 50 El Neurótico se negaba; inventaba motivos inverosímiles para no acudir a las citas. Un día, cansado, ¿O desesperado?... la seguí. Fue una tarde… Me había impuesto no volver a casa sin antes encontrarla para decirle todo lo que pensaba. Sobre todo quería decirle lo que opinaba de su comportamiento. Y también de su actitud, señores, nada cordial, por cierto. Como temía que, una vez que me viera, pudiera negarse a escuchar lo que tenía para decirle o, incluso, que pudiera escaparse (ya lo había hecho), me precaví llevando escondida, en el interior de mi campera, una hachita de cocina. Si era preciso, estaba dispuesto amenazarla. Esta vez íbamos a dialogar. Usualmente aquella muchacha solía ir, hacia las seis, a la casa de una vieja profesora, con quien tomaba clases particulares de literatura inglesa… O de botánica, no recuerdo… Era un barrio muy bonito, eso sí lo recuerdo, un barrio en la parte norte de la ciudad, de altas y blancas casas, con jardines con gardenias y rosales y grandes coches aparcados en las puertas. Yo llegué hacia la hora en que la clase terminaba. Me había escondido en un zaguán, dos casas más atrás. Ahí estaba, esperando a que saliese. Cuando la vi aparecer me deslicé, muy lentamente, ocultándome entre las filas de árboles de la vereda, al igual que lo haría un malhechor. Cuando estuve muy cerca suyo, le dije: “Laura vos y yo vamos a hablar”, tomándola del brazo. “¿Pero qué haces, boludo? ¡Soltame!”, dijo enfurecida. Le respondí que no iba a tolerar que me siguiese esquivando. “¡Pero qué pesado, Dios!”, se quejó. “¡A ver si me dejas de seguir con mi vida de una buena vez! ¿Cómo tengo que decírtelo?”. “No te permito que me hables así”, le respondí indignado. Imagínese Doctor. No me quedaba alternativa: tuve que sacar el hachita. “¡Vos a mí me vas a respetar! ¡A mí, se me respeta!”, grité. “Si hasta ahora todo está como está es porque yo así lo quise 51 Dante Gabriel Duero ¿Sabes? Si no, la cosa sería diferente. Porque tu derecho se termina justito en dónde comienza mi antojo. A eso lo dijo un filósofo, para que sepas. No me dejás alternativa, Laura… Si así es como lo querés, pues no me queda alterativa. Haciendo esto yo sufro. Quiero que lo sepas. Pero además yo hace mucho que sufro. Así que, si vos ya no me querés, pues es justo que vos también sufras. ¿O no? Laura: ¿No te parece que yo me merezco respeto? ¿Un poco aunque sea?... ¡Yo me merezco respeto, Laura!”, exclamé al borde de una crisis. Me veía teñido por la niebla de ese odio que desatan la humillación y el desamor y que hace que uno se sienta capaz de cualquier cosa, incluso del crimen. Pero a un mismo tiempo sentía tanta amargura. ¡Ay, Doctores! Y es que…dudé… ¿Por qué había tenido que hablarle de ese modo? ¡Es que necesitas mostrarte firme, Julián!, me respondí. Así que, si para ello debía recurrir a un acto cobarde como la amenaza, no me iba a echar atrás. Yo era un tipo con carácter. Pero sentía deseos de llorar. ¿Cómo había llegado, aquella muchacha, a alimentar semejante desprecio por mí?... ¡La vergüenza, Ortiz!... ¡No toleraba esa vergüenza!... El punto es que, en aquel momento, me di cuenta que no sabía como continuar con toda esa comedia. ¿Y ahora qué?, pensé. Laura se había quedado quieta. Yo miraba sus ojos y su boca y me decía en silencio: ¡Qué linda que es! Me vi tentado de confesárselo, de decirle: “¿Sabés qué? Sos muy linda. Re-linda”. Pero algo en mi interior me dijo que podía quedar como un idiota. 52 El Neurótico Pensar en ello, en su belleza sí, pero también en su desprecio, en mis deseos de congraciarme pero sintiéndome, a la vez, por completo vulnerable, fue como un violento puñetazo en mis morros. Otra vez dudaba, Doctores. Lo que ocurrió, entonces, fue esto: aprovechando mi desatención, Laura se apoderó con ambas manos del cabo del hacha y empezó a luchar conmigo, al tiempo que gritaba: “¡Violador! Socorro, un violador”. Eso me desconcertó por completo. “¿Violador?”, le pregunté. “¿Qué estás diciendo?” Me sentía desorientado. Un par de traunsentes se dieron vuelta. Una vieja comenzó a pedir a gritos que alguien llamase a la policía. “Sátiro, un sátiro. ¡Policía!”, gritaba la vieja. “Señora: es mentira. Soy su novio”, traté de justificarme. “Vamos, Laura, deciles, explicales que soy tu novio”. “¡Violador!”, volvió a gritar ella. “Sátiro”, grito la vieja. Tras ello, Laura se abalanzó sobre mí y me mordió la mano. Solté el hacha pegando un aullido. Ella aprovechó para correr mientras un gordo comentaba, riéndose: “¡Par de locos!”. Me sentí peor que al comienzo. “¡Esperá! No te vayas”, le pedí. Pero ella no hizo ningún caso. “Oportunista”, le grité, “sos una cobarde, Laura. Y una mentirosa”. Entonces me pregunté: ¿Debía dejarla escapar?¿O debía correr tras ella? Decidí que lo mejor era seguirla; tenía que cumplir con mi cometido: debía obligarla a respetarme. 53 Dante Gabriel Duero Así que levanté el hacha. Y corrí. Corrí muchísimo. Me costó alcanzarla. Yo soy bajito. Pero lo hice. Entonces, la tomé nuevamente del brazo y, mirándola con fijeza, tratando de transmitir seguridad, le dije: “Vos vas a entender algo de una buena vez y es que yo tengo dignidad. Tengo orgullo. ¡A mí se me respeta, señorita! ¡No me vas a despreciar, así como así!”… Ella permaneció tiesa, con los ojos muy abiertos. Mi mente se puso, otra vez, en blanco. De nuevo no sabía que más decirle. De lo que no tenía dudas es que no quería que se fuera. De modo que continué reteniéndola y, mientras la muchacha seguía dando pequeños tironcitos, yo aprovechaba para pensar. Permanecimos así durante dos o tres minutos, sin que a mí se me ocurriese cómo proseguir. “¡Yo valgo!, para que sepas. No soy cualquiera. ¡Yo, soy yo! ¿Lo entendés?”, dije finalmente. Entonces, para educarla, levanté el hacha y descargué un golpe fortísimo sobre la base de mi muñeca. “¡Mirá de lo que soy capaz, a ver si aprendés un poco! ¡Yo tengo carácter! ¡Y me las aguanto!”. El hacha estaba desafilada, por lo cual, aunque la sangre saltó para todos lados, no alcancé a cortarme el brazo. La muchacha, en tanto, hizo con agilidad una rápida maniobra y se escabulló por un costado. Entonces corrió. Corrió. Y siguió corriendo hasta desaparecer. Ahí fue que me di cuenta de la idiotez que acababa de cometer. Mi mano parecía una naranja reventada. ¿Sabe que pensé, Doctorcito? Que ella tenía razón: yo era un infeliz. ¡Sí, Doctores: un grandísimo infeliz! Esa patética tarde, con mi mano colgando, y al punto del desmayo, corrí hasta el hospital más cercano. Me hicieron 17 puntos. Para cuando terminaron de coserme la policía me estaba esperando. Ustedes no lo creerán: mi querida me había denunciado. 54 El Neurótico Me llevaron a un neuropsiquiátrico, me medicaron y me encerraron durante casi cinco meses. Finalmente, mucho después, considerando que no me había hecho daño más que a mí mismo los Doctores me dejaron salir bajo la custodia de Miniagurria. ¿Ven ahora de qué modo me di cuenta de que yo no estaba predestinado a nada más importante que a pasar inadvertido en este mundo, hasta que me llegase la hora de morir? En esa época no sabía que, más adelante, procuraría aniquilar a una hembra gorda que terminaría por ser mi concubina ni que aquella acabaría con mi cordura. Tampoco imaginaba que fallaría en el intento. ¿Interesante historia, verdad? Pues le contaré el resto si le interesa saber, Doctorcito. Pero ahora necesito orinar ¿Será alguno de ustedes tan amable de alcanzarme la bacinilla? Gracias… ¡Veo que es usted casado, Ortiz! Por el anillo, digo. Cuénteme ¿Cómo es su señora? Está bien, no es necesario, puedo imaginármela. Hermosa. Repugnantemente hermosa. De seguro se siente usted con suerte, de vivir así, en la opulencia. Yo, que en cambio no me casé, conviví durante cuatro años con una mujer que me llevaba siete. Era muy gorda. Gorda y horrible. Cuando la conocí estaba ella casada. Vivía junto a su marido y su pequeño hijo. Un día aquel hombre se dio cuenta de que arruinaba su vida en compañía de semejante esperpento y se fue con un travesti, llevándose los ahorros y dejando al niñito de cuatro años a la buena de Dios. El crío, que ya tiene como ocho y a quien en el barrio apodaron Flipper, no es para nada malo. Por el contrario, es un muchachito retraído y obediente que no mueve un dedo sin esperar la autorización de su madre. Sin embargo el monstruo lo regaña constantemente, por esto y por aquello. Siempre es igual, esa necesidad de dar órdenes, de 55 Dante Gabriel Duero quejarse por todo... “¡Flipper te estoy llamando!”, “¡Flipper, que vengas a comer!”, “¡Flipper, te he dicho que te abrigues!”… ¡Usted no sabe la ternura que me despertaba la infancia desolada en que vivía aquella pobre criatura, entre otras cosas porque el "fenómeno" no le permitía, por ejemplo, juntarse con otros niños. “¿Para que aprenda inmundicia! De ningún mooo´”, decía ella. Tampoco le permitía salir a corretear o a andar en bicicleta por la vereda. Estaba convencida de que afuera habitaba el mismísimo demonio. Así que con sus pantaloncitos cortos y ridículos, puestos por encima de la cintura y con sus zapatitos negros, sin medias, el muchachito pasaba el día entero dando vueltas por la galería del pensionado. Siempre solo. Alguna vez llegué a pensar que aquel monstruo lo vestía así nada más que para degradarlo y acabar, en él, con el menor rasgo de virilidad. El resentimiento había llevado a aquel ballenato a sentir desdén por todos los hombres, así que no desaprovechaba oportunidad para denigrar a cualquier varón que fuese más débil o estuviese en inferioridad de condiciones, esto aún cuando el varón en cuestión fuera su hijo. Pero no sólo en el trato que nos daba al niño o a mí, se notaba ese rencor. También en el descuido que mostraba para con su propio cuerpo. Tenía las tetas caídas como una perra vieja. Jamás se ponía corpiños. Y no se depilaba ni desodorizaba. ¡Ah, y expelía, con descaro, hediondas ventosidades, de día y de noche! ¡Era un castigo del infierno! Además que se la pasaba vociferando, haciendo gestos obscenos, reprimiéndome… ¡Sí, me reprimía, señores! ¡Por todo! ¡Y nunca quería darme dinero! Yo le decía de buen modo: ¿Mirta me das unos pesos?... ¿Y que creen? Me decía que no, la muy avara. Además… a cada rato me exigía que hiciese cosas. Pero ni siquiera entonces me tiraba ni un maldito peso partido al 56 El Neurótico medio. Siempre lo mismo. ¡Que hiciese esto, que hiciese aquello, que por qué no movía las nalgas, que qué me creía, que yo no servía para nada, que nunca estaba en la casa! ¡Y qué se yo cuántas cosas más! Yo me daba vuelta y me iba murmurando: “Gorda dejame en paz, dejame en paz. Te juro Mirta que te voy a colgar de una viga”. Pero ella no se tomaba en serio mis augurios y a veces hasta me alargaba un escobazo mascullando algún insulto. De todos modos fue culpa mía. Porque terminé a su lado por darle crédito a Miniagurria, que un día me dijo: “Haceme caso Julián, buscate una gorda. Las gordas son siempre felices y fieles, porque nadie se las afila; además saben cocinar y, como si fuera poco, te dan calor en invierno y sombrita en el verano”. Yo, que quería llevar una vida tranquila y sin sinuosidades, le hice caso. ¡Lindo chasco me fui a dar! Hasta el otro día llevábamos los tres, contando al crío, esa clase de vida "plácida" que acabo de describir. ¡Vaya que tenía una existencia retozada! Antes había estado perdido. Un día vino esta hembra desmesurada, monumental, a mi rescate. Vivíamos del dinero que daba el alquiler de las piezas de la pensión. ¡No, yo no la pasaba bien! Vivía de sus gritos y de sus olores, de sus guisos quemados e inmundos. ¡Sufría! ¡Nadie entiende que sufría! Mi único pasatiempo, en la pensión, consistía en ver cómo sus senos de masa rancia se bamboleaban de un lado para el otro cuando baldeaba las escaleras o el piso del patio, siempre amenazando con salirse por alguna de las mangas de sus musculosas translúcidas. Había tardes en que los niñitos del barrio venían a espiar a Mirta por encima de la tapia. Se reían. Cuchicheaban. “La vacota”, así la llamaban. Ella se enojaba y ya volvía a agarrárselas conmigo. Que vos por qué no les decís nada, que qué mocosos de mierda, que por qué nada te importa, que sólo servís para comer y gastarte la plata en cigarrillos y 57 Dante Gabriel Duero vino. Siempre así, la ballena seguía con todo el resto de la bobina. “No me provoques, Mirta. No me provoques”decía para mis adentros. Pero el monstruo sordo era incapaz de callar. Lo que me daba pena era el pibe, Doctores. No tienen idea de cómo lo avergonzaba ver a su madre haciendo el ridículo, mientras aquellos granujas, que tenían su misma edad, venían a mirarle las tetas. ¿Cómo repercute en la mente de un niño el hecho de tener una mamá fea y además obscena, Doctor Ortiz? Porque es como le dije... llega una edad en que las mujeres se vuelven tremendamente pornográficas, ¡Impúdicas! Esto resulta del contraste entre su falta de vergüenza actual, comparado con los virtuosísimos recatos que antaño usaron para conseguir un marido. ¡No hay nada tan terrible como una mujer sin pudor! ¿Cómo puede vivir uno sin vergüenzas? Aunque a decir verdad dudo que el indecente paquidermo haya mostrado en alguna época de su vida algún tipo de pudor o recato. Lo dudo mucho. 58 El Neurótico Doctor Ortiz, ¿Ha reparado en la facilidad con que hechos menores, olores o sonidos evocan en nuestra mente los recuerdos más intensos y en cómo esos recuerdos nos arrojan sobre una sensación, un sentimiento, un matiz anímico particular que jamás hasta entonces ha existido y que nada tiene que ver con el pasado? Los psicólogos sostienen que se tiende a olvidar con facilidad los episodios horribles y dolorosos. Lo bello quedaría, de acuerdo con esta teoría claramente absurda, mucho más disponible a la inmediatez de la conciencia. Esto es una gran mentira, se lo aseguro. Mi cabeza, al menos, nunca funciona así. Siempre que intento recordar hechos pasados se me inunda la cabeza de sucesos horribles, excrementos y malas palabras. El rostro colorado del rinoceronte, en el momento en que pretendía ajusticiarla, por ejemplo, me tortura noche a noche, todos los días desde hace ya más de una semana. "Todo tiempo pasado fue mejor"… ¡Cínicos! ¿A quién puede ocurrírsele afirmar semejante canallada?... 59 Dante Gabriel Duero ¡Está bien, lo confieso, a mí también me ha sucedido de caer, durante alguna tarde de ofuscamiento, en la trampa de esa ridícula tesis! He querido creer entonces que mi vida, antes de conocer a Mirta, fue clara y límpida. ¡Pero sé que es una mentira, una descarada patraña! Todos mis recuerdos son obscenos porque mi vida lo ha sido, de igual forma que yo, Señores míos, he sido siempre el mismo sinvergüenza, un sinvergüenza irremediable. Ven que no dudo en reconocerlo. ¿O sí?... No… No lo dudo… La podredumbre moral me rodeó desde el comienzo. Por todas partes se transluce en mí el descaro, el hastío, la vergüenza. Uno puede intentar hacerse el tonto, pero olvidar, lo que se dice, no se olvida. Y vea lo que pasó luego de que ella me abandonara. No, no el monstruo. Le hablo de Laura. Laura, el ángel de cabellos dorados y rostro juvenil. Lo que sucedió después fue que maldije, nada más. Maldije y blasfemé durante un tiempo su existencia, sobre todo mientras permanecí internado. ¿Después? Retomé mis antiguas mañas, conocí a la gorda y, por conveniencia, por comodidad, me junté… Respecto de ella, hablo de la muñequita preciosa, hubiese preferido deshacerme de su recuerdo con tristeza y amor y no con odio. O, en todo caso, al menos relegarla al olvido con indiferencia. ¿No dice Ciorán que la del olvido, es la verdadera venganza?... Pero claro, no pude. Y es que para cuando ella decidió alejarse yo había aprendido a extrañar, ya, el aroma dulce que dejaba su transpiración de niña sobre las sábanas roídas de la vieja y chillona cama de la pensión en que vivía. Ello volvió más difícil todo el asunto. Antes yo había dominado. Ahora, en cambio, la que decidía era la chiquilla encantadora. Y como les dije, ella no mostraba el menor interés por tenerme cerca. Yo… no pude tolerar eso… 60 El Neurótico Al recordar aquellos días no puedo evitar que mi espíritu se exalte y la voz me tiemble, Doctores… Snif… Snif… Vean esto: es una lagrimita. Nunca he tenido carácter, aunque fingiera que sí. Sí, Doctor Ortiz, ahora sólo quiero llorar. Llorar como lloré aquellos días, aquellas semanas y meses. Sollocé y gemí como jamás me había creído capaz de hacerlo por nadie. Es que con aquella muchachita yo había conocido “lo sublime”. ¡El amor! ¡La ternura!... ¿Por qué había tenido que marcharse? ¿Cómo podía ya no elegirme! ¡Debí acogotarla! Había herido mi amor propio. Por ella me deshice del trasfondo de tinieblas que me había marcado desde mi nacimiento. Y por ella fue también que volví a caer… De niño mi madre pasaba casi todo el tiempo sola, conmigo. Esto hizo que se aferrase a mí de un modo insano, promoviendo un complejo irremediable y gigante. De modo que ya sabe usted de dónde pueden venir mi predisposición al engreimiento. Después, con los años, una seguidilla de situaciones boicotearon mi sensibilidad de poeta. Así que, además de malcriado, me hice cínico. 61 Dante Gabriel Duero Viví triste, le decía. Hasta que conocí a la dulzurita encantadora. Con ella creí conocer la felicidad. O bien la contentura. Algo es algo... Después de que me abandonó recaí en la desolación y el horror. El mismo del que siempre había querido escapar: ese que me llevaba a sentirme un ser de otra especie, alguna clase de alimaña separada del mundo. Yo contaba en aquel tiempo con múltiples aspiraciones. Quería ser un escritor como Dostoievsky o un poeta como Rimbaud. Pintaba, además... Por seis meses concurrí a un tallercito en el Sindicato de Trabajadoras Amas de Casa. ¡Y hasta estuve a punto de participar en una exposición barrial organizada por el “Club de la Industria”! Al comienzo traté con el naturalismo, pero como esa técnica era demasiado difícil me pasé al expresionismo y después al arte abstracto. ¡Oh! ¡Casi lo olvido! En el Sindicato conocí a un agente de la banda de música de la policía. El se ofreció a enseñarme a tocar el oboe. Pero como no tenía mi propio oboe fui aprendiendo algunas notas, con la flauta dulce que había usado en el primario. “No te hagas problema, pibe. Un día vas a tener tu propio oboe”, me decía él, para animarme. Hoy, me pregunto: ¿Pude haber sido un artista? Era bien cierto que nada de eso hacía a la perfección. Y ni siquiera bien. O para ser sincero diré, mejor, que hacía cada una de estas cosas mediocremente. Y es que me faltaba oído para la música. Y cuando intentaba escribir se me ponía la mente en blanco, así que no podía pasar de dos o tres oraciones y, después de escribirlas, nada más me dedicaba a emborracharme. En cuanto a la pintura nunca pudo nadie dar opinión sobre mi obrita, pues al taller lo daba una viejita que comenzaba a tener cataratas y siguiendo su consejo jamás compartí mis creaciones con alguien más. Recuerdo que la profesora 62 El Neurótico nos decía: “Lo importante no es el resultado, chicas sino el proceso”; nos hablaba así, diciendo “chicas”, porque fuera del policía y de mí, el resto del alumnado se componía de mujeres. Pero no quiero desviarme. Más bien le relataré sobre otra de mis competencias: la historia… A mí de chico me interesó la historia. A los ocho años tenía la colección entera del Billiken y me sabía la vida completa de San Martín y de Sarmiento. Fui a estudiar a aquella ciudad sin un centavo, pues siempre fui, además de cretino (o quizá precisamente por ello), pobre. Sin embargo, gracias a un “contacto” dentro de la Secretaría de Asuntos Exteriores de la facultad (y al favor de un bedel que aceptó modificar mi analítico a cambio de algún dinerito), me iban a otorgar una beca para ir a investigar Historia del Derecho en Roma. ¡Uf! ¡Italia! ¡Que maravilloso! Una vez que se me diera la oportunidad, oh, sí… sabría aprovecharla. Mostraría al mundo entero de qué era capaz… ¡No existía cosa alguna que no me estuviera predestinada!... Yo, que a los ocho años me leía todos los artículos del Billiken. ¡Oh, Doctores! ¡Cómo me amaba a mí mismo! ¡Qué importante me creía! ¡No! No todo era oscuro. ¡Claro! ¡Muy claro fue todo durante esos años! Por aquella época fue que conocí a Laura; sucedió en la casa de un colega. Al comienzo no me interesó. Por el contrario, deparé en una amiga suya que estaba mucho más buena de carnes. Pero la amiga de Laura se fijó en mi amigo, que tenía más o menos su misma altura. Así que, en un comienzo con desgano y por hacerle el favor a mi compañero, acepté salir con ellos, haciendo de pareja de Laura un par de veces. No se si les he dicho ya: Laura era una muchacha bella. Pero no era mi tipo. Demasiado perfecta. Como una 63 Dante Gabriel Duero muñequita de porcelana que un niño travieso podía tener la tentación de romper con un martillo. Durante los primeros encuentros gustaba jugar el juego de la seducción; me divertía. La desnudaba en arrebatos, entre besos y vino, bajo la luz de las velas, recitándole a Verlaine… ¿O a Benedetti?... Recuerdo que le hablaba de países y de proyectos. Hice toda clase de trucos para mostrar que llevaba una vida bohemia. Encendía velas. Preparaba frutillas con crema. La criatura, que casi no había tenido experiencia en las artes del amor, que prácticamente no hablaba y que por lo común me miraba con un gesto que nunca supe si era de ingenuidad o estupidez, quedaba prendada por mis maniobras. Rápidamente hice que se enamorara de mí. No dudé en aprovechar lo mejor que pude la ocasión. ¡Allí estaba, haciendo lo que más me gustaba, dejarme amar! Me hallaba en el cielo del espíritu… ¿Después?… Después vino la noche. La noche y una dolorosa patada. Entonces ya no pude inventar el mundo ni ninguna cosa. Solo me dejé caer... Bueno, la realidad Doctores es que, como les dije, todavía no había logrado inventar nada. Pero ello obedecía, según creía, a que aún no había tenido oportunidad. Bastaría un poco de tiempo. Eso al menos es lo que pensaba. Sí, Señores, no se rían ni se burlen. Eso es lo que sentía ¡Y en circunstancias diferentes, puede que el tiempo me hubiese ayudado! Pero las circunstancias no eran diferentes. ¿O sí?... ¡No! Las circunstancias son las que me tocaron. ¿Qué iba a hacerle? 64 El Neurótico ¿Pero para qué les vengo ahora con todo este parloteo? Les hablaré mejor de la noche en que planifiqué mi desagravio ¡Y de ese canalla de Miniagurria!... Han pasado exactamente nueve años, dos meses y trece días. De seguro que tanta exactitud los sorprenderá y ya se estarán preguntando ustedes como es que este chiflado lleva tan buen registro de los días. “Adecuada orientación espaciotemporal”, los veo anotar. Pues les confieso mi secreto: he marcado cada fecha sobre diez almanaques. Y es que no deseo olvidar, ni por error, la detallada historia de mi tragedia. Con Laura todo estaba terminado desde hacía algo más de un mes. ¿A propósito, Doctor, sabe cuáles fueron las últimas palabras que pronunció Laura antes de despedirse de mí para siempre? “No quiero volver a verte, tarado. ¡Ya no quiero saber más nada con vos!”. Claro. No suponía al hablarme así que, cierto día, yo la seguiría con un hachita de cocina y armaría el descalabro que vino después, esto último gracias a Osvaldo... Más el hecho que a mí me importa, lo que yo necesito que usted comprenda, es todo el desprecio que expresaba ella en sus palabras. Un desprecio lascivo, cruel, horrible. En fin: tan jactancioso sinceramiento ocurrió semanas después de que ella me confesase su traición. De ese modo sobrevendría el final terrible. ¿Por qué, Ortiz? Dígame por qué. Horrible. Definitivamente horrible. ¡Si al menos no hubiese fallado en mi intento de asesinar al paquidermo! 65 Dante Gabriel Duero Llovía. Desde hacía por lo menos cuatro días. Un cielo ceniciento, ajado, cubría la ciudad. Esto sólo podía facilitar el estreñimiento espiritual en que me hallaba. Las almas silenciosas se amparaban al resguardo de aquel cielo envejecido. Todo estaba sucio, húmedo. Era horrible. Ya se había hecho casi noche. La lluvasca torrencial y persistente bordaba, como una delgada hebra de hilo, mi triste existencia. Cada dos por tres, en presumido intento de reafirmar su reinado definitivo, y al igual que un puñado de arena que choca contra una superficie de fórmica, un nuevo diluvio fregaba la ciudad y las conciencias. ¡Mi conciencia! ¡Mi única, mi despiadada conciencia! Hasta hacía poco, un sol cálido y otoñal se burlaba de mis lamentos. Pero aquel día, justo aquel día, debía llover en esa forma. ¡Todo resultó bochornoso por culpa de la lluvia! ¡La tarde, mi accionar, el bar, la vida, el desgraciado mundo!... ¡Absolutamente todo! Después de buscarla por su casa le pedí que fuésemos a un bar. “Me gustaría hablar con vos. Es que hay algunas cosas que quiero contarte, para que comprendas”, le dije. Una vez más, como tantas otras, necesitaba hablar ¿De qué? Pues ni siquiera hoy lo sé. Supongo que quería decirle que así como antes me había amado ella a mí, ahora era yo el que la amaba a ella, que había sido lo mejor, lo único decente que me había sucedido en la vida. Debo haber querido, además, pedirle que me explicase cómo podía ser que ella, que hasta hacía tan poco me reclamaba cariño, hubiese dejado de quererme justo en el momento en que yo me había enamorado. Era injusto. ¿O no? No podía comprenderlo. De mala gana aceptó. Fuimos hasta un tugurio, una fonda sobre calle Rivadeo ¿O Martín García?... Entramos. Estoy seguro de que entramos. Y nos sentamos en un rincón. Mis ropas estaban completamente empapadas y 66 El Neurótico pegajosas. Me sentía renacuajo. “Renacuajo”, me decía mi vocecita interior. “Renacuajo”, repetía. “Una cerveza”, dije al mozo. “¿Qué te pido, querida?”, pregunté. “Cualquier cosa”, respondió. Hablaba con fastidio y eso me puso furioso. Impropiamente -y aquí es que me pregunto si es que uno es un incurable mordaz, un auténtico sarcástico o simple y llanamente, un infeliz; con esa voluntad desacomodada y con esa idoneidad que nos conduce a decir las cosas más chistosas (¿o más impropias?) justamente en situaciones y en lugares que no son para nada chistosos y que, en cambio, sí son inadecuados, le pregunté, poniendo mi mejor gesto de gracioso: “¿Cicuta puede ser? ¿O preferís una gaseosa?”. “¿Y si te vas al carajo?”, respondió la muñequita encantadora de mi novia. ¡Mi abandónica novia! Sabiendo que me tenía totalmente entregado, igual que un esclavo, amenazó con levantarse. Ambos entendíamos perfectamente que, si hubiese sido necesario, yo me habría humillado, le habría rogado con lágrimas en los ojos, de rodillas y besándole los pies, para que se quedara. Y por las dudas lo hice. Me tiré al piso y le supliqué con tanto ahínco que logré captar la atención y el desprecio del mozo, el cual, creyéndose mejor, torció la boca asqueado. “Fue nada más que un chiste. No te enojes así. Era una broma, una bromita. ¿Vos no aceptas una broma, acaso?”, le reproché. Después me dirigí al moso: “Un café para la señorita. Y a mí tráigame mejor un whisky. “Como Ian Curtis”, pensé. ¿O fue Abel Pizzarro? Uno de los dos había tomado un whisky y le había dado un beso a su mujer antes de ahorcarse en la cocina de su casa. Aquel día yo fantaseaba con hacer lo mismo, con salir del bar e ir a colgarme a la pensión o del árbol de alguna plaza, porque esposa no tenía. 67 Dante Gabriel Duero Después de pedir mi bebida, aún inmerso en aquella fantasía, volví a suplicarle disculpas. Le expliqué que estaba nervioso; le dije que sería bueno que nos distendiésemos; que ella ya sabía lo que me pasaba; que “debía”, o no- me retracté- tal vez ni siquiera “debía” pero que sí “podía”, con su natural dulzura, ablandar su corazón y hacer un esfuerzo para así entenderme. Yo quería pedirle, señores. Pedirle siempre. Pedirle más. Pedirle hasta la humillación mendiga. Tan pordiosero yo. Y tan puritana, tan altanera, tan aristocrática ella. Meditabunda. Me imaginaba que así salía la gran dama del interior de la basílica, luego de un sermón dominical, mirando desde la altura, con compasivo silencio, el sufrimiento, abstracto y anónimo, que había sido capaz de recordarle la palabra del cura. Hasta que de pronto, de la nada, venía a presentársele un pordiosero, es decir yo: un ser pestilente, real, piojoso, pedigüeño, que rogaba por unas limosnas de cariño... ¿Qué hizo ella? ¡Pues finalmente me arrojó unas migajas! Unas migajas insolentes y fastidiosas de afecto. Refregó de ese modo la vergüenza por mi rostro. 68 El Neurótico Tenía la mirada absorta, terriblemente saturnina, mendiga, les decía. Me refiero a mí mismo, claro. Hablaba rápidamente. Refería a Laura cosas de todo tipo, unas tras otras; la ametrallaba a preguntas; la llenaba de reproches… Intentaba que ella hablase, que me contase todo, cada idea, cada razonamiento; que me dijese si me quería aunque más no fuera un poco; o si no, que me asegurara que al menos no me despreciaba; la instaba a qué me diese la razón, que aceptara que yo merecía respeto, que yo era alguien digno. No tenía mucho tiempo y necesitaba aclarar. Aclarar y aprehenderlo todo, absolutamente todo de ella. Y sin embargo… ¿Qué había que aclarar? ¿No era bien obvio lo que sucedía, que ella no me quería, es más, que me despreciaba? Para mí no, caballeros. Por eso continuaba ahí, empecinado. Mula hosca, mula mendiga. Me esforzaba por no alzar la voz. Mis labios se oprimían, uno con otro, en una mueca dolida. Me estaba deshaciendo. Y de algún modo quería hacérselo notar. Igual ella ya había antepuesto un témpano entre los dos. Así que, si de golpe, la miraba lloroso y anhelando, con ojos temblequeantes, esperando que me dijese cuánto se compadecía de mí o de qué forma se apiadaba por mi desgracia de mendigo, de pordiosero, (puesto que yo estaba sufriendo), era por completo en vano. No, ella no se compadecía. Ni se interesaba. Sólo ponía gesto de no saber, de no entender, de no tener absolutamente nada que ver con mi pobreza o mi mendicidad. ¡No podía reconocerla! ¿Era esa mi mujercita dulce, indefensa, la muñequita encantadora? ¿Podía haberse transformado en aquel monstruo?... Cada cuota de silencio me iba provocando un desconsuelo cada vez mayor, inenarrable. Así fui sumergiéndome en océanos de incomunicación y desesperanza. 69 Dante Gabriel Duero Retomé varias veces mi monólogo, mi inútil monólogo. Traté de decirle que yo no era uno más del montón ¿O sí? ¡No! Yo era alguien “especial”. Sólo debía darme tiempo. Se lo demostraría. A ella y al mundo. “Si no volvés conmigo, algún día llegarás a arrepentirte Laura, te lo prometo. Un día yo seré un hombre exitoso. Ya vas a ver”. Le dije que si se marchaba, después sería demasiado tarde para regresar. Le dije, después, que la quería. Unas cincuenta veces. Y como no respondía nada, le dije luego que la odiaba y que pensaba que ella era una puta. Y como me arrepentí de hablarle así, le pedí entonces perdón y le dije que no lo era, que no era puta y que era en cambio encantadora. Pensé en aquel momento en suicidarme; también se me ocurrió matarla; sentí piedad por ella; la perdoné por cómo me había hablado diciéndome que había sido por confusión; imaginé que su silencio podía ser un signo de que sufría; volví a pensar que era una puta; todo ello en un segundo. Finalmente, llorando, le dije: “No me dejes”. Y como no respondió nada, volví a repetir otra vez las mismas cosas que ya había dicho unas diez veces. En lo profundo, me hincaba una desesperación atroz junto con la tentación de estrangularla, como a una gallina. “Ya vas a ver cuando sea famoso”, gimotee finalmente. La muñequita encantadora revolvió los restos de su café por vez centésima, indiferente, con su mirada omisa, suprimida, de aristócrata dominicana, daditativa de limosnas mezquinas, constipadas. “Si al menos pudiera hacerle sentir culpa”, pensé. Si hubiese podido aunque más no fuera conmoverla un poco, derretir su muralla glaciar. Pero nada servía; nada, pues ninguna cosa que tuviese relación conmigo la afectaba, a esas alturas, más que inspirándole desprecio. Aquel limitarse a observarlo todo con gesto desentendido, su eterna distracción, la 70 El Neurótico obnubilación por el cenicero plástico, su pasión por doblar y desdoblar con insistencia tediosa una a una todas las servilletitas que había en el servilletero, fue lo que me llevó a sospechar que algo no andaba bien. ¿Y si nada más la estaba fastidiando? O no, a lo mejor mis revelaciones la divertían enormemente. Como a ustedes, Señores. Sí, quizá la chiquilla encantadora se desternillaba de risa, en lo más hondo de su ser... Mientras ella me miraba, con esos ojos azules y redondos, de animalito, me preguntaba yo qué clase de cosas eran las que pasaba por su cabecita de pájaro aburrido. O divertido. ¿Quién sabe? “De seguro que no son pensamientos”, me decía. No en el sentido que uno da a pensar, esto es, concatenar ideas con cierta sistematicidad, y no con la locura del antojo. Saben Doctores, ella era media tonta. Me temo que era uno de los espíritus primitivos que buscaba la antropología de fines del siglo XIX. Debieron haberla estudiado a ella, en vez de ir a Nueva Guinea. Estoy seguro que había en su interior un mundo poblado por impresiones difusas y desmemoriadas. Pura sinrazón y sincretismo. Impresiones que desaparecían ante cada nueva sensación. Intuiciones de intensidad aparente. Aparente para uno, que está afuera. Pero no para ella, que podía enamorarse a cada rato y con increíble profundidad del primero que pasase cerca, tal cuál había hecho incluso antes de dejarme. 71 Dante Gabriel Duero Me convencí de que, mientras se encontraba ahí, conmigo, ella pensaba en algo obsceno. “Tal vez en estar haciendo arrumacos con su novio nuevo”, me dije. ¡Ah, era una puerca mi novia! ¡Una puerca en celos! Volvió a desdoblar la servilletita. Yo, firme, la exhorté a que dijese algo, a que respondiese. ¿A qué?... Pues a alguna de las cosas que le había preguntado… ¿En qué estaba pensando?, por ejemplo. ¿Saben qué me respondió? Pues me dijo que no pensaba en nada. ¡En nada! ¿Cómo puede hace uno para no pensar en nada? Por supuesto, no le creí. Yo no soy tonto. ¡Ningún tonto! Le dije que me daba perfectamente cuenta de que me engañaba, que me decía eso porque no se le venía en ganas explicarme nada, que se creía con derecho a ello pues sabía que me tenía a sus pies, que sólo quería irse. Le dejé en claro que se me hacía patente su desprecio; sabía que se había ocupado ya de enterrarme cínicamente, de modo que yo debía tolerar, sumiso, porque no me quedaba otra opción, cada uno de sus desplantes. Le reproché, después, el ser, como todas las demás mujeres, una frívola. Y le dije que creía que de seguro no era mejor que el resto de sus amigas, que muy bien sabía yo eso. Demasiado bien. Así que le sugerí que no intentase engañarme más con sus juegos mojigatos, porque yo me daba cuenta de qué clase de mujer era ella. Me preguntó entonces qué era exactamente lo que yo creía de ella. No supe que responderle. ¿Quién creía que era?, me pidió que le explique. Dudé. Y me quedé callado, mirándola, con odio, sintiéndome ofuscado. La muchachita encantadora retomó allí la palabra. Dijo que tal vez yo no me equivocaba, que probablemente fuese ella mucho peor, incluso, de lo que yo le reprochaba, pero que en tal caso no entendía con que motivo pretendía yo seguir su lado. 72 El Neurótico Tenía razón. ¡Sí que la tenía! Pero lo que yo buscaba con ella no era verdades transcendentales sino solamente satisfacer mis malogradas expectativas; eso y que se me dijera que yo valía algo, un poquito, siquiera. ¡Ah! ¡Y que me permitiese besarla! Descorazonado, le dije: “Sos mala. Mala, Laura. Solo te importa hacerme sufrir. Me ocasionas una tristeza atrás de otra… ¿Cómo podés?”. Le reclamé, después, el que no se hiciera una idea de cuánto dolor me provocaba. “Mi malestar es muy grande, mucho más de lo que se te puede ocurrir a vos con esa cabecita de torcaza. Pero sabés qué, creo que es justo que vos también sufras. Eso es lo justo. Ojalá que él te maltrate como vos haces conmigo. Espero que te sea infiel, por ejemplo. O que te deje”. Lo que sucedió después fue denigrante. La aristócrata altanera y dominical se cansó y le dio al mendigo quejoso una descarga de patadas en el trasero. “Bueno Julián, ya no sé que pretendés! ¿Que me agarre de los pelos? ¿Que llore? ¿Por vos? ¿O que te diga que sos el hombre de mi vida?”. Así atestó esa muchachita preciosa sus últimos golpes sobre mi conciencia de perro rastrero. “Entendélo de una buena vez: yo te quise. O creí que te quería. Pero ya no... ¡Y no puedo hacer nada! Así son los sentimientos... un día vienen y otro se van”. ¿Así son los sentimientos? ¿Un día vienen y otro se van?... ¡Ese fue mi round final, el golpe a la mandibula y el knock out definitivo! ¿Se dan ustedes cuenta? 73 Dante Gabriel Duero “¡Lo que quiero es esto!”, arremetí, como un pugilista ciego que arroja trompadas al vacío. La tomé por la nuca a la fuerza y la obligué a besarme. Y eso también fue horrible, derrotista. Laura no opuso la menor resistencia. Sus labios se apoyaron inertes sobre los míos. Traté de violar su boca con mi lengua. No produje nada. Para ella era un donnadie. Cuando me alejé para observarla, tanto su rostro como su cuerpo habían sufrido una metamorfosis: sus músculos y nervios se habían endurecido todavía más y la mirada cobró un brillo inerte. Adiviné cuánto me odiaba. ¡El desprecio y la vergüenza, Doctor Ortiz! Y ha de haber sido esa vergüenza lo que me llevó preguntarle, despotricando con falso brío, con brío de mula, o de perro rastrero: “Y eso, Laura ¿En que te hizo pensar?”. “En que sos un pobre tipo”, me respondió. Mi sensible corazón estuvo a un paso de detenerse, Doctor. Me sentí al borde del desmayo. Otra vez quise llorar, salir corriendo, matarla. Pero no llore. Ni corrí. Ni la maté. Me quedé, tan tieso como un muerto, mirándola con mi mejor cara de estúpido. Hasta que al fin, cansada, se levantó. “Me voy”, dijo, con gesto torvo. En un desesperado intento por retenerla, la tomé del brazo. Mi actitud solo contribuyó a aumentar su ira. “¡No!... ¡Dejame!”, gritó. Sus ojos se habían enrojecido. Volví a decirme, como tantas veces lo había hecho durante esas últimas semanas, que era el momento para ajusticiarla, allí mismo, eliminar su posibilidad de elegir y de existir independientemente de mí. Pero sentí demasiada congoja para siquiera mantenerme en pie. Además de que aún la quería. Así que la solté, me senté y la dejé marchar. Al desaparecer por la puerta me dejó enterrado. Todo había terminado. De este modo el estigma de la fatalidad vino a instalarse definitivamente en mí. Ya 74 El Neurótico nunca más entraría en comunión con ese ser, ni con ningún otro... Pero… ¿Había estado en comunión con ella? ¿Podía haber comulgado con esa cabecita de torcaza? ¿Sabe que fue de forma estúpida como, en verdad, se inició mi caída? Río ahora de pensar en cuán imbécil fui. Uno pleno, absoluto. ¿Después?... Después vino el derrumbe... la sucesión de pérdidas contiguas. ¿Sabe?... Tenía yo un jueguito, Doctor. ¿Se lo cuento? El mismo consistía en atosigar a la torcaza con preguntas. ¡Sí que me divertía la muñequita encantadora! Me empalagaba ponerla incómoda. Así que la instaba a que respondiese a apelaciones absurdas. O destruía un comentario suyo con una observación contraria y con la que la ridiculizaba; le decía alguna pedantería o bien tan sólo la reprobaba expresando una negativa suave con mi cabeza. Eran otros tiempos, claro… Le decía, por ejemplo, respecto de un vestido que acababa de comprar, si se había inscripto en un taller de murga. O si se maquillaba, hacía como al pasar un comentario sobre lo atractiva que era cuando salía disfrazaba de gallina. Cosas así. Luego, a partir de su reacción, armaba toda una comedia. Buscaba motivos para enfrentarla. O para distanciarme y hacerla sentir mal. Su llanto me regocijaba, pero más aún me regocijaba consolarla después. Uno de aquellos momentos de divertimento se dio tras su regreso de unas vacaciones con su familia. Se me ocurrió insinuarle que yo sabía, venía ella de hacer "algo, mmm... malo, muy malo". No dije más. Ni me ocupé de definir mejor mi fingida presunción. Dejé el tema en suspenso, como para que Laura colocase en el tonel el líquido que más le pareciese. 75 Dante Gabriel Duero De verdad sólo quería divertirme, incomodarla, y como no tenía la más mínima idea sobre qué clase de piedra arrojar, o a qué sitió, quise moverme con ambigüedad. Pero las cosas comenzaron a funcionar de un modo curioso en esta ocasión. ¡Y la piedra cayó sobre el dedo meñique de mi pie! Para mi extrañeza, y al contrario de otras veces, la expresión de la muñequita encantadora no fue de fastidio, desconcierto o tristeza, sino de sorpresa culposa. ¡Ah! ¡Sí que su rostro delataba la culpa! ¡Tan patente era! ¿Sabe algo, Ortiz? Soy un observador nato, un auténtico prodigio. Puedo profundizar en el inconsciente de la gente con sólo ver los movimientos de las manos o la forma que una mujer se arregla las uñas. Puedo ser muy perspicaz, un tipo muy lúcido ¿Entiende? Aquella tarde me percaté de que la chiquilla encantadora se había restregado la nariz de un modo sospechoso; fue por ello que me decidí a apremiarla. No lo supe entonces, pero hora puedo verlo. No, no era solo divertimento. No en esta ocasión... Yo... vi venir aquel asunto... Y empecé a sufrir. ¡Ustedes no se hacen una idea! ¡Cuánto debí soportar! Le pregunté qué cosa había hecho y, al decírselo, entorné la cabeza y la miré con gesto profundo. “¡Vos estuviste con alguien más! ¡Lo sé!“, espeté, aclarándole que ella debía considerar que yo era algo así como un psicólogo nato, que sus conductas me resultaban de lo más transparentes, que hasta el modo de sonarse la nariz denunciaba su felonía. “Es más- le dije, haciéndome el ofendido - estoy seguro de que, desde que entraste en esta habitación, no has dejado de pensar en esa persona, puedo saberlo... lo huelo, entendés... yo huelo esas cosas”. Esperaba que me confrontara. Pero no. Fue justo en ese instante cuando la encantadora muchacha comenzó a gemir, con un llanto entrecortado, de desconsuelo. Me estaba dando la razón. 76 El Neurótico ¡Hipócrita!. ¿Se dan ustedes cuenta? ¡El cornudo era yo, y la que lloraba ella! Qué insólito es el comportamiento de las mujeres. ¡Qué despropósito! Sin embargo nadie quiere verlo. Y es que la sociedad es injusta. Pero no pido que sea de otra manera. Yo lo acepto, puesto que soy un mártir, Doctores, y se los demostraré luego de que terminen de escuchar mi relato. ¡Sin gestos, sin reproches ni palabras duras, con compostura e indiferencia! Así reaccioné a su abierta confesión. Nada de intolerancias. No era tan agraviante, al fin y al cabo, ser portador de tan elegante formación ósea en mis regiones frontales! ¿Cosas peores? ¡Claro que las había! Después, mucho después, comprendería que mi pasividad para responder, así como mi fingida indiferencia obedecían a elementos que me son constitutivos y que me llevan a tardar en reaccionar emotivamente, lo cual hace que me comporte como un tarado, digámoslo. Porque debía haberla ahorcado allí nomás. Ahorcarla a ella, en vez de a la gorda. Laura permanecía en un rincón de la cama, las piernas contraídas, contra el pecho; sus brazos rodeando sus rodillas. No dejaba de llorar. Parecía una marranita encantadora. Y deliciosa. Mortalmente deliciosa. Decidí ser astuto y me comporté tácticamente. “Calmate”, le dije. “Lo que sea que haya sucedido no va a definir nuestra relación. Vos sabés quién soy. Yo tengo seguridad. Seguridad en mí. No soy celoso. Yo soy yo. Sin embargo es preciso que me cuentes al detalle cada cosa. Entre nosotros no tiene que haber ese tipo de secretos”. En medio de suspiros y gemidos, trató de explicarse. 77 Dante Gabriel Duero Había conocido a su amante una noche, en algún sitio de la costanera, durante una fiesta, allá en Santo Domingo. Fue por una amiga en común. Él era un chico simpático. Muy sensible, por como lo describió Laura. Un simpático al que mi novia le gustó inmediatamente. Al día siguiente volvieron a la rivera. El llevó su guitarra. Y una botella de vino. Le contó historias. Se hizo el poeta. Le cantó canciones tristes. Y la emborrachó. Mi novia se sintió de pronto conmovida, en profunda comunión con aquel espíritu sensible. Ahí fue que experimentó un impulso incontenible a dejarse besar, a permitir que él la toqueteara, Doctor. “¡Ay, Ay! ¿Qué fue lo que te hice?”, gemía, la descarada, mientras me lo contaba. Yo la odiaba. ¡No se imaginan cómo la odiaba! 78 El Neurótico Me dije: “Julián, es hora de que te comportes estratégicamente, con logística”. Muchas veces me había preguntado cuál era la mejor respuesta que se podía dar en casos como el mío. Había llegado a la conclusión de que lo más apropiado era la indiferencia. ¡Claro, es muy difícil no ceder a los impulsos! No matarla como a un perro, saben. Pero en aquella época yo tenía autocontrol, señores, así que pude hacerlo. Fui incapaz de tolerar la vida con el esperpento de Mirta, lo reconozco, pero con la muñequita encantadora todo era distinto. Preparé café. Mi rostro era la encarnación misma de la cortesía y la tolerancia. Fingía no estar demasiado interesado. Ponía cara de quien está escuchando una aburridísima anécdota. En tanto Laura no dejaba de lloriquear, de pedir disculpas… Aunque hubiese querido estrangularla, me guardé muy bien de manifestar mis intenciones e, incluso, mi malestar. Y para demostrar mejor mi absoluto dominio, le pregunté: “¿Disfrutaste, al menos?”. Intentaba que pensase que el asunto me importaba un rábano. Si conseguía infiltrar semejante idea en su cabecita de pájaro aburrido, luego sería muy fácil manipularla. Quedaría desconcertada, sintiéndose ante un ser superior. Pudo haber ocurrido que me respondiese que sí (no me había preparado para esa opción), que había disfrutado. Pero ocurrió algo peor. Laura me echó una mirada escudriñadora y después esbozó una sonrisita, como una mueca traviesa. Era claro: había comprendido mi treta la muy astuta... “No hables así, como si yo no te importara o como si mis actos te fueran indiferentes, amoooor (empezó a decir así, “amoooor”, alargando la “o”; burlándose, claro). Todo esto me resulta tremendamente embarazoso. ¿Cómo podré, de acá en más, mirarte a los ojos? Ni siquiera puedo atender a propia 79 Dante Gabriel Duero imagen en el espejo, sin llegar a avergonzarme”, dijo. Sus ojos estaban hinchados y rojos; su nariz humedecida. Quizá no mienta, pensé y me dejé enternecer. Ante la posibilidad de que aquellas palabras derrotistas fuesen sinceras mi corazón se regocijó. Volví a sentir la venganza en mis manos: “¡La haré sufrir! ¡Haré que se denigre!”, me dije. Y comencé a actuar nuevamente la comedia. “Es una tontería, todo esto. No hagamos un melodrama, querés… Te equivocaste, Laura, nada más… Vos elegiste, mal pero elegiste. Yo no quiero retenerte a la fuerza. No me interesa que estés conmigo sin saber con quién estás. Porque yo soy yo, Laura, yo, no un cualquiera; yo, yo mismo. ¿Entendés eso?”. Ella asintió. Pero tras la sonrisita esa estaba aún una especie de esbozo reprimido, una muesca de sarcasmo. “Ustedes, las mujeres, son débiles”, seguí diciendo. “No te voy a negar: me compunjo un poco, pero es por vos, Laura. Lo que vos hiciste… Es algo que no me perjudica en nada a mí. ¿O sí?... No… No me perjudica… ¿Por qué lo haría? ¿En qué me involucra? En nada porque… ¡Yo solamente te esperé! Y lo que hiciste, no me lo hiciste a mí, te lo hiciste a vos. Es nada más asunto tuyo. Lo íntimo es íntimo, Laura, parte de tu privacidad”, seguí diciendo mientras veía que su mueca se transformaba en carcajada contenida, Doctor Ortíz. “¡Pérfida!”, pensé. No podía detenerme ahora. Debía seguir con mi impostura. “Bueno, continué, lo cierto es que ahora te encontrarás en auténticas condiciones, tendrás la oportunidad de elegir. ¿Entendés? Ahora vos podrás sopesar. Sopesar y seleccionar. Lo que más te convenga, quiero decir. Los otros o yo. Yo, que soy yo. ¿Entendés? Es como dice esa canción: Yo quiero que te besen otros besos… A mí me pasa igual, así comparás, Laura, comparás… ¿Entendés?... A lo que me refiero es a que… Hasta ahora no te habías dado la oportunidad, Laura. Aunque creías 80 El Neurótico que sí, vos no eras libre, porque no conocías otras opciones. En cambio estas circunstancias te favorecen a vos tanto como a mí, pues hacen posible tu elección. ¿Te das cuenta que es positivo, tontita? ¿Lo ves? Ahora me vas a elegir, con verdadero conocimiento de causa. Ahora me vas a elegir a mí, que soy yo. Así que dejá de llorar de una vez. Y ya no sientas vergüenza. Las mujeres no debieran sentir vergüenza, Laura, son como pajaritos. Y los pajaritos se confunden. Yo te voy a dar otra oportunidad, para que veas con qué clase de hombre estás”. Así le hablaba. La mueca había desaparecido. Lloraba. Laura otra vez lloraba. Y yo me sentía confiado. Pensaba en el desconcertante efecto que aquellas palabras tendrían sobre su conciencia. Arruinarían cualquier plan errado, cualquier pensamiento erróneo que se hubiese gestado en su mente. Yo, señores, me había puesto en una posición inalcanzable. No tenía nada de vulgar. Así le mostraba mi entereza. Toda mi entereza. 81 Dante Gabriel Duero ¿Mi entereza, les he dicho? Pues me gustaría saber un poco de que entereza estoy hablando ¡Porque, como estarán adivinando, en nada se correspondía lo que expresaba con lo que era el estado profundo de mi corazón! ¡Absolutamente en nada! En el fondo yo dudaba, todo el tiempo dudaba. Pero es que soy un hipócrita. ¡Y ella me había descubierto! La muy crápula lo supo, de algún modo. Ahora nuevamente la mueca aparecía en su rostro. Bien comprendía, comenzó a decir, qué razones me llevaban a hablar de aquella manera. Ella sabía, dijo, lo que ahora le sucedía a su querido. ¡Claro que lo sabía! “Sufres amoooor”, volvió a decir alargando la “o” y entonando las palabras como una actriz colombiana. Podía ver que la quería, dijo. “Te he deshonrado, amooor, y eso para ti es terrible. Pero no quieres que sienta culpa”. Dijo también que podía darse cuenta de cuánto la amaba, que aunque yo no pronunciase la palabra “amoooor”, mi corazón puro, “ingenuo”, dijo, era noble, mucho más noble que el suyo. ¡Me estaba tomando el pelo, evidentemente! Se me ocurrió pegarle una trompada, cortita, en la mandíbula. Pero no lo hice. Me contuve. Laura siguió hablando, dijo que mi dolor, el dolor por el cariño que le profesaba, era lo que me llevaba a distanciarme, a desconectarme de mis propios afectos, que así me preservaba de mi propia angustia, sí, pero que por sobre todo, de ese modo la cuidaba, a ella. ¿De qué? De la vergüenza, señores. Aparentar aquella indiferencia era lo más eficaz, dijo, lo más adecuado para resguardarle el decoro. “Esa calma, por ejemplo... Me odiás, Julián, pero en lo profundo me amás. ¡Tus ojos, ellos me lo dicen! ¡Sí, esos ojos tan bonitos, tan tiernos!... Te amo tanto, tanto…”. Le pedí que ya no hablase. Pero no hizo caso. 82 El Neurótico “Mírate ahora”, continuó diciendo. “¡Ni un reproche! No dices nada ¡Sabes que he estado con otro! Pero te quedas ahí, como un santo, amoooor. ¡Y es que no sabés reprochar! ¡Eres tan bueno, tan magnánimo! ¡Y yo, que dudaba! Ahora veo cuanto me has querido... Muchas veces temí que no… sospechaba... creía que no te importaba... ¡Qué tonta! ¡Qué tonta he sido! ¡Si hubiese podido verlo antes!”, gimió, dejando caer unas lágrimas y ocultando la mueca jocosa. Era clara su treta, caballeros. Con sus halagos Laura iba haciéndome bajar cada uno de los peldaños que yo había procurado ascender minutos antes. Así que la que estaba arriba, ahora, era ella. Si yo le decía que no me importaba lo ocurrido, ella respondía que en verdad la amaba tanto que no me atrevía a hacerle reproches; si yo decía que era bueno que hubiese hecho sus chanchurros pues ahora conocía la libertad, ella afirmaba que se había comportado como una desgraciada y que yo era un santo. En síntesis… mientras yo trataba de ubicarme con los dioses, en un sitio inalcanzable, poniéndola a ella en el lugar de la vulgaridad y el equívoco, ella, que se me adelantaba, en vez de contradecirme, terminaba por refregarme en la cara todo lo santo que era. Una ironía de este tamaño no hacía sino descalificarme. Era como llamarme cornudo y después gritar a cuatro vientos cuán puta era ella. 83 Dante Gabriel Duero Al darme cuenta de su truco cambié la estrategia. Y retomé la batalla. Volví a explicarle todo, pero usando los términos contrarios. Le dije que las cosas no eran como las describía. Le aseguré que yo era un ser inerte, alguien que sentía desprecio por todos. “A mí no me importa lo que vos hagas con tu cuerpo, Laura”. Le dije que en el fondo lo único que yo buscaba era comprobar que nadie se salvaba. ¿De qué? Pues del pecado y la miseria. Ni siquiera ella, Doctores, que era una criatura inmaculada. ¡Ah! ¡Cómo le hablaba! Ahora, Doctores, habiendo confirmado su pecado podría irme a lidiar con mi sufrimiento metafísico. Los despreciaría. ¡A todos! ¡Incluso a ella! ¡Esa sería mi venganza! ¡Claro! ¡La aplastaría con mi insensibilidad!... “¡A mí nadie me rompe el corazón!”, pensé. ¡No, no vendría a romperme el corazón aquella mujer de afectos vulgares! Tampoco me vería debilidad alguna. No me mostraría lastimado. ¡Nada de ello! Ahora Laura iba a saber que ella y su vida no me preocupaban, en lo más mínimo. Yo era yo, alguien superior… y tenía mi propia vida. Pero ella tenía que seguir hablándome, tenía que hacerlo para así arruinar todos mis planes y llevarme a acogotar al paquidermo… ¿Por qué no podía dejarme en paz? ¿Eh?... ¿Por qué? 84 El Neurótico “No me reprochás nada. Después de haberte deshonrado, y de semejante modo”, siguió diciendo. “¡Eres bueeeeno, amoooor! ¡Noble! Tantas veces te he juzgado y mal. ¡Ah, pero qué mala he sido! Y ahora, incluso ahora, me preocupo menos de tu dolor que de mi vergüenza. Me siento doblemente triste, Julián. ¡Cómo me lastima la profundidad de mi egoísmo“. Cuando me besó la mejilla izquierda, sus labios estaban humedecidos y lloraba. Nuevamente. Me estremeció… dudé… “Soy tan inhumano”, me dije. “¿Puedo castigarla así?”... Ella gimoteaba. Y yo me sentía inundar, de felicidad, sí. Pero también de ternura, de compasión. Hubiese querido arrojarme en sus brazos. Decirle “tequierotequierotequiero”. Dormir acunado en su abrigo. Ay, Doctor Ortiz, era tan grande la emoción. Estaba conmocionado. Cómo amaba a esa muchacha. No iba a desprenderme, jamás, de ella. La abracé y, ocultando mi rostro entre sus ropas (para que no pudiese verlo) lloré. Sí. Me di el gusto, nomás. Y lloré yo también. Hasta secarme. Ahora bien, mi maniobra de ocultamiento resultó inútil. Ella lo percibió todo. Volvió a hablar. Cuando no sabía qué hacer ella hablaba. 85 Dante Gabriel Duero Dijo que ya veía cuán triste me había puesto, que todo era culpa suya; prometió que, si yo estaba dispuesto a hacerlo, lo olvidaríamos todo. “Y seremos felices, amoooor. ¿Podremos olvidar esta aventurita mía?”, me preguntó. “Sí… Sí…Sí…”, le respondí. El corazón se me salía, Ortiz. Laura me agradecía. Un nuevo torrente de lágrimas brotaba. Después siguió, durante un rato, insistiendo con lo de que yo era un sabio, un santo, un ser de otro mundo. ¡Un sabio y un santo!… ¡je je!... ¡Vean de que forma gentil me llamaba mi novia “cornudo”! ¡En mi propia cara! Pero yo no me daba cuenta. No hay peor ciego que el que no quiere ver ni mejor cornudo que el comprensivo ¿No lo creen?... ¡Je Je!... Durante el resto de la tarde, la farsa continuó. Su obligación era recompensar tanta “virtud”, tanta “bondad”, dijo Laura. Me había “fallado”, pero de ahora en más ella sería “buena”. Me querría. Y no tendría más aventuritas. Es decir: ya no me volvería a hacer cornudo. De allí en adelante sólo iba a recibir de ella consideración, respeto, dijo. “¡Oh! ¡He sido tan egoísta!”. Tragué saliva… Y sin embargo no supe por qué. ¿Cómo no pude percibirlo, Doctores? Porque aquel día no me di cuenta que todo lo que Laura decía podía sintetizarse en: “¡Que putarraca soy!”… “Figúrate”, continuó. “Durante estas vacaciones ni siquiera tuve pensamientos para nosotros, estaba abstraída, como ausente, Julián. Así de tonta me puse. Y después conocí a aquel chico. ¡Pero es que creía que no me amabas, amoooor! Inconscientemente, claro. Así que lo hice. Me dejé seducir y él me hizo suya. Te juro que él no era atractivo. Sensual puede que sí, pero no atractivo. 86 El Neurótico Julián, amoooor, te aseguro que eres mucho más hombre que él. De verdad lo digo. Lo mío fue una confusión, como decías. Ahora, en cambio, que veo, que me doy cuenta… lo importante es que me amas, amoooor… ¡Ah! ¿Cómo pude ser tan egoísta? ¿Cómo pude estar tan ciega? Sniff… Sniff…”. Sintiendo que debía reaccionar, dije, por no ser menos: “Yo tampoco me acordé, Laura; ni una sola vez, me acordé de vos. Yo no soy mejor. De hecho, Laura, también yo pensé en otras mujeres. Hasta tuve fantasías”. Con mis palabras procuraba empatar la situación, como ustedes podrán imaginar. ¡Pero ella era tan zorra! “Mentira”, dijo. “¡Estás mintiendo! Ya sé, de nuevo es para disimular mi culpa ¿Verdad? Pero no, querido. Ahora que lo comprendo todo, ahora que sé cuán loco de amor estás por mí, no es preciso que me engañes… Sos tan romántico, tan tierno, tan amooooroso... En fin, Julián, creo que es algo tarde… Me voy”. Casi me muerdo la lengua. “¡¿Qué!? ¿Cómo que te vas a ir? … Quiero decir… ¿No te quedás, conmigo, a dormir por ejemplo?”, pregunté. “No, amooor. No puedo. Lo mejor es que estemos separados. Hasta que a mí se me pasen todas estas ocurrencias tontas”, dijo. “Además debo pensar. Pensar en lo que hice”, agregó. “Reservaremos el cariño para más adelante”. Pensar... pensar... ¡Así me arruinó la cabeza la muy descarada! Pensando ella. Y haciéndome pensar a mí. Debí matarla. Colgarla de un gancho. ¿Saben? Todo lo que quería era un poco de reconocimiento. O de cariño. Pero ella se burlaba… 87 Dante Gabriel Duero ¿Saben qué, señores? Tres días transcurrieron antes que volviese a tener noticias suyas. Cansado, sin tolerar ya la ansiedad, esperé la llegada de la tarde, recostado, emborrachándome un poco, bajo el cono de la luz cetrina que se le escurría a la pantalla de la lámpara, en la habitación de la pensión, sobre una cama también sucia, haciendo un fracasado esfuerzo por pensar en nada, por lo que, escarbando con las uñas de los pies en el colchón cada vez que mi mente (contagiada por mi incertidumbre) vomitaba alguna sospecha poco alentadora sobre mi querida, terminé haciendo un agujero en la gomaespuma. Entonces me decidí a telefonearla. Balbucenate, le pregunté un par de cosas, no recuerdo cuales, algo en referencia al clima, algo respecto de alguna noticia política, de seguro poco relevante, ya que lo cierto es que no me importaba hablar de nada, de ninguna cosa más que de ella, solo de ella; saber algo de sus reflexiones y sus sentimientos; que me dijese alguna cosa que me permitiera confirmar que yo aún era el jinete que ajustaba la cincha de su montura, el que se preparaba para dominar las riendas. Por ejemplo que me confesara que había estado pensando en mí, en que por su iniquidad temía perderme y lo lamentaba. “¿Cómo estamos, entonces?”, pregunté, y lo hice espoleando, con actitud rebenquera. Luego de algunos segundos que abrieron, como una brecha oceánica, un abismo de silencio entre su espíritu y el mío, la muñequita encantadora me respondió, farfullando, tal vez haciendo como si llorase pero sin conseguirlo: “Es que estoy tan confundida, amooor”. Opinaba que era mejor, dijo, que continuásemos un tiempo más sin vernos, “hasta que mis sentimientos se aclaren”, especificó. Aferrándome al tubo del teléfono, ya irritado y sin el menor control, le pregunté si era imbécil o qué; le dije que no podía esperar más, que necesitaba encontrarme con ella, de forma urgente. ¿Dejé 88 El Neurótico así entrever mi desesperación y mi propia desconfianza? Creo que sí, Doctores. Como quien, con desacertada actitud, sintiéndose desafortunado, pretende, por medio de la “sinceridad” o de una impulsividad de momento, que se lo reciba sin retrasos en un lugar en donde no es bienvenido, pero que, además, considera que tal recibimiento debe hacerse entre exclamaciones bulliciosas, así sentía yo que mis explosiones despechadas debían ser recibidas con beneplácito, como un signo de franqueza y de carácter, no como una simple debilidad. Claro, esta clase de insistencias no producen, normalmente, sino un rechazo mayor en quien nos recibe, además de que genera en aquella persona una graciosa sensación de poderío, de desconcierto o de desprecio. Pues bien, ante aquella insistencia, mía, Laura terminó por confesar, entre sollozos: “Lo que pasa es que pienso mucho en él, amooor”. 89 Dante Gabriel Duero ¡Desvergonzada, una puerca desvergonzada! Eso es lo que resultó ser la muñequita encantadora. Debí colgarla, de un gancho. O estrangularla usando cada uno de estos dedos. Pero insistí, una y mil veces insistí... Tardes desoladas y frías, en que las calles se convertían en largas estepas, estepas que debía recorrer en soledad, con mis mejillas enrojecidas y mi cuello envuelto en una bufanda gris, larga y apolillada. Siempre para llegar a ningún lado. Momentos en que la tristeza, la soledad y un incesable deseo de aniquilamiento venían a golpear como piedritas sobre las ventanas de mi alma, haciendo que sintiera a cada instante que el mundo estaba a punto de derrumbarse, igual que un techo podrido se hunde; o como un animal cazado se desploma, abatido por una bala fatal. Así me entregaba yo a pensamientos lúgubres, embargado por el sentimiento de que la vida me desgajaba, que aniquilaba toda mi lozanía. ¡Experimentar a cada momento como en los ojos transparentes y marítimos de nuestra querida viene a consolidarse un No, rotundo, aplastante! ¡Y, por Dios, todo ello siendo uno consciente y responsable del peso intolerable de la propia libertad!... Supe que de allí en más cada uno de nosotros podría y debía hacer de su vida lo que le pareciese, despreocupado e inclusive reticente a saber algo del otro, siquiera un aspecto circunstancial de la existencia de aquél o aquella a quien habíamos querido, disimulando incluso en las charlas con compinches el menor interés o forzando la más impostada indiferencia ante algún dato que nos revela, por desprolijidad o incluso mala voluntad, alguno que se dice amigo, respecto de los amoríos que nuestra querida está teniendo con algún conocido… Llegaron los silencios. Y los días. La depresión, el cuerpo destrozado, la carne tullida y siempre, por detrás, como cavándome la fosa, la sombra de ese otro, que no 90 El Neurótico conocía y que aún no era capaz imaginar, pero que siempre creí mejor. Circunstancia, además, que me llevaba a encontrar un sospechoso en cada uno de los rostros que me cruzaba a diario en mis recorridos callejeros. ¡Como deseé encontrarme, alguna vez, con Laura y con él, caminando plácidamente, tomados de la mano! Sorprenderlos in-fraganti y poder decirles “¡Ajá!... Los agarré!”. Sí, eso, “¡Ajá!”. Porque es todo lo que se me hubiese ocurrido decirles, caballeros… Cada una de las reuniones que en lo sucesivo sostuvimos la muñequita fascinante y yo fueron, para mí, la misma y única situación de sufrimiento. Porque, en todas ellas, terminaba por mirarla y descubrir tras su aparente tranquilidad, una actitud entre evasiva y desinteresada, como cuando le contaba alguna cosa respecto de mis sentimientos, de lo que a mí venía sucediéndome, lo que parecía tener la cabida, la misma repercusión, que un eco casual tiene al perderse en el interior de un aljibe. Una vez descubiertas sus verdaderas emociones, yo ya no pude mantenerme, cuando estuve a su lado, en pie. Con mis ropas desarregladas y mis brazos temblorosos, la miraba, tartamudeando unas veces, musitando cosas incomprensibles otras, con mis rodillas flojas y embargado por la impotencia de no ser capaz de pronunciar aquello, la palabra que creía hubiese sido necesaria o suficiente para obligarla a derramar una lágrima, a sentir un poco de compasión, o darme lo que fuera, un gesto tierno, por ejemplo. Sentía que nada, ninguna cosa iba a servir para despojar a su rostro de ese brillo inerte y hueco, de esa mueca fría, absurda, que cobran los rostros muertos de esos que desaman. Aún así, me quedaba a su lado, mendigando un cariño que me estaba vedado. 91 Dante Gabriel Duero “Si ya no me quiere”, pensaba yo, “si ayer pudo desear estar conmigo y hoy ya no, entonces el amor es un capricho, y todas las palabras solo oportunidades para dar rienda a nuestras hipocresías. Si ella no me quiere, entonces sólo hay soledad, infinita soledad en el mundo”. Después de pensar así, bajo el dolor repentino de la herida, creía vislumbrar, en intuición fugaz, el estado de putrefacción en el que devendría con el tiempo todo mi ser, cuando los rizomas de la desesperanza y el escepticismo enraizaran hasta en las cavidades más recónditas de mi espíritu. Acongojado por la propia y desesperada imagen que inventaba para mi futuro, en mi cuerpo se encarnaban las reverberaciones de mis fantásticos sufrimientos, colocándome en la más completa lejanía respecto del mundo. Debido a ello comenzaban a dolerme el estómago y la garganta, que se me oprimía y, en mi lengua y mi paladar, aparecía ese sabor a sal y lágrima, que dejaba un color blancuzco y seco sobre mis labios mordidos. Todo se desmoronaba. No tenerla no era solamente haber perdido a ella. Representaba más... mucho más. 92 El Neurótico Como verá, todo esto resultó una gran injusticia, dentro de éste, el mejor de los mundos posibles, Ortiz... Aprender a andar con la mirada gacha y las pupilas puestas en ningún sitio, sin entender casi, lo que está ocurriendo en nuestro entorno, y hacer como cuando se nos ha calumniado, situaciones éstas en las que, con una inocencia, con una ingenuidad realmente dolorosa, buscamos convencernos de que ha de haber un terrible error, error que más tarde o más temprano habrá de corregirse; que aquello, en efecto, no puede estar ocurriéndonos. Así comenzaba yo a buscar motivos que justificasen o, más bien, que rectificaran que aquello que me inundaba de desesperación no sucedía verdaderamente. Pero es sabido; aunque al principio uno se sirva de las ideas más racionales y lógicas y procure reordenar los hechos quitándoles la apariencia absurda, aunque certera, claro, que la realidad les da, la verdad es que en poco tiempo nuestra mente comienza a aceptar la naturaleza falaz y circular de los propios pensamientos; tras ello el alma opta por resignarse y entregarse sin luchar a esa fuerza natural que nos traga y nos cubre. Sí, Caballeros, me resigné; aunque es cierto, no de un modo tan espontáneo, ni tan sencillo; por el contrario, fui dejando que el tiempo se asentara como un oleaje manso sobre las costas de mi voluntad, hasta hacer de la tristeza y el descreimiento dos compañeros fieles, como los son esos perros sarnosos y hambrientos que nos acompañan durante las noches cerradas en que recorremos las calles solitarias. En medio, me volví esto. 93 Dante Gabriel Duero ¡De acuerdo, de acuerdo: la verdad es que recién ahora me encuentro auténticamente resignado! Lo cierto es que por aquellos días solía acercarme a su edificio. Me quedaba horas, expectante, sin atreverme a llamar a su puerta o, más exactamente al portero eléctrico, porque lo peor es que debía comunicarme con ella por un portero eléctrico que, para mayores males, funcionaba pésimo, de forma que luego de llegar y oprimir el botón de su piso, debía gritar, para decir ante un sinnúmero de miradas obscenas, “que no podía tolerar la situación”; “que amaba” a quien fuera la lejana interlocutora que, ubicada tres pisos por encima, me escuchaba; “que estaba completamente desesperado y al borde de colgarme de un árbol”, etc. Una parafernalia patética, muy trágica, por cierto, dentro de éste, el mejor de los mundos posibles, ya que con ello no hacía más que agravar mis males y divertir a transeúntes ocasionales, a vecinos de Laura por ejemplo, que jamás dudaban en dispensarme sonrisas maliciosas o hasta algún comentario provocativo, antes de ir directamente a contarle a ella, con desfachatez, mis hazañas. De modo que, cohibido y sintiéndome indefenso ante tamaña contingencia técnica, terminaba en tales casos por retirarme del edificio antes de intentar nada y, caminando algunas cuadras a la deriva, con paso lento y desorientado, a veces tropezando con mis cordones o con los dobladillos de mis pantalones, la mirada perdida entre las grietas de las baldosas, rememoraba con esfuerzo alguno de los últimos acontecimientos, que por lo común aparecía entre un ráfaga de imágenes confusas, como sacadas con una vieja polaroid y a las que yo intentaba extraer algún sentido. 94 El Neurótico Y así podía ocurrir de repente que llegara a una plaza, buscase un banco y me echase en él moribundo. Oscurecía. Siempre oscurecía. La noche y el invierno se ocupaban de escoriar mi cuerpo al que, aunque desabrigado de ropas y de amor, el frío en definitiva no afectaba, estando como estaba, habitado no por un espíritu sino tan solo por torbellinos de tristeza, de punzante desazón. Algunas veces descubría una fuente y, reflejadas en el agua sucia, veía el montón de ventanitas color ámbar de algún viejo edificio. Entonces me ponía a reflexionar acerca de la innumerable cantidad de veces que había pasado frente a aquel sitio, sin ver en él otra cosa que un torpe bloque de cemento que contenía a cientos de seres anónimos e indiferenciados. Y me sorprendía descubrir cómo en cambio ahora, habiéndose modificado el estado de mi alma, cada uno de esos mismos vidrios amarillentos se convertía en el anunciamiento de algún alma, también solitaria y que como yo también vivía, sufría, soñaba, sentía; un alma que podía ser la de un hombre hastiado, incapaz de amar o disfrutar; de una pareja de casados, para quienes el matrimonio dejaba de ser aquella instancia feliz con la que tanto los habían hecho ilusionar; o a lo mejor de un niño triste que, ansioso y angustiado, esperaba a que su madre llegara de trabajar de alguna fábrica, empleo que apenas si les dejaba para comer y vestirse... Cada cual de aquellos seres se transformaban, de uno en uno, en el emblema de lo que existía, de lo que, como yo, entendía y sufría, por lo que cada ventana y cada habitación terminaba por contarme una historia de anhelos, de esperanzas y sufrimientos, de logros, aburrimientos y frustraciones en la cual yo podía reflejarme. Y sentía entonces no la ausencia, sino por el contrario, un calorcito pequeño, de esos que promete abrigarnos pero con los que jamás alcanza, porque el 95 Dante Gabriel Duero invierno es demasiado crudo, siempre, con lo cual aquel conglomerado terminaba por convertirse en la suma de un montón de pequeñas tristezas que ni juntas alcanzaban a hacer, entre todas, algo parecido a una compañía. Aquella soledad, que resultaba atroz, desbastante, asociada con un sentimiento de insignificancia, de completo absurdo, implicaba comenzar a comprender que se puede estar en medio de seres bondadosos y sensibles y, aún así, seguir aislado en un mundo único e incomunicable, un mundo del cual es además imposible hacer abandono; razón por la que, al final, termina siendo no ya nuestra soledad circunstancial la que nos duele, sino la que resulta de presenciar o intuir la de cada hombre y cada mujer, la soledad que representa el hecho de tener un alma única y diferente, de ser libres, egoístas... 96 El Neurótico “Al final- pensaba- cada cual goza no sólo del derecho sino también de la inescrutable obligación de hacerse cargo de su propia vida y de su propia miseria”. ¡Qué lejos me sentía de todos aquellos días en que vislumbraba el éxito, la gloria! Sentía que podía haberme muerto en esos instantes sin que nadie se percatase del detalle. Me crucificaba y laceraba un sentimiento de tuétano vacío, como si la vida fuese un ejercicio despiadado, hueco. ¡Y qué pena enorme embriagaba mi espíritu al darme cuenta de hasta qué punto resultaba intrascendente cada vida! “¿A quién le importa alguna cosa? Lo único que persiste es el arcón de recuerdos. Recuerdos que no son tampoco tales sino más bien un conjunto de fantasías y delaciones novelescas, falseadas. Recuerdos evocados por seres que tarde o temprano mueren, transformándose así en nuevas evocaciones... las que a su turno serán conmemoradas por otros, creando un ciclo infinito y desesperante de mentiras disimuladas”. Todo era, nada más, anécdotas traídas de tanto en tanto a la conciencia por memorias estafadoras, que las más de las veces inventaban a partir de la necesidad o del deseo falluto... “Se es así una mentira, y de ello se vive”, concluía... El olvido es terrible, Ortiz, creo que es la verdadera, la única muerte. Uno querría hacer depender la existencia propia de otro y, nada más, ser recordado. Pero todo es muy absurdo. Lo peor es que el otro siempre o casi siempre se niega a ser responsable por tan pesada carga. ¿Qué sentido tienen así las cosas, dígame? ¿Lo ve?... Un diluvio enmaraña a nuestra razón... ¡Ah, la duda! ¡La duda!... Este interrogante inocuo, señores, puede llegar a adquirir dimensiones abominables, y extenderse hasta las cuestiones más sagradas de la existencia. Ya comienza 97 Dante Gabriel Duero usted a arremangarse y a esconder las manos, caballero, y es que intuye, lo sé, lo incontrovertido de mis palabras, estas palabras que no sirven más que para enseñarnos un conjunto de verdades sobre el mundo y negarnos, a cambio, la posibilidad de mejorarlo... ¿Para qué, Ortiz? ¿Para qué cada cosa? Es esta pregunta retorcida, la más horrible herejía jamás pronunciada. ¿Hay algún otro dispositivo que pueda ser un determinante mayor de nuestros anhelos suicidas, y, tal vez, homicidas? Con el peso de tal interrogante sobrecargando mi conciencia, comencé a caer en el onirismo más oscuro. Un ensueño rencoroso, como un viento frío, vino desde atrás, a meterse por mis ropas hasta encontrar la carne, hasta congelar mis esmirriadas vértebras y hacer de mí, un desierto de lágrimas. Por días y por semanas me acostumbré a deambular bajo el efecto de la inercia por calles vacías, por horas, sin acudir jamás a ningún sitio y sin esperar nada. Y era que el hecho de andar me embrutecía, abandonándome en un estado anestesiado y taciturno, que si bien no me impedía ver al mundo como un inmenso vaciadero, desamorado e inhóspito, al menos (al igual que nos sucede cuando, a fuerza de entregarnos a situaciones dolorosas y ultrajantes, terminamos por acostumbrarnos y, si no por verle a las mismas aspectos positivos, al menos sí por hacernos creer que las mismas no nos importan) hacía que tal visión me preocupase menos. Sucedía de este modo que, repentinamente, comenzaba a pensar que no necesitaba a Laura. “¡Que se vaya!”, me decía. “¡Por mí, mejor!... ¿Quién la quiere?” Y con estas palabras en mi mente, caminaba decidido, la actitud grosera y orgullosa, sintiendo que volvería a ser el dueño de mi vida, creyéndome fuerte. ¿Cuantas veces no tomé la decisión de no volver a verla? Me resolvía a 98 El Neurótico borrarla, como castigo, de mi vida y mi recuerdo, y me atrevía a especular sobre lo pálidos que serían mis sentimientos cuando volviese, después de un tiempo, arrepentida. Me hallaba convencido de que bastaría con adoptar una actitud firme y estoica, una actitud que me condujese a darme cuenta de que el tono y la intensidad de mis sentimientos y emociones podía regulase como los de un altavoz, hasta convertirse en ilusiones similares a las que poblaban mis sueños, todo ello siempre y cuando yo las tomase con el mismo talante con que un filósofo griego se preparaba, luego de una jornada de ayuno y ante un sinnúmero de delicias, para conformarse con la comida de un esclavo. En tales oportunidades terminaba por adoptar una actitud optimista y convencida, una actitud que se sostenía sobre una certeza que no hacía explícita, pero que me llevaba a creer que Laura volvería cuando sintiese la fuerza de mi olvido, momento que, considerado tarde, me llevaría a rechazarla con desprecio. “¡Deberá ese día tolerar toda mi indiferencia!”, me decía. Pero al cabo de un rato me percataba de que las horas habían pasado. Y, ni el olvido, ni la presencia de la arrepentida se hacían llegar, con lo que un músculo cedía. Y con él todo mi proyecto se desmoronaba, obligándome a valorar lo desproporcionado de mis pretensiones respecto de mis fuerzas y de mi tímida paciencia. ¡Sí, antes que nada en relación con mi tímida paciencia! En aquellos instantes las lamentaciones volvían a mi conciencia y, con ellas, llegaban también la desesperación y la angustia. La desesperación, la angustia y la vergüenza. Rápidamente mi paciencia se hacía consternación y la figura de Laura terminaba al fin por aparecer en el recuerdo, siempre bajo la forma de una 99 Dante Gabriel Duero imagen dolorosa. Y bella. Y ese recuerdo (que llegaba primero tímido, con pasos suaves pero que pronto adquiría la violencia del huracán que todo lo abraza y devora, moviéndose en mi espíritu como un líquido espeso que invadía cada uno de los rincones y vericuetos, yendo de una punta a otra y recorriendo la superficie de mis días como un león en una jaula o como yo mismo en la pieza de la pensión) iba drenando lentamente toda la sangre de mis venas. Pronto mi visión se hacía desesperación. O directamente insomnio. Dejé, por supuesto, de frecuentar la casa de los amigos y, también, los bares en dónde solíamos encontrarnos. Y, si por azar, me hallaba un día en una ronda amistosa, podía percibirse en mi persona un grado de aislamiento tal que hacía imposible suponer que se estaba logrando algún tipo de comunicación o contacto conmigo. Estaba solo. Solo. Alguna gente pretendía preocuparse por mi estado. Amablemente les decía a tales comedidos que podían irse tranquilamente al cuerno. Es muy fácil hacerse el colaborador cuando es otro el que tiene las vértebras desintegradas de aflicción. A menudo venía a oír frases del tipo de: "¡He estado muy preocupado por vos!"; o "No sabes cuanto lamento esto por lo que estás pasando!". ¡Palabras así me inspiraban bostezos, Doctores! Nuestro dolor es nuestro y de nadie más. No es posible compartir. El compasivo es el más fácil y el más hipócrita de los sentimientos. 100 El Neurótico Pero continuemos. Como no podía ser de otra manera, en aquellas circunstancias desoía o permanecía indiferente ante tal clase de comentarios estúpidos. Sólo me ocupaba de mi sufrimiento o de lo que pudiese decirse, para bien o para mal, de Laura. Nunca faltaba el infeliz que llegaba vociferando: "Vi a tu noviecita, el otro día; está cada día más linda la mocosa". Yo, que aún no había reconocido mi personalidad homicida, lo dejaba, por descuido, continuar con su vida de gracioso, al susodicho. Al final, a partir de lo que se hubiese dicho, siempre terminaba por caer en un estado de depresión insoslayable o, por el contrario, alimentaba desproporcionadas esperanzas, pues nunca desaparecía la posibilidad de reencontrarla. Todo servía así para calmar por un momento mis ansiedades o incrementar desmesuradamente mis desconfianzas. Mi vida estaba igual que las paredes de la pieza miserable en que pernoctaba: carcomida y devastada por la humedad y el frío. ¡Si usted supiese, Ortiz, los tiempos que transcurrían sin que nadie, ninguna persona, pasara por la pensión a ver si respiraba yo aún! Recuerdo ahora ciertas palabras de Miniagurria. Solía éste decir que cada hombre sufre su propia vida, pero que la mujer sufre al parir un hijo varón. Es entonces cuando, al imaginar los sufrimientos futuros que atormentarán al niño, los experimenta ella también. “Pagan con su llanto materno la frivolidad y la liviandad de otrora. Y el dolor que con ellas ocasionaron a algún pobre monigote. ¡Las muy sucias!”, decía mi amigo. Recuerdo en estos instantes aquella frase Y pienso en Laura. Como yo, ella fue, también, una grandiosa egoísta... 101 Dante Gabriel Duero ¿Saben algo? ¡Acabo de darme cuenta! Contarles todo esto me divierte, señores; me entretiene. Soy una persona muy jocosa, con un estupendo sentido del humor. Sí, puedo reírme incluso de mis desgracias. ¡Claro que puedo hacerlo! Observen: Je... Je... Je... Je... Je... “No estoy aquí para divertirlos”- creo haberles dicho. Pues aunque así sea, quiero hacerlo: quiero divertirlos a ustedes y también a mí mismo porque... Je!... Je!... Je!... la diversión es hoy en día lo único en la vida que me interesa... Eso sólo debiéramos tomar en serio en esta vida inmunda. ¿Quiere que le diga otra cosa más, Ortiz? Usted, en especial, me cae muy bien y por ello le hablo así, tan francamente. Puesto que nada me costaría mentirle, decirle que acogoté a Mirta para robarle unas monedas. Me salvaría de esta forma, al menos, de la estigmatización manicomial... ¡Pero no quiero! No quiero porque... Bueno, simplemente porque no. Además no me importa ni un pepino que la gente diga de ahora en más lo que se le antoje; de todas formas hubiesen hablado mal. No se necesitan excusas para hablar mal de los otros, basta con que no complazcan nuestros antojos. ¡Así que al cuerno con los que me critiquen! Como le dije: ¡Un pepino, eso es lo que a mí me importa! Y que digan lo que quieran, Ortiz. Que digan que soy un criminal, que excusen mi conducta suponiendo impotencia, homosexualidad o alguna otra desviación. En nada me afecta. ¡En nada! Ustedes, caballeros, pueden inventarse teorías; pueden psicoanalizarme. Los autorizo: digan lo que les plazca. Es muy fácil (¡demasiado!), hablar y suponerlo todo cuando no se está en el pellejo del imputado. Así que sus ofensas, comentarios y reproches me resbalan. ¡Muy bien se yo cuanta razón tenía de hacer lo que hice! O de intentarlo al menos. Si las cosas me hubiesen ido mejor al menos 102 El Neurótico tendría la conciencia tranquila de quien ha cumplido su deber, Doctor Ortiz, pero a la gorda se le ocurrió defenderse, defenderse primero, y después pegarme. Mire cómo me dejó la cabeza: ¡Completamente abollada!... Snif… Snif... Pero como le decía, Ortiz ¡Un rábano me importan a mí los comentarios! Sé cual fue el auténtico móvil, la razón de lo que iba a ser mi primer asesinato y eso me alcanza. ¡Lo sé! ¡Es ese mi privilegio de maniático!... Yo he conocido... la voracidad... Tanta voracidad... Perseguir eternamente al fantasma que se impulsa desde el deseo insaciable... ¡Es terrible!... He sido un ser tan temeroso ante el fracaso potencial como intolerante al éxito constante, el cual me hubiese llevado irremediablemente hacia el hastío. Vean: la idea del propio fracaso en ocasiones ha llegado a conmoverme. Es más, la he perseguido con fanática vehemencia, prestidigitando mi hundimiento. Este instante no es más que un peldaño, probablemente el último, en el proceso de derrumbe. ¿He dicho que soy una circunstancia? ¡Pues no es así! Soy mi elección. Pero es que… ¡El deseo y el placer son para mí la fuente del más profundo dolor! Cuando más vehemente es el deseo, cuanto mayor el goce, más terrible se hace el dolor... Un dolor imposible de disimular... Un dolor por el que todo va tornándose lentamente en desahuciamiento... Me acostumbré a sobrellevar sobre las espaldas tal sentimiento de frustración constantemente. ¡Ninguna cosa me satisface, Señores! ¿Qué cosa me conformaría?... ¡Ah, les comentaré que hay algo! ¡El mal ajeno! Tiendo a creer que los demás son más felices que yo, en toda circunstancia, bajo cualquier condición... ello termina por agravar mi mal. Con la herida a mi orgullo llega la compensación de la envidia. ¡Sí, también yo 103 Dante Gabriel Duero envidio! ¡Soy de la misma calaña que Miniagurria! Y es que... Con cada placer que otro experimenta mi dolor aumenta; sólo se alivia cuando son muchos los que padecen males. Ya he aprendido: no habrá jamás realidades que colmen mis expectativas; la permanencia del deseo se manifestará una y otra vez en forma de horrible vacío, de inenarrable angustia. La vida es para mí un tormento insoportable y eterno, una inquietud perpetua que va del sufrimiento al hastío... Por ello es que he apuntado a convertirme en señor de mi propio fracaso. Sí, caballeros, incondicionalmente sobrellevo mi condición de mártir, pero a costa de marcar los compases de mi degeneración y mi caída. Ahora yo decido. En ocasiones, sí, llega el espanto, el terror que produce saberme capaz de semejante decisión y, lo peor, el recuerdo de mi propia incapacidad para el disfrute. Ello me deprime. A veces quiero ocultarme de mí mismo. Pero no puedo, porque soy consciente, eterna y despiadadamente consciente. En momentos tales ¡Me siento tan indefenso que me veo tentado de mentir, para de ese modo engañarme, también, a mí mismo! Pero no puedo. No puedo. Así que sigo. Sigo con mi conciencia saboteando cualquier atisbo de tranquilidad, atormentándome con sus burlas, señalando felicidades que acompañan siempre a otros. 104 El Neurótico Un día volví. Me había dispuesto a reconquistarla. Llegué decidido, imponente, como si la energía que había mantenido contenida en la represa de los días se hubiese adueñado ahora de todo mi ser y, sintiendo que el destino no podía representar en mi vida un lugar más importante que el que tenía la contingencia, repuesto y con la firme idea de no marcharme hasta lograr que mi querida comprendiese todo el amor y la pasión que le prodigaba, de hacerle entender que estaba dispuesto a olvidármelo todo para, de allí en más, reordenar mi vida y proyectarme en un futuro promisorio; así, me adentré al hall del edificio y oprimí el botón del estúpido portero eléctrico ¿Pero saben qué? Ella se negó a atenderme. Estaba recostada, dijo. ¡No quería levantaste a recibirme! Me dijo que volviese, mejor, otro día. Vean cómo sufría este pobre hombre y como ella, incapaz de acongojarse o compadecerse, me negaba toda misericordia. Me alejé corriendo, los ojos inundados en lágrimas y sin saber si mi tormento obedecía a esta altura a la rehúsa de Laura a atenderme, o al desprecio y el desinterés que había dejado alimentar para conmigo. El caso concreto, y olvidando infortunios circunstanciales, era que la muñequita preciosa no se molestaba en dar explicaciones, razones ni oportunidades; que no decía nada ni me explicaba cómo, tan rápidamente, había permitido que yo pasase a ser en su vida tan poca cosa. ¡Pensé en matarla, Doctor! Juro que aquella vez lo pensé. Sin embargo me conformé con destinarle una larga caravana de maldiciones. Esto encubrió en algo la sensación de ahogo metafísico que mi alma sufría. Era indignación. Era asco. Era vergüenza... ¿Ahogo metafísico, he dicho?... ¿Qué tiene todo esto de metafísico?...Me sentí un perro, uno que víctima 105 Dante Gabriel Duero de un instinto rastrero muy cruel y tras ser pateado por su dueña por ninguna causa, volvía acuclillado y con la cola entre las patas, con ojos pedigüeños de clemencia y perdón. Pero no encontraba amor. ¡No señor! Lo que encontraba era indiferencia. O peor, otra patada. Lo más triste era mi incapacidad para oponerme a mis impulsos. ¡Ya ven Señores médicos, cuáles son los modos que tenemos de enterarnos de cual es nuestra auténtica sustancia! Después de aquel episodio me juré y prometí no volver. ¡No regresaría nunca jamás tras los pasos de la pérfida! Otra vez fue en vano. Deseoso de más humillación regresaría. ¿Un mes después? ¿Acaso unas semanas más tarde? ¡Nada de eso! Al día siguiente. 106 El Neurótico Allí volvería a estar yo, patético, lastimoso... Con mi mirada lenta, enturbiada una vez más con dolorosos recuerdos, con la mente distendida, no por volición como por cansancio, parado justo en medio del boulevard por el que transitaban un sinnúmero de vidas inútiles que no iban a ningún sitio; con el alma próxima a evaporarse, como gas inodoro e inocuo, desgraciadamente inocuo… ¿Qué tipo de dotación extra convertía a la hembra en ser tan ignominoso y siniestro? ¿Sabe qué, Ortiz? ¡Realistas! Eso es lo que son. Este calificativo exacto y horrible viene a nombrar lo innombrable. Pragmáticas. Rapaces. ¿Quienes sino ellas harán sobrevivir a esta especie de zánganos desalineados que venimos a ser nosotros, descuidando las teorizaciones innecesarias y los por qué volátiles? ¡Hechos y más hechos para las ladillas gordas! Intuición mordaz y sensiblería aprovechable... Con debilidad, con exageradas demostraciones de afecto, conmueven al hombre hasta el estremecimiento y la tontería, desplegando un cinismo atroz que bien disfrazan bajo el manto de la inutilidad y la sumisión... ¡Sexo débil! ¿A quién diablos pudo ocurrírsele semejante barbaridad? El hombre cree tener el poder, cuando es la hembra la que siempre tiene al hombre... 107 Dante Gabriel Duero Llevaba largo rato sentado, envuelto en toda clase de dudosos razonamientos, mientras el costado izquierdo del cuerpo se me endurecía por el frío que me contagiaba una columna de cemento. Había llegado como a las ocho y me había parado frente a la antipática caja de metal. Amilané la cobardía, junté coraje, y apreté el botón del 3° C dispuesto a luchar, una vez más, contra la conjura combinada de la femineidad y la telecomunicación porteril y eléctrica ¿Y?.. Pues y nada. Como no me contestó nadie, insistí. ¡Nuevamente silencio, que va! Opté entonces por alejarme, para ponerme en perspectiva y para así observar su dormitorio. Había luz. Estaba. No quería atenderme. ¿Cómo podía ser?... “De seguro que está con el otro. Y se niega a verme”, me dije, creyéndome muy perspicaz, mientras cruzaba corriendo el boulevard. Un rato después volví a oprimir el cacofónico botón. Esta vez lo hice con obstinación. Nadie atendió. Como toda otra respuesta era inconsecuente, me senté a esperar. Solamente esperar mientras intentaba anular la conciencia. Pensar en la desesperación como en una esfera plástica y hueca y esperar, tozuda, pacientemente, aunque mi propia paciencia fuera más tímida que una tortuga escondida en su caparazón. Entonces, abominable, mortal, creciente, imperialista, la pregunta, el cruel interrogante vino a colmarlo todo. ¿Para qué? ¿Esperar qué cosa? Una vez más mis afectos me sometieron a los rápidos impases lábiles a los que a esta altura ya me tenían completamente acostumbrado. Me venía el impulso fatal, satánico. Me imaginaba buscando un revolver, por ejemplo, sacando ¡Dios sabe de dónde!, uno. Y regresando para hacer estallar los vidrios de la puerta del edificio. Fantaseaba con entrar al edificio, aunque la muñequita encantadora no 108 El Neurótico quisiera tenerme cerca y… Pero me di cuenta: ¿Para qué hubiese hecho semejante cosa? Además de que no tenía revolver. Lo que debía hacer era hacer saltar la tapa de los sesos al gavilán que me había robado a mi novia. ¡Ah!... ¡Imaginaba gustoso el rostro anonadado de la muñequita encantadora, al borde del llanto, desesperada y sin creerlo, viendo como su querido se revolcaba en el piso como un sapo! Pero no tenía revolver… También la esperanza me domeñaba por momentos. Entonces me reconciliaba con la vida. Y con Laura. Fundamentalmente con ella. Se me ocurría que podía ser todo el resultado de un embrollo, de cosas que no habían sido suficientemente habladas; pensaba que tal vez ella se encontraba tan angustiada como yo. Tal vez se sentía sin fuerzas, deprimida, sin ánimo... ¡Escuche las idioteces que le digo! ¿Se da cuenta? Pensaba como un imbécil. O sea que ella estaba tan pero tan angustiada y era tan grande su desánimo ¡Que se hallaba sin fuerzas para abrirme la maldita puerta! ¡Una total tontería, mi idea!... ¡No! Laura se encontraba perfectamente bien sin mí. ¡Podía intuirlo!... Por ello no me habría la puerta, por ninguna otra razón. Y quizá, también, porque la estaba pasando genial mientras aquel pedazo de tunante la manoseaba. En tanto, yo, ¡Desesperaba como el más idiota! 109 Dante Gabriel Duero “¿Y si me suicido?” - pensé. “¿Y si me arrojo bajo las ruedas de un colectivo?”… ¡Sí, morir suicidado! Era es una gran cosa. Acto sublime… Suicidarme hasta el romanticismo descarado. Suicidarme de amor. Y llorar. Llorar. Antes de suicidarme llorar por todo; por ella, por mí, por el pasado perdido y el futuro incomponible. Esa sí que era una gran idea ¡Quería yo ver el rostro de la desdichada infiel, cuando supiese que me había perdido definitivamente! Terminaría envilecida por el tormento. Porque claro, le haría saber que todo era culpa suya. Le dejaría una nota. Una nota suicida. ¡O no! ¡Mejor! No le haría saber ninguna cosa a ciencia cierta. Que el fantasma de la duda le retorciera los tuétanos a la malvada. Quizá hasta podía haberme suicidado por otra. ¿Qué sabía ella por quién me suicidaba yo?…. Hasta que pensé que, si no me quería ya, entonces ¿Qué le importaba lo que fuera a hacer? Peor aún, puesto que ella me despreciaba. ¿Qué podía importarle, entonces, lo que hiciese yo con mi vida y con mi muerte?... ¿Y quién me aseguraba a mí que le hacía con ello un favor, inclusive? ¡Atienda Ortiz, un favor! Resolví que a los únicos que importunaría con mi bellaco acto era a los muchachos de la morgue. Y decidí que no me suicidaría nada. “¡Que se suicide ella si quiere!”, pensé. “¡Mejor: los mataré a ambos!”... ¿Era lo correcto?... La duda… Siempre la duda… Porque... ¿Y si en lo profundo, en algún sitio, ella aún guardaba algún tipo de amor por mi persona? ¿Y si todavía hubiese habido algo por recuperar?... ¡Ah! ¡Maldita indecisión!... Tal vez hiciera falta tiempo, me dije. ¿Lo iba yo arruinar todo por despecho o apresuramiento? No, no podía. Entonces... ¿Qué?... Esperar, con paciencia la ladilla debería esperar. Hasta el infinito. Hasta la aspiración mendiga. 110 El Neurótico Harto, opté. Por marcharme, claro. ¿Quién diablos se creía, después de todo?... ¿Me había decidido? ¡No señores, ya verán que no!... je je… je je je… No les contaré de ese otro día, Doctores. Es demasiado vergonzoso. ¡Demasiado! Y yo no estoy aquí para humillarme ni para divertirlos, ni a usted, Ortiz, ni a otros estos sátrapas, sépanlo bien. Para lo que estoy es para curarme, así no vuelvo a intentar matar a mi concubina. ¡Pero es por fallar que debieron de haberme encerrado, no por tratar de acogotarla! Para mal de peores, caballeros, fíjense lo que es la fatalidad que no sólo no pude aniquilarla como a un sapo; además, ella se reveló. ¡Sí señores, la muy atrevida se reveló! Me tomó de un brazo, me lo retorció contra la espalda y, agarrando con su otra mano mi cabeza, me le dio un montón de golpes contra los barrotes de la cama. Tantos fueron los golpes que ha de haberle quedado doliendo el brazo del cansancio. Y bueno, amigo Ortiz, usted debe entender que había desventaja física. Yo soy pequeño, mi talla es la de un tísico casi. ¿Y mi estatura?... Mire mi estatura; si me siento le juro que mis pies no tocan completamente el piso. ¿Qué podía hacer yo entonces emprendiendo una lucha con semejante dinosaurio? Traté, juro que con el máximo empeño, pero la gorda parecía una luchadora sumo. El rostro se le había puesto rojo como un tomate y los cachetes le bailoteaban de un lado a otro como si fuera un perro buldog. ¡Eso también debe haber sido, Ortiz! ¡Tan horrible y demoníaca estaba esa mujer, que de seguro me asustó, mis fuerzas mermaron, y fallé! 111 Dante Gabriel Duero ¡Ah, de qué modo hablo y cómo se dejan ustedes engañar! De seguro que hasta me han juzgado como a un infortunado, un pobre diablo ¿Pero quieren que les cuente cómo eran mis días antes de que Laura me abandonase? Les he dicho que hice con ella una poesía, y ello ha sido una parte, por cierto, pero una muy pequeña de nuestra relación... ¡Hastío!, Ortiz. Es esa la palabra que mejor definiría mi estado anterior. Constantemente vivía con la impresión de que todo sería igual, por siempre. Mientras las tardes se desdibujaban en los mundos de afuera y el sol agreste de la siesta asaba la tierra de las macetas del pensionado en donde vivía por aquel entonces, pensaba que nada, nunca, llegaría a conmoverme. Así que ya le digo: si su ausencia me desgarró, su presencia no siempre me hizo sentir mejor. Y es que mi cerebro funcionó todo el tiempo mal. Tal vez se trate de alguna tara genética. ¿Le he contado algo acerca de mi abuelo? El también estaba muy mal de la cabeza. A los cincuenta y nueve años se desbarajustó el pecho de un escopetazo porque su amante decidió abandonarlo e irse con un hombre más joven. Estuvo moribundo durante diez días. Durante esos días mi abuela se ocupó de cuidarlo. Hasta que se recuperó. Sin embargo al viejo idiota se le puso en la cabeza que ya no se levantaría de la cama. “La desilusión me rompió el corazón, Amanda”, se quejaba con su mujer, el muy caradura. Así vivió, acostado, durante sus últimos diez años de vida, haciéndose atender y quejándose de que no podía confiarse de ninguna mujer. ¿Se da cuenta, Ortiz? ¿Qué puede esperarse entonces de mí? ¿Lo ve usted? 112 El Neurótico Lo que quiero decir es que hubo épocas en que mi relación con Laura no pasó de reunirme con ella de tanto en tanto para hacer el amor... Recuerdo cómo se enojaba. Decía que nada más quería manosearla. Alguna vez llegó a maldecirme, a tratarme de sádico sinvergüenza. En ocasiones, luego de que habíamos tenido relaciones le pedía que me hiciera unos huevos fritos con un calentadorcito. “Dale, dale, dale”- le ordenaba. Mientras la habitación se llenaba de olor a aceite hirviendo y ella me acusaba, entre suspiros y sollozos, de descuidarla, de no tratarla como una dama. Me rogaba, para que le dijera que la amaba. Yo le respondía que no se me venía en ganas, que no se me antojaba decirle nada, que ni siquiera me gustaba hablar con ella y que si había algo que no toleraba eran sus silencios de vaca. “Bueno, ¿Y huevos ya están?”, remataba. Un día, inclusive, la dejé en mi casa, encerrada durante cuatro horas: “Vos te quedás acá y me esperás”le dije y me fui por allí a beber algunos tragos con Osvaldo, que me felicitó por mis comportamientos canallescos y me pidió que lo acompañase a lo de las prostitutas. Como le digo, en los primeros tiempos a mí la chica no me importaba, Ortiz. Si me reprochaba alguna cosa, le respondía que se había puesto sensible por su menstruación; si estaba demasiado cariñosa le decía que le fuera a otro con tantos mimos, que yo no era ningún oso de peluche para que me toqueteara así... Todo eso lo había copiado del Vasco; quiero decir, de Miniagurria. Él decía que tratarlas mal era el modo más directo de asegurarse su incondicional amor. Y yo me complacía haciéndole caso. ¿Ya les he hablado de Carla? Carla era la novia de Osvaldo. Una muchachita de aspecto anémico, muy tímida e insegura. ¡Debieran ustedes haber visto como se 113 Dante Gabriel Duero comportaba el sinvergüenzas para con aquella desdichada! “A ellas les gusta ser maltratadas”, sostenía Miniagurria, mientras se desajustaba la corbata de colores chillones y se arremangaba la camisa hasta encima de los hombros, tomando la posición de un entendido en el tema, de un especialista que habla con el completo beneficio de la certeza que se ha obtenido con los años y el oficio. “¡Son como perros! De forma más o menos explícita siempre es bueno violentarlas, ya sea con juegos psicológicos o bien pegándoles. Quieres que te diga algo Julián, el tema del buen trato es exactamente igual que la cuestión de la verdad: que lo pidan, no significa que lo quieran. Por ello nunca hay que darles con el gusto: a las mujeres ¡se les pega y se les miente! Apréndete bien esta lección, chaval. Cuando por ejemplo, poniendo su mejor gesto cordial, cual si ella fuese una madrecita que espera sonsacar a su retoño alguna mentirilla, Carla me pregunta si la he engañado alguna vez, tal vez sin habérmelo propuesto, quizá víctima de una borrachera y, por caso, con tal o cual amiga; cuando me pregona que no le importa que lo haya hecho, que lo que necesita, que lo que a ella verdaderamente le importa es conocer la verdad, pues la verdad es la monolítica columna sobre la que uno debe edificar toda buena relación... ¿Tú que crees que le respondo?... ¡Claro! ¡Que no hombre, le digo que no, que nunca, que como puede ocurrírsete, mujer, hacerme semejante pregunta! Entonces ella insiste con que si le miento es peor, que ella prefiere siempre la verdad, por más cruda que la verdad sea, que es mejor que yo le diga, porque si se llega a enterar, si ocurriese que habiendo cometido yo alguna vez una infidelidad, ella llegase a enterarse por otra vía, pues eso sí que no me lo perdonaría; que en cambio ahora es distinto, que es el momento para confiar y decir lo que deba ser dicho. ¿Qué cosa hago yo entonces, Julián? ¿Ceder? ¡Jamás! ¡Me 114 El Neurótico mantengo firme, tío, como un soldao! Y sigo diciendo que no. ¿Qué piensas tú que haría ella si de pronto, en un estúpido e inoportuno arranque de sinceridad y de escrúpulos a mí se me ocurriese decirle: “Pues sí, querida, resulta que te he engañao unas veinte o treinta veces. ¿Sabes qué? Te diré todo. Te seré sincero, amor: me he acostao con Fulana, Mengana... ah y también con Zutana… Pero mujer, te juro que ninguna de esas mujeres significaron nada para mí, a la que quiero es a ti, mi Carla? Te lo digo, chaval: me daría de pataaas en el culo y después, para humillarme, se iría con el primer gillipollas que pasara por la puerta diciendo: ¡Y pensar que confié en este hijueputa!. Entonces yo me sentiría, además de mal parido, un infeliz, y como creo que con una sola cualidad de esas me basta para ser quien soy, esto es: un reverendo hijo de mala madre, y prefiero antes ser lo primero que lo último, niego, Julián, hasta el final y aunque me traigan como prueba de la iniquidaá una filmación mía en celuloide de 35 milímetros y en primer plano; yo niego tío, digo que ese no soy yo, que han puesto a un doble pa´engañarla... Además de esa forma se queda ella tranquila, porque ante la duda prefiere dejarse convencer, ya que dudar de mi sería aceptar de modo implícito que ella es una cornuda, y Carla, chaval, es una mujer demasiao débil, demasiao flojita pa´ tolerarlo”. Entonces, encendiendo un cigarrillo, pitando intensamente, haciendo como si saborease tabaco inglés muy fino, Miniagurria escupía en ese momento anillos de humo y ponía un gesto engreído, de sabiondo y agregaba algo como: “Hombre ¿quieres que te diga otra cosa?... Con su conciencia individual ellas nos odian, pero desde su instinto, con una lucidez ancestral y zoológica, cada vez que las maltratamos confirman que nos aman un poco más de lo que creían. Piensan que si lo hacemos es porque tenemos razones; que, según vamos demostrando, para encontrarnos bien no dependemos en 115 Dante Gabriel Duero nada de su compañía. A la mujer vale hacerle creer que puede irse cuando quiera, que ello no nos va afectar en lo más mínimo. Si las haces pensar así terminan por evaluar que la actitud nuestra tiene que ver, están convencíaaas (¡extraña es la lógica de la mujer, Julián, tanto como la facilidad con que se saltean partes de los silogismos o inducen que si un cisne es blanco luego todos los demás lo son!) con que nosotros hemos de poseer de seguro, algún bien valioso, algún tesoro espiritual, un lado oscuro de nuestra personalida; un secreto que aún no han alcanzao a descubrir, y que nosotros no nos hemos molestado en revelar. Comienzan así a temer, chaval, que si se ponen insolentes, de un momento a otro, fastidiaos, nosotros nos marchemos, llevándonos bien lejos ese tesoro que las intriga y que, y esto es lo más doloroso para la rebelde, quizá otra podrá disfrutar. Así que, víctima de los celos y la envidia potencial, se quedan sumisas y acalladas, Julián... como esclavas... “Pero ¿qué pasa cuando uno las atiende, las trata de buenas maneras y les dice palabras cariñosas? ¡Pues creen que nos hallamos conformes, tío, piensan que somos unos gillipollas y que por nuestra parte ninguna otra cosa tenemos para ofrecer más que la aburrida vida que ya hemos mostrado! Y con su dichosa lógica terminan por suponernos los más taraaaos de todooos; suponen que somos incapaces de lograr otra conquista fuera de ellas; imaginan que nos sentimos inseguros, tío, que nuestro buen trato es sólo un medio para retener a la única flipada que fuimos capaces de hacer caer. Y deciden escaparse... ¡Te mandan al carajo, tío! Por eso es que yo digo: hay que maltratarlas y vejarlas, así sienten que eligieron al candidato correcto, que se han encontraaao con un buen partío... ¡Hay que maltratarlas... je... je... je... hay que maltratarlas y vejarlas, amigo mío!” 116 El Neurótico Yo, Doctor, de todo aquello aprendía. A veces me he arrepentido. ¿De qué?... De haber aprendido, pero también de no haberle hecho más caso a mi amigo… Hubo ocasiones en que llegué a maltratar a la muñequita encantadora obedeciendo al Vasco. Unas veces fue presa del aburrimiento; otras de celos enfermizos. Como aquel día de la pensión en que.... Habíamos hecho el amor y habíamos comido. Ella se puso a lavar la vajilla en una pequeña bacha, que había en la habitación. Se me ocurrió preguntarme si no era posible que ella… que ella mintiese, Doctores. Porque… si descubría que lo había hecho siquiera en una ocasión… ¿Cómo confiar que esa actitud no se había vuelto hábito? ¿Dónde quedaba guardada la inocencia e ingenuidad? Recordé que Laura no les decía a sus padres toda la verdad acerca de mí. Recordé una sonrisita, una mueca a la que alguna vez sospeché como cargada de no sé que tinte hipócrita. ¿Y si tenía habilidad de comediante? ¿Quién me aseguraba que no la usaba conmigo? “¡Vos!”, espeté de pronto. “¡Con tu habilidad de mujercita fácil, sin voluntad ni conciencia de nada!... ¡Sos una farsante, una torcaza descarada, yo lo sé!”. Al decir esto, comencé a ponerme los pantalones con actitud de falsa dignidad ofendida. “¿Qué me decís? ¿Por qué me tratas así, amooor?”, preguntó dando media vuelta, dejando caer sobre su hombro un mechón dorado que se pegó en el plato lleno de grasa y detergente. “¡Nada! No digo nada ¿Entendés que no digo nada? ¿Qué sentido podría tener hablar con vos, si jamás entendés, si siempre estás callada? A ver, decime ¿Por qué nunca hablás? ¿Qué tenés para ocultar en esos silencios?... Ves, allí estás, de nuevo, con esa carita de candorosa, de mosquita muerta, pero no pronuncias palabra... Y yo sé por qué… ¡Lo sé! ¡Vos mentís, Laura! ¡Estoy seguro que mentís! 117 Dante Gabriel Duero Cuando te reís, por ejemplo, tu risa no es sincera, es entrecortada, dejas ver demasiado los dientes, como una actriz de Hollywood o como alguien que hace una publicidad de dentífrico... Tus dientes... son demasiado blancos y eso no es normal; son como los de la gente que oculta y necesita lavarse y desinfectarse… Lo sé todo ¿Ves?”. Sus ojos se habían puesto rojos y, con su cuerpo tembloroso, dejó entrever su confusión. Pero yo no toleré dejar las cosas ahí nomás; debía insultarla, degradarla. Era ese el momento que me excitaba. “Es el momento de hacerle ver que no me merece”, me decía, tratando de imitar los pensamientos de Miniagurria. Le grité: “Acaso vos... vos, sí, ya te pedí que no me mires con esa cara de mosquita muerta, torcacita… ¿No podés haberme mentido desde el primer día, como tantas otras tal vez lo hayan hecho? Porque ¿Sabes una cosa? Muy poca gente dice toda la verdad. Vos por ejemplo ¿No les mentís a tus padres?”. “¡No, Julián! ¡A ellos no les miento!”… “¡Ah! A ellos… ¡O sea que a mí sí! ¡Te descubrí, embaucadora!”, volvía a atacar. “Me refería a tu acusación… Snif…Snif… Vos me acusabas de mentirles. Y yo te dije que no”, dijo ella. “Sin embargo, podrías haber dicho: yo no miento”, retruqué. “Sólo quería decir que no es cierto que mienta y, menos aún, que les mienta a mis padres, Julián. Sólo eso. ¿Por qué complicás todo?”… “Bueno, veamos si es así. A tus padres: ¿No les decís de mí cosas que no son ciertas? ¿Les contás acaso que te acostás conmigo? ¡Ah! Ellos creen que le pagan el alquiler del departamento a su hijita, a su hijita que estudia, que hace lo que debe... ¿Pero en cambio qué hace su hijita? ¡Ah! Se revuelca conmigo… ¡Ay, yo te conozco Laura, te conozco!... ¡A mí no me podés engañar!... ¡Vos a tus papás no les decís lo que nosotros hacemos desnudos, en esa cama!... je je je…Ahora sí que 118 El Neurótico te agarré”. “Pero... no estoy entendiendo nada, Julián. ¿Qué es lo que esperás? ¿Cómo les voy a ir a decir a mis padres semejante cosa? ¡No te comprendo! ¡Te juro que hay veces en que no te entiendo!”, dijo al borde del llanto. “Contame qué fue lo que te puso de ese modo. ¿Hice algo que te molestó? Estábamos bien hasta recién y ahora me salís con todo esto. ¿Qué fue lo que te enojó, amooor? ¡No lo entiendo!”. Estaba por ceder. Sin embargo continué con mi escenita. “¡No me vengas con eso, ni trates apaciguarme, estafadora! Con tu almita de hembra procaz... Puedo ver... Yo puedo ver el trasfondo de las cosas. Está bien, sí, alguna vez te creí ¡Como un idiota te creí! Pero ahora sé, sé que no sos lo que dijiste ser... Lo sé muy bien, yo me doy cuenta. A veces te reís, por ejemplo, y es como si te estuvieras riendo no de lo que tenés que reirte... Es como si te rieras de mí, Laura, de mí. ¿Vos te reís de mí, acaso? ¡Pero de mí no ser ríe nadie, señorita! ¡Nadie!”. “Yo nunca te mentí, Julián. Y no me río de vos. Jamás me reí de vos. ¿Cómo podría? ¿Por qué haría algo semejante?”. “¡Ah, yo que sé para qué! ¿Ahora yo soy el que tengo que saber los motivos de tus infamias? ¡Contame vos por qué te reís de mí! ¡Explicame para qué mentís! A lo mejor yo te parezco un infeliz, alguien a quien es fácil engañar, por ejemplo. ¿Acaso no le parezco un infeliz a tus padres? ¿No me dijiste que tus padres piensan que soy un pelele, un fantoche que se cree la gran cosa? Quizá mentís para practicar y para poder embromarme mejor cuando se te venga en ganas. ¿Acaso ustedes las mujeres no hacen eso? ¡Joder por joder nomás! ¡Mentir por principio!”. Tenía la cabeza empastada y ya comenzaba a sufrir esa distorsión de los tiempos y espacios que nos pueden hacer sentir un personaje de ficción, el héroe de una novela rusa, como si las cosas sucediesen en cámara lenta 119 Dante Gabriel Duero y yo no fuese yo, o estuviese en otro sitio mirando cómo las cosas tomaban su ritmo después de aquel empujoncito. “Algo siempre guardan. Yo lo sé ¡A mí no se me engaña así de fácil! ¡No, señorita, no se me engaña, sépalo bien! Ustedes, querida, traicionan porque está en su naturaleza. ¡Unas hipócritas, eso es lo que ustedes son! ¡Todas! ¡Yo eso lo sé! ¡Y no soy el único, para que sepas! Hay otra gente, un amigo mío, por ejemplo, que es filósofo y que piensa igual; él también se dio cuenta de cómo son las cosas”. Comencé a sentirme terriblemente deprimido. Quería estar en otro sitio, en una cama y con la cabeza metida bajo las sábanas. Ahora deseaba terminar pronto la comedia. “No sé... no sé porque ahora me achacás todo esto Julián, ¡Ay Julián!... No entiendo, no entiendo... Mirá lo que me decís... tus palabras... ¡Y qué cosas horribles son las que estás pensando ahora de mí... qué cosas... qué cosas!”. “Mirá, querés que te diga qué pienso ¡Pienso que vos sos una putita! ¡Si, una bien grande! ¿Y yo que soy? ¿Eh? ¿Qué soy?... ¡Pues un salame! ¡Ahí tenés lo que pienso! ¡Eso pienso! ¡Ja ja ja! ¡Eso!“, y al decir así, rompí, sin darme cuenta, el vaso y rajé el mantel. “¡Entendélo y no llorés Laura, Ustedes mienten... siempre mienten! ¡No pueden evitarlo! Tienen que preservar la especie. Por eso mienten”. Desconsolada, ella me observaba, los ojos inundados en llanto y asintiendo con la cabecita. Sentí ganas de pegarle. Pegarle y, después, besarla. ¡Ah! ¡Siempre fantaseaba con hacer eso! “Mirá”, dije al fin y era ese quizá, el momento que más disfrutaba de la escena, cuando, inmerso en culpa, comenzaba a intentar reconciliarme, redimirme del pecado, “Voy a creer todo lo que me decís, pero no porque lo merezcas, sino porque yo quiero ¿Entendés? 120 El Neurótico ¡Porque quiero, y listo! Es así de simple: ¡Estoy aburrido y por ello decido creerte! Pero necesito que sepas que soy conciente de tus estafas, de que más de una vez me faltaste a la verdad. Yo lo sé todo. Y quiero que sepas además que eso me atormenta mucho; imaginarte haciéndoles favores a otros, pensar que quizá has podido tener mejores orgasmos con otros que conmigo ¡Eso me enloquece! ¡Ay, cómo puedo tolerarlo!... Y lo más terrible... lo peor es que todo esto yo quizá nunca llegue a saberlo... ¿Qué es lo que me pasa, me preguntás? ¡Qué es lo que me pasa!... ja ja ja… Te lo voy a decir lo que me pasa, torcacita: pasa que ciertas noches, mientras el insomnio me aprieta contra la noche, fría y vertiginosa y en tanto vos dormís, Laura querida, caliente en Dios sabe qué sábanas, yo salgo a caminar y me desvelo por las calles... ¡Eso me atormenta! Y si por las noches tomo vino, y me olvido, igual sigo pensando, siempre sigo pensando... Mientras vos bocetás sueños dulces y sonrisas livianas, yo por dentro desespero ¿Entendés?. ¿Cómo puedo estar seguro de que sos mía? La sola idea, la pregunta... la duda terrible... ¡No te hacés noción de cómo me roe los huesos y la tranquilidad! Lo peor de todo es que me quieras... Es por ello que te aborrezco más... porque seguramente también yo te quiera... sí, seguramente. Así que no te rías. No te rías más de mí, porque yo sufro, sufro aunque vos no te des cuenta”. Y luego de decirle así la abracé, Ortiz. Sí, búrlese, búrlese usted también, pero le juro que así fue: la abracé y la besé. Y después la eché a la calle a patadas. Y es que no pude soportar tenerla cerca. Quise llorar. Y para llorar necesitaba estar solo. 121 Dante Gabriel Duero Ahora recuerdo. ¡Cómo la quise! ¡Cuánto la quise, sí! Cantidad de tardes anochecidas pasé junto Laura, mi Laura... atosigándola de caricias, de sentimientos bellos, de palabras dulces… ¡Cuántas noches de verano no pasamos bajo la penumbra de una luna meliflua que amadrinaba mis cantos de poeta! Ella, Laura, fue por un momento mi consuelo en esta vida. Entonces todo se tejía en un ritmo lento, tranquilo y armónico, bajo el silencio de un cielo cálido, salpicado de ojos titilantes que eran testigos de nuestro amor. Nos amábamos... ¡Y cómo! Puedo retrotraerme ya mismo a aquella tardecita en que, bajo una lluvia de enero, hicimos el amor sobre las escaleras, en la galería de una vieja casa en ruinas. No llevo sino una vida de extrañar ese momento, nada más que ese momento. Mis insomnios, Ortiz, todos ellos son consecuencia de las reminiscencias de ese instante. Aquella dulcísima noche se me ocurrió decirle de repente que no volveríamos a vernos nunca más, que debíamos separarnos. Había visto una película en la cual una mujer se suicidaba por amor. Llevada por su amante a un punto culmine decide quitarse la vida, para no permitir que tan bella relación decayera en una instancia común de convivencia sin más. Remedando aquella escena, sentí que sólo en ese instante estuve vivo, que únicamente en aquel momento viví algo verdadero. ¿Todo lo demás? Una patraña. Que ella sufriera por mí me animaba, me hacían sentir exultante. Amé a Laura en ese instante como nunca después pude hacerlo. “¿Qué estás diciendo?”, me preguntó. Sus ojos se habían entumecido. Y entonces yo... ¡Yo, Doctores! ¡La tomé entre mis brazos y la besé apasionadamente! ¡Laura!... Laura!... Fue ella mi fantasma ¿Lo comprenden? La esperé desde siempre. Fue un fantasma obscuro con el que conviví durante años. Un día ella de repente apareció. La reconocí inmediatamente. Ahora 122 El Neurótico jamás nos separaríamos. ¿Cómo podría llegar a ser feliz con ninguna otra mujer? ¿Cómo podría aceptar a otra que no se asemeje a mi Laura? ¿Sabe qué? Algo intrínseco me lleva a anhelar la pérdida, Ortiz, a mentar la ausencia de lo sublime. Desde siempre la muerte y la pérdida han inspirado mis más complejas fantasías y han despertado mi sensualismo. Por todo ello es que no insisto, y es por lo que ahí me tenían hasta hace poco, junto a esa mujer gorda y horrible... porque lo grotesco jamás puede engañarnos. Esa es la única virtud de esta mujer que estaba conmigo... Ella casi ni hablaba, salvo para insultarme... era gutural. ¡Si hasta daban ganas de tratarla como a un animalito! Y a propósito ¿no ha venido ella a buscarme? ¿Ni siquiera ha llamado para preguntar por mí?... ¡Oh, ya veo! Es que debe haber quedado resentida… 123 Dante Gabriel Duero Pero iba yo a contarle de mi amigo Osvaldo. Para la época en acontece esta conversación, decisiva y trágica, por lo demás, para mi vida, había perdido yo toda oportunidad de ser alguien en la vida. Si hasta entonces había podido arreglármelas, ahora mi desempeño académico mermó todavía más y el bedel exigió, con el fin de hacer en mi analítico los correspondientes “arreglos”, un dinero que yo no podía pagar, cosa que anuló la posibilidad de la beca a Italia... Mi situación económica encima no daba ni para la dieta. Como no trabajaba, no cobraba. Debí abandonar la pieza que alquilaba en la pensión y mudarme al departamento de Osvaldo, que (verán en seguida cuán “amablemente”) se ofreció a prestarme todo el auxilio que me fuera necesario. Dije amablemente pero su compasión y condolencia eran pura apariencia. En verdad gobernaba a mi amigo un sentimiento sádico que lo llevaba a gozar enormemente de mi infortunio o del de cualquiera ¡Y con qué morbo exquisito! Pues les repito, él no era ni bueno ni noble, si es que sirve de algo usar tal expresión para referirnos a aconteceres humanos; me ayudaba porque así podía compadecerme y sentirse en una situación casi privilegiada. Era un juego vil en el que hacía el papel de samaritano consolador, ante mí, que verdaderamente no era más que su pobre víctima. A Miniagurria mi mala sangre putrefacta le daba vida, señores... Aunque se decía amigo mío, una enorme e inexplicable envidia guiaba desde lo profundo todos sus actos. ¿Qué podía envidiar él de mí?, me preguntarán ustedes. Pues no lo sé. El era un filósofo, un individuo demasiado oscuro como para ser diseccionado con nuestro torpe entendimiento; me refiero a un ser incapaz de amar, como usted o como yo, de modo sencillo, natural. Miniagurria era un ser enfermo que tendía a 124 El Neurótico alejarse de quienes le querían, buscando afanosamente ser odiado... Igualmente, de lo que sí estoy seguro es de que, por alguna causa, se estableció entre mi amigo y yo un vínculo ambiguo, muy especial, que nos llevaba a atraernos y repelernos con la misma intensidad. Hay episodios, respecto de mi amistad con él, que quizá le digan más al respecto.... “¿Y ahora de qué vas a vivir?”, me preguntó mi amigo, por aquellos días, cuidándose muy bien de fingir su curiosidad perversa y sabiendo perfectamente que a mí no me quedaba ni un solo centavo. Con apenas un hilo de voz y tremendamente compungido, le contesté que no tenía la menor idea, que no me quedaba nada. “Si quieres puedo prestarte algún dinero”, me ofreció, sabiendo de qué modo me humillaba. “Te cobraré intereses razonables”. Le gustaba recordarme su posición más cómoda. Como dije antes, Doctor Ortiz, disfrutaba de dar limosnas (económicas, espirituales o del orden que fueran) para rebajar al prójimo. Esta pasión desviada ha de haber tenido su origen, según presumo, en lejanos tiempos, cuando él junto con su familia, viviendo aún en España, sufrieran enormes pérdidas económicas y morales, ello después de que su padre fuera destituido de su cargo de Juez. Les embargaron todo. Tuvieron entonces que pedir favores viendo cómo las puertas se cerraban una y otra vez en sus narices. Osvaldo era por aquella época un adolescente y ha de haber sufrido aquello como una enorme humillación. Excluido del que hasta entonces había sido su grupo de pares, debiendo rebajarse y teniendo que aceptar que otros, a los que siempre había tratado con desprecio, lo despreciaran ahora a él, se refugió en su soledad y tragó el veneno. 125 Dante Gabriel Duero Fue de este modo, creo yo, que comenzó a forjarse su carácter desequilibrado. Desviado. Lo cierto es que ahora, quiero decir, en el momento que les estoy refiriendo, Osvaldo se sentía bien. Y por nada del mundo hubiese querido que mi situación se aliviase. Lo curioso del caso es que yo iba a verlo con regularidad, buscando en tan mal intencionada compañía un apoyo emocional y humano que jamás me sería brindado. ¿No es esto llamativo? Miniagurria, en actitudes de auténtico canalla, me sonreía mientras me clavaba su puñal. Cualquiera que hubiese podido vernos juntos habría percibido al instante de que con cada palabra sólo me inmolaba, procurando mi hundimiento. ¡Véase hasta donde puede llevar la envidia de la ladilla, Ortiz! 126 El Neurótico Pero mejor les narraré, de una vez por todas, sobre lo discutido durante aquella noche. Eso les ayudará a comprender el por qué de mi intento homicida. Ocurrió dos días después de que me mudara de la pensión a su casa. Con las últimas palabras de Laura planeando por mi cabeza, daba vueltas por el comedor, sin poder conciliar el sueño. Osvaldo, desde su cama, ha de haber adivinado el estado de mi alma. Pueden estar seguros de que se sentía absolutamente deleitado al pensar en cómo yo, pobre desgraciado, me movía de un lado para otro, cruzando la habitación de punta a punta, con la conciencia inmersa en escoria. Osvaldo me conocía demasiado como para ignorar mis miserias. Y recordármelo en aquellas circunstancias era lo que el más deseaba en el mundo. Así que cruzó la puerta de la habitación y comenzó a hablar. Siendo que adivinaba qué pensamientos oscuros pasaban por mi mente, sólo hacía falta profundizarlos, llegar al fondo. ¿No salen acaso nuestras mayores furias de nuestras debilidades más recónditas? Los peores criminales son aquellos individuos que han debido soportar dolores horribles en una forma silenciosa. Y son los más furiosos precisamente aquellos que más esperan... “No te engañes, chaval”, interrumpió en mis cavilaciones. Tú también eras un cínico, como lo fue esa muchacha y como lo soy yo mismo. ¿Por que tanta gresca, al fin y al cabo, me quieres decir? No sirve que te mientas a tí mismo. Si te envilecieron es porque tú lo has permitido. Nadie más que uno tiene la culpa de eso, tío. Nadie. Tu te has acobardao y has permitido que te humillen... ¿Me dices que hubieses hecho cualquier cosa por ella, que la hubieses amado eternamente? ¡Pero no seas impostor, hombre! Todo eso lo dices porque que se ha marchao. Reconócelo Julián. ¡Se te ha escapao de las manos! A ti, que como a mí, te gusta impresionar. Pero 127 Dante Gabriel Duero no, no tienes que seguir mintiendo. Eres un farsante, Julián. Un gran comediante y un sinvergüenza que hizo lo que hacemos todos; que teniendo a la muchacha fue incapaz de ser bueno y sincero. ¡Ahora claro, no puedes con la culpa y con el resentimiento! Uno se conoce demasiado como para perdonarse. Es el fantasma de tal verdad que te acosa... nada más. El único aliciente es que la zorra de tu novia no ha sido mejor… je je…je je…”. ¿Opinan Ustedes que tenía razón al hablar así? ¿Todo era culpa y resentimiento?... No podía admitirlo. No en aquel entonces. ¿Por qué no comprendía mi amigo que lo que sentía por la muñequita encantadora era simplemente amor? Yo me decía que la adoraba, aún en su crueldad. O quizá precisamente por ella. Quiero decir, ¿Y si me gustaba el hecho de que ella me maltratase moralmente? Tal vez la quería en la medida de los abandonos, desprecios y frustraciones que me provocaba. Dudaba…Yo dudaba… Sé de gente que gusta que la azoten y vejen. Podía ser quizá yo uno de esos. Desde mi más temprana infancia me han regocijado las imágenes de perversiones; el comportamiento de los desviados sexuales, los invertidos y los deformes, por ejemplo, siempre me atrajo. Recuerdo cierta vez en que me corté por accidente una de mis nalgas al sentarme sobre el filo de una hoja de afeitar. Pasó más de media hora hasta que le di aviso a mi madre. Había quedado deleitado por la sangre y por la sensación de cosquilleo doloroso que me tomaba el muslo. En los días sucesivos oprimía mis nalgas con fuerza para renovar el dolor... Doctores: cuando pensaba en Laura me venían toda esta clase de pensamientos lujuriosos. “De última te hubieses comportado al menos como un cretino digno y la hubieras desterrado a la indiferencia”, continuó diciendo mi amigo. “Sabes y no soportas esa verdad. Yo te precaví: Cuídate de la 128 El Neurótico muñequita encantadora. Cuídate que ella miente, Julián. Estas confundido, tío; piensas que es inocente, pero te estás equivocando de acá a la China. La inocencia no existe; lo que existe es la inconsciencia, que no sabe de moral.. O en su defecto la imbecilidad. Pero tú no me hacías caso. La defendías, Que no, que vos te confundís, que ella es distinta, decías. Ahí la tienes tú a “la buenita”... Además es como dice Montelobos. ¿Te acuerdas de mi primo Montelobos, ese que tiene una gran bocaza? Pues él decía que los conflictos simples tales como las discusiones, los abandonos, los desencuentros y la soledad terminan por desembocar en angustias acerca del sentido absoluto de la vida y de la muerte. ¿Por qué? Pues porque el hombre aspira al absoluto, Julián, y es esa carencia de lo pleno el fondo de toda la angustia. Es menos corrosivo pensar que se sufre porque nos abandonó una hembra o alguna trivialidad semejante, que atisbar a ver que uno sufre por la propia intrascendencia, o por la incertidumbre de la existencia... Pero al final la verdad aparece. Y es la conciencia más desarrollada la que se atribula”. Le dije que sí, que tenía razón, pero que para mí, el que me hubiese abandonado mi novia de ningún modo era una trivialidad; era algo serio, algo que modificaba por completo mi vida. Miniagurria se rió y dijo a su vez que lo que en verdad sucedía conmigo era que había dolores que se me habían hecho carne, y que eran esos dolores los que me llevaban a ser como era, un comediante, independientemente de lo que una ingrata pudiese hacer o no conmigo. “¡Claro que ello no disculpa a la sinvergüenza de tu novia, para nada!... jeje ¡Qué atorrantita!”, acotó. “¿Vos te burlás de mí, verdad? ¡Ah, ya veo que sí!... Yo te supongo un amigo. Y sin embargo… ¿Adónde querés llevarme con todo esto?”. “A la verdad, nada más que a la verdad”, respondió. 129 Dante Gabriel Duero “Dime Julián ¿Qué cosa crees que hubiese sucedido si ella no se hubiese separado jamás de tu lado? ¿La hubieras amado de igual forma? Lo más probable es que hubieses terminado por aborrecerla y ya todo te hubiese dado igual. Atarte a algo trivial es un buen modo de no comprometerse con nada auténtico y propio, de que no te preguntes nada. Lo que mueve acá tus pulmones, en mi humilde opinión, no es amor sino un egoísmo caprichoso... En todo caso si hubieses sido un alma tan sensible o superior no hubieses terminao amando a alguien como Laura, una gallina desamorada y frívola ¿No debías haberla despreciado?... ¡Ahora me vienes con el versito del amor! ¡No seas payaso, hombre!... Además, no te preocupes: en unos años, hasta vas a agradecer el que se haya ido a jorobar la vida de otro y te haya dejado solito... Así que ya tienes pa´consolarte”. “¡Hacé el favor de callarte!”, le pedí- “Lo que pasa es que vos no entendés. ¡Sos incapaz! Pero no importa... No importa… ¡¿Qué te voy a explicar?! ¿Que con Laura compartí cosas? ¿Que la amé? Sí, la amé aunque haya sido víctima de sus equívocos. Pero vos no podés ver la situación de un modo sencillo. ¡Y es que tenés que embadurnarlo todo Osvaldo! ¡Tenés la mente podrida, Vasco! ¿No pudo haber errado, como erramos todos, acaso? Mirá, voy a hacer un último esfuerzo por explicarte, a ver si entra en esa cabecita tuya. Lo que pasó con Laura es que se desvió, se desvió del camino. Y ahora sí que se hizo mala. Pero antes era buena. Buena. Entendélo. Eso es lo que sucedió. Sin embargo vos no te das cuenta”. Mientras intentaba refutarlo me sentía hipócrita, además de estúpido, lo confieso. “Bueno, supongamos que haya sido así”, respondió mi amigo. Pero juguemos a imaginar otras alternativas, nada más para recrear la imaginación. Por ejemplo pensemos que puedas no haber amado 130 El Neurótico verdaderamente a la muchacha... O piensa en otra posibilidad, tal como podría ser el que tú hubieses querido enamorarla, lograr su fascinación, su devoción incondicional, para luego abandonarla por una de esas rameras que usan perfumes baratos y se pintan la boca como payasos. Hacer eso con ella y a cambio mostrarle algo del mundo de verdad, al que por sus medios y en su círculo social, pues como recordarás tu novia era una muchacha extremadamente pudorosa, moral y creyente, hubiese sido incapaz de acceder. ¡Vamos que te imagino, tío! Lo que tú querías era demostrarle lo poco que valían su familia, sus relaciones y su hueca concepción del mundo. ¿Y qué puedo decir sobre eso? ¡Que te felicito! Te felicito por semejante plan. Pero después, Julián, ¿Qué fue lo que pasó? Mira en lo que te has convertío, chaval. ¡Se te ha flipao la cacerola! ¿Cómo puedes decir que te interesaste de verdad por ella?... ¡Ahí sí que erraste! Y las cosas comenzaron a salirte todas al revés. Ello fue producto de una gran confusión de parte tuya. Te dejaste consumir por la duda. Cuando uno se propone el mal debe alcanzarlo en toda su profundidad. Ya bien lo dijo el poeta: La voluptuosidad única y suprema del amor estriba en la certidumbre de hacer el mal. El hombre y la mujer saben, desde que nacen, que en el mal se halla toda voluptuosidad. Cuando se trabaja desde la malignidad, amigo mío, ese absoluto tan loable como el mayor bien, dejarse tentar por las virtudes de la bondad puede ser en el peor sacrilegio, la mayor fuente de autodestrucción. Aún no entiendo qué fue lo que esperabas hacer, canallita. Porque de seguro incurriste en una tontería por el estilo, mezclaste las cosas. Después, no soportaste ni la culpa ni la idiotez que todo ello representaba. En algún punto comenzaste a creerte tu propia comedia, chaval, como así también la representación que la muñequita encantadora hizo para ti. Has dejao que Laura te inspire lástima y ternura, 131 Dante Gabriel Duero terminaste por ablandarte e inclusive, durante algunos instantes, hasta hiciste del enamorado. ¡Si me provoca risa pensar en que pudieses llegar a creerte un buen tipo! ¿Tú? ¡Por favor, una completa ridiculez! Y esto último es lo que te atormenta y resulta peor, es lo que no puede justificarse, lo que ningún dios ni demonio tolera. Porque encima la muchacha te tomo por idiota. Je…Je…Je… ¡Atorrantita!... ¿Qué rol jugaste? El de un energúmeno, un truhán que, por momentos, en medio de la delicia de la perversión, de la especulación, de la farsa y la hipocresía se abandona a la ocurrencia de anhelar aquello en lo que no cree o que pretende destruir, incluso. Un Lucifer arrepentido… ¡Puaj! ¡Puja! Ese, es alguien que pretende salvarse, cerrar los ojos y pasar derechito al cielo. Alguien que quiere escaparse de los terrores del infierno y de los ojos escrutantes del bueno de Dios...Te has emputecío, chaval... y eso es ser un canalla al cuadrado. Alguien al que desprecian hasta los mismísimos canallas... La has jodido, tío ¿Es posible que en medio de la vorágine de sentimientos oscuros y reprochables que seguramente tenías se te haya ocurrido lavarte las manos y dejarte llevar por un camino de salvación? ¡Todo a medias Julián! Has permitío que por tu espíritu desfilen sentimientos nobles ¡En medio de tus maquiavélicas ideas! ¡Y siendo un gamberro! Porque no vas a pretender hacerme creer que tú eras un tipazo, con buenas expectativas para con la ingenua... ¡Sí, sí, sí... está bien! Hazme reír, que me gusta, hombre ¿Lo que intentabas era casarte, formar una familia y criar hijos?”. “Sí eso quería”. “Por Dios, Julián, ¿Qué pretendes? ¿A un mismo tiempo divertirte y tomar el asunto en serio?... Sentimientos nobles. ¡Qué canallada, qué tremenda canallada! ¿Quién tiene sentimientos nobles? ¿Te digo lo que hubieses hecho si ella hubiese permanecido a tu lado? Pues después de aprovecharte de ella un poco más 132 El Neurótico la hubieses abandonado... Pero… Resulta que, creyéndote la comedia de Cupido te has venío a enamorá´”. “¡Mentiroso! ¡Infame!”, le grité. “Decime algo, a ver, señor sabiondo... ¿Por qué hubiese querido plantarla? ¡Si yo la amaba!”. “Tú ya sabes por qué la hubieses abandonado. Pero si me obligas te lo recuerdo: simple y llanamente porque a su lado te hubieses aburrido. Y porque además hacer cualquier otra cosa era romper con lo que estaba ordenado. Ella no era para ti, Julián. ¡Mírate hombre! ¿Quién crees que podía fijarse en un pelirrojo como tú, con ese rostro de patata, que no alcanza el metro sesenta y que ni tiene para calzado? Desde que nació, mi amigo, toda una estructura fue montada para hacer de ella una damita. La criaron como a un cerdito para el sacrificio. ¡Julián: los pobres no comen buenas carnes, a menos que la roben! Está bien, te has divertío. Querías que no se te olvide, y pudiste lograrlo pues, lo reconozco, fuiste hábil, ya que te buscaste una buena presa, una muchacha de buenas costumbres, que provenía de una familia de la burguesía provinciana y tenía unos lindos pechos... ¡Ah! ¡Qué pechos!... Sinceramente, pudiste desear hacerla tambalear, meter las narices adonde no nos ha sido permitido a los truhanes como vos y como yo. ¿Pero qué tanto podía durar? Debiste haber desaparecido cuando aún estabas a tiempo. Podías haberla despreciado y hubieses quebrantado su amor propio. ¿Quisiste hacer de ella una poesía, me dices?... ¡Jua!... ¡Qué miserable crápula!... ¿Sabes qué, Julián? Todo es peor, más simple de lo que pretendes. El mundo y todas sus opciones están de veras en manos de hombres hábiles y mujeres frívolas; los primeros se han cubierto de dinero; las segundas están inundadas de una belleza corrosible. El resto comemos las sobras con mansedad. Y nos conformamos creyendo que hacemos lo que hacemos 133 Dante Gabriel Duero por auténtico convencimiento. Así se tiene a hombres débiles disfrazados de bohemia y a mujeres lánguidas y feas procurando cubrir su horripilancia con extravagantes argumentos que a nadie interesan! ¿No crees que está bien, entonces, romper con el contrato y vengarse esparciendo un poco de daño por el mundo? Vamos Julián, piensa cómo hubiesen podido terminar las cosas si te hubieses comportado más dignamente, si no hubieses renegado de tu naturaleza!... Aquella vez apostaste en la muñequita encantadora todas las fichas que tenías. Cierto día te atacó la sospecha de que tal vez no fueras tú tan estupendo, que quizá ella no estaba tan enamorada o, al menos, no lo estaba… de ti… ¡je...je!.. ¡Qué atorranta!... Y entonces ya era tarde. Y cuando la intuición se transformó en fiebre, en tus desconfianzas y tus dudas, te has dejao caer, hombre. En fin, amigo mío, ella te embromó. Te jodió; sin el menor escrúpulo, Julián”. 134 El Neurótico Sentía que mi alma se despedazaba. Estaba cayendo en una depresión aún mayor. Mi estómago se contrajo, sentí náuseas. Miniagurria continuaba con su discurso. “Ni tú ni toda tu podredumbre pudieron con ella y su educación; no resultaron a sus ojos del valor que habías pretendido. Te abandonó ¡A Ti!... ¡Jua!... Y te ha cambiao por un imbécil al que hubieses despreciado. Lo hubieses despreciado si no se te hubiese adelantado ni te hubiese embellecido la frente con tamaña cornamenta. ¡Un golpe atroz a tu sensibilidad de artista! ¡Artista y cornudo!... je je je…¿No es así? ¡Es extraño, pero me gusta tu cinismo cándido, Julián!... je, je, je… ¡Y no podía resultar ajeno a tu naturaleza! Te diré algo: lo que de ella te destruye el coco es que, en sus irracionales antojos, decidió que junto con tus ironías, tus sadismos y con todos tus existencialismos obtusos te podías ir al mismísimo carajo. Laura, por su parte, iría a revolcarse con su nuevo galán… ¡Atorranta!... De esa forma no sólo no pudiste diluir tu hastío en el sufrimiento de aquella otra que la pasaba mejor sino que, además, no teniendo ya donde descargar tu odio, lo volcaste sobre ti mismo, con lo que has terminao por ahogarte nuevamente en una melancolía de pacotilla, enrollado en ese romanticismo obtuso tan tuyo! ¡Y todo por su infame egoísmo, Julián.! Por el egoísmo y la frivolidad de esa muchacha”. “Decís puras sandeces”, lo interrumpí. “Disfrutás haciéndome sentir mal. Te gusta burlarte. Sí, ya me doy cuenta, te burlás de mí... ¡Ah, sinvergüenza! ¡Lo sé, lo sé muy bien! ¡Sé que te hago reír, que disfrutás con mi dolor! ¡No soy ningún tonto, yo! ¡Me doy cuenta! ¡Ja!” “Ay Julián, Julián... Disfruto, sí, no lo voy a negar, un poco. Pero… ¿Sabes qué? Eres mi amigo, y me preocupas. Me preocupas porque no te entiendo. Y mira que pienso mucho en ti. Y cuando pienso me digo: ¡Pobre tipo, realmente me da lástima! Después de todo el 135 Dante Gabriel Duero que perdió fue él. La ha perdío a ella, perdió su carrera, su beca, su futuro, su orgullo y hasta su dignida, perdió. Pero en cambio ella, ¿Qué cosa perdió ella? ¿Eh? Nada. Ganó, en todo caso. Se marchó sin dejar rastros. Y de seguro está teniendo en este momento una olimpíada sexual con su media naranja a estrenar. Y es entonces que no entiendo ¿Cómo es que te quedas solo a llorarla, mientras tu vida se sigue yendo por el desaguadero? ¿Por qué no haces algo para darle rumbo?”. ¿Tenía razón?... ¿O no?... ¿Debía ignorarlo? ¿O mejor seguía sus consejos?... No lo sabía, Doctores. Dudaba… Perder. Siempre perder. Perder irremediablemente. Los años, la juventud, la vida... Perderlo todo. Y llorar. Llorar inútilmente. Y perder, también, lágrimas en vano. Absolutamente en vano. Los dioses debieran, por piedad, ocultarnos el horrible fatalismo que se deja adivinar detrás de cada acto humano. Es este fatalismo lo que tanto nos orada el espíritu, señores. Debiera prevenírsenos acerca de lo irremediable de las cosas, esa sensación de un mundo desafectado que nos sorprende en cada desencuentro y termina por provocarnos un vacío acá adentro. Ahora mismo que desentierro aquellos oscuros sentimientos puedo sentir cómo una cachetada gélida me congela el costado de la cara. Han pasado veinticinco años desde el día en que enterraron a mi padre, y sin embargo lo tengo todo registrado aquí, adentro de esta cabecita entumecida, tal cual si hubiese sido apenas hoy. Ese día fui capaz de sospechar la ominosa verdad que se me estaba revelando. Aún puedo revivir aquel momento con sus sonidos muertos, los tintineos de la vajilla de porcelana y los cuchicheos sordos, de funeral. Puedo reproducir, 136 El Neurótico además, cada uno de los pensamientos que tuvieron lugar en mi cerebro durante aquel atardecer. Tenía poco más de siete años y ya había sido vestido por mamá para el sepelio... Era una tarde calurosa. Las moscas revoloteaban sobre el cadáver de papá; tía Marta servía los copetines y tía Adriana se ocupaba de consolar a mamá. Yo era llevado para acá y para allá por comedidos ocasionales; todos me dirigían gestos compasivos y me trataban cual si fuese un idiota que no se daba cuenta de nada. La muerte se había metido en la familia pero ellos creían que yo no iba a percatarme de semejante acontecimiento. Mi cabeza era un caos chiquitito, sostenido a poco más de un metro del piso. Pensaba en cómo ya nada volvería a ser igual. La vida de mi padre se había extinguido. Ese punto que había sido su existencia se había diluido como sal en un océano. Y aunque mamá y sus hermanas, y hasta el padre Miguel, me dijeran que algún día volveríamos a reunirnos todos, allá, en el cielo de los comehostias, a esta altura había comenzado a sospechar la mentira que se ocultaba tras palabras tan prometedoras. Esa era la mentira que los adultos consideraban mejor creer, pero no era lo que yo pensaba. Presentí ya entonces que no había reencuentros; solo desencuentros. Y con una lucidez luciferina, pensé de pronto que no era la muerte de mi padre lo que más me entristecía sino alguna otra cosa que alcanzaba a vislumbrar, aunque no me resultaba del todo clara. Intuía, hoy lo sé, que todo tendía a perderse, irremediablemente, cual si un principio de entropía -la comparación nació años después, claro- rigiera también toda la vida de nuestro espíritu. El fatalismo me había rozado con su ala fría, de murciélago. Pocos son los recuerdos que me quedan, fuera de esto, de papá. Sin embargo aún ahora, al mirar las 137 Dante Gabriel Duero blancas paredes de esta horrible habitación, jalo mis cabellos con horror y revivo todo aquel ominoso episodio... Ni siquiera creo haber sentido amor por él. Era otra cosa. Estoy seguro de que la emoción más fuerte que pudo haberme despertado surgió durante aquel día. Era consecuencia de saber del lento e irremediable transcurrir de las cosas. La muerte representó uno de los soplos de la soledad. No había comunión y el hombre, definitivamente moría solo consigo... Mi papá me enseño la muerte. Al hablarle de esto me viene a la memoria otro asunto... Venía de casa de Laura. Como en otras tantas ocasiones, después de esperarla varias horas inútilmente frente a la puerta de su edificio, me marché con el alma fétida. Una vez más, la sensación horrible de saberme olvidado, me vejaba. Caminé durante un largo rato. Me detuve en un almacén y compré una botella de ginebra. Me dirigí después hasta una de las plazas de parque Centenario y comencé a beber de la botella, a grandes sorbos. Ahora recuerdo con extraña nitidez el episodio, pero soy incapaz de decirles si ocurrió en verdad o se trató más bien de una fabulosa alucinación propiciada por el alcohol y mi estado espiritual...Eran ya cerca de las once de la noche, el cielo estaba gris plomizo y aplastante, y una llovizna miserable me salpicaba el rostro y el cabello. Tenía la sensación de querer morir de repente, sin dolor, como víctima de un aletargamiento opiáceo. Dormir para siempre. No despertar. En ese momento sentí una voz: “Pensar no es malo, pero hace mal... ¿Busca compañía, caballero?”. Imaginando que me estaban haciendo una proposición sexual, reorienté mi cabeza, con pereza de escabio. Examiné en derredor y entonces vi, a unos diez metros, junto a una araucaria 138 El Neurótico que momentos antes me había pasado desapercibida, a un sujeto de apariencia criminal. Era casi enano, de piel muy oscura y cabellos ensortijados, sucios y despeinados. Tenía aspecto de niño cretinoide y llevaba el torso descubierto de ropas. Elevé mis cejas y me mantuve expectante. “Reficul, ese es mi nombre” - dijo. Le pregunté qué quería, pero insolente se quedó en silencio, durante un largo rato, observándome. Le pregunté nuevamente si necesitaba algo de mí. Le dije además que si no era así bien haría en marcharse, que pretendía estar solo, con mi angustia y mis ganas de llorar infinitamente. Mi lengua estaba completamente empastada por el alcohol. “Nada, señor”, respondió. “No quiero nada. Estaba en casa, solo. Y salí a pasear. ¿Acaso hay alguna ley que impida a la gente salir a pasear? Sí, me detuve a mirarlo, señor, y es que usted me ha llamado la atención. ¿Sabe por qué? porque... da pena... y es gracioso… Mírese. ¿No siente vergüenza?... Cuando pienso en lo feliz que soy me compadezco de los pelagatos como usted. Me gusta hacerlo; quiero decir: compadecerme. Me eleva el espíritu y me hace sentir más cerca de aquél, el de arriba… Sanatas para el adverso, del derecho y del revés, Naas Sat Naas Sat, la verdad sea contrahecha, como Elafar, como Elarsi, como Leirbag” recitó, como evocando una fórmula memorizada… Perdone pero no me gusta nombrarlo, soy algo supersticioso”, aclaró luego, dirigiéndose nuevamente a mí. “En fin, por eso salgo, le decía. Salgo porque no hay ninguna ley que lo prohíba. Y ando dando vueltas, buscando a algún nefasto que me haga el favor de regocijarme, un poco al menos, con su mala suerte, sorts iniqua. Así que disculpe si me quedo un rato a mirarlo, pero para el caso le informo que tampoco hay ley alguna que lo impida. La vía pública, es pública, señor, y si quiero mirarlo lo miro. Y si usted me agrede, lo denuncio con la policía. ¡Así que déjeme en paz!”. 139 Dante Gabriel Duero Vea usted, Doctor Ortiz, las cosas que debía soportar, dígame si no es injusto el mundo. Aquél bufón me dejó anonadado con su enana petulancia. Así que no pude responderle como se debía. Ni acogotarlo. Tal vez debí ahorcarlo a él también, junto con la gorda y la muñequita encantadora. Pero muy tímidamente, sintiéndome una víctima completa del infortunio y creyéndome desautorizado a cualquier cosa, le expresé, con modestia, nuevamente, que deseaba que me dejase en paz. Y temí que volviese a responderme lo de la publicidad de la vía pública. “Usted tiene cara de muerto, señor. ¿Le ha sucedido alguna cosa horrible? Cuénteme... Yo lo escucho... ¿Por qué se queda callado? Le presto mi oído amigo, vamos, no lo repudie... ¿Quiere acaso que me vaya ofendido?”. “¡Sí, eso es lo que se me antoja, exactamente!”, respondí. “Pues no voy a hacerlo, señor, de modo que será mejor que se acostumbre y, si no quiere enfadarme, hable conmigo. Respóndame, ¿Donde vive usted?”. “¿Y a vos que te importa, renacuajo?”. “¿Cree que me insulta? Más de un humano quisiera contar con una genealogía semejante. El renacuajo es pariente de la serpiente y de los grandes dinosaurios, por si no lo sabe. Y usted viene del mono, si yo mal no recuerdo… ¡Ah! ¡Qué aristocracia!... Ha de ser un orgullo, venir de un bicho que se place haciendo ridiculeces, masturbándose y mostrando el culo… ja, ja… Si no se ofende, creo que en la escala, los sapos superan por mucho a sus ancestros… Al menos no andan por el mundo ufanándose de ser unos imbéciles… En fin… Le preguntaba yo adónde vive… Yo me radico por allá, señor”, dijo el cretino, señalando uno de los puentes que pasaba por sobre la autopista. “Pronto, para la primavera, me mudaré. Trataré de encontrar un habitáculo más cómodo, más alto y despejado ¿sabe?, 140 El Neurótico que sea más fresco... En los días fríos, como hoy, me vengo para aquí. Esta es mi mansión. El puente Avellaneda, esa es mi estancia veraniega. Si alguna vez me necesita, ahora sabe donde puede encontrarme. Podríamos pasar unas bonitas vacaciones, ahí, se lo prometo”. “Bien, gracias”, respondí malhumorado, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho, asumiendo en algún grado, que me daba por vencido ante su desafectación. Él también constituía una contingencia dentro del panorama de lo irremediable, pensé. El hombrecito, vestido con harapos, su cabeza extremadamente desproporcionada respecto del cuerpo, siguió diciendo disparates, uno tras otro. Habló así durante veinte minutos o más. “No hemos de tomar la vida en serio, no señor, pues la vida nos inmola con patadas en el traste; en tal caso, nos desbasta el sufrimiento haciendo de nosotros víctimas absurdamente escarmentadas... ¿Pero por qué he de preocuparme entonces?preguntó Risfael, el soberano desconsolado a su bufón, Tiasmagil, y el lacayo respondió: pues por lo que está a tu alcance y nada más, señor... Así nació la sabiduría de Odrusba... Estamos condenados a no ser. El de allá, aquél, fue quien así lo quiso. Sanatas para el adverso, del derecho y del revés, Naas Sat Naas Sat, la verdad sea contrahecha como Elafar, como Elarsi, como Leirbag. Somatse sodanednoc a riuges odneis lat lauc someh odis. Todo tiene su rumbo y las cosas no tienen ninguna importancia después de algunos años... se lo aseguro; lo asegura Odrusba”. Así hablaba, pronunciando sinsentidos, agregando de tanto en tanto palabras inentendibles en no sé qué extraño idioma. Ponía en su lúdica empresa la seriedad de un ritual y la indiferencia que provoca lo cotidiano. Allí estaba, el enano canalla, saltando de un lado a otro como un payasito a cuerda; rascándose, víctima de 141 Dante Gabriel Duero movimientos espasmódicos; hablando rapidísimo y diciendo incongruencias con gesto socarrón. Observándolo desde el costado, pensé que debía tratarse de mi hada madrina. Si existían las hadas madrinas, ésta era, de seguro, la que yo me merecía. Al fin, el hombrecito se calló. Se acercó impertinente e hizo unos rápidos movimientos de manos, cual si ejecutase pases mágicos. Pensé que iba a decir algo como: “el aire es libre”, u otra idiotez por el estilo. Pero no. Después de aquellos movimientos fingió olfatear, exagerando, en mi perímetro aéreo, y dijo: “¿Se peleó usted con su señora novia, verdad?... ¡Oh! Lo imagino, sí… horrible… horrible…”. Lo miré fijo a los ojos. El sonreía. Rencor y fastidio, eran mis afectos y ya comenzaba a arrepentirme de haber tolerado su proximidad, de no haber optado tempranamente por patearle el trasero. Pude golpearlo en la nariz. Golpearlo en la punta de la nariz con mi zapato ¿Puede entonces Usted decirme, Doctor, que cosa fue la que me llevó a mantenerme quieto, mirarlo a los ojos, de modo inerme? Porque yo no lo sé Ortiz. Le juro que no lo sé. “Bueno no me diga nada, si no quiere. Yo lo sé. Puedo darme cuenta de todo. Tengo conocimientos... Saber antiguo... Además todos los que vienen acá son lloriscosos y borrachos, y siempre es porque los han hecho cornudos. Créame que en eso tengo experiencia. Y es que la vida es así. Detrás de la tristeza de un hombre, se puede descubrir el recoveco torvo de una mujer... Tal vez sea que la hembra se interpone entre ese hombre y el demonio de la soledad, impidiéndole a aquél que al verlo se desintegre de melancolía. Cuando, víctima de ese instinto que tan bien la hace “voluble”, una mujer se cansa de un hombre y lo abandona, el demonio Dádelos viene a besarlo en la boca. Y lo hace llorar sin que sepa 142 El Neurótico bien por qué. Cree el hombre en cuestión que extraña a la mujer, que esa es la razón de su llanto. Pero esto es erróneo; lo que en verdad lamenta el hombre es el sueño perdido que por gracia de la mujer había dormido. En el principio, ustedes fueron niños y vivieron en el paraísomadre-vuestra, sin ver aquello que los dioses, un poeta dijo por misericordia, pero yo creo que fue por neglilgencia o descuido, les ocultaban. Después de aquella etapa, ilusos ustedes, creyeron haber poseído nuevas vivíparas... mulleres… y con ello esperaron desterrar de sus vidas a Dádelos. Pero siempre, cada tanto, una de ellas los abandona. Los deja”, dijo, y cambió aquí su tono de voz, que cobró aspereza e intensidad. “Y es cuando Odrusba, el hijo primogenito de Dádelos, aparece para recordarles que existe y que siempre triunfa. Entonces, señor, los hombres se ponen tristes y se emborrachan, o hacen cosas tontas... y yo tengo que aguantármelos, como zombis, deambulando por mis mansiones. Le confieso, señor, alguna vez yo también quise ser más, y no pude... Odrusba... y el otro, el innombrable, aquél, el de allá arriba… Los dos me pusieron el pie encima... Ahora he renunciado a mí como así también a propagar la farsante ironía de mi comedia... Como dijo el filósofo: También yo escupiré sobre mi tumba, antes de volverme olvido…. Ya no lo escuchaba. Había quedado inmerso en mis cavilaciones. “Siempre que alguien sufre un infortunio amoroso se tienta a creer que su desgracia es la peor”, pensé en voz alta, “que esa ocasión, siempre la última de todas, es mucho más dolorosa y terrible que todas las anteriores... Pero es que todo acto de memoria está en tales circunstancias signado por el fracaso. ¡Tan claramente puede ser cada última vez la reiteración de un dolor antiguo y único!”. Un largo silencio persiguió a aquella idea. Y estático me quedé, bajo la lluvia indiferente, junto a aquel fastidioso, preguntándome el por qué de 143 Dante Gabriel Duero tantas ausencias, el cómo de tanta soledad... me quedaba la certeza horrible de saber que esa soledad era absoluta e infinita; que uno podía estar en medio de una multitud de seres queridos, buenos vecinos y damitas hacendosas sin que jamás la soledad nos abandonase. Era ella la que, fiel a nuestro destino, permanecía a la par, cual verdugo en el patíbulo, encaminándonos directamente hacia la muerte. Y tuve la seguridad de no haber poseído ni pertenecido nunca a nadie ni nada. Sentí entonces que sólo se podía estar junto, es decir a la par, de aquellos a quienes se amaba... y nada más. Todo lo que hacíamos en nuestras vidas tristes era aproximar soledades y abandonarnos al sueño de creer, por algún momento, que no estábamos solos para sentir que el otro había pasado a ser algo más que una ilusión dentro de éste, nuestro cielo desamparado... Con aquellos pensamientos en mi mente, me dejé caer sobre un banco. Dormí no sé exactamente cuánto tiempo. Dormí casi tan víctima del aletargamiento opiáceo e infinito que había deseado. 144 El Neurótico Pero quiero volver a aquella noche. La de mi conversación con Miniagurria. Me había arrimado, inmerso en cavilaciones, a la ventana del comedor. Los empedrados reflejaban una luminosidad violácea; una niebla presagiosa subía por las paredes de la edificación. Los gestos de Miniagurria habían cobrado un aspecto tremendo y sombrío: “¿Qué es lo que querés que haga? ¿Qué cosa puedo hacer yo, si es ella la que me detesta?”, le grité, dándole la espalda para que no pudiese ver mis ojos humedecidos. “Mira Julián, tú no crees en Dios ni en el Diablo- dijo. Pero haces mal, Julián. El mal existe, y como dijo un tal Machen, es más que ausencia de bien. Además que actúa de forma natural. A diferencia de lo que muchos piensan, el demonio no necesita emplear poderes mágicos ni recurrir a ceremoniales parafernálicos. Hace las cosas de otra forma, implícitamente, y así evita que nos percatemos de su acción. Su estrategia es disfrazarse de ocasión, confundirnos, hacerse pasar por verdad. ¿Tú te imaginas un diablo con cuernos y vestido con un ridículo traje rojo o un monstruo horrible que ande por el mundo causando daños y asustando a imbéciles? ¿Para qué haría semejante cosa? ¿Y qué poder tendría una criatura así de estúpida? Pero si él se disfraza de oportunidad, de prostituta, de borracho, de esposa infiel o lo que sea, procura y consigue la destrucción sistemática de la creación… entonces… je, je... Date cuenta de que no estoy hablando del mal como instinto o simple pasión animal, tío. Te hablo de un algo mayor, caótico, que se nos vuelve indecible y nos domina y, lo peor, no nos es accesible al entendimiento. Simplemente nos ocurre. Sufrimos las consecuencias de ese algo que se encuentra metido de una forma sustancial en la existencia y en la materia misma, y que no podemos ni podremos jamás explicar, ni entender. A nosotros, en el crimen y en la 145 Dante Gabriel Duero locura nos llegan las sombras del mal; pero la esencia y sustancia de lo maléfico tiene un carácter metafísico. El anhelo de lo absoluto, sin Dios, constituye una de las puertas principales de entrada a lo maldito. ¿Que otra pasión, aparte de ésta, desencadena la envidia y la soberbia, que son el gran manantial de lo diabólico?...Saber que se es finito, limitado, que se es ausencia, deseo, y resistirse a esta verdad, pretender ir más allá y decidir alcanzar lo que no nos está destinado... En ocasiones es necesario hacer silencio, escuchar bien dentro, y dejar que el mal actúe sobre nuestro cuerpo. Quizá entenderías mejor esto si creyeses en el bien y el mal supremos, Julián, igual que en sus mentores”. Muy por dentro, consciente del efecto que estas palabras hacían sobre mi mente, Miniagurria tomó una botella de whisky, se sirvió un vaso, y retomó su discurso. “Dime algo ¿Por qué el mundo ha de ser hermoso para unos y horrible para otros? ¿No es nuestra responsabilidad emparejar un poco los tantos?... El mal, a veces, es benévolo… La destrucción planificada de esta inmundicia ¿No es un buen comienzo?... Al fin y al cabo ¿En qué vamos a confiar? ¿Crees que vamos a recomponernos vos y yo, que algún día vamos a ser como el resto, que podemos nacer de nuevo?... Yo creo en Dios y lo sabes… Pero no creo que Dios nos vaya a ayudar. ¡Y es que Dios no es justo! El mal y el caos, en cambio, lo son… Respecto a nosotros… Sé honesto… Podemos parecer buenos tipos, Julián, pero es todo disfraz, tú lo sabes... Todo disfraz. Detrás de estos ojos se esconden pasiones exaltadas, las más bajas ignominias, los peores tormentos... Eso se traduce en esta mueca ácida que nos corroe en ironía y sarcasmo cada vez que pretendemos reírnos. ¿No sería bueno aceptarlo y comenzar, entonces, a jugar para el bando contrario, que es al único al que pertenecemos? ¿No te parece una 146 El Neurótico buena opción que, además, es tanto o más gloriosa que otras?... Los grandes buscadores del mal, dice Machen, se parecen casi a los santos y están hechos de la misma arcilla: son constantes, saben hacer abstinencia, viven al lado del pecado y juegan con la tentación; la diferencia es que los santos llegan hasta el borde del precipicio sólo para demostrar que pueden contenerse. Los malditos, en cambio, una vez en el borde, desdeñosos, se arrojan al abismo, gozando ante las miradas horrorizadas de los seres vulgares, a quienes les ha destinado el purgatorio. ¿Ves esto?- dijo, y empinó el vaso ingiriendo toda la bebida- esto es como un antídoto para el mal durante la primera época, porque anula la conciencia y nos embota. Mas con el tiempo aprendemos a bucear, aún intoxicados, en los océanos profundos del espíritu. Y entonces, a largo plazo, el mal vuelve a ganar”. Aunque no terminaba de comprender a qué cosa se refería mi amigo, pues tenía la mente aletargada, sin embargo presumía que hablaba de algo terrible. “¿Has escuchado eso de que los locos y los borrachos dicen grandes verdades?”, continuó. “Es que han visto demasiado. Por ello son lo que son. Pero ojo, no me malentiendas y presta atención a lo que te dije antes: lo que anula la conciencia, anula el mal. Para que haya mal debe haber conciencia, pues no es éste algo distinto que la conciencia de destrucción intencionada, de lo creado. Como te dicho, Julián, el diablo utiliza los medios más comunes para introducirse. Por ello es peligroso, porque la mayoría de nosotros no puede reconocerlo siquiera. Aparte de que no hace falta actuar. Piensa en una de esas personas que se dicen buenas, que hasta van a misa y son amigas del párroco de turno. Machen señala que los grandes santos casi nunca han hecho buenas acciones, daban más importancia a mantenerse puros de espíritu... Nosotros, Julián... nosotros somos un par de miserables. 147 Dante Gabriel Duero Tenemos casi todos los rasgos de los cuales la escoria se compone. Somos viles, cobardes, envidiosos, resentidos e insensibles. Al mirarnos nos queda esta sensación de deformidad vergonzosa. Te digo entonces que hay que hacer de eso una virtud, tío. ¿Qué tenemos por perder? No somos santos. Pero tampoco somos un par de idiotas comunes y corrientes. Ellos tal vez con paciencia lleguen al cielo, pues están a un paso de recuperar la ingenuidad: ¡son estúpidos! No nosotros, amigo. Tú y yo ya no tenemos oportunidad. Los signos de la deformidad aparecen por doquier, al igual que sucede con los hijos del incesto. Todo eso es el MAL. No tener absolutamente nada que perder”. “Es hora de que decidas, Julián... Piensa en decidir. Pero decidir es decidir por ella. Hasta es posible que, con ello, le permitas despertar… ¿Te crees capaz arrebatarle la voluntad? Una muñequita preciosa, fina y alta, con su mirada serena, inocente… 148 El Neurótico ¡Hubiese dado mi vida entera por vengarme! Cuántas veces había pensado en hacerla sufrir como ella había hecho conmigo... redistribuir el mal, como decía Miniagurria. Recuerdo cuando tras días de estar sin noticias suyas me presenté una tarde a buscarla. Tenía el semblante pálido, ojeroso y enflaquecido al extremo. Su gesto fue de fingida tolerancia. Me daba cuenta de que no me quería allí, pero no me importó. Necesitaba mirarla, detener mis pupilas en sus ojitos celestes, redondos, hundidos en sus cuencas. Necesitaba saber que estaba allí, que existía. Con desgano, me invitó a pasar. “Solo será un momento”, le dije. “Andaba por la zona y pensé en pasar a saludarte y ver como te encontrabas”, mentí. “De todas formas no me puedo quedar demasiado. Tengo otro compromiso”, agregué, remarcando estas últimas palabras; quería ver si podía ponerla celosa, hacerle sentir mi indiferencia o al menos intrigarla. Pero ella me escuchó silenciosa, con una calma que sólo otorga el aburrimiento y con una mirada que expresaba desprecio y rechazo. Si pudiese describir mi sentimiento de aquella tarde debiera decir que era de desolación. Desolación, confusión y vergüenza. “Es mejor que me vaya, no debiera haber venido. Ahora recuerdo que vos necesitás estar sola, para pensar”, dije de repente. Tuve la loca ocurrencia de que intentaría retenerme. “Como quieras. Sentarte. O andate”, respondió con absoluta despreocupación. “Bueno, está bien, me quedo. Un minuto, nada más. Ya te dije: tengo otro compromiso”, dije. “Sí, te escuché”, respondió. “Laura… ¿Me darías un vaso de agua?”, le pedí explicando luego: “Es que tengo mucha sed”. Era una nueva treta. Quería registrar la casa mientras ella iba y volvía a la cocina. Esperaba encontrar alguna foto del otro. Necesitaba saber cómo era. 149 Dante Gabriel Duero “Ya te traigo”, respondió saliendo de la habitación. Miré por encima de los estantes y repisas, abrí cajones, pero no descubrí nada. Solo las habituales fotografías familiares y unos adornos espantosos, de vidrio azulado. Regresó con el vaso y me lo alcanzó. Bebí despacio, de a traguitos. Estaba caliente. “¿Como estás?”, pregunté. Ella torció la boca y se quedó en silencio, con la mirada puesta en algún punto en el suelo. “¿Es él, acaso? ¡Siguen viéndose ustedes dos?”, le reproché. Asintió con su cabecita de codorniz, oprimiendo los labios con fuerza. Mi corazón se heló. Sentí deseos de abofetearla. Di un salto. Estaba por tomarla de la camisa y cachetearla. “Yo voy a despejarle la mente”, pensé. Y después pensé en besarla. Mi sangre hervía confiriéndole una violencia inusitada a mis movimientos. Al llegar hasta donde estaba sentada, dudé. Me quedé inmóvil, mirándola, con gesto desconcertado. Esperaba alguna palabra tierna de su parte, algún gesto cariñoso. “¿Te vas?”, preguntó ella. ¡Ah! ¡Iba a responderle que sí! Me iría y ya no volvería a verme… ¡Ya sabría lo que era vivir sin mí! “Lo que sucede es tengo frío ¿Puedo cerrar las ventanas?”, dije. Me miró soprendida. “¿Frío?... ¿estás enfermo?”. Iba a decirle que sí, que estaba enfermo de amor. Pero dije: “Para nada. Me siento como un toro. Pero es que me destemplé”. “Cerralas, si te parece. Nada más digo que deben hacer 38 grados”. “Mirá Laura, ya no importa. Si querés dejar abiertas las ventanas, hacelo. Y lo del frío no es un problema. ¡Todo lo discutís! ¡Todo lo ponés en cuestión! Te digo que me destemplé y vos me salís con que lo de los 38 grados. ¡Es siempre igual! Dejá las ventanas así, que están perfectas. Además el frío se me pasó. Debe haber sido un chucho, solamente”. Me miró confundida. “Estás muy raro. Decime la verdad ¿A que viniste?”. Dudé. Pero finalmente me decidí. Y le confesé: “Vine a besarte. Respondeme esto Laura: ¿Me 150 El Neurótico dejarías que te bese?”. “¿Qué estás diceindo?”. “Un beso, Laura. Sólo te pido un beso, nada más que eso. Te prometo que después me voy y no te molesto nunca más... Laura… Yo… ¡Necesito besarte! ¡Es para saber que no me despreciás!... ¡Lo necesito!”. Lo reconocí casi llorando, completamente humillado. “¿Pero qué es esa idea de venir a besarme? ¿Qué es lo que te has creído? ¿Es preciso hacerlo todo tan difícil?”. “¡Por favor, Laura! ¡Por favor!”, le pedí, arrojándome a sus pies mientras los abrazaba. Ella intentaba zafarse, pero la retuve con fuerza. Y se lo impedí. Casi la hago caer al piso en la lucha. “¡Soltame! ¡Soltame pedazo de idiota!”, gritaba ella. Yo otra vez sentía ganas de llorar. ¿Por qué me trataba así? ¡A mí! ¡Que tanto la quería! “Está bien. No te beso, no te beso... Nada más acostate. Y dormí. Dormí mientras yo te miro. Será nada más un rato. Vos dormí que yo te cuido”, le pedí. “¡Vos estás re-loco!... ¡Soltame, infeliz! ¡Mis padres han venido a visitarme! Están por llegar. ¡Soltame de una buena vez o empiezo a gritar y armo un escándalo!”. “Laura, te lo pido encarecidamente… dejame, aunque más no sea, mirarte. Solamente unos minutos más”, le rogué. Me observó extrañamente, como se mira a un lunático. “¡Andate, Julián! Tenés que irte ya. Andá y descansá que te va a hacer bien. Olvidate de mí. Ya no me quieras”, dijo, y su tono había cambiado. “De verdad, Julián, es hora de que te vayas”, repitió y tomándome del brazo me arrastró hasta la entrada. Yo sentía como si me pasara la mano por el lomo. Mi cuerpo estaba inerte. Sólo me dejaba llevar. Tras depositarme en el umbral cerró la puerta. “¡Otro día te llamo! Podemos cenar”, grité. Pero ella no respondió. No sé cuanto tiempo quedé sentado en la escalera del edificio. Lleno de ofuscamiento apreciaba como la sombra de mi rival volvía a aparecer. Mejor que yo, más 151 Dante Gabriel Duero talentoso, quizá con dinero. Probablemente fuera más hermoso y los padres de ella lo quisieran. ¡Sí, lo quisieran igual que a mí me despreciaban! Lo tenía todo el otro. Todo, Doctor. ¡Cuánto lo aborrecía! “Si al menos me dejaras conocerlo”, llegué a pedirle tres días más tarde, mientras hablábamos por teléfono. Ella se quedó en silencio. “Sabés una cosa: ¡El te va a abandonar! Va a acostarse con vos y cuando se aburra te va a abandonar!”, le grité con despecho. No respondió nada. Al segundo sentí remordimientos y me disculpé. Queriendo hacerme nuevamente amigo suyo, le dije: “Yo me voy a conformar con tu cariño, seré como un amigo; no, como un hermano, Laura, y vas a poder decírmelo todo, y yo voy a saber comprenderte. De acá en más te voy a prestar desinteresadamente mi hombro y mi oído para que me lo digas todo”. Y mientras así hablaba sentía como mi pecho se llenaba de decepción y desprecio por mí mismo. Yo era su esclavo, un esclavo eunuco... ¿Qué clase de respeto podía tenerme? Había quedado excluido, para Laura, de la categoría de los hombres. Pueden darse cuenta de lo que todo ello representaba para mí, Doctores. Y mi amigo luego, durante aquella noche, preguntándome si me creía capaz de hacer justicia. 152 El Neurótico “¡Claro que me creo capaz de tomar revancha! ¡Una y mil veces me creo! Todavía pienso en las humillaciones que debí soportarle. ¡Y en su frialdad, Osvaldo, no tenés idea de cómo me hundió con su frialdad! Por supuesto que puedo ajusticiarla. ¡Mirá la pregunta que hacés!”. “Bueno Julián”, continuó el canalla. “Al fin comenzarás a darte cuenta de que, si escarbas en el fondo, empiezan a aflorar pasiones menos sublimes de las que creías tener. ¡Emociones bastante oscuras! ¡Ah, bonito granuja viene a ser usted, mi querido enamorado! La mayoría de nosotros somos incapaces de algo así, no por virtud sino por defecto; o, lo que es lo mismo, por cobardía. Y es que cuando uno se pone a pensar en las consecuencias horribles que podrían acontecerle, las vejaciones e inmoralidades que debiera padecer si se atreviese a sembrar un poco de caos por el mundo... bueno… Quiero decir: nuestra bondad es el producto de nuestra negligencia, Julián; un efecto inercial, casi. Somos buenos porque no nos decidimos a destruir al otro. Y eso sí que nos convierte en inmundicias... ¿Te cuento algo? Me percaté de todo esto hace bastante tiempo atrás, cierta vez…”. “¿Cierta vez cuándo?”, pregunté. “¿Qué importa cuando, tío? ¡Cierta vez, una vez cualquiera!... Déjame contarte. Te decía que cierta vez tenía yo una novia, muy atractiva, que se llamaba Judith. Una noche decidimos ir a la fiesta que hacía una amiga de ella. Llegamos y nos acomodamos. Bebimos unos tragos. Yo me hallaba un tanto borracho; Judith expresaba una alegría inhabitual. De pronto me di cuenta de que un tipo, ubicado a unos veinte pasos de donde nos encontrábamos, miraba a mi novia con insistencia. El hombre tenía aspecto de bravucón y estaba acompañado por cinco amigos. Y yo era apenas un adolescente. Juzgué poco conveniente enfrentarlo. Opté, en cambio, por hacer como si no me diera cuenta 153 Dante Gabriel Duero de ninguna irregularidad. Respecto de Judith, pues se había puesto incómoda, sí; sin embargo no hizo ninguna referencia al asunto, lo que me benefició en mi cobardía. En cierto momento decidimos ir por unos tragos más, para lo que debíamos cruzar por frente del granuja. Ocurrió entonces que el infeliz intentó manosear a mi novia. Esta, por su parte, se puso a armar un escandalete y a gritar todo tipo de cosas. Yo bajé la cabeza, como si no me hubiese enterado de nada, y disimuladamente la arrastré del brazo hasta sacarla a la galería. Una vez allí le pedí explicaciones. Podía sentir como mi yugular se hinchaba, más y más, de ira. En mis pensamientos me decía que aplastaría a aquel gusano. Buscaría el revolver de mi padre y le descargaría el cargador en el pecho. Sin embargo, fíjate lo que ocurrió después: me conformé con regañar a la chavala y la acusé de haberle hecho ojitos al muchacho. ¡Y la infeliz, que se puso a llorar como un cocodrilito, repitiendo una y otra vez que no, que ella no había hecho nada de eso!... Después de aquella noche no pude volver a verla. Y es que no tenía coraje de enfrentarme al recuerdo que de mí mismo me dejó aquel episodio. Tras aquellas circunstancias, comprendí que mi tolerancia y mi bondad habían resultado desde siempre nada más el producto de mi cobardía y mi comodidad. Pensé que no podía continuar con la farsa. De modo que opté. Y elegí de ahí en más hacer deliberadamente el mal, y ser de lo más injusto posible”. 154 El Neurótico “¡Ah!... pero no te exasperes, mi querido Julián”, continuó diciendo mi amigo. “No te exasperes que hay más. Y lo que queda, lo sé, te va a parecer aún más simpático… je, je... ¡Ay! No sé porque me viene esta necesidad de contarte. Supongo que quiero que te des cuenta, que no te engañes con sensiblería de truhán. Escucha lo siguiente: tú ya sabes a la perfección todos los detalles de mi relación con Carla. Bien, sabrás que me veo en la obligación de hacerla sufrir, de tratarla mal y humillarla. Lo hago por su bien. Aunque también por el mío, claro. Por ello no le retaceo nada. De estos placeres sabrás vos, por propia experiencia, si miras sin tapujos en tu corazón. Porque en tu relación con Laura, estoy seguro, por momentos habrás sido bastante degenerado. Sin embargo lo que te voy a narrar de mí es una historia aún más terrible, y que ocurrió hace cosa de catorce o quince años atrás, cuando aún vivíamos en Madrid. Tú y yo no nos conocíamos. Por aquel tiempo mi familia estaba tan mal de fondos que debimos separarnos y cada uno fue a vivir donde encontró lugar. Mi padre había sido destituido y nos habían embargado poco más hasta las camas. El resto se lo había jugado. Mis relaciones con él venían de mal en peor y, por aquella época, el muy cretino había llegado a tajearme el rostro, tras propinarme una paliza por una cuestión estúpida, en la que le demostré se hallaba equivocado. Yo lo odiaba, pero le temía, y si no hubiese sido por esto último creo que lo hubiese asesinado. "En tanto, mi madre no fue nunca más que la sombra de papito. El infeliz no tenía el menor reparo en menospreciarla públicamente como así tampoco en golpearla y mortificarla. Fue en esa época que me fui de casa. Jorge Herrera, un amigo de la infancia, tuvo el buen gesto de recogerme y llevarme a vivir con su familia. Fíjate la bondad de este pobre diablo que llegó a 155 Dante Gabriel Duero decirme: "En mi madre encontrarás una madre" y algunas otras cositas similares. Junto con ellos vivía Clarita, su hermana de catorce años. "Aunque a mí me trataban como a un hermano más, te confieso, por mi parte jamás fueron recíprocos tales sentimientos fraternales. Estaba cómodo. Y no desaprovechaba el techo y la comida. Fingía, claro, agradecimiento. Y como eran practicantes, hasta imitaba sus rituales y parafernalias religiosas ejecutadas siempre a la hora de comer y de dormir. "Jorge había llegado a conseguirme un puesto en la Oficina de Correo, de modo que, además de brindarme una vivienda y una familia, me estaba dando mi amigo la posibilidad de ganarme el pan con mi sudor. ¿Cuánto piensas, dime chaval, que me importó todo su sentimentalismo barato? ¡Pues nada! Ya era capaz de ver el trasfondo de los afectos y las cosas. Sabía perfectamente que el granuja era un cobarde; un hipócrita; hacía todo aquello por la necesidad de parecer generoso frente a su conciencia, contraponiendo en tales gestos una tendencia a aquella que lo llevaba a exacerbar un egoísmo perfectamente disimulado. No se socorre a quien no lo pide. Y yo jamás le había pedido nada... ¡Pero él tenía que amar al prójimo! ¡Y todo por un maldito orgullo basado en el virtuosismo!... ¿Quién lo mandó? ¿Eh?". 156 El Neurótico ¿Qué sucede, Doctor? ¡Ah! ¡Piensa que mi amigo es un sujeto despreciable. ¡Sí! Claro que sí. Es eso lo que pretendo mostrarle, argumentos mediante... ¡Vamos! no sea tan actor y déjeme seguir, que ya se va a dar cuenta que ni usted ni nadie son mejores que él, querido Ortiz. Le voy a exponer ahora de qué modo le pagó mi amigo los favores recibidos al tal Jorge Herrera y a su noble familia. “En primer lugar- siguió contando- rechacé diplomáticamente lo del trabajo. Yo tenía recién veinte años. ¡No tenía por qué trabajar!... Además de ello, me dedique a sustraer sistemáticamente los ahorros que su madre guardaba para casos de eventualidad. Cuando la vieja se dio cuenta del robo puso el grito en el cielo. Me las ingenié entonces para culpar y comprometer a una mujer que iba a ayudar en el lavado y el planchado de la ropa. Pero todo esto no es más que lo lúdico, mi juego de niño comparado con... ¿Recuerdas que te dije que Jorge tenía una hermana?”. “¿Clara, la chiquilla de catorce?”, pregunté.”Sí, la chiquilla, exacto. Pues bien: me encargué de corromperla. Era ésta una niña muy introvertida y solitaria, que sufría, quién sabe por qué causa, de una inenarrable tristeza. Por aquella época comenzaba a despuntar su adolescencia, lo cual se manifestaba tanto en su cuerpo y en el afloramiento de sus pechitos abultados, como también en las fluctuaciones de su carácter (le molestaba hasta la irritación que cualquiera hiciese alguna insinuación respecto de la aparición inminente de sus dotes femeninas). Comprendiendo su carácter cohibido e inestable, como también debido al aspecto atormentado y oscuro de algunas de sus obras más tempranas (no sé si te he dicho que la chica concurría a una escuela de pintura y que yo había podido ver alguna de sus creaciones) pude adivinar, rápidamente, que no poseía 157 Dante Gabriel Duero aquella criatura amistades ni relaciones y que, incluso, en sitios como el colegio debía pasarla bastante mal. Adulé entonces su personalidad especial y le confesé mi admiración por su fortaleza espiritual. Le dije que comprendía claramente su soledad, que yo mismo la vivía en carne propia; le hice creer que era objeto de mi mayor empatía. En poco tiempo había logrado que la jovencita me participase sus sentimientos más profundos y me convirtiese en depositario de sus confianzas. "Me mostraba todos sus dibujos; me escribía poesías y se relajaba a mi lado, hasta dormirse con su cabeza sobre mi pecho. Comprendí que Clara comenzaba a prodigarme un gran amor. Esto me hizo presa de un inmenso regocijo, porque unificó en mí cierto cariño, que también sentía por la chiquita, con el cáustico placer que me ocasionaba la idea de envilecerla y corromperla... “Por aquel tiempo”, dijo y se interrumpió, hizo carraspear su garganta y bebió otro largo trago de whisky, “pues comencé a espiarla mientras se bañaba. Disfrutaba con placer indecible de aquellos juegos. Cierto día, que habíamos quedado solos en la casa, le dije: Oye, Clarita, quítate la blusa. Ella se mostró aturdida y, acto seguido, bajó la cabeza, avergonzada. Vamos, insistí, que es solo un juego, y dije esto afectado de una sonrisa cómplice. Clara alzó la vista. Se había ruborizado y reía ahora con una risita entrecortada, histérica. Vamos niña ¡Que estás bien buena! ¿No lo sabes? ¿Acaso tiene algo de malo? ¿No somos como hermanos, tú y yo? Ella asintió. Solamente quiero ver si estás creciendo, dije, acariciando su mano con ternura. Ella accedió. Lentamente, y con torpeza, desprendió su camisita. De este modo los dos pechitos turgentes y rozados me fueron entregados, chaval. ¿Me dejas tocarte? Ante mi pregunta alzó los hombros y con sus ojitos claros y 158 El Neurótico recios me dibujó una mirada turbia, como diciendo: ¿Es que no ves? Soy una niña. Pero no me amedrenté. Bien pronto dejarás de serlo, pensé. Estiré mis dos manos y acaricié sus incipientes y vedados senos. Recuerdo que un estupor me recorrió todo el cuerpo. ¿Quieres tocarme tú ahora? ¿No te interesa saber cómo es mi cuerpo?, pregunté. Y como ella no respondió me aproximé hasta estar bien cerca suyo y, sacado fuera de la bragueta mi miembro, lo dejé a su alcance, como si ofreciese una manzana. Aún así no se atrevió. Debí tomar su mano y enrollarla sobre mi juguete… jua… jua… ¿Ves que lisito es?, le pregunté. Sí, es muy lisito, repitió la enana, con grotesca inocencia. Después de aquella ocasión, esa clase de juegos se repitieron. Pervertí a la muchacha hasta la majadería y la ofensa. Jamás llegué con ella a un coito normal, por decir; prefería sodomizarla.... También la obligaba a masturbarme. El onanismo ha sido desde que recuerdo el peor vicio mío. "¿Me hacía todo aquello feliz? ¡Oh, no, por Dios que no!… je... je... Era el ser más triste, más miserable y hundido que podía existir sobre el planeta. Una culpa difusa, una melancolía que exasperaba me escarbaba las entrañas. Pero esa desesperación inconsciente se transformaba, día a día, en un nuevo impulso. ¡Te lo juro Julián! "Torturado por este sentimiento autoincriminatorio que desde lo más hondo me llenaba de dolor, pero también de aplomo, sentí que debía doblar la apuesta. Cierto día pensé que lo mejor sería distanciarme de Clarita, así que repentinamente y sin explicar demasiado me alejé, rehusando terminantemente a que volviésemos a mantener contacto íntimo y procurando no quedar jamás solo con ella. Hasta me permití acompañar a Jorge a sus aburridas reuniones de la Iglesia, nada más que para no permanecer en la casa, 159 Dante Gabriel Duero en cercanía de la muchacha. Un día me marché de la residencia, sin previo aviso. ¡Que sea yo magnificado si no instauré definitivamente el terrible vacío en el corazón de esa pequeña! ¡Pero es que también en mis mazmorras, venía yo a sentirme colmado de tantas o más ausencias que las que le dejé a Clara!”. “¿Qué fue de ella?”, pregunté. “No lo sé, hombre, jamás volví a verla”- dijo, y permaneció en silencio durante algún rato. Luego retomó la palabra. “Te das cuenta ahora, Julián. Uno será esa clase de engendros que le roba moneditas a los ciegos de la peatonal, pero en lo que hace a sinceridad no retacea ni un poco. Cuando se es consciente de lo que se hace, no se deja pasar nada con indiferencia; se obliga uno a vivir atormentado. Es esa nuestra elección y penitencia. Se es consciente y nunca se es feliz. La mejor herramienta de los hombres felices es la ignorancia. Laura no sabe todo esto, y por eso está mucho más cerca de la felicidad (o la contentura, que vendría a ser como una versión pedestre, de gallina, de la felicidad) de lo que nunca estuviste ni vas a estar vos." 160 El Neurótico ¿Por qué me contaba él todas esas cosas, Ortiz? ¿Con qué fin me hacía semejantes confesiones? ¿Qué pretendía lograr con sus preguntas y con cada uno de sus comentarios? Pues ya lo verá usted, caballero. Aquel rufián le estaba imprimiendo a mis pensamientos un rumbo particular. Se las ingenió para llevarme de las narices hacia donde quiso. Primero, me recordó el género de personas al cual ambos pertenecíamos. Y luego me quitó toda razón como para hacer alguna cosa buena. ¿Que cuál era el motivo de semejante forma de actuar? Pues ya se los he dicho, Doctores: la envidia. La envidia y la voracidad... Cada vez que vuelvo a pensar en el canalla ese me sorprendo de cuánto veneraba su amistad. Y es que... yo lo admiraba. Rotundamente admiraba a mi amigo... Sin embargo, supe vengarme por su traición... Antes, Ortiz, mucho antes de aquella noche de la que le hablé. El buscó entonces mi destrucción atormentándome, pero yo, dos años atrás y sin saberlo, había exigido satisfacción por la traición que el llegaría a cometer... Aunque... ¿Puede que no haya sido así? Porque en verdad ni siquiera estoy seguro de haberme vengado. Lo que sucedió fue casi un accidente. ¿O no?... Además ¿Yo lo admiraba? ¿O creía que lo hacía y en verdad lo odiaba? Creo, Doctores, que en el fondo siempre odié al bastardo y que por eso me vengué, pero no estoy seguro. ¿O quizá sí?... ¿Mucho antes de que ocurriese mi desastrosa caída en los precipicios de la moral, y puesto que yo también era un truhán, un sinvergüenzas, me vengué? ¿Me vengué de Osvaldo Miniagurria mucho antes de que él arruinase mi vida, Ortiz?... Puede que sí… o puede que no… 161 Dante Gabriel Duero ¿Les he hablado de Carla, la novia de Miniagurria? Pues bien, un día ella me invitó a su casa. Fue, como les he dicho, bastante antes a que el Vasco me hundiese. Aquel día cenamos y bebimos una botella de vino. Después… ¡Ay Ortiz … como decirlo!…Yo… ¡La besé!. Sí, la besé y la toqueteé. Y ella reconoció que le había gustado. ¿Después? Me sentí un tanto culpable. Pero aún así soporté el recogimiento. Como un estoico. Y jamás, jamás se lo comenté a Osvaldo. Ahora, después de todo lo sucedido, me alegro mucho de haber procedido así con aquella novia suya. Sí, Doctor, me gusta, me gusta mucho. ¡En demasía me agrada haber ornamentado al canalla! Tuvo al fin su merecido. Me arrepiento de no habérselo dicho, Ortiz, eso sí. Debí decirle: “Osvaldo, no te hacés una idea de lo calenturienta que es tu novia! ¡Vasco de mierda!”. Él se merecía mucho más que eso. Una lección, sabe. Él también tenía que aprender algunas cosas. Aunque, claro… de haberse enterado de nuestro vilipendio también era posible que a Osvaldo no le hubiese importado. ¡En lo más mínimo! ¡Sí, ello es posible!... Y aquí es donde la hiena ésta me despierta la mayor confusión. ¿Podía ser indiferente a lo que su novia hiciese o no con otro? ¡Sí, Ortiz, él podía! Y es que él era... un príncipe, Doctor, un ser extraordinario. Iba de aquí para allá sin que nada pudiese inmutarlo... Y yo lo necesitaba, Ortiz. Lo necesitaba. Necesitaba su sarcasmo para mitigar el dolor de esta herida, esta fractura del alma que me asfixiaba, que me aniquilaba lentamente... Pero también lo necesitaba como modelo… él era un ejemplo a seguir, Doctor… 162 El Neurótico Le confesaré una cosa, Ortiz… Yo en el fondo siempre quise ser bueno. Quería amar, hacerme querer y todo eso. Sólo que no me salía. Una rabia inmensa nacía de dentro. Y nada podía calmarla. Entonces me hacía el malo. Y el cínico. Me hacía el malo para desquitarme por no poder ser bueno... Sabe, con ella pude haberme salvado... Laura hubiese sido capaz de apuntalarme, de hacer salir mi verdadero yo, permitirme renacer... Pero se marchó. Se fue con otro. E hizo de mí un hervidero. Porque llegó entonces todo el insomnio. Siglos de insomnio, constante, eterno. Y de espera. Esperar. Con todo mi angustiante insomnio esperé a que volviese. Pero fue en vano. Absolutamente en vano. ¿Cómo podría alguien comprender esta asfixia del espíritu, esta vorágine paroxística que, como un tumor, fue comprimiendo mi existencia? ¿Quién hubiese sido capaz de extirpar este dolor, este anhelo fantasmagórico de amor? ¿Usted, Ortiz, Usted es capaz? ¡Ah, sencillo es ver y juzgarlo todo desde fuera! Pero sólo el hombre que sufre sabe del tormento y el horror al que lo somete su cerebro enfermo; y es sólo este hombre el que se ve agobiado por una tristeza ineludible, sin lógica ni sentido. Doctor, yo me duelo desde antes, mi dolor es más antiguo... ¡Y por ello debo morir! Mi enfermedad, que es moral, se ha ramificado hasta adueñarse por completo de mi vida. ¿Cómo podría ahora tener remedio? Yo, Señores, lloro por lo perdido. O por la pérdida, en general. Contra eso les aseguro que no hay antídoto. Se que a usted Rinaldi, tanto como a los demás, todo esto le resultará una historia descabellada y hasta graciosa. De seguro que así le parecerá y no me importa. Pero no lo es en absoluto Además, me imagino, se preguntará: “¿Y qué diablos tiene que ver todo este cuento con la historia de la gorda? ¿En dónde se relaciona esto, ocurrido tanto tiempo atrás, con el intento 163 Dante Gabriel Duero de ahorcamiento de la obesa?”.Y le diré. Estrecha es la relación, caballero. Por ello, déjeme usted terminar. Creo haberles dicho que Laura era una mujer encantadora, fina, delicada… Luego que me alejara de ella, o mejor dicho, de que ella se fuese de mi lado, pasé mucho tiempo sin volver a verla. Ello aún cuando no escatimaba esfuerzos por propiciar algún encuentro “circunstancial”. Pero pese a esos esfuerzos, sólo en tres ocasiones volvimos a cruzarnos. Lo confieso: durante los períodos intermedios imaginaba su figura embellecida; más, desde mis fueros más íntimos, deseaba que el tiempo hubiese comenzado a hacer estragos con ella. Entonces sentía imperiosa necesidad de verla, para consolar a mis imaginarios fantasmas; quería convencerme de que de a poco, los años la irían arruinando y que más tarde o más temprano ella se arrepentiría de haberme dejado. Víctima de tales impulsos salía a buscarla, cual merodeador, por calles y lugares públicos. Por suerte (hoy digo por suerte, aunque sé perfectamente que en tales momentos cada frustrante desencuentro aumentaba mis desdichas, pues en mis fantasías su imagen embellecida terminaba triunfando mientras la que yo le deseaba, se empequeñecía) sólo me hallé con Laura en las mencionadas ocasiones: una, algo después de lo ocurrido tras la velada que pasara en compañía de mi amigo Osvaldo. La segunda vez fue tres años más tarde. La tercera... pues la tercera vez fue dos semanas atrás, situación, esta última, que se vería sucedida de toda una serie de complicaciones de las que ustedes, Doctores, ya están más o menos al tanto. Lo trascendental de estos encuentros fue el hecho de que en cada uno de ellos hallé a la endemoniada ¡Diez veces más hermosa de lo que imaginaba durante mis desvaríos!... ¡Ello fue insoportable! 164 El Neurótico Pero para que comprenda esto terminaré de contarle lo ocurrido tras la trágica conversación con Miniaguria... “Mátala, Julián. Así ella tendrá su merecido y tú quedarás en paz contigo mismo”, me instó mi perverso amigo, acodado sobre la mesa, con las manos juntas, en gesto genuflexo, en tanto ponía sus dedos índices sobre el borde de sus labios rojos y carnosos y apoyaba su mentón en los pulgares. “¿Qué?”, pregunté atónito, asustado. “¿Me vas a decir que te da miedo, no tienes el coraje ni para eso, ni siquiera ahora puedes dejar de lado tu negligencia y hacer lo que deberías haber hecho hace ya mucho?”. “¿Estás loco? ¡Yo no tengo que hacer nada! ¡Nada de nada! ¿Por qué iría a…?”, ni pude pronunciar la palabra. “¿Además cómo podría hacer para...?”. “¿Para qué, para MATARLA? Pues… no sé… Desnucándola, empalándola, destripándola, tirándole piedras… La sigues un día, sin que te vean y cuando aparezca un lugar un tanto despejado, la ahorcas, con tus propias manos, por ejemplo. También puedes optar por martillarle la cabeza. Busca un método artesanal, hombre, algo que resulte hasta un poco improvisado; de esa manera siempre se le pueda echar la culpa a algún pobre diablo, a un ladronzuelo ocasional. Después te desapareces del lugar y… ¿Quién te va a culpar a ti, tío, a un universitario? ¡Siempre se incrimina a alguien de más abajo, alguien imposibilitado para defenderse, un iletrado... yo qué sé!”. 165 Dante Gabriel Duero Me quedé callado, helado de espanto, mientras él me clavaba su mirada rapiñadora y dibujaba en su boca voluptuosa y grande una sonrisa de burla y desprecio. Levantándome, comencé a gritarle, a tratarlo de desquiciado, de loco, de pervertido, de canalla. Miniagurria reía a carcajadas y se contorsionaba. Comencé a sufrir una crisis. Una sucesión de imágenes desfiló por mi cabeza. ¡Y de pronto me supe capaz! Entendí que podía pensar en lo que Vasco me proponía, que aquellas ideas que tanto me habían rondado podían volverse acto porque estaban muy cerca de lo que yo era; yo quería reivindicarme haciéndole sentir a ella que, como ocurría conmigo, también su vida podía pasar a no valer nada. Apreté fuerte mis mandíbulas, mis nervios atornillados a la piel. Miré a los ojos a mi amigo y le apliqué un golpe en el mentón. Calló desplomado sobre el sillón. “¡Pelotudo!”, le grité, no sé por qué. “Eres un imbécil, un pobre imbécil”, dijo él. “No tienes idea de la idiotez que acabas de hacer. ¡Vete! ¡Lárgate ya mismo de mi apartamento, maldito cobarde, gillipollas!”, me ordenó. Eran las cuatro de la madrugada. Y me marché cargando tan sólo mi abrigo, un bolso con alguna ropa y un hacha, pequeña, de cocina, que le robé a Miniagurria y que oculté entre mis ropas. 166 El Neurótico Salí y me dirigí hacia la rivera. Me quedé allí tiritando, recostado sobre el césped húmedo de rocío, bajo un árbol, hasta que dieron las seis de la mañana. El paroxismo se había adueñado de mi mente. Y entonces, una única idea fue canalizada hacia mi conciencia: Aunque no la matara… estaba… ¡La posibilidad de amenazarla! ¡Decirle que iba a asesinarla si ella no me escuchaba! Porque tampoco la vida de Laura, valía nada… Pasé el día andando de un lado a otro, como un autómata. Nada recuerdo de lo que hice entonces. Solo esperé... esperé. A la tarde me dirigí hasta donde vivía la profesora de Laura. Y me quedé expectante, metido en un zaguán, durante no sé cuanto tiempo. Finalmente apareció. Salió y caminó hacia la esquina. Me escondí detrás de un monolito y la seguí con la vista. Cuando hubo doblado caminé detrás de ella, ocultándome entre unos árboles. Y entonces… ocurrió lo que ocurrió, es decir, lo que les he comentado antes: la tomé del brazo, le dije que quería hablar, ella corrió y yo deje caer el hacha sobre mi mano... Como les expliqué, Laura desapareció. Y yo, corrí hacia el hospital. Allí me curaron. Y después, me hicieron encerrar. Así fue que comenzó para mí otro largo proceso, que se inició con una paliza que dos gordos policías me propinaron antes de subirme al celular, a lo que le siguieron varios meses de estadía en un hospital neuropsiquiátrico. Posteriormente mi vida volvió a la normalidad. Bueno, a la normalidad es un decir. ¿Qué clase de normalidad podía tener un individuo sometido a semejantes pulsiones y artífice de tales conductas? Lo más encaminado que me sostuve fue junto a la gorda, a quien traté de ahorcar. ¿Y por qué?... ¡Ah a eso voy... a eso voy!... 167 Dante Gabriel Duero ¿Recuerdan que les comenté que, posteriormente al episodio lamentable, encontré tres veces a la muñequita encantadora? Pues dos de ellas pude tolerarlo. A fuerza de desesperación sostenida, toleré saberla perdida y hermosa. Pero la última... la última... Snif… Snif… Venía yo de comprar papas y osobuco, para que Mirta cocinase. Caminaba placidamente por las calles del barrio cuando, repentinamente, divisé a una mujer alta, rubia y aún hermosa. Iba acompañada por un atlético caballero. A su lado caminaban dos niñitas, rubias y rechonchas. Todos rebosaban de felicidad y bienechura. Pude reconocerla inmediatamente. Laura. Estaba aún más bella. Horriblemente bella. Bajé la vista y continué caminando, convencido de que ella ni siquiera se había percatado de que había sido yo quien acababa de pasar a su lado. ¡Tanto habían los años desfigurado mi rostro! Una tristeza enorme volvió a inundarme la garganta. Esa tristeza me hizo llorar amargamente y en silencio. Comencé a preguntarme por qué razón me había dejado llevar hasta aquel extremo; por qué había arruinado así mi vida. Y al llegar a la pensión no soporté tener que convivir con tanta horripilancia ni toleré los reclamos de mi obesa mujer, que a los gritos, y repitiendo la palabra “imbécil”, me recriminaba por haberme demorado demasiado en traer a la casa unas papas y unos mugrientos trozos de osobuco. “¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! ¡Mirá en lo que me convertiste! ¡Mirá!”, le grité lloriqueando, al tiempo que me abalancé, apretándole el cuello, mientras observaba como su rostro se iba poniendo colorado e hinchado. 168 El Neurótico EPILOGO Esta es mi triste historia, Doctores... Ahora diría que lo saben ustedes todo. Me queda, sin embargo, la opaca sensación de que alguna cosa permanece en el fondo del tintero. Sí, quizá no sea esta la absoluta verdad y es que... ¿Ay? ¡Siempre dudo! Se los he anticipado. Además: ¡Soy un asqueroso mitómano! Y es que me cuesta enormemente: no sé decidirme y no puedo diferenciar mis fantasías de la realidad. ¿Ven cuán cretino soy? Soy incapaz de decir dos palabras sin inventar por lo menos la mitad. ¡Si tuviese, al menos, la certeza de que mi relato los ha entretenido!... Pero ya veo sus caras… Ustedes me juzgan… Snif…Snif… Sí, amigos míos, supongo que así es… ¡Eso me lastima!… ¡Mucho!...¿O no?.... Porque quizá…. ¡Ah!... ¡Yo me la pasé bien contándoles todas estas sandeces!... Ahora… Ahora… ¡A Ustedes les queda el resto! ¡Imaginar! Deducir “lo subyacente”, “lo profundo”… la pulsión mortífera… Je... je... Sólo hace falta analizar, desmenuzar, comprender la auténtica naturaleza del pecado al que hemos sido inducidos. Nuestros vicios son sólo una compensación de nuestro temor a la insignificancia, a la vergüenza. ¡Ah, el horror!... Todo lo hacemos para escapar de tal infierno. He aquí un árbol que echa raíces en la metafísica y la psicología y se ramifica en nuestras debilidades: la codicia y la ambición, la soberbia, el orgullo, la vanidad, el odio, el resentimiento, la envidia y hasta la gula, caballeros ¿Qué otra cosa son los pecados sino las respuestas a nuestras vergüenzas y horrores más profundos?... En la naturaleza del pecado de un hombre podrán ustedes descubrir la marca de su esencia. He allí mi verdad…. Y ahora, debo dormir... Ya les he dicho ya: mi sangre se ha envenenado ¡Tanta vida la ha matado! FIN 169 La presente Edición se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Alejandría Editorial Calle Colombia 33 Bº Nueva Córdoba, Córdoba, Argentina. alejandriaeditorial@gmail.com