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PALABRAS CLAVES EN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN ARGENTINA Flavia Fiorucci y José Bustamante Vismara (editores científicos) Analfabetismo ROY HORA l a lucha contra el analfabetismo fue una de las prioridades del grupo dirigente liberal que presidió los destinos de la Argentina tras el derrocamiento de Rosas en 1852. «Un pueblo ignorante siempre votará por Rosas», afirmaba Sarmiento, y muchos como él concibieron a la educación popular como la gran batalla civilizatoria que era preciso librar y vencer para construir una nación moderna e integrada. Por casi un siglo, la alfabetización fue un índice y a la vez una expresión del ideal de progreso que dominó la vida pública de esta nación austral. Ello se reflejó en la magnitud de los recursos estatales asignados a la alfabetización, en la continuidad de las políticas que la encuadraban y, por supuesto, en la importancia atribuida a los logros alcanzados en este terreno. Los éxitos de la educación elemental en la era liberal fueron sin duda significativos. Y ello al punto de que quienes escribían sobre el tema siempre señalaban orgullosos que, en lo que a analfabetismo se refiere, nuestro país se ubicaba –junto a su pequeño vecino Uruguay– en una categoría distinta y superior al resto de América Latina. La alfabetización fue concebida como un programa que, lanzado desde la cumbre del Estado, puso en movimiento un ejército de educadores destinado a reformar y elevar culturalmente a las nuevas generaciones de una población pasiva e ignorante, requisito necesario para formar ciudadanos plenos. Esta perspectiva estadocéntrica también suele predominar en los estudios académicos sobre el tema, con frecuencia enfocados en los grandes hitos de la política educativa (la Ley de Educación Común Nº 1420 de 1884, la ley Láinez de 1905), y en el análisis de las intenciones de sus inspiradores (con su impronta primero laica y liberal, y más tarde nacionalista; su temprana vocación centralizadora; y su siempre enfatizada ambición disciplinadora). Sin embargo, la sociedad no fue un mero receptor pasivo de iniciativas promovidas desde arriba, sino un actor fundamental de su propia transformación educativa. Por lo tanto, para entender los alcances pero también las limitaciones del proyecto alfabetizador conviene poner en relación la acción estatal con las peculiaridades del tejido social sobre las que esta incidía. En este sentido, amén de enfatizar la relevancia de las iniciativas del poder público, es importante destacar dos cuestiones que ponen de relieve la singularidad del caso argentino. Por 26 PALABRAS CLAVES EN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN ARGENTINA una parte, el temprano ascenso del alfabetismo. Por la otra, el impulso que la educación popular recibió gracias a la inmigración europea. La caída del analfabetismo suele ser descripta como una consecuencia de la política educativa inaugurada en la era liberal. Sin embargo, mucho antes de que la Ley Nº 1420 sentara las bases de un sistema público de instrucción popular, gratuito y universal, la lectoescritura y la aritmética ya habían desbordado ampliamente el mundo de las élites, sobre todo en el medio urbano. El censo de la ciudad de Buenos Aires de 1855 indica que para esa fecha la mitad de la población porteña poseía estas destrezas. En el resto del país, el número de los alfabetizados era bastante menor, pero considerable de acuerdo con los estándares internacionales. El primer indicador relativamente confiable de la tasa de alfabetización lo ofrece el Primer Censo Nacional, realizado en 1869, que determinó que el 22% de la población mayor de seis años podía leer y escribir. De acuerdo con estas cifras, cuando Sarmiento llegó a la presidencia, la Argentina ya se encontraba a la vanguardia de la alfabetización latinoamericana. Junto con Cuba, entonces una próspera colonia española, era el único país que tenía más del 20% de su población educada. El resto de los países latinoamericanos poseía tasas de alfabetización más bajas (Chile 18%, Brasil 16%, Puerto Rico 12%). Dado que en el medio siglo posterior a la Independencia la oferta educativa pública fue escasa, este logro dependió del deseo de instruirse que predominaba en importantes sectores de la población, que a su vez eran atendidos por medio de una oferta de servicios educativos privados y comunitarios paralela a la ofrecida por el Estado. Esta oferta creció desde comienzos del siglo XIX y, hacia 1870, luego de más de una década y media de fuerte expansión del sistema público, todavía captaba casi la mitad de la matrícula escolar en Buenos Aires (ciudad y campaña), y un tercio en las provincias del litoral. No todo era educación pública. El hecho de que la Argentina pampeana tuviese la economía más dinámica y los salarios más altos de la América Latina decimonónica contribuye a explicar por qué un número importante de familias de condición popular podían pagarles a sus niños algunos años de educación elemental o demorar su ingreso al mercado de trabajo. Por supuesto, los estímulos también venían del entorno, de una sociedad más familiarizada de lo que se cree habitualmente con la lectura de impresos y prensa periódica. Aun cuando este fenómeno se hizo más visible tras la caída de Rosas, momento en el que se eliminaron restricciones a la prensa y la circulación de ideas, sus raíces se hundían en las décadas previas, cuando la lectura se fue incorporando poco a poco en la experiencia cotidiana de los sectores populares. La difusión de la lectura debió mucho a la contribución de los inmigrantes europeos que, en el plano social, fueron los principales agentes del veloz ascenso del alfabetismo argentino (en el Uruguay, país de inmigración, se advierte el mismo proceso). Este grupo de residencia mayoritariamente urbana poseía niveles educativos más elevados que la población nativa y es por ello que ciudades con gran cantidad de extranjeros, como Buenos Aires o Rosario (que, además, también poseían una oferta cultural y educativa más amplia y diversa), siempre se hallaron al tope en la escala de alfabetización. ANALFABETISMO 27 Contra los mitos que asocian la condición de inmigrante con desventajas en el plano educativo, el aporte de los extranjeros fue decisivo para asegurarle a la Argentina el descenso más veloz del analfabetismo de América Latina en el largo siglo XIX. Los inmigrantes que arribaron al país poseían, en promedio, competencias educativas superiores a las de la población de las naciones de las que partieron, pero también a las de la sociedad que los recibió de este lado del Atlántico. Así, hacia 1914, el alto porcentaje de alfabetizados registrado entre los inmigrantes alemanes (91%), españoles (70%), austrohúngaros (70%), franceses (84%) e ingleses (92%) ayudó a empujar la tasa de alfabetización nacional al 65%. Este fenómeno tuvo asimismo un fuerte impacto intergeneracional, ya que, en el país adoptivo, estos inmigrantes fundaron hogares en los que el dominio del alfabeto ya era un capital incorporado que legaron a sus hijos. Este panorama terminó de delinear las dos grandes geografías del analfabetismo argentino. Por un lado, estaban los distritos modernos de la región pampeana, y en particular sus grandes ciudades, caracterizados por elevadas tasas de alfabetización. Aquí, la superior calidad de la oferta educativa interactuó con una sociedad ávida de ese servicio, provisto tanto desde el Estado como desde la sociedad. Por el otro lado, encontramos a las provincias del interior, y en particular a las comarcas rurales, pobres en oferta educativa y con porcentajes de iletrados mucho más elevados que las del país urbano y pampeano que estaba siendo renovado al calor de la expansión exportadora y la llegada de inmigrantes europeos. Estos fueron los parámetros entre los que se desplegó el esfuerzo alfabetizador estatal, que fue creciendo en importancia desde los años de holgura fiscal de la década de 1880 y, sobre todo, desde comienzos del siglo XX. La expansión había comenzado antes pero, en la medida en que la provisión de educación elemental dependía de los estados provinciales, tendió a reflejar la gran desigualdad de recursos con que contaban estas administraciones. Un régimen de subsidios del Estado federal morigeró esas diferencias, al punto de que distritos como La Rioja llegaron a tener la totalidad de sus escuelas elementales financiadas con fondos centrales. Tras la sanción de la Ley Nº 1420, esos recursos también fueron utilizados para crear institutos de formación docente que elevaron la calidad de la oferta educativa. Mucho mayor impacto tuvo la Ley Nº 4874 –conocida como ley Láinez– de 1905. Desde entonces, el Estado central asumió la responsabilidad de proveer cuatro años de educación elemental en distritos desfavorecidos ubicados fuera de la jurisdicción federal. Las 291 escuelas Láinez existentes en las provincias en 1906 pasaron a ser 971 en 1910 y 3.527 en 1933, cuando llegaron a representar cerca de un tercio de las escuelas del país. Pieza central del proyecto educador estatal, estas escuelas iniciales contribuyeron a una sensible caída del analfabetismo en esa Argentina más pobre y atrasada. Gracias a ellas, hacia 1914 las provincias del interior podían exhibir niveles de alfabetismo que rondaban el 50%, similares a los promedios nacionales de países de la periferia europea, como Italia, Grecia o España, y superiores a los de Rusia o Portugal. A la luz de estos datos, la brecha educativa entre las dos Argentinas parecía comenzar a cerrarse. El Censo Escolar de 1943 ofreció nuevas razones para el optimismo, ya que en los veintiún años transcurridos desde la medición nacional anterior el porcenta- 28 PALABRAS CLAVES EN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN ARGENTINA je de iletrados había disminuido del 35% al 16%. Ello confirmaba a la Argentina como el país menos analfabeto de América Latina, a considerable distancia de Chile (27%) o Cuba (39%) y, por supuesto, de Brasil o México, cuyas tasas de analfabetismo eran superiores a las que nuestro país tenía en 1895. Más aún, los expertos podían mirar el futuro con entusiasmo porque ese censo –el primero que ofreció información sobre iletrados por grupos de edad– mostraba que el problema se concentraba entre los mayores de 50 años: en ese sector, la tasa de analfabetos alcanzaba el 30%. Entre los jóvenes de 14 a 21 años, en cambio, el porcentaje apenas llegaba al 7,6%. El mero paso del tiempo, pues, eliminaría a las cohortes que no habían conocido las aulas, confinando el analfabetismo al pasado. Todavía restaba librar una batalla para educar a un número relativamente reducido de niños, casi todos ellos provenientes de hogares rurales y de distritos pobres, que no concurrían regularmente a la escuela. Pero a comienzos de la década de 1940, tanto el analfabetismo como la problemática central de la educación popular ya pertenecían al pasado. En efecto, poco tiempo después, el censo de 1947 mencionaba los «ininterrumpidos progresos» y los resultados «altamente satisfactorios» alcanzados por el programa alfabetizador a lo largo de varias décadas (la cifra de analfabetismo era entonces del 13,6%). En este punto, pues, el peronismo –siempre afecto a impugnar la herencia del pasado– reconoció la valiosa experiencia de educación popular de la era liberal. En esos años, sin embargo, el problema comenzó a concebirse de otro modo. La supervivencia de núcleos de analfabetismo dejó de explicarse ante todo por las limitaciones de la oferta educativa. Tanto en la discusión pública como en el debate entre especialistas, el analfabetismo apareció cada vez más subsumido dentro de otras problemáticas asociadas con la pobreza rural y la marginación social, concebidas como los verdaderos causantes de la supervivencia de esos focos iletrados. Encuadrar el problema de este modo trajo como resultado la erosión de la confianza en que el progreso educativo convertía al analfabetismo en una rémora del pasado. En el tercer cuarto del siglo, además, el retroceso del analfabetismo se hizo más lento, tanto en términos absolutos como en la comparación internacional (entre 1960 y 1980, solo cayó del 8,5% al 6,1%). El humor pesimista que se impuso en los diagnósticos elaborados en esos años no solo reflejó la resistencia de esos enclaves iletrados, sino también la creciente conciencia de que su origen estaba directamente asociado con las fracturas sociales de un país de performance socioeconómica cada vez más decepcionante que, además, veía menguar su confianza en el futuro. La respuesta estatal ante este panorama preocupante fue la puesta en marcha de programas educativos más focalizados –en particular, dirigidos a la educación de adultos–, que cobraron cierta envergadura en el ciclo democrático inaugurado en 1983. En 1984 nació el Plan Nacional de Alfabetización, seguido por otras iniciativas que se prolongan hasta el presente. En el curso de cuatro décadas, su resultado ha sido la eliminación casi completa de este cruel obstáculo para el desarrollo social y personal. En la actualidad, el analfabetismo argentino (2,6% en 2001; 1,9% en 2015) es el tercero más bajo de América Latina, detrás del cubano y el uruguayo. Su casi total supresión, sin embargo, invita a los especialistas a una cauta celebración, ANALFABETISMO 29 toda vez que la significación de este objetivo como uno de los puntos de llegada de la educación popular ha venido perdiendo relevancia en las últimas décadas, y no solo debido a la creciente importancia asignada al acceso de las mayorías a niveles superiores del sistema educativo. Desde los años setenta comenzó a establecerse una distinción entre el analfabetismo absoluto y el funcional, que los vertiginosos cambios tecnológicos y sociales experimentados por las sociedades contemporáneas han vuelto cada vez más importante. Las destrezas asociadas a esta segunda forma de alfabetización ya no se limitan a la capacidad para realizar las operaciones elementales de lectura, escritura y cálculo que por largo tiempo definieron este concepto. Más bien, se refieren a las competencias necesarias para interactuar de manera autónoma y creativa con el entorno, lo que requiere el dominio de distintos lenguajes y códigos de comunicación. Aun cuando la verdadera magnitud de este analfabetismo funcional no resulta tan sencilla de estimar –toda vez que su definición comprende aspectos cualitativos difíciles de ponderar–, no hay duda de que en nuestros días la cuestión del analfabetismo aparece resignificada y, en alguna medida, potenciada. La eliminación de las formas tradicionales del analfabetismo, pues, no supone la desaparición de una serie de interrogantes sobre la capacidad de amplios sectores de la población para enfrentar los desafíos ciudadanos de nuestro tiempo. REFERENCIAS Bunge, Alejandro E. 1940 «La educación en la Argentina», en íd., Una nueva Argentina, Buenos Aires, Kraft. Campobassi, Juan José 1944 «El analfabetismo en la Argentina», en El Monitor de la Educación Común, vol. 63, nº 859, Buenos Aires, pp. 10-32. Disponible en: <http://repositorio.educacion.gov.ar/dspace/handle/123456789/99070?show=full> [fecha de consulta: 4 de marzo de 2019]. Hora, Roy 2010 Historia económica de la Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, Siglo Veintiuno. Ministerio de Educación de la Nación 2000 «La educación de jóvenes y adultos. Estado de situación en la Argentina», Buenos Aires. Disponible en: <http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/ EL005338.pdf> [fecha de consulta: 7 de julio de 2018]. 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