L EURÓTICO
Dante Gabriel Duero
Duero, Dante Gabriel
El Neurótico. - 1a ed. - Córdoba : Alejandría Editorial, 2012.
172 p.; 20,5 x 13,5 cm.
ISBN 978-987-1780-06-8
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
Fecha de catalogación: 18/09/2012
De la presente edición:
Copyright © 2012 by Dante Gabriel Duero
Diagramación de Interior: Leonardo M. Santillán – Alejandría Editorial
Diseño de Tapa: Dante G. Duero – Alejandría Editorial
Arte de Tapa: “El alucinado” (Técnica mixta- 2009), Dante Gabriel Duero
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A largo de mi vida había sido
incapaz de concebir otra forma de
amor y he llegado a la etapa en que a
veces creo que el amor entero consiste
en el derecho, libremente otorgado al
amante, de tiranizar al amado
El hombre del subsuelo, Fëdor Dostoyevsky
Perdí en la memoria los contornos de
los rostros que yo había amado con
recogimiento lloroso. Y tuve la
impresión de que mis días estaban
distanciados por largos espacios de
tiempo... y mis ojos se secaron para el
llanto
Los siete locos, Roberto Arlt
El Neurótico
Que sí, que no, que prefiero esto, que no, que
mejor prefiero aquello otro. Nunca sé. Siempre dudo
¿Recuerdan a aquel gran médico que no hacía otra cosa
que acumular las peores manías?. ¿Personaje de Moliere,
cierto?. Sí. Sí. Bueno, también yo no puedo sino
acumular manías. ¿Me quiere? ¿No me quiere? ¿La amo?
¿O la detesto? ¿Qué debo hacer? ¿Buscarla?
¿Extrangularla? ¿Olvidarla? Por lo general me cuesta
decidirme... ¡Pero vamos! Pasen, adelante... Entren. Esta
es mi habitación... Y a propósito, ¿Sabían ustedes que los
templos de Esculapio fueron utilizados, originariamente
como casa de refugio para inválidos y enfermos? ¡Oh y
también como escuelas para médicos! ¿Será alguno tan
amable de convidarme un cigarrillo?... Ah, sí… ya lo sé:
está prohibido fumar aquí adentro ¿Por eso el gesto, no
es cierto? Pero ya deje de mirarme usted así ¿No ve que
me hace sentir incómodo? Ya está pensando que lo hago
a propósito, que intento despistarlos, para así salirme con
la mía. ¡Siempre es igual! ¡La culpa de todo la tengo yo!...
Desde que tengo memoria… ¿Pero de qué hablaba? ¡Ah,
los hospitales, es verdad!... Les decía que el auténtico
período fundacional hospitalario fue muy posterior a
aquellos edénicos días. Se inició a partir del siglo catorce,
cuando aparecieron en Cesárea y en Roma los primeros
asilos. Según entiendo fue el florecimiento de las órdenes
monacales lo que dio lugar a la proliferación de estos
“centros piadosos”. Y fue siempre bajo la dirección de la
Santa Iglesia, la Católica y Apostólica, la Romana.
Entonces se fundaron los grandes hospitales, el Hôtel
Dieu, en París, por ejemplo. Estoy seguro que a usted,
Doctor, esto lo aburrirá. A usted le gustan las tripas y yo
hago mal en hablarle de estas cosas. Pero es la historia de
la historia. Ella nos enseña el trasfondo, el argumento
que nos condujo a dónde estamos, más allá de las
voluntades humanas, arbitrariamente, casi por cuestiones
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Dante Gabriel Duero
meramente coyunturales, como una yuxtaposición de
contingencias. ¡Es por ello que no debiera despreciarse el
conocimiento de la historia! Porque nos revela el
sinsentido. Mi biografía, por ejemplo, fue un
encadenamiento de contingencias… En fin… decía yo:
cuando miramos hacia atrás, vemos un poco lo que
somos. Respecto de su medicina, mi querido señor,
avanzó al igual que la religión: de la mano de la miseria
humana. A mayor miseria, mayor ha sido el beneficio
recogido. Porque, reconozcámoslo, de igual modo que la
Santa Iglesia, también la medicina, que se aposentó bien
cerca de todas las formas de la miseria, no lo hizo para
eliminarla sino para alimentarse de ella. ¿Sabe que en un
comienzo los asilos se construyeron, al igual que las
huertas, en el fondo y como parte integral de los
monasterios? Detrás de la capilla, típicamente se
edificaba una casa rectangular de dos o tres pisos, con
una fachada gris por lo común, a la cual se le eliminaban
los adornos y cuyas ventanas eran cubiertas por gruesas
rejas. Después de atravesar la corpulenta puerta central y
tomando por una de las galerías laterales que se extendía
a lo largo del perímetro de la edificación, uno podía
arribar a uno de estos espacios destinados al alivio
espiritual de los desafortunados del siglo. La historia se
repite. Y se repite. Y se repite... Pero vamos mejor al
grano... Ustedes quieren ayudarme, dicen. Pues bien: yo
quiero ayudarlos a ustedes. Voy a ayudarlos a ayudarme.
Pero antes… déjenme preguntarles ¿Estoy en verdad
enfermo? Porque en ocasiones dudo incluso de ello y
con la duda me pregunto: ¿No será que soy un
visionario, un esclarecido, un vanguardista? ¿No ha
ocurrido que cada adelantado a su época ha sido tildado,
por sus coetáneos, de sibilino y de loco? Y aún si fuera el
caso, todavía si fuera cierto que estoy, como ustedes
dicen, desequilibrado ¿Creen que mi patología tenga
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El Neurótico
cura? Pues yo opino que no. ¿O sí? ¿Y si ésta fuera mi
esencia? Quizá no haya nada que hacer. Aunque mi
esencia es también hallarme confundido. Y dudar.
Siempre estoy dudando, como dije, diciéndome que sí,
que quiero alguna cosa pero que quizá no sea
conveniente, así que mejor no, no la quiero, etcétera. Me
digo que es preferible preferir otra. O que tal vez sea
preferible no elegir. Quizá fuera mejor temer. O tal vez
confiar sea lo apropiado. A veces me parece que no
estaría mal dejar las cosas como están. ¡Y entonces se me
ocurre que debiera más bien mandar mejor todo al
mismísimo diablo! ¡Estoy harto! Nunca puedo saber,
nunca estoy seguro de nada; por más que lo intento. Por
eso creo, o más bien, estoy convencido, que la tarde
comenzará otra vez su transcurrir inalterable y yo pasaré
otro día entre estas cuatro paredes, titubeando,
soportando las penurias de mi cuerpo, de vivir adentro
mío, observando vuestros rostros, que asedian (como los
cuervos asedian a los moribundos, que caminan
desorientados por desérticas planicies de arena y de sol,
sin más compañía que su sombra de almas en pena),
consciente de que mientras a mí la vida se me escapa, no
deja de haber delicias para otros, más afortunados, que
dichosos se pasean allá afuera, sintiendo que tienen lo
que quieren, o al menos que saben qué desean... Eso que
es tan fácil, para otros, para mí se convierte en el
mismísimo infierno. No sé elegir. No sé hacerlo. Ni
siquiera estoy seguro de lo que acabo de comentar. ¿Y si
dije algo malo? ¿Y si hubiera ofendido a alguno de
ustedes? ¿Debiera importarme? ¿Me arrepentiré?
¡Debieras haberte quedado callado, imbécil! Siempre me
lo digo. Una y otra vez me digo: “Mejor quédate en
silencio”. Pero después me olvido. Y hablo. Y me
arrepiento.
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Dante Gabriel Duero
Pero mejor vayamos al grano, ya que lo que a
ustedes les interesa saber, lo que esperan comprender, es
cómo es que he llegado a caer en este estado, cuáles han
sido esos peldaños en mi biografía que me hicieron
descender, paso a paso, hasta el sótano en que me
encuentro. Pues muy bien, a ver… a ver… permítanme
concentrarme… Vamos … ¿Qué les estaba diciendo?
Ah… sí… Me preguntaban… ¿De qué forma he
permitido devenga este estado de derruimiento en que se
encuentra mi alma?... ¿Me preguntaban?... No… yo
simplemente iba a decírselos… ¡Ah! Creo que voy a
llorar… Snif… Snif…
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El Neurótico
Díganme señores: ¿Adónde voy a hallar consuelo
para soportar con coraje el agusanamiento que mi
espíritu afligido ha ido adquiriendo con los años y las
desilusiones? ¡Yo, que he amado, señores, que he amado
y que he jurado darlo todo por amor, he llegado también,
después de conocer la horripilación del amor, a jurar
sobre la sangre de los míos, bastardear su obra inmunda
por los siglos de los siglos! ¡Pues yo, les digo, aborrezco
el amor! Fue el amor lo que me hizo hundirme en este
fango... Fue por amor que conocí el horror, el hastío y la
vergüenza. Esta clase de sentimientos, todos ellos hijos
suyos, me han ido careando, lentamente, como si mi
aliento y mi existencia fueran el colmillo de un animal
enfermo. Así he sido puesto en el sitio en que hoy me
encuentro, despojado de mis ropas y de mi nombre, sin
derechos, convertido cívicamente en un incapaz y
sintiendo que no tengo ni un gramo de dignidad en el
que ampararme. Porque se me ha quitado todo,
absolutamente todo. Y ya ahora ni siquiera se me otorga,
por un principio de caridad, el crédito de tener al menos
un punto de lucidez. Pues hasta la responsabilidad o la
competencia para juzgar mis acciones me han sido
hurtadas, usando como argumento toda clase de
patrañas. Porque dígame cada uno de ustedes, con una
mano en el corazón, si en verdad se creen distintos de
mí… ¿Creen que ustedes habrían actuado diferente?…
Después de haberse tragado toda su ciencia ¿Pueden
asegurar que entre sus actos y los míos hay alguna clase
de distinción? ¿Suponen acaso, que gozan de una pizca
más de libertad de la que yo creo tener cuando me
conduzco como me conduzco? ¡Cuánta farsa, caballeros!
Porque ni ustedes son tal libres ni yo el idiota que
suponen. Llaman cordura nada más a una circunstancia.
Y sin embargo continúan obstinándose. ¿No dijo Ribot
que es un error hacer de la voluntad una facultad, que
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Dante Gabriel Duero
con ello todo se hace simplemente más oscuro? ¿O fue
Janet?...
¡Ah, no tiene importancia! Lo claro es que no hay
ningún misterio con respecto a este punto, pues la
voluntad no es causa de nada y el libre albedrío no tiene
otro sustento que las delaciones de un grupo de
chiflados. Las tendencias a la acción, todas ellas,
caballeros, son consecuencia de las circunstancias, de la
interacción entre el medio y algunos impulsos internos
infinitamente simples. ¿O no? ¿Creen que me equivoco?
Quizás. Tal vez haya algo de azar… No sé… Pero de
algo estoy seguro: respecto de mis circunstancias, mis
queridos, han sido de verdad amargas, pues escarbé en el
bajofondo lodoso de la insensatez y por ello he vivido
insanamente... Nunca supe. Siempre dudé. ¿Cómo haría
ahora, entonces, para justificar y luego aplacar tanta
sensación de vergüenza? Porque les juro que he
conocido esa sensación; yo, que alguna vez fui alguien
decente. ¡Y aquí estoy, ahora, frente a ustedes, sintiendo
cómo mi vida mental continúa desintegrándose, por
completo, debilitado y atravesado por este dolor moral y,
también, por esta calma enfermiza, que se expresa en
palabras a las llaman delirantes y a las que, sin embargo,
en la soledad de su lecho reconocerán elementos de
lucidez, de coherencia! ¡Porque no estoy loco! Saben: una
piedra, caballeros, puede obstinarse y sin embargo caer por la
pendiente… ¡Caramba! ¿Qué habré querido decir con esto
último?... A veces no me entiendo… Bueno, no tiene
importancia.
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El Neurótico
¿Les cuento una cosa? Hoy me he dicho: Julián,
soporta esta debilidad; sopórtala junto a estos señores.
Has como Jesucristo. Has como Gandhi. Tolera esta
debilidad que te cala los tuétanos y el corazón mismo de
la existencia. Asumir que es lo que te está destinado en
esta vida, eso es lo único que te queda por hacer.
Después de decirme eso, me he conminado. Al
igual que un mártir virtuoso, todo lo toleraré. Pues no
soy otra cosa que un santo. Un santo que paga con los
pecados de la humanidad. Sufro. Dudo. Y no me quejo...
¿Además, por qué habría de quejarme? ¿Qué cosa
mundana puede importarme a mí a estas alturas? ¿En
qué puede conmoverme, por ejemplo, lo que pudiesen
llegar a decirme ustedes o lo que tuviera, incluso, que
sucederme de acá en más? Yo, Doctores: ¡He conocido
el horror! ¡El horror y la vergüenza!
¡He vivido una sucesión de pérdidas contiguas!
Eso y sólo eso ha sido mi existencia. Y yo soy… soy...
¿Qué soy?... Un fracaso vivo, un mendigo de desgracias y
patetismos. Eso soy. ¿Eso soy? ¿Pueden ustedes, que se
guardan para sí el derecho de saber, de decidir, de optar,
de comprender qué es mejor para los otros decirme al
menos qué soy?... Ustedes, montón de comedidos,
díganme: ¿Los ha llamado yo? ¿Les he pedido ayuda?
No. No he sido yo el que los llamó, eso es seguro…
¿O sí?
¡Comedidos! ¡Patanes! Nada saben, nada
entienden. No tienen idea de lo que es tener que soportar
humillaciones, vivir de ellas, estar inmerso en la
degradación y en la duda mientras se ve pasar frente a
uno a mujeres de grandes ojos claros y naricitas
respingadas, acompañadas por caballeros que,
enfundando sus portes atléticos en trajes de bonitos
colores y botones dorados, denotan desde la altura de sus
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Dante Gabriel Duero
pretendidas alcurnias, su desprecio para con los que -así
se hablan esta clase de sujetos a sí mismos- no han
podido “domeñar su destino” ni abandonar, por
iniciativa propia, su condición de “donnadies”! Porque
eso es lo que creen ellos. Y eso mismo nos quieren hacer
creer a nosotros: que con la voluntad basta. Para estos
señores, nada tiene que ver la condición en que nos
encontramos con cosas como “el linaje”, “las relaciones”
o “el dinero”. Basta siempre con la actitud, con la
voluntad. Con tenacidad cada cual lograría ocupar el
lugar que se merece, si pusiese el suficiente esfuerzo. Así
que, para esa clase de individuos, el fracaso no es sino
sinónimo de vagancia, de comodidad. ¡Ya los quisiera ver
a esos idiotas, vivendo en el cuerpo de un enano o
cargando con alguna deformidad, una cabeza de más, por
ejemplo, a ver qué tan lejos llegarían con sus
razonamientos! Qué sencillo es sentirse dueño del
mundo cuando la buena fortuna nos ha sonreído, cuando
uno no es, en definitiva, un pelagato.
Por lo demás, estoy seguro que también ustedes
piensan así; como ellos quiero decir. Cada quien logra lo
que merece, se dicen. Todos ustedes se han
acostumbrado a usar palabritas como “honor”,
“esfuerzo”, “dignidad”, “justicia”, “derecho”… Creen
que es gracias al esfuerzo y al ejercicio del talento
recibido que desarrollaron las facultades y las licencias de
que hoy gozan. Y piensan, además, que son las leyes
jurisprudenciales las que determinan, bajo la cuenta de
no se qué código, los derechos y obligaciones de cada
cual. Parecen pasar por alto, en cambio, que los que
hacen las leyes escriben desde el banquito más alto, así
como también que cada derecho se termina precisamente
allí mismo dónde empieza el antojo o el capricho de
algún otro más musculoso. ¡“Valores”, “resguardos
legales”, “garantías civiles”! ¡Qué cretinada! ¡Por favor!
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El Neurótico
¡Todo es bajeza! La historia nos lo muestra… Cada vez
que los intereses comunes han competido con los de
algún gandul, haragán pero poderoso, las democracias y
con ello también todos los códigos y los manuales de
derecho han tambaleado y han saltado por los aires. El
Estado es la mismísima comprobación de lo que digo.
¿O no?
Mis propios “derechos”, por ejemplo, vean como
son puestos en este momento a un costado junto con
mis documentos y mis ropas, todo ello con la excusa de
que se está preservando así a otros y mí mismo de mis
locos impulsos. ¡Toda esa comedia! ¿A quién pudo
ocurrírsele hacérnosla creer? ¿A quién? ¿Eh?... No hay
respuesta, lo ven. Nadie dice nada. Y entonces llega la
duda… ¿Habré dicho bien? ¿No habré hecho alguna
afirmación equivocada?… ¿Cómo puede uno sentirse
tranquilo si no está seguro de dónde queda arriba y en
dónde abajo?
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Dante Gabriel Duero
Pero volvamos, mejor, a ustedes. ¿Qué han venido
a buscar? ¿Qué es lo que quieren saber? ¡Ah! Ya lo
imagino ¿Lo imagino?... Trato. Trato de imaginarlo.
Ustedes pretenden explicar, comprender, saber por qué
lo hice, por ejemplo; o hallar las causas. Han de
encuadrarlo todo dentro de un marco de racionalidad,
sea éste el de mis pensamientos o, si ello no fuera
posible, el de la frágil bioquímica del cerebro, y como
todo el mundo quiere saber -pues aunque no lo asuman
tampoco ustedes toleran el abismo de la duda-, si no les
digo yo alguna cosa, no vacilarán en adjudicarme los
motivos y las razones que sean necesarias, a fin de volver
a este conjunto de contingencias, esta amalgama de
hechos inexplicables que es mi vida, una comedia con
forma de bonita historia. ¿En dónde quedaría sino
vuestra cara cordura? ¿Dónde su falsa ciencia? Degusten
entonces sus golosinas, mis amigos ¡Pero sepan que son
puras palabras! Lo inexplicable se les filtrará, como esos
sueños, que producen monstruos, los del pintor
gallego… ¿No es así, me dicen? ¿Ah, no era gallego?
Pues yo pienso que sí. ¡Está bien, le creo, no hablaba ya
del pintor! ¡Eso fue sólo para ilustrar!... Supongamos que
no fuera gallego, vale… ¡Ya! ¡Ya!... No importa dónde
nació. A lo que intentaba referirme era a su ciencia, a que
todo deben hacerlo pasar por el molino de la sensatez;
necesitan dar cuenta, entender los por qué para hallarle
sentido a esta sucesión de pérdidas, a este sueño que
viene siendo soñado por un idiota o un microcefálico. Y
ahora me obligarán a mí, que estoy enfermo (enfermo de
duda, de dolor moral, de estultitia), a darles las
herramientas que creen necesitar. Quieren clasificarme.
¿Es para poder, así, dar asiento a mis actos? Actuarán
como hace la policía, que luego de escribirnos una
confesión por un crimen que no cometimos, nos obliga,
bajo tortura, a firmarla. De igual forma harán ustedes
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El Neurótico
cuanto esté a su alcance para obligarme a aceptar que mi
acción fue no el resultado de arbitrariedades ni la
consecuencia de que el mundo es un lugar ridículo y
absurdo, sin ton ni son, y que tampoco ha sido el efecto
de que vivamos en una sociedad despiadada. Nada de
ello; tratarán de convencerse de que este arrebato de
demencia, que me condujo a mi actuar irresponsable, no
es parte de nuestra naturaleza profunda, que nada tiene
que ver con nuestra esencia común, que es una
desviación, el resultado de alguna disfunción, de algo que
ha enfermado la constitución de mi cerebro.
Pero… ¿No es posible que haya nada más querido
actuar así? ¿No es factible que haya querido, y sin
embargo, no padezca ningún trastorno? No sería posible
que simplemente a mí el mundo no me guste, que haya
estado tratando de cambiarlo, o que nada más pueda
haber estado confundido por la duda y, como resultado
de ello, en algunos momentos haya querido una cosa e
inmediatamente después su opuesta?... Y sin embargo,
también les digo lo contrario. Porque pude haber sido
una reacción, sí, la patética consecuencia de ser un
fantoche, alguien provocado por la tiranía de lo real.
Desde antes, desde siempre, todo estaba destinado en mí
al fracaso. De modo que yo he buscado ese fracaso. Y
sin embargo el fracaso me ha caído, sin que yo lo busque.
¿O no?... ¿Tiene sentido lo que digo? ¿No?...
Snif…Snif… Creo que lloraré un poquito.
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Dante Gabriel Duero
Ahora déjenme que me acomode y que beba un
poco de esa agua herrumbrosa que ha colocado la
enfermera dentro de aquel cacharro.
¡Ay, el horror, la calma y la vergüenza!.. ¡Cómo
pueden ustedes no compadecerse! Yo… soy una víctima.
Una víctima. Ustedes verán si les va o no entender.
Hagan lo que les plazca. A mí me da exactamente lo
mismo. Me da lo mismo porque se una gran verdad:
moriré, señores. Lo sé. ¿Lo sé?... ¡Sí! ¡Lo sé! Explotaré
como una cucaracha. ¿Piensan que desvarío? ¿No me
creen? ¡Ah! Tampoco lo creía mi rolliza mujer, cada vez
que le decía que moriría. Y sin embargo estuvo sólo a un
paso, a un único paso. Yo he tenido que soportar el
horror, la vergüenza y esta calma, que surge de saber que
nada me importa ya ¿O acaso sí?... Porque… ¿Y si todo
me importa demasiado y por ello siento como siento? ¿Si
fuera así? ¿Si fuera que me importa? ¿Me importaría que
me importe? Eso me pregunto yo. Ya ven como dudo…
Dudo de todo… todo el tiempo… Y con respecto a
morir… ¿Si llegara a descubrir que el asunto me
preocupa, justo cuando ya fuera demasiado tarde? ¡Ello
sería horrible! ¿Si ocurriese que en verdad el tema no me
tiene sin cuidado, Doctor? Sería como arrepentirse del
suicidio cuando uno ya ha saltado al vacío… Me
desespera pensar así… Quiero decir: hasta hace un
momento creía que morir no me importaba. Pero
después de decirlo, la inseguridad volvió a surgir: ¿Y si
me importa?... Ahora comienzo a experimentar miedo…
miedo de sentir miedo. ¡Ay de mí! Tengo tanto temor.
Agarre mi mano Doctor… No debí hablar de esta
manera… Snif… Snif… ¡No me quiero morir! ¡No me
quiero morir! ¡Quiero vivir! ¡Vivir! ¡Para siempre!
Ayúdeme. Ayúdeme Doctor.
Sí, ya lo sé, ya lo sé… Usted desconfía. Tal vez
piensa que estoy exagerando. Puedo adivinarlo por sus
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El Neurótico
gestos. Bueno, pues puede meterse sus desconfianzas
donde ya sabe. ¡Y suélteme… devuélvame mi mano!
Acabo de decir que sentía miedo, miedo de morir, cierto,
pero no es verdad. Sucede que a veces me confundo, ya
lo he dicho. Con mis emociones, por ejemplo, me sucede
como cuando era niño, que confundía la mano izquierda
con la derecha. Nunca sé exactamente qué siento. Tomo
un estado de ansiedad por pánico, por caso, sólo porque
me están sudando las manos y me late el corazón un
poco más de prisa que de costumbre. Sí. Así es. Me digo
que siento pánico. Y me asusto. Hasta que me doy
cuenta que sudo porque acabo de cruzar la calle
corriendo. Entonces me río.
Así que no se fíen de mí. Incluso sobre lo otro…
Afirmé que iba a morir. Pero tal vez no sea así. ¿Cómo
podría yo saber si voy o no a morirme? Quizá estoy
destinado a vivir por siempre. Igual, por lo que resta,
morir será un alivio. Todo esto no es tan divertido como
quisieron hacernos creer los pornógrafos del siglo.
Díganme: ¿Por qué habría de temer yo a la muerte? Nada
más se me apagará el televisor. ¿Después? Ojalá me
pudra como un hongo, bajo la tierra. O mejor: que mi
cuerpo se convierta en caucho. Así me queda el consuelo
de saber que ni de abono voy a servir. Créanme: no hay
ninguna posibilidad de transmigración para mí.
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Dante Gabriel Duero
Pero ya, mírese usted ahí, tan quietecito, con ese
delantalillo ridículo. Y vean a aquel otro, allá, confiando
su ciencia al escalpelo galeano. ¡Vamos señores:
diseccionen, clasifiquen! ¿No van a anotar nada?...
¿No?... Está bien. Mejor así. Claro que sí. Olvídenlo
todo. Pues les aseguro que la verdad no está aquí afuera.
Tampoco en los que les digo. ¿O acaso sí?... ¿Acaso haya
en lo que cuento algo de cierto?... ¡No sé! ¡No sé!... ¡Yo
no sé nada!... ¡Nada de nada!...
¡Eh, usted, el de más allá, déjeme decirle que esta
habitación huele horrible! ¡Y las sábanas que me han
puesto! Están amarillentas. ¿Es que las lavan con bilis y
con orín? ¿Quieren enloquecerme con la rispidez de
estos miasmas? ¡Qué hospital de porquería! Un desastre,
eso es lo que es este hospicio!
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El Neurótico
Sí, sí, están en lo cierto. ¿Por qué me preocupo de
estos asuntos si soy, como digo, un ser predestinado a
morir y más cuando he dicho que morir no me importa?
Tienen razón. Fue un desliz. Me confundí. Porque es
verdad: no me inmuta… Además que no tengo a qué
temer; no hay ninguna cosa que de verdad me acongoje...
De modo que tampoco me importa que la habituación
huela a polilla y orina.
Pero hay algo ¡Oh, sí!... Hay una cosa que me
carcome, y es que quería destruir un pedazo de mundo,
llevarme al infierno una fracción de esta inmundicia,
matar a mi monstruosa concubina. Y fallé. Sí señor, he
fallado. Quería cometer un acto de justicia. Y fracasé.
¡Qué vergüenza! ¡Oh sí, qué vergüenza! Pero: ¿Usted cree
que soy capaz de avergonzarme, Doctor? Ni el haberlo
querido cometer ni haber sido incapaz de completarlo son
cosas que me produzcan vergüenza. No tengo pruritos.
Enojo, en todo caso, eso sí puedo sentir. Y ni siquiera
mucho. Porque en lo profundo, en lo más hondo,
tampoco esto me inmuta. Y es que soy un grandísimo
optimista, una especie de santo de la resignación, quiero
decir. Si la montaña no viene, yo tampoco voy. Porque a
mí la montaña me importa un cuerno. ¿Para qué
necesitaría yo de ninguna montaña?
No hay nada que valga la pena. A esta altura de los
acontecimientos lo único que necesito, señores, es una
buena hembra, voluptuosa, ramera, una gran hembra
latina. ¡Eso es lo que necesito! A la enfermerita aquella, la
que me cambio la ropa ayer. ¿Es riojana esa petisita? Me
encanta su acento ¡A ella la necesito!
¡Ah! ¡Sabe de quién hablo, Doctorcito! ¡Qué
degenerado! ¡Las inmundicias que hará con ella durante
sus guardias! ¡Ya veo el brillo de la desfachatez en sus
ojitos! Y no puedo reprochárselo. Es una vaca impúdica la
pigmea. Y exagerada. ¿Cierto? Un tanto bigotuda, es la
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Dante Gabriel Duero
verdad; de todas formas no es nada que no pueda
remediarse con unos tragos de por medio...
¡Oh! ¡Sí que los conozco a todos ustedes,
pervertidos! ¡Como a mi propia inmundicia! Pero es que
así es el universo. Basta conocer una parte para saberlo
todo. Y debo decir que no fui yo quién hizo al mundo
como es. Fue el tiranuelito. Ustedes y yo somos sus
víctimas. Pese a ello es necesario ser optimistas. Aprender
a vivir con lo que se tiene y con lo que se es. A cada uno
lo que le toca. Y si lo que nos han repartido es justo
mierda, pues bueno, a joderse. Y a comer. Porque ¿Qué
cabe esperar de esta casualidad cósmica? Sólo otras
casualidades. Ninguna cosa decente. ¡Que si uno no salió
jorobado o con un pene en la frente ya es demasiado
pedir! A veces hasta sospecho que ni siquiera hay un
verdadero responsable, algún cretino al que se le pueda
echar culpa ¡Miserable porquería!... Quizá ni siquiera existe
el cobarde…Por ello yo me he vuelto de la extinta especie
de los optimistas. Si un día me digo: puede que mi vida
esté perdida, enseguida me respondo: pero ¿cuál no? Es
factible que haya a quienes les importe preocuparse. No a
mí, caballeros... no a mí... ¿Qué cosa podría
intranquilizarme ahora? ¿En qué asunto podría irme peor
de lo que ya me ha ido?... ¡Si ni siquiera pude matar al
hipopótamo!
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El Neurótico
Bueno… que les parece… ¿He dicho bien? ¿Están
de acuerdo con lo que señalo? ¿No soy un sabio?¡Oh,
espero no haber mencionado nada ofensivo!... Tal vez
debí omitir lo de “tiranuelo”, por ejemplo… Es
verdad… O eso de la casualidad cósmica… Era
innecesario… Figúrense: ¿Y si “aquél”- me refiero al de
allá arriba- realmente existiera? ¿Y si tomara mi forma de
expresarme como un agravio? ¡Ay! ¡No querría vivir el
castigo eterno!... Debí callarme… ¡Cómo me
arrepiento!… No fue correcto hablar de ese modo…
¿Por qué tendré esta bocaza?... cof, cof… cof, cof…
¿Qué decía Doctor? ¿El que hablaba era yo?... ¿Está
seguro?... Parece que hace un lindo día afuera…. ¿Ven
aquél pajarito? En la rama del eucalipto… ¿Es una reina
mora? Por el color, lo parece. ¿No?... ¿Un tordo, tal
vez?... ¿Verdad que hace un día espléndido?... ¿Tienen
piscina, aquí? ¿No?... Tiene razón… tiene razón… Esto
no es un hotel, claro que no.
23
Dante Gabriel Duero
Pero quería yo narrarles otra cuestión… Saben,
cierta vez caí en la cuenta de que no somos en nada
distintos a los gusanos. No es una metáfora. Lo digo en
el más literal de los sentidos. Vean. Al observar mi
cuerpo desgreñado no me parece que éste sea algo
distinto que un tubo, continente de vísceras, de humores
y excremento, un tubo con varios agujeros distribuidos a
lo largo de sus dos extremos. A veces me pregunto: ¿Será
que tenemos tantos agujeros para que la pestilencia salga?
Los ángeles, por ejemplo, eso seres puros: yo no me
imagino que tengan agujeros… En fin: ¿No es gracioso
venir a darse cuenta a esta altura que uno es una lagartija,
una alimaña, una lombriz coqueta y vanidosa que se pinta
los ojos o se pone corbata; una sanguijuela con hábitos
graciosos, que en nombre de conceptos metafísicos
comete en ocasiones la felonía de unir, en una orgía de
fluidos y babas, la punta de su tubería con alguna de las
de algún otro anélido cercano, conformando no sé qué
entramada red de salvoconductos? Sí, un inmenso y
horrible salvoconducto cloacal. ¡Me dan ganas de llorar
de la risa cuando lo pienso así, lo que es casi todo el
tiempo! Artefactos devoradores de carbono y oxígeno...
nada más. Eso somos. ¿El alma, el espíritu, las cualidades
morales? Vean amigos: no es preciso ser muy hábil para
no llegar a ser del todo estúpido. ¡Que le vayan a otro
con toda aquella cháchara! Al asunto ese lo inventó de
seguro un judío vendedor de libros. O un romano con
capucha roja que decidió cambiar la figura del
emperador, por la de un papa maricón.
Palabritas, conceptos, dispositivos discursivos.
¡Nada más eso, son! Tan sólo herramientas de mono
tramposo, útiles, sí, para el sostén de los arzobispados y
los estados y para hacer que los que trabajen sean
siempre otros. Cierto es que sin toda esa mascarada, sin
el consuelo de semejante bastidor de ilusiones, uno
24
El Neurótico
debiera suicidarse al momento mismo de nacer. Tal vez
sea por ello que todas las culturas tienen sus mitos y sus
religiones. Y con respecto al resto, a lo que llamamos
"realidad", pues no hay más para decir que se trata de un
delirio compartido, la creencia que los gusanos coquetos
tienen, cuando piensan que se entienden unos con otros,
que cuando dicen "mesa", "silla", "país" o "democracia",
todos entienden lo mismo porque saben exactamente a
qué cosa están refiriéndose. ¡La más perfecta
confabulación! Lo puedo ver. Si despertásemos del sueño
reviviríamos Babel. ¡Qué mentira hemos creado! ¡Por
Dios!... Bueno Doctor, lo de “por Dios”, es un decir.
25
Dante Gabriel Duero
¿Saben qué? Hubo un tiempo en que pretendí
llegar a ser un gran artista, un genio consumado. Pero,
como les haré saber, mi enanismo moral y mi tullidez
estética no me permitieron subir más allá de mis tobillos.
Además: ¿Por qué quería ser yo un gran artista? Pues
porque soy un presuntuoso, un patán, un vanidoso.
Mi gran error fue creer en la dignidad. ¡Siempre
pretendí ser alguien digno! Es ese el karma de mi clase.
¿Creen que me entristezco de ser consciente de esa
verdad? No, caballeros, ni un poco. Me acostumbré.
Todo gracias al Vasco Miniagurria. Por obra y gracia de
mi amigo he aprendido ciertas cosas; por ejemplo, que
los otros no son mejores y que cada cual es lo único que
ha sido capaz de ser, como querría el Panglós ese.
Ocultando nuestras partes de forma más o menos
satisfactoria- decía Miniagurria- un día habremos de
enfrentarnos a lo que de verdad somos: lisiados,
jorobados morales. Sufrimos una enfermedad
deontológica. No somos seres malditos; ni siquiera
malvados, sino eunucos engreídos, tubos llenos de
intestino, llenos de sangre, o de bilis y de excremento.
Nada más. Sin embargo, levantamos nuestras narices y
nos pavoneamos en medio de otros infelices de igual
condición.
¡Ah, Doctores! El ser humano es una criatura
exquisita. Me divierte y conmueve, definitivamente. Lo
extrañaré cuando ya no esté. Sí, definitivamente
extrañaré a la ladilla en el futuro. Pero no me arrepiento.
Me debo al sacrificio. Y es que no sirvo. He crecido
desviado, como un árbol sin guía al que hay que cortar.
Les diré: todos tendemos hacia alguna forma de
pecado. Yo he sido un presumido. Creía que alcanzaría
un día los umbrales de la grandeza y el éxito. Pretendía
que se me admirara y se me glorificara. Y como buen
presumido,
era
completamente
refractario
al
26
El Neurótico
reconocimiento de mis limitaciones. Jamás había hecho
nada que indicase que yo fuera distinto al más común de
los mortales. Sin embargo, me sentía prometedor. Me
costó años descubrir que el alcance de mis promesas
apenas si me dejaban en el hall de la fiesta, mientras otros
ya estaban repartiéndose el banquete. Entonces mi vida
se arruinó, junto con mi cordura. Y en vez de una joven
promesa, pasé a ser un fracaso envejecido… Ahora mi
privilegio es ser conocedor de esta verdad.
Como sabrán, el de la frustración suele ser el
estado más común, entre la gente vulgar. “Casi”, “A un
paso de”, dicen, refiriéndose a lo cercanos que han
estado de llegar… ¡Pues es exactamente ese detalle, el
“casi”, lo que exalta a los talentosos y hunde en el fango
de la arrogancia insatisfecha al infeliz! ¿Quién no ha
llegado a tener grandes ideas, portentosos proyectos?
Hasta el sujeto más prosaico y banal. Preguntémosle sino
a Gómez, mi compañero de habitación, aquí presente
¡Díganos Gómez! ¿Tuvo o no tuvo alguna vez un plan
brillante, usted? Cuénteles a estos caballeros sobre sus
proyectos de inventor… ¿Y cómo le fue?... ¡Vamos,
señor, no se nos haga el ofendido!... Bueno, muy bien,
dese la vuelta y manténgase callado si así lo prefiere, que
no hace falta que nos diga nada.
¿No lo ven perfectamente, acaso? ¿A qué
adjudican su silencio hosco? Puro resentimiento, señores.
¿No les decía yo? Lo que caracteriza al talento, al genio,
es su posibilidad de materializar sus proyectos, de hacer
algo concreto con los sueños. En el fondo, aunque nadie
se dé cuenta de ello, todos nos creemos especiales. La
culpa la han tenido nuestras madres. Piense: somos nada
más que un pedazo de ellas, como un matambre, como el
hígado o el intestino… sólo que a partir de cierto
momento empezamos a crecerles fuera. ¡Cómo no se
iban a encariñar con nosotros! ¡Cómo no iban a hacernos
27
Dante Gabriel Duero
pensar que somos únicos! Una madre es parecida a un
gangrenoso: también el gangrenoso se encariña con la
pierna que acaban de cortarle. Pero es que… ¡Es un
pedazo propio!... En fin… volviendo al otro tema… Les
decía: siempre será mejor quien haga las cosas en vez de
sólo pensarlas. Los demás, los “soñadores”, pertenecerán
a la clase de individuos “especiales” que se pasan la vida
entera desapercibidos, definitivamente jorobados. Eso es
algo que a muy pocos le gusta ver.
28
El Neurótico
Yo llegué a entrar en los círculos de las
preliminares, señores. Estuve allí. Un día lo abandoné
todo. ¿La causa? La causa siempre es una mujer. Y
después, Osvaldo, Osvaldo Miniagurria. De él no le voy
a hablar, acabo de decidirlo.
Una mujer, dije. ¡Y resulta que es muy fácil echar la
culpa a otro de nuestra ineptitud! Lo único que
verdaderamente hizo la pobre fue abrir mis ojos,
mostrarme que era yo un ser tan incapaz para el amor y
la vida como para la creación y el descubrimiento. Abrió
mis ojos y me evidenció mi esencia humana. Por esa muchacha
junté el coraje como para acceder, por fin, a un gesto
noble y dejar de intentar vejar la gloria y el triunfo en
nombre de la nada que yo era, asumiéndome finalmente,
reventado y despreciable. De manera que no puedo yo
hacer otra cosa que agradecerle. Eso es una cosa que
terminé de comprender recién hace poco. Sí, hoy le
agradezco a la muy pícara. ¡Ha sido una gran mujer!
Aunque pícara, demasiado pícara…
Puedo, sin embargo, ser objetivo, no obnubilarme
por la emoción y decir que, aunque esa jovencita me haya
librado de mi ceguera y luego me haya mostrado mi
mediocridad y la vana esencia del mundo, nada de eso
significa gran cosa, porque no lo hizo porque quiso, sino
porque no tuvo otra opción. ¿O sí?... ¡No!...
¡Y tampoco fue una gran mujer! ¡Es una tontería
de mi parte, lo reconoceré, decir que ella fue una gran
mujer! Fue sólo una putilla que hizo lo que pudo. Al
igual que todo lo que me rodeó en aquel momento, actuó
también ella desde su fragilidad de espíritu. Nos
comportamos basándonos en términos de economía. El
menor esfuerzo. El camino más corto. El mayor
beneficio. ¡Y el puterío! ¡Siempre el puterío! Todos
somos un poco “putas”. Nuestros actos se gestan en el
nivel del instinto, del hábito y la irresponsabilidad. Sólo
29
Dante Gabriel Duero
nos importa llevar harina para el propio costal. Por ello
es que no tengo nada que agradecerle, a esa buscona. A
fin de cuentas cada cosa salió como debía. ¡El mejor de
los mundos posibles!.. Ja, ja, ja… ¡No, no le agradezco
ninguna cosa a la inmunda!
¡Y le diré, sí, un par de cosas de mi amigo Osvaldo,
ya que no hemos de relegar al olvido a tamaño hijo de
puta! Además que es una buena oportunidad para que
haga aquí una presentación suya. Porque él también es
partícipe y actor de esta historia. También él fue en parte
responsable de que yo casi ahorcase a la gorda. Todos
mis actos y palabras no son sino el reflujo del efecto que
tuvo aquel patán sobre mi vida. En algún sentido pueden
ustedes aceptar que Miniagurria abrió también mis ojos,
me despejó la razón. ¡La posteridad terminará por
reconocerlo como un eximio y encanallado filósofo,
estoy convencido de ello!
30
El Neurótico
Ya los oigo anotar en sus agendas: “Osvaldo
Miniagurria. Dice que le abrió los ojos”, mientras
piensan: “he allí que éste ha encontrado en su amigo que,
como dice, lo ha sacado del sopor y la inercia, a una
persona noble y benefactora”. Y ya mismo puedo,
además, escuchar cómo me amonestan: “Lo que ocurre
es que, debido a su enfermedad, al sujeto no le agrada
conocer la verdad”, deben pensar. “Por mucho que se
ufane de que sí, no tolera ni reconoce con sinceridad la
benevolencia que otra gente ha mostrado hacia él, por
ejemplo al decirle ciertas cosas”. Pero yo le responderé:
¡Quien sea que piense esto se equivoca! Mi amigo era un
miserable sinvergüenza. Y no era mi amigo, además.
Que era un sinvergüenza, él mismo tenía la virtud
de reconocerlo. Si yo he sufrido de ciertos vicios, su
pecado más constante fue la envidia. Mi amigo era el
mayor envidioso que haya crecido sobre la faz de la
tierra. Imaginen ustedes a uno de esos íncubos que se
ocupan de hacerle la vida trabajosa a los tarados como
yo, nada más que por el placer de verlos perecer. ¡No, él
jamás buscó beneficiarme! Y es que él jamás buscó
beneficiar a nadie. Si de Osvaldo hubiese dependido yo
me hubiera matado hace mucho. Pero persistí a sus
embistes. Sin embargo, me ha quedado su pensamiento y
doctrina como base y fundamento de todo mi ser. ¿Ya
les he dicho? Tiendo a la mímesis, me contagio y hago
mías cosas ajenas. No puedo separar lo que me pertenece
de lo que no. Ya ni siquiera sé si soy en verdad yo o
algún cuento, el delirio de algún demente, un personaje
que sólo existió en la imaginación de un tipo ocioso.
31
Dante Gabriel Duero
¿Saben? Hay ocasiones en que pienso: ¡Por suerte
que a mí no se me engaña fácilmente!... Por suerte que yo
lo veo… Sé que estamos aquí, o allá, bebiendo,
conversando, acostándonos con alguna hembra sin que
nada, ninguna cosa, importe en lo más mínimo. O peor
aún, puesto que da igual que algo importe o no, que al fin
y al cabo todos nosotros somos poco más que una flatus
res, cosas vacías que el impotente de Dios se propone
hacer y deshacer año tras año. ¿Y saben para qué? Pues
para no suicidarse, él, de aburrimiento... je, je... Pero no
me hagan caso, no, que yo no soy nada ni digo nada...
Flatus res, flatus vocis… ¡Yo miento!... Todo el tiempo. O
me confundo… Además creo que a todo esto lo he
sacado de algún lado: debo haberlo leído. O escuchado.
Y es que me mimetizo con todo, soy como un eco. No
puedo evitarlo. Si una frase me impacta olvido
rápidamente a quien la pronunció y la vuelvo mía. Soy
sincero al confesar que no lo hago adrede. No me lo
propongo en absoluto. Es que ya no me importa el autor.
Es culpa de mi cerebro, que funciona como una
aspiradora.
Mas volviendo al punto previo ¿Saben qué,
Doctores? Estoy convencido: a esta altura daría
exactamente lo mismo que Dios exista o que no. De
todas formas es un miserable. Eso es lo que yo pienso.
Un inútil o un cobarde. ¡Bueno, allá usted con sus
gestitos maricas! ¡Ya deje de hacerme esas caras! Si quiere
creer en Dios puede hacerlo. Por mí, mejor. Me divierte.
Crea en Él y crea también que tiene usted una sustancia
distinta de la de una cacatúa. Y en sus veladas
románticas, en vez de tantearle las piernas a su gusarapa,
pierda el tiempo pasando por hombre comprometido,
sensible y hondamente metafísico. Cuéntele historias, sí,
sobre la inmortalidad del cangrejo, el ascetismo del
peludo y todo lo demás. Pase usted por sabio vivaz y
32
El Neurótico
aliméntese, feliz, de su mojigatería y de su cobarde
negativa ante la verdad. Sin embargo… ¡Si realmente
alguno se atreve a auscultar una verdad más onda, lo
mejor que puede hacer es atenderme un segundo, pues
tengo algo para decirles! ¡Escúchenme y verán!... Podrían,
de pronto, enfrentarse con la sospecha de que tal vez no
fuesen lo que han creído ser hasta hoy. Porque lo que los
humanos llaman virtudes y pasiones superiores no son
sino la imposición, supersticiosa, de vuestro deseo de
sobrevivir. ¡Maricones!... Vean, Doctores, eso es el
horror. El horror y la vergüenza de no ser paloma, para
defecar sobre las cabezas de peatones incautos. Somos
en cambio algo mucho más aburrido, gusanos bípedos.
Pues díganme si no es una risa… ¡En qué ridícula
posición nos hemos puesto!
33
Dante Gabriel Duero
¿Pero por qué me miran de ese modo? Ah, ya lo
sé: cierto que les parezco un desquiciado. Imagino que
alguno debe ahora estar pensando que hablo así por
despecho. O por dolor. Ha de ser un trauma edípico
profundo, los oigo decir a unos; es un mecanismo
defensivo frente a lo pulsional, escucho opinar a otros. O
quizá un exceso de dopapina y ácido glutamatérgico.
¿Cierto? Pero no es dolor, señores. Es lucidez. Sólo
porque soy lúcido, por ello es que me duelo. Puedo
adivinar: se mezcla ahora, en cada uno de ustedes, la
lástima y el desprecio ¡Puedo ver como la sorna y la
arrogancia aparecen tras esos gestos aparentemente
humildes! Creen que me escuchan, que me comprenden.
Pero de seguro que me han puesto más de un tilde.
Ahora pasaría por frente suyo, sin que puedan notarlo, la
cosa más obvia: que soy de lo más normal. ¿Normal he
dicho?... ¡Sí, eso mismo!.. Eso mismo. Es decir… A ver,
a ver… Permítanme que vea que he querido decir así me
explico… ¿Están seguros que no se puede fumar aquí?
Muy bien, muy bien, ya deje de hacerme gestos,
caballero. No volveré a insistir.
Les decía yo que soy normal. Me refería a… ¡Ah,
sí, ya sé!... A qué estoy justo, bien metido, dentro de la
norma. O no. No dentro. Más bien soy la mitad exacta,
el punto de corte en el centro de esa media, la campana
de Marx… o de Gauss... No recuerdo… O sea,
Doctores, quiero decir que no sobresalgo en nada. Soy
un mediocre. Ahora ya se los he dicho. Pero… ¿Ustedes
se creen mejores? ¡Por eso se hacen los comprensivos
conmigo!... ¡Váyanse al cuerno! Nada, nada de eso. No
los necesito, ni a ustedes ni a su jefecito, el calvito ese, el
que vino a hacerse el erudito conmigo hace dos días. A
nadie. No quiero vuestra comprensión ni quiero
tampoco vuestro respeto. Y es que a ustedes no les gusta
34
El Neurótico
lo que tengo para decirles…. ¿Por qué?... ¡Ah! ¿Cómo
voy a saber yo por qué si no me lo dicen?... Pero no es
mi culpa, caballeros si no les gusta lo que tengo para
decir. ¿O acaso si les gusta? Quizá si les agrada y sólo no
se atreven a confesármelo. Oh, veo que usted sonríe. De
modo qué es verdad. ¡Lo sabía, sabía que estaba en lo
cierto! Sí, en lo cierto… ¿Pero… sobre qué?... Es decir:
¿Sobre lo primero o sobre lo segundo?... Ahí está… otra
vez la vacilación… ¡Bueno, qué más da!
Ustedes precisan hallar la dichosa explicación.
Tienen en la punta de la lengua listas de palabras para
taponar mis verdades. “Logorrea”, “obsesiones”,
“represión”, esa clase de expresiones. Mejor harían en
insultarme. O en golpearme. Así no jugarían toda esta
farsa. Nada de tratos profesionales. No conmigo. No
deseo eso. ¡Vamos, a ver quién de ustedes se atreve!
¡Vamos, alguno, anímense y golpéeme de una buena vez!
¡Así veo lo que es bueno! Denme una tunda, una buena
paliza. Se los ruego. Háganlo. Sé que lo desean. Háganlo
con fuerza y háganme callar. ¡Si digo tonterías todo el
tiempo! Solamente tonterías…
35
Dante Gabriel Duero
Bueno, tal vez ahora empiecen a entender que no
hay nada de qué salvarme porque tampoco ustedes
tienen salvación que ofrecer. Vean, soy un farsante, un
hipócrita y un cínico. Nada me importa, ni siquiera por
qué hago o dejo de hacer las cosas. Tengo el seso más
cocido que una papa. Y voy a morir. Así es como están
las cosas. ¡Pese a ello todos ustedes continúan, intrusivos,
persistentes! Usted, por ejemplo, el más joven… ahí
está… con su guardapolvo blanco y esa necesidad de
diseccionarme!... Ya lo ven. Les dije que no estaba loco.
Pero ¿Qué pueden esperar de un chiflado? ¡Pues que
niegue su locura! Estoy completamente desequilibrado.
¡No hay más que hablar!... En definitiva: Ustedes están
fuera. Y yo dentro. Por eso, a lo sumo, el que debe
entender algo soy yo. Y yo no los requiero para tal cosa.
No los quiero... O tal vez sí, un poquitín… Por ejemplo,
si alguno pudiera ayudarme a… quiero decir… Lo que
necesito es pensar, pensar en lo pasado, armar el cuento,
buscarle un sentido al rompecabezas éste, diseñado por
no sé qué atrofiado demiurgo. Y necesito una hembra,
ampulosa, obscena y latinoamericana; receptiva y con
senos grandes. Muy grandes... como los de la riojanita…
Deseos tales no debieran desdeñarse. Quizá sean los
últimos vestigios de esa cordura que tanto buscan.
Pero, ¡Qué semblante estúpido tiene, muchacho!
¿No se le ríe su madre cada vez que le ve la cara? Sé lo
que es eso. Sé lo que es que la gente se ría de uno… ¡Ah!
Lamento haberle hablado de ese modo. Snif… Snif… Le
haré un favor para reparar el agravio. Le comentaré
mejor algunas cositas que harán que deje de sentirse mal
por tener semejante máscara facial en lugar de rostro,
Doctorcito. En unos instantes nada le horrorizará y hasta
es posible que escuche música en mis palabras. Cuando
la vergüenza es grande, lo mejor es apuntar la linterna
para otro lado… Sí… Sólo a usted le seré franco… ¿Sabe
36
El Neurótico
por qué razón? Pues porque es feo. Por eso. Los feos me
caen bien, me producen una especial simpatía. Es fácil
enamorarse de alguien bello. La grandeza, en cambio,
está en elegir la horripilancia. Quiero confesarle, sí,
algunas cosas respecto de la porquería que fue para mí
vivir, Doctorcito. Lo he elegido a usted para que me
escuche. Lo he elegido, principalmente, porque es usted
feo, como le dije. Pero además porque estoy urgido, y es
que voy a morir. Y no quiero llevarme con mi muerte
recuerdo alguno de esta sucesión de pérdidas
consecutivas que ha venido a ser mi vida. Por ello lo
elijo, Doctor. A partir de este momento me dirigiré a
usted. Y es en usted en quien depositaré mi carga. ¿O
no?... Sí. Yo creo que sí…
¿Qué dice ahora, Rinaldi? ¿Que no hay nada que
indique que voy a morir? ¡Caballero, por favor, no me
insulte! Es este cuerpo al que pertenezco el que siente y
el que sabe de su sangre, envenenada, como he dicho,
por tanta vida inútil. Ahora sólo me queda necrosarme,
como un gusano.
¡Muy bien, muy bien! Me rindo. ¡Está bien! Tiene
razón. Estas son también meras patrañas. Háganle caso a
él. No me crean. No me crean una sola palabra. Soy un
mitómano, un mentiroso nato. Y no miento por una u
otra razón ni lo hago para obtener alguna clase de ventaja,
sino nada más porque me gusta y por que en ocasiones
soy incapaz de distinguir la fantasía de la realidad. Todo lo
mezclo y lo pongo patas para arriba. Me autoengaño. ¡No
saben ustedes de qué forma me engaño a mí mismo! ¡La
mala fe! Eso… la mala fe… ¡Que grandísimo cretino soy!
Si papá me viese, si me escuchara ¡Cómo se avergonzaría
de mí! Por suerte murió hace mucho… No se da usted
una idea, señor… Snif… Snif… Yo querría ser distinto…
Pero no puedo… No puedo…
37
Dante Gabriel Duero
Cuénteme nada más una cosa Doctor Ortiz:
¿Hace usted una residencia? Lo sabía. ¿Por qué? Pues por
la ingenuidad que transmiten sus gestos. ¡Ah! ¡Cree usted
aún en la ciencia, en el “saber médico”, en el progreso!...
¿Dije ingenuidad?... ¡Inconsciencia, es lo que debí decir!
Es usted un maldito inconsciente. Si embargo prefiero su
inconsciencia a la infesta pretensión de estos sabihondos
matasanos que lo acompañan. ¡Presumidos caraduras!
¡Gamberros!
¡Arrogantes
Infelices!
Permítame
preguntarle qué edad tiene. ¿Veintiocho? ¿Veintinueve?
Lo imaginaba; yo le llevo pocos años. Acabo de cumplir
treinta y dos años, aunque ya ve que parezco de cuarenta.
Parezco de cuarenta y así y todo, continúo siendo el más
eximio optimista de nuestros tiempos… Un visionario.
Eso es lo que yo soy. ¿No se percata aún de la hermosura
que puede encontrar usted conmigo, aún en medio de
todo mi afeamiento?… Yo tengo un fin superior; soy un
elegido, un ser de condición sublime, un mártir... Y voy a
ser ahora devuelto a mi condición de polvo, tras haber
paseado algún tiempo por los cochambrosos jardines de
la humanidad, habiendo vivido como nada, una nada
entre la nada, un cero a la izquierda, un derrotado... Claro
que usted no puede ver aún la profundidad de lo que
digo. Su condición es peor que la mía. Ya le he dicho:
usted es un inconsciente. Lo que digo tiene profundidad
aunque aún no pueda detectar por qué… Pero
detengámonos, mejor, sobre este otro punto y
analicémoslo… ¿Por qué?.. ¿Eh?... ¿Por qué es profundo
lo que digo? Para ser honesto no estoy seguro de que lo
sea… ¿Lo ven? Otra vez he dicho una tontería… Y es
que… Yo nada más digo lo que se me viene a la mente.
Lo que se me viene…
Además… ¿He afirmado que soy un elegido?
Bueno, es esa una verdad, sí, pero a medias. Soy, sí, un
elegido, pero en el país de las ladillas, en que el piojo
38
El Neurótico
pertenece a la más alta aristocracia. Yo, Doctores, se los
confieso, no soy para nada alguien genial. Lo que en
verdad soy es un ser miserable, una criatura indigna;
alguien peor que un mediocre. Una porquería. ¡Eso es lo
que soy! Escupo sobre mí. Escupo…. Puaj… Puaj…
Puaj… Pero como sé que no hay nada más importante
que ninguna otra cosa, eso me permite la objetividad; me
convierte en los ojos del mundo. Yo, caballeros, soy la
mirada universal. Lamentablemente la abstracción nos ha
hecho dibujar absolutos en la arena. Pero aquí estoy yo
para abrirles los ojos. Ustedes están ante un mesías.
Cuénteme usted algo, señor ¿Qué cosa le parece
que es el ser humano? En lo que a mí respecta, debo
reconocer, no lo aprecio demasiado. ¿Dice que eso se
nota? Pues de hecho, no le tengo, hoy en día, la menor
confianza. Y fíjese que le digo esto con la mano en el
pecho y con plena conciencia de saberme un ser
alborozado. Pero es que me conozco y “lo” conozco
demasiado. Tengo un temperamento psicológico. Soy
sagaz, Doctorcito. Por ello le aseguro que para mí el
hombre y la mujer son la más clara expresión del
desquicio de la naturaleza. Están completamente
perdidos. No me preocupo, sin embargo. ¿Por qué
razón? ¡Pues porque el hombre a mí no me quita el
sueño! ¿Por qué me afligiría ese chimpancé obsceno,
minúsculo y arrogante que ha hecho de las supersticiones
y las glándulas mamarias de una hembra petiza dos
instituciones? ¡Escupo sobre el hombre! ¡Sobre él
también!... Escupo con optimismo y descreo de su
fantasía de mono presumido, sabiendo que su esencia
fallida lo condena a hacerlo todo siempre mal, a errar, a
equivocarse. Puaj… Puaj… Puaj…
39
Dante Gabriel Duero
Los que escribieron la Biblia no eran ningunos
sonsos, les diré. Sabían perfectamente que en el
momento en que el abuelo del Australopiteco se caía del
árbol y agarraba el primer palo, el ecosistema se venía a
pique. A veces me parece que la expulsión del Edén, que
revivimos de modo personal en nuestro paso de la
infancia a la adolescencia, no es otra cosa que esa
mutación maligna en nuestra genética. ¿Vieron que los
adolescentes desde que eyaculan ya no trepan a los
árboles? Es lo que decía: de polvo a ladilla pretenciosa.
De este modo comenzó la era del delirio colectivo que
unos llaman historia y otros cultura. Una sucesión de
delaciones y fantasías facilitadas por nuestro lenguaje.
Delaciones de ladillas altivas y solitarias.
Pero mejor les contaré de qué modo adquirí toda mi
sabiduría. ¿Les interesa saberlo? Pues mi formación
resultó de la voluntad de aquel buen amigo: Osvaldo
Miniagurria. Quizá luego les hable de él. O quizás no.
¿Qué me conviene? No lo sé. Quizá hablar. Quizá callar.
De momento sólo quería decirles alguna cosa sobre el
asunto de nuestras delaciones, no recuerdo qué. Ah… lo
que de él aprendí.
¡Pero no! No es de las delaciones sino de la esencia
del hombre, sobre lo que quiero pronunciarme. Lo que yo
pienso es que el hombre ha nacido de la debilidad y la
enfermedad; no es virtud lo que lleva en su sangre, sino
deformidad. Su accionar vil no puede obedecer a otra cosa
que al conflicto entre sus instintos y la flaqueza de esa
instancia ilusoria que convenimos en llamar conciencia. Es
decir, su inconsciencia. La inconsciencia del hombre. Y de
la mujer ¡Dios mío! ¡Qué locura! Ustedes me preguntaron
por qué he actuado así y yo se los he respondido: soy una
consecuencia, nada más que una consecuencia. ¿O he
elegido?... No. Son las circunstancias las que se nos
imponen y uno no concreta sino aquello que le fue
40
El Neurótico
mandado hacer. También a mí la genética me ha
predispuesto a su abismal antojo. La genética y mis
circunstancias... Respecto de la cultura, no ha llegado a
calar lo suficiente, ello es claro. Es decir, que no han
alcanzado a dotarme del grado de cordura necesaria como
para creer en el otro y así hacer las cosas bien. Siempre me
sentí en un mundo aparte, solitario, ajeno… Snif… Snif…
¿Pero?... ¿Y adónde llegamos nosotros con todo
esto? Eso se estarán preguntando. Pues a ningún lugar,
señores. No estoy aquí para hacerlos llegar a ningún sitio
sino tan sólo para darles charla. Y para que me escuchen.
Así sacan conclusiones, llenan historias clínicas y justifican
sueldos. Lo que me importa para el caso es decirles que
hay veces en que un infeliz se rebana los sesos,
acongojado, pensando en cómo actuar o qué decidir
frente a una situación en apariencia compleja, cuando en
verdad termina por comportarse del único modo que
podía llegar a hacerlo. Es éste el mejor de los mundos posibles.
Lo dijo el personaje de Pascal… ¿O de Voltaire?... No,
Voltaire es el que inventó la pila, así que debe haber sido
de Pascal, el filósofo que habló del mejor y el único de los
mundos posibles. Cuán cierto. No se equivocó en nada
aquel desmerecido pensador. Pero sucede que este planeta
está lleno de patanes. Por eso lo quemaron en la
hoguera… ¿No murió en la hoguera? ¿Y ni siquiera se
quemó un poco? ¿Nada?... Bien, pude haberme
equivocado. De todos modos tampoco viene al caso…
41
Dante Gabriel Duero
El único de los mundos posibles. ¿Se han molestado en
pensar al Pascal ese, con un poco de profundidad? Resulta
inmejorable. Poblamos nuestras explicaciones con
intenciones y deseos, pero con ello, mis amigos, no
avanzamos ni un centímetro. Decir que usted come rabas,
por ejemplo, sólo porque tiene predisposición o deseos de
hacerlo es decir que las come porque algo le lleva a
comerlas. Como la sustancia dormitiva que el médico de
Racine postulaba para explicar las propiedades del opio.
¿O era Moliere?… Lo claro es que se trataba de una
perogrullada, de ello no hay duda.
¡Pero ya! El mundo está lleno de perogrulladas y
cada asunto sigue su rumbo. ¿O no? Las explicaciones,
buenas y malas, apaciguan nuestras conciencias sin alterar
ninguna cosa, así que no tiene fin ocuparnos de ello. Por
mi está bien. Si quieren explicar, expliquen.
42
El Neurótico
De todas maneras, aunque fuese distinto el mundo,
nuestra condición seguiría siendo igual o más de execrable
e indigna aún. Por ello digo y reafirmo: soy puro
optimismo. Nada puede ser mejor que como es. Nada.
Sobra decir que no existe el remedio. Y miren que me he
preocupado por hallar una salida. Pero es inútil, mientras
mayor es mi optimismo, menores son las posibilidades. Al
final, luego de ahogarse en conflictos irresolubles, uno se
cansa de andar queriendo inventarse escapes y un día
decide que todo se puede ir al mismísimo infierno; que
uno continuará siendo un cándido idealista pese a todo; así
que trata de digerir las cosas con estoicismo y hasta
aprende a aceptar las consecuencias de existir sin
preocuparse. De tal modo vivo yo. Como una vedette a la
que se le dio por hacerse discípula del Dalai Lama. Y soy
así feliz. Muy feliz.
En tanto las ladillas habrán de ahogarse en el mar de
la tormentosa ceguera. Qué se le va a hacer. No todos
pueden tener mi privilegio. Lo peor del caso es que son
los más los que nacen con una desafiante tendencia a ver
el mundo en colores oscuros. ¡Los pesimistas, bah! Alguna
vez fui yo, también, así. Pero he cambiado y, en el
presente: ¿Qué podría hacerme más dichoso? No, para mí
no hay más felicidad que ésta de estar y de decir una
sandez tras otra. Bueno, tal vez haber conseguido ahorcar
a mi indecente concubina. Quizá eso me hubiese hecho
más dichoso. O ser paloma para cagar sobre peatones
incautos. Pero ninguna otra cosa. En cambio hay otra
gente… ¡Inconformistas! ¡Eso son!
43
Dante Gabriel Duero
¿Se dio usted cuenta Ortiz, que las catástrofes
externas nunca justifican verdaderamente nuestros
sufrimientos y que hay tantos frustrados y deprimidos
entre los ricos como entre los pobres? Si no fuese porque
con ello pecaría de cinismo (cosa que por cierto, muy
poco me conmueve) hasta me tentaría de afirmar que el
hambriento sufre tanto con el estómago que olvida las
vejaciones morales de saberse un ser indigno, un
excremento; por ende no se atiene a luchar con ese mal.
En cambio es más probable encontrar suicidas y
pesimistas entre gentes que parecieran no tener mayores
problemas que decidir qué ropa comprarse o a qué
exótico país viajar. Es algo que lo notó no recuerdo qué
filósofo, de seguro un alemán ¿O fue Descartes? ¡Mi
criptopnesia, Dios! ¡Mi criptopnesia! …. Por lo demás, no
tengo ya de qué preocuparme. Ni siquiera por el hecho de
haber fallado en el intento de “mortalizar” a mi mujer.
Ahora que yo mismo moriré, me ahorraré muchas
complicaciones, incluida de andar haciéndome cargo de
mis pudores o de tener que soportar nuevamente a la
impúdica gorda. Ya no. Ni en esta ni tampoco en otra
vida. Como creo haberle dicho ya, renuncio
terminantemente a transmigrar…
44
El Neurótico
¿Pudores he dicho? ¿Y por qué hubiera tenido yo
que sentir alguna clase pudor? ¡En todo caso a la que le
correspondía tal cosa era a mi rolliza esposa, Mirta! ¡No a
mí!... Doctor, debo hacerle una pregunta de carácter
técnico. ¿Ha notado que, con los años, las hembras no
sólo pierden su esbeltez y ganan grasas sino que, además,
se ponen insolentes y desvergonzadas? Y no hay nada más
terrible que una mujer sin pudores. Juro que no puedo
tolerarlo. ¿Adónde hemos de llegar con semejante pérdida
de valores y de buenas costumbres? Piense un poco usted,
que tantas cosas ha aprendido en las universidades acerca
del sufrimiento y la pasión humana, y respóndame si era
justo, si tenía yo por qué soportar semejantes torturas.
¡Pero no fui capaz, Doctor Ortiz, he fallado, fallado! Y no
puedo perdonármelo.
45
Dante Gabriel Duero
Bien, hace un rato les contaba de mí. Les decía que
yo jamás pude atravesar la puerta, salir de mi enanismo.
Me quedé de este lado, al igual que este infeliz; a Gómez, a
él me refiero. Lo único que me queda a estas alturas es
embromarme. Y asumir. O reventar. Pero eso sí: ¡Con
optimismo! Nada de obtusos y aburridos lamentos. A la
vida hay que disfrutarla. Créame Gómez, que lo que digo
es verdad. Observe que es a mí mismo a quien sitúo como
al primero de los energúmenos de los que hablo. ¡Yo, ni
asesinar a la gorda, pude! ¡Ni eso! Y como si fuera poco, la
muy guarra casi me rompe la cabeza de dármela y dármela
contra los barrotes de la cama... ¿Qué le parece? ¡De
traumatismo, moriré definitivamente de traumatismo,
ahora que lo pienso!... ¡Jua jua! ¡Je je je! ¡Bruaj bruaj… cof
cof!… Un vaso de agua, por favor... Gracias.
Respecto de aquellos cobardes que se ampararon en
el triunfo, que se atrevieron a ser “razonables” y fueron
capaces de obtener todo lo que quisieron del mundo, pues
tampoco tenemos nada que envidiarles. Ya lo he dicho: el
sinsentido los espera. Porque también esas vidas están
corroídas de miseria. Una miseria menos visible, llena de
mujeres rubias y senos redondo, con autos caros y
champagne, claro está (que es la única miseria que les es
merecida a esa clase de personas). Pero no por ello menos
terrible. Por que tal vez seamos cada cual el sueño de un
tonto distinto; pero un tonto es siempre un tonto, a fin de
cuentas.
Entiendan bien que no es Gómez, ni yo; no es nadie
en particular. Es la esencia desviada que se estructuró en
nuestros adeenes, lo que determina la fragilidad de toda la
especie. ¡Y a eso, señores no hay con qué darle!
46
El Neurótico
¿Qué nombre dan ustedes a quien se muestra
incapaz de decidir sobre la cosa más minúscula, un ser
que vive en conflicto permanente entre lo que es y lo que
pretende? Me refiero a lo que tan bien definió cierto
peruano, Rodolfo Mondolfo era su nombre, creo, con la
expresión “enfermedad mortal” y que consiste en querer
ser desesperadamente lo que se es y a un mismo tiempo
no querer ser desesperadamente lo que se es. Así uno se
retuerce en fútil intento, debatido entre ese necesitar ser
y temer no ser.
Bueno vean, yo jamás pude definirme. Viví en
permanente duda sobre lo que quise y lo que no. Podía
en un instante decidirme a hacer algo y al momento
siguiente dudar de que la elección hubiese sido la
adecuada para, segundos después, no solamente
arrepentirme sino incluso aborrecerme por haberme
inclinado por semejante alternativa. Por ello he querido,
también, con pereza, con indecisión, con stultitia.
47
Dante Gabriel Duero
Pero le contaré mejor ahora, Doctorcito, lo que le sucedió
a mi mano derecha, que como verá se parece más que a
una mano a un sapo pasado por los rodillos de una
pastalinda. ¡Esta amorfa masa de carne y nervios, más
tullida que una abominación! ¿Cómo quedó así? Fue,
podría decirse, un accidente lamentable. O vergonzoso.
Aunque qué vamos a andar haciendo caso de la vergüenza
a estas alturas. ¡Un rábano es lo que vale la vergüenza! Es
el horror lo que verdaderamente nos castiga y hace
víctimas. El horror y el vacío visceral. ¡Por qué habremos
adquirido conciencia! ¿Por qué demonios se nos habrá
ocurrido inventar un mundo y sentirnos mismidades? Esa
es la única cuestión indigna que yo reconozco hoy, la de
saberme finito, separado, aparte.
Pero volvamos a mi mano. Resulta que intenté
amputármela. ¿Por qué razón? Vamos, piense, Doctorcito
¿No se le ocurre? Pues se lo diré, fue por despecho. La
dignidad es el infierno de los que son como yo he sido.
Las personas de mi clase somos capaces de renegar de
nuestra propia madre con tal de resguardar el decoro; y es
que el decoro es lo único que alguien así posee; es decir,
cuando una persona no cuenta con la genealogía ni el
abolengo de un aristócrata y tampoco ha caído en la
cuenta de que no merece nada, se vuelve honrada y
pretenciosa. A los de mi tipo se nos han hecho creer que
merecemos, que tenemos derecho, que con suficiente
empeño podremos obtener el hueso que nos corresponde.
Desde la escuela primaria, se nos entrena con técnicas
para aceptar ese principio como un padre nuestro. Y junto
con él también llegan una serie de corolarios: “llegar a ser
un hombre de bien”, “ser honesto, responsable”, “no
dedicarse a actividades ociosas”, “honrar a Dios y a la
patria”.
En fin, nos enseñan a ser útiles, a defender las
buenas costumbres y a creer en las verdades de la ciencia.
48
El Neurótico
Ya lo dijo ese hombre, el loco aquel que terminó sus días
abrazado a un caballo, Mark Twain, se llamaba: en un
rincón apartado del universo, desparramado en medio de
la nada, hubo una vez unos animalitos inteligentes que
inventaron la palabra y el conocimiento, para dominarse
con ellos unos a otros. Por suerte desaparecieron rápido,
concluyó.
¡Ah!... Pero ya me dispersé de nuevo. Les estaba
contando yo de mi mano. Pues este accidente tuvo lugar
un día en que mi querida, no la gorda sino la linda, la que
era rubia por donde la mire, me dispensó un trato que,
según me pareció, resultaba indecoroso para con mi
persona. Necesitaba hablar con ella para aclarar un asunto
¿Que cuál asunto? Pues uno, no importa. Había ocurrido
una confusión, malentendido que derivó en una serie de
consecuencias nefastas. Ella creía que ya no me quería. Y
yo quería ayudarla a superar la confusión. Para ello era
preciso que me escuchase. Yo estaba dispuesto a hablarle.
Tenía una táctica. Iba a pedirle que se pusiera en mi lugar,
que comprendiera mis sentimientos, lo que a mí me
ocurría… Estimaba que eso le aclararía las cosas. ¡Pero ella
era terca con eso de que quería dejarme!
49
Dante Gabriel Duero
¿Quería dejarme? ¿Eso he dicho?... Pues no es
verdad… Ella ya me había abandonado. Hacía tiempo que
había terminado conmigo. Y antes, además, me había
hecho cornudo. ¿Por qué iba a querer dejarme, si ya lo
había hecho?... La muchacha sólo insistía con eso de
mantener la distancia.
“No sos vos, soy yo la que lo necesito”, me decía
una y otra vez, cuando yo le pedía que volviésemos a
intentarlo asegurándole que seríamos muy felices. Se le
había puesto en la cabeza que necesitaba estar sola. Y se
negaba a entrar en razones.
Yo no toleraba que quisiera abandonarme. Es decir:
que quisiera prescindir de mí. Si ella ya no quería estar
conmigo, si ella ya no me elegía, eso significaba que... ¿Me
explico? ¡Sí, eso mismo que están imaginando… ¿Pueden
imaginarlo, cierto? ¿O no?... ¿No lo imaginan?... Bueno, lo
que para mí significaba no viene a cuento. El asunto es
que ella se negó con desdén una y otra vez. Ya no me
amaba. Y como ocurre en tales circunstancias, señores,
precisamente aquellas mismas acciones que en otras
épocas hubiesen conmovido al ser amado, cuando el
desamor y la distancia ya son acontecimientos inevitables,
se vuelven el principal motivo para generar en vez de
ternura, exasperación. Llegado tal día, aquella a quien yo
había venerado o a quien, al menos, yo me decía haber
venerado, sólo parecía hallar razones para mantenerse
lejos de mí. Mi presencia, empecé a sospecharlo,
exasperaba a aquella muchacha, como si todo mi ser le
repugnase.
Ya otras veces, después de su alejamiento, yo había
insistido, por ejemplo le había propuesto juntarnos a
conversar para así aclarar algunas cosas. Como dije: yo
quería ayudarla, Doctores, ayudarla a salir de su confusión.
Pero ella era porfiada, así que ponía innumerables excusas;
50
El Neurótico
se negaba; inventaba motivos inverosímiles para no acudir
a las citas.
Un día, cansado, ¿O desesperado?... la seguí. Fue
una tarde… Me había impuesto no volver a casa sin antes
encontrarla para decirle todo lo que pensaba. Sobre todo
quería decirle lo que opinaba de su comportamiento. Y
también de su actitud, señores, nada cordial, por cierto.
Como temía que, una vez que me viera, pudiera negarse a
escuchar lo que tenía para decirle o, incluso, que pudiera
escaparse (ya lo había hecho), me precaví llevando
escondida, en el interior de mi campera, una hachita de
cocina. Si era preciso, estaba dispuesto amenazarla. Esta
vez íbamos a dialogar.
Usualmente aquella muchacha solía ir, hacia las seis,
a la casa de una vieja profesora, con quien tomaba clases
particulares de literatura inglesa… O de botánica, no
recuerdo…
Era un barrio muy bonito, eso sí lo
recuerdo, un barrio en la parte norte de la ciudad, de altas
y blancas casas, con jardines con gardenias y rosales y
grandes coches aparcados en las puertas. Yo llegué hacia la
hora en que la clase terminaba. Me había escondido en un
zaguán, dos casas más atrás. Ahí estaba, esperando a que
saliese. Cuando la vi aparecer me deslicé, muy lentamente,
ocultándome entre las filas de árboles de la vereda, al igual
que lo haría un malhechor. Cuando estuve muy cerca
suyo, le dije: “Laura vos y yo vamos a hablar”, tomándola
del brazo. “¿Pero qué haces, boludo? ¡Soltame!”, dijo
enfurecida. Le respondí que no iba a tolerar que me
siguiese esquivando. “¡Pero qué pesado, Dios!”, se quejó.
“¡A ver si me dejas de seguir con mi vida de una buena
vez! ¿Cómo tengo que decírtelo?”. “No te permito que me
hables así”, le respondí indignado. Imagínese Doctor. No
me quedaba alternativa: tuve que sacar el hachita. “¡Vos a
mí me vas a respetar! ¡A mí, se me respeta!”, grité. “Si
hasta ahora todo está como está es porque yo así lo quise
51
Dante Gabriel Duero
¿Sabes? Si no, la cosa sería diferente. Porque tu derecho se
termina justito en dónde comienza mi antojo. A eso lo
dijo un filósofo, para que sepas. No me dejás alternativa,
Laura… Si así es como lo querés, pues no me queda
alterativa. Haciendo esto yo sufro. Quiero que lo sepas.
Pero además yo hace mucho que sufro. Así que, si vos ya
no me querés, pues es justo que vos también sufras. ¿O
no? Laura: ¿No te parece que yo me merezco respeto?
¿Un poco aunque sea?... ¡Yo me merezco respeto, Laura!”,
exclamé al borde de una crisis.
Me veía teñido por la niebla de ese odio que desatan
la humillación y el desamor y que hace que uno se sienta
capaz de cualquier cosa, incluso del crimen. Pero a un
mismo tiempo sentía tanta amargura. ¡Ay, Doctores! Y es
que…dudé… ¿Por qué había tenido que hablarle de ese
modo? ¡Es que necesitas mostrarte firme, Julián!, me
respondí. Así que, si para ello debía recurrir a un acto
cobarde como la amenaza, no me iba a echar atrás. Yo era
un tipo con carácter. Pero sentía deseos de llorar. ¿Cómo
había llegado, aquella muchacha, a alimentar semejante
desprecio por mí?... ¡La vergüenza, Ortiz!... ¡No toleraba
esa vergüenza!...
El punto es que, en aquel momento, me di cuenta
que no sabía como continuar con toda esa comedia. ¿Y
ahora qué?, pensé. Laura se había quedado quieta. Yo
miraba sus ojos y su boca y me decía en silencio: ¡Qué
linda que es! Me vi tentado de confesárselo, de decirle:
“¿Sabés qué? Sos muy linda. Re-linda”. Pero algo en mi
interior me dijo que podía quedar como un idiota.
52
El Neurótico
Pensar en ello, en su belleza sí, pero también en su
desprecio, en mis deseos de congraciarme pero
sintiéndome, a la vez, por completo vulnerable, fue como
un violento puñetazo en mis morros. Otra vez dudaba,
Doctores. Lo que ocurrió, entonces, fue esto:
aprovechando mi desatención, Laura se apoderó con
ambas manos del cabo del hacha y empezó a luchar
conmigo, al tiempo que gritaba: “¡Violador! Socorro, un
violador”. Eso me desconcertó por completo.
“¿Violador?”, le pregunté. “¿Qué estás diciendo?” Me
sentía desorientado. Un par de traunsentes se dieron
vuelta. Una vieja comenzó a pedir a gritos que alguien
llamase a la policía. “Sátiro, un sátiro. ¡Policía!”, gritaba la
vieja. “Señora: es mentira. Soy su novio”, traté de
justificarme. “Vamos, Laura, deciles, explicales que soy tu
novio”. “¡Violador!”, volvió a gritar ella. “Sátiro”, grito la
vieja. Tras ello, Laura se abalanzó sobre mí y me mordió la
mano. Solté el hacha pegando un aullido. Ella aprovechó
para correr mientras un gordo comentaba, riéndose: “¡Par
de locos!”.
Me sentí peor que al comienzo. “¡Esperá! No te
vayas”, le pedí. Pero ella no hizo ningún caso.
“Oportunista”, le grité, “sos una cobarde, Laura. Y una
mentirosa”.
Entonces me pregunté: ¿Debía dejarla escapar?¿O
debía correr tras ella? Decidí que lo mejor era seguirla;
tenía que cumplir con mi cometido: debía obligarla a
respetarme.
53
Dante Gabriel Duero
Así que levanté el hacha. Y corrí. Corrí muchísimo.
Me costó alcanzarla. Yo soy bajito. Pero lo hice. Entonces,
la tomé nuevamente del brazo y, mirándola con fijeza,
tratando de transmitir seguridad, le dije: “Vos vas a
entender algo de una buena vez y es que yo tengo
dignidad. Tengo orgullo. ¡A mí se me respeta, señorita!
¡No me vas a despreciar, así como así!”… Ella permaneció
tiesa, con los ojos muy abiertos. Mi mente se puso, otra
vez, en blanco. De nuevo no sabía que más decirle. De lo
que no tenía dudas es que no quería que se fuera. De
modo que continué reteniéndola y, mientras la muchacha
seguía dando pequeños tironcitos, yo aprovechaba para
pensar.
Permanecimos así durante dos o tres minutos, sin
que a mí se me ocurriese cómo proseguir. “¡Yo valgo!,
para que sepas. No soy cualquiera. ¡Yo, soy yo! ¿Lo
entendés?”, dije finalmente. Entonces, para educarla,
levanté el hacha y descargué un golpe fortísimo sobre la
base de mi muñeca. “¡Mirá de lo que soy capaz, a ver si
aprendés un poco! ¡Yo tengo carácter! ¡Y me las aguanto!”.
El hacha estaba desafilada, por lo cual, aunque la
sangre saltó para todos lados, no alcancé a cortarme el
brazo. La muchacha, en tanto, hizo con agilidad una
rápida maniobra y se escabulló por un costado. Entonces
corrió. Corrió. Y siguió corriendo hasta desaparecer. Ahí
fue que me di cuenta de la idiotez que acababa de
cometer. Mi mano parecía una naranja reventada. ¿Sabe
que pensé, Doctorcito? Que ella tenía razón: yo era un
infeliz. ¡Sí, Doctores: un grandísimo infeliz!
Esa patética tarde, con mi mano colgando, y al
punto del desmayo, corrí hasta el hospital más cercano.
Me hicieron 17 puntos. Para cuando terminaron de
coserme la policía me estaba esperando. Ustedes no lo
creerán: mi querida me había denunciado.
54
El Neurótico
Me llevaron a un neuropsiquiátrico, me medicaron y
me encerraron durante casi cinco meses. Finalmente,
mucho después, considerando que no me había hecho
daño más que a mí mismo los Doctores me dejaron salir
bajo la custodia de Miniagurria.
¿Ven ahora de qué modo me di cuenta de que yo no
estaba predestinado a nada más importante que a pasar
inadvertido en este mundo, hasta que me llegase la hora
de morir? En esa época no sabía que, más adelante,
procuraría aniquilar a una hembra gorda que terminaría
por ser mi concubina ni que aquella acabaría con mi
cordura. Tampoco imaginaba que fallaría en el intento.
¿Interesante historia, verdad? Pues le contaré el
resto si le interesa saber, Doctorcito. Pero ahora necesito
orinar ¿Será alguno de ustedes tan amable de alcanzarme
la bacinilla? Gracias… ¡Veo que es usted casado, Ortiz!
Por el anillo, digo. Cuénteme ¿Cómo es su señora? Está
bien, no es necesario, puedo imaginármela. Hermosa.
Repugnantemente hermosa. De seguro se siente usted con
suerte, de vivir así, en la opulencia. Yo, que en cambio no
me casé, conviví durante cuatro años con una mujer que
me llevaba siete. Era muy gorda. Gorda y horrible.
Cuando la conocí estaba ella casada. Vivía junto a su
marido y su pequeño hijo. Un día aquel hombre se dio
cuenta de que arruinaba su vida en compañía de semejante
esperpento y se fue con un travesti, llevándose los ahorros
y dejando al niñito de cuatro años a la buena de Dios. El
crío, que ya tiene como ocho y a quien en el barrio
apodaron Flipper, no es para nada malo. Por el contrario,
es un muchachito retraído y obediente que no mueve un
dedo sin esperar la autorización de su madre. Sin embargo
el monstruo lo regaña constantemente, por esto y por
aquello. Siempre es igual, esa necesidad de dar órdenes, de
55
Dante Gabriel Duero
quejarse por todo... “¡Flipper te estoy llamando!”,
“¡Flipper, que vengas a comer!”, “¡Flipper, te he dicho que
te abrigues!”… ¡Usted no sabe la ternura que me
despertaba la infancia desolada en que vivía aquella pobre
criatura, entre otras cosas porque el "fenómeno" no le
permitía, por ejemplo, juntarse con otros niños. “¿Para
que aprenda inmundicia! De ningún mooo´”, decía ella.
Tampoco le permitía salir a corretear o a andar en bicicleta
por la vereda. Estaba convencida de que afuera habitaba el
mismísimo demonio.
Así que con sus pantaloncitos cortos y ridículos,
puestos por encima de la cintura y con sus zapatitos
negros, sin medias, el muchachito pasaba el día entero
dando vueltas por la galería del pensionado. Siempre solo.
Alguna vez llegué a pensar que aquel monstruo lo vestía
así nada más que para degradarlo y acabar, en él, con el
menor rasgo de virilidad. El resentimiento había llevado a
aquel ballenato a sentir desdén por todos los hombres, así
que no desaprovechaba oportunidad para denigrar a
cualquier varón que fuese más débil o estuviese en
inferioridad de condiciones, esto aún cuando el varón en
cuestión fuera su hijo.
Pero no sólo en el trato que nos daba al niño o a mí,
se notaba ese rencor. También en el descuido que
mostraba para con su propio cuerpo. Tenía las tetas caídas
como una perra vieja. Jamás se ponía corpiños. Y no se
depilaba ni desodorizaba. ¡Ah, y expelía, con descaro,
hediondas ventosidades, de día y de noche! ¡Era un castigo
del infierno! Además que se la pasaba vociferando,
haciendo gestos obscenos, reprimiéndome… ¡Sí, me
reprimía, señores! ¡Por todo! ¡Y nunca quería darme
dinero! Yo le decía de buen modo: ¿Mirta me das unos
pesos?... ¿Y que creen? Me decía que no, la muy avara.
Además… a cada rato me exigía que hiciese cosas. Pero ni
siquiera entonces me tiraba ni un maldito peso partido al
56
El Neurótico
medio. Siempre lo mismo. ¡Que hiciese esto, que hiciese
aquello, que por qué no movía las nalgas, que qué me
creía, que yo no servía para nada, que nunca estaba en la
casa! ¡Y qué se yo cuántas cosas más! Yo me daba vuelta y
me iba murmurando: “Gorda dejame en paz, dejame en
paz. Te juro Mirta que te voy a colgar de una viga”. Pero
ella no se tomaba en serio mis augurios y a veces hasta me
alargaba un escobazo mascullando algún insulto.
De todos modos fue culpa mía. Porque terminé a
su lado por darle crédito a Miniagurria, que un día me dijo:
“Haceme caso Julián, buscate una gorda. Las gordas son
siempre felices y fieles, porque nadie se las afila; además
saben cocinar y, como si fuera poco, te dan calor en
invierno y sombrita en el verano”. Yo, que quería llevar
una vida tranquila y sin sinuosidades, le hice caso. ¡Lindo
chasco me fui a dar! Hasta el otro día llevábamos los tres,
contando al crío, esa clase de vida "plácida" que acabo de
describir. ¡Vaya que tenía una existencia retozada! Antes
había estado perdido. Un día vino esta hembra
desmesurada, monumental, a mi rescate. Vivíamos del
dinero que daba el alquiler de las piezas de la pensión.
¡No, yo no la pasaba bien! Vivía de sus gritos y de sus
olores, de sus guisos quemados e inmundos. ¡Sufría!
¡Nadie entiende que sufría!
Mi único pasatiempo, en la pensión, consistía en ver
cómo sus senos de masa rancia se bamboleaban de un
lado para el otro cuando baldeaba las escaleras o el piso
del patio, siempre amenazando con salirse por alguna de
las mangas de sus musculosas translúcidas. Había tardes
en que los niñitos del barrio venían a espiar a Mirta por
encima de la tapia. Se reían. Cuchicheaban. “La vacota”,
así la llamaban. Ella se enojaba y ya volvía a agarrárselas
conmigo. Que vos por qué no les decís nada, que qué
mocosos de mierda, que por qué nada te importa, que
sólo servís para comer y gastarte la plata en cigarrillos y
57
Dante Gabriel Duero
vino. Siempre así, la ballena seguía con todo el resto de la
bobina. “No me provoques, Mirta. No me provoques”decía para mis adentros. Pero el monstruo sordo era
incapaz de callar.
Lo que me daba pena era el pibe, Doctores. No
tienen idea de cómo lo avergonzaba ver a su madre
haciendo el ridículo, mientras aquellos granujas, que tenían
su misma edad, venían a mirarle las tetas. ¿Cómo
repercute en la mente de un niño el hecho de tener una
mamá fea y además obscena, Doctor Ortiz? Porque es
como le dije... llega una edad en que las mujeres se
vuelven tremendamente pornográficas, ¡Impúdicas! Esto
resulta del contraste entre su falta de vergüenza actual,
comparado con los virtuosísimos recatos que antaño
usaron para conseguir un marido. ¡No hay nada tan
terrible como una mujer sin pudor! ¿Cómo puede vivir
uno sin vergüenzas? Aunque a decir verdad dudo que el
indecente paquidermo haya mostrado en alguna época de
su vida algún tipo de pudor o recato. Lo dudo mucho.
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El Neurótico
Doctor Ortiz, ¿Ha reparado en la facilidad con que
hechos menores, olores o sonidos evocan en nuestra
mente los recuerdos más intensos y en cómo esos
recuerdos nos arrojan sobre una sensación, un
sentimiento, un matiz anímico particular que jamás hasta
entonces ha existido y que nada tiene que ver con el
pasado? Los psicólogos sostienen que se tiende a olvidar
con facilidad los episodios horribles y dolorosos. Lo bello
quedaría, de acuerdo con esta teoría claramente absurda,
mucho más disponible a la inmediatez de la conciencia.
Esto es una gran mentira, se lo aseguro. Mi cabeza, al
menos, nunca funciona así. Siempre que intento recordar
hechos pasados se me inunda la cabeza de sucesos
horribles, excrementos y malas palabras. El rostro
colorado del rinoceronte, en el momento en que pretendía
ajusticiarla, por ejemplo, me tortura noche a noche, todos
los días desde hace ya más de una semana. "Todo tiempo
pasado fue mejor"… ¡Cínicos! ¿A quién puede ocurrírsele
afirmar semejante canallada?...
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Dante Gabriel Duero
¡Está bien, lo confieso, a mí también me ha
sucedido de caer, durante alguna tarde de ofuscamiento,
en la trampa de esa ridícula tesis! He querido creer
entonces que mi vida, antes de conocer a Mirta, fue clara y
límpida. ¡Pero sé que es una mentira, una descarada
patraña! Todos mis recuerdos son obscenos porque mi
vida lo ha sido, de igual forma que yo, Señores míos, he
sido siempre el mismo sinvergüenza, un sinvergüenza
irremediable. Ven que no dudo en reconocerlo. ¿O sí?...
No… No lo dudo… La podredumbre moral me rodeó
desde el comienzo. Por todas partes se transluce en mí el
descaro, el hastío, la vergüenza. Uno puede intentar
hacerse el tonto, pero olvidar, lo que se dice, no se olvida.
Y vea lo que pasó luego de que ella me abandonara. No,
no el monstruo. Le hablo de Laura. Laura, el ángel de
cabellos dorados y rostro juvenil. Lo que sucedió después
fue que maldije, nada más. Maldije y blasfemé durante un
tiempo su existencia, sobre todo mientras permanecí
internado. ¿Después? Retomé mis antiguas mañas, conocí
a la gorda y, por conveniencia, por comodidad, me
junté…
Respecto de ella, hablo de la muñequita preciosa,
hubiese preferido deshacerme de su recuerdo con tristeza
y amor y no con odio. O, en todo caso, al menos relegarla
al olvido con indiferencia. ¿No dice Ciorán que la del
olvido, es la verdadera venganza?... Pero claro, no pude. Y
es que para cuando ella decidió alejarse yo había
aprendido a extrañar, ya, el aroma dulce que dejaba su
transpiración de niña sobre las sábanas roídas de la vieja y
chillona cama de la pensión en que vivía. Ello volvió más
difícil todo el asunto. Antes yo había dominado. Ahora, en
cambio, la que decidía era la chiquilla encantadora. Y
como les dije, ella no mostraba el menor interés por
tenerme cerca. Yo… no pude tolerar eso…
60
El Neurótico
Al recordar aquellos días no puedo evitar que mi
espíritu se exalte y la voz me tiemble, Doctores… Snif…
Snif… Vean esto: es una lagrimita. Nunca he tenido
carácter, aunque fingiera que sí. Sí, Doctor Ortiz, ahora
sólo quiero llorar. Llorar como lloré aquellos días, aquellas
semanas y meses. Sollocé y gemí como jamás me había
creído capaz de hacerlo por nadie.
Es que con aquella muchachita yo había conocido
“lo sublime”. ¡El amor! ¡La ternura!... ¿Por qué había
tenido que marcharse? ¿Cómo podía ya no elegirme! ¡Debí
acogotarla! Había herido mi amor propio. Por ella me
deshice del trasfondo de tinieblas que me había marcado
desde mi nacimiento. Y por ella fue también que volví a
caer…
De niño mi madre pasaba casi todo el tiempo sola,
conmigo. Esto hizo que se aferrase a mí de un modo
insano, promoviendo un complejo irremediable y gigante.
De modo que ya sabe usted de dónde pueden venir mi
predisposición al engreimiento. Después, con los años,
una seguidilla de situaciones boicotearon mi sensibilidad
de poeta. Así que, además de malcriado, me hice cínico.
61
Dante Gabriel Duero
Viví triste, le decía. Hasta que conocí a la dulzurita
encantadora. Con ella creí conocer la felicidad. O bien la
contentura. Algo es algo... Después de que me abandonó
recaí en la desolación y el horror. El mismo del que
siempre había querido escapar: ese que me llevaba a
sentirme un ser de otra especie, alguna clase de alimaña
separada del mundo.
Yo contaba en aquel tiempo con múltiples
aspiraciones. Quería ser un escritor como Dostoievsky o
un poeta como Rimbaud. Pintaba, además... Por seis
meses concurrí a un tallercito en el Sindicato de
Trabajadoras Amas de Casa. ¡Y hasta estuve a punto de
participar en una exposición barrial organizada por el
“Club de la Industria”! Al comienzo traté con el
naturalismo, pero como esa técnica era demasiado difícil
me pasé al expresionismo y después al arte abstracto.
¡Oh! ¡Casi lo olvido! En el Sindicato conocí a un
agente de la banda de música de la policía. El se ofreció a
enseñarme a tocar el oboe. Pero como no tenía mi propio
oboe fui aprendiendo algunas notas, con la flauta dulce
que había usado en el primario. “No te hagas problema,
pibe. Un día vas a tener tu propio oboe”, me decía él, para
animarme.
Hoy, me pregunto: ¿Pude haber sido un artista?
Era bien cierto que nada de eso hacía a la perfección. Y
ni siquiera bien. O para ser sincero diré, mejor, que hacía
cada una de estas cosas mediocremente. Y es que me
faltaba oído para la música. Y cuando intentaba escribir
se me ponía la mente en blanco, así que no podía pasar
de dos o tres oraciones y, después de escribirlas, nada
más me dedicaba a emborracharme. En cuanto a la
pintura nunca pudo nadie dar opinión sobre mi obrita,
pues al taller lo daba una viejita que comenzaba a tener
cataratas y siguiendo su consejo jamás compartí mis
creaciones con alguien más. Recuerdo que la profesora
62
El Neurótico
nos decía: “Lo importante no es el resultado, chicas sino
el proceso”; nos hablaba así, diciendo “chicas”, porque
fuera del policía y de mí, el resto del alumnado se
componía de mujeres.
Pero no quiero desviarme. Más bien le relataré
sobre otra de mis competencias: la historia… A mí de
chico me interesó la historia. A los ocho años tenía la
colección entera del Billiken y me sabía la vida completa
de San Martín y de Sarmiento. Fui a estudiar a aquella
ciudad sin un centavo, pues siempre fui, además de
cretino (o quizá precisamente por ello), pobre. Sin
embargo, gracias a un “contacto” dentro de la Secretaría
de Asuntos Exteriores de la facultad (y al favor de un
bedel que aceptó modificar mi analítico a cambio de algún
dinerito), me iban a otorgar una beca para ir a investigar
Historia del Derecho en Roma. ¡Uf! ¡Italia! ¡Que
maravilloso! Una vez que se me diera la oportunidad, oh,
sí… sabría aprovecharla. Mostraría al mundo entero de
qué era capaz… ¡No existía cosa alguna que no me
estuviera predestinada!... Yo, que a los ocho años me leía
todos los artículos del Billiken. ¡Oh, Doctores! ¡Cómo me
amaba a mí mismo! ¡Qué importante me creía!
¡No! No todo era oscuro. ¡Claro! ¡Muy claro fue
todo durante esos años! Por aquella época fue que conocí
a Laura; sucedió en la casa de un colega. Al comienzo no
me interesó. Por el contrario, deparé en una amiga suya
que estaba mucho más buena de carnes. Pero la amiga de
Laura se fijó en mi amigo, que tenía más o menos su
misma altura. Así que, en un comienzo con desgano y por
hacerle el favor a mi compañero, acepté salir con ellos,
haciendo de pareja de Laura un par de veces.
No se si les he dicho ya: Laura era una muchacha
bella. Pero no era mi tipo. Demasiado perfecta. Como una
63
Dante Gabriel Duero
muñequita de porcelana que un niño travieso podía tener
la tentación de romper con un martillo.
Durante los primeros encuentros gustaba jugar el
juego de la seducción; me divertía. La desnudaba en
arrebatos, entre besos y vino, bajo la luz de las velas,
recitándole a Verlaine… ¿O a Benedetti?... Recuerdo que
le hablaba de países y de proyectos. Hice toda clase de
trucos para mostrar que llevaba una vida bohemia.
Encendía velas. Preparaba frutillas con crema.
La criatura, que casi no había tenido experiencia en
las artes del amor, que prácticamente no hablaba y que por
lo común me miraba con un gesto que nunca supe si era
de ingenuidad o estupidez, quedaba prendada por mis
maniobras. Rápidamente hice que se enamorara de mí. No
dudé en aprovechar lo mejor que pude la ocasión. ¡Allí
estaba, haciendo lo que más me gustaba, dejarme amar!
Me hallaba en el cielo del espíritu… ¿Después?…
Después vino la noche. La noche y una dolorosa patada.
Entonces ya no pude inventar el mundo ni ninguna cosa.
Solo me dejé caer...
Bueno, la realidad Doctores es que, como les dije,
todavía no había logrado inventar nada. Pero ello
obedecía, según creía, a que aún no había tenido
oportunidad. Bastaría un poco de tiempo. Eso al menos es
lo que pensaba. Sí, Señores, no se rían ni se burlen. Eso es
lo que sentía ¡Y en circunstancias diferentes, puede que el
tiempo me hubiese ayudado! Pero las circunstancias no
eran diferentes. ¿O sí?... ¡No! Las circunstancias son las
que me tocaron. ¿Qué iba a hacerle?
64
El Neurótico
¿Pero para qué les vengo ahora con todo este
parloteo? Les hablaré mejor de la noche en que planifiqué
mi desagravio ¡Y de ese canalla de Miniagurria!...
Han pasado exactamente nueve años, dos meses y
trece días. De seguro que tanta exactitud los sorprenderá y
ya se estarán preguntando ustedes como es que este
chiflado lleva tan buen registro de los días. “Adecuada
orientación espaciotemporal”, los veo anotar. Pues les
confieso mi secreto: he marcado cada fecha sobre diez
almanaques. Y es que no deseo olvidar, ni por error, la
detallada historia de mi tragedia.
Con Laura todo estaba terminado desde hacía algo
más de un mes. ¿A propósito, Doctor, sabe cuáles fueron
las últimas palabras que pronunció Laura antes de
despedirse de mí para siempre? “No quiero volver a verte,
tarado. ¡Ya no quiero saber más nada con vos!”. Claro. No
suponía al hablarme así que, cierto día, yo la seguiría con
un hachita de cocina y armaría el descalabro que vino
después, esto último gracias a Osvaldo... Más el hecho que
a mí me importa, lo que yo necesito que usted comprenda,
es todo el desprecio que expresaba ella en sus palabras. Un
desprecio lascivo, cruel, horrible.
En fin: tan jactancioso sinceramiento ocurrió
semanas después de que ella me confesase su traición. De
ese modo sobrevendría el final terrible. ¿Por qué, Ortiz?
Dígame por qué. Horrible. Definitivamente horrible. ¡Si al
menos no hubiese fallado en mi intento de asesinar al
paquidermo!
65
Dante Gabriel Duero
Llovía. Desde hacía por lo menos cuatro días. Un
cielo ceniciento, ajado, cubría la ciudad. Esto sólo podía
facilitar el estreñimiento espiritual en que me hallaba. Las
almas silenciosas se amparaban al resguardo de aquel cielo
envejecido. Todo estaba sucio, húmedo. Era horrible. Ya
se había hecho casi noche. La lluvasca torrencial y
persistente bordaba, como una delgada hebra de hilo, mi
triste existencia. Cada dos por tres, en presumido intento
de reafirmar su reinado definitivo, y al igual que un
puñado de arena que choca contra una superficie de
fórmica, un nuevo diluvio fregaba la ciudad y las
conciencias. ¡Mi conciencia! ¡Mi única, mi despiadada
conciencia!
Hasta hacía poco, un sol cálido y otoñal se burlaba
de mis lamentos. Pero aquel día, justo aquel día, debía
llover en esa forma. ¡Todo resultó bochornoso por culpa
de la lluvia! ¡La tarde, mi accionar, el bar, la vida, el
desgraciado mundo!... ¡Absolutamente todo!
Después de buscarla por su casa le pedí que
fuésemos a un bar. “Me gustaría hablar con vos. Es que
hay algunas cosas que quiero contarte, para que
comprendas”, le dije. Una vez más, como tantas otras,
necesitaba hablar ¿De qué? Pues ni siquiera hoy lo sé.
Supongo que quería decirle que así como antes me había
amado ella a mí, ahora era yo el que la amaba a ella, que
había sido lo mejor, lo único decente que me había
sucedido en la vida. Debo haber querido, además, pedirle
que me explicase cómo podía ser que ella, que hasta hacía
tan poco me reclamaba cariño, hubiese dejado de
quererme justo en el momento en que yo me había
enamorado. Era injusto. ¿O no? No podía comprenderlo.
De mala gana aceptó. Fuimos hasta un tugurio, una
fonda sobre calle Rivadeo ¿O Martín García?... Entramos.
Estoy seguro de que entramos. Y nos sentamos en un
rincón. Mis ropas estaban completamente empapadas y
66
El Neurótico
pegajosas. Me sentía renacuajo. “Renacuajo”, me decía mi
vocecita interior. “Renacuajo”, repetía.
“Una cerveza”, dije al mozo. “¿Qué te pido,
querida?”, pregunté. “Cualquier cosa”, respondió. Hablaba
con fastidio y eso me puso furioso. Impropiamente -y aquí
es que me pregunto si es que uno es un incurable mordaz,
un auténtico sarcástico o simple y llanamente, un infeliz;
con esa voluntad desacomodada y con esa idoneidad que
nos conduce a decir las cosas más chistosas (¿o más
impropias?) justamente en situaciones y en lugares que no
son para nada chistosos y que, en cambio, sí son
inadecuados, le pregunté, poniendo mi mejor gesto de
gracioso: “¿Cicuta puede ser? ¿O preferís una gaseosa?”.
“¿Y si te vas al carajo?”, respondió la muñequita
encantadora de mi novia. ¡Mi abandónica novia!
Sabiendo que me tenía totalmente entregado, igual
que un esclavo, amenazó con levantarse. Ambos
entendíamos perfectamente que, si hubiese sido necesario,
yo me habría humillado, le habría rogado con lágrimas en
los ojos, de rodillas y besándole los pies, para que se
quedara. Y por las dudas lo hice. Me tiré al piso y le
supliqué con tanto ahínco que logré captar la atención y el
desprecio del mozo, el cual, creyéndose mejor, torció la
boca asqueado.
“Fue nada más que un chiste. No te enojes así. Era
una broma, una bromita. ¿Vos no aceptas una broma,
acaso?”, le reproché. Después me dirigí al moso: “Un café
para la señorita. Y a mí tráigame mejor un whisky. “Como
Ian Curtis”, pensé. ¿O fue Abel Pizzarro? Uno de los dos
había tomado un whisky y le había dado un beso a su
mujer antes de ahorcarse en la cocina de su casa. Aquel día
yo fantaseaba con hacer lo mismo, con salir del bar e ir a
colgarme a la pensión o del árbol de alguna plaza, porque
esposa no tenía.
67
Dante Gabriel Duero
Después de pedir mi bebida, aún inmerso en aquella
fantasía, volví a suplicarle disculpas. Le expliqué que
estaba nervioso; le dije que sería bueno que nos
distendiésemos; que ella ya sabía lo que me pasaba; que
“debía”, o no- me retracté- tal vez ni siquiera “debía” pero
que sí “podía”, con su natural dulzura, ablandar su
corazón y hacer un esfuerzo para así entenderme.
Yo quería pedirle, señores. Pedirle siempre. Pedirle
más. Pedirle hasta la humillación mendiga. Tan pordiosero
yo. Y tan puritana, tan altanera, tan aristocrática ella.
Meditabunda. Me imaginaba que así salía la gran dama del interior
de la basílica, luego de un sermón dominical, mirando desde la
altura, con compasivo silencio, el sufrimiento, abstracto y anónimo,
que había sido capaz de recordarle la palabra del cura. Hasta que de
pronto, de la nada, venía a presentársele un pordiosero, es decir yo:
un ser pestilente, real, piojoso, pedigüeño, que rogaba por unas
limosnas de cariño... ¿Qué hizo ella? ¡Pues finalmente me
arrojó unas migajas! Unas migajas insolentes y fastidiosas
de afecto. Refregó de ese modo la vergüenza por mi
rostro.
68
El Neurótico
Tenía la mirada absorta, terriblemente saturnina,
mendiga, les decía. Me refiero a mí mismo, claro. Hablaba
rápidamente. Refería a Laura cosas de todo tipo, unas tras
otras; la ametrallaba a preguntas; la llenaba de reproches…
Intentaba que ella hablase, que me contase todo, cada
idea, cada razonamiento; que me dijese si me quería
aunque más no fuera un poco; o si no, que me asegurara
que al menos no me despreciaba; la instaba a qué me diese
la razón, que aceptara que yo merecía respeto, que yo era
alguien digno. No tenía mucho tiempo y necesitaba
aclarar. Aclarar y aprehenderlo todo, absolutamente todo
de ella.
Y sin embargo… ¿Qué había que aclarar? ¿No era
bien obvio lo que sucedía, que ella no me quería, es más,
que me despreciaba? Para mí no, caballeros. Por eso
continuaba ahí, empecinado. Mula hosca, mula mendiga.
Me esforzaba por no alzar la voz. Mis labios se oprimían,
uno con otro, en una mueca dolida. Me estaba
deshaciendo. Y de algún modo quería hacérselo notar.
Igual ella ya había antepuesto un témpano entre los dos.
Así que, si de golpe, la miraba lloroso y anhelando, con
ojos temblequeantes, esperando que me dijese cuánto se
compadecía de mí o de qué forma se apiadaba por mi
desgracia de mendigo, de pordiosero, (puesto que yo
estaba sufriendo), era por completo en vano. No, ella no
se compadecía. Ni se interesaba. Sólo ponía gesto de no
saber, de no entender, de no tener absolutamente nada
que ver con mi pobreza o mi mendicidad.
¡No podía reconocerla! ¿Era esa mi mujercita dulce,
indefensa, la muñequita encantadora? ¿Podía haberse
transformado en aquel monstruo?... Cada cuota de silencio
me iba provocando un desconsuelo cada vez mayor,
inenarrable. Así fui sumergiéndome en océanos de
incomunicación y desesperanza.
69
Dante Gabriel Duero
Retomé varias veces mi monólogo, mi inútil
monólogo. Traté de decirle que yo no era uno más del
montón ¿O sí? ¡No! Yo era alguien “especial”. Sólo debía
darme tiempo. Se lo demostraría. A ella y al mundo. “Si
no volvés conmigo, algún día llegarás a arrepentirte Laura,
te lo prometo. Un día yo seré un hombre exitoso. Ya vas a
ver”.
Le dije que si se marchaba, después sería demasiado
tarde para regresar. Le dije, después, que la quería. Unas
cincuenta veces. Y como no respondía nada, le dije luego
que la odiaba y que pensaba que ella era una puta. Y como
me arrepentí de hablarle así, le pedí entonces perdón y le
dije que no lo era, que no era puta y que era en cambio
encantadora. Pensé en aquel momento en suicidarme;
también se me ocurrió matarla; sentí piedad por ella; la
perdoné por cómo me había hablado diciéndome que
había sido por confusión; imaginé que su silencio podía
ser un signo de que sufría; volví a pensar que era una puta;
todo ello en un segundo. Finalmente, llorando, le dije:
“No me dejes”. Y como no respondió nada, volví a repetir
otra vez las mismas cosas que ya había dicho unas diez
veces. En lo profundo, me hincaba una desesperación
atroz junto con la tentación de estrangularla, como a una
gallina. “Ya vas a ver cuando sea famoso”, gimotee
finalmente.
La muñequita encantadora revolvió los restos de su
café por vez centésima, indiferente, con su mirada omisa,
suprimida, de aristócrata dominicana, daditativa de
limosnas mezquinas, constipadas. “Si al menos pudiera
hacerle sentir culpa”, pensé. Si hubiese podido aunque
más no fuera conmoverla un poco, derretir su muralla
glaciar. Pero nada servía; nada, pues ninguna cosa que
tuviese relación conmigo la afectaba, a esas alturas, más
que inspirándole desprecio. Aquel limitarse a observarlo
todo con gesto desentendido, su eterna distracción, la
70
El Neurótico
obnubilación por el cenicero plástico, su pasión por
doblar y desdoblar con insistencia tediosa una a una todas
las servilletitas que había en el servilletero, fue lo que me
llevó a sospechar que algo no andaba bien.
¿Y si nada más la estaba fastidiando? O no, a lo
mejor mis revelaciones la divertían enormemente. Como a
ustedes, Señores. Sí, quizá la chiquilla encantadora se
desternillaba de risa, en lo más hondo de su ser... Mientras
ella me miraba, con esos ojos azules y redondos, de
animalito, me preguntaba yo qué clase de cosas eran las
que pasaba por su cabecita de pájaro aburrido. O
divertido. ¿Quién sabe? “De seguro que no son
pensamientos”, me decía. No en el sentido que uno da a
pensar, esto es, concatenar ideas con cierta sistematicidad,
y no con la locura del antojo. Saben Doctores, ella era
media tonta. Me temo que era uno de los espíritus
primitivos que buscaba la antropología de fines del siglo
XIX. Debieron haberla estudiado a ella, en vez de ir a
Nueva Guinea. Estoy seguro que había en su interior un
mundo poblado por impresiones difusas y
desmemoriadas. Pura sinrazón y sincretismo. Impresiones
que desaparecían ante cada nueva sensación. Intuiciones
de intensidad aparente. Aparente para uno, que está
afuera. Pero no para ella, que podía enamorarse a cada
rato y con increíble profundidad del primero que pasase
cerca, tal cuál había hecho incluso antes de dejarme.
71
Dante Gabriel Duero
Me convencí de que, mientras se encontraba ahí,
conmigo, ella pensaba en algo obsceno. “Tal vez en estar
haciendo arrumacos con su novio nuevo”, me dije. ¡Ah,
era una puerca mi novia! ¡Una puerca en celos!
Volvió a desdoblar la servilletita. Yo, firme, la
exhorté a que dijese algo, a que respondiese. ¿A qué?...
Pues a alguna de las cosas que le había preguntado… ¿En
qué estaba pensando?, por ejemplo. ¿Saben qué me
respondió? Pues me dijo que no pensaba en nada. ¡En
nada! ¿Cómo puede hace uno para no pensar en nada?
Por supuesto, no le creí. Yo no soy tonto. ¡Ningún tonto!
Le dije que me daba perfectamente cuenta de que
me engañaba, que me decía eso porque no se le venía en
ganas explicarme nada, que se creía con derecho a ello
pues sabía que me tenía a sus pies, que sólo quería irse. Le
dejé en claro que se me hacía patente su desprecio; sabía
que se había ocupado ya de enterrarme cínicamente, de
modo que yo debía tolerar, sumiso, porque no me
quedaba otra opción, cada uno de sus desplantes. Le
reproché, después, el ser, como todas las demás mujeres, una
frívola. Y le dije que creía que de seguro no era mejor que
el resto de sus amigas, que muy bien sabía yo eso.
Demasiado bien. Así que le sugerí que no intentase
engañarme más con sus juegos mojigatos, porque yo me
daba cuenta de qué clase de mujer era ella. Me preguntó
entonces qué era exactamente lo que yo creía de ella. No
supe que responderle. ¿Quién creía que era?, me pidió
que le explique. Dudé. Y me quedé callado, mirándola,
con odio, sintiéndome ofuscado. La muchachita
encantadora retomó allí la palabra. Dijo que tal vez yo no
me equivocaba, que probablemente fuese ella mucho
peor, incluso, de lo que yo le reprochaba, pero que en tal
caso no entendía con que motivo pretendía yo seguir su
lado.
72
El Neurótico
Tenía razón. ¡Sí que la tenía! Pero lo que yo buscaba
con ella no era verdades transcendentales sino solamente
satisfacer mis malogradas expectativas; eso y que se me
dijera que yo valía algo, un poquito, siquiera. ¡Ah! ¡Y que
me permitiese besarla!
Descorazonado, le dije: “Sos mala. Mala, Laura.
Solo te importa hacerme sufrir. Me ocasionas una tristeza
atrás de otra… ¿Cómo podés?”. Le reclamé, después, el
que no se hiciera una idea de cuánto dolor me provocaba.
“Mi malestar es muy grande, mucho más de lo que se te
puede ocurrir a vos con esa cabecita de torcaza. Pero
sabés qué, creo que es justo que vos también sufras. Eso
es lo justo. Ojalá que él te maltrate como vos haces
conmigo. Espero que te sea infiel, por ejemplo. O que te
deje”.
Lo que sucedió después fue denigrante. La
aristócrata altanera y dominical se cansó y le dio al
mendigo quejoso una descarga de patadas en el trasero.
“Bueno Julián, ya no sé que pretendés! ¿Que me agarre de
los pelos? ¿Que llore? ¿Por vos? ¿O que te diga que sos el
hombre de mi vida?”. Así atestó esa muchachita preciosa
sus últimos golpes sobre mi conciencia de perro rastrero.
“Entendélo de una buena vez: yo te quise. O creí que te
quería. Pero ya no... ¡Y no puedo hacer nada! Así son los
sentimientos... un día vienen y otro se van”.
¿Así son los sentimientos? ¿Un día vienen y otro se
van?... ¡Ese fue mi round final, el golpe a la mandibula y el
knock out definitivo! ¿Se dan ustedes cuenta?
73
Dante Gabriel Duero
“¡Lo que quiero es esto!”, arremetí, como un
pugilista ciego que arroja trompadas al vacío. La tomé por
la nuca a la fuerza y la obligué a besarme. Y eso también
fue horrible, derrotista.
Laura no opuso la menor resistencia. Sus labios se
apoyaron inertes sobre los míos. Traté de violar su boca
con mi lengua. No produje nada. Para ella era un donnadie.
Cuando me alejé para observarla, tanto su rostro como su
cuerpo habían sufrido una metamorfosis: sus músculos y
nervios se habían endurecido todavía más y la mirada
cobró un brillo inerte. Adiviné cuánto me odiaba. ¡El
desprecio y la vergüenza, Doctor Ortiz! Y ha de haber
sido esa vergüenza lo que me llevó preguntarle,
despotricando con falso brío, con brío de mula, o de perro
rastrero: “Y eso, Laura ¿En que te hizo pensar?”. “En que
sos un pobre tipo”, me respondió. Mi sensible corazón
estuvo a un paso de detenerse, Doctor. Me sentí al borde
del desmayo. Otra vez quise llorar, salir corriendo,
matarla. Pero no llore. Ni corrí. Ni la maté. Me quedé, tan
tieso como un muerto, mirándola con mi mejor cara de
estúpido.
Hasta que al fin, cansada, se levantó. “Me voy”,
dijo, con gesto torvo. En un desesperado intento por
retenerla, la tomé del brazo. Mi actitud solo contribuyó a
aumentar su ira. “¡No!... ¡Dejame!”, gritó. Sus ojos se
habían enrojecido. Volví a decirme, como tantas veces lo
había hecho durante esas últimas semanas, que era el
momento para ajusticiarla, allí mismo, eliminar su
posibilidad de elegir y de existir independientemente de
mí. Pero sentí demasiada congoja para siquiera
mantenerme en pie. Además de que aún la quería. Así que
la solté, me senté y la dejé marchar.
Al desaparecer por la puerta me dejó enterrado.
Todo había terminado. De este modo el estigma de la
fatalidad vino a instalarse definitivamente en mí. Ya
74
El Neurótico
nunca más entraría en comunión con ese ser, ni con
ningún otro... Pero… ¿Había estado en comunión con
ella? ¿Podía haber comulgado con esa cabecita de
torcaza?
¿Sabe que fue de forma estúpida como, en verdad,
se inició mi caída? Río ahora de pensar en cuán imbécil
fui. Uno pleno, absoluto.
¿Después?... Después vino
el derrumbe... la sucesión de pérdidas contiguas.
¿Sabe?... Tenía yo un jueguito, Doctor. ¿Se lo
cuento? El mismo consistía en atosigar a la torcaza con
preguntas. ¡Sí que me divertía la muñequita encantadora! Me
empalagaba ponerla incómoda. Así que la instaba a que
respondiese a apelaciones absurdas. O destruía un
comentario suyo con una observación contraria y con la
que la ridiculizaba; le decía alguna pedantería o bien tan
sólo la reprobaba expresando una negativa suave con mi
cabeza. Eran otros tiempos, claro…
Le decía, por ejemplo, respecto de un vestido que
acababa de comprar, si se había inscripto en un taller de
murga. O si se maquillaba, hacía como al pasar un
comentario sobre lo atractiva que era cuando salía
disfrazaba de gallina. Cosas así. Luego, a partir de su
reacción, armaba toda una comedia. Buscaba motivos para
enfrentarla. O para distanciarme y hacerla sentir mal. Su
llanto me regocijaba, pero más aún me regocijaba
consolarla después.
Uno de aquellos momentos de divertimento se dio
tras su regreso de unas vacaciones con su familia. Se me
ocurrió insinuarle que yo sabía, venía ella de hacer "algo,
mmm... malo, muy malo". No dije más. Ni me ocupé de
definir mejor mi fingida presunción. Dejé el tema en
suspenso, como para que Laura colocase en el tonel el
líquido que más le pareciese.
75
Dante Gabriel Duero
De verdad sólo quería divertirme, incomodarla, y
como no tenía la más mínima idea sobre qué clase de
piedra arrojar, o a qué sitió, quise moverme con
ambigüedad. Pero las cosas comenzaron a funcionar de un
modo curioso en esta ocasión. ¡Y la piedra cayó sobre el
dedo meñique de mi pie!
Para mi extrañeza, y al contrario de otras veces, la
expresión de la muñequita encantadora no fue de fastidio,
desconcierto o tristeza, sino de sorpresa culposa. ¡Ah! ¡Sí
que su rostro delataba la culpa! ¡Tan patente era!
¿Sabe algo, Ortiz? Soy un observador nato, un
auténtico prodigio. Puedo profundizar en el inconsciente
de la gente con sólo ver los movimientos de las manos o
la forma que una mujer se arregla las uñas. Puedo ser muy
perspicaz, un tipo muy lúcido ¿Entiende? Aquella tarde
me percaté de que la chiquilla encantadora se había
restregado la nariz de un modo sospechoso; fue por ello
que me decidí a apremiarla. No lo supe entonces, pero
hora puedo verlo. No, no era solo divertimento. No en
esta ocasión... Yo... vi venir aquel asunto... Y empecé a
sufrir. ¡Ustedes no se hacen una idea! ¡Cuánto debí
soportar!
Le pregunté qué cosa había hecho y, al decírselo,
entorné la cabeza y la miré con gesto profundo. “¡Vos
estuviste con alguien más! ¡Lo sé!“, espeté, aclarándole que
ella debía considerar que yo era algo así como un psicólogo nato,
que sus conductas me resultaban de lo más transparentes,
que hasta el modo de sonarse la nariz denunciaba su
felonía. “Es más- le dije, haciéndome el ofendido - estoy
seguro de que, desde que entraste en esta habitación, no
has dejado de pensar en esa persona, puedo saberlo... lo
huelo, entendés... yo huelo esas cosas”. Esperaba que me
confrontara. Pero no. Fue justo en ese instante cuando la
encantadora muchacha comenzó a gemir, con un llanto
entrecortado, de desconsuelo. Me estaba dando la razón.
76
El Neurótico
¡Hipócrita!. ¿Se dan ustedes cuenta? ¡El cornudo era
yo, y la que lloraba ella! Qué insólito es el comportamiento
de las mujeres. ¡Qué despropósito! Sin embargo nadie
quiere verlo. Y es que la sociedad es injusta.
Pero no pido que sea de otra manera. Yo lo acepto,
puesto que soy un mártir, Doctores, y se los demostraré
luego de que terminen de escuchar mi relato.
¡Sin gestos, sin reproches ni palabras duras, con
compostura e indiferencia! Así reaccioné a su abierta
confesión. Nada de intolerancias. No era tan agraviante, al
fin y al cabo, ser portador de tan elegante formación ósea
en mis regiones frontales! ¿Cosas peores? ¡Claro que las
había! Después, mucho después, comprendería que mi
pasividad para responder, así como mi fingida indiferencia
obedecían a elementos que me son constitutivos y que me
llevan a tardar en reaccionar emotivamente, lo cual hace
que me comporte como un tarado, digámoslo. Porque
debía haberla ahorcado allí nomás. Ahorcarla a ella, en vez
de a la gorda.
Laura permanecía en un rincón de la cama, las
piernas contraídas, contra el pecho; sus brazos rodeando
sus rodillas. No dejaba de llorar. Parecía una marranita
encantadora. Y deliciosa. Mortalmente deliciosa. Decidí
ser astuto y me comporté tácticamente. “Calmate”, le dije.
“Lo que sea que haya sucedido no va a definir nuestra
relación. Vos sabés quién soy. Yo tengo seguridad.
Seguridad en mí. No soy celoso. Yo soy yo. Sin embargo
es preciso que me cuentes al detalle cada cosa. Entre
nosotros no tiene que haber ese tipo de secretos”. En
medio de suspiros y gemidos, trató de explicarse.
77
Dante Gabriel Duero
Había conocido a su amante una noche, en algún
sitio de la costanera, durante una fiesta, allá en Santo
Domingo. Fue por una amiga en común. Él era un chico
simpático. Muy sensible, por como lo describió Laura. Un
simpático al que mi novia le gustó inmediatamente. Al día
siguiente volvieron a la rivera. El llevó su guitarra. Y una
botella de vino. Le contó historias. Se hizo el poeta. Le
cantó canciones tristes. Y la emborrachó. Mi novia se
sintió de pronto conmovida, en profunda comunión con
aquel espíritu sensible. Ahí fue que experimentó un
impulso incontenible a dejarse besar, a permitir que él la
toqueteara, Doctor.
“¡Ay, Ay! ¿Qué fue lo que te hice?”, gemía, la
descarada, mientras me lo contaba. Yo la odiaba. ¡No se
imaginan cómo la odiaba!
78
El Neurótico
Me dije: “Julián, es hora de que te comportes
estratégicamente, con logística”. Muchas veces me había
preguntado cuál era la mejor respuesta que se podía dar en
casos como el mío. Había llegado a la conclusión de que
lo más apropiado era la indiferencia.
¡Claro, es muy difícil no ceder a los impulsos! No
matarla como a un perro, saben. Pero en aquella época yo
tenía autocontrol, señores, así que pude hacerlo. Fui
incapaz de tolerar la vida con el esperpento de Mirta, lo
reconozco, pero con la muñequita encantadora todo era
distinto.
Preparé café. Mi rostro era la encarnación misma de
la cortesía y la tolerancia. Fingía no estar demasiado
interesado. Ponía cara de quien está escuchando una
aburridísima anécdota. En tanto Laura no dejaba de
lloriquear, de pedir disculpas… Aunque hubiese querido
estrangularla, me guardé muy bien de manifestar mis
intenciones e, incluso, mi malestar. Y para demostrar
mejor mi absoluto dominio, le pregunté: “¿Disfrutaste, al
menos?”. Intentaba que pensase que el asunto me
importaba un rábano. Si conseguía infiltrar semejante idea
en su cabecita de pájaro aburrido, luego sería muy fácil
manipularla. Quedaría desconcertada, sintiéndose ante un
ser superior.
Pudo haber ocurrido que me respondiese que sí (no
me había preparado para esa opción), que había
disfrutado. Pero ocurrió algo peor. Laura me echó una
mirada escudriñadora y después esbozó una sonrisita,
como una mueca traviesa. Era claro: había comprendido
mi treta la muy astuta... “No hables así, como si yo no te
importara o como si mis actos te fueran indiferentes,
amoooor (empezó a decir así, “amoooor”, alargando la
“o”; burlándose, claro). Todo esto me resulta
tremendamente embarazoso. ¿Cómo podré, de acá en
más, mirarte a los ojos? Ni siquiera puedo atender a propia
79
Dante Gabriel Duero
imagen en el espejo, sin llegar a avergonzarme”, dijo. Sus
ojos estaban hinchados y rojos; su nariz humedecida.
Quizá no mienta, pensé y me dejé enternecer. Ante la
posibilidad de que aquellas palabras derrotistas fuesen
sinceras mi corazón se regocijó. Volví a sentir la venganza
en mis manos: “¡La haré sufrir! ¡Haré que se denigre!”, me
dije. Y comencé a actuar nuevamente la comedia. “Es una
tontería, todo esto. No hagamos un melodrama, querés…
Te equivocaste, Laura, nada más… Vos elegiste, mal pero
elegiste. Yo no quiero retenerte a la fuerza. No me interesa
que estés conmigo sin saber con quién estás. Porque yo
soy yo, Laura, yo, no un cualquiera; yo, yo mismo.
¿Entendés eso?”. Ella asintió. Pero tras la sonrisita esa
estaba aún una especie de esbozo reprimido, una muesca
de sarcasmo. “Ustedes, las mujeres, son débiles”, seguí
diciendo. “No te voy a negar: me compunjo un poco,
pero es por vos, Laura. Lo que vos hiciste… Es algo que
no me perjudica en nada a mí. ¿O sí?... No… No me
perjudica… ¿Por qué lo haría? ¿En qué me involucra? En
nada porque… ¡Yo solamente te esperé! Y lo que hiciste,
no me lo hiciste a mí, te lo hiciste a vos. Es nada más
asunto tuyo. Lo íntimo es íntimo, Laura, parte de tu
privacidad”, seguí diciendo mientras veía que su mueca se
transformaba en carcajada contenida, Doctor Ortíz.
“¡Pérfida!”, pensé.
No podía detenerme ahora. Debía seguir con mi
impostura. “Bueno, continué, lo cierto es que ahora te
encontrarás en auténticas condiciones, tendrás la
oportunidad de elegir. ¿Entendés? Ahora vos podrás
sopesar. Sopesar y seleccionar. Lo que más te convenga,
quiero decir. Los otros o yo. Yo, que soy yo. ¿Entendés?
Es como dice esa canción: Yo quiero que te besen otros besos…
A mí me pasa igual, así comparás, Laura, comparás…
¿Entendés?... A lo que me refiero es a que… Hasta ahora
no te habías dado la oportunidad, Laura. Aunque creías
80
El Neurótico
que sí, vos no eras libre, porque no conocías otras
opciones. En cambio estas circunstancias te favorecen a
vos tanto como a mí, pues hacen posible tu elección. ¿Te
das cuenta que es positivo, tontita? ¿Lo ves? Ahora me vas
a elegir, con verdadero conocimiento de causa. Ahora me
vas a elegir a mí, que soy yo. Así que dejá de llorar de una
vez. Y ya no sientas vergüenza. Las mujeres no debieran
sentir vergüenza, Laura, son como pajaritos. Y los
pajaritos se confunden. Yo te voy a dar otra oportunidad,
para que veas con qué clase de hombre estás”.
Así le hablaba. La mueca había desaparecido.
Lloraba. Laura otra vez lloraba. Y yo me sentía confiado.
Pensaba en el desconcertante efecto que aquellas palabras
tendrían sobre su conciencia. Arruinarían cualquier plan
errado, cualquier pensamiento erróneo que se hubiese
gestado en su mente. Yo, señores, me había puesto en una
posición inalcanzable. No tenía nada de vulgar. Así le
mostraba mi entereza. Toda mi entereza.
81
Dante Gabriel Duero
¿Mi entereza, les he dicho? Pues me gustaría saber
un poco de que entereza estoy hablando ¡Porque, como
estarán adivinando, en nada se correspondía lo que
expresaba con lo que era el estado profundo de mi
corazón! ¡Absolutamente en nada! En el fondo yo dudaba,
todo el tiempo dudaba. Pero es que soy un hipócrita.
¡Y ella me había descubierto! La muy crápula lo
supo, de algún modo. Ahora nuevamente la mueca
aparecía en su rostro. Bien comprendía, comenzó a decir,
qué razones me llevaban a hablar de aquella manera. Ella
sabía, dijo, lo que ahora le sucedía a su querido. ¡Claro que
lo sabía! “Sufres amoooor”, volvió a decir alargando la
“o” y entonando las palabras como una actriz colombiana.
Podía ver que la quería, dijo. “Te he deshonrado, amooor,
y eso para ti es terrible. Pero no quieres que sienta culpa”.
Dijo también que podía darse cuenta de cuánto la amaba,
que aunque yo no pronunciase la palabra “amoooor”, mi
corazón puro, “ingenuo”, dijo, era noble, mucho más
noble que el suyo. ¡Me estaba tomando el pelo,
evidentemente! Se me ocurrió pegarle una trompada,
cortita, en la mandíbula. Pero no lo hice. Me contuve.
Laura siguió hablando, dijo que mi dolor, el dolor
por el cariño que le profesaba, era lo que me llevaba a
distanciarme, a desconectarme de mis propios afectos, que
así me preservaba de mi propia angustia, sí, pero que por
sobre todo, de ese modo la cuidaba, a ella. ¿De qué? De la
vergüenza, señores. Aparentar aquella indiferencia era lo
más eficaz, dijo, lo más adecuado para resguardarle el
decoro. “Esa calma, por ejemplo... Me odiás, Julián, pero
en lo profundo me amás. ¡Tus ojos, ellos me lo dicen! ¡Sí,
esos ojos tan bonitos, tan tiernos!... Te amo tanto,
tanto…”.
Le pedí que ya no hablase.
Pero no hizo caso.
82
El Neurótico
“Mírate ahora”, continuó diciendo. “¡Ni un
reproche! No dices nada ¡Sabes que he estado con otro!
Pero te quedas ahí, como un santo, amoooor. ¡Y es que no
sabés reprochar! ¡Eres tan bueno, tan magnánimo! ¡Y yo,
que dudaba! Ahora veo cuanto me has querido... Muchas
veces temí que no… sospechaba... creía que no te
importaba... ¡Qué tonta! ¡Qué tonta he sido! ¡Si hubiese
podido verlo antes!”, gimió, dejando caer unas lágrimas y
ocultando la mueca jocosa.
Era clara su treta, caballeros. Con sus halagos Laura
iba haciéndome bajar cada uno de los peldaños que yo
había procurado ascender minutos antes. Así que la que
estaba arriba, ahora, era ella. Si yo le decía que no me
importaba lo ocurrido, ella respondía que en verdad la
amaba tanto que no me atrevía a hacerle reproches; si yo
decía que era bueno que hubiese hecho sus chanchurros
pues ahora conocía la libertad, ella afirmaba que se había
comportado como una desgraciada y que yo era un santo.
En síntesis… mientras yo trataba de ubicarme con los
dioses, en un sitio inalcanzable, poniéndola a ella en el
lugar de la vulgaridad y el equívoco, ella, que se me
adelantaba, en vez de contradecirme, terminaba por
refregarme en la cara todo lo santo que era. Una ironía de
este tamaño no hacía sino descalificarme. Era como
llamarme cornudo y después gritar a cuatro vientos cuán
puta era ella.
83
Dante Gabriel Duero
Al darme cuenta de su truco cambié la estrategia. Y
retomé la batalla. Volví a explicarle todo, pero usando los
términos contrarios. Le dije que las cosas no eran como
las describía. Le aseguré que yo era un ser inerte, alguien
que sentía desprecio por todos. “A mí no me importa lo
que vos hagas con tu cuerpo, Laura”. Le dije que en el
fondo lo único que yo buscaba era comprobar que nadie
se salvaba. ¿De qué? Pues del pecado y la miseria. Ni
siquiera ella, Doctores, que era una criatura inmaculada.
¡Ah! ¡Cómo le hablaba! Ahora, Doctores, habiendo
confirmado su pecado podría irme a lidiar con mi
sufrimiento metafísico. Los despreciaría. ¡A todos!
¡Incluso a ella! ¡Esa sería mi venganza! ¡Claro! ¡La
aplastaría con mi insensibilidad!... “¡A mí nadie me rompe
el corazón!”, pensé. ¡No, no vendría a romperme el
corazón aquella mujer de afectos vulgares! Tampoco me
vería debilidad alguna. No me mostraría lastimado. ¡Nada
de ello! Ahora Laura iba a saber que ella y su vida no me
preocupaban, en lo más mínimo. Yo era yo, alguien
superior… y tenía mi propia vida.
Pero ella tenía que seguir hablándome, tenía que
hacerlo para así arruinar todos mis planes y llevarme a
acogotar al paquidermo… ¿Por qué no podía dejarme en
paz? ¿Eh?... ¿Por qué?
84
El Neurótico
“No me reprochás nada. Después de haberte
deshonrado, y de semejante modo”, siguió diciendo.
“¡Eres bueeeeno, amoooor! ¡Noble! Tantas veces te he
juzgado y mal. ¡Ah, pero qué mala he sido! Y ahora,
incluso ahora, me preocupo menos de tu dolor que de mi
vergüenza. Me siento doblemente triste, Julián. ¡Cómo
me lastima la profundidad de mi egoísmo“.
Cuando me besó la mejilla izquierda, sus labios
estaban humedecidos y lloraba. Nuevamente. Me
estremeció… dudé…
“Soy tan inhumano”, me dije. “¿Puedo castigarla
así?”... Ella gimoteaba. Y yo me sentía inundar, de
felicidad, sí. Pero también de ternura, de compasión.
Hubiese querido arrojarme en sus brazos. Decirle
“tequierotequierotequiero”. Dormir acunado en su
abrigo. Ay, Doctor Ortiz, era tan grande la emoción.
Estaba conmocionado. Cómo amaba a esa muchacha.
No iba a desprenderme, jamás, de ella.
La abracé y, ocultando mi rostro entre sus ropas
(para que no pudiese verlo) lloré. Sí. Me di el gusto,
nomás. Y lloré yo también. Hasta secarme. Ahora bien,
mi maniobra de ocultamiento resultó inútil. Ella lo
percibió todo. Volvió a hablar. Cuando no sabía qué
hacer ella hablaba.
85
Dante Gabriel Duero
Dijo que ya veía cuán triste me había puesto, que
todo era culpa suya; prometió que, si yo estaba dispuesto
a hacerlo, lo olvidaríamos todo. “Y seremos felices,
amoooor. ¿Podremos olvidar esta aventurita mía?”, me
preguntó. “Sí… Sí…Sí…”, le respondí. El corazón se me
salía, Ortiz. Laura me agradecía. Un nuevo torrente de
lágrimas brotaba. Después siguió, durante un rato,
insistiendo con lo de que yo era un sabio, un santo, un
ser de otro mundo.
¡Un sabio y un santo!… ¡je je!... ¡Vean de que
forma gentil me llamaba mi novia “cornudo”! ¡En mi
propia cara! Pero yo no me daba cuenta. No hay peor
ciego que el que no quiere ver ni mejor cornudo que el
comprensivo ¿No lo creen?... ¡Je Je!...
Durante el resto de la tarde, la farsa continuó. Su
obligación era recompensar tanta “virtud”, tanta
“bondad”, dijo Laura. Me había “fallado”, pero de ahora
en más ella sería “buena”. Me querría. Y no tendría más
aventuritas.
Es decir: ya no me volvería a hacer cornudo.
De allí en adelante sólo iba a recibir de ella
consideración, respeto, dijo. “¡Oh! ¡He sido tan egoísta!”.
Tragué saliva… Y sin embargo no supe por qué. ¿Cómo
no pude percibirlo, Doctores? Porque aquel día no me di
cuenta que todo lo que Laura decía podía sintetizarse en:
“¡Que putarraca soy!”…
“Figúrate”, continuó. “Durante estas vacaciones
ni siquiera tuve pensamientos para nosotros, estaba
abstraída, como ausente, Julián. Así de tonta me puse. Y
después conocí a aquel chico. ¡Pero es que creía que no
me amabas, amoooor! Inconscientemente, claro. Así que lo
hice. Me dejé seducir y él me hizo suya. Te juro que él no
era atractivo. Sensual puede que sí, pero no atractivo.
86
El Neurótico
Julián, amoooor, te aseguro que eres mucho más hombre
que él. De verdad lo digo. Lo mío fue una confusión,
como decías. Ahora, en cambio, que veo, que me doy
cuenta… lo importante es que me amas, amoooor… ¡Ah!
¿Cómo pude ser tan egoísta? ¿Cómo pude estar tan
ciega? Sniff… Sniff…”. Sintiendo que debía reaccionar,
dije, por no ser menos: “Yo tampoco me acordé, Laura;
ni una sola vez, me acordé de vos. Yo no soy mejor. De
hecho, Laura, también yo pensé en otras mujeres. Hasta
tuve fantasías”. Con mis palabras procuraba empatar la
situación, como ustedes podrán imaginar. ¡Pero ella era
tan zorra! “Mentira”, dijo. “¡Estás mintiendo! Ya sé, de
nuevo es para disimular mi culpa ¿Verdad? Pero no,
querido. Ahora que lo comprendo todo, ahora que sé
cuán loco de amor estás por mí, no es preciso que me
engañes… Sos tan romántico, tan tierno, tan amooooroso...
En fin, Julián, creo que es algo tarde… Me voy”.
Casi me muerdo la lengua. “¡¿Qué!? ¿Cómo que te
vas a ir? … Quiero decir… ¿No te quedás, conmigo, a
dormir por ejemplo?”, pregunté. “No, amooor. No puedo.
Lo mejor es que estemos separados. Hasta que a mí se me
pasen todas estas ocurrencias tontas”, dijo. “Además debo
pensar. Pensar en lo que hice”, agregó. “Reservaremos el
cariño para más adelante”.
Pensar... pensar... ¡Así me arruinó la cabeza la muy
descarada! Pensando ella. Y haciéndome pensar a mí.
Debí matarla. Colgarla de un gancho. ¿Saben? Todo lo
que quería era un poco de reconocimiento. O de cariño.
Pero ella se burlaba…
87
Dante Gabriel Duero
¿Saben qué, señores? Tres días transcurrieron antes
que volviese a tener noticias suyas. Cansado, sin tolerar ya
la ansiedad, esperé la llegada de la tarde, recostado,
emborrachándome un poco, bajo el cono de la luz cetrina
que se le escurría a la pantalla de la lámpara, en la
habitación de la pensión, sobre una cama también sucia,
haciendo un fracasado esfuerzo por pensar en nada, por lo
que, escarbando con las uñas de los pies en el colchón
cada vez que mi mente (contagiada por mi incertidumbre)
vomitaba alguna sospecha poco alentadora sobre mi
querida, terminé haciendo un agujero en la gomaespuma.
Entonces me decidí a telefonearla. Balbucenate, le
pregunté un par de cosas, no recuerdo cuales, algo en
referencia al clima, algo respecto de alguna noticia política,
de seguro poco relevante, ya que lo cierto es que no me
importaba hablar de nada, de ninguna cosa más que de
ella, solo de ella; saber algo de sus reflexiones y sus
sentimientos; que me dijese alguna cosa que me permitiera
confirmar que yo aún era el jinete que ajustaba la cincha
de su montura, el que se preparaba para dominar las
riendas. Por ejemplo que me confesara que había estado
pensando en mí, en que por su iniquidad temía perderme
y lo lamentaba.
“¿Cómo estamos, entonces?”, pregunté, y lo hice
espoleando, con actitud rebenquera. Luego de algunos
segundos que abrieron, como una brecha oceánica, un
abismo de silencio entre su espíritu y el mío, la muñequita
encantadora me respondió, farfullando, tal vez haciendo
como si llorase pero sin conseguirlo: “Es que estoy tan
confundida, amooor”. Opinaba que era mejor, dijo, que
continuásemos un tiempo más sin vernos, “hasta que mis
sentimientos se aclaren”, especificó. Aferrándome al tubo
del teléfono, ya irritado y sin el menor control, le pregunté
si era imbécil o qué; le dije que no podía esperar más, que
necesitaba encontrarme con ella, de forma urgente. ¿Dejé
88
El Neurótico
así entrever mi desesperación y mi propia desconfianza?
Creo que sí, Doctores. Como quien, con desacertada
actitud, sintiéndose desafortunado, pretende, por medio
de la “sinceridad” o de una impulsividad de momento, que
se lo reciba sin retrasos en un lugar en donde no es
bienvenido, pero que, además, considera que tal
recibimiento debe hacerse entre exclamaciones bulliciosas,
así sentía yo que mis explosiones despechadas debían ser
recibidas con beneplácito, como un signo de franqueza y
de carácter, no como una simple debilidad. Claro, esta
clase de insistencias no producen, normalmente, sino un
rechazo mayor en quien nos recibe, además de que genera
en aquella persona una graciosa sensación de poderío, de
desconcierto o de desprecio.
Pues bien, ante aquella insistencia, mía, Laura
terminó por confesar, entre sollozos: “Lo que pasa es que
pienso mucho en él, amooor”.
89
Dante Gabriel Duero
¡Desvergonzada, una puerca desvergonzada! Eso
es lo que resultó ser la muñequita encantadora. Debí
colgarla, de un gancho. O estrangularla usando cada uno
de estos dedos. Pero insistí, una y mil veces insistí...
Tardes desoladas y frías, en que las calles se convertían
en largas estepas, estepas que debía recorrer en soledad,
con mis mejillas enrojecidas y mi cuello envuelto en una
bufanda gris, larga y apolillada. Siempre para llegar a
ningún lado. Momentos en que la tristeza, la soledad y un
incesable deseo de aniquilamiento venían a golpear como
piedritas sobre las ventanas de mi alma, haciendo que
sintiera a cada instante que el mundo estaba a punto de
derrumbarse, igual que un techo podrido se hunde; o
como un animal cazado se desploma, abatido por una
bala fatal. Así me entregaba yo a pensamientos lúgubres,
embargado por el sentimiento de que la vida me
desgajaba, que aniquilaba toda mi lozanía.
¡Experimentar a cada momento como en los ojos
transparentes y marítimos de nuestra querida viene a
consolidarse un No, rotundo, aplastante! ¡Y, por Dios,
todo ello siendo uno consciente y responsable del peso
intolerable de la propia libertad!...
Supe que de allí en más cada uno de nosotros
podría y debía hacer de su vida lo que le pareciese,
despreocupado e inclusive reticente a saber algo del otro,
siquiera un aspecto circunstancial de la existencia de aquél
o aquella a quien habíamos querido, disimulando incluso
en las charlas con compinches el menor interés o
forzando la más impostada indiferencia ante algún dato
que nos revela, por desprolijidad o incluso mala voluntad,
alguno que se dice amigo, respecto de los amoríos que
nuestra querida está teniendo con algún conocido…
Llegaron los silencios. Y los días. La depresión, el
cuerpo destrozado, la carne tullida y siempre, por detrás,
como cavándome la fosa, la sombra de ese otro, que no
90
El Neurótico
conocía y que aún no era capaz imaginar, pero que
siempre creí mejor. Circunstancia, además, que me llevaba
a encontrar un sospechoso en cada uno de los rostros que
me cruzaba a diario en mis recorridos callejeros. ¡Como
deseé encontrarme, alguna vez, con Laura y con él,
caminando plácidamente, tomados de la mano!
Sorprenderlos in-fraganti y poder decirles “¡Ajá!... Los
agarré!”. Sí, eso, “¡Ajá!”. Porque es todo lo que se me
hubiese ocurrido decirles, caballeros…
Cada una de las reuniones que en lo sucesivo
sostuvimos la muñequita fascinante y yo fueron, para mí, la
misma y única situación de sufrimiento. Porque, en todas
ellas, terminaba por mirarla y descubrir tras su aparente
tranquilidad, una actitud entre evasiva y desinteresada,
como cuando le contaba alguna cosa respecto de mis
sentimientos, de lo que a mí venía sucediéndome, lo que
parecía tener la cabida, la misma repercusión, que un eco
casual tiene al perderse en el interior de un aljibe. Una
vez descubiertas sus verdaderas emociones, yo ya no
pude mantenerme, cuando estuve a su lado, en pie. Con
mis ropas desarregladas y mis brazos temblorosos, la
miraba, tartamudeando unas veces, musitando cosas
incomprensibles otras, con mis rodillas flojas y
embargado por la impotencia de no ser capaz de
pronunciar aquello, la palabra que creía hubiese sido
necesaria o suficiente para obligarla a derramar una
lágrima, a sentir un poco de compasión, o darme lo que
fuera, un gesto tierno, por ejemplo. Sentía que nada,
ninguna cosa iba a servir para despojar a su rostro de ese
brillo inerte y hueco, de esa mueca fría, absurda, que
cobran los rostros muertos de esos que desaman. Aún
así, me quedaba a su lado, mendigando un cariño que me
estaba vedado.
91
Dante Gabriel Duero
“Si ya no me quiere”, pensaba yo, “si ayer pudo
desear estar conmigo y hoy ya no, entonces el amor es un
capricho, y todas las palabras solo oportunidades para
dar rienda a nuestras hipocresías. Si ella no me quiere,
entonces sólo hay soledad, infinita soledad en el mundo”.
Después de pensar así, bajo el dolor repentino de
la herida, creía vislumbrar, en intuición fugaz, el estado
de putrefacción en el que devendría con el tiempo todo
mi ser, cuando los rizomas de la desesperanza y el
escepticismo enraizaran hasta en las cavidades más
recónditas de mi espíritu. Acongojado por la propia y
desesperada imagen que inventaba para mi futuro, en mi
cuerpo se encarnaban las reverberaciones de mis
fantásticos sufrimientos, colocándome en la más
completa lejanía respecto del mundo. Debido a ello
comenzaban a dolerme el estómago y la garganta, que se
me oprimía y, en mi lengua y mi paladar, aparecía ese
sabor a sal y lágrima, que dejaba un color blancuzco y
seco sobre mis labios mordidos. Todo se desmoronaba.
No tenerla no era solamente haber perdido a ella.
Representaba más... mucho más.
92
El Neurótico
Como verá, todo esto resultó una gran injusticia,
dentro de éste, el mejor de los mundos posibles, Ortiz...
Aprender a andar con la mirada gacha y las pupilas
puestas en ningún sitio, sin entender casi, lo que está
ocurriendo en nuestro entorno, y hacer como cuando se
nos ha calumniado, situaciones éstas en las que, con una
inocencia, con una ingenuidad realmente dolorosa,
buscamos convencernos de que ha de haber un terrible
error, error que más tarde o más temprano habrá de
corregirse; que aquello, en efecto, no puede estar
ocurriéndonos. Así comenzaba yo a buscar motivos que
justificasen o, más bien, que rectificaran que aquello que
me inundaba de desesperación no sucedía
verdaderamente. Pero es sabido; aunque al principio uno
se sirva de las ideas más racionales y lógicas y procure
reordenar los hechos quitándoles la apariencia absurda,
aunque certera, claro, que la realidad les da, la verdad es
que en poco tiempo nuestra mente comienza a aceptar la
naturaleza falaz y circular de los propios pensamientos;
tras ello el alma opta por resignarse y entregarse sin
luchar a esa fuerza natural que nos traga y nos cubre. Sí,
Caballeros, me resigné; aunque es cierto, no de un modo
tan espontáneo, ni tan sencillo; por el contrario, fui
dejando que el tiempo se asentara como un oleaje manso
sobre las costas de mi voluntad, hasta hacer de la tristeza
y el descreimiento dos compañeros fieles, como los son
esos perros sarnosos y hambrientos que nos acompañan
durante las noches cerradas en que recorremos las calles
solitarias. En medio, me volví esto.
93
Dante Gabriel Duero
¡De acuerdo, de acuerdo: la verdad es que recién
ahora me encuentro auténticamente resignado! Lo cierto
es que por aquellos días solía acercarme a su edificio. Me
quedaba horas, expectante, sin atreverme a llamar a su
puerta o, más exactamente al portero eléctrico, porque lo
peor es que debía comunicarme con ella por un portero
eléctrico que, para mayores males, funcionaba pésimo, de
forma que luego de llegar y oprimir el botón de su piso,
debía gritar, para decir ante un sinnúmero de miradas
obscenas, “que no podía tolerar la situación”; “que
amaba” a quien fuera la lejana interlocutora que, ubicada
tres pisos por encima, me escuchaba; “que estaba
completamente desesperado y al borde de colgarme de
un árbol”, etc. Una parafernalia patética, muy trágica, por
cierto, dentro de éste, el mejor de los mundos posibles,
ya que con ello no hacía más que agravar mis males y
divertir a transeúntes ocasionales, a vecinos de Laura por
ejemplo, que jamás dudaban en dispensarme sonrisas
maliciosas o hasta algún comentario provocativo, antes
de ir directamente a contarle a ella, con desfachatez, mis
hazañas.
De modo que, cohibido y sintiéndome indefenso
ante tamaña contingencia técnica, terminaba en tales
casos por retirarme del edificio antes de intentar nada y,
caminando algunas cuadras a la deriva, con paso lento y
desorientado, a veces tropezando con mis cordones o
con los dobladillos de mis pantalones, la mirada perdida
entre las grietas de las baldosas, rememoraba con
esfuerzo alguno de los últimos acontecimientos, que por
lo común aparecía entre un ráfaga de imágenes confusas,
como sacadas con una vieja polaroid y a las que yo
intentaba extraer algún sentido.
94
El Neurótico
Y así podía ocurrir de repente que llegara a una
plaza, buscase un banco y me echase en él moribundo.
Oscurecía. Siempre oscurecía. La noche y el invierno se
ocupaban de escoriar mi cuerpo al que, aunque
desabrigado de ropas y de amor, el frío en definitiva no
afectaba, estando como estaba, habitado no por un
espíritu sino tan solo por torbellinos de tristeza, de
punzante desazón. Algunas veces descubría una fuente y,
reflejadas en el agua sucia, veía el montón de ventanitas
color ámbar de algún viejo edificio. Entonces me ponía a
reflexionar acerca de la innumerable cantidad de veces
que había pasado frente a aquel sitio, sin ver en él otra
cosa que un torpe bloque de cemento que contenía a
cientos de seres anónimos e indiferenciados. Y me
sorprendía descubrir cómo en cambio ahora, habiéndose
modificado el estado de mi alma, cada uno de esos
mismos vidrios amarillentos se convertía en el
anunciamiento de algún alma, también solitaria y que
como yo también vivía, sufría, soñaba, sentía; un alma
que podía ser la de un hombre hastiado, incapaz de amar
o disfrutar; de una pareja de casados, para quienes el
matrimonio dejaba de ser aquella instancia feliz con la
que tanto los habían hecho ilusionar; o a lo mejor de un
niño triste que, ansioso y angustiado, esperaba a que su
madre llegara de trabajar de alguna fábrica, empleo que
apenas si les dejaba para comer y vestirse...
Cada cual de aquellos seres se transformaban, de
uno en uno, en el emblema de lo que existía, de lo que,
como yo, entendía y sufría, por lo que cada ventana y
cada habitación terminaba por contarme una historia de
anhelos, de esperanzas y sufrimientos, de logros,
aburrimientos y frustraciones en la cual yo podía
reflejarme. Y sentía entonces no la ausencia, sino por el
contrario, un calorcito pequeño, de esos que promete
abrigarnos pero con los que jamás alcanza, porque el
95
Dante Gabriel Duero
invierno es demasiado crudo, siempre, con lo cual aquel
conglomerado terminaba por convertirse en la suma de
un montón de pequeñas tristezas que ni juntas
alcanzaban a hacer, entre todas, algo parecido a una
compañía.
Aquella soledad, que resultaba atroz, desbastante,
asociada con un sentimiento de insignificancia, de
completo absurdo, implicaba comenzar a comprender
que se puede estar en medio de seres bondadosos y
sensibles y, aún así, seguir aislado en un mundo único e
incomunicable, un mundo del cual es además imposible
hacer abandono; razón por la que, al final, termina
siendo no ya nuestra soledad circunstancial la que nos
duele, sino la que resulta de presenciar o intuir la de cada
hombre y cada mujer, la soledad que representa el hecho
de tener un alma única y diferente, de ser libres,
egoístas...
96
El Neurótico
“Al final- pensaba- cada cual goza no sólo del
derecho sino también de la inescrutable obligación de
hacerse cargo de su propia vida y de su propia miseria”.
¡Qué lejos me sentía de todos aquellos días en que
vislumbraba el éxito, la gloria! Sentía que podía haberme
muerto en esos instantes sin que nadie se percatase del
detalle. Me crucificaba y laceraba un sentimiento de
tuétano vacío, como si la vida fuese un ejercicio
despiadado, hueco.
¡Y qué pena enorme embriagaba mi espíritu al
darme cuenta de hasta qué punto resultaba
intrascendente cada vida! “¿A quién le importa alguna cosa?
Lo único que persiste es el arcón de recuerdos. Recuerdos que no son
tampoco tales sino más bien un conjunto de fantasías y delaciones
novelescas, falseadas. Recuerdos evocados por seres que tarde o
temprano mueren, transformándose así en nuevas evocaciones... las
que a su turno serán conmemoradas por otros, creando un ciclo
infinito y desesperante de mentiras disimuladas”. Todo era, nada
más, anécdotas traídas de tanto en tanto a la conciencia
por memorias estafadoras, que las más de las veces
inventaban a partir de la necesidad o del deseo falluto...
“Se es así una mentira, y de ello se vive”, concluía...
El olvido es terrible, Ortiz, creo que es la
verdadera, la única muerte. Uno querría hacer depender
la existencia propia de otro y, nada más, ser recordado.
Pero todo es muy absurdo. Lo peor es que el otro
siempre o casi siempre se niega a ser responsable por tan
pesada carga. ¿Qué sentido tienen así las cosas, dígame?
¿Lo ve?... Un diluvio enmaraña a nuestra razón... ¡Ah, la
duda! ¡La duda!...
Este interrogante inocuo, señores, puede llegar a
adquirir dimensiones abominables, y extenderse hasta las
cuestiones más sagradas de la existencia. Ya comienza
97
Dante Gabriel Duero
usted a arremangarse y a esconder las manos, caballero, y
es que intuye, lo sé, lo incontrovertido de mis palabras,
estas palabras que no sirven más que para enseñarnos un
conjunto de verdades sobre el mundo y negarnos, a
cambio, la posibilidad de mejorarlo... ¿Para qué, Ortiz?
¿Para qué cada cosa? Es esta pregunta retorcida, la más
horrible herejía jamás pronunciada. ¿Hay algún otro
dispositivo que pueda ser un determinante mayor de
nuestros anhelos suicidas, y, tal vez, homicidas?
Con el peso de tal interrogante sobrecargando mi
conciencia, comencé a caer en el onirismo más oscuro.
Un ensueño rencoroso, como un viento frío, vino desde
atrás, a meterse por mis ropas hasta encontrar la carne,
hasta congelar mis esmirriadas vértebras y hacer de mí,
un desierto de lágrimas.
Por días y por semanas me acostumbré a
deambular bajo el efecto de la inercia por calles vacías,
por horas, sin acudir jamás a ningún sitio y sin esperar
nada. Y era que el hecho de andar me embrutecía,
abandonándome en un estado anestesiado y taciturno,
que si bien no me impedía ver al mundo como un
inmenso vaciadero, desamorado e inhóspito, al menos (al
igual que nos sucede cuando, a fuerza de entregarnos a
situaciones dolorosas y ultrajantes, terminamos por
acostumbrarnos y, si no por verle a las mismas aspectos
positivos, al menos sí por hacernos creer que las mismas
no nos importan) hacía que tal visión me preocupase
menos. Sucedía de este modo que, repentinamente,
comenzaba a pensar que no necesitaba a Laura. “¡Que se
vaya!”, me decía. “¡Por mí, mejor!... ¿Quién la quiere?” Y con estas palabras en mi mente, caminaba decidido, la
actitud grosera y orgullosa, sintiendo que volvería a ser el
dueño de mi vida, creyéndome fuerte. ¿Cuantas veces no
tomé la decisión de no volver a verla? Me resolvía a
98
El Neurótico
borrarla, como castigo, de mi vida y mi recuerdo, y me
atrevía a especular sobre lo pálidos que serían mis
sentimientos cuando volviese, después de un tiempo,
arrepentida. Me hallaba convencido de que bastaría con
adoptar una actitud firme y estoica, una actitud que me
condujese a darme cuenta de que el tono y la intensidad
de mis sentimientos y emociones podía regulase como
los de un altavoz, hasta convertirse en ilusiones similares
a las que poblaban mis sueños, todo ello siempre y
cuando yo las tomase con el mismo talante con que un
filósofo griego se preparaba, luego de una jornada de
ayuno y ante un sinnúmero de delicias, para conformarse
con la comida de un esclavo. En tales oportunidades
terminaba por adoptar una actitud optimista y
convencida, una actitud que se sostenía sobre una certeza
que no hacía explícita, pero que me llevaba a creer que
Laura volvería cuando sintiese la fuerza de mi olvido,
momento que, considerado tarde, me llevaría a rechazarla
con desprecio.
“¡Deberá ese día tolerar toda mi indiferencia!”, me
decía.
Pero al cabo de un rato me percataba de que las
horas habían pasado. Y, ni el olvido, ni la presencia de la
arrepentida se hacían llegar, con lo que un músculo cedía.
Y con él todo mi proyecto se desmoronaba,
obligándome a valorar lo desproporcionado de mis
pretensiones respecto de mis fuerzas y de mi tímida
paciencia. ¡Sí, antes que nada en relación con mi tímida
paciencia!
En aquellos instantes las lamentaciones volvían a
mi conciencia y, con ellas, llegaban también la
desesperación y la angustia. La desesperación, la angustia
y la vergüenza. Rápidamente mi paciencia se hacía
consternación y la figura de Laura terminaba al fin por
aparecer en el recuerdo, siempre bajo la forma de una
99
Dante Gabriel Duero
imagen dolorosa. Y bella. Y ese recuerdo (que llegaba
primero tímido, con pasos suaves pero que pronto
adquiría la violencia del huracán que todo lo abraza y
devora, moviéndose en mi espíritu como un líquido
espeso que invadía cada uno de los rincones y vericuetos,
yendo de una punta a otra y recorriendo la superficie de
mis días como un león en una jaula o como yo mismo en
la pieza de la pensión) iba drenando lentamente toda la
sangre de mis venas. Pronto mi visión se hacía
desesperación. O directamente insomnio.
Dejé, por supuesto, de frecuentar la casa de los
amigos y, también, los bares en dónde solíamos
encontrarnos. Y, si por azar, me hallaba un día en una
ronda amistosa, podía percibirse en mi persona un grado
de aislamiento tal que hacía imposible suponer que se
estaba logrando algún tipo de comunicación o contacto
conmigo. Estaba solo. Solo.
Alguna gente pretendía preocuparse por mi estado.
Amablemente les decía a tales comedidos que podían irse
tranquilamente al cuerno. Es muy fácil hacerse el
colaborador cuando es otro el que tiene las vértebras
desintegradas de aflicción. A menudo venía a oír frases
del tipo de: "¡He estado muy preocupado por vos!"; o
"No sabes cuanto lamento esto por lo que estás
pasando!". ¡Palabras así me inspiraban bostezos,
Doctores! Nuestro dolor es nuestro y de nadie más. No
es posible compartir. El compasivo es el más fácil y el
más hipócrita de los sentimientos.
100
El Neurótico
Pero continuemos. Como no podía ser de otra
manera, en aquellas circunstancias desoía o permanecía
indiferente ante tal clase de comentarios estúpidos. Sólo
me ocupaba de mi sufrimiento o de lo que pudiese
decirse, para bien o para mal, de Laura. Nunca faltaba el
infeliz que llegaba vociferando: "Vi a tu noviecita, el otro
día; está cada día más linda la mocosa". Yo, que aún no
había reconocido mi personalidad homicida, lo dejaba,
por descuido, continuar con su vida de gracioso, al
susodicho.
Al final, a partir de lo que se hubiese dicho,
siempre terminaba por caer en un estado de depresión
insoslayable o, por el contrario, alimentaba
desproporcionadas esperanzas, pues nunca desaparecía la
posibilidad de reencontrarla. Todo servía así para calmar
por un momento mis ansiedades o incrementar
desmesuradamente mis desconfianzas. Mi vida estaba
igual que las paredes de la pieza miserable en que
pernoctaba: carcomida y devastada por la humedad y el
frío. ¡Si usted supiese, Ortiz, los tiempos que transcurrían
sin que nadie, ninguna persona, pasara por la pensión a
ver si respiraba yo aún!
Recuerdo ahora ciertas palabras de Miniagurria.
Solía éste decir que cada hombre sufre su propia vida,
pero que la mujer sufre al parir un hijo varón. Es
entonces cuando, al imaginar los sufrimientos futuros
que atormentarán al niño, los experimenta ella también.
“Pagan con su llanto materno la frivolidad y la liviandad
de otrora. Y el dolor que con ellas ocasionaron a algún
pobre monigote. ¡Las muy sucias!”, decía mi amigo.
Recuerdo en estos instantes aquella frase Y pienso en
Laura. Como yo, ella fue, también, una grandiosa
egoísta...
101
Dante Gabriel Duero
¿Saben algo? ¡Acabo de darme cuenta! Contarles
todo esto me divierte, señores; me entretiene. Soy una
persona muy jocosa, con un estupendo sentido del
humor. Sí, puedo reírme incluso de mis desgracias. ¡Claro
que puedo hacerlo! Observen: Je... Je... Je... Je... Je...
“No estoy aquí para divertirlos”- creo haberles
dicho. Pues aunque así sea, quiero hacerlo: quiero
divertirlos a ustedes y también a mí mismo porque... Je!...
Je!... Je!... la diversión es hoy en día lo único en la vida que me
interesa... Eso sólo debiéramos tomar en serio en esta vida
inmunda.
¿Quiere que le diga otra cosa más, Ortiz? Usted, en
especial, me cae muy bien y por ello le hablo así, tan
francamente. Puesto que nada me costaría mentirle,
decirle que acogoté a Mirta para robarle unas monedas.
Me salvaría de esta forma, al menos, de la
estigmatización manicomial... ¡Pero no quiero! No quiero
porque... Bueno, simplemente porque no. Además no me
importa ni un pepino que la gente diga de ahora en más
lo que se le antoje; de todas formas hubiesen hablado
mal. No se necesitan excusas para hablar mal de los
otros, basta con que no complazcan nuestros antojos.
¡Así que al cuerno con los que me critiquen! Como le
dije: ¡Un pepino, eso es lo que a mí me importa!
Y que digan lo que quieran, Ortiz. Que digan que
soy un criminal, que excusen mi conducta suponiendo
impotencia, homosexualidad o alguna otra desviación.
En nada me afecta. ¡En nada! Ustedes, caballeros,
pueden inventarse teorías; pueden psicoanalizarme. Los
autorizo: digan lo que les plazca. Es muy fácil
(¡demasiado!), hablar y suponerlo todo cuando no se está
en el pellejo del imputado. Así que sus ofensas,
comentarios y reproches me resbalan. ¡Muy bien se yo
cuanta razón tenía de hacer lo que hice! O de intentarlo
al menos. Si las cosas me hubiesen ido mejor al menos
102
El Neurótico
tendría la conciencia tranquila de quien ha cumplido su
deber, Doctor Ortiz, pero a la gorda se le ocurrió
defenderse, defenderse primero, y después pegarme.
Mire cómo me dejó la cabeza: ¡Completamente
abollada!... Snif… Snif...
Pero como le decía, Ortiz ¡Un rábano me importan
a mí los comentarios! Sé cual fue el auténtico móvil, la
razón de lo que iba a ser mi primer asesinato y eso me
alcanza. ¡Lo sé! ¡Es ese mi privilegio de maniático!... Yo
he conocido... la voracidad... Tanta voracidad... Perseguir
eternamente al fantasma que se impulsa desde el deseo
insaciable... ¡Es terrible!... He sido un ser tan temeroso
ante el fracaso potencial como intolerante al éxito
constante, el cual me hubiese llevado irremediablemente
hacia el hastío. Vean: la idea del propio fracaso en
ocasiones ha llegado a conmoverme. Es más, la he
perseguido con fanática vehemencia, prestidigitando mi
hundimiento. Este instante no es más que un peldaño,
probablemente el último, en el proceso de derrumbe.
¿He dicho que soy una circunstancia? ¡Pues no es así! Soy
mi elección.
Pero es que… ¡El deseo y el placer son para mí la
fuente del más profundo dolor! Cuando más vehemente
es el deseo, cuanto mayor el goce, más terrible se hace el
dolor... Un dolor imposible de disimular... Un dolor por
el que todo va tornándose lentamente en
desahuciamiento... Me acostumbré a sobrellevar sobre las
espaldas tal sentimiento de frustración constantemente.
¡Ninguna cosa me satisface, Señores! ¿Qué cosa me
conformaría?... ¡Ah, les comentaré que hay algo! ¡El mal
ajeno! Tiendo a creer que los demás son más felices que
yo, en toda circunstancia, bajo cualquier condición... ello
termina por agravar mi mal. Con la herida a mi orgullo
llega la compensación de la envidia. ¡Sí, también yo
103
Dante Gabriel Duero
envidio! ¡Soy de la misma calaña que Miniagurria! Y es
que... Con cada placer que otro experimenta mi dolor
aumenta; sólo se alivia cuando son muchos los que
padecen males. Ya he aprendido: no habrá jamás
realidades que colmen mis expectativas; la permanencia
del deseo se manifestará una y otra vez en forma de
horrible vacío, de inenarrable angustia. La vida es para mí
un tormento insoportable y eterno, una inquietud perpetua que va
del sufrimiento al hastío...
Por ello es que he apuntado a convertirme en
señor de mi propio fracaso. Sí, caballeros,
incondicionalmente sobrellevo mi condición de mártir,
pero a costa de marcar los compases de mi degeneración
y mi caída. Ahora yo decido. En ocasiones, sí, llega el
espanto, el terror que produce saberme capaz de
semejante decisión y, lo peor, el recuerdo de mi propia
incapacidad para el disfrute. Ello me deprime. A veces
quiero ocultarme de mí mismo. Pero no puedo, porque
soy consciente, eterna y despiadadamente consciente. En
momentos tales ¡Me siento tan indefenso que me veo
tentado de mentir, para de ese modo engañarme,
también, a mí mismo! Pero no puedo. No puedo. Así que
sigo. Sigo con mi conciencia saboteando cualquier atisbo
de tranquilidad, atormentándome con sus burlas,
señalando felicidades que acompañan siempre a otros.
104
El Neurótico
Un día volví. Me había dispuesto a reconquistarla.
Llegué decidido, imponente, como si la energía que había
mantenido contenida en la represa de los días se hubiese
adueñado ahora de todo mi ser y, sintiendo que el
destino no podía representar en mi vida un lugar más
importante que el que tenía la contingencia, repuesto y
con la firme idea de no marcharme hasta lograr que mi
querida comprendiese todo el amor y la pasión que le
prodigaba, de hacerle entender que estaba dispuesto a
olvidármelo todo para, de allí en más, reordenar mi vida
y proyectarme en un futuro promisorio; así, me adentré
al hall del edificio y oprimí el botón del estúpido portero
eléctrico
¿Pero saben qué? Ella se negó a atenderme. Estaba
recostada, dijo. ¡No quería levantaste a recibirme! Me
dijo que volviese, mejor, otro día. Vean cómo sufría este
pobre hombre y como ella, incapaz de acongojarse o
compadecerse, me negaba toda misericordia.
Me alejé corriendo, los ojos inundados en lágrimas
y sin saber si mi tormento obedecía a esta altura a la
rehúsa de Laura a atenderme, o al desprecio y el
desinterés que había dejado alimentar para conmigo. El
caso concreto, y olvidando infortunios circunstanciales,
era que la muñequita preciosa no se molestaba en dar
explicaciones, razones ni oportunidades; que no decía
nada ni me explicaba cómo, tan rápidamente, había
permitido que yo pasase a ser en su vida tan poca cosa.
¡Pensé en matarla, Doctor! Juro que aquella vez lo pensé.
Sin embargo me conformé con destinarle una larga
caravana de maldiciones. Esto encubrió en algo la
sensación de ahogo metafísico que mi alma sufría. Era
indignación. Era asco. Era vergüenza...
¿Ahogo metafísico, he dicho?... ¿Qué tiene todo
esto de metafísico?...Me sentí un perro, uno que víctima
105
Dante Gabriel Duero
de un instinto rastrero muy cruel y tras ser pateado por
su dueña por ninguna causa, volvía acuclillado y con la
cola entre las patas, con ojos pedigüeños de clemencia y
perdón. Pero no encontraba amor. ¡No señor! Lo que
encontraba era indiferencia. O peor, otra patada. Lo más
triste era mi incapacidad para oponerme a mis impulsos.
¡Ya ven Señores médicos, cuáles son los modos que
tenemos de enterarnos de cual es nuestra auténtica
sustancia!
Después de aquel episodio me juré y prometí no
volver. ¡No regresaría nunca jamás tras los pasos de la
pérfida! Otra vez fue en vano. Deseoso de más
humillación regresaría. ¿Un mes después? ¿Acaso unas
semanas más tarde? ¡Nada de eso! Al día siguiente.
106
El Neurótico
Allí volvería a estar yo, patético, lastimoso... Con
mi mirada lenta, enturbiada una vez más con dolorosos
recuerdos, con la mente distendida, no por volición
como por cansancio, parado justo en medio del
boulevard por el que transitaban un sinnúmero de vidas
inútiles que no iban a ningún sitio; con el alma próxima a
evaporarse,
como
gas
inodoro
e
inocuo,
desgraciadamente inocuo…
¿Qué tipo de dotación extra convertía a la hembra
en ser tan ignominoso y siniestro? ¿Sabe qué, Ortiz?
¡Realistas! Eso es lo que son. Este calificativo exacto y
horrible viene a nombrar lo innombrable. Pragmáticas.
Rapaces. ¿Quienes sino ellas harán sobrevivir a esta
especie de zánganos desalineados que venimos a ser
nosotros, descuidando las teorizaciones innecesarias y los
por qué volátiles? ¡Hechos y más hechos para las ladillas
gordas! Intuición mordaz y sensiblería aprovechable...
Con debilidad, con exageradas demostraciones de afecto,
conmueven al hombre hasta el estremecimiento y la
tontería, desplegando un cinismo atroz que bien
disfrazan bajo el manto de la inutilidad y la sumisión...
¡Sexo débil! ¿A quién diablos pudo ocurrírsele semejante
barbaridad? El hombre cree tener el poder, cuando es la
hembra la que siempre tiene al hombre...
107
Dante Gabriel Duero
Llevaba largo rato sentado, envuelto en toda clase
de dudosos razonamientos, mientras el costado izquierdo
del cuerpo se me endurecía por el frío que me contagiaba
una columna de cemento. Había llegado como a las ocho
y me había parado frente a la antipática caja de metal.
Amilané la cobardía, junté coraje, y apreté el botón del 3°
C dispuesto a luchar, una vez más, contra la conjura
combinada de la femineidad y la telecomunicación
porteril y eléctrica ¿Y?.. Pues y nada. Como no me
contestó nadie, insistí. ¡Nuevamente silencio, que va!
Opté entonces por alejarme, para ponerme en
perspectiva y para así observar su dormitorio. Había luz.
Estaba. No quería atenderme. ¿Cómo podía ser?...
“De seguro que está con el otro. Y se niega a verme”, me
dije, creyéndome muy perspicaz, mientras cruzaba
corriendo el boulevard.
Un rato después volví a oprimir el cacofónico
botón. Esta vez lo hice con obstinación. Nadie atendió.
Como toda otra respuesta era inconsecuente, me
senté a esperar. Solamente esperar mientras intentaba
anular la conciencia. Pensar en la desesperación como en
una esfera plástica y hueca y esperar, tozuda,
pacientemente, aunque mi propia paciencia fuera más
tímida que una tortuga escondida en su caparazón.
Entonces,
abominable,
mortal,
creciente,
imperialista, la pregunta, el cruel interrogante vino a
colmarlo todo. ¿Para qué? ¿Esperar qué cosa? Una vez
más mis afectos me sometieron a los rápidos impases
lábiles a los que a esta altura ya me tenían completamente
acostumbrado. Me venía el impulso fatal, satánico. Me
imaginaba buscando un revolver, por ejemplo, sacando
¡Dios sabe de dónde!, uno. Y regresando para hacer
estallar los vidrios de la puerta del edificio. Fantaseaba
con entrar al edificio, aunque la muñequita encantadora no
108
El Neurótico
quisiera tenerme cerca y… Pero me di cuenta: ¿Para qué
hubiese hecho semejante cosa? Además de que no tenía
revolver. Lo que debía hacer era hacer saltar la tapa de
los sesos al gavilán que me había robado a mi novia.
¡Ah!... ¡Imaginaba gustoso el rostro anonadado de la
muñequita encantadora, al borde del llanto, desesperada y
sin creerlo, viendo como su querido se revolcaba en el
piso como un sapo! Pero no tenía revolver…
También la esperanza me domeñaba por
momentos. Entonces me reconciliaba con la vida. Y con
Laura. Fundamentalmente con ella. Se me ocurría que
podía ser todo el resultado de un embrollo, de cosas que
no habían sido suficientemente habladas; pensaba que tal
vez ella se encontraba tan angustiada como yo. Tal vez se
sentía sin fuerzas, deprimida, sin ánimo...
¡Escuche las idioteces que le digo! ¿Se da cuenta?
Pensaba como un imbécil. O sea que ella estaba tan pero
tan angustiada y era tan grande su desánimo ¡Que se
hallaba sin fuerzas para abrirme la maldita puerta! ¡Una
total tontería, mi idea!... ¡No! Laura se encontraba
perfectamente bien sin mí. ¡Podía intuirlo!... Por ello no
me habría la puerta, por ninguna otra razón. Y quizá,
también, porque la estaba pasando genial mientras aquel
pedazo de tunante la manoseaba. En tanto, yo,
¡Desesperaba como el más idiota!
109
Dante Gabriel Duero
“¿Y si me suicido?” - pensé. “¿Y si me arrojo bajo
las ruedas de un colectivo?”… ¡Sí, morir suicidado! Era
es una gran cosa. Acto sublime… Suicidarme hasta el
romanticismo descarado. Suicidarme de amor. Y llorar.
Llorar. Antes de suicidarme llorar por todo; por ella, por
mí, por el pasado perdido y el futuro incomponible. Esa
sí que era una gran idea ¡Quería yo ver el rostro de la
desdichada infiel, cuando supiese que me había perdido
definitivamente! Terminaría envilecida por el tormento.
Porque claro, le haría saber que todo era culpa suya. Le
dejaría una nota. Una nota suicida. ¡O no! ¡Mejor! No le
haría saber ninguna cosa a ciencia cierta. Que el fantasma
de la duda le retorciera los tuétanos a la malvada. Quizá
hasta podía haberme suicidado por otra. ¿Qué sabía ella
por quién me suicidaba yo?….
Hasta que pensé que, si no me quería ya, entonces
¿Qué le importaba lo que fuera a hacer? Peor aún, puesto
que ella me despreciaba. ¿Qué podía importarle,
entonces, lo que hiciese yo con mi vida y con mi
muerte?... ¿Y quién me aseguraba a mí que le hacía con
ello un favor, inclusive? ¡Atienda Ortiz, un favor! Resolví
que a los únicos que importunaría con mi bellaco acto
era a los muchachos de la morgue. Y decidí que no me
suicidaría nada. “¡Que se suicide ella si quiere!”, pensé.
“¡Mejor: los mataré a ambos!”... ¿Era lo correcto?...
La duda… Siempre la duda… Porque... ¿Y si en lo
profundo, en algún sitio, ella aún guardaba algún tipo de
amor por mi persona? ¿Y si todavía hubiese habido algo
por recuperar?... ¡Ah! ¡Maldita indecisión!... Tal vez
hiciera falta tiempo, me dije. ¿Lo iba yo arruinar todo por
despecho o apresuramiento? No, no podía. Entonces...
¿Qué?... Esperar, con paciencia la ladilla debería esperar.
Hasta el infinito. Hasta la aspiración mendiga.
110
El Neurótico
Harto, opté. Por marcharme, claro. ¿Quién diablos
se creía, después de todo?... ¿Me había decidido? ¡No
señores, ya verán que no!...
je je… je je je…
No les contaré de ese otro día, Doctores. Es
demasiado vergonzoso. ¡Demasiado! Y yo no estoy aquí
para humillarme ni para divertirlos, ni a usted, Ortiz, ni a
otros estos sátrapas, sépanlo bien. Para lo que estoy es
para curarme, así no vuelvo a intentar matar a mi
concubina.
¡Pero es por fallar que debieron de haberme
encerrado, no por tratar de acogotarla! Para mal de
peores, caballeros, fíjense lo que es la fatalidad que no
sólo no pude aniquilarla como a un sapo; además, ella se
reveló. ¡Sí señores, la muy atrevida se reveló! Me tomó de
un brazo, me lo retorció contra la espalda y, agarrando
con su otra mano mi cabeza, me le dio un montón de
golpes contra los barrotes de la cama. Tantos fueron los
golpes que ha de haberle quedado doliendo el brazo del
cansancio.
Y bueno, amigo Ortiz, usted debe entender que
había desventaja física. Yo soy pequeño, mi talla es la de
un tísico casi. ¿Y mi estatura?... Mire mi estatura; si me
siento le juro que mis pies no tocan completamente el
piso. ¿Qué podía hacer yo entonces emprendiendo una
lucha con semejante dinosaurio? Traté, juro que con el
máximo empeño, pero la gorda parecía una luchadora
sumo. El rostro se le había puesto rojo como un tomate
y los cachetes le bailoteaban de un lado a otro como si
fuera un perro buldog. ¡Eso también debe haber sido,
Ortiz! ¡Tan horrible y demoníaca estaba esa mujer, que
de seguro me asustó, mis fuerzas mermaron, y fallé!
111
Dante Gabriel Duero
¡Ah, de qué modo hablo y cómo se dejan ustedes
engañar! De seguro que hasta me han juzgado como a un
infortunado, un pobre diablo ¿Pero quieren que les
cuente cómo eran mis días antes de que Laura me
abandonase? Les he dicho que hice con ella una poesía, y
ello ha sido una parte, por cierto, pero una muy pequeña
de nuestra relación... ¡Hastío!, Ortiz. Es esa la palabra
que mejor definiría mi estado anterior. Constantemente
vivía con la impresión de que todo sería igual, por
siempre. Mientras las tardes se desdibujaban en los
mundos de afuera y el sol agreste de la siesta asaba la
tierra de las macetas del pensionado en donde vivía por
aquel entonces, pensaba que nada, nunca, llegaría a
conmoverme. Así que ya le digo: si su ausencia me
desgarró, su presencia no siempre me hizo sentir mejor.
Y es que mi cerebro funcionó todo el tiempo mal. Tal
vez se trate de alguna tara genética. ¿Le he contado algo
acerca de mi abuelo? El también estaba muy mal de la
cabeza. A los cincuenta y nueve años se desbarajustó el
pecho de un escopetazo porque su amante decidió
abandonarlo e irse con un hombre más joven. Estuvo
moribundo durante diez días. Durante esos días mi
abuela se ocupó de cuidarlo. Hasta que se recuperó. Sin
embargo al viejo idiota se le puso en la cabeza que ya no
se levantaría de la cama. “La desilusión me rompió el
corazón, Amanda”, se quejaba con su mujer, el muy
caradura. Así vivió, acostado, durante sus últimos diez
años de vida, haciéndose atender y quejándose de que no
podía confiarse de ninguna mujer. ¿Se da cuenta, Ortiz?
¿Qué puede esperarse entonces de mí? ¿Lo ve usted?
112
El Neurótico
Lo que quiero decir es que hubo épocas en que mi
relación con Laura no pasó de reunirme con ella de tanto
en tanto para hacer el amor... Recuerdo cómo se enojaba.
Decía que nada más quería manosearla. Alguna vez llegó
a maldecirme, a tratarme de sádico sinvergüenza. En
ocasiones, luego de que habíamos tenido relaciones le
pedía que me hiciera unos huevos fritos con un
calentadorcito. “Dale, dale, dale”- le ordenaba. Mientras
la habitación se llenaba de olor a aceite hirviendo y ella
me acusaba, entre suspiros y sollozos, de descuidarla, de
no tratarla como una dama. Me rogaba, para que le dijera
que la amaba. Yo le respondía que no se me venía en
ganas, que no se me antojaba decirle nada, que ni siquiera
me gustaba hablar con ella y que si había algo que no
toleraba eran sus silencios de vaca. “Bueno, ¿Y huevos ya
están?”, remataba.
Un día, inclusive, la dejé en mi casa, encerrada
durante cuatro horas: “Vos te quedás acá y me esperás”le dije y me fui por allí a beber algunos tragos con
Osvaldo, que me felicitó por mis comportamientos
canallescos y me pidió que lo acompañase a lo de las
prostitutas.
Como le digo, en los primeros tiempos a mí la
chica no me importaba, Ortiz. Si me reprochaba alguna
cosa, le respondía que se había puesto sensible por su
menstruación; si estaba demasiado cariñosa le decía que
le fuera a otro con tantos mimos, que yo no era ningún
oso de peluche para que me toqueteara así... Todo eso lo
había copiado del Vasco; quiero decir, de Miniagurria. Él
decía que tratarlas mal era el modo más directo de
asegurarse su incondicional amor. Y yo me complacía
haciéndole caso.
¿Ya les he hablado de Carla? Carla era la novia de
Osvaldo. Una muchachita de aspecto anémico, muy
tímida e insegura. ¡Debieran ustedes haber visto como se
113
Dante Gabriel Duero
comportaba el sinvergüenzas para con aquella
desdichada! “A ellas les gusta ser maltratadas”, sostenía
Miniagurria, mientras se desajustaba la corbata de colores
chillones y se arremangaba la camisa hasta encima de los
hombros, tomando la posición de un entendido en el
tema, de un especialista que habla con el completo
beneficio de la certeza que se ha obtenido con los años y
el oficio. “¡Son como perros! De forma más o menos
explícita siempre es bueno violentarlas, ya sea con juegos
psicológicos o bien pegándoles. Quieres que te diga algo
Julián, el tema del buen trato es exactamente igual que la
cuestión de la verdad: que lo pidan, no significa que lo
quieran. Por ello nunca hay que darles con el gusto: a las
mujeres ¡se les pega y se les miente! Apréndete bien esta
lección, chaval. Cuando por ejemplo, poniendo su mejor
gesto cordial, cual si ella fuese una madrecita que espera
sonsacar a su retoño alguna mentirilla, Carla me pregunta
si la he engañado alguna vez, tal vez sin habérmelo
propuesto, quizá víctima de una borrachera y, por caso,
con tal o cual amiga; cuando me pregona que no le
importa que lo haya hecho, que lo que necesita, que lo
que a ella verdaderamente le importa es conocer la
verdad, pues la verdad es la monolítica columna sobre la que uno
debe edificar toda buena relación... ¿Tú que crees que le
respondo?... ¡Claro! ¡Que no hombre, le digo que no, que
nunca, que como puede ocurrírsete, mujer, hacerme
semejante pregunta! Entonces ella insiste con que si le
miento es peor, que ella prefiere siempre la verdad, por
más cruda que la verdad sea, que es mejor que yo le diga,
porque si se llega a enterar, si ocurriese que habiendo
cometido yo alguna vez una infidelidad, ella llegase a
enterarse por otra vía, pues eso sí que no me lo
perdonaría; que en cambio ahora es distinto, que es el
momento para confiar y decir lo que deba ser dicho.
¿Qué cosa hago yo entonces, Julián? ¿Ceder? ¡Jamás! ¡Me
114
El Neurótico
mantengo firme, tío, como un soldao! Y sigo diciendo que
no. ¿Qué piensas tú que haría ella si de pronto, en un
estúpido e inoportuno arranque de sinceridad y de
escrúpulos a mí se me ocurriese decirle: “Pues sí, querida,
resulta que te he engañao unas veinte o treinta veces. ¿Sabes qué?
Te diré todo. Te seré sincero, amor: me he acostao con Fulana,
Mengana... ah y también con Zutana… Pero mujer, te juro que
ninguna de esas mujeres significaron nada para mí, a la que quiero
es a ti, mi Carla? Te lo digo, chaval: me daría de pataaas en
el culo y después, para humillarme, se iría con el primer
gillipollas que pasara por la puerta diciendo: ¡Y pensar que
confié en este hijueputa!. Entonces yo me sentiría, además
de mal parido, un infeliz, y como creo que con una sola
cualidad de esas me basta para ser quien soy, esto es: un
reverendo hijo de mala madre, y prefiero antes ser lo
primero que lo último, niego, Julián, hasta el final y
aunque me traigan como prueba de la iniquidaá una
filmación mía en celuloide de 35 milímetros y en primer
plano; yo niego tío, digo que ese no soy yo, que han
puesto a un doble pa´engañarla... Además de esa forma se
queda ella tranquila, porque ante la duda prefiere dejarse
convencer, ya que dudar de mi sería aceptar de modo
implícito que ella es una cornuda, y Carla, chaval, es una
mujer demasiao débil, demasiao flojita pa´ tolerarlo”.
Entonces, encendiendo un cigarrillo, pitando
intensamente, haciendo como si saborease tabaco inglés
muy fino, Miniagurria escupía en ese momento anillos de
humo y ponía un gesto engreído, de sabiondo y agregaba
algo como: “Hombre ¿quieres que te diga otra cosa?...
Con su conciencia individual ellas nos odian, pero desde
su instinto, con una lucidez ancestral y zoológica, cada
vez que las maltratamos confirman que nos aman un
poco más de lo que creían. Piensan que si lo hacemos es
porque tenemos razones; que, según vamos
demostrando, para encontrarnos bien no dependemos en
115
Dante Gabriel Duero
nada de su compañía. A la mujer vale hacerle creer que
puede irse cuando quiera, que ello no nos va afectar en lo
más mínimo. Si las haces pensar así terminan por evaluar
que la actitud nuestra tiene que ver, están convencíaaas
(¡extraña es la lógica de la mujer, Julián, tanto como la
facilidad con que se saltean partes de los silogismos o
inducen que si un cisne es blanco luego todos los demás
lo son!) con que nosotros hemos de poseer de seguro,
algún bien valioso, algún tesoro espiritual, un lado oscuro
de nuestra personalida; un secreto que aún no han alcanzao
a descubrir, y que nosotros no nos hemos molestado en
revelar. Comienzan así a temer, chaval, que si se ponen
insolentes, de un momento a otro, fastidiaos, nosotros nos
marchemos, llevándonos bien lejos ese tesoro que las
intriga y que, y esto es lo más doloroso para la rebelde,
quizá otra podrá disfrutar. Así que, víctima de los celos y
la envidia potencial, se quedan sumisas y acalladas,
Julián... como esclavas...
“Pero ¿qué pasa cuando uno las atiende, las trata
de buenas maneras y les dice palabras cariñosas? ¡Pues
creen que nos hallamos conformes, tío, piensan que
somos unos gillipollas y que por nuestra parte ninguna
otra cosa tenemos para ofrecer más que la aburrida vida
que ya hemos mostrado! Y con su dichosa lógica
terminan por suponernos los más taraaaos de todooos;
suponen que somos incapaces de lograr otra conquista
fuera de ellas; imaginan que nos sentimos inseguros, tío,
que nuestro buen trato es sólo un medio para retener a la
única flipada que fuimos capaces de hacer caer. Y deciden
escaparse... ¡Te mandan al carajo, tío! Por eso es que yo
digo: hay que maltratarlas y vejarlas, así sienten que
eligieron al candidato correcto, que se han encontraaao con
un buen partío... ¡Hay que maltratarlas... je... je... je... hay
que maltratarlas y vejarlas, amigo mío!”
116
El Neurótico
Yo, Doctor, de todo aquello aprendía. A veces me
he arrepentido. ¿De qué?... De haber aprendido, pero
también de no haberle hecho más caso a mi amigo…
Hubo ocasiones en que llegué a maltratar a la muñequita
encantadora obedeciendo al Vasco. Unas veces fue presa
del aburrimiento; otras de celos enfermizos. Como aquel
día de la pensión en que....
Habíamos hecho el amor y habíamos comido. Ella
se puso a lavar la vajilla en una pequeña bacha, que había
en la habitación. Se me ocurrió preguntarme si no era
posible que ella… que ella mintiese, Doctores. Porque…
si descubría que lo había hecho siquiera en una
ocasión… ¿Cómo confiar que esa actitud no se había
vuelto hábito? ¿Dónde quedaba guardada la inocencia e
ingenuidad?
Recordé que Laura no les decía a sus padres toda la
verdad acerca de mí. Recordé una sonrisita, una mueca a
la que alguna vez sospeché como cargada de no sé que
tinte hipócrita. ¿Y si tenía habilidad de comediante?
¿Quién me aseguraba que no la usaba conmigo?
“¡Vos!”, espeté de pronto. “¡Con tu habilidad de
mujercita fácil, sin voluntad ni conciencia de nada!... ¡Sos
una farsante, una torcaza descarada, yo lo sé!”. Al decir
esto, comencé a ponerme los pantalones con actitud de
falsa dignidad ofendida. “¿Qué me decís? ¿Por qué me
tratas así, amooor?”, preguntó dando media vuelta,
dejando caer sobre su hombro un mechón dorado que se
pegó en el plato lleno de grasa y detergente. “¡Nada! No
digo nada ¿Entendés que no digo nada? ¿Qué sentido
podría tener hablar con vos, si jamás entendés, si siempre
estás callada? A ver, decime ¿Por qué nunca hablás?
¿Qué tenés para ocultar en esos silencios?... Ves, allí
estás, de nuevo, con esa carita de candorosa, de mosquita
muerta, pero no pronuncias palabra... Y yo sé por qué…
¡Lo sé! ¡Vos mentís, Laura! ¡Estoy seguro que mentís!
117
Dante Gabriel Duero
Cuando te reís, por ejemplo, tu risa no es sincera, es
entrecortada, dejas ver demasiado los dientes, como una
actriz de Hollywood o como alguien que hace una
publicidad de dentífrico... Tus dientes... son demasiado
blancos y eso no es normal; son como los de la gente que
oculta y necesita lavarse y desinfectarse… Lo sé todo
¿Ves?”.
Sus ojos se habían puesto rojos y, con su cuerpo
tembloroso, dejó entrever su confusión. Pero yo no
toleré dejar las cosas ahí nomás; debía insultarla,
degradarla. Era ese el momento que me excitaba. “Es el
momento de hacerle ver que no me merece”, me decía,
tratando de imitar los pensamientos de Miniagurria.
Le grité: “Acaso vos... vos, sí, ya te pedí que no me
mires con esa cara de mosquita muerta, torcacita… ¿No
podés haberme mentido desde el primer día, como tantas
otras tal vez lo hayan hecho? Porque ¿Sabes una cosa?
Muy poca gente dice toda la verdad. Vos por ejemplo
¿No les mentís a tus padres?”. “¡No, Julián! ¡A ellos no
les miento!”… “¡Ah! A ellos… ¡O sea que a mí sí! ¡Te
descubrí, embaucadora!”, volvía a atacar. “Me refería a tu
acusación… Snif…Snif… Vos me acusabas de mentirles.
Y yo te dije que no”, dijo ella. “Sin embargo, podrías
haber dicho: yo no miento”, retruqué. “Sólo quería decir
que no es cierto que mienta y, menos aún, que les mienta
a mis padres, Julián. Sólo eso. ¿Por qué complicás
todo?”… “Bueno, veamos si es así. A tus padres: ¿No les
decís de mí cosas que no son ciertas? ¿Les contás acaso
que te acostás conmigo? ¡Ah! Ellos creen que le pagan el
alquiler del departamento a su hijita, a su hijita que
estudia, que hace lo que debe... ¿Pero en cambio qué
hace su hijita? ¡Ah! Se revuelca conmigo… ¡Ay, yo te
conozco Laura, te conozco!... ¡A mí no me podés
engañar!... ¡Vos a tus papás no les decís lo que nosotros
hacemos desnudos, en esa cama!... je je je…Ahora sí que
118
El Neurótico
te agarré”. “Pero... no estoy entendiendo nada, Julián.
¿Qué es lo que esperás? ¿Cómo les voy a ir a decir a mis
padres semejante cosa? ¡No te comprendo! ¡Te juro que
hay veces en que no te entiendo!”, dijo al borde del
llanto. “Contame qué fue lo que te puso de ese modo.
¿Hice algo que te molestó? Estábamos bien hasta recién
y ahora me salís con todo esto. ¿Qué fue lo que te enojó,
amooor? ¡No lo entiendo!”.
Estaba por ceder. Sin embargo continué con mi
escenita. “¡No me vengas con eso, ni trates apaciguarme,
estafadora! Con tu almita de hembra procaz... Puedo
ver... Yo puedo ver el trasfondo de las cosas. Está bien,
sí, alguna vez te creí ¡Como un idiota te creí! Pero ahora
sé, sé que no sos lo que dijiste ser... Lo sé muy bien, yo
me doy cuenta. A veces te reís, por ejemplo, y es como si
te estuvieras riendo no de lo que tenés que reirte... Es
como si te rieras de mí, Laura, de mí. ¿Vos te reís de mí,
acaso? ¡Pero de mí no ser ríe nadie, señorita! ¡Nadie!”.
“Yo nunca te mentí, Julián. Y no me río de vos. Jamás
me reí de vos. ¿Cómo podría? ¿Por qué haría algo
semejante?”. “¡Ah, yo que sé para qué! ¿Ahora yo soy el
que tengo que saber los motivos de tus infamias?
¡Contame vos por qué te reís de mí! ¡Explicame para qué
mentís! A lo mejor yo te parezco un infeliz, alguien a
quien es fácil engañar, por ejemplo. ¿Acaso no le parezco
un infeliz a tus padres? ¿No me dijiste que tus padres
piensan que soy un pelele, un fantoche que se cree la
gran cosa? Quizá mentís para practicar y para poder
embromarme mejor cuando se te venga en ganas. ¿Acaso
ustedes las mujeres no hacen eso? ¡Joder por joder
nomás! ¡Mentir por principio!”.
Tenía la cabeza empastada y ya comenzaba a sufrir
esa distorsión de los tiempos y espacios que nos pueden
hacer sentir un personaje de ficción, el héroe de una
novela rusa, como si las cosas sucediesen en cámara lenta
119
Dante Gabriel Duero
y yo no fuese yo, o estuviese en otro sitio mirando cómo
las cosas tomaban su ritmo después de aquel
empujoncito.
“Algo siempre guardan. Yo lo sé ¡A mí no se me
engaña así de fácil! ¡No, señorita, no se me engaña,
sépalo bien! Ustedes, querida, traicionan porque está en
su naturaleza. ¡Unas hipócritas, eso es lo que ustedes son!
¡Todas! ¡Yo eso lo sé! ¡Y no soy el único, para que sepas!
Hay otra gente, un amigo mío, por ejemplo, que es
filósofo y que piensa igual; él también se dio cuenta de
cómo son las cosas”.
Comencé a sentirme terriblemente deprimido.
Quería estar en otro sitio, en una cama y con la cabeza
metida bajo las sábanas. Ahora deseaba terminar pronto
la comedia.
“No sé... no sé porque ahora me achacás todo esto
Julián, ¡Ay Julián!... No entiendo, no entiendo... Mirá lo
que me decís... tus palabras... ¡Y qué cosas horribles son
las que estás pensando ahora de mí... qué cosas... qué
cosas!”. “Mirá, querés que te diga qué pienso ¡Pienso que
vos sos una putita! ¡Si, una bien grande! ¿Y yo que soy?
¿Eh? ¿Qué soy?... ¡Pues un salame! ¡Ahí tenés lo que
pienso! ¡Eso pienso! ¡Ja ja ja! ¡Eso!“, y al decir así, rompí,
sin darme cuenta, el vaso y rajé el mantel. “¡Entendélo y
no llorés Laura, Ustedes mienten... siempre mienten! ¡No
pueden evitarlo! Tienen que preservar la especie. Por eso
mienten”. Desconsolada, ella me observaba, los ojos
inundados en llanto y asintiendo con la cabecita. Sentí
ganas de pegarle. Pegarle y, después, besarla. ¡Ah!
¡Siempre fantaseaba con hacer eso!
“Mirá”, dije al fin y era ese quizá, el momento que
más disfrutaba de la escena, cuando, inmerso en culpa,
comenzaba a intentar reconciliarme, redimirme del
pecado, “Voy a creer todo lo que me decís, pero no
porque lo merezcas, sino porque yo quiero ¿Entendés?
120
El Neurótico
¡Porque quiero, y listo! Es así de simple: ¡Estoy aburrido
y por ello decido creerte! Pero necesito que sepas que soy
conciente de tus estafas, de que más de una vez me
faltaste a la verdad. Yo lo sé todo. Y quiero que sepas
además que eso me atormenta mucho; imaginarte
haciéndoles favores a otros, pensar que quizá has podido
tener mejores orgasmos con otros que conmigo ¡Eso me
enloquece! ¡Ay, cómo puedo tolerarlo!... Y lo más
terrible... lo peor es que todo esto yo quizá nunca llegue a
saberlo... ¿Qué es lo que me pasa, me preguntás? ¡Qué es
lo que me pasa!... ja ja ja… Te lo voy a decir lo que me
pasa, torcacita: pasa que ciertas noches, mientras el
insomnio me aprieta contra la noche, fría y vertiginosa y
en tanto vos dormís, Laura querida, caliente en Dios sabe
qué sábanas, yo salgo a caminar y me desvelo por las
calles... ¡Eso me atormenta! Y si por las noches tomo
vino, y me olvido, igual sigo pensando, siempre sigo
pensando... Mientras vos bocetás sueños dulces y
sonrisas livianas, yo por dentro desespero ¿Entendés?.
¿Cómo puedo estar seguro de que sos mía? La sola idea,
la pregunta... la duda terrible... ¡No te hacés noción de
cómo me roe los huesos y la tranquilidad! Lo peor de
todo es que me quieras... Es por ello que te aborrezco
más... porque seguramente también yo te quiera... sí,
seguramente. Así que no te rías. No te rías más de mí,
porque yo sufro, sufro aunque vos no te des cuenta”. Y
luego de decirle así la abracé, Ortiz. Sí, búrlese, búrlese
usted también, pero le juro que así fue: la abracé y la
besé. Y después la eché a la calle a patadas. Y es que no
pude soportar tenerla cerca. Quise llorar. Y para llorar
necesitaba estar solo.
121
Dante Gabriel Duero
Ahora recuerdo. ¡Cómo la quise! ¡Cuánto la quise,
sí! Cantidad de tardes anochecidas pasé junto Laura, mi
Laura... atosigándola de caricias, de sentimientos bellos,
de palabras dulces… ¡Cuántas noches de verano no
pasamos bajo la penumbra de una luna meliflua que
amadrinaba mis cantos de poeta! Ella, Laura, fue por un
momento mi consuelo en esta vida. Entonces todo se
tejía en un ritmo lento, tranquilo y armónico, bajo el
silencio de un cielo cálido, salpicado de ojos titilantes que
eran testigos de nuestro amor. Nos amábamos... ¡Y
cómo! Puedo retrotraerme ya mismo a aquella tardecita
en que, bajo una lluvia de enero, hicimos el amor sobre
las escaleras, en la galería de una vieja casa en ruinas. No
llevo sino una vida de extrañar ese momento, nada más
que ese momento. Mis insomnios, Ortiz, todos ellos son
consecuencia de las reminiscencias de ese instante.
Aquella dulcísima noche se me ocurrió decirle de
repente que no volveríamos a vernos nunca más, que
debíamos separarnos. Había visto una película en la cual
una mujer se suicidaba por amor. Llevada por su amante
a un punto culmine decide quitarse la vida, para no
permitir que tan bella relación decayera en una instancia
común de convivencia sin más. Remedando aquella
escena, sentí que sólo en ese instante estuve vivo, que
únicamente en aquel momento viví algo verdadero.
¿Todo lo demás? Una patraña. Que ella sufriera por mí
me animaba, me hacían sentir exultante. Amé a Laura en
ese instante como nunca después pude hacerlo.
“¿Qué estás diciendo?”, me preguntó. Sus ojos se
habían entumecido. Y entonces yo... ¡Yo, Doctores! ¡La
tomé entre mis brazos y la besé apasionadamente!
¡Laura!... Laura!... Fue ella mi fantasma ¿Lo
comprenden? La esperé desde siempre. Fue un fantasma
obscuro con el que conviví durante años. Un día ella de
repente apareció. La reconocí inmediatamente. Ahora
122
El Neurótico
jamás nos separaríamos. ¿Cómo podría llegar a ser feliz
con ninguna otra mujer? ¿Cómo podría aceptar a otra
que no se asemeje a mi Laura?
¿Sabe qué? Algo intrínseco me lleva a anhelar la
pérdida, Ortiz, a mentar la ausencia de lo sublime. Desde
siempre la muerte y la pérdida han inspirado mis más
complejas fantasías y han despertado mi sensualismo.
Por todo ello es que no insisto, y es por lo que ahí
me tenían hasta hace poco, junto a esa mujer gorda y
horrible... porque lo grotesco jamás puede engañarnos.
Esa es la única virtud de esta mujer que estaba conmigo...
Ella casi ni hablaba, salvo para insultarme... era gutural.
¡Si hasta daban ganas de tratarla como a un animalito! Y
a propósito ¿no ha venido ella a buscarme? ¿Ni siquiera
ha llamado para preguntar por mí?... ¡Oh, ya veo! Es que
debe haber quedado resentida…
123
Dante Gabriel Duero
Pero iba yo a contarle de mi amigo Osvaldo. Para
la época en acontece esta conversación, decisiva y trágica,
por lo demás, para mi vida, había perdido yo toda
oportunidad de ser alguien en la vida. Si hasta entonces
había podido arreglármelas, ahora mi desempeño
académico mermó todavía más y el bedel exigió, con el
fin de hacer en mi analítico los correspondientes
“arreglos”, un dinero que yo no podía pagar, cosa que
anuló la posibilidad de la beca a Italia... Mi situación
económica encima no daba ni para la dieta. Como no
trabajaba, no cobraba. Debí abandonar la pieza que
alquilaba en la pensión y mudarme al departamento de
Osvaldo, que (verán en seguida cuán “amablemente”) se
ofreció a prestarme todo el auxilio que me fuera necesario.
Dije amablemente pero su compasión y condolencia
eran pura apariencia. En verdad gobernaba a mi amigo
un sentimiento sádico que lo llevaba a gozar
enormemente de mi infortunio o del de cualquiera ¡Y
con qué morbo exquisito! Pues les repito, él no era ni
bueno ni noble, si es que sirve de algo usar tal expresión
para referirnos a aconteceres humanos; me ayudaba
porque así podía compadecerme y sentirse en una
situación casi privilegiada. Era un juego vil en el que
hacía el papel de samaritano consolador, ante mí, que
verdaderamente no era más que su pobre víctima.
A Miniagurria mi mala sangre putrefacta le daba
vida, señores... Aunque se decía amigo mío, una enorme
e inexplicable envidia guiaba desde lo profundo todos
sus actos. ¿Qué podía envidiar él de mí?, me preguntarán
ustedes. Pues no lo sé. El era un filósofo, un individuo
demasiado oscuro como para ser diseccionado con
nuestro torpe entendimiento; me refiero a un ser incapaz
de amar, como usted o como yo, de modo sencillo,
natural. Miniagurria era un ser enfermo que tendía a
124
El Neurótico
alejarse de quienes le querían, buscando afanosamente
ser odiado...
Igualmente, de lo que sí estoy seguro es de que, por
alguna causa, se estableció entre mi amigo y yo un vínculo
ambiguo, muy especial, que nos llevaba a atraernos y
repelernos con la misma intensidad. Hay episodios,
respecto de mi amistad con él, que quizá le digan más al
respecto....
“¿Y ahora de qué vas a vivir?”, me preguntó mi
amigo, por aquellos días, cuidándose muy bien de fingir
su curiosidad perversa y sabiendo perfectamente que a
mí no me quedaba ni un solo centavo. Con apenas un
hilo de voz y tremendamente compungido, le contesté
que no tenía la menor idea, que no me quedaba nada. “Si
quieres puedo prestarte algún dinero”, me ofreció,
sabiendo de qué modo me humillaba. “Te cobraré
intereses razonables”.
Le gustaba recordarme su posición más cómoda.
Como dije antes, Doctor Ortiz, disfrutaba de dar
limosnas (económicas, espirituales o del orden que
fueran) para rebajar al prójimo. Esta pasión desviada ha
de haber tenido su origen, según presumo, en lejanos
tiempos, cuando él junto con su familia, viviendo aún en
España, sufrieran enormes pérdidas económicas y
morales, ello después de que su padre fuera destituido de
su cargo de Juez. Les embargaron todo. Tuvieron
entonces que pedir favores viendo cómo las puertas se
cerraban una y otra vez en sus narices. Osvaldo era por
aquella época un adolescente y ha de haber sufrido
aquello como una enorme humillación. Excluido del que
hasta entonces había sido su grupo de pares, debiendo
rebajarse y teniendo que aceptar que otros, a los que
siempre había tratado con desprecio, lo despreciaran
ahora a él, se refugió en su soledad y tragó el veneno.
125
Dante Gabriel Duero
Fue de este modo, creo yo, que comenzó a forjarse su
carácter desequilibrado. Desviado.
Lo cierto es que ahora, quiero decir, en el
momento que les estoy refiriendo, Osvaldo se sentía
bien. Y por nada del mundo hubiese querido que mi
situación se aliviase. Lo curioso del caso es que yo iba a
verlo con regularidad, buscando en tan mal intencionada
compañía un apoyo emocional y humano que jamás me
sería brindado. ¿No es esto llamativo? Miniagurria, en
actitudes de auténtico canalla, me sonreía mientras me
clavaba su puñal. Cualquiera que hubiese podido vernos
juntos habría percibido al instante de que con cada
palabra sólo me inmolaba, procurando mi hundimiento.
¡Véase hasta donde puede llevar la envidia de la ladilla,
Ortiz!
126
El Neurótico
Pero mejor les narraré, de una vez por todas, sobre
lo discutido durante aquella noche. Eso les ayudará a
comprender el por qué de mi intento homicida.
Ocurrió dos días después de que me mudara de la
pensión a su casa. Con las últimas palabras de Laura
planeando por mi cabeza, daba vueltas por el comedor,
sin poder conciliar el sueño. Osvaldo, desde su cama, ha
de haber adivinado el estado de mi alma. Pueden estar
seguros de que se sentía absolutamente deleitado al
pensar en cómo yo, pobre desgraciado, me movía de un
lado para otro, cruzando la habitación de punta a punta,
con la conciencia inmersa en escoria.
Osvaldo me conocía demasiado como para ignorar
mis miserias. Y recordármelo en aquellas circunstancias
era lo que el más deseaba en el mundo. Así que cruzó la
puerta de la habitación y comenzó a hablar. Siendo que
adivinaba qué pensamientos oscuros pasaban por mi
mente, sólo hacía falta profundizarlos, llegar al fondo.
¿No salen acaso nuestras mayores furias de nuestras
debilidades más recónditas? Los peores criminales son
aquellos individuos que han debido soportar dolores
horribles en una forma silenciosa. Y son los más furiosos
precisamente aquellos que más esperan...
“No te engañes, chaval”, interrumpió en mis
cavilaciones. Tú también eras un cínico, como lo fue esa
muchacha y como lo soy yo mismo. ¿Por que tanta
gresca, al fin y al cabo, me quieres decir? No sirve que te
mientas a tí mismo. Si te envilecieron es porque tú lo has
permitido. Nadie más que uno tiene la culpa de eso, tío.
Nadie. Tu te has acobardao y has permitido que te
humillen... ¿Me dices que hubieses hecho cualquier cosa
por ella, que la hubieses amado eternamente? ¡Pero no
seas impostor, hombre! Todo eso lo dices porque que se
ha marchao. Reconócelo Julián. ¡Se te ha escapao de las
manos! A ti, que como a mí, te gusta impresionar. Pero
127
Dante Gabriel Duero
no, no tienes que seguir mintiendo. Eres un farsante,
Julián. Un gran comediante y un sinvergüenza que hizo
lo que hacemos todos; que teniendo a la muchacha fue
incapaz de ser bueno y sincero. ¡Ahora claro, no puedes
con la culpa y con el resentimiento! Uno se conoce
demasiado como para perdonarse. Es el fantasma de tal
verdad que te acosa... nada más. El único aliciente es que
la zorra de tu novia no ha sido mejor… je je…je je…”.
¿Opinan Ustedes que tenía razón al hablar así?
¿Todo era culpa y resentimiento?... No podía admitirlo.
No en aquel entonces. ¿Por qué no comprendía mi
amigo que lo que sentía por la muñequita encantadora era
simplemente amor? Yo me decía que la adoraba, aún en
su crueldad. O quizá precisamente por ella. Quiero decir,
¿Y si me gustaba el hecho de que ella me maltratase
moralmente? Tal vez la quería en la medida de los
abandonos, desprecios y frustraciones que me
provocaba. Dudaba…Yo dudaba… Sé de gente que
gusta que la azoten y vejen. Podía ser quizá yo uno de
esos. Desde mi más temprana infancia me han regocijado
las imágenes de perversiones; el comportamiento de los
desviados sexuales, los invertidos y los deformes, por
ejemplo, siempre me atrajo. Recuerdo cierta vez en que
me corté por accidente una de mis nalgas al sentarme
sobre el filo de una hoja de afeitar. Pasó más de media
hora hasta que le di aviso a mi madre. Había quedado
deleitado por la sangre y por la sensación de cosquilleo
doloroso que me tomaba el muslo. En los días sucesivos
oprimía mis nalgas con fuerza para renovar el dolor...
Doctores: cuando pensaba en Laura me venían toda esta
clase de pensamientos lujuriosos.
“De última te hubieses comportado al menos
como un cretino digno y la hubieras desterrado a la
indiferencia”, continuó diciendo mi amigo. “Sabes y no
soportas esa verdad. Yo te precaví: Cuídate de la
128
El Neurótico
muñequita encantadora. Cuídate que ella miente, Julián.
Estas confundido, tío; piensas que es inocente, pero te
estás equivocando de acá a la China. La inocencia no
existe; lo que existe es la inconsciencia, que no sabe de
moral.. O en su defecto la imbecilidad. Pero tú no me
hacías caso. La defendías, Que no, que vos te confundís,
que ella es distinta, decías. Ahí la tienes tú a “la
buenita”... Además es como dice Montelobos. ¿Te
acuerdas de mi primo Montelobos, ese que tiene una
gran bocaza? Pues él decía que los conflictos simples
tales como las discusiones, los abandonos, los
desencuentros y la soledad terminan por desembocar en
angustias acerca del sentido absoluto de la vida y de la
muerte. ¿Por qué? Pues porque el hombre aspira al
absoluto, Julián, y es esa carencia de lo pleno el fondo de
toda la angustia. Es menos corrosivo pensar que se sufre
porque nos abandonó una hembra o alguna trivialidad
semejante, que atisbar a ver que uno sufre por la propia
intrascendencia, o por la incertidumbre de la existencia...
Pero al final la verdad aparece. Y es la conciencia más
desarrollada la que se atribula”.
Le dije que sí, que tenía razón, pero que para mí, el
que me hubiese abandonado mi novia de ningún modo
era una trivialidad; era algo serio, algo que modificaba
por completo mi vida. Miniagurria se rió y dijo a su vez
que lo que en verdad sucedía conmigo era que había
dolores que se me habían hecho carne, y que eran esos
dolores los que me llevaban a ser como era, un
comediante, independientemente de lo que una ingrata
pudiese hacer o no conmigo. “¡Claro que ello no disculpa
a la sinvergüenza de tu novia, para nada!... jeje ¡Qué
atorrantita!”, acotó. “¿Vos te burlás de mí, verdad? ¡Ah,
ya veo que sí!... Yo te supongo un amigo. Y sin
embargo… ¿Adónde querés llevarme con todo esto?”.
“A la verdad, nada más que a la verdad”, respondió.
129
Dante Gabriel Duero
“Dime Julián ¿Qué cosa crees que hubiese sucedido si
ella no se hubiese separado jamás de tu lado? ¿La
hubieras amado de igual forma? Lo más probable es que
hubieses terminado por aborrecerla y ya todo te hubiese
dado igual. Atarte a algo trivial es un buen modo de no
comprometerse con nada auténtico y propio, de que no
te preguntes nada. Lo que mueve acá tus pulmones, en
mi humilde opinión, no es amor sino un egoísmo
caprichoso... En todo caso si hubieses sido un alma tan
sensible o superior no hubieses terminao amando a alguien
como Laura, una gallina desamorada y frívola ¿No debías
haberla despreciado?... ¡Ahora me vienes con el versito
del amor! ¡No seas payaso, hombre!... Además, no te
preocupes: en unos años, hasta vas a agradecer el que se
haya ido a jorobar la vida de otro y te haya dejado
solito... Así que ya tienes pa´consolarte”.
“¡Hacé el favor de callarte!”, le pedí- “Lo que pasa
es que vos no entendés. ¡Sos incapaz! Pero no importa...
No importa… ¡¿Qué te voy a explicar?! ¿Que con Laura
compartí cosas? ¿Que la amé? Sí, la amé aunque haya
sido víctima de sus equívocos. Pero vos no podés ver la
situación de un modo sencillo. ¡Y es que tenés que
embadurnarlo todo Osvaldo! ¡Tenés la mente podrida,
Vasco! ¿No pudo haber errado, como erramos todos,
acaso? Mirá, voy a hacer un último esfuerzo por
explicarte, a ver si entra en esa cabecita tuya. Lo que pasó
con Laura es que se desvió, se desvió del camino. Y
ahora sí que se hizo mala. Pero antes era buena. Buena.
Entendélo. Eso es lo que sucedió. Sin embargo vos no te
das cuenta”. Mientras intentaba refutarlo me sentía
hipócrita, además de estúpido, lo confieso.
“Bueno, supongamos que haya sido así”,
respondió mi amigo. Pero juguemos a imaginar otras
alternativas, nada más para recrear la imaginación. Por
ejemplo pensemos que puedas no haber amado
130
El Neurótico
verdaderamente a la muchacha... O piensa en otra
posibilidad, tal como podría ser el que tú hubieses
querido enamorarla, lograr su fascinación, su devoción
incondicional, para luego abandonarla por una de esas
rameras que usan perfumes baratos y se pintan la boca
como payasos. Hacer eso con ella y a cambio mostrarle
algo del mundo de verdad, al que por sus medios y en su
círculo social, pues como recordarás tu novia era una
muchacha extremadamente pudorosa, moral y creyente,
hubiese sido incapaz de acceder. ¡Vamos que te imagino,
tío! Lo que tú querías era demostrarle lo poco que valían
su familia, sus relaciones y su hueca concepción del
mundo. ¿Y qué puedo decir sobre eso? ¡Que te felicito!
Te felicito por semejante plan. Pero después, Julián,
¿Qué fue lo que pasó? Mira en lo que te has convertío,
chaval. ¡Se te ha flipao la cacerola! ¿Cómo puedes decir que
te interesaste de verdad por ella?... ¡Ahí sí que erraste! Y
las cosas comenzaron a salirte todas al revés. Ello fue
producto de una gran confusión de parte tuya. Te dejaste
consumir por la duda. Cuando uno se propone el mal
debe alcanzarlo en toda su profundidad. Ya bien lo dijo
el poeta: La voluptuosidad única y suprema del amor estriba en
la certidumbre de hacer el mal. El hombre y la mujer saben, desde
que nacen, que en el mal se halla toda voluptuosidad. Cuando se
trabaja desde la malignidad, amigo mío, ese absoluto tan
loable como el mayor bien, dejarse tentar por las virtudes
de la bondad puede ser en el peor sacrilegio, la mayor
fuente de autodestrucción. Aún no entiendo qué fue lo
que esperabas hacer, canallita. Porque de seguro incurriste
en una tontería por el estilo, mezclaste las cosas.
Después, no soportaste ni la culpa ni la idiotez que todo
ello representaba. En algún punto comenzaste a creerte
tu propia comedia, chaval, como así también la
representación que la muñequita encantadora hizo para ti.
Has dejao que Laura te inspire lástima y ternura,
131
Dante Gabriel Duero
terminaste por ablandarte e inclusive, durante algunos
instantes, hasta hiciste del enamorado. ¡Si me provoca
risa pensar en que pudieses llegar a creerte un buen tipo!
¿Tú? ¡Por favor, una completa ridiculez! Y esto último es
lo que te atormenta y resulta peor, es lo que no puede
justificarse, lo que ningún dios ni demonio tolera. Porque
encima la muchacha te tomo por idiota. Je…Je…Je…
¡Atorrantita!... ¿Qué rol jugaste? El de un energúmeno, un
truhán que, por momentos, en medio de la delicia de la
perversión, de la especulación, de la farsa y la hipocresía
se abandona a la ocurrencia de anhelar aquello en lo que
no cree o que pretende destruir, incluso. Un Lucifer
arrepentido… ¡Puaj! ¡Puja! Ese, es alguien que pretende
salvarse, cerrar los ojos y pasar derechito al cielo. Alguien
que quiere escaparse de los terrores del infierno y de los
ojos escrutantes del bueno de Dios...Te has emputecío,
chaval... y eso es ser un canalla al cuadrado. Alguien al que
desprecian hasta los mismísimos canallas... La has jodido,
tío ¿Es posible que en medio de la vorágine de
sentimientos oscuros y reprochables que seguramente
tenías se te haya ocurrido lavarte las manos y dejarte
llevar por un camino de salvación? ¡Todo a medias
Julián! Has permitío que por tu espíritu desfilen
sentimientos nobles ¡En medio de tus maquiavélicas
ideas! ¡Y siendo un gamberro! Porque no vas a pretender
hacerme creer que tú eras un tipazo, con buenas
expectativas para con la ingenua... ¡Sí, sí, sí... está bien!
Hazme reír, que me gusta, hombre ¿Lo que intentabas
era casarte, formar una familia y criar hijos?”. “Sí eso
quería”. “Por Dios, Julián, ¿Qué pretendes? ¿A un
mismo tiempo divertirte y tomar el asunto en serio?...
Sentimientos nobles. ¡Qué canallada, qué tremenda
canallada! ¿Quién tiene sentimientos nobles? ¿Te digo lo
que hubieses hecho si ella hubiese permanecido a tu
lado? Pues después de aprovecharte de ella un poco más
132
El Neurótico
la hubieses abandonado... Pero… Resulta que,
creyéndote la comedia de Cupido te has venío a
enamorá´”. “¡Mentiroso! ¡Infame!”, le grité. “Decime algo,
a ver, señor sabiondo... ¿Por qué hubiese querido
plantarla? ¡Si yo la amaba!”. “Tú ya sabes por qué la
hubieses abandonado. Pero si me obligas te lo recuerdo:
simple y llanamente porque a su lado te hubieses
aburrido. Y porque además hacer cualquier otra cosa era
romper con lo que estaba ordenado. Ella no era para ti,
Julián. ¡Mírate hombre! ¿Quién crees que podía fijarse en
un pelirrojo como tú, con ese rostro de patata, que no
alcanza el metro sesenta y que ni tiene para calzado?
Desde que nació, mi amigo, toda una estructura fue
montada para hacer de ella una damita. La criaron como
a un cerdito para el sacrificio. ¡Julián: los pobres no
comen buenas carnes, a menos que la roben! Está bien,
te has divertío. Querías que no se te olvide, y pudiste
lograrlo pues, lo reconozco, fuiste hábil, ya que te
buscaste una buena presa, una muchacha de buenas
costumbres, que provenía de una familia de la burguesía
provinciana y tenía unos lindos pechos... ¡Ah! ¡Qué
pechos!... Sinceramente, pudiste desear hacerla
tambalear, meter las narices adonde no nos ha sido
permitido a los truhanes como vos y como yo. ¿Pero qué
tanto podía durar? Debiste haber desaparecido cuando
aún estabas a tiempo. Podías haberla despreciado y
hubieses quebrantado su amor propio. ¿Quisiste hacer de
ella una poesía, me dices?... ¡Jua!... ¡Qué miserable
crápula!... ¿Sabes qué, Julián? Todo es peor, más simple
de lo que pretendes. El mundo y todas sus opciones
están de veras en manos de hombres hábiles y mujeres
frívolas; los primeros se han cubierto de dinero; las
segundas están inundadas de una belleza corrosible. El
resto comemos las sobras con mansedad. Y nos
conformamos creyendo que hacemos lo que hacemos
133
Dante Gabriel Duero
por auténtico convencimiento. Así se tiene a hombres
débiles disfrazados de bohemia y a mujeres lánguidas y
feas procurando cubrir su horripilancia con extravagantes
argumentos que a nadie interesan! ¿No crees que está
bien, entonces, romper con el contrato y vengarse
esparciendo un poco de daño por el mundo? Vamos
Julián, piensa cómo hubiesen podido terminar las cosas
si te hubieses comportado más dignamente, si no
hubieses renegado de tu naturaleza!... Aquella vez
apostaste en la muñequita encantadora todas las fichas
que tenías. Cierto día te atacó la sospecha de que tal vez
no fueras tú tan estupendo, que quizá ella no estaba tan
enamorada o, al menos, no lo estaba… de ti… ¡je...je!..
¡Qué atorranta!... Y entonces ya era tarde. Y cuando la
intuición se transformó en fiebre, en tus desconfianzas y
tus dudas, te has dejao caer, hombre. En fin, amigo mío,
ella te embromó. Te jodió; sin el menor escrúpulo,
Julián”.
134
El Neurótico
Sentía que mi alma se despedazaba. Estaba
cayendo en una depresión aún mayor. Mi estómago se
contrajo, sentí náuseas. Miniagurria continuaba con su
discurso. “Ni tú ni toda tu podredumbre pudieron con
ella y su educación; no resultaron a sus ojos del valor que
habías pretendido. Te abandonó ¡A Ti!... ¡Jua!... Y te ha
cambiao por un imbécil al que hubieses despreciado. Lo
hubieses despreciado si no se te hubiese adelantado ni te
hubiese embellecido la frente con tamaña cornamenta.
¡Un golpe atroz a tu sensibilidad de artista! ¡Artista y
cornudo!... je je je…¿No es así? ¡Es extraño, pero me
gusta tu cinismo cándido, Julián!... je, je, je… ¡Y no podía
resultar ajeno a tu naturaleza! Te diré algo: lo que de ella
te destruye el coco es que, en sus irracionales antojos,
decidió que junto con tus ironías, tus sadismos y con
todos tus existencialismos obtusos te podías ir al
mismísimo carajo. Laura, por su parte, iría a revolcarse
con su nuevo galán… ¡Atorranta!... De esa forma no sólo
no pudiste diluir tu hastío en el sufrimiento de aquella
otra que la pasaba mejor sino que, además, no teniendo
ya donde descargar tu odio, lo volcaste sobre ti mismo,
con lo que has terminao por ahogarte nuevamente en una
melancolía de pacotilla, enrollado en ese romanticismo
obtuso tan tuyo! ¡Y todo por su infame egoísmo, Julián.!
Por el egoísmo y la frivolidad de esa muchacha”.
“Decís puras sandeces”, lo interrumpí. “Disfrutás
haciéndome sentir mal. Te gusta burlarte. Sí, ya me doy
cuenta, te burlás de mí... ¡Ah, sinvergüenza! ¡Lo sé, lo sé
muy bien! ¡Sé que te hago reír, que disfrutás con mi
dolor! ¡No soy ningún tonto, yo! ¡Me doy cuenta! ¡Ja!”
“Ay Julián, Julián... Disfruto, sí, no lo voy a negar, un
poco. Pero… ¿Sabes qué? Eres mi amigo, y me
preocupas. Me preocupas porque no te entiendo. Y mira
que pienso mucho en ti. Y cuando pienso me digo:
¡Pobre tipo, realmente me da lástima! Después de todo el
135
Dante Gabriel Duero
que perdió fue él. La ha perdío a ella, perdió su carrera, su
beca, su futuro, su orgullo y hasta su dignida, perdió. Pero
en cambio ella, ¿Qué cosa perdió ella? ¿Eh? Nada. Ganó,
en todo caso. Se marchó sin dejar rastros. Y de seguro
está teniendo en este momento una olimpíada sexual con
su media naranja a estrenar. Y es entonces que no
entiendo ¿Cómo es que te quedas solo a llorarla,
mientras tu vida se sigue yendo por el desaguadero? ¿Por
qué no haces algo para darle rumbo?”.
¿Tenía razón?... ¿O no?... ¿Debía ignorarlo? ¿O
mejor seguía sus consejos?... No lo sabía, Doctores.
Dudaba…
Perder. Siempre perder. Perder irremediablemente.
Los años, la juventud, la vida... Perderlo todo. Y llorar.
Llorar inútilmente. Y perder, también, lágrimas en vano.
Absolutamente en vano. Los dioses debieran, por piedad,
ocultarnos el horrible fatalismo que se deja adivinar
detrás de cada acto humano. Es este fatalismo lo que
tanto nos orada el espíritu, señores. Debiera
prevenírsenos acerca de lo irremediable de las cosas, esa
sensación de un mundo desafectado que nos sorprende
en cada desencuentro y termina por provocarnos un
vacío acá adentro. Ahora mismo que desentierro aquellos
oscuros sentimientos puedo sentir cómo una cachetada
gélida me congela el costado de la cara.
Han pasado veinticinco años desde el día en que
enterraron a mi padre, y sin embargo lo tengo todo
registrado aquí, adentro de esta cabecita entumecida, tal
cual si hubiese sido apenas hoy. Ese día fui capaz de
sospechar la ominosa verdad que se me estaba revelando.
Aún puedo revivir aquel momento con sus sonidos
muertos, los tintineos de la vajilla de porcelana y los
cuchicheos sordos, de funeral. Puedo reproducir,
136
El Neurótico
además, cada uno de los pensamientos que tuvieron lugar
en mi cerebro durante aquel atardecer.
Tenía poco más de siete años y ya había sido
vestido por mamá para el sepelio... Era una tarde
calurosa. Las moscas revoloteaban sobre el cadáver de
papá; tía Marta servía los copetines y tía Adriana se
ocupaba de consolar a mamá. Yo era llevado para acá y
para allá por comedidos ocasionales; todos me dirigían
gestos compasivos y me trataban cual si fuese un idiota
que no se daba cuenta de nada. La muerte se había
metido en la familia pero ellos creían que yo no iba a
percatarme de semejante acontecimiento.
Mi cabeza era un caos chiquitito, sostenido a poco
más de un metro del piso. Pensaba en cómo ya nada
volvería a ser igual. La vida de mi padre se había
extinguido. Ese punto que había sido su existencia se
había diluido como sal en un océano. Y aunque mamá y
sus hermanas, y hasta el padre Miguel, me dijeran que
algún día volveríamos a reunirnos todos, allá, en el cielo
de los comehostias, a esta altura había comenzado a
sospechar la mentira que se ocultaba tras palabras tan
prometedoras. Esa era la mentira que los adultos
consideraban mejor creer, pero no era lo que yo pensaba.
Presentí ya entonces que no había reencuentros; solo
desencuentros. Y con una lucidez luciferina, pensé de
pronto que no era la muerte de mi padre lo que más me
entristecía sino alguna otra cosa que alcanzaba a
vislumbrar, aunque no me resultaba del todo clara.
Intuía, hoy lo sé, que todo tendía a perderse,
irremediablemente, cual si un principio de entropía -la
comparación nació años después, claro- rigiera también
toda la vida de nuestro espíritu. El fatalismo me había
rozado con su ala fría, de murciélago.
Pocos son los recuerdos que me quedan, fuera de
esto, de papá. Sin embargo aún ahora, al mirar las
137
Dante Gabriel Duero
blancas paredes de esta horrible habitación, jalo mis
cabellos con horror y revivo todo aquel ominoso
episodio... Ni siquiera creo haber sentido amor por él.
Era otra cosa. Estoy seguro de que la emoción más
fuerte que pudo haberme despertado surgió durante
aquel día. Era consecuencia de saber del lento e
irremediable transcurrir de las cosas. La muerte
representó uno de los soplos de la soledad. No había
comunión y el hombre, definitivamente moría solo
consigo... Mi papá me enseño la muerte.
Al hablarle de esto me viene a la memoria otro
asunto... Venía de casa de Laura. Como en otras tantas
ocasiones, después de esperarla varias horas inútilmente
frente a la puerta de su edificio, me marché con el alma
fétida. Una vez más, la sensación horrible de saberme
olvidado, me vejaba.
Caminé durante un largo rato. Me detuve en un
almacén y compré una botella de ginebra. Me dirigí
después hasta una de las plazas de parque Centenario y
comencé a beber de la botella, a grandes sorbos.
Ahora recuerdo con extraña nitidez el episodio,
pero soy incapaz de decirles si ocurrió en verdad o se
trató más bien de una fabulosa alucinación propiciada
por el alcohol y mi estado espiritual...Eran ya cerca de las
once de la noche, el cielo estaba gris plomizo y
aplastante, y una llovizna miserable me salpicaba el
rostro y el cabello. Tenía la sensación de querer morir de
repente, sin dolor, como víctima de un aletargamiento
opiáceo. Dormir para siempre. No despertar. En ese
momento sentí una voz: “Pensar no es malo, pero hace
mal... ¿Busca compañía, caballero?”. Imaginando que me
estaban haciendo una proposición sexual, reorienté mi
cabeza, con pereza de escabio. Examiné en derredor y
entonces vi, a unos diez metros, junto a una araucaria
138
El Neurótico
que momentos antes me había pasado desapercibida, a
un sujeto de apariencia criminal. Era casi enano, de piel
muy oscura y cabellos ensortijados, sucios y despeinados.
Tenía aspecto de niño cretinoide y llevaba el torso
descubierto de ropas. Elevé mis cejas y me mantuve
expectante. “Reficul, ese es mi nombre” - dijo. Le
pregunté qué quería, pero insolente se quedó en silencio,
durante un largo rato, observándome. Le pregunté
nuevamente si necesitaba algo de mí. Le dije además que
si no era así bien haría en marcharse, que pretendía estar
solo, con mi angustia y mis ganas de llorar infinitamente.
Mi lengua estaba completamente empastada por el
alcohol. “Nada, señor”, respondió. “No quiero nada.
Estaba en casa, solo. Y salí a pasear. ¿Acaso hay alguna
ley que impida a la gente salir a pasear? Sí, me detuve a
mirarlo, señor, y es que usted me ha llamado la atención.
¿Sabe por qué? porque... da pena... y es gracioso…
Mírese. ¿No siente vergüenza?... Cuando pienso en lo
feliz que soy me compadezco de los pelagatos como
usted. Me gusta hacerlo; quiero decir: compadecerme.
Me eleva el espíritu y me hace sentir más cerca de aquél,
el de arriba… Sanatas para el adverso, del derecho y del revés,
Naas Sat Naas Sat, la verdad sea contrahecha, como Elafar,
como Elarsi, como Leirbag” recitó, como evocando una
fórmula memorizada… Perdone pero no me gusta
nombrarlo, soy algo supersticioso”, aclaró luego,
dirigiéndose nuevamente a mí. “En fin, por eso salgo, le
decía. Salgo porque no hay ninguna ley que lo prohíba. Y
ando dando vueltas, buscando a algún nefasto que me
haga el favor de regocijarme, un poco al menos, con su
mala suerte, sorts iniqua. Así que disculpe si me quedo un
rato a mirarlo, pero para el caso le informo que tampoco
hay ley alguna que lo impida. La vía pública, es pública,
señor, y si quiero mirarlo lo miro. Y si usted me agrede,
lo denuncio con la policía. ¡Así que déjeme en paz!”.
139
Dante Gabriel Duero
Vea usted, Doctor Ortiz, las cosas que debía
soportar, dígame si no es injusto el mundo. Aquél bufón
me dejó anonadado con su enana petulancia. Así que no
pude responderle como se debía. Ni acogotarlo. Tal vez
debí ahorcarlo a él también, junto con la gorda y la
muñequita encantadora. Pero muy tímidamente,
sintiéndome una víctima completa del infortunio y
creyéndome desautorizado a cualquier cosa, le expresé,
con modestia, nuevamente, que deseaba que me dejase
en paz. Y temí que volviese a responderme lo de la
publicidad de la vía pública.
“Usted tiene cara de muerto, señor. ¿Le ha
sucedido alguna cosa horrible? Cuénteme... Yo lo
escucho... ¿Por qué se queda callado? Le presto mi oído
amigo, vamos, no lo repudie... ¿Quiere acaso que me
vaya ofendido?”. “¡Sí, eso es lo que se me antoja,
exactamente!”, respondí. “Pues no voy a hacerlo, señor,
de modo que será mejor que se acostumbre y, si no
quiere enfadarme, hable conmigo. Respóndame, ¿Donde
vive usted?”. “¿Y a vos que te importa, renacuajo?”.
“¿Cree que me insulta? Más de un humano quisiera
contar con una genealogía semejante. El renacuajo es
pariente de la serpiente y de los grandes dinosaurios, por
si no lo sabe. Y usted viene del mono, si yo mal no
recuerdo… ¡Ah! ¡Qué aristocracia!... Ha de ser un
orgullo, venir de un bicho que se place haciendo
ridiculeces, masturbándose y mostrando el culo… ja,
ja… Si no se ofende, creo que en la escala, los sapos
superan por mucho a sus ancestros… Al menos no
andan por el mundo ufanándose de ser unos imbéciles…
En fin… Le preguntaba yo adónde vive… Yo me radico
por allá, señor”, dijo el cretino, señalando uno de los
puentes que pasaba por sobre la autopista. “Pronto, para
la primavera, me mudaré. Trataré de encontrar un
habitáculo más cómodo, más alto y despejado ¿sabe?,
140
El Neurótico
que sea más fresco... En los días fríos, como hoy, me
vengo para aquí. Esta es mi mansión. El puente
Avellaneda, esa es mi estancia veraniega. Si alguna vez
me necesita, ahora sabe donde puede encontrarme.
Podríamos pasar unas bonitas vacaciones, ahí, se lo
prometo”. “Bien, gracias”, respondí malhumorado,
mientras cruzaba los brazos sobre el pecho, asumiendo
en algún grado, que me daba por vencido ante su
desafectación. Él también constituía una contingencia
dentro del panorama de lo irremediable, pensé.
El hombrecito, vestido con harapos, su cabeza
extremadamente desproporcionada respecto del cuerpo,
siguió diciendo disparates, uno tras otro. Habló así
durante veinte minutos o más. “No hemos de tomar la
vida en serio, no señor, pues la vida nos inmola con
patadas en el traste; en tal caso, nos desbasta el
sufrimiento haciendo de nosotros víctimas absurdamente
escarmentadas... ¿Pero por qué he de preocuparme entonces?preguntó Risfael, el soberano desconsolado a su bufón,
Tiasmagil, y el lacayo respondió: pues por lo que está a tu
alcance y nada más, señor... Así nació la sabiduría de
Odrusba... Estamos condenados a no ser. El de allá,
aquél, fue quien así lo quiso. Sanatas para el adverso, del
derecho y del revés, Naas Sat Naas Sat, la verdad sea contrahecha
como Elafar, como Elarsi, como Leirbag. Somatse sodanednoc a
riuges odneis lat lauc someh odis. Todo tiene su rumbo y las
cosas no tienen ninguna importancia después de algunos
años... se lo aseguro; lo asegura Odrusba”.
Así hablaba, pronunciando sinsentidos, agregando
de tanto en tanto palabras inentendibles en no sé qué
extraño idioma. Ponía en su lúdica empresa la seriedad
de un ritual y la indiferencia que provoca lo cotidiano.
Allí estaba, el enano canalla, saltando de un lado a otro
como un payasito a cuerda; rascándose, víctima de
141
Dante Gabriel Duero
movimientos espasmódicos; hablando rapidísimo y
diciendo incongruencias con gesto socarrón.
Observándolo desde el costado, pensé que debía
tratarse de mi hada madrina. Si existían las hadas
madrinas, ésta era, de seguro, la que yo me merecía.
Al fin, el hombrecito se calló. Se acercó
impertinente e hizo unos rápidos movimientos de
manos, cual si ejecutase pases mágicos. Pensé que iba a
decir algo como: “el aire es libre”, u otra idiotez por el
estilo. Pero no. Después de aquellos movimientos fingió
olfatear, exagerando, en mi perímetro aéreo, y dijo: “¿Se
peleó usted con su señora novia, verdad?... ¡Oh! Lo
imagino, sí… horrible… horrible…”. Lo miré fijo a los
ojos. El sonreía. Rencor y fastidio, eran mis afectos y ya
comenzaba a arrepentirme de haber tolerado su
proximidad, de no haber optado tempranamente por
patearle el trasero. Pude golpearlo en la nariz. Golpearlo
en la punta de la nariz con mi zapato ¿Puede entonces
Usted decirme, Doctor, que cosa fue la que me llevó a
mantenerme quieto, mirarlo a los ojos, de modo inerme?
Porque yo no lo sé Ortiz. Le juro que no lo sé.
“Bueno no me diga nada, si no quiere. Yo lo sé.
Puedo darme cuenta de todo. Tengo conocimientos...
Saber antiguo... Además todos los que vienen acá son
lloriscosos y borrachos, y siempre es porque los han
hecho cornudos. Créame que en eso tengo experiencia. Y
es que la vida es así. Detrás de la tristeza de un hombre,
se puede descubrir el recoveco torvo de una mujer... Tal
vez sea que la hembra se interpone entre ese hombre y el
demonio de la soledad, impidiéndole a aquél que al verlo
se desintegre de melancolía. Cuando, víctima de ese
instinto que tan bien la hace “voluble”, una mujer se
cansa de un hombre y lo abandona, el demonio Dádelos
viene a besarlo en la boca. Y lo hace llorar sin que sepa
142
El Neurótico
bien por qué. Cree el hombre en cuestión que extraña a
la mujer, que esa es la razón de su llanto. Pero esto es
erróneo; lo que en verdad lamenta el hombre es el sueño
perdido que por gracia de la mujer había dormido. En el
principio, ustedes fueron niños y vivieron en el paraísomadre-vuestra, sin ver aquello que los dioses, un poeta
dijo por misericordia, pero yo creo que fue por
neglilgencia o descuido, les ocultaban. Después de
aquella etapa, ilusos ustedes, creyeron haber poseído
nuevas vivíparas... mulleres… y con ello esperaron desterrar
de sus vidas a Dádelos. Pero siempre, cada tanto, una de
ellas los abandona. Los deja”, dijo, y cambió aquí su tono
de voz, que cobró aspereza e intensidad. “Y es cuando
Odrusba, el hijo primogenito de Dádelos, aparece para
recordarles que existe y que siempre triunfa. Entonces,
señor, los hombres se ponen tristes y se emborrachan, o
hacen cosas tontas... y yo tengo que aguantármelos,
como zombis, deambulando por mis mansiones. Le
confieso, señor, alguna vez yo también quise ser más, y
no pude... Odrusba... y el otro, el innombrable, aquél, el
de allá arriba… Los dos me pusieron el pie encima...
Ahora he renunciado a mí como así también a propagar
la farsante ironía de mi comedia... Como dijo el filósofo:
También yo escupiré sobre mi tumba, antes de volverme olvido….
Ya no lo escuchaba. Había quedado inmerso en mis
cavilaciones. “Siempre que alguien sufre un infortunio
amoroso se tienta a creer que su desgracia es la peor”,
pensé en voz alta, “que esa ocasión, siempre la última de
todas, es mucho más dolorosa y terrible que todas las
anteriores... Pero es que todo acto de memoria está en tales
circunstancias signado por el fracaso. ¡Tan claramente
puede ser cada última vez la reiteración de un dolor antiguo
y único!”. Un largo silencio persiguió a aquella idea.
Y estático me quedé, bajo la lluvia indiferente,
junto a aquel fastidioso, preguntándome el por qué de
143
Dante Gabriel Duero
tantas ausencias, el cómo de tanta soledad... me quedaba
la certeza horrible de saber que esa soledad era absoluta e
infinita; que uno podía estar en medio de una multitud de
seres queridos, buenos vecinos y damitas hacendosas sin
que jamás la soledad nos abandonase. Era ella la que, fiel
a nuestro destino, permanecía a la par, cual verdugo en el
patíbulo, encaminándonos directamente hacia la muerte.
Y tuve la seguridad de no haber poseído ni pertenecido
nunca a nadie ni nada. Sentí entonces que sólo se podía
estar junto, es decir a la par, de aquellos a quienes se
amaba... y nada más. Todo lo que hacíamos en nuestras
vidas tristes era aproximar soledades y abandonarnos al
sueño de creer, por algún momento, que no estábamos
solos para sentir que el otro había pasado a ser algo más
que una ilusión dentro de éste, nuestro cielo
desamparado...
Con aquellos pensamientos en mi mente, me dejé
caer sobre un banco. Dormí no sé exactamente cuánto
tiempo. Dormí casi tan víctima del aletargamiento
opiáceo e infinito que había deseado.
144
El Neurótico
Pero quiero volver a aquella noche. La de mi
conversación con Miniagurria. Me había arrimado,
inmerso en cavilaciones, a la ventana del comedor. Los
empedrados reflejaban una luminosidad violácea; una
niebla presagiosa subía por las paredes de la edificación.
Los gestos de Miniagurria habían cobrado un aspecto
tremendo y sombrío: “¿Qué es lo que querés que haga?
¿Qué cosa puedo hacer yo, si es ella la que me detesta?”,
le grité, dándole la espalda para que no pudiese ver mis
ojos humedecidos. “Mira Julián, tú no crees en Dios ni
en el Diablo- dijo. Pero haces mal, Julián. El mal existe, y
como dijo un tal Machen, es más que ausencia de bien.
Además que actúa de forma natural. A diferencia de lo
que muchos piensan, el demonio no necesita emplear
poderes mágicos ni recurrir a ceremoniales
parafernálicos. Hace las cosas de otra forma,
implícitamente, y así evita que nos percatemos de su
acción. Su estrategia es disfrazarse de ocasión,
confundirnos, hacerse pasar por verdad. ¿Tú te imaginas
un diablo con cuernos y vestido con un ridículo traje rojo
o un monstruo horrible que ande por el mundo
causando daños y asustando a imbéciles? ¿Para qué haría
semejante cosa? ¿Y qué poder tendría una criatura así de
estúpida? Pero si él se disfraza de oportunidad, de
prostituta, de borracho, de esposa infiel o lo que sea,
procura y consigue la destrucción sistemática de la
creación… entonces… je, je... Date cuenta de que no
estoy hablando del mal como instinto o simple pasión
animal, tío. Te hablo de un algo mayor, caótico, que se
nos vuelve indecible y nos domina y, lo peor, no nos es
accesible al entendimiento. Simplemente nos ocurre.
Sufrimos las consecuencias de ese algo que se encuentra
metido de una forma sustancial en la existencia y en la
materia misma, y que no podemos ni podremos jamás
explicar, ni entender. A nosotros, en el crimen y en la
145
Dante Gabriel Duero
locura nos llegan las sombras del mal; pero la esencia y
sustancia de lo maléfico tiene un carácter metafísico. El
anhelo de lo absoluto, sin Dios, constituye una de las
puertas principales de entrada a lo maldito. ¿Que otra
pasión, aparte de ésta, desencadena la envidia y la
soberbia, que son el gran manantial de lo
diabólico?...Saber que se es finito, limitado, que se es
ausencia, deseo, y resistirse a esta verdad, pretender ir
más allá y decidir alcanzar lo que no nos está destinado...
En ocasiones es necesario hacer silencio, escuchar bien
dentro, y dejar que el mal actúe sobre nuestro cuerpo.
Quizá entenderías mejor esto si creyeses en el bien y el
mal supremos, Julián, igual que en sus mentores”.
Muy por dentro, consciente del efecto que estas
palabras hacían sobre mi mente, Miniagurria tomó una
botella de whisky, se sirvió un vaso, y retomó su
discurso. “Dime algo ¿Por qué el mundo ha de ser
hermoso para unos y horrible para otros? ¿No es nuestra
responsabilidad emparejar un poco los tantos?... El mal, a
veces, es benévolo… La destrucción planificada de esta
inmundicia ¿No es un buen comienzo?... Al fin y al cabo
¿En qué vamos a confiar? ¿Crees que vamos a
recomponernos vos y yo, que algún día vamos a ser
como el resto, que podemos nacer de nuevo?... Yo creo
en Dios y lo sabes… Pero no creo que Dios nos vaya a
ayudar. ¡Y es que Dios no es justo! El mal y el caos, en
cambio, lo son… Respecto a nosotros… Sé honesto…
Podemos parecer buenos tipos, Julián, pero es todo
disfraz, tú lo sabes... Todo disfraz. Detrás de estos ojos
se esconden pasiones exaltadas, las más bajas ignominias,
los peores tormentos... Eso se traduce en esta mueca
ácida que nos corroe en ironía y sarcasmo cada vez que
pretendemos reírnos. ¿No sería bueno aceptarlo y
comenzar, entonces, a jugar para el bando contrario, que
es al único al que pertenecemos? ¿No te parece una
146
El Neurótico
buena opción que, además, es tanto o más gloriosa que
otras?... Los grandes buscadores del mal, dice Machen, se
parecen casi a los santos y están hechos de la misma
arcilla: son constantes, saben hacer abstinencia, viven al
lado del pecado y juegan con la tentación; la diferencia es
que los santos llegan hasta el borde del precipicio sólo
para demostrar que pueden contenerse. Los malditos, en
cambio, una vez en el borde, desdeñosos, se arrojan al
abismo, gozando ante las miradas horrorizadas de los
seres vulgares, a quienes les ha destinado el purgatorio.
¿Ves esto?- dijo, y empinó el vaso ingiriendo toda la
bebida- esto es como un antídoto para el mal durante la
primera época, porque anula la conciencia y nos embota.
Mas con el tiempo aprendemos a bucear, aún
intoxicados, en los océanos profundos del espíritu. Y
entonces, a largo plazo, el mal vuelve a ganar”.
Aunque no terminaba de comprender a qué cosa
se refería mi amigo, pues tenía la mente aletargada, sin
embargo presumía que hablaba de algo terrible. “¿Has
escuchado eso de que los locos y los borrachos dicen
grandes verdades?”, continuó. “Es que han visto
demasiado. Por ello son lo que son. Pero ojo, no me
malentiendas y presta atención a lo que te dije antes: lo
que anula la conciencia, anula el mal. Para que haya mal
debe haber conciencia, pues no es éste algo distinto que
la conciencia de destrucción intencionada, de lo creado.
Como te dicho, Julián, el diablo utiliza los medios más
comunes para introducirse. Por ello es peligroso, porque
la mayoría de nosotros no puede reconocerlo siquiera.
Aparte de que no hace falta actuar. Piensa en una de esas
personas que se dicen buenas, que hasta van a misa y son
amigas del párroco de turno. Machen señala que los
grandes santos casi nunca han hecho buenas acciones,
daban más importancia a mantenerse puros de espíritu...
Nosotros, Julián... nosotros somos un par de miserables.
147
Dante Gabriel Duero
Tenemos casi todos los rasgos de los cuales la escoria se
compone. Somos viles, cobardes, envidiosos, resentidos e
insensibles. Al mirarnos nos queda esta sensación de
deformidad vergonzosa. Te digo entonces que hay que
hacer de eso una virtud, tío. ¿Qué tenemos por perder?
No somos santos. Pero tampoco somos un par de idiotas
comunes y corrientes. Ellos tal vez con paciencia lleguen
al cielo, pues están a un paso de recuperar la ingenuidad:
¡son estúpidos! No nosotros, amigo. Tú y yo ya no
tenemos oportunidad. Los signos de la deformidad
aparecen por doquier, al igual que sucede con los hijos
del incesto. Todo eso es el MAL. No tener
absolutamente nada que perder”.
“Es hora de que decidas, Julián... Piensa en decidir.
Pero decidir es decidir por ella. Hasta es posible que, con
ello, le permitas despertar… ¿Te crees capaz arrebatarle
la voluntad? Una muñequita preciosa, fina y alta, con su
mirada serena, inocente…
148
El Neurótico
¡Hubiese dado mi vida entera por vengarme!
Cuántas veces había pensado en hacerla sufrir como ella
había hecho conmigo... redistribuir el mal, como decía
Miniagurria. Recuerdo cuando tras días de estar sin
noticias suyas me presenté una tarde a buscarla. Tenía el
semblante pálido, ojeroso y enflaquecido al extremo. Su
gesto fue de fingida tolerancia. Me daba cuenta de que
no me quería allí, pero no me importó. Necesitaba
mirarla, detener mis pupilas en sus ojitos celestes,
redondos, hundidos en sus cuencas. Necesitaba saber
que estaba allí, que existía. Con desgano, me invitó a
pasar.
“Solo será un momento”, le dije. “Andaba por la
zona y pensé en pasar a saludarte y ver como te
encontrabas”, mentí. “De todas formas no me puedo
quedar demasiado. Tengo otro compromiso”, agregué,
remarcando estas últimas palabras; quería ver si podía
ponerla celosa, hacerle sentir mi indiferencia o al menos
intrigarla. Pero ella me escuchó silenciosa, con una calma
que sólo otorga el aburrimiento y con una mirada que
expresaba desprecio y rechazo. Si pudiese describir mi
sentimiento de aquella tarde debiera decir que era de
desolación. Desolación, confusión y vergüenza. “Es
mejor que me vaya, no debiera haber venido. Ahora
recuerdo que vos necesitás estar sola, para pensar”, dije
de repente. Tuve la loca ocurrencia de que intentaría
retenerme. “Como quieras. Sentarte. O andate”,
respondió con absoluta despreocupación. “Bueno, está
bien, me quedo. Un minuto, nada más. Ya te dije: tengo
otro compromiso”, dije. “Sí, te escuché”, respondió.
“Laura… ¿Me darías un vaso de agua?”, le pedí
explicando luego: “Es que tengo mucha sed”. Era una
nueva treta. Quería registrar la casa mientras ella iba y
volvía a la cocina. Esperaba encontrar alguna foto del
otro. Necesitaba saber cómo era.
149
Dante Gabriel Duero
“Ya te traigo”, respondió saliendo de la habitación.
Miré por encima de los estantes y repisas, abrí cajones,
pero no descubrí nada. Solo las habituales fotografías
familiares y unos adornos espantosos, de vidrio azulado.
Regresó con el vaso y me lo alcanzó. Bebí
despacio, de a traguitos. Estaba caliente. “¿Como estás?”,
pregunté. Ella torció la boca y se quedó en silencio, con
la mirada puesta en algún punto en el suelo. “¿Es él,
acaso? ¡Siguen viéndose ustedes dos?”, le reproché.
Asintió con su cabecita de codorniz, oprimiendo los
labios con fuerza. Mi corazón se heló. Sentí deseos de
abofetearla. Di un salto. Estaba por tomarla de la camisa
y cachetearla. “Yo voy a despejarle la mente”, pensé. Y
después pensé en besarla. Mi sangre hervía confiriéndole
una violencia inusitada a mis movimientos. Al llegar
hasta donde estaba sentada, dudé. Me quedé inmóvil,
mirándola, con gesto desconcertado. Esperaba alguna
palabra tierna de su parte, algún gesto cariñoso. “¿Te
vas?”, preguntó ella. ¡Ah! ¡Iba a responderle que sí! Me
iría y ya no volvería a verme… ¡Ya sabría lo que era vivir
sin mí! “Lo que sucede es tengo frío ¿Puedo cerrar las
ventanas?”, dije. Me miró soprendida. “¿Frío?... ¿estás
enfermo?”. Iba a decirle que sí, que estaba enfermo de
amor. Pero dije: “Para nada. Me siento como un toro.
Pero es que me destemplé”. “Cerralas, si te parece. Nada
más digo que deben hacer 38 grados”. “Mirá Laura, ya
no importa. Si querés dejar abiertas las ventanas, hacelo.
Y lo del frío no es un problema. ¡Todo lo discutís! ¡Todo
lo ponés en cuestión! Te digo que me destemplé y vos
me salís con que lo de los 38 grados. ¡Es siempre igual!
Dejá las ventanas así, que están perfectas. Además el frío
se me pasó. Debe haber sido un chucho, solamente”. Me
miró confundida. “Estás muy raro. Decime la verdad ¿A
que viniste?”. Dudé. Pero finalmente me decidí. Y le
confesé: “Vine a besarte. Respondeme esto Laura: ¿Me
150
El Neurótico
dejarías que te bese?”. “¿Qué estás diceindo?”. “Un beso,
Laura. Sólo te pido un beso, nada más que eso. Te
prometo que después me voy y no te molesto nunca
más... Laura… Yo… ¡Necesito besarte! ¡Es para saber
que no me despreciás!... ¡Lo necesito!”. Lo reconocí casi
llorando, completamente humillado. “¿Pero qué es esa
idea de venir a besarme? ¿Qué es lo que te has creído?
¿Es preciso hacerlo todo tan difícil?”. “¡Por favor, Laura!
¡Por favor!”, le pedí, arrojándome a sus pies mientras los
abrazaba. Ella intentaba zafarse, pero la retuve con
fuerza. Y se lo impedí. Casi la hago caer al piso en la
lucha. “¡Soltame! ¡Soltame pedazo de idiota!”, gritaba ella.
Yo otra vez sentía ganas de llorar. ¿Por qué me trataba
así? ¡A mí! ¡Que tanto la quería! “Está bien. No te beso,
no te beso... Nada más acostate. Y dormí. Dormí
mientras yo te miro. Será nada más un rato. Vos dormí
que yo te cuido”, le pedí. “¡Vos estás re-loco!... ¡Soltame,
infeliz! ¡Mis padres han venido a visitarme! Están por
llegar. ¡Soltame de una buena vez o empiezo a gritar y
armo un escándalo!”. “Laura, te lo pido
encarecidamente… dejame, aunque más no sea, mirarte.
Solamente unos minutos más”, le rogué.
Me observó extrañamente, como se mira a un
lunático. “¡Andate, Julián! Tenés que irte ya. Andá y
descansá que te va a hacer bien. Olvidate de mí. Ya no
me quieras”, dijo, y su tono había cambiado. “De verdad,
Julián, es hora de que te vayas”, repitió y tomándome del
brazo me arrastró hasta la entrada. Yo sentía como si me
pasara la mano por el lomo. Mi cuerpo estaba inerte.
Sólo me dejaba llevar. Tras depositarme en el umbral
cerró la puerta. “¡Otro día te llamo! Podemos cenar”,
grité. Pero ella no respondió.
No sé cuanto tiempo quedé sentado en la escalera
del edificio. Lleno de ofuscamiento apreciaba como la
sombra de mi rival volvía a aparecer. Mejor que yo, más
151
Dante Gabriel Duero
talentoso, quizá con dinero. Probablemente fuera más
hermoso y los padres de ella lo quisieran. ¡Sí, lo quisieran
igual que a mí me despreciaban! Lo tenía todo el otro.
Todo, Doctor. ¡Cuánto lo aborrecía! “Si al menos me
dejaras conocerlo”, llegué a pedirle tres días más tarde,
mientras hablábamos por teléfono. Ella se quedó en
silencio. “Sabés una cosa: ¡El te va a abandonar! Va a
acostarse con vos y cuando se aburra te va a
abandonar!”, le grité con despecho. No respondió nada.
Al segundo sentí remordimientos y me disculpé.
Queriendo hacerme nuevamente amigo suyo, le dije: “Yo
me voy a conformar con tu cariño, seré como un amigo;
no, como un hermano, Laura, y vas a poder decírmelo
todo, y yo voy a saber comprenderte. De acá en más te
voy a prestar desinteresadamente mi hombro y mi oído
para que me lo digas todo”. Y mientras así hablaba sentía
como mi pecho se llenaba de decepción y desprecio por
mí mismo. Yo era su esclavo, un esclavo eunuco... ¿Qué
clase de respeto podía tenerme? Había quedado excluido,
para Laura, de la categoría de los hombres. Pueden darse
cuenta de lo que todo ello representaba para mí,
Doctores. Y mi amigo luego, durante aquella noche,
preguntándome si me creía capaz de hacer justicia.
152
El Neurótico
“¡Claro que me creo capaz de tomar revancha!
¡Una y mil veces me creo! Todavía pienso en las
humillaciones que debí soportarle. ¡Y en su frialdad,
Osvaldo, no tenés idea de cómo me hundió con su
frialdad! Por supuesto que puedo ajusticiarla. ¡Mirá la
pregunta que hacés!”. “Bueno Julián”, continuó el
canalla. “Al fin comenzarás a darte cuenta de que, si
escarbas en el fondo, empiezan a aflorar pasiones menos
sublimes de las que creías tener. ¡Emociones bastante
oscuras! ¡Ah, bonito granuja viene a ser usted, mi querido
enamorado! La mayoría de nosotros somos incapaces de
algo así, no por virtud sino por defecto; o, lo que es lo
mismo, por cobardía. Y es que cuando uno se pone a
pensar en las consecuencias horribles que podrían
acontecerle, las vejaciones e inmoralidades que debiera
padecer si se atreviese a sembrar un poco de caos por el
mundo... bueno… Quiero decir: nuestra bondad es el
producto de nuestra negligencia, Julián; un efecto
inercial, casi. Somos buenos porque no nos decidimos a
destruir al otro. Y eso sí que nos convierte en
inmundicias... ¿Te cuento algo? Me percaté de todo esto
hace bastante tiempo atrás, cierta vez…”. “¿Cierta vez
cuándo?”, pregunté. “¿Qué importa cuando, tío? ¡Cierta
vez, una vez cualquiera!... Déjame contarte. Te decía que
cierta vez tenía yo una novia, muy atractiva, que se
llamaba Judith. Una noche decidimos ir a la fiesta que
hacía una amiga de ella. Llegamos y nos acomodamos.
Bebimos unos tragos. Yo me hallaba un tanto borracho;
Judith expresaba una alegría inhabitual. De pronto me di
cuenta de que un tipo, ubicado a unos veinte pasos de
donde nos encontrábamos, miraba a mi novia con
insistencia. El hombre tenía aspecto de bravucón y
estaba acompañado por cinco amigos. Y yo era apenas
un adolescente. Juzgué poco conveniente enfrentarlo.
Opté, en cambio, por hacer como si no me diera cuenta
153
Dante Gabriel Duero
de ninguna irregularidad. Respecto de Judith, pues se
había puesto incómoda, sí; sin embargo no hizo ninguna
referencia al asunto, lo que me benefició en mi cobardía.
En cierto momento decidimos ir por unos tragos más,
para lo que debíamos cruzar por frente del granuja.
Ocurrió entonces que el infeliz intentó manosear a mi
novia. Esta, por su parte, se puso a armar un escandalete
y a gritar todo tipo de cosas. Yo bajé la cabeza, como si
no me hubiese enterado de nada, y disimuladamente la
arrastré del brazo hasta sacarla a la galería. Una vez allí le
pedí explicaciones. Podía sentir como mi yugular se
hinchaba, más y más, de ira. En mis pensamientos me
decía que aplastaría a aquel gusano. Buscaría el revolver
de mi padre y le descargaría el cargador en el pecho. Sin
embargo, fíjate lo que ocurrió después: me conformé con
regañar a la chavala y la acusé de haberle hecho ojitos al
muchacho. ¡Y la infeliz, que se puso a llorar como un
cocodrilito, repitiendo una y otra vez que no, que ella no
había hecho nada de eso!... Después de aquella noche no
pude volver a verla. Y es que no tenía coraje de
enfrentarme al recuerdo que de mí mismo me dejó aquel
episodio. Tras aquellas circunstancias, comprendí que mi
tolerancia y mi bondad habían resultado desde siempre
nada más el producto de mi cobardía y mi comodidad.
Pensé que no podía continuar con la farsa. De modo que
opté. Y elegí de ahí en más hacer deliberadamente el mal,
y ser de lo más injusto posible”.
154
El Neurótico
“¡Ah!... pero no te exasperes, mi querido Julián”,
continuó diciendo mi amigo. “No te exasperes que hay
más. Y lo que queda, lo sé, te va a parecer aún más
simpático… je, je... ¡Ay! No sé porque me viene esta
necesidad de contarte. Supongo que quiero que te des
cuenta, que no te engañes con sensiblería de truhán.
Escucha lo siguiente: tú ya sabes a la perfección todos los
detalles de mi relación con Carla. Bien, sabrás que me
veo en la obligación de hacerla sufrir, de tratarla mal y
humillarla. Lo hago por su bien. Aunque también por el
mío, claro. Por ello no le retaceo nada. De estos placeres
sabrás vos, por propia experiencia, si miras sin tapujos en
tu corazón. Porque en tu relación con Laura, estoy
seguro, por momentos habrás sido bastante degenerado.
Sin embargo lo que te voy a narrar de mí es una historia
aún más terrible, y que ocurrió hace cosa de catorce o
quince años atrás, cuando aún vivíamos en Madrid. Tú y
yo no nos conocíamos. Por aquel tiempo mi familia
estaba tan mal de fondos que debimos separarnos y cada
uno fue a vivir donde encontró lugar. Mi padre había
sido destituido y nos habían embargado poco más hasta
las camas. El resto se lo había jugado. Mis relaciones con
él venían de mal en peor y, por aquella época, el muy
cretino había llegado a tajearme el rostro, tras
propinarme una paliza por una cuestión estúpida, en la
que le demostré se hallaba equivocado. Yo lo odiaba,
pero le temía, y si no hubiese sido por esto último creo
que lo hubiese asesinado.
"En tanto, mi madre no fue nunca más que la
sombra de papito. El infeliz no tenía el menor reparo en
menospreciarla públicamente como así tampoco en
golpearla y mortificarla. Fue en esa época que me fui de
casa. Jorge Herrera, un amigo de la infancia, tuvo el buen
gesto de recogerme y llevarme a vivir con su familia.
Fíjate la bondad de este pobre diablo que llegó a
155
Dante Gabriel Duero
decirme: "En mi madre encontrarás una madre" y
algunas otras cositas similares. Junto con ellos vivía
Clarita, su hermana de catorce años.
"Aunque a mí me trataban como a un hermano
más, te confieso, por mi parte jamás fueron recíprocos
tales sentimientos fraternales. Estaba cómodo. Y no
desaprovechaba el techo y la comida. Fingía, claro,
agradecimiento. Y como eran practicantes, hasta imitaba
sus rituales y parafernalias religiosas ejecutadas siempre a
la hora de comer y de dormir.
"Jorge había llegado a conseguirme un puesto en la
Oficina de Correo, de modo que, además de brindarme
una vivienda y una familia, me estaba dando mi amigo la
posibilidad de ganarme el pan con mi sudor. ¿Cuánto
piensas, dime chaval, que me importó todo su
sentimentalismo barato? ¡Pues nada! Ya era capaz de ver
el trasfondo de los afectos y las cosas. Sabía
perfectamente que el granuja era un cobarde; un
hipócrita; hacía todo aquello por la necesidad de parecer
generoso frente a su conciencia, contraponiendo en tales
gestos una tendencia a aquella que lo llevaba a exacerbar
un egoísmo perfectamente disimulado. No se socorre a
quien no lo pide. Y yo jamás le había pedido nada... ¡Pero
él tenía que amar al prójimo! ¡Y todo por un maldito
orgullo basado en el virtuosismo!... ¿Quién lo mandó?
¿Eh?".
156
El Neurótico
¿Qué sucede, Doctor? ¡Ah! ¡Piensa que mi amigo
es un sujeto despreciable. ¡Sí! Claro que sí. Es eso lo que
pretendo mostrarle, argumentos mediante... ¡Vamos! no
sea tan actor y déjeme seguir, que ya se va a dar cuenta
que ni usted ni nadie son mejores que él, querido Ortiz.
Le voy a exponer ahora de qué modo le pagó mi amigo
los favores recibidos al tal Jorge Herrera y a su noble
familia.
“En primer lugar- siguió contando- rechacé
diplomáticamente lo del trabajo. Yo tenía recién veinte
años. ¡No tenía por qué trabajar!... Además de ello, me
dedique a sustraer sistemáticamente los ahorros que su
madre guardaba para casos de eventualidad. Cuando la
vieja se dio cuenta del robo puso el grito en el cielo. Me
las ingenié entonces para culpar y comprometer a una
mujer que iba a ayudar en el lavado y el planchado de la
ropa. Pero todo esto no es más que lo lúdico, mi juego
de niño comparado con... ¿Recuerdas que te dije que
Jorge tenía una hermana?”. “¿Clara, la chiquilla de
catorce?”, pregunté.”Sí, la chiquilla, exacto. Pues bien: me
encargué de corromperla. Era ésta una niña muy
introvertida y solitaria, que sufría, quién sabe por qué
causa, de una inenarrable tristeza. Por aquella época
comenzaba a despuntar su adolescencia, lo cual se
manifestaba tanto en su cuerpo y en el afloramiento de
sus pechitos abultados, como también en las
fluctuaciones de su carácter (le molestaba hasta la
irritación que cualquiera hiciese alguna insinuación
respecto de la aparición inminente de sus dotes
femeninas). Comprendiendo su carácter cohibido e
inestable, como también debido al aspecto atormentado
y oscuro de algunas de sus obras más tempranas (no sé si
te he dicho que la chica concurría a una escuela de
pintura y que yo había podido ver alguna de sus
creaciones) pude adivinar, rápidamente, que no poseía
157
Dante Gabriel Duero
aquella criatura amistades ni relaciones y que, incluso, en
sitios como el colegio debía pasarla bastante mal. Adulé
entonces su personalidad especial y le confesé mi
admiración por su fortaleza espiritual. Le dije que
comprendía claramente su soledad, que yo mismo la vivía
en carne propia; le hice creer que era objeto de mi mayor
empatía. En poco tiempo había logrado que la jovencita
me participase sus sentimientos más profundos y me
convirtiese en depositario de sus confianzas.
"Me mostraba todos sus dibujos; me escribía
poesías y se relajaba a mi lado, hasta dormirse con su
cabeza sobre mi pecho. Comprendí que Clara
comenzaba a prodigarme un gran amor. Esto me hizo
presa de un inmenso regocijo, porque unificó en mí
cierto cariño, que también sentía por la chiquita, con el
cáustico placer que me ocasionaba la idea de envilecerla y
corromperla...
“Por aquel tiempo”, dijo y se interrumpió, hizo
carraspear su garganta y bebió otro largo trago de
whisky, “pues comencé a espiarla mientras se bañaba.
Disfrutaba con placer indecible de aquellos juegos.
Cierto día, que habíamos quedado solos en la casa, le
dije: Oye, Clarita, quítate la blusa. Ella se mostró aturdida y,
acto seguido, bajó la cabeza, avergonzada. Vamos, insistí,
que es solo un juego, y dije esto afectado de una sonrisa
cómplice. Clara alzó la vista. Se había ruborizado y reía
ahora con una risita entrecortada, histérica. Vamos niña
¡Que estás bien buena! ¿No lo sabes? ¿Acaso tiene algo
de malo? ¿No somos como hermanos, tú y yo? Ella
asintió. Solamente quiero ver si estás creciendo, dije,
acariciando su mano con ternura. Ella accedió.
Lentamente, y con torpeza, desprendió su camisita. De
este modo los dos pechitos turgentes y rozados me
fueron entregados, chaval. ¿Me dejas tocarte? Ante mi
pregunta alzó los hombros y con sus ojitos claros y
158
El Neurótico
recios me dibujó una mirada turbia, como diciendo: ¿Es
que no ves? Soy una niña. Pero no me amedrenté. Bien
pronto dejarás de serlo, pensé. Estiré mis dos manos y
acaricié sus incipientes y vedados senos. Recuerdo que
un estupor me recorrió todo el cuerpo. ¿Quieres tocarme
tú ahora? ¿No te interesa saber cómo es mi cuerpo?,
pregunté. Y como ella no respondió me aproximé hasta
estar bien cerca suyo y, sacado fuera de la bragueta mi
miembro, lo dejé a su alcance, como si ofreciese una
manzana. Aún así no se atrevió. Debí tomar su mano y
enrollarla sobre mi juguete… jua… jua… ¿Ves que lisito
es?, le pregunté. Sí, es muy lisito, repitió la enana, con
grotesca inocencia. Después de aquella ocasión, esa clase
de juegos se repitieron. Pervertí a la muchacha hasta la
majadería y la ofensa. Jamás llegué con ella a un coito
normal, por decir; prefería sodomizarla.... También la
obligaba a masturbarme. El onanismo ha sido desde que
recuerdo el peor vicio mío.
"¿Me hacía todo aquello feliz? ¡Oh, no, por Dios
que no!… je... je... Era el ser más triste, más miserable y
hundido que podía existir sobre el planeta. Una culpa
difusa, una melancolía que exasperaba me escarbaba las
entrañas. Pero esa desesperación inconsciente se
transformaba, día a día, en un nuevo impulso. ¡Te lo juro
Julián!
"Torturado
por
este
sentimiento
autoincriminatorio que desde lo más hondo me llenaba
de dolor, pero también de aplomo, sentí que debía doblar
la apuesta. Cierto día pensé que lo mejor sería
distanciarme de Clarita, así que repentinamente y sin
explicar demasiado me alejé, rehusando terminantemente
a que volviésemos a mantener contacto íntimo y
procurando no quedar jamás solo con ella. Hasta me
permití acompañar a Jorge a sus aburridas reuniones de
la Iglesia, nada más que para no permanecer en la casa,
159
Dante Gabriel Duero
en cercanía de la muchacha. Un día me marché de la
residencia, sin previo aviso. ¡Que sea yo magnificado si
no instauré definitivamente el terrible vacío en el corazón
de esa pequeña! ¡Pero es que también en mis mazmorras,
venía yo a sentirme colmado de tantas o más ausencias
que las que le dejé a Clara!”.
“¿Qué fue de ella?”, pregunté. “No lo sé, hombre,
jamás volví a verla”- dijo, y permaneció en silencio
durante algún rato. Luego retomó la palabra. “Te das
cuenta ahora, Julián. Uno será esa clase de engendros que
le roba moneditas a los ciegos de la peatonal, pero en lo
que hace a sinceridad no retacea ni un poco. Cuando se
es consciente de lo que se hace, no se deja pasar nada
con indiferencia; se obliga uno a vivir atormentado. Es
esa nuestra elección y penitencia. Se es consciente y
nunca se es feliz. La mejor herramienta de los hombres
felices es la ignorancia. Laura no sabe todo esto, y por
eso está mucho más cerca de la felicidad (o la contentura,
que vendría a ser como una versión pedestre, de gallina,
de la felicidad) de lo que nunca estuviste ni vas a estar
vos."
160
El Neurótico
¿Por qué me contaba él todas esas cosas, Ortiz?
¿Con qué fin me hacía semejantes confesiones? ¿Qué
pretendía lograr con sus preguntas y con cada uno de sus
comentarios? Pues ya lo verá usted, caballero. Aquel
rufián le estaba imprimiendo a mis pensamientos un
rumbo particular. Se las ingenió para llevarme de las
narices hacia donde quiso. Primero, me recordó el
género de personas al cual ambos pertenecíamos. Y
luego me quitó toda razón como para hacer alguna cosa
buena.
¿Que cuál era el motivo de semejante forma de
actuar? Pues ya se los he dicho, Doctores: la envidia. La
envidia y la voracidad... Cada vez que vuelvo a pensar en
el canalla ese me sorprendo de cuánto veneraba su
amistad. Y es que... yo lo admiraba. Rotundamente
admiraba a mi amigo... Sin embargo, supe vengarme por
su traición... Antes, Ortiz, mucho antes de aquella noche
de la que le hablé.
El buscó entonces mi destrucción
atormentándome, pero yo, dos años atrás y sin saberlo,
había exigido satisfacción por la traición que el llegaría a
cometer... Aunque... ¿Puede que no haya sido así?
Porque en verdad ni siquiera estoy seguro de haberme
vengado. Lo que sucedió fue casi un accidente. ¿O no?...
Además ¿Yo lo admiraba? ¿O creía que lo hacía y en
verdad lo odiaba? Creo, Doctores, que en el fondo
siempre odié al bastardo y que por eso me vengué, pero
no estoy seguro. ¿O quizá sí?... ¿Mucho antes de que
ocurriese mi desastrosa caída en los precipicios de la
moral, y puesto que yo también era un truhán, un
sinvergüenzas, me vengué? ¿Me vengué de Osvaldo
Miniagurria mucho antes de que él arruinase mi vida,
Ortiz?... Puede que sí… o puede que no…
161
Dante Gabriel Duero
¿Les he hablado de Carla, la novia de Miniagurria?
Pues bien, un día ella me invitó a su casa. Fue, como les
he dicho, bastante antes a que el Vasco me hundiese.
Aquel día cenamos y bebimos una botella de vino.
Después… ¡Ay Ortiz … como decirlo!…Yo… ¡La besé!.
Sí, la besé y la toqueteé. Y ella reconoció que le había gustado.
¿Después? Me sentí un tanto culpable. Pero aún así
soporté el recogimiento. Como un estoico. Y jamás,
jamás se lo comenté a Osvaldo. Ahora, después de todo
lo sucedido, me alegro mucho de haber procedido así
con aquella novia suya. Sí, Doctor, me gusta, me gusta
mucho. ¡En demasía me agrada haber ornamentado al
canalla! Tuvo al fin su merecido. Me arrepiento de no
habérselo dicho, Ortiz, eso sí. Debí decirle: “Osvaldo, no
te hacés una idea de lo calenturienta que es tu novia!
¡Vasco de mierda!”. Él se merecía mucho más que eso.
Una lección, sabe. Él también tenía que aprender algunas
cosas.
Aunque, claro… de haberse enterado de nuestro
vilipendio también era posible que a Osvaldo no le
hubiese importado. ¡En lo más mínimo! ¡Sí, ello es
posible!... Y aquí es donde la hiena ésta me despierta la
mayor confusión. ¿Podía ser indiferente a lo que su novia
hiciese o no con otro? ¡Sí, Ortiz, él podía! Y es que él
era... un príncipe, Doctor, un ser extraordinario. Iba de
aquí para allá sin que nada pudiese inmutarlo... Y yo lo
necesitaba, Ortiz. Lo necesitaba. Necesitaba su sarcasmo
para mitigar el dolor de esta herida, esta fractura del alma
que me asfixiaba, que me aniquilaba lentamente... Pero
también lo necesitaba como modelo… él era un ejemplo
a seguir, Doctor…
162
El Neurótico
Le confesaré una cosa, Ortiz… Yo en el fondo
siempre quise ser bueno. Quería amar, hacerme querer y
todo eso. Sólo que no me salía. Una rabia inmensa nacía
de dentro. Y nada podía calmarla. Entonces me hacía el
malo. Y el cínico. Me hacía el malo para desquitarme por
no poder ser bueno... Sabe, con ella pude haberme
salvado... Laura hubiese sido capaz de apuntalarme, de
hacer salir mi verdadero yo, permitirme renacer... Pero se
marchó. Se fue con otro. E hizo de mí un hervidero.
Porque llegó entonces todo el insomnio. Siglos de
insomnio, constante, eterno. Y de espera. Esperar. Con
todo mi angustiante insomnio esperé a que volviese.
Pero fue en vano. Absolutamente en vano. ¿Cómo
podría alguien comprender esta asfixia del espíritu, esta
vorágine paroxística que, como un tumor, fue
comprimiendo mi existencia? ¿Quién hubiese sido capaz
de extirpar este dolor, este anhelo fantasmagórico de
amor? ¿Usted, Ortiz, Usted es capaz? ¡Ah, sencillo es ver
y juzgarlo todo desde fuera! Pero sólo el hombre que
sufre sabe del tormento y el horror al que lo somete su
cerebro enfermo; y es sólo este hombre el que se ve
agobiado por una tristeza ineludible, sin lógica ni sentido.
Doctor, yo me duelo desde antes, mi dolor es más
antiguo... ¡Y por ello debo morir! Mi enfermedad, que es
moral, se ha ramificado hasta adueñarse por completo de
mi vida. ¿Cómo podría ahora tener remedio? Yo,
Señores, lloro por lo perdido. O por la pérdida, en
general. Contra eso les aseguro que no hay antídoto.
Se que a usted Rinaldi, tanto como a los demás,
todo esto le resultará una historia descabellada y hasta
graciosa. De seguro que así le parecerá y no me importa.
Pero no lo es en absoluto Además, me imagino, se
preguntará: “¿Y qué diablos tiene que ver todo este
cuento con la historia de la gorda? ¿En dónde se
relaciona esto, ocurrido tanto tiempo atrás, con el intento
163
Dante Gabriel Duero
de ahorcamiento de la obesa?”.Y le diré. Estrecha es la
relación, caballero. Por ello, déjeme usted terminar.
Creo haberles dicho que Laura era una mujer
encantadora, fina, delicada… Luego que me alejara de
ella, o mejor dicho, de que ella se fuese de mi lado, pasé
mucho tiempo sin volver a verla. Ello aún cuando no
escatimaba esfuerzos por propiciar algún encuentro
“circunstancial”. Pero pese a esos esfuerzos, sólo en tres
ocasiones volvimos a cruzarnos. Lo confieso: durante los
períodos intermedios imaginaba su figura embellecida;
más, desde mis fueros más íntimos, deseaba que el
tiempo hubiese comenzado a hacer estragos con ella.
Entonces sentía imperiosa necesidad de verla, para
consolar a mis imaginarios fantasmas; quería
convencerme de que de a poco, los años la irían
arruinando y que más tarde o más temprano ella se
arrepentiría de haberme dejado. Víctima de tales
impulsos salía a buscarla, cual merodeador, por calles y
lugares públicos. Por suerte (hoy digo por suerte, aunque
sé perfectamente que en tales momentos cada frustrante
desencuentro aumentaba mis desdichas, pues en mis
fantasías su imagen embellecida terminaba triunfando
mientras la que yo le deseaba, se empequeñecía) sólo me
hallé con Laura en las mencionadas ocasiones: una, algo
después de lo ocurrido tras la velada que pasara en
compañía de mi amigo Osvaldo. La segunda vez fue tres
años más tarde. La tercera... pues la tercera vez fue dos
semanas atrás, situación, esta última, que se vería sucedida
de toda una serie de complicaciones de las que ustedes,
Doctores, ya están más o menos al tanto. Lo
trascendental de estos encuentros fue el hecho de que en
cada uno de ellos hallé a la endemoniada ¡Diez veces más
hermosa de lo que imaginaba durante mis desvaríos!...
¡Ello fue insoportable!
164
El Neurótico
Pero para que comprenda esto terminaré de
contarle lo ocurrido tras la trágica conversación con
Miniaguria...
“Mátala, Julián. Así ella tendrá su merecido y tú
quedarás en paz contigo mismo”, me instó mi perverso
amigo, acodado sobre la mesa, con las manos juntas, en
gesto genuflexo, en tanto ponía sus dedos índices sobre
el borde de sus labios rojos y carnosos y apoyaba su
mentón en los pulgares. “¿Qué?”, pregunté atónito,
asustado. “¿Me vas a decir que te da miedo, no tienes el
coraje ni para eso, ni siquiera ahora puedes dejar de lado
tu negligencia y hacer lo que deberías haber hecho hace
ya mucho?”. “¿Estás loco? ¡Yo no tengo que hacer nada!
¡Nada de nada! ¿Por qué iría a…?”, ni pude pronunciar la
palabra. “¿Además cómo podría hacer para...?”. “¿Para
qué, para MATARLA? Pues… no sé… Desnucándola,
empalándola, destripándola, tirándole piedras… La
sigues un día, sin que te vean y cuando aparezca un lugar
un tanto despejado, la ahorcas, con tus propias manos,
por ejemplo. También puedes optar por martillarle la
cabeza. Busca un método artesanal, hombre, algo que
resulte hasta un poco improvisado; de esa manera
siempre se le pueda echar la culpa a algún pobre diablo, a
un ladronzuelo ocasional. Después te desapareces del
lugar y… ¿Quién te va a culpar a ti, tío, a un
universitario? ¡Siempre se incrimina a alguien de más
abajo, alguien imposibilitado para defenderse, un
iletrado... yo qué sé!”.
165
Dante Gabriel Duero
Me quedé callado, helado de espanto, mientras él
me clavaba su mirada rapiñadora y dibujaba en su boca
voluptuosa y grande una sonrisa de burla y desprecio.
Levantándome, comencé a gritarle, a tratarlo de
desquiciado, de loco, de pervertido, de canalla.
Miniagurria reía a carcajadas y se contorsionaba.
Comencé a sufrir una crisis. Una sucesión de imágenes
desfiló por mi cabeza. ¡Y de pronto me supe capaz!
Entendí que podía pensar en lo que Vasco me proponía,
que aquellas ideas que tanto me habían rondado podían
volverse acto porque estaban muy cerca de lo que yo era;
yo quería reivindicarme haciéndole sentir a ella que,
como ocurría conmigo, también su vida podía pasar a no
valer nada. Apreté fuerte mis mandíbulas, mis nervios
atornillados a la piel. Miré a los ojos a mi amigo y le
apliqué un golpe en el mentón. Calló desplomado sobre
el sillón. “¡Pelotudo!”, le grité, no sé por qué. “Eres un
imbécil, un pobre imbécil”, dijo él. “No tienes idea de la
idiotez que acabas de hacer. ¡Vete! ¡Lárgate ya mismo de
mi apartamento, maldito cobarde, gillipollas!”, me
ordenó.
Eran las cuatro de la madrugada. Y me marché
cargando tan sólo mi abrigo, un bolso con alguna ropa y
un hacha, pequeña, de cocina, que le robé a Miniagurria y
que oculté entre mis ropas.
166
El Neurótico
Salí y me dirigí hacia la rivera. Me quedé allí
tiritando, recostado sobre el césped húmedo de rocío,
bajo un árbol, hasta que dieron las seis de la mañana. El
paroxismo se había adueñado de mi mente. Y entonces,
una única idea fue canalizada hacia mi conciencia:
Aunque no la matara… estaba… ¡La posibilidad de
amenazarla! ¡Decirle que iba a asesinarla si ella no me
escuchaba! Porque tampoco la vida de Laura, valía
nada…
Pasé el día andando de un lado a otro, como un
autómata. Nada recuerdo de lo que hice entonces. Solo
esperé... esperé. A la tarde me dirigí hasta donde vivía la
profesora de Laura. Y me quedé expectante, metido en
un zaguán, durante no sé cuanto tiempo. Finalmente
apareció. Salió y caminó hacia la esquina. Me escondí
detrás de un monolito y la seguí con la vista. Cuando
hubo doblado caminé detrás de ella, ocultándome entre
unos árboles. Y entonces… ocurrió lo que ocurrió, es
decir, lo que les he comentado antes: la tomé del brazo,
le dije que quería hablar, ella corrió y yo deje caer el
hacha sobre mi mano...
Como les expliqué, Laura desapareció. Y yo, corrí
hacia el hospital. Allí me curaron. Y después, me hicieron
encerrar. Así fue que comenzó para mí otro largo
proceso, que se inició con una paliza que dos gordos
policías me propinaron antes de subirme al celular, a lo
que le siguieron varios meses de estadía en un hospital
neuropsiquiátrico.
Posteriormente mi vida volvió a la normalidad.
Bueno, a la normalidad es un decir. ¿Qué clase de
normalidad podía tener un individuo sometido a
semejantes pulsiones y artífice de tales conductas? Lo más
encaminado que me sostuve fue junto a la gorda, a quien
traté de ahorcar. ¿Y por qué?... ¡Ah a eso voy... a eso voy!...
167
Dante Gabriel Duero
¿Recuerdan que les comenté que, posteriormente
al episodio lamentable, encontré tres veces a la muñequita
encantadora? Pues dos de ellas pude tolerarlo. A fuerza de
desesperación sostenida, toleré saberla perdida y
hermosa. Pero la última... la última... Snif… Snif…
Venía yo de comprar papas y osobuco, para que
Mirta cocinase. Caminaba placidamente por las calles del
barrio cuando, repentinamente, divisé a una mujer alta,
rubia y aún hermosa. Iba acompañada por un atlético
caballero. A su lado caminaban dos niñitas, rubias y
rechonchas. Todos rebosaban de felicidad y bienechura.
Pude reconocerla inmediatamente. Laura. Estaba aún más
bella. Horriblemente bella.
Bajé la vista y continué caminando, convencido de
que ella ni siquiera se había percatado de que había sido
yo quien acababa de pasar a su lado. ¡Tanto habían los
años desfigurado mi rostro! Una tristeza enorme volvió a
inundarme la garganta. Esa tristeza me hizo llorar
amargamente y en silencio. Comencé a preguntarme por
qué razón me había dejado llevar hasta aquel extremo;
por qué había arruinado así mi vida. Y al llegar a la
pensión no soporté tener que convivir con tanta
horripilancia ni toleré los reclamos de mi obesa mujer,
que a los gritos, y repitiendo la palabra “imbécil”, me
recriminaba por haberme demorado demasiado en traer a
la casa unas papas y unos mugrientos trozos de osobuco.
“¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! ¡Mirá en lo que
me convertiste! ¡Mirá!”, le grité lloriqueando, al tiempo
que me abalancé, apretándole el cuello, mientras
observaba como su rostro se iba poniendo colorado e
hinchado.
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El Neurótico
EPILOGO
Esta es mi triste historia, Doctores... Ahora diría que lo
saben ustedes todo. Me queda, sin embargo, la opaca
sensación de que alguna cosa permanece en el fondo del
tintero. Sí, quizá no sea esta la absoluta verdad y es que...
¿Ay? ¡Siempre dudo! Se los he anticipado. Además: ¡Soy
un asqueroso mitómano! Y es que me cuesta
enormemente: no sé decidirme y no puedo diferenciar mis
fantasías de la realidad. ¿Ven cuán cretino soy? Soy
incapaz de decir dos palabras sin inventar por lo menos la
mitad. ¡Si tuviese, al menos, la certeza de que mi relato los
ha entretenido!... Pero ya veo sus caras… Ustedes me
juzgan… Snif…Snif… Sí, amigos míos, supongo que así
es… ¡Eso me lastima!… ¡Mucho!...¿O no?.... Porque
quizá…. ¡Ah!... ¡Yo me la pasé bien contándoles todas
estas sandeces!... Ahora… Ahora… ¡A Ustedes les queda
el resto! ¡Imaginar! Deducir “lo subyacente”, “lo
profundo”… la pulsión mortífera… Je... je... Sólo hace falta
analizar, desmenuzar, comprender la auténtica naturaleza
del pecado al que hemos sido inducidos. Nuestros vicios
son sólo una compensación de nuestro temor a la
insignificancia, a la vergüenza. ¡Ah, el horror!... Todo lo
hacemos para escapar de tal infierno. He aquí un árbol
que echa raíces en la metafísica y la psicología y se ramifica
en nuestras debilidades: la codicia y la ambición, la
soberbia, el orgullo, la vanidad, el odio, el resentimiento, la
envidia y hasta la gula, caballeros ¿Qué otra cosa son los
pecados sino las respuestas a nuestras vergüenzas y
horrores más profundos?... En la naturaleza del pecado de
un hombre podrán ustedes descubrir la marca de su
esencia. He allí mi verdad…. Y ahora, debo dormir... Ya
les he dicho ya: mi sangre se ha envenenado ¡Tanta vida la ha
matado!
FIN
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