Afectar AFECTARSE
Etnografías afectivas y autoetnografía
Investigación y Diálogo para la Autogestión Social
Serie de publicaciones autogestivas
Afectar AFECTARSE
Etnografías afectivas y autoetnografía
Aitza Miroslava Calixto Rojas (Coord.)
Investigación y Diálogo para la Autogestión Social, Oaxaca, 2024
SERIE DE PUBLICACIONES AUTOGESTIVAS
IDAS.OAXACA
Afectar AFECTAR-SE Etnografías afectivas y autoetnografía
Primera Edición, Oaxaca, México, 2024
Investigación y Diálogo para la Autogestión Social
@IDAS.Oaxaca
https://investigaciondialo.wixsite.com/idas
investigación.dialogo@gmail.com
AUTORAS
Aitza Miroslava Calixto Rojas
Elizabeth Nava Munive
Ana Luisa Ruiz Alemán
Carla Hernández Aguilar
María del Rosario Ramírez Morales
Mariana Rojas Cortés
Lourdes Raymundo Sabino
María Cristina Artal Paricio
Pía Ramírez Vásquez
Laura Sánchez Solorio y Omar Espinosa Cisneros
Camila Krauss
ILUSTRACIÓN DE PORTADA E INTERIORES
Fotografía Aitza Calixto
En la portada se encuentra además del título la toma en primer
plano y en blanco y negro de una hoja de brócoli con rocío.
DISEÑO Y CORRECCIÓN DE ESTILO
Aitza Miroslava Calixto Rojas,
Que nuestras historias circulen fuera de las lógicas de consumo.
Publicación autogestiva.
Afectar-AFECTARSE
ETNOGRAFÍAS AFECTIVAS Y
AUTOETNOGRAFÍA
INDICE
Presentación
1
Nosotredades: la cartografía autoetnográfica como ejercicio ético
3
para otras antropologías
Aitza Miroslava Calixto Rojas
Paisaje de sala de espera
20
Elizabeth Nava Munive
Manifiesto. La lucha por la salud mental desde abajo
32
Ana Luisa Ruiz Alemán
Entre miedos, ansiedades e invitaciones posibles en la práctica
37
terapéutica
Carla Hernández Aguilar
De outsider e impostora. Un ensayo sobre cómo construirse
50
desde los márgenes
María del Rosario Ramírez Morales
¿Dónde está el Tepozteco? Trayectoria de una investigación
57
desde el sentimiento
Mariana Rojas Cortés
Experiencia pandémica: vulnerabilidad y dignificación
70
Lourdes Raymundo Sabino
Lactancia infinita. Autoetnografía y reflexiones en torno a la
94
lactancia y la menopausia
Cristina Artal Paricio
Clonixinato de Lisina
102
Pía Ramírez Vásquez
Narrativas a cuatro manos. Los afectos desde el autoexilio
114
Laura Sánchez Solorio y Omar Espinosa Cisneros
Confesión a una etnóloga
Camila Krauss
124
Presentación
Este libro es un aliento en una carrera entre espinas, un ejercicio para seguir
intentando tejer cosas otras en un momento en que las academias
tercermundistas, refiriéndonos al tercer mundo en los sentidos que Anzaldúa nos
mostró, se encuentran ante el reto de romper sus pactos de complicidad y
simulación. Estas academias pueden seguirse acomodando en el enfoque teórico
en boga, pueden seguir difundiendo la obra de lOs autores consagrados del Norte
global, pueden incluso intentar convertir algún enfoque de manufactura local en
el mismo monstruo legitimado, algo que suene a una teoría “bien hecha” y que
esconda sus contradicciones bajo algún escritorio. Esta es la ruta normalizada
cuando se sigue aspirando al Norte.
Se puede seguir afianzado una clase social académica que pasa su vida
auspiciando el oficio con el financiamiento del estado o del privado, jugando a la
ciencia, sin incomodar, sin arriesgar el puesto, ignorando su propia precarización,
normalizando el descarte, el distanciamiento, la competencia, las violencias
institucionales, el racismo, el machismo, el capacitismo, los rituales de acceso y
los sacrificios requeridos para asegurarse el nombramiento, el renombre y el
trabajo asalariado.
Construir un seminario-taller cuestionando estos aspectos e intentando tejer y
acompañarse con la reflexión sobre otras epistemologías ha sido un esfuerzo que
se construye con la presencia, con el diálogo y con la escritura.
El presente libro reúne textos germinados y/o acompañados a partir de las
sesiones Seminario-taller de Etnografías Afectivas y Autoetnografía, realizado
virtualmente en su segunda edición durante 2022. Este seminario surge de mi
trayectoria de investigación, de mi sueño de colectividad, pero sobre todo de mi
1
impulso por honrar nuestros caminos, encuentros y contradicciones en la
compartencia de saberes.
Los trabajos mantienen un hilo conductor común ¿cómo honramos nuestros
afectos en nuestros procesos vitales y en nuestras rutas de investigación?
No nos referíamos con ello a trabajar con la dimensión emocional o a convertir a
las emociones en nuestro “objeto de estudio”. Nos enfocamos en explorar las
vías para atender y cuidar los afectos y efectos que se entrelazan en nuestro
estar en el mundo cuando nos dedicamos a la investigación social, a la docencia,
a las artes y/o al acompañamiento terapéutico. Esto implica darle un espacio a
la indagación autoetnográfica y escribir de aquello que habitualmente
permanece como telón de fondo de nuestros procesos de formación y escritura
académica.
En los siguientes trabajos podrás encontrar lo no contado en formatos
académicos tradicionales, se narrará aquello que nos indigna, los vínculos que
nos abrazan en la vida y en la muerte, las contracciones que nos habitan, los
miedos, las fragilidades y las posibilidades que estamos tejiendo. Nuestra
intención, dejar que la palabra circule, que conmueva e incomode.
Aitza
2
Nosotredades: la cartografía autoetnográfica como ejercicio
ético para otras antropologías
Aitza Miroslava Calixto Rojas
El trabajo etnográfico fue fundado sobre la dualidad etnógrafO-otredad. Debates
de alteridad. Esta dualidad implicaba asegurar la rigurosidad del ejercicio
científico, garantizar que el trabajo sobre los otros estuviera libre de nuestro
prejuicio. Quizá, si nos esforzábamos mucho, podríamos alcanzar la asepsia de
quien mira al microscopio.
Como eje transversal de este intento, la dinámica colonial (Segato, 2013). Saber
del otro, para dominarle, para extraerle cada gota, no solo en el plano material,
sino también en el simbólico. En la empresa colonial se funda el terror que
infunde la autoetnografía, pero también se explica que se haya vuelto canon que
las prácticas de campo antropológico se realicen en un contexto sociocultural
que no sea el propio. En México para hacerse antropólogO se considera crucial
entrenarse en el contexto ajeno, de preferencia en un pueblo originario que,
como curriculum oculto, nos ayude a cristalizar este pacto colonial.
La narrativa de que la extrañeza afina el oráculo interpretativo y sobre el peligro
de que lo propio estorbe tiene esta hibrys colonial, pero también una raíz
patriarcal contundente. Lo propio, remite a la emocionalidad, a la subjetividad
que se relaciona con lo femenino, y que se asumió históricamente como no
científica.
No obstante, la emergencia de lo propio ha sido clave en los estudios
antropológicos. Margaret Mead nos explicaba que el trabajo de campo requería
de una conciencia de nosotros mismos que permitiera la “experiencia total del
trabajo de campo”. También cuenta, como anécdota, cómo su estudio clásico
sobre las juventudes de las islas del Pacífico se había nutrido de su concienzuda
observación de la crianza de sus hermanxs, su interés en el tema era tal, que
3
hasta llevaba registros de ese proceso, mucho antes de convertirse en
antropóloga.
…hemos intentado en forma sistemática explorar y comprender la naturaleza de
la relación establecida entre el observador y a qué observa, se trate de un astro,
una partícula microscópica, un hormiguero, un animal que se adiestra, un
experimento de física o un grupo humano que, durante cientos o tal vez miles de
años, ha permanecido aislado de la corriente histórica del mundo...Durante mi vida
las implicaciones que como observador me incluyeron dentro del círculo estudiado
adquirieron cada vez mayor amplitud y profundidad…En este conflicto entre
quienes pretendían mecanizar la inteligencia y las aptitudes del observador, y
quienes intentaban obtener el máximo provecho ampliando y profundizando el
conocimiento de sí mismo, el antropólogo tomó una posición quidistante (Mead,
1983, p. 8).
Para ella el lugar intermedio, entre la aspiración de mecanizarse o de
psicoanalizarse hasta al punto de ubicar claramente transferencias y
contrarreferencias, estaba en propiciar la conciencia disciplinada de nuestros
propios sentimientos, lo que ella denomina “subjetividad controlada”.
¿Discutimos en el aula las implicaciones de este debate? ¿Logramos llevarlo al
campo de lo metodológico o sólo nos disciplinamos por obra y magia del
curriculum oculto, ese que ya ubicamos como colonial y patriarcal? ¿Qué
implicaciones éticas se derivan de esta discusión?
¿Por qué las rupturas epistemológicas de los ochenta, en lo que se refiere a la
reflexividad, la crítica marxiana y los debates anticoloniales no nos han
alcanzado para que nos dejen de pedir objetividad y distanciamiento en las
universidades?
Mari Douglas (1998) abordó críticamente su entorno sociocultural. En la
sociología, Gofman (2006) construyó todo un aparato teórico-conceptual a partir,
entre otras cosas, de su propio internamiento psiquiátrico y Bourdieu (2005)
explicaba su interés por la escuela y las clases sociales a partir de su propia
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historia escolar. Sin embargo, sus geografías parecen garantizar que su
pensamiento sea robusto y legitimado, aquí, lo propio no es posibilidad
epistémica, es, en el mejor de los casos, un riesgo a calcular o un locus de
enunciación de dos páginas. Aquí, la incomodidad ante lo propio reverbera y la
subjetividad indisciplinada les revienta.
A continuación, exploro las implicaciones éticas de indagar sobre nosotrxs antes
de la investigación etnográfica con otrxs seres, planteo la pertinencia de las
cartografías autoetnográficas como una vía para explorar qué estructuras
escolares tenemos encarnadas, para identificar las disonancias profesionales
que enfrentamos, para analizar nuestras redes y contradicciones identitarias y
para reconocer los vínculos que nos sostienen. Con esto busco proponer la
nosotredad como un término que plasme que somos en vínculo y encarnamiento.
La nosotredad implica reconocer la red y trayectoria de afectos y efectos que nos
constituyen y asumir críticamente los que se construyen en las relaciones
germinadas en los procesos de investigación. Busco así cuestionar que podamos
escribir del otro, de la otredad, de la alteridad, sin, realmente, estar hablando de
nosotras y del vínculo que tejemos con ese otrx, que nos obligan a imaginar
distante en el análisis, por el bien del acto investigativo.
He escrito antes de cómo el pulso autoetnográfico puede convertirse en un eje
transversal, en una brújula para los cuidados y para la ética de la investigación.
He señalado que materializar este pulso implica preguntarnos en latido ¿cómo
estoy?, ¿cómo están?, ¿cómo estamos?, ¿qué necesito?, ¿qué necesitamos? Este
pulso puede orientarnos durante los procesos completos de indagación: en el
diseño de investigación, en el trabajo de campo, en el análisis, en la escritura, en
la publicación o no publicación, en la comunicación de resultados.
Aquí exploro un antes de, busco invitarnos a cambiar el locus de enunciación por
una cartografía autoetnográfica. Atrevernos a reconocer y buscar nuestras
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coordenadas ¿quién soy cuando investigo, cuando hago docencia, cuando me
relaciono? ¿Cómo y con quién tejo nosotredad? ¿Qué implicaciones tiene esto
para los afectos y efectos que brotan de mis relaciones de investigación y
docencia?
En mi caso, como parte de este ejercicio, mapeo territorios que son cruciales
para mi labor actual. Investigo y comparto las coordenadas que me atraviesan
como loca escolarizada y mapeo los vínculos que me sostienen en mi resistencia
antiespecista.
Regreso así a las preguntas que me saltan:
¿Qué investigamos las mujeres, lxs locxs y discas? ¿Qué se investiga desde el
propio pueblo y disidencia?
¿Qué analiza de lo humano y de lo propio la gente bautizada como subalternizada,
la precarizada a golpe, despojo y desaparición? ¿para qué?
¿Qué nos palpita en el cuerpo y la palabra? ¿Qué epistemes nos desterraron de
las humanidades y las ciencias? ¿Cómo ocupamos el espacio y tejemos
trayectoria? ¿Cómo nos regresamos a la bruja y abortamos las distancias?
¿Con quién nos encontramos cuando hacemos una tesis? ¿Cuáles son nuestros
métodos y dónde están nuestras teorías? ¿Cómo dejamos de regurgitar al autOr
prominente y nos leemos entre nosotras? ¿Cómo teorizamos y accionamos desde
la subalternidad y la rabia?
En las escuelas de antropología del Abya Yala no se sabe qué hacer y qué decir
a estudiantes que analizan sus propios contextos o que forman parte de los
“problemas de investigación” que “investigan”. El profesorado cruje, el
estudiantado busca la forma, insiste o renuncia y/o colapsa.
Tampoco se sabe qué hacer y qué decir frente al dolor, con las lágrimas
compartidas en las entrevistas, con la depresión, con la ansiedad gestada o
detonada durante los trabajos de campo, pero sobre todo con la absurdidad de
documentar y analizar la injusticia y la violencia para credencializarse.
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Dolerse, estorba. Se espera que cuerpos-mentes normales se disciplinen o
regulen y hagan lo que les toca, observación, registro y análisis.
A mí, en el posgrado, me ofrecieron una opción terapéutica que me dejaba “lista”
en un mes cuando me atreví a hablar de lo mal que estaba y me sentía con
alguien de “confianza”.
En medio de una brutal violencia de pareja y con el ardor de la sobrevivencia de
otras tantas, me dieron esa clave.
Mi palabra ladra.
¿Cuándo cerrará la herida y seremos las de antes?
Pústula, traumas y clepsidra.
Superar, sanar, perdonar,
trinidad maldita.
Sin memoria, ni rabia, ni venganza: víctima resiliente pal’ encargo.
Aquí gritamos, lloramos y aventamos
sílabas siniestras, secretos
santOs encuerados
Nos hundimos en mares y hierbitas, nos largamos,
escupimos la mierda que dejaron.
Soltamos piedras y relámpagos.
Nos cuidamos en alfabeto y caricia,
nos besamos las heridas y atacamos.
La herida, la anormalidad, estorba. “¿Cómo hago observación participante si soy
ciega?” me decía una compa, reclamamos entonces hacer participación
perceptiva y derribar la hegemonía de la mirada, desplazando además a la
observación como sujeto. Refundar la herramienta de la observación participante
a la participación perceptiva. Yo resonaba, ¿cómo hacemos investigación las
locas y psiquiatrizadas? Soy hipersensible, TDHA posible, deprimida, ansiosa,
cerebro afectado por los abusos en la infancia, trauma complejo generalizadodicen las neurociencias-, codependencias por crecer entre adictxs -dicen mis
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doce pasos. Sueños rotos de blanquedad y blanqueamiento, la desindianzación
y alcoholización del padre, la dislexia hecha burla del rancho católico y norteño
de mi madre.
Dañada, loca, precarizada, no heterosexual, pero tampoco lesbiana. ¿Cómo se
hace etnografía desde estos márgenes? Escribo esto en el colchón pelón, con
mis doce gatis, dos bultos gigantes de ropa socia, cuarenta pestañas abiertas,
41 años, sin ganas de hijxs y parejas. Cuatro archivos de escritura pendiente al
tiempo, al fondo un podcast y un taladro, con la sangre menstrual y libre. La lap
desvencijada convertida en la gatita número trece sobre mis muslos.
Para escribir tienen que estar varios procesos en vilo, tienen que estar las
caricaturas o cualquier aliado que suene a la tele abierta que me dio tantita paz
y estabilidad durante la infancia. No escribo en bibliotecas, necesito ruido, más
cuando leo. Puedo escribir veinte horas seguidas o pasar meses con un archivo
en blanco. Siempre sentada en la cama o en el piso. Nunca puedo en escritorios,
ni en silencio. Hoy escribo a destiempo y tras un día de mierda. Escribo esto
porque le tengo pavor a los artículos pendientes.
Las piernas se me entumen. Cuando llega el ritmo me da coraje pararme, qué tal
si no regresa y me tengo que hundir de nuevo en la no-escritura y en el dolor del
sinsentido, en el dolor de no entender y temerle tanto a la gente.
Registrar lo que sucede a mi alrededor fue un hábito de sobrevivencia de la
infancia, un recurso potencializado además por la hipersensibilidad y la empatía
desbordada. Los registros de ese campo de batalla eran una manera de cuidarse.
Desde hace un tiempo y con los referentes de Pons Rabasa (2019), hablo de
encuentros afectivos y no de entrevistas, cuando la leí me hizo tanto sentido,
para mi cada intento de conversación es tan difícil, incluso la interacción más
sutil puede devastarme, en el mercado, en el transporte. Compartir, y más en el
contexto de una investigación, me implica días de encierro para recuperarme.
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Decido no medicarme ni seguir aspirando a curarme. Me abrazo, pero tampoco
descarto que pueda un día no tener de otra, me cuido.
A mí la palabra, esta que brota porque se me da la gana, me salva, lo hizo a los
siete, lo hace ahora. Recuerdo mis escritos en llamas como castigo de no
“ordenar” mi cuarto, demasiado lenta y sensible para los ritmos higienistas y las
ansiedades de mi madre. Lenta, lentísima, belfos grandes, preocupada por el
mundo, recogiendo renacuajos y cuidando arañas. Rara.
Vuelvo a mi escritura.
Nos descubrimos cuerpo en el pecado de saber y no mirarse, de tocarse más allá
del “acto”. Cartografía maldita por los astros, recortadas, reparadas, resanadas.
Nos hicimos las otrAs en la búsqueda, tercas y desenfocadas. Cuerpxs que se
desbordan y reclaman, las diagnosticadas, las incómodas malsanas, hijas
colmadas de harta pinche batalla. Abyectas, salamandras, niñitxs dulces soltadas
en la nada, oscuridad, tacto y escarcha. Mujeres de cine y gotas, de perritos y
espejos estrellados. Somos las que rebotan en la almohada, islas y pantanos. El
bocado al que renuncias, la puerta en la que escondes tu palabra. Llegamos en
ronda y sacudida, hechas de caña, cruzando el charco, en pastilla y cantando
cartas.
Marionetas que hoy deciden,
que reclaman un lugar que no termine en rictus premeditado.
Releo esto y le pregunto a doña Margaret, ¿qué hacemos con esta subjetividad
indisciplinada?, ¿con las tesis abandonadas de las que no lograron “hacerse
cargo” ?, ¿con las lecturas pendientes y el miedo?, ¿con el trauma y la diferencia?
¿Cómo hacemos diarios sin tocarnos?, ¿cómo hacemos conciencia sin
borrarnos?
La huella escolar
No importa que devore a Freire (1972) sin descanso, que escuche, que me
serene, que no tome asistencia, que plantee y replantee, que pregunte por el
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corazón, que busque, busque, busque, que intente, sin altar, ni pose. El acto
docente, mi acto, puede dañar, aunque no quiera, AFECTA, lastima hasta la
palabra no dictada desde la educación bancaria. ¿Quién soy yo para pretender
que la escuela sea otra? ¿Para creer que puedo NO reproducir la crueldad
escolar, el pánico? ¿En serio creo que puedo vivir credencializada, intentando
otras docencias?
No me pregunten por la sangre que costó la letra, por el cuerpo adiestrado
en el encierro y la obediencia, por la jerarquía escolar o por la academia
hecha de fango y de lucero.
No me pregunten por las credenciales a las que me aferro, por las
preposiciones que sobran y los gerundios que me rondan, ni por mis tiempos
de tortuga y de sabino.
No me pregunten por la escuela a toda costa, por la abuela llevando a rastras
a mi padre, ni por su orgullo de lograr al ingeniero, ni mucho menos por el
Tu'un Savi perdido en el desierto.
No me pregunten por mis sueños de maestra y de docencias otras, mejor nos
encontramos en la praxis, echando lumbre y sembrando, bailando a
carcajadas sobre los autores muertOs.
En medio de mis crisis como docente me rebusco en mis palabras. ¿Qué rayos
nos hizo la escuela? Repaso el credo que se encarna, indago en los mandatos
para comprender el dolor de estudiantes y maestras muy otras.
¡Escolarícese se trata de su derecho, ejérzalo!
Las mujeres ya acceden a la escuela, ya son la mitad del salón, ya ocupan lugares
antes no sospechados. Estudiar se construye así, como un privilegio que
aprovechar, como una meta que vale todas las penas y todos los sacrificios.
Demostraremos así que no sólo somos bonitas o bien que no lo somos, pero al
menos somos listas. Ocupemos el cuadro de honor, el primero la escuela y luego
el novio. Hagamos el diez, ganemos el mérito, o ya de perdis chicas, no
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reprobemos, no nos casemos, no seamos las madres adolescentes. Ya nos
dejaron ir a la escuela ¿qué diablos nos pensamos?
Ejerzamos, desquitemos la inversión manteniendo a padres y hermanos o
comprando el carro, la ropa a meses. Será un día el nuestro, habrá un trabajo
estable que nos asegure que ya tenemos con qué ganarnos la vida.
Vaya usted por todo, que ya no tiene pretexto, sea del color que sea, sea cual
sea su historia familiar, sea cual sea su capital inicial en el juego de la vida. Vaya
usted por todo, no ponga pretextos, ¿acaso no cargo usted la bandera? ¿Acaso
no la vistieron de toga y birrete en alguna clausura? ¿Acaso no pagó su paquete
de graduación y hasta jugó a la tesis?
¡Profesionalícese y sea profesional, no sea emocional, no sea mandona, no sea
coqueta, no de las nalgas, pero deje que se las vean! No quiera saber más que
el jefe, vístase bien, plánchese el cabello, que se note su dinero, su ascenso, su
éxito. Disfrute su carrera, pero no tanto que tiene que llegar el momento de
formalizar, de criar, de escolarizar a quienes lleguen, de contarles el cuentito de
que la escuela es importante y su único trabajo. Escoja escuela con cuidado,
cumpla.
Critique con dureza a la que no estudió, a la que pronto se embarazó, a la que se
llevó todas a extra, a la no hizo la tarea. Comparece, que no le roben la décima,
ni la califiquen mejor que usted, si no se lo “merecen”. Critique también a las
madres tumbadas en las esquinas, a las que estando “sanas” no buscan un
trabajo y se conforman con mendigar. Desprecie a la que no siguió el destino que
ahora nos dicta el capital, ¡doble y triple jornada para todas! Todas a la escuela,
no importa lo que esa escuela reproduzca. La igualdad vendrá de aguantarlo todo
en esos espacios jerarquizados y patriarcales.
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Pero ¡alto!, el cuento no es lineal y la escuela no solo es un espacio perverso. La
escuela era mi vía legítima para no estar en esa casa y a los diecisiete irme, la
misión, buscar todas las becas posibles para dejar de depender del padre.
Regresar a Oaxaca, después de la beca universitaria en la Cdmx, implicó
renunciar a las posibilidades de un mejor salario, qué absurda, por qué volvería
a “cuidar” a mi familia y a “ayudar” a concretar la separación de mi madre y el
patriarca. Aquí quise ser de la dulce y aguerrida sociedad civil del 2006, quería
tener el lujo de organizarme, de debatir, de hacer barricada y resistir, no me
alcanzó. Muchacha hay que trabajar, hay que sacar el varo. Durante casi cinco
años vendí el cuerpo a un programa público, con mis compañeras supe de cerca
lo que implica que te pidan favores sexuales para contratarte. Lloré y me
encabroné, pero la papa es la papa.
Aterricé a la antropología de la educación como en una volcadura infinita. Otra
vez la escuela, pero, la beca muchacha, ¡la beca! La escuela y sus rituales. Esta
vez, con la antropología de la educación, tratar de sacarle hasta la médula,
desnudarla en su ridiculez y crueldad infinita.
Después de trabajar en el área de salud de un programa público, me dediqué en
la tesis a reconstruir trayectorias biográficas, escolares y profesionales de
médicos y médicas. Quería exorcizarme, entender el desencuentro, la violencia,
la frustración, el pinche sacrificio de estos profesionales.
¿Cuáles han sido mis sacrificios?
Necesitamos saber que en nuestras historias de escolarización hay entramados
complejos que nos inclinan a reproducir las prácticas más despreciables del siglo
pasado. Saber que no basta con que las mujeres tengamos acceso a la escuela,
a la profesionalización, es mirar críticamente nuestros propios procesos
escolares. Hay privilegios y desventajas que se van articulando para dar lugar a
lo que tiene peso en nuestras identidades.
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En el caso de las médicas, que son la muestra de que las cosas “han cambiado”,
al ser la mitad en la matrícula de las facultades de medicina, ocurre una paradoja
muy dolorosa. Ellas, con todo el esfuerzo y sacrificio a cuestas, ejercerán su
oficio con muchas mujeres que, a “sus ojos”, no se esforzaron los suficiente, que
se llenan de hijos por irresponsables, que esperan pasivamente que alguien las
mantenga.
Muchas médicas hoy, después de inmolarse en su propia escolarización, miran
con desprecio a estas mujeres. La solidaridad se convierte en quimera, pues,
desde la perspectiva construida en las aulas, estas mujeres están haciendo algo
mal, hay un esfuerzo que no están dando.
Así la escuela, esta escuela, la nuestra, la oaxaqueña, la mexicana, la universidad
pública heredera de Juárez y su mito de superación personal, ha dejado entrar a
las mujeres para formar parte de ese ejército de profesionales a la salud que
jamás podrán contextualizar las historias de sus pacientes, que les odiarán en
silencio y regaño por “flojos y pasivos”.
Si ha(s) hecho cara de espanto y cree(s) que es sólo porque el saber médico les
descorazona, para, pare, indague sobre lo que la escuela le ha introyectado.
No nos hagamos, en alguna o muchas partes, seguimos pensando que la escuela
es lo primero, que la educación es la llave de todas las oportunidades, que
pobrecitxs, que qué flojitxs lxs que no «estudian» si ya hay becas y toda la cosa.
¿Cuál es nuestra historia de escolarización? ¿Cuál es nuestra genealogía
escolar? ¿Qué ha sido la escuela para la familia? ¿Cuál es el camino que ha
seguido nuestra profesionalización? ¿Cómo nos sentimos cuando algo no
funciona, cuando algo no se entregó, cuando nos equivocamos, cuando van a
calificar el trabajo? ¿Qué ficciones, discursos y necesidades materiales hemos
construido y resuelto con la escuela?
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Nuestra fragilidad
Ni siquiera un segundo en los tiempos de la especie, una animálida que investiga
lo que puede, que intenta palpar su brevedad.
Luna, Haku, murieron tantos.
Laten en mi corazón, me llenan de brevedad.
Sus vidas y muertes se me enraizan, me germinan.
Florecen de sus huesos
amarillos y rojos
lloramos en paz.
Haraway (2016) ha comenzado a desarrollar su teoría de parentesco
interespecie, al tiempo que Ingold (2018) reclama una antropología que le dé un
peso y lugar a las especies con las que compartimos trayectoria y tiempo
histórico. Nuestra antropología conjura en su nombre su especismo, separa lo
humano. Arrastramos la dicotomía cultura/naturaleza y todas las que permitan
evadir que al final estamos todxs aquí y que nos vamos a morir.
Compartimos este tiempo histórico con microrganismos específicos, con virus y
bacterias. Reino fungi y monera. Lo vegetal y la complejidad animal. Cielos, ríos,
mares, desiertos, montañas. Cuevas y placas. Nos viven arácnidos en las
pestañas, en la piel. Alimentamos y criamos a cucarachas, moscas y ratas,
también tramamos a diario su exterminio.
Luna murió, yo ayudé a matarla.
En ruta, hasta que no.
Juntas hasta el gusano y la fiera.
Bípeda en busca, devota en ti, branquia.
Veinte con mis palmas, defensa coralina, garra maestra.
La última hacia el abismo, creadora de mundos, salvaje, vidente, ciega.
En lo romántico y en mi noche silvestre.
Bendita grosera y sin ganas de quedar bien, ni ser gatita de nadie.
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No cabes en la boca, ni fantasma, ni excusa, ni apoyo emocional.
Eres sin necesidad.
Compañera de surco, habitante de mi rumbo, tuya sin excepción.
Maga en los vacíos, almendra, testiga, harta de espectros, chapucera.
Contigo escribo de la muerte, de la brevedad como sendero, de la fragilidad como marca
interespecie, de nuestro idioma, de los días y su excepcionalidad, de la lluvia y sus
aromas. Del último miau, del corazón que atravesaron, de lo que persiste en mi tacto,
de la ternura salvaje con que la que me enseñaste a bufar.
Estamos aquí, compartiendo cielo e infiernos.
Luna es mi día feliz, durante veinte años me encontré en sus ojos y tuve paz, risa
y una ternura infinita y salvaje. Mi manada es grande, mi vida ha sido posible por
muchxs gatis y perris. Mi manada ha corrido con mi suerte, pero también decide
y crea todo el tiempo, sentipiensa, calcula. Nos sostenemos en nuestras
contradicciones y en la jerarquía brutal de ser su humana.
Intento el antiespecismo, pero no hay día que no me sorprenda ejerciendo
violencias contra otras especies, nos AFECTAMOS, afectamos, pagamos porque
maten a otrxs. Incluida mi manada que, para vivir, depende de alimentos que
industrializan el sufrimiento de sus presas, carnívoros todos, dependen de ello.
Me ardo cuando en un descuido, algún otro se convierte en su presa.
Intento, no adoctrino sobre el veganismo blanqueado, intento desde un
antiespecismo que no lo tiene resuelto, que no se convierte en moral facha, ni
secta privilegiada.
Intento, conciencia histórica y de especie, resonancias, miradas cruzadas con
otras hembras, con cachorrxs, en su vejeces y enfermedades, en su prosperidad
saltarina y sus sueños infinitos. Somos nosotredades, con mis plantas secas y
con las que resisten mis ausencias, con las frutas y semillas, con los ríos que
ensucié, con las montañas que perdieron el nombre con mi paso.
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Nosotredades
A partir de estas cartografías autoetnográficas, regreso feroz a lo afectivo como
enfoque, a decir que con el método etnográfico no escribimos de la alteridad,
sino de nosotredades, que no somos lxs mismxs después del encuentro y choque,
que estamos conectadxs, aunque nos enrabie, que nuestra mierda flota y nos
abraza a la ceniza o al sepulcro.
Lo que hemos comenzado a denominar enfoque afectivo nos ha permitido tejer
reflexiones, prácticas y lecturas que nos han permitido darle un lugar
epistemológico a todo lo que sucede durante los procesos de investigación
social, a lo que nos sucede y no debería ser contado como acto epistémico, si
acaso como literatura, si nos alcanzan los talentos. A darnos el tiempo de
investigar, de saber, de decir y cartografiar quiénes hemos estado siendo, a
tomarnos el pulso, mientras investigamos.
En esa ruta los trabajos de feministas como Anzaldúa (1988), Lorde (2008),
Sandoval (2004), de Guzmán (2019) y Curiel (2007) nos germinan, mientras la
antropología de Esteban (2004) y de Ponds y Guerrero (2018) nos da pistas.
Los trabajos autoetnográficos de Rambo (2019) y Bochner (2019) nos cimbran,
¿por qué seguimos luchando por hablar de lo propio como una epistemología
válida y científica? ¿quiénes son esos padres a los que les convienen nuestros
silencios? ¿qué teorías y paradigmas seguimos obedeciendo? ¿qué herramientas
tenemos que abandonar? ¿cómo nos seguimos encontrando?
Las que estamos fuera del círculo de la definición que esta sociedad da de las
mujeres aceptables, las que hemos sido forjadas en las encrucijadas de las
diferencias- las que somos pobres, que somos lesbianas, que somos negras o que
somos más viejas, sabemos que la supervivencia no es una habilidad académica.
Es aprender cómo estar en pie sola impopular y a veces vilipendiada y cómo hacer
causa común con esa otra gente identificada como ajena a las estructuras con el
fin de definir y buscar un mundo en el que todas nosotras podemos prosperar. Es
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aprender como coger nuestras diferencias y convertirlas en fuerzas. Porque las
herramientas del amo nunca desmantelaran la casa del amo (Lorde, 1988, p.91)
Hablar de los afectos, no nos hermana, nos sacude, me ardo en lo que no salió
como esperaba, aún con tanto cuestionamiento y palabra, reclamo lo no
presentido, lo que salta y se me clava en los procesos docentes y/o en los de
investigación, en mis ingenuos intentos de trabajo comunitario, de colectividad
feminista, de manada y/o de familia. Ardo.
Los afectos son eso que se gesta en el intento de estar, pero también en el irse,
en el no poder, en el no entender, en el de enfermar, renunciar o morir. En el
intento de comunicación fallido, en las heridas que hacemos y nos hacen y que
pocas veces alcanzamos a nombrar. Un enfoque afectivo busca reconocer esto
en su complejidad, sin miel, ni hojuela, con responsabilidad y sin culpa.
Referencias
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19
Paisaje de sala de espera
Elizabeth Nava Munive
Llevo mucho tiempo sentada frente a esta página, su inmaterialidad y la mía se
encuentran como si una y otra fuesen un reflejo; tal vez lo sean.
¿Cómo abordar la historia de mi cuerpo o de su miedo? Porque pienso que al
margen de los miedos que poseo se han generado otros para él, para esto que
soy yo, pero que no se limita a lo que pienso.
Quizá es el miedo a la imposibilidad de mi propia narración sin pasar por las
lágrimas, por el acecho constante de la amargura o por esta característica de
sumar eventos y de conectarlos; por identificar en qué cantidad y con que
constancia se encuentran en la narración que frecuentemente hago y alimento
de mí misma.
En estos meses en que he pasado mucho tiempo en el hospital he repasado el
momento en que por primera vez un diagnóstico me conectó con esta institución
(el edificio, el olor a medicamentos) y la manera en que me fue revelada como
un espacio amplio que se repetía, casi sin cuerpo, como un eco en el que estaba
atrapada.
¿Cuáles fueron mis primeras experiencias ahí? Tengo algunos recuerdos
borrosos de mis consultas en la infancia. Creo que la primera vez que me ubiqué
ahí fue cuando, en lo que esperaba, me topé con las enfermas de cáncer;
recuerdo que algunas tejían y que otras estaban en esa posición que siempre
toman los cuerpos en las salas de espera, esa rigidez sobre la espalda, esa
dolorosa mirada en una nada que parece extenderse.
Solía ir sola a consulta, así que no tuve a quién preguntarle cómo podía
reaccionar, cuando una mujer se derrumbó después de salir del consultorio del
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médico. Recuerdo su tristeza hasta el punto de sentirla, como algo casi tangible.
También lloré, aunque no permití que me vieran.
No sé, ni imagino, si me será posible saber qué significa estar enfermo o enferma
en este momento. No me refiero a la enfermedad como esta parcela individual
que caracteriza a nuestro cuerpo o a nuestra mente, sino como esa sensación de
todos los que asistimos al hospital y nos encontramos ahí, entre los pasillos, con
nosotros mismos.
No creo que las condiciones de la espera, del encuentro con el diagnóstico o con
el dolor sean los mismos, aunque tampoco puedo recuperar tanto de mi
experiencia como para poder sostener esa idea, es una impresión que quizá
surge de la conciencia de que el mundo ha cambiado.
Hace poco, en otra sala de espera, escuchaba a una mujer que ha prestado su
cuerpo para la experimentación, se trata de un medicamento que será empleado
en mujeres con cáncer; ella ha padecido de dos tipos en los últimos años, el de
mama y el de tiroides; contó la manera en que, a través de sus médicos, logró
contactar a un laboratorio que le paga los estudios y otros gastos, como el
traslado o bien sus alimentos en caso de ser necesario.
Habla de Dios, le pone mayúscula a la palabra, agradece.
La enfermedad de las mujeres parece ser una constante más amplia de lo que
siempre pensamos, quizá porque suele sufrirse en los hospitales; en donde
pareciera que habitan lejos del espacio de la cotidianidad, del afuera, entre la
angustiante realidad de permanecer ahí, frente al paisaje de sus esperas y sus
recuperaciones. No sé bien cómo me siento ante esto, he explorado varios
sentimientos, varias formas de pensarlo, casi siempre me asomo desde el dolor,
la tristeza, la caída de mí misma, pero también la alegría.
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Los hospitales, pienso en los últimos días, deberían de ser instancias educativas,
no el lugar al que uno va a cansarse, a perder la intensión de todo, a molestarse.
Hace casi diez años enfermé. El principio de todo fue un cansancio extraño que
se transformó hasta llevarme a un conjunto de diagnósticos y de tratamientos.
En muchas de mis libretas, en muchas de mis tardes, en todos los ámbitos de mi
vida comenzó a crecer el impacto de esto. Sin embargo, no es la enfermedad, ni
los diagnósticos, ni la falta de humanidad de algunos de los médicos que me
trataron, lo que me hace sentir vergüenza, tampoco el haber sobrevivido, como
pasa con quienes logran superar ciertas circunstancias. La vergüenza es por
haber pasado por ese trance y, a su vez, por lo que esto ha desencadenado.
(Aquí escribo mucho, pienso que es una especie de mecanismo de defensa, un
algo mío que no quiere atravesar lo que he construido en torno a esa experiencia
que se apodera de mí).
No quiero aceptar que siento vergüenza porque mi vida se quedó atorada. Me
veo, sin trabajo, reconociendo que en los últimos cinco años he estado en una
especie de pausa que no me ha dejado ir a ninguna parte, como si en algún
momento hubiese renunciado a todo lo que podría vivir en adelante.
Claro que tuve trabajos, relaciones, actividades, pero siempre buscando una
especie de hilo sobre la tierra que me permitiera entender en dónde o a qué
sujetar mi equilibrio, cómo continuar en la vida sin quedarme sólo en el intento
de sobrevivir.
Fui a terapia. Hablé sobre el miedo, sobre mi irracionalidad y sobre las rebabas
de esos sentimientos que aún aparecen cuando pienso en esa etapa de mi vida,
pero aún no logro sentirme como quisiera.
En estos últimos años, muchas de mis pláticas con amigas, cercanas y no tanto,
han girado en torno al dolor. Sobre el miedo que pasaron cuando les dijeron que
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les quitarían el útero y los ovarios, sobre el “hijos/no hijos”, sobre el temor a las
consecuencias de ese proceso (la menopausia adelantada, la idea del cuerpo no
completo). A una de mis amigas le cauterizaron la matriz, a otra la llamaron loca
y la regresaron a casa todas las veces que se acercó a pedir ayuda. De las
parejas, de sus intentos por ser comprensivos, de su incapacidad para serlo, de
la manera en que otros se lavaron las manos porque eso no era su asunto o algo
que estuviesen dispuestos a ver, escuchar o reconocer.
Hace tiempo un sujeto al que no he vuelto a encontrar, me dijo que le temía a su
expareja, que se alegraba de su separación porque no soportaba sus cambios de
humor a causa de un problema ligado con sus hormonas, esto, como muchas
cosas es una nota.
A mí me dieron medicamentos para que el endometrio fuera expulsado por
completo y se reiniciara el tejido. Eso después de decirme que tenía cáncer,
después de varios tratamientos que en realidad me hicieron preguntarme si estar
viva valía la pena. Todas hablamos sobre el impacto de perder el cabello, sobre
los efectos sobre nuestra piel, manchada, maltratada, más sensible de lo normal;
sobre el llanto, sobre la necesidad de oír y no-oír, compartir y no-compartir con
alguien. Una de mis amigas y yo platicamos sobre la decisión de vivir el proceso
solas. De ir a la consulta, a los estudios, a las condenas que implicaban los
diagnósticos erróneos; volver a casa y sentarnos a llorar con nosotras mismas.
Hablar sobre “eso”, sobre lo perdido y lo que se teme perder, siempre empieza
desde la propia experiencia. Sobre los estudios que la otra te cuenta y que no
viviste, sobre el dolor que ella relata y que tú imaginas, que comparas, que
encuentras entre tus propias secuencias de búsqueda de una cura o de una
mejora o de lo que se supone que te ayudará.
También hablamos sobre la vida. Como de pronto eso que nos permite movernos
se vuelve un deseo explícito, no porque se desconociera la finitud antes, sino
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porque cobra otro sentido, porque el querer vivir se manifiesta incluso en ese
constante dolor del cuerpo.
Yo vomitaba todas las madrugadas por el medicamento contra el dolor. Diseñé
barreras mentales para disminuir la cantidad de dolor porque no quería que me
vieran llorar en el trabajo, no por temor a eso en sí mismo, sino porque temía que
ello en algún momento colocara en duda mi actividad o mi capacidad, mi
profesionalismo.
Trabajar se convirtió en una actividad gris, igual que la escuela, igual que todo.
Hubo, quizá, una especie de duelo sobre mi cuerpo, pero sobre todo sobre la
vida. En los últimos cinco años no he sentido que haya algo que me permita salir
de ahí; en un momento en el que no podemos más que ser evaluados por las
acciones, pienso que no he avanzado en torno a nada. Me lamento por mí.
A ese evento se le sumaron otros; sin embargo, se volvió una especie de centro
al que vuelve, no sólo mi mente, sino de una u otra manera mi cuerpo completo.
Si lo pienso así pareciera una de esas manchas que se superponen a los dibujos,
a los otros colores, a las líneas que idealmente definirían los contornos entre un
adentro y un afuera.
Imagino que esto es lo que pasa cuando avanzas por el camino de no reconocer,
en un primer momento, lo que ocurre contigo; porque nuestro cuerpo es nuestro,
pero a la vez es lo que somos, somos nosotros y no una propiedad de nosotros
mismos; entonces, eso que perdemos no es algo que podamos sustituir o que
podamos remediar desde afuera ¿o sí? ¿Alguna de las casas que hemos
construido, alguna de nuestras extensiones puede ser nosotros a ese grado?
Siempre me he sentido cómoda con el aprendizaje, aunque eso no significa que
no haya distorsiones propias de los espacios formales en los que caigo
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constantemente; sin embargo, algo que dota siempre de sentido ese aprendizaje
es mi cercanía con los otros.
En los hospitales aprendes un poco más sola, un poco más a cuentagotas entre
lo que dicen los médicos, entre sus múltiples interpretaciones de lo que te ocurre.
Algunos te indican una cosa, otros otra. Te miran como quién desconoce el
cuerpo enfermo, o al menos a mí varios me han visto así; en una especie de
duplicidad en la que el yo ideal y el yo real (siempre fuera de algunos de sus
parámetros), se encuentran ante ellos y su intención es movernos hacia ese
ideal, dónde nada esté por fuera de lo que ellos entienden como sano.
¿Qué es lo que el hospital nos ofrece, además de recetas y de pequeñas
intervenciones que se sienten lejanas?
Llega un joven estudiante a una de las tantas zonas de espera y nos explica
elementos de la higiene auditiva, nos pide un par de datos, se marcha, mientras
las personas se quedan en el mismo blanco en el que estaban, en la misma
tristeza.
–paréntesis–
Mover las sombras
Entré a un curso o taller o punto de encuentro en donde todos hablamos de
algunas de nuestras experiencias. Encontramos (lo hago cada sesión) un montón
de espacios comunes, más allá de nuestras edades y de dónde nos localizamos
en el proceso de vida. Ahí, ha ocurrido algo que me parece muy interesante, la
palabra cuidado ha estado presente en varios de los temas que se han tocado (y
en la manera en que enunciamos cómo nos vemos).
Esa palabra, cuidado, el cuidado de mí, de nosotros, de los otros, ha sido algo
que he temido, he temido pensar en qué es eso, desde donde pensamos el
cuidado, qué peso le damos, cómo lo hacemos.
25
A la par de esa palabra y vinculada al nombre que adopté para ese espacio
(Mover las sombras), mi tarea (por azar) era explorar la alegría; mis diversas
búsquedas al respecto no se habían situado tanto en el presente; no sabía cómo
es que el disfrute nos hace tan libres, nos permite estar seguros y cómodos, lo
que de una u otra forma es también una seña elemental de nuestro cuidado, de
la preservación y conquista necesaria de nuestro espacio en el mundo.
-fin de paréntesisEl descubrimiento de la alegría también nos salva en los hospitales, tal vez más
allí que en otros sitios. En el hospital el dolor de las mujeres es siempre algo que
parece estar exacerbado, así que quiénes escuchan el grito o se encuentran ante
las quejas piden, en voz seria, baja o imperativa, que se detenga, que todo sea
silencio porque en el hospital pueden resonar las zapatillas de algunas médicas,
las camillas con ruedas algo fuera de su lugar o el elevador que se abre después
de un rechinido bajito pero existente; pero no los quebrantos de los que
permanecen dentro.
A., después de un poco más de un año de leer cuanto ha podido y de ir a varios
especialistas, parece tener una pista sobre su enfermedad; en nuestras pocas
reuniones comentamos la manera en que podemos trabajar y dejar todo lo
trabajado sólo para obtener un diagnóstico, sobre la calidad de vida, sobre la risa
que se acaba y la picada (esa caída sin red) que se tiene con respecto a las
relaciones. Mi otra amiga se ve opaca, siempre la recuerdo con la palabra
sonrisa, ahora sus ojos se ven cansados. Se recupera de la intervención con la
que le extirparon parte de los dos ovarios. Mi útero es anormal, tiene una forma
rara. A mí nadie puede verme decaída, yo de todas formas sonreía poco.
En estos días he descubierto cuánto he cuidado de otras personas y cuánto me
he olvidado de mí. No sé qué es cuidar de mí, no fuera de las nociones básicas
que obtuve cuando era pequeña; el autocuidado es, entonces, una palabra ajena.
26
No me gusta la idea de estar cuidando de otros (no por cuidarlos, sino por
entenderlo como una directriz externa); no sabía que lo hacía hasta que hablé
con mi terapeuta, a veces aún dudo, aunque entiendo que eso tiene que ver con
una serie de enseñanzas que vinieron desde muy temprano. La forma en que la
palabra egoísta* siempre estuvo vinculada a acciones básicas para cuidarme; la
petición constante de que hiciera ciertas actividades que yo entendía iguales
para todos, pero en las que ahora reconozco había una desigualdad hacia mí, me
hace sentir extraña, como extraña es esa palabra que mi terapeuta usó en varias
ocasiones. Me comprometí a incluirla de manera más amplia en mi vida y ha
representado un desafío porque es algo que aún estoy construyendo.
Supongo que el autocuidado inicia cuando nos preguntamos qué es lo que
necesitamos ahora, en los diversos ámbitos de nuestra vida, y qué es lo que no
necesitamos; cuando reconocemos eso que haría más cómodo o fácil nuestro
paso por la misma; eso que nos haría estar tranquilos y no ser víctimas de un
constante sacrificio (por llamarlo de algún modo); eso que podemos reconocer,
supongo, al definirnos y no compararnos o igualar nuestras acciones con las de
otros.
Pero ¿qué tipos de cuidado necesitamos hacia nosotros cuando hemos sentido
una amenaza a nuestra salud y a nuestra permanencia? Mis amigas y yo
cambiamos muchos hábitos, algunas de nuestras relaciones (tal vez las
relaciones también son hábitos, después de todo las vivimos en distintas
dimensiones y sentidos, aunque a cada una la recorremos de forma semejante
todas las veces) e incluso las ideas que teníamos en torno a las cosas y nuestra
relación con las mismas, aun así, me pregunto si eso es cuidado, si eso es
suficiente o si de ello depende tanto la posibilidad de mejorar, al menos por un
tiempo, nuestra vida.
27
Mi cuerpo, mi yo, mi relación conmigo, cambió mucho, creo que traté de
protegerme de formas que ahora son un tanto difusas. No recuerdo lo que pasó
tras cada diagnóstico; sí que trataba de observarme, de encontrar claves que no
sólo aminoraran el dolor, sino que me permitieran vivir lo mejor posible, pero mis
notas eran pocas, no quería ni tenía ganas de escribir.
Aun cuando tenía anemia de manera constante, en las fotos de ese tiempo se
me ve bastante bien; reconozco que en realidad era mi propiocepción la que me
informaba de la falta de fuerza, el cansancio, el dolor, los calambres o el cambio
en mi paso.
Quizá no me gusta esa palabra (autocuidado) porque abre una grieta en lo que
ahora mismo discuto conmigo, es decir ¿qué es eso que me hace bien? Pensando
este bien como un acercamiento a la salud, a la potencialidad y al vivir tranquila.
Durante los meses más difíciles recuerdo haber encontrado los videos de una
mujer que había sido diagnosticada con un cáncer de mama. Los vi y lloré
muchas veces. Su honestidad sobre el avance de la enfermedad me hizo pensar
en qué podría esperar y en que necesitaba una red de apoyo; que la necesitaría,
porque en ese tiempo no me atrevía a comentar con nadie nada de lo que estaba
pasando. Y los tiempos presente y futuro en torno a algunas cosas no eran del
todo claros para mí.
Empecé a encontrar datos sobre las tazas de mortandad y el avance del cáncer
en los cuerpos de las mujeres. Pensé en un documental que había visto hacía
años y que trataba del efecto de los anticoagulantes en las mujeres, en la manera
en que las características hormonales, de tamaño y peso, entre otras, no
concordaban con los estudios que se hacían cuando se trataba de aprobar su
uso en humanos.
Un día busqué esos videos que me habían ayudado tanto. Supe que el cáncer
había regresado de una manera más potente y que la mujer que de una u otra
28
forma, sin conocerme, me había brindado fuerza y algo de consuelo había
muerto. Al mes quise escribir algo y su cuenta había desaparecido. Dejó un hijo
huérfano, sus planes y, aunque no lo puedo comprobar, a muchas personas que,
como yo, por un momento encontraron a alguien que afrontaba una situación
difícil a la par en que acompañaba a otros dolientes.
Adentrarse en la experiencia de dolor, de enfermedad, de pérdida de alguien o
de uno mismo es complicado, me pregunto si en ese intento no se pierden
algunas capacidades propias, algunos nombres que empleamos sobre nosotras
mismas y que de una u otra manera nos indican el camino hacia aquello que nos
mantenía con vida, no sólo a nivel biológico, sino anímico, espiritual, intelectual,
afectivo.
No sé si podamos regresar hacia esos sitios o si al final establecemos otros
ritmos que nos permiten la calma que se añora mientras se vive en la
incertidumbre.
Pienso también en la memoria. Cuando mi mejor amiga se rompió una pierna (y
tuvieron que ponerle cuatro clavos), ella me decía que al caminar su pierna aún
sentía miedo. Hace unas líneas comentaba que a veces siento que todo lo que
soy se ve disminuido por lo que viví, pero ¿esa memoria podría traspasar sólo mi
experiencia o, en algún momento, heredarse generando un eslabón de conflicto
para otra generación? ¿Viviré de manera definitiva este evento cómo una marca
que podría ser heredada y vivida por alguien que está muy lejos de mi memoria
física? Esta pregunta es atrevida, es, cuando termino de escribirla, una especie
de invitación a la fantasía o a una especulación malsana, pero necesito hacerla.
La mayoría de la gente dice que todo pasa y se olvida, que no hay huellas; yo,
que soy una necia, disiento, creo que hay una memoria que va más allá de
nosotros y nuestras experiencias, que se vive en acciones cuyo peso
desconocemos muchas veces.
29
Esa creencia es justo lo que me llevó a terapia, no fue sólo el sentimiento de
incapacidad sobre mi vida, sino el temor a que eso que sentí o pensé se instaure
en una serie de acciones cuyo origen se vaya a mi olvido y que esas acciones
sean legadas a quienes me rodean, que mis temores y mi temporal incapacidad
de incorporar ese evento al resto de mi vida tenga un impacto que no pueda
manejar. Si este evento se olvida que se olvide dejando una herramienta, algo
que no lleve al abismo.
Mi tía odiaba que soplaran las velas, siempre hablaba sobre la manera en que
nuestra saliva era un elemento de contagio. Ese miedo es un hilo que lleva a lo
que hemos olvidado, nos recuerda lo que podemos perder, aún sin saberlo.
¿Nosotros somos la pierna que rememora?
¿No existe una memoria en la propiocepción que también debe superar esos
pasajes que nos detienen? Ante esta memoria ¿qué clase de cuidado se debe
fortalecer?
Al escribir esto he pasado por varias ideas, he tratado de recuperarlas, aunque
no con la intensión de confundir este ejercicio, sino más bien como el resultado
de un encuentro con algo que aún no ocupa un espacio en el pasado o en la parte
de la espiral de mi narrativa que le corresponde.
En los hospitales, mientras algunas mujeres cuentan su historia otras suelen
gritar porque los mecanismos empleados evitan que todo fluya, se alargan los
procesos, las búsquedas de respuestas, la llegada de los diagnósticos y de
pronto algunas, mejor que otras, aprenden a sortear los espacios en los que
pueden obtener citas o análisis o medicamentos. Escribo en mi libreta mientras
trato de evitar la angustia o la tristeza que siempre me llegan después de salir
de aquí.
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¿Te escribo sabiendo que soy yo?
¿Y quién soy o qué soy o cómo podría ser?
Ahora que el anuncio de la nada ha quebrado mi rutina,
es más fácil hablar de ti como si fueses otra.
¿Cortaste tu cabello después de que dijeron la palabra cáncer?
Fuiste silencio entre los espacios que eran para el ocio
y por eso nadie llegó a consolarte.
Apartaste un lugar en el cementerio,
temiendo que esa tierra también te abandonara,
dejaste la pala cerca,
el orificio abierto de tu memoria sembró flores
para que no lloraras,
La enfermedad te puebla,
pero siempre hay mañanas saturadas,
colores neón en el transporte público,
noches oscurecidas
con el cansancio que te hace caer sobre la cama,
y sobrinos nuevos en la lista de Navidad.
El tiempo no termina, pesa,
no termina, pesa,
te hace parte del color saturado por el que te enojas,
pero no termina.
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Manifiesto. La lucha por la salud mental desde abajo
Ana Luisa Ruiz Alemán
Si para el capital estar sanx es ser explotadx, apelo a que la escritura desde el
malestar hilvane alternativas con las que podamos vivir con nuestros cuerpxs.
No existiría si en la escritura no sintiese una salida, un arte para vivir y participar
en las luchas cotidianas.
Escribo desde el malestar, para los que, al igual que yo, se sienten colapsadxs;
para los que ya no queremos vivir, o no sabemos cómo; lxs que están aterradxs
con un sistema cada vez invivible. Desde la escritura resisto ante el enojo bien
portado y, por tanto, enmudecido.
Habito entre ímpetus sofocados que me dan fuerzas. Nuestras fragilidades, a lo
largo de la historia, han actuado como alianza desde el malestar, edificando
apoyos y acciones colectivas.
La crisis de la salud mental no es por sí misma, sino coexiste con el dominio de
la vida económica, política y cultural. Proceso de decadencia que engendra
constantemente nuevas y devastadoras guerras.
Esta crisis genera síntomas políticos encarnados en nuestra vida personal,
articulados por factores de sexo, género, clase, etnia, etc., con efectos desiguales
en nuestros cuerpxs y mentes.
La escritura es la única acción que impacta al cuerpo; su canal devela
expresiones y movimientos, la agitación apaga el silencio y se engendra la calma.
Los colapsos afectivos, escriben y tocan el cuerpo.
El papel del artista sólo puede ser el de unx revolucionarix. Sería posible
entonces, a través de los estallidos sociales, destruir los remanentes de una
vacía e irritable política del bienestar, que solo aplasta la dignidad del malestar.
32
Necesitamos politizar nuestros bloqueos anímicos, despertando los instintos
creativos, aún dormidos e inconscientes de la mente humana
Al perder la autonomía de escribir nos ponemos en riesgo de ser sometidxs por
otrx. Escribir, ya sea en papel, en el imaginario o en el cuerpo, rechaza el dominio,
lo establecido, el orden, prefiriendo la palabra, en vez de la omisión, protestando
sin callar.
En un contexto actual, la prevalente crisis económica coloca mayor carga en la
masa de la población mundial en aquellos que trabajan con las manos y el
cerebro. La crisis actual ha dejado al capitalismo al desnudo, cada vez se revela
más como un sistema de atracos; desempleos y terror; inanición y guerra.
La maquinaria económica y política de la burguesía está decayendo; su filosofía,
literatura y su arte están en bancarrota solo para legitimar el despojo de la clase
popular.
El neoliberalismo no es sólo una cuestión económica y política, es, la producción
y reproducción cotidiana de un tipo de cuerpx.
La dimensión somática que el neoliberalismo define en el cuerpx glorifica la
agresividad, la velocidad, la guerra. “Vale la pena morir” por las “bellas” ideas
que el capital imprime en los cuerpxs y mentes y dar paso a otrxs a la vacante.
La salud mental es la lucha contra los límites impuestos por el sistema, que
impone como ley el régimen del bienestar obligatorio, inalcanzable, por cierto.
La lucha por no normalizar la enfermedad restituye las emociones y los cuerpos
a un espacio sensible contra la estigmatización, la patologización y el silencio;
de lo contrario, los cuerpos se medican, la fuerza se pierde, y los malestares se
privatizan. La lucha desde abajo por una salud mental accesible implica
afirmarse en todos estos síntomas, representados en los mandatos dominantes.
Sin la explosión política nos queda soportar la crisis que nos hace mella.
33
La
tristeza
es
política,
pues,
¿por
qué
no
le
funcionamos
tristes/ansiosos/depresivos al sistema? Fácil, el capital se quedaría sin esclavos.
Intentar cuidarte de las intensidades de la estructura que te enferma, detectar
esta estructura, des-aloja el silencio, la pasividad y el disimulo hasta que se logra
edificar una salida, un pasaje a otra cosa. Con el tiempo, la escritura logra
enriquecer el sentido en la praxis cotidiana, dando paso a la liberación, escucha
y acción.
La crisis de la salud mental tal vez no pueda superarse dentro de este sistema.
La lucha implicaría derrocar al sistema porque ahora se habla de salud mental,
sin cuestionar las relaciones de exclusión, estigmatización y violencia que
produce la sanidad pública. Se responsabiliza y culpabiliza a los individuos para
no atender y subsanar las causas estructurales del malestar.
Las alternativas más eficaces: los movimientos sociales que han construido,
desde abajo, una psico-política popular que, la mayoría de las veces, salta los
obstáculos del poder.
Si todo síntoma es político, las luchas sociales portan un coeficiente terapéutico,
es decir, debemos politizar nuestras tristezas, deseos y disfrutes; crear
alternativas por una justicia psicosocial.
¿Qué relación existe con la palabra “revolución” y la revuelta anímica de lxs
enajendxs ante la crisis de salud mental?
La criminalización del sufrimiento y la patologización de nuestras emociones y
cuerpxs se ha transformado de a poco con la herramienta de la escritura y la
escucha para enfrentar la violencia psicocapitalista. Sin embargo, la palabra
“revolución” imagina poder. Inspira para actuar y tener un plan de acción para
vivir con dignidad y respeto.
34
¿Se puede morir en el intento?, quizá, pero, eso pasa a segundo término cuando,
ciertamente, el sistema te imposibilita vivir; permitimos que se normalice la
violencia; permitimos que el miedo nos quite la vida. ¿Cuál es el punto de creer
en algo si no se actúa por eso?; sólo la acción y la pasión pueden conseguirlo.
Las palabras no hacen ausencias, los actos las llenan.
Glorificamos la revolución en voz alta como la única máquina de vida;
glorificamos las vibraciones de lxs enajenadxs.
¡Éste es el lugar para los aventurerxs de espíritu! Lxs insignificantes y
materialistas, ¡lárguense!
El arte de vivir no debe avanzar hacia la simplificación, más bien a la complejidad
porque no se logra la veracidad en la impresión del cuerpx, de la vida, de las
emociones, situaciones, experiencias, etc. No somos enfermxs o trastornadxs,
habitamos pasiones y dolencias diferentes. Atravesamos desigualdades por las
relaciones de poder, no somos estúpidos desequilibrios químicos.
La vida se convirtió en un estado de arte inerte y muerto. La única palabra que
no es efímera es “revolución”. Por eso se tiene que luchar sin respiro contra la
cobardía tradicionalista; hay que volcar todos los monumentos, los perímetros,
la trayectoria de los pasos.
Nuestros corazones no sienten agotamiento porque se alimentan del fuego, de
la impunidad y de las emociones y sentires.
Nuestro arte de vivir se empieza a esbozar en un periodo revolucionario
simultáneamente con la reacción de un mundo en decadencia y el heraldo de
una nueva era.
Ya no somos vagabundxs deambulando distraídamente bajo la pálida luz
dibujada por la historia hegemónica, aquel que no quiera temblar debe irse;
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nosotrxs, y todxs lxs que decidan caminar con nosotrxs verán a la distancia el
inicio de la primera luz del mañana, vítrea y brillante.
Finalmente, las veces que morimos en vida representa la capacidad que tenemos
para vivir nuestra vida diferente, ¿somos capaces de ello?
Ser enajenadxs representa, al principio, la intromisión y la avidez por ser parte
de la vida, pero sin tener sustancia de ella a la vez; representan la extrañeza de
todo aquel que no cabe, ni quiere intentarlo en la monstruosidad de las presiones
de la estructura social occidental dominante.
36
Entre miedos, ansiedades e invitaciones posibles en la práctica
terapéutica
Carla Hernández Aguilar
El miedo está hecho de una seguridad que se desmorona y este ha sido el
sentimiento predominante en la historia de la sociedad occidental y sus
esfuerzos por intentar quitárselo. El miedo a lo que se sale de la norma, a lo
extravagante y a lo escandaloso no es algo innato ni personal, son creaciones
culturales y es la propia gente quien vive dentro de esa cultura, la que lo resiente.
La cultura occidental ha destinado espacios para quienes, según los criterios de
la época, debían ser reparadas y adaptadas nuevamente al orden social
imperante, como si se tratasen de relojes o autos descompuestos. Y como
alguien tenía que hacer ese trabajo, la sociedad legitimó para ello a una
comunidad profesional de la salud mental, dispuesta a asumir este papel, en la
mayoría de las veces sin objeción alguna.
He leído mucho sobre el miedo y la ansiedad, desde numerosos cuentos para
infantiles hasta manuales psiquiátricos. Aprendí que hay emociones feas e
indeseables y que deben estar bajo control siempre. Yo no he podido, a pesar
de la sensación gratificante del té de tila que me preparaba mi mamá cuando
vivía con ella.
Creo que mi relación con la ansiedad y el miedo empezó desde que era una niña
y viví el proceso de separación de mis padres. Pero, por alguna extraña razón, al
concluir mis estudios de licenciatura me percaté de que el miedo y la ansiedad
me seguían acompañando con otras expresiones y formas. Así que cuando
estaba a punto de sentarme en las certezas y en lo que se supone hace una
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buena psicóloga, sentí como si me hubieran quitado la silla, y después del
tremendo dolor y vergüenza por el sentón frente a todos, pude mirar más allá de
mi horizonte y así percatarme de todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor:
la caravana del EZLN visitaba el zócalo de la CDMX, un movimiento estudiantil
defendía el derecho a la educación pública en la UNAM, el partido oficial dejaba
la silla presidencial después de 50 años en el poder y yo me rebelaba en un
pabellón psiquiátrico cuestionando mi formación profesional y las relaciones de
poder y conocimiento. Me recuerdo muy orgullosa de mi proceder y de mis
convicciones, como si repentinamente me hubiera dado permiso de abrir una
ventana y dejar que el aire me despeinara.
Una vez en el posgrado de Terapia familiar, tuve que hacer un gran esfuerzo para
que la frescura que me habían aportado la ansiedad y el miedo cuando me caí
de la silla, no desapareciera. Muy a mi pesar, aquello que se sentía fresco fue
adquiriendo el aroma seco de la utilidad y la productividad cuando descubrí que
la concepción que tenían muchos de mis colegas sobre el trabajo terapéutico era
de tipo instrumental y de evidenciar el cambio para sentirse terapeutas
eficientes. Parece mentira, pero a pesar del paso del tiempo, esta concepción se
mantiene en muchos terapeutas, fue así como sentí la necesidad de hidratar mis
pensares y sentires como terapeuta, como co-supervisora y también como parte
de esta comunidad profesional.
Al escribir estas líneas, me asumo como mujer mexicana originaria de la ciudad
de México y como terapeuta familiar sistémica formada en una institución
privada. El proceso de escritura surge a partir de reflexiones que he ido
registrando en mis notas producto de mi participación en grupos de supervisión
y co-supervisión. No ha sido fácil para mí reconocerme en este proceso de
reflexión; algunas veces estoy posicionada desde la lejanía y la distancia a esta
comunidad profesional, especialmente cuando percibo que esa resequedad toma
38
tintes demasiado clínicos y psicologicistas. En otros momentos, hablo desde el
enojo y la decepción ante la falta de reflexión e irresponsabilidad con respecto a
los privilegios que tienen muchos terapeutas y supervisores.
No obstante,
también logro mirar ciertos destellos de luz con forma de la sorpresa y de las
posibilidades.
En algún momento, estuve tentada a seguir y hacer que no pasaba nada y que
mis inquietudes eran estorbosas para mi desempeño profesional además de que
no he logrado encontrar un interlocutor con quien pueda dialogar al respecto. No
logré acomodarme a la silla de la verdad y de las identidades profesionales sin
latido. Una parte de mí se alegraba porque eso me hacía sentir que yo era
diferente a algunos de mis colegas de quienes renegaba; pero otra parte de mí
empezó a sentir una ansiedad y un miedo totalmente desconocidos hasta ese
momento, así que resolví que lo mejor que podía hacer fue caminar el cuerpo
algo abatido hacia otros horizontes y tomar cierta distancia de la práctica
terapéutica.
Tal desencanto llego a buen puerto, mi encuentro con las Ciencias Sociales fue
como una brisa que acarició mi rostro y a la vez como un huracán que sacudió
mi conciencia. Este coincidir fue fundamental para que decidiera actualizar y
replantear mi relación con la práctica terapéutica. Ninguna de las dos éramos las
mismas; en mi caso, me reencontré con una práctica terapéutica llamada
posmoderna, más humanizada pero con algunos trazos de “ new age”. Ella a su
vez, me encontró menos complaciente, y se sorprendió al ver que ya no sólo había
color blanco en mi paleta, ya que había logrado incluir en ella tonalidades rojas
y negras, mi cuerpo se sentía y se movía distinto hasta aprendió a
autoescanearse y a sobresaltar ante el hambre y la sed de justicia social.
Durante la pandemia por COVID 19 la sociedad se otorgó el permiso para hablar
de lo indeseable, lo doloroso, lo injusto y lo incómodo de las condiciones
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sanitarias imperantes y de sus efectos. El tema de la importancia de la salud
mental fue puesto sobre la mesa por la OMS. En México se incrementaba la cifra
de psicólogos y terapeutas que ofertaban sus servicios profesionales, mientras
circulaba la noticia sobre los inicios de la regulación de la práctica terapéutica
en la CDMX con la reforma la Ley General de Salud.
En el consultorio, las personas me hablaban de ansiedades y miedos; poco
después, fueron los profesionales de la salud quienes me compartían su
frustración por no haber podido darles herramientas a las personas para
defenderse ante tales sentires. Yo me preguntaba: si no fuera por haber estado
en un contexto de pandemia, ¿Qué contextos se necesitarían para construir
diálogos sobre las ansiedades y los miedos entre terapeutas y supervisores?
Como terapeuta y como co-supervisora he sentido en carne propia diferentes
tonalidades y texturas del miedo y de la ansiedad en mi práctica profesional.
Conozco su movimiento sigiloso acompañado de oleadas de calor y frío en mi
cuerpo, también descubrí que mi estómago podía ser un gran interlocutor acerca
de lo que sucedía con los consultantes en la sesión y lo que me sucedía a mí con
ellos, incluso con respecto al terapeuta que trabajaba con ellos. También sé lo
que se siente cuando intenté defenderme de ellas haciendo como que no existen;
mi cuerpo se va acartonando poco a poco hasta asumir una posición de excesiva
verticalidad, continúo oyendo a los consultantes, pero ya no les escucho con
curiosidad. Al alcanzar ese estado, me suelo cachar intentando imponer
realidades, en vez de comprender su dilema relacional.
Como se podrá apreciar, mi relación con la práctica terapéutica no está
constituida sólo de material cognitivo. Como tal, también ha sido forjada a través
de las maneras en cómo esta comunidad profesional conoce y lo qué conoce. Y
es que las formas en las que los consultantes se relacionan con el mundo, los
modos de conocer del terapeuta y el cómo se va construyendo la relación con lo
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conocido a partir del motivo de consulta suelen ser distintas. Ejemplo de ello es
la textura de la ansiedad que se encuentra en el “dime cómo hacer tal técnica”,
es lisa y sin pliegues.
El terapeuta asume que la realidad expuesta por el consultante es tal cual es y
sólo hay que descubrirla. Al escribir esto, aparece la imagen sonora de un
interfón que sonaba insistentemente ya que, a decir de mi supervisora, yo no
lograba reproducír al pie de la letra sus instrucciones con la familia con la cual
trabajaba. Me sentía más mortificada por realizar correctamente la técnica de
intervención que por tener comprensión sobre su motivo de consulta.
Paradójicamente, la alfombra roja, los muebles de madera y las tazas del café
cuidadosamente distribuidas en una charola y la azucarera al centro de ésta, no
lograban evitar que se pudiera cortar el aire con un cuchillo debido a la tensión
que se vivía en esa supervisión. No quiero decir que mi maestra fuera una mala
supervisora; tal vez la terapia familiar sistémica de esa época estaba más
centrada en el qué vieron y no en el cómo se sintieron, también predominaba una
concepción de cambio terapéutico a nivel estructural como si se tratara de un
juego de ajedrez, en lugar de la importancia de la relación. A veces me preguntó
que habrá sentido mi supervisora al ver que yo me acartonaba en medio del
miedo y la ansiedad. ¿Habrá podido mirar cómo ante sus ojos, me transformaba
en una terapeuta de cartón? Tal vez, no verlo le ponía a salvo.
Una tonalidad de la ansiedad distinta la encontré en los ecos de las resonancias
de los sentires e inquietudes de mis consultantes que me han hecho sentir
conmovida y con-movida frente a sus voces, sus gestos y sus circunstancias.
Algunas veces esas resonancias se han disuelto en mi cuerpo como si fueran
azúcar en agua, al grado de que me he visto en dificultades para diferenciar la
situación del consultante de la propia. Al percatarme una vez que la terapeuta y
la mujer joven a quienes co-supervisaba en sesión en vivo, conversaban de una
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situación muy similar a lo que yo he vivido, me congelé. Fue como si esta
consultante y yo compartiéramos que lo que uno siente, el otro ya lo ha
experimentado, por lo tanto, pareciera que ya no hay nada que conocer pues
ambos saben de qué se habla. Casi de inmediato sentí sus efectos paralizantes,
mi conexión con el dolor de la consultante y mi enojo con las exigencias de la
terapeuta por no ver los cambios que ella esperaba, se transformaron
posteriormente en vergüenza ante la mirada de la otra supervisora y del equipo
terapéutico. Para mí ha sido el momento en el cual me he sentido más vulnerable
y nadie en el equipo hablo sobre ello, yo tampoco pude. Después de un tiempo y
habiendo logrado hacerme un espacio entre la vergüenza, el miedo y la
vulnerabilidad empecé a preguntarme: ¿Cómo poder moverme en la emoción sin
quedar inundada?, ¿Cómo me suelo poner en juego en la resonancia?
Esta textura fusionante de la ansiedad no ocurre sólo de la manera antes
expuesta, también aparece con la forma de pertenecer al “ fan club” de algún
modelo terapéutico e incluso de un autor (a). Siempre me ha llamado la atención
el cómo nos presentamos ante los demás; en este caso, los terapeutas. Ya sea
la manera en cómo legitiman sus saberes y posicionamientos, cómo refieren su
formación y sus experiencias de trabajo, con quiénes se juntan y se rodean, la
ubicación de su consultorio y hasta si han tomado o no cursos en el extranjero,
son material para la reflexión. Es sorprendente como este capital cultural puede
legitimar una práctica profesional y a la vez disipar los miedos y las ansiedades.
También puede ser una manera de ponerse a salvo de la incomodidad que
emerge ante la crítica necesaria a las ideas aprendidas y al contexto de su
construcción.
Sin embargo, la irrupción de las corrientes posmodernas en la terapia trajo
consigo otras inquietudes, ansiedades y miedos. Mis colegas en el posgrado
decían sentirse más libres en su ser y quehacer como terapeutas, como si alguien
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nos hubiera dado permiso de hacer de hacer cualquier cosa. Al cuestionar la
existencia de la verdad absoluta, la línea entre la ética y las malas prácticas era
muy tenue. Mis miedos y ansiedades también se transformaron y solían aparecer
en sesiones en las cuales todo había salido de maravilla en parte porque el
equipo terapéutico y los consultantes habían construido una relación de
horizontalidad. Esta palabra ha operado como un talismán en muchos grupos de
supervisión, y requiere una reflexión sobre su uso casi siempre permeado de
confusiones y prejuicios, como si de la nada se pudiera uno desmarcar de la
verticalidad y salir de las relaciones de poder. Y si, coincido en que todas las
voces son importantes; sólo que también de forma cruda fui descubriendo que
no todas las voces pueden participar de la misma forma y tampoco tienen el
mismo acceso a todos los diálogos ni a los mismos interlocutores.
Escribir sobre mi experiencia como terapeuta y co-supervisora incluye también
a mis propias observaciones y lo que me sucede a mí con ello. Asumo que entre
mis expectativas está el construir la posibilidad de que la practica terapéutica
pueda examinarse a sí misma, hacerse preguntas y que no consuma sólo ideas
de otras latitudes, que pueda problematizar su lugar y sentido al reconocer los
diferentes contextos sociales, culturales, económicos, históricos y políticos en
los cuáles está insertada, a diferencia de sólo proclamarse en automático como
un quehacer político en la vida cotidiana de las personas y ser solo seguidora de
un modelo que intenta tropicalizar, pero sin mirar la complejidad y las
desigualdades que predominan en América Latina.
Tal vez esto último, tenga relación con el dolor y el gozo que he sentido a la vez
con los distintos giros epistemológicos producto de la propia transformación de
la terapia sistémica. El día de hoy creo que más que técnicas, las preguntas son
epistemológicas, de lo contrario la práctica terapéutica corre el riesgo de quedar
reducida a carismas y modas. Aunque por momentos, he tenido la impresión de
43
que en esta comunidad profesional predomina la búsqueda por el prestigio en
contraste con reflexionar a la práctica terapéutica como parte de las
transformaciones de la sociedad. Creo que un poco de historia, nos caerían muy
bien a los terapeutas.
Finalmente, no existe práctica profesional que pueda pensarse sin su contexto,
de ahí que reflexionar sobre los pensares y sentires que han emergido de ella,
me invitaron a transparentar mi matriz cultural con respecto a mis puntos ciegos,
inhibiciones, prejuicios, ansiedades, miedos como terapeuta y co-supervisora
como una forma de autobiografía. Y a su vez, como una manera de dar cuenta
de la práctica terapéutica en el contexto actual. Mientras revisaba mis registros
y anotaciones que he elaborado en los grupos de supervisión en los que he
participado, me percaté que parte de esa matriz cultural e ideológica que habita
en los terapeutas y supervisores, suele asomarse en los motivos por los cuales
un terapeuta solicita la supervisión de “un caso”. Esos motivos están hechos del
material con el cual el terapeuta mira, lo que mira, desde donde lo mira, lo que
siente y cómo comprende el proceso terapéutico en el cual está implicado. Las
veces que me he sentido atorada y le llevado mi trabajo con los consultantes
para supervisar, sé que una parte de mí ha colisionado estrepitosamente con
prejuicios, miedos, expectativas, tabúes, puntos ciegos provenientes de la
cultura de los terapeutas y supervisores e interseccionalidades pocas veces
explicitadas en los procesos de supervisión.
Dicho de otra manera, lo que hago con la violencia como terapeuta oscila entre
el entrenamiento que recibí como terapeuta para su abordaje y lo que sentí al
recibirla en diferentes espacios y relaciones. Llama la atención el qué a pesar de
haberse formado para trabajar con violencia, en las sesiones predominan los
silencios, las pausas, los cuerpos tensos, las miradas que se mueven entre la
escucha y el querer salir corriendo de la situación. El orden para participar
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expone implícitamente el reconocimiento al integrante de mayor experiencia
para moverse en el tema. Casi siempre se explicita y se nombra la violencia que
existe entre los consultantes, muy pocas veces, se promueve el conocimiento del
terapeuta con respecto a la forma en que su matriz cultural e ideológica ha
contribuido a construir conocimiento sobre lo que conoce de la violencia y cómo
se relaciona con ella.
Recuerdo a una terapeuta en una sesión de co-supervisión, que estaba muy
preocupada por el hijo de una familia donde el padre ejercía violencia a tal grado
que ya han tenido que llamar a la patrulla. La terapeuta intentaba explorar más
con el hijo, quien sólo aseguraba que las cosas estaban más estables en casa y
que ya se estaba acostumbrando a ello. En algún momento de la sesión, se
integró el padre y algo sucedió con la terapeuta porque súbitamente dirigió su
atención a la relación padre e hijo y le pidió al primero que abrazara al hijo;
posteriormente, solicitó al hijo que le devolviera el abrazo al padre. Al verse
sorprendida por la negativa del hijo, preguntó la razón y el hijo explicó que no lo
hizo porque su papá se presentó como tal en la sesión, pero que fuera de ella, lo
insultaba. El padre sólo refirió que abrazó al hijo por indicaciones de la terapeuta.
La terapeuta había solicitado la supervisión porque veía falta de insight en el hijo
y pidió ayuda para ello. No obstante, algo sucedía con la terapeuta que se le
dificultaba mirar la violencia, tal vez porque en su matriz cultural e ideológica, las
relaciones entre padres e hijos deben de estar por encima de todo a cualquier
costo y mostrar que los conflictos se han resuelto a través de un intercambio
forzoso de manos. Me quedé con mucha curiosidad con respecto a ¿cuál habrá
sido el insight del hijo que la terapeuta tanto buscaba y había estado esperando?
En otro grupo de supervisión, una terapeuta trabajaba con una señora mayor que
vivía sola. Al explicar por qué solicitó la supervisión, expresó su temor de que la
señora tuviera demencia, la terapeuta aseguraba haber visto ciertos
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comportamientos, así como síntomas de depresión. También solicitó al equipo
aportar diferentes miradas al respecto. Yo veía una terapeuta muy contrariada al
ver que la sesión no salía como ella esperaba y no podía evidenciar los cambios
en el proceso terapéutico. Yo me sentía muy extraña ante la autoexigencia de la
terapeuta, supuse que una de sus hipótesis era qué al acercarse sus hijos a ella,
desaparecerían los motivos para sentirse sola y con depresión.
Mis colegas parecían muy confundidas hasta que una de ellas le señaló a la
terapeuta que la sentía muy reiterativa con la idea del diagnóstico, a pesar de
que durante la conversación habíamos escuchado a la señora hablar de sus
amigas y de las clases particulares que impartía en línea. Desde la matriz cultural
e ideológica de la terapeuta, lo anterior no podía verse, como tampoco podía
apreciarse la entrada de un haz de luz a la habitación de la señora y unas cortinas
blancas abiertas de par en par.
Ninguna de las distintas miradas que solicitó la hicieron cuestionarse y moverse
a un lugar diferente para ver más cosas además de un diagnóstico, que sólo es
una mirada más, pero desde el poder. Mi sensación de extrañeza fluía en
distintas vertientes. Primero, hacia las preguntas que la terapeuta no había
hecho por no considerarlas necesarias. Segundo, reconociendo que el equipo de
supervisión es un grupo y se comporta como tal, creando sus propias normas.
Tal vez, yo y mis colegas lo pensamos, pero evitamos explicitar desde donde esta
terapeuta joven, de clase media, madre, mexicana, docente mira la vejez y se
relaciona con una mujer de mayor edad. Pareciera que en nombre del cuidado a
la persona del terapeuta y a los integrantes del equipo, incluida la figura del
supervisor, se ponen en juego otros riesgos al quedar sin explicitarse
interseccionalidades, puntos ciegos y prejuicios.
¿Qué tanto las interseccionalidades que atraviesan nuestros cuerpos se
explicitan en la práctica terapéutica? ¿O bien, se saben en la teoría, pero no es
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políticamente correcto trabajarlas?, ¿Qué tanto ponemos en diálogo estas
matrices culturales en la supervisión? Recuerdo a una terapeuta muy enojada
con los padres de un joven a quien le vigilaban constantemente sus amistades y
sus salidas de casa. La terapeuta miraba sobreprotección, un hijo sin crecer en
medio de dos padres que no podían ser pareja.
Yo veía a una terapeuta sin curiosidad que sólo recurría a la triangulación como
marco de comprensión. Muy pronto me lleve una fuerte sacudida, lo que yo había
visto como dificultad de la terapeuta para salirse de la caja de un modelo de
intervención y construir otra forma de relación con esa familia, cambio
drásticamente cuando supe que, desde su matriz cultural e ideológica judía, el
significado del contexto en el cual se construyen relaciones de cuidado y
protección era diferentes para la terapeuta y para la familia; por ello, la terapeuta
sólo podía ver sobreprotección.
Resulta inevitable reflexionar, no sólo sobre que los espacios que la terapeuta y
la familia habitaban eran diferentes, sino que también lo eran las opresiones y
privilegios que en ambos se ponían en juego. Difícilmente, esta terapeuta, que
vive en Polanco, conoce dónde queda Iztapalapa y cómo se hace la vida ahí.
Una situación similar ocurrió con otra terapeuta que solicitó supervisión debido
a que se sentía muy enojada con los padres de una mujer joven que decidió vivir
fuera de la casa familiar. Era una mujer estudiante y después de darse cuenta de
que tendría que rentar departamento lejos de su colonia debido a los altos costos
del arrendamiento, encontró un trabajo y decidió compartir el departamento con
una amiga para ajustar su presupuesto. La terapeuta sentía que la familia la
había dejado sola. A mí me parecía un proceso terapéutico muy interesante de
diferenciación de la familia de origen y de construcción de su autonomía, sólo
que fui la única en expresarlo.
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En mi matriz cultural, ser una mujer que desde muy joven empezó a trabajar y a
hacerse cargo de sus gastos, sin esperar que alguien me rescatara, era bien visto.
Sin embargo, mis colegas provenían de escuelas particulares de mucho prestigio
y para ellas era muy extraño que la joven consultante no se sintiera enojada y
protestara por no recibir ayuda familiar. Tal vez en su matriz ideológica y cultural
ser mujer implique ser alguien a quien se le debe resolver y proteger.
Fue la primera vez que me viví como minoría en un grupo de supervisión, pero
sobre toda, la primera ocasión en que sentí una especie de censura sutil cuando
dije que suponía que para la consultante debió haber sido sorprendente e
intimidante haber salido de una especie de burbuja y conocer otras realidades
nada equitativas. Inmediatamente, una de las supervisoras se apresuró a decir
que más que hablar del nivel macro, la terapeuta debía sólo centrarse en lo
particular y subjetivo del trabajo terapéutico con la consultante. Me sentí
regañada y que mi voz no fue escuchada. Creo que el tema de la
interseccionalidad se aborda muy bien en la exposición, pero es uno de los
talones de Aquiles en la práctica terapéutica.
La frase de mi abuela materna “ser todo un estuche de monerías” adquiere cierto
significado cuando pienso en la comunidad profesional a la que pertenezco.
Tengo colegas muy preparados y éticos, muchos de ellos saben moverse por los
caminos sinuosos de la incertidumbre, de la curiosidad y se ponen en juego
relacionalmente de forma muy interesante, otros han identificado los privilegios
que tienen y en consecuencia se han responsabilizado de ello, otros están más
interesados por obtener un papel y hacerse de un nombre y ser vistos, otros se
dedican más a conocer y a dominar más modelos y técnicas como forma de
sentirse seguros en su práctica profesional. Y bueno, quiero creer que somos
pocos, me atrevería a decir muy pocos quienes hemos aprendido a movernos con
un pie dentro en la práctica terapéutica y el otro fuera. En lo particular, creo que
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la marginalidad de las orillas y no la del centro, regala un buen lugar para
observar, pensar y sentir.
Más que supervisar, he estado aprendiendo a intervisar desde la tripa lo que me
ha ido pasando con lo que escucho y lo que expreso en una sesión, en mi intento
por darle voz a esa matriz cultural ideológica que suele quedar invisibilizada en
la reflexión de la práctica terapéutica. Desconfío cuando escucho a algún colega
decir que se siente alegre y satisfecho en su práctica profesional, honestamente
siento ansiedad y miedo. Para poner ese miedo y esa ansiedad a mi servicio, he
cambiado la pregunta: ¿Qué han echado a andar los consultantes, los terapeutas
y los supervisores con quienes he trabajado en mí y en mí ser terapeuta y cosupervisora?
Ahora, en estas últimas líneas quiero compartir una tonalidad diferente de la
ansiedad y una textura distinta del miedo a las ya conocidas. Y ambas están en
el: “más que hablar del nivel macro, la terapeuta debía sólo centrarse en lo
particular y subjetivo del trabajo terapéutico con la consultante”, y en la
posibilidad de que se repitan una y otra vez.
Referencias
Devereux, G (1977) De la ansiedad al método en las ciencias del
comportamiento. Siglo XXI Editores
Fruggeri, L., Balestra, F., Venturelli, E. (2023) Psychotherapeutic Competencies.
Tecniques, Relationships, and Epistemology in Systemic Practice.
Routledge
Rodó – Zarate, M. (2021) Interseccionalidad. Desigualdades, lugares y
emociones. Bellaterra Ediciones
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De outsider e impostora. Un ensayo sobre cómo construirse
desde los márgenes
María del Rosario Ramírez Morales
El año que cumplimos 40 años no teníamos tiempo para llorar.
El año que cumplimos 40 años teníamos, sobre todo, cansancio.
Ése era nuestro mayor tesoro: toneladas de cansancio acumulado.
Nuria Varela
A los 39 años comencé a leer el libro “Cansadas” de Nuria Varela (2017), justo
en el festejo de mi cumpleaños mientras habitaba una casa que no era la mía,
pero desde donde podía ver los cerros enverdecidos y los cielos rosados de los
últimos días de primavera. Al leer “El año que cumplimos 40 años teníamos, sobre
todo, cansancio. Ése era nuestro mayor tesoro: toneladas de cansancio
acumuladas”, no pude más que dar la razón, sobre todo porque era una cuestión
compartida y porque no hacía más que anticipar mi sentir. Estaba cansada
entonces y estoy cansada ahora. Hermanas del cansancio que se siente en la
mente, en la piel y en mis rodillas, a mí me habitan otros seres que cada tanto
aparecen, crecen, me hablan, me ignoran, pero nunca se van: la outsider y la
impostora.
Nací en un lugar donde no viví y crecí en un sitio donde hoy no habito. Decir que
soy de un sitio en específico siempre me ha parecido relativo. “Soy de donde
estoy”, he querido responder muchas veces. Pero tampoco es cierto. Ser foránea
en todos lados, ser la outsider, ha sido, quizá, una de las marcas permanentes
en mi vida.
En esos títulos de pertenencia asociados con la formación académica, por
ejemplo, se dice que soy socióloga primero y antropóloga después. Y aunque a
mí me guste mucho esa doble pertenencia y la porte con el mayor decoro posible,
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no soy ni una cosa ni la otra. Porque en la primera me ven como traidora y en la
segunda como advenediza. Y así, en muchos otros aspectos, los años me han
mostrado que desde la mirada externa tengo una marca en común: no ser
suficiente.
No soy suficientemente de donde vivo, de donde nací o de donde he crecido.
No soy suficientemente lista o amable.
No soy suficientemente abnegada y servicial.
No soy suficientemente feminista o crítica.
No soy suficientemente amiga o sorora.
No soy suficientemente académica.
No soy suficientemente disidente.
No soy suficientemente mujer.
No soy suficiente
Pareciera ser que mis propias elecciones me construyen automáticamente como
outsider, como una intrusa, a veces también para mí misma. Porque en la
construcción de mi propia identificación, como dice Hall (2003), operan tanto las
contingencias como las condiciones. Y aunque no me guste o me incomode la
mayor parte del tiempo, ese sitio intermedio, extraño, lejano, no perteneciente,
ha sido el lugar desde donde me he construido mis propias anclas y, contra todo
pronóstico, he ido construyendo un sitio digno donde habitar.
Este texto está inspirado principalmente en una de las reflexiones surgidas del
seminario Etnografías Afectivas y Autoetnografía, pero sobre todo está tejido con
vivencias que me atraviesan y me afectan, y que en gran medida tocan tanto mi
labor profesional como la experiencia propia. En ese sentido remito a una
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pregunta que todavía resuena en mi cabeza de manera constante y que encanta
a esos dos seres maravillosos y terribles que me habitan:
¿Para qué o para quién escribes?
Cuando escuché esa pregunta, colapsé. La impostora soltó una risa macabra y
la outsider solo miró de reojo y se cruzó de brazos como quien se acomoda en
una butaca para ver una gran obra de teatro. No supe dónde meter mis manos,
mis ojos, mis sentires, mi llanto ahogado frente a mis compañeras. Y no es que
la pregunta misma me hubiera puesto en un dilema nuevo, más bien escuche las
palabras que tenía atoradas en algún lado del corazón, pero sobre todo del
estómago. Escucharla me hizo entrar en un agujero, o en uno de esos juegos
donde hay muchos espejos y donde en cada intento por descifrar la salida
terminas dándote un golpazo en la nariz haciendo reír a quien te mira (aunque si
eres tú mismx, a veces no parece tan gracioso).
¿Para quién escribo?, ¿Para quién escribía entonces? las respuestas que me di
no me gustaron del todo. ¿Para un gremio?, ¿para las y los pares que no me ven
como una?, ¿para personas anónimas?, ¿para mí misma?, ¿para todas?, ¿para
ninguna? Y ahí, por primera vez en años, se me presentó el silencio traducido en
la imposibilidad de escribir. Dejé de escribir por meses, y debo decir que fue un
silencio cómodo, un silencio que me dio paz, un silencio tenso también, una
respuesta automática de resolver al paso, de salir del pendiente, de cero
creatividad; o al menos eso me hizo pensar la impostora, quien en ese momento
se vio fortalecida por mi colapso. Con el tiempo me di cuenta de que ese silencio
impuesto y autoimpuesto respondía a la necesidad de hacerme invisible y, por lo
tanto, dejar de lado las posibles opiniones sobre lo que escribo y por lo que hago
o dejo de hacer.
“¿Para quién escribo?” condensó en tres palabras la duda que me produce haber
escrito un libro que casi se queda en plan y que sorteó muchos retos para existir;
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libro que tiene, al igual que mi outsider, la marca de la indiferencia selectiva.
Como dijo un colega “lo peor que le puede pasar a un libro es la indiferencia”,
pero también es una de las peores cosas que le pueden pasar a una persona que
ha hecho de la escritura una de sus principales labores. Tuñón argumenta que
“la historia de las mujeres es, en cierto modo, la de su acceso a la palabra”
(Tuñón, 1990: 378), pero ¿qué pasa con esa palabra que se queda en el tintero y
con esa palabra no escuchada? La historia de las mujeres es también, y
entonces, la historia de la lucha contra el silenciamiento, contra un sistema que
nos mina la confianza, que nos cuenta la leyenda de que la invisibilidad es
nuestro lugar y que no somos ni seremos nunca suficientes, por más preparadas
o expertas que seamos.
Con los meses de silencio llegaron las presiones, las malas e injustas
evaluaciones, la duda existencial no solo del para quién escribo, sino para qué,
qué busco, qué me devuelve cada palabra además de angustia, ansiedad y
dolores constantes. La impostora había ganado esta batalla. Esa hija sana del
sistema académico y patriarcal me había ganado con silencio, con tristeza, y
poniéndome enfrente las ganas más grandes que he tenido de dejarlo todo. Pero
luego, como que no quiere la cosa (porque de verdad ya no quería), las mujeres,
mis amigas, mis colegas, me sacaron del silencio sin saberlo y sin que yo misma
lograra entender cómo o por qué.
Asistiendo a un evento donde emprendedoras y creativas compartían sus
proyectos, platicaban sobre sus estrategias, contaban sus vivencias y sus
historias de éxito o de intento, me di cuenta de que muchos de los proyectos, si
no es que la mayoría de los que escuché, surgieron de una crisis, de un no saber
qué sigue, de una necesaria reestructuración de la vida, de un ejercicio creativo
y de introspección que encontraba una salida en un producto, en una idea, de
manera gráfica, en contenido. Desde hace años creo fervientemente que no solo
53
aprendemos de las crisis, que no tenemos que pasar por cosas terribles para
renacer y crear; y que tendríamos que ejercitar también ese músculo que nos
hace aprender de los momentos luminosos, aunque las miradas masculinas nos
hagan sentir permanentemente inferiores o incapaces.
El punto es que una de las ponentes espontáneas de este evento dio en 15
minutos una plática simple, pero al punto, diciendo más-menos que no todas las
historias son de éxito y que está bien, que sabemos poquito de todo y que eso
también está bien, porque eso nos levanta del tropiezo y nos hace avanzar.
Entonces recordé a mis alumnas, su rabia, su creatividad, su crítica afilada y el
amor y el cuidado que se procuran y que también he recibido de ellas. También
pensé en mi casa, en esa casa aguerrida que ha salido de todo bache haciendo
equipo al grado de tener un grito compartido con nuestras personas amadas para
darnos ánimo cuando nos estamos rindiendo.
Después de mucho pensarlo y callarle la boca a la impostora, me di cuenta de
que habitar ese silencio fue mi espacio seguro, un sitio que necesitaba para
tomar un respiro, pero también un lugar del que necesitaba salir. Me di cuenta
que, como dice Lorena Fernández (2018), ese afán compulsivo por trabajar y
trabajar para demostrar nuestra valía solo lleva a un sobreesfuerzo, a encarnar
más las desigualdades y a la ilusión de un éxito que es siempre efímero; pero
también que necesitamos narrarnos a nosotras mismas, como dice Mari Luz
Esteban (2004). Requerimos valorar nuestros saberes, no solo frente a quien nos
lee, quien nos revisa o quien permanentemente nos evalúa, sino en nuestros
propios esquemas, enfrentando a los verdaderos impostores y valorando
nuestras propias trayectorias.
Este escrito es precisamente un intento de salir de ese silencio y ganarle a la
impostora. Es decirle a la outsider que, si su sitio es el margen, pues entonces
desde ahí hay que construir. Es también un intento por dejar testimonio y hacer
54
un llamado a impulsarnos mutuamente, a ganarle al sistema que nos oprime y
direcciona las ideas, a luchar juntas por la visibilidad sin violencia y sin reproducir
las dinámicas de indiferencia y (des)legitimación que nos impulsan a competir
antes que a construir(nos) colectivamente. Muchas de nosotras tenemos y
gozamos del privilegio de que nuestras letras y nuestro saber, sean parte de
nuestra labor creativa, tenemos la gran tarea de asumir el derecho de habitar
plenamente cada sitio, de ser nombradas, de ser visibles y de llenar nuestros
espacios, aunque tantas y tantas voces nos hagan pensar que estamos en el sitio
incorrecto. No lo estamos.
Referencias
Buquet, Ana, Cooper, Jennifer, Mingo, Araceli, y Moreno, Hortensia (2013).
Intrusas en la universidad. IISUE/PUEG/UNAM.
Esteban, Mari Luz (2004). Antropología encarnada. Antropología desde una
misma.
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num
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pp.
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https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1122120
Fernández, Lorena (16/10/2018). El síndrome de la impostora llama a tu puerta.
Doce
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http://docemiradas.net/el-sindrome-de-la-impostora-
llama-a-tu-puerta/
Hall, Stuart y Paul du Gay (Eds.). (2003). Cuestiones de identidad cultura.
Amorrortu.
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https://www.zonadocs.mx/2023/02/07/silencio/
Sanz, Martha (ed.). (2019). Tsunami. Miradas Feministas. Sexto piso.
Tuñón, Julia (2022). Las mujeres y su historia. Balance, problemas y perspectivas.
En Elena Urrutia (coord.). Estudios sobre las mujeres y las relaciones de
55
género en México. Aporte desde diversas disciplinas El Colegio de México,
pp. 375-411.
Varela, Nuria (2017). Cansadas. Una reacción feminista contra la nueva
misoginia. Penguin Random House.
56
¿Dónde está el Tepozteco? Trayectoria de una investigación desde el
sentimiento
Mariana Rojas Cortés
¡Tepetlanchane! … Introducción
Antes de dar el resumen sobre este trabajo quisiera agradecer a todas las
personas que a lo largo de este descubrimiento aportaron para responder a mi
pregunta ¿dónde está el Tepozteco? adelantando la respuesta, él está en todas
partes y últimamente en ninguna. Puede ser el viento que recorre el pueblo, un
niño que te ayuda, un anciano, un cerro, puede también estar en Eriván cuando
ofrenda su voz en la pirámide para que el espíritu del Tepozteco le permita
representarlo. Puedo ser yo, cuando defiendo mis ideas, cuando me revelo ante
los esquemas o pueden ser los equipos de guardabosques que los intentan
mantener con vida.
Este texto narra mi proceso de investigación sobre la festividad del 8 de
septiembre en el municipio de Tepoztlán, en el Estado de Morelos que se conoce
como El Reto al Tepozteco brevemente mencionaré algunos aspectos de las
actividades que se realizan el día 7 de septiembre; lo presento dividido en dos
partes, en las cuales brevemente explicaré mis hallazgos de investigación desde
el sentimiento. En el primer apartado narraré el surgimiento de este tema de
investigación y el contexto de la historia oral de la fiesta. Y el segundo narrará
mi vivencia de campo y sentimientos en la representación del Reto al Tepozteco
en el año 2022.
En busca del hacha de cobre. Nuestros comienzos
La palabra Tepoztlán proviene del náhuatl Tepoz-tli, que significa metal o cobre,
y tlan, que hace referencia al lugar, esto de acuerdo con la interpretación
etimológica, pues otro significado que se da es lugar de los cerros quebrados o
57
bien lugar del hacha de cobre. Los hallazgos arqueológicos localizados en el
municipio presumen que fueron los Xochimilcas quienes gobernaron esta zona,
sin embargo la parte del valle de Tepoztlán se asume como Tlahuica. El municipio
se ubica geográficamente en parte de lo que se reconoce como corredor
biológico Ajusco-Chichinauhtzin y lo cubre el Área Natural Protegida Parque
Nacional El Tepozteco, forma parte del sistema del Altiplano transversal y su
ubicación geofísica favoreció a la creación de la identidad y la cosmovisión del
poblado. Los cerros que rodean el valle central del municipio son considerados
guardianes y encierran leyendas, de hecho, la historia de la que surge esta
representación tiene su origen en los cerros.
La región de Tepoztlán se divide en barrios, pueblos y colonias. Y algo que
después de estos años de investigar puedo relatar es que ninguno de ellos se
parece. Gracias a la perspectiva turística del Programa Pueblos Mágicos este
proceso de distinción entre el centro, la semiperiferia y la periferia, como llamara
Wallerstein (1979) a gran escala al sistema-mundo, se ven fácilmente palpables,
la cotidianidad deja a la vista los mecanismos de adaptación identitaria que se
han construido con la llegada del turismo. En este mismo sentido, la segregación
y exclusión de partes del municipio es evidente, ya que la riqueza se ostenta en
lo que se considera el cuadro central, mientras que la periferia o llamada la
franja, carece de servicios básicos para vivir. Los pueblos que se consideran
originarios, a su vez, reivindican su identidad distinguiendo su origen del centro
del municipio.
Al estar más alejados de la cabecera municipal los espacios de participación que
ocupan son mínimos y la gran mayoría se involucra en el sistema turístico como
mano de obra, son pocos aquellos que sin pertenecer al llamado centro pueden
acceder como dueños de negocios. Por la misma razón decidí incluir el concepto
tepozcentrismo que hace referencia a la construcción de la identidad municipal
58
únicamente con la intervención de la cosmovisión de los llamados barrios
centrales y que trasciende a los demás espacios a través de la inclusión, algunas
veces forzada, de los pueblos y colonias que no comparten los mismos valores o
sentimientos de identidad. Por esta razón, es necesario identificar que mi vida
como tepozteca ha sido principalmente en los barrios de Santo Domingo y la
Santísima que a su vez forman parte del centro del municipio.
El Reto al Tepozteco es una festividad que se realiza en la cabecera municipal y
que tiene como lugares importantes el cerro del Tepozteco o Tlahuiltepetl, en
donde se encuentra la pirámide al Dios Ometochtli-Tepoxtecatl, la piedra
bautismal ubicada a faldas del cerro, lo que actualmente queda del río Axitla, la
avenida principal que lleva el mismo nombre que el personaje y que se
transforma en Av. 5 de Mayo en la esquina de Calle Zaragoza, la Av. Revolución
de 1910, la Parroquia de la Natividad de María y la plaza cívica que es el espacio
final en dónde se desenvuelve la parte medular de esta representación.
Mi interés por esta festividad comenzó en el año 2019, cuando a falta de un tema
de investigación para la tesis de licenciatura tuve la maravillosa idea de describir
esta festividad. Las razones, hoy en día son menos claras que al inicio, primero
pensé en ella porque era un tema que consideré sencillo, en segunda por la
cercanía con personas que participan en dicha representación y tercero porque
me causaba curiosidad debido a que mi identidad siempre se había encontrado
en conflicto; el tema de pertenecer a Tepoztlán me había causado un hondo
cuestionamiento sobre mi postura en muchos procesos. Después de esta
investigación y algunas pláticas con el sociólogo Carlos Cuellar, autor del
documental, junto al colectivo Altepeyolotl, Venimos del Cerro (2021), comprendí
que la identidad también es ser disidente y que estaba bien si me asumía como
tal.
Para tener un contexto de esta festividad comenzaré hablando del Tepozteco.
59
Cuentan los pobladores que una doncella iba todos los días a bañarse al río de
Axitla, era la hija del entonces señor de Tepoztlán y era espiada por un pájaro
que siempre se posaba en un árbol cercano cuando ella estaba ahí; se cuenta
que es Ehecatl, Dios del Viento que, al estar tan enamorado de ella, en una
ocasión le tira una de sus plumas, ella la guarda y tiempo después se da cuenta
de que está embarazada. Al enterarse su padre, la esconde hasta que da a luz.
Para deshacerse del niño primero lo arroja a un hormiguero, luego a un maguey,
pero nada de esto da resultado, las hormigas le han dado de comer y el maguey
ofrece su aguamiel, así que decide poner al niño en un cesto y lanzarlo al rio,
donde lo recoge una pareja de ancianos que no tuvieron hijos. El niño crece y
demuestra habilidades para la caza y para correr rápido.
Habitaba por esa región el Monstruo de Xochicalco, al que cada año le
ofrendaban una pareja de ancianos y un año eligieron a los padres del Tepozteco
para ser devorados. Él se ofrece en su lugar y les dice que si sobrevive verán una
fumarola blanca subir al cielo. Mientras iba caminando a Xochicalco juntó
pedazos de obsidiana y los guardó en su morral. Al llegar, el monstruo se enoja
porque no le llevaron a una pareja, pero se come al Tepozteco con todo y ropa
porque tenía hambre; entonces, con los pedazos de obsidiana, él comienza a
desgarrar el estómago de este ser hasta que lograr salir, anunciando su hazaña
con el humo blanco que había prometido.
Esta es una versión resumida del mito principal, que narra el nacimiento y la
primera parte de la vida del Tepozteco; sin embargo, como toda narración que ha
pasado de una generación a otra de forma oral ha sufrido modificaciones. Una
serie de autores tepoztecos y no considerados tepoztecos ha recopilado sus
versiones y pueden consultarse en internet.
Algunos habitantes cuentan que, después de esta hazaña, el Tepozteco es
nombrado Señor del Pueblo. Otros ubican, como un hecho aislado mucho tiempo
60
después del regreso del personaje a su tierra, el rapto del teponaztle al Señor de
Cuahunahuac (hoy conocido como Cuernavaca, Morelos). Se cuenta, en esta
versión tomada de la historia oral, que el Tepozteco regresaba de vencer al
Monstruo de Xochicalco y fue invitado a una comida en casa del Señor de
Cuahunahuac, pero que como no iba vestido para la ocasión, pues llevaba su
ropa sucia, no lo dejaron pasar, así que enojado le pide a Ehecatl que lo vista
para que lo dejen entrar y así, logra cambiar sus ropas y asistir al banquete.
Sin embargo, al llegar la comida él no prueba lo que le sirven, sino que lo embarra
en su vestimenta, las personas lo veían con curiosidad y al preguntarle sobre esa
acción responde que entró al lugar gracias a esa ropa y que es ella la que
merecen comer en vez de él. Avergonzados piden que se toque el teponaztle, al
escucharlo le gusta tanto el sonido que desea tenerlo, así que lanza una ventisca,
lo roba y huye del lugar. Comienza una persecución y llegando al Ehecatepetl, o
cerro del viento, desaparece; sin embargo, sus perseguidores intentan cortar la
roca de la montaña, sin conseguirlo se cree que este corte formó lo que se
consideran hoy los Corredores del Viento. Se presume que no se volvió a saber
de él.
En el tercer episodio de las hazañas del Tepozteco, ubicamos que este Señor de
Tepoztlán no desaparece del pueblo, sino que se queda gobernando hasta la
llegada de los españoles al territorio; esta parte de la historia es la que da sentido
al performance realizado en día 8 de septiembre de cada año y que, al igual que
los relatos, ha sufrido modificaciones, las principales: se dejaron de utilizar
caballos para dar un poco más de realismo a la representación, dejó de usarse
el atrio de la parroquia de la Natividad de María para este evento pasando a ser
en plaza cívica donde se realiza la parte medular de la representación y las
autoridades municipales tomaron parte en el proceso de organización y
donativos para la festividad.
61
En este relato se cuenta que fue Fray Domingo de la Anunciación el encargado
de visitar este pueblo para evangelizarlo. Al buscar al Tepozteco le explica que
debe abandonar a sus dioses falsos y aceptar la religión católica. Nuestro
personaje accede para proteger al pueblo y lo bautizan en las aguas del río de
Axitla. Al enterarse de esta conversión, cuando se festejaba la fiesta de la Virgen
de la Natividad, a quién el Tepozteco considera su madre después de la
conversión, los señores de Cuernavaca, Tlayacapan, Yautepec y Oaxtepec llegan
a retarlo por haber cedido ante los españoles, después de varios enfrentamientos
con ellos, el Tepozteco narra sus hazañas, para dejarlos en vergüenza y
demostrar su poder. Les explica que ellos también pueden renunciar a los falsos
dioses y convertirse al catolicismo aceptando a Cristo y a su madre María, los
Señores se convencen y para celebrar la paz bailan al ritmo del Teponaztle.
Ofrenda de copal. Lo conocido se vuelve incierto
Después de esta narración y de identificar la razón por la que decidí investigar
sobre esta festividad me gustaría invitar a leer mis reflexiones. Como lo
mencioné, me asumo como tepozteca, este distintivo es como nos referimos a
las personas que “somos nativas”, es decir que nuestra genealogía nos pone
desde tiempos inmemorables en este espacio geográfico. Para a aquellas
personas que han vivido en este pueblo y que su “linaje” no se identifica como
parte del pueblo se les guarda el término tepoztizo o tepoztiza que guarda
además un significado de exclusión; sin embargo, adquiere mayor cercanía con
los tepoztecos, porque la mayor parte de su vida la realizan en el pueblo y
participan en mayor o menor medida en la toma de decisiones.
Como lo expresé en líneas anteriores me costó aceptar mi tepoztequismo, debido
a mi historia de vida; ya que desde los 15 años me desprendí del pueblo al irme
a estudiar al municipio de Cuernavaca, siendo ese espacio en donde pasara más
horas que en mi lugar de origen. Por esta razón, hacer la labor de alejamiento al
62
performance del Reto al Tepozteco me parecía facilísimo; sin embargo, cuando
comencé a investigar me di cuenta de que no podía asumirme como un agente
externo a este proceso, pues al observar y preguntar las personas con las que he
convivido no me veían como una antropóloga, me asumían como parte de
Tepoztlán, por lo que era difícil que en mi proceso no asumiera la postura de ser
parte de los tepoztecos.
Para mí, el asumir mi identidad por herencia fue un proceso que costó lágrimas
y desesperación, porque entendí, que me había negado mucho tiempo a verme
como parte de ellos, alejando un legado dado desde el nacimiento y además no
podía, porque no tenía, lazos que me permitieran sentir seguridad dentro de mi
comunidad además de mi familia. Había usado el nombre de mis bisabuelos y
abuelos para identificarme entre las familias del municipio, mi historia familiar
fue la punta de lanza para abrir muchas puertas de investigación y que se me
fueran revelados incluso secretos de cómo se organiza la festividad con todos
los conflictos que conlleva. Sin embargo, simplemente no podía decir soy
tepozteca porque no me sentía parte del pueblo.
Esto, recalco, me causó un profundo desanimo en mi proceso de reflexión, pues
fue hasta noviembre de 2022, cuando Carlos Cuellar, en una visita al archivo del
Ex Convento de Tepoztlán, me hizo ver que la identidad puede ser disidente y
que esto no puede ser solo desde aborrecer la representación del Reto al
Tepozteco como acto de conquista, sino también desde negarse a formar parte
del pueblo desde las ideas.
En ese tiempo, también me invitaron a formar parte de un proyecto de rescate
del patrimonio cultural intangible del municipio y ahí descubrí que, al momento
de subir a la pirámide, acompañando a los personajes del performance para
ofrendar comida al Tepozteco, yo, sin saberlo, ubicada solo como antropóloga,
63
pero negada a ser tepozteca, hice un pacto invisible con Tepuztecatl [o el
Tepozteco], que consistía en mirarlo desde la cercanía y no como un extraño.
Mi proceso de encuentro con mi identidad, sin advertirlo, comenzó el 7 de
septiembre de 2022, cuando a las 6:40 am renuncié al sueño, a la comodidad de
mi cama, a las sábanas calientes y a esa sensación de protección que mi casa
me regalaba. Había llovido la noche anterior y los vidrios estaban empañados, en
mí, como muchas veces desde el 2019, crecía el temor de no estar hecha para
ser antropóloga. No fue una noche tranquila, con mucho trabajo había
conseguido un espacio para acompañar a la comitiva del ayuntamiento y
participantes del Reto al Tepozteco a llevar las ofrendas hasta la pirámide. Mi
uniforme sería el color blanco y las botas para campo, pensé en cómo sería
criticado mi trabajo porque desde hace mucho carecía de las líneas
metodológicas que me habían enseñado en la carrera, pero una vez más
comprobé que esa no era mi antropología.
Pensé, mientras caminaba, que esa investigación a realizar no era mía, que
desde el inicio todos habían opinado y yo no había ni siquiera enfrentado una
posición al respecto, como si me dejara conducir por la experiencia de los demás,
sin considerar la mía y la posición en la que estaba. Al llegar a la presidencia
municipal dejé de ser antropóloga para ser solamente Mariana. Caminé
siguiendo esa procesión encabezada por el teponaztle, llevando una olla con
atole y una bolsa de carbón en mis manos. La verdad recordaba la subida al cerro
más difícil, pero por la emoción encarnada se me hizo sencillo llegar. En pro de
mi investigación me dejaron acceder a la cima de la pirámide, en donde vi cómo
colocaban las ofrendas y como Eriván, quien representa a Tepuztecatl, pedía
permiso para honrarlo con su performance.
El eco de su discurso en los cerros cercanos confirió al ambiente un tono
sobrenatural, de pronto la neblina dejó paso al sol de la mañana y un viento suave
64
recorrió a las personas que estábamos reunidas en ese espacio desde donde se
puede ver el valle. Al sonar los caracoles y el teponaztle, hasta se pudo sentir
esa euforia colectiva de que era un año más en que el Tepozteco dejaría que su
fiesta se llevara a cabo, o eso me pareció. Desde el año 2017, cuando un temblor
azotó el estado de Morelos, se prohibió que el público hiciera la velación de la
pirámide, que consistía en que, toda la noche del 7 de septiembre, la gente se
quedara acampando en esa zona. Ahora solo se sube a dejar las ofrendas, se
come mole verde con tamales y se regresa a las actividades.
Es hasta la tarde de ese día cuando la comitiva se reúne otra vez en la casa del
que representa al Tepozteco y se realiza la procesión con los trajes que se usarán
en la representación del día 8; la tradición de velar los trajes sigue vigente, pero
se hace ahora en la plaza cívica. Esta procesión, no solo es un acto protocolario,
es un espacio para gente real, que, a pesar de su papel, se da la oportunidad de
bromear y relajarse.
Para el día 8 la situación es diferente, previo a asumir su papel en los diferentes
espacios, vasallos, doncellas, Señores y frailes han hecho sacrificios y ofrendas
personales para poder participar en la representación y también han ensayado
los diálogos y los bailes.
Las doncellas portan traje de manta, el diseño y los colores cambian cada año y
están ligados a significados prehispánicos, en su cabello trenzado llevan flores
de sauco. Los vasallos por su parte también visten un atuendo de manta y portan
arcos, flechas, macanas y penachos pequeños con plumas de colores. Los
Señores, del mismo modo, visten ropa de manta, pero adornada con pieles o
pinturas más elaboradas, penachos más grandes y el símbolo de su señorío. En
cuanto al Tepozteco, su atuendo se asemeja al que puede encontrarse en los
códices y está adornado con figuras doradas y ostentosas plumas. Los frailes
visten con una sotana típica, blanca con negro.
65
El elenco después de la representación del bautizo del Tepozteco, se forma de la
siguiente manera: primero las doncellas que llevan los caracoles, después un
vasallo con un caracol, el teponaztle, la chirimía y un tambor, el Tepozteco
custodiado con por 4 doncellas con sahumerios encendidos y guerreros, los
frailes que llevan el estandarte de la Natividad de María, las doncellas que llevan
los sahumerios encendidos, los Señores de Cuernavaca, Oaxtepec, Yautepec y
Tlayacapan y al final los vasallos. La procesión llega a la plaza del pueblo; antes
de llegar a ella, el Tepozteco y los frailes, en compañía de unas doncellas y el
teponaztle, van a la Parroquia de la Natividad de María para poder agradecerle y
presentarle honor. Ya en la plaza se lleva a cabo la teatralización del relato
contado en el apartado anterior.
En esta mirada de investigación, no solo me centré en ver cómo se desarrollaban
los hechos, sino responder a una inquietud más profunda de mi parte: observé
personas. Mis vecinos, conocidos, parientes, eran ellos, pero a la vez no, estaban
inmersos en un papel teatral. Sin embargo, lo que no se alcanza a ver en las fotos
oficiales es que, ante todo son personas, que llegan tarde, que se estresan, que
se ríen. Entendí que así también es mi identidad, es totalmente móvil y cargada
de emociones, la he construido muchas veces desde fuera, pero al escuchar el
sonido del teponaztle o las hazañas del Tepozteco, mirar los cerros o sentir el
viento me asumo como tepozteca.
Resuena en los cerros el Teponaztle. Conclusiones
Lo importante en mi investigación, reconozco, no es el proceso en sí, sino la
identificación del cambio producido en mí. Puedo decir que, además de haber
subido tan solo dos veces a la pirámide del Tepozteco antes de esta ocasión,
jamás me hubiese imaginado que en medio de este performance colectivo yo no
bajaría viendo las cosas de la misma manera. En primera porque en búsqueda
de mi identidad llevé lo que sería mi observación participante a otro nivel, ya que,
66
no solo se trató de posicionarme como antropóloga, sino adquirir lo que tanto me
había negado: mi tepoztequismo.
Esta investigación bajo los lineamientos académicos rígidos quizás nunca vea la
luz y estoy conforme con eso, es un acuerdo entre un ser que no veo, pero que
he sentido entre el viento de la montaña sagrada y una joven antropóloga
tepozteca. Al final yo no investigué únicamente para ver si podía lucrar con mi
conocimiento y con el poco reconocimiento cultural e identitario que le queda a
mi gente [ya ha sido demasiado saqueado], sino para dar sentido a mi identidad,
principalmente para entender mi disidencia.
No, no fui doncella en el performance del Reto al Tepozteco y es probable que,
si llego a maternar, tampoco logren participar en este evento mis hijas o hijos.
Lo que me queda claro es que no importa en qué lugar o posición geográfica me
encuentre, el Tepozteco seguirá viviendo en mí y en todo aquel que siga
recordando sus hazañas y que además adopte, como mejor le acomode, la tan
golpeada identidad tepozteca [o tepoztiza]. La representación, que ya ha sufrido
muchas modificaciones al guion, seguirá cambiando y nada podemos hacer para
que no lo haga, es parte de la transformación inherente al paso de las
generaciones y adoptar una mirada purista ante ella solo nos llevará a su
extinción.
Los gobernantes, líderes e incluso los que no ocupamos un puesto de poder, a
veces olvidamos que nuestra cultura no es rígida, no es la roca de los Corredores
del Viento o el Texcal, es más bien una pasta de mole rojo, la pepita molida del
mole verde, la masa para las tortillas [que si se quiere puede ser para itacates o
quesadillas], es un sistema complejo y cambiante como la milpa.
Y es aquí, para terminar, donde digo que todo aquel que se reconoce como
Tepozteco o Tepozteca es hijo e hija del viento, no recuerdo si lo escuché o me
lo inventé para darme sentido y pertenencia en una comunidad donde siempre
67
me he sentido fuera de lugar. Reafirmo que ya no soy la misma que en 2019 inició
una investigación de tesis que jamás vio la luz [y que probablemente no la verá]
y por eso hoy reivindico a Mariana Rojas, la antropóloga, la hija, nieta, bisnieta,
prima, sobrina, a cada una de las partes que son mías y que ocupan un lugar en
este mundo social llamado Tepoztlán.
Referencias
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tepetl.
[Video].
YouTube.
https://www.youtube.com/@colectivoaltepeyolotl6666
Concheiro, L. (2012). Zapata cabalga por el Tepozteco. Universidad Autónoma
Metropolitana (UAM-Xochimilco)
Estudio ADV. (2023). Un recorrido virtual por la pirámide del Tepozteco. La
Tepozteca. https://latepozteca.mx/recorrido-virtual-por-la-piramide-deltepozteco/
García, D. (2011). Leyendas y costumbres de un pueblo mágico: Tepoztlán.
Preparatoria por Cooperación: Quetzalcóatl
Salazar, A. (2014). Tepoztlán: movimiento etnopolítico y patrimonio cultural: Una
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y
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Smith, M. (2010). La época posclásica en Morelos: surgimiento de los tlahuicas
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construcciones de la cultura material (Ed.), 131-156 (pp. Cuernavaca).
Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Ayuntamiento de
Cuernavaca
68
Wallerstein, I. (1979). El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y
los orígenes de la economía-mundo europea, en el siglo XVI. Siglo XXI
editores.
69
Experiencia pandémica: vulnerabilidad y dignificación
Lourdes Raymundo Sabino
A Ángel Raymundo Mendiola, in memoriam
Narración de la experiencia vivida
Hacia los últimos días de diciembre de 2020, mi hermano Marcelino (Marce) me
dijo que papá se sentía mal, que lo llevaría al médico, temíamos que estuviera
contagiado por el coronavirus, pues presentaba síntomas de gripa. Este temor
incrementó con la radiografía de sus pulmones que indicaba presencia del virus,
luego de que la prueba dio negativo, “falso negativo” más bien. Así, el 30 de
diciembre supimos que papá tenía COVID.
Mi hermano fue por los resultados a Tenancingo (donde se encuentra uno de los
dos hospitales “más” cercanos a la comunidad -Lomas de Teocaltzingo, Estado
de México-, aproximadamente a 36 km), ahí supo que el hospital estaba saturado
por casos de COVID. Entre las 6 y 7 de la tarde, Marce me dijo que no encontraba
todo el medicamento para papá, yo estaba en Texcoco, pero le dije que llevaría
la enoxaparina en cuanto la consiguiera. Dije también que yo cuidaría a mi papá,
para evitar que mi hermano se contagiara y contagiara a alguien más de su
familia.
Decidí cuidarlo porque es mi papá y porque mi hermano y tres de nuestras
hermanas tienen hijos e hijas; asumí que no sólo en términos prácticos sería más
difícil cuidar de papá para quienes tienen hijos/as, sino el contexto un tanto
apocalíptico llevaba a pensar: “si me pasa algo a mí, ¿quién va a cuidar a mis
hijos?” Léase: “si me muero, ¿quién va a cuidar a mis hijos?” No quise siquiera
preguntar quién quería o podía cuidar a papá, simplemente dije que yo lo haría,
“porque yo no tengo hijos”.
70
Le dije a Alberto (mi esposo) que haría esto que, si quería, podía acompañarme;
pero si no, yo lo entendería. Alberto siempre está conmigo, apoyando mis
decisiones, ahora sé que lo ha hecho incondicionalmente, sean “de vida o
muerte”. Él dijo que no me dejaría ir sola, salió pronto de la casa para buscar el
medicamento, consiguió 14 inyecciones de enoxaparina (las últimas en la
farmacia), nos pidieron 6, pero “por si acaso”, compró todas ($830 pesos por
cada una). También se surtió de cubrebocas, guantes de látex, gel antibacterial
y desinfectante en aerosol.
Salimos de Texcoco alrededor de las 10 de la noche, nos llevó un recién conocido,
Emilio, quien trabajaba como conductor vía la plataforma Didi, $1,500 nos cobró
por llevarnos hasta mi pueblo. No nos sobra el dinero, pero en esos momentos
daba igual, endeudarse era una preocupación, pero también una esperanza de
que mi padre saliera avante.
Salí de Texcoco sabiendo que podría no volver, sabiendo dolorosamente también,
que tal vez mi papá “no saldría de ésta”. Todo mi ser quería que él sanara y
viviera, para eso iba yo a cuidarlo, quería que pronto estuviera bien. Sin embargo,
mi personalidad me dictaba que debía considerar no sólo lo que deseo, sino lo
probable; por lo que a la vez era “un mal necesario” tener presente la
hipertensión y los problemas renales que mi padre presentaba previamente.
Llegamos a casa de mi hermano pasadas las 12 de la noche, él y su esposa, Inés,
nos recibieron con la cara desencajada por la tristeza, miedo e incertidumbre;
tenían puesto el cubrebocas, igual que nosotros; no nos saludaron de mano ni
nos abrazamos. Nos ofrecieron cenar antes de ir a la casa de mi papá, pero esta
vez sólo nos dejaron la comida en la mesa para que nosotros la tomáramos, a
diferencia de la calidez a la que estábamos acostumbrados. Hablamos de cómo
organizarnos con papá. Yo estaría al pendiente 24/7, Alberto me auxiliaría,
desinfectándome frecuentemente. Marce conseguiría más medicamento si fuera
71
necesario, mi cuñada nos ayudaría preparando los alimentos en su casa y nos
los llevaría. Mis sobrinas y sobrinos no estarían en contacto con nosotros, ni
siquiera con Marce e Inés. Mi hermano me dio los horarios en que debía yo
suministrar los medicamentos a papá, había que hacerlo todo al pie de la letra.
Acordamos que Marce se haría una prueba COVID porque por la urgencia,
cuando llevó a papá al médico, no usó cubrebocas.
Antes de ir con papá, me puse guantes, doble cubrebocas y careta de plástico;
además de los lentes que necesito usar. Ya en la casa, una ventana de la
habitación de papá estaba abierta para que hubiera ventilación, él tenía puesto
un cubrebocas; entré, lo saludé y le dije que lo íbamos a estar cuidando, que le
echara ganas para recuperarse pronto. Con miedo, pero con la mejor de las
intenciones, le apliqué la primera inyección de enoxaparina, esto gracias a la
asesoría de Diana, entrañable amiga y enfermera.
Medí la saturación de papá, era fundamental estar monitoreando que ésta no
bajara, estaba en 92, lo ideal era que siempre estuviera por encima de 90. No
quise hablar mucho con papá para que él durmiera y descansara; sin embargo,
él me contó sobre un primo que también tuvo COVID y requirió auxilio de un
tanque de oxígeno; se había quitado las cánulas nasales mientras el hermano
que lo cuidaba se distrajo, supusimos que por la desesperación de no sentir
mejoría. En poco tiempo mi primo murió. Papá agregó que se había sentido mal
desde el jueves o viernes pasado (24 ó 25 de diciembre) pero esperaba sentirse
mejor.
Esperar… fue terrible, no sabemos si de haber actuado enseguida habría salvado
su vida, pero sabemos que el virus avanza oculta y aceleradamente, “no da
tregua” como me dijo Diana. Papá preguntó por mis hermanas y hermanos, por
mi mamá y por sus nietas/os; contesté que todas/os estaban bien. Él vio a
Alberto (que estaba afuera) y me dijo “ese hombre está espantado, ¿verdad?, por
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eso no entra”; le dije que sí. Papá dijo esto porque mi suegra había fallecido
apenas en octubre.
El desgaste físico creció en mí en tan poco tiempo, sentí sueño e incertidumbre
luego de apenas unas horas, también me quité los lentes porque se empañaban
con suma facilidad y complicaban tanto la visibilidad como mi respiración. No
imagino cómo se sentía mi papá, física y anímicamente. Alberto y yo pusimos un
colchón en el piso de la cocina (contigua a la habitación de papá). Inés nos prestó
cobijas, hacía mucho frío, el frío invernal a las faldas del cerro de Zempoala.
Estuvimos acostados esa noche, despiertos hasta donde pudimos, pero siempre
alertas; a tiempo con los medicamentos y monitoreando la oxigenación de papá.
Esta noche estuvo llena de incertidumbre y confusión, pero con ganas,
disposición y, sobre todo, con esperanza de que mi papá mejorara.
Al día siguiente (31 de diciembre), estábamos allí, con mi papá postrado en la
cama, aislado, con cubrebocas y con el maldito virus consumiendo su vida;
mientras terminaba el 2020. Inés comentó que la gente ya sabía que mi papá
está enfermo: “no quiero ir a la tienda aquí en La Loma, porque me ven como
bicho raro”. Papá estaba comiendo “bien”, comía porque sabía que era necesario;
aunque decía que no le daba hambre. No obstante, papá colaboró con nosotros
hasta el “último” momento, estuvo de buen ánimo, fue amable y paciente, comió
y atendió de buena gana la medicación; siempre dijo que tenía ganas de seguir
con su vida.
Luego de desayunar y almorzar, papá quería bañarse, le contesté que mejor
esperáramos a que estuviera bien, para que no se metiera frío al cuerpo. Él
aceptó, pero me pidió su rastrillo, agua, jabón y un espejo para afeitarse;
entibiamos agua y le dimos lo que pidió, se sentó en la cama y se afeitó mientras
le sostuvo un espejo. Seguimos hablando poco, midiendo la saturación
frecuentemente, que estuvo hasta cierto punto, estable. Diana enfatizó que
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había que vigilar que no bajara de 85, su médico dijo que no bajara de 80; de lo
contrario había que buscar ingresarlo a un hospital. Este día no bajó la
oxigenación, seguimos suministrando los medicamentos y alimentos, con la fe y
esperanza de que él sanaría; platicamos de a poco para que él ahorrara energía.
A ratos, papá encendía la televisión, lo cual no era alentador, al ser tv abierta,
generalmente había noticias, todas acerca del coronavirus; así a veces se quedó
dormido escuchando al respecto, otras veces apagó la tv. Cuando papá podía
conciliar el sueño durante el día, me ocupaba de lavar los trastes, las cobijas y
su ropa.
A pesar de la aparente estabilidad durante el día, esta segunda noche me invadió
la tristeza y tuve una sensación de resignación sobre Alberto y sobre mí,
sintiendo que en algún momento nos habíamos descuidado y seguramente
estábamos contagiados. Así pasamos la noche de año viejo/nuevo, con todavía
más frío, escuchando los cohetes y música en las casas de algunos vecinos,
hasta después de las 4 de la madrugada, mientras me sentía atada a la
impotencia de no poder hacer más para que mi papá realmente se sintiera mejor.
Iniciamos el año 2021 en este escenario. Fue viernes y había muchos negocios
cerrados, lo que dificultó conseguir cosas para la limpieza y para comer.
Seguimos más o menos manteniendo todo estable, sobre todo la saturación de
mi papá. El cansancio y la incertidumbre se acumularon, dejé de sentir hambre,
pero igual que papá, sabía que tenía que comer. Esta tercera noche me invadió
una extraña paranoia, tenía la fuerte y estresante sensación de que algún traste
o algo de la comida no había sido lavado y/o desinfectado lo suficiente.
El sábado 2 de enero empezó la angustiante crisis. Los medicamentos se iban
consumiendo y escaseando, era difícil conseguir incluso vitamina C. A pesar de
la aparente estabilidad conseguida hasta ahora, no había señal de mejoría, por
el contrario, la oxigenación de papá empezó a bajar, fluctuando entre 88 y 76.
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Pensamos en la posibilidad de buscar ingresarlo al hospital o al menos de
conseguir un tanque de oxígeno. Papá dejó claro que no quería ir al hospital, “si
ya me toca morir, pues ya ni modo; pero si me voy a morir, quiero morir en mi
casa”. Él no quería morir solo, ni en un lugar desconocido con gente desconocida;
había escuchado rumores entre la gente de la comunidad, además de notas rojas
sobre el COVID y supo de casos concretos así en el pueblo: “no me lleven al
hospital hija, ahí los queman; si no me queman, no los van a dejar que me
entierren, me va a pasar como al difunto…” (refiriéndose a otro primo a quien
sepultaron muy de prisa y de noche por tener COVID).
Mi hermano, desesperado, pero no paralizado, preguntó a otras personas de la
comunidad que habían tenido COVID, ¿qué podíamos hacer para que papá
mejorara?, ¿tenía aún su tanque de oxígeno, podrían prestárnoslo?, ¿dónde se
consigue el oxígeno?, ¿cuánto cuesta?, ¿cómo le hacemos para que acepten a
papá en un hospital? Estas y otras tantas dudas nos saturaban la cabeza y el
alma. Yo me desmoronaba por dentro, ¿en qué momento pasa todo esto? Haya
sido verdad o no, mi hermano regresó con algunos datos: “ya no hay tanques de
oxígeno”, “dicen que a ellos el tanque les costó $24,000, y rellenarlo creo que
cuesta igual”. “Además de conseguir el tanque de oxígeno, depende de cuánto
necesite papá cada hora; hay que rellenarlo, ¿qué va a pasar en el tiempo en el
que le quitemos el oxígeno y vayamos a rellenar el tanque?, ¿qué va a pasar si
no encontramos oxígeno, o si lo conseguimos, pero ya no alcanzamos a ponérselo
a papá?”. Un señor de la comunidad “tenía concentrador, pero se lo prestó a
alguien más”.
Hicimos cuentas, ¿cuántas veces podríamos pagar $24,000, juntando los ahorros
de la familia o incluso vendiendo lo poco que tenemos. Si papá por ejemplo
necesitaba un tanque de oxígeno cada hora, durante 24 horas; necesitábamos
más de medio millón de pesos en ese momento. Simplemente no nos era posible.
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Pasamos todo el día preguntándonos “¿qué va a pasar si no aceptan o no hay
lugar para papá en el hospital?, ¿qué pasa si, no lo quiera Dios, se nos muere en
el camino?, ¿realmente queremos llevar a papá al hospital a pesar de que él nos
dijo que no quería ir allí?”
Era yo quien estaba en contacto directo con mi papá, salvo con la mediación de
los guantes, los cubrebocas y la careta. Alberto y Marce estuvieron ahí, pero
fuera de la habitación; así que asumí que me tocaba ser y estar fuerte con mi
papá, o al menos intentarlo; no quería que notara nuestra desesperación y menos
transmitirle tal sensación. Él necesitaba estar tranquilo, cada respiro empezó a
ser literal y vitalmente más importante y desgastante. Papá hasta cierto punto
mostró tranquilidad, eso fue conmovedor al menos en dos sentidos, su
tranquilidad me tranquilizaba y me daba esperanza; pero esa tranquilidad
también olía a resignación, como si desde ese día hubiésemos perdido esta
batalla.
Mar llamó al médico que había atendido a papá, pero no contestó. Al notar la
tendencia a la baja en la saturación, le dimos a papá un té que preparó mi
cuñada, de hierbas que le llevaron una pareja de primos, que meses antes habían
tenido a un familiar enfermo de COVID. No se trataba ya sólo de cumplir con los
horarios, conseguir donde fuera los medicamentos o de seguir comiendo; se
trataba de intentarlo todo. Papá pidió ese té: ““este té ayudó mucho a tu primo,
eso lo curó”. Le dije que ya se lo habíamos empezado a dar, que por favor bebiera
todo. Este té, con algunas variaciones, fue usado por varias personas en las
comunidades, empíricamente se comprobó que ayudaba a subir la saturación;
pero la oxigenación de papá no subió. Así nos llegó la noche, le envié un mensaje
a Diana, diciéndole cómo había estado este día. Ella me contestó cerca de la 1
de la madrugada porque estaba trabajando en un “hospital COVID”, además
había tenido un accidente (afortunadamente no de gravedad). Asumo que, con
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el corazón en la mano, con ética y honestidad nos hizo ver que, aun consiguiendo
el concentrador de oxígeno, necesitaríamos más asesoría para usarlo y
mantenerlo en la atención de mi papá. Dada su experiencia trabajando a marchas
forzadas con “pacientes COVID” dijo:
Lulú, no sé si tu papá se pueda recuperar, la saturación ya es baja, además de los
problemas que tiene… Te diría que lo lleven al hospital, eso sería lo ideal, pero, los
hospitales están saturados, al menos en la Ciudad de México y el área
metropolitana; no sé si por allá haya lugar en algún hospital, pero no creo … En
caso de que encuentren hospital y de que lo reciban, no sé si tengan equipo y
medicamento para atenderlo… No quiero que pienses mal, te lo digo con la mejor
de las intenciones, nosotros como personal [de salud], la verdad es que estamos
rebasados, no hay suficiente personal, te juro que trato de dar lo mejor de mí, pero
a veces es imposible… He visto como a mis compañeros se les pasa atender a los
pacientes, se les olvida darles el medicamento o no los tratan de la mejor manera;
yo trato de hacer lo mejor que puedo, pero esto que te digo, es real, está pasando…
En caso de que a tu papi lo logren ingresar a un hospital, no sé si realmente lo
atiendan, o cómo lo atiendan; lo siento, pero tengo que decirte esto, esperando
que los ayude en algo para decidir…
Considero que Diana dijo todo esto en clave de empatía, amistad y solidaridad
porque ha estado viviendo esta experiencia pandémica, no sólo como enfermera;
sino como familiar y cuidadora de su abuelita, quien inevitablemente también
falleció a mediados de 2020, por COVID. Le compartí el mensaje a mi hermano,
dijo que esperáramos al amanecer para ver qué hacíamos. Al filo de las 5 de la
madrugada del 3 de enero, Marce llegó cubierto con una cobija, pues hacía
mucho frío, luego fue a buscar a unas enfermeras que estaban atendiendo casos
COVID en el pueblo, un vecino lo acompañó y también dijo que uno de sus
cuñados nos pasaría el número telefónico de una médica que había atendido a
unas personas a domicilio y que traía consigo concentrador de oxígeno.
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Regresaron con una enfermera antes de las 6 de la mañana, ella pasó a la
habitación donde estaba mi papá, revisó su saturación y dijo que estaba baja.
Sentí sus palabras no como recomendaciones, sino una lista de cosas que a su
criterio no estábamos haciendo o estábamos haciendo mal; sentí que ella llegó
a la casa a repartir culpas. Corrieron las horas, llamé a la doctora, ella contestó:
“para empezar, no trabajo en domingo, hoy tengo un compromiso, tengo que ir a
una fiesta, entonces hoy no doy consulta; menos a domicilio. Además, no trabajo
con gente del municipio de Ocuilan”.
Desde que llegué con papá me estuve comunicando por WhatsApp cada que
podía con el resto de la familia. Raquel (mi hermana) y Gustavo (su esposo)
dijeron que harían todo lo posible por conseguir el tanque o el concentrador de
oxígeno, y lo hicieron. En Tláhuac encontraron tanques de oxígeno, pero, para
vendérselos y llenarlo necesitaban “solamente” la receta del médico, donde se
indicara la dosis que se le administraría al paciente. Marce llamó al médico, le
comentó el estado de mi papá, el médico dijo que lo único que quedaba era que
lleváramos a mi papá al hospital, que él no podía darle la receta para el tanque
de oxígeno porque necesitaba ver cómo estaba mi papá. Marce le preguntó
entonces, “si llevo a mi papá, ¿lo podía revisar? o puedo ir por usted para que
venga a la casa a revisarlo”. El médico, igual de tajante que la médica, dijo que
no y que dejaba el caso. Marce, con un nudo en la garganta tomó fuerza para
decirle: “si es de llevarlo al hospital, ¿usted nos puede dar el pase para que lo
acepten?” El médico contestó “no, ya he tenido pacientes que tienen que andar
buscando de un hospital a otro y en eso se mueren, así que, no tiene caso darle
un pase”. Marce cerró la conversación: “entonces, ¿nos está abandonando
doctor?, ¿por qué lo hace?, ¿no se supone que usted es un profesional?”
Avisé a Raquel que el médico no quiso darnos la receta. Gustavo nos pasó el
número de otro médico, quien nos hizo una videollamada, nos pidió reunirnos a
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quienes estábamos cuidando a papá (Marce, Alberto y yo), nos pidió
generalidades sobre la situación. El médico nos pidió perdón. Mi corazón empezó
a despedirse de mi papá, porque la actitud de este médico nos decía eso, él pidió
perdón porque “no puedo darles noticias alentadoras, ni siquiera esperanza, por
mi experiencia con estos casos, su papá inevitablemente va a morir, tal vez en
unas horas o en unos días”. Nos pidió iniciar ya un tratamiento porque éramos
“automáticamente sospechosos COVID” y nos emitió recetas para que
pudiéramos surtirnos de los medicamentos.
Si ustedes son millonarios, entonces consigan el concentrador y tanques de
oxígeno, para que tengan lo necesario para que él viva, pero que viva conectado al
oxígeno. Lo único que van a hacer si consiguen el oxígeno y pueden pagarlo, es
gastar; van a ayudar a que su papá respire, pero el daño ya está hecho, porque le
pongan oxígeno no se van a recuperar sus pulmones; por lo que me dicen, sus
pulmones ya están muy dañados y en caso de que se salve, lo más seguro es que
él viva con daños irreparables, puede ser que viva, pero va a ser más doloroso para
él y para ustedes…
A veces como médicos en el hospital, de alguna manera estamos acostumbrados
a ver casos como el de su papá, pero ustedes no; a veces eso es lo “bueno” del
hospital, al menos podemos hacer que sientan menos dolor, y así se evita que la
familia vea la agonía de su familiar, sin poder hacer nada…
Luego de las respuestas de los otros médicos, agradecimos la honestidad de
éste, quien nuevamente pidió perdón por no poder darnos un diagnóstico
favorable para mi papá. Alberto llamó a otro médico, le comentó la situación, y
prácticamente le dijo lo mismo: “las posibilidades son prácticamente nulas”. Sin
decirle a papá todavía lo que habían dicho los médicos, antes del mediodía, él
nos llamó y empezó a despedirse de nosotros, y mi corazón se hizo pedacitos. Se
despidió de mí, de Marce, de Alberto, de Inés y mandó a traer a uno de sus
sobrinos, a quien le pidió que junto con sus hermanos se encargaran de su
79
sepultura. Mi primo dijo que sí (pero cuando papá falleció, no lo hizo). Avisé todo
esto a la familia. Entonces, por la tarde, Ángel (otro hermano) vino a la casa,
estuvo con papá casi todo el tiempo; se encargó de alimentarlo y de sus
medicinas. Papá había dicho que sentía dolor a la altura de los riñones, entonces
Ángel lo estuvo masajeando y le dimos pastillas para controlar el dolor.
Papá también le pidió a Inés que por favor comprara una veladora, ella lo hizo,
nos la entregó por la ventana y se retiró llorando. Papá pidió que le dijéramos a
Inés que le hiciera una limpia con esa veladora y luego por favor la prendiera en
la mesa de sus “santitos”. Como Inés se había ido, Ángel me dijo: “hazlo tú”. No
sabía si ese era el momento en que papá fallecería, no sabía si me daría tiempo
limpiarlo, no sabía ni sé, si se supone que una hija despida así a su padre;
además, no sé hacer una limpia, igual que no sabía inyectar.
Con toda la confusión e impotencia encima, tomé la veladora con mi mano
derecha, persigné la cara de mi papá con la veladora, diciendo “en nombre sea
de Dios”. Así fui limpiando todo el cuerpo de mi papá, con cuidado y lentitud, le
dije mientras lo hacía, que esperaba que esa veladora se llevara todo el mal que
él sentía y que cuando la veladora se encendiera, el fuego terminara con el
intenso dolor que él estaba sintiendo. Dije que, si era el momento de irse,
entonces que la veladora iluminara su camino siempre: “que Dios te bendiga
siempre pá, aquí o en su reino. Nunca pierdas la fe, siempre encomiéndate a
Dios por favor, encomiéndate a tu señor de Tepalcinguito, que ellos te reciban,
te guíen y siempre te cuiden”.
Después, papá dijo que se sentía cansado, le dijimos que tratara de dormir, Ángel
se quedó con él y yo fui a encender la veladora al altar que papá tenía en casa
desde que fue mayordomo junto con mi mamá, hace algunas décadas. Ahí, pedí
a Dios que por favor cuidara a mi papá, que por favor no lo abandonara ni
olvidara; que, si había que perdonarlo, por favor lo perdonara para que, si era
80
hora de irse, él pudiera irse tranquilo y así su alma descansara en paz y que no
hubiera pena ni dolor para él. Estaba yo hecha añicos, todo mi ser convulsionaba
entre un mar de emociones y dudas, sin darme cuenta me quedé dormida,
mientras Ángel cuidó a papá.
La madrugada del lunes 4 de enero, suplí a Ángel y él durmió unas horas. Estuve
sentada, cubierta con una cobija, al lado de la cama de papá. A pesar de la baja
saturación, hasta ahora empezó a manifestar dificultad para respirar, desde el
domingo no soportó el cubrebocas, este día menos. Seguimos el día como
pudimos, papá se esforzó en comer y beber el té, seguimos con los
medicamentos. Conforme avanzaron las horas, la dificultad respiratoria fue más
notoria y tuvo poca tos a ratos. El oxímetro empezó a darnos lecturas hasta de
00.
Este día Inés preparó conejo en adobo, porque le gustaba a mi papá, pero este
día él ya sólo pudo comer unos trozos de papaya y casi un pan. Yo tampoco tenía
hambre, perdí el apetito desde que los médicos dijeron que mi papá muy
posiblemente moriría, sólo bebí unos tragos de agua durante el día. A ratos, papá
se veía más recuperado, me preguntó “¿cómo me veo hija, me veo más flaco?,
¿si me está chingando esta enfermedad?” Le dije que se veía normal, aunque se
veía enfermo, pero que como siempre, él le estaba echando muchas ganas para
salir adelante. Incluso él dijo: “¿sabes qué hija?, ya me aburrí de estar tirado en
la cama, ya me quiero ir a trabajar, ya siento que tengo más fuerza; creo que sí
me voy a componer, dame mi medicina, ¿no me toca una ahorita?; como que ya
me siento mejor hija, si salgo de esta semana, ¡ya la hice!” Le di una pastilla para
la tos, sus palabras me conmovieron profunda y dolorosamente.
Más tarde, papá dijo que le estaba doliendo otra parte del cuerpo, señalaba a la
una altura entre el vientre y el estómago; eso fue subiendo gradualmente. Ángel
y yo lo seguimos masajeando a ratos. Alrededor de las 4 ó 5 de la tarde, papá se
81
quedó
dormido,
y
aparentemente
empezó
a
perder
la
consciencia.
Aproximadamente a las 5:35 él habló como entre sueños y dijo: “soy Ángel
Raymundo Mendiola, soy de San Juan Atzingo…” después dijo más, pero ya no
tenía sólo dificultad para respirar; sino una fuerte insuficiencia respiratoria,
jadeaba para respirar. A veces parecía que se quedaba dormido.
Le dije a Diana lo que estaba pasando, ella dijo: “Lulú, creo que tu papi ya va a
irse, despídanse de él, antes de que pierda la consciencia totalmente”. Le dije a
Marce, a Ángel y a Alberto; nos despedimos de papá en un momento de lucidez
que tuvo. Pasadas las 6 de la tarde, al parecer papá perdió la consciencia, se
quedó dormido un rato, incluso su respiración se desaceleró. Él empezó a decir
algunas palabras o frases aisladas, como entre sueños; pero no sé si hablaba
con nosotros o si estaba hablando con los difuntos. Una tía, en un periodo de
supuesta inconsciencia, antes de fallecer, empezó a hablar lúcidamente pero en
pjiekakjo (tlahuica); habló clara y fluidamente pero no hablo en tlahuica
“normal”, ella estaba tlatoleando ; usó el tlatol que se habla con los muertos.
Me sentía mal de ver y escuchar hablar a mi padre y que nadie aquí le contestara,
porque parecía estar en estado de inconsciencia; entonces empecé a hacerle
preguntas: “pá, ¿qué dijiste?, no te entendí”. Aparentemente él volvía a
escucharme y sin abrir sus ojos me contestaba algo. Hice esto varias ocasiones,
Ángel me dijo que ya no le preguntara porque sólo lo estaba forzando a hablar.
Le dije que sentía la necesidad de hacerlo, además era como si mi papá me
estuviera contando algo, y tal vez sería “nuestra” última plática. Estuvimos así
unos 40 minutos. Supongo que, a pesar del supuesto estado de inconsciencia,
papá seguía sintiendo dolor porque a veces su mano algo desorientada, iba a la
altura de su estómago; así que Ángel siguió dándole masajes suaves.
La noche llegó, alrededor de las 10, papá empezó a quejarse fuertemente de
dolor, a decir de los médicos, tal vez papá estaba empezando a presentar una
82
falla multiorgánica. No sabíamos qué hacer, fue tortuoso para papá y para
nosotros, parecía que la intensidad del dolor hacía que la consciencia volviera a
mi padre, estaba desesperado, “¡ya mátenme!, ya no aguanto, denme una copa
[de tequila o alguna otra bebida alcohólica], consigan una inyección y ya
mátenme. ¡Qué chinga!, ¿si me voy a morir o no? A ver, ¿qué me va a pasar, voy
a ver muertos, me voy a retorcer, voy a gritar o qué me va a pasar cuando me
muera yo?” No pude contener mis lágrimas ni el nudo en mi garganta, le dije que
no sabía lo que él iba a sentir, que si la copa le ayudaba yo se la daba, pero:
“¿qué hacemos si te hace sentir más dolor?” Él giró su cabeza, como pensando
que eso podría pasar y sería peor para él. Le dije que no sabía de qué inyección
me hablaba, que lo único que podíamos hacer era llevarlo al hospital y que tal
vez ahí podrían hacer algo para ayudarlo con el dolor. Papá dijo fuerte que no,
“no se les ocurra llevarme al hospital, si me voy a morir, que sea en mi casa”.
Conseguimos unas inyecciones que ayudaban a reducir el dolor, no sabemos si
funcionaron o no. Papá pasó la mayor parte de la noche cerrando los ojos,
jadeando cada vez más para respirar, a pesar del salbutamol que inhaló para
ayudar a sus pulmones. Ángel lo cuidó toda la noche y lo suplí en la madrugada
ya del 5 de enero, mientras Marce estuvo sentado en un sillón afuera, cubierto
con un cobertor. Papá jadeaba y a veces parecía que balbuceaba, Marce me dijo
a través de la ventana que le hablara yo a papá, que a lo mejor contestaba. Pensé
que no sería posible, según lo que nos decían los médicos por teléfono,
“técnicamente” papá estaba inconsciente y en agonía, la cual no se sabía cuánto
podía durar. Aun así, empecé a decirle algunas cosas a papá, y él contestó
pausadamente, con esfuerzo pues ya le era muy complicado respirar: “tranquila
hija, no llores”. Entonces lloré más, no podía yo creer que él estuviera
“consciente” de nuevo (y no inconsciente como dijeron los médicos), me sentí
terrible, todo me parecía injusto, porque mi papá era consciente de todo el dolor
que estaba sintiendo.
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A la vez, el hecho de que mi papá me contestara esa mañana me hizo volver a
tener esperanza de que él estaría mejor, de que podría salvarse. Lo arropé con
las cobijas, porque en las noches, él sentía calor y se descobijaba varias veces.
Papá y yo seguimos platicando poco hasta el amanecer, porque él seguía
teniendo problema para respirar, le di más té, me pidió que le siguiera dando su
medicina; así lo hice. Preguntó especialmente por una pastilla “hija, dame mi
pastilla, ¿o ya me la diste?, es una de un paquete café, esa es muy importante
que me la tome diario, no se me puede pasar”. Se refería a una pastilla que le
ayudaba a mantener a raya la hipertensión desde hace unos años, le dije que ya
se la había dado, porque así había sido, pero él ya no lo recordaba. Esa mañana
logró comer un poco de papaya y apenas mordió un pan. Siguió postrado,
jadeando y balbuceando a ratos. Ángel, mientras, sólo tomó su mano entre las
suyas, todo el tiempo.
Yo no sabía qué hacer, la agonía me había parecido ya un terrible e injusto
exceso. Alrededor de las 9 de la mañana, pregunté a mi familia si querían hablar
por WhatsApp con papá, a ver si él podía hablar y verlas/os, porque estaba
mucho peor, pero estaba teniendo un periodo de lucidez. Llamé a Raquel, papá
preguntó por Jehudiel (su hijo), ella comentó que él estaba bien, y preguntó a
papá cómo se sentía. Papá dijo: “me siento mal hija, a lo mejor ya me voy a morir;
cuida a tu niño...” Raquel intentando ser fuerte, entre otras cosas, le dijo: “buen
camino pá”. Papá suspiró y terminamos la llamada. Llamé a mi hermana Cira,
ella le dijo: “papá te amo muchísimo, no te vayas pá, ¿a quién le voy a hablar por
teléfono?, te voy a extrañar mucho, nunca te voy a olvidar; por favor tampoco nos
olvides”. Ingri (hija de Cira) también se despidió de su abuelo, papá la conoció
cuando ella era bebé, cuando vivió un tiempo con ellas en EUA. Llamé a Ricarda,
mi otra hermana, sentí cómo se tragó los nudos en su garganta para evitar llorar
y poder decirle algo a papá, “pá, échale ganas, no es hora de que te vayas”.
84
A papá se le estaba acabando la fuerza y sufría más a cada respiro, obviamente
yo no quería que él sufriera ni que falleciera, pero era demasiado doloroso, lo vi
padecer dolores que no sabía que existen; entonces le pregunté: “pá, ¿qué
necesitas?, ¿qué puedo hacer por ti, para ayudarte? Estás sufriendo mucho, sólo
quiero que dejes de sufrir, pero no sé cómo ayudarte, perdóname”. Él no pudo
hablar ya, sólo me miró, levantó sus manos como diciendo: “eso quisiera yo
saber”, cuando tuvo algo de fuerza dijo: “¿por qué no me puedo morir?” Le dije
que no sabía, rebasada por la confusión y desesperación llamé a mi mamá para
que ella se despidiera de él, papá parecía algo inconsciente, pero escuchó a
mamá, quien le dijo entre otras cosas le dijo: “Ángel, si ya es hora de que te
vayas, vete tranquilo y que la Virgen te reciba en el cielo con sus santas manos.
Si ya es momento de que te vayas, entonces te vas contento, tranquilo, te cuidas
y cuando llegues allá, buscas a nuestros bebés, los cuidas… Cuando llegue mi
hora, te pido por favor que vengas por mí, para que sepa yo por dónde irme. Que
Dios te bendiga…” Papá, como pudo, le dijo que sí, “tú también cuídate, cuando
vayan a comprar su fruta o su verdura, si ven que hay gente amontonada, no se
arrimen; cuando ya se vaya la gente ya van a comprar”. Se refería a que no nos
acercáramos para no contagiarnos. Después, papá se despidió de mi hermana
menor, Daycy, él perdía más lucidez y fuerza cada vez, pero le contó un recuerdo
que guardaba de ella.
Finalmente, llegaron a la casa dos nietas de un primo, estaban muy conmovidas
y parecían incrédulas de que su tío Ángel estuviera muriendo, ellas no dijeron
mucho, sólo que papá le echara ganas; no tuvieron fuerza para más, estuvieron
un momento y sólo lloraron. Ellas me pidieron mi número para que un tío suyo
hablara con mi papá, cuando hicimos la videollamada, su tío sólo pudo llorar. Mi
papá lucía mucho más cansado, pero alcanzó a decirme: “ya, así está bien hija,
ya apágalo” [el celular]. Todavía llegó una de mis primas, pero mi papá casi ya
85
no la escuchó, ella se puso a llorar e incrédula dijo: “mi tío no tiene esa
enfermedad, lo que pasa es que se acabó sus pulmones de tanto trabajar”.
Papá se dio la vuelta en la cama, como tratando de dormir. Yo no quería que
muriera, pero no quería que se llevara sólo dolor en su corazón o en su alma, si
es que se iba a ir de este mundo, quería yo que él se sintiera bien e idealmente
orgulloso de lo que hizo en esta vida; entonces en términos que él usaba, le dije:
“pá, tú eres bien chingón, hiciste muchas cosas tú solo, nadie te ayudó,
compraste tu terreno, hiciste tu casa, tuviste muchos carros; hiciste muchas
cosas y las hiciste bien”. Le dije esto porque mi abuela murió cuando él tenía
sólo 9 años de edad, por lo que él tuvo que sobrevivir sin ayuda, papá me miró
con la más tierna luz que pude ver en sus ojos, y apacible me dijo: “si verdad, si
lo hice hija”. “Sí, pá, además nos enseñaste a ganarnos la vida, que tenemos que
trabajar, eso nos puso al tiro”, él seguía asintiendo con una leve sonrisa.
Le dije también, “si ya es momento de irte, mamá ya te dejó tarea, cuidar a mis
hermanitos”; “sí, eso voy a hacer hija” me contestó. “Pá, si ya te vas a ir, te vas a
encontrar a tus amigos”, pareció que eso le dio gusto, entonces le mencioné
algunos nombres y él asentía. Agregó que allá quería estar con don Vicente, un
señor mayor que él y que falleció hace algunos años, “hija, como dice don Vi, el
que se va, se va suspirando; el que se queda, se queda llorando”. Este dicho
popular nunca antes tuvo tanto sentimiento y verdad tras de sí, en efecto, nos
quedamos llorando; en ese momento aguanté el llanto, para decirle “pá, si te vas,
está bien, ya trabajaste demasiado, si te vas seguramente es para que ya
descanses; no te olvidaremos y no nos olvides. Cuídate y descansas allá donde
vas a ir, pero acuérdate que siempre fuiste chingón y seguramente allá lo
seguirías siendo. Por donde vayas, encomiéndate mucho a Dios, a tu santito,
Tepalcinguito…”, puse una estampa del Nazareno en la palma de su mano; él la
tomó y la puso en la bolsa de su pantalón.
86
Se fue agotando su energía, se acomodó en la cama, luego de unos minutos dijo
“mis rodillas ya no me responden hija”. Su sufrimiento físico era todavía más
notable, Alberto llamó al médico y lo puso al tanto, él dijo que era “normal”, que
en breve mi papá perdería la consciencia, que lo sabríamos porque perdería la
vista. Así fue, en pocos minutos papá dijo: “¡hija, hijo, Beto!, ¿dónde están?, ya
no los veo”. “Aquí estamos pá, no te asustes, aunque no puedas vernos aquí
estamos y aquí vamos a estar”. Tomamos sus manos, quiso estar sentado un
rato, así que lo sostuvimos, porque ya estaba muy débil. Con la voz entrecortada,
le dije “pá, tal vez así se siente irse, pero trata de esta tranquilo por favor,
encomiéndate a Dios y seguramente todo estará bien, aquí estamos contigo”.
Quiso recostarse, lo ayudamos y de a poco fue dejando de jadear, su respiración
fue más pausada y con menos esfuerzo; así hasta que fue siendo más lenta y
calmada. Él se mantuvo boca arriba, como si estuviera viendo y escuchando a
alguien. Sus respiros fueron una suerte de combinación con suspiros, hasta las
11:20 de la mañana aproximadamente, cuando su aliento se detuvo, para
siempre. Ángel tomó su mano hasta el final, igual puso su mano sobre su pecho
para sentir su pulso, hasta que éste desapareció. Así, nos quedamos huérfanos
de padre, en la semana “del 4 al 10 de enero en la que la Secretaría de Salud
reportó 6 mil 493 muertes confirmadas por el virus SARS-CoV-2.” (El Financiero,
2021).
Vulnerabilidad y dignificación
Con estas líneas quise compartir un acercamiento a lo que llamo experiencia
pandémica, narrando el padecimiento de mi padre, en el vaivén entre la
vulnerabilidad, la soledad, angustia, dolor e impotencia; etc., que nos sigue
implicando, por la experiencia vivida (Poulos, 2021) y por el ejercicio
autoetnográfico al que me estoy sometiendo. Esta experiencia, y la
autoetnografía, necesariamente nos involucra vivencial y metodológicamente
87
porque requiere “mirar hacia adentro y hacia afuera”, como insiders y outsiders
(Adams, Holman y Ellis, 2015: pp. 1 y 46).
Por cuestiones de espacio no puedo escribir más, pero evidentemente tal
experiencia no se agota en estas páginas, en las que quise privilegiar la narración
para que hablara por sí misma, por mí, por mi familia, por mi padre. Considero
que escribir sobre lo propio ha de tener dicha esencia, de lo contrario correrá el
riesgo de perderse u ocultarse entre ciertos formalismos, como las abundantes
citas que “pueden interrumpir y abarrotar la narración” (Adams, Holman y Ellis,
2015: p. 2).
Escribir de, desde y sobre la propia vivencia, me ha implicado des-cubrir (mirar
y mostrar) situaciones e interrelaciones con otras personas y des-cubrirme
(mirarme y mostrarme) a mí misma y ante ustedes porque este ejercicio tiene
una intención evocadora (Ellis, Adams y Bochner, 2019: p. 23) e invocadora del
descubrimiento disponible (Poulos, 2021: 4), que, en este caso, me ha conllevado
a escribir desde la vulnerabilidad en que nos vimos envueltos/as y en la que nos
coloca el ejercicio autoetnográfico. Esta práctica conduce ineludiblemente a
exponer cierta desnudez psicológica, emocional y profesional (Guerrero, 2017: p.
132); así como a una “ética relacional" (Ellis, Adams y Bochner, 2019).
Esa vulnerabilidad hiriente está en el corazón del ejercicio narrativo (Ettorre,
2017: p. 1) que afecta en sentido amplio (afectar y ser afectada) por las múltiples
situaciones, personas y el contexto desolador en que vivimos la experiencia
pandémica con mi padre, cuando aún no había vacuna para la enfermedad. La
enfermedad y los afectos no sucedieron en abstracto, sino que fueron y siguen
encarnados, en esa carne que suele remitir a la precariedad, “como condición del
hecho mismo de estar vivos y de poder sufrir, enfermarnos o morir” (Pons y
Guerrero, 2018: p. 2). No obstante, de esa carne emana también la posibilidad
de dignificarnos, al cuestionar la reducción del cuerpo a la carne y la
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deshumanización; evitando ser arrojados a la precariedad (Pons y Guerrero,
2018: pp. 2-3).
Esta vulnerabilidad, desnudez y afectación, a la fecha (2024), me implica por
ejemplo re-vivir la marejada de emociones, escribiendo esto con una caja de
pañuelos al lado para secar mis lágrimas. Experiencias como la que narro, suelen
ser consideradas epifanías porque “crean impresiones que permanecen en
nosotros, recuerdos, imágenes, sentimientos, que persisten mucho después de
que un incidente crucial supuestamente ha terminado” (Adams, Holman y Ellis,
2015: 47, traducción propia). Sin embargo, la autoetnografía no siempre se
escribe desde la tristeza y el llanto, puede ser usada como herramienta
metodológica sensible para hablar sobre experiencias también alegres (Ettorre,
2017: p. 115).
Escribir autoetnografía nos brinda la posibilidad de des-cubrir (poner al
descubierto) lo (d)escrito) y descubrir-se (ante sí y ante los demás). Los
caminos, por tanto, han de ser múltiples, pero metodológicamente puede haber
puntos de encuentro y quizá, puntos de llegada similares; entre ellos: la alusión
a la narrativa, la experiencia personal, la implicación directa (Esteban, 2019: p.
14), el cuerpo, la ética, la identidad, los pensamientos, los sentimientos,
intenciones y motivaciones (Adams, Holman y Ellis, 2015); la experiencia vivida,
las memorias, traumas, conflictos (Poulos, 2021), la vida emocional y la
responsabilidad política para plantear a la autoetnografía como “una
demostración activa de que ‘lo personal es político’” (Ettorre, 2017: p. 4).
En estos caminos, considero fundamental lo compartido por Aitza en el
seminario, respecto a que es necesario tenernos amor, gestionar nuestro
autocuidado y una red de apoyo capaz de sostener-nos al escribir sobre
experiencias dolorosas. Planteado así, la “autoetnografía es una forma de
cuidarse a sí mismo” (Adams, Holman y Ellis, 2015: p. 62, traducción propia). En
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esta tesitura, escribí de, desde y sobre lo propio (Calixto, 2022: p. 56); a partir de
la experiencia pandémica con mi padre como una experiencia humana,
concerniente a la enfermedad, la muerte, las emociones. Escribir al respecto me
parece necesario, de lo contrario, ¿cómo escribir de lo humano, disfrazándolo o
reduciéndolo sólo a lo supuestamente científico, objetivo, universal y neutral?
Criterios problematizados ya por ejemplo por “la antropología feminista, la
experimental o la nativa” (Pons y Guerrero, 2018: p. 10), ¿de qué hablaremos en
ciencias sociales si ocultamos, negamos o ninguneamos lo emocional, la
vulnerabilidad, etcétera, como partes constitutivas nuestras?
No sobra decir que no toda antropóloga/o viaja lejos de casa, porque ya las
“antropologías periféricas” han evidenciado que no siempre “es posible ir allí,
porque todos estamos aquí” (Gausch, 1997: pp. 11 y 14). Hoy enunciamos
nuevamente que las perspectivas sobre la etnografía son muy amplias y que la
distancia se ha construido como un mito más que como una realidad en el
quehacer antropológico, por el contrario, afectamos y somos afectadas/os;
principio que ha de asumirse como “epistémico” (Calixto, 2022: p. 64). No nos
deshumanizamos en la labor etnográfica ni escritural porque no sólo es una
labor, ejercicio, práctica o quehacer; se trata de vivencias.
En este sentido, vivir el cuidado, la enfermedad y la muerte de mi padre, me llevó
frecuentemente a reprimir mi llanto y mis emociones ante él, no por ser
indiferente; sino para evitar equivocarme con los horarios de los medicamentos
y causarle más angustia a él. Paralelamente, recurrí a posicionarme como
antropóloga para soportar y poder seguir a pesar de la impotencia y el desamparo
en que sentí que estuvimos, si me hubiera senti-pensado sólo como una hija que
ve enfermo y fallecer a su padre, me habría bloqueado.
Esta posibilidad de “movilidad” entre mi posición como hija, cuidadora y
antropóloga (Esteban, 2019: p. 15) fue una especie de mecanismo de
90
autodefensa o de sobrevivencia más que una estrategia metodológica; ante mi
situación de fragilidad, porque “la credencial de antropólogx no te borra el
cuerpo, ni te convierte en un observador omnisciente lejano a sus carnes,
entrañas, llantos, deseos, odios y despojos” (Investigación y diálogo… 2022: p.
5).
Finalmente, no pretendo victimizar o re-victimizar a mi padre, ni a mí misma; al
contrario, escribo esto en clave de dignificación de su vida y de su muerte; así
como punto de encuentro y dignificación de la vida y muerte de aquellas
personas que vivieron de modo similar esta experiencia pandémica. Al respecto,
pienso que la autoetnografía permite construir agencia individual y colectiva
(Etorre, 2017: p. 1), porque se escribe de, desde y sobre los “incidentes” cruciales
en nuestra vida para recordarlos y conmemorarlos; siendo la experiencia
personal vivida, una posibilidad de acercarnos a “entender la experiencia
cultural” (Ellis, Adams y Bochner, 2019: p. 17).
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93
Lactancia infinita. Autoetnografía y reflexiones en torno a la
lactancia y la menopausia
María Cristina Artal Paricio
Utilizo el título de Lactancia infinita para introducir este trabajo sobre lactancia
materna y menopausia, haciendo referencia al título de la exposición fotográfica
del autor Gaby Riva en 2015 en Arroyomolinos, Madrid. A través de la cual se
intenta visibilizar y naturalizar escenas de la vida cotidiana de catorce madres
con sus hijos/as de más de dos años mientras son amamantados.
Y así me sentí en mi tercera y última lactancia que duro 4 años, con una
sensación de no tener fin, sobre todo, cuando se me solapó con el proceso de la
menopausia relativamente temprana y me descolocó –como suele pasar–
llevándome a la reflexión sobre cómo podía ser que, entrando en un proceso de
infertilidad, podía seguir amamantando. Me di cuenta del concepto tan reducido
que tenemos sobre la lactancia influenciado, en gran parte, por las políticas de
los años 60–70 sobre las leches artificiales y el gran control de la biomedicina
sobre el cuerpo y especialmente el de las mujeres.
La mirada etnográfica nos permite traspasar la idea de que la lactancia es que
una mujer joven, en edad fértil, alimente a un bebé de meses.
Hoy en día están muy aceptados y documentados los beneficios de la lactancia
materna (Grummer-Strawn and Rollins, 2015), ya nadie los cuestiona, tanto la
OMS como la AEP recomiendan lactancia materna exclusiva por 6 meses y
complementaria hasta los 2 años o más.
…
Me gusta la idea de hacer autoetnografía sobre el tema, reflexionar desde una
misma y desde la propia experiencia, considero que es además muy terapéutico.
Esta franja entre la autobiografía y la etnografía permite acercarnos a una
94
realidad desde nuestra forma de ver y estar en el mundo con nuestros ojos y
nuestras vivencias. Partir de una misma para entender a los/as otros/as,
especialmente cuando se ha pasado por las mismas cosas (Esteban, 2004), esta
“antropología encarnada”, concepto utilizado por la autora, alude a una doble
dimensión, la auto–observación y el auto–análisis, que es a su vez articulada con
el concepto de embodiment
y de corporización. Esta interacción evidencia la
tensión generada entre en cuerpo individual, social y político.
Tendemos a pensar que nuestras vivencias no son válidas o son menos válidas
para acercarnos a nuestra cultura, con la creencia de que en el mundo
profesional el sentir pierde valor y no sirve (Esteban, 2019). La autoetnografía
nos permite desvincularnos del cientificismo tradicional masculino en lo
académico y hablar más desde lo femenino, lo afectivo y lo corporal y hacer el
ejercicio de creérnoslo. Se requiere cierta valentía, el dejarse ver y descubrirse
al haciendo público lo privado.
…
He pasado 8 años de mi vida amamantado a mis dos hijos e hija, los primeros
durante 2 años y la última durante 4. Los tres nacieron en casa, en general fueron
lactancias relativamente fáciles, sin ninguna complicación importante.
Mi última hija fue tardía, se coló sin previo aviso, yo rozaba los 44 años, tuve un
buen embarazo, la diabetes gestacional me hizo cuidarme más y ser más
consciente.
El nacimiento fue lindo, vivido, acompañado, consciente, conectado, intenso,
dulce, suave, potente, sexual, éstas son las memorias que me vienen… recuerdo
cuando nació Aislin, mi tercera hija, con un grito potente de vida, que no se
correspondía con el parto, mojadita y calentita en mi pecho, su olor dulzón, el
abrazo
de
mi
compañero,
la
profundidad
y
la
magia
de
la
vida
manifestándose…Sabía que era importante que se cogiera rápido al pecho por
95
el tema de la diabetes y que pudiera hacer una hipoglicemia, así que enseguida
se lo ofrecí, sin dejarle mucho tiempo, enseguida se enganchó a su tetita, que
era la mía y no la soltó por 4 años, aún hoy en día, después de 2 años, le encanta
tocarlas, jugar y acurrucarse en ellas…
Alrededor de los dos años, la lactancia formaba parte de mi vida cotidiana, no
me había planteado un tiempo de duración, estaba abierta a lo que durara, como
en las otras, pero sabiendo que esta sería la última y de alguna manera me
costaría más dejarla. No teníamos ni horarios ni pautas. Me encontraba, en aquel
entonces, en un país extranjero, nos mudamos al poco de nacer, fue una época
intensa, con muchos cambios externos, así que la lactancia se convirtió unas
veces en mi refugio, una pausa para respirar, me traía al cuerpo, al aquí y al
ahora, sus ojillos azules me hacían ver la vida en perspectiva, me llenaba de
oxitocina, me encantaba y otras veces simplemente era demasiado, mi cuerpo
estaba cansado y mis tetas flojas.
Una tarde, recuerdo que estaba en casa, en el pequeño piso donde vivíamos,
entrabamos en la primavera, habíamos pasado un invierno muy frío, desde el
comedor se podía ver un parque donde familias y niños/as iban a pasear y jugar.
Me encontraba sentada en el sofá, Aislin no perdía oportunidad de venir a tomar
un poco de teta y acurrucarse, de repente empecé a notar un calor interno desde
el pecho que irradiaba a todo el cuerpo, empecé a sudar, sentí como un agobio,
pensé que se habría disparado la calefacción, me levante y vi que estaba fría, ni
mi compañero, ni mi otro hijo que estaban allí sentían nada. Entonces me di
cuenta que era yo, que eso me estaba pasando a mí y reconocí los típicos sofocos
de la menopausia, que tanto había visto y oído hablar a mi madre, esa fue la
primera de muchas de olas que aprendí a escuchar y navegar…
96
Esta toma de conciencia me pilló por sorpresa, me sentía joven para la
menopausia, aunque casi no había menstruado después del parto, se me hizo
muy extraño entrar en ese periodo con una niña colgando de la teta, me
preguntaba sobre cómo podía amamantar y entrar en menopausia, hasta cuándo
una mujer puede amamantar, cuál es el límite, quién lo pone y por qué ni siquiera
tengo que preguntarme estas cuestiones.
Tengo que reconocer que sentí una cierta vergüenza, como si estuviera haciendo
algo que no me tocaba, de repente me sentí rara, como que lactancia materna y
menopausia eran dos procesos diferentes, me encontré fuera de tiempo, entre
dos mundos, ni me sentía identificada con las madres amamantadoras, todas
más jóvenes, ni con mujeres menopaúsicas que ya han criado a sus hijos. Con
poco apoyo y mucho tabú, no encontré mucha literatura al respecto ni conocí a
ninguna mujer de mi entorno en esta situación con quien lo pudiera compartir,
aun así, seguí amamantando por dos años más.
He sido enfermera vinculada a la maternidad y en los últimos años me formé
como comadrona, he estado en grupos de lactancia, acompañando a otras
madres, conocía bien el mecanismo y funcionamiento la lactancia materna, pero
me di cuenta de que tenía una visión muy limitada de la lactancia, reduciéndola
a mujer en edad fértil asociada con reproducción y fertilidad. Evidenciándose una
gran carencia formativa debido en gran parte a la insidiosa promoción y
propaganda que popularizó la lactancia artificial en el siglo pasado e hizo
descender considerablemente de la lactancia materna.
Conocía la relactación y más novedosa en nuestra sociedad la inducción a la
lactancia, sobre todo en madres adoptivas de bebes o madres homoparentales,
en este último caso, permite que la mujer que no ha dado a luz pueda amamantar,
teniendo el bebé dos madres lactantes. La base de la inducción es la
estimulación del pecho, lo que hace aumentar la prolactina en sangre para que
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se inicie la producción de leche materna, también se pueden utilizar ciertos
medicamentos que simulan el crecimiento de la glándula mamaria planteado por
el Dr. Newman y Goldfarb, este método es utilizado sobre todo para madres
adoptivas de bebés menores de 6 meses y suele ser un procedimiento largo. Los
autores han producido incluso un protocolo para inducir la lactancia en la
menopausia (Newman y Goldfarb, 2002).
…
La llegada de la menopausia es otro gran tabú, un acontecimiento fisiológico y
natural que indica el inicio de un cambio en el ciclo vital de la mujer, indicando
el fin de la capacidad reproductiva, pero cuyos significados, socialmente
construidos y variables, se asocian con un declive de la feminidad (Duran 2020).
Hay todo un discurso social de carencia, de deterioro y pérdida que envuelve la
menopausia, a la que se asocia toda una sintomatología de malestares y
problemas potenciados por el discurso médico y medios publicitarios, aunque,
solo haya dos síntomas que se puedan relacionar con la menopausia
propiamente: los sofocos y la sequedad vaginal (Valls, 2020).
Esta desvalorización social que supone un cuerpo ya no apto para la
reproducción, conecta la menopausia con los estereotipos de la vejez, con una
visión edadista que, en el caso de las mujeres, afecta además a la propia
identidad de la feminidad, la cual se asocia normalmente a la juventud (Ramos,
2018). En nuestra sociedad capitalista patriarcal está más bien valorado ser
joven que viejo y ser hombre que mujer, por lo que ser mujer y vieja está
doblemente devaluado (Freixas, 2018).
…
Una visión etnográfica nos muestra cómo amamantar no siempre está ligado a
la función reproductiva y a la edad, como lo describe Pantaik at al. (1999) en su
98
estudio, una mujer en India pudo amamantar a su nieto recién nacido después
de la muerte de su madre en el parto, a través de la estimulación del pecho por
el bebé.
También hay otros relatos, como nos muestra Duran (2020) en su Tesis, citando
a Ploss i Bartels, quienes recogen casos transculturales en los cuales describen
a mujeres que pueden amantar sin haber dado a luz, induciendo la lactancia. A
esta práctica la llaman lactatio serótina, ya que sobre todo se da en las abuelas
como el caso estudio comentado anteriormente. A su vez, la autora, también
narra una recopilación del etnomédico Antonio Scarpa, que describe casos en
Guinea-Bissau y Costa d’ Ivori, donde no solo mujeres mayores han podido
amamantar, sino jóvenes que nunca han tenido hijos, como actualmente en el
caso de familias homoparentales. Este fenómeno lo renombra como lactatio
agravidica, por ser una lactancia independientemente de la edad de la mujer, de
si ha habido un parto o embarazo previo.
Más raros son los casos que describe Duran (2020) sobre hombres que han
amamantado a sus hijos/as recién nacidos/as tras la muerte de su madre,
utilizando la técnica de estimulación de pezón como consolación y de ahí
producir leche. La antropóloga Stuart Macadam recoge esto en su artículo Male
lactaction (1996). En occidente esta práctica es rara, pero según refiere Duran,
en ciertos hospitales de Catalunya, donde se practica el método canguro, cuando
no es posible con la madre, el padre puede hacer el piel con piel con su bebé y
ponérselo al pecho, lo que se llama lactancia no nutritiva.
Por tanto, vemos como la lactancia, sea o no inducida, se articula entre
naturaleza y cultura y va tomando diferentes caminos y múltiples sentidos que
se van construyendo culturalmente, condicionados, a su vez, a nivel social según
diferentes marcos históricos, políticos y socioeconómicos.
…
99
Para finalizar, volviendo a la exposición y a la Lactancia Infinita con la que
iniciaba este trabajo, me gustaría rescatar una foto narrada de mi lactancia en
esta época, compruebo que no tengo muchas y entre el desorden gráfico, escojo
la que es la última.
Y ahí en ese prado verde me veo, descansando, disponible, entregada,
aparentemente relajada, puedo reconocer el cansancio. Me sostengo con los
brazos y sostengo a mi bebé, ya crecidita, amorradita a mi teta, con una mano
sujetando la teta y con la otra abierta al mundo. El pecho discretamente visible.
Observo la magia de la vida, su potencial y a la vez su dureza, pero lo que me
evoca esta foto son las ganas de quitarme la camiseta, estirarme sobre la hierba
sostenida por la tierra, abandonarme, confiar y poner mis tetas al sol disponibles
para ella, Aislin, nutriéndola y nutriéndome.
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101
Clonixinato de Lisina
Pía Ramírez Vásquez
Doblar ropa nunca había sido algo tan difícil para mí. No sé de dónde
saqué valor. Sentía su olor en cada prenda, en cada objeto suyo que
tomaba para guardar. Mi hermana era la única ayudante, quien tal como
yo, trataba de arremangarse la pena para doblar cada camisa, cada
pantalón, cada sweater.
Mi madre, que entraba y salía del cuarto nos miraba con ojos de quien no
quiere mirar, sentía que ella trataba de ayudarnos, pero al intentar sólo
acercarse a su ropa, volvía a salir del cuarto en shock. Ambas sentíamos y
sabíamos que nuestra madre era incapaz de hacerlo. Tenía su corazón
adolorido, además de la culpa por querer dejar su casa, la que tanto le
costó construir, pero en la que ella no podría seguir sola.
Fue impactante para mí, constatar la cantidad de remedios que estaba
ingiriendo. Todo parece indicar que necesitaba calmar el dolor, un gran
dolor. Su cuerpo ya había dado aviso, pero él, escapista de médicos y
hospitales siempre les intentaba evadir. Tampoco nos comunicaba con
claridad los dictámenes que le entregaban esos delantales blancos.
Él siempre tenía que ser fuerte. ‘Un hombre nunca debe mostrar debilidad’,
apenas se permitía manifestar cansancio, el cual con los años se hizo cada
vez más evidente, pero cuando encontré la gran cantidad de sobres de
medicinas vacíos y otros a medio acabar, constaté su gran dolor. Eran de
esos remedios fuertes, de esos que una toma cuando el dolor es
insostenible… como el dolor de muelas.
Clonixinato de Lisina, era lo que mi padre, un hombre fortachón de esos
antiguos, tomaba a diario como caramelos para calmar los múltiples
102
dolores físicos que le acompañaron hasta el día en el que un accidente
cerebro vascular se lo llevó.
Y nosotras ahí, guardando su ropa, la que todavía tenía su olor y su calor,
ropa que apenas hace cuatro días había dejado en su sesta de ropa sucia.
Nosotras la ordenábamos cuidadosamente, mientras tratábamos de
aprender a lidiar con la pena por su repentina partida. Pena que, desde
ese momento en el que inició su viaje a las estrellas, nos acompaña como
una sombra.
Duelo que duele, pues tuve la suerte de tener un padre amoroso, algo que
he podido constatar casi como un privilegio. Cuya presencia significaba
una estructura, sostenía ejes, coordenadas que me permitían ordenar el
mundo. Ahora solo me acompaña su dolorosa ausencia, la que agrego a
mi colección de ausencias valiosas que se impregnaron en mí. Aunque
intento disociarme de ella, esta se vuelve una desagradable compañera
con la que tendré que aprender a vivir.
***
Como profesora, tras años de convertirme en una aprendiz de los feminismos
quiero trenzar una reflexión en torno a las masculinidades tóxicas, su necesaria
revisión para la búsqueda de una educación libre de estereotipos que
condicionen el destino social impuesto desde el género, y el duelo. Aspectos que
aparentemente no tienen una relación directa, pero que en mi experiencia vital
se mezclan debido a mis análisis teóricos y a las reflexiones que emergieron al
tomar conciencia de la muerte de mi padre y lo que él intentaba ocultarnos. Su
dolor.
Si bien, mi experiencia fue la de un padre amoroso, pude identificar en él las
marcas del mandato patriarcal de una manera sublimada al menos con las
103
mujeres de su vida, pues con mi hermano fue distinto, su heredero directo
masculino con quien sí pudo establecer su pacto corporativo.
Sin embargo, me parece oportuno ofrecer estas líneas para problematizar sobre
algo que nos atraviesa a todas las personas, pues la masculinidad tóxica, en su
expresión más violenta, daña vidas y cuerpos de muchas mujeres, niñas y
cuerpos feminizados en nuestros territorios. Y en su expresión más leve y
cotidiana, está presente en muchos de los hombres que son parte de nuestras
vidas; padres, hermanos, primos, novios. Con quienes crecimos, nos cuidaron,
discutimos, reímos, jugamos, amamos… pero que al ser sujetos masculinos
portan indeleblemente las marcas de lo que Rita Laura Segato (2018) denomina
el mandato de la masculinidad.
Asimismo, me interesa usar la escritura como acto de sanación (Hooks, 2021),
que me permita dar un nuevo sentido a la ausencia que dejó mi padre, esperando
que este dolor sirva de pretexto para una reflexión que traspase este ejercicio
escritural, que permita imaginar otra posibilidad para este presente denso. Su
partida me ha obligado a convivir con la muerte, la que se balancea con las
impresiones que él dejo en mí. Llorarlo me ha permitido, tal como señala Sara
Ahmed (2015), mantener vivas sus impresiones en presencia de su muerte.
Es por ello que, en estas líneas, quiero proponer algo parecido a una narración
en capas que, de acuerdo a Carol Rambo (2019), además de ser una técnica de
relato etnográfica posmoderna, es “una forma de escritura diseñada para
producir y representar de manera holgada, al lector, el continuo de una
experiencia dialéctica, emergiendo de la multitud de voces reflexivas que
producen e interpretan simultáneamente un texto” (p. 125). Esto nutrirá de
diversos puntos de vista lo que se presenta al lector como representaciones de
experiencias vividas, como conceptos sensibilizadores, que no deben ser
cosificados (Rambo, 2019). Plantea además que la narrativa tradicional de la
104
ciencia fuerza un entendimiento particular del mundo en el lector, haciéndose
pasar por la comprensión del mundo, mientras que la narración en capas permite
al lector reconstruir su interpretación de la narrativa del escritor. Tal como lo
desarrolló en su escrito, usaré asteriscos para indicar un cambio de ámbito
temporal/espacial/actitudinal (Ronai, 1992. En, Rambo, 2019).
A partir del descubrimiento sobre la magnitud de molestias que vivió mi padre,
por conservar su máscara de hombre fuerte, resuenan en mí las palabras de Rita
Laura Segato (2010), quien señala que el mandato de masculinidad exige a quien
desea ser reconocido como sujeto masculino exhibir las siete potencias
masculinas; sexual, física, bélica, económica, política, intelectual y moral. Les
describe como sujetos obligados a adquirir la masculinidad como estatus,
atravesando a lo largo de la vida aprobaciones y evaluaciones de sus pares,
demostrando habilidades de resistencia, agresividad, capacidad de dominio,
entre otras (Segato, 2010).
Además, plantea que, si bien las mujeres –principales víctimas del patriarcado,
pero no las primeras- hemos identificado nuestro sufrimiento, los hombres no
han podido hacerlo, y serían “obligados a curvarse al pacto corporativo y a
obedecer sus reglas y jerarquías desde que ingresan a la vida en sociedad. Es la
familia la que los prepara para esto. La iniciación a la masculinidad es un tránsito
violentísimo” (Segato, 2018, p. 16).
Lo impresionante es constatar que, en la mayoría de los sujetos masculinos –
incluso en aquellos que nos cuidaron, con quienes crecimos y queremos-, esas
exigencias y aprobaciones se sostienen, tristemente, sin mayor cuestionamiento.
De ahí la relevancia de invitarles también a reflexionar sobre cómo han sido
moldeados desde la profunda estructura patriarcal que nos atraviesa con
estereotipos de género a hombres y mujeres desde los primeros años, con lo que
105
se moldean nuestras formas de mirar, sentir, amar, movernos, relacionarnos y
convivir en el mundo.
Invitación que no solo extiendo a nuestros compañeros de vida, sino también a
nosotras mismas. Pues, muchas mujeres criadas por estos hombres fuimos
entendiendo que, para ser exitosas y eficientes ante el canon neoliberalpatriarcal, teníamos que adoptar conductas masculinizadas. Ser serías,
competitivas, sin dar tanto espacio a la emocionalidad, mostrarnos fuertes,
evitando mostrar fragilidad. Pues siempre sobrevive y triunfa la o el más fuerte.
Adoptar otras formas para que lo que digamos y hacemos tenga valor ante el
hombre blanco, como diría Gloria Anzaldúa (1988) hacernos “varon-mujeres” (p.
221).
Si tan solo nos atreviéramos a cuestionar críticamente las imposiciones que nos
han moldeado, desde el mandato patriarcal, central para la racionalidad moderna
occidental (Haraway, 1995:2019), sin duda tendríamos la llave para abrir los
cerrojos que no nos permiten avanzar hacia las transformaciones societales que
tanto necesitamos.
***
Como hija mayor, papá me entrenó para ser más racional o al menos me
dejó claro que siempre sería bueno controlar mis emociones. Lo que me
sirvió en muchas situaciones forzadas en mi vida. En esta ocasión, tuve
que dar las palabras de despedida en la iglesia. No sé cómo pude articular,
siento que vomité algunas cosas que se removían en mí. Miraba a mi
familia, desconsolada… nadie podría haberlo hecho, yo era la hija fuerte.
En mi pueblo, generalmente, son hombres quienes sacan el féretro de las
iglesias. Pero yo, automáticamente me sumé a quienes lo cargaron hasta
el auto de la funeraria. En ese momento no lo vi, pero fui la única mujer en
106
ese rol, luego se me hizo ver lo peculiar de mi acción puesto que no es un
lugar que asuman las mujeres.
Será que, como hija mayor ¿asumí ciertas conductas masculinas para
relacionarme en ocasiones con el mundo y no me di cuenta de ello? Desde
niña lo escuche decir que tenía que ser una mujer con carácter, fuerte.
Que no mostrara debilidad, mucho menos sentimientos… que eso era de
débiles.
***
Para Sara Ahmed (2015) existe una “jerarquía entre los sujetos: mientras que el
pensamiento y la razón se identifican con el sujeto masculino y occidental, las
emociones y los cuerpos se asocian con la feminidad y otros raciales” (Ahmed,
2015, p. 258). Lo que da cuenta de cómo son vistas las emociones desde la lógica
masculina, idea que subyacía en el pensamiento de mi padre.
Resulta interesante plantear este cuestionamiento, puesto que las emociones
son lo primero que intenta regular el razonamiento masculino hegemónico. El
cual atraviesa las vidas de los sujetos masculinos -pero en ocasiones también lo
puede hacer en nosotras, tal como me pasó a mí- lo que se asume sin mayor
cuestionamiento y guarda un observable al menos interesante. Puesto que, es
importante destacar el papel de las emociones, las que están fuertemente
implicadas en las lecturas particulares de los mundos que habitamos, generando
viajes emocionales ligados a la politización de una manera que reanima la
relación entre el sujeto y un colectivo (Ahmed, 2004) y que, desde el feminismo,
reconocemos como la potencia política de las emociones (Cornejo, 2018).
Asimismo, desde la idea que me transmitió mi padre, se neutraliza y olvida el
potencial de las emociones para la activación política propuesta por Ahmed
(2015) y la posibilidad de que las emociones puedan ser reconocidas como
motores para las transformaciones sociales, tal como lo plantea Amaranta
107
Cornejo (2018). Ante lo que cabe evocar que para Graciela Morgade (2011) “el
fundamento emocional de lo racional no es una limitación, sino su condición de
posibilidad” (Diana Mafia, 2005. En, Morgade, 2011, p. 30).
Sin embargo, para sujetos masculinos como mi padre cambiar esta forma de ver
el mundo implica una gran dificultad. Por lo que vale la pena recuperar algunas
palabras de Bell Hooks (2021), quien señala; “no es fácil para los individuos
cambiar de paradigma y que debe haber espacio para que la gente exprese sus
miedos, para que hable de lo que está haciendo, cómo lo está haciendo y por
qué” (p.59). Por lo tanto, renunciar a lo antiguo también puede implicar dolor…
por ello quiero advertir que el cambio de paradigma puede conllevar dolor. Algo
que a quienes nos interesa imaginar futuros con porvenir para las próximas
generaciones desde relaciones transgeneracionales respetuosas, debemos
considerar.
***
Cuando todo comenzó, yo estaba lejos a siete horas de mi familia. Tras la
llamada de mi hermana, corrí con mis amigas a tomar un bus al sur.
Llegaba a las 6:30 am. Supuestamente a él, le harían scaners y exámenes
para saber qué pasaba y cuál era el daño que presentaba. Si todo iba bien,
él se quedaría en la ciudad más grande, donde había mejor equipamiento
y especialistas que pudieran ayudarle. Pero si el pronóstico no era positivo,
se quedaría en el hospital de nuestro pueblo.
Al llegar, me reciben y pregunto: ¿dónde está mi papá? Me responden:
“aquí”. Esa fue la sentencia de que su situación no iba a mejorar. En ese
momento supe que estaba frente a lo irreversible de la vida, la muerte.
Ya en el hospital, mi hermano se abalanza sobre mí con un abrazo fuerte,
que confirmaba mi intuición. Mi desvelada familia rodea su cama. Se
iniciaba su suspensión.
108
***
Como mencioné al inicio, quiero creer en la escritura como un acto de sanación.
En este punto me hace sentido recuperar a Sara Amhed (2015) cuando afirma
que, al contar la historia de la herida y su carácter crucial, resaltamos “la
importancia del testimonio como una forma de sanación” (p. 301), en una cita
ilustrativa que señala,
Puesto que estamos heridos, existe la necesidad de sanar; existe la
necesidad de que otros escuchen las historias de nuestras heridas antes
de que podamos empezar todos a movernos para solucionar el problema
(Braithwaite, En, Ahmed, 2015, p. 300).
Les comparto mi herida. O una de las más significativas del último tiempo. La
que espero haga sentido desde este humilde ejercicio de trenzar mi pena y
aquello que, como profesora fabuladora de otros mundos, tanto me importa.
Porque si algo me enseñó constatar nuestra finitud, es que mientras estemos en
este viaje, tenemos la oportunidad de sembrar otros futuros posibles para todos
los cuerpos y existencias en este planeta dañado.
***
Mi madre desconsolada le decía: “Despierta viejito, ¡¡vámonos a la casa!!”,
pero el pronóstico no era favorable, su cerebro se apagaba de a poco.
Yo, en cambio, sentí que el acto de amor más grande hacia mi padre, era
pedirle que soltara… que ya había sufrido lo suficiente en esta pinche vida.
El corazón todavía me duele, cuando recuerdo que le pedí que soltara, que
se fuera, pero imagine lo que sería su vida si sobrevivía con ese nivel de
daño y sabía que era algo que le causaría sufrimiento. Él era un hombre
lúcido y fuerte, amante de la buena mesa y de la buena conversación. No
109
le gustaba depender de nadie. Habría sufrido con ese destino.
Conociéndole, no le habría gustado.
Mis familiares se fueron a descansar un momento, por petición del equipo
médico, lo que vendría no sería fácil y la falta de sueño no ayudaría.
Así fue mi último domingo con papá. Nuestro último momento a solas, en
la sala de hospital. Tomé su mano, la sostuve por horas. Sentía que él
estaba ahí, conmigo. Escuchándome. Inocentemente, le conté mis planes
académicos, los que no imaginé cómo se verían fracturados por el impacto
que tuvo en mí su partida y por la pandemia que vendría meses después.
Escuchándome. Y con la música que tanto nos gustaba escuchar juntos.
No olvido su mano tibia sobre mi mano. Atesoro esa última vez que lo sentí
físicamente conmigo.
Recuerdo ese momento y por más que ya lo haya contado a alguna amiga,
a mi terapeuta, a quién quiso escuchar esta historia…y el resultado sigue
siendo el mismo; las lágrimas todavía inundan mis ojos, siento ese nudo
en la garganta y ese pinchazo en la corazona. ¿Cómo sigues, cuando la
muerte fractura tu vida? ¿Cómo se aprende a vivir con ausencias? Él
siempre trataba de responder mis preguntas, no siempre coincidíamos,
discutíamos… pero lo intentaba y eso me tranquilizaba.
***
Para Sara Ahmed (2015) “el duelo y la aflicción se convierten en una expresión
de amor; el amor se muestra más apasionado cuando se enfrenta a la pérdida
del objeto” (p.204). Sentencia que resuena en mi sentir en el momento en que
termino estas líneas.
Si bien mi padre como hombre de su tiempo, no alcanzó a entender el feminismo
que hoy abrazo; me enseñó en cambio, la importancia de la construcción
110
colectiva desde lo político, desde construir en la diferencia con otros. Que
siempre valdrá la pena preocuparse por lo común, por una vida digna para todas
las personas. Desde ahí, quiero contribuir con este pequeño aporte, en la
problematización de los estereotipos de género que tanto daño ya nos han
causado. Espero hacer ver desde mi experiencia cómo los mandatos patriarcales
están presentes; cómo se esconden y juegan con nuestras vidas e historias;
cómo constriñen y limitan nuestras formas de mirar, estar, sentir y disfrutar de la
vida y sus circunstancias, de manifestar nuestro sentir y asumir nuestras
fragilidades.
Cabe señalar que la importancia de analizar desde los feminismos el mandato
de masculinidad es fundamental, pues implica desmoronar uno de los principales
pilares del patriarcado. Son estos sujetos masculinos, construidos desde las
exigencias de la masculinidad tóxica, los principales perpetuadores de estas
formas de habitar el mundo y, en muchos casos, los principales ejecutores de
sus violencias. Por lo cual es urgente y necesario sensibilizar que todas, todos y
todes, -en especial a los sujetos masculinos- a reflexionar en torno al destino
social impuesto desde el género, que constriñe y afecta nuestras maneras de
vivir, sentir y relacionarnos con nosotres, con otres y con el mundo.
Realizo este ejercicio, por el interés de constatar lo que tanto leí de mis maestras,
las que me enseñaron a vincularme a la escritura desde un modo situado,
afectado, doliente y esperanzado… para convertirme en contadora de historias
imposibles. Como diría la maestra chicana Gloria Anzaldúa (1988) “Escribir es
confrontar nuestros demonios, verlos a la cara, y vivir para escribir de ellos”
(p.225). En esta ocasión, agradezco la posibilidad de escribir sobre este dolor,
verle a la cara y sobrevivirle ha sido de las cosas más difíciles en este tiempo de
mi vida.
111
Esta es la historia imposible de algo que posiblemente, vivirá tarde o temprano
quien lea estas líneas. Sigo intentando procesar, pero en este momento sintiente,
con el corazón abierto, quise compartir contigo un pasaje de mi historia, algunos
recortes que además de mi dolor también dan cuenta de cómo el patriarcado
toca mi vida, mi historia, porque nadie está fuera, todas, todos, todes estamos
dentro. Y es tarea nuestra intentar revocarlo.
Referencias
Ahmed, Sara (2015) La política cultural de las emociones . (C. Olivares, Trad.)
Centro de Investigaciones en Estudios de Género, Universidad Nacional
Autónoma de México. Libros UNAM.
Anzaldúa, Gloria. Hablar en lenguas: Carta a escritoras tercer mundistas . En,
Moraga, C. y Castillo, A. (Editoras) (1988) Esta puente, mi espalda. Voces
de mujeres tercermundistas en los Estados Unidos. San Francisco: ISM
Press.
Cornejo, Amaranta (2018) Las comunidades emocionales como espejo para
reconocernos y actuar: red de comunicadoras Kasesei K’op . En, Olivera,
M.(Ed). Simbolismos y realidades. Las mujeres y la tierra en Chiapas.
Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Centro de estudios superiores
de México y Centroamérica: Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México.
Haraway, Donna (1995) Ciencia, cyborgs y mujeres. La invención de la
naturaleza. Madrid, Cátedra.
Haraway, D. (2019) Seguir con el problema. Generar parentesco en el
Chthuluceno. Buenos Aires: Consonni.
hooks, bell (2021) Enseñar a transgredir. (Marta Malo, Trad.) Madrid, España:
Capitán Swing.
112
Morgade, G. (2011) (Comp.) Toda educación es sexual: hacia una educación
sexuada justa. Ciudad Autónoma de Bs. As., Argentina: La Crujía
Ediciones.
Rambo, Carol. Múltiples reflexiones sobre el abuso infantil: un argumento para
una narración en capas. En, Bérnard, Silvia (selección de textos) (2019)
Autoetnografía.
Una
metodología
cualitativa.
México:
Universidad
Autónoma de Aguascalientes y Colegio de San Luís, A.C.
Segato, Rita. Género y colonialidad: en busca de claves de lectura y de un
vocabulario estratégico descolonial. En, Quijano, Anibal y Mejía, Julio
(Eds.) (2010) La Cuestión Descolonial. Universidad Ricardo PalmaCátedra América Latina y la Colonialidad del Poder: Lima, Perú.
Segato, Rita (2018) Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires, Argentina:
Prometeo libros.
113
Narrativas a cuatro manos (y en deuda con tantas más)
Los afectos desde el autoexilio
Laura Sánchez Solorio y Omar Espinosa Cisneros
Hay viajes que comienzan inocentemente.
Un paseo, una visita académica, un simple dar la vuelta.
La vida nos da un giro abriendo horizontes inéditos y dejando atrás lo antes
presupuesto.
Hay viajes en los que espacios cancelados resurgen como un recuerdo vívido,
pero también como un futuro próximo.
Hace un mes que habitamos esta ciudad de humo, chapopote, de amores sin
edad… hace un mes salimos de casa sin saber que este es un viaje sin retorno
porque, a pesar de que en algún momento sea posible volver a casa, nunca
seremos los mismos otra vez.
Salí de aquí deseando una vida más tranquila. Buscaba un lugar para estar y vivir
bien, donde pudiese trabajar y salir sin problemas. Dejé la ciudad que llevo a
cuestas desde entonces. A los pocos meses de mudarme, robaron mis pocas
pertenencias en la casa que rentaba. Dos años más tarde, en la tercera casa que
renté en tres años, me volvieron a robar. Esta vez también se llevaron mi guitarra,
mis audífonos, mi calma. En la quinta casa que renté, forzaron la entrada por la
madrugada, mientras me decían: -ábranos profe, ¡le conviene! Yo alzaba la voz
mientras mi compañera -embarazada- llamaba a las autoridades que nunca
acudieron. En aquellos meses, en otro municipio, otras aparentes autoridades
me seguían cuando salía del trabajo. Lograron intimidarme al igual que a algunxs
estudiantes. Decidí dejar de pernoctar fuera. Renuncié a mi plaza y comencé un
tiempo de mayor incertidumbre laboral.
114
Ahora, de vuelta en la ciudad que dejé hace casi veinte años, me siento más
seguro: protegido y afortunado entre la diversidad cultural que extraño hace
tiempo, pero que como nunca antes anhelo en contraste con el espacio donde el
silenciamiento es un quiste envenenado ¡hasta en la academia! Donde nombrar
el silenciamiento es peligroso y fuente de rumores e intimidación.
***
Me daba miedo salir de la casa que hoy habitamos en esta enorme ciudad, donde
al salir a la calle nadie nos conoce y que hoy en día es nuestro refugio. No puedo
vivir otra vez encerrada. Una pandemia después y otra pandemia de violencia
que atraviesa la ciudad de la que venimos, nos han mantenido entre las cuatro o
cinco paredes de nuestro propio hogar. Fuimos muy cautos en la pandemia,
cuidando la salud de nuestros pequeños. Mi padre murió en la segunda ola de
contagios, tal vez por eso, decidimos hacer de nuestra casa un espacio seguro y
ameno para ellos, para todos nosotros. Al sumarle la pandemia de inseguridad,
se nos hizo costumbre casi no salir.
En este sitio eterno, donde todo existe y confluye al mismo tiempo, donde ha
renacido de la ceniza la vida eterna, la llama del mundo… no puedo atascarme y
quedarme quieta, tengo que renacer desde lo más profundo del miedo y
abrazarlo.
***
Pasé por el Archivo General de la Nación, donde siendo becario hace casi veinte
años revisé la denuncia inquisitorial de un indio acusado de herejía. El delito que
le imputaron se asociaba con el uso de yerbas y con el culto de deidades distintas
a las del cristianismo. Cuatrocientos años más tarde -pienso- mucho no ha
cambiado. El archivo resurge y nos cuestiona, como un viviente que también nos
mira, a pesar de todo.
115
Esta ciudad también se construyó con heridas, con llagas que aún no sanan. En
el museo del Templo Mayor, justo en el Zócalo donde todo comenzó,
encontramos los vestigios de una herida abierta.
Mientras explicaba a mis hijos quiénes habían labrado esas maravillosas piedras
y cómo con ellas se construyó la Catedral erguida en mitad de la ciudad, no pude
evitar sentir un poco de rabia incrustada en el vientre por centurias. -Pero si no
somos indios ni somos españoles,- preguntó el mayor de mis hijos, -¿entonces
qué somos?- Recordé a Paz, a Ramos, a Dussel y hasta Yépez, recordé al ejército
zapatista, a los santos que me inculcaron de niña, a la virgen y las santas Marías.
No tuve entonces ni tengo una respuesta para él. Sólo atiné a decirle, -Somos
una mezcla de todo, m’hijo, un collage-.
Somos caos y orden, entropía, somos agua fresca que fluye y fuego ardiendo en
las venas abiertas de nuestra historia.
***
Los niños se entretienen fácilmente. Hacen con las canicas de las damas chinas
equipos de fútbol que juegan a las 10:55am o a las 11:45am sobre la mesa del
comedor o sobre la cama. Narran en voz alta un partido imaginario que soñaron
por la noche. Dibujan Pokémones que se asemejan a dibujos de Basquiat o de
Juan Soriano. Hacen de una caja de detergente una camioneta en la que
imaginan viajar a miles de kilómetros por hora. Se entretienen leyendo libros de
animales, aventuras, fábulas o los de Rius que no compré para ellos. A falta del
permiso para usar una pelota dentro de la casa, juegan fútbol en el pasillo con
un corcho, con una araña de plástico o con un dibujo reciclado. Han estado muy
contentos casi sin juguetes ni televisión más de un mes, en un viaje que se ha
extendido seis veces más de lo previsto. Su alegría, pasión e imaginación aunque lo ignoran- son ejemplos que nos nutren a diario. Son maestros a cuya
altura intento sostenerme en tiempos de autoexilio.
116
Esta ciudad es un gigante, un cuerpo sin órganos donde encuentras el mundo
entero en plenitud y en decadencia, movimientos orgánicos y convulsos por todas
partes.
En esta ciudad de fuego pude ver a chicos de entre once y doce años
intercambiando pequeñas bolsitas a otros niños de edades similares, a la vista
de todos, en pleno domingo familiar (Crecí en un barrio donde se movía de todo;
por una huella de infancia, tengo los ojos entrenados para detectar puntos de
venta). También vi indigentes que duermen en mitad de la calle o se pelean con
sus propios fantasmas, tan cerca de la iluminación o tan cerca de sus demonios
(quién lo sabe), en la avenida donde todo se conecta.
Transitamos por zonas oscuras, como de película de terror, dijeron mis hijos.
Calles oscuras como cuevas del monte, como bocas de lobo.
Vimos ancianos y niños en sus puestos de venta que consisten en una tela tirada
sobre el piso llena de chucherías, levantar sus telas y correr despavoridos,
gritando a sus vecinos de tela que corrieran pronto porque venía la policía. Los
mismos policías que compran sus peluches para sus hijos, el día que no están
en servicio.
También estuvimos cerca del amor expresándose en todas las formas y edades:
casi niños que se miran a los ojos con ternura; familias enteras que sonríen;
viejitos que se besan como la primera vez; vi chicas en sus quince tomadas de
las manos, con miedo de besarse, hasta que una se anima y la otra suspira; vi
chavos en sus veintes abrazarse por la espalda y caminar juntos como si nadie
más que ellos existiera, como si al caminar juntos, fueran directo al infinito… tal
vez así es.
Vi mujeres rubias, altas y esbeltas pasear sus perros french poodle en avenidas
rodeadas de árboles y centros comerciales de primer mundo; a bellas regorditas
montadas en bicicletas con sus mochilas llenas de sueños; morenas dormidas
117
en bancas al lado de la avenida, cargando a sus bebés de pecho mientras sus
hijos mayores, de seis a ocho años (es difícil determinarlo), piden dinero entre
los automovilistas que esperan el verde de los semáforos. Vi mujeres, tantas y
tantas mujeres que son de aquí desde antes de todos los tiempos y que no son
de aquí ni de ningún sitio.
***
Comenzamos otro ritmo durmiendo en otra cama. En otra ciudad y en medio de
otros ruidos. Los fines de semana, el escándalo de los festejos irrumpe en la
habitación hasta las cuatro de la mañana, cuando el volumen sube para concluir
el baile con broche de oro. A esa hora, al fin llega el silencio. Mientras tu vestido
o camisón se levanta debajo de las sábanas, mis manos se pasean por tu
espalda, tu cintura y patinan por tu piel.
Te deseo inevitablemente. Cada mañana, cada mediodía, cada noche. Sin
importar el escenario.
***
Qué afortunada soy, pienso, mientras mis ojos se cierran por un instante y
escucho las risas de mis hijos mientras lanzan una pelota ponchada en el pasto
del parque que visitamos. Cuántas mujeres soy, pienso, mientras abro los ojos y
veo mis ojos en los ojos de la anciana que vende aguas frescas, palomitas, dulces
y muéganos; y reconozco mis manos en las manos de la niña que se sujeta
suavemente a la resbaladilla del parque.
Esta ciudad es de fuego y agua; es de tierra y viento. De mujeres que aman
intensamente y que odian cuando es preciso. Esta ciudad es de amor eterno, de
madres, de hijas, de hijos que han nacido en el centro del universo o, tal vez, en
la infinidad de versos que nos han parido.
***
118
La mesa es una mesa simplemente: madera trabajada que devino en otra cosa y
nos convoca a hacer algo, que potencia diferentes obras. La mesa es una
superficie dispuesta que nos sirve para leer y escribir en ella, para dibujar y
colorear, para sostener los alimentos y para compartir el tiempo, para coser los
botones caídos de una camisa vieja que nos vestirá más tarde. Esta mesa
también ha sido un piano imaginario para alguien que escuchando Great balls of
fire se convertía en otro en plena fiesta. Esta mesa nos dispone frente a frente
reuniendo a los niños alrededor de los libros y los cuadernos mientras nosotros
también leemos y escribimos o cosemos botones, posicionando nuestro trabajo
-doméstico o intelectual- a la misma altura y dignidad del juego.
Los niños no distraen nuestra atención de la escritura. La dirigen hacia otro lado.
Hacia imágenes inauditas. Nos llevan a reposicionarnos. Nos permiten volver
nuestra atención hacia la dirección que nuestra vida ha tomado. Sin relegar lo
doméstico ni lo familiar al fondo, en primer plano ambos espacios nos
cuestionan. Llevan al pensamiento a adquirir otras formas.
Pensamientos y escrituras fronterizas se cruzan y juegan a respetar sus límites.
En el margen, las costuras se vuelven pretexto, tema, el centro móvil de otros
textos.
***
Últimamente solo leo aquello que azarosamente me llega a las manos. Anarco-
feminismo y Luise Michel de Marian Leighton y otras, me llegó hace unos días
por una amiga cercana. Leo:
Vi que las leyes de la atracción, que sin cesar llevan incontables mundos
hacia nuevos soles entre las dos eternidades del pasado y del futuro,
también presiden los destinos de los seres humanos en un progreso eterno
que nos trae hacia un ideal verdadero, siempre cambiante y en
119
crecimiento. Por ello, soy una anarquista, porque solo la anarquía conlleva
la felicidad de la humanidad.
Luise Michel escribió esto hace un siglo más o menos, no quiero detenerme en
el dato. Hay casualidades que no lo son. Aquí y ahora confluyen pasado, presente
y futuro. Aquí y ahora recuerdo a quienes acusan falsamente de un crimen a
quien no lo ha cometido. En un país donde se rescata banqueros por sus fraudes
con dinero del pueblo, en un país donde los grandes empresarios son impunes a
los impuestos, en un país donde las mujeres son culpables de ser violadas por
ser mujeres, en un país donde los grandes narcotraficantes y los hombres del
poder no se distinguen.
En un país así, la ciudad es un oasis ¿O un espejismo?. En un país así, ¿la
frontera es todo el territorio? En un país así, ¿el campo laboral es de
exterminio? En un país así, ¿se importa la economía calculadora de la
desaparición forzada para disminuir las estadísticas de homicidios dolosos?
En un país así, ¿sin cuerpos no hay delitos?
En un país así -como en todos- ¿la cultura es barbarie?
No es azaroso que un desconocido toque a la puerta cuando las letras que uno
escribe incomodan a quien aspira al poder. No es casualidad que llegue esta
anarquista a mis manos… o tal vez sí. Aquí y ahora escucho el eco del exilio, aquí
y ahora una ciudad lejana, una casa lejana me arropan. Tanto amor y tanto odio
como mis propios pasos son capaces de despertar. No es azaroso que hoy
duerma con las manos llenas de preguntas y con la seguridad de que toda forma
de poder sobre el otro, sobre uno mismo, es una trampa para controlar lo
incontrolable, para contener la entropía que la vida es.
Me convertí en anarquista cuando nos exiliaron a Nueva Caledonia por
nuestras actividades en la Comuna de Paris. En los barcos del Estado,
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nos enviaron con condenas dolorosas u difamatorias a las que fuimos por
completo indiferentes; y ya que obedecíamos a nuestras conciencias,
habríamos sido criminales si nos hubiéramos comportado de modo
diferente a como lo hicimos: más bien nos reprochábamos no haber sido
más rebeldes; la tristeza en ciertas circunstancias es traición.
Nunca contra ellos sino a favor de una vida donde todas las voces se escuchen,
se nombren, sean valiosas y escuchadas por el simple hecho de ser y escucharlas
con toda su fuerza.
Recorremos la ciudad tomados de la mano, caminamos juntos con sigilo, pero
sin temor.
El cuidado no es simplemente miedo, sino un posicionamiento de
nuestros cuerpos en un espacio que nos es familiar, que conocemos y
nos reconoce transformándose.
El cuidado no es agresivo. Es pacífico, pero -por su deseo de paz
justamente- hace de la acción y la escritura valientes y creativos campos
de batalla.
En los que el territorio son los propios sueños.
Qué afortunada soy, pienso, mientras veo la lluvia caer desde un balcón y
escucho el sonido de las risas de mis hijos aquí cerca y de vendedores
ambulantes a lo lejos. Qué afortunada soy porque puedo escribir, cantar,
escuchar los silencios de este esquema que me pide a gritos que compre, que
calle, que no vea y que deje de pensar, de amar… qué afortunada soy y cuánto
agradecimiento siento porque estoy viva y escucho la lluvia caer mientras el
petricor vuelve al ambiente.
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La percepción se nutre de la naturaleza, pero también de las formas que
encontramos en el arte. La música, los cuadros, las instalaciones, la
arquitectura, las esculturas, los libros son parte del ambiente. Pasearse en los
jardines de una ciudad en donde los sentidos estimulan la imaginación y los
afectos nos transforma continuamente.
Desde joven pensaba que las jerarquías eran un enorme obstáculo en el camino;
empecé por llamar a mi madre y a mi padre por sus nombres de pila, igual lo hice
con familiares a los que a su nombre se anteponía su título de tío, tía, abuelos…
lo hice después con los maestros, maestras y entrando a la academia con
doctores, doctoras y post... hasta que llegué al sitio donde las reverencias hacen
a los hombres, donde los títulos son más valiosos que las acciones, donde
escribir es peligroso, aunque tu intención no sea sino escuchar atentamente.
***
En la piel de lo social de un país distinto, conocí el racismo hace tiempo. Después
de algunos meses, encontré amistades y amores que me transformaron para
siempre. Entre ellxs aprendí a asentarme en la disidencia que alimenta el arte, la
música punk y las migraciones tan disimiles como las que producen las guerras,
la esperanza y las empresas en medio del capitalismo. En contraste, tras casi
dos décadas de habitar un estado diferente del país que me vio nacer, todavía
hay entre iguales quienes me excluyen por no ser originario del estado al que he
servido hace tanto. Pinches chilangos -es la expresión que usan algunos voceros
oficiales. Hay racismos que se anclan a los nacionalismos, a los localismos, a
formas de vida y a formas culturales que se espera adoptemos uniformemente.
Hay Schibolets que no se saben tales. Hay racismos que son invisibles para
quienes hacen de sus costumbres la regla que lo mide todo, que lo absuelve y lo
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castiga todo. Donde la versión del padre y de los patriarcas de otros siglos se
impone siempre de nuevo con su per-versión distintiva. La lealtad a esa ley (¡que
no es definitiva!) hace de la innovación un motivo para el linchamiento, para la
exclusión y el chisme. Sin dar la cara, las hostilidades se ejecutan por la espalda.
Cobardemente.
Contra esa piel re-escribo y camino.
Afortunadamente, otrxs tantxs nos acompañan.
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Confesión a una etnóloga
20 de julio 2023
No sé cuándo vuelvas a esta escritura, pero hace unas semanas que quiero
decirte que tengo miedo de que me veas como blanca, que tengo vergüenza de
ser blanca y que crecí con ciertos privilegios. Que mi mamá es rubia y que su
color de piel permitió que no se le cerrarán algunas puertas. Que siento temor y
vergüenza a contar mi historia por no ser una mujer oprimida propiamente. Que
siento temor y vergüenza a contar mi historia por no ser una mujer oprimida
propiamente. Que me siento inadecuada para participar en un podcast y que; mi
blancura; sea “descubierta”. Siento que tengo menos derecho a perder a la
esperanza o a recuperarla, que las mujeres racializadas. Que no sé qué hacer
con este sentimiento y que intelectualmente tampoco es válido ser crítica y
quejarme. Que no encajo porque tampoco tengo las credenciales que se supone
tienen las mujeres de mi raza y clase. Que la autobiografía y la escritura misma
no me está autorizada.
Camila Krauss
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Afectar AFECTARSE
Etnografías afectivas y autoetnografía
Aitza Miroslava Calixto Rojas (Coord.)
Investigación y Diálogo para la Autogestión Social, Oaxaca
Primera Edición, Oaxaca, 2024
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SERIE DE PUBLICACIONES AUTOGESTIVAS