Telar
REVISTA DEL INSTITUTO INTERDISCIPLINARIO
DE ESTUDIOS LATINOAMERICANOS
UNIVERSIDAD NACIONAL DE TUCUMÁN
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
IIELA
Núm. 4
Año 2006
Telar 1
Telar
Carmen Perilli
Directora
María Jesús Benites
Secretaria de Redacción
Consejo Editorial
Victoria Cohen Imach
Rossana Nofal
Alan Rush
Comité de Referato
Sonia Mattalía (Universidad de Valencia)
Nuria Girona (Universidad de Valencia)
Nora Domínguez (Universidad de Buenos Aires)
Andrés Rivas (Universidad Nacional de Santiago del Estero)
Ludmila da Silva Catela (Universidad Nacional de CórdobaCONICET-Núcleo Memoria)
María del Pilar Vila (Universidad del Comahue)
Emilio Crenzel (Universidad de Buenos Aires-Núcleo Memoria)
© 2006
Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos
Facultad de Filosofía y Letras - UNT
Av. Benjamín Aráoz 800 - 4000 San Miguel de Tucumán
ISSN Nº 1668-3633
Correspondencia y Canje: Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos
Facultad de Filosofía y Letras - e-mail: iiela1@webmail.filo.unt.edu.ar
Diseño de tapa: Lic. Pablo Adrís
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Índice
Prólogo ........................................................................................................................ 5
Victoria Cohen Imach
1. LUGAR DE AUTORA
Las curiosas manos de una monja jerónima .......................................................... 7
Margo Glantz
Escritoras y secretarias ............................................................................................ 17
María Rosa Lojo
2. MUJERES CONSAGRADAS A DIOS. DE LA COLONIA A
PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
Úrsula Suárez: perdonando a Dios ....................................................................... 31
Nuria Girona
Esposas de Cristo ante el visitador. Interrogatorios en el convento de
Santa Catalina de Siena (Córdoba, siglo XVIII) .................................................. 40
Victoria Cohen Imach
¿Monjas o señoras? Vicisitudes y transformaciones del beaterio de
Tucumán a fines del siglo XIX ................................................................................ 55
Sofía Brizuela
La construcción de la subjetividad femenina en Tucumán. Las epístolas de
Fray Boisdron (1891-1920) ...................................................................................... 70
Cynthia Folquer
Del cuerpo nadificado al cuerpo productivo: Teresa de los Andes y
Laura de Montoya .................................................................................................... 94
Beatriz Ferrús Antón
3. VIAJES
La narrativa del desamparo: los viajes al Estrecho de Magallanes de
Pedro Sarmiento de Gamboa ................................................................................. 115
María Jesús Benites
El Diario de Francisco de Miranda y la representación ilustrada del mundo .... 128
María Carolina Sánchez
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PRÓLOGO
Los estudios sobre la vida y la escritura de monjas y otros tipos de mujeres consagradas a Dios de las colonias del Nuevo Mundo se han expandido en las últimas
décadas. Las religiosas ostentan, en términos de Asunción Lavrin, una coherencia
interna, un prestigio social y un poder económico que no poseen otros grupos femeninos de la época. La escritura, utilizada con distintos fines, constituye en los conventos
una práctica significativa. De hecho, la mayor parte de los textos forjados por mujeres
hasta fines del siglo dieciocho en el área hispánica nace, según observa Kathleen Myers,
entre los muros. La riqueza y la complejidad ofrecidas por las fuentes resultan así un
estímulo para emprender una labor que se presenta a veces, no obstante, sembrada de
obstáculos; quizás juegue también su papel el inquietante pero atrayente enigma, la
ajenidad que plantean a la mirada del presente. Este número de Telar aspira a aportar al
fortalecimiento de ese proceso de recuperación y análisis. Él brinda sin embargo no
sólo inquisiciones acerca del período indicado; en sintonía con investigaciones recientes, avanza sobre el siglo diecinueve e incluso sobre los primeros decenios del
veinte. En tal avance se toman en cuenta producciones no únicamente relacionadas
con monjas contemplativas sino también con integrantes de otra de las formas de
asociación religiosa que se remonta a las centurias precedentes, el beaterio, esto es, la
comunidad de beatas o mujeres piadosas (Lavrin). Y se toman en cuenta además las
congregaciones de vida activa, dedicadas a la ayuda del prójimo, expandidas entonces
de manera notable. Dado que la revista se pone en circulación desde Tucumán, he
considerado significativa como coordinadora del volumen la inclusión de indagaciones capaces de contribuir al trazado de un mapa de los modos de existencia religiosa
femenina decimonónica en el territorio hoy demarcado por la provincia, en el que
durante la época de sujeción a España no tiene lugar la fundación de conventos. Empero, y en conjunto, las colaboraciones arman un cuadro variado, sombreado por perfiles
pertenecientes a diferentes puntos geográficos del semicontinente. Todas focalizan
además escritos, aun cuando algunos de éstos no pertenezcan a Esposas de Cristo sino
a figuras masculinas en contacto con ellas. En esos casos, se muestra en qué medida sus
voces o sus subjetividades en tensión, a veces desgarradas, resuenan en los trazos que
llegan hasta la actualidad. El peso de las coyunturas históricas, de los cambios en el
orden eclesiástico, social y político, así como de las representaciones vigentes acerca
de las mujeres se atiende especialmente en los trabajos sobre las más tardías. La percepción del cuerpo, el vínculo de las mujeres consagradas con la autoridad de la Iglesia
y con el clérigo encargado de confesarlas aparecen como núcleos reiterados de interés.
Los artículos sobre viajes abren por su parte una ventana a otra faceta del sentido
de la letra en el período colonial, analizado en distintos proyectos de investigación
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que se llevan a cabo en el Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos.
Ejerciéndola, los sujetos dan forma a realidades espaciales y culturales pero también,
a través de diversos tonos y modalidades, a sí mismos. Situados en el comienzo y en las
postrimerías de ese período, los itinerarios examinados delinean además trayectorias
en direcciones inversas entre Europa y el Nuevo Mundo.
Deseo concluir destacando la importancia de la presencia en el número de las dos
colaboraciones iniciales, cuyas autoras actúan de manera simultánea en el campo de la
literatura y en el de la crítica. Centrado en sor Juana Inés de la Cruz, el trabajo de
Margo Glantz, en continuidad con sus esclarecedores estudios sobre la monja novohispana y sobre la escritura y el mundo conventual, abre en verdad de modo iluminador
las indagaciones acerca de este objeto en la revista. Su mirada se detiene aquí en un
detalle punzante, atributos y funciones de las manos en pasajes de la obra de sor Juana,
concebidas como entidades dotadas de plasticidad y belleza o como soporte material
del gesto de tomar la pluma y de acciones de diferente tipo. El trabajo de María Rosa
Lojo entrecruza saberes sobre las condiciones de producción en las que operan escritoras argentinas de las dos pasadas centurias con la reflexión sobre las constantes que
su imaginación y sus preocupaciones imprimen en su propia obra de ficción. Tratando, entre otros temas, el vínculo de las mujeres con la creación intelectual, el sensible
tejido que trama en ese curso no sólo dialoga con el de Glantz sino que delimita y
anticipa, aunque respecto a la esfera laica, cuestiones abordadas también en la sección
monográfica.
Bibliografía
Lavrin, Asunción (1993): “Religiosas”. Ciudades y sociedad en Latinoamérica colonial.
Louisa Schell Hoberman y Susan Midgen Socolow eds. Buenos Aires: Fondo de
Cultura Económica, pp. 175-213.
Myers, Kathleen (1993): “Introduction”. Word from New Spain. The Spiritual
Autobiography of Madre María de San José (1656-1719). K. Myers ed. Liverpool:
Liverpool University Press, pp. 1-76.
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1. LUGAR DE AUTORA
Las curiosas manos de una monja
jerónima
MARGO GLANTZ
Debo confesar, que cuando me pidieron que escribiera sobre la poesía de Sor
Juana,1 pensé que me era imposible escribir una línea más sobre mi adorada monja, y
que, aunque adorada, empezaba a aborrecerla y la sola idea de emprender la tarea, es
decir, poner manos a la obra, y escribir sobre ella me era literalmente imposible.
¿Poner manos a la obra, me dije, de repente, deteniéndome? Y en mi obsesión por
el fragmento y la admiración que tengo hacia los escritores que lo practican, como a
menudo (también) lo practico yo, me decidí, de nuevo entusiasmada, a narrar la historia de mi obsesión o inclinación, como decía la jerónima, la de rozar apenas un fragmento del cuerpo delineado por Sor Juana en su poesía, ese fragmento corporal sin el
cual no hubiese podido ni siquiera escribirla, porque como dice Roland Barthes, “el
cuerpo es el objeto más imaginario de todos los objetos imaginarios”.
Labores de mano blanca
Elogiándola, el escribano Pedro Múñoz de Castro, del cual ahora sabemos que
tuvo una estrecha relación con Sor Juana, dice en su Defensa del Sermón del Mandato
recientemente descubierto por Antonio Rodríguez Garrido en la Biblioteca Nacional
de Perú, donde se documenta, con otros escritos, la feroz polémica que tuvo lugar
después de publicada la Carta Atenagórica por el obispo de Puebla, Manuel Fernández
de Santa Cruz: “Mujer de quien, no menos que de las obras de su entendimiento, me he
admirado de las de sus curiosas manos. ¡Qué labores!, ¡Qué cortados! ¡Qué prolijidad!
1
Este trabajo fue expuesto en el Congreso novohispano, celebrado en El Colegio de México durante
los días 9 y 10 de noviembre de 2004.
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¡Qué aseo! ¡Qué delgadeza! Para todo sirve el entendimiento”.2
No menos entusiasmado, el Padre Calleja comenta en su ya casi trillada Aprobación: “Y al fin, en dos años aprendió a leer, a escribir, contar y todas las menudencias
curiosas de labor blanca; éstas, con tal esmero que hubieran sido su heredad si hubiese
habido menester que fuesen su tarea” (Sor Juana Inés de la Cruz, 1995 [1700]: [7]).
Y cuando en el mismo texto se relata el archiconocido episodio del galeón real y
las cuarenta chalupas, donde Sor Juana demuestra su saber ante los innumerables
sabios de la corte del Virrey de Mancera, Calleja concluye: “El lector lo discurra por
sí, que yo sólo puedo afirmar que de tanto triunfo quedó Juana Inés (así me lo escribió,
preguntada) con la poca satisfacción de sí, que si en la Maestra hubiera labrado con
más curiosidad el filete de una vainica” (Sor Juana Inés de la Cruz,1995 [1700]: [22]).
Dignos de reflexión son asimismo unos versos de la Elegía anónima atribuida a
Calleja, aparecida en la Fama de 1700:
Aun es fruto moral el de sus flores:
sus canciones, sonetos y romances
que, mandada, escribía en varios lances
muestran en su ajustada consonancia,
sin vaivenes tasados los balances.
¿Más que os diré de ciencias de importancia?
Artes y teología y escritura
sabía sin maestros ni arrogancia (Sor Juana Inés de la Cruz, 1995 [1700]: [112]).
Versos que reiteran las diferentes habilidades de la monja integrándolas sin distinción dentro de la misma categoría de excelencia, ya se trate de poesía, de ciencias
sofisticadas o de simples labores de mano. Calleja concluye, “De Carranza y Pacheco
las lecciones/ mostró saber no menos que si puntos/ de cadeneta fuesen sus acciones...” (Sor Juana Inés de la Cruz, 1995 [1700]: [113]), o sea, que como ella decía,
tanto monta hacer versos como sofisticadas operaciones mentales de cosmografía,
matemáticas, teología o deshilado. Cabría agregar aquí que Jerónimo de Carranza y
Luis Pacheco de Nárvaez fueron especialistas en artes marciales, labores de manos en
ese tiempo practicadas solamente por varones.3
Y es obvio que esa excelencia no existiría si no existiesen las manos que, en las
pinturas donde la retratan, son blancas, regordetas, con graciosos hoyuelos, apenas
sonrosadas, mientras sujetan con elegancia una pluma o abren con delicadeza un libro,
2
La cita se encuentra en f. 3r (ver Rodríguez Garrido, 2004: 37).
3
Ver Francisco de la Maza (1980: 121).
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manos semejantes a las de su amada Fili, descritas en la Décima 132, “cándidas manos
en que/ el cetro de amor se ve” (OC, I: 261).4
La mano de diestra a diestra...
Con las manos se pinta, se borda, se corta, se sostienen las cosas, se golpea, se
muele, se martilla, se cocina, se enhebra, se deshila, se degüella, se flagela, se mendiga, se hila fino; actos todos que Sor Juana describe en su poesía, actos concretos,
válidos en sí mismos en su utilidad y su gestualidad primarias o utilizados como
metáforas de gradaciones y sutileza muy diversas; actos manuales, actos mecánicos,
en apariencia simples pero organizados siguiendo reglas específicas que exigen una
gran sabiduría y destreza para convertirse en un arte o artes diversas, configuradas
como artes marciales, de jardinería, de cetrería, de gastronomía, de caligrafía, relojería, contaduría, costura o tejido.
Como bien sabemos la caligrafía es una práctica manual también dominada por
un conjunto de reglas y de gestos precisos, colocan a quien la practica –o la practicaba–
en la posición de escribir o por lo menos dibujar: alguien, por ejemplo, Sor Juana,
sentado frente a una mesa, toma la pluma, la afila y la introduce en el tintero antes de
trazar con esmero caracteres diversos, para convertirlos en las palabras de un poema
o en las de un mensaje o en ambas cosas a la vez. El trazo de esas palabras es tan
elaborado como las labores de mano que tanto apreciara el contador Pedro Múñoz de
Castro, amigo y en cierta forma, defensor de la jerónima; en efecto, la caligrafía de Sor
Juana destaca sobre la de las demás monjas de su convento. La prueba, el documento
notarial reproducido en el libro que Rodríguez Garrido escribió sobre la polémica
alrededor de la publicación de la Atenagórica por el obispo de Santa Cruz. Documento
burocrático donde nuestra Décima Musa estampa en su calidad de contadora del
convento de San Jerónimo su firma cuidadosa, precisa, elegante, cuyos rasgos perfectamente delineados contrastan con la caligrafía torpe, débil, rudimentaria o inexistente de sus compañeras de claustro; debajo, la firma de su admirador, el escribano que en
unos versos le da la mano: “De escribano a contadora,/ la mano de diestra a diestra,/
el con su fe y esperanza,/ ella con razón y...” (Rodríguez Garrido, 2004: 36).
Un romance encabeza la edición de 1690 de su poesía, publicada primero con el
nombre de Inundación Castálida, en él describe el ritual de componer versos, distinto
apenas en su gestualidad del acto de introducir la aguja en una tela para bordarla o
deshilarla y organizar figuras:
4
La abreviatura OC remite a Obras Completas de Sor Juana Inés de la Cruz (1951): I. Edición y notas
de Alfonso Méndez Plancarte. México: Fondo de Cultura Económica; (1957): IV. Edición de Alberto
G. Salceda. México: Fondo de Cultura Económica.
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Bien pudiera yo decirte
por disculpa, que no ha dado
lugar para corregirlos
la prisa de los traslados
que van de diversas letras,
y que algunas, de muchachos,
matan de suerte el sentido
que es cadáver el vocablo;
y que cuando los he hecho,
ha sido en el corto espacio
que ferian al ocio las
precisiones de mi estado;
que tengo poca salud
y continuos embarazos,
tales, que aun diciendo esto,
llevo la pluma trotando (OC, I: 4).
Curioso dato: escribir versos, labor eminentemente manual, supone una ruptura
de las actividades consideradas como productivas; por ejemplo, su trabajo como contadora, cuya ejecución exige asimismo que trote la pluma y sin embargo no ocupa un
lugar en ese espacio inerte, pecaminoso y breve que supone el tiempo de ocio. También digna de mencionarse es la constancia admirable con que en la descripción de sus
labores de mano, introduce subrepticiamente pero de manera definitiva un fragmento
de la historia de su vida, en esta caso, su poca salud y el escaso tiempo del que dispone
para realizar lo que más le importa, por lo que, “Nocturna, más no funesta,/ de noche
mi pluma escribe” (OC, I: 45).
Hilar fino
En el Romance dedicado a Fray Payo de Ribera, analizado con perfección por
José Pascual Buxó, las labores de mano ocupan un lugar primordial como metáfora de
la escritura: “¡Oh, qué linda copla hurtara,/ para enhebrar aquí el hilo,/ si no hubierais Vos, Señor,/ a Pantaleón leído!”(OC, I: 33); en efecto, reiteran la complicidad
entre los miembros de la Ciudad Letrada y subrayan su pertenencia a una misma
tradición. Metáfora cortesana, abre paso a un arquetipo profundamente enraizado en
la mitología griega donde la muerte se define como la simple y repentina interrupción
de un acto manual: las clásicas tejedoras de la mitología clásica detienen su cotidiana
labor, definitivamente femenina:
10 Telar
Los instrumentos vitales
cesaban ya en su ejercicio;
ocioso el copo en Laquesis,
el huso en Cloto baldío.
Átropos sola, inminente,
con el golpe ejecutivo,
del frágil humano estambre
cercenaba el débil hilo.
De aquella fatal tijera,
sonaban a mis oídos,
opuestamente hermanados
los inexorables filos (OC, I: 33-34).
Las visiones infernales a las que el alma se ve librada en su paso obligado por el
Leteo, presidido por Cancerbero, reviven, y sus fantasman retoman la actividad manual: el verdugo castiga a los pecadores, para ello utiliza sus instrumentos habituales,
el cordel y los cuchillos, los que, aunados a la guadaña y a las tijeras, propios de las
labores agrícolas y domésticas, intensifican el significado emblemático de la muerte.
El golpe ejecutivo
Para ejercer su autoridad y sancionar su investidura, Payo de Ribera –a quien Sor
Juana suplica le administre el sacramento de la confirmación– debe apoyarse en los
implementos que a su vez también a él lo confirman como tal, es decir, como arzobispo. Su figura es realzada y habilitada como la de los santos por sus atributos emblemáticos, en este caso, los del pastor, atributos a los que, significativamente Sor Juana
agrega la pluma, la del funcionario-virrey (“Cándido pastor sagrado,/ a cuyo divino
pulso/ Cayado, Bastón y Pluma/ deben soberano influjo”) (OC, I: 39).
Engrandecido, el arzobispo “empuña sus cargos” al ejercer su oficio, un oficio
que, para significarse, precisa de un acto teatral, aunque a primera vista nos parezca
más bien un gesto vulgar: para confirmar a sus ovejas, el pastor les propina un fuerte
golpe con la mano:
Y así, Señor (no os enoje),
humildemente os suplico
me asentéis muy bien la mano;
mirad que lo necesito.
Sacudidme un bofetón
de esos sagrados armiños,
que me resuene en el alma
Telar 11
la gracia de su sonido (OC, I: 37).
Y no está de más recordar, como explica el Tesoro de la Lengua Castellana de
Covarrubias que “recibir un bofetón es infamia, pero el que da el obispo al confirmado, significa la tolerancia y paciencia que ha de tener en padecer por Cristo persecusiones, afrentas y finalmente la muerte”. Y que en el Diccionario de Autoridades se
nos recuerda que un bofetón es un aparato mecánico, es decir, “una tramoya que se
forma siempre en un lado de la fachada para ir al medio la que se funda sobre un gorrón
o quicio como de puerta y tiene el mismo movimiento que ella...”
De mano en mano
La poesía de Sor Juana suele ser de circunstancia.Varios de sus romances son
epistolares y a veces acompañan un regalo o los versos mismos actúan como una
ofrenda. Como respuesta a la petición de la Marquesa de la Laguna para que le envíe
un Cuaderno de Música, Sor Juana elabora un romance que Méndez Plancarte ha
catalogado con el número 21; habla de un tratado donde intentaba elaborar un nuevo
manual para beneficio de quienes deseaban aprender música con mayor facilidad. Su
escritura responde a un mandato y por ello es considerado como un tributo, es decir, se
le exige un pago por algo que ha recibido, aunque se trate solamente de mercedes,
claro, pero mercedes regias, con lo que el acto más simple cambia; recaudo –es decir
el recado o mensaje que la virreina le manda para que ella responda a su pedido–,
como se lee en Autoridades, “es la acción de recaudar y vale lo mismo que recado” y
para que lo entendamos mejor pone un ejemplo que me cae como anillo al dedo: “El
siervo de Dios... mandó a la tornera que fuese a la enfermería y dijese de su parte a las
enfermas que él les mandaba que no tuvieren más calentura, y la tornera fue a las
monjas con su recaudo...”
Sor Juana se disculpa por enviar solamente un simulacro versificado y no el
Tratado prometido que se supone existía, pero aquí sólo aparece como metatexto o
mejor como el fantasma de un texto.
En él, explica la monja, si mal no me acuerdo,
me parece que decía
que es una línea espiral,
no un círculo, la Armonía;
y por razón de su forma
revuelta sobre sí misma,
lo intitulé Caracol,
porque esa revuelta hacía.
12 Telar
Pero ésta está tan informe,
que no sólo es cosa indigna
de vuestras manos, mas juzgo
que aun le desechan las mías.
Por esto no os lo remito;
Mas como el Cielo permita
a mi salud más alientos
y algún espacio a mi vida,
yo procuraré enmendarle,
porque teniendo la dicha
de ponerse a vuestros pies,
me cause gloriosa envidia (OC, I: 64).
Versos cargados de sentido, primero un dibujo que ella misma descalifica, petición de benevolencia y falsa modestia obligadas de la cortesanía, asimismo un trazo
sobre el papel, un dibujo que busca encontrar su forma, la de un arte armonizado que
puede codificar un aprendizaje, además, un gesto en donde las manos que se encargan
de llevar y traer los mensajes pueden rozarse, aunque de inmediato esa cercanía se
diluya y se traslade a los pies como signo de respeto y obediencia. Un trazo
autobiográfico –la intensidad de su vida cotidiana, el poco espacio que sus labores y su
salud le conceden a otras actividades que, como antes dije, entrarían dentro del territorio sospechoso del ocio–.
¿Se tratará entonces de una carta de amor?
Barthes explica en Fragments d’un discours amoureux (1977) que como objeto y
como figura, la carta se dirige a una dialéctica particular, la de la carta de amor, a la vez
vacía (porque codificada) y expresiva (porque va cargada de la intención de significar
el deseo):
Daros las Pascuas, Señora,
Es mi gusto y es mi deuda:
El gusto, de parte mía;
Y la deuda, de la vuestra.
Y así, pese a quien pesare,
escribo, que es cosa recia,
no importando que haya a quien
le pese lo que no pesa.
Y bien mirado, señora,
Decid, ¿no es impertinencia
querer pasar malos días
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porque yo os dé Buenas Noches?
Si yo he de daros las Pascuas,
¿qué viene a importar que sea
en verso o en prosa, o
con estas palabras o aquellas? (OC, I: 92-93).
Sobrescribir la mano
Otra de las misiones encomendadas a Sor Juana por la Condesa de Paredes es
escribirle un mensaje versificado –un romance– a la Duquesa de Aveyro. Georgina
Sabat asegura, y ella lo ha estudiado muy bien, que fue probablemente la más instruida
de las mujeres en su entorno: “Conocía varias lenguas, griego, latín, italiano, inglés y
castellano, además del portugués; pertenecía a una rancia familia noble oriunda de
Portugal... María Luisa Manrique de Lara estaba emparentada con María de Guadalupe de Lancaster y Cárdenas, a través de la madre de ésta” (1993: 15).
Si tomamos al pie de la letra los elogios que la monja le dedica, podríamos decir
que simplemente se contempla en un espejo: hipérbolica mirada, comparable solamente a la que sus contemporáneos lanzan sobre la monja, oigamos al peruano Conde
de la Granja:
A vos, mexicana musa
que en ese sagrado aprisco
del convento hacéis Parnaso,
del Parnaso Paraíso... (OC, I: 148).
Comparemos con Sor Juana: “Presidenta del Parnaso,/ cuyos medidos compases/ hacen señal a las musas/ a que entonen o que pausen” (OC, I: 101).
Lo menciono de paso, aunque es un asunto muy digno de considerarse; quiero
indagar solamente sobre los oficios de la mano, la mano en cuanto su relación con la
producción material de la escritura, quizá descifrar algunas de sus figuras. Sor Juana
empieza así su romance:
“Grande duquesa de Aveyro,/ cuyas soberanas partes/ informa cavando el bronce,/ publica esculpido el jaspe” (OC, I: 100). Se trata, obviamente, de un tópico
repetitivo que los cortesanos conjugan cuando hablan de los poderosos. Los instrumentos de la escritura a los que Sor Juana alude constantemente, la tinta, el tintero y el
papel con los que siempre se vale “a secas” y que le sirven para formular sus mensajes,
se metaforizan y la pluma acaba convirtiéndose en buril y el papel en metal. Pero
como siempre, la monja va más lejos impulsada por su deseo de vencer la tiranía de lo
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que la retórica y la cortesanía estipulan, regresa entonces a su humilde oficio y lo
practica en su más prístina concreción, ese laborioso trabajo escriturario cuyas
implicaciones sin embargo son enormes:
Yo, pues, con esto movida
de un impulso dominante,
de resistir imposible
y de ejecutar no fácil,
con pluma en tinta, no en cera,
en alas de papel frágil
las ondas del mar no temo,
las pompas piso del aire,
y venciendo la distancia
(porque suele a lo más grave
la gloria de un pensamiento
dar dotes de agilidades),
a la dichosa región
llego, donde las señales
de vuestras plantas, me avisan
que allí mis labios estampe (OC, I: 105).
Los “cobardes rasgos” de su caligrafía, así como la clausura, la que la encierra
“debajo de treinta llaves”, lo “hecho a mano” se trasciende y engendra alas, como en
el Sueño.
Y para subrayar lo dicho, acudo de nuevo a Sor juana, ya no a su poesía sino a la
también muy manoseada Respuesta a Sor Filotea:
Es verdad que esto digo de la parte práctica en las que la tienen, pues claro
está que mientras se mueve la pluma descansa el compás y mientras se toca el
arpa sosiega el órgano, et sic de caeteris, porque como es menester mucho uso
corporal para adquirir hábito, nunca le puede tener perfecto quien se reparte
en varios ejercicios, pero en lo formal y especulativo sucede lo contrario, y
quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia a que no sólo no estorban,
pero se ayudan dando luz y abriendo caminos las unas para las otras, por
variaciones y ocultos engarces... (OC, IV: 450).
Mano sobre mano
De la hermosa proporción que la marquesa de la Laguna adquiere en el famoso
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romance decasílabo en esdrújulos, podemos deducir que sus partes, las de la condesa,
configuran un todo. Sin embargo me limito, como lo he hecho hasta ahora en este
texto, a las manos, descritas con gran sensualidad por su colorido y materialidad, casi
tropical, y al mismo tiempo con un grande temor que distancia y congela:
Dátiles de alabastro tus dedos
Fértiles de tus dos palmas brotan,
Frígidos si los ojos los miran,
cálidos si las almas los tocan (OC, I: 173).
“El lenguaje es una piel, dice Barthes en Fragments d’un discours amoureux: rozo
con mi lenguaje al otro. Como si tuviese palabras a manera de dedos, o de dedos en la
punta de las palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo...”, y agrega: “Hablar amorosamente es... practicar un contacto sin orgasmo” (1977: 87).
Me detengo, hago descansar la pluma o aparto mis dedos del teclado, y como el
conde de la Granja, incapacitado por el asombro que la genialidad de la monja le
provoca, hago callar a las musas y pongo, ociosa, mi mano sobre mi otra mano.
Bibliografía
Barthes, Roland (1977): Fragments d’un discours amoureux. París: du Seuil.
De la Maza, Francisco (1980): Sor Juana Inés de la Cruz ante la historia, Biografías
antiguas. La Fama de 1700 (noticias de 1667 a 1892). México: UNAM.
Rodríguez Garrido, José Antonio (2004): La carta Atenagórica de sor Juana. Textos
inéditos de una polémica. México: UNAM.
Sabat-Rivers, Georgina (1993): “Mujeres nobles del entorno de Sor Juana”. Y diversa
de mí misma entre vuestras plumas ando. Homenaje internacional a Sor Juana Inés de la
Cruz. Sara Poot-Herrera ed. México: El Colegio de México, pp. 1-19.
Sor Juana Inés de la Cruz (1951): Obras Completas. I. Edición y notas de Alfonso
Méndez Plancarte. México: Fondo de Cultura Económica.
---------- (1957): Obras Completas. IV. Edición de Alberto G. Salceda. México: Fondo de
Cultura Económica.
---------- (1995): Fama y Obras Póstumas del Fénix de México... [1700]. México: UNAM.
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Escritoras y secretarias1
MARÍA ROSA LOJO
Telar, con su nombre metafórico y su “lugar de autora”, es una invitación sugerente e irresistible para mostrar un ámbito normalmente escondido: el revés de la trama,
los nudos del bordado, la trastienda de la escritura. Intentaré pues, en este espacio
hospitalario, contestar y contestarme una pregunta que me han formulado algunos
lectores acerca de dos novelas: Una mujer de fin de siglo (1999) y Las libres del Sur (2004).
Ambas son novelas sobre escritoras argentinas. Una de ellas es la olvidada (salvo
por el coto de especialistas), Eduarda Mansilla, hermana de Lucio V.; otra es la más
notoria (pero difícilmente bien leída) Victoria Ocampo. No son, en puridad, “novelas
biográficas” (aunque Una mujer de fin de siglo, en torno a Eduarda, se acerca más a este
registro) y menos aún “biografías noveladas”. En ellas no se trata de proporcionar una
imagen total y exhaustiva de sus trayectorias vitales ni de sacar a luz secretos amorosos o familiares, nuevos documentos, datos desconocidos.
No hay en ninguno de los libros, por otra parte, falseamiento de los hechos que ya
se conocen. Pero sí, en cambio, con esa libertad que sólo la novela proporciona, una
expansión elástica del tiempo y del espacio interiores, un juego sostenido en el ámbito
virtual de la conjetura. Hay, también, en los dos casos, un personaje sin ningún referente en la realidad histórica. Sobre éste descansa el mayor peso de la ficción y también la posibilidad –para la escritora reconfigurada en la escena novelesca– de ser
mirada y de mirarse desde afuera de sí misma: desde esa “otra” –ayudante, traductora,
secretaria– que empieza junto a ella su propia novela de aprendizaje; que es, en ciertos
aspectos, hija y discípula, pero también, inexorablemente, interlocutora, objetora,
polemista y juez.
El hecho anómalo o inquietante que ha motivado la curiosidad de los lectores es
que la tensión, el contrapunto entre los dos personajes femeninos forma una “pareja
protagónica”, donde uno de los términos tiene prácticamente tanta fuerza como el
otro. La protagonista “real” parece así escamoteada o en algún modo ensombrecida
por la de “ficción pura”, que avanza sobre ella, contrariando, incluso, propagandas
editoriales y fotos de tapa...
Este tipo de construcción dual no es para mí una rareza. Más bien recurre en las
1
Deliberadamente he decidido excluir de este trabajo (metatextual, y no académico) las notas al pie.
Quienes se interesen por el trasfondo histórico y literario de lo que aquí se expone pueden consultar
distintos artículos de mi autoría (2001, 2003, 2004b, 2004c, 2005).
Telar 17
novelas que he escrito a partir de La pasión de los nómades (1994) donde el relato se
organiza en dos voces: la de Rosaura de los Robles, y la de Lucio V. Mansilla; en La
princesa federal (1998) no puede negarse que el eje pasa por Manuela Rosas, pero la
novela no existiría sin el contrapunto constante de la voz y la memoria de Manuela
con el diario de su “pareja” novelesca, don Pedro de Angelis. La verdad no es una sino
múltiple, o por lo menos dúplice. La acción y la vida se construyen en diálogo y el
diálogo puede ser armonía y combate. Tales son las respuestas que se me ocurren,
aunque tal vez no sean del todo satisfactorias, para comprender por qué he escrito (y
sigo escribiendo) novelas con una doble perspectiva. En lo que hace a estos dos textos,
empero, la simple búsqueda de la tensión dialógica no lo explica todo. O por lo menos
se plantea en ellos con diferenciados y particulares matices.
Las escritoras
Puesta a pensar sobre las dos mujeres históricas de las respectivas novelas, encuentro entre ellas no pocas afinidades. Las dos pertenecieron a familias consideradas
“patricias” de la alta burguesía porteña: no familias meramente ricas o enriquecidas,
sino vinculadas con los fundadores de la nación (y, en el caso de Eduarda, sobrina de
Rosas, con el hombre que la gobernó durante más de veinte años, si se cuentan sus dos
períodos). Las dos fueron mujeres excepcionalmente bien educadas, aunque no con
una educación formal sistemática, sino con la enseñanza de artes y letras que profesores especiales les impartían en sus casas. Las dos, bilingües, escribieron en castellano
y en francés y hablaron también otros idiomas. Ambas amaban tanto la música como
la literatura: fueron (sobre todo Eduarda) “cantantes de salón” a las que estaba prohibida, desde luego, cualquier profesionalización de su arte. Victoria en particular añadió el recitado de textos (lo único que pudo concretar de su frustrada vocación de
actriz) a estas aficiones. Se trataba, también en los dos casos, de mujeres hermosas,
conscientes de su belleza y de su atractivo, que contaban con el dinero y la posición
como para realzar su presencia física con las ropas más refinadas (pero si Victoria tiene
una profusa iconografía –profesó la pasión por fotos y postales– son pocos los retratos
que nos quedan de Eduarda). A las dos les gustaba la buena cocina –sobre todo, la
francesa– y un aura sofisticada, de cierto “dandysmo femenino”, las acompañó hasta
la madurez. Ambas convocaron al mundo cultural en sus casas (“salón literario”, se
decía en el siglo XIX) aunque sólo Victoria logró hacer, con esta voluntad asociativa,
una revista capaz de durar cuarenta años.
Sus vidas amorosas y familiares estuvieron marcadas por la incorrección. Victoria, recién casada con un hombre al que descubría incompatible con sus aspiraciones
y perspectivas, entendió que había cometido un error irreparable: no podía separarse,
ya fuere en forma legal o religiosa, y ni siquiera hacer pública su situación. El temor de
consternar a sus padres traicionando con el escándalo los valores familiares y de clase,
18 Telar
la perturbó siempre. El encuentro –durante la misma luna de miel– con un primo de su
marido, Julián Martínez, le mostró, por otra parte, que no sólo se había casado mal,
sino que hubiera debido casarse con otro. Martínez fue su gran amor clandestino y
luego del corte de esa relación (que duró catorce años), Victoria no se comprometió
con nadie del mismo modo. Incluso cuando era ya viuda y hubiera podido reincidir en
el matrimonio, eligió libre e informalmente sus parejas.
Eduarda Mansilla cumplió en principio con un destino previsible de buena madre
y buena esposa. Se casó con Manuel Rafael García, a quien acompañó en sus destinos
diplomáticos, y tuvo seis hijos. Pero para 1879 ya estaba separada, de hecho, de su
marido, y vivía en la Bretaña con su hija Eda y su yerno, el conde de Lagatinerie. En
ese año (el mismo del tormentoso estreno de Casa de Muñecas) tomó una decisión
crucial: volver a Buenos Aires, luego de casi dos décadas ininterrumpidas de ausencia.
Retornó sola, sin sus hijos más pequeños (tres varones, que dejó bajo la custodia de
Eda). No existen explicaciones documentales que justifiquen esa marcha de Eduarda,
sola, ni los cinco años que de aquí en más permanecería en Buenos Aires. En una
conversación informal con el historiador Néstor Auza, conjeturamos que don Manuel
Rafael García (el miembro adinerado del matrimonio) tenía también la patria potestad como para no consentir que sus hijos menores saliesen de Europa. Eso no bastó
para que Eduarda desistiera de lo que se había propuesto...
La figura de esta gran dama que abandonaba marido y familia para hacer vida
independiente en su ciudad de nacimiento, donde se dedicó fervorosamente a reeditar
sus libros, publicar otros nuevos e intervenir cuanto le fue posible en la vida cultural,
no pasó desapercibida, y menos aún pudo pasar, en la Gran Aldea, exenta de críticas.
Eduarda y Victoria creyeron obstinadamente en el valor irreemplazable de la
expresión femenina, pero desde una posición histórica muy distinta. Las narradoras
eran una novedad para la cultura “moderna” del siglo XIX. Surgieron, dentro de sus
singularidades, como un colectivo que planteaba, en ciertos puntos clave, posturas
comunes: la oposición a las guerras civiles y la posibilidad de lazos (amor o amistad)
entre miembros de ambos bandos, el rescate, en su imaginario ficcional, de las raíces
aborígenes, y la bandera de la educación. No se trataba de “sufragistas”: feministas al
estilo anglosajón que demandasen derechos civiles y políticos. Pero ninguna de ellas
cejó en el insistente reclamo de que se educara a las mujeres, al menos para que fueran
dignas madres de los futuros ciudadanos de la república. La literatura femenina les
parecía entonces una promesa brillante: en algún momento, cuando la madurez de los
tiempos lo permitiese, las escritoras podrían lograr, acaso, una posición intelectual
paralela a la de los literatos.
Para la época en que Victoria era una muchacha joven, a principios del siglo XX,
si bien había ya universitarias e intelectuales que luchaban abiertamente por los derechos de toda índole, y también escritoras, esa promesa no se había cumplido. Ninguna
Telar 19
de ellas (salvo el éxito popular de Emma de la Barra de los Llanos, que firmaba, por
otra parte, como “César Duayen”) tenía notoriedad o prestigio parecidos a los que
gozaban colegas varones. La gran voz de Alfonsina Storni (que tampoco era uniformemente apreciada en todos los circuitos) resultaba más bien una anomalía. En muchos
aspectos el fin del siglo XIX había significado un retroceso para las damas de la alta
burguesía, apartadas del espacio público, cuidadas y recluidas como madres ejemplares o adornos de salón en la intimidad de un exclusivo gineceo. Por lo demás, la misma
clase alta argentina, educada en inglés y francés, no apostaba demasiado por la entidad
y calidad de las producciones nacionales, ya se debieran éstas a uno u otro género
sexual. Eduarda, miembro de la clase dirigente criolla de su tiempo, confiaba plenamente en la capacidad de las mujeres como educadoras y creadoras, y en la capacidad
argentina para consolidar una cultura propia no inferior a la europea. Frente a los
yankees, a menudo “bárbaros”, para su criterio, en cuestiones de buen gusto, tuvo, en
algunos aspectos, una mirada de superioridad irónica reflejada en sus Recuerdos de viaje
(he trabajado sobre ella en toda la primera parte de Una mujer de fin de siglo). Victoria en
cambio, atormentada por la “angustia de las influencias” con respecto a los modelos
europeos, dudaba seriamente de la originalidad cultural vernácula. La década del ’20
es clave en su evolución interior. En esos años de formación no sólo terminará convenciéndose de sus propias aptitudes literarias, sino de las posibilidades de América, y de
la Argentina en particular, para aportar al mundo un proyecto y una realización cultural diferentes, valiosos en su diferencia. La amistad con Waldo Frank –el único intelectual que por aquellos tiempos la ve como un par, sin intención secundaria alguna–
la decidirá a canalizar en la fundación de Sur sus energías y aspiraciones.
¿Cómo aparecen ambas escritoras en las novelas? Una mujer de fin de siglo aborda a
Eduarda en dos períodos de su vida (que corresponden a las dos primeras partes de la
novela): 1860, durante su primera estadía en los Estados Unidos, y 1880, en los
comienzos de su estadía porteña. En la primera parte, es su voz la que habla, narrándose
a sí misma y a su entorno, en parte apoyándose sobre su libro testimonial Recuerdos de
viaje (1882) y en parte expandiendo la mirada sobre aquellos aspectos que los Recuerdos insinúan apenas o dejan en la sombra. No elegí el pastiche, la imitación de su estilo,
sino un lenguaje propio, que permitiese reescribirla de otra manera, dar cuenta de la
conciencia y también de las trampas de lo inconsciente. Algunos personajes apenas
nombrados en sus recuerdos (como Molina, su acompañante) adquieren aquí gran
espesor y protagonismo, y se agregan dos personajes de “ficción pura” o “ficción al
cuadrado”: Judith Miller,2 una sufragista que reaparecerá en la segunda parte de la
novela (a quien probablemente Eduarda dirige sus cartas no enviadas) y el capitán
2
No deja de llamarme la atención la coincidencia con la periodista encarcelada recientemente en los
Estados Unidos por negarse a revelar sus fuentes. Sin duda, desde el Antiguo Testamento, Judith es un
nombre para mujeres de carácter...
20 Telar
Rhett Butler (extraído, por supuesto, de Gone with the Wind, que se maneja aquí con
divertido desenfado, no muy distinto del que hacía gala Lucio V. Mansilla). La voz
narradora será asumida, en la segunda parte, por Alice Frinet, la secretaria, y en la
tercera, por Daniel García-Mansilla, el cuarto hijo de Eduarda y el que más cerca
estuvo, presumiblemente, de su intimidad.
En lo que hace a Victoria, nunca es narradora en Las libres del Sur, aunque su voz sí
aparece en primera persona a través de diálogos y de algunas cartas. Evitar la primera
persona narrativa fue una opción muy pensada. No se trataba de competir con la
minuciosa Victoria de la Autobiografía, ni de repetirla. Victoria es vista así la mayor
parte del tiempo desde las miradas disidentes de otros personajes: Elmhirst, el secretario de Tagore, Tagore mismo, el conde de Keyserling, Ortega y Gasset, y sobre todo,
Carmen Brey, decisiva para su configuración ficcional, no sólo como el personaje que
ella misma quiso ser, sino como el que resultó ser para los demás.
Las secretarias
En la que llamamos “vida real”, ni Eduarda Mansilla ni Victoria Ocampo tuvieron secretarias o asistentes extranjeras. En la vida de mis libros las tienen y son imprescindibles, para la misma construcción de cada novela, y para conectar a las escritoras con los lectores, a través de otros ojos. A diferencia de Carmen Brey, que nació
junto con la misma idea del libro, Alice Frinet, la secretaria de Eduarda, surgió como
única solución posible para una segunda parte que no lograba encontrar la voz justa
para narrarse. Alice es la mirada inmediata y a la vez distante, la voz próxima pero
diferente. Al principio sólo admira a Eduarda, después también la juzga. Primero
copia sus escritos y escribe cartas dictadas o redacta cartas de compromiso. Luego va
accediendo a otras profundidades: fotos e historias de familia, el arreglo del guardarropas de una empleadora enferma que ya no tiene tiempo para ocuparse de él; por fin,
el hallazgo de secretas reflexiones que parecen cartas no enviadas, escondidas entre
pliegues de lencería. Alice supone lo que Eduarda no cuenta, o encuentra lo que
Eduarda calla. O la fuerza a hablar, a retrucar, a justificarse, o escucha de ella el diagnóstico de sus propios males.
Alice, aunque ya no como voz narradora, reaparece en la última parte de la novela, narrada desde el hijo confidente de Eduarda: Daniel García Mansilla. Han pasado
veinte años. Eduarda está muerta y Alice, casada con un tucumano, ha formado su
propia “empresa cultural”. Tiene una escuela de declamación y una pequeña imprenta, escribe para revistas de provincia y se ha vuelto cicerone de las jóvenes casaderas
de buena familia que van a conocer los esplendores de París.3 Alice pide a Daniel su
3
Sigue en esto, no sin humor, parte de los cínicos consejos de Mme. Émeraude, el personaje de la mo-
Telar 21
consentimiento y el de sus hermanos para reeditar la obra dispersa de su madre. Tropieza entonces con el mayor escollo, la última y desconocida voluntad de la señora:
que no vuelvan a publicarse sus obras. Este núcleo duro resistente a la interpretación,
fue, también, el disparador de la escritura de la novela. Entender por qué una vocación
de trascendencia invulnerable a tantos cambios y distancias, se vuelve contra sí misma, como buscando un castigo, en los últimos años de Eduarda Mansilla. ¿El precio
que Eduarda-Nora pagó por su portazo fue demasiado alto? ¿La familia fragmentada
con la que se encontró a su regreso la acusaba por su decisión? ¿La muerte intempestiva y solitaria de Manuel Rafael García en Viena, tiempo después, la había afectado
más de lo previsible?
La relación de Carmen Brey con Victoria Ocampo es continua –ocupa desde el
principio al fin de la novela– pero más distante también y con mayor autonomía por
parte de Carmen, que no cumple funciones de secretaria personal. Si Alice es una
pobre huérfana bretona, educada por caridad en el Sacré Coeur, donde recibe una buena
instrucción (pero ningún título académico) y ejercita una implacable caligrafía, Carmen Brey, huérfana de madre pero hija de un abogado de Ferrol (Galicia) y nieta del
mítico “indiano” (el abuelo Brey, que se ha hecho rico en Cuba), ha tenido el privilegio y la osadía de formarse en Madrid, en la Universidad y en la Residencia de Señoritas de la gran educadora María de Maeztu. No puede decirse que Carmen, licenciada
en Filología, traductora de inglés, complete su educación formal al lado de Victoria,
como Alice completa la suya al lado de Eduarda. Ésta es, decididamente, la protectora
de la francesa, que vive con ella en la casa de doña Agustina Rozas de Mansilla, y que
acepta de ambas tanto consejos como vestidos con poco uso que pueden ser adaptados
a un cuerpo más joven y menudo. Alice, criada en el convento, comienza a iniciarse en
el trato mundano durante el viaje transatlántico, donde conoce a Eduarda. La estadía
en Buenos Aires la va transformando: “Oigo mi respuesta desenvuelta sin creerla del
todo (...) La niña del convento ya está más lejos que el tiempo y el océano (...) Aquí
nadie puede susurrar, cuando paso por las calles de una ciudad donde no se conoce mi
historia: ‘Ahí va la pobre hija de Berthe. Dios haya perdonado a la infeliz.’” (1999: 182).
Victoria no es, en cambio, la protectora o mentora de Carmen Brey. No emplea a
una muchacha necesitada sino a una egresada universitaria que no tiene como ella una
gran fortuna, pero sí el capital simbólico de su título.4 Aunque proveniente de Galicia,5
dista que aparece en la segunda parte de la novela, y que la instruye para que saque todo el provecho
posible de los rastacueros argentinos y de las ventajas de ser francesa en el Río de la Plata.
4
Se sabe que la falta de este capital simbólico acongojó y “acomplejó” en cierto modo a la orgullosa
pero tímida y siempre algo insegura Victoria.
5
Ni Alice ni Carmen (y esto es deliberado y necesario en su construcción como personajes) provienen
de las regiones centrales de sus respectivos países. Ambas son, de algún modo, “provincianas” en
Buenos Aires.
22 Telar
la región más pobre de una España también pobre no sólo en bienes materiales sino en
prestigio intelectual ante los ojos de los argentinos cultos, Carmen ha sido discípula de
Ortega y Gasset y cuenta con sus avales. Su primera preocupación al enfrentarse con
Victoria es evitar que esa millonaria, bella y probablemente caprichosa, la mire como
a un miembro más de su servicio doméstico (compuesto, como era usual en la Argentina de aquellos tiempos, por españoles, preferentemente asturianos o gallegos). Carmen hará cuanto le sea posible por cuidar su distancia e impedir ser colocada en una
relación paternalista de dependencia, más allá de los términos estrictos del contrato
laboral, o de la amistad respetuosa, por su parte controlada, pero genuina, que finalmente llega a establecerse. En la segunda parte de la novela la encontraremos viviendo
sola, en pleno centro porteño, trabajando en forma independiente como profesora y
traductora, y también para la “rival” de Victoria, Bebé de Sansinena, presidenta de
Amigos del Arte.
Victoria, desbordada por las nuevas experiencias, comenta con Carmen, en forma
confidencial, sus entusiasmos y decepciones con los viajeros ilustres (Tagore, Ortega,
Keyserling, que llegan al Plata por aquellos años). Carmen, en cambio, no cree que
Victoria, generosa pero aturdida, capturada en la red deslumbrante de sus fantasías,
sepa realmente escucharla. Cuando llega el momento de comunicar sus propias aflicciones ante el hallazgo de su hermano en una situación inesperada, recurre, no ya a
Victoria, sino a María Rosa Oliver, la muchacha inválida en la que adivina mayor
aptitud para la solidaridad y la comprensión.
Desde el inicio, Carmen es un puente entre Victoria y los viajeros (su primera
aparición es como traductora contratada para acompañar permanentemente a Tagore
y su secretario Elmhirst durante su estadía en Buenos Aires) y también un puente entre
los lectores y Victoria, que es mirada sobre todo desde sus ojos sorprendidos y críticos. Alice media entre Eduarda y los lectores, y entre Eduarda y la sociedad porteña
que la recibe a su vuelta con admiración, envidia o crítica (esta función la cumple
asimismo Carmen para con Victoria, aunque en menor medida).
Alice y Eduarda no se separan, ambas se mantienen dentro del ámbito de la
misma ciudad. En cambio, en la tercera parte de Las libres del Sur, Victoria y Carmen
emprenden caminos complementarios y diferentes. Victoria parte a Europa para encontrar al conde de Keyserling, aparente poseedor de las “llaves de la sabiduría”, con
quien se ha carteado durante dos años. Carmen viaja a Los Toldos, en el campo bonaerense, porque supone que allí puede estar su hermano. El camino tomado lleva a
Victoria al brutal desengaño: el conde, lejos de encarnar el ideal de espiritualidad plasmado en sus escritos, le parece más bien un “bárbaro”, descendiente directo de Gengis
Khan; por lo demás, descubre pronto que el verdadero interés de Keyserling en ella,
estimulado por sus cartas poco prudentes, pasa por un acercamiento mucho más íntimo que el meramente intelectual. De aquí en más se establecerá entre ambos una
Telar 23
situación equívoca que Victoria no se atreverá a romper con la abierta repulsa, y que
se mantendrá durante toda la visita del filósofo a Buenos Aires. El camino de Carmen
también la lleva a revelaciones indeseadas, aunque en la trama de sus afectos familiares. Pero mientras que Victoria reencuentra un París ya conocido y una lengua que le
aflora en los labios más naturalmente, incluso, que el castellano, Carmen descubre una
Argentina que no sospecha.
Es ella la única que puede mostrarnos ese otro país en la novela. El país donde
vivía la niña María Eva Ibarguren (aún no legitimada como Duarte) que iba a ser, en
unos años, la mujer más poderosa de la nación. En esos momentos es la última hija (no
reconocida por su padre) de una familia secundaria y caída no sólo en la pobreza sino
en la deshonra. Su situación marginal la coloca mucho más del lado de los indios (los
descendientes de Coliqueo, en la Tapera de Díaz) que de los “blancos decentes”. Su
único capital son sus sueños: un álbum hecho a mano, donde guarda los retratos de las
estrellas de cine que aparecen en las revistas. Eva y Victoria (salvo en la obra de teatro
de Mónica Ottino) nunca se verán ni se entenderán mutuamente. Carmen Brey, por
separado, puede verlas a las dos.
Si Eva o Evita entra en la novela de la mano de Carmen, es porque no hay mejor
manera para presentar la Argentina sumergida y la Argentina por venir, más allá de la
vidriera lujosa de Buenos Aires y en su sintonía o contraste con los debates sobre el
futuro nacional que cruzan la novela. Por otro lado, si de “libres del Sur” se trata, ella
inaugura una manera paradójica de protagonismo femenino. Eva Duarte de Perón
estuvo lejos de ser, en su discurso político, una feminista. Abogó por una imagen
tradicional de las mujeres, que podrían, sí, trabajar fuera de sus casas, pero cuyo rol
fundamental estaba en el hogar y en la maternidad. Proclamó, una y mil veces, su
subordinación a un hombre mucho mayor que ella, poderoso, y a sus ojos, sabio: un
padre-marido-educador, que la había formado en la política. Pero como suele ocurrir
en estos casos, Galatea se escapó hasta cierto punto de las manos de Pigmalión. Eva
Duarte logró una gravitación personal extraordinaria y en su personaje político desplegó la eficacia comunicativa y expresiva que no había alcanzado como actriz. Lo
que la une, profundamente, a Victoria Ocampo, a pesar de todas sus diferencias, es su
vehemente deseo de trascender. Piensa Carmen, mirando a Eva: “No era muy linda,
y quizá tampoco tenía gran inteligencia. Algo la diferenciaba, sin embargo, del resto
de los chicos. Parecía vivir más velozmente, llevada por un fervor de la voluntad que
adelantaba los acontecimientos, como si sus deseos, sus sueños y sus esforzados propósitos ya se hubiesen hecho realidad frente a esos ojos oscuros, más intensos que los
ojos de los otros.” (2004a: 169-170).
Esa Argentina interior que no se le mostrará a Tagore, pese a sus explícitos deseos
(Victoria en su afán de complacerlo sólo atina a llevarlo al casco de estancia inglés de
sus amigos, los Martínez de Hoz), incluye a los pequeños propietarios (no ya a los
24 Telar
grandes terratenientes) a inmigrantes de cualquier proveniencia, dedicados al comercio y a toda clase de oficios. Incluye también a gauchos (ahora trabajadores rurales) y
a los olvidados entre los olvidados, descendientes de los antiguos señores de la Pampa.
Carmen verá bajo otro aspecto muy distinto a los mismos gauchos que Borges, su
acompañante, ve bajo la luz del mito del coraje. Ante sus ojos la escena del futuro
cuento “El Sur” que se arma en la pulpería de Los Toldos, y que Marechal y sobre
todo Borges, ebrios de ginebra y de vanguardismo criollista, interpretan como una
provocación fatal, se convierte al día siguiente –desde la prosaica y también amarga
mirada de doña Juana Ibarguren– en un mero entretenimiento de paisanos que a la
mañana deberán volver al duro trabajo diario: “Pierda cuidado, que no les hubiesen
hecho nada. Todos tienen familia que mantener, y ninguna gana de crearse problemas
con la justicia. A veces vienen al pueblo por alguna comisión y se ponen alegres. Pero
no es más que eso. Los cuchillos los usan para el campo y para la faena de reses, no para
destripar cristianos. Son todos unos infelices, como esta servidora –suspiró–, que
trabajan de sol a sol.” (2004a: 158).
Los marginados en su propia tierra y los inmigrantes que han llegado a ella tienen
no poco en común. Y esto tanto Alice como Carmen lo saben bien. Alice, desde su
propio desamparo y desde la mirada impiadosa de los intelectuales argentinos que ven
en los inmigrantes pobres a otros bárbaros (“era más barato y más sensato quedarse
con los gauchos y los indios para reformarlos, antes que importar semejante cantidad
de analfabetos famélicos” (1999: 189); “Ahora tiene la piel de porcelana, como todas
las campesinas bretonas cuando son jóvenes. Pero ya la verá usted dentro de unos
años, ordinaria, gorda, y con los pies tan anchos como ruedas de carreta” (1999: 190),
comenta, como al paso, Eugenio Cambaceres). Para Carmen la historia de la emigración se confunde con la desgarrada historia del pueblo gallego:
“Por eso, para no ser los últimos en todo, los gallegos habían tenido que
irse, durante generaciones, con su lengua a cuestas. Prados, ríos, arboredas, pinares que move o vento. Todo eso habían dejado y seguían dejando, y también
madres e hijos y mujeres (e nais que non teñen fillos, e fillos que non tén pais.
Viudas de vivos e mortos que ninguén consolará). Rumbo a La Habana o a Buenos
Aires, con valijas de cartón, con papeles en regla o sin ellos, inquilinos legítimos de la tercera clase o polizontes en las bodegas. Caravanas de labriegos y
de pescadores, que aborrecían la miseria, la limosna y el desprecio. Y que se
habían dispuesto a todo para que nadie volviese a mirarlos por encima del
hombro, bajo el cielo de Dios. Pero estaban desgajados y desgarrados. Plantas
parásitas sobre cortezas podridas, enredaderas sin muro, flotantes, con las
raíces al aire, en carne viva”. (2004a: 178).
Telar 25
Maternidades y traiciones
La cuestión de la “maternidad” late en el plano más hondo de la relación entre
escritoras y “secretarias”. Eduarda, madre ella misma de seis hijos, viene de una
familia de mujeres fuertes, de gran poder doméstico y notoria influencia social: doña
Agustina Rozas de Mansilla, su madre, y doña Agustina López de Osornio de Rozas,
su abuela materna, que no sólo había dado a luz veinte vástagos, sino que disponía y
controlaba personalmente toda la administración de las propiedades familiares con el
consentimiento de su marido. En El médico de San Luis (1860) primera novela de
Eduarda, se recomienda como medio para los males sociales de la Argentina robustecer la autoridad materna y purificar, mediante esa guía moral e intelectual, el orden
corrupto e injusto de la sociedad presente. La utopía de la purificación comunitaria
mediante el influjo educativo femenino tiene un centro: el hogar. Esto no excluye la
participación de las mujeres en actividades laborales de otro tipo que las liberen de “la
cruel servidumbre de la aguja”. La posibilidad de integrar ambas caras de la moneda
se examina en Recuerdos de viaje (1882) donde la relativa emancipación femenina que
Eduarda observa en los Estados Unidos de Norteamérica, le parece, junto al respeto
por la Constitución y las instituciones, el mayor mérito de esta cultura un tanto rústica
en otros sentidos.
Esta ardiente promotora de la labor educativa materna sin embargo tiene a sus
hijos menores internados en un colegio y bajo la tutoría de su hermana mayor, mientras ella se demora cinco años en el Plata, saciando nostalgias, y ocupándose de su
carrera artística y literaria. En Buenos Aires escribe sus Cuentos destinados a los niños,
y no olvida dedicar esos cuentos a los suyos, individualizando cada dedicatoria. Pero
la presencia de la letra no iguala al tacto, y Alice, hija de una madre suicida que la ha
dejado sola a los ocho años, se encuentra inesperadamente pronunciando palabras de
reproche, que involucran a Eduarda en su propio rencor por el abandono. Eduarda
podría haber muerto, es verdad, y tendrían que arreglarse sin ella. Pero lo cierto es que
vive, y que si no se encuentra junto a sus hijos es simplemente porque no quiere,
arguye, para recibir esta respuesta: “Si no estoy ahora en Francia es porque entre los
precarios deberes de la vida, hay uno que es preciso cumplir alguna vez para afrontar
los otros: el deber que todo ser humano tiene consigo mismo, Mademoiselle Alice. El
que su madre no logró satisfacer.” El conflicto interno de Eduarda no termina aquí.
Pero Alice comienza a sentirse capaz de perdonar (o de enterrar, por fin) a su madre
muerta, a partir de los escritos6 de Eduarda. Una mujer no sólo es una madre, sino un
individuo humano. O una madre no sólo se debe a sus hijos:
6
Todos los que en la novela figuran como escritos de Eduarda, hallados por Alice, no son textos
originales de Eduarda Mansilla, sino invenciones literarias de la autora de la novela.
26 Telar
“¿Qué es una madre? –siguen–: tal vez el único estado en que el vacío se llena y una
mujer parece transformarse en ser humano completo. O en algo más y algo menos que
un individuo humano: en una institución, un símbolo que representará su propia
maternidad durante todo el resto de su vida. Un templo en cuyas paredes se alinean,
como dioses, las imágenes de los hijos.
Pero una mujer está hecha con los restos mutilados de una niña, con la memoria de
un germen de libertad, cuando aún se nos veía llenas y no vacías, cuando existíamos
por nosotras mismas. Cuando no estábamos encadenadas al sexo que nos humilla
porque no disponemos de él, ni al hijo que nos glorifica.
¿Qué tendría que ser una mujer? Lo que ella quiera. Solamente eso.” (1999: 213214).
Al contrario que Eduarda, Victoria Ocampo no es ni será madre. Esa posibilidad
pasa de largo por su vida, inmolada a sus deberes de hija. Hasta sus cuarenta años,
época de su ruptura con Martínez, la obsesión excluyente por no exponer a sus padres
al deshonor, es una prioridad a la que no puede renunciar, y una de las paradojas de esta
personalidad femenina, tan a la vanguardia en unos aspectos y tan ligada a los valores
más tradicionales en otros. Victoria no se ha atrevido a dar ese paso más allá que
hubiera podido traerle también una dicha sin sucedáneos, a través de un hijo o de una
vocación realizada (como su primera vocación por la escena).7 Es Carmen, la que sí se
ha animado a marcharse a Madrid a estudiar, contrariando a su padre y a su madrastra,
quien mantiene en este sentido la posición más crítica:
“‘Yo debí ser otra cosa, hacer otra cosa. Debí ser actriz. Mi destino era el
teatro. Si no hubiera sido por mi padre...’ El señor Manuel Ocampo había
jurado saltarse la tapa de los sesos si, en algún día infame, una hija suya subía
a las tablas.
-Me dejaron tomar unas clases con Marguerite Moréno. Pero sólo para
completar mi formación. Ella me aconsejó que no me casara. Si le hubiese
hecho caso. Mi marido al principio prometió ayudarme. Sin embargo, sorprendí una carta suya dirigida a papá. Le aseguraba que él se encargaría de
disipar esas fantasías. Que en cuanto yo esperase un hijo todo quedaría en la
nada.
-¿Por qué le creyó a su padre? –había observado Carmen–. Los padres
siempre juran esas cosas y después no las cumplen. Usted debió emprender lo
que quería, si realmente lo deseaba. Él lo hubiera aceptado, al final.
Antonio Brey, que ninguna amenaza había hecho cuando su hija decidió
irse a Madrid, no obstante había muerto sin verla terminar los estudios.”
(2004a: 37-38).
7
Eva Duarte, en cambio, adolescente, sin medios económicos, y a pesar de los justificados temores de
Telar 27
La fundación de Sur, al final de la novela, se contamina con la tristeza que trae la
muerte de Manuel Ocampo. Sin embargo, aun en esa tristeza, Victoria se siente liberada de una carga: la culpa por sus elecciones “erróneas”, el esfuerzo constante por
evitar el sufrimiento paterno. Y otra vez Carmen –que ha sabido romper amarras,
discreta, pero inflexible– la considera con apenada compasión:
“...si de algo había creído estar Victoria ciegamente segura, era del amor
de su padre. Un amor celoso y estricto, que se confundía con el honor y el
orgullo de la familia, de los que ella parecía ser la principal depositaria. “Hay
sólo una cosa que me consuela –les había dicho Victoria a Carmen y a María
Rosa–, y es que ahora mi vida no puede herirlo.”
Carmen la miró, callada. Pensó en Julián Martínez, el amante consuetudinario como un marido, que una niña ya cuarentona había ocultado durante
catorce años para no ofender a Manuel Ocampo con esa travesura vergonzosa, irremediablemente reiterada. Pensó en los silencios y las renuncias, en el
hijo que Victoria no se había permitido tener. “Quién habrá herido a quién”,
se dijo entonces.” (256).
Victoria se parece en algo (en el tipo de belleza, y en la edad) a la figura femenina
más conflictiva para Carmen, con la que ha mantenido desde siempre una relación
ambivalente: su todavía joven madrastra (Adela Montes, la “Andaluza”). Pero no
proyecta sobre la señora Ocampo antiguos rencores; los negocia en forma directa con
una madrastra real y viva cuya imagen termina de deteriorarse hacia el final de la
novela, después de las confesiones que aporta el encuentro con su hermano. Sin embargo, quizá por el parecido –superficial pero efectivo– entre Victoria y Adela Montes, Carmen es reacia, desde el principio, a entregarse sin reticencias a la seducción de
Victoria. La señora Ocampo la fascina por su espectacularidad y su exuberancia –de
alguna manera está cumpliendo en su vida cotidiana la vocación teatral que le fuera
negada, construyendo su propio personaje–;8 también la divierten la ingenuidad y la
confianza que Victoria derrama sobre sus ídolos intelectuales, y que la desconfiada
Carmen se niega, en cambio, a depositar en nadie. Salvo, quizás, en el hombre que lo
merezca.
A diferencia de Victoria, ilusa, y pronto desilusionada, Carmen –viajera también– sí encuentra en un extranjero al hombre de su vida, que no es un intelectual
su madre, irá a la gran ciudad para convertirse en actriz.
8
“Todos los gestos de Victoria eran intensos; se pronunciaban más allá de lo necesario en sus adhesiones o desdenes, estaban hechos para ser vistos desde lejos, como si su vida fuese una fabulosa representación que le había dejado escrita un dramaturgo exigente y que ella actuaba hasta el límite de sus
fuerzas.” (2004a: 111-112).
28 Telar
glamoroso sino otro “secretario”. Acompañante y reverso temperamental del filósofo
báltico, irónico y sanamente modesto, el profesor von Phorner tiene una vieja historia
familiar en el Río de la Plata y está dispuesto a retomar su trama de enterradas raíces.
Tanto Alice Frinet como Carmen Brey logran aquello en lo que sus empleadoras
fracasan, y sin renunciar por eso a sus vocaciones intelectuales: casarse con los hombres que pueden hacerlas felices. Las “hijas” están un paso más allá de sus “madres”
literarias, o, en el caso de Carmen, también de su “madrastra” real. Han superado o
trascendido los dilemas que a las otras las detuvieron, y han elegido compañeros, no
maestros. No habrá, para ellas, “salvador”, ni bodas del Príncipe y la Cenicienta, ni
esposos ricos o “sabios”. Los sabios tienen pies de barro y los príncipes –bien lo
advierte Carmen Brey– pueden transformarse en sapos desagradables.
¿Qué es ser madre? ¿Qué es ser hija? ¿Qué es la creación intelectual para las mujeres? Quizá ésas son las preguntas más importantes que atraviesan Una mujer de fin de
siglo, y también conforman uno de los ejes centrales de Las libres del Sur. Existe, no
obstante, una paradoja. Las “secretarias-hijas”, capaces de observar lúcidamente a sus
modelos y de aprender de sus aciertos y fracasos, no son –en estas novelas– también
escritoras, aunque trabajen en la docencia y en el campo intelectual. No puedo dejar
de preguntarme por qué. ¿Porque cierta lucidez para armar y desarmar la propia vida
parece hasta cierto punto incompatible con los presuntos desequilibrios de la creación
libresca? ¿Porque las dos toman distancia de las creadoras que han conocido, en quienes cierto narcisismo o exhibicionismo elegante parecen condiciones anejas, si no
indispensables? Ninguna de las dos –jóvenes bonitas, aunque no imponentes como
Eduarda o Victoria– se dejará caer en la trampa narcisista, poniendo el cuerpo por
delante de sí mismas como un espejo distractivo. Sin rechazar para su arreglo las
formas exteriores de la belleza, no le concederán visibilidad prioritaria ni será ésa su
carta de presentación mundana. De algún modo Alice Frinet y Carmen Brey marcan
hacia el futuro, aunque no todavía en ellas mismas, la ampliación y diversificación de
ese único tipo de escritora: la mujer sofisticada y seductora de la alta burguesía con
educación y recursos para dedicarse a escribir (y también con la desventaja de los
rígidos códigos de honor y decoro de su clase, que solían entorpecer, antes que favorecer, su ingreso en el espacio público).
Quizá porque no se puede o no se debe ser al mismo tiempo juez y parte, en estas
novelas les ha tocado sobre todo el papel de observadoras. Pero son ellas las que
escriben al cabo, con sus miradas, la “novela de la escritora”. Espías y confidentes
(“secretarias” guardadoras de “secretos”), hijas discordantes que tratarán de ser más
sabias o más dichosas que sus madres, madrastras o empleadoras, dejan constancia de
cuanto han visto en estos dos libros que hacen la crítica de la creadora y de su creación,
que no son biografías ni ensayos, pero cruzan algunos de estos elementos genéricos en
el espacio de la novela.
Telar 29
Insustituibles testigos sin los cuales cada novela no hubiera llegado a la existencia,
Alice y Carmen valen por sí mismas como sujetos que despliegan su propia épica en la
historia que cuentan y en la vida que quieren realizar, no como copias, sino como
originales que buscan nuevas formas y se niegan a repetir ajenos errores.
Bibliografía
Lojo, María Rosa (1999): Una mujer de fin de siglo. Buenos Aires: Planeta.
---------- (2001): “Eduarda Mansilla: entre la ‘barbarie’ yankee y la utopía de la mujer
profesional”. Voces en conflicto, espacios de disputa (Actas de las VI Jornadas de
Historia de las Mujeres y I Congreso Iberoamericano de Estudios de las Mujeres y
de Género). Buenos Aires: Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género /
Departamento de Historia / Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. CD. ROM. Reeditado en Gramma 37 (2003), pp. 14-25.
---------- (2003): “Dossier: escritoras argentinas del siglo XIX”. Cuadernos hispanoamericanos 639, pp. 5-60. Dossier editado por M. R. Lojo. Colaboraron en él las historiadoras Lily Sosa de Newton y Lucía Gálvez, y las críticas literarias María Gabriela
Mizraje, Lea Fletcher, Lidia Lewkowicz.
---------- (2004a): Las libres del Sur. Buenos Aires: Sudamericana.
---------- (2004b): “Los hermanos Mansilla: género, nación, ‘barbaries’”. Pasajes-PassagesPassagen (Homenaje al Prof. Dr. Christian Wentzlaff-Eggebert). S. Grunwald, C.
Hammerschmidt, V. Heinen, G. Nilsson eds. Sevilla: Universidad de Colonia /
Universidad de Sevilla / Universidad de Cádiz, pp. 527-537.
---------- (2004c): “Victoria Ocampo: un duelo con la sombra del viajero”. Alba de
América XXIII/43-44, pp. 151-165. Publicado también en Actas de las VII Jornadas
Nacionales de Historia de las Mujeres y II Congreso Iberoamericano de Estudios de Género. María Julia Palacios ed. (con la colaboración de Violeta Carrique). Salta: Comisión de la Mujer / Gesnoa / Universidad Nacional de Salta.
---------- (2005): “Escritoras argentinas del siglo XIX y etnias aborígenes del Cono Sur
(Juana Manuela Gorriti y Eduarda Mansilla)”. La mujer en la literatura del mundo
hispánico. “La mujer en la Literatura Hispánica”. Westminster: Instituto Literario
y Cultural Hispánico de California, pp. 43-63.
30 Telar
2. MUJERES CONSAGRADAS A DIOS.
DE LA COLONIA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
Úrsula Suárez: perdonando a Dios
NURIA GIRONA
Universidad de Valencia
El hábito ama al monje porque gracias a él, forman una unidad.
Lacan
1. Perdonando a Dios
Una mujer experimenta un trance de plenitud. Por un momento se siente la madre
del mundo y la madre de Dios, si es posible alcanzar este vértigo sin asomo de omnipotencia, “por puro cariño, así de simple, sin prepotencia ni gloria alguna, sin el
menor sentimiento de superioridad o igualdad” (Lispector, 1994: 46). No se puede
aspirar a más: no sólo la completud de la madre sino la de la madre del mundo y su
creador.
De repente irrumpe un imprevisto horroroso –tan propio de la narrativa de
Lispector–, la protagonista pisa una rata y no puede dejar de vincular los dos sucesos:
“de pronto me invadió la rebeldía: ¿entonces yo no podía entregarme desprevenida al
amor?, ¿qué quería Dios hacerme recordar?” (1994: 48) y lo toma como una grosería,
por lo que decide vengarse, opta por la venganza de los débiles: va a contarlo y le va a
arruinar la reputación, dice.
La intervención divina fisura la idealidad de un momento pletórico y al darse a
conocer en la adversidad, se sustrae del lugar anónimo que esta mujer le había otorgado como fantasma. La imprevista irrupción compone una verdadera prueba de amor
que desencadena la pregunta por lo que ella quiere y esa pregunta resulta tan indeseable como la rata.
Telar 31
En un rodeo,1 sus reflexiones la conducen a una sentencia tan sacrílega como
ambigua: “mientras yo invente a Dios, Él no existirá” (1994: 51), en donde “contar”
adquiere otro sentido, no sólo porque ajusta las cuentas sino porque “inventar” (narrar,
crear) condena a la inexistencia, curioso desplazamiento del estatuto de la ficción, que
garantiza una desrealización. Ahí se trama el agravio contra la divinidad; doble agravio si tenemos en cuenta que se mide contra la figura creadora por excelencia.
“Mientras yo invente a Dios, Él no existirá” o existirá en la ficción invierte la glosa
lacaniana: si el deseo de un hombre crea a la mujer, aquí el deseo de la protagonista lo
coloca en su sitio, no va él a inventar a su gusto lo que necesita para sustentarse, ni que
sea Dios, no va a existir ella como consecuencia de este nombre. Demasiada relevancia concederle el privilegio de agente del deseo, de la creación y de la mujer.
El cuento se titula “Perdonando a Dios” y pone en escena cómo el amor de una
mujer cuestiona la existencia divina y le perdona la vida al facturarlo a un nuevo
espacio de pura virtualidad, el de la ficción, que asegura su no-ser y la afirma a ella en
calidad de creadora. También le perdona a Dios no tolerar su prepotencia y casi le
agradece que su intolerable designio le haya dado pie a contarlo.
En el cuento no se describe una fusión mística ni el Dios al que esta mujer apela
cumple una función reguladora. Pero en su arrogancia vuelve una escena remota que
presagiaron otras precursoras: la de un encuentro imposible, irrepresentable, en su
naturaleza de Dios o de rata.
2. Lo uno ya no está
Según Michel de Certeau, “lo Uno ya no está” y la mística inaugura “con el relato
de su pérdida la historia de sus retornos a otro lugar” (1993: 12). Lo esencial de esta
práctica “no es un cuerpo de doctrinas (éste será más bien el efecto de esas prácticas y
sobre todo el producto de interpretaciones teológicas posteriores), sino la fundación
de un campo donde se despliegan procedimientos específicos: un espacio y unos dispositivos (1993: 26). Desde esta perspectiva, los encuentros místicos –fuera de distinciones “posteriores” en cuanto a grados o garantías de fusión anímica– dan cuenta de una
pérdida de completud2 y de este modo consignan un duelo que se escenifica de forma
1
Un aparente desvío del cuento, en el que cambia el tono de la protagonista, se da al afirmar “en el
fondo quiero amar lo que yo amaría, no lo que es” (1994: 48). La meditación concuerda con una
máxima que se repite en la narrativa de Lispector: la de convocar un objeto amoroso que no sea
metáfora del sujeto y en este sentido, el mal encuentro porfía el enfrentamiento con lo abyecto, lo
siniestro o lo irrepresentable. El cara a cara de Lispector con esos seres que no se parecen a nada: “rata”,
“diente relumbrante”, “ciego mascando chicle”, “cucaracha” provoca una desarticulación del imaginario ante estos indicios de lo real y la reflexión acerca de la proyección individual en el encuentro
amoroso.
2
Rasgo que emparenta a la mística con la melancolía, ya que “por más ateo que se sea, el desesperado
32 Telar
distinta en cada uno de sus relatos.
Estas coordenadas nos permiten ubicar los relatos conventuales de la época colonial en un preciso lugar de cruce que los constituye: por un lado, los dispositivos de
vigilancia en los que se enmarcan (la obligación de escribir, la mirada atenta del
confesor, la amenaza del proceso inquisitorial), así como la tradición hagiográfica y
literaria en la que se insertan (las vidas de santos, las lecturas religiosas, los moldes
retóricos del período). Por otro, permiten recuperar la singularidad de la experiencia
que registran (la relación con la divinidad, la vivencia de la pérdida, la puesta en
escena del ser, la elección de un nombre), para así recobrar la dimensión subjetiva que
encierran y la pasión que los hace únicos.3 Es decir, una lectura que no obvie los
procedimientos comunes que comparten pero que a su vez no ensombrezca lo que de
elección particular revisten.4
En este contexto, la Relación autobiográfica de Úrsula Suárez5 nos sitúa ante el
relato de vida de una monja que no esconde su voluntad de distinción, desde el tono
jocoso y humorístico que presenta hasta el singular trato con la divinidad que entabla,
pasando por una puesta en escena que no opta por la exhibición del cuerpo doloroso,
enfermo o estigmatizado, tan común a estos relatos.6
Para empezar, ante la posibilidad de elegir un nombre, que en el caso de las
religiosas informa tanto de una renuncia como de una identificación ideal, Úrsula
Suárez opta por mantener el suyo. Si acogerse a un nombre santo7 proyecta la posibilidad de elección de atributos y semejanzas, no deja de ser un privilegio demasiado
común al gremio y un bautismo en donde lo individual se pierde para recobrarlo en el
imaginario de la comunidad religiosa, en el comienzo de una ficción de suplencia. Por
es un místico: se adhiere a su pre-objeto” (Kristeva, 1997: 148).
3
“Todos estos discursos nos narran (…) una pasión de lo que se autoriza a sí mismo y no depende de
ninguna garantía externa” (De Certeau, 1993: 26).
4
En otro lugar he seguido esta propuesta de lectura para el caso de Sor María de San José, en lo que,
siguiendo a De Certeau, propongo como “una teología del fantasma” (Girona, en prensa). Véase
también la propuesta de distinción de Ferrús (2004) entre “merecer, parecer y padecer” que se
corresponde con Sor María de San José, Úrsula Suárez y la Madre Castillo. Para el contexto histórico
y las formas de vida de los distintos conventos de la época colonial resultan imprescindibles las
aportaciones de Asunción Lavrin, Electa Arenal, Stacey Schlau, Kathryn Burns y Josefina Muriel.
5
La redacción de la obra puede fecharse en torno al año 1708 y probablemente corresponde a un
segundo manuscrito de la vida de esta clarisa chilena. Para más detalles sobre las cuestiones historiográficas
del texto, véase el “Estudio Preliminar” de Armando de Ramón (Suárez: 1983), en la edición citada
en la Bibliografía final. Los números entre paréntesis después de cada cita corresponden a las páginas
de esta edición.
6
Sobre los usos del cuerpo según los relatos conventuales, véase Glantz (1995) y Ferrús (en prensa).
7
“Pedí que me mudaran el nombre de Juana de San Diego en el de María de San Joseph” declara la
monja mejicana (De San José, 1993: 90). En otros momentos, Úrsula hace usos de apelativos o
diminutivos para los nombres propios femeninos como reivindicación de un linaje de mujeres. También resulta significativo el episodio en el que manifiesta su repugnancia al llamarla por el apellido
materno (252).
Telar 33
lo tanto, mantener intacto el nombre –que no comparte atributos y muestra sólo el
parentesco familiar– marca la distinción en este caso.
Así, sin la pérdida del patronímico no se encubre el nombre paterno, ni se abandona en beneficio de otro hombre y se honra a esa figura que la clarisa no pierde ocasión
de ensalzar: “que mi padre me amó a mí con estremo; que aunque después tuvieron a
mi hermana, yo siempre fui la más amada, y de mi padre, como digo, con especialidad” (93) hasta incluso provocar los celos de la madre (125); pero sí se tapa el origen
de una pérdida que esconde esta adoración, la del amor materno, que se consigna
reiteradamente a lo largo de su trayecto.
El abandono infantil comienza con la cesión de la lactancia debida al “pecho
apostemado” (91) de la madre (hasta diez amas de cría se suceden, todas desertoras al
cobrar por anticipado) y esta desgracia explica el comienzo de su maldad (“así salí yo
de mala”) (91); sigue con la crianza por parte de la abuela y se repite como queja a lo
largo de toda la vida, que antes de morir la madre “ya me consideraba huérfana y sin
su amparo” (132). La ambivalencia de la relación filial se presenta de forma más o
menos virulenta (las amenazas, los chantajes, la imposibilidad de encarar su mirada
que “solo con los ojos me quería despedasar”) (121); a su vez, el intento de afrontar lo
absoluto de la demanda materna se resume en la frase: “¿Cuándo saldré desta casa para
no ver a mi madre llorar?”(133), en la que se cifra una vocación religiosa, a medio
camino entre la huida de este incondicional y el temor a colmarlo. De una forma u
otra, la mirada materna prevalece en el guión de vida de Úrsula, al declararse en
numerosas ocasiones la más mala entre las malas, otro signo de distinción, que como ya
vimos, proviene del orden materno y la determina como hija rebelde.
Pero no es solamente la permanencia de un nombre o la reseña de un duelo lo que
afirma la disparidad de Úrsula sino la excepcionalidad del mandato divino que la
orienta: “No he tenido una santa comedianta y de todo hay en los palacios, tú has de
ser la comedianta; yo le dije: “Padre y Señor mío, a más de tus beneficios y misericordias, te agradesco, que ya que quieres haserme santa, no sea santa friona” (230).8
3. Las costuras del armazón
Si la santidad se construye como respuesta a una orden que dicta hacer comedia y
en ello consiste la gracia divina, la farsa y la simulación completan un programa de
obediencia, en cuya doblez de sentidos se juega la vida y en cuya autorización se salva
cualquier embuste.
8
Frión: documentado por Armando de Ramón como sinónimo de “insulso, soso, sin gracia” (152).
Este mandato la distancia explícitamente de otros modelos religiosos: “Ya no envidiarás a doña Marina
y a la Antigua” (230) dice la voz divina. En otra de sus visiones, Úrsula se desmarca también de una
figura como la de San Francisco “que con poco se contentó” (204) en referencia a sus demandas.
34 Telar
Sin duda que en esta obediencia se trama el núcleo de esta vida, que desde muy
pronto manifiesta su gusto por “aseos y galas” (117) y a la que, hábilmente, tientan con
joyas y manillas de perlas para casarla y disuadirla de su vocación (121). Es fácil pasar
de la afición de los vestidos a los disfraces.
Rico en detalles costumbristas, el relato de Úrsula no pierde la ocasión para mostrar cómo en la sociedad colonial, el vestido jerarquiza, es un indicio de clase: “porque a mi madre no la dotaron mis otros abuelos, ni aun la vistieron, ni cama llevó
cuando mi padre se casó: que tanta fue su fortuna que la pidieron desnuda” (96) o en el
momento de entrar al convento, cómo su familia “la atavió como si fuera hija de la
reina”, “ninguna había entrado con tanto aparato” (141). En calidad de indicio también, el vestido no sólo forma parte de un código cultural de reconocimiento social.
En este ritual de convenciones, el vestido funciona como indicio de la diferencia
sexual, no la determina pero actúa sobre ella y permite reconocerla, de ahí su comentario sobre la indiferenciación del hábito: “en las camisas de las monjas no hay diferencias de unas a otras, que como no tiene pliegues ni pechos de seda, todas son de una
manera” (156). Cortado de una sola pieza, este hábito no individualiza pero –en su
provecho– tampoco sexualiza (“sin pliegues ni pechos”). Si el vestido sólo cubre al
yo, pero hace de su traje una elección de sexo, en el convento “el juego del vestido ya
no es el juego del ser, la pregunta angustiosa del universo trágico” (Barthes, 2003:
292)9 y el margen de elección se estrecha, como veremos más adelante.
De momento, es preciso anotar cómo la Relación deja al descubierto una sociedad
de apariencias y falsedades. La madre engaña a la abuela, las criadas a las señoras, los
hombres a las mujeres, las monjas a los confesores y abadesas y ella engaña, engaña
todo el tiempo, a su madre, a su maestra, al confesor, a los hombres y al lector. No hay
que olvidar que a Úrsula la engañaron primero: el padre tuvo “no sé que tropieso
como moso”, de tal forma que su abuela fue a un convento y viendo pasar por el
locutorio a la que sería su madre, se enamoró “de su cara y de lo que le contaban” (96)
y con mucha prisa convino el casorio. La madre la utilizaba para obtener beneficios de
la abuela, de tal forma que un día mandó a la criada que la vistiera sólo con unas
enaguas, fingiendo no tener camisas. Cuando la abuela se dio cuenta “hizo sacar bretaña, ruan y cambray” (97) y envío a por puntas y sedas, de las que nunca la niña
volvió a tener noticia. Y así la sucesión de enredos y fingimientos: simula estar enfermar para poder librar a su maestra de una paliza (131), carga con las culpas para librar
a las criadas (137), miente a la madre sobre su satisfacción al comienzo de entrar en el
convento (144), oculta información al confesor, simula que es ignorante, disfraza al
mulato del convento de monja (161) y finalmente, teme todo el tiempo ser engañada
9
“¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú? La pregunta de identidad, la pregunta de la Esfinge, es a la vez la
pregunta trágica y la pregunta lúdica por excelencia, la de las tragedias y la de los juegos de sociedad”
(Barthes, 2003: 292).
Telar 35
por el diablo (207), para mejor engañar al que la obliga a escribir.
En realidad la mayor parte de sus engaños persiguen un buen fin o engañan a quien
engañó primero o sencillamente se presentan como tal y no lo son. Forman parte del
mandato divino que la ha distinguido (“No he tenido una santa comedianta”) y se
convierten en una pauta vital, con toda la ambigüedad que comporta este enunciado:
la comedia de hacerse la santa o la santa que hace comedia.
En sus chanzas y burlas, esta monja organiza una escenografía deseante que la
coloca en el centro, siempre pendiente de la mirada. Podríamos afirmar, con Molloy
(1994), que Úrsula posa, si entendemos esta pose como un gesto político para producir
una visibilidad exagerada, en una nueva lógica de la representación: dice que se es lo
que se simula, es decir, hace de la simulación su esencia.
Así se disfraza, mientras puede, de mujer, con afeites, galas y joyas que siguen una
convención de lo femenino abigarrada de sobremarcas y cubren su imagen de signos.
Una economía del lujo que contradice la sobriedad monástica y la de la vida doméstica, que escapa a su destino social; un afeite que quizás se imponga a la muerte.
En el episodio infantil en el que precisamente se disfraza de mujer, primero relata
cómo, buscando la varilla de la virtud en sus paseos de niña, tropieza con una escena
descrita en los manuales de psicoanálisis: en unos cuartos vacíos y sin puertas observa,
dice, “tantas desvergüensas” y “no solas con dos personas habían en esta maldad, sino
8 ó 10; y esto no había ojos que lo viesen, sino los de una inosente, que no sabía si
pecado cometían. Yo pensaba que eran casamientos, y así todos los días iba a verlos”
(108) y desde entonces identifica matrimonio con muerte y todas las novias están
muertas.
Una conversación que escucha entre su tía y su bisabuela la decide finalmente en
su vocación de justiciera de todas las féminas: “contaron no sé que caso de una mujer
que un hombre había engañado, y fueron ensartando las que los hombres habían burlado. Yo atenta a esto les tomé a los hombres aborresimiento y juntamente deseo de
poder vengar a las mujeres en esto, engañándolos a ellos, y con ansias deseaba poder
ser yo todas las mujeres para esta vengansa. En conclusión, hise la intensión de no
perder ocasión que no ejecutase engañar a cuantos pudiese mi habilidad” (113-114).
A los cuatro días, con aliños, sarsillos y una mantilla trepa hasta la ventana.
Úrsula se feminiza, exagera los atributos y empieza a seducir al primer hombre que
pasa. El caballero le ofrece plata a cambio de verle la mano, pero ella consigue arrebatársela y escapa. Cuando el hombre visita la casa y es consciente del engaño exclama:
“Esta niña ha de ser santa o gran mala” (115). Ahí comienza a vestirse para actuar y
comienza el tormento por la representación de las esencias (“vestirse para actuar es,
en cierto modo, no actuar sino anunciar el ser del actuar sin asumir su realidad”)
(Barthes, 2003: 285).
36 Telar
Todos estos episodios arman una cadena significante alrededor de la impostura:
del ser mujer, de la seducción, de la maldad y de la forma de evadir esta impostura que
conduce a la muerte, para así, escapar del amor. Porque el amor se funda o en una orgía
colectiva o en un tráfico interesado: la abuela concertó la boda de su padre, los caballeros ofrecen plata a cambio de pequeños favores en el galanteo a través de las rejas, los
endevotados regalos, y en este truque, las mujeres acaban siendo siempre objeto de
burla. En este engaño, Úrsula no entra y decide entregarse a quien no la engañará.
De hecho, en otro momento en el que parece caer en el humano engaño del amor,
con uno de sus endevotados que ya empezaba a formarse falsas expectativas, deshace
el equívoco de la siguiente manera:
Piense vuesa merced que las monjas no sabemos querer; qué es amor no lo
entiendo yo; jusgan que salir a verlos es quererlos; viven engañados; que
somos imágines que no tenemos más de rostro y manos; ¿no ven las echuras
de armasón? pues las monjas lo mismo son, y los están engañando, que los
cuerpos que ven son de mármol, y de bronse el pecho; ¿cómo puede haber
amor en ellos? Y si salimos a verlos, es porque son nuestros mayordomos que
nos están contribuyendo y vienen a saber lo que hemos menester. No sean
disparatados... (181).
Este cuerpo, ya que no dispone del disfraz para enfundarse, se disloca. Compuesto
sólo de rostro y extremidades, como en los decorados de cartón en los que introduciendo cabeza y manos se compone la fotografía de feria, este cuerpo de visibles
zurcidos en los que no cabe el amor, de cortes y pegados, hace del hábito un armazón,
tan hermético como informe. Sellado cual cápsula de una pieza, sin apertura por la que
la mirada se deslice, explica la aversión de la monja a las mangas: “desde el día que
tomé el hábito, ni en veras ni en chansa he permitido me entren las manos en la manga”
(180).
En definitiva, el cuerpo religioso engaña (¿a quién?) y las costuras de su vestimenta, que no se esconden, muestran lo que no se tiene, lo invisten como a una estatua y lo
ahuecan de carne y sentimiento. A salvo del deseo y a merced sólo de la necesidad
(varias veces insiste en que únicamente le preocupa la supervivencia en el convento),
de lo que es “menester” sólo, quizás para escapar de esa primera escena infantil de
cruda carnalidad mortífera.10
10
Apunta al respecto Valdés (2001): “El precio de la castidad era igualar el amor humano con la
muerte. El precio de la castidad pasaba por un cuerpo estatuario que fuera incapaz de conocer esa
muerte; por una armadura, o por una máscara, transformadas en cuerpo. Aunque el sacrificio de
Úrsula no era el de la mortificación del cuerpo físico por la laceración o por el ayuno, como el de otros
estilos de monjas, seguía siendo un sacrificio”.
Telar 37
4. Un dios que se equivoca
Si desnudarse significa mostrar lo que no se tiene, Úrsula teme quedarse sin ropa.
En uno de sus sueños narra cómo, debido a una urgencia, se ve obligada a salir desnuda
de su celda y cómo “de que las monjas me vean sin hábito tengo vergüenza” (210), así
que decide resguardarse con un pañuelo. Pero no son las monjas las que la descubren
en su improvisado tapado sino el padre que está muriendo, a quien a su vez debe cubrir
con sábanas para finalmente descubrir... que tampoco tenía cuerpo (“Dije: ¿Qué es
esto?: ¿mi padre no tiene cuerpo?”) (212).11
El juego de cubrimientos y encubrimientos –de lo que se tiene y no se tiene–
alcanza al final de la Relación un punto álgido. El poder de la apariencia, al involucrar
representaciones y no sustancialidades y al recurrir todo el tiempo a signos de revestimiento, no evita los momentos de pánico en los que, el cuerpo vivido como un obstáculo para su advenimiento como sujeto, encuentra un límite.
Si el mandato divino apuntalaba una identidad de comedianta, Úrsula entabla un
juego de seducción con el que así la mira y no precisa más que este simulacro. Como en
el amor cortés, se muestra dispuesta pero inalcanzable y así responde su dios, con la
familiaridad de un esposo celoso o la insatisfacción de un amante ocasional. Ella
mantiene su posición: es a los hombres a quien engaña y los engaña por él.
Después de la muerte del padre y en medio de injurias y rivalidades por la obtención de cargos en el convento, ese Dios comienza a mostrarse y no como lo imaginó,
comienza a querer ver y no como la miró y por momentos emprende una persecución:
“Quítate el tocado” (246), le ordena la voz divina, que páginas atrás se mostraba tan
paternal. “Quítate el tocado” repite amenazante y ella replica: “Agora quieres que me
quite el tocado, y luego quedrás que me quite la camisa” (246).
La negativa de la monja proclama que ni en el acto amoroso sabría estar desnuda
y se previene quizás de la decepción de su deseo ante este Dios que de pronto demanda
como hombre y que en páginas anteriores le había prometido un velo permanente
(“Yo te haré ese velo eterno”) (232). En ese trance se disuelve la relación de quien la
miró como comedianta porque su exigencia escudriña un detrás del parecer (del disfraz), donde en realidad no hay nada.
¿Y si no se guardaba para Dios, a quién aguarda esta monja? “Quítate el tocado”
insiste la voz. Para no verse desnuda, para no quedarse sin el “tocado” de su hábito,
que marca el límite para defenderse del otro. El cuerpo perdería su tejido, vestido y
cuerpo tienen consistencia, desnuda no significa. Úrsula sólo puede ser velada, hace
de su capa... un síntoma.
11
Nótese el contraste con la visión que a continuación se narra, en donde le pide a Dios que su madre
no muera, a cambio de renunciar a un “agasajo de vestimenta” (212).
38 Telar
¿O quizás asistimos a un nuevo engaño y este acoso sólo da cuenta de un deseo que
tampoco pasaba por Dios? Deseo de ser entera, unificada y completa, que manifiesta
atrevidamente en su aspiración de ocupar ella misma el lugar de esa divinidad: “Si yo
fuera dios (…). ¡Ay!, si yo fuera dios por media hora, experimentaras si yo con vos era
escasa: nuevos mundos te fabricara con criaturas capases de tu amor” (205).
Porque no oculta nada y parece que esta figura omnipotente lo ignora, Úrsula
persiste con esta inversión de papeles en un nuevo disfraz, con el que, sin duda, Dios,
ese otro entero y que divide, es puesto a prueba. En esta escena que siempre vuelve,
ella también le perdona su ignorancia y así lo cuenta.
Bibliografía
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Telar 39
Esposas de Cristo ante el visitador.
Interrogatorios en el convento de Santa
Catalina de Siena
(Córdoba, siglo XVIII)1
VICTORIA COHEN IMACH
Universidad Nacional de Tucumán
CONICET
Introducción
La indagación acerca de las relaciones entre las monjas y la jerarquía eclesiástica
permite aproximarse a una de las dimensiones centrales de la vida y la escritura conventual desplegadas en las colonias españolas. Basándose en fuentes ligadas a la Nueva
España sobre todo del siglo XVII, Asunción Lavrin ha señalado que un aspecto del
curso seguido por las Esposas de Cristo está dado por “el deber de la obediencia” al
superior en contraposición con “la urgencia de reafirmar la existencia propia a través
de la expresión intelectual y espiritual”. Ellas perciben entonces el problema de la
sujeción en dos niveles: el personal, surgido del vínculo con el confesor; el comunitario, atinente a las órdenes de los prelados o del poder civil (1995: 606).
Partiendo de una serie de documentos relativos a la visita canónica efectuada al
convento de Santa Catalina de Siena de la ciudad de Córdoba (territorio hoy argentino) en marzo de 1776, me interesa analizar aquí una faceta particular de las relaciones
señaladas y de la tensión entre obediencia y voluntad de autoafirmación: el modo de
operar de las religiosas en el curso del interrogatorio efectuado por la autoridad de la
Iglesia como parte de su inspección del estado de la institución de pertenencia, en una
época en la cual gravita la especial recomendación hecha por el Concilio de Trento
(1545-1563) a los superiores de claustros de monjas y regulares respecto a la necesidad
de evaluar a través de visitas periódicas el estado de la observancia en su interior.2 En
un trabajo previo pude estudiar, desde el punto de mira del discurso, la serie concer1
Debo un particular agradecimiento a Sofía Brizuela, quien transcribió gentilmente en el Archivo
General de Indias (Sevilla), un conjunto de documentos significativos para la realización de este
trabajo.
2
Ver El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento (1787), Sesión XXV, “De los regulares y monjas”. Me
he referido a la cuestión así como a la perspectiva sobre las visitas sostenida por santa Teresa de Jesús
en un trabajo previo (Cohen Imach: 2003).
40 Telar
niente a la realizada poco antes al otro convento de la ciudad, el de carmelitas descalzas de San José. Establecía allí, empleando lineamientos planteados por Michel
Foucault, que frente a ese dispositivo central en la constitución de la verdad en Occidente que es la indagación (enquête), frente a esa “forma de saber-poder” (Foucault,
1995: 18, 87-88), las mujeres consagradas no operan de manera uniforme. Ante la
obligación de decir, de brindar una información destinada a emplearse en la reglamentación de la propia existencia, las deposiciones, transcriptas en estilo indirecto,3 ofrecen variaciones en cuanto a las posiciones de subjetividad, a las dosis de información
proporcionada, al grado de compromiso desplegado. Si para algunas integrantes el
interrogatorio constituye una ceremonia que se atraviesa con respuestas elusivas o
escuetas (atribuibles, tal vez, al menos en ciertos casos, a la articulación consciente o
inconsciente de una resistencia entendida como interposición de límites ante el interlocutor), para otras aparece como oportunidad de participar en relación con la resolución de cuestiones ligadas a la vida en la clausura (Cohen Imach: 2003).4 Me interesa
3
Distintos indicios permiten pensar que los apuntes de dicho interrogatorio como los referentes al
llevado a cabo en Santa Catalina por mí analizados constituyen los documentos originales, forjados en
el momento de la toma de declaraciones. El trazado de la letra en tales apuntes no parece corresponder
al que ostenta el secretario capitular y de visita que acompaña al provisor diocesano en el examen,
cuando debajo de la transcripción de cada respuesta y de las aclaraciones sobre las instancias de la
exposición, y después de dar fe respecto a la firma del provisor (y quizás al conjunto del contenido),
inscribe la suya propia. Ese trazado es similar en cambio al ofrecido por cartas dirigidas por el provisor
tanto al ausente obispo del Tucumán como, en forma privada, a la priora de Santa Catalina, depositadas en el mismo legajo (ver detalles infra). Cabe suponer en consecuencia que o bien él mismo es autor
de la transcripción o bien, lo que resultaría menos plausible, interviene en esa operación una tercera
figura masculina. Matizo así mi percepción planteada en el trabajo mencionado (Cohen Imach: 2003)
acerca de que la transcripción del escrutinio realizado en el Carmelo descalzo era efectuada por el
referido secretario capitular y de visita.
4
Otra modalidad de interrogatorio practicado entre las monjas es la correspondiente a la exploración
de la voluntad de la novicia, la cual debe realizarse antes de la profesión, según lo establecido por el
Concilio de Trento. Tiene como fin evaluar, entre otros aspectos, si la futura religiosa no ha sido
forzada a ingresar o a permanecer en el claustro y la firmeza de sus convicciones al respecto. Tomando
como muestra ocho casos provenientes del convento de carmelitas descalzas de Córdoba, efectuados
respectivamente en 1748, 1766, 1798, 1799, 1801, 1805, 1809 y 1853 he podido a arribar a algunas
constataciones: de manera similar a las indagaciones realizadas en el marco de las visitas canónicas, las
deposiciones se ofrecen en respuesta a una serie de preguntas hechas por un eclesiástico comisionado
por el poder diocesano o bien representante de ese poder, previa promesa de decir la verdad. Las
transcripciones, en estilo indirecto, llevan la firma tanto del eclesiástico responsable como de un
notario. Puede pensarse que uno de ellos, o, menos probablemente, una tercera figura masculina,
interviene en su configuración. Aunque en líneas generales estos cuestionarios examinan un conjunto
más o menos fijo de aspectos, admiten algunas pequeñas variaciones en cuanto a extensión, contenido
y estilo, incluso si se comparan ciertos interrogatorios realizados por un mismo clérigo, como los de las
exploraciones llevadas a cabo entre 1798 y 1809. Las preguntas de los de 1748 y 1766 son más breves
en su formulación que las de aquéllos de los años 1798-1809, y las del realizado en 1853 se expresan
más lacónicamente que éstas últimas, pero en cuanto al contenido guardan semejanza con ellas. Sería
necesario indagar acerca de la hipotética incidencia en tal sentido de variables como los rasgos peculiares del eclesiástico que las efectúa o la eventual emergencia de nuevas pautas para su realización. Las
respuestas, inscriptas en un lenguaje marcado por giros y fórmulas relativamente comunes a las
distintas muestras, admiten diferencias respecto a la extensión y se muestran permeables a ciertas
huellas singulares de las futuras Esposas de Cristo. Las de 1766 son más sintéticas y breves que las de
Telar 41
mostrar ahora, retomando la perspectiva antes señalada y el propósito de aportar tanto
a la elucidación de la relación entre monjas y eclesiásticos como al conocimiento de la
práctica de este género discursivo en el ámbito conventual presente en aquel trabajo,
que esas constantes emergen también en la documentación ligada a las monjas catalinas
(pertenecientes a la segunda orden dominica) pero en el interior de un clima que
aparece, comparativamente, como marcado por más numerosas inobservancias y por
más frecuentes y severas disidencias internas que no resultan siempre, sin embargo,
vistas desde la actualidad, de fácil aprehensión.5 En consecuencia, si las variaciones
en las respuestas de las carmelitas descalzas trazaban la imagen de un conjunto de
mujeres consagradas a Dios no homogéneo, y por lo tanto no reductible a la “serie”
monacal, ese colectivo bajo el que han sido pensadas las “esposas, madres y hermanas
virginales de un convento” (Glantz, 1995: 526-527),6 ahora cabe establecer que el
dibujo aparece notoriamente más desgarrado. El claustro se inscribe como un espacio
fisurado por rasgos como la fractura de los lazos internos y la carencia de una adecuada
asistencia material, entre otras transgresiones a la regla, las constituciones y los mandatos de los prelados.
1748 y éstas menos extensas y abigarradas que las fechadas entre 1798 y 1809. Las de 1853 vuelven
a ser lacónicas y poco dotadas de expresividad, como las de 1766. Las correspondientes a 1798-1809,
quizás en parte debido al tenor de las preguntas y a la disponibilidad del eclesiástico, incluyen
pequeños relatos autobiográficos que no son iguales en todos los casos. Los apuntes de las citadas
exploraciones pertenecen al Archivo del Arzobispado de Córdoba (en adelante AAC), leg. 8. Ver
detalle de los nombres y fechas en la bibliografía.
5
Puede añadirse, atendiendo al propósito expuesto, que algunos de los mecanismos desplegados por
las monjas en los casos de 1776 se inscriben asimismo en el interrogatorio correspondiente a una visita
realizada por el obispo José Antonio Gutiérrez de Zevallos al citado convento cordobés de carmelitas
descalzas en 1733 (planteado sólo a un reducido número de integrantes de la comunidad y en el que
las exposiciones se transcriben en su mayor parte parcialmente); me refiero al empleo de giros que
imprimen cierta imprecisión en las respuestas o que justifican la no concesión de la información
requerida. Considero importante aclarar, no obstante, que tanto respecto a ese nivel, como al de los
modos de efectuar la indagación y de transcribirla (el cual no es objeto específico de mi examen), la
cantidad de muestras reunidas hasta el momento no resulta todavía suficiente para extraer conclusiones
generales sobre el tipo de discurso en cuestión, aun cuando los señalamientos hechos sobre el tema
puedan contribuir al cumplimiento futuro de tal objetivo. La documentación que he revisado sobre la
visita de 1733 consiste en una transcripción existente en AAC, leg. 57, de fuentes originales pertenecientes al Archivo General de Indias (en adelante AGI). Es interesante señalar que dicha visita se
realiza en un clima marcado por la sospecha del prelado acerca de la existencia de irregularidades en
el monasterio y suscita un importante conflicto entre este eclesiástico y la comunidad, que ha sido
analizado en detalle por Gabriela Braccio (1998). La autora basa centralmente su estudio en AGI,
Audiencia de Charcas 372, Testimonios de Auto de Visita del Monasterio de Santa Teresa de Córdoba
del Tucumán, año 1734, probablemente correspondientes a la transcripción referida.
6
Margo Glantz se apoya para formular esta imagen en señalamientos de Nicole Loraux. Observa que
dicha autora ha demostrado “la extraordinaria facilidad con que, en la crítica tradicional, las mujeres
son vistas casi siempre como parte de un grupo colectivo, como miembros de una serie, y el proceso
mediante el cual los historiadores de la religión logran definir relaciones aparentemente definitivas
‘entre lo femenino y lo plural’” (1995: 526-527). En cuanto a la “serie” conventual es posible pensar
que se trata de un modo de representación presente incluso en los propios textos de religiosas, al cual
ellas adhieren en su persecución de la identidad adquirida, pero del cual simultánea o sucesivamente
se distancian.
42 Telar
Incendios
Tal como ocurriera en el Carmelo de la ciudad poco antes, de acuerdo a lo indicado en las fuentes correspondientes, el ocho de marzo de 1776 las monjas del convento
de Santa Catalina de Siena, según se consigna asimismo en la documentación respectiva, son convocadas mediante campana tañida a escuchar la lectura del auto emitido
por el provisor, vicario y gobernador general de la diócesis, Joseph Domingo de Frías,
en el que se las llama a delatar y denunciar “sobre todos, y qualesquiera defectos, que
huviesen en los Ministerios, y oficios de la. religión” “con precepto formal de santa
obediencia” y a través de una pesquisa compuesta de diez preguntas.7 La eventual
existencia de inobservancias acerca de la regla, constituciones y ordenaciones, la
guarda de la clausura, la puntualidad de la asistencia al coro y al refectorio, entre otros
actos comunitarios, la eventual posesión por parte de las religiosas de propiedades o
bienes sin licencia de la prelada y el uso de túnicas de lana, son algunos de los dominios a examinar.8 En caso de ocultar la verdad, se advierte, las monjas serán responsables “en el juicio de Dios” de “los mismos males”; tampoco carecerán de culpa si, por
el contrario, delataran por “un afecto de pasion, y mala voluntad”.
En la misma jornada Frías, acompañado del secretario capitular, Joseph Rosa de
Córdoba, efectúa una de las dos instancias de las que consta la visita –la inspección
ocular de la iglesia y la clausura– y tres días después da comienzo al escrutinio, extendido hasta el día quince de ese mes. Éste no será, empero, el único listado de cuestiones planteado a la comunidad. En un auto de diciembre de 1775, el obispo del Tucumán
Juan Manuel de Moscoso y Peralta, ausente de la diócesis durante la casi totalidad de
7
Los documentos que registran los distintos momentos de esta visita, excepto los apuntes del interrogatorio dedicado específicamente a evaluar el cumplimiento y las condiciones de posibilidad de la
“vida común” al que hago referencia a continuación, se encuentran en AAC, leg. 9, t. I. Salvo
indicación en sentido contrario, remito a ellos el conjunto de las citas. Los apuntes del interrogatorio
sobre la “vida común” están depositados, por su lado, en el fondo documental de la Sección de
Estudios Americanistas de la Biblioteca “Elma K. de Estrabou” de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (en adelante FDEA), Ms. 1159. También las fuentes
relativas a la visita efectuada a las carmelitas descalzas entre fines de febrero y principios de marzo de
1776 se hallan en AAC, leg. 9, t. I. Cito estos textos sin modernizarlos. En el caso de los símbolos
colocados sobre las letras, no obstante, incluyo sólo los que se asemejan al acento actual o a la siguiente
forma, trazada a una altura relativa: `. Las comas o puntos que no aparecen situados junto a la palabra
sino separados de ella, son transcriptos en la forma hoy habitual.
8
Tales dominios son considerados en las primeras cuatro preguntas. Las restantes indagan respecto a
si las religiosas dan o reciben cosas o papeles sin autorización de la priora, si las enfermas y monjas
reciben la necesaria asistencia, si se trabaja en la sala de labor para la comunidad, si se abren los
locutorios “en tiempo de los oficios” (no resulta claro a mi entender si se alude a los de tipo religioso
o bien a los cargos desempeñados por las monjas, aunque parece más plausible que se trate de la
primera opción), si se gastan las rentas en cosas superfluas así como las dotes y principales de las
religiosas, si la priora y quienes cumplen los demás oficios se desempeñan bien en ellos y si la prelada
cuida se mantenga la observancia y reprende las faltas.
Telar 43
su gestión por asistir al Concilio de Charcas (1774-1778),9 había comisionado al provisor para la realización de las visitas de rigor a los dos monasterios, pero también a fin
de que obtuviera información por separado sobre las dificultades que las catalinas
encontraban para practicar la “vida común” (establecimiento de una observancia más
estricta que implica para las religiosas pautas como comer juntas en el refectorio y
contar con una cocina colectiva)10 impuesta por el anterior prelado, Manuel Abad
Illana. A través de datos ofrecidos por algunas monjas, según explicaba él mismo en el
documento, Moscoso y Peralta había llegado a saber que ese modo de existencia no
podía sostenerse debido al “defecto de fondos, y rentas Competentes”.11 Más de dos
años antes, de cualquier modo, quien fuera vicario del convento, el deán Antonio
González Pavón, le había expuesto acerca de lo que veía como extremo apego de
muchas dominicas a la antigua costumbre de no seguir la “vida común”. La oposición
a esa forma de existencia había llevado a aquéllas definidas por él como “principales”
(a su entender, las de menor docilidad) a una total “disimulación” frente a las providencias dadas por Abad Illana en 1767 o 1768 con posterioridad a la visita canónica
que realizara al monasterio. Cuando, de acuerdo a su relato, el deán había solicitado a
las dos últimas prioras tanto ese auto de visita como una carta pastoral dirigida en
1771 al establecimiento cuando aquél dejaba ya la diócesis para trasladarse a la de
Arequipa, ellas habían respondido que no disponían de tales documentos por haberlos
quemado, el primero con licencia del propio obispo y el segundo con la de hombres
9
Juan Manuel de Moscoso y Peralta nace en Moquegua del Perú en 1723. Es designado obispo del
Tucumán en 1771. Antes de desplazarse hacia la ciudad altoperuana de La Plata, donde se celebraría
el concilio, visita al menos parte de Jujuy y pasa por Salta. En 1778 es nombrado obispo de Cuzco y
más tarde de Granada. Muere en 1811. Joseph Domingo de Frías recibe el cargo de provisor y vicario
general de la diócesis hacia 1773 y más tarde también de gobernador de la misma (Bruno, 1969: parte
IV, cap. VII).
10
Ver Lavrin (1995: 612-613) y Brading (1994: parte I, cap. V).
11
El auto en el que se comisiona a Frías a realizar ambas visitas y se vierten estas consideraciones está
fechado en La Plata el diez de diciembre de 1775. El establecimiento de la denominada “vida común”
por Manuel Abad Illana, designado obispo del Tucumán en 1763 y al frente de la diócesis hasta los
primeros días de 1772, cuando se encuentra en viaje hacia la de Arequipa, de la que va a hacerse cargo
(ver estos datos en Bruno, 1969: parte IV, caps. IV, VII), se da en años en los cuales la monarquía
borbónica implementa medidas tendentes a establecer en el Nuevo Mundo una observancia más
rigurosa en las órdenes regulares. Debo aún precisar, no obstante, la posición de Abad Illana respecto
de ese contexto específico. Cayetano Bruno visualiza en él a una figura contraria a los jesuitas, una
actitud que según el autor se manifiesta con claridad después de la expulsión de la Compañía de Jesús
en 1667 (1970: 157-162), producida, según se sabe, como parte de las señaladas reformas; éste podría
ser también un dato relevante para pensar su situación en el marco referido. Tanto en Moscoso y
Peralta como en el provisor Frías se advierte, por su lado, la clara voluntad de mantener en los dos
conventos femeninos la “vida común”, lo cual parece ligarlos a esa dimensión de las reformas. Como
se verá más adelante, sin embargo, al obispo Moscoso se le atribuye entonces simpatía por la orden
desterrada (Bruno, 1969: 510). La falta de una indagación en torno al asunto entre las carmelitas
descalzas habilita a pensar que no se tiene noticias de problemas en ese sentido. Ver sobre la introducción de la “vida común” en los conventos femeninos de la Nueva España, que genera en muchos casos
resistencias y protestas por parte de las religiosas, el análisis realizado por David A. Brading (1994:
parte I, cap. V). A esa situación, aunque mucho más brevemente, hace también alusión Lavrin (1995).
44 Telar
doctos aun cuando lo habían obedecido.12
El contexto en el que se realiza el examen de las integrantes del claustro de Santa
Catalina está marcado no sólo, sin embargo, por las dudas de los superiores respecto a
la dimensión referida. A principios de 1775 González Pavón recibe del obispo Moscoso
y Peralta la prohibición de comunicar con las comunidades de los dos conventos y de
confesar a sus integrantes debido a que después de renunciar a su cargo de vicario en
mayo de 1774 había realizado una visita al Carmelo de la ciudad y forjado un largo
auto con numerosos aspectos a reformar que provocara malestar entre las monjas
descalzas.13 De acuerdo a la perspectiva de Moscoso y Peralta, expuesta en una carta
dirigida al deán en abril de 1774, desde que lo designara en el vicariato, no obstante,
12
De acuerdo a Enrique Udaondo, Antonio González Pavón es natural de España, donde efectúa los
estudios de su carrera eclesiástica. Es racionero en la Colegiata de Olivares, además de párroco y
capellán de casas religiosas. Es considerado erudito en ciencias. Una vez en el que llegaría a ser
virreinato del Río de la Plata se traslada a la ciudad de Córdoba (1945: 413-414). Bruno señala que
después de la muerte del deán José Garay Bazán, ocurrida en marzo de 1770, y siendo obispo del
Tucumán Abad Illana, González Pavón, hasta entonces arcediano, pasa a ocupar el cargo (1969: 459).
La documentación ligada al conflicto que se desencadena entre el obispo Moscoso y Peralta y el deán
González Pavón, que menciono infra, brinda elementos para contextualizar tanto la visita aquí analizada como la realizada al convento de carmelitas descalzas de la ciudad, objeto de mi trabajo anterior.
Esa documentación se conserva en AGI, Sección Gobierno, Audiencia de Buenos Aires, leg. 224. He
podido consultar, después de escrito el trabajo sobre el Carmelo antes citado, los textos o zonas de
algunos de ellos que atañen a los dos claustros femeninos a través de la transcripción mencionada supra,
nota 1. La referencia a la posición de las dominicas se encuentra en un informe que González Pavón
envía al obispo desde Córdoba el dieciséis de marzo de 1773, incluido en ese legajo. Transcribo de
manera modernizada los fragmentos pertenecientes a estos documentos. El término disimulación es
definido en el tomo III del Diccionario de la lengua castellana publicado por la Real Academia Española
en 1732, en primer lugar como “Modo artificioso de encubrir la intencion, ù dar à entender otra de la
que se tiene” y en segundo como “tolerancia afectada ò industriosa”. Entre los significados atribuidos
al término disimular se incluye el encubrimiento industrioso y astuto de la intención, dar a entender
otra de la que en realidad se tiene, ocultamiento artificioso de cualquier afecto del ánimo, no darse por
entendido o mostrar ignorancia acerca de lo que se sabe o se ha visto, disfrazar o dar otra apariencia a
las cosas en lo físico y en lo moral.
13
Bruno expone estos acontecimientos, entre otros documentos, a partir del relato que el obispo
Moscoso y Peralta efectúa de ellos. Al inicio de esa exposición señala que los cargos que el prelado
hace al deán se encuentran en dos documentos firmados por Moscoso y Peralta, un auto dado en La
Plata el veintitrés de diciembre de 1774 y un informe destinado al rey y fechado el nueve de mayo de
1775. Puede colegirse que sigue sobre todo al segundo de ellos aunque no lo aclara explícitamente y
que éste se encuentra depositado en AGI, Audiencia de Buenos Aires, leg. 224 (ver 1969: 511-514).
La consulta parcial que he podido hacer del informe dirigido al rey con fecha nueve de mayo de 1775
efectivamente depositado en ese legajo no me permite extraer conclusiones al respecto. Referencias a
tales hechos se encuentran además, entre otros textos incluidos en el mismo legajo, en cartas enviadas
al obispo por algunas religiosas carmelitas descalzas en relación con el auto de visita dado por González
Pavón. Tales cartas se hallan entre un conjunto de manuscritos relativos, tal como se indica en la
portada, a la nulidad de las visitas realizadas por el deán a los conventos. No puede descartarse que en
un momento próximo a la visita al Carmelo, González Pavón haya visitado también el claustro de
catalinas. Entre las respuestas al interrogatorio que analizo aquí, dos religiosas aluden a un auto dado
por dicho eclesiástico. María Luisa del Espíritu Santo menciona uno otorgado cuando el deán “acabò”,
no observado, de acuerdo a su perspectiva. Anselma de Christo habla de un auto “que embiò el Señor
Dean” cuando estuvo de vicario, y cuyo cumplimiento vio.
Telar 45
había recibido quejas de las religiosas tanto carmelitas como catalinas a causa de la
presión que ejercía sobre ellas.14 En otro documento Moscoso y Peralta establece que
incluso con anterioridad a su nombramiento en relación con los monasterios el deán
se encontraba enfrentado a él por asuntos ligados a otros aspectos del gobierno de la
diócesis. Las diferencias entre ambos eclesiásticos, atribuidas por el obispo a la afinidad existente entre González Pavón y el anterior pastor Abad Illana, y a la animadversión que éste sentía hacia su persona, se agudizarían a fines de 1775.15
Es posible suponer en consecuencia que a ojos de Moscoso y Peralta y de Frías la
visita a las catalinas, como la llevada a cabo antes al Carmelo, aparece no sólo en
términos de una inspección efectuada como parte de las obligaciones de la prelatura
sino en tanto evaluación del estado de la institución con posterioridad a la intervención de González Pavón y a los acontecimientos protagonizados por él (aunque la
información reunida no revele la existencia de sospechas respecto a transgresiones
sobre la prohibición mencionada), así como del estado de la observancia en su interior. En cuanto a esto último cabe señalar que más allá del comentario del que fuera
vicario acerca de la oposición de las dominicas a la “vida común” y de la indocilidad
de las “principales”, tanto los documentos como su accionar indican que él consideraba a los dos claustros como atravesados por faltas a remediar. Por su parte, el cotejo de
las cuestiones planteadas por Frías en el interrogatorio general con las formuladas con
anterioridad a las carmelitas descalzas expone que los dominios sujetos a evaluación
no difieren casi entre sí; en varios casos, al menos, es posible atribuir las variaciones
a los textos considerados normativos o que ejercen gravitación respectivamente en la
orden religiosa correspondiente a cada monasterio.16
14
AGI, Sección Gobierno, Audiencia de Buenos Aires, leg. 224, Juan Manuel de Moscoso y Peralta
a Antonio González Pavón, La Plata, once de abril de 1774. Otro documento existente en este legajo
permite suponer que la designación del deán como vicario de monjas se da hacia principios de 1773.
15
Tomando en cuenta, entre otras fuentes, el relato del obispo mencionado supra, Bruno dedica un
largo apartado al análisis del enfrentamiento entre Moscoso y Peralta y el deán, que afecta incluso la
posición del primero en el Concilio de Charcas; según indica Bruno, en noviembre de 1775 González
Pavón interpone ante ese organismo una apelación forjada en respuesta a los cargos que le había hecho
el obispo, aceptada por el conjunto de los prelados restantes (1969: 511-519).
16
Entre otros textos, he tenido en cuenta, en cuanto a las catalinas, la Regla de san Agustín, que rige a
la segunda orden dominica; en cuanto a las carmelitas descalzas, un escrito explícitamente citado por
Frías en los documentos ligados a la visita al monasterio cordobés de la orden, Visita de Descalzas,
redactado por santa Teresa de Jesús en 1576 por mandato de Jerónimo Gracián, y en el que la autora
establece estrategias para llevar adelante una inspección así como los aspectos principales a evaluar. He
consultado la Regla de san Agustín a través de Libro de las constituciones de las monjas de la Orden de
Predicadores (1987: 11-26) y el texto teresiano, a partir de las Obras Completas de santa Teresa editadas
por Efrén de la Madre de Dios, O. C. D. y Otger Steggink, O. Carm. (1986: 841-855). La consulta del
material depositado en AGI, Sección Gobierno, Audiencia de Buenos Aires, leg. 224, que según lo
expuesto arriba, he podido efectuar una vez escrito y publicado el artículo sobre la visita de Frías a las
carmelitas descalzas, me ha permitido precisar mejor el clima en el que esa inspección se realiza y
percibir que el hecho de que el deán diera un extenso auto sobre los puntos a reformar indica que de
acuerdo a su perspectiva la observancia se encontraba allí vulnerada.
46 Telar
Prometió decir verdad
El temor, la inseguridad o la indiferencia en el momento de jurar y de prometer
“decir verdad”, e incluso el temblor del cuerpo o de la voz, no quedan registrados en
los apuntes de quien transcribe en estilo indirecto las veintinueve deposiciones del
interrogatorio general, en el que me centraré en las páginas que siguen, aunque es posible que no hayan estado ausentes.17 Lo que perdura ante nuestra percepción son huellas escritas de modos conscientes o inconscientes de posicionarse frente a la indagación, de negar, proporcionar o dosificar un saber, de autorizar lo dicho a través de
distintos mecanismos. Aquí me propongo focalizar algunas de las diferentes posiciones de subjetividad ejercidas por las catalinas, contrastando ese nivel con los restantes
y considerando como eje significativo la relación entre sujeto de la enunciación y
sujeto del enunciado presente en las respuestas. La definición de la confesión propuesta por Foucault, esto es, “ritual de discurso en el cual el sujeto que habla coincide con
el sujeto del enunciado” (1996b: 78) constituye en tal sentido un punto de partida.18 El
procedimiento no debe, sin embargo, ser analizado fuera de la situación concreta en la
que interviene y de la que emerge. Si delimitar y describir eventuales facciones en el
interior de la comunidad no resulta en el presente, a mi entender, una labor asequible,
es importante tener en cuenta al menos que las exposiciones delinean la existencia de
distintos tipos de transgresión y por ende de responsables: el cultivo del contacto con
González Pavón (donde se destaca la priora, María Ignacia de Jesús), el gesto de
brindar cuidados materiales a los confesores, la posesión de objetos suntuarios para el
uso cotidiano, la asimilación de prácticas de las mujeres seglares enclaustradas en
Santa Catalina (permeabilidad frente a los “cuentos”), que se “aseglaran”.19 También
los perfiles de figuras nítidamente identificables, como la de la mayordoma del claustro, a la que se visualiza en numerosos casos en términos de impiadosa y poco caritativa. Examinaré, pues, algunas respuestas sin soslayar su colocación respecto de esta
trama sólo perceptible en algunas de sus líneas.
17
No tomo aquí como objeto el interrogatorio sobre la “vida común”, realizado durante los mismos
días dedicados al general, entre el once y el quince de marzo de 1776. En él pueden reconocerse, no
obstante, mecanismos similares a los señalados antes: variaciones en la cantidad y precisión de la
información otorgada, en las posiciones de subjetividad, en el modo de legitimar el saber. El dieciséis
de marzo de 1773 el deán González Pavón establecía en una carta dirigida al obispo Moscoso y Peralta
ya citada que la comunidad contaba con alrededor de setenta religiosas; si esa cifra se hubiera mantenido de modo relativo hasta el momento de la visita hay que pensar que no depone el conjunto de sus
integrantes. No he encontrado explicaciones al respecto.
18
Al brindar esta definición el autor parece pensar en la confesión de tipo sacramental o bien en una
confesión marcada por su impronta. Por su parte, el concepto de posiciones de subjetividad es empleado, como se sabe, por el mismo Foucault, en La arqueología del saber (1996a). A su entender, las
posiciones del sujeto en el discurso se definen por “la situación que le es posible ocupar en cuanto a los
diversos dominios o grupos de objetos” (85); en el discurso habrá de verse sobre todo “un campo de
regularidad para diversas posiciones de subjetividad” (90).
19
La información al respecto la proporciona María Bernarda de la Santísima Trinidad.
Telar 47
Rosa del Corazón de Jesús, una monja que no aparece vinculada de manera explícita a ninguna inobservancia, brinda de manera breve y concisa una imagen sin fisuras
de la comunidad conventual: mujeres obedientes, reprensiones frente a las eventuales
faltas. En el interior de esa perspectiva se destaca un único planteamiento singularizador,
relativo al yo de la religiosa, y en segundo término a muchas otras hermanas de la
comunidad. Aproximándose al sentido de la confesión sacramental, Rosa marca las
transgresiones que ella misma ha cometido: la posesión de tres hábitos y el uso de
túnicas no confeccionadas con lana. La transcripción no registra, sin embargo, argumentos que justifiquen su proceder, presentes, en cambio, en otros testimonios. Una
posición distinta es la que escoge el completo silenciamiento respecto a las propias
transgresiones. La alusión a la observancia no se ve interrumpida por una revisión de
sí. Es el caso de la priora, que ofrece respuestas también escuetas, en las que el convento se dibuja, más allá de una infracción puntual, como atento a la regla, las constituciones y los mandatos de los superiores. Confrontada con el reclamo explícito o implícito
planteado por distintas catalinas acerca de la ausencia de una figura rectora capaz de
velar por el bienestar claustral o de sancionar errores y descuidos de las oficialas, su
exposición parece articulada por la omisión. La mayor parte de las monjas, en cambio, opta por dar cuenta en distintos grados de las transgresiones cometidas por alguna/as de sus hermanas o bien de aquéllas presentes en general o de las protagonizadas
por las mujeres seglares y criadas del monasterio (a veces tales dimensiones se combinan). En el primer y en el último caso, la gama se extiende desde lo que podría considerarse la crítica a modos de operar hasta la delación (concebida con frecuencia en
términos próximos a lo que El manual de los inquisidores escrito por Nicolau Eimeric en
el siglo XIV y revisado por Francisco Peña en el XVI define como denuncia) o la
exposición de una falta que no incluye datos específicos de la/las autora/as.20 El acto
de delatar aparece en tal sentido con llamativa frecuencia; los nombres propios de las
compañeras, o su mención por la función que desempeñan, la inscripción de minúscu20
El Directorium inquisitorum o El manual de los inquisidores es escrito, según Luis Sala-Molins, por el
inquisidor Nicolau Eimeric (nacido en Gerona en 1320) en Aviñón hacia 1376 y editado en 1503. En
el siglo XVI la Santa Sede encarga al canonista español Francisco Peña su reedición y puesta al día.
Cito el texto por la edición de Barcelona: Muchnik, 1983. Eimeric señala que la persona que delata un
caso de supuesta herejía puede, con vistas al proceso resultante, asumir distintas posiciones: la del
acusador, que implica la “voluntad de demostrar su acusación” y la aceptación de la ley del talión; la
denuncia, en la cual el delator “se contenta” con serlo; la que da lugar, entre otras fuentes, a un proceso
por encuesta, en la que el delator brinda la información pero señalando que ella se dice “por todas
partes”. Peña observa respecto a la primera modalidad que en el momento en el que revisa El
manual…, la ley del talión ha caído en desuso, y que el papel de acusador le corresponde a un
funcionario denominado “Fiscal” que toma a su cargo la acusación (135-145). Las citas corresponden
a las páginas 135-136. Son significativas las semejanzas entre los distintos pasos seguidos por el
inquisidor al buscar herejías –llamado a delatar, interrogatorio a delatores mediante juramento de
“decir la verdad” (Eimeric y Peña, 1983: 135), registro de las deposiciones en la letra– y los
interrogatorios conventuales. Agradezco a Guillermo Filippone su gentil ayuda en el curso de consecución de la obra de Eimeric y Peña.
48 Telar
los y precisos detalles a través de los cuales se busca otorgar veracidad al enunciado
pero donde parece inscribirse además ese “carácter obsesivo”, esa “rabia de contabilidad” que Roland Barthes reconoce en los Ejercicios espirituales de san Ignacio de
Loyola (1997: 86), configuran en ocasiones las respuestas. Refiriéndose a cuatro religiosas que tienen para uso personal objetos de plata, Cathalina Rosa de San Joaquín,
tampoco mencionada en otras declaraciones, observa que los utensilios son llevados
incluso al refectorio pero ocultos en “Cosa de barro”. El relato da cuenta así de una
red de miradas posadas con avidez sobre los cuerpos, movimientos y bienes de las
demás. El oído, vehículo del rumor, puede servir, si se complementa con la vista, para
legitimar el gesto de sacar a luz una acción indebida en la que, sin embargo, no se
proporciona el nombre de quien la ha efectuado. Haber contemplado, en efecto, un
escrito en el que consta la exacta deuda contraída por una monja por la compra de
aguardiente destinado a su confesor, se ofrece en el caso de Isidora de San Joseph, a la
que no se alude en particular en las deposiciones de sus hermanas, como prueba
irrefutable de lo señalado. “y aun que ha oido decir, que compra una Religiosa el
medio real de Aguardiente todos los dias p.a su confesòr, y que vio el apunte, que le
hicieron de Cargo dies y ocho pesos, y su M.e los pagò”. Las referencias a las faltas
ajenas, e incluso en ese marco, las delaciones, se multiplican a veces en el interior de
una misma deposición y la extensión y el mayor abigarramiento resultantes configuran por ende el extremo opuesto de la brevedad y el laconismo de algunas de ellas, así
como de la imagen impoluta de la vida conventual creada en ciertos casos. Las monjas
demasiado ligadas a sus confesores, las oficialas que descuidan a las enfermas, las que
pese a la prohibición del obispo mantienen lazos con González Pavón, desfilan, a
instancias del visitador, con sus nombres propios o referidas por sus cargos en el
discurso de Hilaria del Sacramento, no mencionada en el resto de los testimonios. Los
lazos parecen quebrados y las escisiones, difíciles de suturar para esta monja informada casi panópticamente de lo que ocurre entre los muros.
La visión negativa acerca de las condiciones presentes puede coexistir en ocasiones con la representación de la comunidad de pertenencia en términos de observante.
Cuando la celadora María de Jesús remarca que las criadas hacen “bulla” en el patio
del coro y les interrumpen la oración y los rezos, dibuja a sus integrantes (y por lo tanto
también a sí misma) como Esposas de Cristo centradas en la busca de perfección
espiritual, expuestas a la falta de armonía entre ciertas facetas de la vida cotidiana y la
dimensión del ritual. Aunque impugna actitudes como las de la mayordoma y la
procuradora, María parece trazar, no obstante, una delimitación entre la esfera de las
religiosas (tal vez corresponde a un original nos el pronombre personal les usado en el
apunte)21 y la de aquéllas que no se han desposado con la divinidad. Es interesante
21
El apunte de la declaración indica: “(…): que la bulla, q. meten las criadas es en el patio del Coro y
les interrumpen la oracion, y sus resos”.
Telar 49
señalar, a fin de mostrar las distintas aristas presentes en algunas exposiciones, que la
eficiencia que en otro lugar de su deposición atribuye a la figura de la celadora no se
corresponde, sin embargo, con la negativa visualización ofrecida por una compañera
en torno al ejercicio de este cargo en el monasterio.22
Cabe suponer, de todos modos, que al menos algunos de los señalamientos planteados en el curso del interrogatorio se formulan con el objetivo de contribuir a mejorar el funcionamiento de la propia institución e incluso la observancia de las demás
integrantes. En tal sentido conviene tener en cuenta que no sólo la convocatoria al
escrutinio, como he indicado, llama a “delatar” y “denunciar” haciendo responsables
ante Dios de los males obliterados a las que no lo hiciesen, sino que un texto normativo para las dominicas como la Regla de san Agustín establece la necesidad de informar
a la priora de las faltas cometidas por hermanas que, amonestadas previamente, no se
hubiesen arrepentido de ellas (cap. VII). Resulta particularmente difícil, sin embargo,
más aún que en cuanto a la contemporánea visita a las carmelitas descalzas, deslindar
y precisar cuándo es en particular el compromiso con el establecimiento el que orienta
las palabras y cuándo su móvil predominante es la enemistad hacia personas o grupos,
o bien cuándo las respuestas surgen de la intimidación, cuándo del temor o de la
voluntad de ocultar transgresiones. Las contestaciones de quienes han sido delatadas
pueden ser confrontadas con las denuncias de que son objeto: en ciertas deposiciones
se advierte entonces una posición similar a la desplegada por la priora; en otras, las
religiosas señaladas marcan los errores de las demás pero no aluden a los que les han
sido atribuidos.23 No debe descartarse, de cualquier manera, que el deseo de lograr
mejoras a partir de la intervención del visitador pueda coexistir con sentimientos de
afinidad o de antagonismo hacia alguien o hacia un grupo de la comunidad. La gestión
de la mayordoma, criticada en numerosas ocasiones, o la falta de atención de las
enfermas parecen asuntos que más allá de pasiones encontradas requieren solución.
Es posible que en este marco, la “producción de la verdad”24 haya constituido a
22
Ver deposición de María Luisa del Espíritu Santo.
23
Tomo en cuenta aquí, como he indicado, el apunte de las declaraciones verbales. Dos religiosas
(María Dominga de los Dolores y Beatriz de San Pedro Nolasco) entregan, además, al provisor
papeles escritos en los que, según se indica, focalizan algunos de los puntos abordados en sus exposiciones pero que al menos no se encuentran entre las reproducciones de la documentación que he
podido obtener después de la consulta directa. En el primer caso, se trata de una religiosa considerada
entre las que proveen materialmente a sus confesores; no puedo descartar en consecuencia, que en el
texto –que ella sin embargo parece destinar, de acuerdo a lo declarado, a abundar sobre un aspecto de
la vida conventual necesitado de reforma– haya incluido alguna confesión acerca de las propias
transgresiones. En el segundo caso, se trata de una monja no mencionada por las demás. Las fuentes
sobre la visita a las carmelitas descalzas incluyen un escrito de este tipo, que he podido analizar en el
trabajo dedicado al tema.
24
Foucault señala que por lo menos a partir de la Edad Media, “las sociedades occidentales colocaron
la confesión entre los rituales mayores de los cuales se espera la producción de la verdad” (1996b: 73).
50 Telar
los ojos de Frías una operación especialmente riesgosa y delicada. Las explicaciones
del modo de proceder dadas al obispo en la carta que acompaña los documentos
resultantes de la visita, fechada el veintitrés de abril de 1776, así lo dejan ver. Pero es
posible también que el eclesiástico haya contado con una serie de apoyos en su labor
de indagación: las exposiciones de algunas monjas despojadas en el presente de su
singularidad y espesor quizás constituyeran entonces, entre otros elementos, voces en
cierto modo autorizadas y próximas, en las que Frías podía confiar para trazar su auto
final, perspectivas a su entender esclarecedoras, capaces de guiarlo por el profuso
laberinto de quejas, críticas, delaciones, expresiones de preocupación y enigmáticos
silencios.25 En conjunto, la visita al claustro de Santa Catalina parece haberle resultado más espinosa que la efectuada a las carmelitas descalzas.26 Espinosa no sólo por las
razones planteadas, y por el cúmulo de cuestiones a corregir (faltas a la “vida común”,
tipo de vínculo establecido con los confesores, desarticulación de los lazos fraternos)
sino también por el malestar ocasionado de acuerdo a su perspectiva en la mayor parte
de la comunidad por la reglamentación que se les impone una vez concluida la inspección. En la línea del deán González Pavón, él destaca la tradición incendiaria sostenida en particular por aquéllas “que llaman Madres de Consejo”, 27 las que
25
Del total de aspectos sujetos a reforma (si se contabiliza tanto lo impuesto en el auto, como los puntos
señalados a la priora en una epístola dirigida a ella en forma privada), alrededor de un tercio coincide
con falencias o con mandatos de prelados anteriores referidos en una carta escrita por una religiosa a
solicitud del visitador y que al menos de acuerdo a la reproducción que he podido obtener luego de la
consulta directa del manuscrito, no lleva firma ni está datada. Ella no parece haber sido escrita por la
prelada pues alude a aspectos que no funcionan correctamente en el claustro, a los que la figura rectora
de la institución, por ende, debería atender. Es posible que Frías haya solicitado a una monja de su
confianza información al respecto. Una frase de la carta permite suponer que se elabora con anterioridad a la inspección. Cabe pensar, pues, que ofrece a ojos del eclesiástico una perspectiva digna de ser
escuchada. El texto en cuestión forma parte de la documentación ligada a la visita, AAC, leg. 9, t. I. En
la mayor parte de los casos puede advertirse que no se trata de asuntos marcados sólo por la autora:
ellos aparecen señalados, más allá de matices, también por otras religiosas, entre las que se cuentan
varias que no son mencionadas en delaciones, pero también aquéllas cuyos nombres se ven comprometidos. Si se toma en cuenta el conjunto de las órdenes dadas por Frías, cabe advertir en qué medida
las mismas coinciden con apreciaciones vertidas por ciertas monjas que no se ven implicadas en faltas,
en particular por la mencionada Cathalina Rosa de San Joaquín, de velo blanco (las de este tipo,
llamadas, según indica Braccio en relación con el convento de catalinas de Buenos Aires, también legas
o conversas, se ocupan de los oficios “corporales” y, a diferencia de las de velo negro, no integran ni
el coro ni los capítulos) (2000: 190-191). Pero la opinión de una integrante de la comunidad cuyo
desempeño ha sido objeto de crítica puede aparecer también, a partir de la puesta en diálogo del auto
final con las declaraciones, como la fuente predominante de información visible en la formulación de
un punto sujeto a la reforma del visitador. Éste sigue tal vez una combinación de distintos criterios:
cantidad de denuncias sobre un aspecto, autoridad de la fuente, intensidad de la transgresión señalada.
26
En la carta enviada al obispo junto a la documentación ligada a las visitas, fechada en Córdoba el
veintitrés de abril de 1776, incluida en AAC, leg. 9, t. I, Frías indica que mientras en el convento de
carmelitas descalzas “no hà avido cosa alguna que vencer, ni defecto considerable, que emendar, [sic]
han monstrado [sic] su ciega obediencia en cumplir gustosas los preceptos, que se les hàn impuesto”,
en el de catalinas “hà causado el auto, que se les intimo una commoción [sic] en las mas”. Señala que
por ello centra su informe sólo en éste último.
27
En su estudio sobre los conventos de la Nueva España Josefina Muriel establece que el consejo es
Telar 51
(…) no pueden asentir, a que les quiten aquellas máximas primitivas en que
se educaron y siempre, que se ha pretendido reducirlas a la observancia de
algunos puntos substanciales de constitución, hàn recalcitrado: grandes fueron los incendios que se levantaron entre ellas quando el Ilt.mo señor Abad
Illana les introduxo la vida común, pero al fin se consiguiò (…)28
En efecto, según se indica a continuación del auto final, el dieciséis de abril de
1776, después de escuchar junto al conjunto de la comunidad la lectura de los aspectos
a reformar, la priora responde que “lo obedecia, y pondria en Ejecusión, de lo contenido en èl, lo q.e no se esta observando; por que algunas cosas, en èl expresadas, se
están practicando”. El registro que recibimos hoy de sus palabras expone, pese a la
mediación de la escritura ajena, la intensidad de la pervivencia de una voluntad de
autonomía por parte de las religiosas que es posible poner en diálogo con el espectro
de posiciones asumidas en el curso del interrogatorio.
en todos los conventos “un cuerpo consultivo de primerísima importancia. En todos los asuntos de
interés era él quien debía dar su voto aprobatorio o reprobatorio”. En el caso del claustro de Santa
Catalina de Sena de la ciudad de México, la autora aclara que el consejo “era la reunión de doce
monjas, las más prudentes y ejemplares del monasterio, entre las cuales se contaba la secretaria” (1946:
323).
28
AAC, Joseph Domingo de Frías a Juan Manuel de Moscoso y Peralta, Córdoba, veintitrés de abril
de 1776, citada.
52 Telar
Bibliografía
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descalzas de San José de Córdoba realizada en diciembre de 1733 (transcripción
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54 Telar
¿Monjas o señoras? Vicisitudes y
transformaciones del beaterio de Tucumán
a fines del siglo XIX
SOFÍA BRIZUELA*
Introducción1
En diciembre de 1889, Manuela Jiménez, beata de la Casa de Jesús de Tucumán, le
dirigió una carta al obispo de la Diócesis, Pablo Padilla y Bárcena, por la que le solicitaba la dispensara del ejercicio de algunas prácticas pertinentes a la vida religiosa,
tales como oficios, rezos o costumbres. Igualmente aprovechó la ocasión para expresarle su preocupación ante cambios dispuestos por la autoridad diocesana que afectaban esencialmente la vida del beaterio. En efecto, el anterior 18 de noviembre de
1889, el obispo, en un “Auto de Visita Pastoral”, había dispuesto la incorporación del
beaterio a una congregación religiosa de reciente instalación en Tucumán.
La lectura de la carta de Manuela Jiménez nos ha sugerido una serie de preguntas
que intentaremos responder a lo largo de este trabajo, pero quizás lo que primeramente nos ha resultado soprendente es el hecho de que esta mujer, a pesar del reparo que
podría propiciar su condición, le escribiera a la autoridad diocesana y le cuestionara la
decisión tomada acerca del destino de las llamadas “beatas”, que implicaba su incorporación a una congregación religiosa que al parecer del obispo diocesano respondía
de manera más nítida a los modelos canónicos vigentes para el periodo. Los motivos
de tal correspondencia se desentrañan a partir de la lectura de las sucesivas cartas entre
una comunidad a la que se advierte presa de confusión y un categórico clero.
La lectura de los documentos mencionados muestra el notorio interés por parte de
la jerarquía eclesiástica en transformar la vida del beaterio y la apremiante necesidad
de fusionarlo con una institución religiosa reconocida. Tal proceso de intervención,
*
La autora cursa el Programa de Doctorado en Historia de América “El poder y la palabra”, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla.
1
Esta investigación se pudo llevar a cabo gracias a la búsqueda y generosidad de Cynthia Folquer. Su
incursión y tenacidad en el trabajo de archivo han podido localizar la documentación que nos posibilitará sacar del silencio la vida de estas mujeres que marcaron el inicio de las experiencias religiosas
femeninas en Tucumán. Agradezco también las sugerencias y orientaciones para la comprensión del
movimiento beato, proporcionadas por el Profesor José Maria Miura de la Universidad Pablo de
Olavide (Sevilla).
Telar 55
definitivo para la continuidad de este tipo de experiencias, es decididamente similar al
descrito por Ángela Muñoz Fernández para los beaterios neocastellanos del siglo
XVI, cuando analiza y plantea el “irrefrenable camino hacia la institucionalización”
por el que al parecer estas formas de vida transitaron. Por la misma razón, y a pesar de
la distancia temporal, las observaciones de la autora nos guiarán en este estudio, que se
plantea en circunstancias análogas “al imparable proceso de gestación y consolidación del Estado Moderno”, proceso al que se asocia la reforma institucional de las
órdenes religiosas (1994: 14-15).
En este sentido, el derrotero seguido por el beaterio de Tucumán se encuadra en el
contexto de las transformaciones que efectuó la Iglesia a fines del siglo XIX y que
afectaron sensiblemente a las organizaciones femeninas con pretendida opción religiosa.
Hasta el momento no se dispone de toda la documentación que permitiría conocer
de manera exhaustiva aspectos de la vida y organización del beaterio. No contamos ni
con libros de crónicas ni con otros libros propios de los conventos de monjas que nos
den pautas más explícitas sobre la vida de esta comunidad. Tampoco se conocen libros
de registros de ingresos que permitirían efectuar algún recuento de entradas y salidas,
o de la extracción social a la que pertenecían sus miembros. Una de las referencias
documentales más precisas sobre ellas es lo descrito por el historiador Cayetano Bruno, quien al analizar la vida religiosa en Tucumán, señala al beaterio como uno de los
primeros intentos de vida regular llevada a cabo en la geografía provincial e indica que
hacia fines de 1889, se encontraban residiendo en la Casa de Jesús, “nueve de coro y
cuatro legas” (1981: 470).
No obstante, el conjunto de la documentación inédita encontrada nos anima en el
proyecto de poner a la luz el ocaso de este movimiento religioso que no halló cabida en
los márgenes estrictamente regulares pretendidos por la jerarquía eclesiástica
decimonónica para la vida de las mujeres que buscaban una alternativa religiosa de
realización personal.
La Casa de Jesús
En la memoria histórica y descriptiva de la provincia de Tucumán de 1882, entre
los edificios religiosos se menciona a la “Capilla de Jesús”, de la que se dice:
(…) Situada cerca de la Ciudadela (…) edificada por la señora Da Loreto
Valladares el año 1839. Actualmente sirve de casa de ejercicio y las beatas que
la ocupan dirijen una escuela de niñas pobres, cumpliendo las disposiciones
de su fundadora. (673).
56 Telar
Sin embargo, quien mayores datos proporciona sobre este beaterio es Bruno, quien
afirma que en 1839 se produjo en Tucumán su creación por iniciativa de las hermanas
María Loreto y Eustoquia Valladares Aráoz, con el objetivo de establecer un colegio
de educandas y una casa de ejercicios espirituales a los que se denominó “Casa de Jesús”. Este emprendimiento, sostiene Bruno, se mantuvo durante cuarenta años en la
consecución de sus objetivos; sin embargo, a la muerte de la última de las hermanas
Valladares, “entró la institución en decadencia” y debió buscarse una solución “aun
incorporándose a otro Instituto” (1981: 470).
Posiblemente los orígenes de la Casa de Jesús de Tucumán están comprendidos
dentro del mismo proceso que investigó Victoria Cohen Imach para el beaterio de la
provincia de Salta en 1824, del cual explicó que “parece haber seguido el modelo de
los colegios para niñas huérfanas que el obispo José Antonio de San Alberto impulsara
en el virreinato rioplatense a fines del siglo XVIII” y que “recoge así una preocupación por la educación de la mujer presente en las últimas décadas de la época colonial,
y coincide con una más sistemática acción de los gobernantes salteños de la etapa
independiente respecto de escuelas de primeras letras y aulas de latinidad”. Asimismo
nos reveló que las maestras, “consideradas ‘Beatas’ por San Alberto, eran jóvenes que
una vez concluido su propio aprendizaje en el colegio, elegían permanecer en él,
emitir votos simples ante el prelado, vestir el hábito del Carmen y consagrarse a la
educación de las alumnas” (2003: 81).
Otra referencia a la Casa de Jesús de Tucumán la encontramos en la biografía de
una mujer piadosa, Mercedes Pacheco, en la que se narra que en 1867 y a la edad de
doce años “entró al beaterio” para comenzar sus primeros estudios, puesto que entre
las “carmelitas” residentes se encontraba una tía suya (Vergara, 1966: 64). En este
sentido adherimos a lo que Victoria Cohen Imach sostiene respecto del beaterio de
Salta y estimamos que los beaterios existentes en el norte de la Argentina, entre los que
se cuenta la Casa de Jesús, resultarían de filiaciones de las asociaciones femeninas
creadas por San Alberto. En una carta las beatas tucumanas se declaran “(...) recidentes
en la Casa de Jesús como Comunidad destinada al cuidado de los Santos Ejercicios
espirituales y educación de las niñas y algún otro fin según su Instituto.”2
Ángela Muñoz (1994: 6) sostiene que en la sociedad castellana, en los siglos XV y
XVI, entre las mujeres que recibían el apelativo de beatas se contaban
(...) aquellas que, sin profesar votos, todo lo más el voto simple de castidad, observaban desde sus propias casas algún género de vida religiosa, temporal o permanente, solas o en compañía de otras. Vestían un hábito distinto,
2
Archivo del Arzobispado de Tucumán (en adelante AAT), Carta de las Beatas de la Casa de Jesús al
Vicario Capitular, 8 de noviembre de 1889.
Telar 57
diferente de los acuñados por las órdenes religiosas vigentes, se situaban bajo
la jurisdicción de los obispos y se solían mantener de su propio trabajo empleándose, así mismo, en diversas labores asistenciales, dirigidas a pobres y
enfermos o educativas. Su propuesta religiosa discurría en el siglo en una
síntesis de vida activa y contemplativa.
Esta caracterización del colectivo comprende ampliamente a las “residentes en la
Casa de Jesús” pues se trataba de mujeres que modelaban sus aspiraciones religiosas
fuera del ámbito estrictamente conventual, quizás porque hasta fines de la década de
1870, el beaterio era la única institución existente para canalizar este tipo de inquietudes de las mujeres entre los límites de la provincia. O, tal vez, como lo considera
Muñoz (1994: 35), se trataba de una opción resuelta de algunas mujeres que consideraban al beaterio “como lecho receptor de propuestas de vida religiosa alternativas al
claustro y como empresa de creación de espacios estrictamente femeninos”. Por esta
razón, quizás no resulte osado mirar también a este conjunto de mujeres como aquellas que consolidaron su determinación religiosa por la posibilidad misma de disponer
de mayor autonomía al margen del control, por ejemplo, de la jerarquía católica.
En este sentido, otra de las razones que justifican la existencia de un beaterio en
Tucumán, nos la puede proporcionar José María Miura, quien al explicar el crecimiento del movimiento beato en Andalucía cita a Melquíades Andrés, y afirma que se
trató de la continuidad de un modelo de religiosidad, gestado a fines del siglo XV y
principios del XVI, que incluía la vivencia práctica de la oración mental y de la
mística del recogimiento y que se definía por “espiritualidad que sale de los conventos
y se abre a todos; espiritualidad feminista; el espíritu (lo interior) en contraposición a
los actos externos; potenciación del amor y de la experiencia sobre la teología escolástica”. Y concluye Miura: “Laicismo, contacto con el siglo, feminismo, vida interior
sin adornos externos... ¿No es acaso todo ello una definición de la vida beata?” (1988:
121).
Estas referencias nos proporcionan posibles motivaciones que pueden haber llevado a estas mujeres a asumir un estilo de vida que no se enmarcaba en los cánones
tradicionales previstos para las mujeres, como podían ser el matrimonio, en el siglo, o
el convento, para las que profesaban los votos religiosos. Sin embargo, en Tucumán, a
fines de 1889, se planteó el final de esta alternativa de vida para las mujeres. Nos preguntamos cuáles habrán sido las razones de las decisiones que modificaron una opción
religiosa con arraigo y reconocimiento en la provincia y cuya existencia y continuidad
no ocasionaba ningún perjuicio al conjunto social, y antes bien, cumplía con una
función estimable. Las explicaciones, a nuestro parecer, pueden ser halladas en acontecimientos externos adversos que decidieron disponer del fin material del beaterio.
En ello coinciden de manera determinante la consolidación del Estado nacional y las
58 Telar
estrategias de la Iglesia para hacer frente a los embates del laicismo a lo largo del siglo
XIX y que se operaron en Tucumán a fines de dicha centuria.
Los alcances de la “romanización” en Tucumán
Durante el siglo XIX, la organización de los Estados estuvo modelada por los
ideales de la modernidad y la conformación de nuevos imaginarios de naturaleza
laica. Es así que la vigencia de modelos positivistas y laicos se postuló exitosamente
como vanguardia en los ámbitos culturales a los que necesariamente las elites políticas
nacionales se adhirieron. Tal circunstancia definió una nueva noción en las relaciones
de la Iglesia con las sociedades en donde se cuestionó su empeño de ostentar el monopolio de la verdad y el control sobre la educación. El avance de la cultura laica colocó
a la Iglesia en un espacio acotado desde donde tuvo que defenderse de los embates del
anticlericalismo. Por estas razones, la jerarquía romana implementó una serie de transformaciones a lo largo del siglo XIX, concentradas en resolver tres grandes conflictos:
la controversia entre la fe y la ciencia; la relación entre Iglesia y Estado; y el problema
de la unidad que se intentaba solucionar a partir de la centralización en Roma. Como
observa Bianchi (1997: 10):
La condena al liberalismo y a la secularización, la adhesión a un estricto
tomismo, habrán de ser los principios de una Iglesia que pasaba a la ofensiva,
dispuesta a recuperar lo que se consideraban espacios perdidos y a transformar el catolicismo en el principio organizador de la sociedad.
Para ello, la iglesia replanteó su rol y su inserción en la órbita de los nuevos
Estados, implementando una estrategia basada en la confrontación. Un ejemplo de
esta política lo constituye la declaración del dogma de “la infalibilidad pontificia”
(1870) que, como respuesta a la ofensiva respecto al dominio territorial romano, consolidó la autoridad del Papa por sobre cualquier particularidad jurisdiccional y política:
En adelante no se discutirá la autoridad del Pontífice en el seno de las
Iglesias diocesanas, y se erigirá como una suerte de poder supra nacional que
alcanzará la vida de los creyentes y de los miembros de la Iglesia. (Bianchi,
1997: 12).
Esta política es parte de lo que los autores que analizan a la Iglesia en este periodo
denominan “romanización”, y se propuso como resultado someter todas las Iglesias
de Occidente, y centrarlas en torno a la autoridad romana, unificando la ortodoxia y la
disciplina. Plan dirigido especialmente a las Iglesias de objetivo misionero, como las
Telar 59
de África y América Latina.
Sin embargo, para la jerarquía fue preciso establecer medidas urgentes no sólo
para conservar la lealtad y perseverancia de los creyentes, sino también para promover nuevas adhesiones al seno del catolicismo. Para ello propició, como una de las
alternativas más positivas, la fundación de congregaciones religiosas, especialmente
femeninas, que otorgaban a las mujeres la posibilidad de ingresar a la vida religiosa
para participar en los espacios de gestión misionera de las nuevas instituciones. Esta
política les proporcionaba a las mujeres la posibilidad de obtener espacios de inserción en la vida social, mediante la asistencia sanitaria y educación. Es decir, ocupaciones seculares, enmarcadas en las exigencias de la vida conventual. La rápida proliferación de congregaciones religiosas estuvo directamente promovida y controlada por la
jerarquía católica, que determinaba la aprobación e “institucionalización” del grupo
religioso, de acuerdo a la adecuación expresa a las normativas romanas.
Este proceso fue analizado por Pablo Hernández y Sofía Brizuela, quienes afirmaron que “los efectos de esta política se materializaron a partir de la década del 70 con
la incorporación masiva de mujeres a las congregaciones femeninas de vida ‘activa’ en
el continente europeo” (2000: 48). De esta forma, a manera de ejemplo, el historiador
de la Iglesia Klaus Schatz (1992: 57) advierte que hacia 1880 se registró solamente en
Francia la aparición de unas cuatrocientas nuevas congregaciones femeninas.
La Iglesia argentina, en especial consonancia con las directivas eclesiásticas romanas, y conforme a las necesidades que planteaba la política inmigratoria que se
llevaba a cabo en el país, vio entre 1870 y 1890 un sucesivo ingreso de fundaciones de
origen europeo, fenómeno que se completó con el aporte de las congregaciones religiosas de fundación local. La recepción de este tipo de iniciativas fue marcadamente
entusiasta por las elites nacionales, puesto que estas asociaciones, con personal idóneo
comprometido, se dedicarían a resolver problemas de la sociedad civil, ámbitos vulnerables, que permanecían desprovistos hasta el momento de la acción organizada del
Estado.
En el contexto hasta aquí caracterizado, se produjo la transformación del beaterio
de la Casa de Jesús, que implicaba iniciar una nueva fase a partir de la “regularización”
de la vida de las beatas. Este proceso se consolidaría con la incorporación de las nueve
beatas a las Hermanas Esclavas del Corazón de Jesús, congregación que había sido
fundada en 1872 en la provincia de Córdoba y que fue a radicarse a Tucumán en 1889.
Rumbo al convento
El curso de los acontecimientos de la mencionada evolución de la Casa de Jesús se
precipitó, al parecer, tras la iniciativa de las mismas residentes. Estas enviaron una
carta, con fecha 8 de noviembre de 1889, al obispo diocesano, en la que solicitaban un
60 Telar
giro efectivo en la organización de la vida del beaterio. Se trataba de la expresión de
voluntad para adentrarse en un proceso inevitable hacia la “conventualización”, que
necesariamente exigía un nuevo ordenamiento, dentro de marcos más estructurados y
rígidos que los vigentes hasta el momento. Esto se destaca en la primera solicitud que
las beatas efectuaron al obispo:
Las abajo firmadas recidentes en la Casa de Jesús como Comunidad destinada al cuidado de los Santos ejercicios espirituales y educación de las niñas
y algún otro fin según su Instituto a Vuestra Señoría con la que expresan que
deseando la vida común y una disciplina regular que hasta el presente no han
podido observar según el modo de ser que hasta el presente han tenido como
es público y notorio. Piden se digne Su Señoría modificar ó cambiar como
mejor lo pareciera conforme al fin de la fundación esta Casa arriba indicado,
nuestro modo de ser para lo cual nos ponemos totalmente en sus manos sin
condición alguna y esperamos en el mismo Jesús que le ha iluminar para este
definitivo y seguro arreglo nuestro (…)3
Esta actitud, tan anticipada, resulta sugerente, y, creemos, denota urgencia por
adquirir la normalización de la situación de vida de acuerdo a lo que se consideraban
los patrones legítimos que debían regir a las asociaciones de mujeres religiosas. La
continuidad del beaterio con su organización seudo-conventual, comenzaba a ser descalificada por no reunir las condiciones que la Iglesia reclamaba para la vida religiosa.
En tal sentido, consideramos que las beatas expresaron formalmente la intención de
no continuar funcionando como una “Casa-residencia” y de que ese espacio se transformase en un “Convento”. La resolución fue dejada a merced de la autoridad eclesiástica:
(…) y aseguramos de ante mano según lo sentimos quedar contentas con lo
que Su Señoría resolviere para bien nuestro con la nueva vida religiosa ya sea
que nos dejen con el mismo hábito ó que nos den otro y sea cual fuere el
Instituto aprobado à que se nos agregara y con la modificación personal que
S.S. dispusiere para buena administración de las cosas y de la disciplina de la
misma casa y con la traslación parcial ó total de nuestras personas á otras casa
de la misma congregación que haya al presente ó pueda haber en el porvenir.4
Nos preguntamos qué es lo que promovió semejante determinación y una posible
3
AAT, Carta de las Beatas de la Casa de Jesús al Vicario Capitular, 8 de noviembre de 1889.
4
AAT, Carta de las Beatas de la Casa de Jesús al Vicario Capitular, 8 de noviembre de 1889.
Telar 61
explicación puede surgir de la urgencia de legitimación institucional. El momento por
el que atravesaban las beatas se planteaba lleno de incertidumbres y perplejidades,
pues carecían de un estatuto de vida centralizado que las guiara de acuerdo a los
requerimientos de la Iglesia romana. Probablemente la muerte de las fundadoras habría ocasionado para las residentes la falta de tutela planteada en términos jurídicos,
pues ocupaban una propiedad que había sido heredada por las hermanas Valladares,
quienes desaparecieron sin dejar descendencia directa (Bruno: 1981, 470). El desamparo, en este caso, las posicionaba en un marco de absoluta vulnerabilidad que cuestionaba las mismas bases no sólo de la continuidad de la frágil agrupación, sino de sus
mismas identidades. En la redacción se advierte la delegación absoluta de la decisión
en la autoridad diocesana para procurar una salida a la crisis, aunque quizás debemos
matizarla y comprenderla no como mera renuncia, sino como estrategia y única posibilidad de obtener el reconocimiento episcopal que les permitiera continuar existiendo de acuerdo a su inicial proyecto de vida. Ello, sin embargo, implicaba una radical
reforma y la renuncia formal a lo que voluntariamente habían escogido.
La Visita Pastoral
A los diez días de recibida la carta de las beatas, se hizo presente en la Casa de Jesús
un delegado del obispo con el fin de efectuar una “Visita Pastoral”. En el acta, con
fecha 18 de noviembre, el religioso dejó asentado primeramente, las competencias de
las funciones de la autoridad episcopal que resultaban pertinentes al acto mismo de la
“Visita” de una casa de religiosas; su objetivo contemplaba: “(…) promover la observancia y buena disciplina de las casas Religiosas sujetas a nuestra jurisdicción.”5
Asimismo se mencionó el origen de la asociación a partir del beneplácito episcopal
y se precisó lo que pretendidamente debía definir a una institución femenina religiosa
en el ámbito de la jurisdicción diocesana:
(…) vicitamos en esta ciudad la casa del Niño Jesús, fundada con licencia
de la autoridad diocesana en 1839, y en todo sujeta a la jurisdicción del ordinario con la comunidad de señoras devotas que la atienden las que si bien han
vestido hasta el presente un hábito común han carecido de los votos religiosos
que las constituyen en verdadera comunidad regular.6
El beaterio era visto como “comunidad de señoras devotas” que cubrían las apariencias con un hábito pero al parecer eso resultaba insuficiente para la continuidad
5
AAT, Acta de Visita Pastoral, 18 de noviembre de 1889.
6
AAT, Acta de Visita Pastoral, 18 de noviembre de 1889.
62 Telar
del proyecto, pues no alcanzaba a cubrir las exigencias reclamadas por la Iglesia local.
El descrédito de esa opción religiosa se centraba, al parecer, en la ausencia de los
“votos religiosos”, pruebas eficaces y evidentes de pertenencia a una institución
canónicamente aceptada, pues garantizaban no sólo el sometimiento a una regla sino
el ejercicio del control que se efectuaba por la autoridad, la que contaba con un elemento objetivo para evaluar la práctica de la vida religiosa. Probablemente, el surgimiento y desarrollo de las formas de organización conventual que proponían una vida
regular más rígida implicó la decadencia de otras alternativas más abiertas y flexibles
como la que ofrecía la Casa de Jesús. Este proceso, como hemos mencionado, es idéntico al descrito por Ángela Muñoz, cuando analiza el debilitamiento de los beaterios
neocastellanos como consecuencia de la contrarreforma:
Así, estado moderno, órdenes religiosas, e Iglesia jerárquica secular, variantes todas ellas de las instancias del poder patriarcal, alcanzan consenso en
la articulación de una política sexual que en este caso tiene como meta la
supresión o reducción de formas de vida religiosa ajenas al control de los
poderes por ellos establecidos y representados (1994: 20).
La intención inmediata de la visita pastoral fue generar el reordenamiento de la
Casa conforme a los criterios que debían revestir a las comunidades religiosas femeninas; y que en este caso no significaba sino efectuar la supresión del beaterio, pues
quizás a consideración de la jerarquía, ese marco vivencial no se estimaba suficiente
como para consumar un itinerario de realización espiritual legítimo. Sorprende, asimismo, la premura con que el obispo atendió a la solicitud expuesta en la carta de las
beatas al hacerse presente a los diez días mediante un representante para proceder a la
incorporación inmediata del beaterio a una comunidad religiosa:
(…) consideramos que las fundantes disposiciones dictadas en Visita por
nuestros antecesores no han conseguido mejorar las condiciones de esta piadosa fundación, ni levantar el espiritu de la comunidad al nivel de los demas
institutos religiosos, aprobados por la Iglesia, por la cual no ha prestado todos
los servicios a que está destinada, especialmente en lo tocante a la oracion.7
Al parecer, la “regularización” del beaterio constituía un interés particular de los
administradores eclesiásticos que se podría remontar a la fecha de la muerte de las
hermanas Valladares, y lo que se les reclamaba a las beatas expresamente era que, a
pesar de las directivas de la autoridad, su forma de vida no alcanzaba a equipararse con
7
AAT, Acta de Visita Pastoral, 18 de noviembre de 1889.
Telar 63
el ejercicio de las religiosas clausuradas y observantes, que es lo que la Iglesia aprobaba. Quizás la condición de “mujeres sueltas”, sin encierro, generaba un temor recurrente que en los ámbitos sociales y especialmente católicos se hacía imperante resolver, empresa que aun los mismos estados sin política social organizada delegaron
habitualmente en la Iglesia católica a fin de imponer control y disciplinamiento. Por
lo tanto, la intervención no sólo era un derecho que la jerarquía se arrogaba, sino que
debía considerarse un beneficio para estas mujeres, susceptibles de desobediencia,
pues estas “señoras” no cumplían con las obligaciones propias de las “monjas”. La
resolución de la visita hizo sentir el peso definitivo de la autoridad:
En uso de la autoridad que investimos; 1º incorporamos la comunidad de
maestras de la mencionada Casa de Jesus a la Congregación de Esclavas del S.
Corazón de Jesus, entregando a estas dicha fundación, con sus propiedades
muebles e inmuebles para que la conserven, gobiernen y conviertan según sus
propias reglas y los fines de la institución… 2º Las maestras actuales a la
mayor brevedad vestiran el habito propio de las esclavas del S. Corazon de
Jesús, procurando después de algun tiempo y cuando se encontraran dispuestas por el conocimiento práctico de las reglas, profesar estas, ermitañas los
tres votos de obediencia, pobreza y castidad. Las que han permanecido en
calidad de hermanas legas podrán continuar en la Casa en hábito, de seglares
participando de las gracias y privilegios de las religiosas, como víven las
consagradas al servicio de la comunidad. Tanto las maestras de coro como las
legas que no se encuentran con fuerzas suficientes para la Observancia de la
regla de las esclavas, y practicar la vida comun, quedan en libertad para volver al siglo.8
Se trató de una resolución contundente, en la que la permanencia se garantizaba a
partir de la subordinación. La Iglesia intervino y se apropió de un espacio esencialmente débil e incapaz de hacerle frente en pos de su continuidad, por los rasgos de
“extraoficialidad” de los que estaba dotado. Este punto lo tornaba susceptible de sospecha y marginalidad, porque se trataba de un emprendimiento construido y sostenido por mujeres que, de acuerdo a la documentación con que contamos, no eran adjudicatarias de ningún apoyo explícito del clero tucumano, condición imprescindible para
la viabilidad de un proyecto de esas características para el periodo. No contamos,
hasta el momento, con datos que nos permitan conocer a qué sector social pertenecían
las beatas, pero sí creemos que tenían un origen más bien modesto sin que fueran necesariamente indigentes, además de que cumplían con funciones educativas, tarea que
requería alguna capacitación. Los apellidos de las firmantes no ostentan procedencia
8
AAT, Acta de Visita Pastoral, 18 de noviembre de 1889.
64 Telar
de la elite provincial, y ésta ha sido quizás otra de las variables por la cual se produjo
el fin de la asociación. Las beatas no gozaban de respaldo económico para hacerse con
la propiedad, ni tampoco ascendencia para salir a disputar competencias en el terreno
social. En una última carta enviada al obispo, por la que reclamaron la propiedad,9 se
puso de manifiesto la inestabilidad y desamparo en los que quedaron aquellas que
tuvieron dificultades de insertarse en la congregación a la que se le entregó el inmueble:
Pedimos por ello, y por que un año ha que estando á fuera de nuestra Casa
mendigando nuestras necesidades y Careciendo del retiro a que nos habiamos
Constituido juntamente cumpliendo de los modos posibles con, todas las
obligaciones, a que esta sujeta la Casa de Jesús (…)10
Si se hubiera tratado de mujeres propietarias o que contaban con algún derecho
sucesorio, no hubieran necesitado efectuar ningún reclamo posterior a la salida de la
Casa, porque el mismo grupo social o la misma familia las hubieran auxiliado sin
necesidad de apelar a la decisión del obispo. Sin embargo, Bruno hace constar que
contaban con la simpatía y adhesión del pueblo en general, que se solidarizó con ellas
en el momento de efectuar el reclamo al prelado.
“Antes de terminar creo conveniente manifestar...”
Las mujeres han sido para la Iglesia tradicionales receptoras de mensajes. Por esta
razón, cuando nos encontramos con solicitudes o reclamos, las palabras vertidas por
ellas y dirigidas a la autoridad eclesiástica merecen nuestra atención. Tal es la carta
que Manuela Jiménez le dirigió al obispo, a menos de un mes de la incorporación del
beaterio a las Hermanas Esclavas. Por ella podemos conocer la solidez con que las
beatas definían y comprendían su identidad, y que por lo tanto, esa forma de vida
asumida voluntariamente, estaba lejos de plantearse en márgenes de ambigüedad y
liviandad pues formaba parte no sólo de un ideal a tener en cuenta, sino de la consagración absoluta a un propósito al que se le dedicaba la vida entera:
…Desde la fundación de la “Casa De Jesús” en esta ciudad, entré de novicia y mas tarde profesé voluntaria y espontáneamente en la Orden instituida
9
Bruno menciona que en marzo de 1891, Anastacia Frías junto a tres beatas demandaron una acción
reivindicatoria de la propiedad (1981: 470).
10
AAT, Carta de las Beatas Anastacia Frías, Manuela Jiménez y Carolina López al Obispo de Tucumán
Padilla y Bárcena, 19 de febrero de 1891.
Telar 65
para el gobierno de dicha congregación He permanecido allí cuarenta y cuatro años y tengo el deseo, el firme propósito de continuar hasta la terminación
de mi vida, por que tal fue mi voluntad primera al entrar a la Casa de Jesús...
Pero como S.S. lo sabe, acaba de verificarse una transformación en la institución ú orden a que yo pertenecía, convirtiéndose en otra diferente, puesto que
deben observarse las reglas de las “Esclavas del Corazón de Jesús,” desapareciendo aquellas en vista de las cuales fueran dados los votos de profesión…11
En sus argumentos, Manuela Jiménez rebatió toda posible subestimación de la
vida de beata, porque la revistió de características institucionales que la legitimaron al
considerar que le cabía un programa religioso y pautas de organización sólidas para
contener voluntades en función de sus objetivos. Lo que se cuestiona en esta carta es el
por qué se la obliga a acatar una forma de vida ajena a los principios con los cuales ella
se había comprometido, siendo por su parte realidad el cumplimiento de las exigencias de una vida religiosa consagrada. Sin embargo, lo que diferenciaba sustancialmente
la vida beata de la vida regular, estaba en el ejercicio de su autonomía para discernir y
decidir sobre qué observar y con qué cumplir:
(…) he permanecido voluntariamente alejada de mi familia y del mundo
durante casi medio siglo, observando en el recogimiento y retiro de la sociedad el medio de cultivar en mi alma el amor de Dios, prestando en muy
pequeña escala, por lo que a mi personalmente respecta, los servicios que
ofrecían a la sociedad nuestras reglas (…)12
Lo que la beata observaba no es sólo la transición de un modo de vida a otro, sino
también la convalidación de una ley nueva sobre otra a la que se consideró proscrita,
sin que se tenga en cuenta la posibilidad de su observancia:
Cuando entré a la “Casa de Jesús” lo hice con el firme propósito de separarme para siempre del mundo; entonces tenia voluntad y fuerzas para realizarlo; ahora solo me queda lo primero: Tengo deseo de profesar en la nueva
Orden, pero la vejez y las enfermedades me lo impiden porque me hallo en la
imposibilidad de cumplir con todas sus reglas (…)13
11
AAT, Carta de Manuela Jiménez al Vicario Capitular de Salta, Pablo Padilla y Bárcena, 8 de
diciembre de 1889.
12
AAT, Carta de Manuela Jiménez al Vicario Capitular de Salta, Pablo Padilla y Bárcena, 8 de
diciembre de 1889.
13
AAT, Carta de Manuela Jiménez al Vicario Capitular de Salta, Pablo Padilla y Bárcena, 8 de
diciembre de 1889.
66 Telar
La causa invocada que dio origen a su carta fue la de solicitar al obispo se la
dispense de algunas obligaciones inherentes a la vida regular, a cuyo cumplimiento no
se encontraba capacitada de responder. Por esta razón, enunció los fundamentos que
tenía para obtener tal dispensa. Sin embargo la misiva finaliza con una manifestación
contundente frente a la posibilidad de no obtener respuesta favorable a sus pedidos:
(…) no tomaré el nuevo hábito, no profesaré en la nueva Orden muy a pesar
mío, adoptando en consecuencia la resolución y conducta armónica, correlativa y correspondiente a mi exclusión en los últimos años de mi vida (...)14
Lo que Manuela Jiménez declaró llevar a cabo en caso de no ser escuchada: ¿no es
acaso otra “definición de la vida beata”? (Miura, 1988: 121). En efecto, lo representa
si consideramos que se trata de una opción de vida religiosa “al margen del convento”
(Muñoz, 1974: 6), fuera de los marcos institucionales que estipulan la práctica de los
votos, con recato personal, pero sin clausura canónica que determine el encierro,
apartada de la supervisión de la autoridad eclesiástica y ofreciendo algún servicio
caritativo. Se trataba de continuar con su programa de vida, sólo que en otro espacio y
sin el acompañamiento de la comunidad de beatas con las que lo había compartido
inicialmente.
Sin embargo, su carta no quedó solamente en una petición de carácter personal,
pues se animó a cuestionar la autoridad y racionalidad de la decisión episcopal para
operar el cambio de la asociación; aunque exponga el tono de humildad que toda
mujer, y con mayor razón, religiosa, debía guardar al dirigirse al obispo, se advierte la
sensibilidad que parece haber ocasionado la rígida decisión episcopal:
(…) Antes de terminar creo conveniente manifestar a S.S que aquí se formula, generaliza y toma cuerpo la opinión de que si bien S.S. ilustrísima tiene
indiscutible facultad para vigilar por el mejoramiento de todas las Comunidades religiosas de la Diocesis, no puede cambiar por completo una institución
y establecer otra diferente, creando en realidad una Iglesia y monasterio de su
propia voluntad, lo que es contrario a la Ley de la Rec de Indias, cuyo alcance
no he tratado de darme cuenta, por que no deseo cuestionar, sino suplicar una
gracia (…)15
No sabemos efectivamente cuál fue el rumbo final que siguió esta beata de la Casa
14
AAT, Carta de Manuela Jiménez al Vicario Capitular de Salta, Pablo Padilla y Bárcena, 8 de
diciembre de 1889.
15
AAT, Carta de Manuela Jiménez al Vicario Capitular de Salta, Pablo Padilla y Bárcena, 8 de
diciembre de 1889.
Telar 67
de Jesús. La encontramos unos meses más tarde firmando junto a Anastacia Frías la
solicitud al obispo para la devolución del inmueble. Lo que constituye una muestra de
la insistencia a favor de la continuidad de un proyecto que tuvo medio siglo de existencia. Finalmente, el conflicto se vio solucionado con la desaparición del beaterio;
testimonio de ello es el actual emplazamiento del colegio de las Hermanas Esclavas en
el solar que había pertenecido a las hermanas Valladares.
Breves consideraciones finales
Este trabajo ha pretendido dar a conocer un proyecto religioso dirigido por mujeres que ha tenido que ceder a las presiones de las urgencias y transformaciones políticas de las postrimerías del siglo XIX, tanto a las de la Iglesia como a las del Estado
argentino. Quizás, en consonancia con lo que plantea Ángela Muñoz, el movimiento
beato puede ser reconocido como un “estado de vida efímero”, cuando menciona que
la “institucionalización fue una tendencia endémica a la que en todas las épocas y
lugares, se vieron sometidas, todas las formas de vida religiosa independientes de
marcado signo laico, particularmente femeninas” (1994: 50). El carácter informal y
desestructurado que ofrecía el beaterio se convirtió en blanco de la autoridad episcopal
que demostró una irrefrenable necesidad de centralizar y controlar las iniciativas
religiosas femeninas, en función de ordenar las jurisdicciones y someterlas a las exigencias romanas. Este ordenamiento no era sólo una exigencia de la jerarquía católica,
sino que se planteaba como una piedra de toque y estrategia de la Iglesia nacional para
reinsertarse en las políticas sociales y educativas del moderno Estado. La descalificación que para el periodo implicaba la ausencia de vida regular le propició al beaterio
un carácter marginal que se vio acentuado por la ausencia de vínculos con miembros
del clero local. Asimismo, los perfiles sociales en los que se inscribían las beatas no
eran suficientemente consistentes como para soportar los embates de una estructura
de poder como la eclesiástica. No tenían una identidad que las asimilara ni a monjas ni
a señoras de la sociedad, y esa situación no podía ofrecer continuidad. Por ello es que
la evolución hacia la vida conventual les fue ofrecida como única posibilidad de
persistencia de la vida comunitaria, aunque no fue vista y considerada por las beatas
como única alternativa. Siempre estuvo, y propiciada por la misma autoridad diocesana,
la posibilidad de desandar el camino y reincorporarse a la vida secular. Sin embargo,
alguna de las beatas no le arrogó ese derecho a la curia. Asumió, por el contrario, el
margen de la libertad personal para conservar su autonomía por el camino escogido y
consolidar su identidad fuera de los vínculos de dependencia clerical y de su vigilancia
sobre las experiencias religiosas. Le quedaba la posibilidad de consolidar, en adelante,
un modelo de vida de beata.
68 Telar
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Telar 69
La construcción de la subjetividad
femenina en Tucumán.
Las epístolas de Fray Boisdron
(1891-1920)1
CYNTHIA FOLQUER
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
Fray Ángel María Boisdron, un dominico de origen francés, arribó a Buenos
Aires en los primeros meses del año 1876, buscando otra patria. En septiembre del
mismo año lo encontramos en Tucumán, junto a otros frailes de la Orden de Predicadores que venían desde Buenos Aires a reinstaurar la vida común en el convento de
esta ciudad. Hasta 1924, fecha de su fallecimiento, fue Tucumán su patria de adopción, como él mismo expresaba. Durante estos cuarenta y nueve años de vida en
Argentina realizó numerosos viajes por el territorio del país y de Europa, dejando
huellas de los mismos en sus epístolas, memorias, escritos periodísticos y en su autobiografía. Entre sus prácticas pastorales se dedicó con prioridad a la confesión y dirección espiritual, siguiendo los pasos de San Francisco de Sales,2 a quien reconocía
como un maestro.
En las líneas que siguen recogeré algunos aspectos de esta práctica, observando el
proceso de construcción de la identidad de la mujer religiosa en Tucumán, en la
bisagra de los siglos XIX y XX. El grupo de mujeres que analizo en el marco de un
proyecto de investigación más amplio, pertenece a la Congregación de Dominicas,
fundación que surge como consecuencia de la epidemia de cólera que azotó la provincia hacia 1886. Ellas, acompañadas y asesoradas por Fray Boisdron, deciden acoger a
los huérfanos víctimas de la epidemia, acontecimiento que marca profundamente sus
vidas y las lleva a decidir continuar un proyecto en común, para “servir a Dios fuente
1
Este texto corresponde a una investigación más amplia que realizo en orden a mi trabajo de tesis
doctoral: “Viajeras hacia el fondo del alma. La experiencia religiosa dominicana en el contexto de la formación
del Estado-Nación Argentino, 1870-1930”, estudio que desarrollo en el marco del Programa “Recuperación de la Memoria en América Latina”, de la Universidad de Barcelona.
2
Francisco de Sales (1567-1622) es el máximo representante del llamado “gran siglo de la espiritualidad francesa”, que desempeñó un papel decisivo en el paso de la devoción monástica a la devoción
civil, de la piedad claustral a la piedad vivida en el mundo laico. Impregnado de un profundo
humanismo, como maestro espiritual se alejó del rigorismo y propuso un cristianismo compatible con
las exigencias de la vida ordinaria (Vilanova, 1989: 750).
70 Telar
de toda caridad y al prójimo en sus dolencias y miserias, especialmente a los niños
huérfanos y desamparados.”3
El corpus epistolar de Fray Boisdron, que se conserva en el Archivo de las Dominicas de Tucumán, es muy profuso: alrededor de quinientas cartas dirigidas a distintas
religiosas de la congregación. Para el presente abordaje me centraré en el análisis de
una serie de ochenta epístolas cuya destinataria es Catalina Zavalía, una de las primeras religiosas de la Congregación. Esta serie abarca un espacio temporal de treinta
años (1891-1920). A través de esta correspondencia buscaré encontrarme con la destinataria de las mismas, descifrando en la escritura masculina la experiencia femenina y
el proceso de subjetivación por ella vivido. Intentaré rastrear el comportamiento de
Boisdron como confesor y el vínculo que se fue tejiendo con Catalina. Al introducir en
este ensayo sus palabras y en ellas los sentimientos y experiencias de una de las mujeres con quienes interactúa, intentaré dejar que “irrumpa la diferencia de sus existencias particulares” (Chartier, 1997: 88).
Las cartas de Catalina Zavalía a Boisdron no se han conservado, como tampoco
las de ninguna de las otras destinatarias de su correspondencia. Por ello el acercamiento a la experiencia de estas mujeres es mediado por su palabra masculina, constituyendo sus epístolas fuentes indirectas de aproximación a la palabra y vivencia de las
mujeres. Intentaré “leerla” a través de él, buscaré captar sus preguntas, sus sentimientos, las vivencias que ocasionaron tan abundante escritura.
1. El desmantelamiento del orden colonial
Durante los tres primeros cuartos del siglo XIX, la realidad de las órdenes religiosas fue de una profunda desestructuración, provocada por el cambio de paradigma que
supuso el proceso independentista.
Asistimos al derrumbe de la cristiandad colonial que produjo rupturas profundas
en el horizonte religioso existente. El acelerado proceso de transformación social
provocado por el movimiento emancipador y luego por la organización del Estado
Moderno sacudió las bases más profundas de la identidad socio-religiosa del antiguo
virreinato rioplatense.
Como analizan Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000: 559-561), en el período colonial imperaba el régimen de cristiandad que implicaba unas relaciones
simbióticas entre el poder civil y religioso, ya que ambos compartían tareas que hacen
a la reproducción de la sociedad, entre las que la propagación y la defensa de la fe
3
Así lo expresan en la carta de solicitud de fundación de la congregación que se conserva en el Archivo
del Arzobispado de Tucumán (AAT), Legajo Congregación de Hermanas Dominicas, Carta al Vicario
Foráneo Dr. Ignacio Colombres, Tucumán, mayo de 1887.
Telar 71
cristiana se consideraban de primera importancia. En este mundo de “antiguo régimen”, el súbdito era el fiel, por la coincidencia entre Iglesia y sociedad. La vida
privada, la pública y la profesional se movían dentro de un marco de referencia cristiano; la religión envolvía la conducta de los seres humanos; la alteridad se encontraba
eliminada, borrada o integrada por no ser lo suficientemente fuerte para manifestarse.
Esta unidad se derrumba con el fuerte proceso de secularización, por la inmigración y
por la influencia de las corrientes positivistas y liberales que inundan el naciente
Estado, produciendo una pluralización de los sistemas de referencia.
En el transcurso del siglo XIX, este régimen jurídico colonial se desestructura y
disuelve; el ciudadano es el nuevo sujeto de derechos que no necesariamente coincide
con el fiel católico. De una organización religiosa se pasa a una ética política o económica. La moral se independiza de la religión, lo mismo que la vida social y la investigación científica buscan independizarse de la iglesia católica. Se forma una ética autónoma que tiene como referencia el orden social o la conciencia, ya no las creencias y
dogmas, y se produce un desplazamiento en los marcos de referencia. En la Enciclopedia se podía leer a fines del siglo XVIII: “la moral supera a la fe porque casi toda la
moral es de una naturaleza inmutable y durará por toda la eternidad, mientras que la
fe no subsistirá y se cambiará en convicción”.4 Se produce así un repliegue de la
religión hacia las “prácticas religiosas”, la marginalización del culto por la ley civil o
moral.
Como afirma Hobsbawm (1997: 224), “los filósofos del siglo XVIII no se cansaban de demostrar que una moral ‘natural’ (de la que encontraban ejemplos en los
nobles salvajes) y el alto nivel personal del individuo librepensador eran mejores que
el cristianismo”.
Las nuevas autoridades nacionales heredan del antiguo régimen el sistema del
patronato sobre la Iglesia, lo que les da autoridad sobre el nombramiento de obispos,
la organización de las diócesis y la circulación de la información proveniente de
Roma. Es una continuación del regalismo de la corona española, que otorga a las
nuevas autoridades republicanas poder y control sobre la Iglesia. Se busca que la
religión y la institución eclesiástica estén al servicio de la política del orden y de la
consolidación de la unidad política. Pero como considera de Certeau (1997: 160164), esta “razón de Estado” permite que las mismas ideas o las mismas instituciones
puedan perpetuarse en el momento en que cambian de significación social. En este
sentido, las prácticas religiosas se someten a las formas sociales siguiendo una topografía de urgencias o de tareas señaladas por la sociedad (la educación de los sectores
populares, el socorro de los menesterosos y niños abandonados, el cuidado de los en4
Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, nueva ed., t. XVII, Ginebra,
1778, artículo “Fe”, p. 1019 (de Certeau, 1995: 151).
72 Telar
fermos, la educación de las niñas, etc.). Pero estos funcionamientos tienen como
contrapartida la privatización y la interiorización de la vida cristiana. Las santidades
esbozan itinerarios subjetivos y psicológicos que ya no pueden trazarse sobre el tablero de una organización civil y política.
El surgimiento del Estado Moderno y de las naciones induce a la sociedad a
sustituir a la Iglesia en el papel de ser el lugar del sentido, el cuerpo de lo absoluto y
también una clericatura de la razón; el estado tiene el papel que antes poseía la Iglesia,
el ser el mediador social de la salvación común, el sacramento de lo absoluto, que da
origen a liturgias de su poder, distribuye gracias y racionaliza los intereses particulares
(de Certeau, 1997:180-183).
En las antiguas colonias rioplatenses se experimenta en el contexto señalado, el
pasaje de un régimen de unanimidad religiosa a un espacio en donde la institución
católica debe someterse al ordenamiento político y jurisdiccional liderado por el estado nacional, como bien lo define Di Stefano (2000).
2. Itinerarios subjetivos y psicológicos de la creencia.
La práctica de la confesión y la “dirección de conciencia”
La práctica de la confesión privada y auricular como un sacramento obligatorio
para todos los creyentes católicos –por lo menos una vez al año– fue establecida en
1215 en el IV Concilio de Letrán. Luego en el Concilio de Trento (1545-1563), se
acentuó la prescripción universal de esta práctica, que produjo una consolidación del
poder del confesor (Ibsen [1961], 1999: 19).
Como analiza Jean Delumeau (1992: 9),5 la Iglesia Romana quiso tranquilizar a
los fieles testificándoles el perdón divino; a cambio, exigió de ellos una confesión
explícita. Esta práctica no tiene equivalentes en otra tradición religiosa, sólo en la
Iglesia Católica se ha concedido importancia a la confesión detallada y repetida de los
pecados, como una invitación incesante al conocimiento de uno mismo, ya que la
conciencia de sí y la confesión están unidas. Entre el “conócete a ti mismo” de Sócrates
y el de Freud, se produjo como vínculo y como multiplicador, la aportación enorme
de la confesión tal como fue enseñada y vivida en el catolicismo. La confesión quiso
tranquilizar, pero después de haber inquietado. Esta práctica afinó la conciencia, hizo
progresar la interiorización y el sentido de las responsabilidades, pero también suscitó
enfermedades de escrúpulos e impuso un yugo muy pesado a millones de fieles, como
asevera Delumeau (1992: 10-12).
La Iglesia católica no medía sin duda en qué engranaje ponía sus fuerzas ni el peso
5
Jean Delumeau estudia la práctica de la confesión en el marco de sus investigaciones históricas sobre
los miedos y la culpabilidad.
Telar 73
que imponía a los fieles ni los problemas que iba a desencadenar. Ya Marcel Mauss
señalaba hacia 1903 la importancia del estudio de esta práctica eclesial que, mediante
el abandono de la conciencia individual en las manos de los directores, manifestaba un
signo de la fuerza de la Iglesia y expresaba toda la organización moral de las sociedades occidentales. Si bien advertía –analizando un estudio publicado con anterioridad–6
que esta práctica eclesial era uno de los “principales órganos de disciplina y dominación” que se constituyeron definitivamente en occidente (1971 [1903]: 421- 422).
Fue Michel Foucault en la década de 1970, quien trazó líneas de abordaje de las
prácticas confesionales como espacios de individuación y de construcción de un lenguaje particular del sujeto. “Al menos desde la Edad Media, las sociedades occidentales colocaron la confesión entre los rituales mayores de los cuales se esperaba la
producción de la verdad” (2003 [1976]: 73). Estudia la evolución del proceso de
autentificación del sujeto, explicando que durante mucho tiempo el individuo se
autentificó gracias a la referencia de los demás y a la manifestación de su vínculo con
otro, para luego hacerlo mediante el discurso verdadero que era capaz de formular
sobre sí mismo o que se le obligaba a formular. La confesión de la verdad se inscribió
en el corazón de los procedimientos de individuación por parte del poder, afirma
Foucault (74). Asimismo, considera el ritual de la confesión como un ritual de discurso en el cual el sujeto que habla coincide con el sujeto del enunciado. Alega que
también es un ritual de poder, pues no se confiesa sin la presencia al menos virtual de
otro. Explica que se trata de “un ritual donde la sola enunciación, independiente de las
consecuencias externas, produce en el que la articula modificaciones intrínsecas: lo
torna inocente, lo redime, lo purifica, lo descarga de sus faltas, lo libera, le promete la
salvación” (78).
El hombre en occidente, asevera Foucault, se convirtió en un animal de confesión. Se produjo así
una metamorfosis literaria: del placer de contar y oír, centrado en el relato
heroico o maravilloso de las pruebas de valentía o santidad, se pasó a una
literatura dirigida a la infinita tarea de sacar del fondo de uno mismo entre las
palabras, la verdad que la forma misma de la confesión hace espejar como lo
inaccesible (75).
La investigación de Blanca Garí sobre vidas espirituales y prácticas de la confesión nos induce a abordar las mismas como un espacio de individuación, viendo en
ellas la generación de un ámbito para hablar que permitió que el sujeto aparezca como
6
Marcel Mauss estudia el trabajo de C. M. Roberts (1901): A Treatise on the History of Confession until
it Developed into Auricular Confession.
74 Telar
sujeto de discurso. Las técnicas de auto análisis que se difundieron a través de los
manuales de confesores, de sermones y catecismos no sólo impregnaron a las personas
religiosas sino a la población en general. La autora explica cómo
a partir de 1215 hombres y mujeres son de forma generalizada llamados a
interiorizar en primera persona ese discurso sobre el “yo” (...) una vez aprendidos, los códigos discursivos, los roles y categorías de auto-presentación
confesional no permanecerán anclados exclusivamente en el interior del espacio sacramental, sino que desbordando el acto de la confesión, invadirán el
campo de la construcción cultural del yo (2001: 681).
Por su parte, Jerry Root7 busca desentrañar esta transformación en la construcción del sujeto a partir de obras narrativas de autores del siglo XIV, cuyos protagonistas “hablan como en penitencia”. El autor observa la influencia de la práctica
confesional en este cambio, señalando que la confesión es una técnica del sujeto que no
pudo ser controlada ni quedar confinada al sacerdote ni dentro de las puertas de la
Iglesia, sino que atravesó las categorías de la auto representación en la cultura medieval (1997: 13).
Si avanzamos hacia el siglo XIX, encontramos un Manual de Confesores, compilado por un canónigo de Nevers hacia 1837, que fue aprobado por varios obispos de
distintas diócesis francesas. Este manual fue utilizado en la formación de sacerdotes
en la segunda mitad del siglo XIX, por lo que podemos suponer que Boisdron tuvo
contacto con este libro. En el mismo se incorporan las “Advertencias de San Francisco
de Sales a los Confesores” y se afirma que “nombrar a este santo obispo es recordar la
mansedumbre, la caridad, la paciencia a toda prueba, el conocimiento profundo del
corazón humano, de sus miserias, enfermedades y recursos (...) uno de los más hábiles
directores de las almas y uno de los santos más amables” (Gaume, 1844: 50). Es en
este período de estudio como seminarista que Boisdron toma contacto con las enseñanzas de Sales.
Formado en el clima de restauración de la iglesia francesa del siglo XIX, se encuentra imbuido de las disputas en torno a la formación de la conciencia humana, del
rol asignado al sacerdote como confesor y maestro espiritual. Se halla en medio de las
múltiples dificultades que ocasiona la vivencia de la confesión y la evaluación de las
faltas.
Sus estudios sobre el probabilismo8 en moral lo familiarizan con los intrincados
7
Agradezco a Blanca Garí el haberme facilitado el libro de Jerry Root (1997).
8
Durante 1890-1894, Boisdron es profesor en la Universidad de Friburgo (Suiza) y allí escribe su tesis
Telar 75
debates que absorben la vida intelectual católica desde el siglo XVII, en el esfuerzo
por definir la frontera entre ley y libertad en la acción humana.9 Boisdron se enmarca
en la tradición de un humanismo atento al respeto por la libertad. Fray Esteban Castillo manifiesta que
fue durante su actuación en dicha Universidad [Friburgo] que publicó en
1894 su interesante obra: ‘Théories et Systèmes des Probabilités en Théologie
morale’; esta publicación, según referencias oídas en esos años, por el que
suscribe, causó un cierto revuelo entre sus colegas que consideraron un tanto
avanzadas sus ideas sobre este tema, que en esos momentos, dividía las opiniones de los teólogos y moralistas.10
Sin duda la profusa literatura eclesiástica sobre la confesión, acumulada a partir
del siglo XVII (manuales de confesores, sermones, catecismos, tratados de casuística,
conferencias, etc.) expresa el lugar que la confesión privada y obligatoria ocupó en las
preocupaciones de siglos anteriores, un lugar comparable al que hoy ocupan en las
disputas eclesiásticas temas como la contracepción, el aborto, las fecundaciones artificiales y la eutanasia.
Los debates en torno a los “casos de conciencia”, el “aplazamiento de la absolución”, la “moral de los casuistas”, las opiniones “probables o más probables”, tuvieron una importante gravitación por la incidencia en la forma concreta de la vida
religiosa de cada fiel. Para el católico de otros tiempos no era indiferente tener frente
a él a un sacerdote rigorista o indulgente, a quien la iglesia le había asignado el rol de
“padre”, “médico” y “juez”. Su bienestar psíquico, su mundo de relaciones, su vida
cotidiana, estaban influenciados por aquel que tenía a su cargo la “cura de almas”.
Boisdron se identifica con la tradición salesiana y se siente expresado en el estilo
asumido y enseñado por el maestro del siglo XVII: “Hallamos en él una semejanza con
nosotros que nos atrae, y sin menguar nuestro conocimiento de su admirable superioridad, nos excita a oírle e imitarle” (Boisdron, 1923: 85).
Según el fraile dominico, Sales observa los gestos, los modos exteriores y los
movimientos interiores que son casi imperceptibles. “Nadie es más curioso de los
pequeños hechos que Francisco de Sales, ni más atento observador de los documentos
“Théories et Systèmes des Probabilités en Théologie morale” para acceder al título de Maestro en
Teología, que obtiene en 1893 en Gratz (Austria).
9
Se entiende por probabilismo a la doctrina de ciertos teólogos según los cuales, en la calificación de
la bondad o malicia de las acciones humanas, se puede lícita y seguramente seguir la opinión probable,
en contraposición a la más probable (Diccionario de la Real Academia Española).
10
Archivo de la Orden de Predicadores en Tucumán (AOPT), Caja Fr. Ángel Boisdron, Carta de Fr.
Esteban Castillo a Fr. Jacinto Carrasco, La Rioja, 15 de mayo de 1944.
76 Telar
individuales” (Boisdron, 1921: 332).
El punto fundamental de su método, continúa explicando, es fundarlo todo sobre
la “vida interior”. De ahí la necesidad de “replegarse continuamente sobre sí mismo,
de observarse, de examinarse. Pero esta especie de auscultación moral debe ser serena
a la vez que imparcial y debe servir para renovar el espíritu y no para perturbarlo y
cansarlo” (333).
Describe a Francisco de Sales como enemigo de la violencia y tirantez de espíritu,
cuyo método de dirección espiritual es suave y firme animando a hacer el bien “tranquilamente”, sin turbulencias ni escrúpulos, aleccionando que “es menester no acentuar demasiado sobre el ejercicio de las virtudes, antes bien se debe proceder franca e
ingenuamente, con libertad, de buena fe, grosso modo” (333).
En varios de los escritos de Boisdron se pueden observar referencias a Francisco
de Sales, a su pensamiento y prácticas. El vínculo de Sales con Juana Fremyot de
Chantal, una viuda con quien funda la Congregación de la Visitación de Santa María
en 1610, es un motivo de inspiración para su estilo de vinculación con otra mujer
viuda, Elmina Paz de Gallo. Como Sales, dos siglos antes, busca colaborar con un
grupo de mujeres en Tucumán, en la formación de una congregación religiosa que
pueda unir en su estilo de vida, el servicio caritativo al prójimo y la vida contemplativa,
sin ataduras rigoristas en el cumplimiento de los cánones de la vida religiosa (Álvarez
Gómez, 1990: 461). Aunque la intuición de Sales y de Juana Fremyot de Chantal de
unir vida contemplativa y servicio a los pobres no puede ser desarrollada en plenitud
por la objeción de algunos obispos franceses, que temían el debilitamiento de la clausura monástica de la mujer (McNamara, 1999: 412), Boisdron se inspira en ese proyecto no aplicado en su totalidad para proponer en Tucumán una vida religiosa que
pueda conjugar la oración y el compromiso con los pobres. Las objeciones de las
autoridades eclesiásticas de Tucumán hacia el proyecto de Boisdron y Elmina Paz,
serán las mismas que sufrieran Sales y Chantal casi tres siglos antes.11
Las prácticas de la confesión y la elección de confesores estaban muy pautadas en
la Iglesia decimonónica. Para la atención de religiosas, los sacerdotes eran designados
por el obispo de cada diócesis, uno en carácter de “ordinario” que atendía semanalmente y otro como “extraordinario” tres o cuatro veces al año, ante quien, como lo
definen las Constituciones de las Dominicas de Tucumán, “las hermanas no tienen
obligación de confesarse pero si, de presentarse a él para pedirle, a lo menos la bendición.”12 En el mismo texto constitucional se estipulan los modos en que se realizará
esta práctica: “deberán confesarse, a lo menos por semana. Excepto el caso de enfer11
Los conflictos con la jerarquía eclesiástica de Tucumán se expresan en una abundante documentación que ha sido analizada por Pablo Hernández y Sofía Brizuela (2000).
12
Constituciones de las Hermanas Dominicas del Santísimo Nombre de Jesús (1893: 89).
Telar 77
medad se confesará en la rejilla del confesionario, dispuesta como lo prescriben las
reglas de la iglesia. Mientras se confiese alguna enferma fuera del confesionario, deberá una de las Hermanas acompañar al Sacerdote y se colocará, estando la puerta del
cuarto abierta, de manera que pueda ver lo que pasa sin oír lo que se dice”.
Según lo establecido por León XIII en el Rescrito del 17 de diciembre de 1890,
“cuidarán los Prelados y las superioras de no negar un confesor extraordinario a sus
súbditas, cada vez que estas lo necesiten para proveer a los intereses de su conciencia,
sin averiguar las Superioras el motivo de esta petición, ni mostrarse descontentas de
ello” (1893: 89).
Se trata entontes de una práctica muy pautada y controlada, que sin embargo
encuentra en la epístola personal al confesor un vehículo de expresión libre de la
religiosa.
3. Escuchando “como en confesión”: las cartas de Fray
Boisdron a Catalina Zavalía
Las cartas de Fray Boisdron permiten percibir el proceso de configuración de la
subjetividad femenina desde la palabra del confesor, las representaciones delineadas
para mujeres religiosas y la normativa vigente a fines del siglo XIX en la vida conventual. Pero asimismo, estas epístolas revelan lo singular, la palabra de lo “otro”, de lo
extraño en los signos que están encerrados en la escritura. Dan cuenta de voces y
gestos, de prácticas que se sitúan al margen, que por su singularidad no pueden ser
reductibles a los discursos dominantes, aunque sí articulan con los mismos. Por ello
buscaré detenerme en lo discontinuo, en lo disidente, en lo que subvierte la norma
impuesta, en las prácticas inéditas, siguiendo la intuición de de Certeau:
toda su obra de historiador puso en el centro de su aproximación el análisis
preciso, atento, de las prácticas mediante las cuales los hombres y las mujeres
de una época se apropian a su manera, de los códigos y los lugares que les son
impuestos, o bien subvierten las reglas comunes para conformar prácticas
inéditas (Chartier, 1996: 70).
Los procesos de subjetivación se conforman a partir de modelos o normas
imperantes en el interior de una determinada formación discursiva y más ampliamente en la sociedad. Es fundamental en este proceso el papel ejercido por el lenguaje y la
escritura, afirma Victoria Cohen Imach; pero también asevera la autora, citando una
observación de Jean Franco, este proceso se nutre de la propia experiencia del sujeto
(2004: 28).
Las cartas dirigidas a las religiosas de la Congregación son fruto del vínculo que
78 Telar
mantiene con ellas como confesor y director espiritual. En la “intimidad de la ausencia” (Violi: 1987) producida por los sucesivos viajes del fraile dominico y la necesaria
comunicación epistolar, estos textos adquieren el rostro de una larga conversación
que estimula la introspección teniendo como horizonte previo la experiencia de la
confesión. Boisdron se implica en la vida de las religiosas, dialoga con ellas, interroga,
escucha. Estas cartas nos descubren un “espacio para hablar” que se fue construyendo
entre ellos. Establecen un vínculo de gran confidencialidad y a través de sus epístolas
se puede vislumbrar cómo se va cimentando un discurso del sujeto, ligado a la dirección espiritual y a las prácticas de la confesión. Como analiza Blanca Garí para otro
contexto epocal (2001: 696) es en esta práctica en donde las mujeres experimentan un
conocimiento de sí mismas y ese conocimiento les otorga los instrumentos y la autorización para representarse.
Advierte Cohen Imach que la carta en los ambientes claustrales “resulta capaz de
suavizar y al mismo tiempo preservar los rigores de la vida conventual: el relativo
aislamiento de la ciudad circundante, el encierro, la soledad. Al escribir, la religiosa
simultáneamente niega y afirma la clausura, vive y muere al mundo, se ofrece y se
repliega” (2004: 20). Las epístolas entre mujeres religiosas y su confesor son un lugar
privilegiado donde el proceso de adquisición de una nueva identidad se realiza.
“Se escribe siempre buscando una presencia: para hacerse presente al otro, para
que se acuerde de nosotros, pero por encima de todo, para que el otro se nos haga
presente a nosotros mismos. Se escribe para evocar”, asevera Patrizia Violi (97).
Quizás por ello la correspondencia de Boisdron dirigida a varias de las hermanas de
Tucumán, mientras se encuentra fuera de la ciudad, es casi semanal. La frecuencia en
las respuestas de ellas pone de manifiesto que en esa pretensión de evocar la ausencia
se hace más real y es esa misma ausencia la que hace posible la intimidad entre ellos...
“Todos los días y varias veces al día, pensaba escribirle (...) no consigo hallar algún
rato de tranquilidad para cumplir ciertos deberes dignos de mi consideración”, le
manifiesta a Catalina.13
Boisdron, lector de las cartas de Francisco de Sales, bebe de su estilo directo y
franco. En la comunicación con las religiosas escribe sin demasiadas formalidades y
sus textos exponen mucho de él mismo. En un artículo publicado hacia 1906, observaba el estilo de Sales:
Sus cartas son el reflejo puro de su persona y de su acción en medio de
aquella sociedad que vivía tan intensamente así en el orden religioso como en
13
Archivo Hermanas Dominicas de Tucumán (AHDT), Cartas de Boisdron a Catalina Zavalía,
Tucumán, 25 de octubre de 1915. En adelante citaremos esta correspondencia sólo indicando el lugar
y la fecha en que fue escrita.
Telar 79
el político (...) en sus cartas el autor se revela tal cual era, completa e ingenuamente. Jamás fue tan exacto el aforismo: ‘el estilo es el hombre’ (...) Francisco de Sales no titubeaba en hablar de sí mismo (Boisdron, 1921 [1906]: 332).
El estilo de las cartas que Boisdron dirige a las dominicas de Tucumán habla de
intimidad, franqueza, confianza, libertad. Es una comunicación que él sabe “privada” y que ellas experimentan así. Todo queda en el “secreto de confesión”, por ello no
aparece la coerción de la apariencia. Por las respuestas de Boisdron, se infiere que las
religiosas manifiestan sus debilidades y carencias, sus miedos y angustias más profundos y en ese ejercicio de apertura también ellas posibilitan que él les confíe sus sentimientos, no contiene para sí sus nostalgias, enojos, tristezas, miedos y alegrías. Las
religiosas también manifiestan sus tensiones, las dificultades comunitarias y de sus
proyectos, las inseguridades del camino que han escogido.
3.1. Catalina, viajera y fundadora
Matilde Zavalía –quien asume el nombre de Catalina al realizar su profesión
religiosa–14 es una de las primeras mujeres que se suman al proyecto de Elmina Paz,
quien es reconocida como la fundadora de la Congregación junto a Fray Boisdron. En
el libro de Necrologías de la Congregación se anota: “fue de las primeras señoritas que
se unieron a Nuestra Madre Fundadora en la heroica atención de los niños huérfanos
dejados por el cólera e igualmente, en su amorosa decisión de abrazar la vida religiosa”.15
En el momento de la fundación del Asilo de Huérfanos, en 1886, mientras Elmina
cuenta con cincuenta y seis años de edad, Catalina tiene treinta y cuatro. Había nacido
en Tucumán en 1854. Es hija de Salustiano Zavalía –quien fuera gobernador de
Tucumán, Senador y Convencional Constituyente en 1853–16 y de Emilia López,
ambos pertenecientes a familias de la elite tucumana. Impregnada por su ambiente
familiar, aprendió a comprometerse con los emprendimientos de fundación y organi14
Como era costumbre antes del Concilio Vaticano II, las novicias al hacer profesión de los votos
religiosos, recibían un nombre diferente para significar el nuevo nacimiento y reactualizar la tradición
bíblica en donde la elección de Yaveh se concretiza en un “nombre nuevo” para el que “sigue sus
caminos”.
15
AHDT, Libro de Necrologías.
16
Salustiano Zavalía fue un notable político tucumano, abogado de profunda vocación literaria. Fue
presidente de la Cámara de Representantes de Tucumán; Ministro general de la Provincia en épocas de
la Coalición del Norte en 1840 para hacer frente a la tiranía de Rosas. Exiliado en Lima, Perú
posteriormente y luego convencional constituyente junto a Fr. José Manuel Pérez por Tucumán, en
1853. En 1855 integra la comisión para redactar la Constitución Provincial de Tucumán. Fue Gobernador de Tucumán (1860-1861) y Senador Nacional en 1863 (Molina: 1968). Agradezco a Pablo
Hernández el haberme proporcionado este texto.
80 Telar
zación del naciente Estado-Nación, tareas que realizó desde la congregación a través
de la fundación de obras educativas y de caridad. Sabe moverse entre los que tienen en
sus manos la capacidad de decisión política para definir la subvención estatal de los
asilos y colegios. Así lo expresa Elmina Paz en una de sus cartas a Benjamín Paz, su
hermano y colaborador:
El Ministro nos aconsejó viéramos al Presidente de la Comisión de Presupuestos, para una subvención que intentamos pedir al Gobierno. Este Señor
después de una conferencia de casi dos horas con las enviadas Madre Catalina
Zavalía y Madre Inés Olmos, lograron hacerlo tomar interés por la obra,
aconsejándoles vieran en seguida a todos los Diputados, y les dio la lista de
todos ellos (...) hicieron esto y a todos los encontraron de muy buena voluntad.17
Catalina es la compañera de camino de Elmina. En ella se apoya para los sucesivos emprendimientos que realiza el grupo fundador, siendo la gestora de las primeras
fundaciones:
el interés por el progreso de la Congregación se unió con su índole emprendedor, por esta razón el Consejo de la Congregación la designó para que respondiendo a la solicitud unánime del pueblo de Monteros, fundara allí nuestra primera Casa filial en 1895 (...), puesta esta primogénita en vía de progreso, fue nuevamente la Madre Zavalía llamada por nuestros Fundadores, para
abrir una Casa más. Fue la de Santiago del Estero, fundada en 1898.18
También es la que dinamiza otras fundaciones: el Colegio Santa Rosa en la ciudad
capital de Tucumán (1902); Asilo y Colegio del Sagrado Corazón en Capital Federal
(1902); Asilo Sagrada Familia en Santa Fe (1908); Asilo y Colegio Santísimo Rosario
en Rosario, Provincia de Santa Fe (1909). En una de las cartas que Boisdron le dirige
a Catalina la felicita por su empuje: “Con gran placer he visto el buen éxito de sus
gestiones y pasos para este objeto de la fundación [de Santa Fe]. El Señor la ha ayudado
evidentemente”.19 Y tiempo después ella le habla del proyecto de fundar otra casa en
Rosario de Santa Fe. A Boisdron le preocupa que no vayan a tener fuerzas para responder a un nuevo compromiso, pero entiende que las causales que ella le expone son
importantes y no desea oponerse: “Quiero dejarlo todo al criterio de V.R. Examine
17
AHDT, Carta de Elmina Paz a Benjamín Paz, Tucumán, 23 de noviembre de 1901.
18
AHDT, Libro de Necrologías.
19
Tucumán, 5 de diciembre de 1907
Telar 81
ante Dios lo que convenga y haga lo que le parezca oportuno (...) tiene facultad para
hacer las diligencias conducentes y preparar la obra con las personas notables de ‘El
Rosario’ y con la autoridad eclesiástica de aquella Diócesis”.20 Y más tarde le advierte:
debemos cuidar de no exponernos a un fracaso, peligro que lo he palpado
en Buenos Aires (...) vea U. de componer y disponerlo todo para que allí nos
establezcamos sin incurrir en serios inconvenientes (...) haga la obra de Dios
en todo espíritu religioso, y armonía de los ánimos, que edifique al pueblo y
siente esa fundación sobre las sólidas bases de la humildad, de la caridad y del
sacrificio sobrenatural.21
Catalina fue nombrada Visitadora General de la Congregación debido a la ancianidad y enfermedad de Elmina Paz, la Priora de la Congregación. Este servicio la
obliga a viajar y atender las necesidades de las diferentes comunidades recién fundadas. Hacia 1909 el Asilo de Santa Fe, sufre la precariedad de su situación económica y
Boisdron le sugiere a Catalina que intervenga para conseguir, mediante sus relaciones,
alguna ayuda para el asilo:
Quiero llamar la atención de V.R. sobre este punto que creo se interesará en
ello por ser la que realmente es la fundadora de este asilo y a razón de su título
y oficio de visitadora general. Sería triste que tuviéramos que levantar esta
casa, tan recién fundada. Será un bien que V.R. haga sus viajes y visitas a esta,
en donde por sus condiciones personales y sus relaciones podrá de poco a
poco mejorar y asentar la situación de esta comunidad.22
Catalina fue la primera hermana –después de Elmina Paz, la fundadora– que
contó con un poder amplio, otorgado por el Consejo de la Congregación para representar a la misma ante instancias civiles o eclesiásticas.23
Luego de un intento de fundar una nueva comunidad, pero de vida contemplativa,
en 1894, la encontramos en 1895 instaurando el Colegio de Monteros y más adelante
en 1898 el Asilo de Huérfanos de Santiago del Estero. Es en esta comunidad que
Catalina vive durante veintitrés años, salvo cuatro –desde 1914 a 1917– en los que se
encuentra en Santa Fe. En 1923 regresa a Tucumán por sus precarias condiciones de
20
Tucumán, 9 de diciembre de 1909.
21
Tucumán, 20 de mayo de 1909.
22
Tucumán, 5 de febrero de 1909.
23
AHDT, Libro de Actas del Consejo General, Tomo I, 25 de octubre de 1899, f. 79r.
82 Telar
salud, para residir en la Casa Madre hasta 1927 en que fallece a la edad de setenta y tres
años.
3.2. “Sin acordarse de sí misma...”
Cuando Boisdron debe ausentarse durante cuatro años de Tucumán (1890-1894),
las religiosas se encuentran en los momentos fundacionales de su proyecto y sufren su
ausencia. Por las respuestas de Boisdron a las cartas de Catalina podemos inferir los
momentos de angustia e incertidumbre que ella vive:
Entretanto hija mía no se deje perturbar ni impresionar por sus propios
defectos y por los contratiempos que encuentra en la vida. Sosiegue siempre
su genio; y haga las cosas con calma, con grande confianza en Dios y esperanza en el porvenir. Tarde o temprano, tal vez por medios que nos son desconocidos el Señor arreglará las cosas de esa comunidad.24
En las palabras de Boisdron se trasluce la impronta de la tradición de San Francisco de Sales, aludida anteriormente, que privilegiaba la atención a los elementos psicológicos y morales en el acompañamiento espiritual, alejándose del rigorismo y al
mismo tiempo de la permisividad. “La verdadera prudencia –escribe Boisdron en
otra oportunidad– don eminente y necesario del Espíritu Santo, evita los extremos y
las parcialidades, la relajación y la dureza”.25
Es propia de la tradición salesiana, la espiritualidad del abandono y la de los
“deberes de estado”, basada en la fidelidad a la vocación escogida (Vilanova, 1989:
752-754). Varios de estos aspectos encontramos en la correspondencia del fraile dominico, en su rol de confesor y director espiritual.
Afirma Boisdron que la doctrina de Sales “no capitula ante ninguna de las debilidades del corazón humano (...) insiste menos sobre las austeridades corporales; pero
persigue con una insistencia y una habilidad que nadie ha sobrepasado, el gusano
roedor de las verdaderas virtudes. El amor propio jamás muere; hasta que nosotros
mismos muramos, tiene mil medios de atrincherarse en nuestra alma” (1921: 333).
Elogia la postura de Sales que supera a la de los grandes moralistas franceses como
La Rochefoucauld, Pascal y La Bruyère, a quienes describe como “muy preocupados de
hacer conocer las miserias humanas y poco de proporcionarles el remedio” (1921: 333).
Los consejos de Boisdron revelan el mandato del desasimiento interior, propio de
24
Friburgo, 1 de enero de 1891.
25
Tucumán, 30 de julio de 1917.
Telar 83
la espiritualidad de la vida religiosa y de la tradición mística dominicana. Trata de
reorientar la tendencia de Catalina a centrarse en sí misma: “Trabaje únicamente, hija
mía, en ayudar a todas sus hermanas en llevar bien los oficios que les dan, en dar
siempre el buen ejemplo, sin acordarse de sí misma, sin querer que la consideren y
distingan, ¡todo para Dios y con Dios!”26 Y en sus consejos imita a Francisco de Sales,
a quien él mismo describe como un “admirable maestro de la vida espiritual [que]
tenía el gran arte de ejercitar las almas en la práctica de la perfección sobrenatural, con
la mortificación del orgullo, de la vanidad, el amor propio, que es el más sutil disolvente de la caridad” (Boisdron, 1924: 85).
Hacia 1906 Boisdron escribe desde Tucumán a Catalina, que se encuentra en
Santiago del Estero. Ella ya cuenta con cincuenta y seis años, y evidentemente ha
logrado estabilidad y madurez en su opción de vida. Se infiere que ha compartido con
su confesor alguna experiencia del fondo de su corazón, a lo que él responde:
Hay que proceder en el [asunto] con cautela porque toca a lo que hay de
más íntimo, la comunicación del alma con Dios; y es posible confundir el
Espíritu de verdad con el espíritu de ilusión. Empero en el caso no dudo en
que es Dios el que ha hablado y se ha manifestado. Lo comprendo por las
obras; que en esta acción del Señor no ha tenido complacencia en sí misma a
que tanto motiva nuestra pobre y vana naturaleza ¡y tan sin fundamento! Pues
este rayo de luz que me describe es lo más gratuito, fruto de la divina misericordia que nada nos debe y solo quiere sacarnos de nuestra miseria ante el
Dios de infinita majestad y grandeza.27
También deja traslucir en otras invitaciones, la teología del mérito28 tan arraigada
en la espiritualidad decimonónica: “El Señor que ‘mortifica’ y ‘vivifica’, como se
expresan las Santas Escrituras, que prueba hasta la sangre y resucita para el cielo, hará
sentir al alma de V.R. y a las de todas esas amadas hijas de Santiago del Estero, el
descanso y los consuelos que son fruto del gran mérito de estas dominicas”.29 En esta
misma línea expresa que “pido al Señor, al adorable Nazareno que le de los auxilios de
su luz, de su fortaleza, para llevar tranquila y confiadamente la Cruz, que ha puesto
sobre las espaldas de V.R., destinada a seguirle a El, quien le aumentará sus gracias y
ciertamente recompensará los sacrificios de la vida religiosa, ¡Si, y con cuantas creces
26
Friburgo, 1 de enero de 1891.
27
Tucumán, 31 de diciembre de 1906.
28
La palabra mérito indica una relación entre una acción libre y buena y un premio que la recompense.
Ya desde la tradición Bíblica del Antiguo Testamento se afirmaba que ante Dios, las acciones humanas
son dignas de castigo (Génesis 3, 16-19) o de premio (Deuteronomio 5, 16; 6, 2) (Ancilli, 1987: 585).
29
Tucumán, 1 de abril de 1910.
84 Telar
de consuelos y dicha!”30 Los consejos que recibe Catalina respecto a cómo asumir el
sufrimiento responden al tópico común de la tradición cristiana de unir los sufrimientos a los de Cristo y ofrecerlos como camino de salvación. Así propone Boisdron:
“...la fuerza y el consuelo del alma religiosa en estas penosas circunstancias, hija mía,
es a pesar del sufrimiento y aún del desaliento, acercarse a Dios, ofrecerle el padecimiento y hacerlo valer para santificación y mayor gloria (...) el alma que sufre con
Dios sufre con menos angustia y con más provecho”.31 En otra oportunidad le dice,
“los padecimientos son el crisol que purifica y santifica, por esta razón los permite la
Providencia”.32
Hacia 1894 Catalina comienza a discernir la posibilidad de fundar otra comunidad de vida contemplativa, desprendiéndose del proyecto original de atención del
Asilo de huérfanos. Consulta a Boisdron sobre ello y él aporta elementos para el
discernimiento, dejando el margen necesario de libertad para que ella tome su propia
decisión:
Misterioso me parece todavía el proyecto de U. tocante a una casa de
claustradas. Siendo pues hija mía una de las piedras fundamentales de la fundación que hemos realizado en esa; admiro que piense pasar a otra empresa
del carácter que me indica. A la distancia que me encuentro no me es posible
pronunciarme prácticamente sobre el particular, sin conocer ni los antecedentes ni los consecuentes del asunto: todo lo bueno no se debe aprobar sino
lo que responde a ciertas circunstancias que es preciso verlas en concreto. No
estoy en estado para ello.33
En el vínculo de Boisdron con Catalina se manifiesta un constante intento del
confesor por orientarla hacia el alcance de una mayor serenidad en la toma de decisiones, quien expresa en varias oportunidades su ansiedad y espíritu impulsivo:
a primera vista estoy contrario y creo que se debe asegurar y afirmar lo
principiado, antes que aventurarse a otro proyecto. No sea que su imaginación la lance a lo desconocido y la haga olvidar de las vías conocidas y seguras
de la perfección religiosa. Por lo pronto dejo a otros el examen y la solución
de este asunto, que a mi me parece inoportuno! y casi irrealizable en
Tucumán.34
30
Tucumán, 7 de noviembre de 1910.
31
Villa Nougués, Tucumán, 8 de noviembre de 1917.
32
Tucumán, 27 de febrero de 1918.
33
Friburgo, 28 de enero de 1894.
34
Friburgo, 28 de enero de 1894.
Telar 85
Y agrega su opinión respecto al tipo de vida religiosa que él imagina para las
mujeres tucumanas:
la vida activa que hay en esa casa, me parece convenir mejor a las hijas de
Tucumán, las que son ya por naturaleza muy poco faltas de actividad, y
necesitan elevar así su carácter, y sin querer rebajar en nada a la vida puramente contemplativa, a la que tanto ensalzan los principios de nuestra fe
católica, dejándole su preeminencia o superioridad teórica, yo prefiero esta
vida que a la vez que se inmola al Señor en el holocausto del estado religioso,
reserva una parte de esta misma para el servicio del prójimo.35
Sin embargo respeta la libertad de decisión a Catalina al afirmar: “Conozco que el
Espíritu de Dios sopla donde quiere y cuando quiere y si en esta parte el manifiesta sus
designios, seré el primero a inclinarme ante ellos: y aprobaré y ayudaré, en la medida
de mis fuerzas, al que se juzgue llamado a efectuar esta empresa”. Y aconseja a Catalina que “debe limitar sus atenciones y no emprender tres o cuatro cosas de este tamaño
a la vez con peligro de dejarlo todo incompleto”.
Al final de la carta suaviza el tono expresando su confianza y cariño: “Usted mi
hija, a pesar de que le hablo unas veces con alguna aspereza y terquedad, no deje de
creer el cariño, consideración e interés que le tengo. Si fuera yo indiferente con U. no
la trataría así, amándola como a una hija, deseo su bien. No me mueve otro fin. Adiós
y paz en su alma”.
Lector de las cartas de Francisco de Sales, aprendió a dar a su correspondencia un
acento de ternura, recordando que “jamás el amor humano ha usado expresiones más
fuertes que las empleadas por San Francisco de Sales en muchas cartas para traducir su
puro amor. Solamente se diferencia del amor humano, porque este no es egoísta ni
ciego (...) es el amor a las almas que conduce a la ciencia de las almas” (Boisdron, 1921
[1906]: 332). A principios del 1600, Sales suplica a los confesores que acojan a los
penitentes “con un corazón paternal, recibiéndolos con sumo amor, sufriendo con
paciencia su rudeza, ignorancia, imbecilidad, pesadez y otras imperfecciones” (Gaume,
1844: 82). Sus consejos a confesores figuran entre los más comprensivos y caritativos
“cuidad de no usar palabras demasiado duras con los penitentes” (Delumeau, 1992:
27).
Desde su rol de director espiritual y fundador de la Congregación, Boisdron interviene en la configuración de la identidad de vida religiosa de las mujeres con quienes
se halla comprometido, identidad que es comprendida según el paradigma vigente a
fines del sigo XIX y principios del XX, como un “estado de perfección” en donde
35
Friburgo, 28 de enero de 1894.
86 Telar
están llamadas a ser verdaderas “Esposas de Cristo”. En una carta de saludos por el
año nuevo le recuerda a Catalina:
Se sabe que para nosotros, elevados a la dignidad del Estado religioso,
felicidad significa perfección del amor divino, fidelidad a los deberes de nuestra vocación, salud para servir mejor al Señor. Estas son las gracias que pido
a Dios les de con abundancia este año y siempre, y les ruego le pidan por mi.36
Las mujeres religiosas “deben” ser ejemplares y Boisdron se propone ayudarlas a
alcanzar este alto ideal. Ante el éxito de la fundación de la casa de Santa Fe, en la que
Catalina trabaja con mucho esfuerzo, él le escribe: “Son insignes beneficios de Dios
que ciertamente no los merecemos, deben darnos humildad y fervor para llevar mejor
los dolores de nuestra santa vocación, santificando a los demás y santificándonos en
primera línea”.37 Y ante el éxito de sus fundaciones y la “buena aceptación que recibe
V.R. por todas partes, por la facilidad con que se le allanan las dificultades y el buen
éxito final que consigue”, le aconseja ser “humilde para que no edifiquemos sobre
arena y todo se deshaga pronto en castigo de la complacencia en nosotros y orgullo que
tuviéramos”.38
Le propone como ejemplo de vida, el modelo de Santa Catalina de Siena, y ensalza en ella “¡tanta unión [de ella] con el Divino Esposo! tantos prodigios de vida
espiritual! Tanta acción social para la Iglesia y la sociedad humana! ¡y que ejemplo
para que evitemos la tibieza y la relajación!”39
En otras oportunidades, le recomienda libros para leer: “del Padre Bourdalone no
hay mas que sermones clásicos y un tomito de ejercicios espirituales para religiosos y
religiosas, en mi concepto es lo mejor que se ha escrito sobre esta materia de los santos
ejercicios”.40
Lo encontramos en Buenos Aires, comprando libros para las religiosas: “en Buenos Ayres hay una librería en que debe hallarse esa obra. Cuando yo vaya a Buenos
Aires, la buscaré y se la mandaré”.41
La vivencia de la pobreza y el desprendimiento de lo “temporal” son otros de los
tópicos a los que reiteradamente vuelve Boisdron en sus cartas: “Lo temporal pasa con
la vida presente, solo quedará lo eterno, que debemos pensar y aspirarlo por los me36
Villa Nougués, Tucumán, 2 de enero de 1908.
37
Tucumán, 31 de marzo de 1908.
38
Sin fecha.
39
Tucumán, 18 de mayo de 1918.
40
Tucumán, 20 de mayo de 1914.
41
Tucumán, 21 de junio 1914.
Telar 87
dios de la perfección religiosa.”42
3.3. Reconociendo autoridad femenina
El hecho de encontrar un copioso epistolario en donde las destinatarias son mujeres, habla por sí mismo de un modo de ser y hacer femenino, que Fray Boisdron
descubre como valioso. Sus cartas reflejan una experiencia femenina significativa que
crece en tensión con el discurso que busca moldearlas. Estos textos hablan de espacios
de libertad femenina y de las tensiones para vivirla en los marcos del discurso que
sobre vida religiosa femenina impera en la Argentina de fines del siglo XIX. Los
escritos de Boisdron revelan las fisuras de estos modelos, que se mantienen sin renunciar a “la relación que las regularidades mantienen con las particularidades que se le
escapan”(Chartier, 1996: 99).
Boisdron alterna en sus escritos el rol asignado por la Iglesia al sacerdote, como
“confesor y director espiritual”, y el de amigo y confidente. En varios momentos
reconoce autoridad a Catalina, busca su ayuda y apoyo, estima su capacidad e iniciativa. Pareciera que los roles se invierten, y es él quien necesita contención y ser
escuchado; es también el fraile quien desahoga su corazón, su angustia con su discípula. John Coakley,43 analizando el vínculo de algunos frailes dominicos con devotas
mujeres entre los siglos XIII y XVI –a través de las vidas de siete santas confesadas
escritas por dominicos–, afirma que entre ellas y sus confidentes se produce en determinado momento un cambio de roles y se convierten los mismos en sus discípulos,
objeto de sus consejos y reprimendas (1991: 236).
Kristine Ibsen, citando a Jodi Bilinkoff, afirma que la relación entre mujeres
penitentes y varones confesores fue más compleja y matizada de lo que el conocimiento tradicional nos quiso hacer creer y que “lejos de ocupar una posición de control
inútil, los confesores fueron fuertemente atraídos por la idea de dirigir espiritualmente a mujeres devotas y a su vez se volvieron profundamente influenciados por ellas,
identificándose con ellas e incluso llegaron a depender de ellas”(1999 [1961]: 39).
A través de sus escritos podemos encontrar preservadas indirectamente las voces
de sus discípulas. Estos hablan de la percepción masculina de la mujer y de cómo la
experiencia religiosa femenina viene a constituirse en un aspecto de la propia experiencia de los frailes, vivencia carismática que ellos ven más desarrollada en las mujeres devotas que en sí mismos. Algunos frailes dominicos del medioevo, afirma Coakley,
necesitan a las mujeres con quienes se han asociado y no solamente estas devotas
necesitan de los frailes. “La mujer es claramente una vía de acceso a lo divino” (1991:
42
Buenos Aires, 7de agosto de 1908.
43
Agradezco a Blanca Garí que me haya suministrado este texto de Coakley.
88 Telar
223, 234). Como en todas las épocas siempre hubo varones que supieron romper con
el estereotipo de considerar inferior a la mujer y pudieron asumir una posición de
defensa de su excelencia y dignidad.44
Varias maneras de reconocimiento se esparcen en las cartas de Boisdron: “(...) es
para darle testimonio de mi gratitud que le escribo estas líneas” escribe a Catalina.45
Ella reclama su presencia y compañía y entonces el fraile se muestra abatido: “Me
hallo con una seria dificultad que creo no reconocerá cuanto me mortifica. Y esto mas
me aflige por lo que supone que no tengo voluntad para V.R. y esa comunidad”.46
A veces es él quien se apoya en Catalina: “hay momentos en que me caen los
brazos, todo ánimo y toda esperanza (...) En este caso, lo digo con dolo y humillación,
creo que habrá que dejarlo todo. Si V.R. ve y tiene otra solución racional y buena que
me lo indique”.47 Ante las dificultades de establecer “la escuela y enseñanza de las
asiladas” en Buenos Aires, le escribe a Catalina: “espero que todo se arreglará bien
(...) yo no veo las horas de salir de esta [e] irme a Tucumán, asaz inquieto, cansado y
mortificado”.48
Y refiriéndose a los problemas que hay que solucionar en la casa de Santiago,
confía su deseo de descanso: “Anhelo yo por retraerme, ignorar lo que pasa, vivir en el
silencio, la paz y el bienestar de la soledad, del estudio, de las tareas personales y
conventuales (...) Quiera Dios dar a todas su Espíritu creador y renovador de las cosas
y de los corazones”.49
En otro aspecto de su relación con Catalina, Boisdron admira su capacidad de
gestión: “Las noticias y explicaciones que me da V.R. me causan una grande satisfacción veo que ha apartado y resuelto la principal dificultad que me parecía ofrecer la
fundación del asilo en ese pueblo [Rosario]: la escuela. Es una suerte que el Presidente
del Consejo de Educación tenga tan buena voluntad que debemos aprovecharla”.50
4. A modo de conclusión
En el análisis de las epístolas de Boisdron he intentado escudriñar el estilo de
44
Ana Vargas Martínez analiza los tratados escritos por hombres en favor de las mujeres en el contexto
de la Querella de las Mujeres durante el siglo XIV. Allí destaca cómo siempre hubo hombres que
defendieron la excelencia y dignidad de las mujeres (2000).
45
Tucumán, 9 de agosto de 1911.
46
Tucumán, 9 de septiembre de 1911.
47
Buenos Aires, 23 de abril de 1909.
48
Buenos Aires, 12 de mayo de 1909.
49
Tucumán, 15 de julio de 1910.
50
Tucumán, 30 de mayo de 1909.
Telar 89
vinculación con Catalina Zavalía, buscando comparar con otros ejemplos del pasado
la relación confesor-mujer devota. Detuve la mirada en el vínculo de Francisco de
Sales y Juana de Chantal y en la inversión de roles señalada por Coakley en su estudio
sobre confesores dominicos y sus discípulas en los siglos XIII al XVI.
La vivencia de la confesión y el espacio para hablar de sí que ésta constituye
provoca en Catalina, como en otras mujeres, un ámbito privilegiado de construcción
de su subjetividad. En la experiencia de dirección espiritual, Boisdron es una mediación importante en su configuración como mujer religiosa, pero, a su vez, él se mira en
ella y se configura en ese intercambio.
Las características acordadas para la vida consagrada en la iglesia decimonónica,
van poco a poco impregnando la autocomprensión de Catalina en el espacio del intercambio epistolar y de la confesión auricular, pero al mismo tiempo, introduce su
libertad en el camino de vida religiosa, abriéndose a una experiencia de espiritualidad
en relación (Rivera: 1998) que fue significativa para ella y las personas con las que
entró en contacto.
Asimismo la inversión de roles –una constante en la historia de este tipo de lazos–
emergió en la relación de Boisdron y Catalina. Él reconoce su autoridad y busca ser
escuchado y consolado. La orienta y aconseja y está presente, colabora con ella y se
convierte en su ferviente devoto, devoción en la que busca decirse a sí mismo (Garí,
1993: 137).
Las cartas han sido el vehículo privilegiado para adentrarme en una de las actividades más comunes de la celda conventual como es la escritura. He buscado encontrarme con Catalina, a través de la mediación de la letra de Boisdron su confidente. El
corpus analizado está constituido por cartas espirituales, como las denomina Asunción Lavrin, respuestas a comunicaciones de estados de ánimo o de “salud espiritual”
que me permitieron recorrer el paisaje interior de Catalina (Lavrin, 1995: 43).
Otras epístolas analizadas reflejan el discernimiento común sobre la marcha de la
congregación, proyectos de fundación, conflictos que emergen en las distintas comunidades, expresando la colaboración mutua entre ellos y la capacidad de mediación
política de Catalina para la organización y apertura de las diferentes casas y colegios.
En la correspondencia también existen referencias a la situación social y política del
país y a los relatos de viaje que el fraile realiza; estos aspectos deberán ser abordados
en futuros análisis, como así también la lectura comparada de esta serie epistolar con
otras dirigidas a Elmina Paz de Gallo, Juana Valladares, María Luisa Ávila, Simona
Acuña y Tomasa Martínez, que permita contrastar los procesos de configuración de la
subjetividad femenina entre mujeres contemporáneas.
Siento que en este recorrido por cartas color sepia, experimenté lo que señala
Michel de Certau:
90 Telar
Iniciado con años de peregrinación por los archivos franceses o extranjeros
(grutas donde la tenacidad de la investigación disimula los placeres solitarios
del hallazgo), mi trabajo sobre la escritura mística ha pasado por los recovecos laberínticos (y finalmente tan astutos) de la edición crítica; proviene de
mis temporadas pasadas en esos rincones perdidos que descubren al historiador lo infinito de una singularidad local (1993 [1982]: 19).
Telar 91
Bibliografía
Documentos
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AHDT
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Correspondencia Elmina Paz-Benjamín Paz, 1883-1902.
Libro de Necrologías.
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Violi, Patrizia (1987): “La intimidad de la ausencia: formas de la estructura epistolar”. Revista de Occidente 68, pp. 87-99.
Telar 93
Del cuerpo nadificado al cuerpo
productivo: Teresa de los Andes y Laura
de Montoya
BEATRIZ FERRÚS ANTÓN
Universidad Autónoma de Barcelona
En el mundo latinoamericano colonial los tratados teológicos y científicos, los
documentos legales y la misma literatura discuten la “racionalidad” de las mujeres y
utilizan su “debilidad” como eje ideológico del poder masculino. Por ello, la lucha de
la mujer por el poder de interpretar, la posibilidad de ésta de escribirse como mujer y
de escribir su deseo, se convierten en actos desafiantes que deben buscar espacios y
modos de expresión alternativos.
Desde aquí, la escritura femenina de vida podría leerse como desafío, como acto
de reescritura y de reinterpretación, tras el que se elabora y muestra una auto-imagen
que reivindica un lugar en el espacio de la letra. Pero también podría pensarse como
condena, como prohibición de transitar otras esferas de escritura, como obligación de
relegarse en las narraciones privadas y en sus silencios. Pues los “géneros menores”,1
en tanto se tiñen de este estigma, no dejan de representar ciertas formas de encierro.
Las monjas coloniales escriben sus vidas por orden de sus confesores, despliegan
la auto-escritura como obediencia. Así la escritura de vida se convierte siempre en
práctica ejemplarizante, en acto de re-escritura de otras historias; ya que la monja que
cuenta su historia imita un modelo e inserta su relato en un molde pautado. La
autorreflexividad resulta exacerbada e hiperbolizada, la dimensión modélica de todo
texto no se oculta, sino que se exhibe en la superficie textual. En el mundo barroco la
imitatio clásica sigue funcionando como valor. Aquello que debe imitarse son las
vidas de los santos, los relatos hagiográficos, pero también la Pasión de Cristo.
De este modo, el texto se redacta sobre una falsilla, para terminar por no decir
“nada nuevo”, o “casi nada”, porque sólo donde los reglones se tuercen emerge la
propia identidad. La vida transita la hagiografía y la escritura sólo dice aquello que
puede y debe ser leído, aunque el propio gesto la delate y nos empuje a mirar en sus
bordes; los rasgos subjetivos e identitarios no van a poder ser obturados.
1
Cartas, vidas y pequeñas poesías fueron durante los siglos XVI y XVII considerados géneros menores, acordes a las capacidades de las mujeres y apropiados para ellas por su dimensión privada.
94 Telar
Sin embargo, en el marco de un universo que piensa la vida desde la dualidad
alma/cuerpo, y considera a la mujer absolutamente depositaria de los “males del
cuerpo” y de los pecados a él asociados, un yo-cuerpo pasa a apoderarse del texto,
cuando lo lógico hubiera sido esperar su borrado, y no sólo lo hace para entonar un
mea culpa, tal y como la mirada del confesor espera; sino para articular en el seno de
una tecnología de control un lenguaje otro, que terminará por configurarse como otro
lenguaje.
De esta manera, tal y como relata Susan Gubar (1999) en aquellos momentos de
la historia en que la mujer carece de acceso a los sistemas de representación, a la
palabra escrita, ésta utiliza su cuerpo como superficie artística, ella misma se muestra
como objeto-arte. Así, en otros lugares (Ferrús: 2004 y 2005), yo misma documenté la
poética de la corporalidad que es posible hallar en los relatos de vida de monjas
coloniales, tales como Sor María de San José (México, 1656-1719), Sor Francisca
Josefa de la Concepción del Castillo (Colombia, 1672-1741) y Sor Úrsula Suárez
(Chile, 1666-1749), poética escenificada a partir de una serie de topoi corporales repetidos en la escritura: virginidad, imitatio Christi, control sensorial, sentidos del alma,
ingesta abyecta, anorexia mirabilis, enfermedad, martirio, etc., y que en buena parte
han sido heredados de la tradición de escritura hagiográfica, de las vitae sanctae.
Pero, ¿cómo evoluciona esta tradición en el siglo XX? ¿Qué lugar ocupa en el
tiempo del nacimiento de los feminismos o de la incorporación masiva de la mujer al
mundo del trabajo el espacio del convento? ¿Cómo pensar el modelo femenino católico y en especial el de la monja ante la proliferación y dispersión de modelos femeninos
que trajo el siglo XX?, aún más: ¿cómo enfrentan las monjas modernas la poética de la
corporalidad legada por sus antecesoras coloniales? Este artículo tratará de responder
a algunas de estas preguntas.
1. Hacia el cuerpo nadificado: Teresa de los Andes
En el siglo XX la fotografía ha sustituido al grabado o al lienzo, de Teresa de los
Andes2 y de la Madre Laura de Montoya tenemos retratos. La fotografía de Teresa,
que funciona como cubierta de la edición de sus Obras Completas por Monte Carmelo
(Apéndice I), puede pensarse como el icono-sinécdoque del cuerpo que emerge en la
2
Teresa de los Andes (1900-1920), carmelita en Santiago de Chile, y una de las primeras santas de
Hispanoamérica, redactó un Diario, que a diferencia de las vidas de monjas coloniales no procede de
un mandato, sino del deseo de ordenar y revivir la historia de un alma. Laura de Montoya (18741915) nace en Jericó de Antioquia, Colombia, y redacta una Autobiografía de casi mil páginas, que lega
a sus confesores y a sus hermanas en tanto fundadora de la orden de Misioneras de María Inmaculada
y santa Catalina de Siena (también Misioneras Lauras); la madre Laura está considerada una figura de
gran relevancia dentro de la iglesia colombiana, al igual que Francisca Josefa de la Concepción del
Castillo.
Telar 95
escritura. La foto, de medio cuerpo, invita a mirar el rostro, no en vano la cara es el
espejo del alma, y tampoco en vano la vida es la “historia de un alma”,3 vinculada a un
cuerpo para ser Cristo: “La historia que Ud. va a leer no es la historia de mi vida, sino
la vida íntima de una pobre alma... Usted comprende, Madre, que el camino que me
mostró Jesús, desde pequeña, fue el que el recorrió y amó; y como él me quería, buscó
para alimentar mi pobre alma el sufrimiento” (TA: 67).4 Por eso el eje del retrato
reconduce la mirada del rostro a la cruz que la monja sostiene en las manos. Mientras
la pose de Teresa nos hace pensar en un más allá del retrato, aquello que sus ojos ven
supera los límites del encuadre, pero también los límites del mundo.
Asimismo, sólo el rostro es respetado por el hábito que todo lo cubre, en un juego
de capas y pliegues que hablan de una clausura, la de un cuerpo de mujer; pero que
también consiguen un resultado asexuado, donde la naturaleza candorosa que revela
la mirada hace pensar en los ángeles, pero también en los niños. El retrato casará
perfectamente con el programa y el cuerpo de la escritura: una espiritualidad infantil,
diminutiva, que se acompaña de un cuerpo no germinado y que tiene por referente a
Teresa de Lieja. El hábito, inconfundiblemente carmelita en su diseño, también recuerda la pertenencia a un linaje, al igual que el nuevo nombre del que dota la profesión: de Juana a Teresa, nombre de fundadora (Teresa de Jesús), pero también de
monja-santa-modelo (Teresa de Lieja). Repetir un nombre muestra el deseo de repetir
una vida, de perderse en una cadena. Claro que, tomar el nombre de la fundadora, de
la santa por excelencia, que es el de otra santa, implica un reconocimiento, “es digna
de llevar su nombre”, aquí el nombre funciona como una especie de talismán que dota
de un poder: el de la santidad y anticipa un destino.
Además, los rasgos infantiles que aproximan a Teresa de los Andes y Teresa de
Lieja se hiperbolizan en el retrato, ambas monjas, muertas a los veinte años, nunca
dejarán de ser niñas. Se muere antes de envejecer, porque el paso del tiempo grabado
en el cuerpo hubiera dado al traste con el programa espiritual que se muestra. ¿No
resultaría ridículo una monja anciana exhibiendo una espiritualidad diminutiva? El
único final posible para las vidas de las dos teresas es la muerte adolescente. El retrato
de la monja muerta persigue el objetivo imposible que Barthes (1997) apunta para la
fotografía: captar la duración, en este caso de una etapa de la vida: la infancia.
De hecho, la sociedad de fines del siglo XIX mostró en sus manifestaciones litera3
Historia de un alma es el título de la autobiografía de Teresa de Lieja (1873-1897), santa francesa, que
sirve como modelo de imitatio a Teresa de los Andes y que la inspira en la configuración de la
“espiritualidad diminutiva” tan característica de su relato.
4
A fin de no sobrecargar excesivamente el texto indico de forma abreviada el origen de las citas de los
relatos que van a ser analizados; TA corresponde a Santa Teresa de los Andes (2003): Obras Completas.
Burgos: Monte Carmelo y ML a Laura Montoya (1971): Autobiografía e historia de las Misericordias de
Dios. Medellín: Bedout; junto a las abreviaturas aparece el número de página correspondiente a estas
ediciones.
96 Telar
rias y pictóricas la tendencia a convertir a las mujeres en niñas, en tanto “antes de ser
mujer”, ya que la niña, que no ha concluido su aprendizaje, no está de-formada, y por
eso su naturaleza es más divina que humana. Así, en su tentativa de no tener que
cumplimentar las exigencias físicas y emocionales que les planteaban las mujeres
adultas, muchos hombres esperaban encontrar en las mujeres de su edad las mismas
cualidades dóciles y monjiles que habían visto en las esposas de sus padres, y al no
hallarlas comenzarían a suspirar por la pureza de la niña. Si el cuerpo adulto mancillaba
la pureza pasiva de la mente infantil (sobre todo a partir de sus impulsos sexuales)
había que preservar el cuerpo del niño de todo contagio. Por eso si el cuerpo-monja
goza de la pre-historia apropiada se mantendrá en una perpetua infancia. Hasta cierto
punto la feminidad es una cuestión de apariencia, como lo demuestra la numerosa
iconografía femenina surgida durante este periodo.
Todavía más, pues la sociedad decimonónica también asistió al momento en que
“la inocente niña-virgen, después de convertirse en la ambigua nymphet, acaba siendo
Lolita, es decir, una aprendiz de mujer fatal” (Bornay, 1995: 156). El modelo de
Nabokov nacería de un entrecruzamiento de figuraciones.
De la belleza medusea a la mujer fatal, que filtrada por el prerrafaelitismo se
metamorfosea en la mujer frágil, inocente, que acaba por ser una niña,5 ese es el
camino que debe recorrerse hasta llegar a Lolita. Asimismo, el propio modelo de la
amada niña tendrá dos vertientes: la mujer no de-formada, absolutamente inocente,
pero también la decadente, la de precoz perversión.
La pequeña prostituta y la niña-virgen se superponen en ambiguas pinturas, en
poemas y relatos,6 pensemos en la doble lectura cursi y obscena que puede despertar la
afirmación de Teresa de Lieja de “querer ser un juguetito”.
Por otro lado, el cuerpo-monja, cuerpo del retrato, circuncidado por el hábito,
habla de un ejercicio de borrado y de control, pues primero será un cuerpo casto y
luego un cuerpo-virgen: “Mi confesor me dio permiso para hacer voto de castidad por
nueve días y después me seguiría indicando las fechas” (TA, Diario: 99), “Ya cuando
no se ha perdido la inocencia bautismal, el voto de consagrarse a Dios no es ya de
castidad, sino de virginidad. Ofrézcale pues su virginidad” (TA, Diario: 134). La
consagración requiere de una entrega absoluta, donde la virginidad representa un paso
hacia un no-género, la asunción de una naturaleza angélica: “En fin, que no fuera sino
de Él: virgen, intacta, pura” (TA, Diario: 154), también un modo de clausura corporal.
Pero los retratos-relatos irán más allá, ya que Teresa de los Andes buscará la absoluta
5
Este tránsito puede documentarse a través de los textos Mario Praz (1969): La carne, la muerte y el
diablo (en la literatura romántica) y Hans Hinterhäuser (1998): Fin de Siglo. Figuras y Mito.
6
A este respecto resulta muy representativo el modelo trazado por Delmira Agustini sobre el que
puede consultarse Eleonora Cróquer (2000): “Esfinge de ojos esmeralda, angélico vampiro”. América
Latina: Literatura e Historia entre dos finales de Siglo. Sonia Mattalía y Joan del Alcázar eds.
Telar 97
nadificación del cuerpo, al tiempo que su aniquilación y borrado, mientras la Madre
Laura querrá hiperbolizarlo. Veamos cómo se consigue lo primero.
Las vidas de las monjas coloniales son, ante todo, el relato de un cuerpo. Cuerpos
atravesados por el dolor, probados por la enfermedad y castigados por el flagelo,
cuerpos pasionales que quieren sufrir más para merecer más, que convierten la imitación de Cristo en una lógica tremendista o que hiperbolizan la femineidad hasta un
más allá que desborda los textos, son los protagonistas de un relato en los que los
lenguajes de la luz, el silencio o el sueño no son más que meros complementos.
En los escritos conventuales de principios del siglo XX la retórica de la corporalidad
seguirá ocupando una posición trascendente, pero su sentido ha cambiado. Así, el
cuerpo de la monja moderna es un cuerpo más contenido que entiende el mandato de
imitatio Christi no en sentido literal, sino como metáfora, que sobreimpone al modelo
del cuerpo-cristiano diferentes moldes, que potencia la negación, incluso el borrado.
Para observar este fenómeno resulta interesante recuperar algunos de los núcleos que
para la retórica de la corporalidad colonial estudié en otro lugar (Ferrús: 2005): “clausuras y mortificaciones”, “metáforas de sangre y lágrimas” e “imitatio Christi”.
La regla carmelita demanda la mortificación de los sentidos y el control de las
distracciones, así lo recuerda Jesús a Teresa, a quien ordena: “Que guardara silencio”
(TA, Diario: 137), ya que “La carmelita ha de mortificar su carne a ejemplo de Jesús
agonizante. Mortificar su voluntad negándose todos los gustos y sometiendo su voluntad a Dios y al prójimo” (TA, Diario: 151). La religiosa chilena transforma el mandato
en deseo: “Qué deseos tengo de andar con los ojos bajos y dentro de mi alma con
Jesús” (TA, Diario: 151). La mirada, el gusto, la acción de las manos, todo deberá ser
controlado.
Pero, frente al tremendismo del universo colonial, el Diario presenta una realidad
dulcificada, donde aunque existe la mortificación de los sentidos ésta nunca es extrema: “Me permitió que me mortificara, mortificándome en las comidas, sacrificando
el gusto. También que rezara un cuarto de hora en cruz o tres Padresnuestros hincada
sobre las manos. Después me va a dar permiso para ponerme cilicios”(TA, Diario:
123); comparemos esta descripción con la de la carne agusanada por la constancia del
cilicio y la tortura de la que nos habla María de San José, donde el modo de penitencia
se corresponde con el propio universo del pecado, pero también con la posición de la
monja en el imaginario femenino de la época. Por ello, en el mundo espiritual de
Teresa de los Andes los desvíos no representan grandes faltas, sino pequeños errores:
“Veo el amor que tengo todavía a las vanidades: en arreglarme, en parecer bien; pero
por suerte o por la gracia de Dios, no consentí, sino que rechacé todo pensamiento. Sin
embargo, la vista se me iba al espejo y me miraba” (TA, Diario: 157). Por un acto
similar una niña de ocho años era castigada en la Vida de la venerable Sor Francisca Josefa
de la Concepción del Castillo con una enfermedad tremebunda.
98 Telar
Por otro lado, si las monjas coloniales mortificaban el gusto ingiriendo alimentos
repugnantes, Teresa elige un modo de mortificación muy distinto y perfectamente
acorde con su programa espiritual: “Ayer y hoy no he comido caramelos, pues los he
ofrecido a Jesús, que le gustan más que a mí” (TA, Diario: 92).
El control y la mortificación del cuerpo y de sus pasiones constituyen un camino
de liberación, que debe conducir a la apertura de los “sentidos del alma”: “Silencio
cuerpo, quiero que sólo el alma hable con Dios para que tú calles a las criaturas” (TA,
Diario: 140).
Desde aquí, si las citas se comparan entre sí y se contrastan con las de las vidas
coloniales surge una pregunta ¿dónde esta el cuerpo?: Teresa de los Andes habla de la
norma carmelita, de sus deberes y deseos como monja, de lo que se le ha autorizado o
no a hacer con su cuerpo, pero salvo asépticas referencias éste no aparece, no hay
manos, ni llagas, ni lengua, ni espalda, sólo un fantasma, una sombra que se proyecta
en el relato de forma inaprehensible: “Silencio cuerpo”, quizá porque el cuerpo no
está no sea necesario cercarlo ni mortificarlo.
Así, ni siquiera los fluidos, en tanto juego de límites, redimensionan este cuerpo
fantasma, la lágrima como la mortificación no tiene más que un valor general: “Por
todo lloraba, pues tenía un carácter sumamente suave” (TA, Diario: 70), pues al no
vincularse a ningún episodio vital o espiritual concreto acaba por transformarse en un
puro adorno del programa de la escritura: Teresa llora como llora cualquier niño.
Mientras, la sangre es sólo una lejana reminiscencia de la Pasión: “Yo, como prometida, tengo sed de almas, ofrecerle a mi novio la Sangre que por cada una de ellas ha
derramado” (TA, Diario: 101).
Por otra parte, el alimento desaparece del relato salvo en su vertiente eucarística,
ni ayuno, ni voluptuosidad alimentaria o ingesta abyecta. Incluso las referencias a las
misma Eucaristía pierden cualquier atisbo de efecto corporal: “Mi vida se divide en
dos períodos: más o menos desde la edad de la razón hasta la Primera Comunión”
(TA, Diario: 67), “Todos los días comulgaba y hablaba con Jesús largo rato” (TA,
Diario: 75), “Hoy he tenido la dicha de comulgar. Me sentía tan unida a Él, lo amaba
tanto, me parecía estar en el cielo y he continuado en este unión durante todo el día”
(TA, Diario: 96). ¿Cómo es esa unión a la que apunta la última cita? ¿Cómo se materializa? Recordemos que Lacan entendía el cristianismo como “la recuperación del cuerpo para la religión” (1981: 373). El texto no da respuestas.
Es, quizá, el espacio del dolor, bien como enfermedad, bien como auto-castigo,
pero siempre como donación a Cristo o imitación de Cristo, el lugar del relato donde
el cuerpo de Teresa más se muestra.
Dirá Michel Foucault (1989: 276) que durante el siglo XIX “la enfermedad se
desprende de la metafísica del mal con la cual, desde hacía siglos estaba emparentada”,
Telar 99
éste es el momento en que se logra una extraordinaria fecundidad en el campo de la
biología y se produce el advenimiento de las teorías que le confieren categoría científica, la física y la química consiguen un notable desarrollo, la salud pública se convierte en preocupación notable y emerge una conciencia general a favor de la ciencia.
Microbiología, inmunología, estudio y clasificación de virus y de bacterias y también
de vitaminas, todo aquello que antes se había achacado al asalto de las fuerzas del mal
ocupa ahora un lugar en una lista de categoría científica. Por eso cuando aparece el
síntoma de una enfermedad se llama al médico y no al sacerdote, por eso también la
atención se desplaza del individuo a la enfermedad, puesto que ahora se lucha contra
una patología no contra un carácter, o un humor.
La enfermedad se muestra cotidiana en el Diario, como sus antecesoras místicas
Teresa de los Andes encarna el modelo de cuerpo-enfermo, que aquí se acompaña del
de la amada enferma, tan del gusto del XIX y estrechamente vinculado a la imagen de
la amada-niña. A lo largo del siglo XIX, padres, hermanas, hijas y amigos cariñosos
aparecen ocupados en los lienzos y en las novelas cuidando solícitos a lánguidas bellezas con los ojos hundidos y al borde de la muerte. Para muchos maridos la debilidad
física de sus esposas era una demostración ante el mundo y ante Dios de su pureza
mental y física, fruto del aislamiento del pecado en que vivían y garante de que su alma
iba a ganarse la salvación. Así, la imagen de una mujer-niña, que pasa de la casa
paterna al convento sin perder la inocencia infantil supone la culminación de esta
obsesión.
Tal y como se recoge en la Vida de María de San José o en la biografía que de Sor
Juana Inés de la Cruz redacta el padre Calleja, la naturaleza enfermiza de Teresa pone
en peligro su futura profesión, la orden carmelita va a ser vista como excesivamente
dura para ella: “es muy austera esa orden y tú eres muy delicada” (TA, Diario: 124),
aunque no debe olvidarse que si una figura representa a la perfección el modelo de
cuerpo enfermo es la de Teresa de Jesús. Así, junto a la enfermedad presente de forma
cotidiana: “un dolor de cabeza constante, añádase a eso dolor de espalda” (TA, Diario:
139), también Simone Weil padecía de tremendas jaquecas, la llegada de una grave
enfermedad puntúa un antes y un después en el Diario, al igual que ocurre en las vidas
coloniales,7 pero si en el caso de ésta se trataba de una enfermedad de causas y nombre
ignoto, aquí estamos ante una patología clasificada y perfectamente reconocible y
transferible: “En 1913 tuve una fiebre espantosa. En este tiempo, Nuestro Señor me
llamaba para Sí; pero yo no hacía caso de su voz. Y entonces, el año pasado me envió
apendicitis, lo que me hizo escuchar la voz querida” (TA, Diario: 80).
Explica José Babini (2000:130) cómo desde finales del siglo XVIII se conocieron
7
La enfermedad como experiencia que marca un antes y un después en la vida de la monja constituye
un lugar común en los relatos coloniales. Tal es el caso, por ejemplo, del de María de San José.
100 Telar
algunos casos de apendicitis operados con éxito, pero todavía a finales del XIX la
causa exacta de la enfermedad seguía siendo desconocida y eran numerosos los fallecidos en la intervención, o por no llegar a realizarla a tiempo. El Diario relata esta
precariedad médica, el episodio de la operación de apendicitis y el éxito de la misma
se viven como una importante prueba. Del asalto demoníaco a los límites de la ciencia
se ha producido una importante transformación. Sin embargo, Dios sigue siendo el
artífice de la enfermedad, ésta siempre será sentida como un envío, como prueba o
gracia: “Todos los años yo estaba enferma el ocho de Diciembre; tanto que creía que
me moría” (TA, Diario: 135), el día de la Inmaculada Concepción será un día puntuado
por el dolor, pues la Inmaculada es la Virgen Niña, cuyo modelo está reeditando
Teresa: concepción sin pecado, unión de dos ideales, María y Cristo. Además, la
oración puede todavía conducir a la cura milagrosa: “Mamá principió una novena a
Santa Teresita del Niño Jesús, porque soy muy devota de ella” (TA, Diario: 82).
Parece que en tiempos de la clínica todavía se cree en el milagro.
Otra vez una misma pregunta: ¿Dónde está el cuerpo?: ni tez cetrina, ni pérdida de
peso o apetito, ni dolor que se expresa a través de una metáfora que puede hacer sentir
al lector. La negación corporal casi se confunde con la más absoluta asepsia.
El martirio como remedo de la Pasión vuelve a presentarse como un programa que
se afirma, pero que no se corporaliza. Sólo es posible encontrar una única referencia al
martirio corporal en todo el relato: “Los rigores de la penitencia me atraen, pues siento
deseos de martirizar mi cuerpo, despedazarlo con azotes, no dándole en nada gusto para
reparar las veces que le di a él gusto y se lo negué a mi alma” (TA, Diario: 138), junto con
afirmaciones que muestran un “deseo” de sufrir: “Pero, ¿por qué este atractivo por
sufrir me nace desde el fondo de mi alma? Ah, es porque amo. Mi alma desea la cruz
porque en ella está Jesús” (TA, Diario: 179-180), que se queda sólo en deseo:
Me gusta el sufrimiento por dos razones: la primera porque Jesús siempre
prefirió el sufrimiento, desde su nacimiento hasta morir en la cruz. Luego ha
de ser algo muy grande para que el Todopoderoso busque en todo sufrimiento. Segundo: me gusta porque en el yunque de dolor se labran las almas. Y
porque Jesús, a las almas que más quiere, envía este regalo que tanto le gustó
a Él. (TA, Diario: 135).
Ni flagelo, ni vejaciones por parte de la comunidad o injusto trato del confesor,
tampoco escrúpulos o tormentos del alma, el tremendismo barroco apenas ha legado un
resto. De este modo, no sólo el cuerpo de Teresa se ausenta, sino el del propio Cristo:
“Una vez se me presentó nuestro Señor agonizante, pero en forma tal que jamás lo había
visto” (TA, Cartas: 122). ¿Cuál es esa “forma tal”? “He tenido a veces en la oración
mucho recogimiento, y he estado contemplando las perfecciones infinitas de Dios; so-
Telar 101
bre todo aquellas que se manifiestan en el misterio de la encarnación” (TA, Cartas: 56).
La cita rescribe perfectamente los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, pero ¿dónde está el Adonis-Cristo que “toca” a la monja? ¿dónde el Cristo doliente que hace sentir
al lector el martirio en cada uno de sus huesos? La metamorfosis ha sido radical.
Así, puede decirse que Teresa de los Andes quiere volatilizar su cuerpo, hacerlo
desaparecer, en un intento de transformación de la niña en ángel, no hay mayor pureza
corporal que la de no tener cuerpo. ¿Qué queda del yo-cuerpo extraordinariamente
plástico de la literatura barroca? Apenas un resto de lugares comunes: martirio, enfermedad, lágrimas, sangre..., que el Diario revisita provocando un espejismo de semejanza, pero también revelando el vaciado de un modelo. El mapa corporal colonial se
ha convertido en un territorio fantasma, y el eje narrativo que lo sostenía: la imitatio
Christi, en un superficial maquillaje. Ahora la narración se sustenta sobre un retrato
trazado sobre juegos intertextuales dispares, pero sustentado por una imagen: la de la
amada-niña, monja-niña, Virgen-niña, que es también la amada frágil y enferma del
XIX. Esa es su matriz, aunque muchos son sus puntos de fuga.
2. La mujer esforzada: Laura de Montoya
Junto al retrato de la Teresa de los Andes, el de Laura de Montoya, que apunta
hacia otra lógica de representación (Apéndice II). De nuevo, un cuerpo con hábito,
rodeado de tela, pero llamativo en sus proporciones, “la gran humanidad” a la que
tantas veces alude la autobiógrafa, cuerpo desproporcionado, con problemas de movilidad, que es un cuerpo-misionero, sometido al trasiego del viaje de evangelización y
de fundación, a las dificultades de desplazamiento en la selva, a la vida esforzada,
cuerpo trazado sobre una paradoja y dotado de un doble valor simbólico: el de carga
pesada y el de fertilidad, no en vano se trata de una “madre”, aunque sólo sea simbólicamente. El rostro no absolutiza el retrato, sino que se pierde entre la tela que rodea
a esa gran masa. El gesto de la monja es activo: escribe. La relación mujer-escritura ha
alcanzado suficiente reconocimiento para ser representada. Además, la Madre Laura,
en tanto fundadora, lega a su congregación abundantes páginas, casi tan abundantes
como su cuerpo. La misión es un ejercicio activo, no contemplativo, y ese elemento
trata de estar presente en el retrato. Tampoco debe olvidarse que durante años Laura
de Montoya sería maestra, dedicada a enseñar a leer y a escribir. La cruz, aunque
presente, ocupa un lugar secundario, como parte de un rosario que cuelga de la cintura,
esta imagen ha perdido poder y presencia en relación al relato anterior. De igual
modo, frente al hábito carmelita, inconfundible, e infinitas veces representado, un
hábito irreconocible, novedoso en sus formas, como nueva es la orden que lo viste,8 un
8
El siglo XIX demostró una gran inventiva en el diseño de las vestimentas de las nuevas y múltiples
congregaciones que quisieron distinguir su identidad por medio del vestido. La elección de la toca, el
102 Telar
hábito adaptado a un mundo de trabajos y desplazamientos.
Junto a la originalidad del hábito emerge la del nombre, elegido al azar por el
sacerdote que había de bautizarla, que es lo mismo que decir: “elegido por Dios”.
Nombre único en los linajes religiosos, pero destacado en los linajes literarios, pues la
mujer que lo porta se mostrará como “religiosa única”:
El nombre que me dieron no fue elegido por los míos, merced a la diversidad de deseos de mis padres. El quería que me llamaran Dolores y mi madre
quería que me llamaran Leonor. En este caso terció el Sacerdote que me
bautizó y abriendo el Martiriológico, eligió el primer nombre que se presentó. Me nombraron Laura. (ML: 25).
Si el modelo de amada-niña propio del romanticismo y el naturalismo se vuelve
central en el sostenimiento del retrato de Teresa de los Andes, será la imagen de la
mujer esforzada, prototípica en la novela naturalista, aquella que asiste a la Autobiografía de Laura de Montoya. Pensemos en las heroínas de los novelas de Zola a las que
ni la enfermedad, ni el exceso de trabajo o el dolor del parto, por no hablar del dolor
anímico o moral, frenan su cotidiano devenir. La excepcionalidad del cuerpo misionero unida a este modelo devuelven al cuerpo la presencia que había perdido en el
Diario, pero no sólo eso, sino que lo hiperbolizan hasta mostrarlo como cuerpo-total,
cuerpo-edificio-institución, a modo de sublimación de la retórica de la corporalidad
barroca.
Si “clausuras y mortificaciones”, “metáforas de sangre y lágrimas” e “imitatio
Christi” son los núcleos que desde la referencia de las vidas coloniales permiten indagar
el contrapunto que ante ellas plantea el Diario, estos mismos núcleos ayudarán a revisar la lógica de la corporalidad que atraviesa la Autobiografía de Laura de Montoya.
En el umbral del relato un episodio que se muestra altamente significativo: la
ausencia de lágrimas que por mucho tiempo manifestó la recién nacida Laura:
No lloré al nacer, ni lo hice hasta seis meses después. Habituados mis
padres al casi continuo llanto de mi hermana mayor, creyeron que alguna
enfermedad motivaría esta rareza. Consultaron un médico, quien después de
examinarme halló que la chica tenía una salud completa. A veces pienso que
como Dios no hace nada al acaso esta circunstancia entrañaría algo de mi
manto, el velo, el alzacuello, el escapulario, las mangas y manguitas, los colores y las telas, estarían
provistos de un significado especial. El vestido religioso es un símbolo místico, cada pieza expresa
espíritu de penitencia. El hábito es un texto que oculta, pero que también da a leer el cuerpo que hay
debajo, que recuerda sus deberes y su destino.
Telar 103
futuro destino. Me necesitabas Dios mío (perdóname esta palabra), me necesitabas guapa, tan sin nervios, tan aguantadora! (ML: 26).
La lógica del aguante que sustenta el relato de Laura de Montoya es una lógica del
esfuerzo, pero también de la contención, como bien metaforiza la ausencia de lágrimas en los primeros meses de la infancia. Los ojos de Laura de Montoya sólo habrán
de empaparse de lágrimas donadas o lágrimas místicas. El exceso barroco se ha visto
invertido ante la aparición de una nueva manera de ejercicio religioso, al tiempo que
de una nueva posición-mujer de época. Estoicismo y pragmatismo se presentan como
valores de actuación en un universo donde el cuerpo se ha convertido en útil de
trabajo, un cuerpo sin quiebra, sin debilidad, sin orificios, no como forma de clausura
o mortificación, sino como parte del programa del cuerpo productivo, cuerpo impermeable.
Por eso, las clausuras sensoriales y las mortificaciones alimentarias no serán buscadas, sino que se desprenden de la propia tarea misionera. Se ayuna o se comen
alimentos repugnantes porque la supervivencia en la selva así lo exige, se pasa frío o se
camina durante horas para asistir a un moribundo. Desde aquí, la Eucaristía se presenta como objeto de batalla política, ya que sin su ingestión es imposible lograr el aguante. Una de las misioneras lauras logra sobrevivir durante días con la sola ingestión de
la eucaristía, con este episodio se recupera el valor de la inedia tan importante en la
literatura religiosa del medievo y del barroco, pero también se reivindica la petición
de que las misioneras puedan tomar por sí mismas la comunión en ausencia de un
sacerdote: “El 10 de Febrero de 1922 murió la Hermana María del Sagrado Corazón,
después de vivir sin pasar alimento, ni agua, ni siquiera saliva ciento cinco días. Pero
lo asombroso era que a pesar de tener completamente obstruido el esófago, pasaba la
sagrada comunión todos los días”. (ML: 726-727).
Desde un mismo punto de vista pueden ser consideradas las referencias que el
texto hace sobre la enfermedad. La Autobiografía constituye un completo repertorio
médico: patologías del corazón, tuberculosis, reumatismos, fiebres propias de los
climas selváticos..., perfectamente racionalizadas y clasificadas, alejadas de la “metafísica del mal” barroca. A la caracterización del cuerpo místico como cuerpo enfermo
se añade la particular idiosincrasia del cuerpo misionero, atado a una lógica del esfuerzo extremo que tiene sus propias repercusiones en el terreno de la enfermedad. La
misionera en tanto “aguantadora” debe trabajar, prestar un servicio sana o enferma.
La salud se asocia con la productividad, mientras la patología prueba los límites de la
resistencia y la entrega, forma parte de una lógica del trabajo, del cuerpo útil, no de la
fe. Así, la mortificación barroca será sustituida por el devenir del cuerpo en la misión.
La Madre Laura decide no recurrir ni al control médico ni al analgésico siempre que
no se dé el riesgo de perder la vida, siempre que el cuerpo siga siendo útil, pues éste es
104 Telar
el entrenamiento necesario para resistir en entornos salvajes, alejados del mundo de la
medicina: “me duele quitarme los dolores con medicinas; siempre procuro disfrutar
de ellos hasta donde me sea posible o hasta donde no mi impidan el cumplimiento de
mi deber”. (ML: 314).
¿Queda en este cuerpo espacio para el auto-martirio y la imitación de Cristo? Así
lo parece, aunque los episodios de auto-martirio apenas son cuatro o cinco en casi mil
páginas y todos ellos aparecen en momentos donde la Madre Laura está alejada de la
misión, como si castigando su cuerpo quisiera mantenerse en forma para ella. La
imaginería narrativa se encuentra muy próxima a las vidas conventuales del barroco
colonial:
Llevaba el cilicio, uno fuerte que yo misma inventé, cuatro días a la semana poniéndomelo los lunes y quitándomelo los viernes, de modo que durante
las noches era un tormento delicioso porque me empujaba a la oración. Me
disciplinaba todos los días; pero me parecía poco, comparado con el odio que
sentía por ese del cual me vengaba con verdadera fruición, sintiendo su descomposición durante las noches. (ML: 120).
Asimismo, Laura de Montoya lee antes de acostarse junto a sus hermanas la Imitación de Cristo. El cuerpo-misionero se construye en la transformación del cuerpopasión. Los cuerpos de las misioneras lauras participan, a su vez, de dos modelos: el
de Laura y el de Cristo, o el de Cristo a través de Laura, como si se hubiera producido
una transferencia:
En aquella necesidad, recordé las gracias que la penitencia atrae del cielo y
bien presente aquello que debemos suplir en nuestra carne lo que falta a la pasión
de Cristo, de la que habla San Pablo, dije a las hermanas que nos diéramos
disciplina y que por ella, aunque por sí poco vale, pero en los méritos de
Jesucristo conseguiríamos atraer a los indios. (ML: 567).
Aquí, la Imitatio Christi se presenta como un modo de intercambio o de corredención, torturar el propio cuerpo para borrar los pecados del otro, para salvarlo, pero
esta vez dentro de un programa misionero: intercambiar el dolor por almas.
Algo similar ocurre con Cristo, cuyo cuerpo, desaparecido en el Diario, se recupera en la Autobiografía: “Contemplaba a Nuestro Señor cuando después de la flagelación salió del charco de su propia sangre a buscar su túnica” (ML: 683), sus imágenes
se vuelven plásticas, se corporizan y con ellas la experiencia que se tiene de él no es
sólo espiritual, sino también física: “mirando un cuadro de Cristo crucificado delante
de los Jerosolomitas, cuadro que veía por primera vez, me hirió como un rayo amoroTelar 105
so tan fuerte que a poco me había encendido físicamente el pecho y parte del costado
izquierdo” (ML: 51), en este sentido el texto se muestra muy próximo a la narración
barroca. En el universo misionero el cuerpo de Cristo como cuerpo fantasma hubiera
sido imposible.
Por este motivo, el cuerpo de la misionera se amplifica, se hiperboliza, hasta
cubrir todo el espacio, hasta ocupar todo el texto, puesto que se trata de un cuerpo
institucional, única presencia de la Iglesia en tierras inhóspitas, cuerpo esforzado
como cuerpo de salvación, imitación de Cristo en su dimensión evangélica, pero
también cuerpo productivo cuya actividad, cuya escritura, no puede cesar. Por eso
ante el cuerpo colonial, yo-cuerpo que compone una pose, que configura un mapa, el
cuerpo misional sólo puede entenderse en movimiento, del sentir al hacer (hacer
sintiendo) esa es la distancia que media entre dos retóricas, dos tecnologías.
Además, en el mundo misionero es cotidiano el milagro, se habita en el extremo,
se camina sobre el borde, los límites entre vida y muerte, salud y enfermedad, razón y
locura han sido trastocados, confundidos, se reside en otro mundo que es un mundo
otro, donde la excepción se naturaliza, y sólo atendiendo a este espacio excepcional
puede terminar de trazarse el retrato de Laura de Montoya. De ello se ocupa el apartado siguiente.
3. Creación de la metáfora y orden cotidiano del milagro
La epístola que funciona como prólogo a la Autobiografía de Laura de Montoya
recoge la “metáfora de los dos rayones”, que va a desarrollarse a lo largo de todo el
relato y que habla de un mundo dividido en dos órdenes, el rayón es una línea sobre la
que se escribe, pero también una línea que tacha:
Cuando entro dentro de mí y veo esto que llamo MI SER se me ocurre ver,
bien deslindados, dos rayones en un espacio de tiempo, el uno negro, el otro
de luz. El primero es el que llamo YO, y comenzó en el tiempo, cuando fue tu
voluntad que existiera. El otro es lo que es tuyo y jamás ha comenzado porque
es eterno. Es aquello que mostraste cuando dijiste: “Con caridad perpetua te
amé”. Aquél es negro, porque es una negación de existencia propia, porque es
un jirón de nada, un poquito de poquedad, porque es ignorancia y pecado.
Este es luz porque es tuyo, porque es real, porque es amor, porque es vida,
porque es eterno presente, porque es lo que es. Con mi muerte estos dos
rayones se confundirán como si fueran uno solo y persistirá sólo la luz de tu
ser. (ML: 18).
Dos campos en el relato, el de Dios y el de Laura, sometidos a una lógica de la
differànce, puesto que dos son uno, puesto que los dos están separados, pero también
106 Telar
unidos, dos tiempos, dos espacios, luz y tinieblas. En apenas unas líneas se resumen
décadas de vivencias místicas y de reflexiones en torno a ellas. La Madre Laura tratará
de sintetizar y teorizar aquello que las otras monjas autobiógrafas se limitaron a exponer y a sentir. Las monjas coloniales tomaban la pluma por su condición de místicas,
de visionarias. Sin embargo, en contra de lo que cabría esperar, y a diferencia de
ejemplos como los de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz, era su cuerpo quien más
hablaba en sus relatos, desplazando a un segundo lugar los lenguajes del silencio, la luz
o el sueño, como lenguajes de una trascendencia, que también se expresa a través del
cuerpo. Frente a esto, la metáfora de los dos rayones habla de un dualismo alma/
cuerpo, divinidad/humanidad, que no sólo se reconoce como fundamento teórico,
sino que se equilibra en el relato. La narración de la experiencia mística se tiñe de
pluralidad de registros y deja de ser un mero complemento de un programa general de
escritura.
Carne atravesada, límites corporales puestos a prueba, éxtasis, noche oscura del
alma, arrobos, sueños premonitorios, suspensiones sensoriales, visiones de toda índole... la gama de experiencias místicas es abundante en la Autobiografía, casi tanto como
las carnes que recubren esa “gran humanidad”. Entre los numerosos ejemplos me
gustaría retomar dos: el primero dedicado a la metáfora de la luz, tan presente en los
relatos coloniales y que aquí se moderniza y rescribe, el alma en conexión con la
trascendencia se metamorfosea en molécula:
Pasaba la especie de suspensión de vida, en la imaginación, se me presentó
como la imagen de la verdad que me había como bañado: era un gran foco de
luz que iluminaba un sitio, de modo que yo veía el foco; pero este nada había
perdido de su ser, tenía la misma cantidad de luz. De modo que yo, molécula
de luz, fija en aquel rincón, era una participación de ese foco; el foco, al
participarse nada perdía; y la lucecita del rincón no tenía luz ni existencia
propia; tan dependiente estaba del foco, que si una mano cualquiera llegara a
apagarlo, esa molécula desaparecería como por encanto, restituyéndose su
luz y su existencia al foco. (ML: 274).
En segundo lugar, la narración contiene una reformulación del episodio del éxtasis de Santa Teresa, que en la piedra tan bien sabría recrear Bernini; el fragmento es,
asimismo, un buen ejemplo de los efectos corporales que puede causar el encuentro
místico:
Es la primera y última vez que he sentido tal fenómeno. A la vez que el
ardor interior amoroso, sentía que se agolpaba el calor sobre el pecho y parte
del costado como encendiéndose y con ardor de fuego aplicado a la carne, no
superficialmente sólo sino en toda ella. Mientras duró el ardor interior o
Telar 107
crecimiento del amor, sin efusión de lágrimas como otras veces, sentía el
fenómeno, pero no lo advertía. Un poco después cuando comenzó a calmar el
ardor interior, advertí y entonces puse la mano sobre el pecho y estaba la ropa
caliente cual si hubiera estado al pie de una hoguera. Esto duró poco y si
hubiera durado más quizá hubiera muerto. (ML: 801).
Precisamente, será Teresa de Jesús quien puntúe un antes y un después en la
historia de la mística femenina, pues al lograr ser reconocida como “doctora de la
Iglesia”, consigue reivindicar el conocimiento y el saber femeninos. En este matriarcado se inscribirá Laura de Montoya:
Yo no soy de la escuela de esos sacerdotes; pertenezco a la de Santa Teresa,
quien opinaba que el alma debe conocer las gracias de Dios y que si esas
gracias son verdaderas, no la envanecen. Por eso voy a decirle la verdad:
usted ha tenido muchos recibos de Dios. Casi todo eso que me dice lo ha
sentido por los contactos de la Divinidad, muy sublimes. Lo que conoce de
muchos misterios ha sido revelado por visiones intelectuales. (ML: 523).
De este modo, en la Autobiografía se explicita un problema relegado en las vidas
coloniales: el de la experiencia mística como vía teológica, como saber de la teología,
y el de la mujer como teóloga, como intérprete de un lenguaje de la trascendencia, que
por su condición de ser ajeno a la razón le había estado vetado. Incluso en el poderoso
Sueño de Sor Juana Inés el cuerpo despierta antes de lograr el acceso a este conocimiento.
¿Entra el orden cotidiano del milagro en el espacio trazado por el rayón de luz? Sí
lo hace a mi modo de ver, pues en el milagro la monja activa un hacer de Dios. Ni las
monjas coloniales, ni Teresa de los Andes o Teresa de Jesús se presentan como hacedoras de milagros. A lo más que alcanzan es a ser mediadoras o promotoras de la intercesión divina. Sin embargo, en el relato de la Madre Laura es posible encontrarse con lo
que podría llamarse el “orden cotidiano del milagro”. Desde las primeras páginas de
la Autobiografía Laura de Montoya se presenta como una ferviente creyente en el
poder de la oración. Cada vez que tiene un problema no duda en reclamar la intercesión divina, y cada vez que pide posee la certeza absoluta de que su petición será
escuchada, sin importar la complejidad ni la rareza de su demanda. Para convencer a
los indios del poder de Dios solicita lluvia en época de sequía, en períodos de carestía
obtiene milagrosamente alimentos, logra curaciones imposibles, incluso una resurrección; a veces el destinatario del reclamo es Dios, otras María:
Acabo de saber que estaba sin bautizar y no consiento que después de
108 Telar
tantos trabajos como hemos pasado por estas almas, y que después de estar
nosotras aquí, se nos pierda un indio de los más adictos, no! En consecuencia,
digámosle a la Virgen que le rezamos esta noche el santo rosario entero, a la
media noche, para que vuelva Próspero a la vida, a fin de que reciba el santo
bautismo.
Las hermanas no se atrevieron a replicarme ni les pareció atrevida mi
petición, ni dudaron de la verdad del acontecimiento ni de que la Virgen me
oyera. Todo se hizo como la cosa más común del mundo. (ML: 482).
Aunque Laura de Montoya sólo aparezca como mediadora, voz que pide para que
el milagro acontezca, son diversos los elementos que llaman la atención en este fragmento: en primer lugar la naturaleza del milagro, en la tradición religiosa católica
únicamente Cristo había resucitado a Lázaro, en segundo la naturalidad con la que éste
es acogido en el seno de la comunidad. Los milagros van a sucederse en el entorno de
Laura de Montoya; pero a éstos no se les concede apenas importancia, ni la propia
monja, ni las hermanas de religión, ni las autoridades religiosas, ni siquiera el
prologuista moderno de la Autobiografía, hacen hincapié en este aspecto, que jamás se
exhibe. Sólo el fragmento anterior reconoce un atisbo de singularidad y lo hace con
especial contención.
Sea como fuere el orden de los milagroso no sólo ayuda a completar el espacio del
“rayón de luz”, sorprendiendo al conciliar el espacio del ordenamiento teológico con
el desorden del fenómeno milagroso, sino que sólo en este espacio de órdenes cambiados y límites imprecisos: vida/muerte, salud/enfermedad, razón/locura es posible
terminar de comprender el personaje que la Autobiografía retrata y el cuerpo que se
dibuja.
4. Escribir el amor
Dice Kristeva: “Imposible, inadecuado, en seguida alusivo cuando querríamos
que fuese muy directo, el lenguaje amoroso es un vuelo de metáforas: es literatura.
Singular, no lo admito más que en primera persona” (1991: 297). Sentidos del alma,
rayón de luz, la tradición de escritura de monjas enfrenta el espacio de la trascendencia
desde distintas posiciones de época y de escritura. ¿Qué sucede con el Diario de Teresa
de los Andes? Una pista para comprender el salto que este relato marca frente al
universo de Laura de Montoya la constituye la “escritura del amor”.
Pese a que el tema del amor es un núcleo fundamental en la Biblia: “Amarás al
prójimo como a ti mismo”, las metáforas amorosas del Cantar de los Cantares etc...., las
vidas de monjas coloniales no escribían sobre amor, sí sobre erotismo, deseo y goce, ya
que las experiencias de encuentro con Dios se relatan en una de estas tres claves.
Telar 109
Sin embargo, desde el primer encuentro en el día de su primera comunión: “¡Qué
efusión fue ese primer encuentro! Jesús por primera vez habló a mi alma. Que dulce
era para mí esa melodía que por primera vez oí”, el Diario se muestra recorrido por
una presencia que es la de un amor, la comunión tiene algo de desposorio. La relación
entre Teresa y Dios se basa en la espontaneidad y en la simplicidad, y va ganando
intensidad en la medida en que se suceden los avances en el camino de la santidad:
“Siempre siento esa voz querida que es la de mi Amado, la voz de Jesús en el fondo de
mi alma”. El lenguaje entre ambos es de enamorados. Teresa de los Andes lo reconoce
con turbación y gozo, una imagen de Cristo es llevada al convento y se la dejan tener
por unos días en su cuarto: “Y Él se vino con su Teresa, y he pasado una hora encerrada en mi celdita diciéndole mil disparates, porque estoy loca, pero bien loca...” (TA,
Cartas: 301). De la misma manera, el relato trabaja con abundantes metáforas en torno
a la idea de desposorio divino: “¿dónde será el lugar donde celebremos nuestros desposorios y el lugar donde viviremos unidos?” (TA, Diario: 90), que, aunque tópicas,
adquirirán aquí un nuevo sentido.
Frente a la imagen de Cristo que abraza por la noche a la Madre Castillo,9 otra
imagen con la que Teresa de los Andes se pasa la noche hablando. Dos son las razones
que permiten la escritura de amor en el Diario: la desaparición del cuerpo, no sólo de
la monja, sino también del mismo Cristo –esto explica la desaparición de las visiones
en el relato y su sustitución por las hablas, sin cuerpo no hay imagen: “Siempre siento
esa voz querida que es la de mi Amado, la voz de Jesús en el fondo de mi alma” (TA,
Diario: 63)– y la metamorfosis del yo-cuerpo de las vidas barrocas en un yo-sujeto, pues
sin singularidad, sin narcisismo resulta imposible hablar de amor. El amor es en
última instancia una prueba de espejo, donde ante la imagen idealizada del Otro el Yo
se interroga sobre su dignidad para con él.
Por eso, Teresa de los Andes insiste en la dimensión íntima del encuentro: “Quiero vivir con Jesús en lo íntimo de mi alma” (TA, Diario: 86), y describe el éxtasis como
intensificación del amor: “Estando en acción de gracias sentí un amor tan grande por
N. Señor que me parecía que mi corazón no podía resistir” (TA, Cartas: 122). Sólo la
escritura de amor da cabida a la mística en el territorio del cuerpo nadificado.
5. Los restos de un legado
De la hipérbole expresiva de la poética de la corporalidad barroca en la vida de la
9
“El día de San Antonio de Padua, cuando me desperté hallé que un santo Cristo, bien grande, que
tengo siempre entre la cama, se había puesto sobre mi cabeza, tan bien acomodado, que el un brazo que
tenía en la cruz echado sobre ella; y lo mismo de ahí a dos o tres días, y desde entonces, todas las noches
cuando despierto, me hallo abrazada con él, que debo abrazarlo dormida” (Sor Francisca Josefa de la
Concepción del Castillo, 1968: 206).
110 Telar
Madre Castillo al cuerpo nadificado y minimalista de Teresa de los Andes se ha producido un trabajo de inversión que se nutre de un mismo topos, aquel heredado de la
hagiografía de las vitae sanctae, y, a su vez, inspirado en la imitatio Christi. El esquema
de escritura de las vidas coloniales se vacía, pues lo que parece ser el centro de la
narración acaba por ser el borde. De un cuerpo que siempre está se pasa con el Diario
de Teresa de los Andes al espacio del cuerpo siempre ausente. Mientras, la Autobiografía de Laura de Montoya elige su propio itinerario, entre ella y el Diario sólo existe la
semejanza de un parecer. Si la ley de la imitatio reforzaba la semejanza de los textos
coloniales, los textos modernos reorientan la tradición por rutas dispares. Un cuerpo
hiperbolizado, desbordado, que quiere hacerse con todo el espacio, es aquel que se
exhibe en este relato. El esquema de letra-confesión buscará convertirse en la barrera
de su contención, pero no lo logra. El cuerpo-esforzado reafirma el programa de
corporalidad femenina de las vidas coloniales, pero añade una nueva dimensión: la del
cuerpo misionero, otra manera de revisión de la herencia.
Diario y Autobiografía no apartan la vista de la tradición, revisan el mapa corporal
que las vidas coloniales les facilitan y continúan su trazado, aunque lo hagan con un
dibujo distinto: aquel que va del yo-cuerpo al yo-sujeto, dibujo que no elude el vínculo
entre sangre y letra en la escritura de mujeres. Por eso, para concluir, una cita de Julia
Kristeva (1991: 213): “¿Qué es amar para una mujer? Lo mismo que escribir... Que un
cuerpo se aventure finalmente fuera de su refugio, se arriesgue en sentidos so capa de
palabras”.
Telar 111
Anexo I
112 Telar
Anexo II
Telar 113
Bibliografía
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Latina: Literatura e Historia entre dos finales de siglo. Sonia Mattalía y Joan del Alcázar eds. Valencia: CEPS.
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114 Telar
3. VIAJES
La narrativa del desamparo:
los viajes al Estrecho de Magallanes de
Pedro Sarmiento de Gamboa
MARÍA JESÚS BENITES
Universidad Nacional de Tucumán
CONICET
En el Apéndice Documental que acompaña la reedición de Historia del Tribunal de
la Inquisición en Lima de José Toribio Medina (1956: 455-459) se adjunta el siguiente
inventario:
primeramente en un cofrecito biejo lo seguiente
id dos libros de latin y otras cartas y papeles que estaban dentro de el.
id un conpas de plata sin quintar (...)
id dos pellejos de león
id unos manteles biejos (...)
id un tocino
id dos quesos
otra petaca y dentro della lo seguiente
id dos libros con otros muchos papeles y cartapacios
id quatro pares de alpargatas, id unos çapatos biejos
id otras calças de rraya biejas con canones de tafetan rrotos
id una capa bieja de rraya con fajas de tafetan rrotos
id una gorra de terciopelo bieja.
en otra petaca lo seguiente
id tres lienços pintados de lugares de yndios y tierras
id seys libros y otros muchos papeles e informaciones (...)
id un lio que tiene dentro muchos papeles y algunos libros (...)
Telar 115
id una talega con unos ydolos de barro
id una lança
id una espada
Estos bienes constituyen parte del patrimonio secuestrado a Pedro Sarmiento de
Gamboa en 1575 acusado por práctica de la quiromancia y la invención de tintas
hechiceras y enamoradizas.1
Esta descripción desordenada de dispares objetos traza las múltiples líneas en la
vida de este navegante, historiador, soldado, poeta, cosmógrafo, nigromante que cruzó, a mediados del siglo XVI, el Mar Tenebroso hacia el Nuevo Mundo.
No deja de sorprender la reiteración de los adjetivos “biejo” y “rroto” para describir cada una de las posesiones de quien fuera nombrado por el Virrey Francisco de
Toledo “Cosmógrafo Mayor de los Reinos del Perú” y miembro fundamental, como
Historiador y Alférez, de la comitiva que lo acompañó en su conocida Visita General
por los Andes.
En los trabajos sobre Sarmiento siempre me acerco a ese “lío que tiene dentro
muchos papeles y algunos libros” porque remite a un objeto ausente en la lista, a uno
que ni siquiera entra en el detalle redactado por el Alguacil inquisidor: la pluma. En
éste recorro los escritos de sus viajes al Estrecho de Magallanes para determinar los
elementos textuales dominantes.
Las Relaciones2 de los viajes fueron escritas en distintos períodos marcados temporalmente por la primera incursión (1579-1580) (cuyo objetivo es encontrar un lugar
adecuado para poblar y fortificar las costas magallánicas y evitar el paso a los barcos
ingleses) y la segunda que se emprende en 1581 aunque sólo en 1584 se arriba a
destino. El corpus está integrado entonces por la Relación y derrotero del viaje y descubrimiento del Estrecho de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes de 1580, escrita al
regreso del primer viaje para dar cuenta del éxito de la empresa. Relación de lo sucedido
a la Armada Real de Su Majestad en este viaje del Estrecho de Magallanes (1583), es la
escritura del puerto, de los arribos frustrados en la que todos los elementos textuales
giran alrededor de Diego Flores y Valdés el General elegido por el Rey y el Consejo
para comandar la empresa. Esta determinación es considerada injusta por Sarmiento
quien es designado por Felipe II “Gobernador General” de las inexistentes Provincias
del Estrecho de Magallanes, y posee importantes implicancias textuales ya que Flores
1
Este documento fue también editado por el historiador peruano Carlos A. Mackehenie (1941) bajo
el título de “Secuestro de los bienes del capitán Pedro Sarmiento de Gamboa, hecho por la Inquisición
de Los Reyes (Año de 1575)”.
2
Se ha trabajado con la edición preparada por Ángel Rosenblat, de donde se extrajeron las citas.
Asimismo han sido consultados los manuscritos originales de las relaciones conservados en el Archivo
General de Indias en el Patronato 33, Número 3, Ramas: 29, 46 y 68.
116 Telar
se transforma en una presencia constante y oponente en todos los escritos.
El tercer texto es la Relación hecha por Pedro Sarmiento a Su Majestad sobre lo sucedido en el Estrecho (1584) que refiere los sucesos del arribo con más de trescientos cincuenta pobladores y la fundación de las ciudades hasta un naufragio que, junto con
diecisiete personas, lo obliga a abandonar esas costas. El último es la Sumaria Relación
firmada, luego de un regreso que llevó cuatro años, en El Escorial en 1590 y escrita
“porque me obliga la conciencia”. En ella retoma los sucesos anteriores para finalmente suplicar a Felipe II “se sirviese acordarse socorrer a aquellos sus leales y constantes vasallos y cidades”. (T. II, 167).
Las relaciones de la conquista y colonización sobre el Nuevo Mundo establecen
una compleja situación comunicativa que se expresa en la Instrucción y Memoria “de
las relaciones que se han de hacer y una memoria de las cosas que se han de responder”. La “Instrucción y Memoria” requiere actos como los de observar, describir,
medir, que guían las acciones básicas que la sustentan: preguntar-responder. Las instrucciones que acompañan a los viajeros remiten a ordenar, cuidar, prohibir, tomar
posesión, acciones que efectivizan el dominio sobre los territorios y los habitantes sin
necesidad de un registro escrito.
Walter Mignolo (1982) señala que las relaciones poseen en el contexto de producción el sentido de “relato o informe solicitado por la Corona” y reconce distintas
etapas en su formación: no oficial, oficial y textos posteriores que se estructuran
siguiendo ese modelo, sistemáticamente regulados por el denominado Cuestionario o
“Instrucción y Memoria”.3
El abordaje de los textos de Sarmiento propone otras distinciones. Si bien los
escritos, particularmente el de 1580, están subordinados al mandato oficial de una
Instrucción y su contenido responde por medio de dos acciones, narrar y describir, a
sus requerimientos no son similares al documento de cincuenta preguntas redactada
por Juan López de Velasco en 1574.
Como ambas formas conviven en los marcos institucionales, durante el siglo XVI
3
En su insoslayable estudio Marcos Jiménez de la Espada (1881) detalla los antecedentes en el proceso
de sistematización de la información. Estos pueden delimitarse en tres períodos. El primero es entre
1530 y 1540 en el que se inicia el pedido regular de informes, de palabra o mediante memorial, a
quienes se presentaban ante el Consejo. En esta década es importante mencionar una cédula real de
siete asientos, firmada el 8 de marzo de 1533 en Zaragoza por la Reina y el secretario real. Esta cédula
aporta un principio organizador descriptivo de carácter general ya que representa, según Jiménez de la
Espada, la instancia en que las relaciones geográficas se convierten en una información con características específicas. Le sigue el período de los “modelos teóricos” de la década de 1550. Uno es un
memorial de Juan Páez de Castro de 1555 en el que aconseja ordenar información en relaciones
siguiendo el método de la encuesta directa y los datos numéricos; el otro es un memorial de Alonso de
Santa Cruz (1556-1557). El último período se inicia en la década de 1560 y tiene como eje la reforma
llevada adelante por Juan de Ovando y Godoy, quien sistemáticamente recaba información de oidores,
oficiales reales, religiosos para delinear las encuestas formales.
Telar 117
se produce un entrecruzamiento entre los modelos retóricos que impone la “Instrucción y Memoria” para sus relaciones geográficas y la relación de un viaje. Esta última
no siempre surge de un mandato de escritura, en ocasiones el universo textual se
conforma a partir de acontecimientos que las apartan del acto obligatorio de responder.
Las Instrucciones que conducen la escritura del viajero se presentan como un
instrumento con múltiples funciones. Por un lado, son un mecanismo que permite
sistematizar el ejercicio de la observación para elaborar una taxonomía de los objetos
naturales. Impera el valor fundamental de ser testigo de vista en tierras casi inexploradas.
Por el otro, responden a la necesidad de obtener una información más objetiva y
confiable con datos útiles para el envío de futuras expediciones. Su fundamento es
señalar los pasos que se deben respetar en el proceso efectivo de ocupación territorial
y sus asientos se estructuran de acuerdo al tipo de travesía que se emprende y por ello
abarcan acciones disímiles como ordenar, poblar, nombrar, fundar, prohibir, castigar
e incluso matar.
De todas maneras estas relaciones pertenecen al ámbito oficial ya que están dirigidas al Rey y el relato se circunscribe a referir los acontecimientos de la peripecia.
Distingo distintos momentos en los que la escritura se acerca y aleja del cumplimiento
del mandato. Sarmiento de Gamboa abandona progresivamente el gesto descriptivo
de la escritura por encargo, que sigue rigurosamente la Instrucción, y empieza a relatar
los acontecimientos.
En el análisis de los escritos que el propio Sarmiento identifica como relaciones
rescato, entonces, el sentido original que brinda el Diccionario de Autoridades cuando
define relación como “la narración o informe que se hace de alguna cosa que sucedió”.
Priorizo así el rasgo narrativo en su escritura que la aleja de un mero pedido de informes.
En la mayoría de los documentos consta en su encabezado el vocablo “viaje” que
define en la escritura una dimensión espacial y que presupone un itinerario. Identifico
los textos como “relatos de viaje”4 para dar cuenta tanto de ese sentido de brindar
informes en un marco oficial de circulación, como de referir los sucesos de un contexto particular de producción: una empresa marítima colonizadora a un confín inhóspito, a los límites del imperio, a un espacio que empieza a configurarse, que no posee
líneas definidas en ningún mapa y que hasta se creía ilusorio.
En la orientación de mi propuesta esta categoría de “relato de viaje” pone en
escena elementos recurrentes en la pluma de un navegante: referencia a los avatares y
4
Elena Altuna (1999: 208) señala también el entrecruzamiento entre Relación geográfica y relato de
viaje y afirma que “ambos tipos de textos proponen, en un desarrollo paralelo a la cartografía, un modo
común de observar y categorizar el espacio indiano”.
118 Telar
curso de los vientos, a la irregularidad de las corrientes, a la disconformidad de los
tripulantes, al estado de las naves y descripción de la geografía: entradas, puertos,
alturas de las aguas. Se enmarcan allí las múltiples realizaciones que involucra la
escritura del viaje: actas de posesión, descripción de derroteros, detalles de los itinerarios, trazado de mapas, planos, relieves.
El primer rasgo sobresaliente del “relato de viaje” es, entonces, la relación espacio-escritura ya que ésta revela el recorrido, el desplazamiento y discurrir de la exploración. El itinerario forma parte de la materia textual hasta tal punto que el acto de
escribir adquiere un paralelismo con el de trazar un mapa. Trazar y escribir son dos de
las acciones fundamentales marcadas por la instrucción, ambas tareas se ejercen sobre
un espacio que mientras es definido por líneas, alturas y distancia, es recorrido y
poseído.
El trazado del mapa y la exposición verbal de la geografía que hace el viajerocartógrafo se constituyen en representaciones determinantes de los nuevos territorios.
Los relatos de viajes de Sarmiento son, entonces, de exploración y contemplan la
configuración territorial. Si bien he señalado que se distinguen de las relaciones geográficas, el espacio es una dimensión determinante tanto en su sentido racional como
en uno emocional ya que las distancias que se atraviesan se llenan de significaciones
tanto para el que las recorre físicamente como para aquél que, desde la distancia y a
través de la lectura, las transita con la mente.5
El segundo aspecto relevante es la alternancia en la escritura del uso de una primera persona, singular y plural, y una tercera del singular que llevó a suponer a algunos
editores que el navegante dictaba sus escritos (Sarabia Viejo: 1988). La consulta de los
documentos originales, conservados en el Archivo General de Indias, permite establecer que los textos autógrafos de las Relaciones presentan la oscilación entre la primera persona del singular y plural y la tercera que se mantiene aun cuando el manuscrito sea una copia. Puedo afirmar que esta oscilación en el uso de los pronombres
personales no responde a un texto dictado y constituye un rasgo con distintos matices.
La tercera persona del singular provoca un efecto de distanciamiento. El que
escribe, Sarmiento, se desdobla en un “él” con el que se autorepresenta, ausentándose.6 Las acciones puntuales están señaladas desde una tercera persona que se inscribe
en la escritura como “Pedro Sarmiento” para, desde un nivel diferente, enumerar las
múltiples actividades que desempeña dentro de la organización de la armada.
5
Sigo las consideraciones de Edward Said (1990). En el caso de las Relaciones Geográficas de Indias,
considero que se trató de alcanzar una sistematización del espacio para constituir un “archivo” de
imágenes objetivas sobre el Nuevo Mundo. Precisamente lo que se intentó con la implementación de
la “Memoria e Instrucción” fue despojar a la descripción del espacio de lo emotivo. Este objetivo del
Consejo de Indias, no siempre se concretó.
6
Emile Benveniste (1971) define la tercera persona como “ausente” o “no persona”.
Telar 119
Pedro Sarmiento solicitó lo que Vuestra Majestad le mandó que le tocaba de
la artillería, municiones, mantenimientos, ropa, para soldados y pobladores;
hizo labrar un bergantín y una lancha, que se habían de llevar abatidas por
piezas para armarlas en el Estrecho, para el descubrimiento y servicio dél;
acudía a todos los acuerdos y oficinas, y procuró lo de los pilotos y maestres
con mucha diligencia. (Relación de 1583: T. I, 197).7
Estas acciones objetivas son las que sostienen el eje narrativo del relato, y por los
detalles específicos que brindan, poseen mayor importancia en un contexto oficial. La
narración de lo vivido es uno de los gestos que organizan el relato de viaje. El distanciamiento, esa “no persona” (Benveniste: 1971) textual es la que traza el mapa cuando
señala alturas, distancias, longitudes, latitudes que se intercalan en el relato de manera
constante. Estos fragmentos son los que revisten información útil para la Corona. La
“no persona” representa al narrador como un geógrafo que cumple estratégicamente
con la función de informar para completar un catálogo utilizable (Foucault: 1992).
La tercera persona funciona también para introducir discursos diferidos que ponen en escena diálogos o extensas alocuciones de aliento a los viajeros. Estos tramos se
insertan en el texto anunciados por la fórmula: “dijo Pedro Sarmiento” que permite
reproducir no sólo lo expresado por el narrador sino también el discurso de los “otros”8
a los que se opone. Precisamente, es la actitud hacia los “otros” la que permite comprender los tonos del discurso. El contexto de la comunicación queda con este recurso
dramatizado.
Este coloquio, aunque sea largo, es notable, y más lo siguiente. (...). “Por
cierto, yo [Flores de Valdés ] no sé para que quiere el Rey poblar las Indias,
que para mí yo creo que no las tiene con buena conciencia”. Vea Vuestra
Majestad si tiene un buen teólogo en él, y que se ha despabilado bien en esta
materia y leído bien9 las relecciones de Fray Francisco de Vitoria, sobre los
títulos de Indias y otros. Cosa es de risa, y muy mayor gastar tiempo en ello
yo, pero porque lo dijo a voces, que todos los que allí estaban lo oyeron, (...)
no pude dejar de responderle primero, como a hombre sin letras. Por lo cual
7
El énfasis en los verbos de acción es mío.
8
Parto del concepto estético sobre el “otro” que recorre las indagaciones de la obra bajtiniana. Para
Bajtín el “otro” es una categoría estética fundada en la mirada del autor sobre su héroe (1995). El
sentido en que uso el término se acerca a estas consideraciones ya que Sarmiento de Gamboa se
representa en su texto a partir de la relación con un otro. Además, he considerado apropiado utilizar
su propuesta porque transciende la reflexión literaria; proporciona, en este caso particular, una lectura
acerca de las relaciones humanas.
9
Uso la cursiva para destacar la ironía con la que Sarmiento se refiere a la falta de conocimientos en
Flores.
120 Telar
Pedro Sarmiento le dijo que le rogaba no tratase de aquella materia, que no
era de su profesión; vivía errado en lo que decía, porque los Reyes de Castilla
y León, dende los Reyes Católicos acá, poseían las Indias con justísimos
títulos (...). (Relación de 1583: T. I, 219-220).
La primera persona del plural marca un nosotros inclusivo donde el narrador se
asimila a los miembros de la tripulación.
Y en algunas partes hallamos tantas perlas en los mejillones que nos pesaba, porque no las podíamos comer, (...) mucho más deseábamos comer que
riquezas, porque muchas veces nos faltaba, porque por aprovechar el tiempo
y por descubrir una punta y otra punta, tasábamos la comida de cuatro días
para diez y entonces procurábamos suplillo con marisco, y las perlas nos lo
impedían. Aquí se veía bien en cuán poco se estiman las riquezas que no son
manjar, cuando hay hambre, y cuán poco son de provecho y cuánto fueron
cuerdos los antiguos, que las riquezas que por tales estimaban eran ganados
mansos y mieses cultivadas. (Relación de 1580: T. I, 40).
En las relaciones sobre el segundo viaje el nosotros se funde para enfrentarse a un
“ellos”. El “nosotros” es una proyección de un “yo” que se enfrenta y contrapone a un
“él”. La primera persona del singular se aleja de la referencia objetiva de los hechos,
se transforma en el centro del relato para exponer una subjetividad traducida en emociones. La escritura desde esta primera persona tiene como destinatario a un “tú”
lector, asimétrico: el rey. Este uso del yo desvía el eje narrativo y descriptivo del texto
y pone al descubierto estados internos.
Ellos, claramente le dijeron, que no lo querían hacer sino dormir, y que yo
no les había de decir aquello, que no me conocían, sino al general, que él era
su gobernador y su general, y no hablaban conmigo; y desde estas palabras se
fueron al general y le contaron lo que había pasado y él los rescibió los brazos
abiertos, y helos aquí amotinados contra mí. ¿Qué haría yo? Callar y trabajar
y considerar mi suerte, y que Diego Flores gozaba de mi sudor y trabajo, y
bebía de mi sangre con los cascos de mi cabeza. (Relación de 1583: T. I, 236).
Esta alternancia en que el narrador se inscribe en el relato permite rastrear sus
representaciones como sujeto textual y las relaciones que establece en distintos momentos con quienes lo acompañan en la travesía.
Si el vínculo racional con el espacio es guiado por el acto imperial de dominio, el
emocional establece una relación en la que se involucra el propio cuerpo que lo atraviesa. Esto permite reconocer los momentos de euforia y desencanto que transmiten
Telar 121
los textos de acuerdo a la vivencia con respecto al entorno e introduce la consideración de un tercer aspecto.
Beatriz Pastor (1983) despliega en los textos que analiza (Colón, Cortés, Alvar
Núñez, Lope de Aguirre) dos momentos: uno mitificador que transmite la visión de
América como botín y otro demitificador que se concreta en dos expresiones: el
naufragio y la rebeldía.
Los relatos de viajes de Sarmiento exhiben componentes comunes con el
demitificador: el paisaje desaparece como concepto estético y la naturaleza se torna
indominable; la exploración se denigra en vagabundeo y la escritura se orienta hacia la
de servicio. Pero si bien en los relatos se advierte este movimiento descendente, ya que
el cartógrafo del texto de 1580 se transformará, en el de 1584, en un náufrago y en un
suplicante en la Sumaria Relación de 1590, jamás se aparta de los objetivos colonizadores. Los expedicionarios harapientos son la representación épica de un héroe que
posee un grado tal de sometimiento al Rey que desconoce la agonía de sus hombres.
Denomino a este proceso de entrecruzamiento, que se apodera de la escritura de
manera paulatina, narrativa del desamparo, atravesado, tanto por los elementos que
intervienen en la narrativa del fracaso, como por los que aparecen en la exaltación del
momento mitificador.
La categoría de narrativa del desamparo se articula alrededor de la imagen del
abandono que sufren Sarmiento de Gamboa y sus pobladores, principalmente en la
Relación de 1584. Abandono en el que convergen diversos factores como la displicencia de Flores de Valdés (que es quien instaura en la escritura el abandono), el desplazamiento al que es sometido Sarmiento quien refuerza esta construcción presentándose
como “echado al rincón”, “con las manos atadas”, pero sobre todo como “mártir de
Vuestra Majestad”. Además, esta narrativa del desamparo se observa en la búsqueda
infructuosa de auxilio tematizada a través de la carencia de ropa, alimentos, refugio.
El deterioro corroe dos elementos imprescindibles para el navegante y expedicionario: el barco y el calzado.
A diferencia de los viajeros que recorren el espacio caminando, quien navega
establece con el barco una proyección de sí mismo. El caminante puede recorrer
territorios extensos sin compañía, con un medio propio: su cuerpo.10 El barco, en
10
Sigo algunas de las consideraciones de Silvia Tieffemberg (2005) quien ha trabajado la figura del
caminante en la Descripción del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile (1603) de Reginaldo de Lizárraga.
En el período colonial existen otros textos que presentan a quienes recorren grandes extensiones
caminando como Nueva Corónica y buen gobierno de Guamán Poma de Ayala quien se representa, en
uno de sus inconfundibles dibujos, emprendiendo el camino apoyado en un bastón y El Lazarillo de
ciegos caminantes de Alonso Carrió de Lavandera en el siglo XVIII, relato en el que el protagonista
recorre novecientas cuarenta y seis leguas en diecinueve meses.
Elena Altuna (2002: 208) señala que en la nueva versión del “Cuestionario” elaborada en 1604 se
122 Telar
tanto, es un medio que colectiviza la experiencia del viaje.
Advierto que cuando el transcurrir del relato se desarrolla en los barcos se genera
un mundo en el que se fusionan palabras técnicas con los nombres de las enfermedades
que afectan a los hombres y de las que deterioran los navíos. Los barcos inmóviles,
presencias silenciosas, acompañan el proceso de desintegración de la empresa. En la
medida en que son corroídos por la broma que invade maderas y jarcias, Sarmiento es
diezmado interiormente por la desesperación y las hostilidades. La voracidad de los
gusanos que arruina los navíos se asimila a la presencia también destructiva de Flores
que invade la escritura.
Las tensas situaciones que genera la travesía forman parte de este mundo. En la
escritura está siempre presente el temor al motín y la huida, dos facetas distintas pero
complementarias de la traición. El viento, las corrientes, los movimientos del mar son
la permanente amenaza del naufragio que se inscribe con patetismo contundente en el
cuerpo de los ahogados.
El desamparo se inscribe luego en la desorientación que domina a los que marchan. El del Estrecho es un espacio no delimitado, en cual no existen rutas ni vías que
puedan guiarlos en su recorrido. Adquiere un protagonismo desbordante y mesiánico
la figura de Pedro Sarmiento, quien recorre el territorio con los mismos recursos con
los que surca los mares. El navegante se une al que camina en un penoso vagabundeo
- naufragio que, sin rumbo, sin mapas, ni portulanos, los conduce a ninguna parte. El
único punto de referencia que se posee es el propio cuerpo.
Pedro Sarmiento como no había camino ni guía, siempre iba adelante,
descubriendo y buscando paso; y acertado por la aguja de navegar, como
quien navega por la mar, marcando la tierra, valles y sierras, ensenadas y
canales, arrecifes y puntas, y acometiéndolo él primero, hacía vía para los
demás, que así convenía, por no haber allí otro sino él que hubiese pasado
semejantes trabajos en Indias. (Relación de 1584: T. II, 41).
La escritura refleja también la mortificación del Gobernador ya que éste siempre
asume la jerarquía de su rol tratando de brindar alivio (curar las heridas, alentarlos
mientras caminan exhaustos). Sarmiento se representa como un “Adelantado” inquebrantable ante la adversidad. El trayecto es referido desde una primera persona del
plural que colectiviza en una sola voz la experiencia del desconsuelo.
La narrativa del desamparo es decididamente “corpórea”, ya que el sufrimiento
menciona por primera vez la figura del caminante y afirma que el mismo “en virtud de la experiencia
adquirida, produce una información basada en ‘lo visto y lo vivido’, lo que otorga a los textos una
fuerte dimensión pragmática”.
Telar 123
ingresa al discurso. Margo Glantz (1992) afirma que la escritura corpórea es aquella
en la que el cuerpo se implica, “es una escritura de bulto” que da cuenta en el cuerpo
del texto de las “señales” indelebles, como una suerte de “tatuajes”, recibidas en el
físico (20). El cuerpo es lo más expuesto al dolor en un espacio invariablemente hostil
y el que recibe las marcas del contacto con ese nuevo territorio.
La imagen que define al náufrago es la de la desnudez como un signo cultural,
“como maldición”, ya que señala que se ha dejado de pertenecer al espacio social del
que se ha partido.11 La imagen que marca, de manera contundente, el estadio del
desamparo, y ya no en términos culturales o de pertenencia, es la de los pies descalzos
y lastimados puesto que connotan la incapacidad de caminar, de moverse.
Y cuando llegábamos a hacer noche era bajamar. Allí, las más veces, se
hallaba tanto marisco de esto, que toda la noche no hacían sino comer, con
que se olvidaban de la falta de comida y hambre que teníamos, (...) y también
con ir los más descalzos, porque como toda es gente pobrísima y el viaje duró
tanto, si alguno tenía algo, lo vendió en las invernadas de los puertos del Brasil
y lo gastó; y los zapatos de la munición se perdieron en la Arriola, y los
alpargates que se les dieron en la Ciudad de Jesús, como eran podridos y
mareados, duraríanles muy poco, que ya llevaban sino los pies llagados e
hinchados. (Relación de 1584: T. II, 39).
La reiteración de la imagen de los pies descalzos es metonímica ya que a partir de
ella se define el estado infrahumano al que se ven sometidos los pobladores. La quietud, el no poder avanzar con los demás es equivalente al abandono, al dejarse morir,
deseo que expresan muchos de los hombres que acompañan a Sarmiento. Covarrubias
en su Tesoro de la lengua castellana señala que en “algunas partes llaman desamparados
a los que se hallan muertos en los caminos y en las calles”. La presencia de los cuerpos
inertes que van marcando como líneas un periplo de hambre y desolación, es el punto
máximo para denotar el estado de orfandad en el que se encuentran los peregrinos.
Sarmiento no puede amparar a sus hombres, no puede brindar el refugio, pero la
escritura “viste”, ante tantas imposibilidades, el cuerpo sufriente con palabras de
ánimo y con extensos y vehementes discursos argumentativos que se reproducen
escénicamente. En ellos se apela, como estrategia fundamental, a la ejemplificación
por medio de las figuras de descubridores, conquistadores y viajeros emblemáticos
que han padecido, al igual que él y sus hombres, las inclemencias en las nuevas tierras,
abatimiento que ha sido redimido con enormes riquezas y tierras.
11
El ejemplo paradigmático del que parte la autora es el de Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
En su proemio el narrador deja asentada la condición de desnudez de quien ha deambulado durante
años por tierras desconocidas.
124 Telar
Los pies descalzos y llagados de los peregrinos y las naves que se deshacen y
pulverizan delinean el marco de estropicio que ingresa a la exploración e invade todos
los niveles textuales.
He afirmado que los relatos del navegante marcan un movimiento descendente en
el cual el cartógrafo, si bien se transforma en un desamparado, nunca se aparta de los
objetivos colonizadores. Entonces, ¿cómo se evidencia en los relatos, la continuidad
del proyecto colonizador que me permite hablar de la narrativa del desamparo como
un entrecruzamiento? ¿Cómo si la escritura expone no sólo un cuerpo sufriente sino
descarnado en el cual los hombres se han transformado, como afirma el propio Sarmiento, en una procesión de estantiguas deformes y él mismo reducido a unos “pellejos” (Relación de 1584)?
Considero que la actitud paradigmática y mitificadora del colonizador es revelada en el reiterado acto de nombrar, en la fundación de dos ciudades, en las numerosas
actas de posesión y en la elaboración de los planos, en la proyección de puertos, en la
descripción de la naturaleza, de las entradas, que se intercalan en todas las relaciones.
En la escritura no se abandona el móvil colonizador ni la pertenencia a la Corona, no
hay un cambio de percepción con respecto a los fines de la empresa, o sea que tampoco
en relación a las características del espacio que se pretende poblar. El que empuña la
pluma se representa siempre como un vasallo que reúne en su construcción no sólo un
valor desmedido que le permite seguir, sin flaquezas, con las instrucciones, sino también una lealtad a prueba de infortunios.
En la Sumaria Relación de 1590, estructurada a partir de un movimiento narrativo
que tiene por objeto reclamar una recompensa por los esfuerzos realizados y que se
acerca a las escrituras denominadas “probanza de méritos y servicio”, aún continúa
presente la impronta colonizadora. La presentación del sufrimiento es un servicio que
acredita recompensas. Para ello el sujeto inscribe el padecimiento físico en el espacio
textual mostrando las marcas imborrables que ha dejado: “fue tullido y encaneció y
perdió los dientes” (164). Pero a pesar de este derrumbamiento esgrime:
Y para la ejecución dello, si este flaco vasallo y criado de Vuestra Majestad
prestare de algo, non recuso laborem sobre todos los pasados, lo cual, con alegre
rostro y pronta voluntad, con los filos que siempre, y más agora, que es más
necesario, con mis industrias, mediante Dios, abrazaré hasta lo acabar o la
vida, habiendo de dar sólo la cuenta dello, que cierto no conviene al servicio
de Vuestra Majestad dar yo cuenta de faltas ajenas, pudiendo apenas dala de la
mías. (Relación de 1590: T. II, 167).
Esta Sumaria Relación posee un referente que materialmente ha desaparecido y
que sólo subsiste en el espacio textual. El suyo es el testimonio de una empresa de la
Telar 125
que sólo quedan vestigios. El Gobernador nunca podrá concretar el regreso para
ayudar a quienes lo necesitan, tampoco la escritura podrá dar cuenta de la trayectoria
de desamparo a la que han sido condenados los hombres y mujeres del Estrecho. Esa
escritura inexistente referiría un recorrido de hambre, desnudez, frío, miseria... muerte.
Sarmiento ignoraba que en la mañana del seis de enero de 1587 una flota inglesa
comandada por Thomas Cavendish atraviesa el Estrecho de Magallanes. El maestre
de la empresa refiere uno de los acontecimientos impensados que les deparó esa incursión.
El día 7, entre la boca del Estrecho y su mayor angostura, tomamos un
español llamado Hernando, que se encontraba allí con otros 23 españoles,
último resto de cuatrocientos españoles dejados allí tres años antes, en esos
Estrechos de Magallanes; todos los demás habían muerto de hambre. (...).
Los españoles que estaban allí habían venido a fortificar los Estrechos, con
el fin de que ninguna nación tuviera paso por ellos al Mar del Sur, salvo ellos,
pero, según parece, ésa no fue la voluntad de Dios. Porque durante el tiempo
que estuvieron allí, que fueron por lo menos dos años, jamás pudieron tener
cosa que creciera o que de cierto modo prosperara. Y, por otra parte, los
indios caían a menudo sobre ellos, hasta que sus bastimentos se volvieron tan
escasos (...) que murieron como perros en sus casas, y vestidos, y así los
encontramos a nuestra llegada.12
Por esto afirmo que sólo el ejercicio de la escritura es el que permite trazar y
reconstruir, con su pluma, las ruinas de las ciudades abandonadas. Los nuevos servicios que ofrece al Rey son para emprender un viaje irrealizable donde perviven las
resonancias de voces sombrías acosadas por el hambre y abatidas por el olvido y el
abandono.
En la escritura de los relatos de viajes sarmientinos se exponen las diversas representaciones de un sujeto textual y se reflejan las certezas, quiebres y reclamos de una
voz. El detalle de ese patrimonio integrado por restos gastados es el que revela sus
tonos.
12
El título completo del texto es “El admirable y próspero viaje del venerable maestre Thomas
Candish, de Trinley, condado de Suffolk al Mar del Sur, y desde allí alrededor del mundo, comenzando en el año 1586 de Nuestro Señor, y terminado en 1588. Escrito por el maestre Francis Pretty,
últimamente en Ey, Suffolk, un gentilhombre que participó en el viaje” y fue publicado en 1927 en
Hakluyt’s Voyages. VIII. Londres, pp. 206-255. Tomo esta cita de la edición de Rosenblat quien tradujo
fragmentos del texto en el “Epílogo” a Viajes al Estrecho, II (367-372).
126 Telar
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Telar 127
El Diario de Francisco de Miranda y la
representación ilustrada del mundo
MARÍA CAROLINA SÁNCHEZ
Universidad Nacional de Tucumán
CONICET
Introducción
Antes de convertirse en uno de los precursores de la independencia de las colonias
hispánicas del Nuevo Mundo, Francisco de Miranda (1750-1816) fue un inagotable
viajero preocupado no sólo por recorrer gran parte de Estados Unidos y Europa1 sino
también por consignar en su Diario (1771-1791)2 descripciones exhaustivas de lo visto
en cada lugar. El periplo, originado en un conflicto personal con el estado español,
marca una primera ruptura respecto de su condición de súbdito de este imperio y
constituye un paso decisivo en la emergencia y maduración de su proyecto de emancipación continental.
Con el objetivo de hacer carrera militar en la metrópoli, Miranda abandona su
ciudad natal, Caracas, y se embarca rumbo a España en 1771. Incorporado al ejército,
interviene en dos guerras. Participa en diciembre de 1774 en la defensa de la plaza de
Melilla, posesión española en el Norte de África, sitiada por las fuerzas del sultán de
Marruecos y forma parte en 1780 de las tropas españolas de apoyo a la revolución de
independencia de los Estados Unidos donde combate en el sitio de Pensacola, ocupada por escuadras británicas. Estas misiones concluyen con la victoria de las armas de
la monarquía hispánica.
Desde su ingreso al servicio a la Corona, Miranda, libre pensador y voraz lector
de textos prohibidos, resulta sospechoso para la Inquisición. Por otra parte, los constantes conflictos con sus superiores en la esfera militar perjudican su imagen ante el
poder real. La serie de actitudes adversas hacia su persona –ascensos demorados,
arrestos a su entender motivados en animosidades, acusaciones falsas– se agrava a tal
1
Miranda recorre Estados Unidos, Inglaterra, Prusia, Austria, Hungría, los Países Bajos, Italia, Grecia,
Rusia, Suecia, Noruega, Dinamarca, Francia y Constantinopla.
2
Archivo del General Miranda (1929-1930). I-IV. Edición al cuidado de Vicente Dávila. Caracas: Sur
América. Como se indicará más adelante el Diario de Francisco de Miranda está incluido en un archivo
más amplio y abarca, en la edición citada, los tres primeros tomos completos y parte del cuarto. En las
citas realizadas en este trabajo se indicará, por lo tanto, el número de tomo del cual han sido extraídas.
128 Telar
punto que en 1783 luego de la guerra en Estados Unidos y radicado en Cuba, Miranda
decide desertar del ejército a causa de una orden dictada por Carlos III que establecía
su arresto e inmediato traslado a Madrid.
Bajo estas circunstancias emprende un viaje que comienza con una visita a la
reciente república nacida en América del Norte. A partir de este momento, se asume
como viajero ilustrado y se dedica durante seis años (1783-1789)3 a recorrer diferentes
países con el fin de instruirse aunque su condición de prófugo de la monarquía española lo expone a repetidas emboscadas y sinsabores. No obstante, desconociendo la
magnitud de la enemistad que despertó en la Corte, insiste en resolver su situación a
través de un retiro legítimo.
Su decisión de viajar, precipitada por una coyuntura desfavorable, forma parte de
un proyecto personal cuya concreción anhela desde hace tiempo. Recién llegado a
España, comienza a prepararse para este objetivo y se dedica al estudio de inglés y
francés. Sólo espera un momento propicio para iniciar un periplo cuyo fruto sería la
formación de un “hombre sólido” forjado a través del contacto directo con diferentes
sociedades e informado sobre sus múltiples expresiones.4
3
A fin de esclarecer la confusión que puede suscitarse cuando se indica que el viaje de Miranda se
inicia en 1783 y que el Diario abarca desde 1771 puede señalarse que su autor reúne bajo este nombre
varios textos, entre ellos: “Diario de Melilla” y “Diario de Panzacola” que dan cuenta de su ejercicio
como militar de la monarquía hispánica, “A Journal of the seige of Penzacola West Florida 1781”,
relato de guerra de un oficial del ejército inglés y apartados como “Retratos de hombres ilustres que
están en la biblioteca del Escorial”, “Descripción del Palacio nuevo de Madrid”, “Descripción del
Palacio viejo del Retiro”, en los que ya se anuncian sus ansias por conocer a fondo los lugares que
recorre. Luego de desertar del Ejército español, la palabra “viaje” empieza a titular sus anotaciones. El
primero de este nuevo tipo de encabezados es “Viaje por los Estados Unidos de la América del Norte”
de junio de 1783. Es por ello que puede considerarse que el periplo propiamente dicho comienza en
este último punto. En la sucesión de los diarios mencionados no existe conexión; además la escritura
mirandina en estos textos se caracteriza por un marcado laconismo en cuanto a informaciones relativas
al yo. El autor omite, al iniciar su viaje por este país, referencias a su abandono del ejército de la corona.
Este vacío informativo ha debido completarse con la consulta de biografías sobre Miranda. En sentido
estricto, la escritura del viaje, objeto de estudio de este trabajo, se extiende entre 1783 y 1789, año en
que regresa a Londres y se dedica, hasta 1791, a completar su notas y consignar desplazamientos
menores.
4
En la Carta que Miranda dirige a Juan Manuel de Cacigal, general de su regimiento, y única persona
que asume su defensa en la Corte, le anuncia su viaje en los siguiente términos: “(...) dirigirme á los
Estados Unidos de America, no sólo fue por substraerme á la tropelía que con migo se intento, sino
para dar al mismo tiempo principio á mis viages en países extrangeros, que save V. fue siempre mi
intención concluida la Guerra; con este propio designio he cultivado de antemano con exmero los
principales Idiomas de la Europa que fueron la profesión en que desde mis tiernos años, me colocó la
suerte, y mi nacimiento. Todos estos principios (que aun no son otra cosa); toda esta simiente, que no
to
con pequeño afán, y gastos se ha estado sembrando en mi entendim por espacio de treinta años que
tengo de edad, quedaria desde luego sin fruto, ni provecho por falta de cultura á tiempo: La experiencia, y conocimiento que el hombre adquiere, visitando y examinando personalmente con inteligencia
prolixa en el gran libro del Universo; las sociedades más savias y virtuosas que le Componen; sus
Leyes, Govierno, Agricultura, Policía, Comercio, arte militar, Navegación, Siencias, Artes &... es lo
que unicamente puede sazonar el fruto y completar en algún modo la obra magna de formar un hombre
sólido, y de Provecho!”. Archivo del General Miranda (1930): VII, p. 9.
Telar 129
El Diario, objeto de análisis de este trabajo, no contiene ninguna evocación o
noticia de su tierra natal como tampoco referencias acerca de sus planes de emancipación, a pesar de que en escritos simultáneos a sus notas de viaje comience a vislumbrar
el proyecto. En el registro de su periplo el autor se ajusta en sentido estricto a detallar
lo visto en cada uno de los lugares que atraviesa.5 Sin embargo, este texto podría
considerarse entre aquellos “significativos para la organización de la cultura” (Mignolo,
1981: 57);6 el modo de representación del mundo que traza, cuestiona los cimientos
sobre los que se funda el imperio español.
El Diario también tiene una historia. Incluido por su autor en un archivo de papeles personales, es posible pensar que no lo concibe como libro a publicar sino como
conjunto de notas útiles para recordar todo lo observado durante su itinerario y forjarse a sí mismo según el modelo de hombre culto del siglo XVIII, es decir, como viajero
conocedor de diferentes sociedades e informado de sus aspectos más relevantes.7
Miranda se aplica, desde el inicio de su trámite para ingresar al ejército, al acopio
de papeles; algunos de ellos escritos por él y otros pertenecientes a terceros, que
recopila por tratarse de documentos de sus actuaciones, cartas que le fueron dirigidas
o artículos sobre temas que despertaron su interés. Este material reunido entre 1771 y
1810 integra un voluminoso archivo de sesenta y tres tomos ordenados personalmente
antes de embarcarse rumbo a América con el fin de poner en marcha sus planes
emancipatorios.8 Realizado esto, los unifica bajo el título de Colombeia, denominación
compuesta a partir de una derivación griega para significar “asuntos relativos a Colombia”, nombre, este último, con el que pretende designar al conjunto de colonias
próximo a independizarse.
La suerte de este conjunto de textos es tan intrincada como la de su propietario
quien, antes de caer prisionero de las fuerzas españolas y de ser trasladado a las cárce5
Este artículo forma parte de una investigación más amplia en torno del Diario (1771-1791) de
Miranda. En uno de sus apartados, analicé este corpus a partir de su inscripción dentro del tipo
discursivo de los relatos de viaje y su especificidad en la escritura mirandina.
6
Como se sabe, Walter Mignolo (1981) propone, la noción “texto de cultura” para destacar el valor
de algunos escritos para la memoria colectiva.
7
De acuerdo con las características generales del Diario se puede concluir que se trata de un escrito de
orden privado en el que el propio autor es el único destinatario previsto. La ambigüedad de algunas
frases, la ligereza de las anotaciones, evidente incluso en el uso de abreviaturas, lo descuidado de la
redacción de algunos pasajes y lo estereotipado de las descripciones, dan cuenta de un escrito sólo en
función del yo que, al no plantearse un receptor, no busca la inteligibilidad ni se preocupa por el
cuidado de la expresión.
8
El ordenamiento dispuesto consta de tres grandes secciones que a su vez presentan respectivas
subdivisiones. La primera, llamada Viajes, incluye Diario, Actuaciones y Documentos, Cartas de Miranda
y Cartas a Miranda, una Miscelánea e Impresos. La segunda, Revolución Francesa, reúne Correspondencias, Procesos Judiciales, Defensa, Memoriales y Cartas de mujeres. Finalmente, la tercera, Negociaciones,
atañe al proyecto de independencia de las colonias españolas en América. Esta sección contiene cartas
y esbozos preliminares.
130 Telar
les de Cádiz donde culminarían sus días, lo remite en 1812 a Curazao a nombre de
unos amigos de confianza. La aduana de este país, al juzgarlos de interés, entrega la
documentación al gobernador británico Hodgson y éste la envía a Londres donde
queda en posesión de Lord Bathurst, ministro de Guerra y Colonias de la corona
británica. Hacia 1830, el archivo pasa a la residencia privada del ministro en
Cirencester. Allí el historiador William Robertson en 1922 lo descubre luego de estar
extraviado casi un siglo. A partir de este hallazgo, el gobierno de Venezuela negocia
con Inglaterra la adquisición del manuscrito y, una vez concluido el examen de su
contenido, ordena su edición completa.9
El Diario de Francisco de Miranda y la
representación ilustrada del mundo
El análisis del Diario expuesto a continuación adopta la propuesta sugerida por
Miguel Alberto Guérin respecto a estudiar los relatos de viaje “como constituyentes
de un tipo, no sólo a partir de su tópica o de su retórica (...) sino con referencia a las
actitudes cognoscitivas predominantes en el momento del devenir del sistema
sociocultural (...) en que son producidos” (1992: 4). De acuerdo con este enfoque, se
procurará indagar el tipo de relación epistemológica que Miranda, en tanto viajeroescritor, establece con el mundo que lo rodea y, a su vez, trazar conexiones entre esta
forma de aprehender la realidad y las representaciones del mundo, del hombre, del
conocimiento y de la verdad surgidas a partir de la Ilustración.
A fin de definir el modo de conocer de Miranda, me parece interesante plantear
como estrategia la comparación con otro viajero americano, Domingo Faustino Sarmiento, quien realiza un itinerario similar en los años de vigencia del Romanticismo.
Considero que el contraste entre ambos enriquece y permite iluminar algunos aspectos de la “actitud cognoscitiva” mirandina que, sin esta diferenciación, quizás no
9
Existen dos ediciones completas de los papeles mirandinos. La primera de ellas, Archivo del General
Miranda, se inicia en 1929 y culmina en 1950. Abarca veinticuatro tomos cuya publicación, sucesiva
en el caso de los primeros catorce entre 1929-1933 y a cargo de Vicente Dávila, se paraliza hasta 1938
en que sólo se edita el decimoquinto bajo la supervisión de una Junta Directiva de la Academia
Nacional de Historia. Los volúmenes restantes se concluyen hacia 1950 preparados por una comisión
de la Academia Nacional de Historia y de la Academia Venezolana de la Lengua. Esta obra se
caracteriza por su fidelidad al manuscrito en cuanto a la disposición de los documentos, su reproducción en la lengua original en que fueron compuestos y el mantenimiento de las convenciones de la
lengua escrita propias del siglo XVIII. La otra edición, Colombeia, consta de doce tomos y surge como
un proyecto de publicación diferente al emprendimiento anterior. Coordinado por Josefina Rodríguez
de Alonso, los criterios de este trabajo son: el ordenamiento cronológico de los diferentes textos, la
traducción al español de aquellos originalmente compuestos en otro idioma y la adaptación, en todos
los casos, a la normativa ortográfica vigente en la actualidad. Esta iniciativa realizada a partir de 1978
se interrumpe en 1988 sin alcanzar a publicar la totalidad del contenido del archivo.
Telar 131
adquirirían relieve.10 Por otra parte, la posición del viajero argentino para comprender
el mundo constituye una vertiente complementaria, que forjada en el siglo XIX, se
integra a la Modernidad a partir de un diálogo crítico con las formas de representación
concebidas por el Iluminismo.
Entre las preocupaciones que Sarmiento expone en el “Prólogo” a sus Viajes
(1993: 3-7)11 –la búsqueda de originalidad ante la innumerable cantidad de relatos de
viajes existentes, la dificultad de escribir sobre el antiguo continente, materia ya conocida, las desventajas de los autores americanos para ser tomados en cuenta por la
metrópoli francesa– ocupan un lugar importante las consideraciones acerca de su
“turbio y míope” ojo, sin la preparación adecuada para contemplar el “Viejo Mundo”, a causa de su origen americano. Antes de introducirse en el asunto de su libro,
comienza por problematizar su capacidad para conocer y admite sus condicionamientos.
Si esto ocurre de ordinario, mayor se hace todavía la dificultad de escribir
viajes, si el viajero sale de las sociedades ménos adelantadas, para darse cuenta de otras que lo son mas. Entónces se siente la incapacidad de observar, por
falta de necesaria preparacion de espíritu, que deja turbio i míope el ojo, a
causa de lo dilatado de las vistas, i la multiplicidad de los objetos que en ellas
se encierran. (...) Nuestra percepción está aun embotada, mal despejado el
juicio, rudo el sentimiento de lo bello, e incompletas nuestras nociones sobre
la historia, la política, la filosofía i las bellas letras de aquellos pueblos (...)
(4).
A diferencia de Sarmiento y de tantos otros viajeros, Miranda no cuestiona sus
posibilidades de acceder al conocimiento. Es llamativa la omisión en su extenso Diario de este tipo de reflexiones, frecuentes en los relatos de viajes, acerca de la conciencia de ciertas limitaciones para definir lo desconocido. Por el contrario, su descripción
de lo visto no presenta vacilaciones, es categórica, autosuficiente y no reconoce obstáculos para dar cuenta de las cosas.
La primera impresión que producen sus notas de viaje es la de una heterogeneidad
difícil de sistematizar por la gran variedad de datos correspondientes a diferentes tipos
de objetos. El viajero describe gabinetes de historia natural, cultivos, manufacturas,
fortificaciones militares, prisiones, iglesias, pinturas, ruinas, leyes y costumbres y
10
Es necesario aclarar que las referencias a Sarmiento tienen la función de contextualizar y definir con
mayor precisión las “actitudes cognoscitivas” de Miranda sin constituir, en el marco de este trabajo, un
objeto de estudio.
11
Debe tenerse en cuenta que una diferencia importante entre el relato de viajes de Miranda y el de
Sarmiento es la voluntad de este último de publicar su texto y de incluirlo en la institución literaria.
132 Telar
siempre se desenvuelve con precisión. Su capacidad cognoscitiva se muestra intacta,
sin fisuras. En todos los casos, actúa una mirada omnipotente que explica la realidad
hasta en sus más ínfimos detalles.
Su registro pasa de un objeto a otro y, por ello, la lectura del Diario deja la impresión de un texto disperso. No obstante, esta disgregación es sólo aparente, pues todas
las direcciones emprendidas se sustentan en un mismo núcleo. Expandir y acrecentar
los conocimientos sobre el mundo en la pluralidad de sus expresiones es el acto visible, tras el cual subyace como punto de unificación la actividad de la “razón” tal como
se la concibe en el siglo XVIII. De un modo similar a este comportamiento mirandino
caracteriza Ernst Cassirer, en su ya clásico estudio, el principio rector que, bajo la idea
de progreso espiritual y acumulación de conocimientos, rige la filosofía de la Ilustración:
Se busca la multiplicidad para con ella y a través de ella tomar conciencia
de esta unidad; se entrega uno a la amplitud del saber (...) con la segura previsión de que ni debilita ni disuelve al espíritu, sino, por el contrario, lo regresa
hacia sí mismo y en sí mismo lo “concentra”. Pues constantemente se pone de
manifiesto que las diversas direcciones que el espíritu tiene que emprender, si
pretende descifrar la totalidad de la realidad y formarse la imagen correspondiente, sólo en apariencia divergen. Estas direcciones, consideradas objetivamente, aparecen divergentes, pero las diferentes energías del espíritu se adensan
en su centro de fuerza común. La multiplicidad y variedad de los ámbitos en
que se mueve significan tan sólo el despliegue y el desarrollo completo de una
fuerza por esencia homogénea y unitariamente informadora. Cuando el siglo
XVIII quiere designar esta fuerza, cuando pretende condensar su esencia en
una sola palabra, apela al sustantivo razón. La razón se convierte en un punto
unitario y central. (Cassirer, 1997: 19-20).
La pluralidad de fenómenos del mundo presentes en el Diario converge en este
gesto de conocer que en él se despliega. En lugar de focalizar las múltiples cosas sin
articulación entre sí recogidas por Miranda, resulta más productivo interrogarse entonces por la forma en que el autor opera para apropiarse de ellas.
En sus extensas descripciones, el viajero prosigue un método que se rige por la
observación directa. Confía a su ojo el apresamiento de las particularidades de los
diferentes objetos que enfoca. Se trata de conocer a partir de la experiencia sensible y
luego procesar lo visto en su Diario. Tomar contacto con los fenómenos y escribir con
inmediatez acerca de ellos, para evitar los riesgos de la evocación, es su comportamiento habitual.
Esta dirección que el viajero emprende en la búsqueda del conocimiento presenta
Telar 133
puntos de contacto con el método que prosigue el pensamiento iluminista, inspirado a
su vez en las ciencias naturales. Los principios gnoseológicos que sustentan el modelo
científico y hacen posible su portentoso avance en el dominio de la naturaleza se basan
en “una nueva alianza entre lo positivo y lo racional” (Cassirer, 1997: 23). El saber se
construye a partir del contacto directo con los hechos. La observación permite descubrir las leyes que los gobiernan. Esto presupone cierta regularidad en lo real y una
conciencia capaz de desentrañar su lógica.
El espíritu tiene que abandonarse a la plenitud de los fenómenos y regularse
incesantemente por ellos (...) y lejos de perderse en aquella plenitud, encontrar en ella su propia verdad y medida. De este modo se alcanza la auténtica
correlación de “sujeto” y “objeto”, de “verdad” y de “realidad” y se establece entre ellos la forma de adecuación, de correspondencia que es condición de
todo conocimiento científico. (Cassirer, 1997: 23).
Miranda, impregnado por esta razón científica, privilegia los aportes adquiridos
a través de la experiencia sensible. Todos los objetos deben caer bajo su examen visual.
Ver y conocer son dos actos indisociables para el viajero quien, en una oportunidad y
ante la negativa de su ocasional compañero de viaje a descender en las excavaciones
mineras expresa: “y sin embargo pretende saverlo todo” (Miranda: III, 17). Lo empírico constituye una instancia decisiva, el punto de partida obligado al extremo de
exponerse a distintos riesgos físicos para lograr observar.
...fuimos á la boca de la mina que es mui ancha y profundissima— no me
querian bajar, y mi compañero se oponia hasta amenazarme con que se hiria,
&c.... mas al fin contra todos fui a baxo solo acompañado de un minero. (III:
12). 12
Esta razón científica que configura el ojo mirandino se advierte también en sus
descripciones saturadas de datos geométricos y numéricos. Influido por el espíritu
matemático, su representación de lo fáctico recurre constantemente a cifras: “Poblacion
50.000 personas— 34 combentos de monjas y frailes” (II: 30), “La Biblioteca que es
dadiva pralmte de Benedicto 14. contiene segun me informó el Custo de 122.000
volumenes, y no está mal ordenada” (II: 37), “se monta sobre la cupola por una escala
triangular muy ingeniosa de 190 escalones...” (II: 61). Las cuantificaciones permanentes dan por resultado notas estereotipadas a la vez que son precisiones útiles en su
12
e
En otro lugar Miranda dice: “(...) me quedé admirado de la abilidad con q un siclope de aquellos
forma una barra de hierro (...) como si fuese una masa (...) por tan curioso me quemé los dedos” (III:
11).
134 Telar
afán por especificar hasta el menor detalle todo lo visto. La razón analítica, que descompone los fenómenos en cada una de sus partes, se advierte en la forma de inventario característica de sus apuntes. En un caso, detalla objeto tras objeto existente en una
habitación. Las enumeraciones constituyen su modo de absorber lo real.
Fui á vér el Gavinete de Historia-naturál del Principe, que realmente es uno
de los mejores de toda la Europa---- está dispuesta en 5 Salas mas bien pequeñas; mas con buen orn.---- noté al entrár varias obras de marfil, qe perfectamente representan casas, y Pabillones chinescos con suma perfeccion sin duda-- sus embarcaciones &c.--- Luego se vé una Colección de mariposas- é insectos
la mas completa acaso que existe--- y bellissima á la verdad.--- en la 2ª Sala una
Coleccion hermosissima de Plantas marinas.--- y Grandissimo Hipopothamo
del Cabo de buena esperanza muy bien conservado (el maior que he visto) y
un otro pequeño del Nilo--- balgame Dios que inmensa mole.... tambien un
Topacio el maior que se Conose, pesa 12. Libras, y vino de Ceilan.... (...), y el
mejór fuerte amarillo que quiera verse. ----Quadrupedos, y Aves, minerales,
(...) bien conservados, y ordenado; (...).---un Sagitarius que llaman, del Cabo
de buena esperanza, es hermosa, y baliente ave— tambn una bella aguila de La
Suissa—y un Casoway hermoso -- y un Nido de pajaro construido con suma
sagacidad. (III: 297-298).
Estas “actitudes cognoscitivas” indicadas con respecto al Diario presentan puntos
de contacto con las exhibidas en los relatos de viajes científicos, forma predominante
que este tipo discursivo adopta durante el siglo XVIII. Como ha señalado Mary Louise
Pratt, sus actores son viajeros instruidos en la historia natural que se lanzan a clasificar
la vegetación por diferentes regiones del mundo. La descripción se realiza con el
lenguaje taxonómico de esta disciplina que produce un efecto ordenador sobre las
diferentes variedades de plantas (Pratt, 1997: 96). Focalizados en un objeto puntual
como es el caso de la naturaleza y con una formación disciplinaria específica, tales
viajeros manifiestan con mayor intensidad que Miranda las características de esta
racionalidad científica, agudizada por la pertenencia a la historia natural.
Nicolás Casullo elabora para cada etapa histórica, diferentes “escenas imaginarias” que le permiten desentrañar los aspectos esenciales de la configuración de una
cultura en el tiempo. Estas imágenes pictórico-teatrales representan el sustento invisible que explica una determinada época, y de ellas se desprenden numerosas escenas
reales de la historia. La imagen que el autor compone para definir la Modernidad es la
de “un sujeto frente a un objeto”.
Esa escena no sólo instituye el método racional, científico, claro para asumir al objeto, sino que también instituye la representación del sujeto. No
Telar 135
solamente estructura al objeto para entenderlo, sino que básicamente conforma a ese sujeto que está tratando de dar cuenta del objeto. Este sujeto es el yo
racional, ese sujeto es la conciencia filosófica-científica tratando de dar cuenta a través de conceptos de lo que debe ser el mundo. (Casullo, 1996a: 226).
Los primeros trazos de esta escena invisible emergen en el humanismo renacentista
y aparecen ya con nitidez en el siglo XVIII. El viaje de Miranda materializa aquella
trama escondida a través de la cual Casullo reflexiona acerca de la Modernidad y de la
Ilustración. Subyace en el Diario un concepto de verdad como producto del acto de
conocer llevado a cabo por un sujeto capaz de tomar contacto con los fenómenos y
explicarlos por medio de la razón.
Progresivamente desde el Renacimiento, se accede a través del método científico
al dominio de la naturaleza y esto da lugar a que se instituya un modelo de verdad
basado en un tipo de razón ligada a lo empírico. Con la Ilustración pierden validez las
verdades acerca del mundo provenientes de la revelación divina, a partir de la constatación de que los dogmas de la cosmovisión religiosa son un obstáculo para el conocimiento objetivo de la realidad. En este sentido, la “escena moderna” –en la que un
sujeto da cuenta de los objetos– se origina en una ruptura crítica respecto de aquellas
ideas ordenadoras del mundo fundadas en la palabra de Dios, figura central de las
escenas del pasado.
Esta racionalidad científica se complementa con la crítica, otra dimensión de esas
“actitudes cognoscitivas” imperantes en el Iluminismo. Ambas constituyen dos instancias indisociables de la Modernidad entendida como “proceso de nueva comprensión de lo real, del sujeto y las cosas” (Casullo, 1996b: 11) que marca el ocaso de la
cosmovisión teocéntrica, de prolongada tradición en la historia occidental.
El pensamiento ilustrado (...) implica, la emancipación de cualquier tutela, la lucha directa –como diría Voltaire– contra la religión como tutela y
como figura de la esclavitud de la conciencia. El pensamiento ilustrado implica un amanecer de una conciencia libre, la idea de que el hombre, la sociedad,
la naturaleza, son territorios abiertos (...). (Forster, 1996: 256).
Posicionado en las antípodas de la interpretación religiosa del mundo, Miranda
reemplaza las revelaciones bíblicas por conocimientos empíricos. Bajo su mirada
desacralizante, el Papa es un hombre común, el ritual eucarístico aparece vaciado del
misterio de la transubstanciación y las reliquias se igualan a los amuletos. Su perspectiva racionalizadora da cuenta de este proceso de desencantamiento del mundo que se
opera a partir de la crítica.
136 Telar
...En un buelo paseamos de aquí al Vaticano en Coche, para gozár de la
funcion que oi avia en la Capella Sistina con motivo de tenér su Santidad
Capella; esto es asistir pontificalmte á la misa (...) en fin llegamos a tiempo a
vér toda la funcion, que realmte es digna de la Consideracion de un hombre
que piensa: que fausto, que absurdidades!... como es posible que los Pueblos
haian prestado veneracion, y creencia, á unas ridiculeces semejantes!....(...)
quando su Santidad oficia en la misa le traen la Ostia á su silla pa qe alli con todo
descanso la Consuma; y asi mismo el sanguis que lo bebe pr un tubo de oro,
como las Limeñas el mate.-- finalmte concluio toda la funsion despues de las
doce; y io me baxé á S. Pietro pa vér a su Santidad mas de serca, y en vestido
familiar. (II: 84).13
Desde su concepción racional, las creencias y prácticas religiosas son absurdas
supersticiones. El modo en que el pueblo profesa su fe le parece ritos vacíos y por ello,
protesta con indignación a causa del ciego cumplimiento de las obligaciones del culto.
Roger Chartier señala que, a lo largo del siglo XVIII, se conformó una “religión de lo
estable” constituida a través de prácticas obligatorias y unánimes que la Reforma
impuso hasta impregnar la vida cotidiana de los fieles (1995: 108). Las conductas
periódicas que se exigen son la asistencia a la misa dominical y el cumplimiento de los
deberes pascuales. Muchas anécdotas narradas en el Diario recogen testimonios de
esta situación. A diferencia del esmero con que los posaderos observan los rituales de
la Cuaresma y Semana Santa, Miranda no respeta ningún precepto. Librado de dogmas y compromisos eclesiásticos, su propia conciencia decide sobre sus actos.
......puseme á leér aquí mi Virgilio con el mas dulce y sabroso gusto.... y
quando vino la sopa observé que era de Viernes sobre lo qual dixe al huesped
que pr. que no me dava Carne...... y me dixo que en dia de vigilia no podia sin
cometér un pecado mortál... le dixe que le importava lo que un herege haciay me respondia fanaticamte. que la Ley divina, y humana se lo prohivian igualmente &c..... en fin la aparicion de mui buenas truchas &c.... me retornaron
del enfado que este bestia me dio, y al fin encontré que me sirvio una comida
excelente por precios razonables.- (III: 424).14
13
En otro pasaje, aparece un comentario burlesco, procedente de una perspectiva racionalizadora
r
r
“...baxamos p la Yglesia misma á dhos. soterraneos (...) son tenidos p depositos Santos, y sus huesos
distribuidos como reliquias authenticas (...) mi compº, y mi criado aprovechando la favorable ocasión,
te
se llenaron bien las faltriqueras á escondidas, de canillas y huesos sagrados.... io reia entre mi grandem
del pasaje y (...) tuve lugar de hacerle convenir, en que siendo aquel suterraneo, el lugar de donde los
Romanos sacavan arena para sus menesteres, y despues abandonavan para sepulcros de lo pobres, no
seria extraño que muchas de nuestras Sacras Reliquias, fuesen huesos de paganos?..... y mi gente que oie
la proposicion, se ratifica, y tira sus reliquias al diablo apenas salimos de la Chiesa...” (II: 76-77).
14
En otra parte, narra lo siguiente: “Partimos á las 5 m, y a las 10 llegamos á San Quirigo, lugár de
r
mediana población; á penas entramos p la calle que nuestro Viturino oiendo que salia misa en una
Telar 137
En materia de cultos, Miranda profesa como ideal la tolerancia religiosa, apreciada en Estados Unidos y en Florencia. Sostiene que la libertad de credos trae efectos
beneficiosos en la sociedad ya que posibilita la expansión económica, el avance científico-técnico y el florecimiento de las artes. Por otra parte, la coexistencia de diferentes creencias dentro de una nación es, a sus ojos, signo de respeto hacia los derechos del
individuo.
(...) esta es la Ciudad de toda la Ytalia que puede verdaderamte sobre llevár
el nombre de comerciante; y proporcionalmte es mas rica que ninguna otra; la
tolerancia religiosa acordada por los Medicis en tiempo qe ninguna parte de la
Ytalia la Conosia, es el origen de esta opulencia, y felicidad Publica! (...) El
Pueblo está mui bien vestido, y no se vé un olgazan por las calles. (II: 51).
Por el contrario, advierte que la presencia de una religión oficial, y en particular
la ortodoxia católica, constituye un obstáculo para el desarrollo de los estados que
adhieren a este credo. El viajero descubre una regularidad: el atraso en las diversas
manifestaciones de una sociedad se corresponde con la pertenencia a esta religión y se
interroga “(...) no puede de aqui pues concluirse que en el catholicismo, hai cierta cosa
que se opone á la prosperidad publica?” (III: 390).
La crítica enfrenta también los fundamentos de la legitimidad de la monarquía
absoluta. La actitud de enjuiciar al rey se inscribe en la crisis vigente en la época de las
representaciones tradicionales del soberano que pasa de ser concebido como institución divina a basar su autoridad en un contrato con sus súbditos.
El viajero repudia testimonios de idolatría hacia príncipes y monarcas. Desde su
visión cuestionadora, rechaza las reverencias, aún vigentes en la práctica popular, que
enaltecen la figura del rey como objeto de adoración.
Vi aquí una accion caracteristica del Espiritu actual de la nacion.... Llego
un oficial en uniforme á hablár al Pe sobre asunto del servicio en no sé que
variacion con otro; y antes de hablar se hecha pr tierra á quererle besár los
pies, que el rehusó con rubór pr estár io presente, haciendo el modo de reprenderle por ello--- explicó su asunto, y el Pe le acordó lo que pedia, con lo qual
se hecha por tierra aun, y besa pies, piernas y quanto pudo agarrar.--- que
Diablo de republicanismo, ni Libertad este ---tambien noté que unas pobres
mugeres que estavan al paso del Rey quando salimos á Caballo se hecharon pr
Yglesia suelta las mulas, y nos dexa plantados, de modo que fue menestér que un moso de posada nos
guiase de diestro á la Ostaria.... vease aquí quan mal se amalgama por lo regulár la supersticion y la
Virtud!” (II: 55).
138 Telar
tierra con la cara en el suelo y manos en la Cabeza quando pasava.... fuera
fuera la Libertad quando estas acciones se toleran sin rubór. (II: 288).
La descripción que Miranda realiza en su Diario del rey de Dinamarca, Cristián
VII, remite a los elementos característicos de las monarquías absolutas del siglo XVIII.
El prototipo del monarca de la época es el de un déspota rodeado de lujo e indiferente
a la situación de sus súbditos, a quienes mantiene en la ignorancia para asegurar su
sumisión. Recluido en su palacio tiende a delegar su poder en ministros y se abandona
a una vida distendida junto a su corte (Im Hof, 1993: 159).
Durante su estadía en ese país, el viajero se informa, por medio de la lectura,
acerca de las crueldades perpetradas por el gobierno despótico de este soberano. La
trágica historia del conde Johan Friedrich de Struensee y de la reina Matilde es un
testimonio del escaso interés del rey por introducir mejoras en sus dominios y del
fracaso de la aplicación de un programa ilustrado en el marco de un gobierno tiránico.15 La ejecución de este ministro es un signo de la indiferencia del monarca hacia el
bienestar de la sociedad. Un siglo antes, el despotismo dinamarqués, representado por
Cristián IV, había quitado todo apoyo al astrónomo Tycho Brahe a causa de motivos
triviales. Estas historias despiertan preocupaciones en Miranda que reflexiona sobre
el destino de los hombres sabios en un gobierno absolutista “(...) no he podido dormir
en toda la noche (...) maldita sea el Despotismo una y mil veces!!!” (III: 108).
La actitud profana con que retrata en su Diario al rey de Dinamarca indica el
quiebre de las representaciones sacralizantes. Su caracterización sigue el motivo del
monarca insano; su cuerpo, como también el de los príncipes de la familia real, es
deforme y evidencia trastornos mentales. Los rumores dicen que en las fiestas de
palacio el rey incurre en depravaciones, acosa a las damas, “les aprieta la mano, y
alguna véz les dice cosas lividinosas” (III: 116).
(...) mas lo que llamó mi atencion, y me tuvo ocupado todo el tiempo fue la
familia Rl que estava alli.--- el Rey en uniforme de Guards, y asi mismo el
Principe Rl, y el Principe Federico, y la Princesa Real de Augusa, hermana del
principe Rl, que es mui graciosa muchacha.... el Rey parese sumamte mozo y
mas bien, el hermano que el Padre de sus hijos..... mas que espectaculo triste
al verle haciendo muecas constantemte; y movimientos con los ojos, que indican plenamente no estar en su juicio... al fin de cada acto se levanta y pasea
para aqui y para alli--- mira á los circunstantes les habla algo, y no le hacen
15
Algunas de estas críticas conectan con las frases, enunciadas al pasar en el Diario, con las que
Miranda cuestiona a la monarquía hispánica. Al no constituir España un paraje de su periplo, las
críticas al poder real español son breves y aparecen diseminadas.
Telar 139
caso--- quando continua la pieza se sienta otra vez &c..... o que reflexion para
una Nacion, cuia cabeza está en este estado... y para que el que considera que
con sus orns. se condujo todo el negocio y procedimientos de la Reyna M....,
Strunse &c.....! (III: 106).
Chartier reconstruye el proceso, no lineal sino discontinuo, a través del cual se
deteriora la representación del monarca en la mentalidad de los súbditos. Un momento importante tiene lugar cuando “se piensa en el rey como una persona privada cuyo
cuerpo físico, sufriente o glorioso ha perdido todo valor simbólico” (Chartier, 1995:
135). Esta posición irreverente con la que Miranda describe al rey constituye un
resquebrajamiento de los fundamentos del Absolutismo, expresados en la frase de
Luis XIV “el estado soy yo”, plena identificación entre el cuerpo real y el cuerpo
político. Al resaltar los defectos físicos del monarca, el viajero se concentra en su
dimensión humana y desestima la investidura política.
A diferencia del aborrecimiento que Miranda expresa hacia el gobierno despótico
del rey de Dinamarca, la incipiente república en los Estados Unidos y el reinado de
Catalina II de Rusia despiertan su admiración. El estilo de administración de esta
emperatriz se inscribe dentro de un programa ilustrado cuyo objetivo es extender la
educación y mejorar las condiciones en que se encuentran hospitales y cárceles. Esta
soberana ejerce un mandato personal, sin delegar en ministros la conducción del reino.
(...) y fuimos al hospitál de la Ciudad llamado Catherina, (...) visitamos
primº. el apartamento en que están los Locos, hombres en un rango, y mugeres
en el otro (...) las enfermedades predominantes son escorbuto –y la asistencia
es pr. mugeres, que veo es incomparablemte. mejór que pr. hombres, y no
resultan los desordenes que se creia (...) ésta es una de las mejores instituciones de su especie qe. pueden verse en el mundo; que caracteriza en parte la
humanidad y sabida. de la emperatriz (...) y luego venimos á la Bastille prision
nueva que la Emperat: ha hecho construir (...) para seguridad y comodidad de
los presos--- y no hai duda que esta hecha con inteligencia y magnifisencia.
(II: 422-423).
Al tratar de asuntos políticos, Miranda toma como indicador objetivo el bienestar
y progreso observable en la sociedad. Con esta evidencia y sin reconocer autoridades
dadas a priori, evalúa los gobiernos y ejerce la crítica, libre de concepciones que
limiten su libertad.
A partir de lo expuesto, puede afirmarse que el modo de aprehender la realidad
desplegado por Miranda a través de su Diario se funda en la credibilidad otorgada a la
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experiencia sensible y a la razón como vías de acceso a la verdad. Esta operación
implica, a su vez, el despojamiento y crítica de todo supuesto de carácter metafísico.
Así, la cosmovisión religiosa pierde vigencia como forma de explicación del mundo y
deja lugar a los saberes construidos por el hombre. El sujeto que subyace a este nuevo
orden de verdad posee la facultad de capturar las cosas en términos científico-objetivos, libre de los dogmas religiosos que sometían su conciencia y le impedían conocer
por sí mismo. La descalificación constante que el viajero ejercita contra las concepciones tradicionales en materia política y religiosa se inscriben plenamente en la representación ilustrada del mundo.
Teniendo en cuenta este irrefrenable movimiento impugnador propio de la Modernidad, resulta interesante dar lugar a esa comparación entre las “actitudes
cognoscitivas” de Miranda y Sarmiento, antes mencionada.
El Romanticismo significa el primer embate crítico a esta construcción del “yo”
racional al que cuestiona por su carácter artificial. Esa escena primera ha desterrado
las “enfermedades del alma” constitutivas del hombre: lo irracional, lo poético, el
miedo, la locura. Al calificar de “turbio i míope” su ojo, Sarmiento asume, en un
primer momento, las desventajas de su condición periférica, para luego convertir esta
mirada en la originalidad que le permite diferenciarse y estar a la altura de la pluma de
Chateaubriand, Dumas y Lamartine e inscribirse con legitimidad en la institución
literaria.
Poner en diálogo a ambos viajeros implica reconstruir las reformulaciones de esa
escena matriz de la Modernidad. El Romanticismo no impugna, ni sustrae ninguno de
los elementos de esta imagen compuesta por “un sujeto y un objeto” sino que, a través
de la crítica, restituye a ese sujeto atributos humanos reprimidos por el método científico racional.
El pensamiento romántico (...) es aquel pensamiento que si bien celebra la
libertad, esa nueva autonomía del hombre, de pensar por sí mismo, ejercerá
(...) una crítica profunda a los sueños totalitarios de la razón científica y
trabajará en ideas de sentimiento, de patria, de amor, de nacionalidad (...). En
este pensamiento romántico aparece claramente una figura que debate con el
científico de la razón técnica: es el poeta. (Casullo, 1996b: 16).
A la inversa del comportamiento cognoscitivo de Miranda donde se conjuga “lo
positivo y lo racional”, Sarmiento reconoce, con una franqueza que escandalizaría a
aquél que “no es estraño que a la descripcion de las escenas de que fuí testigo se
mezclase con harta frecuencia lo que no ví, porque existia en mí mismo, por la manera
de percibir” (1993: 6). En efecto, por citar un ejemplo, su descripción del espectáculo
de tauromaquia, al que asiste durante su estadía en Madrid, trasciende esta práctica
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para transportarse, a través de una serie de asociaciones basadas en el concepto de
barbarie, a los crímenes cometidos por el gobierno de Rosas.
En su modo de observar y conocer, el viajero romántico concede pleno derecho a
los particularismos que lo constituyen. Por el contrario, Miranda procura representar
la cosa en sí, despojada de huellas subjetivas y envuelta en datos numéricos. Los
condicionamientos culturales no son considerados por el ilustrado como un filtro en
su aprehensión del mundo. Esta concepción puede explicarse a partir del sentido de la
palabra razón para el Iluminismo a la que se le atribuye un carácter universal:
El siglo XVIII está saturado de la creencia en la unidad e invariabilidad de
la razón. Es la misma para todos los sujetos pensantes, para todas las naciones, para todas las épocas, para todas las culturas. (Cassirer, 1997: 20).
Conclusión
En su relato de viaje, Miranda se presenta como un sujeto cognoscente, capaz de
alcanzar saberes acerca de los variados objetos que observa. Esta faceta constituye una
característica fundamental para definirlo dentro de las representaciones del sujeto
forjadas por la concepción iluminista. Es un hombre que se enfrenta al mundo sin la
mediación de las interpretaciones religiosas y postula, a partir de la razón, nuevos
significados para explicarlo. La crítica a los dogmas religiosos y políticos abre paso a
la posibilidad de elaboración de saberes autónomos para comprender la realidad.
Esta faceta de Miranda que se descubre en el Diario enriquece, a partir del aporte
de nuevos elementos, su imagen como precursor de la independencia. Su viaje puede
ser interpretado como el particular itinerario intelectual de uno de los miembros de la
ciudad letrada caraqueña de la segunda mitad del siglo XVIII, donde empiezan a
esbozarse esas representaciones modernas ilustradas que más tarde estarían dirigidas
a cuestionar los fundamentos del imperio español.
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Bibliografía
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consorcios: cartas, mujeres y silencios”. Fábulas del género. Sexo y escrituras en América Latina. N.
Domínguez y Carmen Perilli eds. Rosario: Beatriz Viterbo, pp. 35-58.
c. Ejemplo para aludir a título de artículo incluido en revista: Castilla del Pino, Carlos (1996).“Teoría de la intimidad”. Revista de Occidente 182-183, pp. 15-30. O bien, si la revista se numera de
acuerdo al volumen: Croquer, Eleonora (1994). “Artificios del deseo: la formación del sujeto en
Querido Diego, te abraza Quiela”. Estudios. Revista de Investigaciones Literarias II/3, pp. 111-134.
d. Ejemplo para aludir a título de artículo incluido en uno de los volúmenes o tomos de una obra
colectiva aunque editada al cuidado de ciertos autores: Hufton, Olwen (2000). “Mujeres, trabajo y
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Moderna. Arlette Farge y Natalie Zemon Davis eds. Madrid: Taurus, pp. 33-74. Si se tratase de una
obra en varios volúmenes de un mismo autor, se citará de la siguiente forma: Cutolo, Vicente
Osvaldo (1985). Nuevo diccionario biográfico argentino (1750-1930). Tomo 7 SC-Z. Buenos Aires: Elche.
e. Las aclaraciones respecto a colección, a fecha de edición original de la obra, o bien a la edición
utilizada de una obra se harán de la siguiente forma: Santa Teresa de Jesús (1986). Obras Completas.
Transcripción, introducciones y notas de Efrén de la Madre de Dios, O. C. D. y Otger Steggink,
O. Carm. Biblioteca de Autores Cristianos. 8ª ed. Madrid: La Editorial Católica. O: Butler, Judith
(2001). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. 1990. México: Paidós / Universidad Nacional Autónoma de México.
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Perilli, Carmen (2004). “Las cartas en Querido Diego, te abraza Quiela de Elena Poniatowska” [en
línea]. Telar. Revista del Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos 1. <www.filo.unt.edu.ar/
centinti/iiela/telar> [consulta 9 de noviembre de 2004].
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