“…cosas nuevas y antiguas”. Pbro. Miguel Acevedo
Diseño y diagramación: Carlos Alberto.
Correctores: Tashia Gutiérrez de Vallenilla, Juan Fiallo, Arelys Yánez, Roberto
Gascón, Zulay Rodríguez, Johanna Ruiz, Dyannia Higuerey, Aracelis Ortega.
Impreso en Venezuela por
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Depósito legal:
Todos los derechos reservados.
A ti…
PRESENTACIÓN
El Papa Francisco, Papa de la Nueva Evangelización, nos ofrece algunas
directrices para hacer de la homilía un ámbito para fortalecer el encuentro con Cristo. La homilía no es una suerte de lección académica, como tampoco una meditación piadosa. Es el momento cuando presentado el Pan de la Palabra (en las
diversas lecturas de la celebración litúrgica) el celebrante lo parte y entrega a la
comunidad. Así, además de abrir el encuentro y el reconocimiento del Señor, se
atiza el fuego que hace arder el corazón de los fieles.
Quien predica, no sólo se debe sumergir en el océano de la Palabra, sino
también y sobre todo ha de ayudar a los fieles cristianos a descubrir en ella el lugar
donde se debe cumplir el mandato de Jesús: Ir mar adentro. Esto requiere una irrenunciable sintonía entre la comunidad y el predicador. Así lo deja ver Francisco: “La
homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro
de un Pastor con su pueblo”. (Ev.G. 135). Todo esto tiene una hermosa consecuencia: “La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un
reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de
crecimiento” (Ev.G. 135).
Las páginas que siguen y se ofrecen para el servicio de pastores y laicos permiten partir y compartir el Pan de la Palabra y así iluminar las homilías y reflexiones
desde los textos litúrgicos de cada domingo del año litúrgico. El autor lo hace desde
la experiencia de fe como cristiano y como pastor. Además lo realiza con sencillez
y competencia, lo cual se percibe al leer el texto que presentamos. El autor no parte
de esquemas académicos preconcebidos, sino desde su vivencia como sacerdotepárroco; es decir, desde su experiencia y capacidad de encuentro de un Pastor con
su pueblo.
Es importante comprobar como las propuestas para iluminar las homilías dominicales se centran y nacen del contexto litúrgico: “se incorporan como parte de la
ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama
en la celebración” (Ev. G. 138). El autor ayuda decididamente a orientar a los fieles
y a los predicadores “a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforma la
vida” (Ev. G. 138).
Quiero, de verdad felicitar y agradecer a Miguel por el libro que nos entrega. Le agradecemos el fruto de sus esfuerzos y reflexiones hechas a partir de la
oración y estudio de la Escritura. Es un aporte claro para el Pueblo de Dios. Lo
felicitamos pues ha asumido un tremendo desafío: ha hecho posible el “ejercicio de
un discernimiento evangélico” (Ev. G. 154) para reconocer la llamada de Dios en
una situación histórica concreta y darla a conocer a todo creyente.
Como María, el autor reafirma su comunión con la Palabra. Asume “el estilo
mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia” (Ev. G. 288). Le invito a continuar aportando luces para el Pueblo de Dios, para lo cual cuenta con la sabiduría
del Espíritu Santo.
+Mario Moronta Rodríguez
Obispo de San Cristóbal
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tiempo de
adviento
PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
Jr 33, 14 – 16; 1ts 3, 12 – 4, 2; LC 21, 25 – 28; 34 – 36
¡Estamos dEstinados a la EspEranza!
Comenzamos un nuevo Año Litúrgico con el Primer Domingo de Adviento, con el cual nos preparamos, durante cuatro semanas, para rememorar la Encarnación del Hijo de Dios en la Solemnidad de la Navidad.
El tiempo de Adviento presenta una doble dimensión: por una parte,
es el tiempo de preparación para la Solemnidad de la Navidad, donde se
conmemora la “Primera Venida” del Hijo de Dios; y, por otra parte, con este
recuerdo, se dirige nuestra atención hacia la expectación de la “Segunda
Venida” de Cristo al Final de los Tiempos. Por esta doble razón, se presenta el Adviento como el tiempo de la Alegre Esperanza.
Nuestra Vida Cristiana adquiere sentido a partir de estos dos momentos históricos: La Encarnación de Cristo, que nos diviniza y la Parusía
o Final de los Tiempos, que conduce esta obra a su plenitud. El cristiano
vigila y espera siempre la Venida del Señor.
La configuración del Tiempo de Adviento tal y como se presenta hoy
en día, es fruto de la reforma llevada adelante por el Concilio Vaticano II,
sin embargo, sus fuentes más remotas se remontan al Sacramentario de
Verona, atribuido al Papa San León Magno (s. V), de donde se extrajeron
las oraciones de las llamadas Cuatro Témporas de Diciembre, recopiladas
formalmente en el Misal de Pío V, del año 1570, vigente hasta la promulgación del Misal de Pablo VI, en el año 1969.
Las Semanas del Adviento se van desarrollando según las siguientes
temáticas: La Vigilancia (1ª Semana); Preparar los caminos al Señor (2ª
Semana); Los tiempos mesiánicos (3ª Semana); Los anuncios de la Venida del Mesías (4ª Semana).
Durante el Adviento sobresalen algunos personajes que, por su mensaje o por su testimonio, brindan esa especial coloratura a este tiempo.
Ellos son: El Profeta Isaías, quien se lee durante casi todo este tiempo,
sobre todo, sus oráculos mesiánicos sobre el Emmanuel (Dios-con-nosotros); Juan El Bautista, quien asume un protagonismo especial en los Domingos 2º y 3º, con su urgente llamado a la conversión para preparar los
caminos al Señor; María, con su fuerte presencia durante la 4ª Semana,
por cuyo acto de Fe se dio el Milagro de la Encarnación del Verbo; y José,
su casto esposo, llamado a participar como el Patriarca de la Sagrada
Familia de Nazaret.
Como Primera Lectura, hemos escuchado un texto del Profeta Jeremías, quien predicó durante cuarenta años en el Reino del Sur, en Judá
(Cf. Jr 1, 1 – 3). El tema central de la predicación de este Profeta Mayor
fue la Fe en el Único Dios (Yahvismo) y la fidelidad a la Alianza. A partir
del Capítulo 30 del Libro de Jeremías, comienza una sección llamada “LiCiCLo C - tiempo de AdVieNto
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bro de la Consolación”, en el cual se presenta una serie de oráculos que
anuncian la restauración después del Exilio. El texto de la Primera Lectura
forma parte de esta sección.
El tema central de la Primera Lectura es la restauración de Israel, por
medio de la reconstitución de la Monarquía en la línea del Rey David, según la promesa del Profeta Natán: “… cuando hayas llegado al término
de tus días y vayas a descansar con tus padres, yo elevaré después
de ti a uno de tus descendientes, a uno que saldrá de tus entrañas,
y afianzaré su realeza. El edificará una casa para mi Nombre, y yo
afianzaré para siempre su trono real. Seré un padre para él, y él será
para mí un hijo” (2Sm 7, 12 – 14).
Desde esta perspectiva, el Profeta Jeremías proclama el oráculo mesiánico: “Llegarán los días – oráculo del Señor – en que yo cumpliré la
promesa que pronuncié acerca de la casa de Israel y la casa de Judá:
En aquellos días y en aquel tiempo, haré brotar para David un germen
justo, y él practicará la justicia y el derecho en el país. En aquellos
días, estará a salvo Judá y Jerusalén habitará segura. Y la llamarán
así: «El Señor es nuestra justicia»”.
Se trata de un oráculo con un fuerte mensaje de esperanza. El Pueblo, que volvía del destierro, sólo encontró destrucción y desolación, fruto
de los desaciertos de reyes incompetentes. Ante ello, resuena el anuncio
de un Vástago de la descendencia de David, por medio del cual, Dios
cumplirá la promesa de la restauración de Israel. Este Vástago, tiene como
misión preponderante implementar la “Justicia”, entendida, no como un
ordenamiento de tipo jurídico, sino como el cumplimiento de la Voluntad de
Dios, según el modelo del Siervo de Yahvé (Cf. Is 42, 4. 6 – 7).
La Segunda Lectura de hoy está tomada de la Primera Carta del
Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses. Esta Carta representa el documento inaugural de la literatura cristiana. Fue redactada hacia el año 52,
D.C., y dirigida por el Apóstol a los cristianos de Tesalónica, ciudad fundada en el siglo IV A. C., por un general de Alejandro Magno que se llamaba
Casandro de Macedonia. Recibió el nombre por su mujer, Thessaonikê,
que era hermana de Alejandro. Era una ciudad con una ubicación estratégicamente privilegiada, por su puerto marítimo.
Por su temática, se puede considerar una obra importante de la
escatología cristiana, aunque también contiene exhortaciones morales y
abundantes datos autobiográficos del autor, los cuales ocupan casi la mitad de la carta, en ellos, Pablo desgrana recuerdos de su prédica.
El término Escatología viene de la composición de dos palabras griegas: eskato, que significa “ultimo” o “postrimerías”; y “logia”, que significa
“ciencia” o “tratado”. Se trata de la ciencia teológica que profundiza sobre
las realidades últimas del hombre y de la humanidad, en las cuales aparece Cristo como Señor y Consumador de la Historia, Principio y Fin, Alfa y
Omega (Cf. Ap 1,8).
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“…cosas nuevas y antiguas”
Desde esta perspectiva, podemos comprender la Segunda Lectura
de la Misa, en la cual el Apóstol nos invita a permanecer vigilantes ante
la Segunda Venida del Señor, en su Parusía o manifestación final, por
medio de la práctica del Amor: “Que el Señor los colme y los haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros los
amamos. Y que así, los fortalezca internamente, para que, cuando
Jesús, nuestro Señor, vuelva, se presenten santos e irreprensibles
ante Dios, nuestro Padre… Ya conocen las instrucciones que les di,
en el nombre del Señor Jesús”.
Lo Esencial del mensaje cristiano es el Amor, por eso, la mejor forma
de estar bien dispuestos para la Segunda Venida de Jesús, es la Caridad,
la cual nos urge de mil maneras; desde la respuesta a un saludo de “buenos días”, hasta los actos más generosos a favor del prójimo. Amar no es
complicado, los complicados somos nosotros. El Adviento debe llevarnos
hacia la contemplación de lo Esencial de Dios en la Navidad, quien: “…
tanto amó al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que
cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16).
Que no lleguemos a la Navidad con rencores en el corazón, tengamos presente el Himno a la Caridad del Apóstol San Pablo: “El amor es
paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se
envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se
irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia,
sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás” (1Cor
13, 4 – 8). Si hay algún resentimiento contra alguien, que hiere nuestra
alma, pasémoslo por el tamiz del Amor, sólo así podremos recibir al Señor
de la Paz, en la Gruta de Belén; y ser sanados profundamente.
Durante el Ciclo C, que hoy iniciamos, se lee el Evangelio según San
Lucas. El Tercer Evangelista, compañero de viajes del Apóstol San Pablo y médico de profesión, hacia los años 80 A.C., escribió pensando en
aquellos cristianos que, como él, provenían del mundo pagano o de la
gentilidad.
Los temas resaltantes del Evangelio de San Lucas, son, en primer
lugar, el carácter universal de la Salvación; Dios quiere que todos los
hombres se salven por medio de su Hijo Jesucristo; y, en segundo lugar,
la presentación de Jesús como aquel que “vino a buscar y a salvar lo
que estaba perdido” (Lc 19, 10), razón por la cual, se le conoce como el
“Evangelio de la Misericordia”.
El fragmento del Evangelio según San Lucas, que se nos ha proclamado, pertenece al “Discurso Escatológico de Jesús”, el cual, como en
San Marcos, precede a los episodios de la Pasión del Señor. Con ello,
San Lucas, al igual que el Segundo Evangelista, quiere hacer notar que en
la Muerte y Resurrección de Jesús, se cumple la conmoción de la Historia,
el Gran Juicio Salvador de Dios.
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
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El Evangelio que hemos escuchado, presenta un contrapunto entre la
Conmoción Cósmica y la Esperanza de la Salvación, centrada en la Persona de Jesús, el Hijo del Hombre. Así pues, hemos escuchado: “Habrá
señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia
de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo por las cosas que
sobrevendrán al mundo, porque los astros se conmoverán”.
Los símbolos del “sol y la luna”, hacen referencia al reloj cósmico
de la Historia, marcado por la sucesión de días y noches; ese reloj, se
eclipsa ante la Hora del Hijo del Hombre (Cf. Jn 12, 20 – 33). Esa Hora
comenzó con la Encarnación del Hijo de Dios, se manifestó en su Pasión,
Muerte y Resurrección, y será plena en su Parusía.
Haciendo eco de la Profecía de Daniel, Lucas presenta a Jesús como
el Hijo de Hombre que viene de lo alto (Cf. Dn 7), su Adviento hace que la
conmoción, la angustia y el miedo se conviertan en Esperanza: “Entonces
se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de
gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la
cabeza, porque está por llegarles la liberación”.
Por su parte, la Esperanza exhorta a la Vigilancia del creyente, por
medio de una vida sobria y la oración: “Tengan cuidado de no dejarse
aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la
vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una
trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra.
Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo
lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del
hombre”.
En la Solemnidad de la Navidad, compareceremos ante el Hijo del
Hombre, recién nacido en el Portal del Belén, el mismo que ha de venir en
Gloria en el Día Final. Despojémonos de todos aquellos excesos que nos
aturden, sobre todo de nuestro exceso de “ego”, no usemos tanto el “yo…
hice… opino… quiero… sufro”, para poder percibir el paso del Señor en
nuestras vidas.
María Santísima es la Mujer del Adviento. Ella nos ayuda a decir:
“Ven Señor Jesús, ven no tardes más”.
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“…cosas nuevas y antiguas”
SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO
BA 5, 1 – 9, FLp 1, 4 – 6. 8 – 11; LC 3, 1 - 6
¡FacilitEmos los caminos hacia El sEñor!
Con el Segundo Domingo de Adviento, continuamos nuestro camino
hacia la Solemnidad de la Navidad. En este día, la Palabra de Dios nos
presenta la segunda temática de este Tiempo: “Preparar los caminos al
Señor”, teniendo como protagonista principal a “Juan el Bautista”, el Precursor del Señor.
El Libro del Profeta Baruc nos introduce hoy en la mesa de la Palabra. Este Libro, atribuido a Baruc, secretario del Profeta Jeremías, no
constituye una obra unitaria, sino más bien una colección integrada por
diferentes piezas, cada una con forma y contenidos propios. En consecuencia, probablemente se trata de una Obra de varios autores. El trasfondo histórico de esta Obra se delimita entre el momento histórico de la
caída de Jerusalén, ante el ataque de Nabucodonosor, en el año 582 A.C.
(Cf. Ba 1,2); y la marcha de los judíos hacia el Exilio en Babilonia, durante
los años 597 o 598 A.C. (Ba 6,1). Sin embargo, según los estudiosos, la
misma, es de época posterior, posiblemente del siglo I. A.C.; y está dirigida
a los judíos de la Dispersión o de la Diáspora, es decir, a aquellos que se
encontraban fuera del territorio de Israel, donde debían luchar por conservar su fidelidad a la Alianza de Yahvé.
El recopilador de la Obra, evoca acontecimientos de la historia de
Israel, con una finalidad edificante, interpretando el pasado en beneficio de
sus oyentes contemporáneos. Baruc se sirvió de la historia del destierro,
para recordar a los judíos de la Diáspora que la fuente de su Salvación es
Yahvé, quien siempre es capaz de recomponer la historia de su Pueblo.
En el Libro del Profeta Baruc, nos encontramos con las siguientes
secciones: 1) Una plegaria de confesión y de esperanza [Ba 1, 15 – 3, 8];
2) Un poema sapiencial en el cual la sabiduría es identificada con la Ley
[Ba 3,9 – 4, 4]; 3) Una pieza profética que anuncia la restauración de Jerusalén [Ba 4, 5 – 5, 9]. En la última sección, de la cual está tomada la Primera Lectura de la Misa de hoy, se habla de la restauración de Jerusalén,
más no la del Exilio, sino la Nueva Jerusalén de los tiempos finales.
Aunque el trasfondo histórico de la Primera Lectura, como ya se ha
señalado, es el retorno de Israel a su patria, después del Exilio, el autor
transmite una Profecía sobre la Jerusalén restaurada, inspirándose en el
Segundo y en el Tercer Isaías (Cf. Is 40, 1 – 2; 49, 14 – 26; 60 – 62). Lo
hace por medio de verbos dinámicos, los cuales sugieren un desposorio,
en los cuales Jerusalén es la Esposa, invitada a adornarse para el encuentro con su Esposo: “Quítate tu ropa de duelo y de aflicción, Jerusalén,
vístete para siempre con el esplendor de la gloria de Dios, cúbrete
con el manto de la justicia de Dios, coloca sobre tu cabeza la diadema
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
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de gloria del Eterno”.
Seguidamente, la Profecía ensalza a la ciudad de Jerusalén, con
nombres que resumen el ideal de Salvación del Pueblo Elegido: “Porque
Dios mostrará tu resplandor a todo lo que existe bajo el cielo. Porque
recibirás de Dios para siempre este nombre: «Paz en la justicia» y
«Gloria en la piedad»”. El autor, tiene presente las Profecías de Jeremías sobre la restauración Mesiánica de Jerusalén: “La obra de la justicia será la paz, y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad
para siempre” (Is 32, 17). La connotación que la Profecía da a la Ciudad
de Jerusalén, procede de su condición de depositaria de las Promesas
Mesiánicas, según las cuales, en ella se restauraría la Dinastía de David,
de la cual surgiría el “Vástago de Salvación” (Cf. 2Sm 7; Is 7, 13 – 17).
El anuncio profético de Baruc, coloca a Jerusalén como madre de las
naciones, desde la cual irradiará la Salvación para todos los pueblos: “Levántate, Jerusalén, sube a lo alto y dirige tu mirada hacia el Oriente:
mira a tus hijos reunidos desde el oriente al occidente por la palabra
del Santo, llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos. Ellos salieron de ti a pie, llevados por enemigos, pero Dios te los devuelve,
traídos gloriosamente como en un trono real”.
Por último, inspirándose en el Libro de la Consolación del Profeta
Isaías (Cf. Is 40, 1 – 5), el Profeta subraya la iniciativa de Yahvé de facilitar
el camino de todos los que peregrinan hacia la Jerusalén Eterna: “Porque
Dios dispuso que sean aplanadas las altas montañas y las colinas
seculares, y que se rellenen los valles hasta nivelar la tierra, para
que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. También los bosques
y todas las plantas aromáticas darán sombra a Israel por orden de
Dios, porque Dios conducirá a Israel en la alegría, a la luz de su gloria,
acompañándolo con su misericordia y su justicia”.
La Jerusalén, cuyas glorias canta el Profeta Baruc, es figura de la
Iglesia, en su función de Esposa de Jesús, Ciudad Madre y Mediadora,
desde donde se manifiesta la Salvación para todas las naciones, anticipo
de la Jerusalén Celestial, anunciada sobre todo en el Libro del Apocalipsis
(Cf. Ap 21 – 22). Por medio de Ella, Dios allana los caminos para que los
hombres vean la Gloria de Dios en su Hijo Jesucristo. Toda la iniciativa es
de Dios.
Dios actúa donosa y libremente, como lo vemos evidenciado en el
Evangelio que hemos escuchado, tomado de San Lucas, a quien leeremos
durante todo este Ciclo C. San Lucas, de profesión médico (Cf. Col 4,14);
y, según la tradición, probablemente pintor de afición, ama los relatos descriptivos y lo datos historiográficos. Así pues, vemos cómo nos presenta las coordenadas histórico – religiosas de la intervención de Dios en
la persona de San Juan Bautista, el Precursor del Señor, enunciándonos
las autoridades civiles y religiosas contemporáneas a este personaje: “El
año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio
16
“…cosas nuevas y antiguas”
Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe, tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de
Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra
a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto”.
Son siete los personajes que se presentan, los principales exponentes del quehacer civil y religioso de Israel, exponentes también del paganismo y del judaísmo, con lo cual, San Lucas quiere indicar la plenitud de
la historia que esta despuntando ya, con el ministerio de San Juan Bautista, quien anuncia a aquel que hará de judíos y paganos un solo “Hombre
Nuevo” (Ef 2, 14).
San Lucas presenta al Precursor, desarrollando su ministerio desde
“el desierto”, para indicar que el estado continuo de vida del hombre es
el del Éxodo, debiendo salir constantemente de cualquier esclavitud, para
caminar hacia la promesa de Dios. En la perspectiva bíblica, desierto significa, salir de sí mismo, vaciarse del pasado con sus miedos, para abandonarse en la Novedad de Dios. El Papa Emérito Benedicto XVI, al inaugurar el Año de la Fe, el 11 de Octubre de 2012, resaltó en su Homilía que
los tiempos actuales están signados por un proceso de “desertificación”,
desde el cual, se puede activar el anhelo profundo de Dios en el ser humano: “En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual
(…). Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto…
es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer...”.
Su Santidad Francisco, enriqueció esta intuición pastoral del Papa
Emérito, al enseñarnos: “En el desierto se vuelve a descubrir el valor
de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo,
son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la
vida, a menudo, manifestados de forma implícita o negativa. Y en el
desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia
vida, indiquen el camino hacia la tierra prometida y que de esta forma
mantengan viva la esperanza” (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 24 – 11 – 2013, n. 86).
San Juan Bautista predica un bautismo de arrepentimiento, desde la
región del río Jordán, umbral de la Tierra Prometida (Cf. Jos, 3 – 4), así, se
coloca como el último Profeta, antes de la Plenitud de los Tiempos: “Este
comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. La
Plenitud de los Tiempos llegó con la Persona de Jesús (Cf. Hb 1,1- 4), pero
comenzó a despuntar con San Juan Bautista. Él fue la Aurora que anunció
el Amanecer; Cristo.
El bautismo de arrepentimiento que predica San Juan Bautista, contiene un sentido muy profundo; ser bautizado significa “sumergirse”, “llegar hasta el fondo”, indica el reconocimiento de la propia limitación y el
deseo profundo de un “renacer”, significado en el movimiento de “emerger”. El bautismo del precursor, expresa, conjuntamente, la aceptación
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
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de la muerte y el deseo de vida; es la dinámica de la conversión: morir al
pecado y renacer a una vida nueva.
Finalmente, San Juan Bautista, hace propia la profecía consoladora
de Isaías (Cf. 40, 3 – 5), animando a sus oyentes a aprovechar el desierto como lugar del llamado de Dios, para preparar los caminos a su
Mesías: “como está escrito en el libro del profeta Isaías: “Una voz
grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán
aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los
caminos disparejos. Entonces, todos los hombres verán la Salvación
de Dios”.
San Agustín de Hipona, explica magistralmente la auto presentación
de San Juan como “la voz”: “Juan era la voz, pero el Señor es la Palabra
que en el principio ya existía. Juan era una voz provisional; Cristo,
desde el principio, es la Palabra eterna (…) Cuando pienso lo que
voy a decir, ya está la palabra presente en mi corazón; pero, si quiero
hablarte, busco el modo de hacer llegar a tu corazón lo que está ya
en el mío. Al intentar que llegue hasta ti y se aposente en tu interior la
palabra que hay ya en el mío, echo mano de la voz y, mediante ella, te
hablo: el sonido de la voz hace llegar hasta ti el entendimiento de la
palabra; y una vez que el sonido de la voz ha llevado hasta ti el concepto, el sonido desaparece, pero la palabra que el sonido condujo
hasta ti está ya dentro de tu corazón, sin haber abandonado el mío…
”(Sermón 293, 3: PL 38, 1328-1329).
También, el Santo Doctor, nos explica que significa “allanen sus
senderos”: “¿Qué quiere decir: Allanan el camino, sino: «Supliquen
debidamente»? ¿Qué significa: Allanan el camino, sino: «Piensen
con humildad»? Aprenden del mismo Juan un ejemplo de humildad.
Le tienen por el Mesías, y niega serlo; no se le ocurre emplear el
error ajeno en beneficio propio. Si hubiera dicho: «Yo soy el Mesías»,
¿cómo no lo hubieran creído con la mayor facilidad, si ya le tenían por
tal antes de haberlo dicho? Pero no lo dijo: se reconoció a sí mismo,
no permitió que lo confundieran, se humilló a sí mismo. Comprendió
dónde tenía su salvación; comprendió que no era más que una antorcha, y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar” (Idem).
En este Domingo Segundo de Adviento, dejemos que nuevamente
resuene con fuerza la voz de San Juan Bautista, la cual nos dispone para
recibir la Palabra Encarnada. Que nos despojemos de nuestro “ego”, es
decir, de nuestra soberbia, y así allanemos el camino al Señor que viene
para Salvarnos.
Escuchamos como Segunda Lectura, el Proemio de la Carta a los
Filipenses, comunidad fundada por San Pablo, durante su segundo viaje
misionero, hacia los años 50 o 51 D.C. Fue en Filipos donde comenzó la
evangelización de Europa. La autoría de la Carta es atribuida a San Pablo,
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“…cosas nuevas y antiguas”
ahora bien, por los cortes abruptos de temas y tonalidades en la misma,
se ha concluido que se trata de varias cartas compiladas en una sola obra.
Fue escrita durante la prisión de San Pablo en la ciudad de Éfeso, hacia el
año 56 D.C.; y refleja, más que ninguna otra, los sentimientos de afecto del
Apóstol, quien, en reiteradas ocasiones, abunda en expresiones de cariño
hacia esa comunidad, la cual fue muy generosa con su persona.
En primer lugar, San Pablo reconoce y alaba la acogida de la Palabra
por parte de la Comunidad Cristiana de Filipos, por medio de la cual, se
mantendrá firme en la espera del Señor, en su Segunda Venida: “Siempre
y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la colaboración que prestaron a la difusión del Evangelio,
desde el comienzo hasta ahora. Estoy firmemente convencido de que
aquel que comenzó en ustedes la buena obra la irá completando hasta el Día de Cristo Jesús”.
En segundo lugar, exhorta a vivir en el Amor: “Dios es testigo de
que los quiero tiernamente a todos en el corazón de Cristo Jesús. Y
en mi oración pido que el amor de ustedes crezca cada vez más en el
conocimiento y en la plena comprensión, a fin de que puedan discernir lo que es mejor. Así serán encontrados puros e irreprochables en
el Día de Cristo, llenos del fruto de justicia que proviene de Jesucristo, para la gloria y alabanza de Dios”.
Dos pautas nos da el Apóstol para vivir el Adviento: Acoger la Palabra y vivir en el Amor. Acoger la Palabra significa escucharla con prontitud
espiritual, para que no se quede en los oídos, sino que descienda hasta
el corazón. Vivir en el Amor, es recordar que existe siempre un hermano
que necesita de nuestra ayuda, como bellamente lo expresa el Prefacio III
de Adviento: “… El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno
de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada
acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos
testimonio de la esperanza dichosa de su reino”.
María Santísima es la Madre de la Esperanza. Ella nos ayuda a clamar con viva Fe: “Ven Señor Jesús”.
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
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TERCER DOMINGO DE ADVIENTO
so 3, 14 – 18ª; FLp 4, 4 – 7; LC 3, 10 – 18
¿Qué tEnEmos QuE hacEr?
En nuestro camino hacia la Luz de la Navidad, nos congregamos
como Asamblea de Fe, para celebrar el Tercer Domingo de Adviento. La
temática de esta Tercera Semana se centra en “La llegada de los Tiempos
Mesiánicos”; es por ello que la tónica es de Alegría, por la cercanía del
Salvador. Este Domingo se le conoce en la Tradición Litúrgica como “Domingo de Gaudete” o de “Regocijo”.
El Introito de la Misa es una breve antífona, tomada de la Sagrada
Escritura, que debe ser leída antes de la invocación inicial; y está tomada
de la Carta a los Filipenses, en latín, reza: “Gaudete in Domino semper.
Iterum dico: Gaudete! Modestia vestra nota sit omnibus hominibus.
Dominus prope. Nihil solliciti sitis, sed in omnibus oratione et obsecratione cum gratiarum actione petitiones” (Flp 4, 4 – 6), lo cual traduce: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que
la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor
está cerca. No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia,
recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios”.
El Tiempo de Adviento se originó como un ayuno penitencial de cuarenta días, en preparación para la Navidad, comenzando el día después
de la fiesta de San Martín (12 de noviembre), de aquí que se le llamara
también la “Cuaresma de San Martín”; nombre por el que el Adviento fue
conocido desde el siglo V.
San Gregorio Magno (S. VI), fue el primero en redactar un Oficio
para el Adviento, y el Sacramentario Gregoriano, a él atribuido, es el más
antiguo en proveer Misas propias para los domingos de Adviento, que originalmente eran cinco y no cuatro como se impuso a partir del S. X.
No obstante las modificaciones a lo largo de los siglos, el Adviento
preservó el tono penitencial de sus orígenes, convirtiéndolo en el equivalente de la Cuaresma. Así como la Cuaresma preparaba para la celebración de la Luz Pascual, el Adviento preparaba para la celebración de la
Luz de la Navidad. En tal sentido, el Tercer domingo de Adviento, tiene
como equivalente el Domingo de Laetare (Alegría), cuarto del Tiempo
Cuaresmal.
El Domingo de Gaudete representa un alto en el camino, para vislumbrar la inminente manifestación de la Luz de la Navidad, por lo que la
austeridad de la liturgia cede un poco, para permitir que los fieles exulten
ante la cercanía del Nacimiento del Redentor.
El Profeta Sofonías nos introduce en el clima exultante de la liturgia
de este Domingo. Es uno de los Profetas Menores, oriundo de Jerusalén,
20
“…cosas nuevas y antiguas”
quien predicó hacia los años 640 – 630 A.C.; por lo que es anterior a Jeremías e inmediato a Isaías y Miqueas. Su Obra es breve y se articula en
torno a los siguientes temas: 1) El Día del Señor en Judá (So 1, 1 – 2, 3); 2)
Profecías contra las naciones (So 2, 4 – 15); 3) Profecías contra Jerusalén
(So 3, 1 – 8); 4) Promesa (So 3, 9 – 20). La primera Lectura de hoy está
tomada de la tercera parte de este Libro.
El contexto de la Obra versaba sobre la amenaza que se cernía sobre Jerusalén, capital del Reino del Sur, de parte del Imperio Asirio, el cual,
había arrasado el Reino del Norte. En ese panorama, Sofonías anuncia
que Yahvé tendrá la última Palabra y no abandonará a su Pueblo. Junto
con este anuncio, el Profeta hace un fuerte llamado a la conversión, dirigido a diversas clases de oyentes: idólatras de cultos paganos; altos dignatarios de la corte, comerciantes e incrédulos (Cf. So 1, 13). La finalidad
de este cambio de vida era la preparación para el “Día de Yahvé”, en el
cual, Él hará justicia a su Pueblo y manifestará su poder (Cf. So 1, 14 – 2,
3), devastando la arrogancia de sus enemigos, provenientes de los cuatro
puntos cardinales de la tierra (Cf. So 2, 4 – 15).
Así pues, leemos la Promesa, según la cual, los pueblos se convertirán y el “Resto de Israel”, es decir, la pequeña porción que permaneció
fiel a la Alianza (Cf. So 3, 11 – 13), exultará ante la intervención de Yahvé,
quien cancelará su deuda y habitará en medio de su Pueblo: “¡Grita de
alegría, hija de Sión! ¡Aclama, Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo
corazón, hija de Jerusalén! El Señor ha retirado las sentencias que
pesaban sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. El Rey de Israel, el
Señor, está en medio de ti: ya no temerás ningún mal. Aquel día, se
dirá a Jerusalén: ¡No temas, Sión, que no desfallezcan tus manos! ¡El
Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! El exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos
de alegría, como en los días de fiesta. Yo aparté de ti la desgracia,
para que no cargues más con el oprobio”.
El gozo del Pueblo, se unirá al Gozo de Yahvé, por lo que se puede
comparar el “Día de Yahvé” con el Desposorio de la Salvación, un encuentro de dos Amores regocijantes: “Él exulta de alegría a causa de ti, te
renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días
de fiesta. Yo aparté de ti la desgracia, para que no cargues más con
el oprobio”. Quienes se aman como novios, viven el gozo del encuentro
y lo disfrutan, más allá de las circunstancias de tiempo y de formalidades,
por eso la Biblia no escatima en presentar el Amor Salvador de Dios por
su Pueblo, en términos nupciales. Este Amor Nupcial, se consuma con la
Venida de Jesús, en quien se cumple el “Día del Señor”.
San Juan Bautista, sigue dominando la escena en el Evangelio que
se ha proclamado. El pasado Domingo, San Lucas lo presentaba en sus
coordenadas histórico – religiosas: “El año decimoquinto del reinado
del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea,
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
21
siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado
de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que
estaba en el desierto”; con el apremiante mensaje que inauguró su predicación: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”.
Ante el llamado del Último Profeta Mesiánico, sus oyentes se preguntan: “¿Entonces qué hacemos?”. Juan no responde con abstracciones
ni ideas etéreas, sino con el imperativo moral fundamental del Amor: “El
que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que
tenga comida, haga lo mismo”. De este modo, el Precursor del Señor,
se coloca en la línea de todos sus predecesores, quienes denunciaban
un culto perfecto, pero privo de Caridad: “Porque yo quiero amor y no
sacrificios…” (Os 6,6).
Del imperativo fundamental del Amor, San Juan desciende a las situaciones de cada oyente, quienes le interpelan con la misma pregunta:
“Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El les respondió: «No
exijan más de lo estipulado». A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Juan les respondió: «No
extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con
su sueldo»”.
La respuesta de Juan indica dos aspectos de la conversión, requeridos para acoger el “Gran Día del Señor”, cuyo cumplimiento anuncia con
la Venida del Mesías. En primer lugar, la conversión conlleva que cada
uno viva su vocación desde la justicia, cumpliendo la propia misión con
rectitud. En segundo lugar, se debe poner la confianza sólo en Dios, y no
en el poder de las armas, representado en los soldados, ni en el poder del
dinero, representado en los publicanos, recaudadores de impuestos del
Imperio Romano. San Juan, como Sofonías, habla a los interlocutores de
su época, e invita al Pueblo a confiar en la intervención poderosa y novedosa de Dios, capaz de transformar los senderos de la historia.
Que cada uno, según su propio estado de vida en la Iglesia, y dentro
de su camino personal de conversión, pregunte al Señor; con un corazón
humilde: ¿Qué tengo que hacer?
Seguidamente, el Precursor enfrenta la expectación del Pueblo que
aguardaba la Salvación: “Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y
les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus
sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en
su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible» Y por medio de
muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia”.
Fruto de la Predicación, surge la expectación del Pueblo. Es lo que
22
“…cosas nuevas y antiguas”
la Iglesia está llamada a suscitar en los fieles; la espera de la Salvación.
Nuestras homilías, mensajes y exhortaciones, deben despojarse un poco
del tono moralizante y suscitar en los oyentes el deseo y la esperanza de
la Salvación. Es cierto que hay feligreses muy susceptibles, pero no es
menos cierto que, a veces, en nuestras liturgias, se sienten más regañados que esperanzados. De igual modo, quienes colaboran en la acción
pastoral, a veces, se sienten investidos de una potestad admonitoria; y, en
nombre del párroco, profieren, de manera imprudente: reproches hacia los
fieles menos formados, y éstos, terminan alejándose de la Iglesia.
San Juan Bautista, en sintonía con Sofonías, anuncia quien es “el
más poderoso”: aquel dispensaba un Bautismo superior, que no se quedaba solamente en el reconocimiento de la limitación humana y del pecado: El Bautismo del Mesías, con “Espíritu Santo y… fuego”, que sumerge al hombre en la misma Vida de Dios; y lo sustrae del poder del pecado.
Se trata del anhelo profundo de la Salvación.
El Precursor, señala el abismo existente entre él y el Mesías, al afirmar: “…yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias…”. Por su parte, Jesús afirmó sobre él: “Les aseguro que no hay
ningún hombre más grande que Juan, y sin embargo, el más pequeño
en el Reino de Dios es más grande que él” (Lc 7, 28). San Juan Bautista, al reconocer su pequeñez ante el Mesías, está señalando el punto
de llegada del Antiguo Testamento; y a la vez, Jesús, lo presenta como el
punto de partida del Nuevo Testamento. En el Precursor y en el Mesías,
confluyen la Promesa y el Cumplimiento.
Usando un lenguaje parecido al del Profeta Malaquías (Cf. Ml 3, 19),
San Juan anuncia el “Día de Yahvé”, en la persona del Mesías: “Tiene en
su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible…”. El sentido
no es el de una condena, sino poner en evidencia la realidad del mal, para
conducir al hombre a la conversión.
Por último, concluye el relato presentando la predicación de San
Juan como “la Buena Noticia”, es decir, como el anuncio de la Salvación,
en la misma línea del pregón de los ángeles a los pastores en la noche
de Navidad (Cf. Lc 2, 10); y de los signos mesiánicos que el mismo Jesús
comunicó al Bautista, en vísperas de su martirio (Cf. Lc 7, 21 – 22). La
Evangelización es “Buena Noticia”, eleva al hombre, le lleva a redescubrir su capacidad para volver a Dios, para redescubrir la grandeza de la
vocación a la santidad.
Como Segunda Lectura, seguimos escuchando la Carta a los Filipenses, llamada también “La Carta de la Alegría”, por su tono gozoso. Del
fragmento que hemos escuchado, se extrajo la antífona del Introito de la
Misa, que hemos presentado al inicio. El Apóstol, después de recomendar
a Evodia y a Síntique, que vivan en la concordia que quiere el Señor (Cf.
Flp 4, 2), invita a la Alegría profunda: “Alégrense siempre en el Señor.
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
23
Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. No se angustien por nada, y en cualquier
circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de
acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la
paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo
su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo
Jesús”.
San Pablo presenta claramente la razón de la Alegría del cristiano:
“El Señor está cerca”. En estos días, en los cuales se desdibuja el verdadero sentido de la Navidad, en medio de compras frenéticas, promovidas
por las más astutas campañas publicitarias, no perdamos de vista la razón
de nuestra Alegría: la cercanía de Dios, que se hizo Hombre para comprender al hombre y elevarlo hacia Dios.
La ciudad de Filipos, era renombrada por su intensa actividad comercial y por la proliferación de corrientes filosóficas, ante ello, el Apóstol
invitaba a dirigir la mirada hacia el Señor que estaba por venir. Así, en
nuestros tiempos, hagamos que los hombres dirijan su mirada hacia aquel
que ‘…supera todo lo que podemos pensar, y que tomará bajo su
cuidado nuestros corazones y nuestros pensamientos… en Cristo
Jesús’.
Aprovechemos la exhortación del Papa Francisco en su gran documento programático: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida
entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior,
del aislamiento… El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de
Cristo, invita insistentemente a la alegría… ¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?” (EG, nn. 1 .5).
María Santísima es la Madre de la Alegría. Ella nos ayude a decir
exultantes: ¡Ven Señor Jesús!
24
“…cosas nuevas y antiguas”
CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
mi 5, 1 – 4ª; HB 10, 5 – 10; LC 1, 39 - 45
¡prEparémonos para El gran abrazo
dE la rEdEnción!
Nuestro camino hacia la Navidad está por concluir, estamos celebrando ya el Cuarto Domingo de Adviento. La Palabra de Dios de este
día se centra en el encuentro de Fe entre la Virgen María y su prima Santa
Isabel.
El Profeta Miqueas nos introduce en la contemplación del Misterio.
Se trata del último de los cuatro grandes profetas del S. VIII, A. C., junto
con Isaías, Jeremías, Amós y Oseas. Fue un profeta de origen rural, que
ejerció su ministerio en el Reino del Sur, Judá. Al estilo de Amós, criticó
enérgicamente los abusos socio – económicos de su época, en la cual, los
ricos capitalistas oprimían a los modestos agricultores. No solamente denunció el cuadro de injusticia social, también puso en evidencia la lamentable situación en la que se encontraba la religión; sacerdotes y profetas
se comportaban como mercaderes de la fe y de la religión, y ésta se había
reducido a prácticas de culto externo.
El mensaje del Profeta Miqueas, es un eco de Isaías, Oseas y Amós,
al repetir las verdades que estos proclamaron, pero con su acento propio.
Denunciando los males sociales de su tiempo, subrayó enérgicamente la
cólera de Dios, que no excluye su Misericordia, lo cual señala con el término hesed, es decir, el amor gratuito de Dios, origen y fundamento de la
Alianza.
La obra fue estructurada por un recopilador, quien organiza el material en una serie de oráculos de ventura y desventura, presentada con la
siguiente estructura: 1) El juicio del Señor contra su Pueblo [Mi 1, 1 – 3,
12]; 2) La Gloria del Nuevo Israel [Mi 4, 1 – 5, 14]; 3) Juicio contra Israel
[Mi 6, 1 – 7, 20]. La Primera Lectura de hoy, se ubica en la Tercera Parte
de la Obra, la cual versa sobre “El Mesías prometido”.
Miqueas anuncia al Mesías, qué habrá de nacer en la misma pequeña aldea en que nació el rey David: “Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel”.
El Mesías tiene un origen eterno: “sus orígenes se remontan al pasado,
a un tiempo inmemorial”.
Yahvé prometió la permanencia de la Dinastía Davídica, de la cual
nacería el Mesías (2Sm 7, 14 – 16), sin embargo, ésta, dependía del retorno a su origen humilde. La esperada restauración, por medio del Mesías,
no vendría de Jerusalén, de su poderío militar, ni de su esplendor cortesano; sino de Belén, la pequeña ciudad de David.
La Navidad nos invita a retornar a la humildad de nuestro origen, a
no olvidar que ha sido Dios quien nos ha forjado con paciencia y amor.
A veces, nos instalamos en situaciones de prestigio y de intelectualidad,
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
25
olvidándonos que hemos ido creciendo en los brazos de un Padre Bueno,
que ha sabido conducirnos pacientemente.
No olvidemos los baños que lavamos en el Seminario, los muchos
platos lavados después de las comidas; que fuimos incipientes creyentes,
más tarde catequistas o colaboradores parroquiales; luego, por dignación
divina, inexpertos sacerdotes, y que al transcurrir el tiempo, constatamos
que aún tenemos mucho por aprender. Interioricemos los sentimientos del
Salmista: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y
modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre” (Sal 130,
1 – 2).
Miqueas, al exhortar a Israel a volver a su origen humilde, recuerda
que el Mesías, al igual que lo fue en sus inicios el poderoso rey David,
cumplirá la función de Pastor de su Pueblo: “El se mantendrá de pie y
los apacentará con la fuerza del Señor, con la majestad del nombre
del Señor, su Dios. Ellos habitarán tranquilos, porque él será grande
hasta los confines de la tierra. ¡Y él mismo será la paz!”. El Mesías, no
vendrá con el título de “Yahvé, Señor de los ejércitos” (Cf. 1R 19, 14), sino
como “Pastor” (Cf. Ez 34, 14 – 16; Sal 23).
Es importante que, como Iglesia, tengamos muy presente la exhortación de Miqueas. Su misión no se cumple desde el poderío ni el dominio,
sino por medio del pastoreo. Así como el pastor, sencillo y humilde, está
en medio del rebaño, lo conoce y lo protege; así la Iglesia, desde una actitud de servicio, debe colocarse en medio de los hombres para comprender
sus anhelos y necesidades más profundas (Cf. Mt 20, 28; Jn 10; Concilio
Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, n. 1). No nos coloquemos
ante la humanidad como jueces, sino como pastores, capaces de entender y orientar con serenidad las muchas y complejas realidades del ser
humano.
La Segunda Lectura, está tomada de la Carta a los Hebreos, la hermosa Homilía de autor desconocido, escrita hacia el año 70 D.C. Su temática central es la superioridad de la Nueva Alianza, por medio del Sacrificio
de Jesucristo, por el cual ha sido constituido Sumo y Eterno Sacerdote de
nuestra Fe.
El texto que se nos ha propuesto, destaca, en primer lugar, el hecho
de la Encarnación del Hijo de Dios, por la cual ingresó en la Historia de
la Humanidad, para ser nuestro hermano: “Cuando Cristo entró en el
mundo…”.
Ahora bien, entró en el mundo, para cumplir la voluntad del Padre;
ofrecerse a sí mismo para la Salvación de muchos: “No has mirado con
agrado los holocaustos ni los sacrificios expiatorios. Entonces dije:
Aquí estoy, yo vengo – como está escrito de mí en el libro de la Ley
– para hacer, Dios, tu voluntad. “Tú no has querido ni has mirado
con agrado los sacrificios, los holocaustos, ni los sacrificios expia-
26
“…cosas nuevas y antiguas”
torios”, a pesar de que están prescritos por la Ley. Y luego añade:
“Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad”. Así declara abolido el
primer régimen para establecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo,
hecha de una vez para siempre”.
Los Profetas, sobre todo Amós, Isaías y Miqueas, denunciaron la
incapacidad de un culto hueco, falso, interesado y al margen de la justicia,
el cual no agrada a Dios: “Cuando ustedes me ofrecen holocaustos, no
me complazco en sus ofrendas ni miro sus sacrificios de terneros cebados” (Am 5,22). Jesús, asume el anuncio profético; se sitúa en su misma línea, al proclamar que Dios no quiere sacrificios de animales, ajenos
a la conciencia de las personas, por otra, se ofrece a sí mismo, libremente,
para sellar la Alianza Nueva en el corazón del hombre (Cf. Jr 31, 33).
La Ofrenda de Jesús comenzó con su Encarnación y Gestación en
el vientre Virginal de María, donde la Palabra llegó a lo más profundo de
la Humanidad, hasta hacerse uno con ella, sin perder el resplandor de su
Divinidad.
En la escena del Evangelio que se ha proclamado, meditamos la
Visita de María Santísima a su prima Santa Isabel:
“En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de
la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su
seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: ¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy
yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu
saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído
que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
En la Quinta Feria Mayor del Adviento, tuvimos ocasión de meditar
este pasaje evangélico. Vamos ahora a abordarlo desde la perspectiva
del “Encuentro”.
El encuentro de María Santísima con su prima Santa Isabel, en las
montañas de Judá, es el Abrazo de dos Tiempos Salvíficos: Isabel, lleva
en sus entrañas a Juan, el Bautista; María, porta en su vientre a Jesús.
Isabel lleva en su vientre el fin de un Tiempo, que urge el nacimiento del
Tiempo Definitivo. No se puede entender a Jesús sin el Antiguo Testamento, perdería su coordenada dentro de la Historia de la Salvación. Tampoco
se puede entender a San Juan Bautista sin Jesús, porque él es el precursor de la definitiva intervención de Dios.
Por otro lado, el abrazo de María e Isabel, no sólo es el preencuentro
del Salvador con el Precursor, sino además, es el encuentro del “tiempo
de Israel” con el “tiempo de la Iglesia”, y anticipo e imagen del encuentro
de la Iglesia con el mundo. Israel está representado en Isabel, María es
la primera creyente en Cristo y miembro excelente de la Iglesia (Concilio
Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, n. 53), la cual está llamada a
abrazar al mundo, llevando su Evangelio.
CiCLo C - tiempo de AdVieNto
27
Contemplar a María que marcha aprisa hacia la casa de Isabel, pone
en evidencia su itinerario de Fe, el cual tiene un momento de particular
epifanía en la Visitación. De hecho, el saludo de la pariente, se prolongó
en una Bienaventuranza: “Dichosa tú que has creído”. La felicidad, la
dicha, la plenitud de María, consistió en haber creído a Dios. La actitud
creyente de María, es resaltada por San Lucas, como factor determinante
para el Plan Salvador de Dios.
Suelo observar con detenimiento los rostros de mis fieles durante
la celebración de la Misa, y me regocijo con aquellos que denotan la Alegría de creer, incluso de personas con poco grado de formación religiosa.
Algunos feligreses me dicen que leen las homilías que escribo y que las
entienden, yo, con picardía, les pregunto: “¿Qué dije?”; y ellos, con una
sonrisa franca me dicen: “No le sabría decir padre, pero la leí”. Son capaces de comprender, aunque no lo puedan explicar, eso es Fe.
En el numeral 13 de la Carta Apostólica Porta Fidei, con la cual el
Papa Emérito Benedicto XVI, inauguró el Año de la Fe, se nos hablaba
elocuentemente sobre la actitud creyente de la Virgen:
“Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio
de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1,
38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente
por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc
1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo
intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó
a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt
2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los
recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce,
reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch
1, 14; 2, 1-4)”.
El Papa Francisco nos propone a María como modelo de evangelizadora: “Hay un estilo mariano en la actividad misionera de la Iglesia.
Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la
ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes… Mirándola
descubrimos que la misma que alaba a Dios porque ‘derribó de su
trono a los poderosos’ y ‘despidió vacíos a los ricos’ (Lc 1, 52.53)
es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es
también la que conserva cuidadosamente ‘todas las cosas meditándolas en su corazón’ (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del
Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles” (EG, n. 288).
María Santísima es la Madre de la Esperanza. Ella nos disponga
para recibir este año la Visita de su Hijo Jesucristo en la Navidad.
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“…cosas nuevas y antiguas”
tiempo de
navidad
SOLEMNIDAD DE LA NAVIDAD
misA de NoCHe BUeNA is 9, 2 – 7; tt 2, 11 – 14; LC 2, 1 – 14
“ha aparEcido la gracia dE dios”
¡Feliz Noche Buena! ¡Feliz Navidad!
Durante cuatro semanas, nos estuvimos preparando para esta dichosa Noche. A partir de hoy, la liturgia pondrá el acento en la manifestación
del Amor de Dios, en su Hijo, entregado para la Salvación del mundo (Cf.
Jn 3, 16). Así pues, contemplaremos al Hijo de Dios, encarnado, nacido y
amado en el seno de un hogar (Navidad – Sagrada Familia – Santa María
Madre de Dios); Mesías para todos los pueblos (Epifanía del Señor); Hijo
amado del Padre (Bautismo del Señor).
La nocturnidad es una nota propia de la liturgia de hoy. Éste rasgo
del acontecimiento histórico del Nacimiento del Redentor, se nos presenta
como contexto privilegiado de la manifestación de Dios. Así como en la
Pascua, alabamos la grandeza de la Noche Santa, testigo cósmico de la
gran Revelación del Amor de Dios, en su Hijo Resucitado, hoy, con júbilo expectante, entramos en esta penumbra, espacio donde despuntará la
Gracia de Dios en su Hijo Humanado.
Durante el tiempo del Exilio, los Targumistas, estudiosos de la Torah,
tradujeron la totalidad de la obra, del hebreo al arameo, con interpretaciones catequéticas para la enseñanza del pueblo. A estas traducciones con
sus respectivas interpretaciones se le dio el nombre de “Targum” (“Targumim” en plural”). Cada libro de la Torah tiene su propio Targum. Por
ejemplo: Targum del Génesis, Targum del Éxodo, etc.
La Noche de la Liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, narrada en el Libro del Éxodo, cuenta con un Targum, titulado el “Poema de
las Cuatro Noches de Pascua”. Las Noches son: 1) La Noche en que Dios
se reveló para la creación del mundo [Cf. Gn 1,1ss]; 2) La Noche en que
Dios se reveló para el establecimiento del Pacto con Abraham [Cf Gn 22,
15 - 16]; 3) La Noche en que Dios se reveló para la Liberación del Pueblo
de Israel [Ex 12, 42]; 4) La Noche última de la redención, cuando venga el
Mesías, junto con el Profeta Elías y el Profeta Moisés.
Sobre la cuarta Noche, canta el Poema: “Cuando llegue el mundo a
su fin para ser redimido: Los yugos de hierro serán quebrados y la generación malvada será aniquilada. Y Moisés subirá de en medio del desierto
(y el Rey Mesías de lo alto)... Uno caminará a la cabeza del rebaño y el
otro caminará a la cabeza del rebaño y Su Verbo caminará entre los dos
y Yo y ellos caminaremos juntos. Esta es la Noche de la Pascua para el
Nombre de YHVH: Noche reservada y fijada para la redención de todas las
generaciones de Israel”
En esta Noche Santa, escuchamos como Primera Lectura, un fragCiCLo C - tiempo de NAVidAd
31
mento del Primer Isaías, específicamente, el segundo de los tres anuncios
mesiánicos del Profeta. Históricamente, el texto se entiende en la alegría
que produce el nacimiento del rey Ezequías. Nos situamos en el siglo VIII
A.C.; el Reino del Norte (Israel), junto con los sirios (Damasco), van a atacar a Judá y a su capital Jerusalén. Nadie veía salida a la situación y todos
estaban convencidos de que el final era inminente. Era un momento de
oscuridad para el Pueblo Elegido. Isaías da un giro a la situación y pone
la esperanza, no en la fuerza militar, ni en una alianza política con Asiria,
sino en un niño, en quien Yahvé se manifestará.
El texto habla de la manifestación de Dios en medio de la oscuridad
que vivía Jerusalén: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría,
aumentaste el gozo… Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el
bastón de su hombro los quebrantaste como el día de Madián… Porque un
niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado…”.
Dios nos sorprende cuando creemos que la oscuridad se impone de
manera pertinaz e irrumpe con toda su Gloria y, como hizo en tiempos
del Profeta Isaías, nos invita a dirigir la mirada hacia Él. El Papa Francisco nos explica el sentido de la profecía en los siguientes términos: “El
origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde en la noche de
los tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido
el primer crimen de la humanidad… (Cf. Gn 4,8). También el curso de los
siglos ha estado marcado por la violencia, las guerras, el odio, la opresión.
Pero Dios, había puesto sus esperanzas en el hombre hecho a su imagen
y semejanza, aguardaba pacientemente. Dios esperaba… A lo largo del
camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela que Dios es
Padre y que su paciencia y fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la
corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad” (Homilía
para la Misa de Noche Buena, 24 – 12 – 2014).
La manifestación se da por medio de un niño, cuyos nombres son
eco de los títulos empleados en los ritos de entronización de los faraones
de Egipto. Sin embargo, lo más importante de este niño, es que asegura
la perpetuidad de la de la Casa de David, de la cual nacería el Mesías
(Cf. 2Sm7); y la promesa de una paz sin límites, fruto de la intervención
de Dios en primera persona: “… su nombre: Maravilla de Consejero, Dios
guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz. Para dilatar el principado
con una paz sin límites, sobre el trono de David y su reino… El celo del
Señor lo realizará”.
En la noche oscura de la historia de la humanidad, Dios resplandece, no al estilo ni en las categorías humanas, sino en su humildad, en
su pequeñez. Dios se hace pequeño, para poder mirar al hombre desde
lo bajo, como un niño. Quiere manifestar su poder desde la ternura y no
desde el poder.
32
“…cosas nuevas y antiguas”
San Lucas, todos los años, con rasgos casi pictóricos, nos ofrece la
narración sobre el nacimiento del Redentor. Como en tiempos de Isaías,
la mayor parte de la humanidad vivía una noche oscura, al encontrarse
bajo el dominio absoluto y caprichoso de un solo hombre: Cesar Augusto.
Como todos lo hegemones, pretendía consolidar su poderío, censando
a sus súbditos, para luego imponerles impuestos y calcular hasta dónde
podía llegar la fuerza de su ejército. Sin embargo, ni la pretensión del emperador ni la estrategia del censo, marcaron la historia. El acontecimiento
del nacimiento de Jesús fue lo que realmente marcó la historia y dejó su
luz en los tiempos pretéritos, presentes y por venir.
La oscuridad del poder del emperador, se eclipsa ante la luz de la
humildad de Dios. Notamos cómo en el relato, hasta tres veces se señala
al Redentor, indefenso, en su condición de niño, vulnerable y dependiente.
En primer lugar, se destaca el hecho como cumplimiento de la plenitud de
los tiempos: “Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz
a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre…”.
En segundo lugar, como signo divino por parte de los ángeles: “He aquí la
señal: encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Y en tercer lugar, como constatación por parte de los pastores: “…
encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”.
Esta humildad del Hijo de Dios, al manifestarse como niño, envuelto
en pañales y recostado en un pesebre, nos remite a la dimensión “pasional” del nacimiento del Redentor. Así nos lo explicaba el Papa Emérito
Benedicto XVI: “La tradición de los íconos, basándose en la teología de los
Padres, ha interpretado teológicamente el pesebre y los pañales. El niño
envuelto y bien ceñido en pañales aparece como una referencia anticipada
a la hora de su muerte: es desde el principio e Inmolado… Por eso el pesebre se representaba como una especie de altar” (La infancia de Jesús, Ed.
Planeta, 2013, 75). Así pues, ya en el Nacimiento de Jesucristo, irradia
para el mundo la Luz de su Pascua.
Otro aspecto que despunta en la narración sobre el nacimiento del
Redentor, por parte de San Lucas, es el énfasis, no en la historiografía
sino en el anuncio jubiloso por parte de los ángeles: “El ángel les dijo: No
tengan miedo, les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el
pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, el Mesías,
el Señor”. Este anuncio genera una fiesta, en la cual, ángeles y hombres
exultan: “De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo. ¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra
paz a los hombres que ama el Señor!”. Los ángeles, tienen como misión
primordial, alabar a Dios en su presencia (Cf. Is 6,3). Ellos celebran ininterrumpidamente la Liturgia celeste. Con el nacimiento de Jesús, el Hijo de
Dios, la Liturgia del Cielo se ha fusionado con la Liturgia de los hombres.
Ahora existe una sola Liturgia, la del “Dios con nosotros”.
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
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Esencia del mensaje cristiano es la Encarnación del Hijo de Dios. A
partir de ese acontecimiento, Dios quedó involucrado en las realidades
y en la historia de los seres humanos. El anuncio de la Navidad, no se
puede diluir en una especie de recuerdo edulcorado. La Gloria de Dios en
el cielo, debe ser la paz de los hombres en la tierra. Él quiere que todas
las realidades humanas sean irradiadas por la luz de su Hijo Encarnado.
Por eso, la Liturgia de esta noche es profundamente profética, pues nos
recuerda que Dios siempre está con su pueblo, escuchando su clamor (Cf.
Ex 3, 7).
La memoria de la Navidad, no se puede agotar en la dimensión meramente sentimental o subjetiva. La manifestación de Jesús, Hijo de Dios
Encarnado, tiene concretas repercusiones para la vida. El encuentro con
la persona de Jesús genera la transformación de la propia vida.
Cuando San Pablo escribió la Carta a Tito, de la cual ha sido tomada
la Segunda Lectura de la misa, el contexto religioso cultural de la época,
en Creta, era tumultuoso. Multitud de sectas proponían confesiones y cultos mistéricos, obviando la disciplina de las costumbres. Por eso, en el
más genuino estilo paulino, encontramos, en el pasaje inmediatamente
posterior al texto que hoy se nos propone, los deberes en los diversos
estados: a) La predicación de la sana doctrina [Cf. Tt 2,1]; b) Los deberes
de los ancianos [Cf. Tt 2, 2 – 3]; c) Los deberes de los jóvenes [Cf. Tt 2, 4
-7]; d) El deber del pastor de ser modelo [Cf. Tt 2, 7 – 8]; e) Los deberes de
los esclavos [Cf. Tt 2, 9 – 10].
Ahora bien, ¿Dónde va a encontrar el cristiano la fortaleza para vivir
el exigente ideal del seguidor de Cristo? De la experiencia del encuentro
con su persona, manifestada en la historia: “Ha aparecido la gracia de
Dios, que trae la salvación para todos los hombres”. Esta experiencia
reordena la propia existencia y conduce al creyente a una opción de vida
que le armoniza consigo mismo, para: “llevar ya desde ahora una vida…
sobria”. Le armoniza también con los demás, para: “llevar… una vida honrada”. Y, en definitiva, le armoniza en su relación con Dios, para: “llevar…
una vida… religiosa”.
Este acontecimiento tiene como máxima expresión la Oblación redentora del Hijo de Dios: “Él se entregó por nosotros para rescatarnos
de toda maldad”. Es la dimensión pasional de la Navidad, su dimensión
Kerigmática. Sólo desde el acontecimiento de la Pascua, la Navidad se
puede entender en todo su significado. Bien lo ha comprendido nuestra
religiosidad popular y lo ha expresado en la letra de una bella parranda
navideña: “Síganle los pasos, síganle los pasos, al niño bendito, aunque
ensangrentados, van por buen camino, aunque ensangrentados van por
buen camino”.
El Papa Emérito Benedicto XVI, al publicar su primera Encíclica en el
día de Navidad, recalcaba la necesaria experiencia del encuentro con Cris-
34
“…cosas nuevas y antiguas”
to, para emprender el camino de la fe: “No se comienza a ser cristiano por
una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello,
una orientación decisiva” (Encíclica Dios es amor, 25 – 12 – 2015, n. 1).
Y el Papa Francisco, amplía esta idea, al recordarnos que: “Sólo gracias
a este encuentro – o reencuentro – con el amor de Dios, que se convierte
en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de
nuestra autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve
más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero”
(Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, n. 7).
La Virgen María supo acoger la manifestación de Dios en su corazón
y en su vientre. Ella nos ayuda a reconocer la Gracia de Dios que se nos
ha manifestado.
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
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NATIVIDAD DEL SEÑOR
misA deL dÍA is 52, 7 – 10; HB 1, 1 – 6; JN 1, 1 – 18
“dios… nos ha hablado por El hijo”
¡Feliz Navidad!
Desde anoche, estamos meditando el maravilloso acontecimiento
de la Revelación del Padre: La Encarnación de su Hijo para la salvación
del hombre. La nocturnidad de ayer, nos permitía contemplar este hecho
como la gran iluminación de Dios al hombre. Hoy, la Palabra nos invita a
reconocer en Jesús la Palabra última y definitiva de Dios a la humanidad.
Hoy, nuevamente, el Profeta Isaías, nos introduce en el Banquete de
la Palabra. Esta vez, nos habla el Deutero – Isaías, quien, bajo la escuela
del gran Profeta del Exilio (Cf. Is 8,16), habla a los desterrados de Israel
con palabras de consuelo, para que salgan de su abatimiento y vislumbren
la vuelta a la Patria. Por ello, esta parte de la Obra, es también titulada
“Libro de la Consolación”.
El Profeta, anuncia un nuevo acto redentor de Dios, tan sorprendente, que se encuadra dentro de una teología de la Nueva Creación. Esta
Nueva Creación es moldeada por la Palabra de Yahvé (cf. Is 49, 1 – 55,
15). El autor se sirve del término más propio para designar el acto creador
de Dios: br’. Lo utiliza hasta dieciocho veces, para indicar que Dios
habla y hace todo nuevo. En este contexto, se ubica la Primera Lectura
que hemos escuchado.
El escritor, en su alegoría sagrada, hace que las ruinas de la Ciudad
Santa de Jerusalén exulten con gritos de júbilo, porque Dios va a actuar
portentosamente sobre ellas: “Prorrumpan a una en gritos de júbilo,
soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahvé a su pueblo,
ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado Yahvé su santo brazo a los
ojos de todas las naciones”. Dios mismo interviene, reordena, re – crea,
restituye, re – armoniza. Cuando todo parece perdido, Él manifiesta su
poder, generando nueva vida.
Esta exultación, por la nueva creación, en la cual, hasta las piedras
cantan, es precedida por un anunciador, que nos evoca el enamorado del
Cantar de los Cantares, sobre el cual meditamos durante la Novena de
Misa de Aguinaldo: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del
mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia
la salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios»!”.
¡Jesús es el “Mensajero que anuncia la paz, que trae las buenas nuevas”!. Cuando entró en Jerusalén para consumar su Pascua,
“….toda la ciudad se conmovió…” (Mt 21, 10); y ante el reproche de
los jefes religiosos, quienes exigían que cesaran los hosannas a su favor,
enfatizó: “«Les digo que si éstos se callan gritarán las piedras»” (Lc
19, 40).
36
“…cosas nuevas y antiguas”
Como lo ha destacado el Papa Francisco en la Bula de Convocatoria
del Año Jubilar de la Misericordia, el 11 de abril de 2015: “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona, revela
la misericordia de Dios… La Iglesia vive una vida auténtica, cuando
profesa y proclama la misericordia – el atributo más estupendo del
Creador y del Redentor - … La Iglesia tiene la misión de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del evangelio…”. (nn. 1. 11.
12).
¡Jesús es la Palabra última de Dios al Hombre! ¡Palabra de Consuelo, de Misericordia! ¡Palabra que crea todo de nuevo!
Así lo intuyó meridianamente el autor de la Carta a los Hebreos, de
donde ha sido tomada la Segunda Lectura de hoy. Al prologar su homilía,
el autor de la obra, presenta la relación de Dios con su Pueblo desde una
perspectiva dinámica, de diálogo, de continuidad, y a Jesús como la Palabra definitiva del Padre pronunciada en la plenitud de los tiempos: “En
distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a
nuestros padres por medio de los profetas. Ahora, en esta etapa final,
no ha hablado por el hijo, al que ha nombrado heredero de todo”.
Para las tres grandes religiones proféticas (judaísmo – cristianismo
– islamismo), Dios se revela y se comunica por medio de los profetas, mediadores de la Palabra Divina. Sólo el cristianismo reconoce a Jesús como
la Palabra definitiva que pronuncia Dios; pre – existente, reflejo de su Ser
y Principio de toda la creación: “… por medio del cual ha ido realizando
la edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él
sostiene el universo con su palabra poderosa”.
En los esquemas de la angelología, propios de la cultura hebrea de
aquellos tiempos, en la cual se creía en la existencia de seres intermedios
entre el hombre pecador y la divinidad inaccesible, Jesús es presentado como superior a todos ellos y a la vez involucrado con el pecado del
hombre: “… habiendo realizado la purificación de los pecados, está
sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más es sublime es el nombre que ha
heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he
engendrado» o «Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo?»
Y en otro pasaje al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios»”.
Vivimos en un mundo de muchas palabras: la palabra de la política,
la palabra de la economía, la palabra de la tecnología, la palabra de la
moda, entre muchas. Estamos muy atentos para escuchar los últimos dictámenes de sus voceros. Encendemos temprano la radio para informarnos o vamos en el carro escuchando noticias, esperamos las misceláneas
de los noticieros para enterarnos de “lo último”. Jesús es la Palabra última
y definitiva, la que da sentido, la que puede hacer que todo comience de
nuevo, la que nos envuelve en el Amor del Padre, como lo contemplábaCiCLo C - tiempo de NAVidAd
37
mos anoche en la escena de los pastores de Belén. Dejémonos envolver
por la Palabra.
Como Evangelio, hoy se proclama el hermoso himno al Verbo Encarnado. En su Obra, San Juan, expone el inicio del ministerio de Jesús
dentro del esquema de la semana inaugural de la Nueva Creación (Cf. Jn
1, 1 – 2, 11). En tal sentido, Jesús es presentado como la Palabra que
inaugura un Nuevo Orden. Así como el Antiguo Testamento, en el Libro
del Génesis, comienza con la reiterada expresión: “Dijo Dios… que se
haga… y así fue”, el Cuarto Evangelista nos revela que: “En el principio
ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era
Dios… Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada
de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de
los hombres. La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió”.
Con la presentación de Jesús como “La Palabra Creadora e Iluminadora”, San Juan sale al paso ante la corriente del pensamiento gnóstico,
que postula un tipo de sistema a – religioso hecho solamente de ideas,
de abstracciones racionales. Jesús no es una idea, es la dimanación del
Padre encarnada en la historia. Así, por medio del recurso literario de la
concatenación, San Juan conduce su proclamación hacia el núcleo del
mensaje cristiano: “Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del hijo único del
padre, lleno de gracia y de verdad”.
La Encarnación es el gran Prólogo del Kerigma Cristiano. Es sinónimo de embarrarse, de entrar en el fondo de la historia, de comprometerse,
de asumir la condición humana en su pobreza, de tocar tierra y estar con
el hombre que está en la tierra. Lo contrario es construir una religión de
ideas, de sentimientos, de autoayuda, en definitiva, una religión “caparazón”. La Encarnación, nos libera de la tentación de una religión sin mundo,
como la llamaba el Papa Pablo VI, que reniegue de la condición humana.
¡Jesús es el rostro humano de Dios!
El Papa Francisco ha convocado el “Año Jubilar de la Misericordia”,
para que la Iglesia abra las puertas de la Misericordia a todos los hombres.
La Iglesia debe defenderse del pecado, el cual viene del espíritu del mal,
mas no debe defenderse de los pecadores, a ellos los debe acoger. Ellos,
en el exilio de su pecado, deben saber siempre que existe una casa en la
cual siempre pueden ser acogidos, atendidos, sanados y vendados (Lc 10,
25 – 37). Mientras más nos liberemos de los prejuicios, más será nuestra
Iglesia ese “hospital de campaña”, que añora el Papa Francisco. Para ello
se requiere un viraje de mentalidad, del cual aún estamos lejos. Hemos
gastado demasiado tiempo en la “auto referencialidad” sobre la cual también nos ha alertado el Papa. Es la hora de salir al encuentro de todos.
San Juan, no sólo rebate las ideas gnósticas que ya entonces amenazaban la revelación cristiana, también contrasta el sistema legalista judío, basado en el solo cumplimiento de la ley. Así, presenta al Verbo
38
“…cosas nuevas y antiguas”
Encarnado como fuente de salvación por pura gratuidad divina. “Pues de
su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se
dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de
Jesucristo”.
Jesús es la tienda de encuentro entre Dios y los hombres (Cf. Ex
33, 7). En Él, se da la verdadera Religión, como bien lo proclamó a la
samaritana: “Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues estos son
los adoradores que quiere el Padre”. La Gracia es la “Comunicación
de Dios al hombre”, es un canal siempre abierto, siempre en sintonía con
la persona humana. Jesucristo es la fuente de la Gracia, creyendo en Él
ya se activan todas las potencialidades para llegar a Dios: “Les aseguro
que el que cree, tiene Vida eterna… y yo lo resucitaré en el último
día” (Jn 6, 47. 54). Las instituciones, las leyes y las fórmulas eclesiásticas,
son subsidios útiles para la relación con Dios, pero no son el fin. Jesús es
el Medio y el Fin: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al
Padre sino por mí” (Jn 14, 6).
Toca a la Iglesia, y a todos nosotros, asumir la misión del Bautista,
que también nos presenta San Juan en el Prólogo de su Evangelio: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía
como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la luz”. Llama la atención como se hace referencia al Bautista
en tiempo pasado. Muchas veces, nosotros y las instituciones eclesiásticas queremos perdurar y no caemos en la cuenta que siempre debemos
pasar y sólo Cristo debe permanecer. Que de nosotros se hable porque
permitimos que muchos “vinieran a la luz”. Ya “Dios… ha hablado por
medio de su Hijo”.
La Virgen María permitió que los pastores y los gentiles se acercaran
a Jesús. Que ella nos ayude a ser Iglesia de puertas abiertas para todos
los hombres, especialmente para los pecadores.
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
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SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS
Nm 6, 22 – 27; GA 4, 4 – 7; LC 2, 16 – 21
¡dios siguE salvándonos!
Hoy, como culmen de la Octava de Navidad, celebramos la Solemnidad de Santa María Madre de Dios: La Theotokos.
En medio del misterio de la Navidad, la Palabra nos invita a contemplar a María como el “paradigma” de la humanidad que se abre al amor de
Dios. Ella es modelo del discípulo que “escucha” la Palabra y la pone en
práctica, conservando todas las cosas y meditándolas en su corazón, en lo
más íntimo de su ser; escuchando la Palabra para luego cumplirla.
Hemos escuchado en la Primera Lectura, tomada del Libro de los
Números, la antigua bendición sacerdotal sobre el Pueblo de la Alianza,
la cual hoy se invoca sobre nosotros justo antes de comenzar un nuevo
año. Dios proyecta sobre nosotros la Luminosidad de su Santo Nombre,
su Sonrisa, la cual nos transmite su Paz: “El Señor habló a Moisés: - «Di
a Aarón y a sus hijos: Ésta es la fórmula con que bendeciréis a los
israelitas: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti
y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz.” Así
invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré.»”.
Son seis las acciones de la triple bendición de Aarón: 1) Bendecir; 2)
Proteger; 3) Iluminar; 4) Favorecer; 5) Fijar la mirada; 6) Pacificar. Pensemos que todas estas acciones divinas se derraman sobre nosotros al
comenzar la peregrinación de un nuevo año. Sólo así nuestra marcha de
cada día tendrá contenido y no será un caminar sin sentido.
Un año es sólo una medida humana de tiempo. Nosotros vivimos en
el tempo de Dios, para quien: “… mil años son… como el día de ayer,
que ya pasó, como una vigilia de la noche” (Sal 90,4). El creyente no
ve el tiempo como una medida, sino como una ocasión para reconocer el
paso de Dios en la propia vida. El tiempo como medida, hace referencia
al “Cronos”, que, tal como hacía el titán homónimo de la mitología griega
que devoraba a sus hijos, engulle la vida del hombre en medio de eventos
y acontecimientos. La ocasión o kairós, es el momento propicio, es decir:
“aquella parte del tiempo que contiene en sí la posibilidad para hacer
o no hacer algo bueno” (Erasmo). Con razón San Pablo, al exhortar a
acoger el mensaje de la Salvación, presenta el tiempo como Kairós: “Este
es el tiempo favorable, este es el día de la salvación” (2Cor 6, 2).
Ya concluimos un año. Hicimos lo que hicimos y dejamos de hacer lo
que teníamos que hacer. Dios, no obstante, nos sonríe, para que aprovechemos una nueva ocasión, un nuevo paso de Él por nuestras vidas.
La Segunda Lectura de hoy, está tomada de la Carta a los Gálatas.
San Pablo nos señala que el punto máximo de la Revelación de Dios ha
consistido en el Don de su Hijo, por medio del cual hemos recibido la adopción filial: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido
40
“…cosas nuevas y antiguas”
de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban
bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como
sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama: «Abba! Padre.» Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres
hijo, eres también heredero por voluntad de Dios”.
La Plenitud de los Tiempos, ha tenido como instrumento privilegiado
la figura de María. Gracias a Ella, el Hijo de Dios, pudo venir al mundo
como Verdadero Hombre. San Pablo nos presenta esta plenitud, que atañe al pasado y a las esperas mesiánicas, y a la vez apunta hacia las eras
futuras. Se trata de la plenitud en sentido absoluto: en el Verbo hecho
carne, Dios dijo su Palabra última y definitiva.
San Lucas en el Evangelio de hoy, narra el episodio de la adoración
del Niño Dios por parte de los pastores, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón sobre el misterio de su Hijo, el mayor Don de
Dios a Ella y al mundo: “En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el
pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño…
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que
habían visto y oído; todo como les habían dicho”.
En este pasaje evangélico, se hace especialmente hincapié en los
pastores que se volvieron “glorificando y alabando a Dios por todo lo
que habían oído y visto”. El ángel les había anunciado que en la ciudad
de David, es decir, en Belén, había nacido el Salvador y que iban a encontrar la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al Niño. Notemos que
el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, porque Él
es el Verbo de Dios (Jn 1, 14), el punto de referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar. Es Él quien hace que la maternidad de
María se califique como “Divina”.
En compensación a la Alabanza emotiva de los Pastores, encontramos la actitud reflexiva de María: “Todos los que lo oían se admiraban
de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas
cosas, meditándolas en su corazón”. María se presenta como modelo
del creyente maduro, que no excluyendo de su corazón el gozo por el Don
de Dios, deja espacio para la meditación y el recogimiento. En la alabanza
gozosa de los pastores se manifiesta la acogida generosa del Mensaje de
Salvación, en la reflexión serena de María, el deseo de comprender cada
vez mejor ese Mensaje en la propia vida.
“María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. El primer día del año está puesto bajo el signo de una mujer,
María. El Evangelista San Lucas la describe como la Virgen silenciosa, en
constante escucha de la Palabra Eterna. María conserva en su corazón las
Palabras que vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende
a comprenderlas. Contempla el conjunto bajo el prisma de la Palabra.
En su escuela queremos aprender también nosotros a ser discípulos
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
41
atentos y dóciles del Señor. Con su ayuda maternal deseamos comprometernos a trabajar solícitamente en la “obra” de la paz, tras las huellas
de Cristo, Príncipe de la paz. Siguiendo el ejemplo de la Virgen Santísima,
queremos dejarnos guiar siempre y sólo por Jesucristo, que es el mismo
ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8).
Culmina el relato con el dato no poco significativo de la Circuncisión
del Señor, con el cual, se corrobora aún más el ingreso del Hijo de Dios
en la Historia humana, por medio de su incorporación a Israel, el Pueblo
de la Promesa. Le imponen el Nombre anunciado por el Ángel; “jesús”,
que significa “Dios Salva”. Hablar de Jesús es mucho más que hablar de
“Salvación”, que es siempre una palabra abstracta, es, sobre todo, hablar
de “Dios Salvando”, actuando, generando Vida. A partir de esta Solemnidad, sobre todo durante la Cuaresma y La Pascua, podremos profundizar
en estos Misterios de Dios Salvando, en la Persona de su Hijo Jesucristo.
Aunque toda la Liturgia de la Palabra de hoy dirige la atención hacia
el “Hijo de Dios”, Plenitud de los Tiempos, no reduce el papel de la Madre,
más aún, la sitúa en la perspectiva correcta: María es verdadera Madre
de Dios, precisamente en virtud de su relación total con Cristo. Por tanto,
glorificando al Hijo, se honra a la Madre y honrando a la Madre, se glorifica
al Hijo.
El título de “Madre de Dios”, que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen Santísima en la historia de la salvación: misión que está en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano
le profesa. María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo
al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de
la salvación eterna (Cf. Oración Colecta). Ella ofrece continuamente su
mediación al pueblo de Dios, peregrino en la historia hacia la eternidad,
como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la vida
terrena al Hijo de Dios, sigue señalando a los hombres el camino hacia la
Vida Divina, que es el mismo Jesús.
Con razón, María es reconocida como Madre de todo hombre que
nace a la Gracia y a la vez, se la invoca como Madre de la Iglesia: “Desde
un comienzo la Iglesia enseña que en Cristo hay una sola persona, la
segunda persona de la Santísima Trinidad. María no es solo madre de
la naturaleza, del cuerpo, sino también de la persona quien es Dios
desde toda la eternidad. Cuando María dio a luz a Jesús, dio a luz en
el tiempo a quien desde toda la eternidad era Dios. Así como toda
madre humana, no es solamente madre del cuerpo humano sino de
la persona, así María dio a luz a una persona, Jesucristo, quien es…
Dios y hombre, entonces Ella es la Madre de Dios” (Concilio de Efeso,
431).
María Santísima es la Madre del Verbo Eterno. Ella nos acompañará
a lo largo de todo este año que hoy comienza, y obtendrá de su hijo, para
nosotros, el don de la paz. Hagamos lo que Él nos diga (Cf. Jn 2, 4).
42
“…cosas nuevas y antiguas”
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA
si 3, 2 – 6. 12 – 14; CoL 3, 12 – 21; LC 2, 41 – 52
la Familia: EscuEla dE sabiduría
¡Dios se revela en el seno de la Sagrada Familia!
En el contexto del tiempo de Navidad, celebramos en este Domingo
al Dios Encarnado en la Sagrada Familia, al Hijo de Dios, en la cotidianidad del hogar de Nazaret, donde proclamó su Divinidad, ante sus padres
terrenos.
El pasaje que se nos ha propuesto como Primera Lectura de la Misa,
está tomado del Libro del Eclesiástico o Sirácide, una obra con la cual el
autor, en tiempos de la dominación griega (S. II A.C), pretende reafirmar
las verdades de fe de Israel y los valores fundamentales para el buen vivir
de un judío practicante en situación de diáspora.
Para el redactor, Jesús, “Ben Sirá” (hijo de Sirá); la familia es la
primera escuela de Sabiduría. En ella, las relaciones armónicas de sus
miembros, no son simple fruto de una imposición autoritaria, sino fundamentalmente expresión de la religión.
Así, tenemos que la autoridad proviene de Dios y en la familia, ésta
se encarna primeramente en los padres: “Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la
prole… sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones... no lo
abochornes mientras seas fuerte”. No es sólo cuestión de respeto debido a los padres por la edad o por haber engendrado a los hijos, se trata,
sobre todo; de afecto, reconocimiento, ternura y respeto. Por otro lado, el
respeto hacia los padres, es expresión del temor de Dios, de la verdadera
religiosidad: “La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida
en cuenta para pagar tus pecados”.
El verbo “honrar” domina ambas secciones del texto, y su contexto
es el Cuarto Mandamiento del Decálogo: “Honra a tu padre y a tu madre,
para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te
da” (Ex 20, 12).
En hebreo, el primer sentido de este verbo expresa el respeto hacia
la autoridad de los padres. Por ello, hemos escuchado: “Porque el Señor
quiere que el padre sea respetado por sus hijos y confirmó el derecho
de la madre sobre ellos. El que honra a su padre expía sus pecados y
el que respeta a su madre es como quien acumula un tesoro. El que
honra a su padre, encontrará alegría en sus hijos y cuando ore, será
escuchado. El que respeta a su padre, tendrá larga vida y el que obedece al Señor, da tranquilidad a su madre. El que teme al Señor honra
a su padre y sirve como a sus dueños, a quienes le dieron la vida”.
Es muy triste cuando un hijo irrespeta a su padre o a su madre, bien
con gestos y palabras impropias o con una vida que desdice de los valores
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
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que ellos, con tanto esmero han inculcado. La raíz de este cuadro de acritud en las relaciones familiares, si bien se puede justificar en la rebeldía
adolescente, la cual tiende a prolongarse cada vez más, así como en las
campañas mediáticas, que proponen la exacerbación de la autonomía de
la persona; en última instancia, se funda en la pérdida del sentido religioso
en el hogar, lo cual propicia un clima de desencuentro, de poca capacidad
para el diálogo. Esta exclusión de Dios del ámbito familiar, se evidencia
también en las relaciones agresivas entre los esposos, lo cual termina decantándose en los hijos.
En la segunda sección, se presenta el segundo sentido hebreo del
verbo “honrar”, entendido, como la asistencia a los padres en la necesidad, sobre todo en la ancianidad. Ante Dios, ese comportamiento piadoso
tiene valor expiatorio: “Hijo mío, socorre a tu padre en su vejez y no
le causes tristeza mientras viva. Aunque pierda su lucidez, sé indulgente con él; no lo desprecies, tú que estás en pleno vigor. La ayuda
prestada a un padre no caerá en el olvido y te servirá de reparación
por tus pecados”.
San Pablo, en la Carta a los Colosenses, exhorta de manera general
a procurar la armonía en la convivencia, pero también centra su mensaje
en la importancia de cultivar, a la luz de la fe, el clima espiritual, afectivo y
moral del hogar cristiano: “Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro
y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad,
la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y
perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha
perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el
amor, que es el ceñidor de la unidad consumada”.
En el texto bíblico San Pablo también delinea las características de
las relaciones interhumanas en la familia: “Mujeres, respeten a su marido, como corresponde a los discípulos del Señor. Maridos, amen a
su mujer, y no le amarguen la vida. Hijos, obedezcan siempre a sus
padres, porque esto es agradable al Señor. Padres, no exasperen a
sus hijos, para que ellos no se desanimen”.
Debemos leer con atención y meditar este pasaje paulino, en el cual,
el Apóstol formula los buenos deseos para las relaciones familiares. Es
lo que el Magisterio auspicia bajo la figura de “comunión de personas…
íntima comunidad de vida y de amor” (Cf. GS, 49).
El Papa Francisco en sus muchas intervenciones sobe el tema de la
familia, ha exhortado a los esposos cristianos, señalando: “… vuelan los
platos… se dicen palabras fuertes, pero escuchen este consejo: no
terminen el día sin hacer las paces. La paz se rehace cada día en la
familia. Pidiendo perdón: «perdóname» y se recomienza de nuevo”.
También ha dicho: “Todos sabemos que no existe la familia perfecta,
ni el marido o la mujer perfectos. No digamos la suegra perfecta…
Existimos nosotros, los pecadores. Jesús que nos conoce bien, nos
44
“…cosas nuevas y antiguas”
enseña un secreto: que un día no termine nunca sin pedir perdón”.
No existe otra comunidad interhumana tan integradora, tan profunda
y universal como la familia, capaz de generar tanta felicidad y equilibrio.
Pero a la vez, muy vulnerable, dado que está expuesta a muchas tensiones interiores y exteriores. De ahí el exordio final del Apóstol: “…revestíos
de amor, que es el ceñidor de la unidad consumada...; la paz de Cristo
actúe de árbitro en vuestro corazón...; la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza”.
Cada año, en este día, se nos propone el pasaje evangélico que concluye la Sección de Lucas, conocida como “Evangelios de la Infancia de
Jesús”. A la edad en que un judío varón, asume sus obligaciones legales,
Jesús sube con sus padres a Jerusalén, lugar elegido por Dios como “morada de su nombre” (Dt 16, 5 – 6).
San Lucas, en su Evangelio, presenta la vida de Jesús como una
Subida hacia Jerusalén, para consumar su Sacrificio Redentor. La permanencia de Jesús niño, en la Ciudad Santa, quiere poner en evidencia, su
consciente decisión de ofrecerse como Víctima agradable al Padre.
El reencuentro de Jesús con sus padres, transcurridos tres días, es
un claro anuncio de su Trisagio de Redención: Su Pasión, Muerte y Resurrección. Como lo buscaron las mujeres (Mc 16, 1 – 8), también lo buscaron sus padres, encontrándose con una Revelación Nueva.
En la respuesta de Jesús a sus padres, el Evangelista resalta tres
aspectos: En primer lugar la centralidad de la relación de Jesús con su
Padre: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo debo ocuparme
de los asuntos de mi Padre?”. En segundo lugar, el rol insustituible de
María y José en el Plan de la Redención: “Ellos no entendieron lo que
les decía. Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos”.
Y en tercer lugar, el valor del hogar de Nazaret, como escuela de Divinidad
y de Humanidad para Jesús: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”.
Nazaret fue la Escuela de Humanidad para el Señor; allí, fue amado
y lactado, aprendió a ser abrazado y besado, aprendió a abrazar y a hablar, a caminar, a jugar, a trabajar; y a compartir los minutos, las horas, los
días y las noches, las fiestas, las estaciones, las fatigas y el amor al prójimo. En Nazaret, Dios aprendió del hombre todas las cosas del hombre. En
el hogar de Nazaret, se comenzó a manifestar la Encarnación del Verbo.
Captemos el testimonio que nos ofrece la Santa Familia de Nazaret:
La obediencia de la Fe. Cada uno de los miembros del Hogar del Redentor, es obediente, según su propia misión, al Plan de Dios; eso fue lo que
les ayudó a permanecer unidos; y a superar los obstáculos, ya evidentes
desde el mismo momento de la concepción de Jesús.
La Sagrada Familia de Nazaret, es escuela de sabiduría. Que imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de
los premios eternos en el hogar del cielo.
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
45
SOLEMNIDAD DE LA EPIFANIA DEL SEÑORsi 3, 2 – 6. 12 – 14; CoL 3,
is 60, 1 – 6; eF 3, 2 – 3ª. 5 – 6; mt 2, 1 – 12
abandonEmos los palacios
¡Feliz Navidad! Como prolongación de la Fiesta del Nacimiento del
Redentor, celebramos hoy su Manifestación Universal, con la Solemnidad
de la Epifanía.
Epifanía, significa manifestación, por lo que esta Solemnidad, tiene
como finalidad, poner de relieve la Revelación del Niño Dios como portador de la Salvación para todos los pueblos, representados en los “Magos
venidos de Oriente”, más allá de los confines del Pueblo de Israel.
En el Oriente Cristiano, la celebración de la Epifanía del Señor, el 06
de Enero, es anterior a la de Navidad, la cual, surge el año 336 D.C., en
Roma. La celebración de la Epifanía, en Jerusalén, también tenía por objeto conmemorar el Nacimiento de Cristo. Se trata de dos celebraciones,
con orígenes geográficos y culturales diversos, cada una con una intencionalidad propia; mientras que la Navidad pone el énfasis en el Nacimiento
de Cristo, la Epifanía, enfatiza ese acontecimiento como Manifestación del
Mesías a todos los pueblos.
El Profeta Isaías nos abre el Banquete de la Palabra de Dios, se
trata de un fragmento del “Tercer Isaías” o “Trito Isaías” (Is 56, 1 – 66,
24), redactado por un profeta desconocido que vivió en Judá, después del
Destierro, en los años de la Restauración de la Ciudad Santa de Jerusalén
y su Templo (536 al 400 A.C.). Los Oráculos que configuran esta parte del
Libro de Isaías, pretenden elevar el ánimo de los israelitas, quienes sentían que la Liberación, anunciada por los Profetas del Destierro, no llegaba
como ellos la esperaban, y por la escasez de recursos económicos, no
lograban enfrentar los trabajos de reconstrucción.
Desde esta perspectiva, el Profeta, al ver que la Ciudad Santa y El
Templo, morada de la presencia de Yahvé, no lograban volver a su antiguo
esplendor; anuncia su reconstrucción en breve tiempo. Este pregón de
esperanza contiene dos sujetos metafóricos, por medio de los cuales, el
autor remite al lector a realidades superiores: La Luz y La Peregrinación.
El motivo más fuerte del Oráculo, por medio del cual se proclama el
nuevo esplendor de Jerusalén, es la Luz. La imagen aparece tanto directamente, cuando se hace alusión explícita a la iluminación de la Ciudad
Santa; como indirectamente, cuando se presenta ésta en contraposición
con la oscuridad:
“¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! Porque las tinieblas cubren la tierra y una densa
oscuridad, a las naciones, pero sobre ti brillará el Señor y su gloria
aparecerá sobre ti”.
46
“…cosas nuevas y antiguas”
El segundo motivo dominante del texto, lo constituye la visión de una
“Gran Peregrinación” de todos los Pueblos hacia la Ciudad Santa, desde
una perspectiva universalista de la Salvación: “Las naciones caminarán
a tu luz y los reyes, al esplendor de tu aurora. Mira a tú alrededor y observa: todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde
lejos y tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto, estarás radiante,
palpitará y se ensanchará tu corazón, porque se volcarán sobre ti los
tesoros del mar y las riquezas de las naciones llegarán hasta ti. Te
cubrirá una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá.
Todos ellos vendrán desde Sabá, trayendo oro e incienso, y pregonarán las alabanzas del Señor”.
El Profeta anuncia la Manifestación Luminosa de Yahvé sobre su Ciudad y desde ese hecho, anima a los hijos de Israel a ponerse en camino,
a no quedarse paralizados por el desánimo ni por el miedo, a abandonar
la relativa comodidad del conformismo; y a quebrantar la desesperanza,
emprendiendo la “Gran Peregrinación” hacia la Jerusalén Renovada por el
Fulgor de Dios.
En Jesús de Nazaret, ha brillado la Luz de Dios que anunció el Profeta Isaías. Esa Luz se ha detenido sobre Él, la Luz Verdadera que ilumina a
todo hombre (Cf. Jn 1,9). Quien se acerca a adorarle, se llena de inmensa
Alegría y su vida llega a la Plenitud (Cf. Jn 15, 11). Quien le sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la Vida (Cf. Jn 8, 12).
Nuevamente, tenemos la oportunidad de meditar en el Evangelio, la
escena de la Adoración del Niño Dios por parte de los Magos, propia del
Evangelista San Mateo. Los estudiosos de la Biblia, señalan que el relato
es una interpretación teológica de la Natividad del Mesías (Midrash haggadico), en la cual, el autor, inspirado en datos del Antiguo Testamento,
conjugó una serie de elementos para transmitir un mensaje concreto: el
carácter universal de la Salvación en Cristo Jesús.
Una de las finalidades catequéticas de San Mateo, a la hora de redactar su Evangelio, es demostrar la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, comenzando con la Genealogía de Jesús, en la cual lo
coloca en línea directa de consanguinidad con Abraham y David (Cf. Mt 1,
1 – 17). Así pues, en el relato sobre la “Adoración de los Magos”, nos encontramos con los siguientes elementos que anuncian al Niño Dios, como
el cumplimento de los Anuncios Salvíficos del Antiguo Testamento:
- “… unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el rey de los judíos que
acaba de nacer?... postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y
mirra”. Estos personajes, quienes posiblemente eran estudiosos
de los movimientos de los astros o astrólogos, representan a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que viven más
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
47
allá de las fronteras de la geografía santa de los judíos, a quienes
Dios hace partícipes de la Salvación, en Cristo. Como trasfondo
veterotestamentario de esta escena, además del texto que hemos escuchado como Primera Lectura, tenemos otro anuncio del
mismo Profeta: “Tendrás a reyes como tutores y sus princesas serán tus nodrizas. Se postrarán ante ti con el rostro en
tierra y lamerán el polvo de tus pies. Así sabrás que yo soy
el Señor y que no se avergonzarán los que esperan en mí”
(Is 49,23).
- “… Cuando nació Jesús, en Belén de Judea... Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda
Jerusalén…. reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer
el Mesías. le dijeron: En Belén de Judea…, porque así está
escrito…: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la
menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti
surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel”. San
Mateo, cuyos oyentes son mayoritariamente judíos convertidos
al cristianismo, cita al Profeta Miqueas (Mi 5,1), y además, tiene
presente la Profecía Mesiánica de Natán: “…cuando tus días
se hayan cumplido… afirmaré después de ti la descendencia
que saldrá de tus entrañas… Yo seré para él padre y él será
para mí hijo…” (2Sm 7, 12 – 14).
- “… vimos su estrella en Oriente y hemos venido a
adorarlo… La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño….
Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría”. En la mentalidad de la época, se tenía la creencia, según la cual, las figuras
importantes nacían bajo el signo de una estrella; por otra parte,
en el Libro de los Números, se presenta a un Jefe, surgido de
Israel, signado por una estrella; y cuyo reino sería firme: “Lo veo,
pero no ahora; lo contemplo, pero no de cerca: una estrella
se alza desde Jacob, un cetro surge de Israel: golpea las sienes de Moab y el cráneo de todos los hijos de Set. Edom será
un país conquistado. Seír será conquistado por sus enemigos, mientras que Israel hará proezas: un vencedor sale de
Jacob y elimina a los fugitivos de Ar”.
Además de estas constataciones que nos ofrece San Mateo, por las
cuales podemos estar plenamente convencidos que en Jesús se cumplen
todos los anuncios mesiánicos del Antiguo Testamento, contamos con
otras implicaciones que el relato de la “Adoración de los Magos” comporta
para nuestra vida de fe en la Iglesia.
En su narración, San Mateo, no sólo quiere afirmar la Realeza Me-
48
“…cosas nuevas y antiguas”
siánica de Jesús, descendiente de Jacob, en contraposición con Herodes,
quien era idumeo y por ende extranjero; sino introducir ya la oposición
que va a signar su vida, representada en el rey disoluto y los obsecuentes sumos sacerdotes y escribas. No existe verdadero cristianismo, sin la
animadversión del mundo, de hecho, el nacimiento de Jesús, estuvo marcado por la persecución y al ser presentado en el Templo, el anciano Simeón anunció: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos…
y como signo de contradicción” (Lc 2, 34). Por otra, parte Jesús dijo:
“… los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y
serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa
de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio
de mí” (Lc 21, 12 – 13).
El relato también nos presenta la contraposición de dos actitudes: por
una parte, Herodes y sus sirvientes religiosos, representan la religión cómoda, la que se queda en los palacios, en medio de seguridades y privilegios; por otra, “Los Magos venidos de Oriente”, representan la “Búsqueda
de la Verdad”, que lleva a abandonar las comodidades, con tal y alcanzar
la Iluminación de la Fe, en Cristo, en quien el hombre alcanza su plena
realización por la auténtica relación que Él asegura con el Padre, como el
mismo lo aseguró: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9).
La Iglesia, debe caminar con el hombre que, en todos los tiempos, busca
a Dios; y con él, descubrir la Eterna Novedad de Cristo, cuyo mensaje es
vivo y siempre actual. No basta con saber en qué creemos, es necesario
vivir lo que creemos, según los desafíos históricos en los que el creyente
debe dar testimonio de su Fe.
Indica el relato que los Magos, después de adorar al Niño Dios, “…
se retiraron a su tierra por otro camino”. El encuentro con Cristo,
comporta siempre el cambio de vida o conversión, por lo que no se puede
volver a pisar las mismas huellas, sino las de Cristo, tal y como Él mismo
lo exigió: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es
apto para el Reino de Dios” (Lc 9, 62).
La Segunda Lectura propuesta para hoy, ha sido tomada de la Carta
a los Efesios. Probablemente, se trata de una Carta Circular que el Apóstol o alguien de su escuela dirigió a las Iglesias de Asia Menor, ello, si se
considera que el papiro más antiguo, el cual data del año 200 D.C., no
coloca a los efesios como destinatarios, sino a “los santos y a los fieles”
(P 46). La fecha de composición de la Carta se ubica, aproximadamente,
entre los años 50 a 60 D.C.
San Pablo, a la par de defender su condición de Apóstol, en virtud
de una misión concreta a la que ha sido llamado, proclama el Plan Salvador de Dios para todos los hombres: “Ya que se me dio a conocer, por
revelación, el misterio que no había sido manifestado a los hombres
en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus
santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son cohereCiCLo C - tiempo de NAVidAd
49
deros, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa de
Jesucristo, por el Evangelio”.
San Pablo habla del “… misterio que no había sido manifestado…”, refiriéndose a Cristo, en quien todos los hombres son llamados
a formar parte de su Iglesia, para participar de la Salvación. Habría que
preguntarse quiénes son “los nuevos gentiles de estos tiempos”, que
aguardan, de parte de la Iglesia, la invitación a incorporarse a ella, para
también disfrutar de su Plenitud. La Nueva Evangelización, que exigen
los tiempos presentes, requiere llegar a los nuevos gentiles, a los nuevos
areópagos, donde aguardan todavía el anuncio del “Dios desconocido”
(Hch 17,23).
María Santísima es la Madre de la Luz. Ella nos ayuda a caminar
hacia Cristo, encontrarlo y a no dar marcha atrás.
50
“…cosas nuevas y antiguas”
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
is 42, 1 – 5. 6 – 7; HCH 10, 34 – 38; LC 3, 15 – 16. 21 – 22
EntrEmos En la Fila dE los pEcadorEs
Con la celebración de la Fiesta del Bautismo de Señor, culmina el
ciclo de la Navidad. Esta conmemoración es un eco de la Solemnidad del
Domingo pasado. Si en la Epifanía, Jesús se revelaba a todas las naciones como El Mesías Salvador, en su Bautismo, a orillas del Jordán; en el
comienzo de su ministerio público, es proclamado Hijo de Dios.
El Profeta Isaías nos introduce en la comprensión de este Misterio
de la Vida de Jesús. No está de más recordar que el Libro de Isaías comprende tres Obras. La Primera, responde a la situación de Israel, en el
siglo VIII, A.C., antes de la caída de Jerusalén (Is 1 – 39). La Segunda,
nos presenta al Pueblo Elegido, deportado en Babilonia, durante el siglo
VI, A.C., al cual se le anuncia un Segundo Éxodo hacia la Tierra (Is 40 –
55). La Tercera, en el Post Exilio, durante los siglos VI y V, A.C., anuncia
y anima la Restauración de la Ciudad Santa y del Templo (Is 55 – 66). El
texto de la Primera Lectura, está tomado del “Libro de la Consolación”, el
cual forma parte de la Segunda Parte de la Obra.
En el “Libro de la Consolación”, el Profeta, presenta, en cuatro cánticos o poemas, la figura del Siervo; quien, en principio, se identifica con el
Pueblo de Israel, humillado durante el tiempo del Exilio, que será rehabilitado por intervención de Yahvé. La meditación cristiana, ha reconocido
siempre, en la figura del Siervo, un anuncio profético de Jesús; el Hijo de
Dios, quien, después de atravesar el umbral de la Muerte, ha sido exaltado
con su Resurrección. La Primera Lectura forma parte del Primer Cántico
del Siervo.
El texto forma una unidad, compuesta de dos partes bien delimitadas:
En la Primera Parte, Dios presenta a su Siervo, como su elegido,
destacando su investidura divina: “Yo he puesto mi espíritu sobre él
para que lleve el derecho a las naciones”, así como su talante personal,
caracterizado por su mansedumbre y determinación: “El no gritará, no
levantará la voz ni la hará resonar por las calles. No romperá la caña
quebrada ni apagará la mecha que arde débilmente. Expondrá el derecho con fidelidad; no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar
el derecho en la tierra, y las costas lejanas”.
En la Segunda Parte, Dios presenta la misión de su Siervo y el apoyo que le brinda: “Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de
la mano, te formé…”, la misma, la desarrollará desde una perspectiva
universal: “… te destiné a ser alianza del pueblo, la luz de las naciones…”, desplegándola con poder sanador: “… para abrir los ojos de
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los ciegos…”, liberador: “… para hacer salir de la prisión a los cautivos…”; y esperanzador: “… y de la cárcel a los que habitan en las
tinieblas”.
Jesús es el Siervo de Yahvé, ungido por el Padre, con el poder del
Espíritu Santo, para traer la Salvación a todos los hombres; su camino fue
la sencillez y la mansedumbre y no descartó a los marginados; a los pobres y pecadores, sabiendo ver en ellos “la caña quebrada” y “la mecha
que arde débilmente”, a ellos dirigió su Palabra Sanadora, Liberadora y
Esperanzadora. La Iglesia es continuadora de la Misión de Cristo y debe
desplegarla según su modelo. La Nueva Evangelización, nos impele a
volver al modelo evangelizador de Cristo.
Hemos escuchado, en la proclamación del Santo Evangelio, el breve relato del Bautismo de Jesús en las aguas del Jordán, de manos de San
Juan Bautista. Comienza la narración, presentando el clima de espera que
caracterizaba el momento: “Como el pueblo estaba a la expectativa y
todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías…”.
El Papa Benedicto XVI, en su Libro, Gesù di Nazaret, describe el clima de expectativa que caracterizaba el momento en el cual se manifestó
el Señor como Hijo de Dios: “Movimientos, esperanzas y expectativas
contrastantes, determinaban el clima político y religioso. Más o menos, al momento del nacimiento de Jesús, Judas, el Galileo, había
incitado una revolución, sofocada sangrientamente por los romanos.
Su partido, el de los zelotas, subsistía, preparado para restaurar la libertad de Israel, por medio del terror y la violencia, posiblemente, uno
de los doce Apóstoles de Jesús – Simón el zelota y quizás también
Judas Iscariote - provenían de esa corriente. Los fariseos (…) buscaban vivir siguiendo con extrema precisión los dictámenes de la Torah
y evitando la adaptación a la cultura unitario helenístico – romana,
la cual se imponía por sí sola en los territorios del imperio romano
(…) Los saduceos, que pertenecían en gran parte a la aristocracia
y a la clase sacerdotal, buscaban vivir un judaísmo iluminado, cónsono al estándar espiritual de la época, y por tanto, comprometido
con el poder romano (…) los esenios… era… un grupo que se había
separado del templo herodiano y de su culto, y había dado vida a una
comunidad monástica, en el Desierto de Galilea… parece que Juan el
Bautista y también quizás Jesús y su familia, hubiesen estado cercanos a esta comunidad” (pp. 32 – 34).
En este clima de expectativa, con tantos protagonistas que pretendían imponer su verdad, Juan había adquirido reconocimiento y aceptación, a tal punto que: “Acudía entonces a él, de Jerusalén, de toda
Judea y toda la región del Jordán” (Mc 3, 5). Sin embargo él mismo
dejaba claro cuál era su misión y la de aquel a quien había preparado el
camino: “… él tomó la palabra y les dijo: Yo los bautizo con agua, pero
viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno
52
“…cosas nuevas y antiguas”
de desatar la correa de sus sandalias; él, los bautizará en el Espíritu
Santo y en el fuego”.
El bautismo que impartía Juan, el cual, si bien contenía algo nuevo
con relación a las abluciones rituales penitenciales que practicaban los
judíos y los esenios, en cuanto que connotaba un cambio de vida, desde lo
profundo de la persona, todavía no era definitivo, ni respondía a las expectativas de los hombres (Cf. Ibid. p. 34 – 35). Sólo el Bautismo de Jesús,
con Espíritu Santo y Fuego, respondería a la búsqueda del ser humano,
colocándolo ante quién superaría cualquier mesianismo temporal. En Jesús, el hombre no encuentra a un revolucionario, ni a un jurista piadoso,
ni a un sacerdote complaciente: Él es el Mesías, su Autoridad es “más
fuerte” (absoluta), porque en la Cruz, da su vida y ‘entrega el Espíritu’
(Cf. Jn 19,30).
San Lucas coloca el acontecimiento del Bautismo de Jesús desde
una perspectiva universalista, al presentar inmediatamente su Genealogía, la cual, recorre un sentido inverso a la que presenta San Mateo (Cf. Mt
1, 2 – 16), yendo más allá de su descendencia davídica, para entroncarlo
con el género humano, en la persona de Adán, presentándolo finalmente
como “hijo de Dios” (Cf. Lc 23 – 28). Así, en Jesús, se cumple la Profecía
de Isaías, según la cual, el Mesías debía ser “Luz de las naciones”.
Jesús, en su Bautismo, no sólo da inicio a su ministerio en clave
universalista, se coloca en solidaridad con todos los hombres, aparece
como uno más, quien, aun no necesitando de la ablución penitencial de
su predecesor, se coloca en la fila y la recibe: “Todo el pueblo se hacía
bautizar, y Jesús también se bautizó”. Jesús no tiene a menos estar al
lado de pecadores, de gente sencilla, sabe que en todos existe un deseo
sincero de conversión y se pone de su parte, por ello, en su actitud, se
cumple el anuncio de Isaías: “No romperá la caña quebrada, ni apagará
la mecha que arde débilmente”.
Siempre existe la tentación de una Iglesia de “puros”, formada por
“los mejores”, y quienes sienten que su fe es débil o que su práctica cristiana es deficiente, lo perciben; no olvidemos que en ellos se encuentra
esa ‘mecha humeante’ que no se debe dejar extinguir. Jesús comenzó su
vida en las periferias, en la Galilea de los gentiles, se acercó a los últimos
y a los pecadores, sabiendo percibir su anhelo de Dios; ellos, a su vez, se
sintieron reconocidos en la mirada del Maestro. La Nueva Evangelización,
la que demanda nuestro continente en pleno proceso de descristianización, es la que sigue el estilo de Jesús, es decir, la del contacto, la del
encuentro, la del diálogo sincero.
Al final del relato, se presenta la Teofanía o Manifestación de Dios,
en la cual se percibe claramente el protagonismo de las Tres Divinas Personas: “Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo
descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
53
puesta toda mi predilección”. El final de la narración es el corolario que
proclama el cumplimiento de la Profecía de Isaías; Jesús es el Siervo de
Yahvé: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi
predilección”.
Hay teólogos que afirman que, a partir de su Bautismo en el Jordán,
Jesús adquirió plena conciencia de su condición de Hijo de Dios y que
hasta entonces sólo estaba abierto a su Voluntad. Contrasta con esta
afirmación, la constatación que ofrece San Lucas, según la cual, el niño
Jesús, con apenas doce años de edad; aclara a sus padres, quienes lo
buscaban con preocupación: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que
yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2, 49).
No podemos caer en un fideísmo o en una actitud de fe irracional, en
la cual se justifica la certeza de lo que se cree, prescindiendo totalmente
de argumentos lógicos, sin embargo, hay puntos en los cuales, la misma
lógica conduce hasta el Misterio de Dios, quien no puede ser encerrado
dentro de razonamientos humanos. Si pretendemos entrar en la mente
de Cristo y en su conciencia sobre sí mismo, estaríamos cayendo en la
pretensión del primer pecado: “serán como Dioses” (Gn 3,5). No es
descartable que Jesús, como hombre, haya ido profundizando en el alcance de su Misión, mas no podemos permitirnos cronometrar su conciencia
mesiánica.
El Papa Benedicto XVI, en la obra que venimos citando nos ilumina
sobre este particular: “Una amplia corriente de la teología liberal, ha
interpretado el Bautismo del Señor como una experiencia vocacional: que él, hasta ese momento, había conducido una vida del todo
normal en la provincia de Galilea, que habría tenido una experiencia
profunda, con la cual habría adquirido la conciencia de su especial
relación con Dios y de su misión religiosa (…) gracias a la conmoción
personal, provocada en él por el acontecimiento del bautismo. Pero
nada de ello se encuentra en los textos (…) Éstos no nos permiten
ver lo íntimo de Jesús. Él, está por encima de nuestras psicologías
(Romano Guardini)…” (pp. 44 – 45).
La Segunda Lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, nos
presenta un fragmento del anuncio kerigmático de Pedro, en la casa del
centurión Cornelio, en la periférica Cesarea Marítima. En su exposición,
San Pedro presenta cuatro puntos que se empalman con lo que se ha
venido desarrollando:
En primer lugar, la Voluntad de Dios de adentrarse en la vida de
todos los hombres, sin discriminación alguna: “Verdaderamente, comprendo que Dios no hace acepción de personas, y que en cualquier
nación, todo el que lo teme y practica la justicia, es agradable a él”.
En segundo lugar, la convicción, según la cual, la Voluntad Universal
de Salvación del Padre, se cumplió en su Hijo: “El envió su Palabra al
pueblo de Israel, anunciándoles la Buena Noticia de la paz por medio
54
“…cosas nuevas y antiguas”
de Jesucristo, que es el Señor de todos”.
En tercer lugar, la referencia al Bautismo de Jesús, como inicio de
su manifestación pública a los hombres: “Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo
que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder”.
Por último, una síntesis de cómo Jesús desarrolló su manifestación
pública: “El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían
caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él”.
En el Bautismo de Jesús, se anuncia nuestro propio bautismo, en
cuanto el mismo fue una prefiguración de su Pasión, Muerte y Resurrección. La inmersión y emersión de Jesús en las aguas del Jordan, fueron
signo de su descenso a la Muerte y de su Gloriosa Resurrección, Misterio
en el cual, hemos sido insertados por la regeneración bautismal. La vida
del bautizado, conlleva un modo de ser y de estar en el mundo, la cual se
resume en: ‘hacer el bien y curar a los abatidos por el mal en su muchas manifestaciones’. Ojalá que cuando muramos, se pueda decir de
cada uno, sin mayores explicaciones: “pasó haciendo el bien”.
María Santísima es la hija predilecta de Dios, en virtud de su Divina
Maternidad. Ella nos ayuda a seguir a Jesús y pasar por esta vida haciendo el bien.
CiCLo C - tiempo de NAVidAd
55
tiempo de
cuaresma
PRIMER DOMINGO DE CUARESMA
dt 26, 4 – 10; rm 10, 8 – 13; LC 4, 1 – 13
“no nos dEjEs caEr En la tEntación”
El pasado miércoles, con la imposición de las cenizas, dimos inicio
al Santo Tiempo de la Cuaresma, con el cual nos preparamos, durante
cuarenta días, para la celebración de la Pascua.
La Cuaresma, como Tiempo Litúrgico, tiene sus orígenes en el ayuno
que precedía a la celebración de la Solemnidad de la Pascua. Este ayuno,
inicialmente comprendía los dos días antes de la Fiesta, como lo atestiguan Tertuliano y San Hipólito, en el siglo II, D.C.; ampliándose luego a
seis días, como indicaba la Didascalia de los Apóstoles, en el s. III, D.C. El
mismo se fue prolongando, progresivamente, hasta configurar el período
de cuarenta días que hoy delimitan el Tiempo Cuaresmal. El testimonio
más antiguo sobre el Tiempo de Cuaresma, nos lo ofrece San Eusebio de
Cesarea, en el siglo IV, D.C.:
“Celebrando pues, la fiesta del tránsito, nos esforzamos
por pasar a las cosas de Dios, lo mismo que en otro tiempo,
los de Egipto, atravesaron el desierto… Antes de la fiesta,
como preparación, nos sometemos al ejercicio de la cuaresma, imitando el celo de los santos Moisés y Elías… Orientado
pues, nuestro camino hacia Dios, nos ceñimos los lomos con
la cintura de la templanza; vigilamos con cautela los pasos
del alma, disponiéndonos, con las sandalias puestas, para
emprender el viaje de la vocación celeste; usamos el bastón
de la palabra divina, no sin la fuerza de la oración… apresurándonos a pasar de las cosas de acá abajo a las celestes,
y de la vida inmortal, a la mortal” (De Sollemnitate paschali,
2.4.5: PG 24,693ss).
Como vemos, la Fiesta de la Pascua, para la cual nos prepara la
Cuaresma, es llamada “fiesta del tránsito”; ello, partiendo del sentido hebreo original: Para los judíos, la Pascua era la conmemoración del tránsito
de la esclavitud a la libertad; para los cristianos, consiste en el tránsito
de la Muerte a la Vida, por la Resurrección de Cristo (Cf. SAN AGUSTIN,
Tractatus in Evangelium Ioannis, 55,1: CC 33, 463 – 464). Por otra
parte, la Cuaresma es presentada por primera vez como “ejercicio”, por lo
que hoy se le llama “el santo ejercicio de la Cuaresma”, en cuyo tiempo
se conjugan la voluntad y la ascesis, para llegar a una vida renovada.
Durante este tránsito cuaresmal, el creyente se vale fundamentalmente
de dos herramientas: “… el bastón de la palabra divina” y “la fuerza de
la oración”.
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
59
La Cuaresma se inicia en Roma de manera oficial, a partir del siglo
V, D.C., por iniciativa del Papa San León Magno, adquiriendo una configuración sistemática. Sucesivamente se fue alargando este tiempo, durante
los siglos VI y VII, D.C., llegándose a establecer una “pre – cuaresma”
(septuagésima – sexagésima – quincuagésima). La reforma del Concilio
Vaticano II, le devolvió su simplicidad original, delimitándolo a cuarenta
días que van, desde el miércoles de ceniza, hasta el miércoles antes del
inicio del Triduo Pascual, rescatándose su sentido original, como camino
penitencial, hacia la renovación de la condición bautismal del creyente:
“Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los fieles,
entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la
oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo
mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia, dése particular relieve en la Liturgia y
en la catequesis litúrgica al doble carácter de dicho tiempo”
(CONCILIO VATICANO II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia,
n. 109).
La austeridad penitencial de la Cuaresma, posee un sentido altamente bautismal, en cuanto tiene como finalidad, disponer al creyente para
renovar su participación en el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección
de Cristo, en virtud del Santo Bautismo. Se puede decir que la Cuaresma
es una gran catequesis bautismal, la cual se va desgranando en las temáticas de los diversos domingos.
El ayuno, la limosna y la oración, según la Tradición, son los tres
pilares de la Cuaresma. De los tres, la oración es el principal y más importante. Su finalidad es realizar la renovación interior del fiel, lo cual es
obra de la Gracia, alcanzada por medio de la oración intensa. El ayuno
cuaresmal, que nos propone la Iglesia, consiste, sobre todo, en el uso moderado de aquello que nos satisface: gustos, palabras, comidas, bebidas,
sueño, juegos, etc. La limosna, es el complemento del ayuno, pues es
consecuencia de nuestro desapego de las cosas a favor del hermano.
La Liturgia de este Primer Domingo de Cuaresma, nos invita a aferrarnos a la Palabra de Dios, quien es fiel y nos acompaña en nuestro
combate de Fe.
El Libro del Deuteronomio, nos introduce en la meditación de la Palabra. Esta Obra, cuyo título traduce “Segunda Ley”, generalmente, se
ha identificado con el “Libro de la Ley”, hallado en el templo, durante el
reinado de Josías (Cf. 2Re 22), en el siglo VII A.C., hecho que le sirvió de
impulso para estimular la renovación religiosa de Israel (Cf. 2Re 23, 8ss).
Aunque el Libro fue redactado en tiempos post – exílicos, el mismo, transluce una tradición histórica mucho más antigua, que surge en los primeros
momentos de la vida del Pueblo Elegido.
60
“…cosas nuevas y antiguas”
El Libro del Deuteronomio, aun siendo de estilo legal, constituye,
principalmente, una explicación de la Ley en forma de homilía o exhortación (género parenético). Ofrece una exposición de la Alianza, la cual
ilumina la vida del creyente. Insiste en el concepto de Revelación de Yahvé
en la Historia; en cómo Él se comunica con su Pueblo Congregado (Qahal
Yahvé).
Por medio del recurso a la seudonimia, se atribuye la Obra a Moisés,
para brindarle mayor autoridad; por lo que la misma se estructura en torno
a tres Discursos, atribuidos al gran conductor de Israel. Al centro de estos
Discursos, se cuenta con una amplia sección dedicada al Libro de la Ley,
de la cual ha sido tomada la Primera Lectura de la Misa de hoy.
Después de haber dado todas las prescripciones legales que debían
regir la vida de Israel, a la luz del Decálogo, el Deuteronomio presenta la
regulación sobre las primicias que Israel debía ofrecer, al entrar en la Tierra Prometida. El Pueblo, junto con la ofrenda, deberá recitar la siguiente
Profesión de Fe: “Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y
se refugió allí con unos pocos hombres, pero luego, se convirtió en
una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron,
nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Entonces
pedimos auxilio al Señor, el Dios de nuestros padres, y él escuchó
nuestra voz. El vio nuestra miseria, nuestro cansancio y nuestra
opresión, y nos hizo salir de Egipto con el poder de su mano y la fuerza de su brazo, en medio de un gran terror, de signos y prodigios. Él
nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra que mana leche y miel. Por
eso ofrezco ahora las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor,
me diste”.
Se trata de un Credo, el cual no se sustenta en ideas, sino en hechos
históricos, referidos al origen de Israel, su liberación; y, en el auxilio seguro
de Yahvé, el Dios Fiel. La Cuaresma, nos debe llevar a una mirada retrospectiva de nuestra historia personal y, también como Iglesia, para darnos
cuenta que toda ella es, la historia de la Fidelidad de Dios.
De ahí que para Israel, si bien era importante el cumplimiento de los
preceptos de la Ley, en un principio, la misma debía ser vivida, no en su
exterioridad, sino, sobre todo, como el principio superior que regulaba el
comportamiento del creyente desde su interior. En tal sentido, se entiende
la exhortación del autor del Deuteronomio: “… la palabra está muy cerca
de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques” (Dt 10,14).
Sustentado en su experiencia de la intervención de Dios en su Historia,
Israel sentía la necesidad de profesar su confianza en Yahvé.
La Segunda Lectura ha sido tomada de la Carta a los Romanos, la
cual fue escrita por San Pablo, desde Corinto, hacia los años 55 – 56, D.C.
La temática que prevalece en esta Carta, es la convicción, según la cual,
la Salvación del creyente se logra por la Fe en Cristo Jesús y no por el
cumplimiento formal de la Ley. Ese fue el espíritu original de la experiencia
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
61
religiosa de Israel.
Para exponer esta tesis, San Pablo nos propone, en la Segunda
Lectura, su interpretación del texto del Deuteronomio apenas citado, en el
cual se invitaba al judío a interiorizar y a descubrir la Ley en su corazón.
El Apóstol, sustituye la Ley por Cristo, al cual también se debe descubrir
presente en la interioridad, en las convicciones más profundas: “¿Pero
qué es lo que dice la justicia?: La palabra está cerca de ti, en tu boca
y en tu corazón, es decir la palabra de la fe que nosotros predicamos.
Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu
corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado.
Con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación. Así lo afirma la Escritura: El que cree
en él, no quedará confundido… Ya que todo el que invoque el nombre
del Señor se salvará”.
La Fe, no se agota en la recitación de fórmulas dogmáticas, se expresa plenamente en la convicción profunda, según la cual, Dios, que ha actuado en la historia, habla al hombre desde su corazón. El Papa Benedicto
XVI, así lo enseñaba en el Motu Proprio Porta Fidei, con el cual introdujo
el Año de la Fe: “… el conocimiento de los contenidos que se han de
creer no es suficiente, si después el corazón, auténtico sagrario de
la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para
mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la
Palabra de Dios” (n. 10).
Invariablemente, en los primeros Domingos de Cuaresma, de los tres
Ciclos, se lee el Evangelio de “Las Tentaciones de Jesús en el Desierto”.
En este año, lo escuchamos, según la pluma del Evangelista San Lucas.
En el relato, se delinean tres aspectos: 1) El Espíritu Santo como impulsor
del ministerio de Jesús; 2) El desierto como lugar de la radicalidad de su
opción; 3) La derrota del Tentador, con la fuerza de la Palabra.
San Lucas ha sido llamado el Evangelista del “Espíritu Santo”, por
el papel protagónico que atribuye a la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad desde el inicio de la vida de Jesús (Cf. Lc 1, 35. 41; 2, 26), en su
Bautismo (Cf. Lc 3,22), en su lucha contra el tentador (Cf. Lc 4, 1 – 13); y al
final de su ministerio público (Cf. Lc 24, 49). Así pues, hemos escuchado:
“En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán
y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto,
mientras era tentado por el diablo”.
El Espíritu Santo, es el gran motor de nuestro camino cuaresmal. En
la Biblia, el número cuarenta significa “tiempo de preparación”. El Pueblo
de Israel, peregrinó cuarenta años en el desierto, preparándose para entrar en la Tierra Prometida. Moisés y Elías se prepararon con un ayuno
de cuarenta días para el encuentro con Yahvé en el Sinaí. Jesús, en el
desierto, se preparó durante cuarenta días para dar inicio a su misión. El
desierto fue el crisol, en el cual Israel, Moisés y Elías, purificaron su voca-
62
“…cosas nuevas y antiguas”
ción; y fue en el desierto, donde Jesús, asumió la radicalidad de su proyecto de vida. El camino cuaresmal, representa para nosotros un tiempo para
confrontarnos con nosotros mismos y purificar nuestra opción de cara a
Dios, para cuestionarnos sobre si realmente lo dejamos actuar en nuestras
vidas, o seguimos deseando ‘ser como dioses’ (Cf. Gn 3,5).
Las tres tentaciones, a las cuales Jesús es sometido por parte del
Espíritu del Mal, se basan en realidades bien concretas, porque el tentador
ataca en las realidades propias de la vida y no sobre cuestiones teóricas.
Ataca desde dentro, desde el corazón del hombre. Por eso en la conciencia es donde se entabla la batalla contra el tentador, y sólo la Palabra interiorizada, nos permite salir vencedores, como nos testimonia Jesús.
Así pues, tenemos la primera tentación, consistente en absolutizar
las necesidades inmediatas, olvidando la Providencia Divina: “Si eres el
Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús responde: “No sólo de pan vive el hombre”. Jesús, en el Padrenuestro, nos
enseñó a confiar en la Providencia de Dios: “Padre nuestro que estás en
los cielos… hágase tu voluntad… Danos hoy nuestro pan cotidiano”
(Mt 6, 10 – 11). Jesús vivió en la Voluntad del Padre; ese era su alimento
(Cf. Jn 4,34). Cumplir la Voluntad del Padre, calma el hambre profunda
del hombre, le brinda la verdadera felicidad. Lo inmediato sacia por un
momento, luego, sigue la vacuidad.
La segunda tentación es la del poder y la gloria, a la cual están sometidos, no solamente los políticos y militares, sino también los hombres y
mujeres de Iglesia: “… Llevándolo a lo alto, el diablo le mostró, en un
instante, todos los reinos del mundo y le dijo: Te daré el poder y la
gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien
quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”. El problema
no es tener poder o autoridad, sino hacer de ella un ídolo y no un medio
de servicio. El poder como gloria, es un instrumento del mal y siempre
tiene un precio: “…Si tú te arrodillas delante de mí…”. El poder que se
busca como gloria, comporta siempre compromisos y ataduras y termina
ahogando a quien lo ostenta.
La última tentación es la de una Fe sin pruebas: “… lo puso en el
alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo,
porque está escrito: encargará a los ángeles que cuiden de ti, y también: te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con
las piedras. Jesús le contestó: No tentarás al Señor tu Dios”. Es la
tentación de un dios para que no nos pase nada, un dios amuleto. No hay
vida sin luchas, sin heridas, sin sufrimientos, por eso Jesús nos dijo: “Si
alguno quiere venir detrás de mí… tome su cruz y sígame” (Mt 16,24).
Dios no está para que no nos pase nada, sino para estar a nuestro lado en
todo lo que nos acontezca.
Concluye el relato con la derrota del Tentador, pero no con su desisCiCLo C - tiempo de CUAresmA
63
timiento: “… el demonio se marchó hasta otra ocasión”. Jesús siguió
siendo atacado por el Espíritu del Mal durante su Pasión (Cf. Lc 23,36).
Nadie está inmune de la tentación; el Tentador siempre esperará otra ocasión, para atacarnos, a partir de nuestras necesidades e impulsos internos;
por lo que debemos decir siempre, desde la profundidad de nuestros corazones: “No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal” (Mt
6, 13).
Estamos celebrando el Jubileo de la Misericordia, convocado por el
Papa Francisco el 11 de abril de 2015. Un tiempo para que todos se acerquen a Jesucristo, el rostro de la Misericordia del Padre. A propósito, nos
exhorta el Papa: “La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la
misericordia de Dios… Con las palabras del profeta Miqueas también
nosotros podemos repetir: «Tú, oh Señor, eres un Dios que cancelas
la iniquidad y perdonas el pecado, que no mantienes para siempre
tu cólera, pues amas la misericordia…» (cfr 7, 8 – 19). Las páginas
del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención, en este
tiempo de oración, ayuno y caridad: «Este es el ayuno que yo deseo:
soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo; compartir tu
pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que
veas desnudo y no abandonar a tus semejante. Entonces despuntará
tu luz como la aurora y tu herida se curará rápidamente; delante de
ti avanzará tu justicia y responderá; pedirás auxilio, y él dirá: ¡Aquí
estoy…!»”
María Santísima, fue la Oyente de la Palabra. Ella nos ayuda a
interiorizarla, para hacer de ella nuestro apoyo en la lucha contra el Tentador.
64
“…cosas nuevas y antiguas”
SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
GN 15, 5 – 12. 17 – 18; FLp 3, 17 – 4, 1; LC 9, 28B – 36
pasEmos dE la dEsFiguración
a la transFiguración
En nuestra peregrinación hacia la Luz de la Pascua, celebramos hoy
el Segundo Domingo de Cuaresma. En la Palabra de hoy, se nos presenta a Jesús, como aquel en quién se cumplen las Promesas del Antiguo
Testamento.
Como Primera Lectura, hemos escuchado un fragmento del Libro
del Génesis, el Primero del Pentateuco. Es la Obra que inicia la Sagrada
Escritura, cuya autoría, tradicionalmente, fue atribuida a Moisés, sin embargo, no se le puede adjudicar un autor específico, por tratarse de una recopilación de diversos materiales, pertenecientes a un período de tiempo
comprendido entre los siglos IX al VI A.C.
Para los historiadores de Israel, la historia no era un continuo de hechos considerados desde una visión cronológica, sino, sobre todo, como el
espacio para la manifestación de Dios Salvador. Ellos, en la elaboración
del Libro del Génesis, utilizaron diversas fuentes, incluyendo antiguos relatos de creación, listas genealógicas, cánticos, proverbios, narraciones
sobre los orígenes, leyendas, y episodios del pasado patriarcal de Israel.
Los once primeros capítulos del Libro del Génesis, presentan la “Pre
– historia de Israel”, exponiendo una interpretación de la creación y de la
creatura humana, a la luz de la Fe (Cf. Gn 1,1 – 11,32) : Hubo una creación
realizada por Dios, al principio del tiempo, con una especial intervención
divina en la creación del hombre, cuya existencia estuvo signada por la
amistad con su Creador, la cual, a causa de la primera caída, devino en
un proceso de distanciamiento y en una sucesión de catástrofes, consecuencia de ese primer pecado. Los hechos narrados, presentados en esta
primera parte del Libro, son anteriores a Israel, pertenecientes posiblemente a la cultura de la Mesopotamia Septentrional (Relato de la creación
sumerio “Enuma Elish”), de donde procedían sus antepasados.
Los siguientes capítulos del Libro del Génesis, presentan la “Historia
Patriarcal” de Israel (Cf. Gn 12, 1 – 50, 26), partiendo de la figura de Abraham, llamado por Dios a migrar de Ur de los Caldeos, en Mesopotamia,
hacia Canaán (Cf. Gn 12, 1 – 9). Se narran sus aventuras y desventuras en
Canaán, sus negociaciones, evasiones de los peligros y el nacimiento de
sus hijos; todo esto expuesto, a la luz del Plan de Dios, quien desea constituir para sí un Pueblo, que posea la Tierra Prometida y le dé culto sólo a
Él. Ese Plan, se concreta en forma de una Promesa hecha a Abraham y
renovada a sus descendientes, quienes también fueron objeto de la elección divina (Isaac y Jacob). La Promesa es pues, el aspecto unificador de
toda esta segunda parte del Génesis, la cual será varias veces reiterada.
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
65
Las mismas, tendrán como culmen, la Gran Alianza del Sinaí (Cf. Ex 19,
1 – 20, 21).
En la Primera Lectura, hemos escuchado el relato de la Promesa a
Abraham. El relato se puede desgranar en torno a los siguientes temas:
1) La Fe de Abraham; 2) El Pacto de Yahvé; 3) La Esperanza de la Tierra
Prometida.
El primer tema, la Fe del Patriarca, es presentado en los siguientes
términos: “Luego lo llevó afuera y continuó diciéndole: Mira hacia el
cielo y si puedes, cuenta las estrellas. Y añadió: Así será tu descendencia. Abram creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta
para su justificación… Yo soy el Señor que te hice salir de Ur de los
caldeos para darte en posesión esta tierra”.
Con toda razón, Abraham es reconocido por judíos, cristianos y musulmanes, como “El padre en la Fe”, ya que supo acoger la Promesa de
Dios y, de acuerdo a ella, proyectar su vida, sin pensar en una gratificación inmediata. Es la referencia obligada para el creyente, que cree en
la Palabra de Dios, a pesar de las razones contrarias. Salió de su tierra,
hacia una geografía desconocida, confiando sólo en lo que Dios le decía,
creyó en la promesa de una descendencia numerosa como las estrellas,
cuando su mujer era anciana y estéril y cuando Dios le pidió el sacrificio de
su hijo Isaac, certeza de esa descendencia (Cf. Gn 22, 5ss), finalmente,
creyó en la promesa de una Tierra, cuando él era un pastor nómada, sin
propiedades.
El segundo tema, sobre el Pacto de Yahvé, es narrado en el contexto de una teofanía o manifestación divina: “Señor, respondió Abram,
¿cómo sabré que la voy a poseer? El Señor le respondió: Tráeme una
ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también
una tórtola y un pichón de paloma. El trajo todos estos animales, los
cortó por la mitad y puso cada mitad una frente a otra, pero no dividió
los pájaros. Las aves de rapiña se abalanzaron sobre los animales
muertos, pero Abram los espantó. Al ponerse el sol, Abram cayó en
un profundo sueño, y lo invadió un gran temor, una densa oscuridad.
Cuando se puso el sol y estuvo completamente oscuro, un horno humeante y una antorcha encendida pasaron en medio de los animales
descuartizados”.
La Fe de Abraham es firme y por eso formula su pregunta en tiempo
futuro: “… ¿cómo sabré que la voy a poseer?...”. La Fe no se sustenta
en la gratificación inmediata de los deseos, sino en la intimidad con Dios
y en la confianza en él, quien actuará como y cuando Él disponga. La Fe
no es una conquista, sino un camino constante que se dilata por medio de
la Esperanza. Por otro lado, la única garantía de la Fe, es el compromiso
personal que Dios asume en primera persona, simbolizado en la antigua
fórmula contractual de caminar en medio de los animales partidos en dos,
lo cual significa, que el pactante, está dispuesto a sufrir la suerte de los
66
“…cosas nuevas y antiguas”
animales, si se quebranta el pacto. Dios no falla a su Palabra.
El tercer tema, sobre la Esperanza de la Tierra, es expuesto de la
siguiente manera: “Aquel día, el Señor hizo una alianza con Abram
diciendo: Yo he dado esta tierra a tu descendencia desde el Torrente
de Egipto hasta el Gran Río, el río Éufrates”. Los tiempos cambian, del
futuro: “… ¿cómo sabré que la voy a poseer?...”, al pasado perfecto:
“…Yo he dado esta tierra a tu descendencia…”. Abraham sabe que la
promesa se cumplirá, porque Dios ya ha dado su Palabra. Se nos presenta así el dinamismo de la Fe: cuando Dios promete, suscita el deseo de alcanzar lo prometido. La tentación de la satisfacción inmediata, es vencida
por medio de la Esperanza, la cual revitaliza constantemente la Fe.
El Evangelio de hoy, nos narra, en la pluma de San Lucas, el episodio de la Transfiguración del Señor. Antes de iniciar su subida hacia
Jerusalén, para consumar su Tránsito Pascual, de la Muerte a la Vida por
su Resurrección, el cual ya había anunciado (Cf. Lc 9, 22); Jesús promete
a sus seguidores: “En verdad les digo, que hay algunos entre los aquí
presentes, que no morirán sin antes no haber visto el reino de Dios”
(Lc 9,27). Jesús compromete su Palabra y procederá a sustentar el deseo
de sus discípulos para alcanzar lo prometido, transfigurándose ante tres
de sus Apóstoles. La narración es profunda y llena de significados.
El Anuncio de la Pasión – Resurrección y Reino de Dios, son equivalentes. El Reino es la Salvación dada por Jesús, por medio de su Sacrificio
Redentor, acontecimiento, que, si bien es único e irrepetible, se hace evidente en todo esfuerzo, religioso o no, que conduzca a la promoción de la
persona humana (Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et
Spes, 39,2). El Reino es la Transfiguración del hombre, desfigurado por
el pecado personal y social.
El relato preludia la Pascua, al hacer referencia al Octavo Día; el Domingo, el día después del Sábado Judío, el día de la Resurrección (Cf. Mc
16,1): “Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro,
Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar”. Es también el día
de la Iglesia, representada en los principales Apóstoles, el día de oración
por excelencia.
Este aspecto sobre la oración, sigue subrayándolo Lucas, para luego
narrar el acontecimiento: “Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto
y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”. Sobre
el rostro, señala que “es otro”, pues no tiene forma de describirlo, porque
siempre será una búsqueda para el hombre, como bien lo expresaba el
Salmista: “Tu rostro buscaré, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8 – 9).
Las vestiduras se describen con una blancura fulgurante, ocultando a la
vez la gloria del Cuerpo de Jesús: Si así eran las vestiduras, ¿Cómo sería
el Cuerpo? Rostro y Vestiduras indican la Gloria de Dios, la cual se expresa en hebreo con la palabra Kabod, que traduce “peso”, “contundencia”.
En la oración se logra la experiencia de la Gloria de Dios, se siente su
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
67
entidad, su peso, su majestad.
Seguidamente, aparecen los dos protagonistas de excepción de este
acontecimiento: “Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y
Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de
Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén”. Moisés representa la Ley y
Elías el Profetismo. Ambos vivieron de la Promesa de Yahvé. Moisés,
cimentado en la Promesa, condujo a Israel por el Desierto (Cf. Ex 34,10); y
Elías, por la promesa de Yahvé, se repuso del miedo ante la persecución
de la reina Jesabel, para seguir defendiendo la Fe en el Dios Único (Cf.
1Re 19, 1 – 18). Ambos aparecen “… revestidos de gloria…”, no la dimanan como Jesús, se iluminan de su persona; y conversan con Él sobre
“su Éxodo”, clara alusión a su Pasión, Muerte y Resurrección. En Jesús,
se cumple la Promesa que alimentó la Esperanza de Israel.
Continúa la narración con la reacción de los Apóstoles: “Pedro y sus
compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y
vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: ¡Maestro, ¡qué bien
estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías”, con la explícita afirmación, según la cual, Pedro: “… no
sabía lo que decía”. Pedro, como siempre, antes de su conversión, pretende anteponer sus esquemas ante los esquemas de Jesús, pretende un
Jesús que haga lo que él desea, que se pueda retener y no que expanda
su Gloria más allá de su experiencia privada. El Papa Emérito Benedicto
XVI, en el Motu Proprio Porta Fidei, con el cual introdujo el Año de la Fe,
nos enseñaba que: “El cristiano no puede pensar nunca que creer es
un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir
con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por
las que se cree. La fe, precisamente, porque es un acto de libertad,
exige también la responsabilidad social de lo que se cree” (n. 10).
El relato cierra con una teofanía, que evoca la manifestación de Yahvé
en el Sinaí (Cf. Ex 24,15 – 18): “Mientras hablaba, una nube los cubrió
con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor.
Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: Este es mi Hijo, el
Elegido, escúchenlo. Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los
discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo
que habían visto”. Después del mandato de Dios de escuchar a su Hijo,
Jesús queda solo. La única Palabra definitiva que debe ser escuchada es
Jesús, ya Moisés y Elías han pasado, su Espera concluyó, la Promesa se
ha cumplido. Ante Jesús, Palabra definitiva del Padre, lo mejor es callar y
dejarse desbordar por su Poder.
La Segunda Lectura que se nos ha propuesto, ha sido tomada de
la Carta a los Filipenses, comunidad que fundó San Pablo hacia los años
50 – 51, D.C. El Apóstol escribió a los Filipenses desde la cárcel (Cf. Flp
1,13), exhortándoles a conservar la Fe en Cristo, la Unidad de la Comuni-
68
“…cosas nuevas y antiguas”
dad y a trabajar en la obra evangelizadora.
San Pablo nos exhorta a mantener la Fe, sólo en el Crucificado, en
quien se descubre la verdadera Gloria de Dios: “… hay muchos que se
portan como enemigos de la cruz de Cristo…”. Los enemigos de la
Cruz, son los judíos, quienes, para San Pablo, fundamentaban la certeza
de su fe en la pureza de lo que se podían comer o no, según prescripciones rituales: “su dios es el vientre…”; y la seguridad de su pertenencia
a la comunidad de salvados sólo en la circuncisión: “… su gloria está en
aquello que los cubre de vergüenza…”.
En contraposición, San Pablo defiende a Cristo Crucificado como la
certeza de la Gloria presente y futura del creyente: “En cambio, nosotros
somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga
de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro
pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con
el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio…”.
La vida del creyente es una constante lucha entre desfiguración y
transfiguración. El pecado, el dominio de nuestro ego, desdibuja la impronta original de Dios en nuestras vidas, por el contrario, la Gracia; las
abre a la Gloria transformadora de Dios, nos hace recobrar la belleza del
Plan Original de Dios, haciéndonos mejores seres humanos. San Pablo,
también lo expresaba en los siguientes términos: “Nosotros, en cambio,
con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del
Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor
cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu”.
María Santísima proclamó la Grandeza del Señor. Ella nos ayuda a
transformarnos de Gloria en Gloria.
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
69
TERCER DOMINGO DE CUARESMA
ex 3, 1 – 8ª. 13 – 15; 1Co 10, 1 – 6. 10 – 12; LC 13, 1 – 9
¡QuE cada QuiEn sE conviErta!
Nos congregamos como comunidad de Fe para proseguir nuestro
camino hacia la Luz Pascual, en este Santo Tiempo de Cuaresma. La
Palabra de Dios de este Domingo, nos invita a acoger el llamado que Dios
nos hace a la conversión.
La Primera Lectura está tomada del Libro del Éxodo, la segunda Obra
del Pentateuco. En este Libro, se presenta el núcleo del Dogma Judío: La
Elección de Israel, su Liberación y la Alianza. Los protagonistas de la Obra
son: Yahvé, su intermediario Moisés, y el Pueblo Elegido.
El género literario que predomina en esta obra es el épico – religioso.
Cimentado en hechos históricos bien fundamentados, narra su desarrollo
en forma de gesta religiosa, subrayando el carácter teológico de los mismos. Sus dos protagonistas principales son: Yahvé Poderoso y el Pueblo
Elegido.
La redacción final del Libro del Éxodo, data del siglo V, A.C., sin embargo, se trata de una obra documental, la cual reseña acontecimientos
que tuvieron lugar aproximadamente a finales del siglo XIII, A.C.
La Obra puede dividirse en seis Secciones: 1) La historia de Israel
en Egipto [Ex 1, 1 – 12, 36]; 2) El Éxodo y la Marcha por el Desierto [Ex
12,37 – 18,27]; 3) La Alianza [Ex 19, 1 – 24, 18]; 4) Instrucciones para el
tabernáculo y el sacerdocio [Ex 25, 1 – 31, 18]; 5) La adoración del becerro de oro [Ex 32, 1 – 40, 38]; 6) Cumplimiento de las disposiciones sobre
el tabernáculo [Ex 35, 1 – 40, 38]. La Primera Lectura de hoy, pertenece
a la Primera Sección y nos presenta el relato de la vocación de Moisés.
El acontecimiento puede datarse hacia el año 1290, A.C. Se trata de un
relato extenso, con profundas enseñanzas.
Resalta en primer lugar, el llamado que Dios hace a Moisés desde
su cotidianidad. Él, judío de origen y formado en la corte del Faraón, tuvo
que huir a Madián, en el norte de Arabia; estableciéndose allí, por haber
asesinado a un egipcio, a quien vio maltratando a un hebreo (Cf. Ex 2, 1
– 22). Habiendo obtenido paz y tranquilidad como yerno de Jetró y como
pastor – socio de sus rebaños; ahora, le sería revelado que la Justicia no
estaba en sus manos, sino en manos del Poder de Dios.
Moisés es llamado desde la vida sosegada que llevaba, es llamado
desde su cotidianidad: “Moisés, que apacentaba las ovejas de su suegro Jetró, el sacerdote de Madián, llevó una vez el rebaño más allá del
desierto y llegó a la montaña de Dios, al Horeb”. Allí le fue manifestada
la Misión a emprender: “… se le apareció el Ángel del Señor en una
llama de fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza
ardía sin consumirse, Moisés pensó: Voy a observar este grandioso
70
“…cosas nuevas y antiguas”
espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?”.
El llamado de Dios siempre se da en un contexto histórico. La zarza
ardiente representa a Israel, el cual, ya llevaba más de cuatrocientos años
de esclavitud en Egipto, siendo aún depositario de la Promesa hecha a
Abraham (Cf. Gn 12, 1ss). En Israel, seguía ardiendo el dinamismo del
Plan irrevocable de Dios.
Por otra parte, el llamado de Dios, siempre es una experiencia que
desborda, una experiencia trascendente. El encuentro con la Divinidad,
requiere despojarse de las seguridades, para entrar en el terreno de aquel
que llama: “Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para
mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: ¡Moisés, Moisés! Aquí estoy,
respondió él. Entonces Dios le dijo: No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa”. Para cumplir su misión, Moisés tuvo que abandonar su cotidianidad,
dejar que Dios tomara la iniciativa, despojándose del sello de sus huellas,
para seguir las huellas de Dios.
El relato, sigue subrayando la contextualización del llamado, ya no
simbólicamente, por medio de la zarza ardiente, sino objetivamente; en la
identificación de Dios, quien se presenta como el Dios de sus antepasados, quién ha escuchado, ha visto y ha conocido la realidad de su Pueblo,
tomando la decisión de intervenir en primera persona: “… Yo soy el Dios
de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob…
El Señor dijo: Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí,
conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del
poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra
fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel”.
La identificación de Dios se vuelve evidente ante la pretensión de
Moisés de conocer su nombre, para poder presentarse ante el Pueblo
Elegido, que lo había conocido como miembro de la corte opresora del
Faraón: “Moisés dijo a Dios: Si me presento ante los israelitas y les
digo que el Dios de sus padres me envió a ellos, me preguntarán cuál
es su nombre. Y entonces, ¿qué les responderé? Dios dijo a Moisés:
Yo soy el que soy”. Yahvé, traduce “Yo soy el que soy”, sin embargo,
algunos exégetas señalan que la mejor traducción sería: “Él hace existir
lo que comienza a existir” (Albright). Dios se presenta como la fuente
del ser, el “Existente”, es decir, aquél del cual todos los entes proceden
(ex – sistens).
Tras anunciar su nombre, garantía de futuro, Dios precisa la misión
del elegido: “…Tú hablarás así a los israelitas: Yo soy, me envió a ustedes…: El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios
de Isaac y el Dios de Jacob, es el que me envía. Este es mi nombre
para siempre y así será invocado en todos los tiempos futuros”. La
garantía para acoger la Misión, se fundamenta en el nombre de Yahvé, en
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
71
su poder generador de vida; es la convicción que bellamente expresaba
el Salmista: “Nuestro auxilio está en el nombre del Señor, que hizo el
cielo y la tierra” (Sal 123, 8).
La historia, para Israel, aun estando llena de episodios dramáticos,
nunca ha sido considerada para pensar en términos de venturas y desventuras, sino como espacio de la fidelidad de Dios, que llama a su Pueblo a
enfrentar la historia con visión de futuro.
El Evangelio, cuya proclamación hemos escuchado, ha sido tomado
del Evangelista San Lucas. El texto se divide en dos partes: El llamado a
la conversión y la parábola de la higuera estéril.
En la primera parte, Jesús, formula un fuerte llamado a la conversión,
en el contexto de dos hechos: el ajusticiamiento de unos zelotas rebeldes
por parte de Herodes y la muerte de unas personas a causa de una torre
que se había desplomado. En la mentalidad hebrea, según la doctrina de
la Retribución, la causa de la muerte de estas personas eran los pecados
heredados de sus antepasados. Jesús demuele esta doctrina, declarando
que cada quién es responsable de su salvación:
“En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló
con la de las víctimas de sus sacrificios. El respondió: ¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho
personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran
más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro
que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma
manera”.
No se pueden manipular las conciencias, según los hechos, para
coaccionarlas psicológicamente. Dios debe ser acogido como Don y no
como amenaza. La conversión no se puede sustentar en el miedo, sino
en la convicción personal, según la cual, Dios ofrece su Salvación gratuitamente. Si hay conversión personal todo cambia, ese fue el primer paso
que tuvo que dar Israel para acceder a su liberación. Por eso Jesús, no
se limitó al discernimiento simplista de dividir a las personas en buenas o
malas, ni en relacionar los acontecimientos fatales con su condición moral.
Él indicó, con fortaleza, que cada quien se debe convertir.
En la segunda parte del Evangelio, nos encontramos con la parábola
de la higuera infructuosa: “Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no
los encontró. Dijo entonces al viñador: Hace tres años que vengo a
buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué
malgastar la tierra? Pero él respondió: Señor, déjala todavía este año;
yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así
dé frutos en adelante. Si no, la cortarás”.
72
“…cosas nuevas y antiguas”
En la Biblia, la higuera hace referencia a la Tierra Prometida, en la
literatura rabínica, simboliza la Ley; y también remite a Israel, como Pueblo
depositario de las promesas. La higuera, es también, cada creyente, cada
uno de nosotros, llamado a dar frutos de conversión. Dios se mueve con
justicia y misericordia, nos exige, pero a la vez dilata el tiempo para que
nosotros demos frutos de vida nueva, Él es paciente. Jesús es el Viñador,
quien permite la demora del tiempo a favor nuestro para nuestra conversión. Así como Abraham, intercedió ante Yahvé a favor de las ciudades
de Sodoma y Gomorra (Gn 18, 23 – 33); y Moisés, a favor del Pueblo,
que había adorado el becerro de oro (Cf. Dt 9, 13 – 20), Jesús, nos ofrece
siempre una prórroga para que recapacitemos y reformulemos nuestras
actitudes más profundas.
La Segunda Lectura de hoy, tomada de la Primera Carta a los Corintios, también nos presenta el tema de la conversión. El Apóstol San Pablo
desarrolla una catequesis, en base a una “lectura tipológica” del Antiguo
Testamento; se vale de un episodio del pasado, como ejemplo para una
enseñanza del presente. Recordando las murmuraciones de Israel contra
Yahvé, durante el camino del Éxodo, aun habiendo sido objeto de tanta
gratuidad de parte de Él:
“Porque no deben ignorar, hermanos, que todos nuestros padres fueron guiados por la nube y todos atravesaron el mar; y para
todos, la marcha bajo la nube y el paso del mar, fue un bautismo
que los unió a Moisés. También todos comieron la misma comida y
bebieron la misma bebida espiritual. En efecto, bebían el agua de una
roca espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo. A pesar
de esto, muy pocos de ellos fueron agradables a Dios, porque sus
cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Todo esto aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos, como lo hicieron nuestros padres. No nos
rebelemos contra Dios, como algunos de ellos, por lo cual murieron
víctimas del Ángel exterminador. Todo esto les sucedió simbólicamente, y está escrito para que nos sirva de lección a los que vivimos
en el tiempo final”.
La frase clave de la catequesis tipológica de San Pablo, está al final
de la exhortación: “… el que se cree seguro. ¡Cuidado!, no caiga”. Para
Israel, haber pasado el mar rojo y haber comido el maná, no supusieron
la entrada en la posesión de la Tierra. De la misma forma, para nosotros,
haber sido bautizados y participar de la Eucaristía, no nos garantizan mágicamente la Salvación, si no nos esforzamos por “… entrar por la puerta
estrecha” (Cf. Lc 13,24).
María Santísima fue la fiel seguidora de Jesús. Ella nos ayuda a responder con presteza el llamado a la conversión que Jesús nos pide.
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73
CUARTO DOMINGO DE CUARESMA
Js 5,9ª – 10 – 12; 2Cor 5, 17 – 21; LC 15, 1 – 3. 11 – 32
la iglEsia vivE dE la misEricordia
Ya inmersos en nuestro camino cuaresmal, nos congregamos como
Iglesia para celebrar el Cuarto Domingo de Cuaresma. La Liturgia de la
Palabra de este día, nos muestra el rostro misericordioso del Padre.
La Primera Lectura que se nos ha proclamado, ha sido tomada del
Libro de Josue, el Primero de los Libros Históricos, junto con Jueces, Rut,
1º y 2º de Samuel, 1º y 2º de Reyes, 1º y 2º de Crónicas, Esdras, Nehemías, Tobías Judith y Esther.
El Libro de Josué, tiene como temática central la conquista de la
tierra de Canaán por el Pueblo de Israel, después de la experiencia del
Éxodo. Recibió su forma definitiva en el siglo VI A.C.; predominando una
fuerte influencia de la Tradición Deuteronomista.
La Obra, se divide principalmente en tres partes: 1) La posesión de
la tierra [Js 1, 1 – 12, 24]; 2) El reparto del país entre las Doce Tribus [Js
13,1 – 21, 45]; 3) Apéndices [Js 22, 1 – 24, 33]. La Primera Lectura de hoy,
ha sido tomada de la segunda parte de la obra.
El texto relata la celebración de la Primera Pascua en la Tierra Prometida, previa la circuncisión de todos los hijos de Israel, para ser constituidos miembros de la Comunidad de la Alianza y adquirir el derecho a
participar del banquete memorial (Cf. Js 5, 2 – 9).
El recorrido de Israel, hasta el momento de su llegada a Canaán, se
puede resumir de la siguiente manera: Pueblo Elegido (Abraham), Pueblo
Libre (Pascua), Pueblo de la Alianza (Sinaí), Pueblo en camino (Éxodo) y,
Pueblo protagonista de su historia con Dios (Tierra).
La Primera Lectura, nos narra la primera Pascua de Israel en la Tierra, por medio de la cual se marca una inflexión en la Historia de la Salvación. Hasta entonces, el Pueblo había sido alimentado por Yahvé en el
desierto, ahora, habiendo recibido el don de la Tierra, celebra su libertad
con los frutos que ha logrado cultivar de la misma. Se conjugan el Don de
Dios y el aporte del hombre:
“Entonces el Señor dijo a Josué: Hoy he quitado de encima de
ustedes, el oprobio de Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal,
y el catorce del mes, por la tarde, celebraron la Pascua en la llanura
de Jericó. Al día siguiente de la Pascua, comieron de los productos
del país – pan sin levadura y granos tostados – ese mismo día. El
maná dejó de caer al día siguiente, cuando comieron los productos
del país. Ya no hubo más maná para los israelitas, y aquel año comieron los frutos de la tierra de Canaán”.
Yahvé sigue manifestándose como Dios de gratuidad, pero ahora,
Israel, deberá asumir su propio protagonismo en su camino de Salva-
74
“…cosas nuevas y antiguas”
ción, quedando evidenciado en la expresión: “… Ya no hubo más maná
para los israelitas, y aquel año comieron los frutos de la tierra de
Canaán…”. A partir de entonces, los frutos de la tierra son Don de Dios y
producto del trabajo humano, por lo que éste, ha de reconocerlos siempre
desde la generosidad divina. Los israelitas precisaban la experiencia del
desierto, para aprender a recibir el Don de Dios, como tal y no como un
“derecho”.
Desde esta perspectiva, se puede enfocar la meditación del Evangelio que se nos ha proclamado, en el cual, Jesús nos narra la “Parábola
del hijo pródigo”. Trata sobre las vicisitudes de un padre bueno, el cual
tiene que lidiar con dos hijos que no saben reconocerlo como tal, pues lo
ven como un patrón, ante quien se sienten con derechos, olvidando que
en Él antecede su generosidad. Es una narración extensa, de veintidós
versículos y de profundos contenidos en cada expresión.
La narración comienza haciendo referencia a la totalidad del género
humano, representado en los dos hijos de aquel buen hombre: “Un hombre tenía dos hijos”.
Sigue la pretensión del hijo menor, a quien, según la ley, sólo le correspondía el uso y usufructo del patrimonio paterno, sin embargo, en
franca rebeldía, exige también la posesión del mismo: “El menor de ellos
dijo a su padre: Padre, dame la parte de herencia que me corresponde. Y el padre les repartió sus bienes”. Lo llama padre, más sólo para
despojarlo de lo que él creía suyo, evidenciando su intención de emanciparse de él, a quien veía como enemigo de su propia libertad. Es lo que el
Cardenal Ratzinger, en vísperas de su elección como Sucesor de Pedro,
denominó la dictadura del relativismo: “… que no reconoce nada como
definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos” (08 – 04 – 2005).
El hombre relativista es insaciable, todo le es insuficiente, agotando
sus energías en cubrir apetencias, las cuales sólo se superan comiendo.
Así, nos encontramos con la figura de este hijo rebelde, que malgasta lo
que no es suyo y termina en la peor de las indigencias, escondiéndose de
su padre, alusión clara al pecado original que llevó a Adán a esconderse
de su Creador (Cf. Gn 3, 9 – 10): “Pocos días después, el hijo menor
recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó
sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando
sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones…”.
El relativismo, por interesante que parezca, termina conduciendo al
hombre al vacío (nihilismo); y de allí, el paso sucesivo es la idolatría, el
servicio a dioses falsos según las circunstancias, tal y como le sucedió al
hijo menor del buen hombre, el cual: “… se puso al servicio de uno de
los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar
cerdos”. Algunos renuncian a Dios en nombre de “la modernidad” y la
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
75
“libertad”, y terminan sirviendo a dioses tiranos que acaban agotando su
espíritu.
No obstante la posibilidad de caída del hombre, fruto del ejercicio
errático de su libre albedrío, siempre permanece en él, el vínculo esencial
con su Creador (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1731 – 1732).
Así, vemos al joven de la parábola, deseando saciarse de aquella comida
que nadie le podía proveer: “Él hubiera deseado calmar su hambre con
las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba”. El hombre que desplaza a Dios para ser único rector de su vida, queda atrapado
en su propia mentira, descubriendo, trágicamente, que nadie puede saciar
su hambre profunda. Así, tocando fondo, se da cuenta que debe reemprender el camino hacia su Creador.
Ese camino de conversión queda muy bien ilustrado en la Parábola:
“Entonces, recapacitó y dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen
pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora
mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo
y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno
de tus jornaleros. Entonces, partió y volvió a la casa de su padre”. El
movimiento de conversión del joven, es sincero, pero imperfecto, ya que
todavía ve a su padre como un patrón y a él mismo como un jornalero, y
por ende, con derecho a un salario. Será necesaria la iniciativa paterna,
para que llegue a comprender su gratuidad.
El camino de conversión queda completado con el gesto paterno:
“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo:
Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo
tuyo. Pero el padre dijo a sus servidores: Traigan enseguida la mejor
ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y
fue encontrado. Y comenzó la fiesta”.
Dios sufre de “presbicia”, ve mejor desde lejos, su mirada siempre
apunta hacia el horizonte lejano, para reconocer a quien se ha alejado de
Él. Al divisar al hombre que se quiere liberar de la vaciedad de su idolatría,
se conmueve con entrañas maternas y corre a abrazarlo, para devolverle
la dignidad que había perdido. Él no desea anular la libertad del hombre,
que opta por alejarse de su paternidad, pero si puede prescindir de lo que
sobra, cuando éste manifiesta su deseo inicial de conversión. Cuando el
hombre se da cuenta que ha malgastado lo que no le pertenecía y se arrepiente, Dios le devuelve su Amor de Padre, no de patrón, restituyéndole su
condición de hijo, no de jornalero.
El hijo menor quiso apropiarse de los dones de su padre para vivir
según su arbitrariedad, cayendo en el vacío del pecado. Por su parte, el
hijo mayor, también se sentía con derechos sobre él, pues le servía como
76
“…cosas nuevas y antiguas”
un jornalero, no llegándose a reconocer como hijo. Vivía una relación con
su padre, de tanto rigor, que no lograba reconocer su alegría ante el hecho
de la recuperación de su hermano: “El hijo mayor estaba en el campo.
Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música… llamando a uno de
los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: Tu
hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado,
porque lo ha recobrado sano y salvo. Él se enojó y no quiso entrar.
Su padre salió para rogarle que entrara…”.
En esta imagen se reflejaban los fariseos y los judíos observantes,
quienes, aun siendo muy religiosos y conocedores de la Ley, vivían alejados de Dios, pues no reconocían su amor hacia todos, especialmente
hacia los pecadores, a quienes acoge en su seno cuando se arrepienten.
También se podría reflejar una Iglesia intransigente, incapaz de conmoverse ante el pecador arrepentido, que se cree dueña y no administradora de
la Misericordia de Dios.
Ambos hermanos desconocieron a su padre como tal y lo veían como
un jefe. Para el hermano menor, su padre valía una cantidad grande de
dinero; para el mayor, valía un cabrito. Ambos pretendieron imponer su
voluntad sobre su padre: el menor, para vivir disolutamente lejos de Él; el
mayor, para prohibirle que acogiera al hijo rescatado. Ambos hermanos
desconocieron la gratuidad de su padre, se sentían con derechos por encima de él: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido
jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para
hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto,
después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para
él el ternero engordado!”.
La respuesta del padre al hijo mayor en rebeldía, resalta la gratuidad
de Dios, quien tiene siempre el corazón abierto a todos sus hijos: “… el
padre le dijo: Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es
tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba
muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.
Dios no es propiedad, es Don. Él, por caminos diversos, llega a sus
hijos alejados. Algunos se alejan de Él por la prevaricación del pecado,
adorando falsos dioses; otros, se pueden alejar de Él, refugiándose en
estructuras rigurosas. En ambas actitudes, se pretende apropiarse de los
dones de Dios y no recibirlos con un corazón humilde. En ambas actitudes
se da un eco de la tragedia original del hombre; pretender ser Dios (Cf.
Gn 3,5).
La Segunda Lectura que se ha proclamado, ha sido tomada de la
Segunda Carta a los Corintios. Del año 50 al 51 D.C., San Pablo se estableció en esa metrópoli portuaria y fundó allí una comunidad de fe (Cf.
Hch 18, 1 – 18), a la cual dirigió dos Cartas: La Primera, redactada hacia
el año 54 D.C., desde Éfeso (Cf. 1Cor 5, 7; 16, 5 – 9); y la Segunda, hacia
los año 55 o 57, D.C., después de abandonar Éfeso, probablemente en
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
77
Filipos (Cf. 2Cor 7, 5 – 7).
San Pablo, escribió esta Segunda Carta, para contrarrestar a unos
misioneros provenientes de Palestina, que se tenían a sí mismos como
súper hombres, hombres celestes, descendientes puros de Abraham, a
quienes el Apóstol llama “súper apóstoles” (Cf. 2Cor 11,5ss). Para ellos,
Cristo es el ejemplo supremo del hombre celeste, despreciando su Humanidad y el valor de su Sacrificio Redentor. Pablo, ataca a estos hombres
orgullosos, destacando la importancia de la Muerte Redentora de Jesús.
El Apóstol, después de presentar la Crucifixión y Resurrección de
Jesús, como la línea divisoria de los dos Testamentos, lo propone también
como el Don Reconciliador del Padre: “El que vive en Cristo, es una
nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho
presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por
intermedio de Cristo”.
Por otro lado, para San Pablo, este Don Reconciliador, debe ser
administrado por la Iglesia a favor de la humanidad: “… nos confió el
ministerio de la reconciliación… Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense
reconciliar con Dios. A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos
justificados por él”.
En la Bula de convocatoria del Jubileo de la Misericordia, el Papa
Francisco, nos ha recordado una verdad fundamental: “La misericordia
es la viga maestra que sostiene la vida en la Iglesia. Todo en su
acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se
dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio puede
carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del
camino del amor misericordioso y compasivo” (n. 10).
María Santísima, es Madre de Misericordia. Ella nos ayuda a recibir
el don de la Reconciliación con un corazón humilde.
78
“…cosas nuevas y antiguas”
QUINTO DOMINGO DE CUARESMA
is 43, 16 – 21; FLp 3, 8 – 14; JN 8, 1 – 11
la majEstad dE jEsús rEsidE En su misEricordia
Cuando la Luz de la Pascua ya despunta, nos reunimos como Comunidad de Fe, para celebrar el Quinto Domingo de Cuaresma. La Palabra
de Dios nos habla sobre el poder renovador de la Misericordia de Dios.
El Libro del Profeta Isaías, nos introduce en la Mesa de la Palabra.
El texto que se nos ha propuesto como Primera Lectura, forma parte del
Segundo Isaías, también llamado “Libro de la Consolación” (Cf. Is 40, 1 –
55, 13). Esta parte de la Obra, fue redactada probablemente por varios
autores durante los años del Destierro de Israel, en Babilonia (587 – 538
A.C.).
En el año 538 D.C., el Rey Ciro de Persia, conquistó Babilonia y decretó que los israelitas volvieran a su tierra (Cf. Is 45, 1ss). Este regreso
no fue fácil, debido al desaliento que se había apoderado de los hijos del
Pueblo Elegido, al enfrentar precariedades económicas para emprender la
reconstrucción de la Ciudad Santa y el acecho de algunos enemigos que
se oponían a ello.
En este contexto, el Segundo Isaías, interpreta el acontecimiento de
la vuelta a la Patria, a la luz de la Liberación de Israel de la esclavitud en
Egipto y su paso por el Mar Rojo (Cf. Ex 13, 17 – 14, 31). El fragmento se
puede dividir en tres partes: 1) Recuerdo de la Liberación; 2) Anuncio de la
renovación; 3) Anuncio de una nueva creación.
En su primera parte, el autor anima a sus destinatarios a la luz del
recuerdo de la Liberación de Israel en Egipto: “Así habla el Señor, el que
abrió un camino a través del mar y un sendero entre las aguas impetuosas; el que hizo salir carros de guerra y caballos, todo un ejército
de hombres aguerridos; ellos quedaron tendidos, no se levantarán,
se extinguieron, se consumieron como una mecha”.
En su segunda parte, el autor invita a mirar hacia el futuro, apoyados
en la seguridad de la fidelidad de Dios: “No se acuerden de las cosas
pasadas, no piensen en las cosas antiguas; yo estoy por hacer algo
nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?”.
Por último, el horizonte de futuro se presenta en términos de una
nueva creación: “Sí, pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa. Me glorificarán las fieras salvajes, los chacales y los avestruces;
porque haré brotar agua en el desierto y ríos en la estepa, para dar de
beber a mi Pueblo, mi elegido, el Pueblo que yo me formé para que
pregonara mi alabanza”.
Dios se nos revela en la Biblia, también como Señor de los tiempos
futuros, siempre dispuesto a la Misericordia y al Perdón (Cf. Sal 85). No
retiene nuestras equivocaciones o errores, siempre aguarda las posibiliCiCLo C - tiempo de CUAresmA
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dades de Esperanza. Al recordar el pasado, desea que nos demos cuenta que siempre ha estado de nuestra parte, invitándonos a descubrir que
siempre está “… por hacer algo nuevo…”, en cada uno de nosotros.
Ya casi por concluir nuestro itinerario cuaresmal, en el cual hemos
sido animados a superar las Tentaciones con la fuerza de la Palabra (Primer Domingo), para pasar de la desfiguración, fruto del pecado, a una
vida trasfigurada a imagen de Cristo (Segundo Domingo), por medio de
un camino de conversión (Tercer Domingo), al final del cual siempre nos
aguarda el Padre Misericordioso (Cuarto Domingo); podemos apreciar
que, definitivamente, algo nuevo está surgiendo en nuestras vidas y Dios
nos dice hoy: “¿no se dan cuenta?”. La conversión no es imposible, es
siempre un camino de Esperanza.
Como Evangelio de la Misa, hemos escuchado la proclamación de
un fragmento de San Juan, en el cual se nos ha narrado “El episodio de
La adúltera”. Para la mayoría de los estudiosos del Cuarto Evangelio,
esta perícopa o segmento bíblico, no pertenece propiamente a San Juan,
siendo más contextualizada dentro de los Evangelios Sinópticos, específicamente en San Lucas.
San Agustín de Hipona, resume magistralmente el tema del relato,
presentándolo como el encuentro entre la “Miseria y la Misericordia” (“Relicti sunt duo, misera et misericordia”, en Johannen 33,5).
Antes de este pasaje, nos encontramos con la discusión entre Nicodemo y los Fariseos, sobre el origen mesiánico de Jesús (Cf. Jn 7, 40
– 52), la cual concluye con la dispersión de todos: “Y se volvieron cada
uno a su casa” (Jn 7, 53). La dureza de corazón de los jefes religiosos
de Israel, generaba desacuerdos y disgregación. Jesús no se dejaba
envolver por su lógica, nunca perdió el centro. Ante la confusión, Él no
se dispersó, por el contrario, fue a encontrase con su Padre en la oración.
Para Él, la oración era la fuente y el culmen de toda su actividad, concluía
su jornada en la plegaria y desde ella reemprendía la Misión: “Jesús fue
al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo
acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles”.
Después de esta introducción, en la cual descuella Jesús, inmerso
en la presencia del Padre, para retomar el camino, se da el proceso de la
adúltera, en su presencia. Se trata del drama del pecador, cuyo pecado le
avergüenza y pone en riesgo su propia vida; es la decadencia de la dignidad de la persona: “Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer
que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de
todos, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en
flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices? Decían esto para ponerlo a prueba,
a fin de poder acusarlo…”.
Estamos ante una mujer sentenciada a muerte por adulterio, llama
la atención que no se diga nada del hombre adúltero, a quien tocaba la
80
“…cosas nuevas y antiguas”
misma suerte (Cf. Lv 20, 10; Dt 22, 22 – 23). Esta mujer, por un impulso
grave de la pasión, no deliberó de manera suficiente las consecuencias
de su acto, y, lamentablemente, se topó con unos jueces inmisericordes.
Jesús, no mira solamente los actos, escruta lo que hay en el interior del ser
humano, está consciente de la gravedad del acto, pero también descubre
que ha sido fruto de una confusión de su espíritu, la percibe vulnerable,
aterrorizada, avergonzada y arrepentida.
Una antigua sentencia enseña: “de internis non iudicat Ecclesia”,
lo cual traduce: “sobre el interior de las personas no juzga la Iglesia”.
Es cierto que los actos tienen exterioridad y por tanto pueden ser objetivamente considerados como “correctos” o “incorrectos”, “buenos” o “malos”;
sin embargo, es importante considerar siempre la interioridad de las personas y las circunstancias que le han podido llevar a caer en el pecado. El
Cardenal Lebrum, el Obispo que me ordenó sacerdote y me formó como
tal, cuando sabía de algún comportamiento inapropiado de algún fiel, lo
primero que decía, con voz serena y paterna era: “son miserias humanas… pobre”.
Ante este grave hecho, que ya había adquirido dimensiones de escándalo, sobresale la imperturbabilidad de Jesús, permanece sereno,
sabe que la situación es compleja; pero no desea permitir que prevalezca
el pecado sobre la Gracia: “… Jesús, inclinándose, comenzó a escribir
en el suelo con el dedo”.
¿Qué escribía Jesús? No estaba haciendo garabatos para tomarse el
tiempo y elaborar su respuesta, pues el texto indica claramente que estaba escribiendo. Algunos autores insinúan que estaba escribiendo un texto
de Jeremías: “Tú, Señor, eres la esperanza de Israel: todos los que
te abandonan quedarán confundidos, los que se apartan de ti serán
escritos en el polvo…” (Jr 17, 13). Con ese Oráculo del Profeta, Jesús
prepararía su respuesta a sus interlocutores, para remitirlos a la Justicia de
Dios, ante la cual todos los hombres somos pecadores.
Sigue un movimiento muy significativo de Jesús, se pone en pie, en
lo cual, se podría vislumbrar un signo del Resucitado, fuente de Misericordia. El gesto se percibe determinado, majestuoso, imponente. Ante la
lógica de odio y de inmisericordia, Él se yergue, cuestiona y calla: “Como
insistían, se enderezó y les dijo: El que no tenga pecado, que arroje
la primera piedra. E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en
el suelo”.
Jesús interpela la consciencia de aquellos jueces y los invita a mirarse interiormente; y a descubrir que ellos también tenían pecados que
los acusaban: “Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro,
comenzando por los más ancianos… ”. El hecho que los primeros en
retirarse, hayan sido los más adentrados en años, puede ser un eco del
relato de la Casta Susana, en el cual unos ancianos pervertidos, pretendieron hacer lapidar a una joven por medio de una falsa acusación, porque
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
81
no había accedido a sus deshonestos requerimientos (Cf. Dn 13). También
puede remitir al hecho que, con los años, se acumulan pecados y situaciones que, de una forma u otra, nos pueden avergonzar.
La escena se cierra con la sentencia de absolución por parte de Jesús. La mujer se encuentra a solas con el Justo Juez (2Tm 4,8). Se
encuentran la “Miseria y la Misericordia”, el miedo de la vergüenza por
el pecado y la comprensión de Jesús, que no había venido a llamar a los
justos sino a los pecadores (Cf. Lc 5, 32). Nuevamente se pone de pie,
va a pronunciarse, es un momento solemne y lleno de significado; ante el
drama del pecado, se yergue la figura poderosa de Jesús Misericordioso:
“… quedó solo con la mujer, que permanecía allí… incorporándose,
le preguntó:… ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor. Yo, tampoco te condeno…”.
Jesús no pretende obviar el grave comportamiento de aquella mujer,
la cual se había dejado arrastrar por la pasión. La perdona, pero no la exculpa, haciéndole notar que su comportamiento la había conducido a la decadencia y a la vergüenza. En Jesús, Misericordia y Justicia se armonizan
perfectamente, por eso, con firmeza y dulzura la exhortó, devolviéndole en
primer lugar su dignidad herida, reconociéndola como “Mujer”; y exhortándole con dulzura y firmeza: “… Vete, no peques más en adelante”. Ya
aquella mujer había sido sometida al escarnio, ya se había enfrentado a su
culpa y a su pecado, ya se había arrepentido. Jesús ya no mira el mal que
ha hecho, sino el bien que puede hacer, por eso la invita a seguir adelante,
caminando en una vida nueva.
La Segunda Lectura de la Misa de hoy, tomada de la Carta a los Filipenses, es también un canto a la Misericordia de Dios, que abre siempre
caminos de Esperanza.
San Pablo fundó la Comunidad de los Filipenses durante su Segunda
Misión (50 – 55 D.C.). Después de haber recibido una visión, en la cual
un macedonio le invitaba a evangelizar en esta región, el Apóstol se establece durante un período en la ciudad marítima de Filipos, donde Europa
recibió el primer anuncio del Evangelio (Cf. Hch 16,9).
La Carta a los Filipenses, es la más afectiva del Apóstol hacia comunidad alguna. La escribió cuando se encontraba en prisión (Cf. Flp 1,3),
para contrarrestar a quiénes pretendían imponer prácticas judías, como
indispensables para pertenecer a la comunidad cristiana (judaizantes).
El encuentro de Pablo con Jesús, en el camino de Damasco, fue fundamental para él. El perseguidor Saulo, iba hacia Siria, para encarcelar a
los seguidores del “Camino de Jesús” (Cf. Hch 9, 1 – 2), anclado en sus
arraigadas convicciones judías, fruto de su rigurosa formación a los pies
del maestro Gamaliel (Cf. Hch 22,3). En aquel proyecto de persecución,
se encontró con Jesús, quien demolió todos sus esquemas (Cf. Hch 9,
3 – 19). Para él, aquella experiencia produjo la radicalidad de su conversión, un verdadero cambio de mentalidad (metanoia); sus estructuras
82
“…cosas nuevas y antiguas”
intelectuales y religiosas se desmoronaron, ante Jesús, quien lo tocó, lo
transformó y lo acogió con Amor. Pasó de ser juez, a ser juzgado por la
Misericordia de Jesús.
Este es el marco existencial, desde el cual San Pablo, al dirigirse a
los Filipenses, pondera como insignificantes todas sus antiguas seguridades, considerando a Cristo su Única Ganancia y la Esperanza que lo
empuja a seguir adelante: “… todo lo que hasta ahora consideraba una
ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me
parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento
de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las
que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar
unido a él, no con mi propia justicia – la que procede de la Ley – sino
con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se
funda en la fe”.
San Pablo fue adalid de la Misericordia, porque él fue beneficiario
de ella: “Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, porque me ha fortalecido y me ha considerado digno de confianza, llamándome a su
servicio a pesar de mis blasfemias, persecuciones e insolencias anteriores. Pero fui tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe,
actuaba así por ignorancia. Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro
Señor… ”. (1Tm 1, 12 – 14).
El Papa Francisco, al proclamar el Jubileo de la Misericordia con la
Bula Misericordiae vultus, nos recuerda que: “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de
alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación.
Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios
viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que
habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros
al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es
la vía que une que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la
esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (n. 2).
María Santísima, es la Madre de la Misericordia. Ella nos ayuda a
caminar en la Esperanza, hacia la Vida Nueva, en Cristo Jesús.
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
83
DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑORLC 19, 28 – 40; is
40, 4 – 7; FLp 2, 6 – 11; LC 23, 1 – 49
¿sErvimos o nos sErvimos?
La celebración del Domingo de Ramos, constituye el gran pórtico que
nos introduce en la celebración de los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor; desde el Jueves Santo en la tarde, hasta el Domingo
de Resurrección. La Semana Santa, hunde sus raíces en la experiencia
pascual de la primera comunidad cristiana, por lo que, abunda en signos y
símbolos muy antiguos, con los cuales, los primeros cristianos, en la tierra
de Jesús, hacían memoria anual de su Pasión, Muerte y Resurrección.
En el siglo IV, una mujer que buscaba a Dios, de origen gallego, llamada Egeria, peregrinó hasta Tierra Santa, recolectando los primeros testimonios sobre el origen de la Semana Santa. Uno de ellos, da fe que, en
Palestina, anualmente, se realizaba una procesión desde el Monte de los
Olivos, hasta Jerusalén, con un burrito desmontado. Con ello, se revivía la
entrada de Jesús en la Ciudad Santa, preludio de su Sacrificio Redentor.
Por esta razón, hoy, antes de la Misa, se contempla la bendición de
los Ramos en un lugar próximo al templo y la subsiguiente procesión hacia
el mismo, entonando cantos de aclamación. La proclamación del Evangelio según San Lucas, el cual narra la escena, ilumina este momento de la
celebración. Los dos protagonistas del relato son: el pollino y Jesús.
El burrito es imagen del Mesianismo de Jesús, el cual no estuvo
signado por el dominio, sino por la humildad. Él, por medio de su sacrificio
de Siervo Sufriente, liberó al hombre de las ataduras del pecado; de hecho, en la primera parte del relato, resalta el verbo desatar, repetido hasta
cuatro veces: “…envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: Vayan
al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado,
que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo… Los enviados
partieron y encontraron todo como él les había dicho. Cuando desataron el asno, sus dueños les dijeron: ¿Por qué lo desatan? Y ellos
respondieron: El Señor lo necesita”. La expresión: “… el Señor lo
necesita…”, evidencia aún más, la premura de Jesús por liberar lo que
estaba atado por el dominio de la muerte.
A continuación, resalta la figura de Jesús que entra en la Ciudad
Santa, entronizado sobre el asno, que avanzaba sobre los mantos extendidos por el camino: “Luego llevaron el asno adonde estaba Jesús y,
poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron montar. Mientras él avanzaba, la gente extendía sus mantos sobre el camino”.
El Papa Emérito, Benedicto XVI, en su Obra Jesús de Nazaret, enseña que la escena está llena de resonancias bíblicas del Antiguo Testamento. Hace referencia a la bendición de Jacob, en la que se le asigna a
Judá el cetro, “… hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien
84
“…cosas nuevas y antiguas”
los pueblos deben obediencia. El ata su asno a una vid, su asno de
pura raza a la cepa más escogida” (Gn 49, 11), como también alude a
la profecía de Zacarías, según la cual, Sión será visitada por su Rey, que
“… viene… justo y victorioso… humilde… montado sobre un burrito,
sobre la cría de una burra” (Zc 9,9). Con esta acción, Jesús proclama su
condición real, sustentada en las Promesas del Antiguo Testamento (Cf.
BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, desde la entrada en Jerusalén, hasta
la resurrección, 2011, 14 – 16).
El Papa Emérito, también explica la carga bíblica de los mantos extendidos al paso de Jesús, los cuales evocan la entronización del rey Jehú
(Cf. 2Re 9, 11 – 13). Lo que hacen los presentes, al extender sus mantos,
reproduce un gesto de entronización, según la tradición de la realeza judía
(Cf. Ibíd. p. 16). Dicho gesto, adquiere mayor relevancia, junto con el signo
de los ramos y la entonación del Salmo 118: “Cuando Jesús se acercaba
a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos, llenos
de alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que habían visto. Y decían: ¡Bendito sea el Rey que viene en
nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”. Dicho
Salmo, era entonado solemnemente en la Fiesta Judía de los Tiendas, en
la cual, Israel celebraba el don de la tierra prometida y sus frutos, al final
del Éxodo, reconociéndose como la “piedra desechada, convertida en
piedra angular” (Sal 118, 22).
Jesús, es el Siervo de Yahvé, que liberó al hombre de la esclavitud
de la muerte, recorriendo el camino de la humildad, siendo exaltado y convertido en Piedra Angular.
La Primera Lectura de la Misa de hoy, está tomada del Profeta Isaías;
y nos presenta el Tercero de los Cuatro Cánticos del Siervo de Yahvé. Estando Israel cautivo en Babilonia, el discípulo del Profeta Isaías (Segundo
Isaías), redacta cuatro poemas dedicados al Pueblo de Israel, anunciando
su liberación, después de la ignominia del Destierro (Cf. Is 42, 1 – 9; 49,
1 – 7; 50, 4 – 11; 52, 13 – 53, 12). La figura de Israel, esclavizado y liberado, se asimila con la de Jesús, humillado con la Muerte y glorificado con
su Resurrección.
El texto leído, en su primera parte, nos presenta al Siervo, preparado
por Yahvé, para identificarse con el hombre que sufre cualquier tipo de
esclavitud: “El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para
que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada
mañana, él, despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás”.
A continuación, presenta al Siervo, asistido por Yahvé, que se ofrece
en sacrificio para liberar al afligido de su esclavitud: “El Señor abrió mi
oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que
golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré
mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
85
mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro
como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado”.
Jesús es el Siervo de Yahvé. Él asumió el camino de la humillación,
para liberar al hombre de las ataduras de la muerte. Su Sacrificio es el
preludio de su Glorificación. Él nos invita a seguir su ejemplo, asumiendo
el camino de la humildad, poniéndonos los unos al servicio de los otros:
“Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes
también, deben lavarse los pies unos a otros” (jn 13, 14).
La Segunda Lectura de la Misa, está tomada de la Carta a los Filipenses, la cual fue escrita por San Pablo durante su cautividad en Roma,
Cesarea o Éfeso (Cf. Flp 1, 12 – 13; 1, 17; 1, 21 – 26, 2, 17), hacia el año
56 d.C.
El Apóstol nos presenta un Himno Cristológico que recitaban las primeras comunidades cristianas, para proclamar litúrgicamente la fe en el
Kerygma, es decir, Cristo Muerto y Resucitado, Redentor del hombre. El
texto gira en torno a la idea de Cristo, Humillado y Obediente, que luego
es Glorificado por el Padre. Subyace la imagen del Siervo de Isaías, que
después de atravesar el umbral del sufrimiento, es exaltado por Yahvé.
La primera parte del texto, expone la Kénosis, humillación o anonadamiento del Hijo de Dios: “Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se anonadó a sí
mismo, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y
así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse
incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
La segunda parte, presenta la exaltación del Hijo de Dios: “Por eso
Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre – sobre – todo –
nombre; de modo que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble – en
el cielo, en la tierra, en el Abismo - , y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre”.
La cultura prevalente de los tiempos actuales, no propicia los valores
del servicio ni de la humildad, sino los del poder y del dominio. Pareciera
que la meta es subyugar al hombre y no servirle para hacerlo libre. Las
ideologías políticas, las estrategias económicas, las campañas publicitarias, no pretenden más que atrapar el espíritu humano y despojarlo de la
trascendentalidad que le hace aspirar a los valores más altos. Jesús, se
sometió a la humillación, para elevar la dignidad de la persona humana,
devolviéndole su imagen divina.
Siguiendo la dinámica del Ciclo C, nos corresponde leer este año
la Pasión según San Lucas, en la cual, resalta la figura de Jesús como
“Testigo” (mártir); el justo perseguido injustamente, en línea con el Siervo
Sufriente de Isaías. El relato está cargado de enseñanzas profundas, destaquemos algunas:
San Lucas coloca la institución de la Eucaristía como el Preludio de
su Pasión, en la cual dejó la memoria del Sacrificio que habría de consu-
86
“…cosas nuevas y antiguas”
mar en la Cruz. En este aspecto, San Lucas luce muy cercano a San Juan,
al relacionar la Eucaristía con la Pasión de Jesús, por medio de la directa
alusión a su “Hora” (Cf. Jn 13,1); con la exhortación al servicio mutuo (Cf.
Jn 13, 2 – 16): “Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los
Apóstoles y les dijo: He deseado ardientemente comer esta Pascua
con ustedes antes de mi Pasión… surgió una discusión sobre quién
debía ser considerado como el más grande. Jesús les dijo:… el que
es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna,
como un servidor. Porque, ¿quién es más grande, el que está a la
mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve”.
Como Siervo Humilde, Jesús opta por el camino de la Paz para consumar su Proyecto Redentor. Este aspecto, es destacado por la alusión
a las espadas, como medio de defensa ante los aprehensores, a lo cual
Jesús se opone de manera determinada: “… les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: Fue contado entre los malhechores… le dijeron, aquí hay dos espadas. Él les respondió: Basta…
llegó una multitud encabezada por el que se llamaba Judas, uno de
los Doce. Este se acercó a Jesús para besarlo…. Los que estaban con
Jesús, viendo lo que iba a suceder, le preguntaron: Señor, ¿usamos
la espada? … uno de ellos hirió con su espada al servidor del Sumo
Sacerdote, cortándole la oreja derecha. Pero Jesús dijo: Déjenlo, ya
basta…”.
Durante el proceso, en su interrogatorio, Jesús se revela como testigo de su condición mesiánica: “... Llevaron a Jesús ante el tribunal…Todos preguntaron: ¿Entonces eres el Hijo de Dios? Jesús respondió:
Ustedes lo dicen, yo lo soy…Pilato lo interrogó, diciendo: ¿Eres tú el
rey de los judíos? Tú lo dices, le respondió Jesús…”.
En cumplimiento de las Profecías del Siervo de Yahvé, según las
cuales, éste, a pesar de su sufrimiento, es capaz de: “… reconfortar
al fatigado con una palabra de aliento…”, Jesús, durante su Pasión,
consuela a las mujeres, pide el perdón para sus verdugos y con su testimonio de humildad, logra la conversión del malhechor arrepentido: “Lo
seguían… un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y
se lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo:
¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y
por sus hijos… Cuando llegaron al lugar llamado «de la calavera», lo
crucificaron junto con los malhechores… Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen… Uno de los malhechores
crucificados lo insultaba… Pero el otro lo increpaba, diciéndole:…
Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas,
pero él no ha hecho nada malo. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino. Él le respondió: Yo te aseguro que
hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
CiCLo C - tiempo de CUAresmA
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Jesús es el Testigo Fiel (Cf. Ap 1,5); y nos invita a ser sus testigos
hasta los confines del mundo (Cf. Hch 1, 8). El contenido del testimonio
es el amor: “En esto conocerán que son mis discípulos: si se tienen
amor los unos a los otros” (Jn 13,35). El servicio es la forma concreta
como podemos unirnos al Testimonio de Cristo. El dominio y la rivalidad
es la forma como damos testimonio a favor del espíritu del mal.
María Santísima, es la esclava del Señor. Ella nos ayuda a seguir a
Cristo, Dios hecho Hombre, Humillado y Exaltado.
88
“…cosas nuevas y antiguas”
tiempo de
pascua
JUEVES SANTO - MISA IN COENA DOMINI
ex 12, 1 – 8. 11 – 14; 1Cor 11, 23 – 26; JN 13, 1 – 15
¿cuánto amamos?
Con la celebración de la Misa de la Cena del Señor, entramos
en el Santo Triduo Pascual. Tres días solemnísimos, para conmemorar
la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Jesús, al celebrar la Última
Cena instituyó la Eucaristía, Sacramento que renueva su Sacrificio Redentor, hasta la consumación de los tiempos, por medio del Sacerdocio
Ministerial; dejando la pauta de vida para su Comunidad: El Mandamiento
del Amor. La Eucaristía es la Nueva Comida de Liberación del Pueblo de
la Nueva Alianza.
La Primera Lectura, tomada del Libro del Éxodo, nos relata la
institución de la “Comida de Liberación” del Pueblo de la Antigua Alianza,
después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, Dogma fundamental de la Fe de Israel.
La Pascua de Israel tenía como antecedentes históricos, dos fiestas relacionadas con el pastoreo y la actividad agrícola de Israel: a) Fiesta
de los Massôt, de los panes ázimos, o pan sin levadura, de origen cananeo, que señalaba el inicio de la recolección de la cebada; b) Fiesta del
inicio de la primavera, en la cual se derramaba la sangre del cordero para
asegurar la fecundidad de los rebaños, untándose la misma en las jambas
de las puertas para ahuyentar las potencias hostiles o enemigas.
Estas dos fiestas, tenían un carácter primitivo, reflejado en su
trasfondo agrícola, semi – nómada, siendo dotadas de contenido histórico a la luz del gran acontecimiento de la Liberación del Pueblo de Dios,
cautivo en Egipto; y adquiriendo un significado salvífico. En tal sentido,
se comprende la dinámica de la Primera Lectura, en la cual, después de
presentarse la descripción ritual de la Cena Pascual, se resalta su contexto
histórico: La Liberación de Israel, junto con su carácter preceptivo. Se trata
entonces de una Cena Memorial, en cuya ritualidad se hace presente el
acontecimiento salvador de Yahvé.
En la primera parte del texto, se nos ofrece la descripción ritual de
la Cena Pascual Judía, en la cual destacan los siguientes aspectos:
a)
b)
c)
El cordero sin mancha, signo de la ofrenda perfecta, en honor a
Yahvé: “Elijan un animal sin ningún defecto, macho y de un
año; podrá ser cordero o cabrito…”;
El carácter eclesial o de convocatoria de la Cena Pascual: “… lo
inmolará toda la asamblea de la comunidad de Israel…”;
La sangre en los dinteles, signo de comunión de vida entre Yahvé
y su Pueblo: “…Después tomarán un poco de su sangre, y
marcarán con ella los dos postes y el dintel de la puerta de
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
91
d)
e)
a)
b)
las casas donde lo coman…”;
Las hierbas amargas, signo de las penurias sufridas por Israel durante el tiempo de esclavitud: “…Y esa misma noche comerán
la carne asada al fuego, con panes sin levadura y verduras
amargas…”;
La Cena Pascual, alimento para emprender el camino del Éxodo:
“… Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados
con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor…”;
En la segunda parte, se conjugan dos aspectos:
La nueva visión histórica de los antiguos ritos, ya no referidos a
tradiciones agrícolas ni de pastoreo: “Esa noche yo pasaré por
el país de Egipto para exterminar a todos sus primogénitos,
tanto hombres como animales, y daré un justo escarmiento a
los dioses de Egipto…”;
El carácter preceptivo - memorial de la Cena Pascual de Liberación: “… Este será para ustedes un día memorable y deberán
solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución perpetua”
Con la Cena Pascual de la Liberación, Israel evolucionó en su Fe,
superando una visión de Dios ligada a los ciclos de la naturaleza, para
comprenderlo como El Dios que camina con su Pueblo en la historia,
haciéndola Historia de Salvación. En el Pueblo de Israel, antes de
comenzar la Cena Pascual de Liberación o Pesah, la cual se desarrollaba en cuatro servicios o Quidush, el más joven de la casa debía
preguntar al padre de familia: “¿Por qué celebramos esta cena?”, a
lo cual se le respondía y se le sigue respondiendo hoy: “Celebramos
esta cena, para hacer una fiesta porque Dios nos liberó y salvó
cuando éramos esclavos en Egipto”.
En la Segunda Lectura, nos encontramos con el relato eucarístico
más antiguo del Nuevo Testamento, el cual emerge aproximadamente en
el año 46 d.C.
San Pablo, comienza remitiendo a una Tradición que proviene del Señor, una fuente auténtica: las palabras de Jesús (ipsisima vox Iesu): “Yo
he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez les
he transmitido”.
En un segundo momento, presenta el marco de fe que sustenta esta
Tradición, a saber, la convicción, según la cual, Jesús es el Señor, Kyrios,
el Hijo de Dios: “…. el Señor Jesús…”. La Comunidad Cristiana de todos
los tiempos, al celebrar la Eucaristía, lo hace con la plena conciencia de
que se trata de un Don que proviene de Dios, en la Persona de su Hijo.
En cada Misa, al resonar las palabras de la consagración, reafirmamos
92
“…cosas nuevas y antiguas”
nuestra fe en Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios.
En un tercer momento, en analogía con la Cena Pascual judía, San
Pablo contextualiza históricamente la Nueva Comida de Liberación, el Sacrificio Redentor del Hijo de Dios: “… en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:
Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes…. Lo mismo hizo con
el cáliz, después de cenar, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza,
sellada con mi sangre; hagan esto cada vez que lo beban…”.
Tanto con relación al Pan, como con la Copa, San Pablo señala el
carácter preceptivo – memorial de la Cena de Liberación: “Hagan esto
en memoria mía”. En cada celebración, la Liberación conseguida por el
Sacrificio Redentor de Cristo, se renueva en la Historia, hasta su consumación: “… Cada vez que coman de este pan y beban del cáliz, proclaman la muerte del Señor, hasta que vuelva”.
En la Santa Misa, Jesús, el Hijo de Dios, se ofrece constantemente
como el Cordero sin mancha. Su Sacrificio renovado, edifica a la Iglesia.
Su Sangre Sacramental nos une al Padre y a los hermanos. Como las
hierbas amargas, recordaban las penurias de Israel durante su esclavitud,
la memoria de su Pasión, nos hace presente que hemos sido comprados
con la Sangre del Hijo de Dios (Cf. 1Co 6, 20). Como la Cena Pascual
judía, impulsó el camino de Israel hacia el Éxodo; así, la Eucaristía, constituye el Alimento del creyente que peregrina hacia la Vida Eterna.
Cada año, tenemos la oportunidad de escuchar el relato del “Lavatorio de los pies”, presentando por San Juan en su Evangelio. El Cuarto
Evangelista, no expone el relato de la institución de la Eucaristía, como los
Evangelios Sinópticos (Mateo – Marcos – Lucas); en su lugar, nos ofrece
una profunda teología de la Eucaristía en el Capítulo Sexto de su Evangelio, donde nos dice: “Yo soy el pan de Vida… El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es, la verdadera comida y mi sangre, la verdadera
bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo
en él” (Jn 6, 48. 53 – 56).
En la narración evangélica que hemos escuchado, San Juan presenta la “Hora de Jesús” como el momento del Nuevo Éxodo, el paso de la
Muerte a la Vida: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre…”. Así como
la Comida de Liberación de Israel, preludió su paso de la esclavitud a la
libertad, así Jesús, con su Sacrificio, abrió el Nuevo Camino de la Humanidad Redimida, la cual pasó de la Esclavitud del Pecado, a la Libertad de
la Gracia, por su Resurrección.
Después de esta distinción, San Juan acota la razón de ser del Sacrificio de Cristo: “…habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Esta declaración inicial indica la clave de
lectura de todo el fragmento: el gesto profético descrito, muestra y anuncia
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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el servicio supremo de amor de Jesús hacia su Pueblo. El Hijo de Dios ha
amado a su Iglesia hasta el extremo (Cf. Ef 5, 23ss). Este amor de Cristo
por los suyos, hasta la Cruz, debe ser el modelo de las relaciones entre los
hermanos (Cf. Jn 13, 15.34ss).
Jesús había anunciado su libre sacrificio en el “Discurso del Buen
Pastor”: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla
de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder
para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17 – 18). Esta
libérrima voluntad de Jesús de dar y de recobrar la vida por amor, queda
plasmada en el simbolismo del Lavatorio de los pies; en el gesto de despojarse del manto, arrodillarse, lavar los pies a los apóstoles y retomarlo
nuevamente: “… se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando
una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y
empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla
que tenía en la cintura… Después de haberles lavado los pies, se
puso el manto, volvió a la mesa…”. En este gesto, Jesús presagia su
total anonadamiento en la Cruz y su Exaltación por su Resurrección (Cf.
Flp 2, 6 – 11).
San Juan no resta importancia al rito de la institución de la Eucaristía. Considerando que su Evangelio fue escrito para cristianos adultos en
la Fe; indica su dimensión moral, al transmitirnos la paralela institución
del Mandamiento del Amor Fraterno: “… les dijo: ¿comprenden lo que
acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y
tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les
he lavado los pies, ustedes también, deben lavarse los pies unos a
otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice
con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su
señor, ni el enviado, más grande que el que lo envía. Ustedes serán
felices si, sabiendo estas cosas, las practican”.
El Papa Francisco, en su primera homilía como Sucesor de San Pedro, comentando el Evangelio de San Mateo, Capítulo 6, versículos 13
– 19, nos ha enseñado: “El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Te sigo, pero
no hablemos de cruz… Te sigo de otra manera, sin la cruz. Cuando
caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos
mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no
discípulos del Señor”.
Pedro, al no permitir que Jesús le lavara los pies, estaba juzgando
según criterios mundanos, pensando en una Iglesia, signada por las diferencias, por el poder o por estatus, mientras que Jesús propone una
Comunidad de iguales, por la dignidad de Hijos de Dios y diversos, por
los variados modos de servicio. Esa igualdad la alcanzó Jesús con su
Sacrificio, del cual participamos todos. Por eso Jesús increpa a Pedro, ha-
94
“…cosas nuevas y antiguas”
ciéndole ver que si rechazaba su gesto de servicio, estaba rechazando su
Sacrificio en Cruz: “Cuando se acercó a Simón Pedro, éste le dijo: ¿Tú,
Señor, me vas a lavar los pies a mí? Jesús le respondió: «No puedes
comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás. No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le
respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte»”.
Cada Eucaristía es el Memorial de la Pascua de Jesús, en ella Él se
entrega nuevamente, manifestando su Amor Supremo. La Asamblea Eucarística, al acoger a Cristo de las manos del Sacerdote, lo profesa como
El Señor, por cuya “Hora”, comenzó nuestro Éxodo hacia la Vida Eterna; y
se une a su Cruz, imitándolo en el servicio fraterno. No aislemos a Jesús
en un rito, hagámoslo presente en la vida de los hombres, por medio de la
caridad fraterna en sus miles de posibilidades.
María Santísima es el Arca de la Nueva Alianza. Ella nos ayuda a
comer siempre el “Pan de Vida”.
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OFICIOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
is 52, 13 – 53, 12; HB 4, 14 – 16; 5, 7 – 9; JN 18, 1 – 19, 42
no sirvamos a sEñorEs QuE muErEn
Inmersos ya en el Sacro Triduo, celebramos los Oficios de la Pasión
del Señor. Ayer, Jesús, en la Última Cena, nos dejaba el Memorial Perpetuo de su Pasión y Muerte; hoy, lo contemplamos clavado en la Cruz,
entregando su último suspiro de vida por la Salvación de todos. Lo que
ayer anunciaba Jesús en la Institución de la Eucaristía, hoy lo cumple en
el Monte Calvario: Su Sacrificio único e irrepetible.
Según una antiquísima tradición, hoy no se celebra la Santa Misa,
es un día luctuoso, se cumple lo que Jesús había anunciado: “… Días
vendrán en que les será arrebatado el novio, entonces ayunarán” (Mt
9,15). Este es el día del Gran Ayuno; Jesús nos será arrebatado por un
tiempo, pero lo volveremos a ver, triunfante sobre la muerte, porque él lo
ha prometido: “Dentro de poco ya no me verán, y dentro de otro poco
me volverán a ver” (Jn 16, 15).
La Liturgia de hoy se divide en cuatro momentos: 1) Liturgia de la
Palabra, centrada en la lectura de la Pasión del Señor según San Juan;
2) La Oración Universal de los Fieles; 3) La Adoración de la Cruz; 4) La
Comunión con las hostias consagradas en el día de ayer. El clima litúrgico
de hoy es sobrio, signado por una atmósfera de gran recogimiento: Contemplamos el sufrimiento inenarrable de Jesús, movido solamente por el
amor extremo hacia nosotros.
Como Primera Lectura, se nos propone el Cuarto Cántico del Siervo
del Profeta Isaías. En el texto, nos encontramos con un personaje que
acepta indecibles sufrimientos en reparación por los crímenes de muchos,
teniendo como único sustento su confianza en Yahvé, quien le concederá
como premio la exaltación gloriosa. Tres aspectos resaltan del texto: 1)
Los sufrimientos del Siervo Inocente; 2) El sentido vicario de esos sufrimientos; 3) La exaltación del Siervo por parte de Yahvé.
El Siervo, siendo inocente, atraviesa terribles tormentos. En su contexto concreto, se refiere a Israel, que atraviesa la ignominia del Destierro
en Babilonia, en nuestro contexto, se trata de una Profecía sobre Jesús,
el Justo, que atravesó el umbral extremo del dolor para redimirnos: “…
muchos quedaron horrorizados… porque estaba tan desfigurado que
su aspecto no era el de un hombre…Despreciado, desechado por los
hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento…. Al ser
maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero
llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él
no abría su boca… Se le dio un sepulcro con los malhechores y una
tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había
engaño en su boca…”.
96
“…cosas nuevas y antiguas”
La razón del sufrimiento del Siervo es la expiación vicaria. Expiar,
significa reparar los daños. El Siervo repara los daños causados por los
estragos de todos: “… él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba
con nuestras dolencias…el Señor hizo recaer sobre él, las iniquidades de todos nosotros… fue arrancado de la tierra de los vivientes y
golpeado por las rebeldías de mi pueblo… ofrece su vida en sacrificio
de reparación… Mi Siervo justo justificará a muchos y cargará sobre
sí las faltas de ellos… llevaba el pecado de muchos e intercedía en
favor de los culpables”. Jesús es el Siervo Sufriente, reconocido por
San Juan Bautista como: “El Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo” (Jn 1,29).
El Siervo, por su obediencia y docilidad, recibe el premio de la exaltación por parte de Yahvé. El sufrimiento, aceptado y ofrecido, posee
un poder glorificador. Dios exalta a quien sufre por amor: “… mi Siervo
triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande… Si ofrece
su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará
sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él. A causa
de tantas fatigas, él verá la luz...”.
En una cultura, en la cual resuenan expresiones como: “No te des
mala vida”, o, “No te mates por nadie”, Jesús nos enseña que la vida
tiene sentido, cuando se ofrece por los demás, lo cual implica, muchas
veces, despojarse de la propia vida a favor de otros. No renunciemos a
perder horas de sueño si invertimos tiempo en los demás, a atravesar por
estrecheces, para que otros subsanen alguna precariedad, a pasar disgustos, para que otros se acerquen a Dios. Para el cristiano auténtico, la vida
sólo tiene sentido cuando se dona.
La Segunda Lectura, ha sido tomada de la Carta a los Hebreos, la
cual resalta la persona de Jesucristo como Sumo Sacerdote, en virtud
del Sacrificio de su vida por la salvación de muchos. El texto destaca el
dato fundamental de nuestra Fe, según el cual, Jesús, Hijo de Dios, es
también Hombre y como tal se entregó en la Cruz: “Y ya que tenemos en
Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote… Porque no tenemos un
Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades;
al contrario, él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a
excepción del pecado”.
Una de las primeras herejías cristianas, fue el Docetismo, el cual, enfatizando sobremanera la condición divina de Cristo, postulaba que Jesús
no había sufrido realmente la crucifixión, ya que su cuerpo era sólo aparente y no real. Nosotros creemos que, en virtud de la Encarnación, Jesús,
en la Cruz, murió realmente en su Humanidad, resucitando posteriormente
en virtud de su condición divina.
La entrega de Jesús es presentada como un acto de obediencia a la
Voluntad del Padre: “… aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio
de sus propios sufrimientos qué significa obedecer”. La obediencia
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de Cristo era la manifestación de su confianza plena en su Padre. Así,
Jesús nos enseña el significado profundo de la obediencia: escuchar (Ob
– audire). Mientras que el pecado entró por la desobediencia de Adán, la
Gracia, nos llegó por la obediencia de Jesús, el Nuevo Adán.
La obediencia de Jesús, tuvo como premio la Resurrección, tal como
lo presenta el texto: “El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la
muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión”.
El autor de la Carta a los Hebreos, a la luz de estas verdades, nos
invita a acercarnos al Crucificado: “Mantengamos firmes la fe que profesamos… Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la
gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio
oportuno”. El Trono de la Gracia es la Cruz, desde la cual Cristo reina y
vence la muerte. Contemplemos al Crucificado y descubriremos gracias
sobre gracias.
Hemos escuchado la lectura de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan. El Cuarto Evangelista, inmerso en su experiencia del
Cristo Glorificado, atenúa los aspectos humillantes y subraya su señorío
sobre los acontecimientos que inexorablemente concluyen con su Muerte
en Cruz. La Pasión, manifiesta al Rey Triunfador sobre el pecado y la
muerte.
Esta perspectiva propia del Evangelista San Juan, se evidencia en la
contundencia con la cual Él responde sobre su identidad, ante sus captores y ante Poncio Pilato: “Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder,
se adelantó y les preguntó: ¿A quién buscan? A Jesús, el Nazareno.
Él les dijo: Soy yo… Cuando Jesús les dijo: Soy yo, ellos retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó nuevamente: ¿A quién buscan?
Le dijeron: A Jesús, el Nazareno. Jesús repitió: Ya les dije que Soy
yo…”.
En contraposición con la afirmación de Jesús sobre sí mismo, tenemos la triple negación de Pedro: “La portera dijo entonces a Pedro: ¿No
eres tú también uno de los discípulos de ese hombre? Él le respondió: No lo soy. Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: ¿No eres tú también uno de sus discípulos? Él
lo negó y dijo: No lo soy. Uno de los servidores del Sumo Sacerdote,
pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: ¿Acaso no te vi con él en el huerto? Pedro volvió a negarlo, y en seguida
cantó el gallo”.
Meditar la Pasión de Jesús, conlleva tomar postura ante su persona,
aceptar o no su proyecto de vida. No se puede ser cristiano a medias. No
puedo decir: “soy católico”; y por otro lado decir: “apoyo el aborto”; “apoyo
la eutanasia”; “a veces se puede robar”. ¡Se es o no se es! Jesús dijo:
“Sea su lenguaje: ‘Sí, sí, no, no’; que lo que pasa de aquí, viene del
Maligno” (Mt 5, 37).
98
“…cosas nuevas y antiguas”
La Entronización real de Jesús, se desarrolla, desde el interrogatorio
ante Pilato, pasando por sus ultrajes por parte de los esbirros, hasta su
crucifixión: “Pilato… llamó a Jesús y le preguntó: ¿Eres tú el rey de los
judíos? … Jesús respondió: Mi realeza no es de este mundo… Pilato
le dijo: ¿Entonces tú eres rey. Jesús respondió: Tú lo dices: yo soy
rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de
la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz…. Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas
y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y
acercándose, le decían: ¡Salve, rey de los judíos!... lo crucificaron; y
con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio. Pilato redactó
una inscripción que decía: Jesús el Nazareno, rey de los judíos, y la
hizo poner sobre la cruz… Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: No escribas: El rey de los judíos, sino: Este ha dicho: Yo
soy el rey de los judíos. Pilato respondió: Lo escrito, escrito está”.
Meditar la Pasión de Jesús, implica responder a la pregunta ¿Quién
es el Señor de mi vida? ¿A quién reconozco como Dios? Los políticos, los
sabios, los personajes de moda; todos ellos han muerto o morirán, ninguno
de ellos dio ni dará la vida por otro. Posiblemente luzcan muy sacrificados, pero ello, por defender sus proyectos, sus ideas, sus estrategias o sus
modas. Jesús es el único que murió por Amor, sin esperar nada a cambio,
siendo ésta la verdadera generosidad. Al fundador de un gran emporio
informático, Steve Jobs, se le venera casi como una divinidad y resulta que
murió habiéndose declarado ateo, sólo creía en el poder de la informática
y de la ciencia. Recuerdo también cuando murió Elvis Presley, a causa
de una sobredosis, sumergido en una profunda depresión, se promovió
un cuasi culto hacia su persona y la gente peregrinaba hasta su tumba en
Memphis, Tennessee. Él no dio la vida por nadie, la fama le consumió la
vida, ya no existe; y su recuerdo se desvanece cada día más. ¡No sirvamos a señores que mueren, sirvamos sólo al Señor Jesús! A aquel que:
‘Nos amó y se entregó por nosotros’ (Cf. Gal 2,20).
Dejemos que la Semilla del Verbo Encarnado, fecunde este mundo,
fecunde nuestras vidas (Cf. Jn 12,24). Al dejarlo entrar en la hondura de
nuestros espíritus cavernosos, Él nos estremecerá interiormente y comenzará a hacer nuevas todas las cosas (Cf. Ap 21,5). Contemplar al Crucificado, nos lleva a reemprender el camino con su mirada de Paz, con su
mirada de Amor. Para esta reflexión, sirvámonos de un hermoso himno
de nuestra Liturgia:
¿Qué ves en la noche,
dinos centinela?
Dios como un almendro
con la flor despierta;
Dios que nunca duerme
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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busca quien no duerma,
y entre las diez vírgenes
sólo hay cinco en vela.
Gallos vigilantes
que la noche alertan.
Quien negó tres veces
otras tres confiesa,
y pregona el llanto
lo que el miedo niega.
Muerto le bajaban
a la tumba nueva.
Nunca tan adentro
tuvo al sol la tierra.
Daba el monte gritos,
piedra contra piedra.
Vi los cielos nuevos
y la tierra nueva.
Cristo entre los vivos,
y la muerte muerta.
Dios en las criaturas,
¡y eran todas buenas!
María Santísima, es la Madre Dolorosa. Ella nos ayuda a estar de pie
ante la Cruz, contemplando al Siervo de Dios que nos ha amado hasta el
extremo.
100
“…cosas nuevas y antiguas”
SOLEMNIDAD DE LA PASCUA - VIGILIA PASCUAL
GN 1, 1 – 31; 2, 1 – 2; GN 22, 1 – 18; ex 14, 15 – 15, 1; rm 6, 3 – 11; LC 24, 1 – 12
¡QuE brillE su luz sobrE nosotros!
¡La Pascua despunta! ¡Celebramos la Solemne Vigilia Pascual! ¡La
Fiesta de la Luz! En medio de la noche, aguardamos a Jesús: El “Sol que
nace de lo Alto” (Lc 1, 78), El “Cordero degollado… de pie” (Ap 5, 6).
La Iglesia se viste de fiesta para recibir a su Señor Victorioso, porque:
“Han llegado las bodas del Cordero y su esposa se ha embellecido y
se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura…” (Ap
19, 7).
El origen de nuestra Solemne Vigilia, se remonta a los orígenes del
cristianismo, tal como lo atestigua un antiguo documento del siglo III: “Durante toda la noche, permaneced reunidos en comunidad, no durmáis,
pasad toda la noche en vela, rezando y orando, leyendo los profetas,
el evangelio y los salmos, con temor y temblor, en un clima de súplica
incesante, hasta la tercera vigilia de la noche, después del sábado.
Entonces, romped vuestro ayuno… ofreced después vuestro sacrificio. Alegraos entonces y comed, llenaos de gozo y de júbilo, porque Cristo ha resucitado, como prenda de vuestra resurrección. Esta
será vuestra norma para siempre, hasta el fin del mundo” (Enseñanza
de los Apóstoles I).
La Liturgia de hoy, se puede definir como una “Fiesta de la Luz”, que
va ‘in crescendo’, desarrollándose en cuatro momentos: 1) Lucernario; 2)
Liturgia de la Palabra; 3) Liturgia Bautismal; 4) Liturgia Eucarística. Celebramos la Luz que irradia en medio de la oscuridad de la Muerte, nos
ilumina con su Palabra, nos hace hijos de Dios por el Bautismo y nos fortalece para caminar como hijos de la Luz, con el memorial de su Pasión,
en la Eucaristía.
En esta Noche Santa, los primeros cristianos, encendían una gran
fogata y de ella tomaban el fuego para sus hogares, acogiendo la Luz de
Cristo en el ámbito familiar. Aprovechemos este signo, durante el Lucernario, para recordar el rol insustituible que cumple la familia, como escuela
de Fe, dejemos que la calidez de Cristo Resucitado, envuelva nuestros
hogares y ahuyente de ellos toda sombra de muerte. No olvidemos que
la familia debe ser la “Iglesia doméstica”, primer núcleo de evangelización
(VATICANO II, Constitución Lumen Gentium, n. 11).
Después del signo de la Luz que va inundando el templo, resuena el
solemne canto del Pregón Pascual o Exultet, Himno cristiano antiquísimo,
dedicado a exaltar la Victoria de Cristo sobre la Muerte, cuya autoría es
atribuida por la Tradición cristiana a San Agustín.
El Pregón, presenta la Liberación de Israel de la esclavitud en Egipto,
como profecía de la Liberación del Pecado y de la Muerte, en virtud del
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
101
Sacrificio de Cristo: “… éstas son las fiestas de Pascua en las que se
inmola el verdadero Cordero… Esta es la noche en que sacaste de
Egipto, a los israelitas… y los hiciste pasar a pie el Mar Rojo… Esta
es la noche que a todos los que creen en Cristo, por toda la tierra los
arranca de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, los restituye a la gracia y los agrega a los santos”; y proclama la restauración de la Comunión Original entre Dios y el hombre, que había sido
herida por el pecado original: “Necesario fue el pecado de Adán, que
ha sido borrado por la muerte de Cristo ¡Feliz la culpa que mereció tal
Redentor! ¡Qué noche tan dichosa en que se une el cielo con la tierra,
lo humano con lo divino!”.
Con el canto del Pregón Pascual, concluye la Liturgia de la Luz y comienza la Liturgia de la Palabra. Cuatro Lecturas del Antiguo Testamento,
y tres del Nuevo Testamento, nos van mostrando cómo Dios, desde el
comienzo de la Creación del Mundo, ha tenido un designio de bondad para
con el hombre, el cual llegó a plenitud en Cristo, Muerto y Resucitado.
La Primera Lectura, tomada del Libro del Génesis, nos expone la Fe
de Israel en Yahvé Creador, que da al hombre la más alta dignidad entre
todas su creaturas. El relato, describe a Yahvé, actuando dentro del esquema cronológico de la Semana Judía, por lo que al concluir su Obra, se
dedica al Descanso. Resalta la gradualidad de la intervención creadora de
Dios, quien, del caos, va generando una armonía signada por su bondad
“Vio Dios que era bueno”, hasta llegar al hombre, dotado de una dignidad superior, reconocida por el mismo Creador: “Dios creó al hombre a
su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer. Y los
bendijo, diciéndoles: Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra
y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a
todos los vivientes que se mueven sobre la tierra. Dios miró todo lo
que había hecho, y vio que era muy bueno”.
Las guerras, los ecocidios, la destrucción del clima y las atrocidades
contra la dignidad de la persona, que se han constatado en la historia,
generan un tremendo pesimismo; que postula una visión del hombre como
radicalmente malo, pareciera que el género humano fuera una plaga destinada a destruirlo todo. Dios creó al hombre para generar vida, porque
le dio la impronta de su imagen. En Cristo Resucitado, el Nuevo Adán,
redescubrimos nuestra imagen destruida por el Pecado Original y nos redescubrimos como generadores de Vida.
La Segunda Lectura, nos narra el relato del Sacrificio de Abraham.
Toda su vida fue una aventura de Fe, en la cual Yahvé lo fue conduciendo hacia las cimas más altas. En el Episodio narrado, Yahvé le pide al
Patriarca, que sacrifique a Isaac, al hijo de la Promesa, esperado durante
muchos años, en quien se conjugaban sus esperanzas de descendencia
y todos sus afectos. Abraham cumple el mandato divino, por medio del
cual daría el salto definitivo de la Fe: El salto de la confianza absoluta. El
102
“…cosas nuevas y antiguas”
sacrificio lo cumplió, al abandonarse totalmente en las manos de Dios,
quien lo había llamado y sostenido. Tanto en el acto inicial del mandato,
como en su cumplimiento, Abraham responde: “Aquí me tienes”. Ante la
inocente pregunta de Isaac, responde: “Dios proveerá el cordero para el
Sacrificio”; y cuando ya su Fe había sido acrisolada: “Levantó los ojos y
vio un carnero… tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio”.
La Pascua purifica nuestra Fe de una visión cruel de Dios; y nos lo
revela como un Dios – Padre Bueno, que prefiere despojarse de lo más
amado, ofreciendo a su Hijo como el Cordero Inmolado, para darnos la
Salvación, de nuestra parte, necesita el sacrificio del corazón: La Fe, el
Don que nos ayuda a intuir la acción de Dios, más allá de lo incomprensible de las circunstancias.
La Tercera Lectura, nos narra el episodio de la Liberación de Israel
de la Esclavitud en Egipto: La Noche de la Liberación. Dios se revela
Omnipotente, y pone toda su Supremacía al servicio de la Salvación de
su Pueblo. Moisés aparece como el instrumento de Dios para conducir su
gesta liberadora. El paso del Mar Rojo, constituye la experiencia fundante
de la Fe de Israel, por la cual éste, se sintió unido por siempre a Yahvé,
porque había escuchado su clamor: “Aquel día, el Señor salvó a Israel
de las manos de los egipcios. Israel vio los cadáveres de los egipcios
que yacían a la orilla del mar, y fue testigo de la hazaña que el Señor
realizó contra Egipto. El pueblo temió al Señor, y creyó en él y en
Moisés, su servidor”.
En la Noche de la Liberación, Israel, experimento a Yahvé como Dios
Bueno y Poderoso, capaz de doblegar el poder y la arrogancia del Faraón.
El Pecado, en sus mil formas, aplasta al hombre y lo esclaviza. Carcome
poco a poco su estructura espiritual, hasta hacerla vulnerable, generándole la experiencia de la desolación y del abandono, conduciéndola a un
terrible pesimismo existencial que le lleva a decir: “Yo no puedo cambiar”,
“¿Para qué esforzarme?”, “No tengo salida”. Jesús, el Nuevo Moisés,
nuestro Mediador Perfecto ante el Padre, con Amor y Poder, nos libera de
toda esclavitud, y, como a Israel en la Noche de su Liberación, nos dice:
“¡Pónganse en marcha!”.
Las tres lecturas son leídas con sus Salmos alusivos, la atmósfera
es cada vez más festiva, se encienden las luces del Altar y se entona el
Himno del Gloria, mientras, resuenan las campanas del templo. El gran
ayuno y el gran silencio están por concluir. Termina el Tiempo de las figuras del Antiguo Testamento, entramos en el Tiempo de su cumplimiento
en el Nuevo Testamento.
Se da lectura a La Epístola; un fragmento de la Carta a los Romanos.
El tema central del texto es la salvación del hombre por la Fe en Cristo, cuyo efecto es la liberación del pecado, por el bautismo. El bautismo
sumerge al hombre en la Muerte de Cristo y lo hace renacer a una Vida
Nueva: “¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo
fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida
nueva. Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte
semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección”.
El hombre, que había sido creado con una original belleza y dignidad;
y que había sido desfigurado por el Pecado Original, es restablecido a la
Gracia en las aguas bautismales, prefigurada en las aguas que ahogaron
al Faraón y sus huestes. Por el Bautismo, el hombre es re – creado y liberado. Esta nueva realidad es definitiva, porque definitiva ha sido la Muerte
y Resurrección de Cristo: “Sabemos que Cristo, después de resucitar,
no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él. Al morir,
él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que vive, vive para
Dios. Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos
para Dios en Cristo Jesús”.
Después de la Epístola, con su Salmo, resuena, con especial solemnidad el “Aleluya”: la “Alabanza a Yahvé”, canto que entonaba el Pueblo
para llenarse de coraje antes de emprender las batallas contra enemigos
poderosos. En la Liturgia, es el Canto que proclama el Poder de Dios y
su Victoria, en Cristo, Muerto y Resucitado. Después de su supresión,
durante toda la Cuaresma, irrumpe con particular fuerza para preparar el
gran anuncio de la Pascua. El clima festivo llega a su máxima intensidad y
fervor. Ha concluido el gran silencio, ha concluido el gran ayuno. ¡Comienza la Gran Fiesta!
Este anuncio, es escuchado hoy según el testimonio de San Lucas,
de donde se toma el Evangelio de la Misa. El tercer Evangelista, comienza
presentándonos el acontecimiento de la Resurrección como el inicio de
una Nueva Creación: “El primer día de la semana…”. Jesús es el Nuevo
Adán. Por su Pasión, Muerte y Resurrección, fueron hechas nuevas todas
las cosas (Cf. Ap 21,5).
El sepulcro vacío, constituye la constatación fundamental de la Resurrección: “… las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que
habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro
y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús”. Ya no hay
que honrar la muerte, ya ella no tiene la última palabra, ahora, la última
Palabra, la tiene El Resucitado. El indeciso Pedro, con inédita valentía,
proclamó esta convicción en su primer anuncio de la Resurrección: “Dios
lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era
posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hch 2, 24); y el tempestuoso Pablo, con particular vehemencia hizo lo propio: “La muerte ha sido
vencida ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?”
(1Cor 11, 54 – 55).
El acontecimiento de la Pasión, Muerte y Resurrección, constituye el
104
“…cosas nuevas y antiguas”
coronamiento de los Designios de Salvación de Dios en el Antiguo testamento: “Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea:
Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de los
pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”.
Después de este Festín de la Palabra, renovamos, con particular fervor, nuestra condición bautismal. Invocamos a los Santos con el canto de
las Letanías Mayores, ellos, han sido los mejores cristianos y nos enseñan,
desde diversos carismas personales, a seguir a Cristo con total entrega.
Renovamos nuestra Fe Bautismal, respondiendo con plena convicción “Sí,
Creo”; y recibimos el rocío del Agua Bendita, que nos hace revivir nuestro
bautismo. Es un momento de Alegría y de Frescor, se experimenta el
efluvio del agua que sale del templo y lo regenera todo, como lo profetizó
Ezequiel (Ez 47).
Por último, accederemos a la Mesa de la Eucaristía, en la cual podemos participar por nuestra condición Bautismal. En ella, haremos memoria
del Único sacrificio de Cristo, por el cual nos ha dado Vida Nueva con su
Resurrección. Es el Sacramento de la Pascua, en ella, a diferencia de los
demás Sacramentos, Cristo no da ni confiere un Bien Sagrado, se da Él
mismo, el Sumo Bien. La Eucaristía de hoy es la más relevante del Año
Cristiano y todas las demás, sobre todo las dominicales, son eco de ella.
María Santísima, es la Reina del Cielo. Ella se une a nosotros en
nuestra Exultación Pascual: ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha
resucitado!
¡Feliz pascua de resurrección!
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
105
SOLEMNIDAD DE LA PASCUA - DOMINGO DE RESURRECCIÓN
HCH 10, 34ª. 37 – 43; CoL 3, 1 – 4; JN 20, 1 – 9
¡a rEnovarnos!
¡cristo ha resucitado! ¡verdaderamente ha resucitado! Celebramos el Gran Domingo de la Victoria de Cristo sobre el Pecado y la Muerte:
El Domingo de Resurrección.
Se trata del acontecimiento central de nuestra Fe, el cual celebramos, no como una gran efeméride, sino como la renovación anual de
nuestra participación personal en el Misterio de Cristo, Muerto y Resucitado, en virtud de nuestro Santo Bautismo.
Han pasado muchos años y hemos participado en muchas Pascuas,
puede ser que nos hayamos acostumbrado, que sepamos ya cuales son
las lecturas que hoy se proclaman, lo que el sacerdote predica y lo que
hace la parroquia. Es la primera tentación que debemos derrotar en este
día: La costumbre en nuestra práctica religiosa. No nos podemos acostumbrar a Cristo Resucitado, Él viene a renovar lo que hay de muerte en
nuestra concreta y actual realidad personal.
Fue esa la experiencia de San Pedro, expuesta en la Primera Lectura, tomada del Libro de Los Hechos de los Apóstoles. Bien sabemos lo
fluctuante que era aquel pescador de Galilea, y cómo su experiencia con
el Resucitado lo fue transformando gradualmente.
En primer lugar, el texto presenta el Kerygma Cristiano, es decir, el
anuncio de Jesús, su actividad, su Muerte y su Resurrección: “Entonces
Pedro, tomando la palabra, dijo: Ustedes ya saben qué ha ocurrido
en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que
predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu
Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba
con él… Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios
lo resucitó al tercer día…”.
En segundo lugar, el Apóstol indica la dimensión testimonial de ese
anuncio. No se trata de la repetición ideológica de unas verdades ajenas
a la vida, sino de una convicción, fruto de una experiencia personal: “…
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos
y en Jerusalén… le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo,
sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a
predicar al pueblo, y atestiguar que él fue constituido por Dios Juez
de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en
virtud de su Nombre”.
¿Por qué cuesta tanto hoy en día la tarea evangelizadora? ¿Por qué
106
“…cosas nuevas y antiguas”
el hombre de hoy encuentra cierta dificultad en asimilar el mensaje del
Evangelio? Seguramente, no es por el Mensaje, sino por el mensajero.
Las personas más sencillas y las más doctas, saben cuándo alguien predica algo en lo que no cree o cree e medias, o lo transmite como un simple
comunicador profesional. Es necesario volver a la fe martirial, la del testimonio, aquella que no teme verse descubierta en medio de un mundo hostil, la de los primeros cristianos. Para ello, es necesario erradicar la mentalidad privatista de la Fe que domina la mentalidad de muchos católicos.
El Papa Emérito, Benedicto XVI, en el Motu Propio Porta Fidei, al
respecto, enfatizó que: “Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe
implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse
a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva
a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente
porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad
social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra
con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar
a todos sin temor a la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que
capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo
franco y valeroso”.
Por último, si consideramos que el contexto inmediatamente anterior al texto que hemos escuchado, es el de la visión de Jope, en la cual,
Pedro, en éxtasis, contempla un gran lienzo con peces de todo tipo, cuyo
significado era la ausencia de fronteras para la tarea evangelizadora (Cf.
Hch 10, 9 – 33), concluimos que para él, se trató de un momento de conversión. Pedro dio el salto definitivo de la Fe, dejando los últimos restos
del judaísmo que le quedaban. La experiencia de la Resurrección, cuando
es sincera y no histriónica, constituye el punto de partida de un camino de
conversión, en el cual vamos dejando todo aquello que nos sobra y nos
estorba para la maduración de nuestra Fe.
La Segunda Lectura de la Misa ha sido tomada de la Carta a los
Colosenses. La ciudad de Colosas, estaba situada en la rica vega del río
Licos, en el interior de Anatolia, la actual Turquía, muy cerca de ciudades
como Laodicea y Hierápolis. En ella abundaban grupos mistéricos y sectas de corte gnóstico, las cuales contraponían dos mundos: el de arriba,
celestial, propio de las personas que alcanzaban un conocimiento superior; y el inferior, terrenal, propio de los hombres no iniciados.
San Pablo, responde a esta tesis errada con los mismos argumentos de los gnósticos, aclarando que el Mundo Superior, no está habitado
por potencias cósmicas extrañas, a las cuales hay que temer, sino por
Jesucristo, Crucificado y Exaltado: “Ya que ustedes han resucitado con
Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la
derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”. Nuestra Fe se centra en el Cristo de la
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
107
Historia, que alimenta nuestra Fe, el que ha vencido este mundo con su
Muerte y Resurrección (Cf. Jn 16,33); y nos invita a vencerlo cada día,
muriendo al pecado y renaciendo a una vida nueva.
Por otro lado, San Pablo recuerda que la vida del creyente está unida
a la de Cristo y, siguiendo la imagen del rito bautismal, dice que la misma:
“… está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste
Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán
con él, llenos de gloria”. La imagen puede dar la idea de protección y
cobijo del creyente, a la sombra del Resucitado, pero también, la condición
del cristiano como fermento invisible en el mundo, cuyo testimonio puede
ser imperceptible, pero con un enorme potencial, generador de transformaciones graduales y profundas en la realidad que le circunda.
Hemos escuchado la proclamación del Evangelio según San Juan,
en el cual, se nos ha narrado la primera aparición del Resucitado. En continuidad con el texto de San Lucas que leímos anoche, durante la Vigilia, el
Cuarto Evangelista, presenta el acontecimiento de la Resurrección como
generador de un Nuevo Orden, una Nueva Semana, un nuevo Génesis:
“El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba
oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había
sido sacada”.
Este Nuevo Orden, genera conmoción, movimiento y sobresalto de la
Fe, lo cual queda expresado en el correr de las mujeres y de los Apóstoles:
“Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús
amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Pedro y el otro discípulo salieron y fueron
al sepulcro. Corrían los dos juntos pero el otro discípulo corrió más
rápidamente que Pedro y llegó antes…”. Quien se acerca al Resucitado, no puede permanecer estático, se siente conmovido, sobresaltado
interiormente, envuelto en el estupor de la Fe. Esa experiencia fundante,
no se puede perder, si ello sucede, dejamos de ser Cristianos de la Resurrección y nos convertimos en cristianos de la institución.
El Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium,
del 24 de noviembre de 2013, nos invita a una profunda renovación a la
luz de la experiencia del Resucitado: “Sueño con una opción misionera
capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos,
los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un
cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que
para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la
conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar
que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria,
en todas sus instancias, sea más expansiva y abierta, que coloque a
los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así
la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su
amistad” (n. 27). Hay mucho por hacer.
108
“…cosas nuevas y antiguas”
Algunas interpretaciones alegóricas, ven en la carrera de Pedro y de
Juan, las imágenes de la Sinagoga y la Iglesia, otros, ven una afirmación
del Primado de Pedro. Esta última imagen es más verosímil, si se considera la existencia, en la cuenca del Asia Menor, de las llamadas “Comunidades Joánicas”, formadas bajo la égida de la experiencia del Apóstol
San Juan. En tal sentido, el gesto del Apóstol, de aguardar la constatación
de la Resurrección por parte de Pedro, significaría el reconocimiento de
la autoridad que tenía la llamada “Gran Iglesia de Pedro”, es decir, la
Iglesia de Roma, la que, en Palabras de San Ignacio de Antioquía (s. II):
“preside todas las Iglesias en la Caridad”. La Pascua es el fundamento
de la Constitución Jerárquica de la Iglesia. La Jerarquía, no existe sólo
para “gobernar”, sino, sobre todo, para sustentar la Fe del Pueblo Santo,
en diversos grados y responsabilidades.
Por último, San Juan presenta la Resurrección, como la clave de lectura de todas las Sagradas Escrituras y como el hecho que armoniza toda
la dispersión que signaba a la comunidad de los seguidores, después de la
Muerte de Jesús. Algunos estaban tristes, otros escondidos, otros pensando que iban a hacer en adelante, sin Jesús. La Resurrección selló el Don
de la Fe de aquella comunidad que se encontraba en desbando: “Todavía
no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de
entre los muertos”. Ante nuestras confusiones, dudas y temores, dejemos que el Resucitado nos unifique, interior y exteriormente.
María Santísima, fue la primera en exultar con el anuncio de la Resurrección. Ella nos ayuda a Creer con fe firme que: ¡cristo ha resucitado!
¡verdaderamente ha resucitado!
¡Feliz pascua de resurrección!
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA
HCH 5, 12 – 16; Ap 1, 9 – 11ª. 12 – 13. 17 – 19; JN 20, 19 – 31
QuE cada EncuEntro con El rEsucitado,
nos EstrEmEzca
Después de la efusión de gozo de la semana pasada, con la celebración de la Resurrección del Señor, nos congregamos como comunidad de
Fe, para celebrar el Segundo Domingo de la Cincuentena Pascual. Son
cincuenta días que tenemos para hacer eco de la Resurrección; es la alegría de la pascua prolongada durante cincuenta días que concluye con la
Solemnidad de Pentecostés, la Fiesta del Espíritu Santo.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos guiará en la meditación
de la Palabra cada Domingo. Escrito por el Evangelista San Lucas, en la
década de los años 60 a los 70, A.C., es considerado el “Testamento del
Espíritu”, ya que narra el proceso de consolidación y expansión de la Fe
en Cristo Resucitado, por medio de la Iglesia, bajo la moción del Espíritu
Santo.
El Libro de Los Hechos, originalmente formaba una unidad con el
Evangelio de Lucas, se puede estructurar en según sus dos protagonistas
principales, las dos columnas fundamentales de la Iglesia: los Apóstoles
Pedro y Pablo. Así, vemos cómo los trece primeros capítulos, están dedicados a la figura de Pedro, resaltando su primacía como cabeza de la
Comunidad de los seguidores de Cristo; mientras que los quince restantes,
están centrados en el ministerio evangelizador de San Pablo, el Apóstol
de los gentiles.
La Primera Lectura que hemos escuchado, nos presenta un sumario
de los primeros tiempos de la comunidad cristiana en Jerusalén. Históricamente, la primera comunidad cristiana de la Ciudad Santa, comenzó
sus pasos íntimamente unida al judaísmo, logrando gradualmente su configuración, hasta llegar a la identificación propiamente cristiana (Cf. Hch
11,26). Con este presupuesto, se comprende el dato que ofrece el texto
leído: “Todos solían congregarse unidos en un mismo espíritu, bajo
el pórtico de Salomón…”.
La actividad taumatúrgica de los Apóstoles, es decir, su capacidad
para obrar milagros, hay que entenderla, no como un requisito para el surgimiento de la Fe de los primeros seguidores, sino como el cumplimiento
de la Promesa de Jesús, según la cual: “… estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos,
y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las
manos sobre los enfermos y los curarán” (Mc 16,18).
En tal sentido, los signos que obran los Apóstoles hay que comprenderlos como la manifestación de los tiempos mesiánicos, que se prolongan
110
“…cosas nuevas y antiguas”
en el tiempo de la Iglesia: “Los Apóstoles hacían muchos signos y prodigios en el pueblo… Aumentaba cada vez más el número de los que
creían en el Señor, tanto hombres como mujeres…”. Estos signos,
al igual que los efectuados por Jesús, tenían como finalidad, no el hecho
prodigioso en sí, sino suscitar la Fe de los presentes: “Mientras estaba
en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su
Nombre al ver los signos que realizaba” (Jn 2,23). Ahora bien, el relato
resalta la gradualidad del proceso de la fe, evidenciado en aquellos que
sentían resistencias para acercarse al grupo de los creyentes: “… ningún
otro se atrevía a unirse al grupo de los Apóstoles, aunque el pueblo
hablaba muy bien de ellos”.
La figura de Pedro, como guía de la Comunidad, es resaltada en el
relato: “Y hasta sacaban a los enfermos a las calles, poniéndolos en
catres y camillas, para que cuando Pedro pasara, por lo menos su
sombra cubriera a alguno de ellos...”. Del mismo modo, se evidencia el
germen de la universalidad de la Iglesia, cuyas fronteras se comenzaron
a abrir más allá de la Ciudad Santa: “La multitud acudía también de las
ciudades vecinas a Jerusalén, trayendo enfermos o poseídos por espíritus impuros, y todos quedaban curados”.
El Papa Francisco, al hablar a los sacerdotes en su primera Misa
Crismal, les invitó insistentemente a pensar en una Iglesia que no se agota
mirándose a sí misma (auto – referencialidad), sino en una Iglesia con
mirada periférica, que sepa identificar al hombre en sus realidades más
diversas, para irle al encuentro: “… hay que salir a experimentar nuestra
unción, su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde
hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en
auto – experiencias, ni en introspecciones reiteradas que vamos a
encontrar al Señor: los cursos de autoayuda pueden ser útiles, pero
vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método
en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la
gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a
darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que
tengamos a los que no tienen nada de nada”.
La Liturgia nos ofrece, en estos días iniciales de la Pascua, fragmentos del último Libro de la Biblia: El Apocalipsis. Se trata de una obra fascinante, mal utilizada a veces para infundir la idea de un dios vengador; y no
del Verdadero Dios de Esperanza, que acompaña a su Iglesia en tiempos
difíciles de persecución.
La Obra fue escrita aproximadamente, hacia los años 90 – 100, D.C.,
por un discípulo del Apóstol San Juan, quien presenta a éste como autor
del escrito, por medio del mecanismo de la pseudonimia, con el fin de darle
mayor autoridad.
El género literario de la obra es precisamente el de la “apocalíptiCiCLo C - tiempo de pAsCUA
111
ca”, el cual, interpreta hechos concretos, a la luz de Dios, quien es capaz
de conducir los acontecimientos de la historia y darles un significado que
va más allá de su materialidad. Este significado, se expresa mediante
simbolismos complejos, visiones en éxtasis, comunicaciones de ángeles,
numerologías, entre otros.
Comienza el texto, presentándonos la situación existencial del Apóstol San Juan, el destierro en la Isla de Patmos, una pequeña isla en el
archipiélago egeo: “Yo, Juan, hermano de ustedes, con quienes comparto las tribulaciones, el Reino y la espera perseverante en Jesús,
estaba exiliado en la isla de Patmos, a causa de la Palabra de Dios y
del testimonio de Jesús”.
Después, el autor expone el contexto concreto en el cual se da la
visión; en un momento de oración, en el Domingo, en la participación de la
Liturgia: “El Día del Señor fui arrebatado por el Espíritu y oí detrás de
mí una voz fuerte como una trompeta, que decía: Escribe en un libro
lo que ahora vas a ver, y mándalo a las siete iglesias. Me di vuelta
para ver de quién era esa voz que me hablaba, y vi siete candelabros
de oro…”. La experiencia del Domingo como encuentro con el Señor
Resucitado, subyace en el simbolismo de la “trompeta”, mientras que
el clima litúrgico y eclesial, es sugerido por el simbolismo de los “siete
candelabros de oro”. El uso del número siete, que en la Biblia significa
plenitud, alude a la totalidad de la Iglesia.
Seguidamente, Jesús es presentado en su condición de Mesías, según la visión del Profeta Daniel (Cf. Dn 7,13); y en su condición Sacerdotal,
simbolizada en sus vestiduras: “… y en medio de ellos, a alguien semejante a un Hijo de hombre, revestido de una larga túnica que estaba
ceñida a su pecho con una faja de oro”. Por último, sigue la auto presentación de Jesús, con su muy propio saludo pascual (Cf. Mc 16,6), que
proclama su absoluto señorío sobre la Muerte y la Vida en virtud de su
Sacrificio redentor: “… Al ver esto, caí a sus pies, como muerto, pero
él, tocándome con su mano derecha, me dijo: No temas: yo soy el
Primero y el Ultimo, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para
siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo”.
Al contemplar el contexto litúrgico – dominical, en el cual, el autor
llega a la visión extática sobre los tiempos presentes y futuros, caben dos
preguntas: ¿Vivo en profundidad la Misa del Domingo como un encuentro
vivo y estremecedor con Cristo Resucitado, que da sentido a mi vida y a
mi contexto? ¿Propiciamos celebraciones dominicales, cuya profundidad y
belleza lleven a esa experiencia? Cierta corriente minimalista en la Iglesia,
pretende que se caiga en un simplismo litúrgico, que prescinda de toda la
simbología y estética en la celebración dominical. Es cierto que la pomposidad ahoga el Misterio de Dios, pero también el desaliño, no sólo lo banaliza, sino además, lo despoja de su capacidad para generar el estupor de
la Fe. Nuestras celebraciones deben ser: sobrias, ágiles y con todos sus
112
“…cosas nuevas y antiguas”
símbolos, de modo que conduzcan a la experiencia interior del creyente.
Precisamente, el texto del Evangelio de San Juan que se ha proclamado, ubica la segunda aparición del Resucitado en el Domingo, el
día después del sábado, que los cristianos inmediatamente identificaron
como: “Kyriake Hemera”, el “Dies Domini”: “El Día del Señor”, el Domingo: “Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando
cerradas las puertas… llegó Jesús… Ocho días más tarde, estaban
de nuevo los discípulos reunidos en la casa… Entonces apareció Jesús…”.
En esta segunda y tercera aparición, resaltan tres Dones del Resucitado: La Paz, la Reconciliación y la Fe.
Cristo Resucitado, en las dos ocasiones que se manifiesta a sus discípulos, les saluda con el “Shalom” hebreo: “Paz a ustedes”. Es un saludo que expresa la certeza de la presencia de Dios dentro de la persona
y en su ámbito de referencia. Es como decir: “¡Dios siempre estará contigo!” El Resucitado es el saludo de Paz que Dios da al hombre, en su Hijo
Encarnado, Muerto y Resucitado. Se cumple lo que el mismo Jesucristo
había anunciado: “Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da
el mundo. ¡No se inquieten ni teman!” (Jn 14,27).
Junto con el Don de la Paz, tenemos el Don de la Reconciliación, en
forma de mandato Misionero: “…Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que
ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los
retengan”. Los destinatarios de este Don, son “Los Discípulos”, que, en
el Nuevo testamento, se diferencian claramente de “Los Doce”. El autor,
no contradice la misión particular de los ministros ordenados, como moderadores de la Misericordia en el Sacramento de la Reconciliación, lo que
sí afirma, es el dato complementario, del ministerio de toda la Iglesia como
instrumento de Reconciliación para el mundo. Todos; cada uno según su
propio modo, estamos llamados a ser embajadores de la Misericordia de
Dios.
Por último, tenemos el testimonio de Santo Tomás: “el discípulo incrédulo”. Hay que comprender a éste Apóstol, en el cual nos podemos
reflejar todos. No fue fácil para él asimilar el hecho de la Resurrección.
De hecho, él es consecuente, primero había creído en Jesús y estaba
dispuesto a dar la vida por Él: “Vamos también nosotros a morir con él”
(Jn 11, 16), luego, llegó el Viernes Santo y quedó decepcionado, porque
pensaba que el Padre no había salvado a Jesús, porque le parecía un
error haberse embarcado en aquella aventura. Mientras que los otros habían logrado superar la crisis del Viernes Santo, en él, persistía todavía; se
había anclado en el desánimo, se había apartado de la comunidad. Cada
uno tiene su proceso de Fe y Santo Tomás refleja el de muchos hombres
de todos los tiempos. A santo Tomás, le hacía falta algo: el Don de la Fe,
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
113
el Resucitado, en persona, se lo confirió:
“Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba
con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: ¡Hemos
visto al Señor! El les respondió: Si no veo la marca de los clavos en
sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en
su costado, no lo creeré. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los
discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces
apareció Jesús... Luego dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo: aquí están
mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no
seas incrédulo, sino hombre de fe. Tomas respondió: ¡Señor mío y
Dios mío!”.
La Fe es fruto de la irrupción de Dios en la vida, no es una conquista
personal, no está en libros ni tratados, es un Don. Una vez que éste es
concedido, en palabras del Beato Cardenal Newman, se configura como la
“capacidad para soportar dudas”. Tomás, en medio de su incredulidad,
buscaba respuestas, y Jesús le acompañó en su búsqueda. Así hace Él
con nosotros; nos acompaña en nuestras búsquedas, si son honestas,
y cuando dudamos, por algún acontecimiento estremecedor en nuestras
vidas, está más cercano de lo que pensamos.
Nuestra Fe no se basa en la experiencia de haber visto al Resucitado; por eso, no podemos fundamentarla en ver y tocar a Jesús. Nosotros
sólo podemos fundamentar nuestra Fe en el testimonio de aquellos que lo
han experimentado; también en el testimonio de un Tomás que dudaba, y
que tan convencido estaba después de haber visto. De ahí que hacemos
nuestra su confesión de fe, en cada Eucaristía, cuando delante de nosotros se elevan el Pan y el Vino Consagrados: ¡Señor mío y Dios mío!”.
Gracias a la búsqueda de Santo Tomás, fuimos bendecidos de antemano
por Jesús: “¡Felices los que creen sin haber visto!”. Nos hace falta descubrir la felicidad de creer sin complicaciones, condiciones, ni milagrerías.
No busquemos escarchas, ni vírgenes que lloran, ni crucifijos que sudan
aceites: “¡Creamos sin ver”.
María Santísima es la Mujer de Fe. Ella nos ayuda a creer sin ver.
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“…cosas nuevas y antiguas”
TERCER DOMINGO DE PASCUA
HCH 5, 27B – 32. 40B – 41; Ap 5, 11 – 14; JN 21, 1 – 19
hay QuE rEnacEr dEsdE la pascua
Celebramos el Tercer Domingo de la Cincuentena Pascual. Nuestra
meditación semanal de la Palabra, nos permite comprender las repercusiones del acontecimiento de la Resurrección en la Fe de la Iglesia Naciente y en nuestra Iglesia de hoy.
Continuamos reflexionando a la luz del Libro de los Hechos de los
Apóstoles, el cual nos presenta el proceso gradual de consolidación de
la Iglesia como Comunidad que nace y se nutre del acontecimiento Pascual.
La semana pasada, se nos enseñaba cómo la Iglesia nacía vinculada
al judaísmo, al presentar a los creyentes que: “... se reunían de común
acuerdo en el pórtico de Salomón…” (Hch 5, 12). En el texto de hoy,
se comienza a vislumbrar el proceso de alejamiento e independencia de la
comunidad de los seguidores de Cristo, con relación al judaísmo, el cual
estuvo marcado por un tono conflictivo y de persecución.
El Sanedrín, que era el Consejo que fungía como Tribunal religioso
para los judíos, durante el tiempo de la ocupación romana, intervino para
detener la predicación de los Apóstoles, pues convulsionaba el “orden establecido”: “En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los Apóstoles y les dijo: ¿No les habíamos prohibido formalmente enseñar en
nombre de ése? En cambio, han llenado Jerusalén con su enseñanza
y quieren hacernos responsables de la sangre de ese hombre”.
El mismo cuestionamiento que generó Jesús con su predicación (Cf.
Jn 11, 48 – 50), fue suscitado por el grupo de sus seguidores; toda vez que
la Iglesia no podía ni puede, hacer otra cosa que continuar la predicación
de su Fundador. Generalmente, el cumplimiento de este deber genera persecución y acoso por parte de los poderosos de turno, quienes haciendo
acopio de argumentos aparentemente nobles, estigmatizan a quienes no
defienden sus intenciones ocultas. ¡La Iglesia no callará jamás!
La respuesta de Pedro, cuyo ministerio aparece cada vez más delineado como cabeza de la Iglesia, expresa la autonomía de ésta ante
cualquier poder humano: “Hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres”. Esta sentencia del Apóstol, es capital para nuestra Fe. Nuestra Iglesia fue fundada por Cristo, por lo que goza de autonomía para la
custodia de la Doctrina Revelada, su profundización y transmisión, su
organización y gobierno, la formación de sus ministros y su relación con
los gobiernos y los estados. Por eso, la Iglesia no se pliega ante ideología
alguna, por altruista que parezca, ello sería traicionar su misión y perder
la imparcialidad del discernimiento superior que debe ofrecer a la luz del
Evangelio.
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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El Apóstol Pedro, se enfrenta a los poderosos de su tiempo, contando
con la Fe en el Resucitado: “El Dios de nuestros Padres, resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron, colgándolo de un madero. La diestra
de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la
conversión, con el perdón de los pecados. Testigos de esto, somos
nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen”.
En la respuesta de Pedro, nos encontramos con una antigua Fórmula
de Fe o Credo, que recitaban los primeros cristianos. En ella, se detectan
claramente, los vínculos de la Revelación Cristiana con la Revelación Judía, al hablar de: “El Dios de nuestros Padres”, “La diestra de Dios”;
y de Cristo como “jefe y salvador”. En estas expresiones, se identifican
tres aspectos: 1) La vinculación de Cristo con la esperanza de los Patriarcas; 2) La presentación de Cristo como la definitiva intervención liberadora
de Dios; 3) El reconocimiento de Cristo como el Mesías esperado, que ha
de regir con autoridad definitiva.
Finalmente, el relato subraya la indeclinable convicción de los Apóstoles, quienes, aun habiendo sufrido azotes por haber obedecido a Dios:
“… salieron del Consejo, contentos de haber recibido aquel ultraje
por el nombre de Jesús”. Mientras que los interrogadores, hacen referencia a “ese” y a “ese hombre”, los Apóstoles tienen clara conciencia de
la identidad de aquel que les ha enviado: “Jesús”. La Iglesia no predica
en nombre de un indeterminado, ni de un hombre, sino en el nombre de
Jesús, el Hijo de Dios, Muerto y Resucitado. Cuando el mundo pretende
indeterminar la identidad de nuestro Salvador, nosotros claramente decimos quién es Él: Jesús, ante el cual toda rodilla se dobla, en el cielo, en la
tierra y en el abismo (Cf. Flp 2, 9 – 10).
Sobre el Primado absoluto de Cristo, Muerto y Resucitado, nos habla
la Segunda Lectura, tomada del Libro del Apocalipsis, la cual narra la entronización del Cordero, dentro de una rica simbología: “… en la visión,
escuché la voz de muchos: eran… millones alrededor del trono… y
decían con voz potente: Digno es el Cordero degollado, de recibir el
poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Y oí a todas las creaturas… que decían: Al que se sienta en el
trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los
siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondían: Amén. Y los
ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por
los siglos de los siglos”.
La figura del “Trono”, antecede la presencia del Cordero. Se trata
del reconocimiento de Dios Padre, como dueño absoluto de la historia, en
la cual ha entrado definitivamente por medio del “Cordero”, imagen cuyas
resonancias bíblicas se encuentran en el “Siervo de Isaías”, que ofrece
su sacrificio vicario como “cordero llevado al matadero” (Is 53, 7) y en
el “Cordero pascual” (Cf. Ex 12,5), que anunciaba el Éxodo de Israel.
Jesús es el “Cordero degollado”, con quien el Padre comparte la misma
116
“…cosas nuevas y antiguas”
Gloria y Alabanza.
Tenemos la figura de los “cuatro vivientes”, inspirados en la visión
del Profeta Ezequiel (Cf. Ez 1, 5 – 10), llenos de ojos (Cf. Ap 4,6), lo cual
significa la acción múltiple del Espíritu cuyo rango de mirada es absoluto.
Junto a estos personajes, vemos los “veinticuatro ancianos”, vestidos
de blanco, es decir, en estado de gloria; significan las Tribus de Israel
y los Doce Apóstoles, el Pueblo de la Antigua Alianza y el Pueblo de la
Nueva Alianza, ambos confluyendo hacia Cristo, Señor de la Historia y de
la Salvación.
Los católicos, no podemos perder la convicción de la Plenitud de la
Salvación en Cristo: ¡Él es Todo! En éxtasis, San Juan tuvo la visión de
la grandeza de Jesús, Vencedor de la Muerte por su Resurrección, Señor
de los acontecimientos “que están por suceder” (Ap 4,1). La experiencia que tuvo la expresó con una amplia vivacidad simbólica, detrás de la
cual subyacía la Esperanza, más allá de las vicisitudes que atravesaba la
Iglesia perseguida. Para el creyente, Jesús siempre es el Señor de los
acontecimientos presentes y futuros.
En el Evangelio que se nos ha proclamado, San Juan, nos narra la
tercera aparición del Resucitado. Los estudiosos señalan que se trata de
un fragmento de redacción posterior, cuya autoría se atribuye a la escuela
joánica, siendo agregado posteriormente a la obra; sin embargo, refleja
fielmente la teología del Cuarto Evangelista. Es un texto cuyas profundas
enseñanzas se velan detrás de una rica simbología.
En primer lugar, son enunciados los testigos de la aparición: siete
de los Apóstoles de Jesús. El número siete tiene la significación bíblica
de plenitud, por lo que el Cuarto Evangelista nos presenta a la Iglesia en
su totalidad, que nace del Misterio Pascual: “En aquel tiempo, Jesús
se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberiades…
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael de
Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos”.
Para los Apóstoles, no fue fácil comprender el nuevo dinamismo que
debía generar la Resurrección de Cristo, viéndola como un desenlace feliz y no como el inicio del proceso de renovación del mundo, volviendo
desanimados a sus quehaceres de siempre: “Simón Pedro les dice: Me
voy a pescar. Ellos contestaron: Vamos también nosotros contigo…
Aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando
Jesús se presentó en la orilla…”.
La antítesis entre la noche y el amanecer, tiene un gran significado:
Cuando la Iglesia se deja embargar por el desánimo, prescinde de Cristo,
confía únicamente en sus fuerzas; y se sume en la oscuridad. Por el contrario, cuando dirige su mirada hacia Cristo, siempre ve despuntar el alba.
El relato, por medio del símbolo de la red, indica la dimensión misionera de la Iglesia, la cual debe abrazar a todos los hombres. Esta amplitud
de la misión, queda también evidenciada en el número de peces que se reCiCLo C - tiempo de pAsCUA
117
cogen en la pesca milagrosa, coincidente el número de especies conocido
para la época: “… Jesús les dice: Muchachos, ¿tienen pescado? Ellos
contestaron: No. Él les dice: echen la red a la derecha de la barca
y encontrarán. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la
multitud de peces… ciento cincuenta y tres…”.
El protagonismo de Pedro y de San Juan, el discípulo a quien “…
Jesús tanto quería…”, muestra el dinamismo de la Iglesia naciente. Pedro simbolizaba a la Iglesia de Antioquía, donde conquistó reconocimiento
público la comunidad fundada por Cristo (Cf. Hch 11,26); y donde el Apóstol, comenzó a ejercer su Primado. San Juan, representa las posteriores
comunidades, nacidas bajo su influjo; y que tardaron más tiempo en desprenderse del judaísmo, para adherirse a la “Gran Iglesia”. San Pedro
representa “la autoridad” y San Juan “el amor que ve más lejos”. Ambos
carismas son necesarios en la Iglesia y se complementan mutuamente:
“… Aquel discípulo… dice a Pedro: Es el Señor: Al oír que era
el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se
echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban más que unos cien metros, remolcando la red con
los peces…”. El carisma de la autoridad es necesario en la Iglesia, ya
que garantiza seguridad, unidad y disciplina; pero también es necesaria
la intuición profunda del amor, aquella que permite a la Iglesia ver en el
horizonte y exclamar siempre: “¡Es el Señor!”.
El ágape que Jesús ofrece a los Apóstoles, en su gestualidad, envuelve una significación Eucarística. La Iglesia nace del Misterio Pascual;
y renace constantemente en su Memorial, en cada celebración de la Santa
Misa: “Jesús les dice: Vamos, almuercen… Jesús se acerca, toma el
pan y se lo da, y lo mismo el pescado…”.
María Santísima es la Madre del Resucitado. Ella nos ayuda a renacer de la Pascua.
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“…cosas nuevas y antiguas”
CUARTO DOMINGO DE PASCUA
HCH 13, 14. 43 – 52; Ap 7, 9.14B – 17; JN 10, 27 – 30
cultivEmos una FE dE adultos
Llegamos al Cuarto Domingo de Pascua, en el cual celebramos también la “Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones”. La Palabra de
Dios de este Domingo, nos presenta a Jesús como el Pastor Bueno, portador de la Salvación para todos los hombres.
La Primera Lectura, tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos presenta el inicio del Primer Viaje Apostólico de San Pablo (46
– 48 D.C.). San Pablo inició su ministerio apostólico bajo la tutela de San
Bernabé, un judío converso de Chipre, responsable de la evangelización
en Antioquía de Siria (Cf. Hch 11, 22 – 26).
El texto que hemos escuchado como Primera Lectura, se desarrolla
en la Sinagoga de la ciudad de Antioquía de Pisidia, hoy parte de Turquía.
Allí, San Pablo predicó en primer lugar a los judíos por medio de un admirable Discurso, en el cual, presentó a Cristo como la plenitud de la Historia
de la Salvación de Israel (Cf. Hch 13, 17 – 37).
Este discurso, concluye con una sentencia que será clave en toda la
predicación del Apóstol, a saber; la Salvación no viene por el cumplimiento de la ley, sino por la fe en Cristo Jesús: “Tengan, pues, entendido,
hermanos, que por medio de éste se les anuncia el perdón de los
pecados; y la total justificación que no pudieron obtener por la Ley de
Moisés la obtiene por él todo el que cree” (Hch 13, 38 – 39).
El Discurso de Pablo, inicialmente generó entusiasmo entre los judíos, tal como hemos escuchado: “Disuelta la reunión, muchos judíos
y prosélitos que adoraban a Dios, siguieron a Pablo y Bernabé; éstos
conversaban con ellos y los persuadían a perseverar fieles a la gracia
de Dios”. Sin embargo, el sábado siguiente, las relaciones entre Pablo y
los judíos se volvieron tensas, cuando éstos se percataron del entusiasmo
que generaba la Buena Nueva: “El sábado siguiente, se congregó casi
toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios. Los judíos, al ver
a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias
cuanto Pablo decía”.
La actitud de los judíos, constituye un punto de inflexión en la predicación de San Pablo, abriéndola definitivamente hacia los pueblos no
judíos, gentiles o paganos: “Teníamos que anunciar primero a ustedes
la Palabra de Dios; pero como la rechazan…, sepan que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: «Yo te haré luz de
los gentiles, para que seas la salvación hasta el extremo de la tierra».
Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron mucho y alababan la
Palabra del Señor; y los que estaban destinados a la vida eterna creyeron. La Palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región”.
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
119
San Lucas, autor del Libro de los Hechos, establece un paralelismo entre la inauguración de la predicación de Jesús en la Sinagoga de
Nazaret, en la cual Él se presenta abiertamente como el Mesías, siendo
inicialmente acogido positivamente y luego rechazado (Lc 4, 16 – 30); y
la inauguración de la predicación hacia los gentiles. En tal sentido, en la
lectura proclamada, hemos escuchado la hostilidad por parte de los judíos
hacia los Apóstoles: “… los judíos incitaron a mujeres piadosas y de la
nobleza, y a los principales de la ciudad; promoviendo una persecución contra Pablo y Bernabé y les echaron de su territorio”.
En la narración del Domingo pasado, Pedro y los demás discípulos,
se sentían felices de haber sufrido ultrajes por haber predicado en el nombre de Cristo. Así también, Pablo y Bernabé, experimentaron la Bienaventuranza del Misionero: “Los discípulos, en cambio, se llenaban de gozo
y del Espíritu Santo”.
Seguimos meditando la visión de San Juan en el Libro del Apocalipsis. El texto que se ha proclamado como Segunda Lectura, se encuadra
dentro de la “Sección del libro de los siete sellos” (Cf. Ap 5, 1 – 7, 17).
Este Libro, simboliza el Plan de Dios, el cual sólo puede interpretarse a la
Luz de Cristo, el Cordero degollado, el único: “digno de tomar el libro y
abrir sus sellos” (Ap 5, 9).
El Libro del Apocalipsis, presenta la plenitud de la Salvación en Cristo, por medio de dos imágenes: Los ciento cuarenta y cuatro mil salvados
y la multitud incontable.
La imagen de los ciento cuarenta y cuatro mil salvados, fruto de la
multiplicación de cada Tribu de Israel por mil (Ap 7, 5 – 8), pone el énfasis
en Cristo como culmen de la Salvación esperada por Israel. La multiplicación de cada tribu por mil, simboliza el número de la absoluta totalidad a
los ojos de Dios (Cf. 2Pe 3, 8), alude a las Doce Tribus que han alcanzado
el punto máximo de su desarrollo y por consiguiente, al Pueblo de Israel
del Antiguo Testamento, que desemboca en el Nuevo Testamento.
La imagen de la gran muchedumbre, habla del cumplimiento de la
promesa que Yahvé hizo a Abraham, según la cual, sería el padre de una
incontable descendencia (Cf. Gn 12,2); poniendo el énfasis en el número
infinito de los que son convocados a la Salvación: “Yo Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza,
pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con
vestiduras blancas con palmas en sus manos”.
Dos condiciones distinguen a los que configuran esta multitud: son
partícipes de la resurrección, significado con la postura “de pie” y las
“blancas vestiduras”; y han dado testimonio, siendo mártires por Cristo,
simbolizado en “las palmas en sus manos”.
Este testimonio de sacrificio o martirio, es enfatizado sucesivamente:
“Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del cordero. Por eso están ante
120
“…cosas nuevas y antiguas”
el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo”. La gran
tribulación es la lucha a favor del Reino de Dios, lucha llevada en una resistencia pacífica, al estilo de Jesús, el Cordero. Es la lucha de la Iglesia,
la cual, en la historia, enfrenta múltiples resistencias internas y externas,
en su misión de dar testimonio de Cristo.
Esta perseverancia, coloca a la Iglesia ante el Cordero, que es también Pastor Universal, en quien ella encuentra el verdadero resguardo: “El
que se sienta en el trono, acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero
que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de agua vida. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos”. En esta
imagen del Cordero – Pastor, encontramos claras resonancias bíblicas del
Profeta Ezequiel (Cf. Ez 34,11) y del hermoso Salmo 23.
Como Evangelio de la Misa, hemos escuchado un breve fragmento
del Evangelio según San Juan, en el cual, Jesús se autoproclama como la
“Puerta del redil” (Cf. Jn 10,7) y el “Buen Pastor” (Cf. Jn 10, 11). El contexto inmediatamente anterior a este pasaje, es la excomunión del ciego
de nacimiento, a quien Jesús le había devuelto la visión; lo cual le llevó
a confesar su divinidad, a disgusto de las autoridades religiosas de Israel
(Cf. Jn 9, 32 – 34). Ante este hecho de discriminación, Jesús se presenta
como los “brazos abiertos del Padre”, dispuesto a recibir a todos los que
creen en Él.
Desde esta perspectiva, el Discurso del Buen Pastor, enfatiza el
tema de la Fe, entendida ésta como relación personal entre el creyente y
Jesús. De hecho, Jesús recrimina a los fariseos porque se habían rehusado a creer en Él: “… ustedes no creen porque no son de mi rebaño”
(Jn 10,26).
El texto evangélico de hoy, expone claramente esta dimensión de
la Fe, como relación vital con Jesús: “En aquel tiempo, Jesús dijo: Mis
ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen”. Los
tres verbos empleados son bien explícitos: “escuchar” – “conocer” – “seguir”. La Fe es escuchar la Palabra de Jesús, que nos conoce profundamente y nos invita a su seguimiento.
Seguidamente, Jesús presenta el origen de su autoridad de Buen
Pastor, a saber, la Comunión con su Padre: “Mi padre que me las ha
dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno”. La Fe, genera la Comunión con Jesucristo y por Él, con El Padre. Esta Comunión, a su vez, se realiza dentro
de la Comunión en la Iglesia, unidos a los hermanos que confiesan a Cristo
como su Salvador.
Los tres últimos Pontífices, han trabajado duramente para impulsar
la Nueva Evangelización. En América Latina, la Primera Evangelización,
fue de corte fundamentalmente sacramental y doctrinal. En estos tiempos,
signados por el empleo de múltiples medios de información, que aturden
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
121
al hombre con muchos mensajes, se impone la necesidad de tocar los
corazones de nuestros hermanos. Así como el ciego de nacimiento, sanado por Jesús, lo reconoció como el enviado de Dios, porque incidió en
su vida, así, la Iglesia, debe presentar su mensaje, con poder para tocar
la existencia de los hombres de manera radical y no tangencial. Esto lo ha
señalado enfáticamente el Papa Francisco, en la Homilía Programática de
su Primera Misa Crismal como Obispo de Roma, indicando que la Iglesia
ya no debe mirar tanto hacia sí misma, sino hacia las periferias, donde
están los hermanos hambrientos de sentir el calor del amor de Dios.
María Santísima, es la Madre del Buen Pastor. Ella nos ayuda a cultivar una Fe auténtica, la que nos lleva a la relación personal con Jesús.
122
“…cosas nuevas y antiguas”
QUINTO DOMINGO DE PASCUA
HCH 14, 21B – 27; Ap 21, 1 – 5ª; JN 13, 31 – 33ª. 34 – 35.
¡hagamos todo nuEvo!
Nos congregamos como Comunidad de Fe, para celebrar el Quinto
Domingo de la Cincuentena Pascual. La Palabra de Dios de este día, nos
presenta el acontecimiento de la Pascua como el inicio de un Orden Nuevo.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha venido presentando
el proceso de consolidación de la Iglesia como testigo de la Resurrección,
ampliando sus horizontes hacia los pueblos no judíos o gentiles.
El pasado Domingo, escuchábamos cómo Bernabé y Pablo, emprendían el primer viaje misionero hacia Antioquía de Pisidia, enviados por
Pedro, cabeza de la Iglesia. Hoy, se nos narra el resultado de ese periplo
apostólico. La Primera Lectura, nos expone el dinamismo profundo de la
Misión de la Iglesia.
En primer lugar, esta labor requiere estabilidad; la misma presupone
la supervisión y el acompañamiento del trabajo realizado. En tal sentido,
vemos a Bernabé y a Pablo recorriendo el camino inverso, consolidando
de esta manera a las comunidades evangelizadas, haciéndoles comprender que deben perseverar a pesar de los obstáculos: “En aquellos días,
Pablo y Bernabé, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando
a los discípulos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar
mucho para entrar en el reino de Dios… Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado”.
En segundo lugar, notamos que este proceso de consolidación, comporta la designación de responsables de las comunidades, llamados presbíteros, palabra que significa “ancianos”; hombres que por su sabiduría y
experiencia, fueron constituidos sacramentalmente para tal encargo: “En
cada Iglesia, designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído”.
El Orden Sacerdotal, tiene tres grados, los cuales se fundamentan en
la Revelación, o en el dato bíblico: Episcopado, Presbiterado y Diaconado.
Los Obispos, son sucesores de los Apóstoles, los Presbíteros, son ordenados para ser colaboradores de éstos, en el pastoreo de las comunidades y
los Diáconos, para el servicio de la Liturgia, la Palabra y la Caridad.
Ahora bien, no sólo el acompañamiento y la estructuración jerárquica,
brindaron solidez a las comunidades. El texto deja claro que la Palabra era
la que convocaba, congregaba y fortalecía la tarea misionera. La fuerza de
la Misión se fundamenta en la predicación de la Palabra, sin ella, las comunidades languidecen. Existen las llamadas Diócesis extintas, aquellas
que en una época fueron Iglesias pujantes, faros de santidad, y hoy en día
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
123
son tierras de mayoría no católica (Vg. Cartago, Hipona). Sin la Palabra, la
Iglesia fenece, se extingue. Ella es el fundamento de la Misión.
Otro aspecto del dinamismo de la Misión, es la convicción de que su
eficacia depende de Dios y no de los hombres: “Al llegar, reunieron a
la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y
cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe”.
La Misión de la Iglesia sigue siendo la misma de hace dos mil años:
ser instrumento de Salvación. Ella no es la Salvación, es un canal para
que los hombres hagan la experiencia de Cristo alcanzando la Plena Felicidad en Él. La Iglesia, con su predicación, anuncia a los fieles lo que el
Papa Emérito Benedicto XVI, en la Carta Apostólica Porta Fidei, proclamó
con tanta belleza:
“«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre
abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios
se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma.
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la
vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos
llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la
muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que,
con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a
cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22…)” (n. 1)
La Evangelización genera vida y dinamismo; es la puerta para cosas
nuevas. Cuando se emprende con el espíritu de los primeros cristianos,
produce una onda expansiva de renovación, como hemos visto en la Primera Lectura. Aquel grupo de creyentes llamado la “secta de los nazarenos”, fue reconocido luego como comunidad de “cristianos”; e impulsó
un gran movimiento de renovación, más allá de los límites de Israel. La
Evangelización compromete siempre nuestra capacidad para soñar cosas
nuevas.
Seguimos meditando, con la Segunda Lectura, el Libro del Apocalipsis, esta vez, un fragmento de la culminación de la Obra que nos habla
sobre la visión de la “Nueva Jerusalén”. Recordemos que el género apocalíptico, no invita a una fuga del mundo, empleando imágenes figurativas,
por el contrario, llama a interpretar el momento presente, infundiendo en
el lector la esperanza para superar sus vicisitudes y desaciertos. Lo que
subyace en el Libro del Apocalipsis, es un deseo intenso de renovación
radical. El cristiano, al enfrentar su cotidianidad, se enfrenta con muchos
obstáculos, que lo pueden llevar al desánimo o a la inercia. El camino que
propone la fe ante esos obstáculos, es la constante y consciente renovación.
En el texto, nos encontramos con la visión de la “Nueva Jerusalén”,
precedida por una renovación cósmica, resonancia de las visiones del Profeta Isaías (Cf. Is 65, 17ss; 66, 22ss): “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una
124
“…cosas nuevas y antiguas”
tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el
mar ya no existe”. El “… primer cielo y la primera tierra…”, simbolizan
el presente que experimenta el hombre, aquello que Dios quiso y no pudo
realizarse a causa del pecado (Cf. Gn 1, 2 – 12, 4). Este presente Dios lo
puede renovar, despojándolo del mal, simbolizado en el “mar”, que en la
Biblia es el abismo; la sede de lo diabólico, el caos.
Cuando se emprende la tarea evangelizadora, es necesario analizar
la realidad, en la cual se descubren muchas luces pero también sombras
o deficiencias, fruto de la soberbia del hombre. Se hace necesario vislumbrar esa realidad sin sombras, para concebir un presente nuevo.
Para no limitarse a una visión meramente cósmica, el autor del Apocalipsis, vislumbra una realidad concreta en la cual se va verificar ese Orden Nuevo: “… Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía
del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna
para su esposo”. La Ciudad Santa es la nueva convivencia fraterna, la
Iglesia, embellecida por la potencia divina del Resucitado, su Esposo.
Arrebatado por la visión de la “Jerusalén del Cielo”, el autor del Libro
del Apocalipsis, se esfuerza en hacernos ver lo que somos y lo que seremos. La Iglesia es la Esposa de Cristo, cuyo desposorio final se dará en la
consumación de los tiempos, en el umbral entre el presente y la eternidad;
por lo pronto, en su devenir histórico, debe guardar la fidelidad a su único
Señor, conservando el traje de Resurrección que Él le ha entregado.
En la Nueva Jerusalén, que es la Iglesia presente y futura, Dios obra
personalmente, tal y como lo experimentaron los primeros evangelizadores en la Primera Lectura, ejerciendo el Ministerio del Consuelo: “Esta
es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos
serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las
lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor.
Porque el primer mundo ha pasado”.
La Iglesia, cuando evangeliza, no busca captar adeptos ni adoctrinarlos, sino, principalmente, mostrar al hombre que Dios mora en él y en
su realidad concreta, con el poder de renovarla radicalmente. De ahí, el
desenlace poderoso al final de la visión: “… el que estaba sentado en el
trono dijo: Todo lo hago nuevo”. Nunca nos cansemos de soñar cuando
evangelizamos, Dios puede renovarlo todo.
El fragmento del Evangelio que se nos ha proclamado, se enmarca
dentro de los “Discursos de adiós”, por parte de Jesús, antes de su aprehensión (Cf. Jn 13, 31 – 17, 26). En ese marco, Jesús proclama su “Hora”,
el momento culminante de su vida; Su Pasión, Muerte y Resurrección (Cf.
Jn 12, 23), el momento en el cual el Padre comenzaría a hacer “nuevas todas las cosas”: “Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús:
Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él.
Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo:
pronto lo glorificará”.
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
125
Después de su anuncio, Jesús proclama el mandamiento que ha de
regir la convivencia y el obrar de la comunidad que estaba fundando: “Les
doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros; como
yo les he amado, ámense también ustedes. La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen los unos a los
otros”.
El amor es el principio esencial de la Iglesia; de su estructura jerárquica, de su vida sacramental, de su predicación. Sin ese principio la
Iglesia no es nada, puede ser muy gerencial pero poco evangélica.
La Nueva Evangelización, pide a la Iglesia hacer suya la mirada de
Cristo, quien, al descubrir el potencial de aquel joven que lo quería seguir:
“… fijando en él su mirada, le amó…” (Mc 10, 21). La Iglesia, debe
mirar al ser humano con amor, sin prejuicios, tratando de comprender y
descubrir su potencial de eternidad.
El Papa Francisco, ha escogido, como lema de su Pontificado, la
frase: “Miserando atque eligendo” tomada de las homilías de San Beda
el Venerable, el cual, comentando el Evangelio de San Mateo, escribió
“Vidit ergo lesus publicanum et quia miserando atque eligendo vidit,
ait illi Sequere me” (“Vio Jesús a un publicano y como le miró con
sentimientos de amor lo eligió y le dijo: sígueme”). Desde la mirada del
Amor, se pueden comenzar a hacer nuevas todas las cosas.
María Santísima es la Madre del Nuevo Adán. Ella nos ayuda a generar un orden nuevo a la luz de la fuerza de la Palabra.
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“…cosas nuevas y antiguas”
SEXTO DOMINGO DE PASCUA
HCH 15, 1 – 2. 22 – 29; Ap 21, 10 – 14. 22 – 23; 14, 23 – 29
¡construyamos la nuEva jErusalén!
Celebramos el Sexto Domingo de Pascua. La Palabra de Dios sigue
mostrándonos el proceso de consolidación de la Iglesia a la luz del acontecimiento Pascual, cimentada en el Amor, por el Espíritu Santo.
La Primera Lectura, del Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos
narra el desarrollo del Primer Concilio de Jerusalén, aproximadamente en
el año 49 D.C. La circunstancia de este acontecimiento se dio por la visita de un grupo de misioneros provenientes de Jerusalén, probablemente
pertenecientes al grupo del Apóstol Santiago, que visitaron Antioquía y
descubrieron que en aquella comunidad convivían judíos conversos circuncidados, con cristianos conversos provenientes del paganismo. Ante
aquella situación, reclamaron la necesidad de la circuncisión de los gentiles como requisito previo para acceder a la salvación en Cristo:
“En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y
una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo,
Bernabé y algunos más, subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros con toda la Iglesia”.
El texto presenta la crisis más fuerte que tuvo que enfrentar la Iglesia
naciente: ¿Sería necesaria, para salvarse, la fe en Cristo, o se requeriría
la mediación de la Ley? Estaba en juego la eficacia de la muerte de Cristo
en Cruz y su poder salvador. Si para poder salvarse, era necesario cumplir
la Ley, entonces la muerte de Cristo habría sido en vano y la redención no
sería completa.
Tan grave fue la materia a dirimir, que requirió la intervención autorizada de las dos figuras más prominentes de la Iglesia; los Apóstoles Pedro
y Santiago. San Pedro, máximo exponente del grupo apostólico, defendía
la tesis según la cual, a los gentiles conversos, no se les debía imponer
carga alguna proveniente de la Ley de Moisés: “Nosotros creemos más
bien, que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, lo mismo que
ellos” (Hch 15, 11). Santiago, portavoz del grupo de los responsables de
la Iglesia de Jerusalén, postulaba que a los gentiles conversos se les debía exigir solamente el estatuto jurídico mínimo, que obligaba a todo judío
residente en el extranjero: “… juzgo yo, que no se debe molestar a los
gentiles que se convierten a Dios, sino escribirles que se abstengan
de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la impureza, de los
animales estrangulados y de la sangre” (Hch 15, 19 – 20).
Ante esta coyuntura, la intervención moderadora de la autoridad fue
decisiva. “Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaCiCLo C - tiempo de pAsCUA
127
ron entonces, elegir a algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con
Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos…”. La palabra autoridad, proviene del sustantivo auctoritas, que a su vez tiene su raíz en el verbo “augeo, auges,
augere”, que significa “acrecentar”, “promover”. La autoridad existe en la
Iglesia para promover el crecimiento de los fieles, a la Luz de la Verdad.
Esta autoridad, dentro y fuera de la Iglesia, también existe para ser
moderadora de paz, generando tranquilidad y entendimiento. Un superior
no debe producir zozobra con sus palabras ni actitudes. En tal sentido,
vemos el tenor de la comunicación de los Apóstoles: “Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, los han alarmado e
inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y enviárselos con nuestros queridos Bernabé y Pablo…
En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que les referirán de
palabra lo que sigue…”.
Finalmente, sigue el pronunciamiento solemne que zanja la diatriba,
en la cual se evidencia que la autoridad en la Iglesia, cuando se pronuncia
sobre materia de fe y moral, goza de una especial asistencia divina: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponerles más cargas que las indispensables: que se abstengan de carne sacrificada a
los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación.
Harán bien en apartarse de todo esto. Salud”.
Estamos ante el primer Decreto Apostólico de la historia de la Iglesia,
por medio del cual, sabiamente, se establecen algunas restricciones de
carácter ético tradicional, que buscaban mantener la unidad de la comunidad, salvaguardando lo esencial: Sólo salva la fe en Cristo, Muerto y
Resucitado, sin necesidad de pertenecer previamente a la Comunidad de
Israel, por medio de la circuncisión.
¿Qué puede decir esta Palabra a nuestra pastoral? Sin darnos
cuenta, con el pasar del tiempo, hemos creado aparatos legales y tradiciones, que han restado fuerza al poder eficaz del acontecimiento salvador
de Cristo. No olvidemos que las mediaciones son precisamente “medios”
y no “fines”, y, por tanto, no son absolutas. La Iglesia no es fin en sí misma, sino el medio privilegiado para señalar el camino hacia Cristo: ¡Sólo
Él Salva!
Dos fuerzas divinas permitieron superar el primer gran conflicto de
la primera comunidad cristiana: La armonía fraterna y la asistencia del
Espíritu Santo. Precisamente, San Juan, en el Evangelio que se nos ha
proclamado, continúa adentrándonos en el alcance del amor cristiano,
anunciándonos la presencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: El Espíritu Santo.
En el contexto de los “Discursos de adiós”, el Domingo pasado, Jesús nos proclamaba el Mandamiento Nuevo: “Ámense los unos a los
otros como yo les he amado” (Jn 13, 34), hoy, nos asegura que el amor,
128
“…cosas nuevas y antiguas”
no sólo produce la armonía fraterna, sino la presencia de Dios en la Iglesia
y en el creyente: “El que me ama, será fiel a mi palabra, y mi Padre lo
amará; iremos a él y habitaremos en él”. Este pasaje, debe ser leído
junto con otra sentencia del Señor: “El espíritu de la Verdad, a quien el
mundo no puede recibir… mora con ustedes y estará con ustedes”
(Jn 14, 17). Se trata de la “inhabitación”, de la Santísima Trinidad en el
creyente y en la Iglesia. Un hermoso Himno de la tradición cristiana expresa esta verdad de fe: “Ubi Caritas, Deus ibi est”: “Donde hay amor,
ahí está Dios”.
Ahora bien, como nosotros solemos complicarlo todo y tendemos a
ver al amor como algo irrealizable, enfrascándonos en nuestras diferencias y no en lo que nos une, Jesús prometió una asistencia especial, el
Maestro Interior, el Espíritu Santo: “Yo les digo estas cosas mientras
permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el
Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que
les he dicho”. El Espíritu Santo es el vehículo de la Caridad, haciendo
que se disipen las diferencias y se impongan las convergencias, conquistándose la belleza de la Unidad.
Jesús, ante su inminente aprehensión, deja la promesa del Paráclito,
que sostendría la Fe de la incipiente Comunidad durante las horas aciagas
de su Pasión: “Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el
mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: Me voy y volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes
que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean”.
Jesús se refería a su Muerte y Resurrección, sin embargo, en nuestro
contexto litúrgico, estas palabras sirven de proemio para la Solemnidad
de la Ascensión del Señor, la cual, celebraremos el próximo Domingo. Al
concluir la presencia de Jesús Resucitado en medio de los hombres, con
su ascensión a la diestra del Padre, para ser nuestro Mediador Perfecto,
el Espíritu Santo nos ayudará a vivir su Mandamiento para permanecer en
la presencia de Dios.
Como Segunda Lectura, seguimos meditando el Libro del Apocalipsis, en el cual San Juan nos presenta la Nueva Jerusalén, la Iglesia del
Amor. La semana pasada, se nos presentaba a la Iglesia como la esposa,
embellecida para su Esposo, Cristo. Hoy se expone su santa arquitectura.
Es bueno destacar, que en el Libro del Apocalipsis, se evidencia un
antagonismo entre la gran Babilonia, descrita con las imágenes de la prostituta y la bestia (Cf. Ap 17) y la Nueva Jerusalén, descrita como la esposa
del Cordero. Babilonia es la hostilidad contra el Plan de Dios y contra su
Iglesia, por el contrario, Jerusalén, es la morada de Dios entre los hombres
donde Él desea cumplir su proyecto de salvación.
En primer lugar, la visión presenta, de manera majestuosa, la conCiCLo C - tiempo de pAsCUA
129
figuración de la Ciudad Santa: “El ángel me transportó en éxtasis a
un monte altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba
como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla
grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce
nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente,
tres puertas, al norte, tres puertas, al sur, tres puertas, y a occidente,
tres puertas. El muro tenía doce cimientos, que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero”.
En la visión, la recurrencia al número doce, remite a las Doce Tribus
de Israel y a los Doce Apóstoles. En la Iglesia de Cristo, se encuentran, el
Pueblo de la Esperanza y el Pueblo de las Promesas cumplidas. Su horizonte es universal, es simbolizado en las doce puertas, que miran hacia
los cuatro puntos cardinales; y su forma de perfecto cubo geométrico, rememora “El Santo de los Santos” del ya destruido Templo de Jerusalén.
La Nueva Jerusalén es toda ella un Templo, tal como lo presenta
la visión: “Santuario no vi ninguno, porque su Santuario es el Señor
Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna
que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es
el Cordero”. La ausencia del Templo, significa que en adelante, Dios
mismo tomará la iniciativa de encontrase con el hombre y de congregar a
su Iglesia. Encontramos aquí un eco de las palabra de Jesús: “… llega la
hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre…
llega la hora… en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre
en Espíritu y Verdad” (Jn 4, 21. 23).
Los templos son necesarios y como espacios para la oración de la
comunidad creyente, deben ser dignos y expresar la visión de la Nueva
Jerusalén; sin embargo, el verdadero Templo de la Iglesia está en medio
de las realidades humanas, donde se ha de hacer sentir la presencia de
Dios. El templo del Cordero es el mundo, porque el “Verbo se hizo carne
y puso su morada en medio de los hombres” (Cf. 1, 14). Cuidémonos
de una Iglesia refugiada dentro de suntuosas construcciones, que no hace
morada en medio de las necesidades de los hombres, sus hermanos.
María Santísima es la Nueva Eva. Ella nos ayuda a construir la Nueva Jerusalén, a partir de la práctica del Mandamiento del Amor.
130
“…cosas nuevas y antiguas”
SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
HCH 1, 1 – 11; eF 1 , 17 – 23; LC 24, 46 – 53
¡lEvantEmos El corazón!
El tiempo de la Pascua se aproxima a su vértice, con la celebración
de la Solemnidad de la Ascensión del Señor. Jesucristo asciende, constituyéndose en mediador perfecto entre Dios y los hombres.
El catecismo de la Iglesia Católica, en su numeral 659 explica esta
verdad de fe, en toda su riqueza bíblica:
“… el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo
y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue
glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las
propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su
cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus
discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3),
su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición
de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la
gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9,
34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para
siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única,
se muestra a Pablo “como un abortivo” (1 Co 15, 8) en una última
aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16)”.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles y el Evangelio de San Lucas,
nos colocan ante el Misterio de la Ascensión del Señor. Ambas obras,
que originalmente formaban un solo cuerpo, encuentran su eje de unión
en éste acontecimiento de la vida del Salvador, tal como lo constatamos
en la Primera Lectura y en el Evangelio que hoy nos han proclamado.
El Evangelio que hemos escuchado, tomado de San Lucas, forma
parte de una sección en la cual se narra la última aparición del Resucitado. En ella, el autor resalta la humanidad de Jesús, su corporeidad,
presentándolo con las heridas de su Pasión y compartiendo la comida con
sus Apóstoles (Cf. Lc 24, 36 – 43). En tal sentido, la ascensión no fue un
acontecimiento meramente espiritual: el mismo Hijo de Dios que se hizo
hombre, que había muerto y resucitado, subió a la diestra del Padre. Su
ascensión connota la elevación de la dignidad humana, su reinserción en
su lugar original: en la presencia del Creador.
Esta aparición fue la que iluminó el entendimiento de los Apóstoles, para comprender el acontecimiento de la Resurrección: “después les
dijo: Éstas son aquellas palabras mías que les dije cuando todavía
estaba con ustedes: Es necesario que se cumpla todo lo que está
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
131
escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca
de mí. Y entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran
las escrituras” (Lc 24, 44 – 45). La Ascensión, es la coronación de la
Resurrección; en ella, Jesús completa su Obra Redentora, culminando su
peregrinación en medio de los hombres, para inaugurar el tiempo de su
nueva presencia por medio de su Iglesia.
En aquella atmósfera de intimidad, casi litúrgica, Jesús proclama la
Verdad: su Pasión, Muerte y Resurrección, presentándola como cumplimiento de las Escrituras: “Así está escrito: que el Cristo debía padecer
y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en
su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Ustedes son testigos de estas
cosas”.
Sólo en la Escritura se encuentra el camino para comprender el Misterio de Jesús. Él es el contenido exclusivo de la predicación, la cual debe
tener como fin principal, propiciar la conversión de sus destinatarios. La
predicación no es para exhibir elocuencia, ni para aumentar la cultura religiosa del oyente, sino para suscitar el cambio de vida, la conversión.
La alusión a Jerusalén es muy significativa, pues el ministerio de Jesús, en San Lucas, es presentado como una peregrinación hacia Jerusalén (Cf. Lc 9, 51); como un Nuevo Éxodo, cuya meta sería su Pasión,
Muerte y Resurrección, con su glorificación a la diestra del Padre. Desde
Jerusalén comenzaría la conquista de la Nueva Tierra, que comprendería
a “… todas las naciones…”. Esa conquista será llevada a cabo por medio del testimonio. En el Nuevo Testamento, la palabra testigo, proviene
del término “martyr”, que a su vez significa “alguien que recuerda”. El
discípulo, con su vida, recuerda al Maestro, haciéndolo presente en su
cotidianidad.
Este testimonio, será posible por la gracia del Espíritu Santo que
promete Jesús antes de su partida: “… Yo voy a enviar sobre ustedes,
la Promesa de mi Padre. Ustedes permanezcan en la ciudad hasta
que sean revestidos del poder desde lo alto”. Se trata del preludio de
Pentecostés, cuando Jesús enviará a su Iglesia a continuar su misión,
empresa posible, solamente, con el poder de su Espíritu.
Seguidamente, San Lucas narra el hecho de la Ascensión del Señor:
“Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo.
Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
Ellos, después de postrase ante él, se volvieron a Jerusalén con gran
gozo. Y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios”.
La segunda Lectura, representa la transición entre el Evangelio de
Lucas y el Libros de los Hechos. En este prólogo, nos encontramos con
cinco períodos o bloques temáticos:
En primer lugar, la Memoria sobre el ministerio de Jesús, la cual habría de conservarse por medio de la Iglesia, representada en los Apóstoles
132
“…cosas nuevas y antiguas”
elegidos por Jesús: “En mi primer Libro, querido Teófilo, me referí a
todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el comienzo, hasta el día en
que subió al cielo, después de haber dado, por medio del Espíritu
Santo, sus últimas instrucciones a los Apóstoles que había elegido.
Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se le apareció y les
habló del Reino de Dios”.
En segundo lugar, la referencia a Jerusalén, núcleo desde el cual
habría de expandirse la Buena Nueva de la Salvación, bajo el impulso del
Espíritu Santo: “… les recomendó que no se alejaran de Jerusalén y
esperaran la promesa del Padre: La promesa, les dijo, que yo les he
anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días…”.
En tercer lugar, la oposición de Jesús a las falsas expectativas, reflejo del clima de ansiedad que embargaba a la Iglesia naciente, que esperaba la inminente segunda venida de Cristo o Parusía: “Los que estaban
reunidos le preguntaron: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar
el reino de Israel? El les respondió: No les corresponde a ustedes
conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su
propia autoridad”.
En cuarto lugar, la prioridad de la tarea evangelizadora de carácter
universal: “… recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá
sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaria, y hasta los confines de la tierra”.
Como corolario, el hecho de la Ascensión: “Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como
permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía,
se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:
Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús
que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma
manera que lo han visto partir”.
Fijémonos en el detalle, aparentemente irrelevante, del último gesto
del Resucitado; con las manos dirigidas a lo alto, bendiciendo a su Comunidad. Nos recuerda el gesto de Moisés, que intercedía por el Pueblo
Elegido durante la batalla de Refidim, contra los amalecitas (Cf Ex 17, 8
– 16). Por otra parte, la bendición, nos remite al rol sacerdotal de Aarón,
hermano de Moisés, elegido para cumplir esa misión ante Israel (Cf. Nm
6, 22 – 27). Jesús se revela con la plenitud de la mediación sacerdotal,
presentando ante el Padre nuestras súplicas y derramando sobre nosotros
su bendición. Esa es la Misión de la Iglesia; elevar al Padre los gozos,
alegrías y esperanzas de los hombres (Cf. GS, n.1) e invocar sobre éstos
su bendición, no el juicio.
Otro detalle es la referencia a Betania, enclave ubicado al oriente de
la ciudad, desde donde se aguardaba el retorno de la Gloria de Yahvé,
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
133
según el Profeta Ezequiel. No solamente remite a la llegada de la Gloria
de Dios, sino a su irradiación para el mundo: “Me condujo luego hacia el
pórtico, el pórtico que miraba a oriente, y entonces, la gloria del Dios
de Israel llegaba de la parte de oriente, con un ruido como el ruido de
muchas aguas, y la tierra resplandecía de su gloria” (Ez43, 1).
Las antiguas Iglesias eran todas construidas con el altar dirigido hacia el oriente, para significar no sólo la espera del Señor en su Última Venida, sino también su mirada hacia el mundo entero. El Papa Francisco, ha
asumido como línea programática de su pontificado: “abrir las puertas de
la Iglesia”, no tanto para que entren aires de renovación, como lo deseaba
el Beato Juan XXIII al iniciar el Concilio Vaticano II, aires que, en un cierto momento, vinieron acompañados por vientos falsos, como lo lamento
Pablo VI. Francisco pide que se abran las puertas: ‘… no… sólo… para
recibir sino… para salir y celebrar, ayudando a aquellos que no se
acercan’.
Por último, fijémonos que Jesús: “fue elevado al cielo”. Quien fuera mi Director Espiritual, durante mi estadía en Roma, por motivos de estudio, me aconsejaba: “Trata de subir sobre los hombros de los grandes,
para que puedas mirar lejos”. Subámonos a los hombros de un gigante,
para captar la profundidad de este movimiento de Jesús, dejemos que el
Papa Emérito, Benedicto XVI, nos instruya:
“…el uso del verbo “elevar” tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza… la Ascensión
de Cristo significa… la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo…. La presencia de la nube que «lo ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9), hace referencia a
una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde
la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta
la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración… la palabra
cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más
osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge
plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y
el hombre están inseparablemente unidos para siempre… Por tanto,
la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda
con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de
cada uno de nosotros”. (Solemnidad de la Ascensión del Señor, Domingo 24 de mayo de 2009).
La ascensión, marca la tensión del hombre hacia Jesús y por Jesús
hacia el Padre, como lo expresa la Oración Colecta de la Misa de esta Solemnidad: “Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte
gracias en esta liturgia de alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es
nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros, como miembros
134
“…cosas nuevas y antiguas”
de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo”. Desde que Jesucristo
ascendió, todas las realidades del ser humano deben ser elevadas, nada
ni nadie deben postrarlo. En su vertiente profética, la Evangelización es la
denuncia del pecado, que entorpece la mirada del hombre para descubrir
la altísima dignidad de Hijo de Dios.
La Carta a los Hebreos, la cual hemos escuchado como Segunda
Lectura, expone una reflexión más elaborada sobre esta verdad de Fe, al
presentar a Jesús como El Sumo Sacerdote, Mediador Perfecto de la Nueva Alianza, en virtud de su único Sacrificio Salvador: “Cristo, en efecto,
no entró en un Santuario erigido por manos humanas… sino en el
cielo, para presentarse delante de Dios en favor nuestro… no entró
para ofrecerse a sí mismo muchas veces… él se ha manifestado una
sola vez, en la consumación de los tiempos, para abolir el pecado por
medio de su Sacrificio”.
Por esta Mediación Perfecta, el hombre ha obtenido el salvoconducto
para llegar al Padre: “… tenemos plena seguridad de que podemos
entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, siguiendo el camino
nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo, que
es su carne”.
Ante esto, nada más resta que estar unidos al Mediador, para asegurarnos la llegada al Puerto Seguro: “Acerquémonos, entonces, con un
corazón sincero y llenos de fe, purificados interiormente de toda mala
conciencia y con el cuerpo lavado por el agua pura. Mantengamos
firmemente la confesión de nuestra esperanza, porque aquel que ha
hecho la promesa es fiel”.
María Santísima fue asunta al cielo. Ella nos ayuda a elevar nuestra
vida y nuestro entorno hacia Dios, porque donde esta nuestra Cabeza,
esperamos llegar también nosotros, como miembros de su Cuerpo. ¡No
nos dejemos postrar!
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HCH 2, 1 – 11; rm 8, 8 – 17; JN 14, 15 – 16. 23B – 26
dE la dispErsión a la unidad
La Pascua ha llegado a su culmen, celebramos la Solemnidad de
Pentecostés; la efusión del Espíritu Santo a la Iglesia.
Como el Espíritu Santo se cernía sobre el caos del abismo, anunciando la obra creadora del Padre (Cf. Gn 1,1), así, en la Plenitud de los
Tiempos, se despliega sobre la Iglesia para dar inicio a un nuevo Génesis.
La Solemnidad de Pentecostés proclama la renovación del hombre y la
reunificación de la Creación.
Los primeros capítulos del Libro del Génesis nos muestran la ruptura
de la comunión inicial entre Dios y el hombre, a causa del pecado original
y el consiguiente proceso de degradación de la raza humana (Cf. 3, 1 –
24).
La ruptura del hombre con Dios, altera trágicamente la comunión de
éste con su congénere, tal como lo expone la narración del asesinato de
Abel (Cf. Gn 4, 1 – 16). El pasaje sobre el pecado de Lámec, quien asesinó a dos hombres por injurias menores, introduce el tema de la venganza,
expresión de la decadencia del ser humano, herido por el primer pecado
(Cf. Gn 4, 23 – 24). El relato del diluvio, precedido por el episodio de la
unión carnal entre los hombres y los ángeles (Cf. Gn 6, 1 – 4), busca evidenciar el drama de la deformación de la creatura humana, quien pretende
alcanzar el rango de súper – hombre, prescindiendo radicalmente de lo
divino, para convertirse en regla moral de sí mismo. Este proceso degradante del ser humano, concluye con el episodio simbólico de la Torre
de Babel, que presenta el drama de la dispersión a causa del pecado (Cf.
Gn 11, 1 – 9).
La primera parte del relato de Babel, expone la pretensión del hombre de escalar el cielo: “Todo el mundo hablaba una misma lengua
y empleaba las mismas palabras. Y cuando los hombres emigraron
desde Oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y se
establecieron allí. Entonces se dijeron unos a otros: … Edifiquemos
una ciudad, y también una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo,
para perpetuar nuestro nombre y no dispersarnos por toda la tierra”
(Gn 11, 1 – 2. 4).
La segunda parte, expone la intervención de Yahvé: “Pero el Señor
bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo, y dijo: Si esta es la primera obra que realizan, nada de lo que se
propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo
pueblo y todos hablen la misma lengua. Bajemos entonces, y una
vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a
otros. Así el Señor los dispersó de aquel lugar, diseminándolos por
136
“…cosas nuevas y antiguas”
toda la tierra, y ellos dejaron de construir la ciudad. Por eso se llamó
Babel allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres y
los dispersó por toda la tierra”.
Dos elementos grafican ambas dimensiones del pecado; la horizontal y la vertical: la ciudad y la torre. La primera, evidencia la aspiración
del hombre de construir su seguridad prescindiendo del Creador, quien le
había mandado a poblar la tierra, confiando en su Providencia (Cf. Gn 1,
28). La segunda, pone al descubierto su intención de asaltar el cielo y no
de ganárselo.
La conclusión es clara: el pecado original deformó la dignidad original
del hombre, conduciéndolo a un espiral de decadencia, el cual sólo Dios
podía detener (Cf. Gn 3, 15), por medio de una intervención radical, la Encarnación de su Hijo Jesucristo y el Don de su Espíritu: “En el principio
existía la Palabra… todo se hizo por ella… Y la Palabra se hizo carne
y puso su morada entre nosotros… de su Plenitud hemos recibido
todos, gracia sobre gracia” (Cf. Jn 1, 1.3. 14.16)
En la Primera Lectura, hemos escuchado la narración del episodio
del Pentecostés cristiano. Pentecostés era una Fiesta judía, la cual se celebraba cincuenta días después de la Pascua. Originalmente, la finalidad
de la fiesta era dar gracias a Dios por el fruto de las cosechas, posteriormente, se configuró para conmemorar la entrega de la Ley de parte de
Yahvé a su Pueblo, por mediación de Moisés. Era una de las tres principales fiestas judías, en las cuales peregrinaban hacia el Templo de Jerusalén
(Cf. Ex 23, 14 – 19).
En aquel contexto, de gran afluencia de judíos de todas las nacionalidades, se da el portento de la efusión del Espíritu Santo a su Iglesia: “Al
llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga
de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron
por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del
Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el
Espíritu les permitía expresarse”.
Si en Babel se dio la confusión, en Pentecostés se sella la unidad por
encima de las diversidades. Ya no se trata de la exaltación de la desunión,
que lleva a la incomunicación y a la confrontación, sino de la proclamación
de una profunda comunión de lo diverso, de forma que, aun existiendo
diferencias, caminos y expresiones distintas, el Espíritu mismo los integra.
Si el pecado había disgregado al hombre interior y exteriormente, el Espíritu lo unificará profundamente. Con la efusión del Espíritu, Dios detuvo el
espiral de degradación de su creatura amada: el hombre.
El elenco de las naciones que presenta el relato, subraya la universalidad de la Salvación de Dios: “Había en Jerusalén judíos piadosos,
venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se conCiCLo C - tiempo de pAsCUA
137
gregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía
hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían:
¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es
que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma
Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y
prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.
El Señor es Dios de todos los pueblos y todos lo pueden conocer.
¿Dónde está el punto de encuentro? En el fuego del Amor. El Don del
Espíritu nos lleva a la unidad profunda, a la cual estamos destinados por
voluntad divina.
La Segunda Lectura está tomada de la Carta a los Romanos, específicamente de la sección que trata sobre el tema de la vida cristiana en el
Espíritu. La misma, ha de considerarse dentro de la temática central de la
Carta, a saber, la superioridad de la Fe en Cristo sobre la Ley de Moisés.
En el Capítulo 8 de la Obra, el Apóstol San Pablo presenta al Espíritu como
el nuevo Principio o Norma (Nomos) de la vida del creyente.
Para San Pablo, el Espíritu sustrae al cristiano de la vida en la carne,
para introducirlo en la vida espiritual: “Por eso, los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están
animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de
Dios habita en ustedes… Hermanos, nosotros no somos deudores de
la carne, para vivir de una manera carnal. Si ustedes viven según la
carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por
medio del Espíritu, entonces vivirán. Todos los que son conducidos
por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”.
En el Nuevo Testamento, encontramos dos expresiones con dos
significados distintos para referirse al término “carne”, ellas son “sarx” y
“soma”. Sarx, entre otros significados, hace referencia a la realidad del
pecado, la cual se contrapone al camino de Dios. Soma, por lo general,
se refiere a la realidad del cuerpo humano. En la Segunda Lectura que
hemos escuchado, el término que usa el Apóstol es sarx. En tal sentido,
el Espíritu, ayuda al creyente a liberarse de la esfera del pecado, para vivir
en la nueva condición de hijo de Dios.
Por otro lado, el Espíritu es revelado por San Pablo como el principio
vivificador del Hijo de Dios; y por consiguiente de aquellos que creen en
Él: “… si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes,
el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes”.
Por último, San Pablo subraya la filiación divina del creyente, fruto de
la acción del Espíritu. Este efecto, genera en el cristiano la liberación de la
religión del temor, la del imperio de la ley, para vivir la verdadera religión,
138
“…cosas nuevas y antiguas”
la unión vital con Dios: “Han recibido, no un espíritu de esclavitud para
recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu, dan testimonio
concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos de Dios, y coherederos con Cristo…”.
La Evangelización debe partir de este dato fundamental: la filiación
divina del hombre. Cuando la dignidad de la persona resulta vulnerada por
la política, que la ve sólo como capital electoral e ideológico; por la economía, que la valora según su capacidad de producción; por la publicidad,
que la estima desde su capacidad de consumo; la Iglesia, servidora del
hombre, proclama su altísima dignidad, la cual puede alcanzar la filiación
divina. El fiel debe escuchar de su Iglesia: “¡Dios te ama! ¡Tú eres su hijo
e hija de Dios! ¡El camino de la Iglesia es el hombre! (Cf. JUAN PABLO,
Encíclica Redemptor Hominis, 04 – 03 – 1979, n. 14).
En el contexto de la sobremesa de la Última Cena, Jesús pronunció los “Discursos de adiós”, antes de su aprehensión por parte de sus
perseguidores. El Evangelio de San Juan, cuya proclamación acabamos
de escuchar, nos relata un fragmento de las sentidas palabras de Jesús,
prometiéndonos la presencia del otro Consolador, el Espíritu Santo:
“Si ustedes piden algo en mi Nombre, yo lo haré. Si ustedes me
aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les
dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes. El que me
ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que
ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo
estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo
y les recordará lo que les he dicho”.
Dejemos que un hombre sabio nos explique el Evangelio. Demos
la palabra a San Juan Pablo II, quien el 18 de mayo de 1986, nos legó la
Encíclica Dominum et Vivificantem, sobre el Espíritu Santo en la vida de
la Iglesia y del mundo. Nos enseñaba el Papa:
“…. a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el Paráclito, y
Parákletos quiere decir «consolador», y también «intercesor» o «abogado». Y dice que es «otro» Paráclito, el segundo, porque él mismo,
Jesús, es el primer Paráclito, al ser el primero que trae y da la Buena
Nueva. El Espíritu Santo viene después de él y gracias a él, para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva
de salvación… Poco después… añade Jesús: «Pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará
todo y os recordará todo lo que yo he dicho ». El Espíritu Santo será
el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia, siempre presente en
medio de ellos — aunque invisible — como maestro de la misma Buena Nueva que Cristo anunció. Las palabras «enseñará» y «recordará»
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la
predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a
comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo,
asegurando su continuidad e identidad de comprensión, en medio de
las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues,
hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro” (nn. 3 – 4).
Llama la atención la clarividencia de San Juan Pablo II, al afirmar que
el Espíritu Santo, ayuda a la Iglesia a dar continuidad al mensaje de Cristo,
en medio de las “condiciones y circunstancias mudables”. A veces, la
Iglesia, o mejor dicho, algunos de sus dirigentes o de sus instituciones, se
anclan en esquemas ya superados y en seguridades aparentes, desapercibiendo los grandes cambios de época, con sus retos para la Evangelización (Cf. CELAM, Documento de Aparecida, n. 44). La historia no pone
en peligro la incolumidad del Evangelio, pero éste si puede transformar la
historia, haciendo presente en ella a Jesús, el Caminante de Emaús, que
quiere acompañar al hombre, apesadumbrado por sus dudas y temores,
para conducirlo a la alegría del encuentro con su persona y su mensaje
(Cf. Lc 24, 13 – 35). Ante las realidades, cada vez más complejas y cuestionantes, no debemos cansarnos de invocar para la Iglesia, la irrupción
continúa de Pentecostés, según los retos de cada momento de la historia,
de modo que ella no se quede rezagada como una pieza de museo.
María Santísima, la Madre de Jesús, fue colmada por el Espíritu.
Ella nos ayuda a clamar siempre. ¡Ven Espíritu Santo!
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“…cosas nuevas y antiguas”
SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
pr 8, 22 – 31; rm 5, 1 – 5; JN 16, 12 – 15
dios Es como una sonrisa
Como primer eco del tiempo de la Pascua, el cual hemos concluido
el Domingo pasado con la Solemnidad de Pentecostés, nos congregamos
para celebrar la Solemnidad de la Santísima Trinidad, la Fiesta de la Comunión.
De niños, nuestros padres y catequistas, nos enseñaban a comprender el Misterio de la Santísima Trinidad: Un solo Dios y Tres Divinas Personas distintas: El Padre, El Hijo y el Espíritu Santo. La Solemnidad de
hoy, quiere llevarnos, no tanto a la comprensión intelectual de esta Verdad
de Fe, lo cual será siempre imposible, sino sobre todo, a percibir el movimiento divino de amor, de comunicación y de encuentro personal, para
poder vivir mejor la presencia y la actuación de la Santísima Trinidad en la
Historia de la Salvación y, en la vida del creyente.
El Libro de los Proverbios, nos guía para adentrarnos en el tema de la
Mesa de la Palabra de este Domingo. Esta Obra, recopilada aproximadamente en el año V A.C., constituye un compendio de sentencias, refranes
e instrucciones (mãsãl), agrupados en torno a dos Colecciones atribuidas
a Salomón (Cf. Pr 10, 1 – 24,34. 25,1 – 29,27), a las cuales agregaron algunos apéndices: La Introducción de la Obra (Pr 1 – 9), en la cual un padre
transmite a su hijo recomendaciones de sabiduría, tomando la palabra la
misma sabiduría; y la Conclusión, un poema alfabético, dedicado a ensalzar a la mujer ideal (Pr 31, 10 – 31).
La sabiduría extranjera, la que provenía del mundo pagano o gentil,
especialmente de Egipto y Mesopotamia, ponía el énfasis en la búsqueda
de la felicidad y el éxito en el transcurso de la vida terrena. Al incorporarse
esta sabiduría a la reflexión de Israel, la misma sufrió una transformación,
comprendiéndose desde la perspectiva de la relación de Dios con el hombre. En tal sentido, para el judío, la felicidad en esta vida es fruto de la
Fe y de la Confianza en la Justicia Divina, de la cual proviene todo bien.
Tengamos presente que para la época, la reflexión teológica en Israel, no
manejaba la categoría sobre la Vida Eterna.
La Primera Lectura de la Misa de hoy, está tomada de la Introducción
del Libro de los Proverbios y nos presenta lo que se conoce como la “personificación de la sabiduría”. Se le describe, no con personalidad divina,
sino como creatura de Dios, que le acompaña cuando ordena el cosmos.
Alguna interpretación cristiana del texto, vislumbra en el mismo una prefiguración de Jesús, el Verbo Encarnado, a la luz del Prólogo del Evangelio
de San Juan, según el cual: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Todo se hizo por ella y
sin ella no se hizo nada” (Jn 1, 1 – 3). Abordaremos la interpretación del
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
141
texto desde la óptica de la comprensión de Dios, que no actúa solo, sino
que sale de sí mismo, en el acto gozoso de la creación.
El Dios revelado en la Biblia, se comprenderá gradualmente como
“Uno y Trino”, no siendo estático, sino activo, ni solitario sino comunicativo,
manifestándose por primera vez en la creación, en la cual se deleita: “El
Señor me creó como primicia de sus caminos… desde la eternidad,
desde el comienzo… antes que las colinas, yo nací, cuando él no había hecho aún la tierra ni los espacios ni los primeros elementos del
mundo. Cuando él afianzaba el cielo, yo estaba allí; cuando trazaba el
horizonte sobre el océano, cuando condensaba las nubes en lo alto,
cuando infundía poder a las fuentes del océano, cuando fijaba su límite al mar para que las aguas no transgredieran sus bordes, cuando
afirmaba los cimientos de la tierra…”
No solamente se revela Dios en su dimensión comunitaria o comunional, sino también en su dimensión afectiva, recurriendo a imágenes cargadas de ternura infantil: “… yo estaba a su lado como un hijo querido
y lo deleitaba día tras día, recreándome delante de él en todo tiempo,
recreándome sobre la faz de la tierra, y mi delicia era estar con los
hijos de los hombres”.
Llama la atención que siendo el Dios revelado, tan solícito, gozoso y
tierno, la Iglesia, a veces, se empeñe en transmitir de Él una imagen rígida, dura, estática y severa. No hay mejor forma de pensar a Dios que por
medio de las imágenes de la sonrisa, el abrazo, el movimiento, el juego.
¿No es eso lo que la gente necesita? ¿No debería ser ese un componente de la Nueva Evangelización? Los Dogmas de Fe son necesarios e
incuestionables, las instituciones son necesarias, pero sobre todo, hay que
conducir al hombre al gozo de saber que Dios sale a su encuentro para
envolverlo en su Amor.
La Segunda Lectura de hoy ha sido tomada de la Carta a los Romanos. Algunos biblistas sustentan el origen remoto de esta Carta paulina
basados en el texto de Hch 2, 20; el cual informa sobre la presencia de
judíos romanos en el día de Pentecostés, los cuales, convertidos por la
predicación de Pedro, llevaron a la capital del Imperio la semilla del Evangelio. En tal sentido, la fundación de la Iglesia de Roma se remontaría
al año 33 D.C., siendo posteriormente consolidada por el testimonio y el
martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo.
San Pablo escribió la Carta a los Romanos entre los años 57 al 58
D.C., encontrándose en Corinto y ya a punto de partir hacia Jerusalén.
Él no había fundado la Iglesia de Roma, pero tenía información sobre su
gran vitalidad (Cf. Rm 1, 18), así como de su fuerte sentido eclesial (Cf.
Rm 16, 19). Es indudable que los fieles de Roma debieron formar una cristiandad importante, muy conocida de otras Iglesias, por estar situada en
la capital del Imperio. Por otro lado, por esa misma condición, se trataba
de una comunidad que expresaba muy bien el ideal de universalidad de la
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“…cosas nuevas y antiguas”
predicación de San Pablo, al estar compuesta por judíos, griegos, latinos,
esclavos, libertos y personas de todos los estratos sociales.
En un momento de su vida, Pablo considera que su trabajo misionero
en la cuenca del Mediterráneo había concluido y dirigió su mirada, desde
Jerusalén, hacia Occidente, específicamente hacia España (Cf. Rm 15,
19. 24), pero dada la distancia, se le imponía una etapa por lo demás deseada: Roma (Cf. Rm 1, 10 – 11; Hch 19, 21). La Carta a los Romanos,
se inscribe dentro de este contexto, exponiendo la misma temática presentada en la Carta a los Gálatas: “Sólo salva la fe en Cristo y no las obras de
la Ley”. Se diferencia de ésta, por su tono doctrinal, no polémico.
El texto que hemos escuchado como Primera Lectura, forma parte de
la Primera sección doctrinal de ésta Carta, dedicada al tema de la “Salvación por la Fe” (Cf. Rm 1, 1 – 5, 21). En cinco versículos, Pablo expone la
vida teologal o espiritual del creyente, concebida como don de Dios. Esta
vida teologal se fundamenta en las Tres Virtudes Cardinales, a saber; la
Fe, La Esperanza y el Amor.
La vida teologal, que se expresa en el Don de las Virtudes Cardinales, es fruto de la acción de la Santísima Trinidad en la vida del creyente:
“… estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos
afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de
Dios… porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado”.
La doctrina del Apóstol es compleja, más que entenderla, busquemos vivirla: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, obran en cada uno de
nosotros. Nuestra vida es esencialmente una comunión con la Trinidad, la
cual genera la Fe, que es la adhesión a este Misterio; y la Esperanza, que
es la confianza en su actuar y en su presencia. La fe y la esperanza, se
concretan en el Amor, la Virtud por excelencia, la cual que nunca pasará,
pues conduce a la fusión del creyente con Dios en la Eternidad (Cf. 1Cor
13, 1 – 13).
Hemos escuchado un fragmento del Evangelio según San Juan, en el
cual, se nos presenta al Espíritu Santo como el Maestro que nos introduce
en la Verdad Plena: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero
ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu
de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad…”. La Verdad Plena
es el Misterio de la Santísima Trinidad, en el cual el cristiano está inmerso:
“… no hablará por sí mismo… recibirá de lo mío y se lo anunciará a
ustedes. Todo lo que es del Padre es mío…”. Por el Espíritu tenemos
acceso al Hijo y por el Hijo al Padre.
Todas las cosas que pertenecen al Hijo, son del Padre y viceversa
(Cf. Jn 5, 26; 17, 10). Entre el Padre y el Hijo existe perfecta Comunión de
vida y de acción. El Padre es el origen de la naturaleza divina del Hijo (Cf.
Jn 10, 30. 38; 14, 10ss), así como también de su manifestación al mundo
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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(Cf. Jn 7, 17; 8, 28; 12, 50). El Espíritu recibe del Hijo todos los bienes
divinos que tienen su origen en el Padre. Esa es la Verdad Plena que nos
comunica el Espíritu; la comunión con la Santísima Trinidad.
El Maestro Eckhart, místico alemán del siglo trece, exponía su comprensión del Misterio de la Trinidad como revelación de la Alegría intrínseca de Dios: “… cuando el Padre sonríe al Hijo, y el Hijo le responde,
sonriendo al Padre, esa risa causa placer, ese placer causa gozo, ese
gozo engendra amor, y ese amor da origen a las personas de la Trinidad, una de las cuales es el Espíritu Santo”. Vivir en la Verdad Plena
de la Trinidad conlleva vivir en la Alegría de Dios.
San Juan Pablo II, dirigiéndose a los Obispos Latinoamericanos en
Puebla, dijo unas palabras muy iluminadoras para la comprensión de la
Trinidad en el Misterio de la Iglesia: “… nuestro Dios en su misterio más
intimo, no es una soledad, sino una familia. Pues, lleva en sí misma la
paternidad, la filiación y la esencia de la familia, que es el amor; este
amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo” (Homilía en Puebla de
los Ángeles, 28 – 01 – 1979).
La Trinidad, que es relación y convivencia de las Tres Divinas Personas, constituye la raíz y el modelo de la comunión universal. Afirmar que
Dios es Comunión, es afirmar que es un Dios de Vida y dador del Vida. La
Vida es la esencia misma de Dios, y la vida es comunión, comunicación,
entrega, apertura. Esta Vida es Amor. Sólo existe una Ley fundamental
para los hombres y para la Iglesia: la Ley de la Comunión, la Ley del Amor,
aquella que genera Vida, es decir: participación, respeto a la diversidad,
igualdad, enriquecimiento mutuo.
María Santísima vivió imbuida en el Misterio de la Trinidad. Ella nos
ayuda a comprender este misterio, viviendo la Comunión en la Iglesia.
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“…cosas nuevas y antiguas”
SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
GN 14, 18 – 20; 1Cor 11, 23 – 26; LC 9, 11B – 17
alimEntEmos a la muchEdumbrE hambriEnta
Después de haber celebrado, el pasado Domingo la Solemnidad de
la Santísima Trinidad, contemplando a Dios, Misterio de Comunión, hoy
nos congregamos, para celebrar la Solemnidad de Corpus Christi. Esta
conmemoración, nos lleva a meditar sobre el Sacramento de la Eucaristía,
por el el cristiano, es sumergido en la Comunión con Dios, en Cristo; y con
los hermanos, en la Iglesia.
La Eucaristía, hay que entenderla, en principio desde la realidad
humana. En todas las culturas, las más antiguas y en las recientes, se
encuentran ritos y símbolos de vida compartida, de intercambios y de relaciones; como también transmisión de historias y de costumbres de los
antepasados. La mesa y la comida común, eran espacios privilegiados en
los cuales se manifestaban esas expresiones vitales. De ahí que, en una
comida se haya conservado la memoria de la Antigua Alianza (Cf. Ex 12,
1 – 14); y también de la de la Nueva Alianza (Cf. Mc14, 22 – 25; Mt 26, 26
– 29; Lc 22, 15 – 20; 1Cor 11, 23 – 25).
La Primera Lectura que hemos escuchado, ha sido tomada del Libro
del Génesis y nos expone un episodio anterior a la historia patriarcal. El
Antiguo Testamento, presenta el sacerdocio levítico, que se remonta a la
Tribu de Leví, uno de los doce hijos de Jacob. Sin embargo, en el texto
que hemos escuchado, nos encontramos con un sacerdote anterior a Jacob, ante el cual Abraham presenta su ofrenda después de vencer a las
cuatro potencias del mundo (Cf. Gn 14, 1 – 16).
De este sacerdote no se dice que sea “semita” o de raza judía, su
nombre significa “rey de justicia” (melek = rey – tsedeq = justicia), no
adoraba al Dios de Abraham, sino a El – Elyon, el Dios Altísimo, según la
concepción henoteísta, en la cual existían muchos divinidades y una superior a todas. Además, este sacerdote ostentaba dignidad real, era rey
de Salen. Melquisedec, el rey – sacerdote, ofrece pan y vino, a diferencia
de los sacerdotes levíticos, quienes ofrecían sacrificios cruentos de animales para el perdón de los pecados:
“Y Melquisedec, rey de Salem, que era sacerdote de Dios, el Altísimo, hizo traer pan y vino, y bendijo a Abram, diciendo: ¡Bendito sea
Abram de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra!
¡Bendito sea Dios, el Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus
manos! Y Abram le dio el diezmo de todo”.
La narración, recoge un pasaje importante para el Pueblo de Israel,
pues sella un momento decisivo en el inicio de la historia de los patriarcas.
Jesús, en la Última Cena, se enlaza con ese episodio al utilizar Pan y Vino,
como ofrenda del Sacramento de su Vida que se entregada, como Rey
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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de Justicia y de Paz, que en Jerusalén, inauguraría su Reinado Eterno.
Usando estos símbolos, Jesús, se aleja del sacerdocio oficial y tradicional
de Israel y se entronca con el Sacerdocio Inmemorial de Melquisedec. Así
lo enseña también, el autor de la Carta a los Hebreos:
“Cristo no se atribuyó a sí mismo la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que la recibió de aquel que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he
engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote
para siempre, según el orden de Melquisedec… El dirigió durante,
su vida terrena, súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas,
a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec”. (Hb 5, 6 – 10).
Cada año, en esta solemnidad, escuchamos como Segunda Lectura,
el texto de la Primera Carta a los Corintios, en el cual, San Pablo nos transmite el relato más antiguo sobre la institución de la Eucaristía.
Los corintios, al igual que las iglesias de Palestina, celebraban la
Eucaristía, en el marco de una comida fraterna, que Pablo llamó la “Cena
del Señor”. Aquella comunidad, lamentablemente, estaba dividida en facciones, las cuales terminaron cayendo en graves comportamientos que
atentaban contra la fraternidad y las buenas disposiciones para su celebración. Los cristianos acomodados, llevaban comida y bebida abundante a
la asamblea, negándose a compartir los alimentos con otros grupos menos
aventajados. Algunos se entregaban a excesos e incluso se emborrachaban, mientras que otros pasaban hambre.
San Pablo, hace ver a los Corintios el escándalo de tales comportamientos, comunicándoles la doctrina de la Eucaristía y trayendo a su
memoria, la celebración original de la misma, la cual hundía sus raíces en
las enseñanzas de Jesús.
Esta referencia histórica nos dice mucho a nosotros, interpelándonos
sobre nuestras disposiciones para la participación en la Santa Misa. Algunas veces nos encontramos distraídos, abstraídos por cosas banales y
circunstanciales, otras, con el corazón cargado de rencores, divisiones y
prejuicios. San Pablo nos enseña la esencia de la Eucaristía, la cual debe
concentrar toda nuestra durante su celebración: La Memoria de la Vida
Entregada del Hijo de Dios.
Esta Memoria, San Pablo la transmite en cuanto proveniente del mismo Jesús: “Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido”.
Los dos verbos, “recibir” y “transmitir”, son los que dan sentido al relato,
aludiendo a una Tradición Viva, en cuanto se transmite con una vigencia
que no muere, ya que hace presente, “siempre y en todo lugar y desde
la salida del sol hasta el ocaso”, el Único Sacrificio Redentor: “El Señor
Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo
partió y dijo: Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan
esto en memoria mía. De la misma manera, después de cenar, tomó
146
“…cosas nuevas y antiguas”
la copa, diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi
Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memora mía”.
Otra expresión enfatiza el acontecimiento significante de la mesa eucarística: “hagan esto en memoria mía”, lo cual significa que, en la Eucaristía, no invocamos un simple recuerdo de la muerte de Jesús, sino que,
por la plegaria de la Iglesia, elevada por el sacerdote ministro, junto con el
Pueblo sacerdotal, Jesús renueva todo el poder de su Muerte Redentora,
la cual invade los tiempos y las eras, hasta la consumación de la historia:
“Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán
la muerte del Señor hasta que él vuelva”.
Esta Solemnidad quiere recordarnos el Misterio de la real presencia
de Jesucristo en las especies consagradas del Pan y del Vino, que se transubstancian para convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de modo
que, aun permaneciendo los accidentes o aspectos externos de Pan y de
Vino, subyace la Substancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Santo Tomás de Aquino, el Santo de la Eucaristía, nos legó el Himno
Eucarístico “Adoro te devote”, la más hermosa composición teológica
que proclama el sentido del Augusto Sacramento:
“Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón
por completo, y se rinde totalmente al contemplarte. Al juzgar
de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el
oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo
de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.
En la Cruz se escondía sólo la Divinidad, pero aquí se esconde también la Humanidad; sin embargo, creo y confieso
ambas cosas, y pido lo que pidió aquel ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás pero confieso que eres
mi Dios: haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere y
que te ame. ¡Memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que
das vida al hombre: concede a mi alma que de Ti viva y que
siempre saboree tu dulzura. Señor Jesús, Pelícano bueno,
límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola
gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego, que se cumpla lo
que tanto ansío: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz
viendo tu gloria”. Amén.
Cuando participemos en la Eucaristía, hagámoslo con total entrega.
Olvidémonos de lo secundario y concentrémonos en la Memoria de la Vida
Entregada del Hijo de Dios; recordando que nuestra vida tiene sentido
cuando es eucarística, cuando se entrega, cuando se desgasta, como la
de Jesús, por la vida de otros. Que nuestras comunidades parroquiales
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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abandonen las mezquindades, para edificarse en la Comunión y nuestras
Eucaristías sean reflejo del reconocimiento del don de Dios en cada hermano.
Hemos escuchado, la narración de la Multiplicación de los Panes,
según la versión del Evangelista San Lucas. Se trata de uno de los episodios con más importantes de la vida de Jesús, narrado por los cuatro Evangelistas. El signo recoge ecos de las profecías del Banquete Mesiánico,
anunciado por los Profetas (Cf. Is 55, 1 – 5); y del alimento que el Señor
dio a su Pueblo en el Desierto (Cf. Ex 16, 1ss). La Multiplicación de los
panes y de los peces, pone de manifiesto la experiencia eucarística de las
primeras comunidades cristianas.
Todas las versiones del Milagro coinciden en el dato sobre la multitud
que sigue a Jesús, que resulta beneficiada del mismo, para enfatizar el
valor de la Eucaristía como alimento para la Salvación del Mundo: “… la
multitud se dio cuenta y lo siguió. El los recibió, les habló del Reino
de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser curados… eran alrededor de cinco mil hombres…”. La Eucaristía renueva
el Sacrificio de Cristo en la Cruz, que abraza al mundo entero, como bellamente enseñaba San Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Ecclesia de
Eucharistia, del 17 de abril de 2003: “… también, cuando se celebra
sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo… Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno, mediante la sangre de
su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida… el
mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido
por Cristo” (n. 8).
Otro dato que denota la narración, es la presencia del eslabón apostólico: “… Al caer la tarde, se acercaron los Doce”. Por medio de los
Apóstoles, la Iglesia ha recibido el memorial eucarístico, por eso, la autoridad apostólica, en la persona de los Obispos, custodia el tesoro de la
Eucaristía, de modo que sea celebrada por sacerdotes auténticos tal y
como Cristo la entregó a su Iglesia.
El hecho de la ingente multitud, a la cual los Apóstoles no pueden
saciar, pone de relieve, por una parte; la insuficiencia de la Iglesia sin Cristo – Eucaristía, y, por otra, su papel como transmisora del Santo Sacrificio:
“… le dijeron: Despide a la multitud, para que vayan a los pueblos y
caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque
estamos en un lugar desierto. El les respondió: Denles ustedes de
comer. Pero ellos dijeron: No tenemos más que cinco panes y dos
pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para
toda esta gente”.
Desde el punto de vista pastoral, la respuesta de Jesús, interpela
fuertemente a la Iglesia, acomodada o anclada en juicios definitivos. La
salida más fácil, es la evasión de los retos o enfrentarlos desde esquemas
148
“…cosas nuevas y antiguas”
preconcebidos, decir: ‘despidamos a la gente y quedémonos nosotros’.
Jesús, por el contrario, nos exige salir al encuentro de las multitudes hambrientas: “Denles ustedes de comer”. Hoy, son muchas las multitudes
hambrientas, las cuales, pueden incluso resultar incómodas o desajustadas a nuestros esquemas preconcebidos, a esas multitudes hay que alimentarlas con el mensaje de Cristo.
La resonancia eucarística del relato, resulta evidenciada en los gestos de Jesús: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los
partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a
la multitud”. Son los gestos de Jesús en la Última Cena, que siguen vivos
en la celebración de cada Misa.
Finalmente, tenemos el simbolismo de las sobras del banquete mesiánico: “Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas”. La alusión al número doce, refiere a las Doce Tribus
de Israel. En tal sentido, la Eucaristía es la Comida Memorial que sostiene
a la Iglesia, el Nuevo Israel que peregrina en la historia.
María Santísima, es el Sagrario del Altísimo. Ella nos ayuda a alimentarnos siempre del Pan de Vida.
CiCLo C - tiempo de pAsCUA
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tiempo
ordinario
SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIOex 24, 3 – 8; HeB 9, is
62, 1 – 5; 1Cor 12, 4 – 11; JN 2, 1 – 11
¡llEga El vino nuEvo!
Habiendo concluido el Tiempo de la Navidad y continuamos el Año
Litúrgico con el Segundo Domingo del Tiempo Ordinario. La Fiesta del
Bautismo del Señor, nos sirvió de transición entre ambos Tiempos.
Como hemos venido señalando, el Año Litúrgico, no fue establecido
de una sola vez, sino gradualmente, constituyendo la Pascua su punto de
origen.
La Primera constatación de la Comunidad Cristiana, fue la Pasión,
Muerte y Resurrección de Jesucristo, imponiéndose la necesidad de celebrar la Memoria anual de éste acontecimiento. Sucesivamente, desde
el siglo III, la Iglesia consideró la utilidad de preparar intensamente esta
conmemoración, mediante el Tiempo Cuaresmal, sobre todo cuando se
debilitó la Institución del Catecumenado, camino que seguían los Iniciados
en la fe en su preparación para recibir el Bautismo, en la Noche de la Vigilia Pascual. En el s. IV, con la evolución de la comprensión del Misterio de
la Persona de Cristo, Dios y Hombre Verdadero (Dogma Cristológico), se
verifica también la utilidad catequética de preparar y celebrar la Memoria
de la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios, por medio del Adviento
y de la Navidad.
La Pascua de Cristo, su Muerte y Resurrección, constituye el núcleo
del Año Cristiano, en torno al cual se articula. Este acontecimiento es actualizado cada ocho días con la celebración del Domingo (Cf. VATICANO
II, Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, n.
106, en adelante SC, n.).
El tiempo Ordinario, llamado antiguamente; “Tiempo durante el año”,
ha tenido siempre como finalidad ir exponiendo las consecuencias del Misterio Pascual en la vida del Hombre, de la Iglesia y del Mundo. Seguir
los Domingos del Tiempo Ordinario, conlleva adentrarse en una hermosa
Catequesis sobre el Hombre redimido y santificado por los Sacramentos,
dentro la Iglesia, para irradiar al Mundo la Fuerza del Resucitado.
Antiguamente, antes de la Reforma del Concilio Vaticano II, el Tiempo Ordinario se dividía en dos partes: Tiempo después de la Epifanía y
Tiempo después de Pentecostés. Hoy en día, constituye una unidad de
33 o 34 Domingos, por medio de los cuales, además de articularse todo
el Año Litúrgico (ordenarse), se procura que “… la Palabra de Dios, se
prepare con mayor abundancia para los files…” (SC, n, 51).
El tiempo de la Navidad ha expuesto una catequesis gradual sobre la
Manifestación de Jesús, el Mesías. En su Nacimiento, se nos ha mostrado
como el Hijo de Dios, nacido de María, asume la condición humana. En la
Epifanía, esa Manifestación se ha ampliado a todos los pueblos no judíos,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
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representados en los Magos, venidos de Oriente. En su Bautismo en el
Jordán, Jesús se ha revelado como el Hijo Amado del Padre, ungido con
la Fuerza del Espíritu Santo. En este Domingo, que, como hemos dicho,
sirve de enlace entre el Tiempo de la Navidad y el Tiempo Ordinario, Jesús se manifiesta como el Esposo del Banquete Mesiánico.
En esta perspectiva, nos encontramos con la Primera Lectura, tomada del Profeta Isaías, específicamente del Tercer Isaías o “Trito Isaías”
(Cf. Is 56 – 66), escrito por un autor anónimo de la escuela del Profeta, durante el tiempo del Posexilio. El Pueblo que ha regresado de Babilonia, se
está dejando vencer por el desaliento, ya que la reconstrucción del Templo
y de la Ciudad Santa, se les presentaba cuesta arriba; los judíos estaban
enfrentados, reaparecía la amenaza de la idolatría; y no se contaba con
recursos económicos.
En este panorama desalentador, el Profeta pronuncia un poema sobre “La resurrección de Jerusalén”, en clave de amor esponsal. Yahvé
anuncia que su ciudad amada será reconstruida por él mismo, no con
obreros, ni recursos monetarios, sino con su propio amor conyugal: “Por
amor a Sión no me callaré, por amor a Jerusalén no descansaré,
hasta que irrumpa su justicia como una luz radiante y su salvación,
como una antorcha encendida. Las naciones contemplarán tu justicia
y todos los reyes verán tu gloria; y tú serás llamada con un nombre
nuevo, puesto por la boca del Señor. Serás una espléndida corona
en la mano del Señor, una diadema real en las palmas de tu Dios.
No te dirán más «¡Abandonada!», sino que te llamarán «Mi deleite»,
y a tu tierra «Desposada». Porque el Señor pone en ti su deleite y tu
tierra tendrá un esposo. Como un joven se casa con una virgen, así
te desposará el que te reconstruye; y como la esposa es la alegría de
su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios”.
Desde esta clave de amor nupcial, se puede meditar el Evangelio
que hemos escuchado, en el cual se nos relata el episodio de las Bodas de
Caná. El mismo, se articula en torno a dos polos o inclusiones, al inicio y
al final: “Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con
sus discípulos… Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo
en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron
en él. Después de esto, descendió a Cafarnaúm con su madre, sus
hermanos y sus discípulos, y permanecieron allí unos pocos días”.
En estos polos o inclusiones, percibimos, en primer lugar, la intención
pascual de la narración, al comenzar con la referencia a los “Tres días”,
la cual, unida a la alusión de Jesús sobre su “Hora”, configuran el fragmento evangélico como un preludio de la Exaltación de Jesús, por medio
de su Muerte y Resurrección. La precisión del lugar, un pequeño pueblo
cercano a Nazaret, actualmente llamado Khirbet Kana, en Líbano; resalta
la dimensión misionera del ministerio de Jesús, que va desde la periferia
154
“…cosas nuevas y antiguas”
hacia el centro. Por último, se hace alusión a la Madre y a los Discípulos,
resaltándose el protagonismo de la Iglesia en la Obra de Jesús; y se presenta el milagro como una Manifestación de Su Gloria, la cual suscitó la
fe de sus seguidores.
El contexto es el de una boda, a la cual había sido invitada María y
Jesús con sus discípulos. En la época, una boda era un acontecimiento
de la máxima importancia; con una duración aproximada de una semana,
congregaba a parientes y amigos para festejar la unión esponsal. La importancia no residía sólo en la significación social del matrimonio, sino en
la dimensión mesiánica del mismo, toda vez que se esperaba que de un
matrimonio naciera el Mesías de Dios.
María, quien probablemente colaboraba para que todo resultara
apropiado para sus amigos, se percata, con agudeza femenina, que el
vino se había terminado y comparte el hecho con su hijo Jesús: “… Se
ha acabado el vino de la boda. Le dice a Jesús su madre: No tienen
vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo mujer? Todavía no
ha llegado mi hora”. A primera vista, la respuesta de Jesús parece áspera, sin embargo, hay que interpretarla junto con otras expresiones parecidas; como la respuesta del Niño Jesús a sus padres, al encontrarlo en el
Templo de Jerusalén (Cf. Lc 2, 49), o aquella en la cual señala como sus
parientes a aquellos que cumplen la Voluntad de Dios (Cf. Mc 3,31).
Con esa respuesta, Jesús anuncia la superación de los vínculos de la
sangre, paso previo al inicio de su Misión Salvadora. Esta nueva realidad
es reconocida por María, quien, como el Pueblo de Israel, al aceptar la
Alianza a los pies del Sinaí, proclamó: “Haremos todo cuanto ha dicho
Yahvé” (Ex 19,8), invitó a lo sirvientes a acoger las indicaciones de Jesús:
“Hagan lo que él les diga”. Con esa expresión, María pasa de ser la
Madre de Jesús a ser la Madre de la Iglesia.
Entran en escena los símbolos de las tinajas de piedra y el mayordomo: “Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús
dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas». Y las llenaron
hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado
del banquete». Así lo hicieron”. El número “seis”, en el lenguaje bíblico,
significa imperfección, en contraposición al “siete”, que significa perfección
y plenitud. Por lo tanto, la Revelación de Jesús, completa y perfecciona
la Revelación del Antiguo Testamento. La gran capacidad de las tinajas,
indica la abundancia de los bienes mesiánicos que trajo Jesús.
Finalmente, en la ponderación del vino por parte del mayordomo, la
figura del esposo se diluye e identifica con la persona de Jesús: “El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen,
aunque si lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó
al esposo y les dijo: Siempre se sirve primero el buen vino y cuando
todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
155
has guardado el buen vino hasta este momento”. Jesucristo es el Esposo de la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, Él la ha embellecido con
su Sangre derramada: “Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria
a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se
ha preparado, y la han vestido con lino fino de blancura resplandeciente… Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del
Cordero” (Ap 19, 7 – 8).
La Evangelización es proclamar el poder de Jesús, capaz de ‘hacer
nuevas todas las cosas’ (Ap 21,5), cuando todo luce caótico o cuando
cunde el desaliento. La historia de la Iglesia es testigo de muchas crisis internas, causadas por sus miembros, quienes no han sabido dirigir el timón
según las necesidades y desafíos de los tiempos. También los hombres
de hoy sienten que enfrentan panoramas poco alentadores, marcados por
el relativismo, enfrentamientos, derrumbe de esquemas. Ante ello, vemos
venir al Esposo, quien, con su Amor; recrea, refresca y regenera todo:
“¡Ya viene el esposo, salgan a su encuentro!” (Mt 25,6).
La Segunda Lectura está tomada de la Primera Carta a los Corintios,
importante ciudad griega de puerto, en la cual el Apóstol predicó durante
los años 50 al 51 D.C., fundando una floreciente comunidad, en la cual
llegaron a abundar muchos ministerios o carismas. Esta abundancia de
servicios se contaminó pronto con confrontaciones y divisiones, desconociéndose la articulación de los mismos dentro de la Iglesia, Cuerpo de
Cristo. En este contexto, San Pablo expone los criterios para discernir
y armonizar los carismas dentro de la Iglesia, a saber; la unidad, el bien
común y el Espíritu Santo, fuente de los mismos:
“Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del
mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor.
Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza
todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien
común. El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro, la ciencia
para enseñar, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, también el mismo
Espíritu. A este se le da el don de curar, siempre en ese único Espíritu; a aquel, el don de hacer milagros; a uno, el don de profecía; a otro,
el don de juzgar sobre el valor de los dones del Espíritu; a este, el don
de lenguas; a aquel, el don de interpretarlas. Pero en todo esto, es el
mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada
uno en particular como él quiere”.
Al exponer su doctrina sobre el matrimonio, San Pablo presenta a
la Iglesia como Esposa de Cristo, embellecida por su Sacrificio Redentor:
“Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y
la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5,
25 – 27). Las divisiones y competencias, en el seno de la Iglesia, la afean
156
“…cosas nuevas y antiguas”
ante Cristo, su Esposo. No busquemos cargos, ni pensemos en oficios
de mayor o menor importancia. Todos, por el bautismo, somos iguales
en la misma dignidad de hijos de Dios y desiguales, en cuanto cada quien
tiene una misión específica dentro del Cuerpo de Cristo. La Comunión es
armonizar las igualdades y las desigualdades.
María Santísima es modelo de obediencia. Ella nos ayuda a recibir
al Esposo y a hacer lo que Él nos diga.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
157
TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO1s 3, 3B – 10.18; 1Co 6,
Ne 8, 2 – 4ª. 5 – 6. 8 – 10; 1Cor 12, 12 – 14. 27; LC 1, 1 – 4; 14 – 21
jEsús habla En El tiEmpo
Congregados para celebrar el Día del Señor, la Palabra nos presenta
a Jesús, que inicia su ministerio en la Sinagoga de Nazaret, proclamándose como la Plenitud de la Ley.
En la Biblia contamos con el Conjunto de los Libros Históricos, los
cuales exponen los principales acontecimientos de la historia de Israel, no
según criterios cronológicos sino por su significado y repercusión religiosa.
Este Grupo lo conforman: Josué, Jueces, Rut, Samuel (1ª y 2º), Reyes
(1º y 2º), Crónicas (1º y 2º), Esdras, Nehemías, Tobías, Judith, Esther y
Macabeos (1ª y 2º). La Primera Lectura de la Misa de hoy, ha sido tomada
del Libro de Nehemías.
El concepto hebraico de tiempo es muy distinto a nuestra concepción occidental, ya que no hace referencia a una categoría previa, de tipo
cronológico lineal (días – fechas – presente – pasado – futuro), sino a una
categoría en conexión con un acontecimiento (et`). En tal sentido, tenemos
por ejemplo: tiempo (et`) de la cosecha (Cf. Jr 50,16), tiempo (et`) de curación (Cf. Jr 8,15); tiempo (et`) del parto (Cf. Jr 38, 27).
Para Israel, el tiempo y la historia, no se definen por una sucesión
de hechos, sino por su relación con el acontecimiento fundante de la Liberación de Israel; La Alianza del Sinaí (Cf. Ex 14, 1 – 15, 21; 19, 1 – 20,
1). La Historia, para Israel, es espacio de revelación y expansión de ese
acontecimiento salvador.
El Libro de Nehemías, junto con Crónicas y Esdras, forma parte de
un conjunto de Obras Históricas llamadas “Historia Cronística”, pertenecientes a la época del judaísmo postexílico (536 – 400 a.C.), cuando el
pueblo era dirigido por los sacerdotes, según las reglas de La Ley. La
vida de Israel gravitaba sobre las Instituciones Sagradas de La Ley y El
Templo.
Nehemías fue un personaje de fuerte personalidad, que se desempeñó como Copero Mayor o Mayordomo del rey de Persia Atarjerjes I (464
– 424 a.C.). Fue nombrado gobernador de la Provincia de Judea y hacia el
año 445 A.C., llevó adelante, con gran determinación, la obra restauradora
de la ciudad de Jerusalén. La línea que este líder religioso asumió para
emprender su cometido, se sustentó, en el rescate de la Ley como pauta
de vida para el Pueblo Elegido.
La Primera Lectura, forma parte de una sección de Nehemías, cuyo
tema central fue la “Promulgación de la Torah” (Ne 8,1 – 9, 38). Se trata
del momento en el cual Israel, proveniente de un proceso de fusión con
cultos y religiones paganas, se reencontraría con la “Ley de Moisés que
Yahvé había prescrito a Israel” (Ne 1,1). El relato expone el desarrollo
158
“…cosas nuevas y antiguas”
de una gran Asamblea litúrgica, en la cual Israel se congrega para escuchar la Palabra Preceptiva de Yahvé. El relato se desarrolla en cuatro momentos: convocatoria, congregación, explicación de la Torah, despedida e
institución del día de precepto.
En un primer momento, nos encontramos con la configuración de la
Asamblea: “El sacerdote Esdras trajo la Ley ante la Asamblea, compuesto por los hombres, las mujeres y por todos los que podían entender lo que se leía. Era el primer día del séptimo mes”. El motivo
de la Congregación era la “Fiesta de los Tabernáculos”, día dedicado a la
escucha de la Torah, según el precepto mosaico (Cf. Dt 31,10). El mismo
exigía que, cada siete años, se convocaría el “Año de la Remisión”, “Año
de Gracia” o “Año Sabático”.
Después de la configuración de la Asamblea, sigue la descripción
de la misma: “Esdras, el escriba, estaba de pie sobre una tarima de
madera que habían hecho para esa ocasión. Esdras abrió el libro a la
vista de todo el pueblo –porque estaba más alto que todos – y cuando
lo abrió, todo el pueblo se puso de pie”.
Continúa el asentimiento o aceptación de la Torah por parte del Pueblo y su ulterior explicación: “Esdras bendijo al Señor, el Dios grande
y todo el pueblo, levantando las manos, respondió: ¡Amén! ¡Amén!.
Luego se inclinaron y se postraron delante del Señor con el rostro en
tierra… Ellos leían el libro de la Ley de Dios, con claridad, e interpretando el sentido, de manera que se comprendió la lectura”.
Por último, la despedida de la Asamblea, junto con la institución del
día dedicado a la Torah y su repercusión festiva para el Pueblo: “Entonces, Nehemías, el gobernador, Esdras, el sacerdote escriba, y los levitas… dijeron a todo el pueblo: Este es un día consagrado al Señor,
su Dios: no estén tristes ni lloren… Ya pueden retirarse; coman bien,
beban un buen vino y manden una porción al que no tiene nada preparado, porque este es un día consagrado a nuestro Señor. No estén
tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes”.
El tono litúrgico del relato, pone en evidencia la importancia que dio
Israel a su reencuentro con la Torah, la Palabra de Yahvé, la cual lo debía
sostener en el devenir de su historia, haciendo presente al Dios de la Alianza, en el “hoy” concreto de su vida, con sus circunstancias propias.
El Evangelio que hemos escuchado, tomado de San Lucas, a quien
leemos durante este Ciclo C, nos presenta también el desarrollo de una
Asamblea Litúrgica en la Sinagoga de Nazaret, en la misma, Jesús se
manifiesta como el Interprete de la Ley y su Plenitud.
Comienza el relato que se nos propone para nuestra consideración,
con unos versículos que forman parte del Prólogo del Tercer Evangelio.
San Lucas, escribió su Evangelio hacia los años 70 D.C., a cristianos de la
“tercera generación”, provenientes, en su mayoría, de otros pueblos no
judíos, probablemente de Asia Menor, Macedonia y Grecia, distantes de
CiCLo C - tiempo ordiNArio
159
Jesucristo en el tiempo y en el espacio, a quienes era necesario informar
adecuadamente, de modo que captaran su Persona Viva y Operante en el
“hoy” de sus comunidades.
Desde esta perspectiva, el Evangelista, hombre sistemático por su
condición de médico, y detallista, por su condición de pintor, presenta la
vida de Jesús, no como una cronología, sino como la “plenitud de los tiempos”, cuando habla de: “… los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros…”. La fuente de sus conocimientos, no proviene de manuscritos, ni de papiros, sino de la experiencia siempre actual de aquellos que
habían descubierto a Jesús como el Señor, lo que se conoce como la Tradición Viva: “… tal como nos fueron transmitidos por aquellos que han
sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra”.
Esta Tradición Viva, nutrida de la experiencia del encuentro con Cristo, por
parte de generaciones precedentes, se conserva como Tradición Escrita
en la Iglesia, representada en este personaje llamado Teófilo, qué significa; “Amigo de Dios”: “… después de informarme cuidadosamente
de todo desde los orígenes, yo también he decidido escribir para ti,
excelentísimo Teófilo, un relato ordenado, a fin de que conozcas bien
la solidez de las enseñanzas que has recibido”.
Como vemos, los Evangelios no son informes históricos, sino la
transmisión de la Buena Nueva, el acontecimiento de Jesús Salvador, que
habla a los hombres en su presente concreto, con protagonistas y circunstancias.
Es así como podemos profundizar en la segunda sección del Evangelio, que se nos ha proclamado, en la cual Jesús, ya adulto, participa en
la Asamblea de Nazaret, en el Sabat, día solemne que los judíos dedicaban a la Memoria de la Liberación y la meditación de La Ley.
El esquema de la liturgia sinagogal del sábado, a la cual Cristo asistía regularmente, era similar a la primera parte de nuestra Misa, llamada
“Liturgia de la Palabra”. Constaba de una Primera Lectura tomada del
Pentateuco y comentada por un especialista, y de una segunda lectura, tomada de los Profetas, la cual, con permiso del presidente de la Asamblea,
podía ser explicada por cualquier varón, mayor de 30 años. Fue lo que
hizo Jesús, quien, después de leer el texto, fue más allá; se lo auto aplicó,
proclamándose como el Cumplimiento de las Promesas Mesiánicas.
La lectura que describe la intervención de Jesús en la Sinagoga de
Nazaret, se desarrolla en torno a tres elementos: La Unción divina de Jesús, la lectura del texto profético y su ulterior interpretación por parte de
Jesús:
La Unción Divina, es expresada en los siguientes términos: “Jesús
volvió a Galilea con el poder del Espíritu y su fama se extendió en
toda la región”.
Sigue la lectura sobria y solemne por parte de Jesús de un texto de
las Profecías de Isaías: “Le presentaron el libro del profeta Isaías y,
160
“…cosas nuevas y antiguas”
abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me
envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a
los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor”.
Por último, en un clima de expectación, similar al de la Asamblea de
Israel ante Esdras y Nehemías, Jesús interpreta de manera definitiva el
contenido de la Profecía: “Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante
y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces
comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura
que acaban de oír”.
Solemne, sobria y contundentemente, Jesús proclama que la Profecía se ha cumplido “hoy” en su persona, proyectándose más allá de las
categorías temporales, para hacerse presente en la vida de los hombres
de todos los tiempos y en sus circunstancias concretas. El autor de la
Carta a los Hebreos, captó la fuerza meta – histórica de Jesús (más allá
de la historia), al proclamar: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los
siglos” (Hb 13,8). Él es Siempre Nuevo y su mensaje, proclamado por la
Iglesia, no consiste en el recuento de la historia sobre un personaje importante, sino en la Buena Nueva que le habla al hombre en su “hoy”.
Seguimos escuchando como Segunda Lectura, la Primera Carta a
los Corintios, en la cual sobresale la exhortación a la unidad por parte del
Apóstol a esa comunidad que se veía amenazada por rivalidades, competencias y disensos en su seno. San Pablo recurre a la imagen del cuerpo,
para explicar la armonía que debe existir entre todos los miembros de la
comunidad:
“Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo,
es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino
un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos
sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo – judíos y griegos, esclavos y hombres libres – y todos hemos bebido de
un mismo Espíritu. El cuerpo no se compone de un solo miembro
sino de muchos. Ustedes son el Cuerpo de Cristo, y cada uno en particular, miembros de ese Cuerpo”.
No puede existir división entre quienes participamos de los mismos
Bienes de la Salvación. La vida y la misión de la Iglesia se robustecen en
la unidad, que no consiste en uniformidad, sino en la armonía de las desigualdades. Por medio de la conjunción de diversos ministerios, la Iglesia
predica, santifica y pastorea al Pueblo de Dios.
Cada Domingo, los cristianos nos reunimos para celebrar el “Día del
Señor”; y nuestra Asamblea, debería reflejar esas notas de la Asamblea de
Yahvé (Qahal Yahvé), descritas en la Primera Lectura, congregada para
escuchar la Palabra y pronunciar el “Amén” solemne ante la Presencia
Eucarística de Jesús.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
161
Convocatoria, congregación, explicación y despedida misionera, son
elementos constitutivos de nuestra celebración dominical de la Eucaristía.
Nos reunimos, provenientes de diversas realidades, para congregarnos
por medio de la Palabra, proclamada y explicada; participamos de la Mesa
Eucarística, en la cual, ante la aclamación: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti
Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria, por lo siglos de los
siglos”, cantamos solemnemente el “Amén”. Por último, somos enviados
a eucaristizar el mundo, con la expresión: “pueden ir en paz”.
Como en la Sinagoga de Nazaret, nuestras miradas no se dirigen a
liderazgos efímeros, sino que se concentran en Jesús, quien habla a cada
uno en el “hoy” concreto de su vida, infundiéndole su “Alegría”, que es la
“Fortaleza” del cristiano.
Por último, en la Asamblea dominical, se manifiesta la Iglesia, en la
diversidad de sus miembros. En ella, Fieles Cristianos, Ayudantes del Altar, Lectores, Ministros de la Comunión, Cantores, Catequistas y Sacerdotes; se vuelven “Uno en Jesús”, resplandeciendo el Misterio de la Iglesia,
“Cuerpo de Cristo”. Hagamos del Domingo, el Día de la Iglesia.
María Santísima fue la Oyente de la Palabra. Ella nos ayuda a escuchar a Jesús en la Iglesia, en el “hoy” de nuestras vidas.
162
“…cosas nuevas y antiguas”
CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Jr 1, 4 – 5. 7 – 19; 1Cor 12, 31 – 13, 13; LC 4, 21 – 30
¡abrámonos paso!
En la celebración del Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario, la Palabra nos presenta a Jesús, que al iniciar su ministerio público, comienza a
ser “… signo de contradicción” (Lc 2,33).
Como introductor en de la Mesa de la Palabra, tenemos al Profeta
Jeremías, quien nos narra la experiencia de su vocación en la Primera
Lectura.
Jeremías es uno de los Profetas Mayores, junto con Isaías, Baruc,
Ezequiel y Daniel. Nació hacia el año 650 A.C, de linaje sacerdotal, habitante en Anatot, territorio de Benjamín (Cf. Jer 1,1) cerca de Jerusalén.
Fue llamado por Dios muy joven, de 20 años, en tiempos turbulentos. Su
contexto fue ocaso del imperio asirio y el nacimiento del imperio babilónico, que bajo el reinado de Nabucodonosor, conquistó Judá, arrasando su
capital, Jerusalén y culminando la deportación de todos los habitantes de
Palestina hacia Babilonia.
Jeremías ejerció el ministerio profético durante cuarenta años, contemporáneamente a otros grandes Profetas como Sofonías, Habacuc, Nahum y Ezequiel. Su mensaje se centró en la defensa del Yahvismo, es
decir, la fe en Yahvé, el Único Dios (Cf. Jer 10) y la Nueva Alianza, inscrita
en el corazón del hombre (Cf. Jer 31, 31 – 34).
El Libro del Profeta Jeremías es presentado en tres partes: 1) Oráculos sobre Judá y Jerusalén (Jer 1,1 – 25 – 13); 2) Oráculos contra las
naciones (Jer 25, 13 – 35; 46 – 51); 3) Pasión de Jeremías (Jer 36, 1 – 45,
5). Asimismo, en la obra encontramos diseminadas, a lo largo de los Capítulos 11 al 20, las llamadas Confesiones del Profeta (11, 18 – 12,6 [Primera Confesión]; 15, 10 – 21 [Segunda Confesión]; 17, 14 – 18 [Tercera
Confesión]; 18, 18 – 23 [Cuarta Confesión]; 20, 7 – 18 [Quinta Confesión]).
La Primera Lectura de hoy, se ubica en la Primera Parte de la Obra.
El Profeta con fina delicadeza y sensibilidad, comparte con el lector
su experiencia del llamado de Yahvé al profetismo y su respuesta. Comienza ubicando la llamada en un contexto histórico, preciso: “En los días
de Josías, recibí esta palabra del Señor”. Dios llama en un momento
concreto, en una realidad específica. Todo llamado, proviene de la sensibilidad de Dios, que ‘ha escuchado el clamor de su Pueblo’ (Cf. Ex 3,7).
Ninguna vocación debe ser descontextualizada. Dios toca el corazón del
elegido para que desarrolle la misión en su contexto histórico.
Este texto, ha sido fruto de una ulterior reflexión del Profeta, a la luz
de su experiencia, por lo que sucesivamente, expone la profundidad del
significado del llamado de Dios.
Nos presenta la vocación como un acto creador de Dios, que hunde
CiCLo C - tiempo ordiNArio
163
sus raíces en su Eterna Voluntad, ello, recurriendo a la expresión: “Antes
de formarte”, haciendo uso del verbo hebreo “yãsar”, el mismo que se
aplica a Yahvé en el acto creador (Cf. Gn 2, 7 – 8). Asimismo, al referirse
al “vientre”, coloca al elegido como propiedad especial de Dios desde el
inicio de su existencia (Job 10, 8 – 12; Sal 22, 10 – 11; 71,6; 139,13ss).
Jeremías sigue mostrándonos la hondura de su experiencia vocacional, diciéndonos que desde la eternidad, Dios ha amado a quien ha
elegido, usando la expresión: “Te conocía”. Aquí el Profeta recurre al
verbo hebreo “yãda”, el cual, no expresa únicamente un conocimiento
intelectual; sino sobre todo, un acto de la sensibilidad. Por último, el Profeta presenta la elección de Dios como un acto sagrado, empleando la
expresión: “Te consagré”, por medio del verbo hebreo “qãdas”, cuyo significado se refiere al acto de designar y separar, para destinar al exclusivo
servicio a Dios.
Seguidamente, Jeremías expone al ámbito de su ministerio, el cual
no se circunscribía únicamente a la geografía de Israel, sino que estaba dirigido a todos los pueblos: “Te nombre profeta de los gentiles”; así como
también la forma como debía desarrollarse, es decir, de modo dinámico,
como el de un caminante y exigente, como el de un heraldo: “Por tu parte,
te apretarás el cinto, te pondrá firme y le dirás cuanto yo te mande”.
Para desarrollar esta misión, la única garantía del elegido era la asistencia
divina: “No desmayes ante ellos, que yo no te haré desmayar”.
Esta consciencia del llamado hace que el elegido se sienta siempre
fuerte, a pesar de las adversidades. De ahí el recurso a las tres imágenes:
“… hoy te he convertido en ciudad inexpugnable, columna de hierro,
muralla de bronce…”. Paradójicamente, durante su ministerio, Jeremías
es testigo de la caída de Jerusalén, de la destrucción de sus murallas y de
las columnas de su Templo Santo. El Profeta quiere dar a entender que,
por encima de la desolación de un momento histórico, prevalece la fuerza
del llamado de Dios y la respuesta del Elegido.
Seguimos escuchando el texto evangélico, en el cual Jesús proclama
su Mesianismo en la Sinagoga de Nazaret. El comienzo del texto de hoy,
repite el final del Domingo pasado: “Hoy se cumple esta Escritura que
acaban de oír”. Inmediatamente, Jesús comienza a ser signo de contradicción para sus oyentes.
Surge en primer lugar la reacción de asombro y de asentimiento
emotivo ante su proclamación: “…Todos le expresaban su aprobación
y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”;
mas inmediatamente se impone la duda: “¿No es éste el hijo de José?”.
Gracia y Humanidad parecen incompatibles, sin embargo, en Jesús, se
encuentran, reconciliándose admirablemente lo Humano y lo Divino. San
Lucas, al exponer esta contradicción sobre el origen de Jesús, no persigue
otra cosa que evidenciar su condición de Dios hecho Hombre.
Después de citar un refrán popular de su época, Jesús se coloca en
164
“…cosas nuevas y antiguas”
la misma línea universalista del movimiento profético, apelando a los testimonios indiscutibles de los Padres del Profetismo en Israel; Elías y Eliseo:
“… Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo
les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías,
cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el
hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También
había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero
ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio”.
El Evangelio de San Lucas, el cual leemos durante este Ciclo C, es
llamado “El Evangelio Misionero”, porque subraya la apertura del Mensaje
de Jesús a todos los hombres, más allá de condicionamientos nacionales,
morales y religiosos. El leproso samaritano, que regresa para agradecerle
el don de la sanación, en contraposición a los nueve restantes (Cf. Lc 1711
– 19), representa a los pueblos no judíos que reconocen a Jesús como
Señor, abriéndose al Don de la Fe.
Es precisamente lo que Jesús quiere destacar con su dura respuesta
a los circunstantes, quienes ponían en duda la veracidad de su testimonio.
No sólo quiere hacer ver que su mensaje está dirigido a todas las gentes;
y que no es patrimonio exclusivo de los judíos, sino sobre todo, que la Fe
no es “pretensión” sino “Don”. Así como la viuda de Sarepta recibió el Don
de creer en la palabra de Elías; y Naamán, el Sirio, en la palabra de Eliseo
(Cf. 1Re 17, 7 – 16; 2Re 5, 1 – 14), así también, sólo la Fe, asumida con
gratuidad; da acceso a Jesús Salvador, Dios y Hombre Verdadero.
En continuidad con la Lógica de Dios, expresada particularmente en
el ministerio de los Profetas, Jesús sólo actuará, cuándo y dónde exista
confianza en la intervención de Dios, donde haya manos abiertas para
acoger su Don. La Fe es la clave de acceso al Amor Universal de Dios,
manifestado en Cristo Jesús.
La controversia de la escena evangélica, se vuelve dramática, destacándose el contraste de la presencia del Espíritu de Dios en Jesús (Cf. Lc
4, 14), con la actitud de los oyentes, quienes “… se llenaron de ira”. Será
esta una constante en la vida de Jesús; su enfrentamiento a la incomprensión obstinada, a la dureza de los corazones, que veían a Dios como una
propiedad y no como Amor Gratuito y Misericordioso.
La escena llega a su máxima intensidad con el gesto violento de los
presentes, quienes: “…levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad,
hasta un lugar escarpado de la colina…, con intención de despeñarlo”. Se trata de una prefiguración de la muerte de Jesús excomulgado,
fuera de la ciudad (Cf. Hb 13, 13).
Sin embargo, este gesto violento, no marca el desenlace de la narración, sino el Señorío de Jesús, quien: “… pasando en medio de ellos,
continuó su camino”. Jesús, no queda atrapado en la furia de sus enemigos, se abre paso con soltura, donaire y vigor. No está de más hacer
CiCLo C - tiempo ordiNArio
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un ejercicio de imaginación; seguramente, no fue fácil para Jesús abrirse
camino, sin embargo, lo superó con el dominio de su Señorío, quizás, con
algunos forcejeos y empujones. Se trata de un presagio de su Victoria
sobre la muerte, por medio de su Resurrección. En su Pascua, Jesús asumió, con temple viril, el camino del sufrimiento, abriéndose paso hasta
llegar a la Resurrección.
La Iglesia, está llamada a abrirse camino, en medio de las vicisitudes adversas de la historia, proclamando los Valores siempre vigentes del
Reino de Dios. Como Jesús, debe ser “signo de contradicción”, sin buscar
contentar a los poderosos de turno. Muchas veces le echarán en cara
sus errores y pecados, fruto de la fragilidad humana de sus miembros, sin
embargo, deberá siempre apelar a su dimensión divina, que proviene de la
fuerza de su Divino Fundador, la cual la avala para anunciar el Evangelio y
denunciar, a la luz del mismo, todas las situaciones de muerte y de injusticia que vulneren la altísima dignidad de la persona humana.
Seguimos escuchando como Segunda Lectura, la Carta a los Corintios, en la cual, San Pablo dirige una exhortación a la unidad de esa comunidad, donde, paradójicamente, abundaban los “carismas” o “servicios”,
al interno de la misma, pero a la vez, se suscitaron fuertes confrontaciones
entre éstos. Así pasa en nuestras parroquias, cuando algunos que cumplen un servicio, se sienten menos o más importantes que otros, quienes, aparentemente, desempeñan ministerios “menos” o “más” modestos,
consecuencia de ello; son también las competencias, malos entendidos y
asperezas.
Desde hace tres Domingos, San Pablo nos viene explicando el valor
de los carismas dentro de la comunidad cristiana. En primer lugar, nos ha
enseñado que su autenticidad proviene del Espíritu Santo y de su utilidad
para el bien común (Segundo Domingo). Luego, nos ha indicado que los
miembros de la Iglesia, reciben los carismas, no para competir con otros
carismas, sino para complementarse mutuamente, dentro del Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia (Tercer Domingo). Hoy, nos enseña, que el principio armonizador de los carismas, es el Amor.
En primer lugar, el Apóstol nos presenta la Caridad como el Don
Superior de Dios, aquél que hay que pedir por encima de todos los demás:
“Ustedes, por su parte, aspiren a los dones más perfectos. Y ahora
voy a mostrarles un camino más perfecto todavía. Aunque yo hablara
todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor,
soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque
tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda
la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis
bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas,
si no tengo amor, no me sirve para nada”.
Se podría actualizar este texto y decir: podría tener títulos y docto-
166
“…cosas nuevas y antiguas”
rados, tener un “alto” oficio en la Iglesia, tener prestigio y reconocimientos, pertenecer a algún grupo importante dentro de la Iglesia, ser párroco
de una parroquia “importante”… “si no tengo amor, no me sirve para
nada”.
Seguidamente, San Pablo, nos expone los frutos que produce la caridad en el creyente: “El amor es paciente, es servicial; el amor no es
envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no
busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El
amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
Se podría actualizar el texto, colocando en lugar del sustantivo
“amor”, el nombre de cada uno, para evaluar personalmente si vivimos
o no este “Carisma Superior”: “n… es paciente, … servicial;… no es
envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza,
no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal
recibido, no se alegra de la injusticia… todo lo disculpa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta”.
Por último, el Apóstol enfatiza la superioridad de la Caridad por encima de las otras dos Virtudes Teologales de la Fe y de la Esperanza: “El
amor no pasará jamás…. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo
que es imperfecto… Ahora conozco todo imperfectamente; después
conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen
tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas
es el amor”.
El Amor es el “Carisma Superior”, porque nos permite ver, con los
ojos de Dios, las riquezas de todos los demás carismas al interno de la
Comunidad; y mas aún, anticipa la experiencia futura de la Vida Eterna,
cuando todos seremos “Uno” en Dios.
María Santísima nos ayuda a ser testigos del Amor, aun siendo,
como Cristo, signos de contradicción.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
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QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
is 6, 1 – 2ª. 3 – 8; 1Cor 15, 1 – 11; LC 5, 1 – 11
El llamado dE dios nos dEsborda
Celebrando el Día del Señor, hemos escuchado la Palabra, la cual
nos habla sobre la Majestad del llamado de Dios.
La semana pasada, escuchamos el testimonio vocacional del Profeta
Jeremías, hoy, es Isaías, quien nos narra su experiencia del llamado.
Isaías, quien escribió personalmente la Primera Parte de su Libro (Is
1 – 39), perteneció al Reino de Judá (Reino del Sur); y profetizó durante
cuatro reinados: Ozías (783 – 742, A.C.), Jotam (742 – 735, a.C.), Ajaz
(735 – 715, a.C.) y Ezequías (715 – 687, A.C.).
Isaías, cuyo nombre significa “Salvación de Yahvé”, era casado y padre de dos hijos, probablemente perteneciente a la nobleza de Jerusalén.
Su misión consistió en guiar a Israel durante una de las peores épocas de
la historia: la sombra del imperio asirio se cernía sobre el país y muchos
hijos de Israel comenzaban a dudar que Yahvé tuviera poder para salvar
la Dinastía de David, depositaria de la promesa mesiánica.
Su ministerio tuvo mucho que ver con la vida política de Israel, ya que
enfrentó abiertamente sus estrategias de alianzas militares con los sirios,
egipcios y filisteos, contra Asiria; a costa de perder su identidad como Pueblo de la Alianza. Con su testimonio, Isaías nos enseña cuándo el mensaje de Fe debe referirse al tema político: cuando “La Política” se desvía de
su fin principal; ser propiciadora del Bien Común hasta desplazar a Dios
de la vida de los hombres.
El tema principal que domina la Obra de Isaías es: “La Santidad del
Único Dios”; Yahvé es “El Santo de Israel”. En contraposición con este
profundo sentido de la Santidad Divina, destaca la conciencia de la condición pecadora del Pueblo, que ha fallado a la Alianza, razón por la cual
camina hacia su ruina.
A pesar de esta visión apocalíptica, Isaías nunca creyó que la nación
sería totalmente destruida ni las promesas divinas canceladas. Quedaría
siempre “El Resto de Israel”, purificado por medio de la fidelidad, heredero de las promesas mesiánicas hechas a David por el profeta Natán (Cf.
2Sm 7). Esta doctrina, da al mensaje del Profeta Isaías un tono optimista,
el cual llegó incluso a proclamar la inviolabilidad de la Ciudad Santa de
Jerusalén.
La Santidad Divina no es para Isaías una simple idea, sino sobre
todo, una convicción; fruto de una experiencia. Esta experiencia ha quedado plasmada en el fragmento bíblico, de la cual ha sido tomada la Primera
Lectura que hemos escuchado, en la cual, el Profeta nos narra su experiencia del llamado de Dios.
Como en el caso de Jeremías, quien fue llamado en tiempos del rey
168
“…cosas nuevas y antiguas”
Josías (Cf. Jr 1, 1), también Isaías fue llamado en un momento histórico
concreto para desarrollar su misión, con sus retos y exigencias propias:
“En el año de la muerte del rey Ozías”.
El contexto en el cual Isaías experimentó la llamada de Dios fue el
de la oración, en el Templo, como se intuye de la narración cargada de
elementos litúrgicos: el trono, el manto, las brazas y el incienso. Se trata,
sin duda, de un éxtasis que tuvo el Profeta, en el cual, se armonizaron los
elementos del culto con las mociones internas que Dios suscitaba en su
espíritu. La vocación debe estar precedida por la oración, en ella se da y
se verifica la experiencia profunda del llamado de Dios.
La vocación del Profeta es fruto de la experiencia de la Plenitud de
Dios, quien llena todo con su presencia majestuosa y desborda al elegido:
“… Vi al Señor, sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su
manto llenaba el templo. Y vi serafines de pie junto a él, y gritaban
uno a otro diciendo: ¡Santo, santo, santo, el señor Dios de los Ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Y temblaban los umbrales de las
puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo”.
La vocación siempre está precedida por el estupor y el sobrecogimiento ante el Misterio de Dios, que toca de manera particular a quien ha
sido elegido; es la experiencia fundante, que queda viva por siempre; el
“amor primero” (Ap 2,4).
Ante esa experiencia desbordante de Dios, sigue la conciencia de
impureza del Profeta: “Yo dije: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre
de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”. A esa
situación, responde Yahvé con la consagración, la cual habilita al elegido,
por encima de su limitación: “Y voló hacia mí uno de los serafines, con
una brasa en la mano, que había tomado del altar con unas tenazas;
la aplicó a mi boca y me dijo: Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado”.
En la escena siguiente, domina el tema de la Misión. El sobrecogimiento ante la Majestad de Dios, no produce temor al Profeta, sino por
el contrario, determinación: “Entonces, escuche la voz del señor, que
decía: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: Aquí estoy,
mándame”.
Quienes hemos sido tocados por Dios con un llamado particular, experimentamos un día ese estupor que nos desbordó, que nos elevó sobre
nuestras propias limitaciones y nos dispuso para responder con una candorosa generosidad. Pasados los años de la vida sacerdotal, desfilan ante
la propia memoria, numerosos retos superados, luchas sostenidas, fatigas
y victorias, surgiendo el inevitable auto – cuestionamiento: ¿Cómo lo he
logrado? Una vocación es la historia de la Plenitud de Dios en la vida del
elegido, por eso, el sobrecogimiento humilde, permite la constante renovación de la generosidad en la respuesta.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
169
En este Ciclo C, continuamos escuchando la Lectura del Evangelio
según San Lucas. El fragmento que se nos ha proclamado, forma parte de
su Tercera Sección, dedicada al Ministerio de Jesús en Galilea (Cf. Lc 4,
14 – 10, 50). Después de haberse revelado como el Mesías en la Sinagoga de Nazaret, continúa enseñando en Cafarnaúm, realiza múltiples milagros y elige a sus primeros discípulos. La escena, al igual que la Primera
Lectura, contiene un sentido profundamente vocacional.
Así como Jeremías e Isaías fueron llamados desde su propia realidad, también los Apóstoles fueron elegidos desde su entorno vital. El
signo de la barca, no sólo se puede interpretar alegóricamente como una
alusión a la Iglesia, sino también como la Voluntad de Jesús de llamar a
sus primeros colaboradores entrando en su propia situación de vida: “…
la gente se agolpaba para oír la palabra de Dios… y vio dos barcas
que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcando
y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón,
y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado,
enseñaba a la gente”.
Ahora bien, esa realidad vital de pescadores será desbordada sobreabundantemente por Jesús, quien invita, contra toda lógica a recomenzar la faena de la pesca, en horario inapropiado, imponiéndose contra el
cansancio de toda una noche de trabajo infructuoso: “Cuando terminó de
hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro, y echen las redes para pescar. Simón contestó: Maestro, nos hemos pasado la noche bregando
y no hemos pescado nada; pero por tu palabra echaré las redes”.
San Pedro había sido preparado para obedecer el mandato de Jesús,
por medio de la escucha de su predicación, en su barca, ahora le tocaba
dar el salto de la Fe; ir más allá de sus esquemas, para dejarse sobrecoger
por el Misterio. Remar mar adentro, no indica un tipo de voluntarismo o
eficientismo apostólico, como suele a veces ser interpretado por algunos
expertos en pastoral, implica, sobre todo, dejarse desbordar por la acción
de Dios en la propia vida.
Después del acto de confianza en la Palabra de Jesús, sigue la manifestación de su sobreabundante poder: “… puestos a la obra, hicieron
una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas
a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano.
Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían…”.
Ante tal manifestación del poderío divino de Jesús, surge, en San Pedro,
el mismo sentimiento de indignidad que abrumó a Isaías en el Templo de
Jerusalén: “Apártate de mí Señor, que soy un pecador. Y es que el
asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él…”.
La vocación no es principalmente una opción, sino la respuesta al
Don del llamado de Dios. Si bien podemos decir que hemos escogido a
Dios en nuestras vidas, en definitiva, ha sido Él quien nos ha escogido:
“No han sido ustedes quienes me han elegido, sino yo quien los ha
170
“…cosas nuevas y antiguas”
elegido a ustedes, y os he puesto para que vayan y den fruto...” (Jn
15, 16). La vocación al laicado apostólico, a la vida matrimonial o a la vida
religiosa y sacerdotal, no es propiedad de nadie, es un Don Divino y como
tal, exige la máxima reverencia, porque es sagrada. En la vida vocacional
cuando se pierde la conciencia del “Don Divino”, se cae en el eficientismo,
y en la observancia externa, y, lo que es peor, en la infidelidad a la entrega
exclusiva.
Después que San Pedro reconoce la Plenitud del desbordante Don
de Dios, recibe la Misión. Jesús sabía cómo era él: volátil, inconsistente,
primario y rudimentario. Sin embargo, más poderosa será la Fuerza que
recibirá en virtud de la Llamada: “Jesús dijo a Simón: No temas; desde
ahora serás pescador de hombres”. San Pedro recibirá la descomunal misión de tener delante de sí y contemplar con los ojos de Jesús a
toda la humanidad, para proclamar a todo hombre la Buena Nueva de la
Salvación. Sólo Jesús pudo hacer, de un sencillo pescador de Galilea, el
fundamento visible de su Iglesia, instrumento de santificación para todo el
género humano.
Seguimos escuchando la Segunda Carta a los Corintios, esta vez, en
armonía con la temática de la Primera Lectura y del Evangelio, San Pablo
nos habla también sobre el llamado que ha recibido de Dios.
En primer lugar, coloca su experiencia vocacional en conexión con
el acontecimiento central de la Fe Cristiana: La Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. De ahí que comience su narración
con un primitivo Credo Cristiano que seguramente recitaban las primeras
comunidades: “Hermanos: lo primero que yo os transmití, tal como
lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los
Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos…
Después se le apareció a Santiago; por último, como un aborto, se me
apareció también a mí”.
La vocación cristiana no nace de una convicción intelectual, sino sobre todo, del encuentro con el Resucitado. Esa fue la experiencia de San
Pablo en el Camino de Damasco (Cf. Hch 9, 1 – 19). Allí, sus esquemas
religiosos institucionales, fueron derrumbados, descubriendo el Primado
de la Gracia, por encima del primado de la ley. De ahí que prosiga su
testimonio en los siguientes términos: “… por la gracia de Dios, soy lo
que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí… no he sido yo, sino la
gracia de Dios conmigo…”.
A veces se escuchan voces preocupantes sobre el número escaso
de vocaciones y sobre la poca consistencia de las ya existentes. Quizás falte el sustento de la experiencia profunda del Resucitado, capaz de
transformar y renovar siempre la vida de quien ha sido llamado. La Fe y la
Moral son importantes en el perfil de los nuevos consagrados, pero más
importante es la convicción profunda, fruto del Encuentro con Jesús. Los
CiCLo C - tiempo ordiNArio
171
nuevos sacerdotes y religiosos, no sólo deben representar a la institución
eclesiástica, sino principalmente, ser testigos de Cristo.
María Santísima fue colmada por el Espíritu de Dios. Ella nos ayuda
a dejarnos desbordar por el Misterio del Dios, que nos llama a ser “pescadores de hombres”.
172
“…cosas nuevas y antiguas”
SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Jr 17, 5 – 8; 1Cor 15, 12. 16 – 20; LC 6, 17. 20 – 26
dEcidE sEr FEliz: ¡conFía En El sEñor!
Como Iglesia Pascual, nos congregamos para celebrar la Eucaristía
en el sexto Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios nos invita
a vivir en el espíritu de las Bienaventuranzas.
El Profeta Jeremías nos introduce en la mesa de la Palabra de este
Domingo. En el año 1993, el entonces Arzobispo de Milán, el Cardenal
Carlo Maria Martini, connotado biblista, dirigió una semana de ejercicios
espirituales al Clero de Caracas, en el contexto de la celebración de las
Bodas de Oro Sacerdotales del Cardenal José Alí Lebrum Moratinos, a
la sazón, Arzobispo de Caracas. Basó sus meditaciones en los oráculos
del profeta Jeremías, actualizados según los desafíos de los sacerdotes
caraqueños. El sabio arzobispo, a propósito de este fascinante personaje
de la literatura profética de Israel, señalaba:
“Habiendo vivido en el período trágico en el cual se preparó y
se cumplió la ruina del Reino de Judá, fue enviado para «arrancar y
demoler, destruir y derrumbar»; aun deseando la paz – en su natural
mansedumbre y humildad – debió luchar contra los suyos, contra los
reyes, los sacerdotes, los falsos profetas. Por eso, su soledad estuvo
estrechamente ligada al contenido del mensaje que le fue confiado:
la existencia de todo depende de Dios. Lacerado por la misión confiada, incapaz de liberarse de ella, Jeremías resultó purificado, precisamente, por esos sufrimientos y, en el contacto interior con Dios,
en su comprensión de la importancia del corazón en la relación de fe
y en la obediencia, que lo llevó a abandonarse totalmente al Señor
y a esperar contra toda esperanza en un futuro de reconciliación de
la humanidad con Dios” (Una voce profetica nella città, Meditazione sul
profeta Geremia, Ediz. Piemme, 1993, Milano, 6).
El pasaje que hemos escuchado como Primera Lectura, el cual forma
parte de los llamados dichos sapienciales del Profeta Jeremías (17, 5 –
11), refleja de manera profusa esta explicación del Cardenal Martini. El
profeta, por medio del recurso literario de las bendiciones y maldiciones
(sinonimia antitética), exalta al hombre justo, es decir, aquel que confía
en Yahvé: “Maldito aquel que aparta de mí su corazón, que pone su
confianza en los hombres y en ellos busca apoyo. Será como la zarza
del desierto, que nunca recibe cuidados: que crece entre las piedras,
en tierras de sal donde nadie vive. Pero bendito el hombre que confía
en mí, que pone en mí su esperanza. Será como un árbol plantado a
la orilla de un río, que extiende sus raíces hacia la corriente y no teme
cuando llegan los calores, pues su follaje está siempre frondoso. En
tiempo de sequía no se inquieta, y nunca deja de dar fruto”.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
173
El texto es un eco del Salmo 1, el cual introduce y sintetiza el mensaje central de todo el Salterio. Es también resonancia de otros textos
sapienciales (Sal 52, 10; Prov 3, 18; 11,13; Eclo 24,13ss). Expresa la
profunda experiencia de fe del Profeta, sometido a duras pruebas, persecuciones e incomprensiones. Pone de manifiesto lo que es la esencia de
la religión auténtica: reconocer a Dios como el único refugio. Todos los
afectos de este mundo pueden fallar, incluso el afecto tan poderoso de una
madre, como bien señala el Profeta Isaías (Is 49,15). El único amor que
nunca falla; es el amor de Dios Padre, en cuyas manos Jesús se abandonó
con total confianza, en la Cruz (Lc 23,46), constituyéndose en modelo de
la verdadera Felicidad, de la Bienaventuranza. Quien confía en el Señor,
aun en medio de crisol del dolor y del sufrimiento, experimenta la felicidad.
Su gozo es confiar en el Señor.
Hemos escuchado el Sermón de las Bienaventuranzas en la pluma
del Evangelista San Lucas. En ellas se resume la actitud fundamental del
creyente; la pobreza, como confianza absoluta en Dios. A diferencia de
San Mateo, San Lucas señala que: “Jesús bajó del cerro con ellos y se
detuvo en un llano”. Lo presenta descendiendo de la montaña, como
Moisés, para entregar al pueblo la Nueva Ley (CF. Ex 19,12ss). Jesús se
revela condescendiente y predica al hombre en una llanura, cara a cara,
no desde lo alto, sino desde la empatía, la solidaridad y la cercanía. El
Evangelista de la misericordia, resalta el hecho de la multitud que acude
para ser revigorizada con la Palabra de Jesús: “Se habían juntado muchos de sus seguidores y mucha gente de toda la región de Judea, de
Jerusalén y de toda la costa de Tiro y Sidón”.
Otro dato que resalta de la narración evangélica que hemos escuchado, es que revela a Jesús “… alzando los ojos a hacia sus discípulos”.
No solamente condesciende, imparte su cátedra desde lo bajo, como si
sus oyentes estuvieran por encima de Él. La mirada hacia lo alto es la
actitud propia de la oración; en las Bienaventuranzas, Jesús suplica al
hombre para que, en su anonadamiento, descubra el camino de la Verdadera Felicidad: La confianza en Dios.
Otra variante de la Bienaventuranzas en San Lucas, es el recurso
al género sapiencial que usa el Profeta Jeremías: las bendiciones y las
maldiciones. Presenta cuatro bienaventuranzas, a las cuales se les oponen cuatro malaventuranzas. La primera Bienaventuranza resume todo el
espíritu del Sermón: “Bienaventurados los pobres…”. En San Lucas,
pobre (pauper – ptochoí), es aquel que se descubre necesitado porque
tiene poco y con mucha fatiga. Su bienaventuranza consiste en que Dios
interviene a su favor; porque es su deber defender al pobre.
La pobreza, en el Antiguo Testamento, era vista como una maldición,
tardíamente fue vista como condición que lleva a confiar en Dios y en su
intervención. En el Nuevo Testamento, a la luz de la Cruz, la pobreza
asume un significado totalmente positivo. En su aspecto de necesidad y
174
“…cosas nuevas y antiguas”
dependencia, lleva, a través de la humillación, a la humildad y a la confianza en Dios, con la ulterior glorificación.
El fruto de la de la santa pobreza es la conquista del Reino de Dios
hoy: “… suyo es el Reino de Dios”. Es la única Bienaventuranza cuyo
fruto se plantea en tiempo presente. La experiencia de la Iglesia lucana
es el don del Reino a los pobres: Zaqueo se despojó a favor de los pobres,
haciéndose pobre (Cf. Lc 19, 1 – 10); los creyentes repartían los bienes
según las necesidades de los pobres (Cf. Hch 2, 45); y no pasaban necesidades, gracias a la comunión de bienes (Cf. Hch 4,32). La bienaventurada
pobreza hace patente el Reino de Dios, hoy; genera solidaridad, comunidad y reconciliación.
A continuación, se van presentando las sucesivas Bienaventuranzas,
en perspectiva de futuro: “Bienaventurados los que tienen hambre ahora, porque serán saciados. Bienaventurados los que lloran ahora,
porque reirán. Bienaventurados serán cuando los odien, cuando los
expulsen, los injurien y proscriban como malo por causa del Hijo del
hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, pues su recompensa
será grande en el cielo…”. El contraste entre la Bienaventuranza principal en presente y las siguientes, en futuro, pretende resaltar el hecho que
con Cristo, la historia presente es una realidad pero todavía no ha llegado
a su consumación. La tensión entre el “ahora” y el “después”, es el espacio mismo de la historia, donde el hombre toma la decisión de confiar o no
en Dios.
En San Lucas, cuando se habla de hambre se trata del hambre real
del pobre que no tiene que comer, el hambre del mendigo Lázaro, cuyo
nombre significa “Dios es mi ayuda” (Cf. Lc 16,21). Se trata del hambre
que Jesús mismo compartió con el hombre (Cf. Lc 4,2). El futuro de saciedad no es sólo escatológico es también actual, cuando el tiempo presente
se convierte es espacio de solidaridad.
El llanto es la manifestación del dolor del pobre hambriento que, golpeado por otras aflicciones, grita y llora. Se trata de la impotencia ante el
mal y la injusticia. El llanto se convertirá en sonrisa, no de venganza, sino
de sorpresa, porque Dios intervendrá a favor del sufriente.
La Bienaventuranza a causa del odio de los hombres, refleja la experiencia de la Iglesia lucana que experimentaba la persecución, sintiéndose
asociada a la pasión de su Señor, de ahí la específica referencia: “por
causa del hijo de hombre”. El motivo de la beatitud consiste en participar
en el misterio de persecución y muerte de Jesús, con la certeza de participar en su vida. En la persecución, la Iglesia se asocia en su sentido más
profundo a la misión salvadora de Cristo, como bien lo proclama San Pablo: “Cumplo en mí aquello que falta a la pasión de Cristo” (Col 1,24).
La desventura principal, en contraposición a la primera Bienaventuranza, es la riqueza que cierra el corazón al hermano: “¡Ay de ustedes,
lo ricos!, porque han recibido su consuelo”. Formulada también en
CiCLo C - tiempo ordiNArio
175
tiempo presente, destaca el hecho que el rico se juega hoy su salvación,
si no reconoce al pobre con quien puede compartir su bienestar, tal como
sucedió con Epulón, indiferente ante el clamor de Lázaro (Cf. Lc 19,1ss).
Su consuelo es patente pero vano y por eso efímero. El pobre siempre
espera que algo cambie, el rico, en cambio, no espera que nada cambie.
Está cerrado en su propia autosuficiencia, ha sustituido la adoración a Dios
por la avaricia de cosas.
Esa hartura vacía, es la fuente de las demás malaventuranzas: “¡Ay
de ustedes, los que ahora están llenos!, porque tendrán hambre. ¡Ay
de los que ríen ahora!, porque tendrán tristeza y llanto. ¡Ay cuando
todos los hombres hablen bien de ustedes!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas”. La riqueza que cierra el corazón
al hermano, lleva a una saciedad animalesca (Cf. Sal 49, 13.21). A la vez,
ese tipo de hartura conduce a una risa de autocomplacencia (Cf. Lc 12,19).
Esa autocomplacencia se extasía en los elogios humanos y busca agradar
a los hombres a cualquier precio, se opone diametralmente a la experiencia de persecución que atravesaba la comunidad lucana.
Escuchamos hoy un fragmento de la Carta de San Pablo a los Corintios, una comunidad que le generó al Apóstol muchos sufrimientos. Parece ser que las especulaciones que confundían a los judíos sobre la resurrección de los muertos y la vida subsiguiente, permearon la fe de los
corintios, razón por la cual, San Pablo se ve en la necesidad de exponer
con contundencia la doctrina a la luz de la Resurrección de Jesucristo. Así
pues, hemos escuchado: “… si se predica que Cristo ha resucitado de
entre los muertos ¿Cómo andan diciendo algunos de ustedes que no
hay resurrección de los muertos?”.
Seguidamente, proclama con igual firmeza el acontecimiento de la
Resurrección como el fundamento de la confianza cristiana: “Si nuestra
esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más
desdichados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos”. El uso de la expresión “el primero de entre los muertos”,
que también se traduce “primicia de entre los muertos”; “primer fruto
de la cosecha”. La expresión significa mucho más que la prioridad en
el tiempo, es una expresión que los judíos utilizaban para la ofrenda del
primer fruto de la tierra. Dicha ofrenda representaba todo el esfuerzo y
el fruto de las siembras. Por tanto, la Resurrección de Cristo implica la
resurrección de todos los que están con Él.
La fe en la Resurrección es la que da nuevo sentido a la vida, de
forma que se pueda predicar el mensaje de las Bienaventuranzas cuya
proclamación hemos escuchado. La Resurrección es el anuncio del triunfo
de la confianza en Dios.
La Virgen María fue la Bienaventurada; pobre y humilde. Ella nos
ayuda a confiar en Dios.
176
“…cosas nuevas y antiguas”
SÉPTIMO DOMINGO DELTIEMPO ORDINARIO
1s 26, 2 .7-9. 12-13.22-23; Co 1, 15,45-49; LC 6, 27-38
“sEan misEricordiosos…”
En la celebración del Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario, la Palabra nos invita a entrar en el corazón de Dios y descubrir que sus latidos
son de misericordia.
El Primer Libro de Samuel nos introduce en la Liturgia de la Palabra,
narrándonos el comportamiento magnánimo de David, cuando perdonó la
vida a su enemigo mortal el rey Saúl, en un acto de generosidad y compasión.
Los libros de Samuel, originalmente, formaban una sola obra, la cual
fue dividida en dos partes, debido a la considerable extensión de la misma.
Abarca un amplio e importante período de la historia de Israel, transcurre
entre el fin de la época de los Jueces y los últimos años del reinado de
David, entre el 1050 y 970 A. C. Israel vive en este tiempo una difícil etapa
de transición, que determina el paso del régimen tribal a la instauración de
un estado monárquico.
Los hechos que relatan los Libros de Samuel están centrados en torno a tres figuras protagónicas: Samuel, el profeta austero; Saúl, el primer
rey de Israel, y David, el elegido del Señor. Aunque de muy diversa manera, los tres tuvieron una parte muy activa en la agitada vida de su Pueblo y
ejercieron sobre ella una influencia decisiva.
El Primer Libro trata sobre el Profeta Samuel y el rey Saúl, mientras
que el segundo narra la historia del rey David. Se relaciona al Profeta
Samuel con los jueces. Se narra su nacimiento, y se relata su educación
en el templo de Silo (Cf. 1S 1-3), siendo conducido y guiado por el viejo sacerdote Elí. Samuel no sólo era juez, sino también sacerdote, capacitado
para ofrecer sacrificios (Cf. 1S 7).
En su presentación de los hechos, el autor del Libro de Samuel recurre al género histórico novelado. La vida de los personajes es presentada
casi con rasgos pictóricos y dramáticos, cargadas de emociones, intrigas,
revanchas y reveses. La narración de hoy es un claro ejemplo de ello.
David, ungido por el profeta de Dios, para ser rey de Israel, llegó a
entrar en la corte del irascible rey Saúl, como intérprete de la cítara, para
calmar sus altibajos anímicos (Cf. 1S 16, 1ss). Después de derrotar a
Goliat, el filisteo, David adquiere una creciente fama, la cual despierta la
enconada envidia del rey Saúl (Cf. 1S 18), quien llegó a atentar contra su
vida, debiendo éste huir y refugiarse en Moab. Saúl decidió aniquilarlo,
persiguiéndolo para acabar con su vida (Cf. 1S 19 – 23).
La Primera Lectura, nos narra la escena en la cual David tuvo la posibilidad de escoger entre la venganza o el perdón. Al encontrar al rey Saúl
profundamente dormido en una cueva en el desierto de Zif, su compañero
CiCLo C - tiempo ordiNArio
177
Abisaí le dijo: “Dios te pone al enemigo en la mano. Voy a clavarlo en
tierra con la lanza de un solo golpe…”. David respondió: “… No le mates. No se puede atentar impunemente contra el Ungido del Señor”;
luego le grito a lo lejos: “Él te puso hoy en mis manos, pero yo no he
querido atentar contra el Ungido del Señor”.
Resalta la alusión que hace David a la condición de Ungido de Saúl,
razón por la cual no debía atentar contra su vida. Todos los cristianos somos “ungidos” por el bautismo y los sacerdotes somos “ungidos” para ofrecer el Sacrificio Eucarístico. Deberíamos tener más presente esta realidad
a la hora de emanar juicios. Cuando lapidamos a un hermano, estamos
atentando contra un ungido del Señor.
Lo más significativo de la narración, es la capacidad de David para
perdonar a su enemigo. David opta por lo más difícil, sobreponerse a sí
mismo y a las insinuaciones vindicativas de su amigo. Cuando se logra
perdonar, uno adquiere el dominio de sí, venciendo la constante invitación
a la venganza que nos propone el mundo. Cuando se perdona al enemigo,
nos liberamos, en cambio, cuando incubamos rencor, asfixiamos el alma y
atrofiamos nuestro espíritu.
El Evangelio que hoy ha sido proclamado, es la continuación de las
Bienaventuranzas que escuchamos el Domingo pasado. Después de proclamar la intervención gratuita de Dios, a favor del pobre que confía en Él,
Jesús señala cómo debe comportarse éste, ante el hermano que le ofende
o le adversa, sobreponiéndose por medio de la misericordia.
Jesús, en el Sermón de las Bienaventuranzas, se dirigía a los que
ponían su seguridad y satisfacción en las riquezas, en esta sección de su
Discurso Programático, se dirige a los pobres que han acogido su mensaje, de ahí, que comience la narración en estos términos: “…a los que
me escucháis les digo”. La pobreza está en conexión con la escucha,
así como la riqueza cierra los oídos, la pobreza los abre para acoger el
mensaje de la Salvación.
En un movimiento in crescendo, Jesús exige cuatro actitudes, para
constatar la vivencia de las Bienaventuranzas, por parte del creyente:
“… Amen a sus enemigos…”: En el mismo Evangelio de San Lucas, Jesús exhorta: “… Amarás a tu prójimo” (Cf. Lc 10,27). En sí,
ambos mandatos se reclaman mutuamente; en definitiva, el enemigo no
es alguien lejano, es alguien cercano, incluso, puede formar parte del círculo de nuestra intimidad, eso es lo que lo hace detestable. El enemigo
es Adán, quien negó a Eva y desconfió de su Creador (Cf. Gn 3,10. 12;
4). Dios se mostró misericordioso con él, dejando intacta su dignidad, así
hemos de actuar con el hermano que nos ofende.
“… Hagan el bien a los que os odian…”: El amor no consiste únicamente en un sentimiento, debe verificarse con hechos más que con palabras. Se trata de la “creatividad de la misericordia”, de la capacidad
para actuar con bondad no artificial hacia el hermano que nos adversa,
178
“…cosas nuevas y antiguas”
aprovechando las ocasiones que Dios mismo presenta. Es difícil hacer el
bien a quien rechazamos, lo conveniente es dejar que Dios presente las
oportunidades. El bien que se hace al enemigo, es, paradójicamente, la
“mejor venganza”, la mejor forma de “desarmar su desamor”.
“… bendigan a los que os maldicen…”: La bendición hacia el enemigo es la respuesta a la Misericordia de Dios. En la Biblia, la bendición,
en sentido estricto, sólo tiene a Dios como destinatario, porque de Él proviene todo bien, se le bendice para que genere muchos bienes. Por eso,
cuando se bendice al enemigo, el beneficiario no es éste, sino quien invoca sobre él el favor de Dios.
“… oren por los que os injurian…”: A quien nos afrenta públicamente, debemos enaltecerlo ante Dios; a quien nos vitupera con ofensas
debemos bendecirlo ante Dios. Así hizo Jesús, cuando oró al padre por
sus verdugos (Cf. Lc 23,34). La oración por el enemigo es el grado superior del amor, el cual pasa por las manos (hacer el bien), por la boca
(bendecir), hasta llegar al corazón (orar).
Después de estas contundentes exigencias sobre el amor al enemigo, expresión de una vida bienaventurada, Jesús nos enseña que al mal
no se le responde con mal, pues lo potencia (Cf. Mt 5,39; Rm 12,21): “…
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la
capa, déjale también la túnica. A quién te pide, dale; al que se lleve lo
tuyo, no se lo reclame. Traten a los demás como quieren que ellos los
traten… Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar
nada: tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos…”. El mal, cuando nos hiere,
nos despoja, tanto moral como corporalmente, generando sentimientos de
venganza, ante él, debemos responder con largueza espiritual, recordando la sentencia de Jesús: “No tengan miedo de los que matan el cuerpo
pero no pueden matar el alma; teman más bien al que puede hacer
perecer alma y cuerpo en el infierno” (Mt 10,28).
Por último, Jesús propone el fundamento de todo su Discurso sobre
la Misericordia: “Sean compasivos como su Padre es compasivo…”.
Se trata de la magna “Regula Aurea” del cristianismo. El reverenciado
Rabino Hillel la presentaba en forma negativa: “No hagas al otro aquello
que te disgusta a ti. Esta es toda la ley, lo demás es comentario”.
Jesús plantea la norma en forma positiva, la norma en sentido negativo es
estática, basta “no hacer”, formulada de manera positiva, invita “a hacer”,
supone la “la creatividad del amor”, cuándo se antepone el “tu” al “yo”.
Concluye este hermoso pasaje evangélico, con los claros señalamientos de Jesús sobre lo que “no hay que hacer”: “… no juzguéis y no
seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y
seréis perdonados; dad y se os dará; os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán
con vosotros”.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
179
El Santo Padre Francisco, al invitarnos a la Peregrinación del Año
Santo de la Misericordia, nos apremia: “Si no se quiere incurrir en el
juicio de Dios, nadie puede convertirse en el juez del propio hermano.
Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia!
Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo
al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del
chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba
sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo
todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente para manifestar la
misericordia. Jesús pide también perdonar y dar; ser instrumentos
del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de
Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa
sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad” (Misericordiae
vultus, n. 14).
Seguimos escuchando como Segunda Lectura, la Primera Carta a
los Corintios. El Apóstol San Pablo, al desarrollar el tema sobre la Resurrección de los muertos, coloca al hombre en medio de una tensión entre,
el primer Adán y el Nuevo Adán, Jesús: “El primer hombre, adán, se
convirtió en ser vivo. El último Adán, en espíritu que da vida… El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del
cielo. Pues igual que el terreno, son los hombres terrenos; igual que
el celestial, son los hombres celestiales. Nosotros que somos imagen
del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial”.
La vida nueva del creyente, consiste en dejarse permear, cada vez
más profundamente por la fuerza vivificadora del Nuevo Adán, hasta dominar los ímpetus del primer Adán. El hombre bienaventurado es, reflejo vivo
del Nuevo Adán, por eso, es capaz amar hasta el extremo a los enemigos,
de la misericordia perfecta, del perdón y de la generosidad plena a la medida del Padre del Cielo.
La Virgen María es la “Bienaventurada”. Ella nos ayuda a alcanzar
cada día nuestra configuración con Cristo, el Nuevo Adán.
180
“…cosas nuevas y antiguas”
OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIOLV 13, 1 – 2. 45. 46; os
eCLo 27, 5 – 8; 1Cor 15, 54 – 58; LC 6, 39 - 45
“obras son amorEs y no buEnas razonEs”
Estamos celebrando el Octavo Domingo del Tiempo Ordinario. La
Palabra se cumple en las obras de amor, las cuales develan los misterios
del corazón humano.
La Primera Lectura está tomada del Libro del Eclesiástico, el cual
forma parte de la Literatura Sapiencial de la Biblia, configurada por cinco
Libros del Antiguo Testamento: Job, Proverbios, Eclesiastés, Sabiduría y
Eclesiástico. La palabra “sapiencial,” hace referencia a la sabiduría, por
lo que, cada obra, en su momento histórico, presenta una serie de máximas o sentencias que tiene como finalidad dar forma a la personalidad del
hombre de fe.
La Literatura Sapiencial, hunde sus raíces remotas en la vida cortesana de los vecinos pueblos de Israel (Vg. Egipto – Mesopotamia), así
como también en la sabiduría popular, hecha de expresiones y de enseñanzas que tienen que abarcan las más variadas realidades humanas (Vg.
La amistad, la religión, la verdad, la justicia, etc.).
El Libro del Eclesiástico, de donde ha sido tomada la Primera Lectura
de hoy, fue escrito alrededor del año 180 A.C., por Jesús, hijo de Eleazar, hijo de Sirác, por lo que su título original era “Ben Sirá” o “Sirácide”.
El Título “Eclesiástico”, es de posterior uso, recurriéndose al mismo para
subrayar su uso oficial en la Asamblea cristiana (Ecclesia), en contraposición con la Sinagoga.
Jesús, hijo de Sirác, fue un judío de Jerusalén, culto y de buena posición, posiblemente funcionario diplomático de Israel ante cortes extranjeras. Era un hombre versado y docto en su religión, de una profunda
espiritualidad (Cf. Eclo 51,13); a la cual unió su vasto aprendizaje, fruto de
sus viajes (Cf. Eclo 34, 9 – 11), llegándose a convertir en “maestro de sabiduría” para los jóvenes (Cf. Eclo 51,23). Fue el nieto de Ben Sirá, quien
recopiló la obra, hacia el año 132 a.C., tal y como el mismo nos lo reseña
en prólogo (Cf. Prólogo).
En su fino estilo sapiencial, el Libro del Eclesiástico, constituye una
defensa del Judaísmo ante el desafío de la cultura dominante helénica
o griega. Ben Sirá, pretende demostrar a los judíos de Palestina y de la
Diáspora, así como a los paganos de buena voluntad, que la auténtica sabiduría reside en Israel, por medio de una magistral síntesis entre Religión
revelada y Sabiduría práctica (Fe y Razón / Ley Divina y Ley Natural).
El pasaje que se nos propone hoy como Primera Lectura, presenta
un tema muy denso; la interioridad del corazón humano: “Las vasijas de
barro se prueban en el horno; al hombre se le prueba en una discusión. El fruto muestra si un árbol está bien cultivado; así, al discurrir
CiCLo C - tiempo ordiNArio
181
se revela el carácter del hombre. Antes de oírlo discurrir no alabes a
nadie; así se prueba a una persona. Si buscas la honradez la alcanzarás, y te adornará como manto precioso”.
Ante una cultura que ponía el énfasis en cánones exteriores de estética, el autor del Eclesiástico, señala que la verdadera belleza de una
persona se encuentra en su interioridad y se refleja en sus actitudes. Se
trata de una interpelación vigente en nuestros tiempos, en los cuales se
mide a las personas por su “belleza”, “éxito” y “apariencia”. La profusión
de certámenes de belleza, publicidades erotizadas y fórmulas de eterna
juventud, dan fe de ello. Esto conduce a que se etiqueten a las personas
como “feas o bonitas”, “exitosas o fracasadas”, “presentables o impresentables”. Esta mentalidad conduce a lo que el Papa Francisco ha denominado como la “cultura del descarte” (Exhortación Apostólica Evangelii
Gaudium, n. 53).
Como Evangelio del día, seguimos escuchando la sección del Discurso inaugural de las Bienaventuranzas. Vivir la dicha cristiana implica,
no sólo la opción por la pobreza evangélica, que estrecha los vínculos de
confianza en Dios, sino además, la magnanimidad superior, que ayuda a
amar y perdonar al enemigo. Profundizando en su enseñanza, Jesús exige ahora que esas actitudes se reflejen en la vida, con las obras.
El Maestro recurre a una comparación y a una sentencia: “¿Podrá
un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está
el discípulo por encima del maestro. Será como el maestro cuando
esté perfectamente instruido”.
Ciego es aquel que carece de luz. En el contexto del ministerio de Jesús, se trata de los fariseos, quienes pretendían salvarse por la observancia perfecta de la ley. Se trata de la ceguera del primer Adán, quien ‘quiso
ser como Dios’ (Cf. Gn 3,5). La ceguera radical es convertirse uno mismo
en medida de la misericordia, olvidando a Dios, fuente de la Misericordia.
Jesús mismo lo advirtió: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían culpa
de sus pecados. Pero como dicen que ven, son culpables” (Jn 9,41).
Los “ciegos” son los “justos según la ley”, los “irreprensibles”, quienes
necesitan convertirse a la Gracia (Flp 3, 6 – 14; Hch 9,8). La tentación de
salvarse uno mismo es fruto del creerse más que el Maestro, no aceptando
la Salvación como misericordia del Padre. Los “iluminados” pueden ver
más allá, con ojos de Misericordia de Dios, quien por cierto, es un “poco
ciego”, su corazón palpita de emoción cuando divisa a lo lejos al hijo que
estaba perdido, corre, lo abraza y le devuelve su dignidad. Él ve la silueta
del hombre desfigurado por el pecado y lo recibe como su hijo (Cf. Lc 15,
11 – 31).
Por eso Jesús invita a ser misericordiosos en nuestros juicios sobre
los hermanos: “¿Cómo es que miras la astilla que hay en el ojo de tu
hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?… Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar
182
“…cosas nuevas y antiguas”
la astilla que hay en el ojo de tu hermano”. La forma más común de
ser “falso maestro”, consiste en conocer lo que Jesús ha dicho y aplicarlo
a los demás mas no a sí mismo. El resultado inmediato de esta actitud
es apagar la Luz de la Misericordia a quien no simpatiza con las propias
ideas. Quien juzga sin misericordia, condena al otro y a sí mismo. Jesús
bien lo señaló: “Porque con el juicio con que juzguen serán juzgados”
(Mt 7,1). El pecado más opuesto a Dios, no es el mal cometido por el hermano, sino la falta de Misericordia que impide su rescate.
Jesús califica a los inmisericordes de “hipócritas”. En el teatro griego
“hipocresía” no significaba “fingir”, sino “actuar”. El hipócrita es el protagonista de un buen guion que él mismo se ha elaborado. El hipócrita es el
viejo Adán, que se vistió de ropajes y actuó delante de Dios la inocencia
de su culpa, inculpando a la que era ‘hueso de sus huesos’ (Cf. Gn 3,8 –
13).
Finalmente, Jesús recuerda que es el corazón humano la fuente de
las obras buenas: “Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la
inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce
por sus frutos… El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca
lo bueno, y el malo, del corazón malo saca lo malo. Porque de lo que
rebosa el corazón habla la boca”. Se trata del árbol de la mentira, tras
el cual se ocultaba el tentador, quien condujo al hombre a vivir en la ilusión de ser juez de sí mismo y de los demás (Cf. Gn 3, 1 – 5). Jesús nos
interpreta muy bien su sentencia, al decirnos: “… lo que sale de la boca
viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre.
Porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias.
Eso es lo que contamina al hombre…”.
Una de las expresiones más clásicas, sobre todo en los círculos eclesiásticos, de la abundancia venenosa del corazón humano es el “chisme”.
El Santo Padre Francisco, al dirigirse a la Asamblea General de Superiores Mayores de Italia, en el año 2014, señala: “Por favor, que no exista
entre ustedes el terrorismo de los chismes. Que haya fraternidad. Si
tienes alguna cosa contra un hermano, se lo dices a la cara. Alguna
vez acabarás a puñetazos. No es un problema. Es mejor esto que el
terrorismo de los chismes”.
Seguimos escuchando como Segunda Lectura, fragmentos de la
Primera Carta a los Corintios. Ahora el Apóstol nos ofrece la triunfante
conclusión de toda una sección de su doctrina dedicada al tema de la Resurrección: “Cuando esto, lo corruptible, se vista de incorruptibilidad
y esto, lo mortal, se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la
palabra escrita «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está oh muerte, tu aguijón?
El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la
ley» ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor
CiCLo C - tiempo ordiNArio
183
Jesucristo!”.
¡Qué importante es el Kerigma en la vida de la Iglesia! No solamente porque es el anuncio esencial de la Evangelización, sino sobre todo,
porque alimenta y sostiene toda la pastoral y la vida de cada creyente.
La Resurrección garantiza la victoria, término que el Apóstol premeditadamente reitera; sobre la muerte, la cual proviene de la ley. No indica con
ello que la ley sea mala, alude a lo que había sido su propia desgracia
antes de su conversión; cuando pensaba que se salvaría sólo por cumplir
las obras de la ley con el esfuerzo de su voluntad. Ello lo había llevado a
ser “dios de sí mismo” y a condenar con impiedad. Ahora, inmerso en la
experiencia del Resucitado, señala que unidos a Él, podemos trascender
nuestros nuestras limitadas dimensiones mortales para llegar a revestirnos
de inmortalidad. Cuando asimilamos el Kerigma, en palabras del gran San
Ignacio de Loyola: “Hacemos todo como si dependiera de nosotros,
sabiendo que al final, depende de Dios”
El Papa Francisco, cuando anima a la Iglesia a proponer un nuevo estilo de Catequesis, en su Exhortación Evangelii Gaudium, nos exhorta en estos términos:
“No hay que pensar que en la catequesis
el kerigma es abandonado en pos de una formación supuestamente
más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio… La centralidad del kerigma demanda ciertas características del anuncio que hoy son necesarias
en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la
obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele
a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad,
y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas
pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige
al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no
condena” (n. 165).
El Kerigma confirma nuestra opción de fe, por eso, cuando nos sentimos descorazonados por la tentación de pensar que es imposible vivir el
ideal del Resucitado, debemos acoger la exhortación del Apóstol: “Trabajen siempre por el Señor, convencidos de que el Señor no dejará sin
recompensa su fatiga”.
María es modelo de Vida Nueva. Ella nos ayuda a forjar un corazón
nuevo que se refleje en obras buenas.
184
“…cosas nuevas y antiguas”
NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
1r 8, 41 – 43; GAL 1, 1 – 2. 6 – 10; LC 7, 1 – 10
dios no tiEnE FrontEras
Nos encontramos celebrando el día del descanso cristiano en el Noveno Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios en este día, nos
recuerda que Dios no tiene fronteras.
La Primera Lectura que se nos ha propuesto, ha sido tomada del Libro de los Reyes, dividido en dos partes hacia el siglo IV A.C., para facilitar
su lectura en la Sinagoga. 1º y 2º de Reyes, narra la historia de los Reinos
de Judá (Reino del Sur); e Israel (Reino del Norte), haciendo hincapié,
particularmente, en la grandeza del reinado de Salomón. Las historias de
estos dos Reinos, son consideradas independientemente, analizadas en
forma exhaustiva y completa. Al estudiarse un reinado, se explica la del
reino hermano en el mismo período.
El Libro de los Reyes, fue escrito para instruir y alentar a los judíos
que habían sido testigos de la catástrofe del Exilio, en el año 587 A.C.,
encontrándose vacilantes en su fe y dubitativos sobre la fidelidad de Yahvé
para con su Pueblo Elegido. El autor no es un historiador, sino un teólogo,
que se sirve de la historia para transmitir una serie de proposiciones teológicas fundamentales: 1) Yahvé no ha sido el culpable de la tragedia de
Israel, sino sus malos reyes; 2) Israel es el Pueblo Elegido, por la Palabra
de Yahvé, dirigida a Moisés en el Sinaí; 3) Yahvé cumplirá la Promesa de
la Dinastía Eterna hecha a David (Cf. 2Sm 7).
La Estructura del Libro de Los Reyes, en su conjunto, es la siguiente:
1) Introducción [1Re 1,1 – 2,46]; 2) Salomón, rey magnífico [1Re 3, 1 – 11,
43]; 3) Historia sincrónica de los dos Reinos [1Re 12, 1 – 2Re, 17, 41]; 4)
Ciclo de Elías [1Re 17, 1 – 2Re 1,18]; 5) Ciclo de Eliseo [2Re 12,1 – 8,
29]; 5) Decadencia de los Reinos [2Re 9, 1 – 17,41]; 6) Los últimos reyes
de Judá [2Re 18, 1 – 25,30)]. La Primera Lectura de hoy, se ubica en la
segunda parte de la Obra, centrada en la figura del rey Salomón.
David tuvo el deseo de construir el templo para el Dios Altísimo
(2Sam 7, 1ss), pero fue su hijo Salomón, el elegido para ese cometido
(1Cro 22, 1ss), emprendiendo su construcción en el año cuarto de su reinado, dándole seguimiento con gran esmero, hasta lograr una edificación
magnífica en honor a Yahvé Dios (Cf. 1Re 6,1ss). Una vez terminada la
obra, Salomón ordenó el ingreso del Arca de la Alianza en el Templo y lo
dedicó solemnemente.
El pasaje que hemos escuchado como Primera Lectura, recoge parte
de la emotiva oración que Salomón dirige a Dios al dedicar el Templo a
Yahvé. Salomón (“rey de paz”), en un raptus de éxtasis, dilata su corazón
y su mente; y contempla en visión a los extranjeros que acudirán al Templo
para adorar al Único Dios: “… Salomón oró en el templo diciendo: Los
CiCLo C - tiempo ordiNArio
185
extranjeros oirán hablar de tu nombre famoso, de tu mano poderosa,
de tu brazo extendido. Cuando uno de ellos, no israelita, venga de
un país extranjero. Atraído por tu nombre, para rezar en este templo,
escúchale tú desde el cielo…Así te conocerán y te temerán todos los
pueblos de la tierra…”.
Israel, al verse sometido por una potencia extranjera, añorando su
retorno a la Patria, pudo haber caído en la tentación de encasillarse en
un nacionalismo religioso, viendo a los demás pueblos como amenazas
a la integridad de sus costumbres. Sin embargo, la propuesta de Yahvé,
siempre será la de la universalidad de la salvación por medio de su Pueblo
Elegido. El mismo Dios poderoso que desnudó su brazo para liberar a su
Pueblo de la esclavitud (Cf. Sal 136,12), se manifestará en su Templo
para que todas las naciones le adoren (Cf. Is 11, 1 – 10; 60, 1 – 6)
Hemos escuchado un fragmento del Evangelio de San Lucas, el
cual se presenta inmediatamente después del Sermón de las Bienaventuranzas, con sus concretas exigencias de Amor hacia los enemigos, Misericordia auténtica y necesidad de obras que avalen la interioridad del corazón. Ahora, Jesús revela la universalidad de su llamado a la Salvación.
La figura central del relato es un centurión, un comandante subalterno de las tropas romanas, el cual, por su rango medio, se movía en el
complicado entramado de las órdenes militares. Era un hombre de obediencia. Jesús se encontraba en Cafarnaúm, ciudad confinante de Galilea,
casi pagana por su cercanía con Fenicia. Con un gentil y en territorio casi
gentil, Jesús corroborará la dimensión universal de su Misión.
Destaca la narración una primera etapa de la fe del centurión; la
disponibilidad: “Un centurión, tenía enfermo, a punto de morir, a un
criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos
ancianos de los judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado”.
Se trata de un pagano bien dispuesto, quien ha escuchado hablar de Jesús. La fe entra por el oído (Cf. Rm 10,17). El camino para hacer la experiencia de Jesús, pasa siempre por la escucha de los testigos, quienes
se convierten en memoria viva de vida y mensaje (Cf. 1Jn 1,1ss). Este
hombre, aun siendo pagano, estaba pronto a recibir la revelación de Jesús. Él, representa a los nuevos gentiles de nuestro tiempo, quienes han
oído hablar de Jesús y quieren verse acogidos por Él.
En un segundo momento, encontramos el rol de Israel en la persona de los ancianos: “… le envió unos ancianos de los judíos, para
rogarle que fuera a curar a su criado…”. San Lucas, quien presenta
una narración sinóptica del relato de Mateo (Cf. Mt 8, 5 – 13), introduce la
figura de los “ancianos”, en griego, “presbíteros”. Con ello, quiere destacar
la misión de Israel de ser sacramento de Salvación para los paganos, de
modo que “Todo el mundo verá la Salvación que Dios envía” (Lc 3,6).
Ese fue el proyecto original de Dios, al llamar al caldeo Abraham, con la
promesa de una descendencia numerosa y ser instrumento de bendición
186
“…cosas nuevas y antiguas”
para todas las naciones (Cf. Gn 22, 16 – 18).
Reaparece en escena la fe del centurión, la cual, pasa a un segundo momento; la obediencia: “… No estaba lejos de casa, cuando el
centurión le envió unos amigos a decirle: Señor, no te molestes…
Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo
bajo disciplina y tengo soldados bajo mis órdenes, y le digo a uno
«ve» y va; al otro «ven» y viene, y a mi criado «haz esto» y lo hace”.
La fe es la obediencia para acoger la voluntad de Dios (ob – audire). La
Palabra del Señor, para obrar, necesita apertura y sumisión. Por eso la
fe del centurión, remite a la fe de Abraham, quien obedeció siempre los
inescrutables mandatos de Yahvé.
El obsequio de la fe del pagano, le confiera una dignidad superior
a la concedida por los ancianos de los Judíos, quienes habían dicho a
Jesús: “Merece que se lo concedas”; y contrastante con la que el mismo centurión se adosaba: “…no soy yo quien para que entres bajo mi
techo…”. Jesús llega a proponerlo como modelo de fe para todo Israel:
“Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande”. El aspecto dominante de la narración, no es el milagro, el cual se constató, sino la
fe del centurión, capaz de despertar admiración en Jesús, quien también,
en otra ocasión se admira de la incredulidad de sus paisanos (Cf. Mc 6,
6).
El centurión, no se sentía digno de recibir a Jesús en su casa,
porque según las prescripciones judías, Él no podía pisar el territorio pagano de su residencia. Muchos, hoy en día, sienten que la Iglesia no puede
pisar su suelo pagano, se sienten excluidos de su atención pastoral. El
Papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, nos ha invitado a ir hacia
las periferias, a tener olor a ovejas, a dejar que nuestra sagrada unción se
esparza hacia todos los hombres (Cf. Homilía para la Misa Crismal, 28 -03
– 2013).
Como Segunda Lectura, hemos escuchado un fragmento de la
Carta a los Gálatas, la cual ya hemos introducido en otra ocasión. Mientras Pablo evangelizaba en Éfeso, hacia el año 56, D.C., le llegaron malas
noticias de las comunidades cristianas de Galacia: Misioneros extraños se
han introducido en las comunidades. Defienden un cristianismo judaizante
extremista. Exigen la circuncisión a los cristianos gálatas, quienes han venido a la fe desde el paganismo. Afirman que, sin la circuncisión, exigida
por la ley judía, no puede el hombre alcanzar la salvación y así producen
confusión en las nuevas comunidades (Cf. Gal 5,2.6.12; 6,12ss). Los falsos predicadores, exigen también la observancia de determinadas fiestas
de un calendario religioso (Cf. Gal 4, 1 – 10).
San Pablo discierne enérgicamente la situación y evita que el cristianismo naufrague convirtiéndose en una secta judía. Detecta que la exigencia de someterse a la circuncisión está dictada, en última instancia, por
una mentalidad, según la cual, el hombre sólo se salva por el cumplimiento
CiCLo C - tiempo ordiNArio
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de las exigencias de la ley. Con su Carta a los Gálatas, San Pablo conjura
el peligro y sale al paso ante los interrogantes: ¿Ley o libertad? ¿Obras de
la ley u obediencia a la fe?
El Apóstol, conscientemente, pone en el vértice de su Carta, su
propio camino de fe, hasta llegar a la condición de Apóstol: “Yo, Pablo,
enviado no de hombres, nombrado Apóstol no por un hombre, sino
por Jesucristo y por Dios Padre que lo resucitó y conmigo todos los
hermanos, escribimos a las Iglesias de Galacia. Me sorprende que
tan pronto hayan abandonado al que les llamó por amor a Cristo, y se
hayan pasado a otro Evangelio”.
Lo que el Apóstol predica no es sabiduría humana sino Palabra de
Dios a los hombres (Cf. Gal 1, 11). Pablo tiene el Evangelio de Cristo, el
único, aquel de donde proviene su autoridad: “No es que haya otro, sino
que hay gente que los está perturbando y quiere alterar el Evangelio
de Cristo. Pero si nosotros mismos o un ángel del cielo les anuncia
un evangelio distinto del que les hemos anunciado, ¡que sea expulsado! Ya se lo dijimos antes, y ahora les vuelvo a repetir: el que les
predique un evangelio distinto del que ustedes han recibido, ¡que sea
expulsado!”.
El Evangelio que Pablo predica es también Buena Noticia para los
gentiles, por lo que no es determinante el pertenecer oficialmente al antiguo Israel, tal como lo corrobora al final de su apasionada Carta: “Estar
circuncidado o no estarlo, no tiene ninguna importancia: lo que importa es ser una nueva criatura. Que todos los que practican esta
norma tengan paz y misericordia, lo mismo que el Israel de Dios” (Gal
6, 15 – 16). Todos, judíos o no, se salvan por la fe en Cristo Jesús.
La Virgen María, es modelo de fe obediente. Ella nos ayuda a emprender el camino de la fe, para ser dignos de la admiración de Jesús.
188
“…cosas nuevas y antiguas”
DÉCIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
1r 17, 17 – 24; GA 1, 11 – 19; LC 7, 11 – 17
dE la Fatalidad a la vida
Como Iglesia de la Pascua, nos reunimos para celebrar el Noveno
Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de este Domingo, nos revela
a Jesús como Señor de la Vida.
Seguimos escuchando, como Primera Lectura, un pasaje del Primer
Libro de los Reyes. Esta vez, de la cuarta parte de la Obra, conocida como
Ciclo de Elías (1R 17, 1 – 2R 1,18). Elías fue el padre del Yahvismo; la fe
en el único Dios Yahvé, en oposición a la fe en Baal, la deidad de la fertilidad de los pueblos cananeos. Es célebre el momento en el cual desafía
a los falsos profetas de Baal, probando que Yahvé es el Dios Verdadero
(Cf. 1R 18).
Antes de este episodio, Elías había anunciado al rey Ahab una gran
sequía de tres años (Cf. 1R 17,1). Cumplido su anuncio, se dirigió hacia
Sarepta, alojándose en casa de una viuda. Allí, el profeta abasteció milagrosamente de harina a la mujer, que había compartido su pan con él a
pesar de su precariedad (Cf. 1R 17, 8 – 16). Así reveló a Yahvé como el
Dios Verdadero que provee el alimento. Luego, al caer enfermo el hijo de
esta viuda, Elías descubre a Yahvé como el Verdadero Dios de la Vida.
En la narración resalta, en primer lugar, la fe fatalista que dominaba a
la mujer, según la cual, su desdicha era un castigo por sus pecados: “… la
mujer dijo a Elías: ¿Qué tienes tu que ver conmigo?, ¿has venido a mi
casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo?”.
En contraste a esta actitud religiosa, resalta la delicada premura del profeta: “Elías respondió: dame a tu hijo. Y, tomándolo de su regazo lo
subió a su habitación donde él dormía y lo acostó en su cama”.
¡Qué importante son los gestos de empatía en la pastoral cotidiana!
Responden a la lógica de la dimensión sacramental de la Iglesia. A veces, un gesto habla más que mil palabras. En nombre de un prototipo de
“sobriedad casi estoica”, despojamos nuestra pastoral de su dimensión
afectiva, como si ello atentase contra la seriedad del mensaje o pusiera en
entredicho la madurez emotiva del agente pastoral. No tengamos miedo
a ser humanos.
Sigue la súplica casi querellante pero confiada del profeta ante
Yahvé: “… Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda la
vas a castigar haciendo morir a su hijo? Después se echó tres veces
sobre el niño, invocando al Señor: Señor, Dios mío, que vuelva al
niño la respiración”; a la cual sigue la escucha por parte de Yahvé: “El
Señor escuchó la súplica de Elías: al niño le volvió la respiración y
revivió. Elías tomó al niño, lo llevó al piso bajo y se lo entregó a su
madre diciendo: mira, tu hijo está vivo”.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
189
La finalidad del relato de la resurrección del hijo de la viuda, como
otros tantos relatos de milagros relacionados con los profetas (Vg. 2R 2, 1
– 8, 29; 20, 1 – 11), es la de enaltecer la fama del profeta y, en consecuencia, la autoridad de sus palabras, avaladas por el mismo Yahvé Dios. De
ahí la conclusión de la narración: “Ahora reconozco que eres un hombre
de Dios y que la palabra del señor en tu boca es verdad”. Vemos pues,
todo un camino de fe en la narración: del nivel fatalista, se pasa al nivel de
la empatía, luego al nivel de la súplica, para concluir con la profesión de fe.
Si un milagro no presupone y alimenta la fe, no es auténtico.
La narración de la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta, así
como la resurrección del hijo de la sunamita (Cf. 2R 4, 32 – 37), sirven de
trasfondo al relato del Evangelio que hoy se nos ha proclamado, en el cual
se narra la reanimación del hijo de la viuda de Naím.
En primer lugar, resalta el encuentro de dos cortejos; el primero, el de
Jesús, un cortejo de vida: “En seguida, Jesús se dirigió a una ciudad
llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud…”; el segundo, el que ofrece la ciudad, es una marcha de fatalidad:
“… cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al
hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba”. Son dos imágenes contrastantes: una multitud jubilosa y una multitud
llorosa. Es el desafío constante de la Evangelización; llevar la alegría, allí
donde la tristeza se impone con contundencia.
Se trata de una situación límite. Si antes Jesús se había enfrentado
a la situación límite de la enfermedad de la hija del centurión (Cf. Lc 7, 1
-10), ahora debe afrontar la más dramática; la muerte del hijo de una viuda. Jesús, con este milagro, va a corroborar lo que había anunciado en el
Sermón de las Bienaventuranzas (Cf. Lc 6, 20 – 23): su opción por los más
pobres. Esta viuda es la más pobre entre los pobres; sin fecundidad, sin
identidad al no tener esposo, sin amor y sin defensa, se encuentra envuelta en una torbellino de fatalidad, en medio del cual, emergerá Jesús para
devolver la esperanza.
Surge la figura de Jesús, en toda su majestad, para manifestar el
poder de Dios: “Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: No llores.
Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron y Jesús dijo: Joven, yo te lo ordeno, levántate. El muerto se
incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre”. En
primer lugar, Lucas, por primera vez en su Evangelio, llama a Jesús con
su título divino: Kyrios (Señor). Luego seguirá recurriendo a ese título con
todo su trasfondo veterotestamentario (Cf. Lc 10,40; 12,42; 13,15; 16,8).
Jesús, es el Señor de la Vida, y así se habrá de revelar a favor de aquella
mujer pobre.
La forma como Jesús cumple el signo, evoca la acción de Elías a
favor de la viuda de Sarepta: Jesús ve, se conmueve, consuela, se acerca,
toca, conjura la fatalidad y devuelve la vida. Jesús se revela como Dios
190
“…cosas nuevas y antiguas”
Humano, capaz de empatizar con las situaciones más extremas del hombre. Él no es como los ídolos, que: “Tienen boca, pero no hablan, tienen
ojos, pero no ven; tienen orejas, pero no oyen, tienen nariz, pero no
huelen. Tienen manos, pero no palpan, tienen pies, pero no caminan;
ni un solo sonido sale de su garganta” (Sal 115, 5 – 7).
El estupor de los presentes, pone en evidencia la finalidad del signo
obrado por Jesús; suscitar y difundir la fe: “Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo. El rumor
de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en
toda la región vecina”. Cuando se da la experiencia del encuentro conmovedor con Jesús, sigue, inevitablemente la alabanza y la proclamación.
Posiblemente, no seremos agraciados con un milagro tan portentoso como
el de la resurrección del hijo de la viuda de Naím, pero si podemos experimentar cómo Jesús viene a nuestro encuentro, en concretas situaciones
extremas; nos ve, se acerca, nos conforta, nos toca, conjura nuestros miedos y nos dice como dijo al muchacho: “… yo te lo ordeno, levántate”.
Esa experiencia conduce a la alabanza y redobla la fortaleza de nuestro
anuncio.
San Pablo, quien en la Segunda Lectura expone el origen de la autenticidad de su mensaje, se nos presenta como modelo de esa experiencia
radical del encuentro con Jesús. Para enfrentar a los falsos predicadores,
que habían sembrado confusión en la comunidad de los Gálatas, el Apóstol, no parte de disquisiciones ni de silogismos. Comienza exponiendo la
fuerza del Kerigma, desde su experiencia de encuentro con el Resucitado:
“Quiero que sepan, hermanos, que la Buena Noticia que les prediqué
no es cosa de los hombres, porque yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Seguramente ustedes
oyeron hablar de mi conducta anterior en el Judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba… Pero cuando Dios,
que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por medio de su
gracia, se complació en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara
entre los paganos…”. Para San Pablo, su encuentro con Jesús fue una
resurrección, considerándose anteriormente muerto por su esclavitud a la
ley (Cf. Rm 7, 1 – 6). La iluminación en Damasco fue un “nacer de nuevo”
y, desde entonces, no dio marcha atrás en su ímpetu evangelizador (Flp
3, 1 -16). Detrás de cada palabra del Apóstol, subyace la experiencia fundante de la revelación del Señor en el camino de Damasco.
San Pablo no vive su ministerio a lo “free lance”, predica dentro de
la comunión eclesial, por eso acude a los Apóstoles para avalar su vocación: “…Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar
a Pedro, y estuve con él quince días. No vi a ningún otro Apóstol,
sino solamente a Santiago, el hermano del Señor”. El Apóstol, desde
el inicio, se reconoció como ministro de una misión confiada por el Señor
CiCLo C - tiempo ordiNArio
191
a favor de los gentiles y, seguramente, la maduró durante tres años en
Arabia. También sabía que debía avalar su misión ante la autoridad de los
Apóstoles de Jesús, para entroncar su mensaje dentro la Tradición Viva,
procedente del mismo Cristo.
La Virgen María es modelo de Fe. Ella supo enfrentar las adversidades desde la absoluta confianza en Dios. Ella nos ayuda a dejarnos tocar
por la fuerza del Señor de la Vida.
192
“…cosas nuevas y antiguas”
UNDÉCIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
s12, 7 – 10. 13; GA 2, 16. 19 – 21; LC 7, 36 – 8, 3
la gracia nos prEcEdE
Nos hemos congregado para celebrar el undécimo Domingo del
Tiempo Ordinario. La Palabra que se nos ha proclamado, nos habla sobre
la Misericordia gratuita de Dios, manifestada abundantemente en Cristo
Jesús.
El Segundo Libro de Samuel nos ha introducido en la Mesa de la Palabra. Los Libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, han sido calificados
en la Tradición cristiana como “Libros Históricos”, ya que narran acontecimientos de la historia de Israel, desde la conquista de la tierra de Canaán,
hasta el final del período monárquico. La Tradición judía, en cambio, los
ha calificado como “profetas anteriores”, para diferenciarlos de los “posteriores” o Libros propiamente proféticos.
Los Libros atribuidos al Profeta Samuel, recogen tradiciones, crónicas de palacio y otros escritos, para llenar el período que va, desde el
principio de la monarquía, hasta el final del reinado de David. La Obra fue
redactada en torno al año 700 A.C. En un principio, los dos Libros formaban una sola obra, siendo dividida aproximadamente en el siglo IV, A. C.,
para facilitar su lectura en la Sinagoga.
Ambos Libros se centran en sus cuatro protagonistas principales:
Yahvé; Samuel; Saúl y David. El hilo conductor de 1º y 2º de Samuel, es la
institución de la monarquía, concedida por Yahvé al Pueblo por medio de
Samuel. La misma, tuvo su inicio con Saúl y se consolidó con David, el rey
ideal, haciendo la salvedad que, para Israel, el Rey Verdadero fue siempre
Yahvé. Los reyes temporales debían ser instrumentos en sus manos, para
cumplir y hacer cumplir su Alianza.
En el Primer Libro de Samuel, en un principio, destaca la figura del
rey Saúl, a quien luego Yahvé retiró su favor por no haberle obedecido (Cf.
1S 15, 1 – 31). Como sucesor suyo, Yahvé escogió y ungió a David, quien,
en la corte, se dedicó, entre otras cosas, a tocar la lira para apaciguar el
atormentado espíritu del rey Saúl (Cf. 1S 16, 1 – 23)
Desde la famosa muerte de Goliat, el filisteo, a manos de David (Cf.
1S 17, 1 – 58), éste adquirió una fama creciente en el pueblo, como conductor y vencedor de campañas militares, despertando la inevitable envidia del rey Saúl (Cf. 1S 18, 5 - 28). Saúl decretó su muerte, debiendo David
huir como tránsfugo errante y bandolero (Cf. 1S 19, 1 - 18), considerado
enemigo de su pueblo (Cf. 1S 22, 1 – 23, 14), y, aún continuando su lucha
contra los filisteos era perseguido por Saúl.
Ante la muerte del rey Saúl (Cf. 1S 31, 1 – 13), David fue ungido
rey en Hebrón (Cf. 2S 2, 1 – 4). Sin embargo, no será sino después de
sucesivas batallas cuando David logrará consolidarse como rey de Israel,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
193
unificado, llegando a reinar cuarenta años (Cf. 2S 5, 1 – 5). Este rey presentado como modelo de reyes, tuvo una vida tormentosa, signada por
confabulaciones, guerras sangrientas y pecados, no obstante, sobre él
pronunció Yahvé la Promesa de la descendencia eterna en la figura de su
Mesías (Cf. 2S 7, 1 – 29).
Habiendo sido escrita para nuestra edificación, la Escritura no oculta
las páginas oscuras de sus grandes personajes, antes bien, las pone en
evidencia (Cf. 1Co 10, 11). Por ello, nos encontramos con la sombría trama de David en torno a la mujer de Urías, amigo y capitán de sus tropas.
Hacia ella, David dirigió sus pensamientos de deseo carnal, consumando
el adulterio con el ulterior embarazo, y, al no lograr que Urías se acostara
con ella, para endosarle la paternidad del hijo de esa relación, lo envió con
una carta para que lo colocaran en el frente más peligroso de batalla y así
propiciar su muerte (Cf. 1S 11, 1. 27). Lascivia, mentira, traición, adulterio
y asesinato; urden esta trama de pecado.
El texto que hemos escuchado como Primera Lectura, nos narra el
reproche del Profeta Natán al rey David por la comisión de tan graves pecados: “…Yo te ungí rey de Israel y te libré de las manos de Saúl; te
entregué la casa de tu señor y puse a sus mujeres en tus brazos; te
di la casa de Israel y de Judá, y por si esto fuera poco, añadiría otro
tanto y aún más ¿Por qué entonces has despreciado la palabra del
Señor, haciendo lo que es malo a sus ojos? ¡Tú has matado al filo de
la espada a Urías, el hitita! Has tomado por esposa a su mujer, y a él
lo has hecho morir bajo la espada de los amonitas. Por eso, la espada
nunca más se apartará de tu casa, ya que me has despreciado y has
tomado por esposa a la mujer de Urías, el hitita”.
Aunque el comportamiento de David fue infame, hay que ir a la raíz
del mismo: se había olvidado de Yahvé, quien lo había beneficiado siempre de manera abundante y gratuita, hasta el punto de creer que podía
disponer de la vida de las personas. El rey, se había olvidado de “El Rey”
que lo había colmado de glorias, victorias y hasta le había entregado la
Promesa Mesiánica.
La imagen de David, quedó restablecida, cuando se postra ante
Yahvé con humildad, para reconocer su pecado y expresar su arrepentimiento: “David dijo a Natán: ¡He pecado contra el Señor!». Natán le
respondió: El Señor, por su parte, ha borrado tu pecado: no morirás”.
El rey recuperó su dignidad, cuando se despojo de la arrogancia que le
hizo creer que todo le era debido, tomando consciencia que era él, quien
debía a Yahvé, el homenaje de su humildad.
Hemos escuchado un fragmento del Evangelio según San Lucas, a
quien venimos siguiendo durante este Ciclo C. Es llamado el “Evangelista
de la Misericordia”, pues, de manera más resaltante, presenta el ministerio
de Jesús a favor de los marginados, por el pecado o por las injusticias
humanas. La narración de hoy, ejemplariza elocuentemente esta carac-
194
“…cosas nuevas y antiguas”
terística del Tercer Evangelio, al describirnos, casi como una pintura, el
encuentro de Jesús con la prostituta en la casa del fariseo.
Tratándose de un fragmento largo, considerémoslo en sus cuatro
secciones:
En la primera sección, nos encontramos con un fariseo que invita denodadamente a Jesús a entrar en su casa: “En aquel tiempo, un fariseo,
rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del
fariseo, se recostó a la mesa”.
Los fariseos tienen su origen en la segunda mitad del siglo II, A.C.,
en tiempo de la revuelta de los hermanos macabeos contra la helenización
de Israel. El término fariseos (ferushim), proviene etimológicamente del
verbo farash, que significa: explicar y separar. Ambas connotaciones expresan muy bien la doble característica de los fariseos, como comentaristas de la Ley; y la estricta observancia de la misma, la cual los separaba,
no sólo de los gentiles, sino también del “judío promedio”.
El fariseo, por su observancia fiel de la ley, generalmente, se creía
merecedor de la salvación, olvidando que la iniciativa provenía, en primer
lugar, de la gratuidad de Dios. Mantenía una relación de “trueque” con
Dios, expresada, más o menos, en los siguientes términos: “yo cumplo y
tu Yahvé me recompensarás”. Seguramente, para el fariseo del Evangelio, la visita de Jesús a su casa, no era más que otro “acto bueno” para
sus méritos ante Dios. Jesús aceptó su invitación cómo acto de suma
generosidad.
En la segunda sección, encontramos la irrupción en escena de la
prostituta, con el consiguiente juicio por parte del fariseo: “… una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse que estaba comiendo en
casa del fariseo, vino con un frasco de perfume, y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus
lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría con sus besos
y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo: Si éste fuera el profeta, sabría quien es ésta mujer que
lo está tocando, y lo que es: una pecadora”.
El hecho fue tan estremecedor, que la fe que abrigaba el fariseo en
Jesús se resquebrajó por su mentalidad segregacionista, al destacar el
contacto físico de Jesús con la prostituta. Jesús se deja tocar por la pecadora, aceptando el homenaje de amor de aquella mujer arrepentida.
La mujer era una meretriz, término que viene del latín: “meretrix”,
que traduce “merecedora”, y se aplica a las prostitutas, por “la paga” que
“merecen” por los “servicios sexuales” que proveen. Cabe esta pregunta:
¿Cuál de los dos personajes se comportaba como meretriz? ¿El fariseo o
la prostituta? La respuesta es definitiva y cuestionante para todos nosotros: El fariseo se comportó como una prostituta, porque estaba convencido que merecía la salvación, por ser “bueno”, mientras que la prostituta,
descubrió en Jesús, al Dios Bueno que derramaba sobre ella toda su miseCiCLo C - tiempo ordiNArio
195
ricordia, entregándole ella todo el homenaje de su conversión, expresada
en aquel perfume exquisito que había adquirido ejerciendo su “profesión”.
Dios nos amó en primer lugar (Cf. 1Jn 4,10) y nos ha capacitado para toda
obra buena.
El seguidor de Cristo, después de experimentar la Gracia del Amor
gratuito de Dios, no tiene otra alternativa que dar lo mejor de sí; en el apostolado, en el testimonio, en la vida familiar, en la respuesta vocacional. Es
lo que significa el frasco de alabastro contentivo del mejor perfume.
La tercera sección del relato, explica el sentido del gesto de la mujer
pecadora. Jesús explica a Simón, lo cual evidencia una enseñanza directa
de Jesús a su Iglesia, siempre tentada a caer en el voluntarismo farisaico,
así como en la clasificación de cristianos de primera, segunda y tercera
categoría: “Y, volviéndose dijo a Simón: … tengo algo que decirte: Un
prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios,
el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos
la deuda. ¿Cuál de los dos amará más? Simón contestó: Pienso que
aquel a quien perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado bien ¿Ves a
esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies;
en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de
besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre
mis pies”.
Dios Padre, en Cristo su Hijo, ofrece el Don de la Salvación, con su
misericordia, a todo hombre, le corresponde a éste dejarse envolver por
ese Amor, reconocer esa Gracia y arrojarse en sus brazos. A propósito,
resalta en el texto la persistente alusión a los “pies” de Jesús, referidos
siete veces. Tal insistencia, no sólo quiere poner de manifiesto el requisito de la humildad para que el hombre llegue a ser destinatario del don
de Dios, sino también, el papel privilegiado que los más pequeños tienen
en el Reino de Dios, sobre todo aquellos que, en razón de su pecado o
de alguna injusticia humana, se encuentran en situación de marginación.
Consideremos al respecto la exhortación del Papa Francisco en la Homilía
de la Misa Crismal del año de inicio de su pontificado:
“… hay que salir a experimentar nuestra unción… en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que
desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en auto experiencias… que vamos a encontrar al Señor:
los cursos de autoayuda… pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida
sacerdotal, pasando de un curso a otro, de método en método, lleva
a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el
Evangelio a los demás…” (FRANCISCO, Homilía Misa Crismal, 28 – 03
– 2013).
La Cuarta sección del texto, pone en evidencia la potestad de Cristo
196
“…cosas nuevas y antiguas”
para perdonar los pecados e iniciar un proyecto nuevo con aquella mujer
que era esclava de malos patrones: “… dijo a la mujer: Tus pecados te
son perdonados”. Así como también, la Fe como el mejor fruto del Don
de Dios, el cual se alcanza en la experiencia de sentirse agraciado por
Dios: “Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz”. La
Fe es fuerte y auténtica cuando ha sido precedida por el encuentro estremecedor con la Gracia de Dios, capaz de suscitar ese llanto gozoso que
inunda el alma y que no es susceptible de cálculos ni de juicios humanos.
San Pablo, sigue acompañándonos en la Segunda Lectura de la
Misa, con la Carta a los Gálatas. Él fue esclavo del voluntarismo de la Ley,
hasta que tuvo aquella experiencia en el Camino de Damasco (Cf. Hch 9,
1 19), descubriendo que no bastaba conocer la Ley y practicarla, siendo
necesario ante todo seguir a Cristo, renunciando a esquemas y prejuicios:
“… olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante…
desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos la misma dirección” (Flp 3, 13. 16).
San Pablo es bien llamado el Apóstol de la Gracia, porque toda su
obra es un testimonio del Poder de Dios, que actúa en el creyente, desbordando la voluntad humana, tal y como hemos escuchado: “… como
sabemos… el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino
por la fe en Jesucristo, hemos creído en él, para ser justificados por
la fe de Cristo y no por las obras de la Ley… he muerto a la Ley, a
fin de vivir para Dios. Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo
yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne,
la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.
Yo no anulo la gracia de Dios: si la justicia viene de la Ley, Cristo ha
muerto inútilmente”.
Debemos ser buenos, con obras de piedad hacia Dios y de caridad
hacia el prójimo, mas ello, no debe nacer, en primer lugar, de nuestra
voluntad, sino de la Gracia de Dios que nos envuelve y nos capacita para
toda obra buena (Cf. Hb 13,21), porque: “Dios nos amó primero” (1Jn
4,10).
María Santísima es la Madre de la Misericordia. Ella nos ayuda a
dejarnos envolver por el Amor de Dios, para vivir según esa Gracia.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
197
DÉCIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
ZA 12, 10 – 11; GA 3, 26 – 29; LC 9, 18 – 24
no hay FElicidad sin EntrEga
Congregados como Comunidad de Fe para celebrar el Día del Señor.
La Palabra hoy nos presenta a Jesús como el Mesías prometido, respuesta de Dios al hombre y fundamento de unidad de la Iglesia.
El Profeta Zacarías nos introduce hoy en la Mesa de la Palabra. Se
trata de uno de los doce Profetas Menores; junto con Oseas, Joel, Amós,
Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Sofonías, Ageo y Malaquías. Zacarías,
nació probablemente en el seno de una familia sacerdotal (Cf. Ne 4,16),
lo cual influyó fuertemente en el estilo de su predicación Su ministerio lo
desarrolló durante los años 520 al 518 A.C. (Cf. Za 1,1. 7,1), es decir, en
los primeros años del Post – Exilio.
Ante el reto de rescatar la identidad de Israel como Pueblo Elegido,
después de los duros setenta años del Exilio, Zacarías, dirige su mensaje
para animar a sus connacionales a confiar en Yahvé, quien daría cumplimiento a sus promesas. Por ello, el Profeta, recurriendo al estilo apocalíptico, proclama visiones de un futuro de esperanza, en los cuales vislumbra
la restauración de Israel en la persona del Mesías.
Son dos los temas principales tratados en la predicación del Profeta:
En primer lugar, dado su linaje sacerdotal, centra su mensaje en la reconstrucción del Templo y la renovación del culto litúrgico; en segundo lugar,
siendo testigo del eclipse de la Dinastía Davídica, proclama la restauración
de la familia real, con la coronación de Zorobabel, descendiente de David y
ascendiente de Jesús, quien gobernó con la asistencia del sacerdote y un
consejo de paz (Cf. Za 6, 9 – 15).
Conviene destacar que Zacarías es uno de los profetas más citados
en el Nuevo Testamento: La figura de los cuatro jinetes apocalípticos (Za
1,7ss / Ap 6, 1 – 8); la mediación de la Ciudad Santa (Za 1,16 / Ap 11,
1 – 2); los dos olivos y los dos candelabros (Za 4, 1 – 3. 11 – 14 / Ap 11,
4 – 10); el rey manso que cabalga en un asno (Za 9,9 / Mt 21,9); el buen
pastor vendido por treinta monedas de plata (Za 11, 12 / Mt 26,15; 27, 9 –
10); el traspasado (Za 12,10ss / Jn 19,37; Ap 1,7); la dispersión del rebaño
(Za 13,7ss /Mt 26, 31).
El Libro del Profeta Zacarías es complejo y no se puede leer como
una obra homogénea. Se distinguen el Primer Zacarías (cc. 1 – 8) y el
Segundo (cc. 9 – 14). Éste último de época posterior, contemporáneo de
Alejandro Magno en las conquistas, del siglo IV, a.C. El Profeta probablemente vio, en el conquistador griego, un destello del reinado universal que
el Mesías habría de inaugurar (Cf. Za 9, 1 – 17). La Primera Lectura de la
Misa de hoy pertenece al Segundo Zacarías.
“Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de
198
“…cosas nuevas y antiguas”
Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí,
a quien traspasaron, se lamentarán por él, como por un hijo único y
lo llorarán amargamente como se llora al primogénito. Aquel día, habrá un gran lamento en Jerusalén, como el lamento de Hadad Rimón,
en la llanura de Meguido. Aquel día, habrá una fuente abierta para
la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el
pecado y la impureza”.
Zacarías, apoyado en la promesa mesiánica (Cf. 2S 7, 16), anuncia
la restauración de la Monarquía, con un personaje enlazado con la Casa
de David. Lo propio y novedoso de la visión de Zacarías, fue que presentó
al Mesías como “el traspasado”. Esta visión, nos lleva a pensar en los
Cánticos del Siervo de Isaías (Cf. Is 42, 1 – 9; 49, 1 – 26; 50, 4 - 11; 52, 13
– 53, 12), los cuales, a su vez, nos remiten a Jesús, quien fue traspasado
por la lanza del centurión (Cf. Jn 19, 33 – 34).
La mirada al traspasado, según la visión del Profeta, generaría una
conmoción universal, generadora de conversión y de vida. Es importante
que no dejemos de identificar en el Crucificado, al Resucitado. Prescindir
del mensaje de la Cruz es desnaturalizar la Redención. Jesús asumió
nuestra naturaleza humana y la rescató de la muerte, desde su propia
muerte en la Cruz.
La contemplación del Crucificado genera vida en el creyente y en el
mundo. Fue esa la convicción de San Pablo, para quien: “… la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden, más para los
que se salvan, es fuerza de Dios” (Ga 1,18); y la contemplación de la
Cruz, le llevó a proclamar: “… con Cristo estoy crucificado… Esta vida
en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó
por mí” (Ga 2,20).
Después de cuatro meses, hemos retomado la lectura continuada
del Evangelio según San Lucas, en los Domingos del tiempo Ordinario.
La abandonamos en el mes de febrero, para celebrar la Cuaresma y la
Pascua, y nos acompañará hasta finales del mes de noviembre.
El Evangelio de San Lucas, consta de siete secciones: 1) Nacimiento
y vida oculta de Juan el Bautista y de Jesús; 2) Preparación del Ministerio
de Jesús; 3) Ministerio de Jesús en Galilea; 4) Subida a Jerusalén; 5)
Ministerio de Jesús en Jerusalén; 6) La Pasión; 7) Después de la Resurrección.
El fragmento del Evangelio, cuya proclamación hemos escuchado,
pertenece a la cuarta sección: La subida a Jerusalén, la cual Jesús emprende, revelándose como el Mesías esperado, cuyo camino no es el de la
gloria humana, sino el del Siervo Sufriente de Yahvé.
El relato comienza contextualizando la revelación en un clima de
oración por parte de Jesús: “Un día en que Jesús oraba a solas y sus
discípulos estaban con él, les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy
yo?”. San Lucas, destaca particularmente, este aspecto del ministerio del
CiCLo C - tiempo ordiNArio
199
Señor; la oración, presentándola como la fuente en la cual vive su comunión con el Padre y de la cual adquiere impulso para su misión, de ella
nace la Iglesia (Cf. Lc 3, 21. 6, 12). Por eso, no existe verdadero apostolado en la Iglesia si no se nutre del poder de la oración.
A continuación, Jesús dirige una pregunta general, con una respuesta también genérica sobre su identidad: “¿Quién dice la gente que soy
yo? Ellos le respondieron: Unos dicen que eres Juan el Bautista;
otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado”. Toda la primera parte del Evangelio de Lucas, se articula en torno al
interrogante sobre la identidad de Jesús.
Cuando Jesús inició su ministerio, sus paisanos se preguntaban:
“¿Acaso no es éste el hijo de José?” (Lc 4, 22); los escribas y fariseos
se cuestionaban: “¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede
perdonar pecados sino sólo Dios?” (Lc 5, 21), así como también, quienes comían con Él, cuando la pecadora le lavó los pies: “¿Quién es éste,
que hasta perdona los pecados?” (Lc 7, 49); San Juan Bautista, desde
la cárcel, mandó a preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos
esperar a otro?” (Lc 7,19); y hasta sus discípulos, al ver su dominio sobre
las fuerzas naturales, se preguntan: “¿Quién es éste, que ordena a los
vientos y al agua, y le obedecen?” (Lc 8, 25). Llega el momento de la
respuesta junto con la revelación mesiánica de Jesús.
Hasta entonces, otros se interrogaban sobre Jesús, ahora será al
revés; Él interrogará sobre su identidad: “Pero ustedes… ¿quién dicen
que soy yo?”. El “ustedes”, se diferencia de “la gente”, y se refiere a
los Discípulos. La Iglesia en gestación, debía cimentarse solidamente en
una sola confesión de Fe. La responsabilidad de la respuesta, no recae,
sin embargo, sobre la “gente”, ni siquiera sobre los Discípulos, se requerirá la Profesión de Fe Apostólica en labios de San Pedro: “… respondió:
Tú eres el Mesías de Dios”. Esa es la única respuesta válida y vigente
sobre la identidad de Jesús y sobre la cual se funda la Fe de la Iglesia.
El mesianismo de Jesús no estará signado por la publicidad, deberá
surgir desde la convicción interior del hombre, por ello, impone el silencio
mesiánico: “… les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie”;
delineando así su misión, según la imagen del “Mesías traspasado”, anunciado por Zacarías y el Siervo Sufriente de Yahvé, revelado por Isaías:
“El hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por
los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a
muerte y resucitar al tercer día”.
El camino de Jesús ha de ser el camino de la Iglesia: “El que quiera
venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz
cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y
el que pierda su vida por mí, la salvará”. Estos tiempos, marcados por
el hedonismo y el placer por el placer, no propician el valor de “dar la vida”,
siendo ésta la verdadera felicidad del ser humano; llegar al final del día y
200
“…cosas nuevas y antiguas”
saber que algo falta porque lo ha sido cedido a otro.
Seguimos escuchando la lectura continua de la Carta a los Gálatas,
testamento sobre la conversión del Apóstol San Pablo, quien hizo de Cristo, el fundamento absoluto de su Fe.
San Pablo nos ha venido hablando sobre la Justificación que adquiere el hombre, no por cumplir las obras de la Ley, sino por creer en Cristo
Jesús. Ahora nos enseña que esa Justificación, da al creyente una ciudadanía nueva en virtud del Santo Bautismo: “Todos son hijos de Dios
por la fe en Cristo Jesús. Los que se han incorporado a Cristo por el
bautismo, se han revestido de Cristo”.
Por otra parte, la Fe en Cristo, rompe cualquier tipo de barreras y
nos constituye en un solo Cuerpo que es la Iglesia: “Ya no hay distinción
entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque
todos son uno en Cristo Jesús”. Se trata de la igual dignidad dentro del
Cuerpo Eclesial, manifestada en la diversidad de ministerios.
María Santísima fue la primera contemplativa del Crucificado. Ella
nos acompaña en nuestra peregrinación de fe en esta vida, configurando
nuestra existencia con el misterio de la Cruz de Cristo.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
201
DECIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
1r 19, 16B. 19 – 21; GA 5,1. 13 – 18; LC 9, 51 – 62
no condicionEmos nuEstra rEspuEsta a dios
Nos congregamos como Comunidad de Fe para celebrar el Décimo
Tercer Domingo del Tiempo Ordinario. Hoy la Palabra nos plantea el tema
del llamado de Dios y la respuesta que Él espera.
La Primera Lectura que se ha propuesto para nuestra consideración,
ha sido tomada del Primer Libro de los Reyes. El Décimo Domingo del
Tiempo Ordinario, tuvimos la ocasión de presentar brevemente esta obra,
compilada en el año VI A.C., en tiempos de la Deportación de Babilonia.
El Libro de los Reyes se fundamenta en tres convicciones, las cuales
el autor recalca reiteradamente:
- La catástrofe que ha sufrido Israel no ha sido a causa
de la infidelidad de Yahvé a su promesa, sino por el ineficiente
desempeño de sus reyes. Todos los reyes del norte y la mayoría
de los del sur, herederos de la promesa Davídica, fueron infieles
a la Alianza y al Templo.
- Israel entra en la historia por la elección de Yahvé, proclamada a Moisés en el Monte Sinaí. Dios es fiel a su Palabra y
no abandonará a su Pueblo.
- La Promesa sobre el Mesías nacido de la descendencia
de David (Cf. 2S, 2, 7), se cumplirá, no obstante su decadencia.
1º y 2º de Reyes forman un cuerpo literario uniforme, en el cual, sobresalen los dos padres del Profetismo en Israel: Elías y Eliseo. Estos dos
profetas son los principales promotores del Yahvismo, es decir, la fe en
Yahvé, el Único Dios, quien, entre todos los pueblos de la tierra, escogió
a Israel como depositario de su Promesa (Cf. Dt 7,6). Por esta razón, nos
encontramos en la Obra con una sección dedicada al Profeta Elías (Cf. 1R
17, 1 – 2R 1, 18); y otra, a Eliseo (Cf. 2R 2, 1 – 8, 29). La Primera Lectura
de hoy, ha sido tomada del Ciclo de Elías y nos narra el relato de la vocación de su ayudante y sucesor, el Profeta Eliseo.
Después de haber derrotado a los falsos profetas de Baal, en el Monte Carmelo, y habiendo padecido la terrible persecución de Jezabel, la
fenicia, esposa del rey Acab, el Profeta Elías, es confirmado en su misión
en el Monte Horeb (Cf. 1R 18, 16 – 19, 14), recibiendo el encargo de ungir
a Eliseo como su sucesor. Se trata de un relato vocacional “sui generis”
o particular, por ser el único, en el cual, Dios llama valiéndose de un mediador. La narración está cargada de profundos contenidos:
Eliseo era un hombre de buena posición económica, lo cual queda
evidenciado por la cuantía de sus bienes: “Tenía doce yuntas…”. Dios
202
“…cosas nuevas y antiguas”
llama cuando la persona está segura, no solamente por su bienestar económico, que le ha permitido mayor tranquilidad; sino también, por su experiencia, prestigio, o, porque sus proyectos presentan buenas perspectivas.
“Elías pasó a su lado y le echó su manto encima”: La llamada
comporta el otorgamiento de una misión con los poderes transmitidos.
El manto tejido de pelo, que usaban los Profetas, era uno de sus signos
distintivos (Cf. 2R 1,8; Za 13, 4); posarlo sobre alguien, equivalía a una
investidura. Es bueno recordar que el elegido no es poseedor de potestad
alguna, sino de aquella que proviene de Dios (Cf. Mt 28, 18 – 19).
Eliseo atiende el llamado de Dios: “… abandonó los bueyes y echó
a correr tras Elías, diciendo: Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te seguiré. Le respondió: Anda y vuélvete, pues ¿Quién te lo
impide?”. Es normal la petición de Eliseo, y la respuesta de Elías, aun
pareciendo áspera, expresa su total acuerdo con lo que ha sido la voluntad
de Yahvé, quien llama a quien quiere, cómo quiere y cuando quiere.
Recuerdo que hace años, estando en una Diócesis de los Estados
Unidos, supe que el Obispo sólo aceptaba como candidatos al Seminario, chicos “out going”, es decir, extrovertidos y locuaces. También he
escuchado a algunos prelados afirmar que los mejores candidatos al seminario, provienen de determinados sectores y líneas de formación. Esas
convicciones, aun cargadas de buena voluntad, pueden ser peligrosas y
excluir a muchos que, no teniendo cualidades resaltantes, o no perteneciendo a determinados grupos, pueden llegar a ser buenos sacerdotes o
consagrados.
El momento culmen de la narración, está signado por la destrucción
de los instrumentos de trabajo y el banquete sacrificial: “… Volvió… tomó
la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio. Con el yugo de los bueyes asó la carne y la entregó al pueblo para que comieran. Luego se
levantó, siguió a Elías y lo servía”. Eliseo renuncia a su vida anterior,
para seguir su nueva vocación como discípulo de Elías; entrega lo que
tiene a los demás como expresión de su total desapego. Toda vocación
supone desapego, renuncia con la casa y la familia, para entrar en una
nueva dinámica y en un camino que solo Dios conoce.
Seguimos escuchando la lectura continuada del Evangelio de San
Lucas. Después de anunciar por segunda vez su proyecto de Pasión,
Muerte y Resurrección, Jesús manifiesta lo que se conoce como la “Opción Mesiánica”: “Sucedió que, como se iban cumpliendo los días de
su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén”.
La “asunción” de Jesús, en la intencionalidad teológica de San Lucas, se entiende como su “Éxodo”, es decir, su paso de la Muerte a la
Vida, por la Resurrección. Este proyecto, Él lo acoge con absoluta entereza y determinación. Existe una traducción más precisa, según la cual:
“Jesús, mientras estaban por cumplirse los días de su asunción, enCiCLo C - tiempo ordiNArio
203
dureció el rostro para caminar”. Jesús refleja la actitud del profeta y
del siervo, que se robustece para la misión, desde la obediencia a Yahvé:
“Mira, yo endurezco tu rostro como el de ellos, y tu frente tan dura
como la suya” (Ex 3,8); “… por eso puse mi cara como el pedernal, a
sabiendas que no quedaría avergonzado” (Is 50,7).
Antes de comenzar su recorrido, Jesús envía sus mensajeros delante de Él: “Envió, pues, mensajeros delante de sí…”. Esta iniciativa,
recuerda la profecía de Malaquías, según la cual, el Día del Señor, estaría
precedido por el pregón de los mensajeros: “Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su templo
el Señor, a quien ustedes buscan…” (Ml 3,1).
El primer obstáculo que debe enfrentar Jesús, en su camino mesiánico, será la intolerancia de los samaritanos y de sus discípulos, quienes
no entendían que su proyecto era de amor y no de condena, que él no
venía a excluir sino a incluir: “Ellos partieron y entraron en un pueblo
de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque
se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron
esto, le dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo
para consumirlos? Pero él se dio vuelta y los reprendió”.
Samaria representaba la infidelidad en el corazón de Israel. Los samaritanos fueron aquellos que habitaron la Palestina, en lugar de los israelitas, durante los setenta años del Destierro. Su judaísmo se confrontaba
con el judaísmo oficial, al aceptar sólo los Libros del Pentateuco y rechazar
a los Profetas, reconociendo sólo a Moisés como el único Profeta de Dios.
No aceptaban a Jerusalén como lugar del verdadero culto, sino el monte
Gerizim, según una tradición que procedía del Patriarca Jacob. Su actitud
intolerante, se enfrentó a la no menor intolerancia de los Apóstoles de Jesús, quienes pretendían invocar sobre ellos, en su nombre, una catástrofe
similar a la de Sodoma y Gomorra.
La intolerancia es el gran obstáculo en la evangelización y la peor
es aquella que nace de fanatismos religiosos. Lo primero que se debe
demoler, en el camino de seguimiento de Jesús, es la ceguera que no nos
permite descubrir las semillas del Verbo, presentes en cada hombre, en
cada cultura y en cada religión. No se puede pretender una Iglesia con
“los mejores”, o con “los que piensan igual”, en polémica con el mundo,
ello va en contra del plan de Jesús, quien nos enseñó que Dios: “… hace
salir su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos…”
(Mt 5, 45).
En contraposición con la firme determinación de Jesús, quien sube
hacia Jerusalén para cumplir su Opción Mesiánica, encontramos las actitudes de aquellos que fracasaron en su posibilidad de seguirlo:
A la determinación de Jesús para la misión, se opone la instalación,
qué implica anclarse en seguridades: “Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: ¡Te seguiré adonde vayas! Jesús le respondió:
204
“…cosas nuevas y antiguas”
Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el
Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. Esta persona no fue
llamada por Jesús, se auto invitó. La vocación no es fruto de una pulsión
interior, sino de la iniciativa de Dios que toca el corazón del elegido. Nadie
puede creerse con derecho al llamado, es Dios quien toma la iniciativa.
Cuando la llamada es genuina, impulsa al elegido a salir de su estado de
instalación, por el contrario, cuando no proviene de Dios, la persona se
vale del estatus que le produce “su vocación”, para instalarse y pensar en
sus propias prioridades.
A la llamada de Jesús se oponen los apegos afectivos: “… dijo a
otro: Sígueme. El respondió: Permíteme que vaya primero a enterrar
a mi padre. Pero Jesús le respondió: Deja que los muertos entierren a
sus muertos; tú, ve a anunciar el Reino de Dios”. El cristiano, sea cual
sea su estado de vida, tiene derecho a amar, pero cuando ha decidido
seguir a Cristo, lo coloca a él por encima de todo amor y deja permear
los demás afectos por ese Amor Superior. Esto lo he visto palpable en las
abnegadas religiosas misioneras, quienes, en la lejanía y sin poder trasladarse, reciben la noticia de la muerte de sus padres y hermanos con gran
temple espiritual, reflejando la serenidad de la Fe.
A la misión a la cual invita Jesús se oponen los condicionamientos:
“Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de
los míos…”. Las condiciones dejan pendientes e inconclusos los asuntos,
nadie puede asumir un proyecto de entrega poniendo condiciones. Nadie
puede decir: “Me caso por la Iglesia pero… ”; “recibo la ordenación sacerdotal pero…”. Quien, en la vida pone condiciones a todo, no concluye
nada. De ahí la respuesta tajante de Jesús: El que ha puesto la mano
en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”. Si se
camina mirando hacia atrás, el recorrido sale torcido.
Seguimos escuchando como Segunda Lectura, la Carta a los Gálatas, también llamada por los expertos: “La Carta Magna de la Libertad
Cristiana”. Desde hace varios Domingos, hemos venido siguiendo la argumentación de San Pablo sobre la superioridad de la Fe en Cristo, con
relación a la Ley de Moisés; combatiendo un tipo de relación con Dios
basada en el cumplimiento externo de preceptos y normas, la cual niega el
primado a la Gracia, que capacita al creyente para toda obra buena.
La Ley en sí, no es mala, es necesaria, pero siempre como un subsidio y no como un fin en sí misma. Más importante que la ley es la rectitud
interna de la conciencia, en la cual se discierne lo bueno y lo malo. El
mismo San Pablo nos ha enseñado que: “… La Ley nos sirvió de guía
para llevarnos a Cristo, a fin de que fuéramos justificados por la fe”.
(Ga 3,24)
Jesús es el modelo de libertad plena, al asumir con firme determinación su camino de entrega. Él ofrendó libremente su vida por amor, para
retomarla con la Resurrección, tal y como lo había anunciado: “Por eso
CiCLo C - tiempo ordiNArio
205
me ama el Padre, porque doy mi vida… Nadie me la quita; yo la doy
voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de
nuevo” (Jn 10, 11 – 18).
Desde esta perspectiva, hemos de comprender la proclama del
Apóstol San Pablo en la Segunda Lectura de hoy: “Para ser libres, nos
ha liberado Cristo, manténgase firmes y no se sometan al yugo de
la esclavitud… su vocación es la libertad: no una libertad para que
se aproveche el egoísmo; al contrario, sean esclavos unos de otros
por amor… toda la ley se concentra en esta frase: Amarás al prójimo
como a ti mismo”. El creyente libre, es el hombre maduro, aquel que no
es esclavo de sus propias apetencias, sino que, por el contrario, es capaz
de dar sin esperar nada a cambio, sin cálculo alguno.
Para el Apóstol, la Libertad cristiana, no se construye exclusivamente
desde la voluntad, sino desde la docilidad al Espíritu de Dios, quien guía
el querer humano en la búsqueda del bien, de ahí, la antítesis que expone
entre “carne” y “espíritu”: “… caminen según el espíritu y no realicen
los deseos de la carne, pues la carne desea contra el espíritu y el
espíritu contra la carne… En cambio, si los guía el Espíritu, no están
bajo el domino de la ley”. La Ley de Moisés sólo puede denunciar lo que
se hace mal, pero no tiene capacidad para ir más allá. Por el contrario, la
vida que Cristo da, hace que el creyente entre en la dinámica del amor. El
Espíritu nos hace Libres para amar y quien ama nunca, se equivoca.
María Santísima es modelo de toda vocación. Ella nos ayuda a responder al llamado de Dios, con la Libertad que sólo Cristo puede dar.
206
“…cosas nuevas y antiguas”
DÉCIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
is 66, 10 – 14C; GA 6, 14 – 18; LC 10, 1 – 12. 17 – 20
El combatE continúa
Nos reunimos como Iglesia Peregrina para celebrar la Santa Misa, en
el Día del Señor. San Justino, en el siglo II, nos ofrece el testimonio más
antiguo sobre la celebración del Domingo y su estructuración fundamental
en torno a la doble Mesa: La Palabra y La Eucaristía:
“El día llamado del sol se reúnen todos en un lugar, lo mismo
los que habitan en la ciudad que los que viven en el campo… se leen
los tratados de los apóstoles o los escritos de los profetas... Luego,
cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar,
con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables.
Después, nos levantamos todos a la vez y recitamos; preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se
trae pan, vino y agua: y el que preside pronuncia fervorosamente preces y acciones de gracias, y el pueblo responde Amén; tras de lo cual
se distribuyen los dones sobre los que se ha pronunciado la acción
de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo
a los ausentes” (1ª Apología Cap. 61: PG 6, 419-422).
Como apreciamos, la estructura básica de la Eucaristía, celebrada
por los primeros cristianos, persevera en nuestras Asambleas Eucarísticas: 1) Proclamación de las Lecturas, Homilía y Preces; 2) Presentación
de los Dones Eucarísticos, Consagración y Comunión de los fieles.
El Profeta Isaías nos introduce hoy en la Mesa de la Palabra. La
Biblia presenta, bajo el nombre del Profeta Isaías, tres Colecciones de
Oráculos de épocas y autores diversos. En las ediciones modernas son
presentadas como:1) El Primer Isaías o Proto Isaías (Is 1,1 – 39,8); 2)
El Segundo o Deutero Isaías (Is 40, 1 – 55, 13); 3) El Tercero o Trito
Isaías (Is 56, 1 – 66,24). Sólo la primera Colección es de autoría directa
del Profeta Isaías, la segunda, de probables discípulos y la tercera de un
autor postexílico.
El Exilio de Israel en Babilonia (607 – 537 A.C.), después de la deportación de Nabucodonosor II, general de los ejércitos asirios, representó,
para el Pueblo Elegido, un acontecimiento estremecedor. Éste hecho histórico fue comparado con la esclavitud de Israel en Egipto y su liberación
por mediación de Moisés, culminando con el pacto de la Alianza en el
Sinaí. Por tal motivo, la cautividad en Babilonia, fue considerada como un
período de depuración de la fe de Israel y el retorno a la patria; una nueva
liberación y renovación de la Alianza entre Yahvé y su Pueblo.
Se distinguen tres etapas en la Cautividad de Babilonia: 1) El Pre
– Exilio; 2) El Exilio; 3) El Post – Exilio. La Obra completa de Isaías, es la
única del Antiguo Testamento que ofrece una mirada amplia de las tres
CiCLo C - tiempo ordiNArio
207
etapas.
El Primer Isaías se contextualiza en el tiempo del Pre – Exilio, por lo
que resaltan las amonestaciones del Profeta contra los gobernantes de
Israel, quienes, por procurar Alianzas políticas con las potencias militares
de la época, habían alejado al Pueblo de la fidelidad a la Alianza.
El Segundo Isaías fue escrito durante el tiempo del Exilio, por lo que
la obra tiene un corte esperanzador, invitando al Pueblo a no perder la
confianza en Yahvé, quien cumpliría su promesa e intervendría para liberarlo.
El Tercer Isaías fue escrito durante el Post – Exilio, cuando el Pueblo estaba regresando a la Patria, después de 70 años, destacándose las
exhortaciones para emprender la reconstrucción del Templo y la Ciudad
Santa de Jerusalén.
La Primera Lectura de la Misa de hoy, pertenece a los Oráculos del
Tercer Isaías, e ilustra el gozo por el retorno a la Patria, presentando a Jerusalén como una madre fecunda y generosa: “¡Alégrense con Jerusalén
y regocíjense a causa de ella, todos los que la aman! ¡Compartan su
mismo gozo los que estaban de duelo por ella, para ser amamantados
y saciarse en sus pechos consoladores, para gustar las delicias de
sus senos gloriosos!”. Hacia Jerusalén confluiría una gran peregrinación de Paz: “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un
torrente en crecida, las riquezas de las naciones”.
Yahvé, en el Oráculo, asume el rostro de esa madre generosa, ofreciendo al Pueblo, su consuelo en la Ciudad Santa: “Llevarán en brazos
a sus creaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño
a quien su madre consuela, así los consolaré yo; en Jerusalén serán
consolados…”.
Con este Oráculo, el Profeta anunció que la historia estaba en manos de Dios y no en la de los gobernantes, quienes pueden dominar el
presente y no estar en el futuro. Estando el Templo y la Ciudad destruidos,
Yahvé permitiría un nuevo comienzo. Fue esta la lección que Israel aprendió después del largo período del Exilio. A veces, nos impacientamos al
ver que las cosas no cambian o que los procesos no se apresuran. Hay
que confiar siempre en la intervención oportuna de Dios, quien, después
de la prueba, nos acogerá como una madre generosa y siempre hará fluir,
como un río, la paz.
Proseguimos la lectura continua del Evangelio según San Lucas. En
el largo fragmento que se nos ha proclamado, vemos cumplida la Profecía
del retorno a Jerusalén, anunciada en la Primera Lectura. Jesús, como
un río de Paz, asciende hacia Jerusalén, enviando antes a Setenta y dos
discípulos a preparar su llegada, en una misión que abraza a todos los
pueblos: “Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y
los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir”.
208
“…cosas nuevas y antiguas”
El número setenta y dos, alude a todas las naciones de la tierra (Cf.
Gn 10), por su parte, el envío de los Discípulos, de dos en dos, hace referencia sobre el valor del testimonio de dos, para reforzar la certeza jurídica
del anuncio; y resaltar la importancia del mutuo apoyo para la misión. En
la Biblia, dos significa, “el comienzo de muchos”. La Misión abraza al
mundo, pero requiere del testimonio y del trabajo en equipo, para que se
multipliquen sus frutos.
Jesús ratifica el horizonte universal de la Misión, por medio de la siguiente imagen: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son
pocos”; señalando el poder de la oración como garantía de su eficacia
y de su fuerza de convocatoria: “Rueguen al dueño de los sembrados
que envíe trabajadores para la cosecha”. La cosecha no es nuestra,
es de Dios; Él, por medio de la oración, fortalece la Misión, agregando
muchos a sus filas.
Los enviados deben identificarse con quien envía, actuando “como…
ovejas en medio de lobos”. Jesús, es el “Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Como Jesús vino a entregarse para la
salvación de todos, así, el enviado, debe entregar su propia vida para que
el mundo tenga vida.
Después de esta introducción a la Misión de los Setenta y dos, sigue
una serie de indicaciones de Jesús para el óptimo desempeño del trabajo
evangelizador:
La pobreza evangélica, es la absoluta confianza en Dios. El misionero se ofrece a sí mismo: “No lleven dinero, ni alforja, ni calzado”. Esta
pobreza, lleva a no gastar tiempo en banalidades sino en desgastarse en
el anuncio: “no se detengan a saludar a nadie por el camino”.
Hay que en entrar en las casas, llevar el anuncio al tejido más íntimo
de las realidades humanas, no basta acercarse; hay que entrar, como lo
hizo Jesús (Cf. Mt 9, 9 – 13). El ingreso en las realidades humanas, debe ir
acompañado del Saludo de Paz, el Shalom, el saludo mesiánico del Pueblo
de Israel: “Al entrar en una casa, digan primero: ¡Que descienda la paz
sobre esta casa!”. No se puede entrar en las realidades humanas desde
una actitud condenatoria, hay que hacerlo desde la mirada de Jesús.
La Misión, tiene como finalidad establecer la Fe en el corazón de los
hermanos, desde la vida compartida: “… Permanezcan en esa misma
casa, comiendo y bebiendo de lo que haya… No vayan de casa en
casa”. La Misión no se desarrolla desde salas situacionales, ni desde
casas parroquiales o palacios episcopales, sino desde la capacidad de
estar “con la gente”.
La Evangelización, no se puede quedar en el ámbito privado, debe
tener también carácter público, tal y como lo evidencia la alusión a las
ciudades: “En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo
que les sirvan”. Tal publicidad se concretiza en la promoción de la persona, signo de la llegada del Reino: “…curen a sus enfermos y digan a
CiCLo C - tiempo ordiNArio
209
la gente: El Reino de Dios está cerca de ustedes”.
El rechazo que experimentó Jesús, también lo experimentarán sus
enviados (Cf. Jn 16, 33), tal desprecio, hay que asumirlo como una oportunidad para reforzar el anuncio: “Pero en todas las ciudades donde
entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan: ¡Hasta el polvo de
esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre
ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca”.
Después de las indicaciones para la misión, tenemos su desenlace,
signado por el retorno de los Discípulos después de haber cumplido con
el anuncio. El gozo es lo que caracteriza la escena: “Los setenta y dos
volvieron y le dijeron llenos de gozo: Señor, hasta los demonios se
nos someten en tu Nombre”.
La sumisión del espíritu del mal, quiere destacar el hecho que el principal enemigo de la misión no es ser humano alguno, ni poder de este
mundo, sino a aquel, que es capaz de “llevar a la perdición el alma y
el cuerpo…” (Mt 10,28). Una vez, un obispo fue interrogado de manera
sarcástica, por un periodista, sobre la existencia del diablo, queriéndolo
inducir a afirmar que él no existía, que lo que existía eran la oscuridad, los
malos deseos, la envidia y los vicios. El Obispo, acertadamente, respondió: “La oscuridad, los malos deseos, la envidia y los vicios, tienen un
dueño: Satanás”. Si Jesús se alegra con el éxito de la Misión, Satanás,
se retuerce de rabia y ataca con mayor furia.
Jesús ratifica la buena noticia de sus emisarios: “Yo veía a Satanás
caer del cielo como un rayo”. La derrota del Espíritu del mal, anuncia la
restauración del orden que él alteró, cuando indujo al hombre a querer ser
como Dios (Cf. Gn 3, 5). El retorno exitoso de los Discípulos, después de
la Misión, evoca la caída de Babilonia, identificada con la caída de Lucifer:
“¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido
abatido a tierra dominador de las naciones!” (Is 14, 12). Cuando la Misión avanza, avanza Cristo y es vencido el dueño del Mal: “Y fue arrojado
el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado diablo, y Satanás,
el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles
fueron arrojados con él” (Ap 12, 9).
El dato, según el cual, Satanás cae en tierra con su demonios, quiere
subrayar el hecho que el combate continuará en la historia del hombre. Ya
el espíritu del Mal no tiene preeminencia sobre el hombre, sin embargo,
se mueve cerca de él, tratando de morderlo, como lo leemos en el Proto
– Evangelio: “Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre su linaje y
el suyo, él pisoteará tu cabeza cuando tu trates de morder su talón”
(Gn 3,15). No obstante esta asechanza, prevalecerá el poder del Evangelio: “Les he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y
para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos”.
La primera asechanza del sobre el misionero será, suscitar su vanidad, uno de sus pecados preferidos, haciéndole ver que la eficacia del
210
“…cosas nuevas y antiguas”
anuncio depende de sus talentos personales y no de quien lo ha enviado,
haciéndole experimentar “la satisfacción del ego”. Jesús interviene, para
hacer ver que la verdadera alegría del misionero, no es creerse salvador,
sino saberse salvado: “No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén
escritos en el cielo”.
En reuniones de párrocos, religiosas, religiosos y expertos en pastoral, se percibe, a veces, una competencia sobre quién lo hace mejor o
quien ha hecho más: “Yo hice, yo hago, yo haré”. El diablo se da un gustazo, valiéndose de la vanidad de tales agentes. Casi nunca se escucha:
“dejemos que Dios haga la obra, somos pobres instrumentos en sus
manos”. ¡Cuidémonos de la soberbia pastoral!
Hasta hoy escuchamos la lectura continua de la Carta a los Gálatas,
a partir del Domingo que viene, comenzaremos a escuchar la Carta a los
Colosenses. El fragmento que hemos escuchado, constituye la conclusión
de la Obra. San Pablo reafirma la tesis sostenida a lo largo de la Carta: La
salvación no procede de la Ley, cuyo signo externo es la circuncisión, sino
de la Fe en Cristo Crucificado: “Dios me libre de gloriarme, si no es la
Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual, el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”.
La asimilación de esta Verdad, engendra al hombre nuevo, restaurando el Edén que el pecado original había trastocado: “… lo que cuenta
no es circuncisión o incircuncisión, sino una creatura nueva. La paz
y la misericordia vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma…”. Si en el árbol del Edén, tuvo origen la ruptura de la comunión del
hombre con Dios, en el Árbol de la Cruz, todo comenzó de nuevo (Cf. Ap
21, 5).
María Santísima exultó de gozo ante la salvación que se gestaba en
su vientre. Ella nos ayuda a ser agentes de la Misión, la cual genera una
Nueva Creación.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
211
DÉCIMO QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
dt 30, 10 – 14; CoL 1, 15 – 20; LC 10, 25 – 37
hagamos nosotros lo mismo
La Fe nos congrega para celebrar la Misa Dominical en el Día del Señor. La Palabra de Dios, en este día, nos invita a descubrir la profundidad
y alcance del Mandamiento del Amor.
El Libro del Deuteronomio, el Quinto del Pentateuco, nos introduce
en la Mesa de la Palabra. El título de la Obra, significa: “Segunda Ley”;
traducción inexacta de Dt 17, 18: “Una copia de esta Ley”. El título hebreo de la misma es: “`lleh haddebrim”, lo cual traduce: “Éstas son las
palabras”.
Gran parte del contenido del Libro del Deuteronomio, se ha identificado con el “Libro de la Ley”, hallado en el templo durante el reinado
de Josías (640 – 609 A.C.), ello, considerando la gran semejanza que se
constata entre su contenido legislativo y la reforma religiosa que éste piadoso rey inició (Cf. Dt 12, 1 – 7 / 2R 23,8ss).
La Obra fue recopilada hacia el siglo VI, y constituye, principalmente,
una explicación de la Ley en forma de homilía o exhortación. Ofrece una
cuidada presentación del tema de la Alianza y de la vida, según sus principios; insistiendo en la relación entre la Revelación y la Palabra de Dios (Cf.
Dt 30, 11 – 14). Esta exhortación está dirigida a la Asamblea de Israel, a
la “Qehl” de Yahvé (Cf. Dt 23), que se convertiría en Iglesia de Dios en
el Nuevo Testamento: Ekklesia tou theou.
Las exigencias morales dirigidas a la Comunidad de la Alianza en el
Libro del Deuteronomio, son consideradas en el marco de una “Teología
del encuentro”, es decir, el Dios de la Alianza se revela y se dona a su
Pueblo, quién a su vez, da su asentimiento. Esta “Teología del encuentro”,
debería estar presente en nuestras Asambleas Dominicales, espacios excepcionales para escuchar a Dios que nos habla hoy y para responderle
con una vida renovada.
El Libro del Deuteronomio se divide de la siguiente manera: 1) Primer
Discurso de Moisés: de Horeb a Moab [Cf. Dt 1,1 – 4,43]; 2) Segundo Discurso de Moisés: Introducción al Libro de la Ley [Cf. Dt 4,44 – 11,32]; 3)
El Libro de la Ley [Dt 12,1 – 28,68]; 4) Discurso final de Moisés; tradiciones
sobre sus últimos días y su muerte [Cf. Dt 29,1 – 34,12]. La Primera lectura
de hoy pertenece a la última sección de la Obra.
El contexto de la Primera Lectura es el de Exilio, experiencia que
estremeció profundamente a Israel, produciéndole un sincero arrepentimiento, el cual restablecería su relación con Dios. Por ello, el inicio del
texto, recurre al Mandamiento Primero, al Shemà Israel (Cf. Dt 6,4 – 5):
“Escucha la voz del señor tu Dios…”. Los reyes de Israel habían asumido una actitud complaciente con los jefes de las potencias vecinas,
212
“…cosas nuevas y antiguas”
buscando sus favores y desvirtuando el verdadero culto a Yahvé, el Único
Dios. El Pueblo recapacita y retorna a la escucha de su Dios.
Este arrepentimiento no se traducirá en el cumplimiento externo de
la Ley, o al conocimiento literal de los preceptos y su estricta observancia,
sino en la interiorización de la voluntad de Dios. Se trata de la conversión
del corazón: “… guardando sus mandamientos y sus leyes, que están
escritas en este libro de la Ley, después de haberte convertido al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma”.
Esta conversión profunda, permitirá al hombre descubrir la Voluntad
de Dios, no escrita en una tabla o en un pergamino, sino en su corazón:
“Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas,
ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién
subirá por nosotros al cielo y lo traerá hasta aquí, de manera que podamos escucharlo y ponerlo en práctica? Ni tampoco está más allá
del mar, para que digas: ¿Quién cruzará por nosotros a la otra orilla
y lo traerá hasta aquí, de manera que podamos escucharlo y ponerlo
en práctica? El mandamiento está muy cerca de ti, en tu corazón y en
tu boca. Cúmplelo”.
Esta exhortación deuteronómica, coincide con las exhortaciones de
dos grandes Profetas exílicos: “Esta es la Alianza que estableceré con
la casa de Israel… pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus
corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jr 31,33); “Les
daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les
arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que sigan mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes” (Ez 36, 26 – 27). Lo importante no es saber lo que Dios quiere, sino descubrirlo desde el corazón.
Esta temática es desarrollada ampliamente en el Evangelio, cuya
proclamación hemos escuchado, tomado de San Lucas. Jesús enseña
al letrado que no basta con intelectualizar o conocer el Mandamiento de
Dios, es necesario, interiorizarlo, descubrirlo en el corazón.
En la primera parte del relato, el Maestro se pone al nivel de su interlocutor: un doctor de la Ley. En Israel, los estudiosos de la Ley, recurrían
al método de preguntas y respuestas sucedáneas, para escudriñar en su
sentido, buscando esclarecer su significado más profundo. Desde esta
perspectiva se inicia el diálogo: “… ¿qué tengo que hacer para heredar
la Vida eterna?”. El problema del legista era pensar en la salvación en
términos abstractos y matemáticos: hacer = salvación. Jesús lo conducirá
del nivel intelectual y voluntarista de la Ley, al nivel del amor.
Partiendo de la óptica legalista, Jesús le responde con otra pregunta:
“¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. Una pregunta provocadora, cuya respuesta era obvia: “El le respondió: Amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas
y con todo tu espíritu, y a tu prójimo, como a ti mismo”.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
213
Jesús conduce al cultor de la Ley, al Mandamiento Original, al Shemà, a lo Esencial: Escuchar al Amor, en Dios y en el Prójimo. No se trata
de saber, sino de escuchar, de tener sensibilidad. Como Yahvé exhortó a
Israel en la experiencia del Exilio a volver a Él, escuchándolo; así, Jesús
invita al jurista a volver al Mandamiento: “Has respondido acertadamente… obra así y alcanzarás la vida”.
En la segunda parte del relato, Jesús rebasa el nivel intelectual de
la Ley, para llegar a su interiorización, cuándo le cuestiona al doctor de la
ley, quien: “… para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: ¿Y
quién es mi prójimo?”. Jesús responde con un relato aleccionador: “La
Parábola del Buen samaritano”.
La introducción de la parábola, evoca al hombre que se aleja de Dios:
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Jerusalén es el lugar de la
Salvación (Cf Is 2, 2 – 5); este viandante, alude al hombre desfigurado
por el pecado, representado en los asaltantes del camino: “… cayó en
manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron…”.
Cuando el hombre desoyó a su Creador, hirió su condición original, mas
Dios, no le dejó en manos de la muerte (Cf. Gn 3, 1 – 15), de ahí la indicación: “… dejándolo medio muerto”. El pecado jamás destruirá del todo
la imagen original de Dios en el hombre, siempre habrán de quedar en él
signos vitales de la Gracia.
Aparecen dos personajes, representantes de la Ley: Un sacerdote y
un levita. Ellos, también descendían de Jerusalén, por lo que estaban en
la misma situación de aquel hombre; se estaban alejando de la Salvación:
“… bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino…”. Su situación era agravante, porque conocían la letra de la Ley, pero desconocían
su Esencia: El Amor. Me viene a la memoria lo que mi mamá siempre nos
decía y que me ha servido tanto de sacerdote: “No se puede dejar de
amar a Dios, por amar a Dios”.
El tercer personaje que entra en escena, va en dirección opuesta al
viandante herido, al sacerdote y al levita: “… un samaritano que viajaba
por allí…”. Mientras que todos se alejaban de Jerusalén, el samaritano
viajaba de Samaria a Jerusalén. Samaria representaba la impiedad pagana en Israel, sin embargo, un hijo de ese pueblo fue capaz de descubrir la
voz de Dios en el hombre herido, más allá de las prescripciones legales:
“Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite
y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un
albergue y se encargó de cuidarlo”.
El Buen Samaritano es Jesús, que se acercó al hombre alejado, haciéndose semejante a él, en todo, menos en el pecado (Cf. Jn 1, 14; Ga
4,4; Hb 4, 15); sanó sus heridas con sus llagas (Cf. Is 53,5); cargó sobre sí
sus pecados (Cf. Is 53, 10 – 11; Jn 1,29); y lo condujo a la Iglesia, donde
sigue teniendo cuidado de él.
214
“…cosas nuevas y antiguas”
La Iglesia es la “Posada” en la cual el hombre, herido por el pecado,
debe ser cuidado. Ella está provista de los medios para cumplir esa misión, representados en el desembolso del Buen Samaritano: “… sacó dos
denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: Cuídalo…”.
Esos dos denarios, pueden representar el doble mandamiento del Amor
a Dios y al Prójimo, la Ley y el Evangelio, La Palabra y los Sacramentos,
en definitiva; los medios de salvación, confiados a la Iglesia, para cuidar
al ser humano.
Por su parte, la Iglesia debe dedicarse denodadamente a su Misión,
fructificando los Dones de Dios (Cf. Mt 25, 14 – 30), de ahí, la acotación del
Buen Samaritano: “… lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”. En
su Segunda Venida, Jesús no nos juzgará sobre cuánto sabemos sobre el
Amor, sino sobre cómo hemos vivido el Amor: “Vengan, benditos de mi
Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el
comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de
comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Cf. Mt 25, 35 – 36).
Al final del relato, Jesús retoma la dialéctica de su interlocutor, con
una pregunta cuya respuesta le permite dejar por sentado que el Mandamiento de Dios no está contenido en la Ley escrita y aprendida, sino en
su interiorización, en un corazón capaz de escuchar: “¿Cuál de los tres
te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones? El que tuvo compasión de él, le respondió el doctor. Y Jesús
le dijo: Ve, y haz tu lo mismo”. Para Jesús, lo importante no es saber,
en términos intelectuales, quién es el prójimo, sino descubrirse prójimo del
hermano que sufre.
Comenzamos hoy la lectura continua de la Carta a los Colosenses,
de la cual hemos escuchado un fragmento en la Segunda Lectura. Junto
con Efesios, Filipenses y Filemón, constituye el grupo de Cartas de la cautividad de San Pablo. Fue escrita cuando éste se encontraba prisionero
en Roma, entre los años 61 al 63 D.C. Colosas era una ciudad de Asia
Menor, situada a unos doscientos kilómetros al este de Éfeso. Pablo, no la
evangelizó personalmente, sino que confió esa misión a Epafras, uno de
sus discípulos, que era natural de allí (Cf. Col 1,7).
Cuando este colaborador fue a visitarlo, mientras el Apóstol se encontraba prisionero en Roma, le hizo saber el grave peligro que amenazaba a aquella comunidad. Detrás de una falsa “filosofía”, algunos trataban de difundir una doctrina adoradora de “seres espirituales” que rigen
el universo (Cf. Col 2, 8. 16 – 23). Estas doctrinas eran el resultado de
influencias judías y paganas. En ellas se afirmaba que había ciertos seres
angélicos que dominaban los asuntos humanos e incluso toda la creación.
Era por consiguiente, de suma importancia, adquirir un “conocimiento” de
estos súper seres y de su manera de actuar, para tener su favor. Cristo
CiCLo C - tiempo ordiNArio
215
era considerado uno más de estos seres superiores.
Pablo, asumió su deber de salir al paso de estas creencias peligrosas,
dejando bien sentada la absoluta suficiencia de Cristo, en su función con
respecto al universo. Tenía que señalar cómo, la Plenitud de la Divinidad
(Pleroma), no podía ser compartida por una multitud de intermediarios; ella
reside totalmente en Cristo (Cf. Col 1,19; 2,3.9). Mediante su muerte en la
Cruz, Cristo ganó la victoria, sobre las fuerzas que se estimaban dominadoras del universo (Cf. Col 2,15).
Pablo, en su intención evangelizadora, recurrió a un Himno que entonaban las primitivas Asambleas Cristianas, como también a evocaciones
de la Literatura Sapiencial que recuerdan el papel de la Sabiduría personificada en la creación, que gobierna armoniosamente el universo (Cf.
Sab 9,1; Pr 8, 22 – 31). Este Himno Cristológico se puede dividir en dos
estrofas:
La Primera estrofa, se concentra en Cristo, la Palabra Encarnada,
principio pre – existente de toda la Creación: “El es la Imagen del Dios
invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron
creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres
visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. El existe, antes que
todas las cosas y todo subsiste en él”.
La segunda estrofa, presenta a Cristo como Cabeza de la Iglesia y,
por ende, fuente de toda autoridad en su seno, en virtud de su Resurrección, por la cual se operó la redención del hombre y de la creación entera:
“El es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. El es el
Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que
él, tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera
toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo, todo lo que existe
en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz, por la sangre de su
cruz”.
María Santísima, por su “Sí”, portó el “Verbo Encarnado” en su seno
virginal, nadie mejor que ella nos puede ayudar a escuchar el Mandamiento del Amor que palpita dentro de nuestros corazones.
216
“…cosas nuevas y antiguas”
DÉCIMO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
GN 18, 1 – 10ª; CoL 1, 24 – 28; LC 10, 38 – 42
pErcibamos El paso dE dios En nuEstras vidas
Nuestra Fe Pascual nos congrega para celebrar la Santa Eucaristía
en el Día del Señor. La Palabra de Dios nos invita a agudizar nuestra fe
para saber percibir el paso de Dios en nuestras vidas.
La Primera Lectura de este Domingo está tomada del Primer Libro de
la Biblia, el cual forma parte los cinco libros del Pentateuco: El Génesis.
La Biblia de Jerusalén, presenta una introducción, según la cual: “El
Génesis, es el resultado de una amplia síntesis de tradiciones, leyendas, pequeños poemas y formulaciones de la fe israelita, que se
fueron elaborando, en un ambiente de educación religiosa de Israel.
Tiene dos apartados: Prehistoria de la humanidad y Prehistoria de
Israel, precedidos de una solemne introducción. Las líneas maestras del Génesis son: Dios es el creador del universo, está cercano al
hombre, rige la historia y ha elegido a unas personas para formar su
pueblo. La elección se enmarca en bendiciones y promesas”.
Las dos secciones señaladas, tratan, respectivamente, sobre la
creación del cosmos y del hombre, su estado de comunión original con el
Creador y la irrupción del pecado como realidad que desfiguró la Gracia
Original (Cf. Gn 1, 1 – 11, 32); y sobre la Historia de los Patriarcas (Abraham, Isaac y Jacob), signada por la Promesa de una descendencia y el
Don de la Tierra, lugar donde se consolidaría el Pueblo Elegido (Cf. Gn
12,1 – 50,26). La Primera Lectura de este Domingo, ha sido tomada de la
segunda sección del Libro del Génesis.
Abraham fue el Primer Patriarca de Israel, oriundo de Ur de los Caldeos, en el sur de Mesopotamia, hoy Irak, a quien Yahvé llamó, pidiéndole
que dejara su tierra y su parentela, con la promesa de constituir una gran
nación. Abraham quien era un hombre entrado en años y de holgada estabilidad, obedeció el llamado de Yahvé y se dejó conducir por los caminos
de la geografía divina (Cf. Gn 12, 1 – 5), los cuales, sólo se podían recorrer desde la absoluta confianza en Dios. Por ello se le reconoce como el
“Padre en la Fe”.
En la Carta a los Hebreos, se expone la explicación más lúcida sobre
el significado de la Fe: “… es garantía de lo que se espera; la prueba
de lo que no se ve…” (Hb 11, 1), resaltando la figura del Patriarca, como
modelo de confianza en Dios: “Por la fe, Abraham, al ser llamado por
Dios, obedeció y salió para el lugar que habría de recibir en herencia,
y salió, sin saber a dónde iba…” (Hb 11, 8).
Abraham recibió la Promesa de Yahvé, la cual se habría de concretar
en una descendencia incontable y en el Don de la Tierra (Cf. Gn 17, 1 – 8).
El primer presupuesto de esta Promesa, le resultaba difícil de vislumbrar,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
217
siendo su esposa Saray de avanzada edad. No pudiendo concebir hijos
con su esposa, ésta propició que se uniera a Agar, la esclava egipcia, con
la cual concibió a Ismael, tronco ancestral del pueblo árabe, depositario
también de la bendición de Yahvé (Cf. Gn 16, 1 – 16).
No sería Ismael el eslabón para el cumplimiento de la Promesa, la
cual se fundaría en lo que Yahvé había dispuesto y no en lo que acordaran
los hombres. Es lo que nos quiere resaltar el relato de la Primera lectura.
Abraham, por su fe, supo percibir el paso de Yahvé en su vida, quien se
acercó a él para cumplir su Promesa: “En aquellos días, el Señor se
apareció a Abraham, junto a la encina de Mambré, mientras él estaba
sentado a la puerta de la tienda, porque hacía calor. Alzó la vista y
vio a tres hombres en pie, junto a él. Al verlos corrió a su encuentro,
desde la puerta de la tienda y se postró en tierra, diciendo: Señor, si
he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo…”.
La descripción del Profeta; sentado, a la puerta y bajo el sol, ilustra
magistralmente lo que es la Fe. La Fe es espera, a veces larga, que puede llevarnos incluso a sentarnos bajo las inclemencias de las dudas. Sin
embargo, cuando está viva, es capaz de intuir la chispa de la presencia de
Dios, para levantar nuestra mirada e incorporarnos nuevamente.
La Fe conduce al creyente a acoger con alegría el paso de Dios en
la propia vida, como vemos en la actitud de espléndida hospitalidad del
Patriarca: “Señor mío… te ruego que no pases de largo… Lávense
los pies y descansen a la sombra del árbol… iré a buscar un trozo
de pan, para que ustedes reparen sus fuerzas antes de seguir adelante. ¡Por algo han pasado junto a su servidor! Ellos respondieron:
Está bien… Abraham fue rápidamente a la carpa donde estaba Sara
y le dijo: ¡Pronto! Toma tres medidas de la mejor harina, amásalas y
prepara unas tortas. Después fue corriendo hasta el corral, eligió un
ternero tierno y bien cebado, y lo entregó a su sirviente, que de inmediato se puso a prepararlo. Luego tomó cuajada, leche y el ternero ya
preparado, y se los sirvió. Mientras comían, él se quedó de pie al lado
de ellos, debajo del árbol”.
El gesto de Abraham evidencia que a la intuición de la Fe, sigue la
Alabanza a Dios, como lo señala la Carta a los Hebreos: “… Sin fe es
imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios, ha de creer que
existe y que recompensa a los que le buscan” (Hb 11,6). La Fe, no es
sólo un compendio de “fórmulas doctrinales” que hay que creer, es esencialmente: Espera de la manifestación de Dios, acogida de la misma, y el
consiguiente obsequio del afecto hecho Alabanza.
Desde estas actitudes, Dios puede trazar su Plan en la vida del creyente, como hizo con Abraham. Ismael, había sido, de alguna manera,
fruto de los planes de Sara y de Abraham, no de los planes de Dios. La
Promesa no se cumpliría, sobre la base de cálculos humanos, sino desde
la conjunción entre Fe y Voluntad de Dios: “Ellos le preguntaron: ¿Dón-
218
“…cosas nuevas y antiguas”
de está Sara, tu mujer? Ahí en la carpa, les respondió. Entonces uno
de ellos le dijo: Volveré a verte sin falta en el año entrante, y para ese
entonces, Sara, habrá tenido un hijo”.
Abraham percibió, desde la sensibilidad de la Fe, la presencia de
Dios, y la acogió con esmero y dedicación. Dos actitudes fundamentales
deben resaltar en la respuesta del hombre a la Intervención Divina en su
vida: la sensibilidad y la acogida.
Desde esta perspectiva, podemos abordar el pasaje del Evangelio
que hemos escuchado, tomado de San Lucas. Al enmarcar gran parte de
la vida y obras de Jesús, en el contexto de un viaje de subida hacia Jerusalén (Cf. Lc 9, 50 – 19, 27), el Tercer Evangelista, presenta la Fe como un
camino que Jesús va trazando y que exige en el creyente la sensibilidad
para reconocer su huella en la propia vida.
Cansado por la larga caminata, Jesús llega a la casa de sus amigos: Marta, María y Lázaro. Como vemos, Jesús tenía una familia amiga,
con la cual se sentía con la confianza suficiente como para buscar alojo
y reparo. No son muchas las familias formadas como para dar cobijo a
un consagrado. La tendencia que existe es la de envolverlo como si fuera
un hijo, cosa que no es adecuada, pues el consagrado, ha subordinado,
libremente, el poder de los afectos familiares al Poder del Amor de Dios.
Otra tendencia, es la de ver al consagrado como un “capellán familiar”,
lo cual tampoco es conveniente, pues éste se debe a todos. La peor de
las actitudes, es la de verlo como un gran logro social, exhibiéndolo en la
vitrina de la cristalería de la familia: “!soy amigo o amiga del padre fulano!”.
La familia que acoge a un consagrado debe hacerlo con madurez cristiana,
recordando que él pertenece a Dios y ayudándolo a afianzar ese vínculo
de consagración.
Las dos hermanas de Lázaro, acogen al Maestro y su numeroso grupo de acompañantes. Marta, con gran diligencia hospitalaria y María, escuchando abstraída sus enseñanzas: “Mientras iban caminando, Jesús
entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en
su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies
del Señor, escuchaba su Palabra”. Es de acotar que para la época,
una mujer no podía ser admitida en la escuela de un Rabino, por lo que la
escena era altamente contrastante desde el punto de vista cultural. De ahí
se comprende también la intervención de la azarosa Marta, quien hacía lo
que era habitual en el caso: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me
deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”.
Suele simplificarse el sentido del relato, identificando en Marta la
acción y en María, la contemplación, privilegiándose a la segunda como
superior. De ahí que haya surgido la antipática oposición entre acción
y oración, llegándose a afirmar, casi doctrinalmente, la superioridad de
algunos estados de vida por encima de otros en la Iglesia.
La respuesta de Jesús a Marta, ofrece la clave de comprensión del
CiCLo C - tiempo ordiNArio
219
relato: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin
embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria, María eligió la mejor parte, que no le será quitada”. El problema de la hermana
mayor, no era su dedicación a los quehaceres, sino el haberse dejado
dominar por la preocupación y la agitación. Se dice que esta es la era de
la ansiedad, fruto de la poca capacidad del hombre actual para superar la
curva del estrés, quizás sea en gran parte, porque su sentido de Fe ha sido
sustituido por el eficientismo, haciendo de su vida una constante competencia con otros y consigo mismo.
Marta y María, acogieron, cada una a su modo, el paso del Señor.
Ciertamente, María supo ver más allá, como Abraham, pero también Marta
se esmeró en dar la honra necesaria al Hijo de Dios, como hizo el Patriarca con los tres Divinos Personajes. A veces somos como Marta, otras,
como María; busquemos siempre el equilibrio sano entre intuición y acción, como Abraham.
Proseguimos la lectura continua de la Carta a los Colosenses. El Domingo pasado, abordamos la clave de lectura para comprender esta Carta
del Apóstol San Pablo, expresada en el Himno Cristológico que la introduce. San Pablo, presentaba a Jesús como el Hijo de Dios, único Mediador
entre Dios y los hombres, Co – Creador con el Padre y Reconciliador de
toda la creación y de la humanidad. De este modo, San Pablo enfrentó las
corrientes ideológicas que amenazaban la Fe cristiana en Colosas, según
las cuales, existían “seres espirituales superiores”, que dirigían el destino
de mundo y del ser humano, asimilando a Jesús como una más de estas
“entidades divinas”.
El problema de hace dos mil años, pareciera que se revive en Venezuela, en una seudo religión conocida como “la santería”, cuyos orígenes
se remontan a pueblos africanos de Nigeria, llegando a nuestras tierras
latinoamericanas, por medio del tráfico de esclavos en tiempos de la Colonia, sobre todo en Haití, República Dominicana y Cuba. Estos pueblos
divinizaban a sus ancestros, identificándolos con “fuerzas de la naturaleza”
o “poderes guerreros”.
A estos ancestros divinizados, se les conoce como “orishas”, y se les
invoca para pedir prosperidad en los negocios, buena suerte, etc. Los esclavos africanos, recibían los sacramentos por imposición, y, no habiendo
recibido una evangelización profunda, adoraban a sus “orishas” detrás de
las imágenes de algún Misterio de la vida del Señor o de algún santo católico. Así por ejemplo, detrás de Santa Bárbara, se adora al orisha “chango”,
diosa de la guerra; detrás de la Virgen de la Candelaria, se adora al orisha
“oyá”, dueña de los vientos, de las centellas y de los temporales. Detrás
del Santo Niño de Atocha, es decir de Jesús en su Infancia, se adora al
orisha “eleguá”, dueño de los caminos y del destino. En este sistema religioso, Jesús no es el Hijo Único de Dios Salvador, sino un “orisha” más.
Estas “divinidades ancestrales”, ajenas a la vida de las personas,
220
“…cosas nuevas y antiguas”
deben ser apaciguadas, por medio de sacrificios de animales. Por eso
vemos, a veces, en las puertas de los templos o en las calles, palomas y
gatos negros degollados. Los santeros, quienes, por medio de sus babalaos, practican la magia y la adivinación, a través de caracoles y la tabla
Ifá, piden los sacramentos del Bautismo, la Comunión y Confirmación, ya
que, según ellos, confieren un poder adicional.
A los hermanos que ingenuamente han caído en esta seudo – religión, hay que decirles que están equivocados, se han alejado de Jesucristo, el Hijo Único de Dios, hecho hombre, quien nos compró con el Único
Sacrificio que salva: su Sangre derramada en la Cruz (Cf. Hb 10, 5 – 10;
1Co 6,20; Ef 1,7). Los Sacramentos no confieren un “poder adicional”,
transmiten la Gracia de Dios, la Vida Divina, y deben ser recibidos desde
la Fe en Cristo, no desde la fe en divinidades ancestrales: “… hechura de
manos humanas, tienen boca y no habla, tienen, ojos y no ven, tiene
oídos y no oyen… ¡Sean como ellos los que los hacen!” (Sal 115, 5 –
6. 8). Quien ha dejado de ser católico, para simpatizar con la santería o
para practicarla abiertamente, como el patriarca fallido Esaú, ha cambiado
la Primogenitura por un plato de lentejas (Cf. Gn 25, 29 – 34, Hb 12, 16 –
17). El fenómeno de la Santería representa un desafío pastoral, que debe
ser enfrentado desde la Evangelización, es decir, con la proclamación firme y clara de Cristo, el Único Mediador entre Dios y los hombres.
En la Lectura que hemos escuchado, San Pablo, hábil evangelizador, recurre a términos propios de las corrientes que proliferaban en
Colosas. La Evangelización comporta, como decía San Ignacio de Loyola,
“meterse en lo de ellos, para salirse uno con la suya”. Así pues, San
Pablo habla del “misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos
y generaciones”, para luego proclamar el contenido concreto de la Revelación Cristiana: “Dios ha querido dar a conocer a los suyos, la gloria
y riqueza que este misterio encierra para los gentiles: es decir, que
Cristo, es para ustedes, la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo, amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para que todos lleguen a la madurez
en su vida en Cristo”.
María Santísima es la mujer de Fe sensible. Ella nos ayuda a acoger
el paso de Jesús en nuestras vidas, para proclamarlo como nuestro Único
Salvador.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
221
DÉCIMO SEPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
GN 18, 20 – 32; CoL 2, 12 – 14; LC 11, 1 – 13
“cuando orEn digan: padrE…”
Como peregrinos hacia la Patria Eterna, nos detenemos en el Camino para celebrar la Santa Misa en el Día del Señor, en el Décimo Séptimo
Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de hoy nos habla sobre el
poder de la oración perseverante ante un Dios misericordioso, siempre
dispuesto a atendernos.
Seguimos escuchando, en el Libro del Génesis, la historia del Patriarca Abraham, nuestro Padre en la Fe. El Domingo pasado, considerábamos
la vocación del Patriarca, llamado a seguir los caminos de Dios, animado
por la Promesa de una Descendencia numerosa y la posesión de la Tierra
en la cual se asentaría el Pueblo Elegido (Cf. Gn 17, 1 – 8). Ambas realidades parecían inalcanzables, por su avanzada edad y la de su esposa
Sara, así como también, por ignorar dónde se encontraba esa Terra prometida. Sin embargo, la Fe le movía, entre la garantía de la Promesa de
Dios y lo incierto de lo que no veía (Cf. Hb 11, 1).
El Cardenal Ratzinger, luego Benedicto XVI, en su Obra, Introducción al Cristianismo; nos ofrece una bella explicación sobre el significado
del Acto de Fe: “nadie puede demostrar a otro la existencia de Dios y
de su reino; ni siquiera el creyente puede demostrársela a sí mismo…
por muy justificada que se sienta… la incredulidad, no podrá librarse
de la comezón de que quizás sea verdad. Nadie puede sustraerse a
la duda” (Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1970, en
BENEDICTO XVI, El credo de hoy, Sal Terrae, Santander 2012, 30).
La Fe es una pulsión divina, la cual permite dar un salto al vacío, un
acto de confianza absoluta en las manos de Dios, sabiendo que a pesar
de las dudas, se impone la fuerza de la certeza, porque Dios es fiel a su
Promesa (Sal 89, 34 – 35).
El Domingo pasado, meditábamos cómo la Fe de Abraham se veía
recompensada con el cumplimiento de la Promesa de la Descendencia,
permitiendo Yahvé la fecundidad de su esposa Sara, quien concibió de él
su hijo Isaac. Hoy, vemos cómo el Acto de Fe conduce a una relación de
intimidad con Dios, manifestada en la oración de mediación.
Esta relación de intimidad, la vemos ilustrada en la Primera Lectura
que hemos escuchado. En primer lugar, resalta el hecho que Abraham intercede por las ciudades de Sodoma y Gomorra, emblemas de corrupción
y alejamiento de Dios: “En aquellos días, el Señor dijo: La acusación
contra Sodoma y Gomorra es fuerte, y su pecado es grave; voy a
bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la acusación…
Entonces Abraham se acercó y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al
inocente con el culpable?”.
222
“…cosas nuevas y antiguas”
En esta escena comienza a vislumbrarse la intención universal de
Salvación por parte de Dios. De hecho, Abraham había recibido la Promesa, según la cual: “en ti serán bendecidas todas las naciones” (Gn
12,3). Vemos cómo Abraham se preocupa no sólo por su clan o familia,
sino también por la familia de Lot, su sobrino, y por las ciudades de Sodoma y Gomorra, alejadas de las Promesas de Yahvé por su mal comportamiento.
En los versículos sucesivos, resalta la fuerza de la Fe de Abraham,
que le lleva de ser creyente a orante, ejerciendo el poder de la oración de
intercesión. Comienza así un repunte entre la persistente súplica de mediación y la misericordia de Yahvé: “Tal vez haya en la ciudad cincuenta
justos… El Señor respondió: Si encuentro cincuenta justos… perdonaré a todo ese lugar en atención a ellos… Abraham dijo:… tengo el
atrevimiento de dirigirme a mi Señor… Quizá falten cinco para que los
justos lleguen a cincuenta… No la destruiré si encuentro allí cuarenta
y cinco, respondió el Señor… volvió a insistir: Quizá no sean más de
cuarenta… el Señor respondió: No lo haré por amor a esos cuarenta...
dijo entonces Abraham, que mi Señor no lo tome a mal… Quizá sean
solamente treinta. Y el Señor respondió: No lo haré si encuentro allí
a esos treinta… Abraham insistió:…Tal vez no sean más que veinte.
No la destruiré en atención a esos veinte… Por favor, dijo entonces
Abraham… Quizá sean solamente diez. En atención a esos diez, respondió, no la destruiré”.
El texto no exculpa a las ciudades pecadoras, sino que subraya el poder de la mediación de la oración, capaz de llegar hasta las entrañas de la
Misericordia de Dios. La Justicia de Dios se manifiesta, no en el exterminio
de los culpables, sino en el amor y perdón de los inocentes.
La Iglesia debe tener la misma mirada misericordiosa de Dios, siendo
capaz de descubrir la inocencia, aun en medio de las más terribles situaciones de pecado. La Gracia siempre se abre camino y la Iglesia debe
saber descubrirla, para hacer de ella fuente de misericordia para muchos.
Descubramos a los justos para salvar a muchos. No condenemos, invoquemos siempre la Misericordia de Dios, quien en nombre de pocos buenos, puede dar chance a muchos para alcanzar la Salvación. Busquemos
estar entre los justos, para que, por nosotros, el mundo tenga siempre una
nueva oportunidad.
El tema de la oración es el que domina la escena evangélica, cuya
proclamación hemos escuchado. En ella, encontramos tres momentos:
1) El Padrenuestro, compendio de oración y vida; 2) La necesidad de la
constancia en la oración, desde la confianza en Dios; 3) La disponibilidad
de Dios como Padre que siempre escucha a sus hijos.
En un primer momento, Jesús recibe la solicitud de un discípulo anónimo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”.
Los grupos de discípulos de rabinos, los esenios y el grupo de seguidores
CiCLo C - tiempo ordiNArio
223
de San Juan Bautista, tenían una disciplina de oración, la cual era expresión de su estilo de vida. Ahora será al revés, la oración marcará la forma
de vivir. La oración, no es solo cuestión de disciplina, la cual es importante
y necesaria, sino sobre todo de relación con Dios.
Jesús introduce la oración de sus seguidores con la palabra más importante de su predicación: “Cuando oren digan, Padre…”. La imagen
de Dios como Padre proviene de la expresión judía “Abba”, que pertenece
al lenguaje infantil y familiar, traduciendo: “papaíto querido”. La misma,
encierra el secreto de la relación íntima de Jesús con el Padre, fundamento de su misión. La vida de los discípulos de Cristo ha de estar moldeada
por una relación de confianza y de intimidad con Dios, no de miedo, sino
de amor Paterno – Filial (Cf. Rm 8,15; Gal 4,6).
Después sigue la santa invocación del Nombre Divino: “Santificado
sea tu nombre”. Jesús tiene presente el Mandamiento: “… no tomarás
el nombre de Dios en vano” (Cf. Ex 20, 7). Las infidelidades del hombre,
en los pecados personales, sociales y estructurales, profanan la santidad
de Dios. En tal sentido, “santificar el nombre de Dios”, constituye un
constante llamado a la Iglesia, a luchar contra todo aquello que atenta
contra la condición del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Cf.
Gn 1, 26). No basta con pronunciar bellamente el nombre de Dios, hay
que adorarlo con hechos concretos.
Continúa Jesús con la siguiente expresión, clave en toda su predicación: “Venga tu reino”. La expresión, en palabras del Papa Benedicto
XVI, significa el reconocimiento del Primado de Dios, pidiéndole que nos
invada, que viva en nosotros, que reúna en su Cuerpo, que es la Iglesia, a
la humanidad dispersa, a fin que todo sea sometido a Cristo para luego ser
consignado al Padre, de modo que “Dios sea todo en todos” [Cf. 1Co 15,
26 - 28] (Cf. BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, 177 – 178).
Después de éstas invocaciones, dirigidas al Padre, siguen las súplicas que tienen que ver con lo esencial de la vida y las relaciones con el
prójimo: “Danos, cada día, nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos al que nos debe
algo, y no nos deje caer en la tentación”.
Lo importante para el creyente es pedir lo que “hoy” hace falta y no
vivir afanados por el mañana (Cf. Mt 6, 25 – 34), en ello consiste la verdadera paz interior, el equilibrio que tanto buscan los métodos de auto –
ayuda. A su vez, este equilibrio interior, produce la armonía comunitaria,
expresada en la capacidad para perdonar, fruto del perdón experimentado.
Habiendo experimentado la Providencia, a la cual se opone el afán por las
riquezas, y el Perdón, al cual se opone el rencor, el creyente pide la ayuda
en la tentación.
En un segundo momento del relato, el Señor destaca el carácter
personal y perseverante de la Oración. Como Abraham se sintió con la
confianza suficiente para insistir en su súplica ante Yahvé, así el creyen-
224
“…cosas nuevas y antiguas”
te debe perseverar en su petición, según su necesidad: “Jesús agregó:
Supongamos que algunos de ustedes tiene un amigo y recurre a él a
medianoche, para decirle: Amigo, préstame tres panes, porque uno
de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle”, y desde
adentro él le responde: No me fastidies; ahora la puerta está cerrada,
y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos. Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser
su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará
todo lo necesario. También les aseguro: pidan y se les dará, busquen
y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el
que busca, encuentra; y al que llama, se le abre”.
Por último, Jesús presenta el rostro afectivo del Padre, siempre dispuesto a escuchar a sus hijos en las súplicas, que nacen de una verdadera necesidad: “¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una
piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su
lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si
ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto
más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo
pidan”. El recurso a la figura del padre de familia, tan fuerte en la cultura
semítica, revela las entrañas de Dios, que quiere dar siempre lo mejor a
sus hijos; y lo mejor no es lo que piden, sino lo que les conviene. Dios es
el Dador, de quien procede todo bien, y el máximo Don es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, quien, en definitiva, ora
dentro de nosotros con ruegos que nosotros mismos no sabemos formular
(Cf. Rm 8, 26).
Seguimos escuchando la Carta a los Colosenses, en la cual San Pablo proclama el Primado de Cristo, Único Salvador, en virtud de su Pasión,
Muerte y Resurrección. Las corrientes de pensamiento que enfrentó San
Pablo, al dirigirse a los cristianos de Colosas, mezclaban ideas tanto paganas (la existencia de un orden de seres espirituales que dominaban el
cosmos y la vida del hombre), como judaizantes (la necesidad de la circuncisión para entrar en la comunidad de Fe).
El Apóstol afirma que así como la circuncisión signaba la pertenencia
al Pueblo de Israel, el Bautismo marca la incorporación del creyente a la
Muerte y Resurrección de Cristo: “En el bautismo, ustedes fueron sepultados con él, y con él resucitaron, por la fe en el poder de Dios que
lo resucitó de entre los muertos. Ustedes estaban muertos a causa de
sus pecados y de la incircuncisión de su carne, pero Cristo los hizo
revivir con él, perdonando todas nuestras faltas”.
Por medio de palabras jurídicas, el Apóstol resalta uno de lo argumentos recurrentes en todos sus escritos, a saber, la superioridad de la
Fe en Cristo por encima de la Ley: “El canceló el acta de condenación
que nos era contraria, con todas sus cláusulas, y la hizo desaparecer
clavándola en la cruz”. La Ley acusaba al hombre, ahora, esa denuncia
CiCLo C - tiempo ordiNArio
225
ha sido cancelada, siendo clavada en el Árbol de la Cruz.
La semana pasada, señalábamos el fenómeno de la santería como
un desafío parecido al que enfrentó San Pablo en la comunidad de los
colosenses.
Los santeros, practican una iniciación, durante la cual, la persona
recibe de su “padrino” o “madrina”, después de pagar cuantiosas sumas,
las vestiduras blancas, junto con cinco collares (ilekes), que representan
los cinco “orishas” principales del culto santero: obatalá, elegguá, changó, yemayá y oshum. Además, a la persona se le asigna un “orisha
protector”, que le servirá de “ángel guardián”. También se le coloca en la
muñeca un brazalete relacionado con ese “orisha” protector (ildé). Estas
vestiduras y collares, deben ser portados por el “neófito” durante un año,
con la cabeza rapada, signo de la preparación de la psique para recibir al
“santo” u “orisha” y servirle de asiento.
Este proceso de iniciación, que dura un año, tiene como fin conocer
las conductas y ritos, necesarios para que la persona alcance el “equilibrio”, con relación a sí mismo, con sus ancestros y con el mundo que le
rodea. Al tercer mes, con la intervención del babalao y de la “madrina” o
“padrino”, el neófito es iniciado oficialmente, haciéndole entrar en trance,
para ser asiento del “orisha protector”, y ofrecer el sacrificio de animales
en honor al mismo. Después de éste rito, se considera a la persona como
“nacida nuevamente”. También se practica un rito para adivinar el futuro
del neófito, por medio de una ponchera con unas piedras que representan
a los “orishas”.
¡¿Cómo cambiar la grandeza de nuestra Fe en Cristo, el Hijo de Dios,
Encarnado, Muerto y Resucitado para nuestra Salvación, por cultos a deidades inventadas por los hombres?! ¡¿Cómo cambiar nuestra gloriosa fe,
por la magia, la adivinación y el sacrificio de animales?!
Los que creemos en Cristo, realmente, no necesitamos otro “rito”
para alcanzar “equilibrio”. No necesitamos adivinar el futuro, porque confiamos en el Padre que nos ama y en cuyas manos está el pasado, el
presente y el por venir. No necesitamos comprar la “protección” de una
“divinidad caprichosa”, porque hemos sido comprados con la Sangre de
Cristo derramada en la Cruz (Cf. Ef 1,7).
El Bautismo nos ha alcanzado la Salvación, nos toca vivir como bautizados, es decir, como cristianos, ungidos por el Espíritu Santo.
La Virgen María es modelo de Oración confiada, porque supo abandonarse plenamente en la Voluntad de Dios. Ella nos ayuda a pedir lo que
más nos conviene, diciendo: ¡Hágase en mí según tu Palabra”.
226
“…cosas nuevas y antiguas”
DECIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Qo 1,2; 2, 21 – 23; CoL 3, 1 – 5. 9 – 11; LC 12, 13 – 21
no ErEs duEño dE tu alma
Estamos celebrando el Décimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre la relatividad de las
cosas temporales ante el Primado de Dios.
Nos introduce en la Mesa de la Palabra, uno de los Libros Sapienciales: El Eclesiastés, también Llamado Qohelet.
La palabra Qohelet, es un vocablo derivado del término hebreo
qhal, que significa “asamblea” o “congregación”. Expresión que designa,
por tanto, a alguien que tiene una relación con la asamblea, ejerciendo el
rol de maestro (Cf. Qo 12,9). Martín Lutero, en su traducción de la Biblia
al alemán, le dio el título de “Predicador”. La autoría del libro, se le atribuye
a Salomón, pero en realidad, su lenguaje y las ideas pertenecen al s. III
A.C.
El Libro del Eclesiastés, al igual que otros Libros Sapienciales, no tiene un plan temático definido. Expone variaciones sobre temas determinados, destacando, con especial énfasis, la vanidad de las cosas humanas.
La Obra se estructura en base a dos grandes reflexiones: 1) Reflexiones
sobre la vanidad de las cosas [Qo 1, 1 – 6, 12]; 2) Reflexiones sobre la vida
[Cf. Qo 7, 1 – 12,8].
El Libro de Qohelet, supera las categorías convencionales del movimiento sapiencial extra – bíblico, el cual se preocupaba por establecer
categorías fijas y seguras: la justicia conduce a la vida; la maldad, a la
muerte. Para el autor, el ser y el obrar de Dios, no pueden ser encasillados
dentro de los estrechos esquemas de la mente humana. Qohelet restituye
a Dios su autonomía y su libertad para “dar”.
El Libro del Eclesiastés, resulta desconcertante para muchos creyentes, que no logran comprender la visión aparentemente pesimista que
el autor tiene acerca de la vida humana, destinada irremediablemente a
la muerte. Al analizarlo en profundidad, descubrimos la reflexión de un
creyente, que, al hacer balance de su vida, llega a la convicción de que
la mejor solución al problema existencial, consiste en vivir con sencillez,
disfrutando de lo que se tiene, poco o mucho, sin azararse por conquistar
lo efímero. En tal sentido, las reflexiones pesimistas del autor, apuntan
hacia una actitud de fondo: Valorar la vida como un Don de Dios que se
debe disfrutar con actitud de fe.
Desde esta perspectiva, abordaremos el texto del Libro, propuesto
como Primera Lectura: “¡Vanidad, pura vanidad!, dice Qohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no
ha trabajado. También esto es vanidad y grave desgracia. Entonces,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
227
¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo
fatigan bajo el sol? De día, su tarea es sufrir y penar, de noche, no
descansa su mente. También eso es vanidad”.
Vanidad o vaciedad, en hebreo, se traduce con el término Hebel.
Literalmente, significa “aliento” o “vapor”, y se utiliza para indicar algo transitorio e inconsistente. El texto litúrgico sintetiza una reflexión existencial
fundamental: toda persona, se haya afanado mucho o no, algún día se
enfrentará a su finitud, razón por la cual, debe fiarse de Dios, para llegar al
nivel superior de esperanza.
Cuentan que Santo Tomás de Aquino, en un momento de su vida,
después de haber producido la mayoría de sus grandes obras teológicas,
pensó quemarlas, porque las consideraba insuficientes e innecesarias.
También narran que Santa Teresa de Calcuta, vivió un largo tiempo de desierto espiritual, experimentando como un vano esfuerzo todo lo que había
realizado. Realmente, la persona sabia o santa, vive en la convicción de
que todo lo que hace es insuficiente, como lo expresaba el Apóstol San
Pablo: “… Juzgo que todo es pérdida, ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3,8).
Pasamos los años acumulando, no solamente lo material, sino también; prestigio, estudios, escritos y reconocimientos. Con frecuencia, escuchamos a algunos, incluso eclesiásticos, invocando un tipo de autoridad, basada en títulos y currículos. Al final ¿Qué queda de todo eso? Las
personas, definitivamente, no son recordadas por sus logros o posesiones,
sino por su generosidad, por su modestia y humildad. El regodearse en lo
que se posee, es vaciedad, y expresa un profundo vacío interior. Es, en
palabras del Profeta Jeremías: “… hacerse cisternas agrietadas, que no
retienen el agua” (Jr 2, 13).
Seguimos escuchando, en este Ciclo C, la proclamación del Evangelio según San Lucas. El Tercer Evangelista escribió para cristianos provenientes del paganismo, griegos y romanos, de extracción social modesta.
Como no era judío, sino sirio, no prestó la misma atención que Mateo y
Marcos a los temas de la Ley mosaica, resaltando, en cambio, el papel de
la mujer en la Comunidad de creyentes y la necesidad de la pobreza de
medios, para alcanzar la riqueza espiritual. Este último es el tema que nos
expone el fragmento evangélico que hemos escuchado.
Comienza el relato con el reclamo de uno de la multitud: “… Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. La esclavitud de la riqueza genera división entre los hombres: en clases sociales, en
categorías, en herederos totales y parciales. ¡¿Cuántas familias buenas se
han visto divididas a causa del dinero?!
Jesús, en primer lugar, responde con una precisión o aclaratoria:
“Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?”. Jesús no puede entrar en la lógica de los poderes del capital. Él mismo lo
228
“…cosas nuevas y antiguas”
advirtió en el Sermón de la Montaña: “Nadie puede servir a dos señores;
porque abandonará a uno y amará al otro; o bien, se entregará a uno
y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 35).
El dinero es “Mamona”, el ídolo globalizador del capital, que desplaza a
Dios de su Primado y al hombre lo convierte en una pieza en la maquinaria
de producción.
Jesús, y por ende su Iglesia, no pueden ser agentes de división, sino
de Comunión, de ahí su contundente respuesta y su exhortación en contra
de la avaricia: “Cuídense de la abundancia, la vida de un hombre no
está asegurada por sus riquezas”. La esclavitud de las riquezas, no sólo
divide al hombre interiormente, llevándolo a descuidar su salud, su familia,
sus relaciones y su paz interior, en nombre de la producción; sino además,
lo lleva a establecer odiosas diferencias con relación a las personas, ponderándolas siempre desde el frío punto de vista monetario. La esclavitud
de las riquezas es una forma de muerte.
La adoración de los bienes, conduce a otra terrible tragedia existencial; olvidarse del Don de Dios. El rico inconverso, se cree dueño de todo
y se olvida que lo que tiene es fruto del Don de Dios. Se presenta como
un hábil negociante y planificador financiero, entronizándose como dios de
sí mismo. Es lo que Jesús quiere ilustrar en la Parábola, al precisar que el
caudal de aquel hombre, era fruto de la tierra: “… los campos de cierto
hombre dieron mucho fruto…”, en el uso de los pronombres posesivos
en su reflexión: “… mi cosecha… mis graneros… mi trigo… mis bienes”; y en el carácter excluyente o ensimismado de su discernimiento: “…
se preguntaba a sí mismo”.
La decisión del potentado, refuerza su adoración a las posesiones:
“Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes”. Tan enceguecido se
presenta el personaje, que llega a creer que su fortuna le ha comprado la
titularidad de su destino final: “… diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date
buena vida”. No sólo se cree dueño de los dones de la tierra, también se
cree dueño de su alma. Nuestra alma, efusión divina en la existencia humana (Cf. Gn 2,7), es Inmortal, pertenece a Dios, sólo Él puede disponer
de ella, su salvación ni se compra ni se vende.
Al final, la Parábola destaca la necedad del rico que se creía sabio:
“… Dios le dijo: Insensato, esta misma noche vas a morir ¿Y para
quién será lo que has amontonado? Esto es lo que sucede al que
acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”. El rico, en
su adoración a las riquezas, se jugó su Salvación, al final murió y no disfrutó lo que había acumulado, no descubrió el Don de Dios, no descubrió
la trascendencia de su ser.
El problema, no está en poseer o no, sino, en dejarse poseer por
cualquier tipo de riqueza, olvidando la gratuidad de Dios, la alegría de
CiCLo C - tiempo ordiNArio
229
compartir con el prójimo y la Salvación, búsqueda principal de la existencia
humana. La Iglesia debe procurar la conversión sincera de los potentados, no su captación para financiar proyectos y obras. Es preferible la
pequeña, pero desprendida ofrenda de una anciana, que las dádivas de
un magnate, poseído por la arrogancia del dinero. Es vergonzoso ver a
eclesiásticos adulando el ego de los poderosos, para obtener dádivas para
sus obras, abandonándolos luego en la tragedia de su adoración al dinero.
De ellos, es preferible procurar el tesoro de su conversión.
Seguimos escuchando la lectura continua de la Carta a los Colosenses. El Apóstol San Pablo, en concordancia con el tema de la Primera
Lectura y del Evangelio, después de haber puesto énfasis en la incorporación del creyente a Cristo por el Bautismo, le invita a considerar la trascendencia de su existencia, que no se agota en los bienes de este mundo:
“Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del
cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra…”.
Para el Apóstol, la participación del creyente en la vida de Cristo, es
su mayor seguridad, la que le brinda la verdadera Paz. Con palabras cargadas de calidez lo expresa San Pablo: “Porque ustedes están muertos,
y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios”. Cuando fuimos
bautizados, quedamos resguardados en el regazo de Dios, no hay nada
que temer.
Por otro lado, la condición bautismal del seguidor de Cristo, lo hace
una creatura nueva, con un nuevo talante moral, con el cual vive en la tensión hacia el Día Final: “Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra
vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.
Por lo tanto, hagan morir en sus miembros, todo lo que es terrenal: la
lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también, la avaricia, que es una forma de idolatría. Tampoco se engañen
los unos a los otros. Porque ustedes se despojaron del hombre viejo
y de sus obras y se revistieron del hombre nuevo, aquel que avanza
hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente según
la imagen de su Creador”.
Por último, y como antítesis de la actitud del rico necio de la Parábola, San Pablo enseña la igualdad que existe entre los miembros del
Pueblo de Dios: “Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni
incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo
Cristo, que es todo y está en todos”. Todos los bautizados, participan
de la común dignidad, la cual, sólo admite desigualdades o diferencias en
lo que se refiere al servicio, pues cada uno debe servir en la Iglesia, según
el don que ha recibido del Señor (Cf. 1P 4, 7 – 13).
La Virgen María fue grande, porque se reconoció como la humilde
esclava del Señor. Ella nos ayuda a comprender la lógica del Evangelio de
su Hijo, que consiste en dar la vida para que muchos tengan vida.
230
“…cosas nuevas y antiguas”
DÉCIMO NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
sB 18, 6 – 9; HB 11, 1 – 2. 8 – 19; LC 12, 32 – 48
por la FE vErEmos lo QuE no vEmos
Celebramos el Décimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario. La
Palabra de Dios que se proclama en este día, nos invita a una fe vigilante,
cimentada en la Esperanza.
El Libro de la Sabiduría, el último del Antiguo Testamento, nos introduce en la Mesa de la Palabra de este Domingo. Este Libro fue escrito en
el siglo I. A.C., muy probablemente en Alejandría, Egipto, centro intelectual
y científico del mundo mediterráneo, donde hizo vida la comunidad más
importante de la diáspora judía.
Esta comunidad se encontraba expuesta al embate del mundo pagano helénico, por ello, el autor anónimo del Libro de la Sabiduría, procura
fortalecer la fe de sus hermanos, a la luz del recuerdo de la intervención
salvífica de Dios en la historia del Pueblo Elegido.
Esta Obra es de capital importancia para la lectura del Nuevo Testamento. Fue la primera en rebatir la teoría de la Retribución, según la cual,
el hombre, en esta vida, pagaba las culpas de sus antepasados, no existiendo otro destino, más allá de la muerte, que una espera indefinida en el
Sheol, lugar de los muertos. Los premios y castigos quedaban limitados
a este mundo: vida larga, familia numerosa, riquezas y prestigio para el
justo; desgracias para el malvado.
Ante estas creencias, el Libro de la Sabiduría afirma con autoridad:
“Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento. A los ojos de los insensatos parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia y su
alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están
en paz. A los ojos de los hombres, ellos fueron castigados, pero su
esperanza estaba colmada de inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y
los halló dignos de sí” (Sb 3, 1 – 4).
Aparte de estas reflexiones sobre la teoría de la Retribución, la Obra
introdujo, en el lenguaje bíblico, los términos griegos de “providencia” (Cf.
Sb 6, 7; 14, 3; 17, 2); “conciencia” (Cf. Sb 17, 10) y las “virtudes cardinales”
(Cf. Sb 8,7), ampliando los conceptos de la teología tradicional judía. Aunque no transmite la esperanza en el Mesías, es el único Libro del Antiguo
Testamento que nos presenta una categoría clave para la interpretación
del Nuevo Testamento: “El Reino de Dios” (Cf. Sb 10,10).
El Libro de la Sabiduría, se divide fundamentalmente en tres bloques:
1) Reflexión sapiencial sobre la Sabiduría, identificando a ésta con Yahvé,
quien regula la vida del hombre y le hace “justo” [Cf. Sb 1,1 – 5,23]; 2)
Reflexión sapiencial sobre el gobierno de los pueblos, en la cual exhorta
CiCLo C - tiempo ordiNArio
231
a los gobernantes a regir en el nombre del Señor [Cf. Sb 6,1 – 9,18]; 3) La
Sabiduría en la historia, presentándola como lugar de manifestación del
Señor, Sabio y Justo [Cf. Sb 10,1 – 19,17]. La Primera Lectura que hoy
se proclama, pertenece a la tercera sección del Libro.
A partir del Capítulo 10, el Libro de la Sabiduría, asume el género
homilético o interpretativo, ofreciendo una relectura teológica y moral del
acontecimiento de la Liberación Pascual de Israel (Midrash – haggádico),
por medio de siete escenas antitéticas, en las cuales, se presentan, de manera contrastante, a los hebreos como justos y a los egipcios como impíos.
En sí, se trata de una reflexión sobre la oposición entre el bien y el mal,
cuyo desenlace final es el triunfo de la justicia.
Estas son las siete antítesis: 1) Aguas del Nilo y Agua de la Roca [Cf.
Sb 11, 5 - 14]; 2) Codornices para los justos y ranas para los impíos [Cf. Sb
16, 1 - 14]; 3) Serpiente de bronce, langostas y moscas [Cf. Sb 16, 5 - 14];
4) Lluvias y tempestades para los impíos, maná para los justos [Cf. Sb 16,
15 - 29]; 5) Tiniebla y luz [Cf. Sb 17, 1 – 18,4]; 6) El exterminador de los
primogénitos egipcios se detiene ante Israel [Cf. Sb 18, 5 - 25]; 7) El mar
rojo que cubre a los pecadores y se transforma en fértil llanura para los
justos [Cf. Sb 19, 1 – 9].
En la sexta antitesis, el autor pretende traer a la memoria de sus
lectores, la Noche de la Liberación de Israel, la cual sostuvo su esperanza
durante el largo período de la esclavitud en Egipto: “Aquella noche fue
dada a conocer de antemano a nuestros padres, para que, sabiendo
con seguridad en qué juramentos habían creído, se sintieran reconfortados. Tu pueblo esperaba, a la vez, la salvación de los justos y la
perdición de sus enemigos”.
Seguidamente, resalta el carácter vigilante de la esperanza de Israel, la cual se manifestaba en la práctica del culto comunitario en secreto:
“… los santos hijos de los justos ofrecieron sacrificios en secreto, y
establecieron de común acuerdo esta ley divina: que los santos compartirían igualmente los mismos bienes y los mismos peligros; y ya
entonces entonaron los cantos de los Padres”.
El texto sapiencial que hemos escuchado como Primera Lectura, nos
ofrece una reflexión sobre la Fe en Yahvé, generadora de Esperanza.
El fragmento del Evangelio según San Lucas, que se proclama hoy
en la Misa, continúa exponiéndonos el tema que considerábamos la semana pasada: la actitud del creyente ante las riquezas. Comienza el relato
con una expresión muy propia de Jesús: “No teman…”. A la base de la
posesión desmedida de riquezas, lo que realmente encontramos, es un
profundo miedo. El miedo es lo contrario de la Fe. Por eso Jesús invita,
ante todo, a la confianza en la Providencia. Resulta evidente el hecho que,
en los países y sociedades “más ricas”, es donde se constata el mayor
número de suicidios. El suicidio no es otra cosa que un acto de miedo
patológico.
232
“…cosas nuevas y antiguas”
Para reforzar su invitación al abandono en la Providencia, Jesús continúa: “… pequeño rebaño”. Se trata de una alusión al tema de Yahvé
como Pastor, que cuida personalmente su rebaño (Cf. Ez 34; Jr 23, 1 – 16).
La Iglesia debe considerarse siempre “pequeña”, y de hecho debe serlo,
pues la historia enseña que cada vez que se ha apoyado en sus recursos,
se ha alejado de la mirada de Dios. Es muy preocupante escuchar alabanzas dirigidas a: “Diócesis fuertes”, “Parroquias fuertes”, “Congregaciones
fuertes”, Movimientos fuertes”. Ello no revela otra cosa que una Iglesia
que se mira a sí misma, como ha insistido el Papa Francisco, una Iglesia
auto – referencial.
Seguidamente, Jesús señala la verdadera riqueza de la Iglesia, de la
cual debe ser custodia y anunciadora: “… a su Padre le ha parecido bien,
dar a ustedes el Reino”. El Reino es Jesús, por quien el Padre actúa en
el mundo, con la fuerza del Espíritu Santo. Fue eso lo primero que nos
enseñó a pedir Jesús en el Padrenuestro: “…Venga tu Reino” (Lc 11,2),
a lo cual sigue la inevitable confianza en su Providencia: “… danos, cada
día, nuestro pan cotidiano… ” (Lc 11,3).
El discípulo de Cristo, ha de poner su Fe en Jesús, no en el dinero.
Por eso, ante éste, debe experimentar lo contrario al miedo, que es la libertad. Jesús, no oculta el hecho de la existencia de los bienes temporales, ni
invita a rechazarlos, como si fueran malos per sé, por el contrario, sugiere
el uso desprendido de los mismos: “Vendan sus bienes y denlos como
limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro
inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la
polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”. Al hacer referencia al “ladrón”, nos exige cuidarnos del deseo de
los bienes ajenos, y, al hacer referencia a “la polilla”, nos alerta contra el
deseo interior desmedido de posesión, o avaricia.
Seguidamente, Jesús, al dirigir el centro de la Fe hacia Dios y no
hacia las posesiones, exhorta a la vigilancia. En el episodio evangélico
que leímos el Domingo pasado, se nos presentaba al rico insensato que
ante su enorme caudal de grano, se decía a sí mismo: “Descansa, come,
bebe, banquetea” (Lc 12,19). Hoy, en cambio, Jesús hace ver cómo el
desprendimiento cristiano de las riquezas, es expresión de una Fe viva
y despierta: “Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que
fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta”.
Para reforzar esta exhortación, Jesús expone la “Parábola del administrador fiel”, dirigida a todos los creyentes y en especial a su Iglesia, dada
la específica intervención de Pedro: “… Ustedes… estén preparados,
porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada. Pedro
preguntó entonces: Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o
para todos? El Señor le dijo: ¿Cuál es el administrador fiel y previsor,
a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la raCiCLo C - tiempo ordiNArio
233
ción de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su Señor,
al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Les aseguro que lo hará
administrador de todos sus bienes. Pero si este servidor piensa: Mi
señor tardará en llegar, y se dedica a golpear a los servidores y a las
sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor
llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la
misma suerte que los infieles”.
Lo que poseemos, en definitiva, no es nuestro, es Don de Dios y
como tal, debemos administrarlo. De igual manera, la Iglesia, no es dueña
de los bienes materiales y espirituales que custodia, por eso, debe estar
siempre vigilante, para administrarlos según el querer de Dios y no de los
hombres.
La sentencia final del relato es contundente: “El servidor que, conociendo la voluntad de su Señor, no tuvo las cosas preparadas y no
obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo.
Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado
menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al
que se le confió mucho, se le reclamará mucho más”.
La Segunda Lectura de hoy, ha sido tomada de la Carta a los Hebreos, una homilía, redactada posiblemente por un discípulo de San Pablo, hacia el año 70 D.C. La Obra desarrolla dos vertientes de pensamiento. La primera, sobre el tema del Sacerdocio de Cristo, cuyo Sacrificio ha
sellado la Alianza Nueva y Eterna (Cf. Hb 2, 5 – 8; 7, 1 – 28; 10, 1 - 18).
La segunda, sobre el tema de la Fe (Cf. Hb 1, 1 – 3; 2, 1 – 4; 3, 1 – 4. 14;
10, 36 – 12, 3; 12, 18 – 25). El texto que hemos escuchado, se ubica en la
segunda vertiente, sobre el tema de la Fe.
El autor, nos ofrece el concepto más sintético y completo que se
pueda encontrar en la Biblia sobre lo que significa Fe: “… es la garantía
de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que
no se ven”. Esta es la clave interpretativa para comprender los grandes
modelos de Fe de la Historia Bíblica, de la Historia de la Iglesia y de la historia doméstica de los santos que no están en los altares, pero también los
consideramos como referentes por su Fe: “… dignos de aprobación”.
Tenemos la exposición sobre dos grandes modelos de Fe de la Historia Patriarcal: Abraham y su esposa Sara. Ellos, hicieron de su Fe fundamento de Esperanza para alcanzar las Promesas de Dios, mostrándonoslo
como aquel que cumple su Palabra. Abraham, por la Fe: “… obedeció
al llamado… vivió como extranjero… esperó la ciudad de sólidos cimientos… ofreció a su hijo único, al heredero de las promesas…”.
Sara, por la Fe: “recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada”. Cada uno de estos verbos se presta para una meditación profunda
sobre la experiencia personal de Fe, en el cumplimiento de las Promesas
de Dios. Cada uno de nosotros, en su historia personal, ha obedecido, ha
vivido como extranjero, ha esperado, ha ofrecido y ha sido fecundado por
234
“…cosas nuevas y antiguas”
Dios.
No puedo obviar el recuerdo de mi bisabuela materna, Concepción
Urdaneta de Vílchez (Mamá Concha), que nos ha trasmitido mi mamá.
Ella la considera una santa. Vivió haciendo el bien y dedicada a servir en
la Basílica de la Chiquinquirá. Durante la Cuaresma, practicaba intensos
ayunos y en la Semana Santa se sumergía intensamente en los Santos
Oficios. Por la Fe, esperó y murió en Dios. Seguramente pidió un hijo
sacerdote y no lo vio, o un nieto, y no lo vio. Dios le concedió un bisnieto
sacerdote y tampoco lo vio.
Finalmente, la Fe abre la mirada hacia un horizonte superior a este
horizonte terrenal y temporal: “…ellos murieron en la fe, sin alcanzar el
cumplimiento de las promesas… reconociendo que eran extranjeros
y peregrinos en la tierra…. aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de llamarse «su
Dios» y, de hecho, les ha preparado una Ciudad”.
La Virgen María es modelo de Fe, como señalaba el Papa Emérito
Benedicto XVI, en la Carta Porta Fidei, n. 13: “Por la Fe, María, acogió
la Palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de
Dios, en la obediencia de su entrega” (Cf. Lc 1,38). Ella nos ayuda a
creer que Dios puede lograr lo que nosotros no podemos, aun por encima
de las dificultades y del tiempo.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
235
VIGÉSIMO DOMINGO DELTIEMPO ORDINARIO
Jr 38, 4 – 6. 8 – 10; HB 12, 1 – 4; LC 12, 49 – 53
no ExistE FE sin rEsistEncias
Nos congrega la Doble Mesa: La Palabra y la Eucaristía, en la celebración del Vigésimo Domingo del Tiempo Ordinario. Las Lecturas de hoy,
nos presentan el tema de la fidelidad a la misión, a pesar de las adversidades y persecuciones.
La Primera Lectura ha sido tomada del Libro del Profeta Jeremías,
nacido hacia el año 560 A.C, de familia sacerdotal, residente en Jerusalén.
Fue llamado por Dios muy joven, a los 24 años, en el décimo tercer año del
reinado de Josías (Cf. Jr 1,2).
A Jeremías le tocó vivir una época convulsionada, signada por la
caída de Judá, capital del Reino del Sur. El rey Josías había emprendido
importantes reformas religiosas en el reino del Sur, las cuales no llegaron
a concretarse, debido a su deceso en Meguidó, en el año 609 A.C. Por
otra parte, la expansión del imperio caldeo, liderizada por el temible general sirio Nabucodonosor, llegó hasta Palestina, en el año 605 A.C. Judá,
aliada con Egipto, se rebeló dos veces contra el general, siendo sitiada,
invadida y destruida en el año 597 A.C., con la ulterior deportación de la
población a Babilonia.
En este contexto dramático, Yahvé llama a Jeremías para ser Profeta
de su pueblo. Lo llamó a predicar, amonestando a los reyes incompetentes
que se sucedían en el trono de David, quienes habían propiciado la ruina
de Jerusalén. Aun cuando veía, en los desterrados en Babilonia, la esperanza del porvenir, permaneció en Palestina, junto a Godolías, el gobernador nombrado por los caldeos. Asesinado el gobernante, Jeremías huyó a
Egipto, donde probablemente murió.
La vocación de Jeremías, desde su inicio, estuvo marcada por contradicciones. Las primeras, provenían de él mismo, quien se consideraba
joven e inadecuado para la misión que Yahvé le señalaba: “Yo dije: ¡Ah,
Señor Yahvé! Mira que no se expresarme, que soy un muchacho!”.
Sin embargo, a pesar de sus oposiciones interiores, en su Confesiones,
el Profeta narra su inquebrantable docilidad a Yahvé: “Me has seducido,
Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido” (Jr 20,
7)
Por su parte, Dios confirma, unge al Profeta y anuncia el difícil itinerario que habrá de recorrer el joven elegido en su ministerio: “No temas
delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte, oráculo del
Señor. El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las
naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y
demoler, para edificar y plantar”.
Los seis verbos finales, cargados de fuerza, marcarán la vida del
236
“…cosas nuevas y antiguas”
Profeta de Anatot: “… arrancar… derribar… perder… demoler… edificar… plantar”.
El contexto de la Primera Lectura es la inminente invasión de Jerusalén por Nabucodonosor. Jeremías tuvo que decir, tanto a los ciudadanos,
como al rey, que el plazo dado por Dios ya se había cumplido y la intervención de los ejércitos enemigos, los babilonios, era inevitable. Jeremías
asumió una definida posición política, oponiéndose a la alianza con los
egipcios e invitando a los habitantes de Jerusalén a rendirse, para evitar
una ruina peor, como de hecho se consumó.
Los partidarios de la insensata resistencia judía, consideraban desalentadora la predicación de Jeremías, acusándolo ante el rey de desmoralizar al pueblo y a las tropas: “Los jefes dijeron al rey: Que este
hombre sea condenado a muerte, porque con semejantes discursos
desmoraliza a los hombres de guerra que aún quedan en esta ciudad,
y a todo el pueblo… no busca el bien del pueblo, sino su desgracia. El
rey Sedecías respondió: Ahí lo tienen en sus manos… ellos tomaron
a Jeremías y lo arrojaron al aljibe de Malkiyías, hijo del rey… descolgándolo con cuerdas. En el aljibe no había agua sino sólo barro, y
Jeremías se hundió en el barro”.
Los Profetas no están para decir lo que agrada a los hombres, ni a
los poderosos de turno, sino para proclamar la Voluntad de Dios, según el
bien del hombre. La única Fortaleza del Profeta es su confianza en Dios,
quien siempre interviene para rehabilitar a su elegido, como vemos en el
relato: “Ebed Mélec, el cusita, un eunuco de la casa del rey… salió de
la casa del rey y le dijo: Rey, mi señor, esos hombres han obrado mal
tratando así a Jeremías; lo han arrojado al aljibe, y allí abajo morirá
de hambre… El rey dio esta orden a Ebed Mélec, el cusita: Toma de
aquí a tres hombres contigo, y saca del aljibe a Jeremías, el profeta,
antes de que muera”.
Llama la atención que el Profeta se pronunció sobre cuestiones políticas, desaconsejando alianzas y estrategias militares inconvenientes, por
sus repercusiones negativas para el bien de la nación. Es bueno recordar
que la Iglesia, no se inmiscuye en política de partidos, pero si tiene el deber de pronunciarse en Asuntos Políticos, a nivel de principios morales y
humanos. Esto lo comprendió, meridianamente, el Arzobispo de Caracas,
Mons. Rafael Arias Blanco, en su Carta Pastoral del 1º de Mayo de 1957,
en la cual, el preclaro pastor, alertó sobre los problemas socio – económicos, que aquejaban al país. Este documento, fue el detonante para la caída de la Dictadura del General Marcos Pérez Jiménez, en el año 1958.
Ocho años después, el Concilio Vaticano II, en su Constitución Gaudium et Spes, declara: “…La Iglesia debe poder, siempre y en todo
lugar, predicar la fe con verdadera libertad… y emitir un juicio moral,
también en cosas que afectan al orden político, cuando lo exijan los
derechos fundamentales de la persona o la salvación de la almas…”
(n. 76).
CiCLo C - tiempo ordiNArio
237
En el Evangelio que hoy se proclama, escuchamos el anuncio del
juicio de Jesús, anuncio un tanto desconcertante, ya que nos habla sobre
el “fuego” que ha venido a traer al mundo. El texto debe entenderse en su
contexto. San Lucas, desde el principio de su Evangelio, presenta a Jesús
como un signo de contradicción: “Está puesto para caída y elevación de
muchos en Israel, y como signo de contradicción… a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34
– 35). De manera que, el Evangelista del Espíritu, resalta la vida de Jesús
constantemente acechada y obstaculizada por sus perseguidores. Como
ha sido la vida del Maestro, así deberá ser la vida del discípulo.
Jesús dice: “He venido a prender fuego en el mundo”. No se
trata del fuego arrasador que Santiago y Juan querían hacer llover sobre
aquella aldea de samaritanos (Cf. Lc 9,54), sino del Fuego que es fruto
del cumplimiento de la Misión de Jesús. De ahí que inmediatamente se
relacione este fuego renovador con su Sacrificio Pascual: “He venido a
prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que
pasar por un bautismo, ¡y que angustia hasta que se cumpla!”. El
juicio del mundo es la Cruz, la cual exige una respuesta.
La respuesta al desafío de la Cruz genera contradicción: “¿Piensan
ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he
venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de
una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el
padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y
la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la
suegra”.
Jesús recurre a descripciones del mal final, descrito por el Profeta
Miqueas: “Porque el hijo denigra al padre, la hija se alza contra su
madre, la nuera contra su suegra, y cada uno tiene como enemigos a
los de su casa” (Mi 7,6), que preceden a la Reconciliación de los Tiempos
Finales: “Yo les voy a enviar a Elías, el profeta, antes que llegue el Día
del Señor, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres
hacia sus hijos y el corazón de los hijos hacia sus padres, para que
yo no venga a castigar el país con el exterminio total” (Ml 3, 23 – 24).
El mensaje de Jesús, su persona y su testimonio, no generan una
falsa paz psicológica, que excluye absolutamente las confrontaciones (irenismo). Hay quienes, en nombre de una paz artificial, pecan de omisión o
de complicidad con situaciones irregulares. La Justicia de Jesús, su Verdad, no se puede rebajar. El Reino no es negociable. Jesús, en la línea de
los grandes profetas del Antiguo Testamento, como Jeremías, no vende su
Misión para quedar bien con sus oyentes o para que nadie se sienta ofendido. Incluso, en un ámbito tan sagrado como el familiar, se debe imponer
la Verdad del Evangelio.
El Beato Pío IX (1792 – 1878), fue atacado fieramente por las corrientes racionalistas de su época, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Se le
pedía claudicar en verdades fundamentales, en nombre de una supuesta
238
“…cosas nuevas y antiguas”
apertura de la Iglesia ante las nuevas corrientes de pensamiento. Su respuesta pasó a la historia: “Non possumus” (No podemos). En el ámbito laboral, académico, familiar y de amigos, cuando se proponen ideas y
comportamientos, contrarios a la fe y a la moral, hay que tomar postura,
no caben medias tintas.
No pasemos por alto las palabras del Papa Francisco, en la Jornada
Mundial de los jóvenes, al dirigirse a la juventud argentina, en la Catedral
de Río de Janeiro, el 25 de julio de 2013: “Quisiera decir una cosa: ¿qué
es lo que espero como consecuencia de la Jornada de la Juventud?
Espero lío. Que acá adentro va a haber lío, va a haber. Que acá en Río
va a haber lío, va a haber. Pero quiero lío en las diócesis, quiero que
se salga afuera… Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos
defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que
sea estar encerrados en nosotros mismos”
La Segunda Lectura de la Misa ha sido extraída de la Carta a los
Hebreos, una hermosa Homilía, escrita probablemente por un discípulo
de San Pablo, en la cual, se presenta la superioridad de la Nueva Alianza,
sellada con el Sacrificio de Cristo, superior a la Alianza del Sinaí.
El Domingo pasado, el autor nos exponía el concepto de Fe y nos
presentaba los modelos de Fe más destacados del Antiguo Testamento.
Hoy, por medio de la imagen paulina de la carrera en el estadio (Cf. 1Co
9,24), somos invitados a seguir esos modelos; ellos nos acompañan y animan: “Por lo tanto, ya que estamos rodeados de una verdadera nube
de testigos, despojémonos de todo lo que nos estorba, en especial
del pecado, que siempre nos asedia, y corramos resueltamente al
combate que se nos presenta”.
Seguidamente, el autor presenta a Jesús como el Modelo de Fe por
excelencia, por su perseverancia en su Misión, a pesar de los sufrimientos que atravesó: “Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de
nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora está sentado a
la derecha del trono de Dios. Piensen, en aquel que sufrió semejante
hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por
el desaliento”.
El final del texto es contundente: “Después de todo, en la lucha
contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar
su sangre”. La respuesta al Plan de Dios, conlleva oposiciones, como
las que sufrió Jesús. Se trata de la dimensión martirial de la Fe. La Fe,
no es sólo para celebrarla, explicarla y predicarla. La Fe debe ser testimoniada, con la coherencia de la vida, muchas veces, en medio de fuertes
resistencias.
La Virgen María, asumió su misión, con gran valentía, a riesgo de su
propia vida. Ella nos ayuda a dar testimonio de nuestra Fe en Cristo, a
pesar de las adversidades y persecuciones.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
239
VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DELTIEMPO ORDINARIO
is 66, 18 – 21; HB 12, 5 – 7. 11 – 13; LC 13, 22 – 30
sEamos dE los últimos
En la celebración del Vigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario, la Palabra de Dios nos alecciona sobre las exigencias para entrar en
el Reino.
La Primera Lectura que abordaremos, ha sido tomada del Libro del
Profeta Isaías. La experiencia del Exilio en Babilonia, en el siglo VI, A.C.,
fue crucial para el Pueblo de Israel. A partir de ella redescubrió su identidad y reemprendió su auto restauración como Pueblo Elegido.
El Libro, escrito por tres autores distintos, es la única Obra Veterotestamentaria que permite una visión panorámica de las tres etapas del
Exilio: Pre – Exilio; Exilio y Post – Exilio.
El Primer Isaías, autoría del Profeta, fue escrito durante la etapa del
Pre – Exilio, entre los años 767 al 698 A.C. (Cf. Is 1, 1 – 39,8). El Segundo
Isaías o Deutero Isaías, fue escrito por un autor desconocido, durante la
etapa del Exilio, entre los años 550 al 538 A.C. (Cf. Is 40, 1 – 55,13). El
Tercer Isaías o Trito Isaías, fue escrito por un autor anónimo, en la etapa
del Post – Exilio (Cf. Is 56, 1 – 66, 24).
La Primera Lectura de la Misa de hoy, ha sido tomada del Tercer
Isaías, formado por una colección variada de oráculos redactados por el
Profeta que vivía en Judá, Reino del Sur, cuya capital era Jerusalén. Los
capítulo 55 – 56 de Isaías, signan una época, conocida también como la
Restauración de Israel.
El Reino de Judá asumió el Exilio con un profundo sentimiento de
derrota y con la certeza que su Ciudad había sido aniquilada, junto con la
Monarquía, depositaria de las Promesas Mesiánicas (Cf. 2S 7, 6ss). El
autor del Tercer Isaías, fiel a la teología del Primer Isaías, anima a los hijos
de Israel a reconstruir su identidad como Pueblo Elegido, restableciendo a
Jerusalén como centro espiritual del mundo (Cf. Is 2, 1 – 5), pero, esta vez
como punto de confluencia de una peregrinación universal.
El Exilio representó para los hijos de Israel una dura prueba, de la
cual tuvo que aprender nuevamente lo que significaba la fidelidad a Yahvé
y a su Alianza. Fue una verdadera criba. Por otro lado, después de haber
experimentado la marginación en tierra extranjera, Israel debió superar la
tentación del gueto, es decir, de cerrarse en sí mismo, creyéndose exclusivo depositario de la Promesa de la Salvación.
El Profeta anuncia una marcha de las naciones hacia la Ciudad Santa. La Salvación de Dios, que en un primer momento estaba reducida a
Israel, el Pueblo de la Alianza, ahora se abre a los pueblos de Oriente y
Occidente: “Entonces, yo mismo vendré a reunir a todas las naciones
y a todas las lenguas, y ellas vendrán y verán mi gloria. Yo les daré
240
“…cosas nuevas y antiguas”
una señal, y a algunos de sus sobrevivientes los enviaré a las naciones… a las costas lejanas que no han oído hablar de mí, ni han visto
mi gloria. Y ellos anunciarán mi gloria a las naciones. Ellos traerán a
todos los hermanos de ustedes, como una ofrenda al Señor, hasta
mi Montaña santa de Jerusalén… Y también de entre ellos, tomaré
sacerdotes y levitas, dice el Señor”.
El Pueblo de Judá, a pesar de la derrota y humillación del Destierro
en Babilonia, emergió de esa experiencia, con nuevos impulsos de renovación, con perspectivas teológicas antes impensables, con un sentido
universal de Dios del cual antes carecía.
Las experiencias fuertes acrisolan, robustecen, fortalecen; y abren la
mente para una visión más amplia del presente y del futuro. Si se asumen
las dificultades como oportunidades de Fe, y no como desgracias, se alcanza la verdadera madurez, aquella que permite enfrentar con serenidad
lo común y lo diverso. Quien no asume la vida con sus luchas y pruebas, desde la perspectiva de la Fe, permanece siempre encerrado en sus
miedos, y por consiguiente, teme abrirse a las vicisitudes humanas. San
Agustín, hace 16 siglos, lo expresó magistralmente: “Hombre soy y entre
los hombres vivo. Y nada de lo humano me es ajeno” (Epist.78, 8).
Israel llegó a perder la Comunión con Yahvé, viviendo simplemente
de una “religión”, es decir de una relación formal con Yahvé. Estaba seguro de ser el Pueblo escogido y pensaba que lo seria para siempre, sin
sufrir adversidad alguna. La experiencia del Exilio le hizo comprender que
no bastaba con el Don de la Elección, se requería estar a la altura de la
misma.
Proseguimos la lectura continua de la Carta a los Hebreos, específicamente sobre el tema de la “Fe Perseverante” (Cf. Hb 11, 1 – 12,29). En
los dos Domingos anteriores, se nos ofreció el concepto de Fe, luego se
nos propusieron los principales modelos de Fe, en las personas de Abel,
Henoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, Sara y Moisés; y finalmente se nos
presentó a Jesús como el “… iniciador y consumador de la fe…”.
La Segunda Lectura de hoy, continúa el tema de la Segunda Lectura
del Domingo pasado. Entonces, éramos exhortados a participar en la carrera de la Fe. Ahora, se nos indica que esa carrera, comporta pruebas y
sufrimientos, las cuales son propuestas desde la imagen de las correcciones que un padre hace a un hijo: “Ustedes se han olvidado de la exhortación que Dios les dirige como a hijos suyos: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, y cuando te reprenda, no te desalientes.
Porque el Señor corrige al que ama y castiga a todo aquel que recibe
por hijo. Si ustedes tienen que sufrir es para su corrección; porque
Dios los trata como a hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido
por su padre?”.
El texto, dentro de su contexto, quiere recordarnos que la constancia
en la Fe, comporta sufrimientos. El camino cristiano no busca los padeCiCLo C - tiempo ordiNArio
241
cimientos, como si éstos tuvieran un valor en sí mismos; pero sí acepta
los sufrimientos que nacen de la propia condición humana, signada por la
mortalidad, la imperfección y las tensiones internas (Cf. Rm 7, 14 – 25).
Estas contradicciones internas, confrontadas con la Fe, generan conmoción interior, sufrimiento, pero al final, producen paz. Ese es el sentido de la corrección, sobre la cual nos habla la Carta a los Hebreos: “Es
verdad que toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de
tristeza y no de alegría; pero más tarde, produce frutos de paz y de
justicia en los que han sido adiestrados por ella”.
La Corrección, fruto de la Fe, es como el vino y el aceite, con el cual
el Buen Samaritano sanó al transeúnte herido en el camino (Cf. Lc 10,
29 – 42). El Vino, por su grado alcohólico, tiene efecto urticante; el aceite,
por su textura, tiene efecto emoliente. Así es la Corrección, fruto de la Fe,
agria al principio y dulce al final.
Por último, el autor, recurriendo a expresiones similares a las del
Profeta Isaías (Cf. Is 35,3), presenta la Corrección, como medio para fortalecer la personalidad cristiana del creyente: “Por eso, que recobren su
vigor las manos que desfallecen y las rodillas que flaquean”. Quien
asume con madurez la Corrección, crece, madura, se fortalece.
La Corrección es una obra de Caridad. A veces, en nombre de una
“falsa caridad”, se peca de omisión y se abandonan a las personas en su
error. También, se ven casos de súbditos o subalternos, que no señalan
sus errores a sus superiores, para no disgustarlos, o, lo que es peor, para
conservar su mirada benevolente. El súbdito, también es formador del superior, cuando le señala con caridad y donaire, el camino correcto a seguir.
Si existen malos superiores, es porque existen malos súbditos. Si existen
superiores mandones y cerrados al diálogo, es porque los subalternos han
callado demasiadas veces ante sus desatinos. No existe superior infalible,
sólo el Papa, y exclusivamente en materia de Fe y Moral.
El Papa Francisco, al final de la Jornada Mundial de la Juventud, en el
viaje de regreso de Río de Janeiro a Roma, respondía a los periodistas: “…
a mí me gusta cuando una persona me dice: «Yo no estoy de acuerdo», y esto lo he encontrado. «Esto no lo veo, no estoy de acuerdo:
yo se lo digo, usted verá». Éste es un verdadero colaborador. Esto lo
he encontrado en la Curia. Esto es bueno. Pero cuando hay esos que
dicen: «Ah, qué bonito, qué bonito, qué bonito», y después dicen lo
contrario en otro sitio…” (Conferencia de Prensa, 28 de julio de 2013).
El Evangelio que se proclama este Domingo, se contextualiza en la
subida de Jesús hacia Jerusalén (Cf. Lc 9, 51 – 19, 27). Esta Peregrinación, tendrá como culmen su Sacrificio Redentor en la Ciudad Santa.
Durante la misma, Jesús se manifiesta como el Maestro de la Verdad, que
instruye a su Iglesia sobre los Misterios de Reino, cumpliendo algunos
signos milagrosos para suscitar la Fe de sus seguidores. El fragmento
evangélico de este Domingo, se ubica en la segunda parte del Viaje de
242
“…cosas nuevas y antiguas”
Jesús hacia Jerusalén, toda ella centrada en el tema de la Misericordia.
En el camino, Jesús es interpelado por uno de la muchedumbre: “…
Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. La pregunta
manifiesta el deseo sempiterno del hombre, de todos los tiempos y de
todas las religiones, que busca la plenitud. En la Revelación Bíblica, la
salvación es imposible para el hombre, siendo fruto de la iniciativa e intervención de Dios (Cf. Lc 18, 26 – 27). La Salvación es un Don de Dios.
Jesús no responde sobre cuántos se han de salvar, sino cómo se
ha de alcanzar el Don de la Salvación: “esfuércense por entrar por la
puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no
lo conseguirán”. A Jesús no le interesa el número, sino estimular a la
decisión por el Reino, que incluye la conversión, de ahí la exhortación al
esfuerzo. Ahora bien, Jesús no pide un esfuerzo voluntarioso, al estilo de
los fariseos, quienes pensaban que por sus propios méritos o por pertenecer al Pueblo Judío, automáticamente, eran “propietarios” de la Salvación.
Jesús ve el esfuerzo como la respuesta a la Gracia de Dios. Los Dones de
Dios, una vez recibidos, se convierten en exigencia de vida nueva.
Jesús habla de la “Puerta” ¿A que se refiere? Se refiere a Él mismo:
“Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 19,7). Jesús,
es la “Puerta” abierta para todos los que quieran entrar en la Casa del
Padre. La medida de la “Puerta” son los Valores del Reino, que Jesús ha
proclamado y que se resumen en el Mandamiento del Amor. ¿Por qué
dice Jesús que es “estrecha”? No porque sea obstáculo, sino porque no se
amolda a nuestros valores, a nuestros criterios egoístas, somos nosotros
quienes debemos amoldarnos a ella, para poder atravesarla.
El cálculo sobre cuántos se salvarán sólo concierne a Dios, el ingreso
por la “Puerta estrecha”, es asunto nuestro. Que cada quien se mida y
vea si puede pasar por la “Puerta”, o se quedará atascado, a causa de su
cristianismo macilento, cargado de superestructuras innecesarias.
Para atravesar el Umbral de la Salvación, no basta la simple pertenencia a la raza judía, y en nuestro caso, a la Iglesia Católica, o a algún
Grupo o Movimiento Eclesial, es necesario, sobre todo, el amalgamiento
de la propia vida con la vida de Cristo, en definitiva, la Conversión. Este
es el sentido de la siguiente parte del pasaje evangélico: “En cuanto el
dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se
pondrán a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y él les responderá: No sé de dónde son ustedes. Entonces comenzarán a decir:
Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas.
Pero él les dirá: No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos
los que hacen el mal!”.
El peligro del cristiano, consiste en mantener sólo una “buena relación con Dios”, la cual, nos “garantice” la Salvación. Esta mentalidad,
conduce al cristianismo del mínimo esfuerzo. Podemos decirle al Señor:
“Hemos celebrado la Eucaristía contigo, hemos bautizado a nuestros
CiCLo C - tiempo ordiNArio
243
hijos, hemos ido a veces a Misa, hemos escuchado los sermones,
hemos estudiado el catecismo ¿No es esto suficiente?”. Pues Dios,
no quiere sólo buenas relaciones con nosotros, quiere de nosotros, la intensidad del corazón, manifestada en una vida según el modelo de su
Hijo Jesucristo. Se puede practicar el catolicismo con disciplina, pero sin
intensidad de Fe.
Jesús, en consonancia con Isaías, hace ver que la Salvación alcanzará a todos aquellos hombres, que, independientemente de su procedencia racial, lo buscan con sincero corazón: “Allí habrá llantos y rechinar
de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los
profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar
su lugar en el banquete del Reino de Dios”.
El final del relato, alerta fuertemente contra las falsas seguridades
de creerse salvado: “Miren: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Jesús está echando en cara a los expertos en
religión, que no serán ellos los primeros en entrar al Reino, por su autosuficiencia, sino aquellos que se han abierto al Don de la Misericordia; los
pecadores: “Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan
antes que ustedes al Reino de Dios” (Mt 21,31).
La Virgen María, es la Madre de la Misericordia. Ella nos ayuda a
seguir a Cristo, la Puerta, y por Él, acceder a la Salvación.
244
“…cosas nuevas y antiguas”
VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DELTIEMPO ORDINARIO
si 3, 17 – 18.20.28 – 29; HB 12, 18 – 19. 22 – 24ª; LC 14, 1.7 – 14
la arrogancia nos distancia
Como Iglesia Pascual nos congregamos para celebrar el Vigésimo
Segundo Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios que se proclama hoy, nos exhorta a que aprendamos a vivir en la humildad.
El Libro del Eclesiástico nos introduce en el Banquete de la Palabra.
Es el último escrito del Antiguo Testamento. El nombre de Eclesiástico es
de origen latino, significa “Libro de la Asamblea”, y se hizo tradicional en la
Iglesia latina por la frecuencia con que se le utilizaba en los primeros siglos
para la formación moral de los catecúmenos y de los fieles.
Mientras que la mayoría de los escritos sapienciales son atribuidos a
Salomón, el Eclesiástico, es el único que lleva la firma de su autor: Jesús,
hijo de Ben Sirá, un judío de Jerusalén, culto y de buena posición, que
se dedicó desde su juventud al conocimiento de las Escrituras y a la búsqueda de la Sabiduría, sobre todo, por medio de la oración (Cf. Si 51, 13).
Aprovechó sus frecuentes viajes para completar su formación (Cf. Si 34,
11), llegando a convertirse en “maestro de sabiduría”. Dirigió en Jerusalén
una escuela (Cf. Si 51, 23), destinada a iniciar a los jóvenes en la adquisición de la Sabiduría. Por último, hacia el 180 a.C., recogió por escrito,
en hebreo, el fruto de sus reflexiones y de su larga experiencia, siendo
luego traducidas al griego por su nieto, que llevaba el mismo nombre que
el abuelo. La traducción se emprendió en el año 38 del rey Ptolomeo Evergetes II, es decir, en 132 A. C.
El autor dirigió sus reflexiones para animar a los judíos de la Diáspora, en la ciudad de Alejandría, en Egipto, para la época, capital de hombres
ilustrados y de grandes corrientes filosóficas. Ben Sirá, se interesó en
presentar la Historia de la Salvación como manifestación de la Sabiduría
perfecta, la Sabiduría de Yahvé. El Eclesiástico es uno de los Libros denominados Deuterocanónicos.
Antes de Cristo, hubo dos versiones del Canon del Antiguo Testamento (Grupo de Libros): Una corta, la de los judíos palestinenses; y una
larga, la de los judíos alejandrinos y helenistas. La versión larga, escrita
en griego, incluía siete libros más que la corta: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, Sabiduría, 1 y 2 Macabeos. También incluía adiciones a los libros
de Ester y Daniel.
Después de Cristo, los judíos, después de un cierto proceso, abandonaron el canon alejandrino y mantuvieron sólo el palestinense, el mismo de
la Biblia hebrea actual. Sin embargo, la Iglesia primitiva utilizó, sobre todo,
la “Biblia de los LXX” (70), la más antigua versión del Antiguo Testamento,
traducida al griego en Alejandría por un grupo de setenta sabios, entre los
siglos I al III a.C, la misma incluía los siete libros enumerados.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
245
A pesar de algunas discusiones en la Iglesia primitiva, en el siglo V,
sobre la canonicidad o autenticidad de estos Libros (Vg. San Agustín Vs.
San Jerónimo), finalmente, la misma fue definida de una manera declarativa en los Concilios Ecuménicos de Florencia (1442) y de Trento (1546).
En el siglo XVI, Martín Lutero, en su traducción de la Biblia al alemán,
eliminó estos escritos de la Sagrada Escritura, por considerarlos “menos
inspirados”, ciñéndose al Canon hebreo. De ahí que unos de los criterios
para identificar una versión Católica de la Biblia, es la inclusión de los
Libros Deuterocanónicos. Para adherirnos racionalmente a la decisión del
Magisterio Católico, infalible en esta materia, hay que considerar que el
Nuevo Testamento, cita, directa o indirectamente, los Libros Deuterocanónicos, hasta 300 veces.
El breve pasaje que hemos escuchado, nos presenta una exhortación a la humildad: “Hijo mío, en tus asuntos, procede con humildad y
querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la
misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes…”.
La palabra humildad, viene de la raíz latina “humus” que significa
tierra, por eso, la actitud de la humildad comporta apreciarse a sí mismo
como pequeño, necesitado siempre de ayuda y de aprendizaje. De ahí
la sentencia del Libro del Génesis: “¡Porque eres polvo y al polvo volverás!”. La humildad es reconocerse en lo que uno es, sin agregarse ni
añadirse, como diría San Teresa de Ávila: la “Humildad, es la verdad”.
Existen dos patologías de la humildad: La primera, la de no reconocer los propios talentos con serenidad, lo cual se conoce como “baja
autoestima”; la segunda, auto aplicarse talentos que no se poseen, lo cual
se conoce como sobre – autoestima. La persona humilde, sabe decir: “no
sé”, “debo investigar para responder”, “enséñame por favor”, “¿Me estoy
dando a entender?”, “¿Te parece bien?”, “¿Me podrías ayudar?”. Por el
contrario, la persona que no es humilde es “sabidilla”, cree que todo lo
sabe, que todos le entienden y que todo se lo merece.
San Pablo, cuya brillantez era evidente, se nos presenta como modelo de humildad: “… yo soy el último de los Apóstoles, y ni siquiera
merezco ser llamado Apóstol… Pero por la gracia de Dios soy lo que
soy, y su gracia no fue estéril en mí, sino que yo he trabajado más
que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está
conmigo” (1Cor 15, 9 – 10).
El pasaje del Evangelio, cuya proclamación hemos escuchado, tomado de San Lucas, nos presenta la exhortación de Jesús sobre la humildad.
El Evangelio de San Lucas, se divide en siete secciones: El Prólogo (Cf.
Lc 1, 1 – 4); Segunda sección, la cual describe paralelamente la actividad
de San Juan Bautista y el programa de vida de Jesús, El Mesías (Cf. Lc 1,
1 – 4); Tercera sección, la cual contiene la llamada del Israel histórico (Cf.
Lc 5, 1 – 6,11); Cuarta sección, dedicada a la llamada del Nuevo Israel (Cf.
246
“…cosas nuevas y antiguas”
Lc 6, 12 – 9,50); Quinta sección, la cual abarca el viaje de Jesús hacia Jerusalén (Cf. Lc 9, 51 – 19, 46); Sexta sección, la cual comprende la enseñanza y polémica de Jesús en el Templo (Cf. Lc 19, 47 – 21, 38); Séptima
sección, la cual presenta los acontecimientos en torno a la Pascua (Cf. Lc
22, 1 – 24, 53). El pasaje evangélico que se ha proclamado, pertenece a
la Quinta sección.
La enseñanza de Jesús, en el fragmento, se puede dividir en: Proemio, enseñanza a los invitados y enseñanza a los anfitriones.
El proemio, enmarcado dentro del esquema de la semana judía, en
el sábado, día que rubrica la obra creadora de Dios dedicándose al reposo
(Cf. Gn 2, 1 – 2). Jesús irrumpe en el día de precepto, iniciando un nuevo
orden de cosas: “Entró Jesús, un sábado, en casa de uno de los principales fariseos para comer…”.
Este Nuevo Orden, estará marcado por la restauración de la condición original del hombre, creado del barro (Cf. Gn 2, 7), cuando aún no
había osado ocupar el lugar que sólo correspondía a Dios (Cf. Gn 3, 5). El
relato no presenta una sencilla enseñanza práctica de vida, recuerda un
problema antropológico de base; la arrogancia del hombre.
La exhortación a los invitados viene planteada en los siguientes términos: “… al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: Si te invitan a un banquete de bodas, no
te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido
invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que
los invitó a los dos, tenga que decirte: Déjale el sitio, y así, lleno de
vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando
llegue el que te invitó, te diga: Amigo, acércate más, y así quedarás
bien delante de todos los invitados. Porque todo el que se ensalza
será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.
Jesús, el Nuevo Adán, asumió el último puesto, haciéndose esclavo
y lavándole los pies a sus Apóstoles (Cf. Jn 13, 1 – 5), a ello, se opuso la
mentalidad de Pedro, dominada por un esquema de grados y privilegios
(Cf. Jn 13,6). El discípulo de Cristo debe ponerse con Él, en el último
lugar. Quien pretende elevarse por encima de los demás, participa de la
arrogancia de Adán y participará también de su vergüenza, alejándose de
Dios (Cf. Gn 3, 10 – 11). Mientras que la prepotencia nos aleja de Dios, la
humildad, nos hace amigos de Dios.
La exhortación a los anfitriones se nos propone así: “… cuando des
un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los
ciegos. ¡Dichoso tú, porque ellos no tienen cómo pagarte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!”.
Los invitados al Banquete deben ser los últimos, los marginados de la
sociedad y por tanto, los impedidos para el ejercicio del culto (Cf. 2S 5,8;
Lv 21, 16 – 20). Jesús vino para ellos (Cf. Lc 4, 18). Hoy en día existen
CiCLo C - tiempo ordiNArio
247
muchos marginados, necesitados de la solicitud de Jesús, por medio de
su Iglesia. El Papa Francisco, lo recordaba con claridad en su Encuentro
con los Obispos del Celam, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río
de Janeiro, el 27 de julio de 2013: “… pastoral, no es otra cosa que el
ejercicio de la maternidad de la Iglesia. La Iglesia da a luz, amamanta,
hace crecer, corrige, alimenta, lleva de la mano... Se requiere, pues,
una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse
en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y
amor”.
Proseguimos la lectura continua de la carta a los Hebreos. El pasaje
que hoy se nos propone ofrece una comparación entre la manifestación de
Dios, en la Antigua Alianza y en la Nueva Alianza.
La primera Alianza, la del Sinaí, según el autor, estaba signada por
la lejanía y el temor: “Ustedes, en efecto, no se han acercado a algo
tangible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, tempestad, sonido de
trompeta, y un estruendo tal de palabras, que aquellos que lo escuchaban, no quisieron que se les siguiera hablando”.
La segunda Alianza, la de la Cruz, está signada por la cercanía y el
gozo: “… en cambio, se han acercado a la montaña de Sión, a la Ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial, a una multitud de ángeles, a una fiesta solemne, a la asamblea de los primogénitos, cuyos
nombres están escritos en el cielo. Se han acercado a Dios, que es el
Juez del universo, y a los espíritus de los justos, que ya han llegado a
la perfección, a Jesús, el mediador de la Nueva Alianza”.
La Alianza teofánica del Sinaí, produjo, con su aparato sensible, un
espíritu de temor (Cf. Ex 19, 18; Dt 4,11). La Alianza humanizada de Jesús, en la Cruz, acerca al cristiano a la Paz del cielo, lo cual queda expresado en la frase: “… se han acercado…”, cuya traducción más precisa,
a entender de los expertos, sería: “… han entrado…”. En Jesús, Dios se
ha acercado al hombre, quien por el pecado, se encontraba en el último
puesto, para devolverle su lugar de honor en el Orden de la Salvación.
La Virgen María fue la humilde esclava del Señor. Ella, con su vida,
proclamó que: “El señor derriba del trono a los poderosos y enaltece
a los humildes” (Lc 1,52). Ella nos ayuda a buscar el último lugar, para
llegar a ser enaltecidos, con Jesús (Cf. Flp 2, 6 – 11).
248
“…cosas nuevas y antiguas”
VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DELTIEMPO ORDINARIO
sB 9, 13 – 19; FLm 9B – 10; LC 14, 25 – 33
no sEamos sabidillos, sEamos sabios
Como Comunidad de Fe, nos congregamos para celebrar el Vigésimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios de este
día, nos invita a buscar la Verdadera Sabiduría, la que proviene de Dios,
vaciándonos de nosotros mismos.
Una cosa es “saber”, y otra “tener sabiduría”. Lo primero, “saber”, generalmente es un conocimiento académico, que se puede encontrar en los
libros o internet. La segunda, “la sabiduría”, constituye un estadio superior,
una inteligencia práctica para comprender y resolver las diversas situaciones de la vida. Es una intuición que puede prescindir o no del “saber”. Por
ello, encontramos personas que “no saben mucho”, pero tienen “sabiduría”; así como otras que, “saben mucho”, pero son “desacertadas”.
En el mundo antiguo, y sobre todo entre los griegos, la búsqueda de
la “sabiduría”, constituyó un gran desafío. Cada filósofo escudriñaba sobre la comprensión de los enigmas de la realidad y de la vida del hombre.
Sócrates, quién vivió en el siglo V, A.C., se le ha reconocido como
el padre de la Filosofía (amor a la sabiduría). De él no se conservó escrito alguno; sus discípulos: Platón, Jenofonte, Aristipo y Antístenes, fueron
quienes nos transmitieron su vida y legado. Se opuso con firmeza a ser
considerado el hombre más sabio de su tiempo. Cuestionando el conocimiento de los que se consideraban sapientes, se calificaba a sí mismo
como ignorante. Guiaba a sus discípulos hacia un sentido profundo de las
realidades del hombre. Por medio de la mayéutica irónica, con preguntas
y respuestas, iba demoliendo los esquemas preconcebidos de sus discípulos, sustentados sobre la acumulación de conocimientos. De Sócrates
es la célebre frase: “Sólo sé que no sé nada”. Deseaba que la sabiduría
no se convirtiera en un logro, sino en una constante búsqueda, partiendo
de la aceptación de la limitación del conocimiento humano. En tal sentido,
afirmaba: “La verdadera sabiduría, está en reconocer la propia ignorancia”.
La Primera Lectura de hoy ha sido tomada del Libro de la Sabiduría,
el último de los Escritos del Antiguo Testamento, escrito en griego, muy
probablemente, entre los años 50 y 30 A.C., en la ciudad de Alejandría,
Egipto, epicentro cultural del mediterráneo. Como la mayoría de las Obras
Sapienciales del Antiguo Testamento, por medio del recurso de la pseudoepigrafía o pseudonimia, se le atribuye a Salomón, modelo de rey sabio,
quien vivió en el siglo X A.C.
La Obra está dirigida a la comunidad judía de la Diáspora, en estrecho contacto con todas las corrientes filosóficas que proliferaban para la
época en aquella ciudad. El autor se propuso demostrar a sus compatrioCiCLo C - tiempo ordiNArio
249
tas, que no tenían nada que buscar en la sabiduría pagana, presentando a
Yahvé, el Dios de la Alianza, como la fuente de la Verdadera Sabiduría.
El pasaje propuesto como primera Lectura, forma parte de una sección de la Obra conocida como la “Oración de Salomón”, quien había
pasado a la historia como el rey modelo, el cual, antes de comenzar su
reinado, pidió: “un corazón sabio, para gobernar a tu pueblo, y poder
discernir entre lo bueno y lo malo” (1Re 3,9).
Si bien, el autor de la Obra desarrolla sus reflexiones en el contexto
de la Revelación de Yahvé al Pueblo hebreo, no deja de traslucir la influencia que el pensamiento griego tuvo en sus escritos. Así pues, aborda
el tema de la tensión entre la dimensión corporal y espiritual del hombre,
desde la perspectiva negativa, propia de los griegos: “… porque un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y esta morada de arcilla, oprime a
la mente con muchas preocupaciones…”.
Esta visión negativa tuvo fuerte influencia en la teología cristiana, y
con frecuencia quiere ser re – propuesta por movimientos eclesiales tradicionalistas, que postulan el desprecio de la corporeidad humana, obviando
el hecho que la Fe Cristiana se cimienta en el acontecimiento de la Encarnación: Dios ha asumido la naturaleza humana para enaltecerla.
El autor se muestra absolutamente novedoso en la Revelación que
ofrece sobre el origen de la Verdadera Sabiduría. Para los sabios griegos,
la misma, era fruto del esfuerzo de la mente humana, del conocimiento
de los principios fundamentales que forman las cosas, y de las normas
que rigen el universo; esfuerzo en el cual, hasta el sapientísimo Sócrates
se había empeñado. En cambio, para el Pueblo Elegido, la Sabiduría es
un Don inabarcable de Dios, que debe ser pedido con humildad: “¿Qué
hombre puede conocer los designios de Dios o, hacerse una idea de
lo que quiere el Señor?... Nos cuesta conjeturar lo que hay sobre la
tierra, y lo que está a nuestro alcance, lo descubrimos con el esfuerzo; pero ¿quién ha explorado lo que está en el cielo? ¿Y quién habría
conocido tu voluntad, si tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y
enviado desde lo alto tu santo espíritu?”.
Seguimos escuchando, del Evangelio según San Lucas, el fragmento
sobre “la Misericordia”, enmarcada dentro del Viaje de Jesús hacia Jerusalén.
En la conclusión del Evangelio que escuchamos el Domingo pasado,
Jesús daba por sentado, que la invitación al Banquete del Reino estaba abierta a todos, especialmente a los excluidos: “… cuando des un
banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los
ciegos…”. El pasaje siguiente, el cual, hoy la Liturgia omite, presenta la
parábola de los invitados al Banquete, la cual concluye de manera semejante (Cf. Jn 14, 16 – 24). Se entiende el introito del pasaje evangélico
que hoy se ha proclamado, el cual, presenta el entusiasmo multitudinario
que suscitaba el mensaje y testimonio de Jesús. Muchos, que antes se
250
“…cosas nuevas y antiguas”
sentían excluidos, acudían en masa para seguirlo: “Junto con Jesús iba
un gran gentío…”.
Jesús no se deja embriagar por la popularidad, por eso, al percatarse
del entusiasmo subjetivo que se generaba en torno suyo, se detuvo: “…
dándose vuelta…”. Él, no quiere ser “famoso”, quiere que: “… todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad…” (1Tm
2, 4); y la Verdad es; su Muerte Redentora, su Anonadamiento y su Resurrección.
Pudo haber hecho como los políticos y los amantes de la lisonja,
quienes no se detienen, ni miran atrás, para instruir de manera responsable y personalizada, auto – complaciéndose en las masas enajenadas.
Jesús, por el contrario, percibe el peligro de la idea de un mesianismo sin
sacrificio y plantea con firmeza las exigencias de su seguimiento: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre,
a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas…, no puede ser
mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser
mi discípulo… cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que
posee, no puede ser mi discípulo”.
Jesús no nos exige el desprecio de los vínculos familiares, ni auto
anularnos como personas, actitudes que irían contra la “Ley Natural”. Enfatiza que, para el discípulo, lo más importante es el encuentro con su
persona, en torno al cual, se articulan todos los demás aspectos de la vida.
El discípulo, no es aquella persona que “ha dejado algo”, sino, quien “ha
encontrado a Alguien”, y ese encuentro, hace que todo lo demás sea visto
y vivido desde una perspectiva nueva.
Por eso, Jesús invita a la Lucidez, a evaluar nuestra capacidad de
seguimiento, por medio de las dos parábolas, sobre la torre y el rey en
campaña: ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta
primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos
los que lo vean se rían de él, diciendo: Este comenzó a edificar y no
pudo terminar. ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no
se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar
al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro
rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz”.
Si consideramos el tema de la Primera Lectura, podemos concluir
que Jesús se presenta como el “Maestro Sabio”, que nos invita a detenernos, para evaluar la consistencia de nuestros logros; y procurar la Sensatez que nos permite adecuar nuestras fuerzas a las dimensiones de los
retos. Para ello, se requiere la Humildad, que clama por la Sabiduría,
aquella que nos ayuda a vaciarnos de lo más peligroso, nuestro “propio
ego”, de ahí que nos exhorte: “Cualquiera que no renuncie… hasta a su
propia vida… no puede ser mi discípulo…”. Podemos ser “heroicos” en
nuestras renuncias, pero estar henchidos de “ego”. Debemos detenernos,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
251
mirar atrás, evaluar y ponderar nuestra capacidad humana y espiritual,
para proseguir bajo la guía del Maestro. Eso no es debilidad o pusilanimidad, es Sabiduría.
La Segunda Lectura, de la Misa de hoy, ha sido tomada de la Carta
a Filemón; el texto más breve del Nuevo Testamento, consta solamente
de 25 versículos. Aun así, revela aspectos de la personalidad del “amado
y temido” Pablo; quién conoce entrañablemente a todos los que saluda
y menciona en su escrito, expresándose con delicadeza y caridad, imponiendo su autoridad de manera no imperativa, sino indicativa. Si alguien
desea aprender a escribir una carta para plantear su opinión sobre algún
asunto delicado, invocando su autoridad, debería tener como referencia
este escrito.
Filemón era un rico ciudadano de Colosas, a quien Pablo convirtió
a la fe cristiana durante su permanencia en Éfeso. Onésimo, uno de sus
esclavos, huyó de su casa y para escapar a las severas sanciones que
se imponían a los esclavos fugitivos, buscó refugio en Roma, donde se
encontró con Pablo, ya anciano, quien le introdujo en el camino de la fe y
lo engendró en el bautismo.
San Pablo no enfrenta directamente el tema de la licitud moral de la
esclavitud, sino que expone la igual dignidad que confiere el bautismo a
todo fiel cristiano: “Quizá, se apartó de ti, para que lo recobraras ahora
para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor, como hermano.
Si yo lo quiero tanto, cuánto más lo has de querer tú, como hombre
y como cristiano”.
El Apóstol, no invoca una autoridad que proviene de sí mismo, sino
aquella fundamentada en el Amor: “… aunque tengo absoluta libertad
en Cristo para ordenarte lo que debes hacer, prefiero suplicarte en
nombre del amor, Yo, Pablo…”.
El Cardenal Lebrún, el Obispo que me ordenó, cuando debía asignar una misión difícil de aceptar, recurría a una frase que era un apelo
a la caridad: “¡Chico, hazlo por mí!”. No era que anteponía su voluntad,
sino que invocaba la caridad que le movía, para tratar de solventar una
situación compleja, queriendo hacer al súbdito partícipe de su solicitud
pastoral. Ante tales maneras, se imponía la obediencia. La Sabiduría,
ayuda también a saber decir las cosas con asertividad, como dicen hoy
los psicólogos, invocando los criterios superiores que conducen a un alto
discernimiento.
Un aspecto que no se debe descuidar del texto, es la forma como
se evidencia la madurez afectiva del Apóstol, quien, aun amando entrañablemente a Onésimo, renuncia a él, para entregarlo a quien le podía
conferir la condición de liberto. Sabía que debía respetar el orden constituido, sabía que debía renunciar al afecto del hijo en nombre de un Amor
Superior: “… te suplico en favor de mi hijo Onésimo… Con gusto lo
hubiera retenido a mi lado… Pero no he querido realizar nada sin tu
252
“…cosas nuevas y antiguas”
consentimiento, para que el beneficio que me haces, no sea forzado,
sino voluntario… Si es tan querido para mí, cuánto más lo será para
ti, que estás unido a él por lazos humanos y en el Señor…”.
San Pablo vivió lo que significa la renuncia en el nombre del Señor,
alcanzando la Verdadera Sabiduría. Cuántos afectos a cosas y personas,
quisiéramos retener; y al final, nada es nuestro, todo es Don de Dios.
María Santísima, Sede de la sabiduría, acogió con trepidación y humildad el Plan de Dios en su Vida. Ella nos ayuda a alcanzar la Verdadera
Sabiduría, la que nace de un corazón humilde, capaz de vaciarse de sí
mismo.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
253
VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
ex 32, 7 – 11. 13 – 14; tm 1, 12 – 17; LC 15, 1 – 32
concElEbrEmos la misEricordia dEl padrE
Celebramos la Comunión en torno a Cristo Resucitado, en la Misa
Dominical correspondiente al Vigésimo Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra nos invita hoy a sumergirnos en las entrañas misericordiosas de Dios nuestro Padre.
El Libro del Éxodo nos introduce en la Mesa de la Palabra. La autoría de la Obra data aproximadamente del siglo XV A.C., se le atribuye
a Moisés (Cf. Ex 17, 14; 24, 4-7; 34, 27). Sin embargo, ésta comprende
un conjunto de Tradiciones, las cuales, fueron ulteriormente agrupadas.
El Libro gira en torno al Dogma de Fe de Israel: La Liberación de los 430
años de esclavitud en Egipto, bajo el dominio del Faraón (Cf. Cf. Gn 15,
13ss; Gn 12, 40); y el comienzo de la constitución del Pueblo de la Alianza
a partir de la Pascua (Cf. Ex 11, 1 -12, 51).
Los estudiosos, en base a los contenidos, distinguen tres partes en
el Libro: 1) La liberación del pueblo de Israel de Egipto, que pone de manifiesto el poder de Dios [Cf. Ex 1,1 – 15,21]; 2) La marcha por el desierto
hasta el Sinaí [Cf. Ex 15, 22 – 18,27]; 3) La alianza del Sinaí, con su conjunto de leyes y la construcción de la “Morada o Tabernáculo”, también
llamada “Tienda del encuentro” [Cf. Ex 19,1 – 40,38]. El estilo o género
literario, es el épico o epopéyico, presentando la Historia de Israel, desarrollada en grandes gestas, a fin de resaltar el Poder de Yahvé, creador y
protector de su Pueblo.
El texto que se nos ha propuesto como Primera Lectura, pertenece a
la Tercera Parte del Libro, la más importante, pues en ella no sólo se narra
el acontecimiento de la Alianza del Sinaí, sino también, el proceso por el
cual Israel, en su nueva situación, comienza a caminar como Pueblo libre,
vinculado para siempre con Yahvé, su Dios (Cf Ex 19, 1 – 24, 18).
No fue fácil para el Pueblo asumir y vivir esta su nueva condición de
libertad, acostumbrado a ser una nación esclava, bajo la sombra opresora
del Faraón. Ante la demora de Moisés en la Montaña Santa, lugar de encuentro con Yahvé para recibir las Tablas de la Ley (Cf. Ex 24, 12 – 18),
el Pueblo, dominado por su falta de fe, busca seguridad inmediata y forja
un becerro de oro para adorarlo, olvidándose de Yahvé y de su recién
ejecutada liberación, con brazo poderoso (Cf. Dt 26,8): “El Señor dijo a
Moisés: Baja en seguida, porque tu pueblo, ese que hiciste salir de
Egipto, se ha pervertido… se han apartado rápidamente del camino
que yo les había señalado, y se han fabricado un ternero de metal fundido. Después se postraron delante de él, le ofrecieron sacrificios y
exclamaron: Este es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de Egipto. Luego le siguió diciendo: Ya veo que este es un pueblo obstinado…”.
254
“…cosas nuevas y antiguas”
Israel estaba balbuceando su nueva condición de Pueblo, hijo de
Yahvé; estaba acostumbrado a ser dominado, aún era insensible a la presencia y autoridad de un Dios Padre (Cf. Sal 2,7), por ello se refugia en
un ídolo, y los ídolos son reflejo del vacío de los hombres, exigiéndoles de
manera desmedida hasta esclavizar.
Sigue a continuación el juicio de Yahvé contra su Pueblo, el cual, genera perplejidad, mostrando a Dios encolerizado contra Israel. Tengamos
presente que el hagiógrafo o autor inspirado, escribe en clave humana,
para revelar lo divino. En este caso, traslada emociones humanas a la
Persona de Dios (antropomorfismo), resaltando a continuación su entrañable capacidad de misericordia: “déjame obrar: mi ira arderá contra
ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación”.
Lo que trasluce la frase es la constatación de la rebeldía humana, ante la
condescendencia divina, la cual ameritaría, según los criterios humanos,
la aniquilación para iniciar algo mejor.
Posteriormente, en el diálogo mediador de Moisés, se revela la profunda Misericordia de Yahvé, quien se compadece y retracta su juicio, dejándose vencer por la Indulgencia: “… Moisés trató de aplacar al Señor
con estas palabras… Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus
servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: Yo multiplicaré
su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta
tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia. Y el
Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo…”.
Yahvé no quiso hacer daño a su Pueblo; Moisés, no hace más que transmitirnos la experiencia del Dios Misericordioso que Israel experimentó a
pesar de sus muchas infidelidades.
Se ha proclamado el Capítulo 15 de San Lucas, considerado por muchos el Corazón del Evangelio; un canto a la Misericordia de Dios. El Capítulo 14, que hemos escuchado en los dos Domingos anteriores, exponía
la exhortación a la conversión de los pecadores, “los últimos”, invitados
de honor al Banquete del Reino. Por su parte, el Capítulo 15, configura
un llamado a la conversión de “los primeros”, “los justos”, los “custodios
de lo establecido”; invitados a descubrir el Verdadero Rostro indulgente
del Padre. El pasaje se desgrana en tres Parábolas: “La oveja perdida”,
“La moneda perdida” y “El Hijo pródigo”. Las tres tienen como punto de
armonía la alegría por el reencuentro.
Las dos primeras parábolas, si bien son muy semejantes, ponen el
énfasis en la búsqueda del pecador por parte de Dios, cada una tiene su
particularidad.
La primera, posee como trasfondo el Capítulo 34 del Profeta Ezequiel, en el cual Dios anuncia que Él mismo cuidará de su Pueblo como
un Pastor; y, ante los abusos de los malos pastores de Israel, sanará y
cuidará a cada una de sus ovejas. El relato resalta la premura de Dios por
el individuo necesitado de ser encontrado por su Amor: “Si alguien tiene
CiCLo C - tiempo ordiNArio
255
cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el
campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y
cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros…”. La sola oveja,
es figura del pecador, mientras que las noventa y nueve, representan a
Israel, a los justos, llamados a reconocer la Misericordia del Padre.
Llama la atención que el Pastor carga sobre sus hombros la oveja
reencontrada. Entre los pastores de la época, existía la práctica de partir
una pata a la oveja, para evitar que se volviera a escapar, en cambio, éste
la acoge, se arrodilla y la lleva en hombros. Dios no reprende, no castiga,
sólo acoge, y eso lo deben aprender los “justos” de Israel y los “justos” de
hoy.
La segunda, tiene como trasfondo las evocaciones bíblicas que revelan el rostro materno de Dios (Vg. Is 49, 15). En la primera parábola, el
protagonista es de género masculino, revelando la fuerza del Amor Misericordioso de Dios, en ésta, es una mujer, evidenciando su Ternura Materna:
“Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la
lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla?”.
La “dracma”, era la moneda de los paganos, y “diez”, era el número
necesario para la liturgia de la Sinagoga. La sola moneda perdida es figura del pagano convertido, invitado también, a formar parte de la comunidad de salvación, representada en las restantes nueve. Los judíos están
llamados a reconocer al pecador convertido, como hermano y miembro de
la Asamblea.
Ambas parábolas, concluyen con la invitación a compartir la alegría
por el reencuentro: “…Alégrense conmigo, porque encontré la oveja
que se me había perdido… Alégrense conmigo, porque encontré la
dracma que se me había perdido…”. Se trata del clamor de Dios, que
desea que el justo se convierta a su Misericordia, que salga de su restringida y excluyente Justicia, para reconocer su Rostro de Padre, que:
“… hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre
justos e injustos” (Mt 5, 45).
Las dos parábolas anteriores, preparan para la Tercera, la del “Padre
Misericordioso”, que no pone el énfasis en su búsqueda del pecador, sino
en su gozo por haberlo encontrado. Comienza con un genérico: “un hombre tenía dos hijos…”. Esta expresión, pone el énfasis en la paternidad
y maternidad de Dios.
En el Cuarto Domingo de Cuaresma, tuvimos la oportunidad de meditar esta hermosa pieza del Evangelio, poniendo el acento en el camino de
conversión de los dos hijos del Padre Bueno. En esta ocasión, consideraremos el desconocimiento del rostro de Dios como fuente del pecado.
El hijo menor del Padre Bueno reclama una herencia, cuyo usufructo
no le correspondía y la despilfarra en una mala vida, llegando a experimentar la soledad del pecado. Aborda a su padre con una expresión que
revelaba el concepto que de él tenía: “… Padre, dame la parte de heren-
256
“…cosas nuevas y antiguas”
cia que me corresponde…”. No le dice Padre mío, pues nunca lo reconoció como tal, sino como un patrón, tal y como se evidencia en el limitado
acto de contricción que prepara para volver a la casa paterna: “¡Cuántos
jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia… iré a la casa de
mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti… trátame
como a uno de tus jornaleros… Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro… El
joven le dijo: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser
llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus servidores…”.
El Padre Bueno, no le permite concluir con la petición que había
preparado de manera calculada: “… trátame como a uno de tus jornaleros…”, sino que lo interrumpe, prestamente, conociendo que el distanciamiento de ambos, tenía como origen el desconocimiento de su Rostro Paterno: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo
en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y
mátenlo. Comamos y festejemos…”. El Padre festeja porque finalmente
su hijo le ha re – conocido.
El hijo mayor, en su actitud, también expresa una visión distorsionada de la imagen de su Padre. Lo suyo era trabajar para él, cumplir con el
deber, por eso no comprende ni acepta que éste acoja al hermano disoluto. Su reclamo al Padre está cargado de sufrimiento, por no lograr re – conocer su Amor indulgente: “… se enojó y no quiso entrar. Su padre salió
para rogarle que entrara, pero él le respondió: Hace tantos años que
te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y
nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y
ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él, el ternero engordado!”.
La tragedia del hijo disoluto, consistió en alejarse de su Padre, y en
la soledad de su pecado, añorar ser uno de sus obreros, pero no su hijo.
La tragedia del hijo mayor, consistió en estar siempre con su padre, no sintiéndose hijo, sino, jornalero. Por su parte, la respuesta del Padre, pone en
evidencia su solicitud por ambos: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo,
y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu
hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
encontrado”. Dios quiere que aceptemos al pecador, que lo reconozcamos como hijo del mismo Padre y, por ende, dar el paso que no pudo dar
el hijo mayor, reconocerlo como hermano.
La actitud del hermano mayor, con relación al Padre, constituyó
un reclamo de Jesús contra los Fariseos, Escribas y Letrados, quienes le
condenaban diciendo: “Ése acoge a los pecadores y come con ellos”,
negándose a con – celebrar su conversión, cerrándose a la Fiesta del Perdón. También puede ser un reclamo contra una mentalidad de Iglesia,
según la cual, ésta se conforma sólo por los “buenos”, “los mejores”, por
los que siempre “pueden comulgar”, por los que están “bien casados”, por
CiCLo C - tiempo ordiNArio
257
los que pertenecen a “mi grupo o movimiento”. Es cierto que la Puerta es
estrecha (Cf. Lc 13,24), pero está abierta, y todos, según su propia condición, con un corazón sincero, pueden buscar y encontrar la Salvación en
la Iglesia.
Debemos cuidarnos también de convertir el Cristianismo en una religión de méritos, en un método religioso, creyendo que la Salvación sea
algo merecido, a cambio del propio esfuerzo humano, y no un Don de Dios.
Puede darse que nuestra opción religiosa sea meretricia, es decir, que viva
del contracambio, como si Dios necesitara de nuestras virtudes humanas
para darnos su Gracia.
Comenzamos este Domingo una lectura selectiva de algunos pasajes de la Primera Carta a Timoteo, una de las tres Cartas Pastorales, junto
con la Segunda a Timoteo y la de Tito. Los estudiosos afirman que pertenecen a una época sub – apostólica, es decir, al último tercio del siglo I, sin
embargo, es innegable que reflejan el talante pastoral del Apóstol de los
gentiles, ya anciano y en cautividad, a causa de su testimonio.
El contexto de la Carta es la naciente Comunidad de Éfeso, fundada
por el Apóstol y de la cual Timoteo era Obispo, la cual sufría el acoso de
doctrinas perturbadoras. Esta situación exigía una respuesta firme, de
modo que no cayera en la tibieza espiritual. Por eso, el autor exhorta a la
incolumidad en la Fe y las Costumbres.
Para tal exhortación, San Pablo no recurre a argumentos autoritarios,
sino a su experiencia de conversión, en la cual, comprendió que su “justicia” estaba muy lejos de la “Justicia” de Dios, abierta a todos los pecadores, entre los cuales, él no duda en contarse: “Doy gracias a nuestro
Señor Jesucristo, porque… me ha considerado digno de confianza…
a pesar de mis blasfemias… fui tratado con misericordia… Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el amor de
Cristo Jesús... Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia, poniéndome como ejemplo, de los
que van a creer en él para alcanzar la Vida eterna”.
Si dudamos sobre la Paternidad-Maternidad de Misericordiosa del
Padre, tengamos presente que San Pablo nos habla con autoridad apostólica, presentándonos una verdad de fe incuestionable: “Es doctrina cierta
y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos”.
La Virgen María, quien nos enseñó en su Canto de Alabanza a proclamar la Misericordia Eterna del Padre (Cf. Lc 1, 50), nos ayuda a reconocer su rostro bondadoso, que acoge a justos y pecadores, para invitarnos
a la gran con – celebración del Perdón.
258
“…cosas nuevas y antiguas”
VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Am 8, 4 – 7; tm 2, 1 – 8; LC 16, 1 – 13
somos administradorEs, no duEños
Reunidos en torno a la doble Mesa de la Palabra y de la Eucaristía,
nos congregamos para celebrar el Vigésimo Quinto Domingo del Tiempo
Ordinario. Nuestra reflexión de este día, se centra en el tema del justo uso
de las riquezas.
La Primera Lectura ha sido tomada del Libro del Profeta Amós, el tercero de los doce Profetas menores. Desde el punto de vista cronológico,
estamos ante el primero de los escritos proféticos, perteneciente al ciclo de
los “profetas escritores”. Los anteriores habían intervenido activamente en
la vida política y religiosa de Israel, oralmente, conservando la Tradición,
el recuerdo de sus palabras y acciones.
Amós, campesino de Tecoa, pequeña población situada a veinte kilómetros al sur de Jerusalén (Cf. Am 1, 1; 7, 14), aun siendo oriundo de un
ambiente agrícola modesto, poseía un buen grado de comprensión y de
discernimiento sobre los hechos más relevantes de los Reinos del Norte
y del Sur; así como también, su percepción sobre la conquista asiria que
amenazaba al Pueblo Elegido.
Siendo nativo de Judá, Reino de Sur, Amós proclamó su mensaje en
el Reino del Norte, hacia el año 750 a.C. En esa época, Samaria vivía un
gran auge de expansión política, social y económica, bajo el reinado de
Jeroboam II (787 – 747 a.C.), expresada en un desenfrenado lujo entre las
clases pudientes, a menoscabo de los menos favorecidos. En este contexto, resuena la voz del Profeta de la “Justicia social”.
Amos recuerda a los israelitas sus obligaciones, derivadas de la singular relación que les unía con Yahvé, recordándoles que no bastaba el
cumplimiento formalista de obligaciones religiosas, vacías de la dimensión
moral. De igual forma, denuncia la inconsistencia ante Dios de un culto
alejado de la Justicia.
La Obra consiste en una antología de Oráculos y Visiones, pronunciados por el Profeta en Betel y Samaría. Se divide en tres partes: 1)
Vocación y misión del Profeta [Cf. Am 1, 1 – 2; 7, 10 - 17]; 2) Oráculos [Cf.
Am 1, 3 – 6, 14]; 3) Visiones [Cf. Am 7,1 – 9, 15].
El texto de la Primera Lectura que se nos ha proclamado, pertenece
a la Sección de las Visiones, específicamente sobre la Visión de la “Canasta de fruta madura”, imagen a partir de la cual el Profeta anuncia el juicio
de Yahvé contra la injusticia de su Pueblo.
En la Visión, delata la injusticia especulativa que se esconde detrás
de una devoción hipócrita: “Escuchen esto, ustedes, los que pisotean
al indigente, para hacer desaparecer a los pobres del país. Ustedes
dicen: ¿Cuándo pasará el novilunio para que podamos vender el grano, y el sábado, para dar salida al trigo? Disminuiremos la medida,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
259
aumentaremos el precio, falsearemos las balanzas para defraudar;
compraremos a los débiles con dinero y al indigente por un par de
sandalias, y venderemos hasta los desechos del trigo…”.
Dos prácticas religiosas son presentadas en el texto: La luna nueva
y el Shabat. En el primer día de cada mes lunar, se debía ofrecer un holocausto consistente en dos toros, un carnero y siete corderos, también se
debía ofrecer un macho cabrío, como sacrificio por los pecados (Cf. Nm
28, 11 – 15). El Shabat, era el día que tradicionalmente se conmemoraba
la Alianza, imitando el reposo de Yahvé en el último día de la creación (Cf.
Ex 20, 8 – 11; Gn 2, 2 – 3). En ambos días, se debían interrumpir tratos
y negocios.
Lo que el Profeta reprocha enérgicamente, es la suspensión de toda
actividad comercial para recuperar posteriormente las ganancias, modificando los precios y medidas a conveniencia. Es lo que hoy conocemos
como especulación. El juicio del Profeta es riguroso: “… El Señor lo ha
jurado por el orgullo de Jacob: Jamás olvidaré ninguna de sus acciones”.
Esta práctica sigue siendo común en algunos comerciantes, quienes
manipulan los precios, según los tiempos y a conveniencia. Existe también
otra forma parecida de utilizar al pobre, por medio de la política, cuando
no se toman las medidas justas en la macroeconomía, para conservar “el
capital electoral”, aplicándolas posteriormente, con efectos devastadores
para la economía de los más humildes.
Continuamos la proclamación litúrgica del Evangelio según San Lucas, correspondiente al Ciclo C. El Domingo pasado escuchamos el Capítulo 15 en su totalidad, exponiéndonos la enseñanza de Jesús sobre la Misericordia del Padre, abierta a todos. Hoy, comenzamos a leer el Capítulo
16, cuyo tema dominante es la actitud del creyente ante las riquezas.
En el pasaje evangélico que se nos ha propuesto, nos encontramos
con la “Parábola del administrador injusto”, reforzada por tres aforismos.
Se trata de “una sentencia breve y doctrinal que se propone como regla…” (Cf. RAE). En base a esta presentación consideremos el texto.
La Parábola versa sobre un administrador deshonesto, que se enfrenta al inminente juicio de su patrono: “Había un hombre rico que tenía
un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó
y le dijo: ¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu
administración, porque ya no ocuparás más ese puesto. El administrador pensó entonces: ¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me
quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da
vergüenza”.
Esta introducción de la Parábola, resalta el hecho que los bienes no
eran propiedad de aquel hombre. Dios es “Don” y como tal, se debe vivir
esta relación con Él, en el uso y usufructo de aquello que Él nos permite
disfrutar. En la vida, somos administradores, palabra que proviene del
latín ad – ministrare: para servir. Quien se apropia del “don”, vuelve a la
260
“…cosas nuevas y antiguas”
culpa original de pretender ser como Dios (Cf. Gn 3, 5). Tarde o temprano,
en esta vida o después de ella, se nos pedirá cuentas sobre el rendimiento
de aquello que Dios nos ha dado para administrar.
La continuación de la Parábola, se enlaza con el tema del Capítulo
15, que leíamos el Domingo pasado: Dios es Misericordioso con todos. El
administrador, al recapacitar, comprende que la única salida para él era
entrar en la lógica de su patrono, es decir, la generosidad, el perdon: “¡Ya
sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me
reciban en su casa! Llamó uno por uno a los deudores de su señor
y preguntó al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Veinte barriles de
aceite, le respondió. El administrador le dijo: Toma tu recibo, siéntate
en seguida, y anota diez. Después preguntó a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Cuatrocientos quintales de trigo, le respondió. El administrador
le dijo: Toma tu recibo y anota trescientos”.
El administrador, cayó en cuenta que la lógica de poseer, no era la
que movía a su patrono, sino la de la magnanimidad, por eso condona
parcialmente las obligaciones de los deudores, según sus verdaderas posibilidades de pago y según la mentalidad del Acreedor. Esa es la lógica
de Dios; la de la generosidad. Quien vive en esa lógica, al final de sus días,
encontrará Amor. Es este el alcance de la perspectiva del administrador,
quien esperaba encontrar alguno que lo recibiera: “… en su casa”. Quien
se cree dueño de todo, se cree también, dueño de las personas, las pisotea o utiliza, y al final termina solo, sin amor.
El elogio del patrón hacia el administrador deshonesto, constituye el
corazón de la Parábola, y la enfoca hacia la perspectiva del uso de los bienes materiales a favor del prójimo: “Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos
de este mundo, son más astutos en su trato con los demás, que los
hijos de la luz”. La astucia del creyente, no consiste en conocer las estrategias de los poderosos de este mundo, sino en saber escrutar la Voluntad
de Dios y actuar según su lógica, consciente que todo proviene de Él. La
vocación matrimonial, sacerdotal o religiosa, el apostolado parroquial, no
son de nuestra propiedad, son dones de Dios que deben ser puestos al
servicio de los demás.
El primer aforismo del pasaje evangélico, sigue generando perplejidad: “Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia,
para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas
eternas”. Mientras que la injusticia del administrador deshonesto le había
cerrado las puertas de las casas, la justa distribución de las riquezas genera fraternidad e incluso marca el retorno del hombre a la Casa del Padre.
El segundo aforismo, invoca el valor de la fidelidad en lo mínimo, la
cual consiste en justipreciar los bienes, como medios para compartir con
los hermanos, instrumentos de Comunión: “El que es fiel en lo poco,
también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso
CiCLo C - tiempo ordiNArio
261
del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son
fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes?”. El “verdadero bien”, es nuestra vida, en cuanto perteneciente a
Dios. En palabras de San Pablo, nuestra vida “… oculta, con Cristo en
Dios” (Col 3,3). Eso es lo que realmente nos “… pertenece…”, esa es
nuestra verdadera riqueza.
El tercer aforismo, sella la enseñanza de Jesús con contundencia:
“Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a
uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No puede servir a Dios y al Dinero”. Jesús demuele
la tentación de conciliar lo irreconciliable: el afán por las riquezas y el
servicio a Dios. Mientras que nuestra pertenencia a Dios nos lleva al nivel
más alto de libertad, la pertenencia al dinero, por egoísmo, conduce a la
esclavitud total.
San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios espirituales, al exponer el
Principio y Fundamento, señalaba: “El hombre es creado para alabar,
hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor… las otras cosas sobre la faz de la Tierra, son creadas para el hombre, y para que le
ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde
se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan
para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto lo impidan. Por lo
cual, es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas…
solamente deseando y eligiendo, lo que más nos conduce para el fin
que somos creados”.
Proseguimos la lectura continua de la Primera Carta del Apóstol San
Pablo a Timoteo. El texto que hoy se nos ha propuesto contiene una exhortación a la oración por quienes han sido constituidos en autoridad: “…
te recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas
las autoridades…”.Subyacen dos ideas fundamentales: en primer lugar,
la certeza de que los jefes de este mundo están sometidos a Dios, fuente
de toda autoridad (Cf. Jn 19,11); y en segundo lugar, el reconocimiento de
la identidad del cristianismo ante dichas autoridades.
El Apóstol, para reforzar su enseñanza, indica la misión de la autoridad en el orden social: “… para que podamos disfrutar de paz y de
tranquilidad, y llevar una vida piadosa y digna”. El poder, no existe
para el dominio, sino para procurar el mayor bien posible a todos. Todo
gobernante, que se apropia del poder, cae en la lógica del administrador
deshonesto; por el contrario, el gobernante que distribuye equitativamente
para todos, actúa según la lógica de Dios.
María Santísima es modelo de fidelidad. Ella recibió el Don de la
Maternidad Divina y la abrió a todos los hombres. Ella nos ayuda a pensar
según la lógica de la entrega y no según la lógica de poseer.
262
“…cosas nuevas y antiguas”
VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Am 6, 1ª. 4 – 7; tm 6, 11 – 16; LC 16, 19 – 31
cristo Está a la puErta
Como Iglesia Peregrina, nos congregamos para celebrar el Vigésimo
Sexto Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios sigue aleccionándonos sobre el verdadero sentido de las riquezas en la vida del cristiano.
San Juan Pablo II, en la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, del 30 de
diciembre de 1987, lanzó una fuerte admonición sobre la responsabilidad
social del capital privado: “Es necesario recordar una vez más aquel
principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo
están originariamente destinados a todos. El derecho a la propiedad
privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava una hipoteca social» es decir, posee,
como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada
precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes”
(n. 42). La posesión de bienes, no puede enceguecer al hombre hasta el
punto de ignorar al hermano necesitado.
Sobre este tema, se pronunció fuertemente el Profeta Amós en su
tiempo, cuando los dos Reinos de Israel (Norte – Sur), se deleitaban en
su abundancia económica, fruto del silencio momentáneo de los colosos
de Egipto y Asiria, los cuales, hasta el momento, no representaban riesgo
alguno para el Pueblo Elegido. De esa opulencia no participaban todos,
sino sólo los potentados, políticos, financieros y religiosos de su época.
Tal situación resulta repulsiva a Amós, el “rústico” profeta de Tecoa, quien
denuncia abiertamente la injusticia de la riqueza, que conduce a los ricos
a dar la espalda a los pobres.
El texto que escuchamos del Profeta, el pasado Domingo, pertenecía
a la Sección sobre las Visiones (Cf. Am 7,1 – 9, 15), el que escuchamos
hoy, pertenece a la sección de Oráculos (Cf. Am 1, 3 – 6, 14), en la cual,
nos encontramos con tres “ayes” o amenazas contra la injusticia de Israel.
Hoy escuchamos la tercera advertencia:
“¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y de los que viven
confiados en la montaña de Samaria! Acostados en lechos de marfil y apoltronados en sus divanes, comen los corderos del rebaño y
los terneros sacados del establo. Improvisan al son del arpa, y como
David, inventan instrumentos musicales; beben el vino en grandes
copas y se ungen con los mejores aceites…”.
El Profeta Amós denuncia el lujo confiado y despreocupado de ambos Reinos, cuyas capitales eran Jerusalén o Sión, en el Sur, y Samaria,
en el Norte. Reprocha la errada interpretación, según la cual, Sión o Jerusalén, era absolutamente invulnerable, por ser la Ciudad de David. Esta
CiCLo C - tiempo ordiNArio
263
seguridad llevó al Reino del Sur a desentenderse del destino del Reino
del Norte, los “… hijos de José…”, cuya caída bajo la dominación asiria
era inminente.
Continuamos escuchando el Capítulo 16 del Evangelio según San
Lucas, en el cual, Jesús reprocha el apego desmedido a los bienes de
fortuna, al punto de dar la espalda al hermano menesteroso. Lo hace por
medio de la “Parábola del rico y Lázaro”.
Señalan los estudiosos, que el contenido de esta narración ejemplarizante proviene de Egipto, siendo llevada a Palestina, por los judíos
de la Diáspora en aquel país, utilizada por Jesús, para transmitirnos las
verdades sobre el Reino de Dios. La Parábola se encuadra dentro de dos
temáticas: La postura de Jesús ante el apego a los bienes y la inconsistencia de la doctrina de la Retribución.
En primer lugar, se indica la actitud indeclinable de Jesús contra la
esclavitud de la riqueza, la cual conduce al hombre a un tipo de enajenación, por la cual se olvida de la realidad que le circunda, y sobre todo, del
hermano desposeído que está a su puerta. La introducción del texto es
elocuente: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto
de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con
lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus
llagas”.
Los protagonistas de la narración dicen mucho: El nombre Lázaro,
significa: “Dios ayuda”, mientras que del rico, ni se le señala su nombre, ha
perdido toda su dignidad a causa de su apego a los bienes materiales y a
los placeres que éstos le propician. Por su actitud, el rico es innombrable,
un don nadie, le superan los perros en su compasión, que lamían las heridas de aquel desdichado. Para los judíos, los paganos eran considerados
“perros”, por lo que se puede encontrar aquí una evocación del Buen Samaritano, aquel extranjero que atendió y curó al hombre asaltado y herido
en el camino (Cf. Lc 10, 29 – 37). Las migajas que caían de la mesa del
rico, eran los pedazos de pan, con los cuales éste se limpiaba las manos,
toda vez que en aquella época no existían los cubiertos.
En los negocios de comida rápida, se desperdicia pecaminosamente
el alimento, así, por ejemplo, una hamburguesa no puede durar más de
cierto tiempo en el mostrador, debiendo ser inmediatamente lanzada al
cesto de la basura, con prohibición absoluta de ser entregada en caridad.
En las salas de cine, al final de las funciones, con potentes aspiradoras,
recogen bolsas enormes de cotufas y confites que han caído al piso. El
reclamo de Jesús, no va dirigido solamente a los que derrochan en marcas, modas, lujos y placeres, también a nosotros que, “sin darnos cuenta”,
podemos dar la espalda al necesitado.
En segundo término, Jesús desenmascara el pecado de la injusticia
que se ocultaba detrás de la teología de la Retribución, según la cual, Dios
264
“…cosas nuevas y antiguas”
bendice a los buenos, con bienes (salud, bienestar económico, descendencia, etc.); y castiga a los malos, con calamidades (enfermedad, esterilidad, pobreza). La perversidad de esta doctrina, aun subyace en algunas
mentes conservadoras, que piensan que el pobre, es pobre, porque está
destinado a ello. De hecho, esa fue la mentalidad con la cual adquirió
auge el capitalismo salvaje que surgió con la Revolución Industrial, en la
segunda mitad del siglo XVIII.
Jesús, da por sentado que existe un juicio personal que se sustancia
en esta vida, según nuestras actitudes ante los bienes de fortuna y ante el
hermano necesitado: “El pobre murió y fue llevado por los ángeles al
seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado”. El Profeta
Amós lo expresa en la Primera Lectura en estos términos: “… Se acabó la
orgía de los disolutos”. El final del rico, después de esta vida, acabó en
la tumba, donde no pudo llevar todo su patrimonio, mientras que el pobre
terminó en manos de aquél de quien realmente esperaba.
La Parábola del rico inclemente, presenta la consecuencia de no seguir la enseñanza del maestro que escuchábamos el Domingo pasado:
“Háganse amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a
faltar, los reciban en las moradas eternas” (Lc 16, 9). Por haber perdido
la capacidad de acogida, el rico apegado a los placeres de sus bienes,
termina en la ausencia absoluta del amor, eso es el infierno: “En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio
de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: Padre
Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta
de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me
atormentan”.
La falta de caridad ahonda el abismo entre el hombre y Dios. Al
no reconocer en Lázaro a su hermano, aquel rico se jugó su salvación.
La salvación del rico, está en el pobre: “Hijo mío, respondió Abraham,
recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento…
entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los
que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se
puede pasar de allí hasta aquí”.
La parábola llega a su punto dominante con la alusión a los cinco
hermanos. Aun viviendo el vacío absoluto del Amor, el rico, por fin experimenta compasión y trata de interceder por sus cinco hermanos, quienes
conducían una vida semejante a la suya: “Te ruego… que envíes a Lázaro… porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que
ellos también caigan en este lugar de tormento. Abraham respondió:
Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen. No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se
arrepentirán. Pero Abraham respondió: Si no escuchan a Moisés y a
los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco
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265
se convencerán”.
La enseñanza es clara y contundente: Quien aquí, en esta vida, no se
deja salvar, no le ayudarán mensajes del más allá. El Verbo hecho carne
(Jn 1, 14), que vino a nosotros, tan pobre como Lázaro, es la Palabra que
nos salva hoy. Esa Palabra se revela en el hermano necesitado: “Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: Vengan, benditos de mi
Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el
comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de
comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25, 34 – 36).
Esta Parábola puede ser manipulada por tendencias ideológicas, que
buscan en el Evangelio, argumentos artificiosos para sustentar posturas
radicales. El Papa Francisco, en la Jornada Mundial de los Jóvenes, en
Río de Janeiro, al dirigirse al Comité de Coordinación del Celam; el 28 de
julio de 2013, alertaba contra una interpretación del Evangelio, fuera del
mismo Evangelio y de la Iglesia. En concreto, alertó contra el reduccionismo socializante, entendido como: “… una pretensión interpretativa
en base a una hermenéutica según las ciencias sociales. Abarca los
campos más variados, desde el liberalismo de mercado hasta la categorización marxista”. La opción preferencial por los pobres, para el
cristiano, es opción evangélica y no política.
Continuamos escuchando, como Segunda Lectura, la Primera Carta a Timoteo. El Domingo que viene, comenzaremos a leer la Segunda
Carta. Se trata de las Cartas Pastorales, llamadas así por estar dirigidas
a consolidar la fe de la Comunidad cristiana naciente, bajo la guía de sus
legítimos pastores. El Versículo 10, del Capítulo 6, que hoy se excluye de
la lectura litúrgica, se empalma con el tema de la Palabra de hoy: “Porque
la raíz de todos los males, es el afán de dinero, y algunos, por dejarse
llevar de él, se extraviaron de la fe y se atormentaron con muchos
sufrimientos”.
Contra este peligro, el Apóstol exhorta a su Obispo discípulo a enraizarse en la fe, lo cual confiere equilibrio y temple espiritual y produce
verdaderos frutos: “… hombre de Dios, huye de todo esto. Practica
la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad. Pelea
el buen combate de la fe, conquista la Vida eterna, a la que has sido
llamado...”.
San Pablo, recurriendo a su autoridad apostólica, recuerda a Timoteo
cuál es su verdadera misión: “Yo te ordeno…: que guardes el Mandamiento, sin mancha ni reproche, hasta la Manifestación de Nuestro
Señor Jesucristo…”. La Iglesia necesita de los bienes temporales para
la evangelización, las obras de caridad y la digna sustentación de los ministros del culto. Si el uso del dinero, en la Iglesia, se sale de estos fines
es porque ésta ha desnaturalizado su Misión.
266
“…cosas nuevas y antiguas”
El Papa Francisco, en el encuentro con el Episcopado brasileño, en
la Jornada Mundial de los Jóvenes, el 27 de julio de 2013, recordaba que:
“…Las redes de la Iglesia son frágiles, quizás remendadas; la barca
de la Iglesia no tiene la potencia de los grandes transatlánticos que
surcan los océanos. Y, sin embargo, Dios quiere manifestarse precisamente a través de nuestros medios, medios pobres… el resultado
del trabajo pastoral no se basa en la riqueza de los recursos, sino en
la creatividad del amor… la Iglesia ha de recordar siempre que no
puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del
misterio, y se queda fuera, a las puertas del misterio, y, por supuesto,
no consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo que no
pueden darse por sí mismos, es decir, Dios… ”.
María Santísima fue grande, porque se reconoció como la humilde
esclava del Señor. Ella nos enseña a transitar el camino de la pobreza,
sirviendo al hermano.
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VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
HA 1, 2 – 3; 2, 2 – 4; 2tm 1, 6 – 8. 13 – 14; LC 17, 5 – 10
rEFundEmos nuEstra vocación
Celebramos el Vigésimo Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario. La
Palabra de Dios, en este día, nos invita a redescubrir el verdadero sentido
de la Fe.
El Profeta Habacuc nos introduce en la Mesa de la Palabra. Durante
los tres Ciclos de lecturas, sólo se lee una vez a este Profeta, contemporáneo de Jeremías, Ezequiel, Daniel y Sofonías. Con toda probabilidad,
Habacuc profetizó cuando comenzó el auge del Imperio Caldeo, con Nabucodonosor, poco antes de la invasión de Palestina (605 – 597 A.C.).
El Profeta vivió en los convulsionados tiempos del rey Joaquín, cuando en Judá, Jerusalén, reinaba el desconcierto por la dominación babilónica, haciéndose portavoz del clamor del Pueblo Elegido ante el aparente
silencio de Yahvé. En tal sentido, el mensaje de Habacuc, se centra sobre
todo en la meditación sobre el papel rector de Yahvé en la Historia de los
Pueblos. La misma, nace de una serie de cuestionamientos que dirige a
Dios: ¿Por qué Yahvé, que es Santo y puro, escoge a los caldeos para
castigar a Judá? ¿Por qué castiga al injusto con otro peor que él?
La Primera Lectura que hoy se nos propone, presenta claramente
el cuestionamiento del Profeta: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio
sin que tú escuches, clamaré hacia ti: ¡Violencia!, sin que tú salves?
¿Por qué me haces ver la iniquidad y te quedas mirando la opresión?
No veo más que saqueo y violencia, hay contiendas y aumenta la
discordia”.
A este grito, Dios responde, sin intervenir inmediatamente, instando
más bien al Profeta a esperar el momento oportuno: “Escribe la visión,
grábala sobre unas tablas para que se la pueda leer de corrido. Porque la visión aguarda el momento fijado, ansía llegar a término y no
fallará; si parece que se demora, espérala, porque vendrá seguramente, y no tardará. El que no tiene el alma recta, sucumbirá, pero el
justo, vivirá por su fidelidad”.
Dios le pide a su Pueblo que dirija la mirada hacia el futuro, porque el
malvado no podrá subsistir, la última palabra, no la tiene la fatalidad sino la
fidelidad. El creyente sabe que Dios le hará justicia; lo que sucede es que
los plazos de Dios no son los nuestros. Israel debe caer en cuenta que los
acontecimientos portentosos, por medio de los cuales Yahvé se le había
manifestado en otros tiempos, no deben servir solamente para memoria
del pasado, sino sobre todo, para memoria del futuro.
En la Carta Encíclica Lumen Fidei, del Papa Francisco, escrita conjuntamente con el Papa Emérito Benedicto XVI, aborda esta temática: “…
la fe «ve» en la medida en que camina, en que se adentra en el espa-
268
“…cosas nuevas y antiguas”
cio abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una
promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran
pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta
a una Palabra que la precede, la fe de Abrahán será siempre un acto
de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado,
sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe,
en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente
ligada con la esperanza” (n. 9).
El clamor de Habacuc, hace 2700 años, es siempre vigente, porque
las injusticias estructurales nunca faltan: Sistemas educativos decadentes, a desfavor de las grandes masas de jóvenes, medidas económicas
desacertadas, que propician mayor pobreza y dependencia, corrupción en
todos los niveles de los servicios públicos, la narco – economía, entre tantos flagelos. ¡¿Hasta cuándo?! ¡¿Hasta cuándo?!
Es necesario saber esperar en la Fe, perseverar en la unión con
Dios, quien interviene cuando menos lo esperamos para reconducir los
acontecimientos de la historia. Habacuc, al final de su breve Obra, lo proclama, para confirmar que el poder del injusto no prevalecerá: “Porque la
higuera no florece, ni se recoge nada en las viñas; fracasa la cosecha
del olivo y los campos no dan alimento; las ovejas desaparecerán
del corral y no hay bueyes en los establos. Pero yo me alegraré en el
Señor, me regocijaré en Dios, mi Salvador” (Ha 3, 17 – 18).
La Encíclica que hemos citado, explica en profundidad el concepto
bíblico de fe: “… la Biblia, para hablar de la fe, usa la palabra hebrea
’emûnah, derivada del verbo ’amán, cuya raíz significa «sostener». El
término ’emûnah, puede significar, tanto la fidelidad de Dios como
la fe del hombre. El hombre fiel, recibe su fuerza confiándose en las
manos de Dios… San Cirilo de Jerusalén, ensalza la dignidad del cristiano que recibe el mismo calificativo que Dios: ambos son llamados
«fieles». San Agustín lo explica así: «El hombre es fiel creyendo a
Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre»” (n.
10).
La Segunda Lectura de hoy, continúa la línea temática trazada por la
Primera Lectura. Dentro del contexto de la segunda generación cristiana,
que debe afrontar los primeros pasos en el proceso de consolidación de
la Iglesia, con los obstáculos que ello implicaba, San Pablo escribe a su
amigo y colaborador Timoteo, desde la prisión, cercano ya su fin (2Tm 4,
6 -8).
Las fatigas del apostolado habían conducido al Obispo de Éfeso a un
estado de agotamiento y desánimo. Ante ello, el Apóstol le exhorta a refundar su vocación desde el cimiento inicial de su llamado: “Reaviva el don
de Dios que has recibido por la imposición de mis manos. Porque el
Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de forCiCLo C - tiempo ordiNArio
269
taleza, de amor y de sobriedad. No te avergüences del testimonio de
nuestro Señor, ni tampoco de mí, que soy su prisionero. Al contrario,
comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el
Evangelio, animado con la fortaleza de Dios”.
Con esta exhortación, San Pablo invita a su amigo y discípulo a vivir
el ministerio como Don, para mitigar su ansiedad, al pensar, que los frutos del apostolado son consecuencia de méritos y esfuerzos personales.
Le recuerda que el carisma de gobierno debe vivirlo como una Gracia, lo
cual le dará fortaleza y serenidad para enfrentar las dificultades, para dar
testimonio valiente del Evangelio; y seguir conduciendo prudentemente el
rebaño a él confiado. Cuando nos creemos dueños del “Don”, éste se nos
vuelve una carga, pues nos apoyamos en nuestras solas fuerzas, terminando cansados y confundidos; y derrotados por nosotros mismos.
La arrogancia pastoral es peligrosa, porque nos ciega y dificulta la
acción de Dios. Por el contrario, la humildad, es la clave para que Dios
continúe en nosotros su obra. Timoteo se deja aconsejar; esa debe ser
nuestra actitud, dejarnos ayudar, sobre todo, por quienes poseen sabiduría porque tienen experiencia, aunque a veces nos parezcan desatinados
y anticuados.
Ante el cansancio, fruto del combate contra doctrinas extrañas (Cf. 1
Tm 4, 7), el discípulo no habrá de sustentarse en su sabiduría, ni en sus
ideas, sino en la Verdad Revelada, que da contenido a su Carisma: “Ten
delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas y vive con fe
y amor en Cristo Jesús. Guarda este precioso depósito con la ayuda
del Espíritu Santo, que habita en nosotros”.
Lo que cohesiona a la Comunidad Eclesial y le da fortaleza, es su
fidelidad a la Revelación. La Comunidad de Timoteo había sufrido deserciones en las personas de Figelo, Hermógenes, Himeneo y Fileto (Cf. 2Tm
1,15; 2, 17), a quienes Pablo califica como gangrena que carcome. La
fidelidad a la Persona y al Mensaje de Cristo es constitutivo de la Iglesia
y del carisma de gobierno, por lo que el pastor, debe ser guardián celoso
de este Depósito de Fe, con la ayuda del Espíritu Santo. Ser guardián
celoso, no comporta intransigencia ni incapacidad para el diálogo con el
mundo, sino por el contrario, creatividad para re – proponerlo siempre a los
hombres de todas las épocas y culturas.
En el Capítulo 17 del Evangelio según San Lucas, nos encontramos
con cuatro enseñanzas de Jesús, referidas a las actitudes que debe cultivar el discípulo en la vida comunitaria. Las dos primeras, versan sobre los
escándalos y la corrección fraterna (Cf. Lc 17, 1 – 4), están dirigidas a los
Discípulos; las dos siguientes, que hoy leemos, sobre el poder de la Fe
y la humildad en el servicio, dirigidas a los Apóstoles, es decir, a los que
detentan la autoridad en la Comunidad.
Los Apóstoles, después de haber escuchado las exigencias de Jesús sobre la Misericordia (Cf. Lc 15); y sobre el desapego a las rique-
270
“…cosas nuevas y antiguas”
zas, se dan cuenta que el Proyecto de Cristo requiere un temple espiritual
superior, por eso, le piden a Jesús: “Auméntanos la fe”. Jesús no los
desanima, haciéndoles ver que la Fe, si es auténtica, posee una vitalidad
que se expande. Para ello recurre a un hipérbole o exageración: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa
morera que está ahí: Arráncate de raíz y plántate en el mar, ella les
obedecería”.
Los pastores, debemos cuidarnos de convertirnos en “profesionales
de la Fe”, incapaces de esperar la manifestación de Dios. El sorprendente
restablecimiento o curación de personas enfermas, con pronósticos delicados, después de recibir la Santa Unción, nos enseña lo que es el poder
de la Fe. Dejémonos siempre sorprender por Dios, no desestimemos “la
fe del carpintero”, la que es sencilla, pero robusta, la de nuestros padres
y abuelos.
Por la Fe, el Apóstol no reivindica nada para sí, y menos el agradecimiento. Servir a Dios, no es un privilegio, sino un Don. Por eso Jesús
señala a sus seguidores la actitud de la humildad, como primer fruto de la
Fe, recurriendo a la figura del siervo: “Supongamos que uno de ustedes
tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa
del campo, ¿acaso le dirá: Ven pronto y siéntate a la mesa? ¿No le
dirá más bien: Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme
hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después?
¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se
le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se
les mande, digan: “Somos simples servidores, no hemos hecho más
que cumplir con nuestro deber”.
La Fe confiere reciedumbre espiritual, haciendo al creyente resistente a las ingratitudes. Por el contrario, la inmadurez espiritual, se expresa
en la constante necesidad de gratificación. Al cumplir una misión, al terminar un trabajo, al ir a la cama cansados, por atender a la familia y las
diversas obligaciones parroquiales, sin el aplauso esperado, digamos: “…
he hecho lo que tenía que hacer, te lo ofrezco Señor”.
La Virgen María es modelo de Fe; ella acogió su Misión como un Don
de Dios y la asumió, aun en medio de incertidumbres, reconociéndose
como la “…esclava del Señor…” (Lc 1,38). Ella nos ayuda a “servir al
Señor con Alegría…” (Cf. Sal 100, 2).
CiCLo C - tiempo ordiNArio
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VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
2r 5, 14 – 17; 2tm 2, 8 – 13; LC 17, 11 – 19
QuE nuEstra FE sE haga alabanza
Nos congregamos como comunidad de Fe, para celebrar nuestra
Pascua Semanal, en el Vigésimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario.
La Palabra de Dios nos muestra la Salvación como Don para toda la humanidad y la dimensión celebrativa de la misma.
La Primera Lectura está tomada del Segundo Libro de los Reyes,
escrito en los duros tiempos de la dominación de los asirios sobre Israel,
en el año 587 A.C., y la ulterior deportación de la población hacia Babilonia. La Obra tiene como finalidad, demostrar a los israelitas el origen de
su tragedia, que no estaba en el abandono de Yahvé, sino en la infidelidad
del Pueblo en la persona de sus reyes, quienes le habían conducido a la
idolatría, en medio de alianzas político – militares con las potencias de la
época. No obstante, el autor alienta a sus destinatarios, recalcando reiteradamente la promesa de la perpetuidad de la Dinastía Davídica (Cf. 2S
7, 1ss), y el vínculo que Yahvé había establecido con ésta, el Templo y
Jerusalén.
Los dos Libros de los Reyes, que forman una única Obra, se dividen
en las siguientes partes: Primera Parte: Historia de Salomón (1R 1 – 11);
Segunda Parte: Historia sinóptica de los reyes de Israel y Judá, desde 922
hasta 722 a.C. (1R 12 – 2R 17); Tercera Parte: Historia de los restantes reyes de Judá, desde 722 hasta 587 a.C. (2R 18 – 25). La Segunda Lectura
de hoy, ha sido tomada de la Segunda Parte de la Obra, específicamente
del Ciclo del Profeta Eliseo (2R 2, 1 – 8, 29).
El Reino del Norte, tras la división de la monarquía, recoge la gran
tradición profética de Israel. Entre ellos, destaca Elías, Profeta de Yahvé,
quién enfrenta los ídolos de los reinos vecinos (Cf. 1R 18, 20 – 19, 18).
Eliseo es el discípulo por antonomasia de Elías (Cf. 1R 19, 19 – 21). Es
hombre polémico, de acciones directas y contundentes.
El texto litúrgico, nos ofrece hoy el desenlace feliz de la curación del
leproso Naamán, general de Siria, la poderosa potencia opresora de Israel. Eliseo recibe la petición de ayuda de un forastero, haciendo evidente
que el Don de Dios traspone pueblos y fronteras, haciendo de mediador
para que el extranjero alcance la sanación. El relato se divide en tres
partes: 1) Naamán cumple el mandato del Profeta; 2) Profesión de fe de
Naamán; 3) El Profeta proclama la gratuidad del Don de Dios y Naamán
rinde culto al único Dios.
El sirio, a disgusto (2R 5, 9 – 13), convencido por sus siervos, cumple
las indicaciones del Profeta: “… bajó y se sumergió siete veces en el
Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; así su carne se
volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio”. La humildad,
272
“…cosas nuevas y antiguas”
es un presupuesto esencial para lograr el acto de Fe. El primer mandato
de Yahvé para su Pueblo fue: “… escucha…” (Cf. Dt 6, 4), a la escucha,
sigue la Obediencia, que significa: “saber escuchar” (ob – audire).
En segundo lugar, el general sirio, al experimentar el Don de la sanación, formula su acto de Fe, reconociendo al único Dios: “Luego volvió
con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios. Al llegar, se
presentó delante de él y le dijo: Ahora reconozco que no hay Dios en
toda la tierra, a no ser en Israel. Acepta, te lo ruego, un presente de
tu servidor”. El Yahvismo nació con el Profeta Elías y fue consolidado
con su discípulo Eliseo, se trata de confesar la Fe en Yahvé, único Dios
Verdadero, en contraposición con los ídolos de los pueblos vecinos. La
conversión de Naamán al único Dios, representa el triunfo del Yahvismo y
de la épica lucha de los dos grandes Profetas de Dios.
Por último, el Profeta, quien hasta entonces no había entablado relación directa con Naamán, interviene para proclamar la gratuidad de Dios,
que no se detiene ante límites impuestos por los hombres: “Por la vida
del Señor, a quien sirvo, no aceptaré nada”. Concluye esta parte con la
voluntad del general sirio de celebrar la generosidad de Dios manifestada
en su vida: “Naamán dijo entonces: De acuerdo; pero permite al menos que le den a tu servidor un poco de esta tierra, la carga de dos
mulas, porque tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a
otros dioses, fuera del Señor”.
Este último aspecto del relato es muy importante: El proceso de curación del general, concluye con la celebración del Don de Dios. Se trata
de una dimensión que no debemos perder de vista en nuestra vida de Fe,
la cual, no se puede circunscribir únicamente a lo doctrinal y moral. La Fe,
no sólo tiene una dimensión normativa, tiene, sobre todo, una dimensión
celebrativa, la cual solemos subordinar y hasta olvidar.
Al igual que la Primera Lectura, el fragmento del Evangelio de San
Lucas, que hoy se proclama, nos presenta la Salvación en clave universal. Ahora, no se trata de un sirio, sino de un samaritano que, habiendo sido agraciado por Jesús, lo reconoce como Mesías y alaba a Dios.
Hay que considerar que la Comunidad Lucana, con mucha probabilidad,
estaba constituida, en buena parte, por gentiles conversos. Por eso, el
Evangelista, presenta este episodio del Ministerio de Jesús, resaltando
que la Salvación traspasa barreras étnicas y sociales, para abrirse a toda
la humanidad.
La caída del Reino del Norte, en el siglo VIII, había dejado a los samaritanos el deshonroso título de “israelitas impuros”, al permitir una sincretización o mezcla, de sus costumbres religiosas, con las asirías. Cuando en el siglo VI, los judíos vuelven del Exilio, los samaritanos luchan con
todas sus fuerzas para que no se instalen en Jerusalén. Posteriormente,
se atreven incluso a levantar un templo que haga competencia al Templo
de Jerusalén y leen una ley distinta a la Torah de Israel, de ahí, que sean
CiCLo C - tiempo ordiNArio
273
considerados paganos y enemigos del Pueblo Elegido. Por eso, el protagonismo del samaritano, en el milagro de la curación de los diez leprosos,
connota el quebrantamiento de las divisiones e intolerancias y la apertura
del Don de Dios a todos los hombres.
La narración, en primer lugar, expone la invocación del nombre de
Jesús, su mandato y la obediencia de los diez leprosos: “Mientras se
dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaria y Galilea. Al
entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se
detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: ¡Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros! Al verlos, Jesús les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y en el camino quedaron purificados”.
Estamos en la tercera etapa del Viaje de Jesús a Jerusalén. Él, atraviesa el territorio infiel (Samaria y Galilea); y allí, manifiesta su amor universal en estos diez leprosos, excomulgados por esa enfermedad cutánea
(Cf. Lv 13, 45ss), cuya curación sólo podía obrarla Dios. Ellos lo reconocen
como la misma Misericordia del Padre, descrita en el Capítulo 15 de Lucas, y obedecen sus indicaciones.
Jesús impone a los leprosos el mandato de ir hacia Jerusalén, para
cumplir el precepto levítico (Cf. Lc 14,2), no obstante, aún no estaban limpios todavía, y por lo tanto, impedidos para entrar en la Ciudad Santa.
Jesús quiere que lo sigamos, aun con nuestras fragilidades y limitaciones,
que lo acompañemos hasta Jerusalén. Él nos sanará en el camino, por
medio de la obediencia a su Palabra.
Continúa el relato con el protagonismo del samaritano, quien se presenta ante Jesús para agradecerle: “Uno de ellos, al comprobar que
estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó
a los pies de Jesús, con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un
samaritano”. El samaritano, era un doble excomulgado, por ser tal y por
su enfermedad, sin embargo, se convierte en figura del “Nuevo Israel”, de
la “Iglesia”, porque descubre la Salvación y vuelve sobre las huellas del
Maestro, para adorarlo. La Iglesia, debe sentirse siempre identificada con
el samaritano leproso: Pecadora, por las caídas de sus hijos, Santa por el
Poder de su Señor.
Por último, Jesús pondera el acto de Fe del samaritano, unido a su
acción de gracias: “Jesús le dijo entonces: ¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a
dar gracias a Dios, sino este extranjero? Y agregó: Levántate y vete,
tu fe te ha salvado”. La Fe no puede excluir la Alabanza. Lamentablemente, durante siglos, hemos desarrollado más la dimensión doctrinal y
moral de la Fe, a desfavor de su dimensión de Alabanza y de Acción de
gracias. Por eso, no nos debe extrañar, que no pocos católicos emigren
hacia sectas protestantes, en las cuales explotan de manera subjetiva y
manipuladora, este aspecto de la Fe. Es necesario que rescatemos, de
manera equilibrada, el estupor ante la Revelación de Dios, que se traduce
274
“…cosas nuevas y antiguas”
en un corazón que exulta.
El Papa Emérito Benedicto XVI, en la Carta Porta Fidei, con la cual
introdujo el Año de la Fe, nos proponía el redescubrimiento de la armonía,
entre Fe profesada y Fe celebrada: “Deseamos que este Año suscite en
todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada
convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión
propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de
modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende
la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su
fuerza»” (n. 9).
Seguimos escuchando, en la Segunda Lectura, pasajes selectos de
la Segunda Carta a Timoteo, escrita por el Apóstol San Pablo, durante su
cautiverio. Tres aspectos resaltan del texto: 1) La Memoria de Cristo; 2)
La Libertad del Mensaje de la Fe; 3) La participación del cristiano en la
Vida de Cristo.
San Pablo, exhorta a su discípulo a perseverar en la Vigencia del
Mensaje de Cristo: “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre
los muertos, nacido del linaje de David”. El Kerigma, es decir, el anuncio de Jesucristo, Muerto y Resucitado, por la Salvación de todos, no es
un recuerdo, es Memoria; Vigencia constante de la Salvación y por ende,
fundamento de la vida cristiana.
Este anuncio por ser siempre actual, se trata de Cristo, que vive para
siempre, no puede ser retenido por poder alguno, ni sustituido por ninguna
ideología humana y pasajera. El Apóstol, apela a la metáfora de las cadenas, para hacer ver que aún en situación de cautiverio, su mensaje vuela
libre por el mundo y nadie lo puede detener: “Este ha sido mi Evangelio,
por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la
Palabra de Dios, no está encadenada”.
Por último, San Pablo, recurriendo a un antiguo himno litúrgico de
las primeras comunidades cristianas, corrobora y clarifica las afirmaciones
precedentes; la comunión con la muerte en Cristo, conduce a la vida eterna: “… Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él”. También, hace ver la presencia de las primeras “herejías”
en los orígenes de la Iglesia cristiana: “Si lo negamos, también él nos
negará…”. Sin embargo, no deja de resaltar la preeminencia de la Misericordia de Dios, siempre abierta al que, habiendo descubierto su error,
quiere volver a la Comunión en la Fe: “Si somos infieles, él permanece
fiel, porque no puede negarse a sí mismo”.
María Santísima es modelo de creyente. Ella acogió la Palabra y
por su obediencia, permitió el milagro de la Sanación del Mundo por la
Encarnación del Hijo de Dios, luego, exultó con su prima Isabel, al descubrirse llena de Gracia. Ella nos ayuda a acoger el Don de Dios, con Fe y
Gratitud.
CiCLo C - tiempo ordiNArio
275
VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
ex 17, 8 – 13; 2tm 3, 14 – 4, 2; LC 18, 1 – 8
orEmos y orEmos y orEmos
La Pascua de Cristo nos congrega para celebrar el Vigésimo Noveno
Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra de Dios, nos habla hoy sobre
el poder de la oración perseverante.
El Libro del Éxodo, el segundo del Pentateuco, nos abre el Banquete
de la Palabra. Se trata de una Obra que expone, por medio del género
épico o epopéyico, la Fe Fundamental del Pueblo Elegido: la Elección de
Israel, su Liberación y su Alianza con Yahvé.
El Libro expone una serie de hechos históricos concretos, en forma
de gesta religiosa, con la doble finalidad de exaltar la grandeza de Yahvé
y la singular dignidad de Israel como Pueblo Elegido. La obra fue redactada, aproximadamente, hacia el siglo XIII A. C. El personaje que domina
casi todo el Libro del Éxodo es Moisés, como el gran mediador, caudillo y
legislador de Israel.
Este Libro, se divide en seis secciones. La segunda, de la cual ha
sido tomada la Primera Lectura de hoy (Cf. Ex 12, 37 – 18, 27), expone los
acontecimiento alusivos al éxodo y la marcha por el desierto. Evitando el
paso por Filistea (Cf. Ex 13, 17), Moisés conduce al Pueblo a través del
mar de las cañas (Cf. Ex 14, 15 – 31), hacia el hostil terreno de la península del Sinaí. A lo largo de la travesía, se enfatiza la ayuda constante
que Yahvé prodiga a su Pueblo. A los continuos lamentos del Pueblo,
que duda de la asistencia de Dios, éste responde con el maná, con las
codornices (Cf. Ex 16, 1 – 36) y el agua salida de la roca (Cf. Ex 17, 1 – 7).
Por intercesión de Moisés, Yahvé concede a Israel la victoria sobre los
amalecitas (Cf. Ex 18, 8 – 16). La sección termina con la institución de los
jueces (cf. Ex 18, 13 – 27).
Israel se está acostumbrando a su libertad, descubriendo y definiendo
su identidad como el Pueblo de Yahvé. Después de haber experimentado
sus primeras dificultades en el desierto, debidas a sus necesidades naturales (sed – hambre), ante el ataque de un pueblo nómada, debe defender
su identidad ante los amalecitas, quienes controlaban los caminos por los
que transitaban las caravanas, desde Arabia a Egipto. Si antes había sido
un pueblo habituado a la sumisión, ahora, deberá presentarse como un
pueblo aguerrido. De ahí la determinación para el combate: “Después
vinieron los amalecitas y atacaron a Israel en Rafidim. Moisés dijo a
Josué: Elige a algunos de nuestros hombres y ve mañana a combatir
contra Amalec”.
La introducción del texto, pone en evidencia, la desproporción de los
recursos bélicos de los israelitas, ante los amalecitas, acostumbrados a
las batallas, por su condición nómada en el hostil desierto. No obstante,
276
“…cosas nuevas y antiguas”
Moisés ordena el combate. La Iglesia, siempre ha aparecido como inadecuada ante los retos de los tiempos, con tantos medios de dominio, sin
embargo, no debe renunciar a proclamar su mensaje, poniendo la confianza en Dios.
Esta es la idea que resalta en la siguiente parte del texto, en la cual
Moisés, actúa protagónicamente como mediador entre el Pueblo y Yahvé:
“Yo estaré de pie sobre la cima del monte, teniendo en mi mano el bastón de Dios. Josué hizo lo que le había dicho Moisés, y fue a combatir
contra los amalecitas. Entretanto, Moisés, Aarón y Jur habían subido
a la cima del monte. Y mientras Moisés tenía los brazos levantados,
vencía Israel; pero cuando los dejaba caer, prevalecía Amalec”.
Ante la situación límite que vive Israel, cae en cuenta que no puede
vencer por sus medios, ni con el número de sus combatientes, el Pueblo
descubre uno de los pilares fundamentales de su identidad: la confianza
en Yahvé y en su enviado, el cual se manifiesta en la plegaria perseverante. Ésta se evidencia en la postura de Moisés, “de pie”, con “los brazos
levantados, portando el “bastón de Dios”. La oración del creyente, debe
ser persistente, con la mirada puesta en Dios, confiando en su poder.
Moisés es ayudado en su ministerio mediador: “Como Moisés tenía los brazos muy cansados, ellos tomaron una piedra y la pusieron
donde él estaba. Moisés se sentó sobre la piedra, mientras Aarón y
Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sus brazos se mantuvieron firmes hasta la puesta del sol. De esa manera, Josué derrotó
a Amalec y a sus tropas al filo de la espada”.
La perseverancia de Moisés, no obstante el cansancio, es asistida
por sus colaboradores. En la Iglesia, algunos tienen la delicada misión
de sostener a los demás con su intervención, debemos ayudarles a ser
fieles. A veces, somos injustos con nuestros ministros, al no asistirlos
cuando llegan a experimentar cansancio y soledad, negándoles el apoyo
para permanecer de pie, con los brazos en alto, asidos al poder de Dios.
Un colaborador no se puede convertir en otra carga, sino en una ayuda
oportuna.
El fragmento del Evangelio que hoy se proclama, refuerza la temática
de la Primera Lectura, sobre el valor de la oración perseverante, agregándole la clave apocalíptica. El contexto inmediato de la Parábola de “La
viuda y el juez injusto”, es la tardanza de la Segunda Venida del Mesías,
ante la cual, la respuesta debe ser la oración confiada y perseverante:
“… les enseñó con una parábola, que era necesario orar siempre sin
desanimarse”.
Seguidamente, presenta los dos protagonistas de la parábola: Una
viuda y un juez injusto. Ambos desarrollan una tensa relación. La viuda es
figura de la Iglesia, a la cual le han quitado el Esposo y aguarda su Venida
(Cf. Lc 5,35), el juez injusto, es la falsa figura que nos hacemos de Dios,
a quien creemos insensible a los clamores de sus hijos: “En una ciudad
CiCLo C - tiempo ordiNArio
277
había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y
en la misma ciudad, vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: Te
ruego que me hagas justicia contra mi adversario”.
En la comparación, Jesús resalta la necesidad de la oración, como
ejercicio de Fe, capaz de poner al creyente frente a Dios. Tal actitud, es
ilustrada en la aprehensión del juez, que teme que la viuda llegue a golpearlo: “… por algún tiempo se negó, pero después se dijo: Aunque
ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está
fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.
La oración debe ser agónica, palabra que viene de agonista - ae, que
traduce atleta; conlleva una lucha cuerpo a cuerpo con Dios, en la cual,
descubrimos lo más importante: lo que significamos para Él y lo que Él
significa para nosotros, tal y como vemos en el relato de la larga y agotadora contienda de Jacob con Yahvé, durante toda una noche (Cf. Gn 32,
23 – 32).
La oración es, a veces, espacio para la tentación, cuando el orante
experimenta cansancio, soledad, desconcierto, por eso, la verdadera plegaria comporta una lucha (Cf. Rm 15,30). Esa lucha se vuelve pesada e
insoportable, cuando se agota en pedir cosas, pero se vuelve espacio de
paz, cuando se dirige hacia su verdadero fin: Dios mismo. Así lo explica el
mismo Jesús: “Si, pues, ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas
buenas a sus hijos, ¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a los que se lo piden” (Lc 11, 13). En la oración, Dios desea nuestro deseo de Él, como lo proclama el Libro del Cantar de los cantares: “…
deja que escuche tu voz, porque es muy dulce tu voz…” (11, 32), por
eso es, ante todo, un “Diálogo de Amor”.
Jesús, anima a su Iglesia, que espera su Venida, a perseverar en la
Fe Orante y a sus Discípulos, a perseverar en la plegaria como constante
ejercicio de Fe: “… el Señor dijo: Oigan lo que dijo este juez injusto. Y
Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche,
aunque los haga esperar? Les aseguro, que en un abrir y cerrar de
ojos, les hará justicia”. Finalmente, la perspectiva escatológica del relato, queda sellada con la pregunta de Jesús, la cual, a la vez, expresa su
anhelo: “…cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en esta
tierra?”. La Fe orante, aproxima la Venida del Señor.
La oración, es el estado final de la vida del creyente en la presencia
de Dios. El “Cielo”, es estar para siempre alabando a Dios en fusión de
Amor. En los primeros sepulcros cristianos, uno de los signos que se encuentran es el “orante”; un hombre con los brazos en alto, que es símbolo
del alma que vive ya en la paz divina, porque ve cumplida su espera. Lo
más parecido al “Cielo”, en esta tierra, es la oración, no la que consiste en
pedir cosas y hablar mucho, sino la que surge del gozo de estar delante de
Dios, disfrutando su presencia, anhelando su mirada: “Tu rostro busco
Señor, no me ocultes tu rostro” (Sal 27, 8 – 9). Esa es la oración que
278
“…cosas nuevas y antiguas”
persevera, que lucha, que confía.
Continuamos escuchando, como Segunda Lectura, la Segunda Carta a Timoteo, esta vez hablándonos sobre el papel de la Palabra en el
ejercicio del ministerio. El texto confirma la época sub – apostólica de la
Obra, en cuanto dirigida a cristianos de la segunda generación, al hacer referencia a La Escritura, que conoce el Obispo de Éfeso, desde su infancia:
“… permanece fiel a la doctrina que aprendiste y de la que estás plenamente convencido: tú sabes de quiénes la has recibido. Recuerda,
que desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras…”. Seguidamente la presenta como fuente de Sabiduría para el ministerio pastoral: “…
ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación, mediante
la fe en Cristo Jesús”.
En un segundo momento, el Apóstol señala el fundamento de la autoridad de la Palabra, su inspiración divina: “Toda escritura, inspirada
por Dios, es también útil para enseñar, para reprender, para corregir,
para educar en la virtud: Así, el hombre de Dios, estará perfectamente
equipado para toda obra buena”.
La Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II, a la luz del texto
bíblico que hoy meditamos en la Segunda Lectura, explica: “… la santa
Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos
los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a
Dios como autor y como tales, se le han entregado a la misma Iglesia.
Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres,
que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que,
obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería” (n. 11).
Por eso, si bien son útiles y necesarios los modernos métodos de la
hermenéutica bíblica, solamente aquél que inspiró las Sagradas Escrituras, puede ayudarnos a desentrañar su mensaje siempre vivo. El Papa
Emérito Benedicto XVI, en la Exhortación Apostólica Post Sinodal Verbum
Domini, nos recordaba: “Puesto que la palabra de Dios, llega a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo
de las escrituras, sólo puede ser acogida y comprendida verdaderamente, gracias al mismo Espíritu” (n. 16). La aproximación a la Palabra,
desde la moción del Espíritu Santo, es la oración por excelencia, para
luego traducirla en Norma de Vida.
Dada la importancia de la Palabra en la vida del discípulo y de la Iglesia, el Apóstol recuerda a Timoteo el deber de proclamarla, para mantener
viva la Fe, en la espera de la Venida del Señor: “Ante Dios y ante Cristo
Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro, por su venida
en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía”. El
ejercicio de la autoridad en la Iglesia, no se sustenta en palabra humana,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
279
aunque venga del santo más renombrado, sino en la Palabra Divina. Todo
aquel que ejerza el servicio en la Iglesia, debe hacer de la Palabra, su
criterio de discernimiento para la formación y guía de los fieles. Sin la Palabra, la autoridad en la Iglesia, se puede convertir en tiranía.
María Santísima es modelo de orante, porque acogió la Palabra en
su vientre virginal. Ella nos ayuda a orar, con perseverancia y confianza,
desde la Palabra, la cual suscita en nosotros el deseo de Dios.
280
“…cosas nuevas y antiguas”
TRIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
si 35, 15B – 17. 20 – 22ª; 2tm 4, 6 – 8. 16 – 18; LC 18, 9 – 14
vaciémonos dE nuEstro Ego
En nuestro itinerario de Fe, nos congregamos como Comunidad Pascual, para celebrar el Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario. La Palabra
de Dios, en este día, nos alecciona sobre la importancia de la humildad,
actitud necesaria para que nuestra oración llegue al Juez Justo.
La Primera Lectura que se propone hoy, ha sido tomada del Libro
del Eclesiástico, también conocido como Ben Sirá, en razón de su autor,
Jesús, hijo de Eleazar, hijo de Sirá, como lo corrobora la firma de la Obra
(Cf. Si 51,30).
Antes de Cristo, hubo dos versiones del Antiguo Testamento, la de
los judíos palestinenses y la de los judíos alejandrinos o helenistas. Esta
última, incluía siete Libros más: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, Sabiduría, 1º y 2º Macabeos; y algunas adiciones a los Libros de Esther y Daniel.
Los judíos palestinenses, no aceptaban el canon alejandrino, surgiendo la
diferencia entre los Libros Protocanónicos (canon palestinense) y Deuterocanónicos (canon alejandrino). La Iglesia primitiva utilizó la Biblia de los
LXX, la más antigua versión del Antiguo Testamento en griego, compuesta
entre los siglos I al III A.C., la cual incluía el canon alejandrino.
Durante siglos, se discutió en la Iglesia sobre la autenticidad de los
Libros Deuterocanónicos. En el siglo IV D.C., San Agustín, se pronunció a
favor de su autenticidad, no obstante la oposición de San Jerónimo, quien
los veía con reticencia. La autenticidad de estos Libros, fue establecida,
de manera definitiva, en los Concilios Ecuménicos de Florencia (1442) y
de Trento (1546).
Martín Lutero (1483 – 1546), padre de la Reforma Protestante, excluyó los Libros Deuterocanónicos en su versión de la Biblia en Alemán.
De ahí que uno de los criterios para distinguir una versión católica de la
Biblia, de una versión protestante, es la presencia o no de estos escritos.
Existen versiones ecuménicas de la Biblia que contienen los Libros Deuterocanónicos.
La Literatura Sapiencial, de la cual forma parte el Libro del Eclesiástico, hunde sus raíces remotas, en las cortes de los reinados vecinos de
Israel, sobre todo Egipto y Mesopotamia, en las cuales, los eruditos, eran
responsables de aconsejar a los gobernantes por medio de sentencias y
relatos aleccionadores. Israel, asume esta praxis, proponiendo consejos
prácticos, máximas y adagios, fundamentados en Yahvé, Fuente de la Sabiduría.
Quienes detentan autoridad, en el Estado o en la Iglesia, deben considerar la necesidad de rodearse de personas sabias, no de cortesanos y
aduladores. Los primeros, los sabios, dicen lo que es correcto y justo, aunCiCLo C - tiempo ordiNArio
281
que a veces, disguste o contraríe al superior. Los segundos, cortesanos
y aduladores, aplauden y celebran siempre al superior, abandonándolo en
su insensatez.
El autor del Libro del Eclesiástico, redactó su obra en hebreo, hacia
el año 180 a.C., siendo ulteriormente traducida al griego por su nieto, hacia
el año 132 a.C. Nacido y criado en Jerusalén, Ben Sirá, fue un escriba y
maestro muy estimado, de alto nivel cultural y económico, quien realizó
frecuentes viajes, por su condición de diplomático ante las cortes extranjeras. En sus últimos años, dirigió una escuela en Jerusalén, para impartir
a los jóvenes sus conocimientos: El amor por la Escritura y la sabiduría
práctica que había acumulado en su experiencia.
La finalidad del Libro de Ben Sirá, escrito en Egipto, durante el reinado de Tolomeo VII, fue defender la Fe del Pueblo judío (Judaísmo), ante la
cultura griega o helénica allí dominante, desde tiempos de Alejandro Magno. El autor, pretendía demostrar a los judíos de la Diáspora, en Egipto,
que la auténtica Sabiduría residía en el Pueblo Elegido.
El Libro del Eclesiástico se estructura de la siguiente manera: Introducción; Primera parte, sobre el talante del sabio ante la vida (Cf. Si 1,
1 – 23, 27); Segunda parte, sobre la Sabiduría en la sociedad (Cf. Si 24, 1
– 42, 14); Tercera parte, sobre la Sabiduría en la naturaleza y en la historia
(Cf. Si 42, 15 – 50, 29); Apéndices.
El texto que hemos escuchado como Primera Lectura, pertenece a la
Segunda parte de la Obra. El pasaje se concentra en torno a la imagen de
Dios como Juez Justo.
En la primera parte, resalta la fuerza de la oración del pobre: “El
Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra
el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del
huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen
su favor, y su grito alcanza las nubes”.
En la segunda parte, sobresale la acogida de la súplica del pobre
por parte del Justo Juez: “Los gritos del pobre, atraviesan las nubes y,
hasta alcanzar a Dios, no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el Juez Justo le hace justicia”.
En la Biblia, “pobre”, no es solamente aquel que carece de recursos,
sino quien se reconoce necesitado, sobre todo, necesitado de Dios. Es
lo que Jesús proclamó en el Sermón de la Montaña (Cf. Lc 6, 20 – 23). La
Justicia o Santidad de Dios, se conmueve ante el grito de quien recurre a
su auxilio, con humildad, reconociéndose necesitado de Él.
El tema de la Primera lectura, es desarrollado con mayor profundidad, en el fragmento del Evangelio que hoy se proclama, tomado de San
Lucas. El Domingo pasado, Jesús declaraba la necesidad de orar con perseverancia y confianza, hoy, nos habla sobre la cualidad que debe tener la
oración del creyente: la humildad.
Jesús se vale de dos personajes antagónicos: Un fariseo y un publi-
282
“…cosas nuevas y antiguas”
cano. La palabra “fariseo”, significa “separado”. Eran judíos apegados a
la observancia de la ley, haciendo todo lo que ella prescribía para conservarse “puros”, por medio del cumplimiento de las 613 normas de pureza
ritual, separados de aquellos que ignoraban su cumplimiento y de los
pecadores. Un publicano, era un judío traidor, que recaudaba impuestos
para Roma, la potencia dominadora, razón por la cual era considerado
como un pecador público.
La introducción del texto, destaca la soberbia, actitud absolutamente
dañina para la oración fructuosa. Tal actitud, lleva a la persona a poner la
seguridad en su justicia y no en la Justicia de Dios: “… a algunos que, teniéndose por justos…”; a confiar en los méritos propios: “… se sentían
seguros de sí mismos…”; y a despreciar a los demás para contemplarse
a sí mismo: “… despreciaban a los demás…”. La soberbia conduce a
la autosuficiencia, la cual termina anulando a Dios, en la propia vida y por
ende, al hermano.
Al presentar a los protagonistas de la parábola, Jesús resalta cómo,
una acción buena, puede ser realizada con espíritu opuesto: “Dos hombres, subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano…”. Ambos subían al templo para algo bueno, pero la interioridad del
fariseo estaba llena de sí mismo, la del publicano, se sentía necesitada de
Dios. La oración puede llegar a ser “satánica”, cuando desvía la mirada
hacia uno mismo y se olvida de la Mirada de Dios.
Sigue la descripción de la plegaria del fariseo: “El fariseo, de pie,
oraba así: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás
hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte
de todas mis entradas”.
Podemos estar orando y a la vez apropiarnos del Don de Dios, al
desconocer que todo proviene de Él. Podemos estar orando y ser injustos, olvidando el Mandamiento del Amor. Podemos estar orando y ser
adúlteros, cuando nos postramos ante el ídolo de nuestro propio yo. El
fariseísmo puede aflorar en nuestra oración, si carecemos de la humildad
que nos permite reconocernos necesitados de Dios.
La oración del fariseo, consistía en su auto elogio, ponderando su
ayuno, más allá de las exigencias de la Ley (Cf. Lv 16,29), y el pago del
diezmo, por encima de lo estipulado solamente para el grano, el aceite, el
vino y el ganado (Cf. Dt 12,17). Podemos caer en la tentación de creernos
súper–curas, súper– monjas o súper – laicos, regodeándonos en nuestros
propios méritos y no en la gratitud debida a Dios por sus múltiples dones
recibidos.
En contraposición a la actitud del fariseo, Jesús propone la disposición de la oración del publicano: “En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo,
sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Dios mío, ten piedad de mí,
CiCLo C - tiempo ordiNArio
283
que soy un pecador!”.
El publicano era consciente de la distancia que existía entre él y Dios,
a causa de su pecado, que no le permitía ni siquiera levantar la mirada a
lo alto. Su oración no consistía en regodearse en sí mismo, ni en pedir
cosas, sino en manifestar su necesidad de Dios. Su oración gira en torno a
dos polos; por un lado, la misericordia de Dios y por otro, el reconocimiento
de su propia miseria. La humildad es la única cualidad capaz de atraer la
mirada del Altísimo, ya que, al vaciar el espíritu del propio yo, permite que
éste se llene de Dios.
Finalmente, Jesús elogia la actitud de la plegaria humilde del publicano arrepentido: “Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado
y el que se humilla será ensalzado”.
Hasta hoy seguimos la lectura continua de la Segunda Carta del
Apóstol San Pablo a Timoteo. El Apóstol, ya anciano, en la cárcel, espera
su sentencia de muerte y reflexiona sobre su vida.
En primer lugar, San Pablo expresa su acción de gracias por la fidelidad de Dios, el Juez Justo: “Yo ya estoy a punto de ser sacrificado…:
he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé
la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor,
como justo Juez, me dará en ese Día”.
En segundo lugar, el Apóstol presenta a Dios las incomprensiones
y decepciones sufridas en el cumplimiento de su misión: “Cuando hice
mi primera defensa, nadie me acompañó, sino que todos me abandonaron… Pero el Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para
que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos
de todos los paganos. Así fui librado de la boca del león. El Señor
me librará de todo mal y me preservará hasta que entre en su Reino
celestial…”.
Pablo experimentó, en profundidad, la experiencia del “Anawin
Yahvé”, el “pobre de Yahvé”; aquel que se abandona en manos de Dios,
habiendo sido defraudado en sus expectativas humanas. Al final de su
vida, con las manos plenas de logros pastorales, su mirada se dirige hacia
el Justo Juez. Pensemos en tantos sacerdotes ancianos, que han dado lo
mejor de sus vidas y hoy pueden experimentar la soledad. Sólo les queda
el mayor tesoro: aquel que “… ve en lo escondido…” (Mt 6,6).
La Virgen María es modelo de orante, al humillarse ante Dios (Cf. Lc
1, 48), para ser fecundada por el Espíritu Santo. Ella nos ayuda a dirigir la
mirada hacia Dios, para ser enriquecidos con sus Dones.
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“…cosas nuevas y antiguas”
TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
sB 11,22 – 12,2; ts 1,11 – 2,2; LC 19, 1 – 10
dios sE compadEcE dE todos
Estamos celebrando el Trigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario, hoy la Palabra nos habla sobre la Omnipotencia de Dios, manifestada en su infinita Misericordia.
La Primera Lectura que se nos propone, está tomada del Libro
de la Sabiduría, el último escrito del Antiguo Testamento, redactado en la
segunda mitad del siglo I, A.C., por un judío de cultura griega en Alejandría, Egipto, donde se encontraba una de las comunidades más importantes de la Diáspora judía.
En aquella gran ciudad, los judíos eran testigos del auge del
saber científico y filosófico, el cual, en diversas corrientes de pensamiento, ofrecía sabiduría, por medio del dominio del conocimiento. Se trataba
de un tipo de gnosticismo. Aquella “nueva mentalidad”, calificaba como
“tradicionales”, los postulados de la religión. Los judíos enfrentaban una
verdadera crisis de Fe, la cual condujo a no pocos, a abdicar de sus convicciones religiosas.
En este contexto, el autor o los autores de la Obra, tienen como
objetivo, robustecer la Fe de los judíos en medio de aquella vorágine de
corrientes de pensamiento, haciéndoles redescubrir la Sabiduría Divina,
de la cual son herederos. Por medio de una síntesis, entre la visión griega,
centrada en el hombre (antropocentrismo); y la judía, centrada en Dios
(teocentrismo), el Libro, revela la Sabiduría que está por encima de toda
erudición humana y conduce a la inmortalidad.
Como señalamos el Domingo pasado, Sabiduría, es uno de los
Libros Deuterocanónicos, pertenecientes al Canon Alejandrino del Antiguo
Testamento. Es de acotar, que esta Obra, hasta el siglo III, D.C., se le
consideró parte del Nuevo Testamento, bajo el título de “Sabiduría, escrita
por los amigos de Salomón en su honor”.
La Obra se divide en tres partes: 1) Reflexión sapiencial sobre
la vida del hombre [Sb 1, 1 – 5, 23]; 2) Reflexión sapiencial sobre el destino de los pueblos [Sb 6,1 – 9,18]; 3) La Sabiduría y la historia [Sb 10,1
– 19,17]. La Primera Lectura, pertenece a la Tercera Sección de la Obra.
Se trata de uno de los pasajes más hermosos de la Sagrada
Escritura, el cual se desgrana en torno a dos ideas: La Omnipotencia de
Dios, fuente de la Vida; y su manifestación en su Poder Misericordioso.
La primera idea, se expone por medio de imágenes que evidencian la pequeñez del mundo ante la grandeza de Dios, quien genera vida
y sustenta toda su creación: “El mundo entero es delante de ti como
un grano de polvo que apenas inclina la balanza, como una gota de
rocío matinal que cae sobre la tierra…Tú amas todo lo que existe y
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no aborreces nada de lo que has hecho, porque si hubieras odiado
algo, no lo habrías creado ¿Cómo podría subsistir una cosa si tú no
quisieras? ¿Cómo se conservaría si no la hubieras llamado…?”.
La segunda idea, expresa, de manera viva, cómo Dios despliega abundantemente su poder; por medio de la Misericordia: “…Tú te
compadeces de todos, porque todo lo puedes, y apartas los ojos de
los pecados de los hombres para que ellos se conviertan… eres indulgente con todos, ya que todo es tuyo, Señor que amas la vida…
porque tu espíritu incorruptible está en todas las cosas. Por eso, reprendes poco a poco a los que caen, y los amonestas recordándoles
sus pecados, para que se aparten del mal y crean en ti, Señor”.
El pecado existe y hay que combatirlo, también, los escándalos
son inevitables, como el mismo Jesús lo advirtió, con una severa sentencia, contra quienes los provocan y sostienen de manera contumaz (Cf.
Mt 18. 5 – 10). Lo que hay que evitar es la “alharaca farisaica”, cuando
surgen noticias sobre algún comportamiento indebido en la Iglesia. Dicho
comportamiento, debe ser señalado con serenidad y equilibrio, buscando,
principalmente, la conversión del pecador y la reparación del daño. No
ayudan los sobresaltos acusatorios, los cuales conducen a una justicia
inmisericorde, que prescinde de los valores del Evangelio.
El antiguo Código de Derecho Canónico, el cual contenía más
de 100 excomuniones, contemplaba, no obstante, un canon, inspirado en
la Regla Pastoral de San Gregorio Magno, de fuerte raíz bíblica y de una
vigencia meridiana: “… Acuérdense los Obispos… de que son pastores
y no verdugos y que conviene rijan a sus súbditos de tal forma que
no se enseñoreen sobre ellos, sino que los amen como a hijos y hermanos, y se esfuercen, con exhortaciones y avisos en apartarlos del
mal, para no verse en la precisión de castigarlos con penas justas,
si llegan a delinquir… deben observar aquel precepto del Apóstol de
razonar con ellos, de rogarles encarecidamente, de reprenderlos con
toda bondad y paciencia, pues en muchas ocasiones, puede más…
la benevolencia que la austeridad, la exhortación, más que las amenazas, y la caridad más que el poder; mas, si por la gravedad del
delito es necesario el castigo, es entonces cuando deben hacer uso
del rigor con mansedumbre, de la justicia con la misericordia, y de la
severidad con blandura, para que… se conserve la disciplina… y los
que han sido corregidos se enmienden, o si éstos no quieren volver
sobre sí mismos, para que el castigo sirva a los demás de ejemplo
saludable y se aparten de los vicios” (c. 2214 §2).
El fragmento del Evangelio que hoy se proclama, en el cual se
narra el encuentro de Jesús con Zaqueo, junto con la Parábola del Buen
Samaritano (Cf. Lc 10, 29 – 37) y la del Padre Misericordioso (Cf. Lc 15
11 – 32), constituyen el corazón del Evangelio de San Lucas, justamente
identificado como el “Evangelio de la Misericordia”. La narración es muy
286
“…cosas nuevas y antiguas”
viva en los gestos y palabras que presenta, expresando la profundidad de
la dinámica de la Misericordia de Dios.
La narración se contextualiza en el final del viaje de Jesús hacia
Jerusalén, por lo que la misma, tiene un significado programático: Jesús,
entra en la Ciudad Santa, para rescatar al hombre esclavo del pecado. Zaqueo, representa al hombre irredento, al cual Jesús devolverá su dignidad
original, por medio de su Sacrificio en el Árbol de la Cruz.
La precisión geográfica que introduce la narración, tiene
toda una intencionalidad teológica: “Jesús entró en Jericó y atravesaba la cuidad”. Jericó, una de las ciudades amuralladas más antiguas del
mundo, se interpuso a la conquista de la tierra prometida por Josué. Las
murallas se derrumbaron al sonido de las siete trompetas, que iban delante del Arca de la Alianza. La ciudad fue incendiada y maldecida. De tal
maldición, sólo se salvó la prostituta Rahab, quien había ayudado a los
espías de Josué en su tarea de reconocimiento militar (Cf. Jos 2, 1 – 7; 6,
1 – 27). Jericó, representa lo que parece insalvable, Zaqueo se identifica
con la prostituta Rahab. Allí donde todo parece perdido, donde todo parece irrecuperable, Jesús manifestará el Poder de su Misericordia.
Aparece en el relato, la figura protagónica de Zaqueo: “Allí
vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era el jefe de los publicanos. Él quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la
multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a
un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí…”.
El Domingo pasado, veíamos el desprecio que los judíos alimentaban hacia los publicanos, quiénes explotaban al pueblo en nombre
de una potencia extranjera, cobrándoles impuestos, jugosamente lucrativos. Hoy, se agrega el dato de tratarse de un jefe de publicanos, un pecador, digno de la mayor repulsión. Jesús va al encuentro de los “peores”.
El nombre Zaqueo, dice mucho, paradójicamente, tiene dos
significados: “puro” y “Dios se recuerda”. De alguna forma, Zaqueo es
imagen de Adán, en quien subyacía la esencia de su pureza por su condición de creatura a imagen de Dios (Cf. Gn 1,26), así como también, la
promesa de Dios de no olvidarse del hombre, centro de su Amor (Cf. Gn
3, 14 15).
La referencia a su baja estatura y al esfuerzo por ver a Jesús,
subraya la pequeñez del hombre para ver la gloria de Dios y su lucha por
superar esa insuficiencia. Zaqueo es figura de los pequeños que entrarán
en el Reino de los Cielos (Cf. Lc 18, 15 – 17).
Sigue la iniciativa de Jesús: “Al llegar a ese lugar, Jesús
miró hacia arriba y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo
que alojarme en tu casa. Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con
alegría…”. Jesús no mira desde arriba hacia abajo, sino desde abajo
hacia arriba, se coloca en la situación del hombre para hacerle descubrir
su altísima vocación y, cuando lo cautiva con su mirada, hace morada en
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287
él. La expresión “Hoy”, en San Lucas, alude al momento de la Salvación,
el cual debe ser acogido sin dilaciones (Cf. Lc 2, 11. 20). Por su parte,
la expresión “Tengo”, asimilable con “es necesario”, repetidas veces
se emplea para referir el momento de la Muerte y Resurrección de Cristo
(Cf. Lc 9, 22). Cuando se rescata a un pecador, se actualiza la Pascua
de Cristo.
El relato adquiere un tono polémico ante las murmuraciones
de los testigos de la provocadora iniciativa de Jesús, con la subsiguiente
decisión del pecador arrepentido: “Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Se ha ido a alojar en casa de un pecador. Pero Zaqueo dijo
resueltamente al Señor: Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los
pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más”. El
jefe de publicanos, va más allá de las exigencias de la Ley (Cf. Lv 5, 20 –
24). El fariseo de la Parábola, que meditábamos el domingo pasado, iba
más allá del cumplimiento de la Ley, para elogiarse a sí mismo (Cf. Lc 18,
9 – 14), Zaqueo, lo hace por amor al prójimo, viviendo la Justicia que pedía
Jesús, superior a la de los escribas y fariseos (Cf. Mt 5,20).
Por último, Jesús sentencia a favor del pecador arrepentido,
haciendo ver que por su conversión, había renacido en él, su dignidad
original, objeto central de su Misión Redentora: “Y Jesús le dijo: Hoy ha
llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un
hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar
lo que estaba perdido”.
Desde hoy, y hasta el Trigésimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario, escucharemos algunos fragmentos de la Segunda Carta del
Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses, escrita por el Apóstol, hacia el
año 51 d.C. Es el primer escrito del Nuevo Testamento. Fue redactada en
el transcurso del Segundo Viaje Misionero de San Pablo.
En esta primera Carta Apostólica de San Pablo, se nos revelan
sus reacciones ante el informe de su ayudante Timoteo, quien le refiere
buenas noticias sobre la joven comunidad cristiana de Tesalónica. La Fe,
la Esperanza y el Amor de los cristianos de Tesalónica, continuaban vivas
e incluso, se acrecentaban ante las dificultades y las pruebas (1Ts 1,3. 6
– 8); por lo que servían de modelo a los creyentes de las iglesias cercanas
(Cf. 1 Ts 1, 7 – 8). Sin embargo, la comunidad se preguntaba sobre el
momento de la Segunda Venida de Cristo (Cf. 1Ts 5, 1ss) inquietándose
por el destino reservado a quiénes muriesen antes de la Parusía (Cf. 1Ts
4,13). Doctrinas erróneas se infiltraban, generando algunas desviaciones
en el plano moral. Muchos se dejaban dominar por la tristeza o la intranquilidad (Cf. 1 Ts 4,11.13; 5, 14), algunos, caían en situaciones de libertinaje (Cf. 1Ts 4,3ss) y no pocos, en un cristianismo ocioso o perezoso, ante
el hecho de la tardanza del Señor en llegar (Cf. 1Ts 4, 11).
La Carta que escribe San Pablo a los Tesalonicenses, tiene
una doble finalidad. En primer lugar, dar gracias a Dios por la fecundidad
288
“…cosas nuevas y antiguas”
espiritual de aquella comunidad, alentándolos a perseverar en la misma;
y, en segundo lugar, exhortarles a vivir en la ardiente espera de la Venida
del Señor, con la convicción que los que han muerto en Cristo, resucitarán
(Cf. 1Ts 4,13 – 5,10), en la práctica del amor fraterno (Cf. 1Ts 4, 9 – 10); y,
en segundo lugar, alejarlos tanto del laxismo moral (Cf. 1Ts 4, 1 – 8), como
de la ociosidad (Cf. 1Ts 4, 10 – 12).
En este contexto general, se entiende la Segunda Lectura, en
la cual, encontramos plasmadas las dos intenciones de este primer Documento Neotestamentario.
En primer lugar, San Pablo nos invita a reconocer y vivir nuestra altísima dignidad cristiana: “Pensando en esto, rogamos constantemente por ustedes a fin de que Dios los haga dignos de su llamado, y
lleve a término en ustedes, con su poder, todo buen propósito y toda
acción inspirada en la fe. Así el nombre del Señor Jesús será glorificado en ustedes, y ustedes en él, conforme a la gracia de nuestro
Dios y del Señor Jesucristo”.
En segundo lugar, formula un llamado a la serena y fructífera
espera de la Segunda Venida del Señor: “Acerca de la Venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, les rogamos, hermanos, que no se dejen perturbar fácilmente ni se alarmen, sea por
anuncios proféticos, o por palabras o cartas atribuidas a nosotros,
que hacen creer que el Día del Señor ya ha llegado”.
Lo importante es saber esperar, sin angustia ni tibieza, la Manifestación gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo, haciendo cada uno lo que
tiene que hacer, como sacerdote, esposo o esposa, religioso o religiosa,
recordando las palabras de Jesús: “Dichosos los siervos a quienes el
señor, al venir, los encuentre despiertos: yo les aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y… les servirá” (Lc 12, 37).
María Santísima, proclamó que la Misericordia del Señor “…
llega a sus fieles de generación en generación…” (Lc 1,50). Ella, como
hija de Israel, supo esperar la Primera Venida del Mesías y como miembro
privilegiado de la Iglesia, nos sostiene en la espera de su Última Manifestación.
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TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
2m 7, 1 – 2. 9 – 14; 2ts 2, 16 3,5; LC 20, 27 – 38
nunca matarán El mEnsajE
Nos reunimos como Comunidad Pascual, para celebrar el Trigésimo
Segundo Domingo del Tiempo Ordinario. El tema central de la Palabra, en
este día, es la Fe en la resurrección.
Otro de los Libros Deuterocanónicos, nos introduce en la Meditación
de la Palabra: Segundo de Macabeos. Constituye una Obra autónoma con
relación a Primero de Macabeos, aunque ambos se circunscriben en el
mismo contexto histórico. El Primero, fue escrito alrededor del año 134,
A.C., mientras que el Segundo, cerca del 124, A.C.
En el siglo IV. A.C., el Oriente próximo, experimentó profundos cambios. Alejandro Magno (356 – 353 a.C.), consolidó su dominio sobre toda
Grecia, prosiguiendo con la conquista del imperio persa, constituyendo un
vasto eje de poderío. A su prematura muerte, cinco de sus generales
se reparten el señorío sobre la región. De éstos, Tolomeo, se adueña de
Egipto, creando la dinastía de los “Láguidas”; y Seleuco, se apodera de
Siria, fundando la dinastía de los “Seleucidas”. Palestina se encuentra una
vez más en medio de dos potencias.
Tolomeo, quien ejercía la autoridad sobre Palestina, se mostraba
respetuoso hacia las tradiciones judías, pero en el año 199 A.C., Antíoco
III de Siria, derrotó los ejércitos egipcios y Palestina cayó bajo el mando
de los Seleucidas, quienes fueron intolerantes y agresivos hacia la Fe
y costumbres de Israel. Tal acritud, alcanzó su mayor ferocidad, con la
persecución emprendida por Antíoco IV (175 – 163 A.C.), quien se hacía
llamar “Epífanes” (manifestación divina). Se empeñó en imponer la cultura
y religiosidad griegas a todos los habitantes de su imperio (helenización),
prohibiendo la Ley de Moisés e imponiendo, en su lugar, la ley del Estado.
Contó con algunos colaboradores judíos, pertenecientes sobre todo a las
clases sociales más acaudaladas. Muchos, por el contrario, prefirieron
enfrentar la persecución y la muerte antes que renegar de su Fe, y otros,
eligieron el camino de la resistencia armada. A este último grupo pertenecieron el sacerdote Matatías y sus hijos, quienes emprendieron la guerra
de liberación narrada en Macabeos 1º y 2º.
La idea que domina en la Primera Lectura, es la Fe en la Resurrección de una madre, recia en sus creencias (2M 7,21), y de sus siete hijos,
quienes prefirieron el martirio que traicionar su Fe.
La Fe en la Resurrección, Verdad esencial del cristianismo, tiene un
desarrollo gradual en el Antiguo Testamento. La primera convicción que
dominó en la mente del Pueblo Elegido, era la concepción de la muerte
como una aniquilación, según la cual, los difuntos se reunían en la tumba
con sus antepasados (Cf. Gn 25,8; 1R 14,31), pasando luego a creer que
290
“…cosas nuevas y antiguas”
éstos bajaban al reino de los muertos o Sheol (Cf. Gn 42,38; 44, 29.31).
Por ello, las expectativas de esperanza, estaban ligadas exclusivamente
a la tierra y la prosperidad en esta vida. Surgirá luego la idea de Resurrección, ligada a la liberación y restauración de Israel, después del Exilio
(Cf. Os 6, 1 – 2; Ez 37, 1 – 14). Los Salmos, comenzarán a asomar una
concepción de la Resurrección, relacionada a la Vida, más allá de esta
vida (Cf. Sal 16, 5 – 6. 9 – 10; 49,16; 73,20).
El choque con el helenismo, que pretendía el aniquilamiento de la
Fe de Israel, hizo aflorar, vigorosamente, la Fe en la Resurrección de los
muertos. Ante la persecución, surgieron los siguientes cuestionamientos:
¿Cómo es posible que Dios abandone en el terrible Sheol, lejos de sí, a los
que habían permanecido fieles a costa de sus vidas? ¿Puede ser Yahvé
menos fiel que los mártires de Antíoco Epífanes? La respuesta a estos interrogantes se encuentra formulada, principalmente, en tres Obras: Daniel
(Cf. Dn 12,2); Macabeos (Cf. 2M 7) y Sabiduría (Cf. Sb 3, 1 – 3). El Texto
que hoy se lee como Primera Lectura, expone uno de estos preclaros testimonios bíblicos sobre el sentido sobrenatural de la existencia cristiana.
Después del martirio del anciano Eleazar (Cf. 2M 6, 18 – 31), quien
prefirió la muerte, antes de dar mal ejemplo a las jóvenes generaciones,
encontramos la dramática narración del cruel martirio de siete hermanos,
sostenidos por la Fe en la Vida Futura, en la presencia de Dios. Todos son
contestes en una inquebrantable convicción; el emperador les podrá quitar
la vida, pero por su fidelidad, habrán de resucitar: “Tú, malvado, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una
vida eterna, ya que nosotros morimos por sus leyes… Yo he recibido
estos miembros como un don del Cielo, pero ahora los desprecio por
amor a sus leyes y espero recibirlos nuevamente de él… Es preferible
morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de
ser resucitados por él. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”.
En estos tiempos, somos testigos de una nueva “helenización”. Presenciamos una solapada persecución contra la Fe cristiana, bajo diversas
fachadas (secularización, relativismo, nihilismo). También se impone la
tendencia a la conquista de una esperanza meramente terrena, en nombre del “progreso” y la prolongación artificial de la juventud, lo que denota
el deseo de la inmortalidad mundana. Asimismo, todavía hay gobernantes
auto convencidos de poseer una unción divina, para dominar según sus
arbitrios y caprichos. Estos gobernantes, contando con la complicidad de
algunos “notables” de la Iglesia, pretenden imponer su credo, por encima
del Credo de la Fe. Se requiere el ejemplo de fidelidad de la madre y de los
siete hermanos mártires de la época de los Macabeos y la de los millones
de mártires de la historia de la Iglesia de todos los tiempos. Los poderes
de este mundo, podrán matar mil mensajeros, pero nunca podrán matar
el Mensaje: “Jesucristo, es el Hijo de Dios, hecho hombre, Muerto y
Resucitado para la salvación de todos”.
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En el fragmento del Evangelio de San Lucas que hoy se proclama, un
grupo de saduceos introduce el tema de la Resurrección, por medio de una
pregunta capciosa. Los saduceos eran parte de la aristocracia sacerdotal
judía y, en oposición a los fariseos, negaban la Resurrección de los muertos, la existencia de los ángeles y de los espíritus (Cf. Hch 23, 6 – 8). Sólo
reconocían la autoridad del Pentateuco o la Torah. De ahí, que la irónica
pregunta se formule recurriendo a la autoridad de esta parte de la Biblia:
“Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le
dijeron: Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y
muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se
case con la viuda… había siete hermanos. El primero se casó y murió
sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero.
Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también
murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”.
Se trata de la ley del levirato (Cf. Dt 25,5ss), la cual, no sólo pretendía garantizar que todo hombre tuviera descendencia, sino que lo padres,
pudieran ver al Mesías esperado, al menos con los ojos de los hijos o los
de los hijos de los hijos. Por otra parte, esta ley daba relevancia al matrimonio, institución sagrada de la cual debía nacer el Mesías.
A la mordaz pregunta, Jesús responde, afirmando que la Resurrección no es un simple revivir, sino una vida nueva, distinta y plena, que
difícilmente podemos comprender desde nuestras limitadas categorías
espacio –temporales: “En este mundo los hombres y las mujeres se
casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo
futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de
la resurrección”.
En otros pasajes del Nuevo Testamento, encontramos expresiones
que revelan el nuevo estado de vida que comporta la Resurrección: “…
ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es” (1Jn 3,2); “… en la Resurrección de
los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se
siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15,42);
“… nosotros mismos gemimos en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8,23).
Para ratificar el fundamento bíblico de la Resurrección y contrarrestar la arrogancia de los saduceos, Jesús apela a la misma autoridad del
Pentateuco (Cf. Ex 3,6): “Que los muertos van a resucitar, Moisés lo
ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor,
el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no
es Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para
292
“…cosas nuevas y antiguas”
él”. Con tal afirmación, Jesús reafirma que los tres grandes patriarcas
de Israel, por su fidelidad, aun habiendo muerto, vivían en la presencia de
Dios. El final del pasaje es una evocación que hace Jesús del Libro de la
Sabiduría, el cual expone uno de los más preclaros testimonios sobre la
Fe en “La Vida del Mundo Futuro”: “Dios creó al hombre para que fuera
incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza” (Sb 2,23).
Seguimos escuchando la lectura continua de la Segunda Carta a los
Tesalonicenses, cuyo contexto es la zozobra que experimentaba esa comunidad, ante la tardanza de la Segunda Venida del Señor. San Pablo
insiste en tres ideas: 1) El consuelo de Dios; 2) La fuerza de la oración para
el apostolado; 3) La Fidelidad de Dios en las adversidades.
La primera idea, es expresada en los siguientes términos: “Que
nuestro Señor Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos amó y nos
dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, los reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena”. En el
apostolado, a veces, se experimenta el desconcierto, por el cansancio, las
incomprensiones y las miserias humanas. En esas situaciones, sólo Dios
es capaz de darnos el verdadero consuelo. Él conoce nuestra fidelidad y
sabe cómo reconfortarnos.
La segunda idea, la expone el Apóstol con las siguientes palabras:
“… rueguen por nosotros, para que la Palabra del Señor se propague rápidamente y sea glorificada como lo es entre ustedes. Rueguen
también, para que nos veamos libres de los hombres malvados y perversos…”. El apostolado no es fácil y puede encontrar resistencias, incluso dentro de la Iglesia. San Pablo explica la causa de tales oposiciones:
“… no todos tienen fe”. El Apóstol nos ofrece un criterio para comprender algunos comportamientos atormentados en los hijos de la Iglesia: la
falta de Fe. A la vez, expone el camino para discernir, enfrentar y corregir
tales actitudes: La oración.
Por último, San Pablo subraya la Fidelidad de Dios en medio de las
adversidades: “… el Señor es fiel: él los fortalecerá y los preservará del Maligno. Nosotros tenemos plena confianza en el Señor, de
que ustedes cumplen y seguirán cumpliendo nuestras disposiciones.
Que el Señor los encamine hacia el amor de Dios y les dé la perseverancia de Cristo”.
La Virgen María, vivió toda su vida en la Esperanza de la Resurrección. Ella nos ayuda a aguardar los “… cielos nuevos y la tierra nueva…
la ciudad santa, la nueva Jerusalén…” (Ap 21, 2), donde Dios “… enjugará toda lágrima…”.
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SOLEMNIDAD NTRO. SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
sm 5, 1 – 3; CoL 1, 12 – 20; LC 23, 35 – 43
y su rEino no tEndrá Fin…
Nos reunimos en torno a la Doble Mesa de la Palabra y de la Eucaristía,
para celebrar la Solemnidad de Cristo Rey, con la cual concluimos el Año
Litúrgico.
La Solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XI
(1922 – 1939). Recién elegido como Sucesor de Pedro, el Santo Padre,
proclamó su primera Encíclica, Ubi Arcano Dei, el 23 de diciembre de
1922, en la cual afirmaba que el mal que aquejaba la humanidad provenía
del olvido del hombre de Dios y por ende, de la Supremacía de su Hijo
Jesucristo.
Fruto de esta Encíclica, surgió un movimiento en la Iglesia llamado
“Acción Católica”. Posteriormente, en el año 1925, el Sumo Pontífice,
instituyó la Fiesta de Cristo Rey en el último Domingo de octubre, por
medio de la Encíclica Quas primas, del 11 de noviembre de 1925. En
la convulsa época del auge del Comunismo en Rusia, del Nazismo en
Alemania y del Fascismo en Italia, ideologías que el Papa condenó,
respectivamente, con las Encíclicas: Divini Redemptoris, del 19 de marzo
de 1937; Mitbrennender Sorge, del 14 de marzo de 1937 y Non abbiamo
bisogno, del 29 de junio de 1931.
Fruto de la Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II, en el año
1970, se configuró la actual Solemnidad, como corolario del Año Litúrgico.
Los textos actuales, acentúan el Señorío de Jesús, el cual, no se ha de
entender desde la perspectiva del poder y del esplendor, sino desde el
Servicio y la Caridad.
La Primera Lectura que hoy se propone, ha sido tomada del Segundo
Libro de Samuel, que forma una sola Obra con el Primero, redactada,
probablemente, poco antes del Exilio o durante el mismo, entre los años
697 al 540 A.C. Israel, que primero fue una anfictionía o confederación de
tribus, sintió la necesidad de tener una organización política, similar a la de
los pueblos vecinos, pidiendo al Profeta Samuel, la elección y unción de un
rey. Ante tal petición, Samuel actúa, dejando claro que el verdadero Rey
de Israel era, y sería siempre Yahvé (Cf. 1Sm 8, 10 – 22). Saúl fue ungido
como primer rey de Israel (Cf. 1Sm 10, 1 – 8), fracasando como tal, no
tanto por su personalidad patológica, sino sobre todo, por haber sido infiel
a la Alianza (Cf. 1Sm 15, 1 – 23).
Ante éste fracaso, surge en escena David, el menor de los hijos de
Jesé, un pastor de la tribu de Belén, ungido por el Profeta Samuel, para ser
el futuro sucesor del rey Saúl (Cf 1Sm 16, 1 – 13). El joven David, entró al
servicio del rey como citarista de corte, para aplacar los estados de histeria
del soberano (Cf. 1Sm 16, 14 – 23), llegando a sobresalir también como
294
“…cosas nuevas y antiguas”
hábil guerrero, después de derrotar a Goliat, con la ulterior victoria sobre el
ejército filisteo (Cf. 1Sm 17, 1 – 11).
Ante los éxitos militares del joven betlemita, se despertó la envidia de
Saúl, quien llegó a verlo como una amenaza, emprendiendo contra él una
feroz persecución (Cf. 1Sm 18, 6 – 28; 19, 8 – 24). En tal circunstancia,
David pasó a la clandestinidad, como jefe de banda (Cf. 1Sam 22,1ss),
imponiendo gradualmente su liderazgo, ante el indetenible ocaso del
rey Saúl, quien se quitó la vida, arrojándose sobre la lanza de uno de
sus capitanes, al contemplar su derrota ante los filisteos, en la batalla de
Gelboé (Cf. 1Sm 31,1 – 13).
Tras la muerte de Saúl, David es ungido rey en Hebrón (Cf. 2Sm 2, 1
– 7). Después de duras batallas contra sus opositores, partidarios de Saúl;
y de tensas negociaciones, no exentas de episodios sangrientos (Cf. 2Sm
2,12 – 4,12), David es ungido por tercera vez, siendo reconocido como
soberano, por todas las tribus de Israel. Es lo que se nos narra en el texto
propuesto en este día como Primera Lectura. Tres aspectos resaltan del
relato: 1) La identificación del Pueblo con su rey; 2) El reconocimiento del
rey como pastor, 3) La unción real.
En primer lugar, el Pueblo reconoce en David a un semejante, que
comparte una misma historia y un mismo destino: “Todas las tribus
de Israel se presentaron a David en Hebrón y le dijeron: ¡Nosotros
somos de tu misma sangre!”. El rey de Israel nunca deberá perder de
vista esta identidad con su Pueblo. Cuando David perdió el sentido de
esta conexión vital, se convirtió en tirano, creyéndose dueño de las vidas
de sus súbditos.
En segundo lugar, el Pueblo recuerda a David que su misión se habría
de configurar con la del pastor, a imagen de Yahvé, para pastorearlo con
celo y vigilancia: “Hace ya mucho tiempo, cuando aún teníamos como
rey a Saúl, eras tú el que conducía a Israel. Y el Señor te ha dicho: Tú
apacentarás a mi pueblo Israel y tú serás el jefe de Israel”.
En tercer lugar, destaca el origen de la autoridad del rey David,
que no proviene de sus estrategias militares ni de su arrojo como hábil
guerrero, sino de Dios, hecho significado con la unción que recibe: “El rey
estableció con ellos un pacto en Hebrón, delante del Señor, y ellos
ungieron a David como rey de Israel”.
David, en el Antiguo Testamento, es presentado como modelo de rey
ideal, recibiendo incluso la promesa según la cual, de su descendencia,
nacería el Rey Verdadero, el Mesías (Cf. 2Sm 7,1ss). Esta promesa se vio
cumplida en Jesús, hijo de David (Cf. Mt, 1,1ss).
Jesús, es el Rey Perfecto, carne de nuestra Carne, como lo proclama
el Prólogo del Evangelio de San Juan: “En el principio, existía la Palabra
y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios…Todo se hizo por
ella… La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros…”
(Jn 1,1 -3. 14).
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Jesús, es el Pastor Bueno, como él mismo se proclamó. “Yo soy el
buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas… conozco a
mis ovejas y las mías me conocen a mí” (Jn 10, 11.14).
Jesús, se proclamó como el Ungido de Dios, para transmitir el
Consuelo a Israel: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha
ungido, para anunciar a los pobres la Buena Nueva… proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a
los oprimidos y proclamar el año del gracia del Señor” (Lc4, 18 – 19
/ Is 61, 1 – 2).
El fragmento del Evangelio de San Lucas, que se nos proclama hoy,
resalta la dignidad real de Cristo, en el contexto de su Pasión. Ya antes,
por primera y única vez en toda su predicación, Jesús revela su Condición
Real, al ser interpelado por Pilatos: “lo interrogó, diciendo: ¿Eres tú
el rey de los judíos? Tú lo dices, le respondió Jesús” (Lc 23,3; Mt
27,11, Mc 15,2). En el Evangelio de San Juan, esta proclamación adquiere
una mayor profundidad: “Mi realeza no es de este mundo… ¿Entonces
tú eres rey? Jesús respondió: Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he
nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El
que es de la verdad, escucha mi voz. Pilato le preguntó: ¿Qué es la
verdad?” (Jn 18, 36 – 38).
El Papa Emérito Benedicto XVI, en su Libro “Jesús de Nazaret”,
explica cuál es la Verdad, sobre la cual se fundamenta el Reinado de
Jesús, no una verdad funcional, fruto del interés de algún poder humano,
como las verdades de las ideologías políticas o de las corrientes de la
economía y de la mercadotecnia, sino aquella que devuelve al hombre su
dignidad original, la que lo construye como persona (Cf. Ed. Planeta, 2011,
pp. 223 – 228).
La Verdad es Cristo, quien, en la Cruz, resume todo el contenido
de su predicación, centrada en la Misericordia regeneradora del hombre,
esclavo del Reino de Adán, signado por el odio entre hermanos (Caín y
Abel) y la incomprensión entre los Pueblos (Babel). La Pasión de Cristo,
es una gran gesta entre el reino de Adán y el Reino de la Cruz, resultando
victoriosa ésta última, con el primer gesto salvador de Cristo desde el Árbol
Redentor.
En el relato que hemos escuchado, se evidencia esta tensión entre
los dos reinos, cuando Jesús es sometido a aquellos escarnios, eco de las
tentaciones en el Desierto (Cf. Lc 4, 1 – 13), en las cuales el espíritu del
mal, trató de persuadirlo, para que asumiera el camino de un mesianismo
triunfalista, al estilo de los falsos mesianismos de este mundo: “… Ha
salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios,
el Elegido!... Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!... ¿No
eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros…”. Es la constante
tentación del hombre de prescindir de Dios en su vida, de salvarse a sí
mismo, evadiendo la Verdad, atándose a falsas y pasajeras verdades.
296
“…cosas nuevas y antiguas”
Ante tal pretensión, se impone la Verdad de Dios, colgada en el Árbol de
la Redención, la que puede dar sentido a la vida del hombre: “Este es el
rey de los judíos”.
Al lado de Jesús, están crucificados dos malhechores, signo de la
degradación humana, fruto del pecado. El primero, según la Tradición
cristiana, Gestas, férreamente dominado por el reino de Adán, el segundo,
Dimas, deseoso de liberase de aquél yugo, al descubrir en la libertad
mesiánica de Jesús, algo nuevo, diferente, renovador: “… “Jesús,
acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”. La respuesta
de Jesús, comienza a desgarrar el velo del pecado, para implantar el Año
de Gracia del Señor: “…Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el
Paraíso”. El “Hoy” de la Salvación es Eterno y está siempre abierto a los
hombres, esta es la Buena Noticia del cristianismo (Cf. Lc 2,11; 4,21).
La Segunda Lectura de nuestra Solemnidad de hoy, ha sido tomada
de la Carta a los Colosenses, escrita cuando el Apóstol San Pablo se
encontraba preso, probablemente en Roma, hacia los años 61 al 63 (Cf.
Col 4,3. 10.18). La Comunidad de Colosas, atravesaba por una crisis,
debida a algunos judíos que proponían doctrinas ajenas a la fe cristiana,
según las cuales, existían potencias celestes o cósmicas que dirigían la
marcha del mundo. Estas supuestas entidades comprometían la fe en la
Supremacía de Cristo (Cf. Col 2,16ss).
En este contexto, San Pablo introduce su Epístola, recurriendo a un
Himno Litúrgico Post Pascual, que recitaban las primeras comunidades
cristianas, en el cual se proclamaban cuatro Verdades:
1) La Supremacía de Cristo, quien nos ha hecho partícipes de su
Reino: “Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho dignos de
participar de la herencia luminosa de los santos. Porque él nos
libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su
Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los
pecados”. Jesús, en la Cruz, nos sustrajo del Reino del hombre viejo,
para introducirnos en el Reino del Hombre Nuevo.
2) La Supremacía de Cristo, pre – existente, principio de toda la
Creación: “Él es Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la
creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el
cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos,
Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio
de él y para él. El existe antes que todas las cosas y todo subsiste
en él”.
3) La Supremacía de Cristo Resucitado, Cabeza de la Iglesia: “Él es
también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio,
el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera
la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la
Plenitud”.
4) La Supremacía de Cristo, cuyo poder redentor llega a toda la
CiCLo C - tiempo ordiNArio
297
Creación: “Por él quiso reconciliar consigo todos los seres, los del
cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su Cruz”.
La Liturgia, no es un despliegue de protocolos cortesanos, ni de
símbolos mistéricos, es la Fe celebrada, en armonía con la Fe creída (Lex
credendi – Lex orandi). Por eso debemos cuidar que la Eucaristía, no se
ahogue en preciosismos, ella, de suyo es hermosa, por el Misterio grande
que la envuelve. Debemos cuidar que los cantos, los gestos, los ornatos y
las palabras, sean reflejo de nuestra fe en la Supremacía de Cristo, Señor
Nuestro.
La Virgen María es la Reina del Cielo. Ella nos ayuda a salir del reino
de Adán, para entrar en el Reino Eterno y Universal de Nuestro Señor
Jesucristo, a quien sea la Gloria, por los siglos eternos.
298
“…cosas nuevas y antiguas”
EPÍLOGO
Hace algunos años, aproximándome a mis dos décadas de sacerdocio, sentí la necesidad de refrescar mi ministerio sacerdotal. El vivo
recuerdo de San Juan Pablo II, cuyo pontificado marcó toda mi formación
en el Seminario y gran parte del ejercicio de mi ministerio sacerdotal, la
claridad docente del magisterio de su sucesor, Benedicto XVI, y finalmente, el desenfado didáctico y atrevido del Papa Francisco, fueron los que
me motivaron e impulsaron a escribir los subsidios para las homilías de los
tres Ciclos del Año Litúrgico… Fue una osadía… una aventura vertiginosa… Pero hay que concluir lo que se comienza.
¿Por qué una osadía? Por las propias limitaciones de quien escribe y
el cúmulo de ocupaciones que no permiten un tiempo absolutamente dedicado a una labor tan exigente. Por todo ello, no me queda más que hacer
un acto de modestia y pedir perdón a Dios y al lector indulgente. No puedo
dejar de expresar mi gratitud a quienes me han motivado para proseguir
este esfuerzo; y a Dios, quien siempre nos sorprende con sus intervenciones gratuitas, redoblando las propias capacidades.
Estas sencillas reflexiones han sido elaboradas al fragor de los afanes pastorales propios de una parroquia. Por eso agradezco tanto a la
parroquia; la mejor escuela para la formación del temple de un pastor. Los
fieles son los mejores maestros de un párroco; sí, incluso con sus rémoras
de una iglesia clericalista, ciertas manías y susceptibilidades, nos enseñan
mucho, nos animan, nos acrisolan. La mejor forma de aprender a ser padres es teniendo hijos. El acompañamiento maduro, afectuoso y firme de
los fieles, es la mejor escuela para un pastor.
Generalmente, cuando se es sacerdote joven, todo reto se considera
pequeño y el mundo, un campo de conquista. Pasan los años y el estupor se impone al constatar que las realidades humanas nos sobrepasan
y exigen un discernimiento más agudo. Pasan los años y el ímpetu se racionaliza, convirtiéndose en serena valentía. Pasan los años y se enseña
aquello que realmente se sabe, porque se ha recorrido el sendero de la
experiencia. Bien lo decía un querido profesor de la Universidad Gregoriana: “al principio se enseña lo que no se sabe, luego lo que se sabe y no se
sabe y finalmente lo que realmente se sabe”.
A la experiencia de vida, hay que sumar algo muy importante: los
diversos subsidios. Este fue un ejercicio de “aggiornamento”, por lo que
fueron útiles: antiguos apuntes del seminario, la opinión de biblistas autorizados, comentaristas de diversas tendencias y recuerdos gratos de mis
grandes formadores.
La Palabra de Dios es demasiado rica y sorprendente, no se le puede
atrapar jamás en un comentario. Ella habla siempre de manera novedosa
a todos los hombres en sus diversas realidades y circunstancias. Puede
299
hablar a todos, a todos sin excepción. Nunca puede ser “amaestrada”.
Por eso estos subsidios no son más que eso; una ayuda, un instrumento. Cuando emprendí este proyecto pensé en mis hermanos sacerdotes,
quienes, viviendo el vértigo diario de la vida pastoral, agradecen una herramienta para canalizar sus reflexiones. También he tenido muy presente a
los laicos, quienes están ávidos de formación profunda y de nivel.
Esto pudo haberse hecho recurriendo a los actuales medios cibernéticos. Quien escribe pertenece a la cultura del libro, el cual nunca perderá
su entidad y su espacio. El libro que se consulta es como un miembro
de la familia y el que se escribe es como un hijo. Si los lectores me lo
sugieren, daré el salto hacia las redes, esperando que pueda ser útil a la
difusión del mensaje siempre nuevo y antiguo de la Palabra de Dios.
¡Gracias a todos! ¡Dios les pague! ¡Sigamos adelante!
miguel acevedo
300
ÍNdiCe
Presentación…………………………………………………………
tiEmpo dE adviEnto……………………………………………
Primer Domingo de Adviento………………………………………
Segundo Domingo de Adviento……………………………………
Tercer Domingo de Adviento………………………………………
Cuarto Domingo de Adviento………………………………………
tiEmpo dE navidad………………………………………...…..
Solemnidad de la Navidad...................……………………...……
Natividad del Señor...........................……………………………..
Solemnidad de Santa María Madre de Dios……………………..
Fiesta de la Sagrada Familia………………………………………
Solemnidad de la Epifanía del Señor………………………….….
Fiesta del Bautismo del Señor………………………………….....
tiEmpo dE cuarEsma………………………………………….
Primer Domingo de Cuaresma…………………………………….
Segundo Domingo de Cuaresma………………………………….
Tercer Domingo de Cuaresma…………………………………….
Cuarto Domingo de Cuaresma…………………………………….
Quinto Domingo de Cuaresma…………………………………….
Domingo de Ramos…………………………………………………
tiEmpo dE pascua……………………………...………………
Jueves Santo-Misa in Coena Domini….………….………………
Oficios de la Pasión del Señor....………........................………..
Solemnidad de la Pascua-Vigilia Pascual………………………..
Solemnidad de la Pascua-Domingo de Resurrección....…..…...
Segundo Domingo de Pascua……………………………...……..
Tercer Domingo de Pascua………..………………………………
Cuarto Domingo de Pascua……...………………………………..
Quinto Domingo de Pascua……...………………………………..
Sexto Domingo de Pascua……...…………………………………
Solemnidad de la Ascensión del Señor…………………………..
Solemnidad de Pentecostés……………………………………….
Solemnidad de la Santísima Trinidad……………………………..
Solemnidad de Corpus Christi……………………………………..
tiEmpo ordinario………………………………………………
Segundo Domingo del Tiempo Ordinario…………………………
Tercer Domingo del Tiempo Ordinario……………………………
Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario……………………………
Quinto Domingo del Tiempo Ordinario……………………………
Sexto Domingo del Tiempo Ordinario…………………………….
Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario………………………….
7
8
11
15
20
25
29
31
36
40
43
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59
65
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74
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84
89
91
96
101
106
110
115
119
123
127
131
136
141
145
151
153
158
163
168
173
177
Octavo Domingo del Tiempo Ordinario…………………………...
Noveno Domingo del Tiempo Ordinario…………………………..
Décimo Domingo del Tiempo Ordinario…………………………..
Undécimo Domingo del Tiempo Ordinario………………………..
Décimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario……………….
Décimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario………………….
Décimo Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario………………….
Décimo Quinto Domingo del Tiempo Ordinario………..………...
Décimo Sexto Domingo del Tiempo Ordinario…………………...
Décimo Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario………………..
Décimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario…………………
Décimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario………………...
Vigésimo Domingo del Tiempo Ordinario………………………...
Vigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario………………..
Vigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario……………..
Vigésimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario………………..
Vigésimo Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario………………..
Vigésimo Quinto Domingo del Tiempo Ordinario………………..
Vigésimo Sexto Domingo del Tiempo Ordinario…………………
Vigésimo Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario………………
Vigésimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario……………….
Vigésimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario………………
Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario………………………..
Trigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario……………….
Trigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario………...….
Solemnidad Nuestro Señor Jesucristo Rey Del Universo..........
Epílogo..................................................................………………
181
185
189
193
198
202
207
212
217
222
227
231
236
240
245
249
254
259
263
268
272
276
281
285
290
294
299