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LA DIVERSIDAD FAMILIAR ANTE EL RETO DE LOS CUIDADOS Begoña Elizalde-San Miguel Universidad Pública de Navarra Introducción: las nuevas «fotos de familia», unos retratos diversos para una sociedad cambiante Vivimos por fortuna un momento histórico donde el concepto de familia se ha diversificado. La sociedad española ha experimentado profundos cambios sociales en las últimas cuatro décadas que han modificado las fotos familiares para siempre. La legalización de la píldora anticonceptiva (1978), la aprobación del divorcio (1981) o la del matrimonio homosexual (2005) constituyen algunos hitos recientes que han dado lugar a una diversificación de formas familiares: familias más pequeñas, con menos hijos, la cohabitación como alternativa al matrimonio, la normalización del matrimonio civil frente al católico, los hogares monoparentales, las parejas homosexuales, las familias reconstituidas, las parejas sin hijos… Todos ellos son ejemplos de nuevas estructuras familiares, nuevos tipos de hogar que son cada día más frecuentes en la sociedad española y que se adaptan mejor a valores como la libertad, la secularización y la igualdad, valores que han ido ganando presencia en las sociedades europeas desde hace varias décadas en un proceso de transformación conocido como «segunda transición demográfica» (Van de Kaa, 2002). En España, este proceso de cambio no ha estado exento de polémica y ha sido acogido de forma diferente desde distintas posiciones políticas. Celebrado por unos como la expresión de una creciente libertad individual y temido por otros como una profunda crisis de la institución familiar, en el centro del debate está la definición misma de qué es una familia. Recordemos las numerosas movilizaciones que tuvieron lugar en España hace apenas unos años con motivo de la aprobación de la ley de matrimonio de personas del mismo sexo, movilizaciones organizadas en torno a la idea de que una unión homosexual no podía ser considerada un «matrimonio» y en las que miles de personas reclamaban que sólo existe un único modelo de familia, el tradicional y heterosexual (Etxazarra, 2007). A pesar de las resistencias y de los nuevos altavoces políticos a los que puedan acogerse este tipo de movimientos (VOX ha hecho de la defensa de 34 esta familia tradicional una de sus principales señales de identidad política, como en su día lo hizo el franquismo), lo cierto es que la sociedad española está lejos de encajar en un modelo de familia tan rígido y monocolor. Ante el debate en torno a si esta diversificación supone un riesgo para la institución familiar, es necesario señalar que no existe ninguna evidencia que permita concluir que la diversidad familiar conlleva un riesgo. Al contrario, estas nuevas familias siguen cumpliendo con su función de socialización de forma satisfactoria para las nuevas generaciones, y así lo muestra el hecho de que la juventud perciba a la familia como una de las dimensiones de su vida que más satisfacción le produce (INJUVE, 2016). El debate que como sociedad debemos abordar con respecto a las familias, por tanto, no puede ni debe centrarse en la supuesta legitimidad de unas sobre otras, sino en cuáles son los recursos que necesitan las familias actuales para ejercer sus funciones de crianza y cuidado, entendiendo que esta diversificación familiar ha supuesto cambios importantes respecto a los recursos con los que cuentan para desempeñar estas responsabilidades. En este artículo se propone reflexionar sobre cómo se ha gestionado el cuidado familiar tradicionalmente y a qué retos se enfrentan las familias actuales para responder a las necesidades de cuidados de sus miembros. La organización social del cuidado en España España se ha caracterizado tradicionalmente por un modelo de bienestar conocido como «familista», bajo el cual el cuidado de las personas estaba garantizado dentro de las familias, sin que el Estado tuviera que asignar recursos específicos. Este modelo funcionaba bajo la condición de que existieran familias «tradicionales» (biparentales, heterosexuales y con hijos/ as), en las que se producía una división sexual del trabajo por la que las mujeres asumían todo el trabajo «reproductivo». La crianza, el cuidado de las personas mayores y el trabajo doméstico era realizado por unas mujeres cuya actividad se limitaba al entorno privado del hogar. Los hombres, por su parte, realizaban el trabajo «productivo» vinculado a la generación de ingresos obtenidos por sus empleos en la esfera pública. Esta condición ha quedado a todas luces obsoleta en la sociedad actual, donde la situación laboral y social de las mujeres ha cambiado y las familias no se ajustan en todos los casos a esa estructura tradicional, de forma que la organización del cuidado necesita de nuevos recursos y nuevos actores. La organización social del cuidado a través de la división sexual del trabajo no ha sido exclusiva de España, pero mientras algunos países han ido adaptando los recursos públicos a las necesidades de las familias actuales, España ha reaccionado tarde y de forma deficitaria a esta transformación familiar. Las políticas públicas no llegaron hasta la década de los noventa del siglo pasado, y el diseño de esta nueva dimensión del bienestar ha estado limitada a unas bajas parentales cortas, una insuficiente red de escuelas infantiles públicas, unas escasas transferencias monetarias y unos servicios de apoyo a la dependencia igualmente escasos. Frente al modelo escandinavo, que ha diseñado un catálogo de servicios y recursos de cuidados universales, no vinculados a la situación familiar, en España se sigue delegando en las familias la responsabilidad de cuidar. En lo que respecta al cuidado de personas mayores, por ejemplo, Suecia invierte un 3,2% del PIB en cuidados de larga duración, frente al 0,7 de España. En el ámbito de la atención a menores, Noruega ha optado por garantizar el derecho universal a una plaza en una escuela infantil pública, mientras que en España apenas el 20% de los menores de 0 a 3 años disfruta de este servicio. Esta falta de recursos ha provocado que en nuestro país sigan siendo las familias quienes pongan en marcha estrategias diversas de «solidaridad intergeneracional» y cubran los huecos que dejan esos insuficientes recursos públicos (Martínez, Roldán y Sastre, 2018; Elizalde-San Miguel, Díaz Gandasegui y Sanz García, 2019; Tobío Soler, 2012). Abuelas y abuelos cuidan de sus nietas y nietos, constituyendo un recurso de conciliación fundamental para facilitar que sus hijas sigan activas en el mercado laboral, hijas que por su parte siguen asumiendo el cuidado de sus progenitores cuando éstos envejecen. Pero, a pesar de la supervivencia de este modelo, lo cierto es que es un sistema que se está resquebrajando. La conocida como «crisis de los cuidados» lleva años alertando sobre la insostenibilidad de un modelo de cuidados basado en el cuidado familiar, feminizado e informal, insostenible en un contexto de generalización del empleo femenino y transformación familiar (Martínez Buján, 2014; Pérez Orozco, 2006; Tobío Soler, 2012). Las nuevas familias ante el reto de cuidar Pensemos, por ejemplo, en una de esas nuevas formas familiares, aquéllas en las que viven las personas que no han tenido hijos, un 19% de las mujeres y un 20% de los hombres de entre 45 y 49 años, según la Encuesta de Fecundidad realizada por el INE en el año 2018. En muchos casos se trata de una decisión propia, que tiene que ver con un alejamiento de la familia tradicional, con entender que una vida adulta no tiene que pasar necesariamente por la crianza y por dar prioridad a otro tipo de actividades. En otros casos constituye el resultado de una generación engañada por un mensaje que les invitaba a prolongar sus etapas formativas con la promesa de alcanzar un estatus laboral estable y exitoso. Lejos de alcanzar esa meta, han sufrido una precariedad laboral que se explicaba como una situación temporal, pero que se ha alargado durante décadas, provocando el retraso en una decisión, la de tener hijos, que se ha tomado cuando ya era demasiado tarde. Al margen de las motivaciones, estas personas no podrán contar con el que ha sido el recurso tradicional de ser cuidado durante la vejez, los hijos. Parece evidente, por tanto, la necesidad de desarrollar un modelo de cuidados que se ajuste a la actual composición de las familias si como sociedad queremos garantizar que la ciudadanía esté atendida cuando sobreviene la dependencia (Esteve y Treviño, 2019; Nanclares, 2017). Sin embargo, cuando hablamos de la crisis de los cuidados, no estamos refiriéndonos a una amenaza que llegará dentro de unas décadas, cuando esta generación de adultos que viven en «nuevas formas familiares» alcance la vejez. La crisis de los cuidados hace referencia a la que ya es una incompatibilidad entre las necesidades de cuidado que tiene la población actual y los recursos con los que cuenta. Se trata de una crisis silenciosa, que, a pesar de no ocupar espacios relevantes en los medios de comunicación, nos ha estallado ya en la cara y es afrontada a diario por miles de familias que, ante la falta de soluciones colectivas, adoptan estrategias individuales que intentan paliar lo que constituye un problema social 35 común: cómo atendemos a los casi nueve millones de personas que en este país tienen más de 65 años o a los casi tres millones de personas que superan los 80 años y cuyas necesidades de atención, como es evidente, van aumentando con la edad. El aumento de la esperanza de vida bate récords en España, uno de los países líderes en este ránking en el mundo, y este aumento de los años de vida ha ido paralelo a una notable mejora de las condiciones de salud y materiales, lo que permite a las personas mayores envejecer en sus casas, manteniendo su autonomía hasta unas edades que hace pocas décadas eran impensables (López Doblas, 2018). También para la vejez, por tanto, existen nuevas formas familiares. Sin embargo, las personas mayores arrojan una respuesta común cuando son preguntadas sobre la forma en la que prefieren ser atendidas cuando sobreviene la dependencia y esa autonomía doméstica genera riesgos para su bienestar. Ellos y ellas, de forma casi unánime apuntan a la familia como su recurso de atención preferido (Encuesta sobre personas mayores del IMSERSO, 2010). Cuidar no es socialmente interpretado como un trabajo en España, sino como una serie de tareas y responsabilidades derivadas de las relaciones afectivas generadas en el entorno familiar. Si cuidar es una actividad que se realiza a partir de un afecto, ¿quién mejor para cuidar que tu propia familia? Bajo este paradigma de la familia como cuidadora ideal, se mantiene la expectativa de que sean las mujeres quienes cuiden, por ser ellas quienes son percibidas como cuidadoras ideales. Y es en este momento cuando las familias actuales tienen que poner en marcha recursos para cuidar y deben enfrentarse a la decisión de cómo responder a esta demanda. Una demanda que se les atribuye por la inercia de la tradición y que se sigue esperando, a pesar de que dichas mujeres cuidadoras estén trabajando, de que los salarios sean insuficientes para movilizar recursos adicionales para atender a las personas mayores y de que los recursos públicos para conciliar sean insuficientes. Estas expectativas de cuidado se enfrentan, ante la nueva realidad de las familias españolas, a un problema demográfico evidente. El equilibrio poblacional entre las distintas generaciones constituye una condición necesaria para poder ejercer la solidaridad familiar y, por tanto, cuando se rompe este equilibrio, la fragilidad del sistema de cuidados informal se pone en evidencia y deja a la población ante el riesgo de no tener cubiertas sus necesidades de atención. En la actualidad, las personas mayores cuentan con una generación «soporte» de potenciales cuidadores mucho más mermada en términos poblacionales que en el pasado, como consecuencia del continuado descenso de la natalidad, que va reduciendo la cantidad de población de cada generación respecto de la anterior (Elizalde-San Miguel, 2017; Martín y Rivera, 2018). Figura 1: Evolución de la ratio de Personas Cuidadoras Potenciales, 1981-2030 Fuente: elaboración propia a partir de datos censales y padronales. Para 2030, datos extraídos de las proyecciones de población del INE. 36 Hace menos de 40 años, existían en España 3,5 personas entre 45 y 69 años por cada persona mayor de 70, un número que ha descendido en la actualidad por debajo de los 2,5 y que previsiblemente seguirá descendiendo en los próximos años como consecuencia del continuado descenso de la fecundidad que se viene produciendo desde hace ya décadas y el consecuente envejecimiento poblacional. Con la actual estructura poblacional, el cuidado informal es inviable, y lo es más aún si se espera que este cuidado sea ejercido por las mujeres, ya que existe una sola mujer (1,21) por cada persona mayor, una ratio que es todavía más baja en las zonas rurales más despobladas. La reducción del tamaño de las familias hace imposible mantener un modelo de cuidados informal por el simple hecho de que la estructura poblacional actual no cuenta con unos recursos poblacionales suficientes para garantizar el cuidado de todas las personas mayores. Hablamos de familias distintas y diversas, que cuentan con mujeres cuya tasa de actividad supera el 80% (para el grupo de 25 a 49 años) y para quienes cumplir con ese rol socialmente asignado de cuidadoras representa un reto diario. Que tienen menos hijos, o deciden no tenerlos; la fecundidad en España lleva ya décadas por debajo de los 1,5 hijos por mujer, y es una de las más bajas del mundo. Se trata de familias más pequeñas, con un tamaño medio que ha ido descendiendo de forma constante desde las 3,6 personas en 1981 hasta las 2,5 de 2018 (el descenso empezó décadas antes). Unos hogares que son más pequeños no sólo por la reducción de la fecundidad, sino también porque ha aumentado el número de personas que viven solas (un 13% de las personas mayores de 25 años) y han descendido las familias extensas, un mecanismo relativamente frecuente en España para garantizar el cuidado hasta hace algunos años. Son éstos algunos indicadores que deberían resultar suficientes para poner en evidencia que las familias actuales no pueden por sí mismas garantizar el cuidado de sus miembros, que existe una incompatibilidad entre las expectativas de atención que tienen las personas dependientes y los recursos con los que cuentan las familias y que, por tanto, es necesario articular recursos adicionales. Reflexiones necesarias ante un modelo de cuidados insostenible Cuando hablamos de la crisis del cuidado, hablamos de una crisis silenciosa, gestionada dentro de las casas, en el ámbito de lo privado (de nuevo lo privado como un espacio invisibilizado e ignorado), a costa de conflictos familiares y renuncias económicas y personales que están siendo principalmente asumidas por las mujeres, pero cuyas consecuencias alcanzan al conjunto de la familia. Una crisis silenciosa que, a pesar de afectarnos a todas/os, no ha estallado ni provocado movilizaciones importantes (a diferencia de otras, como las pensiones) precisamente por la inercia de un familismo que entiende que a nuestros familiares los cuidaremos nosotras/os. No hemos hecho sino posponer una revisión del modelo de cuidados que es necesaria y urgente, pero la realidad se impone y nos obliga a priorizar esta crisis. Se habla mucho del envejecimiento poblacional, se habla con preocupación, vinculándolo a riesgos como la insostenibilidad de las pensiones o los retos que plantea su atención para los sistemas sanitarios. Una mirada alarmista que ignora que el envejecimiento demográfico es el resultado de una historia exitosa de mejoras en la salud, en la esperanza de vida y en las condiciones de vida que disfrutan las personas mayores. De forma paradójica, esta gran preocupación no está provocando reformas sustanciales más allá de las amenazas con recortes en las pensiones o las invitaciones a contratar seguros médicos privados (Fernández Cordón, 2017). La superación de los retos a los que se enfrentan las familias en la organización del cuidado es una tarea difícil. Es necesario generar conciencia crítica entre la ciudadanía en torno al hecho de que los cuidados no son una actividad periférica, sino central para la sostenibilidad de nuestras vidas y que, por tanto, no pueden ser unas tareas que se realicen en los «huecos» de tiempo que nos dejan libre el resto de obligaciones (las productivas). No es una tarea sencilla, pero sin duda los avances pasan por entender que todas y todos somos actores responsables en responder 37 a las demandas de cuidados y que debemos exigir a las instituciones una reflexión seria sobre cómo asignar nuevos recursos a esta dimensión del bienestar si como sociedad queremos garantizar la atención de nuestra ciudadanía. El riesgo de no hacerlo, de seguir sin reconocer que las familias de hoy no son las de ayer es muy alto, e implica asumir la desatención de quienes no puedan permitirse la contratación privada de recursos de cuidado y asumir también que estaremos generando una nueva brecha de desigualdad: la de los cuidados. n Referencias Elizalde-San Miguel, Begoña (2017): «¿Femenino e informal? El modelo tradicional de cuidados a examen desde una perspectiva demográfica», Prisma Social 21: 243-262. Elizalde-San Miguel, Begoña; Díaz Gandasegui, Vicente, y Sanz García, María Teresa (2019): «Family Policy Index: A Tool for Policy Makers to Increase the E ectiveness of Family Policies», Social Indicators Research, 142 (1): 387-409. DOI: 10.1007/ s11205-018-1920-5. Esteve, Albert, y Treviño, Rocío (2019): «Los grandes porqués de la (in)fecundidad en España», Perspectives Demogràfiques, 15: 1-4. 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