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Número 17, Año 2016
Postremus: para una teoría de los finales
Postremus: A Theory on Literary Endings
Pablo Brescia (University of South Florida)
pbrescia@usf.edu
RESUMEN
A partir de las consideraciones de Ricardo Piglia en sus “Nuevas tesis
sobre el cuento” sobre los finales literarios, este artículo revisa varios finales clásicos y secretos de la literatura universal y latinoamericana (Tolstoi,
Kafka, Quiroga, Chéjov, Sinclair, Pacheco, Borges, Tizón, Bolaño) para
explorar la filosofía de la composición del texto literario y determinar qué
quiere decir terminar una historia.
Palabras clave: Piglia; finales literarios; filosofía de la composición;
vida y literatura.
ABSTRACT
Based on Ricardo Piglia’s “Nuevas tesis sobre el cuento” and his theorizng about endings in literatura, this study reviews several endings of
novels and short stories (Tolstoi, Kafka, Quiroga, Chekhov, Sinclair, Pacheco, Borges, Tizón, Bolaño) in order to explore the philosophy of composition and answer the question: what does it mean to finish a story?
Keywords: Piglia; literary endings; philosophy of composition; life
and literature.
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Quizá un lenguaje para los finales
exija la total abolición de los otros lenguajes,
la imperturbable síntesis
de las tierras arrasadas.
O tal vez crear un habla de intersticios,
que reúna los mínimos espacios
entreverados entre el silencio y la palabra
y las ignotas partículas sin codicia.
“No tenemos un lenguaje para los finales”, Roberto Juarroz.
1. Terminar una obra
En “Una maldita cosa detrás de la otra” Julian Barnes recordaba lo dicho
por Jorge Luis Borges en 1971 en una conferencia ofrecida en Inglaterra.
Allí, el escritor argentino había definido la vida como “una maldita cosa
detrás de la otra y después te mueres” (281). Hay ciertamente humor en
esta intervención, pero desde un plano filosófico esta continuidad contingente se sitúa en las antípodas de la idea de cierre. Es decir, la existencia
es una sucesión infinita, porque en el momento de finitud ya no hay una
percepción auto-consciente; ya no estamos allí. En la literatura, en cambio, sí hay un punto final que, sin embargo, se renueva como inicial con
cada lector o lectora que se arriesga a emprender la aventura de un texto.
“¿Qué quiere decir terminar una obra? ¿De quién depende decidir que
una historia está terminada?” se pregunta Ricardo Piglia en sus “Nuevas
tesis sobre el cuento” (108). A partir de este comentario de uno de los narradores hispanoamericanos que más ha pensado la filosofía de la narración, en lo que sigue me interesa recorrer el lenguaje de algunos finales
literarios –específicamente de obras narrativas– para explorar en ellos
las tensiones que se ponen de manifiesto en la serie formada por los textos
seleccionados. En este contexto, el fin aparece como dilema existencial,
claro, pero también como problema narrativo, es decir, como inexorable
juego de expectativas.
2. Cerrar una vida, cerrar una historia
El final de un relato puede coincidir con el de un personaje en la ficción
y en eso reside su poder de hechizo artístico: en el intento de replicar la
muerte de la vida por medio de una transferencia que quizá la trascienda, esto es, la transmute en literatura. Las numerosas ficciones literarias
sobre la muerte parecieran ser monolíticas (todas terminan en lo mismo,
podríamos decir) pero no lo son.
Reparemos en dos ejemplos muy conocidos de la literatura universal. En el relato largo “La muerte de Iván Ilich” (1886), de León Tolstoi,
la desintegración del personaje protagonista y el paralelismo entre vida
y literatura hacen evidente una situación reconocible: la agonía de un enfermo. “Iván Ilich veía que se estaba muriendo y se desesperaba. En lo
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más hondo de su alma se daba perfecta cuenta que se moría, pero él no
estaba acostumbrado a ello” (45). Lo que para la vida es cierre trágico e
incomprensible pero también fatídico pero inevitable, en la ficción afecta
el mecanismo de la expectativa: ¿qué podemos esperar, en tanto lectores,
al leer sobre un hombre que se va a morir y, efectivamente, se muere? Desde el título del relato, Tolstoi anuncia un cierre sin revelación, sin efecto.
Por eso, el inicio anuncia el final del final, cuando Piotr Ivánonich declara:
“—¡Señores! […] Iván Ilich ha muerto” (7). Pero esta misma declaración
potencia el camino de la trama, aliviando a los lectores del peso de querer
saber qué va a pasar: aunque hay ciertamente dudas a lo largo del camino, Iván sabe qué va a pasar; el narrador sabe qué va a pasar, los lectores
saben qué va a pasar. Así, el autor de La guerra y la paz distribuye sus
materiales retrospectivamente de manera tal que esta muerte ordinaria
de un hombre común se transforma en una meditación, no abstracta sino
palpable, del proceso del fin: “La pasada historia de Iván Ilich no podía ser
más sencilla, más corriente ni más terrible” (16).
La primera parte (capítulos I-III) comienza con la escena del velorio
y la reunión de amigos y familiares y luego despliega las circunstancias
laborales de ascenso y descenso, la dinámica del entorno familiar plagada
de conflictos y resentimientos y la automatización de los ritos sociales. Los
detalles de la vida de Iván espejean la psicología del lector, que no necesita
ser ruso ni vivir en el siglo XIX para sentir empatía por el personaje. Pero
la saturación de lo real es aún más manifiesta en la segunda parte del cuento (capítulos IV-XII). En primer lugar, aparece el malestar supuestamente
causado por el riñón flotante o el intestino ciego (otras traducciones hablan
de un apéndice vermiforme, y en ese nombre hay algo extraño, como si
fuera exógeno al sistema). Luego, la narración describe los sentimientos
de paranoia, abandono y soledad y los detalles de los padecimientos físicos, hasta llegar al olor que despide el cadáver. Hay, además, una penetración psicológica no sólo en la interioridad del personaje sino también en
los diferentes discursos institucionales (el médico, el familiar, el jurídico)
que merece un desarrollo más extenso del que podemos ofrecer aquí. Lo
central es que Iván pasa de ser enjuiciador —es miembro de un tribunal de
apelación en un juzgado— a ser la víctima, el enjuiciado. La sentencia de la
muerte hace de los personajes marionetas que, sin embargo, resisten.
En todo este proceso, Tolstoi e Iván buscan el lenguaje del final. Por
momentos, en la desesperación: “«Sí, tenía vida, y ahora se va, se va y no
puedo retenerla. Sí. ¿A qué engañarme? ¿Acaso no es evidente para todos,
excepto para mí, que me estoy muriendo y que la cuestión está solo en
el número de semanas, de días, o, quizá, de instantes?»” (43). En otras
ocasiones, en la hipocresía del proceso: “La mentira en que se le quería
sumir en las vísperas de su muerte, esa mentira llamada a reducir el acto
terriblemente majestuoso de su muerte al nivel de todas sus visitas, cortinones y pescado fino servido como entremés… era un gran martirio para
Iván Ilich” (51). Otras veces, en la reflexión: “«Qué habrá, cuando falte
yo? No habrá nada. Entonces, ¿dónde estaré cuando ya no sea? ¿Será la
muerte? No, no quiero»” (43). El estado del enfermo provoca un efecto de
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eterno retorno, hecho explícito en el relato: “Siempre ocurría lo mismo.
Brillaba una gotita de esperanza, se desencadenaba el mar de la desesperación, y siempre el dolor, aquel dolor y la misma amargura. Siempre lo
mismo” (54). El alejamiento de la noción de suspenso en el final permite
que la lectura se concentre en el intento de articulación de sentido, pero
ya no de la muerte, sino de la vida: “«Resistir es imposible. Pero si por lo
menos pudiera comprender el porqué de todo esto. También ello resulta
imposible. Podría explicarse si afirmara que no he vivido como hacía falta
vivir. Mas no hay manera de reconocer que ha sido así»” (64). Esta es la
epifanía final de Iván: preguntarse si ha vivido bien su vida. Luego de tres
días de agonía, el final cobra un nuevo significado: “—¡Se ha terminado!
exclamó alguien a su lado. Él oyó estas palabras y las repitió en su alma.
«Se ha terminado la muerte» —se dijo—. «Ya no existe»” (71). El final de
“La muerte de Iván Ilich” no es el cierre de la vida, sino el de la muerte.
Hay otras conclusiones, vivenciales o literarias, donde la muerte no
aparece como proceso natural o causal. Allí el final propone un juego con
el suspenso, acicateando el deseo por avanzar el conocimiento y postulando al relato como investigación, al autor como criminal y al lector como un
detective al que le cuentan una cosa mientras le escamotean otra. Este es
el caso de la novela El proceso (1914), de Franz Kafka. Aquí la muerte es
una amenaza que sobrevuela las páginas habitadas por pasillos, escaleras,
funcionarios y penumbras, como si el personaje central fuera parte de una
trama secreta que él —y los lectores—desconocen. Cuando los agentes que
arrestaron al protagonista, Franz y Willem, se vuelven a encontrar con él
y le reclaman a K. haberlos denunciado ante la autoridad, el protagonista
de la novela niega haberlo hecho. Entonces un tercer agente, azotador de
aquellos dos, le advierte a K.: “—No te dejes conmover por sus discursos
[…] El castigo es tan justo como inevitable” (548). La idea de la inevitabilidad del castigo contiene un sustrato moral inescrutable; lo que impresiona
de El proceso no es el final de la novela o de la vida del protagonista, sino
ignorar por qué se llega a él. Lo que se narra entonces es la sinrazón, que
agoniza impávidamente a causa de, justamente, la raíz elidida del proceso.
El comienzo del capítulo III podría ser el inicio de cualquier otro capítulo: “Toda la semana siguiente K. estuvo aguardando una nueva citación”
(516). Kafka, que algo sabía de narrar desde la culpabilidad injustificada,
desde la alegoría que propone el destino como una especie de broma cuyo
remate nunca terminamos de entender, parte de una acusación que nunca
se esclarece o importa poco y de un “crimen” que ya tiene a su culpable, el
empleado de banco Josef K., a quien “ellos” vienen a buscar un día: “Posiblemente alguien había calumniado a Josef K., pues sin que éste hubiera
hecho nada malo, fue detenido una mañana” (473). Esta primera frase define el tipo de expectativa: el narrador asume la inocencia del protagonista y utiliza el lenguaje jurídico tan afín a Kafka al hablar de “calumnia”,
provocando la fricción a partir de lo inexplicable. Queda claro: K. es inocente; K. tiene enemigos. El individuo es inocente; el mundo (los otros) es
el enemigo. Ese “ellos” indeterminado —¿Dios? ¿El estado? ¿El padre?—
agrega a la matriz kafkiana otro ingrediente característico de su temática:
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la conspiración. Cuando K. se encuentra con su tío en el capítulo VI, éste,
escandalizado, le dice:
—¡Estás cambiado! Siempre juzgaste todo adecuadamente pero parece
que esa cualidad te está abandonando. ¿Quieres acaso perder el proceso?
¿Sabes lo que eso significaría? Significaría sencillamente quedar anulado, al igual que tus parientes o, por lo menos, estos quedarían humillados
hasta el suelo. ¡Josef, recóbrate! Tu indiferencia me saca de quicio. Al
mirarte podría afirmarse la verdad del proverbio: “Sufrir un proceso es
casi haberlo perdido” (559).
Sufrir un proceso es casi haberlo perdido. El proceso implica una afrenta
al nombre y, así, la humillación se extiende y cubre con un manto de olvido
los componentes esenciales en cualquier narración: la causalidad de los
hechos y la motivación de los personajes.
Lo terrible, parece decir Kafka, es nunca terminar de saber. En el
capítulo IX, el sacerdote habla con K. y le refiere la parábola “Ante la ley”
que enfrenta a un campesino ante una puerta custodiada por un centinela.
Luego de años de intentos infructuosos de entrada, el guardián entiende
que el hombre morirá y entonces devela el enigma: le dice a su interlocutor que esa puerta era sólo para él: “‘Ahora voy a cerrarla’” (668). Final
de la posibilidad, final de la esperanza, final de la vida. La idea del obstáculo infinito, de la espera eterna, de la ansiedad inextinguible, provoca,
paradójicamente, una mayor sed de lectura. ¿Cuál es el lenguaje kafkiano
del final en El proceso?: “Pero uno de los señores cogió por la garganta a
K. y el otro le clavó el cuchillo a la altura del corazón y repitió dos veces la
operación. Con la mirada de un moribundo, K. observó a los dos señores
inclinados junto a su rostro. —¡Como un perro!, dijo, y era como si la
vergüenza tuviera que sobrevivirlo” (676-677). En este final, quizá el más
espeluznante que recuerde mi memoria de lector, destaca la pura materialidad de los hechos —el cuchillo girando dos veces; los ojos vidriosos, los
matones cheek to cheek con su víctima— en contrapunto con la percepción
interior del acontecimiento: a K. lo matan como un perro y lo que siente
es… vergüenza. En el final de El proceso el lenguaje quiere escaparse de su
destino y, así, a la expectativa de los lectores le cabe la última palabra de
la novela: sobrevivirlo.
Para examinar un ejemplo latinoamericano sobre este tema, nadie
como Horacio Quiroga, cuyo gusto literario por lo morboso y truculento
tuvo su contrapartida en una vida trágica rodeada de muertes, incluido
su suicidio en 1938. Urbanas o selváticas, violentas y pasionales, dramáticas o de lenta agonía, mucho se ha escrito sobre las muertes literarias
quiroguianas como un recurso de efecto. La muerte aparece bien como
dictado inexorable de la naturaleza o las pulsiones humanas, bien como
intervención del azar, y es casi siempre remate de la arquitectónica de
sus narraciones: asesinatos (en “El solitario”, en “La gallina degollada”);
distracciones o accidentes (en “El hombre muerto”, en “El hijo”); encuentros fatídicos con el reino animal (en “A la deriva”, en “La miel silvestre”).
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Cuando Quiroga le pide al escritor de cuentos en el octavo mandamiento
de su “Decálogo del perfecto cuentista” que tome a sus personajes de la
mano y los lleve “firmemente hasta el final sin ver otra cosa que el camino
que les trazaste” (1970: 87) no sólo articula sus pensamientos sobre el género sino que también destina a sus personajes a una muerte literaria más
que segura.
Nunca metafísica, abstracta o reflexiva, el fin de la vida es un hecho
concreto en los relatos quiroguianos y en esta aparición del final en el final
sobresalen tres aspectos: la diversidad en los modos de narrar la muerte,
en una constante experimentación perspectivista; la afición por lo anormal, lo extraordinario o lo bizarro como una contraseña para explorar estados de desasosiego; y la psicopatología de sus personajes ante situaciones
límite. Así, en estas tres vertientes de muertes quiroguianas, hay relatos
donde los cambios de perspectiva afectan no solo la instrumentación de
la muerte sino el diagrama mismo de la narración, como el narrador que
adquiere la visión de los personajes en “El almohadón de pluma” y luego
se distancia de ella y adopta un tono científico para explicar el parásito escondido en el almohadón, o el narrador que se interioriza de los vaivenes
anímicos del padre viudo de “El hijo” para luego condenarlo sin más como
un alucinado. En tanto, la anormalidad en Quiroga a menudo se asocia a
elementos que no encajan en el sistema social o familiar, como la reproducción “imperfecta” en “La gallina degollada” con los cuatro hijos “idiotas” que apenas se mueven y luego repentinamente tuercen el cuello de su
hermana menor, o la metamorfosis forzada en “Juan Darién”, un tigre que
vive entre humanos y es obligado a recuperar su naturaleza primigenia
por el miedo de los habitantes del pueblo a lo diferente, perpetuando la
eterna lucha entre ser humano y naturaleza. Por último, podría decirse
que toda la cuentística quiroguiana es un estudio de la mente humana y
sus mecanismos de percepción ante la última frontera: la muerte. Así, el
anónimo hombre protagonista de “A la deriva” pasa por varios estados en
su agonía y esta fluctuación arrastra a los lectores a una esperanza que es
decapitada en la última línea del cuento, y el médico alcohólico y alterado
de “Los destiladores de naranja” confunde a su hija con una rata y termina
lanzándole un leño que deriva en la muerte de la chiquita.
En los cuentos agitados de Quiroga hay un doble movimiento paradójico con respecto a la muerte: evasión-enfrentamiento. Las resoluciones
pueden alternar discursos —el horror y el pseudobjetivismo de “El almohadón de plumas”—, apelar al recuerdo para luego quedarse con la función
básica del ser humano —“Y cesó de respirar” (1992: 134), final de “A la
deriva”—, o pintar una escena melodramática para esconder el ardor de la
culpa, como en “Una gallina degollada”. En “La insolación” Quiroga presenta tal vez su metáfora más acabada sobre el tema: la encarnación de
la Muerte (así, con mayúsculas), que en el relato sólo puede ser olfateada
por los perros parlantes del relato: “Los perros comprendieron que esta
vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso
como un autómata, sin darse cuenta de nada” (1992: 143). La atracción
por el mundo animal en Quiroga se relaciona con su obsesión literaria; el
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escritor uruguayo intuía que alguna especie sobre esta tierra podría tal
vez entrever ese Más allá que fue título de su último libro.
Cerrar una vida puede querer decir cerrar una historia. Pero tanto
en “La muerte de Iván Ilich” como en El proceso como en los cuentos de
Quiroga, los finales no acaban con la búsqueda de la verdad, ese cuestionamiento de lo que está más allá de nosotros. “Los finales son pérdidas,
cortes, marcas en un territorio; trazan una frontera, dividen. Escanden y
escinden. Pero al mismo tiempo, en nuestra convicción más íntima, todo
continúa” (117), dice Piglia.
3. Lo que queda, finalmente
Frente a los finales naturales e irrevocables están los finales construidos,
aquellos que cortan una secuencia para, justamente, poder continuar. Una
teoría de los finales podría detenerse en aquellos que pueden ser tanto
o más trágicos que la muerte, y que a veces coinciden con ella: el fin del
amor es un ejemplo.
Nuevamente apelo a dos ejemplos de la literatura universal, uno muy
conocido y otro algo más secreto. En “La dama del perrito” (1899), de
Antón Chéjov, Dimitri Gúrov, hombre casado, permanece una temporada
en Yalta, cerca del Mar Negro. Anna Serguéievna, mujer casada, pasea
con “un blanco perro de Pomerania” (12) por la costanera. Es “la dama
del perrito”. Hay un encuentro entre ambos. Lo que el narrador de Chéjov
advierte en la primera página —“todo acercamiento que al principio diversifica la vida en forma agradable y constituye una aventura fácil y amable para las personas decentes […] inevitablemente se transforma en un
problema complicado” (12) — se cumple y los personajes comienzan una
relación prohibida. Hay un sesgo moral en el relato que, en el personaje femenino, trabaja desde la culpa y la incriminación — “No es a mi marido a
quien engañé, sino a mí misma” (15), dice Anna— y, en el masculino, desde
el machismo que objetifica a la mujer —“raza inferior” (12) según Gúrov—y
luego descubre la profundidad de un sentimiento inesperado.
En este texto, Chéjov desafía las convenciones del relato psicológico o
incluso de la poética del efecto único en el cuento y, como buen iluminador
de lo prosaico, rechaza construir narrativamente desde los pormenores
del engaño para luego ofrecer una epifanía y elige en cambio enfocar las
minucias de las agonías morales y las reflexiones sentimentales. Hay un
pasaje del relato que encapsula no solo su estilo sino también su mirada
sobre la condición humana:
Así rugía el mar cuando no había ni Yalta, ni Oreanda; así ruge ahora y
rugirá sordamente con la misma indiferencia cuando nosotros no estemos. Y esta constancia, en esta total indiferencia hacia la vida y la muerte
de cada uno de nosotros se oculta quizá la premisa de nuestra salvación
eterna, del continuo movimiento de la vida sobre la tierra, del continuo
perfeccionamiento. Sentado junto a la joven, que parecía tan bella aquella mañana, calmado y hechizado por el paisaje de ensueño —el mar, las
montañas, las nubes, el cielo inmenso— Gúrov pensó que en realidad
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todo es bello en este mundo, todo excepto lo que pensamos y hacemos
olvidando los supremos propósitos de la existencia y nuestra dignidad
humana (16).
En este pasaje hay una meditación sobre la certeza del final y la fugacidad
de la existencia. La belleza encuentra un obstáculo en la acción y hasta en
la palabra. Chéjov habla por su narrador y dota a la clásica oposición ser
humano/naturaleza de un ánimo reflexivo a partir de la idea de la eternidad natural frente a la contingencia humana. Luego de la despedida romántica en la estación de tren, para los amantes todo debe terminar, pero
Gúrov tiene la sensación “de una persona recién despertada” (16). Así, el
encuentro con Anna en Yalta supondrá, a la misma vez, un final y un comienzo; es como si se corriera un velo y ahora Gúrov ve la vida en toda su
estulticia: “queda al final una vida limitada y vacía, sin ningún sentido, de
la cual ni siquiera uno puede escapar, como si estuviera recluido en una
casa de locos o en una cárcel” (18).
Como dice el mismo cuento, la narración ofrece un nivel visible y otro
secreto. Y la clave para la resolución se condensa en la pregunta del narrador hacia el final: “¿Cómo liberarse de estas intolerables ataduras?” (22)
Un final supone un corte o un cierre; un blanco o un negro. En este caso,
el que lee quiere saber cómo terminará esta historia. Y se encuentra con
esta frase, un final perfecto: “Y parecía que faltaba poco para encontrar la
solución pero ambos comprendían claramente que el final estaba todavía
muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar” (22). Hay un efecto, pero no es el esperado. El lenguaje del final de
Chéjov, abierto y ambiguo, propone el comienzo del futuro: ni regreso a
lo convencional —en la vida, en la mecánica del relato—, ni huida hacia la
pasión devoradora —en la vida, en la mecánica del relato. Se cierra el texto
sí, pero, como dice el narrador, “el final estaba todavía muy lejos”.
Otro caso de final de las relaciones amorosas es el cuento “Donde su
fuego nunca se apaga”, de May Sinclair, que fue destacado por Borges
como uno de los mejores que hubiera leído. ¿Quién fue Sinclair? Por el
propio Borges nos enteramos que la escritora británica publicó novelas,
se interesó por Freud y por las hermanas Brontë y se aficionó a la filosofía. Cuando habla de Uncanny Stories (1923) —traduciendo “uncanny”
como “sobrenatural y maligno”— Borges destaca “Donde su fuego nunca
se apaga”, y esgrime un típico juicio borgeano: “su ejecución es deficiente,
pero su invención es muy superior a la de cuantos escritores conozco”
(2000: 129-130).
El relato, seguramente traducido por el escritor argentino, se incluye
en las primera edición (1940) y la tercera edición revisada (1965) de la Antología de la literatura fantástica. La narración parece en el principio una
típica historia de amor romántico: Harriet Leigh, la protagonista, ama al
teniente de marina Jorge Waring. El barco de Waring naufraga y él muere.
Más tarde, entra en escena Óscar Wade, con quien Harriet sostiene una
relación amorosa a pesar de que está casado. Cuando comparten dos semanas en París, Harriet se da cuenta de que “estaban enamorados, y se abur48
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rían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse” (393). Sobreviene la ruptura; Óscar muere tres años después. Harriet se convierte en
abnegada secretaria del párroco del Hogar para Jóvenes Caídas. Cuando
llega el momento de su muerte, le pide la confesión al cura, pero decide no
revelar su relación con Óscar.
Hasta aquí, el relato presenta varios finales amorosos desafortunados debido a la muerte del primer prometido y a la ruptura con el amante.
Cuando llega el momento del final de la vida para Harriet, la convención
indicaría que, para un cuento psicológico, debería cerrarse el círculo de los
personajes: “Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible, y es la dicha,
la dicha” (395), murmura la protagonista. Sin embargo, a partir de allí,
la narración adquiere su tinte uncanny u ominoso: el cuarto se rompe en
pedazos y ella comienza a viajar en el tiempo por varios espacios: la iglesia,
el cuarto de París, la casa de la infancia. Se encuentra con personas que al
principio le parecen familiares y que terminan siendo Óscar Wade. Harriet
entonces retrocede hacia su niñez, su recuerdo más lejano. Recorre el lugar
y se extraña de que en vez del portón de hierro haya un puerta gris. Cuando
la abre, se encuentra otra vez en el corredor del hotel de París. La muerte
de Harriet desencadena una especie de loop que pone énfasis en los finales
de sus relaciones amorosas, espacios donde habitan el vacío, la culpa y la
decepción y que, significativamente, perpetúan la trama.
El cuento ha tomado un cariz fantástico; la protagonista cree que si
logra “huir” más atrás en el tiempo podrá salvarse del fantasma de su
amante. Retrocede en el tiempo hasta su encuentro con Waring, pero el
hombre que la espera es Wade. El relato de Sinclair pone en escena un
gran dilema en cuanto a los finales literarios: si el final de la vida no termina el relato, ¿cómo terminar lo que no se termina?. Cuando Harriet dice:
“La vida no continúa para siempre. Moriremos”, Wade responde: “¿Morir?
Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos
muertos, estamos en el Infierno” (400). El destino de los personajes no
sería entonces un infierno dantesco, habitado por demonios y fuegos inacabables, sino uno rutinario y pobre: es la condena de repetir algo ad infinitum, en este caso una relación amorosa prohibida. Harriet se pregunta
el por qué de su situación y Wade contesta: “—Porque eso es todo lo que
nos queda” (401).
Dejo anotado aquí un caso latinoamericano de final de amores. Hay
momentos de la adolescencia en los que se cumplen aquellos versos del
tango “Amores de estudiante” de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera: “Hoy
un juramento/mañana una traición/amores de estudiante/flores de un
día son”. El final de la novela corta de José Emilio Pacheco El principio
del placer (1972) encuentra al protagonista adolescente, Jorge, entre dos
muchachas, una a la que ama, Ana Luisa, amiga de una de sus hermanas,
y una a la que no, Candelaria, novia del ordenanza de su padre, de nombre
Durán: “Qué injusto es todo: la que amo me rechaza y repudio a la que
me quiere” (50), dice el narrador-protagonista. El deseo, la venganza, la
confusión, la humillación, todo se une en el retrato que hace Pacheco del
artista adolescente. Porque Jorge es un incipiente escritor —“escribir tiene
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su encanto: me asombra ver cómo las palabras al unirse forman palabras
y salen cosas que no pensábamos decir” (14) — y escribe un diario para
registrar lo increíble y turbulento: “Porque en la tierra no pasan tantas
cosas o al menos no suceden al mismo tiempo. Era demasiado y a la vez
era cierto” (54).
Como sucediera en Las batallas en el desierto, en esta novela a Pacheco
le interesan los ritos de pasaje, los cambios vitales casi siempre signados
por el desengaño amoroso que tienen que ver más con la construcción y
deconstrucción del ego que con los vaivenes emocionales de una relación.
La percepción de Jorge atraviesa un relato que plantea dicotomías típicas
de la literatura mexicana como capital/provincia y clases bajas/burguesía.
El diario alterna lo público y lo privado. Por un lado registra el detalle de la
cotidianidad de Jorge y de la cultura mexicana de esos años: “Mis padres
cumplen hoy veinticinco años de matrimonio. Vendrán a comer el gobernador, el comandante de la región militar que está por encima de la zona a
cargo de mi padre, el presidente municipal, el capitán del puerto, algunos
senadores, diputados y líderes obreros, el jefe de la policía, el representante del PRI, el administrador de la aduana y no sé cuántos más” (46). Por
otro, anota el estado de reflexión del protagonista: “No volveré a comer
nunca. Soy tan imbécil que a mi edad no había relacionado los llamados
placeres de la muerte y el sufrimiento que los hacen posibles” (46). Aquí
no hay final de vida ni un final construido; se trata más bien del fin de una
etapa donde de descubre el velo de la inocencia y el mundo se vislumbra
como “una farsa y un teatrito” (54).
Luego de que Jorge ve a Ana Luisa con Durán, hay una certeza de que
algo se ha acabado: “Era el final de una pesadilla o de una mala película”
(54). Hay un intento frustrado de venganza, y luego arribamos al final de
El principio del placer: “Vine a pie hasta la casa, con ganas de llorar pero
aguantándome, con deseos de mandarlo todo a la chingada. Y sin embargo dispuesto a escribirlo y a guardarlo a ver si un día me llega a parecer
cómico lo que ahora veo tan trágico… Pero quién sabe. Si, en opinión de
mi mamá, esta que vivo es ‘la etapa más feliz de mi vida’, cómo estarán
las otras, carajo” (55). Tanto la literatura mexicana (Pedro Páramo) como
la latinoamericana (El coronel no tiene quien le escriba) brilla en finales
y este también es de antología en su oralidad, en su humor y en su desencanto. Detrás de ese carajo final, hay un cierre que es fin de etapa pero
Pacheco deposita su confianza en la escritura misma (y en la lectura) para
que cambie el sentido de la experiencia vital.
Tanto “La dama del perrito” como “Donde su fuego nunca se apaga”
como El principio del placer trabajan con el lenguaje del final desde el
futuro de historias que esperan otros narradores para activarse. Al hacerlo, cierran el texto pero abren las vidas de los personajes y los dotan
de espesor. “Los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia”
(109), dice Piglia.
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4. Repetir para concluir
Como si no les bastara meterse con los finales de la vida y con aquellos
finales que los seres humanos nos construimos, inquietos, los escritores
se meten con los finales literarios; el decir de la literatura es dinámico
y permite corregir páginas, imitando, emulando y escribiendo sobre lo
escrito. Un caso curioso al contemplar el lenguaje de los finales es el de
la re-escritura. En estos finales al cuadrado, hay una tendencia en la literatura a contar otra vez, a seguir contando, a no aceptar que la ficción
también se acaba.
Me centro en dos repercusiones y re-elaboraciones tal vez no tan conocidas de un cuento latinoamericano antológico. “Dahlmann empuña con
firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura” (Borges
1989-1996: 529). Un final perfecto, intocable. Mucho se ha hablado de esa
salida de la pulpería que es entrada definitiva a la ficción del bibliotecario
devenido gaucho en “El Sur”. Es final cerrado, pero a campo abierto. De los
“argumentos” básicos que Borges planteara sobre la literatura fantástica,
“El Sur” conjuga el que ahonda en los cruces entre realidad y sueño, tema
caro, además, a su propio sistema literario. ¿Dahlmann sueña o alucina
una posible muerte en la llanura, pero aparentemente muere en la sala de
operaciones (el viaje en tren como sueño-alucinación)? ¿O se recupera de
la enfermedad provocada por el accidente, sale del sanatorio y emprende
el viaje al campo que culmina en un duelo a cuchillo (el viaje en tren como
cumplimiento de un destino)? Ésta es, digamos, la escisión base para el
armado del relato que juega con dos vidas, con dos espacios y tal vez con
dos tiempos, y también es, como dice Gerard Genette de la literatura de
Borges, “una reserva de formas que esperan sus sentidos” (105). Así, aparecen otros finales, diferentes modelos.
En “Para un cuento de Borges” (2006), del escritor argentino Héctor
Tizón, desde el título se nota el cansancio y el ejercicio retórico. En el marco inicial del texto hay un diálogo entre el narrador y un Borges personaje
quien dice no estar “del todo conforme” con su final de “El Sur” y por ello le
pide a su interlocutor que escriba otro. El narrador dice que le escribió una
carta a Borges, nunca contestada, con el final alternativo. A partir de allí,
leemos la versión de Tizón: Dahlmann tiene un amor, Dorotea, que muere
atropellada luego de ir a visitarlo en la clínica. El bibliotecario emprende,
como en el cuento de Borges, el viaje en el tren y en la descripción de la llanura hay atisbos del estilo borgeano, e.g. “afuera todo se veía desaforado
e íntimo” (452). La escena de la pulpería también se repite (la comida, la
provocación con las bolitas de miga de pan), aunque los elementos nuevos
son los acorde de tango y el cambio mayor: esta vez Dahlmann le gana el
duelo al compadrito, un tal Henríquez. De regreso a su casa, acechado por
el recuerdo de Dorotea y por el crimen cometido, toma el puñal “que había
conservado como un sangriento fetiche cargado de poder” (458) y se suicida. A frases algo burdas como “Dahlmann, que era un lector omnívoro,
cuya curiosidad semiótica iba de las Mil y Una Noches hasta El alma que
canta […]” (453), se agrega el final que interpela a quien transita como un
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fantasma por el relato: “Usted lo dijo, Borges, el hombre dura menos que
la liviana melodía” (459).
Frente a ese lenguaje de cierre que no puede sino recurrir a la fuente
original porque tiene poco para agregar, “El gaucho insufrible” (2003),
de Roberto Bolaño, plantea una relectura, una parodia y una inscripción
contemporánea genial en la tradición temática y literaria que representa
“El Sur”1. Entre los muchos aspectos para destacar está la configuración
del protagonista, el abogado Héctor Pereda, quien cree que “los mejores
escritores de Argentina eran Borges y su hijo”, el Bebe (19); la presencia de
los conejos que infestan la pampa como una plaga; y las referencias a la
historia reciente, como cuando el narrador sentencia “la economía argentina cayó al abismo” —que podría indicar varios momentos de la historia
socioeconómica argentina pero se refiere a la debacle del 2001, dado que
la frase continúa “se congelaron las cuentas corrientes en dólares” (20)— o
cuando Pereda hace un comentario sobre la pérdida colectiva de la memoria —en referencia a las violaciones de los derechos humanos durante la
dictadura militar 1976-1983. En la escena final se replica y moderniza la
escena de “El Sur”. Pereda emigra de Buenos Aires al campo. De regreso
en Buenos Aires, va a un café que su hijo suele frecuentar. Se encuentra
con un escritor, “falso adolescente” (50), aspirando cocaína, personaje que
es sustitución metafórica del compadrito lanzando una miga de pan del
cuento de Borges. Este personaje le espeta a Pereda: “¿Qué mirás, viejo
insolente?” (50) El abogado se acerca, le apoya su cuchillo en la ingle y lo
hace sangrar un poco. El ridículo es ahora el escritor, no Dahlmann-Pereda, que sale triunfante. Ante la disyuntiva de quedarse en la ciudad o irse
al campo, “las sombras de la ciudad no le ofrecieron ninguna respuesta.
Calladas, como siempre, se quejó Pereda. Pero con las primeras luces del
día decidió volver” (50-51). En ese final, Bolaño le da una vuelta de tuerca a Borges. Ahora es la ciudad la que no habla, no el campo. Ya no hay
civilización: hay dos barbaries, y Bolaño hace que su personaje opte por
una —el campo, con los conejos y los gauchos— manteniendo la atmósfera
alucinatoria pero no la ambigüedad fantástica de “El Sur”.
Las re-escrituras de Tizón y de Bolaño sobre Borges muestran en
toda su dimensión la posibilidad que ofrece la literatura de re-elaborar
un final, aunque los resultados sean dispares. “En la experiencia siempre
renovada de esa revelación que es la forma, la literatura tiene, como siempre, mucho que enseñarnos sobra la vida”, dice Piglia (134)2.
Como bien ha visto Gustavo Faverón Patriau, el texto dialoga con otros textos de Borges, y
con relatos de Santiago Dabove, José Bianco, Antonio Di Benedetto, Juan Rodolfo Wilcock,
Rodrigo Fresán y el Cortázar de “Carta a una señorita en París”.
1
Existe un cuento de Fernando Iwasaki, “El derby de los penúltimos” que también homenajea a “El Sur” y reproduce la escena del duelo. Ricardo Piglia en sus “Nuevas tesis sobre
el cuento” comenta, entre otros cuentos borgeanos, “El Sur” y repara en una conferencia de
Borges sobre Nathaniel Hawthorne donde el escritor argentino hace referencia a una muerte
ocurrida en un sueño. Piglia ve en esa anécdota el germen de “El Sur”.
2
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5. El sentido del final
En El sentido de un final Frank Kermode estudia la imposición de la forma
sobre el tiempo en relatos apocalípticos, algo alejado del tema examinado
aquí. Y, sin embargo, la forma sobre el tiempo… cierres, detenimientos sobre el fluir. Quizás sea ese “habla de los intersticios” que invocaba Juarroz
la búsqueda apropiada para darle sentido a nuestra experiencia a través
de la literatura. “Proyectarse más allá del fin, para percibir el sentido, es
algo imposible de lograr, salvo bajo la forma del arte” (118), dice Piglia. La
literatura se distingue de la vida porque la letra se puede borrar, se puede
volver a empezar y ordenar así el infinito caos del mundo. En este recorrido por algunos lenguajes de finales literarios, el postremus literario, lo
último del texto, se transforma en un tónico que nos permite perdurar y
nos deja un gusto a imaginación y a letras.
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