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SOLIDARIDAD
Federico Arcos
Universidad de Almería
Índice:
1. APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE SOLIDARIDAD
1.1. Los antecedentes históricos
1.2. Dimensiones y problemas del concepto de solidaridad
1.2.1. La solidaridad como hecho y como valor
1.2.2. La solidaridad como acción colectiva y como virtud
2. LA SOLIDARIDAD COMO FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS
3. DE LOS DERECHOS A LOS DEBERES DE SOLIDARIDAD.
4. LA SOLIDARIDAD COMO EXPANSIÓN TRASNACIONAL DE LA INCUMBENCIA MORAL
4.1. La solidaridad ¿comunitaria o global?
4.2. Estrategias para una expansión global de la incumbencia moral: entre la razón
y los sentimientos.
5. BIBLIOGRAFÍA
………….
1. APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE SOLIDARIDAD
1.1. Los antecedentes históricos
Aunque en un grado inferior a otros valores con más tradición, como la libertad, la
igualdad o la seguridad, la solidaridad se ha convertido en un ideal ampliamente aceptado por las más diversas orientaciones políticas y filosóficas e invocado en los más diversos contextos: en las propuestas de los partidos políticos, en las reivindicaciones y
proclamas de los movimientos y organizaciones sociales y, cada vez más, en el lenguaje
popular. En el plano jurídico, la Constitución española lo han incluido entre sus valores
superiores y, a nivel internacional, el Tratado de Lisboa (art. 2) y la Carta de Derechos
Fundamentales de la Unión europea (art. 1 bis, 2 y otros seis más) lo han incorporado
como uno de los valores y objetivos que ha de presidir tanto la relaciones entre los Es2
tados miembros como la propia acción exterior europea. Lo cierto, no obstante, es que,
más allá de la valoración que pueda merecer la popularidad creciente de la solidaridad,
no conviene perder de vista que la misma obedece en nada despreciable medida a la
propia vaguedad de su significado y a falta de una elaboración teórica de su concepto.
La perspectiva histórica puede ser, en este punto, de considerable utilidad para dar cuenta tanto de la etimología del término como de los diferentes significados que con los que
el mismo ha sido empleado, de cara a tratar de estipular, en un plano más analítico, un
concepto de solidaridad.
Una aproximación a su significado debe comenzar por señalar que se trata de una
expresión originada en el mundo jurídico. El término fue empleado por los juristas romanos para referirse a una nota de ciertas obligaciones (las obligatio in solidum) caracterizadas por la invisibilidad e integridad de la prestación. Sólo a partir del siglo XVIII
y, sobre todo en la antesala de la Revolución Francesa, la expresión trascenderá el lenguaje jurídico para adquirir su significado igualitario y democrático moderno como
reactualización del ideal la fraternidad1. De hecho, será este último término y no el de la
solidaridad el que acabará siendo proclamado por los revolucionarios franceses, no
siendo hasta los prolegómenos de la Revolución de 1848 cuando se inicie la politización
de este concepto. A partir de entonces, irá penetrando con fuerza en el lenguaje de algunas de las principales corrientes del pensamiento político europeo, en particular de la
social democracia y la democracia cristiana. En el plano de la filosofía moral, el término
no será empleado de forma explícita hasta comienzos del siglo veinte, cuando Hartman,
Bergson y, sobre todo Scheler, se sirvan del mismo para denotar la idea de que todos los
seres humanos conforman una comunidad moral mundial2. Por lo que se refiere al plano
jurídico, en la actualidad la solidaridad ha dejado de ser un elemento ligado exclusivamente al Derecho de obligaciones para aparecer, cada vez con más peso, en la teoría de
los derechos humanos (aunque solo sea en el plano de la fundamentación ética) y en el
Derecho Constitucional3.
A la vista de estas consideraciones previas, resulta conveniente distinguir la idea
del término solidaridad. Aunque con un significado algo diferente al de su versión moderna, la solidaridad posee una historia mucho más antigua, que se remonta a la concepción aristotélica, de la que arranca a idea de la solidaridad como amistad cívica, y, sobre
todo, al pensamiento estoico (Cicerón, Séneca), en el que se vincula a la idea más universal del amor y fraternidad entre los hombres. Posteriormente, en el cristianismo la
solidaridad aparecerá como un sentimiento de piedad, caridad y la fraternidad entre todos los hijos de Cristo4. Estaríamos ante lo que Peces-Barba designa como “solidaridad
de los antiguos”, que aparece exclusivamente como una virtud privada5. La transición
hacia la “solidaridad de los modernos” se iniciará en las grandes utopías humanistas del
Renacimiento (Moro, Campanella), así como en los debates sobre la humanidad y los
WILDT, A., “Solidarity: Its History and Contemporary Definition” en BAYERTZ, K (ed) Solidarity,
Kluwer, Dordrecht, 1999, pp 209; DE LUCAS, J., El concepto de solidaridad, Fontamara, México, 1993
y BRUNKHORST, H., Solidarity: From Civic Friendship to a Global Legal Community, MIT Press,
Cambridge, 2005.
2
BAYERTZ, K., «Four uses of “solidarity”» en BAYERTZ, K (ed), Solidarity, Kluwer, Dordrecht, 1994,
p.6.
3
DE LUCAS, J., El concepto de solidaridad, op.cit., p. 22.
4
BRUNKHORST, H., Solidarity: From Civic Friendship to a Global Legal Community, op.cit.
5
PECES-BARBA, G., “Seguridad jurídica y solidaridad como valores de la Constitución española” en
Derecho y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pp. 295-298 y
“La solidaridad” en PECES-BARBA, G., FERNÁNDEZ, E. y DE ASÍS, R., Curso de Derechos Fundamentales, Universidad Carlos III-BOE. Madrid, 1995, pp. 263-268.
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derechos de los indios desarrollados con motivo de la colonización del Nuevo Mundo.
La cristalización definitiva de esta solidaridad será, fundamentalmente, el fruto de la
reacción contra el individualismo de la nueva mentalidad económica desplegada por
Adam Smith y los teóricos de la economía política de la Escuela escocesa y su modelo
de sociedad caracterizado por la lucha por la existencia, la aceptación de las desigualdades, la instrumentalización meramente utilitaria de la fuerza de trabajo, la competitividad y la valoración del dinero6. Este espíritu anti-individualista terminará alimentando
la mística de la fraternidad de los revolucionarios franceses plasmada en el famoso lema
“libertad, igualdad y fraternidad”. Sin embargo, además de por sus reminiscencias religiosas que durante mucho tiempo arrastró esta noción, el hecho de que después de la
Revolución los derechos que finalmente aparecen en el frontispicio de la de la Declaración de 1789 sean “igualdad, libertad y propiedad” pone de manifiesto el reto que suponía para el liberalismo hacer compatible la solidaridad con el derecho de propiedad7.
A comienzos del siglo XIX los utopistas franceses y los filósofos sociales como
Fourier comenzarán a utilizar la solidaridad como un concepto que denota las actitudes
y relaciones caracterizadas por la simpatía recíproca entre los miembros de una misma
comunidad. Varios trabajos coinciden en señalar al saint-simoniano Pierre Leroux como
el primero en trasladar el término fuera de su significado jurídico y ético original y elaborar un concepto más sistemático. En Le Humanité y La Grevé de Samarez (1863)
dirá: “Yo fui el primero en tomar de los juristas el término solidaridad para introducirlo
en la filosofía; es decir, en mi opinión en la religión; quise sustituir la caridad del cristianismo por la solidaridad humana”. Como se aprecia, su propósito era secularizar la
virtud cristiana de la caridad y convertirla en un concepto laico. La solidaridad deja de
ser piedad, conmiseración, compasión, que connotan un rebajamiento del otro, para
convertirse así en un sentimiento de amor y amistad entre iguales. Se convierte en la
virtud social y el deber social por excelencia, adquiriendo un carácter necesario, superando el subjetivismo y la voluntariedad o arbitrariedad que revestía la caridad o benevolencia8. Este nuevo enfoque será también adoptado por Bourgeois en su Essai
d´une philosophie du solidaritè, donde señala que la solidaridad es un término tomado
de la biología que desbanca a la caridad como sentimiento de cara a lograr la unidad
entre los hombres9.
En su amplio y detallado estudio de Peces-Barba no alude al que cabe considerar
como una de las aportaciones fundamentales en la construcción moderna del valor de la
solidaridad: el pensamiento de E. Durkheim. Siguiendo los pasos de Comte y Bourgeois, este padre de la sociología moderna se va a convertir en el teórico de la solidaridad
por excelencia. Como concluye al final del prefacio de la primera edición de La división
del Trabajo social, su propósito es responder al siguiente interrogante: “¿cómo es posiPECES-BARBA, G., “Seguridad jurídica y solidaridad como valores de la Constitución española”, cit.,
p. 301; CAMPS, V., “La solidaridad” en Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1993, pp. 33 y GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, Sistema 101,
1991, pp. 123-135.
7
CAMPS, V., “La solidaridad”, cit., p. 36.
8
STJERNØ, S., Solidarity in Europe: The History of an Idea, Cambridge University Press, Cambridge,
2004, p. 29; LOSANO, M., «La cuestión social y el Solidarismo francés: actualidad de una antigua doctrina» en LOSANO (ed), Solidaridad y Derechos Humanos en Tiempos de Crisis, trad. de C. Lema, Cuadernos del Instituto Bartolomé de las Casas, Dykinson-Universidad Carlos III, Madrid, 2009, pp. 15-36 y
AMENGUAL, G., “La solidaridad como alternativa”, Revista Internacional de Filosofía Política, 1993,
pp. 136.
9
SÁNCHEZ, G., Pity in Fin-de- Siècle in France. Liberté, Egalité Pitié, Greenwood Publishing, 2004, p.
146.
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4
ble que, al mismo tiempo que se hace más autónomo, dependa el individuo más estrechamente de la sociedad? ¿Cómo puede ser al mismo tiempo más personal y más solidario, puesto que es indudable que esos dos movimientos, por contradictorios que parezcan, paralelamente ser persiguen?”10. Su preocupación es cómo lograr que las libertades individuales surgidas de la disolución de la sociedad tradicional no resulten incompatibles con la existencia de una conciencia colectiva de cuya regulación social y
moral depende la existencia misma de la sociedad. Influido por el descubrimiento de
Gide de que en el curso del cambio social se pasa de una solidaridad natural u obligatoria (solidarité de fait) a una solidaridad general o deseada (solidarité-devoir), Durkheim
responde al interrogante anterior distinguiendo entre solidaridad mecánica y solidaridad orgánica (1995, cap.III). La primera es la que se basa en las semejanzas, en la identidad. En esta forma de solidaridad, existe un vínculo directo entre el individuo y la sociedad de pertenencia, con la que comparte el sistema de creencias y valores que constituyen la conciencia común del grupo. La personalidad individual está “diluida”, difuminada, en la estructura social absorbente, siendo la semejanza lo que asegura la cohesión
social. La orgánica es, por el contrario, la interdependencia derivada de la complejidad y
diferenciación resultantes de la división del trabajo. En la primera, la sociedad aparece
como un conjunto organizado de creencias y de sentimientos comunes a todos los
miembros del grupo. Por el contrario, la sociedad en la que se es solidario en el segundo
tipo aparece como un sistema de funciones y especiales que tienen unas relaciones definidas11.
Si, particularmente en la Francia de los años treinta y cuarenta del siglo XIX, la solidaridad se identifica con la cohesión social, el término se va a afianzar en la década de
los sesenta entendido como solidaridad de los trabajadores. No en vano, uno de los mayores impulsos de los ideales solidarios se produce en el seno de los movimientos socialista y anarquista12 y, por el contrario, los planteamientos más críticos con ella surgen
entre pensadores conservadores como Gustave Le Bon, que rechazan la sustitución propuesta por Lerroux de los sentimientos de la caridad y la piedad por el vínculo social de
la solidaridad13. Entre los anarquistas, Proudhon desarrolla la idea de mutualidad, es
decir, de la reciprocidad y la cooperación entre trabajadores, propugnado la fundación
de asociaciones de ayuda (mutuelles), de preformas de seguridad social y de sindicatos.
De forma más explícita y con un profundo sentido ético, Kropotkin se referirá a la solidaridad como la razón más poderosa para la cohesión social. Para él, la ayuda mutua
entre las personas sería instintiva, y por lo tanto, la solidaridad formaría parte de la herencia evolutiva humana ya observable en el mundo animal: “En toda agrupación animal la solidaridad es una ley (un hecho general) más importante que esa lucha por la
existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses en todos los tonos a fin de embrutecernos”14. Empero será desde las filas del socialismo jacobino (Blanc), la socialdemocracia
(Bernstein, Lasalle) y, ya en el siglo veinte, entre los austromarxistas (Renner, Adler,
Bauer), donde con más fuerza se reclame el valor de la solidaridad entre los trabajadores. Todos ellos la reclamaran no sólo como un valor corrector de la instrumentalización
del trabajo y la desintegración de los lazos comunitarios que ha traído consigo la economía industrial capitalista, sino también como un cierto desmarque de los planteamien-
10
DURKHEIM, E., La división del trabajo social, trad. de C. Posada, Akal, Madrid, 1995, pp. 45-46.
DURKHEIM, E., La división del trabajo social, op.cit., pp. 152-153.
12
PECES-BARBA, G., “Seguridad jurídica y solidaridad como valores de la Constitución española”, cit., p.
305.
13
SÁNCHEZ, G., Pity in Fin-de- Siècle in France. Liberté, Egalité Pitié, op.cit., p. 148.
14
KROPOTKIN, P., La moral anarquista, El Cid Editor, Santa Fé, 2003, p. 41.
11
5
tos excesivamente antagonistas e individualistas de los líderes revolucionarios. A partir
de un socialismo basado en el estudio científico de la economía, que no cree en la revolución violenta (a la vuelta de su exilio en Londres en 1870 no apoyará a la Comuna de
París) y se vale del asociacionismo y la democracia basada en el sufragio universal,
Blanc rechazará la lucha de clases proponiendo la sustitución del “antagonismo ardiente
de los intereses” por el principio de la hermandad y fraternidad que los primeros revolucionarios no habían sabido poner en práctica (Organisation du travail 1839). Fruto de
esta fraternidad y solidaridad obrera propugnará la creación de cooperativas de producción (no de consumo), los fracasados Talleres Nacionales. Por su parte Berstein sostendrá en El Movimiento obrero (Die Arbeiterbewegung, 1910) que “ningún otro principio
o idea ejerce mayo fuerza en el movimiento de la clase trabajadora que el reconocimiento de que es necesario ejercer la solidaridad. Todos los otros grandes principios del Derecho social –ya sea la igualdad o la libertad– palidecen en comparación con el primero”15.
1.2. Dimensiones y problemas del concepto de solidaridad
En conclusión, en los orígenes del concepto moderno de solidaridad se combinan,
fundamentalmente, las nociones de la caridad cristiana, la retórica revolucionaria sobre
la fraternidad y la noción de unión y ayuda mutua propia de la clase trabajadora del siglo XIX. A partir de ese momento, la solidaridad irá convirtiéndose en una expresión
dotada de un gran potencial simbólico y una fuerte emotividad favorable fomentando,
como suele ser habitual en tales casos, un uso demasiado promiscuo de la expresión
(hoy en día no solo se habla de derechos humanos de solidaridad o de deberes de solidaridad sino también de empresas solidarias, centros solidarios, gestos y acciones solidarios, campañas solidarias, comercio solidario, personas solidaria e, incluso, de carreras,
fiestas o partidos deportivos solidarios). Por esta última razón, además de por tratarse
de un término relativamente reciente, no muy frecuente ni central en la ética, y, sobre
todo, por la dificultad que entraña para la filosofía política (mucho más familiarizada
con los deberes negativos defensivos de las libertades individuales) incorporar obligaciones y responsabilidades positivas mucho menos vinculantes e indeterminadas16, el de
la solidaridad termina por resultar ser un concepto de perfiles borrosos. Se trata de un
término que ofrece acepciones muy variadas y parcialmente diferentes, ya que se le emplea tanto para referirse a la cohesión de un grupo, como a las obligaciones derivadas de
la ciudadanía, a los vínculos familiares, a las expresiones de simpatía, a las luchas por la
liberación, o a la común vulnerabilidad al sufrimiento o la privación17. Como concepto
moral, la solidaridad ha sido concebida como una virtud pública y/o privada, un deber,
un sentimiento, una relación, un tipo de acción y un principio o valor. Un rápido examen de algunos intentos de delimitar el significado de la solidaridad muestra lo lejos
que se halla la filosofía práctica de coincidir en un concepto unívoco.
“El punto de partida de la solidaridad –sostiene Peces-Barba– es el reconocimiento
de la realidad del otro y la consideración de sus problemas como no ajenos, sino susceptibles de resolución con la intervención de los poderes públicos y de los demás”18. Para
WILDT, A., “Solidarity: Its History and Contemporary Definition” en BAYERTZ, K (ed) Solidarity,
Kluwer, Dordrecht, 1999, pp. 214 y STJERNØ, S., Solidarity in Europe: The History of an Idea, op.cit.,
pp. 45-51.
16
BAYERTZ, K., «Four uses of “solidarity”» en BAYERTZ, K (ed), Solidarity, Kluwer, Dordrecht,
1994, p. 4.
17
SCHOLZ, S., “Political Solidarity and Violent Resistance”, Journal of Social Philosophy, 38, 1, 2007,
pp. 19.
18
PECES-BARBA, G., “La solidaridad”, cit., p. 279.
15
6
otros sería “el valor que consiste en estar unido a otras personas o grupos, compartiendo
sus intereses y sus necesidades, en sentirse solidario del dolor y sufrimiento ajeno”19.
Por su parte GG. Amuchastegui entiende por ser solidario “asumir como propio el interés de un tercero”20. En un sentido más abstracto, Vidal señala que todas las formas de
solidaridad comparten una raíz común consistente en la apertura hacia el otro y en el
reforzamiento de los lazos de cohesión social21. Como señala también Rorty, la solidaridad exigiría que “extendamos nuestro sentido del nosotros a personas que antes hemos
considerado como ellos”22. En definitiva, la solidaridad podría ser definida bien como la
tarea o capacidad de expandir la incumbencia moral de un individuo o grupo hasta abarcar las necesidades más básicas de todos aquellos individuos o grupos víctimas de una
situación de privación, opresión o injusticia, o que luchan por acabar estas, bien como
una razón para asumir este tipo de expansión de la incumbencia moral.
1.2.1. La solidaridad como hecho y como valor
Uno de los factores que explicaría alguna de las principales dificultades para alcanzar un concepto más preciso de la solidaridad es que este término es usado indistintamente en un sentido normativo o descriptivo. En el primero, la solidaridad es concebida, bien como una virtud muy próxima a la compasión, la caridad o el altruismo, bien
como la obligación o predisposición a ayudar de forma desinteresada a ciertas personas
o grupos, tanto de forma privada o sumándose a alguna acción colectiva desarrollada
por los poderes públicos o el tercer sector, bien como la actitud para hacer tales cosas.
En el segundo, tal y como supo certificar Durkheim, la solidaridad constituye una especial forma de entender los vínculos identitarios, sentimentales o afectivos que unen entre sí a los miembros de un grupo y, en un sentido más amplio y débil, a los individuos y
colectivos con otras personas y grupos. El concepto de solidaridad, tal y como concluye
Bayertz “está relacionado con el concepto de comunidad”23. Gould habla por ello de la
necesidad de “socializar” la noción de solidaridad y Habermas de que “la solidaridad se
refiere al bienestar de compañeros hermanados en una forma de vida compartida intersubjetivamente”24. Ahora bien, que la solidaridad suponga identificación mutua y compartir determinadas características, sentimientos o proyectos, no autoriza a deducir que
sea algo exclusivo de las comunidades densas propias de los planteamientos comunitaristas, o para decirlo en términos durkheimnianos, que toda solidaridad sea solidaridad
mecánica. Como escribe G. Amuchastegui, en ningún caso la defensa del principio de
solidaridad debe confundirse con planteamientos defensores de la comunidad como un
todo orgánico con vida propia, distinta y superior a la de sus miembros25. Lo cierto, no
obstante, es que la solidaridad sería un concepto relacional, en el sentido de que presupone la existencia de otros grupos que serían rivales o adversarios. Empero, que la identificación con el grupo sea de alguna manera excluyente no significa que sea hostil hacia
los demás grupos, que incurra en la dialéctica amigo-enemigo, sino que, tal y como seCAMPS, V., “La solidaridad”, cit., p. 32.
GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, Sistema 101, 1991, p. 126.
21
VIDAL, E., “Sobre los derechos de solidaridad. Del Estado Liberal al Estado democrático de Derecho”,
Anuario de Filosofía del Derecho, X, 1993, p. 94.
22
RORTY, R., Contingencia, ironía y solidaridad, trad. De A. E. Sinnot, Paidós, Barcelona, 1991, p. 210.
23
BAYERTZ, K., “Four uses of “solidarity”” en BAYERTZ, K (ed), Solidarity, Kluwer, Dordrecht,
1994, p. 26.
24
HABERMAS, J., La inclusión del otro: estudios de teoría política, trad. de J.C. Velasco y G. Vilar,
Barcelona, Paidós, 2002, p. 41.
25
GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, cit., p.
129.
19
20
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ñala Mouffé, la solidaridad sería agonista en lugar de antagonista26. Lo cierto es que,
con dicho término puede estar haciéndose referencia a cuatro formas de vinculación
humana y social bastante diferentes, como se pone de manifiesto en la distinción por
parte de Bayert de cuatro usos del término: a) la relación entre los seres humanos concebidos como una gran comunidad moral; b) el “cemento interno” que mantiene a una
sociedad unida. Este puede ir desde el tipo de amistad cívica de la que hablaba Aristóteles, a las formas más anónimas de interconexión características de las sociedades modernas; c) el vínculo derivado de la defensa intereses comunes. En este caso, el término
abarca desde manifestaciones negativas (banda de criminales) a otras más positivas
(movimientos sociales de trabajadores, mujeres, ecologistas, etc.); d) los vínculos entre
compatriotas que permiten sostener los programas redistributivos y asistenciales del
Welfare State27. Lo que distinguiría al tipo de vínculo típico de solidaridad de las vinculaciones naturales características del cuidado y amor familiar es que se articula a través
del compromiso con alguna causa o idea. El elemento distintivo del vínculo social de la
solidaridad respecto al amor o la camaradería entre amigos es que se basa en la conciencia de una causa común, un objetivo social valioso, o un pasado o destino futuro compartido. En este sentido, la solidaridad tendría un carácter “ideológico”28.
Las definiciones con las que iniciamos este epígrafe no terminan de dar cuenta de esta doble dimensión de la solidaridad. Sí lo hacen algunos trabajos, sobre todo en el ámbito angloamericano y germánico, que han tratado de integrar de forma mucho más explícita ambas proyecciones en el concepto de solidaridad29. Por ejemplo, Scholz señala
las tres siguientes características de aquello a lo que se refiere como “relación moral de
solidaridad”: a) es una mediación entre el individuo y la comunidad que no tiene por
qué se contraria a la autonomía pero sí al individualismo; b) Es una forma de unidad.
Sin llegar a constituir formalmente un grupo, algo une a las personas; c) En tercer lugar,
y quizás su rasgo más distintivo, conlleva obligaciones morales positivas30. También
Vargas-Machuca da cuenta de esta doble dimensión cuando señala que “además de un
hecho social, la solidaridad se proyecta, sobre todo, como una referencia normativa que
contiene pautas morales, compromisos políticos y constricciones políticas e institucionales”31.
1.2.2. La solidaridad como acción colectiva y como virtud
Un segundo aspecto que se presenta problemático a la hora de alcanzar un concepto de la solidaridad es el relativo al tipo de acción moral que exige a los sujetos que pretenden o deben ser solidarios. Un buen punto referencia para abordarlo lo ofrece la definición de la solidaridad por la que aboga Javier de Lucas: “para asumir los intereses de
los otros como propios no nos hace falta la solidaridad. La solidaridad requiere no sólo
asumir los intereses sin quebrar su propia identidad, ni aún asumir los intereses del grupo (la vieja intuición romana de la res comunis omnium), sino asumir también la resMOUFFÉ, C., “Politics, Democratic Action, and Solidarity,” Inquiry. An Interdisciplinary Journal of
Philosophy, 38, 1995, pp. 99-108.
27
BAYERTZ, K., “Four uses of “solidarity””, cit., p. 3 y ss.
28
HEYD, D., “Justice and Solidarity”, Journal of Social philosophy, 38, 1, 2007, pp. 118.
29
BAYERTZ, K., “Four uses of “solidarity””, cit., p. 3; GOULD, C., “Transnational Solidarities”, Journal of Political Philosophy, 38, 1, 2007, p. 149 y RIPPE, K., “Diminishing solidarity”, Ethical Theory
and Moral Practice, 1, 1998, p. 371.
30
SCHOLZ, S., “Political Solidarity and Violent Resistance”, Journal of Social Philosophy, 38, 1, 2007,
pp. 18-20.
31
VARGAS-MACHUCA, R., “Solidaridad” en CEREZO, P. (ed), Democracia y virtudes políticas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005, p. 318.
26
8
ponsabilidad colectiva. En otros términos, se trata de la lógica de la acción colectiva,
esto es, de asumir como propios los intereses del grupo, es decir, de lo público, lo que es
de todos”32. De Lucas parece circunscribir así el ámbito de la solidaridad a la disposición a contribuir (a través de los impuestos u otras prestaciones económicas o personales) a los bienes públicos, y deja fuera la acepción de la solidaridad como un comportamiento, deber o compromiso privado frente a quienes experimentan una situación de
privación o necesidad, preferentemente los más próximos y similares a nosotros, pero
también individuos diferentes y más lejanos y, eventualmente, cualquier ser humano. En
la misma línea, Stjernø estipula que entendamos por solidaridad “la predisposición para
compartir los recursos con los otros a través de la contribución personal en favor de
quienes luchan o se hayan necesitados a través de los impuestos y la redistribución organizada por el Estado”. A su juicio, la solidaridad exige estar preparados para la acción
colectiva y la voluntad para institucionalizarla a través de los derechos y la ciudadanía33.
Otras concepciones consideran que, además de esta predisposición a contribuir a lo
púbico y colectivo, la solidaridad también sería una virtud privada. Desde esta óptica, el
hecho de que la solidaridad pueda ser coordinada y organizada a través de una acción
colectiva (estatal, por parte de organizaciones sociales o supraestatal), no puede eliminar el componente moral personal de reconocimiento y consideración hacia los intereses
y situación de los otros que caracteriza a la solidaridad como virtud. Como escribe Vargas-Machuca, “sin la presencia de ciertos componentes de voluntariedad y espontaneidad no cabe hablar propiamente de solidaridad”. A juicio de este autor, “la completa
transferencia de la responsabilidad social de los individuos a agencias públicas o privadas ahoga la dimensión distintiva de la solidaridad en tanto que disposición personal al
cultivo de actitudes y hábitos valiosos hacia a comunidad y hacia los otros”34. Cabría
sostener, pues, que la acción colectiva o las instituciones pueden servir para evitar la
duplicación de esfuerzos y la cooperación moral imperfecta y hacer más eficaz la asistencia a quienes merecen nuestro reconocimiento y consideración, pero no para eliminar
o diluir por completo en lo público o colectivo las responsabilidades individuales de
respeto y ayuda que se derivan de la capacidad imaginativa para ponerse en el pellejo de
los otros. Puede, incluso, que el desarrollo de estructuras de solidaridad, e incluso su
estatalización, hayan provocado, en algunos casos, que la solidaridad como virtud o
deber individual haya derivado hacia unas obligaciones indirectas en sentido más o menos débil (mediadas, canalizadas por las instituciones) o fuerte (deber de apoyar instituciones que hagan posible la asistencia de los más desfavorecidos y no directamente de
ayuda a estos). Empero, la obligación individual permanece como el fundamento ético
de todas estas exigencias derivadas de la primera únicamente por razones de utilidad y
eficiencia.
La imposibilidad de eliminar dicho componente de voluntariedad, espontaneidad y
virtud privada en la definición de la solidaridad explicaría que, en la cultura anglosajona, ésta resulte prácticamente indistinguible del altruismo, así como la tesis de Camps
de que la solidaridad es una virtud compensatoria de las insuficiencias e imperfecciones
de la justicia. Con esta última expresión no trata de hacer referencia únicamente al hecho de que la justicia necesita el complemento de la solidaridad, sea cual sea el grado de
realización que haya alcanzado en el sentido de que, allí donde no hay justicia, aparece
la caridad, la solidaridad. Esta última sí sería la tesis que, en el plano global o trasnacio-
32
DE LUCAS, J., El concepto de solidaridad, Fontamara, México, 1993, pp. 29-30.
STJERNØ, S., Solidarity in Europe: The History of an Idea, op.cit., p. 2.
34
VARGAS-MACHUCA, R., “Solidaridad”, cit., p. 318.
33
9
nal suscribe Gould. Esta admite que la solidaridad entre individuos y grupos más allá de
las fronteras representa una forma de altruismo que conviene organizar a través de las
instituciones. Empero, cuando estas fracasan a la hora de proporcionar la ayuda destinada a la satisfacción de las necesidades básicas, la solidaridad con los otros, especialmente en el contexto de las interdependencias globales cada vez más visibles, exige que
demos un paso más e intentemos ayudar a que los otros puedan satisfacer sus derechos
humanos básicos35. Frente a ello, lo que defiende Camps es que “incluso donde hay justicia, tiene que haber caridad”. Si, como ya pusiera de manifiesto Hume, la justicia es
inevitablemente general y abstracta, no puede ser plenamente realizada y la vida misma
es injusticia, puede concluirse que “la justicia no es perfecta, ni constituye la totalidad
de la ética”36. Muy próximo a este planteamiento se encontraría la perspectiva habermasiana para la que, más que la compensación de la justicia, la solidaridad sería el complemento, el envés, “la cruz de la moneda de la que la justicia es la cara”37. Habermas
introduce su concepción de la solidaridad en respuesta a la tesis de Kohlberg de que el
complemento de la justicia sería la benevolencia. Para el profesor de Frankfurt, existe
una estrecha relación entre la preocupación por el bien del prójimo y el interés por el
bien común, ya que la justicia hace referencia al individuo, en tanto la solidaridad tiene
que ver con el individuo que comparte la vida intersubjetivamente. Por eso concluye:
“toda moral autónoma tiene que desempeñar simultáneamente dos tareas: hace valer la inviolabilidad de los individuos socializados, exigiendo igualdad de trato y por tanto igual respeto por la dignidad de todos y cada uno; proteger las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco exigiendo la solidaridad de los individuos en tanto que son miembros de una comunidad en la que han sido
socializados. La justicia hace referencia a la igualdad de libertades de unos individuos que no pueden
delegar su representación en nadie y que se autodeterminan, mientras que la solidaridad está referida
al bien de los camaradas hermanados en una forma de vida compartida intersubjetivamente, y por tanto también a la conservación de la integridad de una forma de vida misma. Las normas morales no
pueden proteger una cosa si la otra: no pueden proteger la igualdad de los derechos y libertades del individuo sin hacer lo propio con el bien del prójimo y de la comunidad a la que pertenecen”38.
2. LA SOLIDARIDAD COMO FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS
La solidaridad ha sido señalada como uno de los valores que serviría para fundamentar y, sobre todo, para impulsar la positivación y garantía tanto de los derechos de
segunda generación como, de un modo quizás más evidente aún, los derechos de tercera
y cuarta generación. Como es sabido, estos últimos parten de la constatación de la existencia de riesgos y problemas de carácter planetario que precisan ser afrontados, no solo
ni principalmente, en el en el plano doméstico sino también, y sobre todo, en el internacional. Al acuñar en 1972 la expresión “derechos de solidaridad”, el jurista checo Vasak
pretendía poner de manifiesto tanto el carácter colectivo de estos derechos, en contraste
con el individual de los de la primera y segunda generación, como el hecho de que debido a la interdependencia global su característica esencial era que sólo podían ser realizados por los esfuerzos combinados de todos los actores sociales: individuos, Estados,
asociaciones públicas y privadas, y la comunidad internacional.
GOULD, C., “Transnational Solidarities”, cit., p. 161.
CAMPS, V., “La solidaridad”, cit., pp. 33-34.
37
HABERMAS, J., “Justicia y solidaridad. Una toma de posición en la discusión sobre la etapa 6” en
Aclaraciones a la ética del discurso, trad. de J. Mardomingo, Trotta, Madrid, 2000, p. 79.
38
Ibídem, p. 76.
35
36
10
Además de nuevas formas de titularidad y nuevos instrumentos de tutela, los derechos de la tercera generación precisarían también de una nueva fundamentación. Si la
libertad fue el valor guía de los derechos de la primera generación y la igualdad la de los
la segunda, los derechos de la tercera generación tendrían como principal valor de referencia la solidaridad. Estos exigirían para su realización una comunidad de esfuerzos y
responsabilidades a escala planetaria, ya que sólo mediante un espíritu solidario de sinergia, es decir, de cooperación y sacrificio voluntario y altruista de los intereses egoístas será posible satisfacer plenamente las necesidades y aspiraciones globales relativas a
la paz, la calidad de vida o la libertad informática39. Aunque, la solidaridad no sea el
dominio exclusivo de ninguna categoría de derechos en particular40, ya que también los
derechos humanos de la primera y segunda generación plasman este valor, “quizá los
derechos de la tercera generación requieran de la solidaridad en un grado mayor”41.
Una de las principales aportaciones de la solidaridad en el plano de la fundamentación de los derechos habría sido corregir la visión del hombre como un individuo abstracto, libre y autónomo, movido únicamente por el egoísmo, que caracterizó al contractualismo clásico. La forma de concebir la relación entre el poder político y la sociedad
civil propia de éste termina hipostasiando el individualismo posesivo del que habla
Macpherson, para el que todo tipo de relación que pueda contraerse con los demás no
entiende otra lógica que la del interés propio. Una postura de este tipo resulta muy difícil de encontrar hoy al margen de los planteamientos típicos del neolibertarismo. El contractualismo actual parece haberse alejado definitivamente de esta visión, tal y como se
pone de manifiesto en la obra de quien ha sido su principal portavoz durante las últimas
décadas: John Rawls. En su teoría de la justicia, los sujetos en la posición originaria
“son individuos solidarios, pues al elegir los principios de justicia, suponen que pueden
ocupar el lugar del natural y socialmente peor situado”42. El «velo de ignorancia» no
sería únicamente garantía de la imparcialidad sino también de la solidaridad. Rawls admite que, a diferencia de la igualdad y la libertad, la idea de solidaridad es un concepto
que ha tenido poca suerte dentro de la teoría democrática: resulta difícil de determinar,
ya que no es un concepto específicamente político y, más que definir algún derecho, lo
que hace es transmitir ciertas actitudes teóricas e implicar un sentido de la amistad cívica y la solidaridad moral. Ello no le impide concluir que el principio de diferencia no
sólo se basa en la idea de reciprocidad o beneficio mutuo, y alcanza algunos objetivos
del principio de compensación sino que, además, proporciona una interpretación del
principio de fraternidad43. Si, además, se opta por defender una interpretación del principio de diferencia próxima al conocido como “igualitarismo global de la suerte”, aumentarían las razones para aproximarlo a la humanidad, la solidaridad y la compasión.
Empero, la evolución de posterior del pensamiento de Rawls, plasmada en la edición
corregida de Justice as fairness, al reforzar el peso de la reciprocidad entre conciudadanos en la justificación de la rectificación de la desigualdades sociales y económicas44, ha
39
PÉREZ LUÑO, A.E, La tercera generación de derechos humanos, Aranzadi, Pamplona, 2006, p. 34.
CANÇADO TRINDADE, A., “Derechos de solidaridad» en Estudios básicos de derechos humanos I”,
San José, Instituto Interamericano de Derechos Humanos-Comunidad de la Unión Europea, 1994, p. 63.
41
GROS ESPIELL, H., “Introduction” en BEDJAOUI, M (ed), International Law: Achievments an propstects, Unesco-Martinus Nijhogff, Dordrecht, 1991, p. 1169.
42
GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, cit., p.
130.
43
RAWLS, J., A Theory of Justice, edición revisada, The Belknap Press of Harvard University Press,
Massachusetts, 1999, pp. 90-91.
44
RAWLS, J., Justicia como equidad. Una reformulación, trad. de A. de Francisco, Paidós, Barcelona,
2002, p. 190.
40
11
alejado al igualitarismo de Rawls de esa versión compensadora del azar, y fomentado,
más bien, una vinculación del principio de diferencia a, únicamente, una concepción
reforzada de la solidaridad entre compatriotas.
Decíamos anteriormente que la solidaridad sería un valor o perspectiva que estaría
presente tanto en los derechos de la segunda como, sobre todo, de la tercera y cuarta
generación. En relación con los primeros, Losano ha mostrado el papel tan destacado
que habrían desempeñado las teorías solidaristas, alumbradas en Francia durante el siglo
XIX a la hora de impulsar la protección de los derechos de los trabajadores y en el surgimiento de los Estados sociales o del bienestar después de la Segunda Guerra Mundial45. Por su parte Van Parijs ha asociado las políticas redistributivas del Estado social
al valor de la solidaridad económica, a la que define como la institucionalización de una
serie de transferencias de los miembros ricos de una sociedad a los miembros pobres de
la misma46. Por otro lado, entre las problemáticas que tratan de ser afrontadas a través
de los derechos de tercera y cuarta generación en las que más palpable aparece la dimensión solidaria de los mismos sobresalen la protección de las generaciones futuras, la
crisis ecológica, los desafíos derivados del uso de las nuevas tecnologías y, sobre todo,
la globalización47. También en la solidaridad se fundamentaría el reconocimiento y
desarrollo de la protección de los derechos de las personas con discapacidad48.
3. DE LOS DERECHOS A LOS DEBERES DE SOLIDARIDAD.
La visión sutil de las ricas, complejas y casi siempre inadvertidas dimensiones
normativas del valor solidaridad sugerida por Peces-Barba apenas han tenido eco en la
filosofía política y jurídica posterior, en la que resulta casi imposible encontrar trabajos
que aludan a la solidaridad como uno de los fundamentos centrales de los derechos humanos. Principios como los de igualdad, inviolabilidad de la persona, dignidad humana,
autonomía personal, democracia o seguridad aparecen como los valores más usualmente
empleados en dicha tarea de fundamentación de los derechos. Es más, destacadas voces
de la filosofía jurídica española han cuestionado que la solidaridad pueda ser un valor
que permita fundamentar derechos y no únicamente deberes49. Una forma de tratar de
superar este problema ha sido señalar que la solidaridad, a diferencia de otros valores
como la igualdad, la dignidad o la libertad, no puede fundamentar directamente derechos sino indirectamente a través de deberes positivos. Estos tendrían, como correlato,
derechos que podríamos fundar así en el principio de solidaridad50.
El pensamiento ético y político ha dedicado un especial interés a las responsabilidades éticas intergeneracionales, en particular al derecho de las generaciones futuras a
LOSANO, M., “La cuestión social y el Solidarismo francés: actualidad de una antigua doctrina”, cit.
VAN PARIJS, P., “Cultural diversity against economic solidarity” en VAN PARIJS, P., (ed), Cultural
Diversity versus Economic Solidarity Proceedings of the Seventh Francqui Colloquium, De Boeck, Bruselas, 2004, p. 375.
47
RODRÍGUEZ PALOP, M.E., La nueva generación de derechos humanos: origen y justificación,
Dykinson, Madrid, 2002, p. 326.
48
CAMPOY CERVERA, I., “La discapacidad y su tratamiento conforme a la Constitución española”, en
CAMPOY CERVERA, I. y PALACIOS, A., Igualdad, no discriminación y discapacidad: una visión
integradora, Dykinson, Madrid, 2007, p. 180.
49
FERNÁNDEZ, E., “Estado, sociedad civil y democracia” en FERNÁNDEZ, (coord), Valores, derecho
y Estado a finales del siglo XX, Dykinson-Universidad Carlos III, Madrid, 1996, p. 146 y ARA PINILLLA, I., «El significado de la solidaridad como valor fundante de los derechos humanos» en DE JULIOS CAMPUZANO, A (ed), Dimensiones jurídicas de la globalización, Dykinson, Madrid, 2007, p. 58.
50
VIDAL, E., “Sobre los derechos de solidaridad. Del Estado Liberal al Estado democrático de Derecho”,
Anuario de Filosofía del Derecho, X, 1993, p. 105 y PECES-BARBA, G., “La solidaridad”, cit., p. 280.
45
46
12
heredar un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado, y a los deberes positivos
generales. Las primeras se convertirán en uno de los principales temas de debate durante la década de los setenta del siglo pasado. En ellas la solidaridad aparece como un
valor o razón para tratar de superar los principales escollos que conlleva afirmar que las
generaciones futuras tienen derechos o son los beneficiarios de deberes negativos y, en
algunos casos, positivos: que sus titulares no existen51, que no se basan en la reciprocidad, o que ello entrañaría una forma no justificada de paternalismo. Como concluye
Rodríguez Palop, cualquiera que sea la senda por la que transitemos, parece que los intereses de las generaciones futuras han de ser considerados en nuestro discurso moral y
político y que pueden fundamentar la existencia de un deber de acción y no sólo de omisión en aquellos que tienen la capacidad y la posibilidad de decidir sobre cuestiones que
les afectan directamente52. La solidaridad sería también uno de los valores subyacentes
a la tesis de la communis possesio de la tierra por parte de toda la humanidad (de origen
estoico e inspiradora también del cosmopolitismo kantiano), según la cual a cada persona debería atribuirse prima facie un mismo derecho a compartir los recursos mundiales.
Si como vimos anteriormente, la solidaridad sería el valor que impulsaría la noción de
“función social de la propiedad”, con los límites que ello supone la para la concepción
tradicional del propietario como dominus53, la communis possesio funciona como un
límite al uso que pueden hacer las generaciones presentes de los recursos naturales y el
medioambiente54.
Además de como valor impulsor de las responsabilidades éticas intergeneracionales,
la solidaridad aparece como uno de los candidatos mejor situados para justificar deberes
positivos generales55. Dichos deberes serían aquellos cuyo contenido es una acción de
asistencia al prójimo que requiere un sacrificio trivial y cuya existencia no depende ni
de la identidad del obligado, ni la del (de los) destinatario (s), ni tampoco es el resultado
de ninguna relación contractual previa56. La vinculación entre los deberes positivos generales y la solidaridad se haría más evidente aún en el caso de que los primeros sean
concebidos como deberes de beneficencia o humanidad. Estos pueden ser definidos
como exigencias que, además de anteriores o independientes de cualquier vínculo o
interacción especial entre las personas y/o las sociedades o de algún principio de reciprocidad o fair play necesario para hacer que posible la cooperación social, surgirían de
la preocupación que hemos de tener por las necesidades básicas de todas las personas
por el mero hecho de serlo57. Tales deberes aparecen como la proyección lógica en el
plano normativo del paso de un modelo de sociedad política lockeana, en la que el Derecho se limita a desempeñar tareas represivas y protectoras de la libertad entendida
como no injerencia, a un Estado social que asume tareas promocionales de la libertad e
igualdad de los ciudadanos.
FEINBERG, J., “The Rights of Animals and Unborn Generations” en SAUFER LANDAU, R (ed),
Ethical Theory: an Anthology, Blackwell, Oxford, 2007, p. 411.
52
RODRÍGUEZ PALOP, M.E., La nueva generación de derechos humanos: origen y justificación, op.cit.,
p. 345.
53
DE LUCAS, J., El concepto de solidaridad, op.cit., p. 30.
54
GOODIN, R., Protecting The Vulnerable, University of Chicago Press, Londres, 1985, p. 176.
55
GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, cit., p.
134 y ASIS ROIG, R. de, «Derechos humanos, inmigración y solidaridad razonable», en MIRAUT
MARTIN, L., Justicia, migración y Derecho, Dykinson, Madrid, 2004, p. 63.
56
GARZÓN VALDÉS, E., “Los deberes positives generales y su fundamentación”, Doxa. Cuadernos de
Filosofía del Derecho, 3, 1986, p. 17.
57
JONES, P., “Global international justice” en VALLS, A (ed), Ethics in International Affairs: Theories
an cases, Rowman and Littlefield, 2000, p. 180 y CAMPBELL, T., “Humanity before justice”, British
Journal of Political Science, 4, 1, 1996, p. 16.
51
13
Como es sabido, hace unos años se suscitó un interesantísimo debate en torno al fundamento y los límites que debían reconocerse a tales exigencias. Aunque se trata de
cuestiones estrechamente conectadas, la polémica giraba en torno a las dos siguientes
cuestiones: en primer lugar, cuál sería el mejor candidato para fundamentar tales deberes, si el principio general de no dañar en el que se sustentan los deberes negativos generales (Garzón), el principio de suficiencia (Casal), el de prioridad (Parfit), o el de la
asimetría entre el sufrimiento del que se rescata a las víctimas de la privación y la pérdida de bienestar del agente58 en segundo lugar, y quizás lo más decisivo en la práctica,
qué nivel de samaritarismo cabe imponer a los agentes a través de estas obligaciones sin
desdibujar la frontera entre la benevolencia debida y la supererogatoria59. Lo que nos
interesa destacar ahora es que la solidaridad aparecería como un valor que no permitiría
fundamentar por sí soplo ese tipo de deberes, pero sí reforzar la justificación de los
mismos60.
Entre las reflexiones y propuestas que ofrecen una respuesta moral a problemas globales como la pobreza y el hambre centrada en la noción de los deberes positivos generales y en el valor del altruismo y la solidaridad, ocupa un lugar destacado la visión de
la ética práctica ofrecida por Singer. Este autor ha defendido el polémico principio de
que quienes vivimos en condiciones de lo que podríamos denominar “riqueza absoluta”,
disfrutando de ingresos que sobrepasan lo necesario para satisfacer las necesidades básicas de uno mismo y de los suyos, tendríamos un deber moral de acabar con el sufrimiento de las personas que padecen hambre y miseria, aunque no nos una a ellas ningún
vínculo especial (asociativo, reparativo o contractual), ya sea político o jurídico sino,
simplemente, por tratarse de seres humanos. El principio en el que sustentaría la obligación de ayudar es el siguiente: «si está en nuestras manos evitar que ocurra algo muy
malo, sin sacrificar algo que se le pueda comparar moralmente, tenemos que hacerlo».
Se trataría, a juicio de Singer, de un principio que contaría con la aprobación tanto de
los consecuencialistas como de los no consecuencialistas61.
Además de por el tipo de fundamentación que propone y por el contenido tan heroicos que, a juicio de sus críticos, conllevaría actuar de acuerdo con la versión del principio de ayuda por la que aboga Singer, también se ha cuestionado la caracterización de
los deberes generales positivos singerianos de ayuda como deberes de solidaridad. En
opinión de Kolers, estos últimos, a diferencia de los de beneficencia, no serían deberes
privados de ayuda sino “de contraer obligaciones –o al menos de estar preparados para
contraerlas –en los proyectos de ciertos grupos”. Lo que la solidaridad comparte con el
principio de ayuda propuesto por Singer sería tanto la idea de que tenemos deberes sin
que obedezca a que hayamos llevado a cabo alguna conducta o acción especial, como
que ambos persiguen fortalecer e incrementar el número de las responsabilidades que
debemos afrontar. Empero, a diferencia de Singer, los deberes de solidaridad no recomiendan conductas heroicas o supererogatorias sino acciones colectivas62. También
Peces–Barba y, de un modo más marcado aún De Lucas, insisten en sus definiciones de
la solidaridad y, por extensión, de los deberes de solidaridad, en señalar que el tipo de
SINGER, P., “Ricos y pobres” en Ética Práctica, 2ª edición, trad. de R. Herrera Bonet, Cambridge
University Press, 1995, p. 285.
59
FISHKIN, J., “Las fronteras de la obligación”, Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, 3, 1986, pp.
69-82.
60
GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., “Notas para la elaboración de un concepto de solidaridad”, cit., p.
134 y KOLERS, A., “Dynamics of Solidarity”, The Journal of Political Philosophy, 2011, p. 6.
61
SINGER, P., “Ricos y pobres”, op.cit., p. 287.
62
KOLERS, A., “Dynamics of Solidarity”, cit., p. 4.
58
14
acción que exige este valor debería ser preferentemente una acción colectiva63. De ser
así, el cumplimiento de esas y otras exigencias de solidaridad no debería hacerse en un
contexto de aislamiento individual, sino que debería dejar paso al establecimiento de
algún mecanismo de coordinación de sus esfuerzos, de división del trabajo y delimitación de responsabilidades. Esto resultaría especialmente conveniente en situaciones a
gran escala, como la erradicación del hambre y la pobreza, en las que los individuos
solitarios son incapaces de determinar un resultado independiente de las acciones de los
demás. En tales contextos, a diferencia de las situaciones face to face, la determinación
de la cantidad sacrificio individual que sería necesario asumir para establecer el contenido del deber de ayuda no puede llevarse a cabo de manera aislada, sino únicamente en
el marco de una acción colectiva que coordine equitativamente los esfuerzos individuales. En estos casos, la alternativa a la solidaridad individual debería ser la solidaridad
organizada, ya que las instituciones pueden exigir a los individuos perezosos y no
cooperativos que cumplan con su deber de ayuda, al mismo que permitirían asignar deberes especiales a ciertos miembros del colectivo64.
Como respuesta a esta crítica al carácter solidario del deber de ayuda de Singer, serían trasladables las consideraciones desarrolladas en el epígrafe segundo relativas a los
inconvenientes que conlleva terminar diluyendo en las instituciones y en las acciones
colectivas la dimensión irreductiblemente individual, de voluntariedad, espontaneidad y
altruismo, que llevaría consigo la solidaridad como virtud.
4. LA SOLIDARIDAD COMO EXPANSIÓN TRASNACIONAL DE LA INCUMBENCIA MORAL
4.1. La solidaridad ¿comunitaria o global?
Tanto la perspectiva histórica con la que comenzamos, como las definiciones de la
solidaridad que se mueven en un plano preponderantemente descriptivo, ponen de manifiesto que ésta suele aparecer como una vinculación social, como una forma especial de
entender los vínculos que unen entre sí a ciertas personas, grupos y sociedades, como un
modo de cohesión grupal basado en algún nivel de compromiso consciente o voluntario
por parte de sus miembros. Este tipo de vinculaciones encajarían en la definición que
ofrece Mason de la solidaridad como la preocupación mutua entre los miembros de grupo en el que no existe ni explotación ni injusticia sistemática, y cuya principal consecuencia en el plano normativo sería la obligación de que sus respectivos intereses operen como una razón no instrumental en su razonamiento práctico65. La gran aportación
de la teoría durkheimniana, confirmada posteriormente por la teoría de la social choice,
y que explicaría que conserve su vigencia, habría sido pues la idea de que la solidaridad,
además de ser una virtud moral, representa un requisito para el buen funcionamiento de
la vida en común; que la actitud del gorrón, del free rider, representa una amenaza a la
larga para su reproducción estable. Entendida como un compromiso con una acción
colectiva y la protección de intereses grupales, la solidaridad implicaría la existencia de
normas de equidad (cumplir con los propios deberes, asumir la parte justa de las cargas,
63
DE LUCAS, J., El concepto de solidaridad, op.cit., p. 30.
LAPORTA, F., “Algunos problemas de los deberes positivos generales”, Doxa. Cuadernos de Filosofía
del Derecho, 1986, p. 61.
65
MASON, A., Community, Solidarity & Belonging: Levels of Community & Their Normative Significance, Cambridge University Press, 2000, p. 27.
64
15
etc.), de relaciones de confianza y de mecanismos de control que evitan la violación de
las normas del grupo66.
Uno de los escenarios en los que, en los últimos años, esta dimensión comunitaria o
social de la solidaridad habría cobrado especial relevancia es el de las relaciones entre
connacionales o conciudadanos, en particular en el ámbito de la justicia distributiva
característica de los Estados sociales. Lo ha hecho, fundamentalmente, a partir del planteamiento típicamente comunitarista que estima que la concepción del Estado como una
sociedad de «beneficio mutuo» no puede sustentar una noción de ciudadanía capaz de
motivar moralmente a la asunción de las cargas que conlleva el cumplimiento de la
obligación política y, en particular, a asumir la redistribución de la riqueza en favor de
los menos favorecidos. Esto último exigiría un grado de solidaridad entre los conciudadanos que no puede descansar únicamente en una ciudadanía definida jurídicamente,
mucho menos en algo tan abstracto como la razón y la justicia, sino en algún tipo de
vínculo profundo como la identidad que esos individuos comparten. Sobre esta tesis
descansa la crítica a Rawls según la cual el principio de diferencia presupondría un
vínculo moral previo, un alto nivel de solidaridad y de compromiso mutuo entre los
participantes, que solo puede sostenerse a través de yoes vinculados que compartan un
fuerte sentido de la comunidad67. Para que los Estados puedan tener éxito a la hora de
hacer efectivos los esquemas de justicia social deberían superponerse las obligaciones
de la ciudadanía basadas en la reciprocidad y las obligaciones que brotan de la nacionalidad. La justicia social se convertiría entonces en una fuerza efectiva porque los vínculos de la comunidad constituyen una importante fuente de confianza entre individuos
que no se conocen personalmente y no están en condiciones de controlar recíprocamente
sus comportamientos. “Una identidad compartida –afirma Miller– lleva consigo una
lealtad compartida, y esto incrementa la confianza de que los otros corresponderán a mi
comportamiento cooperativo”. Si es cierto, como defiende Walzer, que la idea de justicia distributiva presupone un mundo vinculado, únicamente las comunidades nacionales
podrían generar la confianza necesaria para sostener los esquemas de justicia social, en
particular los que conllevan la redistribución de los recursos en favor de quienes no
pueden cubrir sus necesidades en el mercado. De hecho, aun sin llegar a asumir planteamientos comunitaristas tan fuertes como los anteriores, también Rawls y Nagel estiman que el vínculo de reciprocidad y solidaridad entre conciudadanos justificaría que
los deberes igualitarios de justicia distributiva derivados del principio de diferencia sólo
serían exigibles en el plano doméstico y no a nivel global.
No hay duda de que los cambios provocados por la globalización, sumados a los
riesgos y peligros trasnacionales (nucleares, medioambientales, terroristas, financieros,
etc.) y a las injusticias tan manifiestas que asolan nuestro mundo, imponen el esfuerzo
de revisar algunos conceptos políticos empleados desde la modernidad (soberanía, fronteras políticas, ciudadanía, etc.) y de esclarecer las responsabilidades que se derivan de
vivir en un mundo en el que ha terminado por hacerse realidad la prognosis kantiana de
que “la violación del derecho en un punto de la tierra repercute en todos los demás”.
En relación con este último aspecto, no parece existir sin embargo suficiente acuerdo
sobre el tipo de deberes que ello conllevaría y, por lo que al tema que no ocupa se refiere, si cabría hablar de una solidaridad global, o si respecto este valor regiría el principio
VARGAS-MACHUCA, R., “Solidaridad”, cit., p. 317.
MILLER, D., Sobre la nacionalidad. Autodeterminación y pluralismo cultural, trad. de A.Rivero,
Paidós, Barcelona, 1997; SANDEL, M., “The Procedural Republic and the Unencumbered Self”, Political Theory, 12, 1, 1984; BELL, D., Communitarism and Its Critics, Clarendon Press, Oxford, 1993, pp.
137-138.
66
67
16
“extra republicam nulla solidarietas”. En el caso de no cumplirse aquí dicha máxima,
quedaría por precisar qué características tendrían las responsabilidades éticas y políticas
encuadrables en un concepto expansivo de la solidaridad. No es pues de extrañar que
algunas de las principales y más interesantes reflexiones sobre el significado de la solidaridad de los últimos años vengan desarrollándose, tal y como habrá podido advertirse,
en el marco de la teoría de la ética y la justicia global o cosmopolita.
Algunos autores han respondido afirmativamente al interrogante anterior apostando
por dotar a la solidaridad de un significado renovado y, en cualquier caso, distinto del
que ha solido tener en el marco de las comunidades políticas estatales. Algunos señalan
la necesidad de alcanzar una forma de incumbencia moral mucho más incluyente, que
nos permita pasar definitivamente de una solidaridad entre nosotros a una solidaridad
hacia los otros68, de una solidaridad como un único vínculo a una “red trasnacional de
solidaridades”69. En esta línea, Dean aboga por el abandono de las nociones de solidaridad afectiva (que brota de las relaciones basada en el amor o la amistad) y convencional
(que surge de los intereses y preocupaciones comunes) en favor de una solidaridad reflexiva, que brotaría en contextos de diferencia, no pese al disenso sino precisamente a
partir del disenso. A su juicio, los dos primeros tipos conllevan una visión de la solidaridad que opera con una noción de membresía opresiva y excluyente, que asocia la solidaridad con la identidad y la convierte en represora de la diferencia, haciendo de la dialéctica nosotros-ellos una categoría fundacional70. Otro de los cambios en la definición
de la solidaridad que parecería imponer su aplicación a contextos diferentes de las relaciones entre los integrantes de un mismo grupo (conciudadanos, trabajadores, etc.) sería
el significado tan relevante que adquiere, a diferencia de lo que señalaba Mason respecto a las comunidades morales, la situación de privación, adversidad, injusticia o explotación de los destinatarios o beneficiarios de la misma. Blum da cuenta de ello proponiendo que entendamos la solidaridad como una especie de unión de un grupo en el rostro de lo que se percibe como la adversidad general, pero no necesariamente, creada por
el hombre71.
Animados por esta apertura lógica expansiva, algunos teóricos han señalado que la
solidaridad debería ser un valor que habría de estar mucho más presente de lo que ha
venido sucediendo hasta ahora en la construcción de una teoría de la justicia global. Así,
para Nussbaum, la teoría de la justicia que se usa actualmente para plantear las cuestiones
globales es una versión de la teoría del contrato social que concibe los acuerdos globales
como el resultado de un acuerdo entre personas orientado al beneficio mutuo, en virtud
del cual abandonan el estado de naturaleza y pasan a gobernarse a sí mismos a través de la
ley. A juicio de la filósofa estadounidense, vivimos en un mundo donde simplemente no
es verdad que la cooperación con los demás en términos equitativos sea beneficioso para
todos. Puesto que dar a todos los seres humanos las opciones de vida básicas requerirá, sin
duda, sacrificios por parte de los individuos y los países más ricos, no parece que
podamos llegar a una teoría adecuada de la justicia global si vemos la cooperación
internacional como un contrato para el beneficio mutuo entre partes que se encuentran en
una situación parecida al estado de naturaleza. Solo podemos producir esa teoría si
pensamos en todo aquello que los seres humanos requieren para vivir una vida rica y
ZUBERO, I., “Solidaridad: recuperar su sentido fuerte” en GARCÍA INDA, A y MARCUELLO SERVÓS, C., Conceptos para pensar el siglo XXI, Los libros de la Catarata. Madrid, 2008, pp. 249-279.
69
GOULD, C., “Transnational Solidarities”, cit., p. 149.
70
DEAN, J., Solidarity of Strangers. Feminism after Identity Politics, University of California Press,
Berkeley, 2002, pp. 28-44.
71
BLUM, L., “Three Kinds of Race-Related Solidarity”, Journal of Social Philosophy, 38, 1, 2007, p. 53.
68
17
humana –un conjunto de derechos básicos para todas las personas– y desarrollamos una
concepción de la finalidad de la cooperación social centrada tanto en el beneficio mutuo
como en la solidaridad72.
Empero, el plano en el que se desenvuelven los principales discursos en los que se
piensa o alude expresamente a la solidaridad más allá de las fronteras suele ser el de los
deberes positivos generales a los que hicimos referencia anteriormente. Como ya
señalamos, tales exigencias tomaban como referencia no un nivel de necesidades
comparativo sino absoluto, ya que conllevan la preocupación que hemos de tener todos
por las necesidades básicas de todas las personas por el mero hecho de serlo. El carácter
básico de las necesidades funciona aquí como un factor selectivo. La solidaridad, tal y
como señala Camps, debe ser selectiva no a frente a quién, en relación con qué grupo o
grupos de personas deberíamos hacer nuestros sus intereses, sino, más bien, por lo que se
refiere al tipo de carencias y necesidades ajenas que demandan esa incumbencia: “hay que
tender los brazos de la solidaridad –afirma esta autora– a los más desposeídos, a los que
no ven reconocida su categoría de ciudadano o persona”73. Un principio que exigiera
sentir o expresar solidaridad hacia todos y cada uno de los seres humanos, además de
absolutamente vago, sería imposible de aplicar. Por consiguiente, el hecho de que la
solidaridad tenga como destinatarios a quienes padecen esta falta de satisfacción de sus
necesidades básicas significaría que no puede hablarse de una solidaridad hacia el
conjunto de la humanidad74. Que la dimensión trasnacional que impone la globalización
y, sobre todo, la conciencia de que vivimos, como reza el título del libro de Singer, en un
solo mundo no pueda dejar de proyectarse sobre la noción de solidaridad, no debería
significar, sin embargo, que el complemento o la alternativa al modelo tradicional (basado
en relaciones densas entre los miembros de grupos delimitados y vinculados por intereses
o elementos culturales o identitatarios) deba ser una solidaridad universal y no otra que,
pese a su carácter expansivo, denota la relación con individuos o grupos más pequeños
que el universo abstracto de los seres humanos.
4.2. Estrategias para una expansión global de la incumbencia moral: entre la razón
y los sentimientos.
Anteriormente hicimos referencia a que, en un sentido abstracto, la solidaridad podría ser definida tanto como la tarea o capacidad para expandir la incumbencia moral de
un individuo o grupo a través de una ampliación del sentido del nosotros hasta abarcar
las necesidades más básicas de cualquier persona o colectivo víctima de una situación
de privación, opresión, etc., como una razón para hacerlo. Esta sería, precisamente, la
imagen con la que Singer ha pretendido resumir el núcleo de su pensamiento moral: la
de un círculo que debería expandirse hasta incluir dentro de nuestras preocupaciones
morales a sujetos y situaciones que habitualmente excluimos: los animales, las generaciones futuras o las víctimas de la pobreza extrema. Ahora bien ¿Cuál es la vía más adecuada para lograr este objetivo? ¿La de la razón o la de la emoción? ¿La de la imparcialidad racional o la de los sentimientos? La respuesta a este interrogante se ha convertido, precisamente, en uno de los temas más controvertidos de los debates que viene suscitándose en el plano de la ética global en los últimos tiempos.
72
NUSSBAUM, M., Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión, trad. de R. Vila y A.
Santos Paidós, Barcelona, 2006, 229, 250 y ss.
73
CAMPS, V., “La solidaridad”, cit., p. 48; GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J., "Notas para la
elaboración de un concepto de solidaridad", cit, p. 127.
74
GOULD, C., “Transnational Solidarities”, cit., p. 149 y 155; HEYD, “Justice and Solidarity”, cit., pp.119120.
18
Los defensores de la expansión moral de la incumbencia moral a través de la imparcialidad insisten en que la motivación para hacerlo no debería encontrarse sólo, ni principalmente, en las emociones sino en la misma razón. Es posible que el deber de observar nuestro mundo con un grado honesto de imparcialidad represente una carga que
perturbe nuestra comodidad cotidiana, pero esto no significa que los individuos únicamente puedan ser motivados por lo que desean o por lo que les hacer experimentar
emoción y no también por la idea del deber. La razón justifica los deberes y estos, en su
representación racional, también motivan la acción75. Si la imparcialidad no funciona
siempre como ese estímulo para observar los deberes de ayuda, eso no dejaría de ser
más que una descripción acerca de lo que ocurre de facto y, como es lugar común desde
Hume, no parece que sea posible derivar consecuencias normativas de los hechos ni, por
tanto, tampoco negar que debemos ser imparciales, bajo la premisa de que –pudiendo–
no habituamos a serlo76. El recurso del que terminan valiéndose los defensores de la
imparcialidad para reconocer el papel de los sentimientos y emociones de cara a lograr
la eficacia de los deberes positivos generales sin llegar a cuestionar la naturaleza racional de éstos, pasa por distinguir entre el fundamento de los deberes y la motivación para
observarlos, y atribuir a las emociones, en la línea sugerida por Kant, un papel complementario, indirecto o instrumental de cara a lo segundo.
Frente la postura anterior, un grupo destacado autores considera que la imparcialidad
resultaría excesivamente abstracta para motivar el cumplimiento de los deberes éticos77,
por lo que insistir en la naturaleza exclusivamente racional de éstos termina creando una
auténtica brecha entre la fundamentación de los mismos y motivación para cumplirlos.
La superación de esta situación, que ha sido tildada de esquizofrenia moral o –lo que
parece quizás más acertado– de inconsistencia de la voluntad o akrasia ética78, podría
consistir en no encomendar al pensamiento moral únicamente la tarea de encontrar el
fundamento de estos deberes, sino también la de ofrecer un camino estimulante para
lograr transitar del apego a uno mismo y los que están más o menos próximos, a la incumbencia moral más allá de las fronteras. Lo cierto es que, para algunos críticos del
racionalismo, no cabría encontrar dicha motivación fuera del yo, en la imparcialidad
racional, sino en los sentimientos y emociones, en particular, en la empatía, la compasión y la solidaridad. Frente al cosmopolitismo moral racionalista y liberal, tanto Rorty
como, más recientemente, una importante nómina de autores79 propone como alternativa un cosmopolitismo sentimental en el que la solidaridad sería uno de los conceptos
clave.
Para la perspectiva postmetafísica ironista que distingue al pensamiento de Rorty, la
solidaridad no aparecería como un hecho a reconocer mediante la eliminación de los
prejuicios o sondeando en las profundidades de la naturaleza humana, sino como una
75
IGLESIAS VILA, M., «El desafío moral de la pobreza: Deberes individuales y estándares de humanidad»
en GARCÍA FIGUEROA, A., Racionalidad y Derecho, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
2006, p. 238.
76
SINGER, P., «A response» en JAMIESSON, D., (ed.), Singer and his critics, Blackwell, Oxford, 1999,
pp. 280-282.
77
MILLER, D., Sobre la nacionalidad. Autodeterminación y pluralismo cultural, trad. de A.Rivero, Paidós,
Barcelona 1997, pp. 78-79.
78
LONG, “Moral and Sentimental Cosmopolitanism”, Journal of Social philosophy, 40, 3, 2009, p. 325.
79
SOLOMON, R., «Singer’s expanding circle: Compassion and The Liberation of Ethics» en JAMIESSON, D., (ed.), Singer and his critics, Blackwell, Oxford, 1999, pp. 64-84; LONG, G., “Moral and
Sentimental Cosmopolitanism”, cit.; WOODS, K., “Whither Sentiment? Compassion, Solidarity and
Disgust in Cosmopolitan Thought”, Journal of Social Philosophy, 43, 1, 2012, pp. 33-49; NUSSBAUM,
M., Las fronteras de la justicia, op.cit.
19
meta a alcanzar por medio de la capacidad imaginativa para ver a los extraños como
compañeros en el sufrimiento, para incrementar nuestra sensibilidad hacia los detalles
particulares del sufrimiento y de la humillación de seres humanos distintos y desconocidos para nosotros80. Esta actitud sería incompatible con la estrategia kantiana de lograr
este objetivo trascendiendo las identidades parciales que derivan de la pertenencia a
grupos más reducidos que la especie humana, por considerarlas accidentales y en consecuencia moralmente irrelevantes, y mostrar nuestra lealtad a la humanidad definida por
los ingredientes fundamentales de la razón y la capacidad moral. Rorty rechaza esta vía
por dos razones. En primer lugar, porque no considera que quienes alcanzan a considerar irrelevantes las diferencias de raza, religión o nacionalidad lo logren mediante el
discernimiento racional, sino debido al hecho de que sus condiciones de vida son “lo
suficientemente libres de riesgo como para que las diferencias con los demás resulten
irrelevantes para la autoestima y dignidad personal”81. Sólo cuando se dan estas condiciones, las personas pueden relajarse lo suficiente como para escuchar y desarrollar una
manipulación y un progreso de los sentimientos que les permita ponerse en el pellejo de
los oprimidos y humillados, para experimentar simpatía hacia las personas con las cuales no se identifican de inmediato. En segundo lugar, porque su idea de la contingencia
no admitiría la existencia de un corte natural entre la humanidad y otros seres merecedores de nuestra solidaridad82. En conclusión, Rorty considera la expansión de la solidaridad como un progreso moral consistente en una creciente capacidad para ver mucho
más las semejanzas que las diferencias entre nosotros y gentes muy distintas a nosotros.
Las semejanzas no se refieren a un yo profundo y compartido, a ese yo central y verdadero que entrañaría la verdadera humanidad, sino a “esas pequeñas y superficiales similitudes, como abrazar a nuestros padres y nuestros hijos, y que nos distingue de muchos
animales no humanos”83. Frente al universalismo liberal basado en la capacidad de la
razón para ver en los otros nada más que seres humanos, Rorty cree que el cosmopolitismo debe ser abiertamente etnocéntrico y que sólo más dinero y seguridad, por un lado, y más fantasía o capacidad de imaginación, por otro lado, nos hacen más solidarios
y cosmopolitas84.
La apuesta por una antropología que ha ido progresivamente alejándose del racionalismo de sus primeros trabajos85, unido a su interés por la inteligencia de las emociones,
constituyen las principales claves para explicar el modo en el que, al igual que Rorty,
Nussbaum haya terminado unido la suerte de la incumbencia trasnacional a una expansión potencialmente global de los sentimientos y las emociones. Su principal interés es
lograr extender el ámbito de la incumbencia moral, en particular el respeto de los derechos humanos, no sólo más allá del ámbito del yo, de la perspectiva de la primera persona, sino también de la nación, tomando en consideración no al individuo ahistórico
definido por su capacidad racional, sino al hombre encarnado en un determinado contexto.
Nussbaum no admite, sin embargo, que esta expansión del círculo de incumbencia
moral pueda lograrse a través de una concepción natural de las emociones y las pasio80
RORTY, R., Contingencia, ironía y solidaridad, op.cit., p. 18.
RORTY, R., «Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad», en SHUTE, S y HURLEY, S (eds),
De los derechos humanos, trad. de H. Valencia Villa, Trotta, Madrid, 1996, pp. 126-127.
82
RORTY, R., Contingencia, ironía y solidaridad, op.cit., p. 210.
83
RORTY, R., «Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad», cit., pp. 130-131.
84
RORTY, R., Filosofía y Futuro, trad. De J.Calvo y A.Ackerman, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 160.
85
Vid. NUSSBAUM, M., «Réplica» en NUSSBAUM, M (ed) Los límites del patriotismo. Identidad,
pertenencia y ciudadanía mundial, trad. De Carme Castells, Paidós, Barcelona, 1999, p. 160.
81
20
nes. La alternativa a la representación racional de la igualdad de todos los individuos no
pueden ser las emociones naturales sino el cultivo racional de éstas. Esto último exigiría
buenas dosis de reflexión y educación en el conocimiento de los seres humanos, que
permita avanzar de una compasión como sentimiento a otra como virtud86. Así, por
ejemplo, aunque el mecanismo psicológico del «juicio de posibilidades» parecidas –uno
de los tres elementos cognitivos de la compasión87– incorpore en los casos más importantes una noción de humanidad compartida, resulta muy fácil que esta prometedora
noción de humanidad compartida descarrile hacia lealtades locales, con sus correspondientes cegueras, rivalidades e incluso odios. En muchos casos, las personas aprenden la
compasión bajo circunstancias que dividen y jerarquizan a los seres humanos, creando
grupos de integrados y excluidos. De ahí su insistencia en diseñar una educación que
dirija la compasión hacia las personas adecuadas. Aunque Nussbaum confíe más en las
instituciones que en la psicología individual, señala que, en este último caso, no sería
realista demandar desde el principio un interés igual por cualquier persona sino que, tal
y como sugiere la metáfora de los círculos concéntricos, parece más plausible expandir
la compasión acercando progresivamente al centro (esto es, al yo) a quienes están más
lejos88. Esta insistencia de Nussbaum en la educación inteligente de las emociones pondría de manifiesto la imposibilidad de una solidaridad puramente sentimental, que no
atribuya un papel más o menos destacado a la razón. Hablar de una alternativa radical
entre razón y emoción supondría incurrir, por tanto, en una falsa dicotomía89. De ahí
que resulte atractiva la propuesta de Heyd de considerar a la solidaridad como una virtud a medio camino entre los sentimientos directos del amor o la compasión y el reconocimiento puramente racional de que los congéneres humanos poseen dignidad y derechos90.
Para finalizar este recorrido por las estrategias de expansión de la incumbencia moral
merece destacarse la postura suscrita por Gould. Esta autora propone una concepción
parcialmente sentimental y, en cualquier caso, bastante más compleja que las anteriores,
de los deberes generales (globales) de solidaridad. Su punto de partida es una comprensión de la solidaridad como “la contrapartida social de la empatía” y como una especie
del género más amplio de la categoría de la ayuda mutua: la que se circunscribiría a
aquellos casos en los que existe algún grado de simpatía y una obligación moral positiva
de actuar, presumiblemente acompañado de una motivación altruista para proporcionar
esa ayuda. A su juicio, la solidaridad conllevaría dos elementos. En primer lugar, una
empatía cognitiva, esto es un elemento afectivo combinado con un esfuerzo por entender la especificidad de la situación de los otros y construir imaginativamente sus sentimientos y necesidades. En segundo lugar, una predisposición a actuar en apoyo de los
otros91. La solidaridad, especialmente en el contexto global o internacional, añadiría a la
empatía el énfasis en comprender la perspectiva social de los otros y construir lazos de
acción entre múltiples individuos y grupos. De esta forma, la solidaridad global o trasnacional asumiría la perspectiva cosmopolita por la que vienen abogando Benhabib o
Beck, entre otros, de superar la visión monista de la humanidad y de la ética característicos del punto de vista racionalista mediante una apertura emocional, imaginativa, dia-
86
ARTETA, A., Compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, Paidós, Barcelona, 1996.
NUSSBAUM, M., Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, trad. de A. Maira, Paidós, Barcelona, 2008, p. 361.
88
Ibídem, pp. 429-431.
89
LONG, G., “Moral and Sentimental Cosmopolitanism”, cit., p. 338.
90
HEYD, D., “Justice and Solidarity”, cit., p. 120.
91
GOULD, C., “Transnational Solidarities”, cit, pp. 154-156.
87
21
lógica y cultural a aquellos con quienes aspiramos a formar –en algún sentido– una
misma comunidad moral. Para lograrlo, lo que la primera llama la perspectiva del «otro
generalizado» debería combinarse con el punto de vista del «otro concreto», esto es, con
aquél que no reconoce a los individuos por lo que es común a toda la humanidad sino, al
contrario, por lo que los diferencia y los hace protagonistas de una narrativa particular:
su identidad, su historia, su contexto92. Además, esta perspectiva obligaría a tomar más
en consideración las causas de la situación que provoca la necesidad de ayuda y las
formas institucionales para articularla.
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