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QUÉ ES LA HISTORIA

¿QUÉ ES LA HISTORIA? Azorín ¿QUÉ ES LA HISTORIA? Reflexiones sobre el oficio de historiador Edición, introducción y notas de Francisco Fuster García fórcola Singladuras Director de la colección: Javier Jiménez Diseño de cubierta: Silvano Gozzer Diseño de maqueta y corrección: Susana Pulido Producción: Teresa Alba Detalle de cubierta: Wilhelm Bendz (1804-28), The Waagepetersen Family, 1830. Statens Museum for Kunst/National Gallery of Denmark © Caja de Ahorros del Mediterráneo, 2012 © De la edición, la introducción y las notas, Francisco Fuster García, 2012 © Fórcola Ediciones, 2012 C/ Querol, 4 - 28033 Madrid www.forcolaediciones.com Depósito legal: M-23688-2012 ISBN (PDF): 978-84-16247-16-5 ISBN (papel): 978-84-15174-53-0 Imprime: Elece Industria Gráfica, S. L. Encuadernación: Moen, S. L. Impreso en España, CEE. Printed in Spain ÍNDICE IntroduccIón .................................................... Un arte de nigromántico: la historia según Azorín, por Francisco Fuster García Notas a la introducción ...................................... 7 43 ¿Qué es la historia? .................................. 47 Sobre la utIlIdad de la hIStorIa para la vIda 51 La historia de la literatura ............................ 53 Por saber historia .......................................... 59 El problema de la historia ............................ 65 La continuidad histórica ............................... 71 Cruceros de la historia ................................... 79 Síntesis nacional ............................................ 83 La historia, en el romanticismo .................... 87 el hIStorIador como artISta .......................... La historia ..................................................... Los manuales de literatura ........................... La objetividad histórica ................................ El temperamento y la historia ...................... El pasado y nosotros ..................................... La historia ..................................................... La seudohistoria ........................................... 91 93 98 103 109 117 124 129 cómo Se eScrIbe la hIStorIa: laS fuenteS y el método .................................................. El prejuicio del pasado ................................. El conocimiento de los hombres .................. La historia literaria ....................................... La novela histórica ........................................ La filosofía de la historia .............................. Saint-Real y la historia ................................. La vida de un historiador .............................. La literatura y la vida .................................... El siglo xvIII .................................................. La materia histórica ...................................... El problema de la historia ............................ Punto esencial ............................................... La historia menuda ....................................... La historia en el campo ................................. La historia ..................................................... Lo que no es historia ..................................... La historia incidental .................................... 135 137 142 149 155 161 168 176 182 187 195 201 208 212 216 221 224 227 INTRODUCCIÓN Un arte de nigromántico: la historia según Azorín Francisco Fuster García Deseo que en la cabecera de su información ponga usted en letras grandes que yo vivo literariamente en el siglo xvI. Antes de seguir adelante, deseo también que se consigne una particularidad psicológica mía; yo no sé cómo verán los demás el pasado. Para mí el pasado está arriba y el presente está abajo; por eso digo que estoy en el pasado, es decir, en el siglo xvI, y bajo de vez en cuando al presente, es decir, al siglo xx. azorín, Entrevista con Marino Gómez-Santos (1958) el interés por el pasado fue una constante en el pensamiento y la escritura de José Martínez Ruiz, una especie de «amor de juventud» al que permaneció fiel durante toda su vida. En sus Memorias inmemoriales contaba que por la noche, antes de cenar, solía ver a su padre «sentado de costado en su mesa y leyendo un libro de historia. Siempre su lectura favorita fue la historia»1. Por entonces Azorín no era todavía «Azorín»; era un adolescente inquieto que curioseaba en la biblioteca de su progenitor, un abogado natural de Yecla que llegó a ser alcalde del pueblo alicantino de Monóvar por el Partido Conservador. Tal vez esta costumbre paterna pudo influir en la temprana afi- 7 8 ción de nuestro autor a volver la vista atrás, hacia los tiempos pretéritos. En este sentido, y a juzgar por el lugar que ocupa la historia en la obra azoriniana, me atrevo a decir que esas primeras lecturas dejaron una huella indeleble en la personalidad de aquel futuro escritor que muchas décadas después confesaba seguir viviendo en el pasado, de donde bajaba de vez en cuando al presente. Por otra parte, y después de haber repasado la lista de títulos que integraban esa primera biblioteca de la que se nutrió el joven Martínez Ruiz durante su etapa de formación como lector, debo decir que igual el padre que el hijo tuvieron muy buen gusto a la hora de elegir a sus autores de cabecera. Tanto en la biblioteca familiar de los Martínez Ruiz como en la biblioteca personal del escritor, catalogadas y conservadas ambas en la Casa-Museo Azorín de Monóvar2, encontramos una nutrida representación de autores y obras hoy convertidas en clásicos de la disciplina histórica. Allí está la flor y nata de la historiografía europea –especialmente francesa– del siglo xIx: la Historia de Roma de Theodor Mommsen, Los héroes de Thomas Carlyle, la Introducción a los estudios históricos de Langlois y Seignobos, una Historia de la Revolución Francesa de Louis Adolphe Thiers y otra de Jules Michelet, la Historia de los girondinos de Alphonse de Lamartine, la Historia de la revolución de Inglaterra de François Guizot, una Historia Universal y una Histoire de France de Ernest Lavisse, varios ensayos de Hippolyte Taine y algún título suelto de Arnold J. Toynbee, Joseph de 9 Azorín joven. Archivo Casa-Museo Azorín de Monóvar, Obra Social CAM. Maistre y el vizconde de Bonald, por citar sólo los nombres más conocidos. Pero al margen de esta circunstancia personal y de su contribución al despertar de la pasión azoriniana por la historia, existe otro factor de tipo «generacional», si se puede decir así, que también pudo ayudar a la perpetuación de esta querencia del novelista alicantino por todo lo relacionado con el pasado. En un capítulo de su libro de recuerdos titulado Madrid, el propio Azorín admite que la suya fue una generación «historicista», integrada por un grupo de intelectua- les y escritores que compartían un interés común por el conocimiento de la historia de España: 10 La Historia nos tenía captados. Nos diéramos de ello cuenta o no nos diéramos. Para los resultados finales ha sido lo mismo. Baroja ha escrito una extensa historia de la España contemporánea. Maeztu acopiaba quizás entonces los hilos invisibles con que había de tejer su teoría histórica de la hispanidad. En cuanto a mí, el tiempo en concreto, es decir, la Historia, me ha servido de trampolín para saltar al tiempo en abstracto. La generación de 1898 es una generación historicista3. Además de Baroja, Maeztu y el mismo Azorín, autores como Unamuno, Ganivet, Blasco Ibáñez, ValleInclán, Benavente o Antonio Machado mostraron un decidido interés por el pasado que se tradujo en la creación de novelas y dramas históricos, en algunos casos, y en la reflexión –a través del género ensayístico– sobre el sujeto histórico y su percepción del tiempo (el concepto unamuniano de «intrahistoria»), en otros. En el caso particular de nuestro autor, esta fascinación por la historia se traducirá de dos formas distintas. En primer lugar, con la constante presencia en su obra literaria de ficción –novela y teatro– de referencias al pasado, no sólo a través de la recreación de épocas históricas, sino también mediante la creación de esa atmósfera azoriniana tan personal que nos transporta a otro tiempo, a otra España; como escribió José Ortega y Gasset en un extraordinario ensayo publicado en El Imparcial y luego recogido en el segundo volumen de El Espectador, oír el nombre de Azorín equivale a recibir «una invitación para deslizar la mano una vez más sobre el lomo del pasado, como sobre un terciopelo milenario»4. En segundo lugar, y como demuestra la existencia de los textos que forman esta antología, a esta presencia del pasado en su creación literaria Azorín añade algo que no encontramos en el caso de esos compañeros de generación a los que me he referido: un acercamiento a la historia desde un punto de vista que podríamos llamar «teórico» o «metodológico»; esto es, un interés en la historia como disciplina y en la figura del historiador como artista, como autor que usa unas fuentes y sigue un método para crear una obra de arte. Es cierto que autores como Baroja o Unamuno también dedicaron algún ensayo a exponer su opinión sobre lo que ellos entendían que era o debía ser la historia, pero la cantidad de reflexiones azorinianas dedicadas a este asunto no tiene parangón. Aquí he seleccionado los treinta y un textos (treinta artículos o breves ensayos, más un cuento –«La continuidad histórica»– que añado como «propina» o bonus track) que me han parecido más representativos del pensamiento azoriniano sobre la historia. Lo que a continuación pretendo hacer es dar algunas pinceladas sobre los que son, según mi criterio, los denominadores comunes en la concepción que el crítico alicantino tuvo de la historia, apreciables 11 12 tanto en esas novelas que nos son más familiares a todos, como en los artículos periodísticos agrupados en esta antología, sin duda mucho menos conocidos para el llamado «gran público». Como podrá ver el lector, al escritor no le interesa del pasado la anécdota concreta o el apunte erudito que no reviste mayor importancia que ésa, la de ser un dato aprovechable para el historiador; a Azorín le preocupa sobre todo el método del historiador y su manejo de las fuentes: quién es el sujeto histórico y cómo el historiador se convierte en narrador para construir un relato coherente a partir de lo que sólo era una montaña de datos, una acumulación de sucesos aislados, de nombres y de fechas, de indicios y de huellas. Azorín como historiador: la petite histoire y las «vidas opacas» En Azorín no hay nada solemne, majestuoso, altisonante. Su arte se insinúa hasta aquel estrato profundo de nuestro ánimo donde habitan estas menudas emociones tornasoladas. No le interesan las grandes líneas que, mirada la trayectoria del hombre en sintética visión, se desarrollan serenas, simples y magníficas, como el perfil de una serranía. Es todo lo contrario de un «filósofo de la historia». Por una genial inversión de la perspectiva, lo minúsculo, lo atómico, ocupa el primer rango en su panorama, y lo grande, lo monumental, queda reducido a un breve ornamento. JoSé ortega y gaSSet, Azorín o primores de lo vulgar (1913) Son varios los estudiosos de la obra del escritor monoverense que han coincidido al subrayar que si algo caracteriza la forma azoriniana de observar el mundo es el empleo de una especie de microscopio que condiciona inevitablemente su mirada y la dirige hacia las cosas pequeñas de la vida, hacia el detalle minúsculo que pasa desapercibido en la vorágine del día a día, eclipsado por esos hechos inusuales que sobresalen a simple vista. Como ha escrito en esta línea el profesor Miguel Ángel Lozano, «la estética de Azorín está fundamentada en la observación de objetos anodinos, sucesos irrelevantes, ambientes vulgares y vidas opacas, en cuya armonía se advierte ‘la fuerza misteriosa del Universo’»5. Aplicada a la historia, esta atracción por la prosa diaria de la vida, por intentar ir más allá de lo aparente para descubrir el alma de las cosas, se materializa en la predilección de Azorín por las vidas anónimas y por lo que él llama la «historia menuda», como ahora trataré de explicar. Desde el punto de vista cronológico, nuestro autor percibe el pasado como un proceso lento y secular, marcado por el transcurso inexorable del tiempo, auténtica fijación para el crítico monoverense. Y dentro de este tiempo, de este pasado que el historiador trata de recrear, le preocupan especialmente lo que podríamos llamar «tiempos muertos» de la historia: lapsos cronológicos durante los cuales el mundo parece haberse paralizado y no acontece nada; todo está quieto e inmóvil. Como expresa en uno de los textos aquí recogidos, esos fragmentos de vida que la 13 14 historia no ha retratado son las más importantes para él, los que más curiosidad le suscitan: «los intersticios del tiempo, los espacios vacíos, esto que no puede ser materia de la historia, porque no ocurre nada, y que, sin embargo, es la esencia de la vida, lo principal de las cosas, han quedado suprimidos, ocultos» («La Historia», ABC, 17-VI-1909). En este sentido, y salvando las distancias, se puede decir que Azorín tiene una concepción braudeliana de la historia. Y me explico. En el célebre ensayo en el que acuñó el concepto de longue durée, denunciaba Fernand Braudel que la «historia tradicional, atenta al tiempo breve, al individuo y al acontecimiento», nos había habituado a un relato histórico «precipitado, dramático, de corto aliento»; frente a esta historia episódica o de los acontecimientos (histoire événementielle), el gran historiador de Annales proponía «una historia de aliento mucho más sostenido», «una historia de larga, incluso de muy larga, duración», que se fijara en los procesos históricos de amplitud secular6. Azorín no escribe sobre estos largos procesos a los que se refiere Braudel; escribe sobre los pueblos españoles y sobre esos labriegos y herreros que viven al margen de la historia, pero lo hace poniendo un especial énfasis en la continuidad de la historia y en cómo esa continuidad se manifiesta en la aparente inmovilidad de esas existencias insignificantes que se repiten y se repiten a lo largo del tiempo, ajenas a los grandes sucesos de la historia. Glosando los Diálogos de Luis Vives en uno de sus primeros escritos publicados, el joven Martínez Ruiz ya nos cuenta que lo que más le agrada de esta obra es que, a diferencia de la novela o el teatro, que «nos revelan la vida anormal de los antiguos, su vida de aventuras», el libro de Vives «nos muestra su vida íntima, nos da a conocer lo que hacían cuando no les ocurría nada de extraordinario, cuando no hacían nada»7. Como decía, una preocupación fundamental del pensamiento azoriniano sobre la historia tiene que ver con el papel que juega el historiador en el proceso de ordenar una cadena de hechos y darles sentido, coherencia. Según Azorín, aquello fundamental que distingue a los buenos historiadores de los malos es el método: la capacidad para hilvanar un discurso ordenado que, además de ser riguroso con la verdad de los documentos, debe ser atractivo y sugerente para el lector profano, para el no especialista. Por eso, compara el trabajo del historiador con el de un nigromante; el buen historiador es un artista porque debe ser capaz de formar un todo reconocible con esas partes sueltas (los documentos, las pruebas) de las que dispone. Y para el autor de La voluntad, esas piezas que el historiador tiene que ordenar para completar su puzle son los «pequeños hechos» que cada autor coloca en un sitio distinto, dando lugar con ello a múltiples formas de entender el pasado, de narrar la historia: Es falaz la crítica; es falaz la historia. La historia es arte de nigromántico. Toda historia puede ser de diferente manera de como es. Los pequeños hechos tienen eso: que se prestan a todo. Son como las 15 16 diminutas piezas de los mosaicos: se puede formar con ellos mil combinaciones y figuras. En España, por ejemplo, podría demostrarse que la literatura del siglo de oro decayó por la Inquisición y que la Inquisición no tuvo nada que ver con la literatura… Los pequeños hechos por sí no dicen nada; el arte está en escogerlos, agruparlos, generalizarlos, agrandarlos, hacerles decir lo que el historiador quiere que digan. He aquí la nigromancia8. Como vemos, la idea que tiene de la historia parte de ese principio irrenunciable: conceder la atención que merecen a los pequeños hechos, a esos sucesos protagonizados por individuos anónimos, por las clases populares y subalternas de la sociedad que pasan desapercibidas para la «historia oficial», para el discurso hegemónico que queda reflejado en los manuales de historia. Es por esto por lo que hace ya más de cuatro décadas y cuando todavía no existía la microstoria italiana como corriente historiográfica, José Antonio Maravall dedicó un pionero estudio a argumentar que Azorín tenía una idea de la historia que podría responder bien al nombre de «microhistoria», a pesar de que por entonces esta etiqueta todavía no formaba parte del argot académico de la historiografía europea. Según Maravall, el uso de este calificativo en referencia al concepto azoriniano de la historia obedecía al hecho de que era éste un enfoque que ponía un especial énfasis en «esos hechos pequeños en su aparente figura externa, que hacen tan lento el ritmo del tiempo» y que representan «lo inalterable, o lo que es lo mismo, lo que permanece y cambia lentamente»9. Aunque en estas palabras se mezclan de alguna manera dos métodos o corrientes historiográficas distintas –la microhistoria y la larga duración–, así es como aparecen también en las reflexiones de Azorín sobre la historia. En verdad, y por tratar de ayudar en lo posible al lector menos familiarizado con el vocabulario propio de nuestra disciplina, podemos decir que la petite histoire a la que se refiere nuestro autor en varios artículos de los que aquí se reúnen y la «microhistoria» en el sentido moderno y actual de la palabra no son la misma cosa. De hecho, el lector percibirá fácilmente que cuando el escritor habla de la «historia menuda» se refiere normalmente a lo que la historiografía actual llamaría la «historia local»: la historia limitada a un espacio geográfico reducido y a un período de tiempo acotado. Es cierto que en esto –y en la elección como sujeto histórico de un único individuo o de un grupo reducido de ellos– coincide la idea que tiene Azorín con el método microhistórico; sin embargo, la microhistoria es una variante o modalidad de la historia algo más compleja y, en cualquier caso, distinta en sus objetivos y métodos de la historia local propiamente dicha. Sin entrar a fondo en la descripción de una tendencia historiográfica sobre la que se han escrito excelentes trabajos10, sí podemos decir que la microhistoria se caracteriza fundamentalmente por una reducción en la escala de estudio del historiador, que toma lo particular (lo 17 18 específico e individual, que no lo típico) como objeto para, a partir de ahí, estudiarlo en su contexto; y por el uso del método de análisis al que el historiador italiano Carlo Ginzburg –autor de El queso y los gusanos (1976), obra que inaugura de alguna forma la corriente microhistórica– ha llamado «paradigma indiciario». Evidentemente, son matices de método y de vocabulario que no se le pueden exigir a un escritor que, sin ser historiador profesional, sí que poseía –y también es de justicia subrayarlo– un gran conocimiento no sólo de la obra de los grandes clásicos de la historiografía decimonónica, sino también de las corrientes historiográficas de moda durante la época, como se demuestra en alguno de los artículos que integran esta antología. De cualquier forma, lo que no se puede negar es la especial sensibilidad mostrada por el crítico hacia esta faceta de la historia menos visible. Desde esta perspectiva, y como ya apuntó Ortega y Gasset, se puede decir que «Azorín es todo lo contrario de un filósofo de la historia: es un sensitivo de la historia»; mientras que el primero «se complace en ordenar, como en procesión o cabalgata, las variaciones de la humana existencia, el siglo opulento y glorioso tras el humilde y sin destellos», el arte de Azorín –dice Ortega– «consiste en revivir esa sensibilidad básica del hombre a través de los tiempos»11. Si existe algún texto en el que se aprecie mejor que en ningún otro esta sensibilidad azoriniana por los «pequeños hechos», ése es sin duda alguna el titulado «Confesión de un autor», publicado por primera vez en el periódico España (6-II-1905) e incluido después como capítulo en Los pueblos. Como apreciará el lector, más que una confesión es una declaración de intenciones o, dicho de otro modo, un ideal de lo que también debería ser la historia: ¿Por qué tratáis vosotros, hombres superiores, con un desvío benévolo, compasivo, a don Pedro, a don Juan, a don Fernando, a don Rafael, a todos los que viven en estos pequeños pueblos? ¿Por qué escucháis sonriendo, con una sonrisa interior, mayestática, lo que os dicen doña Isabel, doña Juana, doña Margarita, doña Asunción y doña Amalia? Todo tiene su valor estético y psicológico; los conciertos diminutos de las cosas son tan interesantes para el psicólogo y para el artista como las grandes síntesis universales. Hay una nueva belleza, un nuevo arte en lo pequeño, en los detalles insignificantes, en lo ordinario, en lo prosaico; los tópicos abstractos y épicos que hasta ahora los poetas han llevado y han traído ya no nos dicen nada; ya no se puede hablar con enfáticas generalidades del campo, de la Naturaleza, del amor, de los hombres; necesitamos hechos microscópicos que sean reveladores de la vida y que, ensamblados armónicamente, con simplicidad, con claridad, nos muestren la fuerza misteriosa del Universo, esta fuerza eterna, profunda, que se halla lo mismo en las populosas ciudades y en las Asambleas donde se deciden los destinos de los pueblos que en las 19 ciudades obscuras y en las tertulias de un Casino modesto, donde D. Joaquín nos cuenta su prosaico paseo de esta tarde12. 20 Probablemente, es por declaraciones como ésta y por libros como los que escribió por lo que Mario Vargas Llosa dijo de Azorín en su discurso de ingreso en la Real Academia Española que era «un miniaturista, como esos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler o construyen barcos con palitos de fósforos en el interior de una botella»13. Junto con esta visión microscópica, la otra gran característica de la aproximación azoriniana al pasado es el hechizo que ejercen sobre el escritor las vidas aparentemente irrelevantes de esos individuos que conforman las masas de la historia, las multitudes cuyos nombres jamás serán recordados. Como explica Ortega y Gasset en su ensayo, «Azorín ve en la historia no grandes hazañas ni grandes hombres, sino un hormiguero solícito de criaturas anónimas que tejen incesantemente la textura de la vida social, como las células calladamente reconstruyen los tejidos orgánicos»14. A estas existencias modestas que tanto le atraen se refiere nuestro autor en un capítulo de Las confesiones de un pequeño filósofo elocuentemente titulado «Las vidas opacas»: Yo no he ambicionado nunca, como otros muchachos, ser general u obispo; mi tormento ha sido –y es– no tener un alma multiforme y ubicua para poder vivir muchas vidas vulgares e ignoradas; es decir, no poder meterme en el espíritu de este pequeño regatón que está en su tiendecilla oscura; de este oficinista que copia todo el día expedientes y por la noche van él y su mujer a casa de un compañero, y allí hablan de cosas insignificantes; de este saltimbanqui que corre por los pueblos; de este hombre anodino que no sabemos lo que es ni de qué vive y que nos ha hablado una vez en una estación o en un café…15 En este interés por las vidas anónimas de la historia, Azorín se adelanta en varias décadas a otra corriente historiográfica surgida en Europa: la llamada «historia desde abajo» o history from below. Explicada a muy grandes rasgos, la historia desde abajo puede ser definida como una forma de escribir la historia que, como su propio nombre indica, se concibe desde la perspectiva de aquellas clases sociales que ocupan los estratos más bajos de la sociedad: las clases trabajadoras o, por decirlo con la terminología acuñada por Antonio Gramsci, las «clases subalternas». Aunque se pueden rastrear varios precedentes, la historia desde abajo como tal toma carta de naturaleza en 1966, cuando el historiador marxista E. P. Thompson publica el texto que después daría nombre a esta corriente historiográfica desarrollada sobre todo a partir de los años setenta. En ese texto fundacional, titulado History from Below, este célebre historiador británico denunciaba la ausencia de una historia del laborismo 21 22 hecha con los documentos generados por los protagonistas del movimiento obrero inglés y narrada desde su propia perspectiva y vivencia, en oposición a la historia hecha «desde arriba», desde las clases dirigentes de la sociedad británica. «Una de las peculiaridades de los ingleses –empezaba Thompson su artículo– es que la historia de la ‘gente común’ siempre ha sido distinta de la historia inglesa propiamente dicha»16. Evidentemente, al señalar esta coincidencia de enfoques no estoy queriendo decir que Azorín practicara la historia desde abajo; primeramente porque todavía no existía como tal, y en segundo lugar, porque nuestro autor no fue ni quiso ser nunca historiador. Lo que pretendo hacer ver al lector es que existe una confluencia entre sus intereses y los que años más tarde serán objetos de estudio de dos tendencias historiográficas formadas muchas décadas después de que el monoverense publicara sus novelas y artículos. En el caso concreto de la historia desde abajo, son varios los textos en los que el escritor nos advierte sobre este sesgo en el discurso hegemónico de la historia. En algunos de los artículos aquí reunidos (por ejemplo, en «La materia histórica», Crisol, 9-VI-1931) se plantea este problema de la representatividad del sujeto histórico; también se acuerda de ello en Una hora de España (entre 1560 y 1570), el discurso leído con motivo de su ingreso en la Academia Española de la Lengua en 1924, en el que no falta la denuncia de esta ausencia en los anales de los más humildes, de los desheredados de la historia: Las catedrales y los palacios son grandes y ostentosos; los nombres de quienes han levantado las catedrales y de quienes han morado en los palacios, tal vez han pasado a la Historia. Pero en estas casas humildes, a lo largo de los siglos, han vivido generaciones de gentes que han trabajado y sufrido en silencio. Y estas paredes blancas y estas maderas ahumadas, anodinas, sin primores artísticos, vulgares, llegan acaso a producir una emoción más honda, más inefable que los maravillosos monumentos17. En definitiva, y por decirlo con sus propias palabras, lo que nos viene a decir Azorín en sus novelas y en los ensayos o artículos periodísticos en los que argumenta su personal filosofía de la historia es que, aunque no figure en la historia oficial de España, en esa historia que se reflejaba en los libros y se enseñaba en las universidades, la vida de cualquier individuo era digna de ser tenida en cuenta como materia histórica; desde Felipe II o Carlos V, hasta el más paupérrimo labriego de la Mancha quijotesca o de los pueblos de esa Andalucía trágica que él mismo describió. Ésa es su principal aportación al concepto de la historia que se tenía en España, y ésa es la difícil y oportuna pregunta que sus reflexiones nos dejan sobre la mesa: ¿Cómo explicaréis mejor las vicisitudes de España: leyendo los libros de historia o charlando con los tipos de los pueblos, los tipos más castizos, los menos internacionalizados? Todo es necesario. 23 24 Pero la charla y el trato de estos hombres nos ahorra muchas horas de lectura y nos aclara problemas que parecían inextricables. D. Manuel, D. Pedro, D. Leandro…, cada uno lleva su marcha y es un pedacito de historia patria. Tratemos de comprenderlos. Y no afectemos desdén, superioridad respecto a hombres que, tal vez sin erudición, ni sin haber dejado su casa ni una hora, pudieran tener de las cosas una visión más exacta que la nuestra de hombres eruditos, cultos y mundanos18. Historia, ¿para qué? Para que el hombre activo, en medio de estos ociosos débiles y desesperanzados, en medio de estos aparentes hombres activos –en realidad, compañeros excitados y ruidosos– no se desanime y sienta hastío, ha de interrumpir la marcha hacia su meta, mirar detrás de sí y tomar aliento. Una meta que es alguna dicha, quizá no la suya propia, a menudo, incluso, la de un pueblo o la de toda la humanidad. Así, mediante la utilización de la Historia, logra escapar de la resignación. En general, no recibe ningún salario, excepto, quizá, la gloria, es decir, la expectativa de ocupar un sitio de honor en el templo de la historia, donde él mismo puede ser maestro, consuelo y advertencia. nIetzSche, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1874) En un aleccionador ensayo titulado «Filosofía, ¿para qué?», publicado originalmente en la salva- doreña revista Abra19, Ignacio Ellacuría intentaba convencer a sus alumnos de la UCA –«sobre todo, a quienes se ven obligados a tomar esta materia sin saber bien ni por qué ni para qué»– de la necesidad de filosofar y de la utilidad de estudiar filosofía en el bachillerato y la universidad. Para justificar su propósito, el pensador y teólogo jesuita recurría a una anécdota protagonizada por su maestro, Xavier Zubiri. Tal y como lo cuenta Ellacuría, el chascarrillo venía a decir que en una ocasión, y ante la insistencia de un profesor norteamericano que se quejaba a Zubiri de que sus alumnos le preguntaran constantemente «¿por qué estudiamos filosofía?», el filósofo vasco había respondido a su colega de forma tajante: «por lo pronto, para que no vuelvan a hacer esa pregunta». Si recurro a esta anécdota es porque más de una vez me he visto en el compromiso de tener que probar la utilidad de la historia, sobre todo en respuesta a aquellos alumnos de instituto que he tenido ocasionalmente y que, al igual que hacían los del profesor al que alude Ellacuría, cuestionaban la necesidad de estudiar historia en el bachillerato, cuando se trataba de una materia que según ellos, futuros empresarios o mecánicos de coches, no les afectaba lo más mínimo. Obviamente, no tengo una respuesta perfecta para esta pregunta y, si la tuviera, tampoco creo que estas breves páginas fuesen el lugar más adecuado para exponer una argumentación completa justificando la utilidad de la historia y la razón por la que 25 26 se debe estudiar en institutos y universidades. Sin embargo, sí que quiero plantear este interrogante desde una perspectiva mucho más concreta y pensando en el lector que tiene entre sus manos este libro y que, en el momento en que descubrió su existencia, se preguntó a sí mismo: ¿Un libro de Azorín sobre la historia? ¿A estas alturas? Y, ¿por qué ahora? ¿Para qué? Como «autor intelectual» de este proyecto y responsable de seleccionar los artículos que forman esta antología, sí me creo en la obligación de aportar alguna explicación, más allá de la apelación a la calidad inherente que se les supone a unos textos escritos por uno de los mejores articulistas y críticos literarios que ha dado la prensa española. Hace unos meses, mientras navegaba por ese mar de información inmenso que es la producción periodística azoriniana pensando en preparar una antología de textos sobre Pío Baroja para un encargo20, descubrí varios artículos sobre la historia y el oficio de historiador que desconocía; pese a ser yo mismo historiador, admito que mi primer contacto con Azorín –hablo del articulista, no del novelista– fue a través de sus reseñas de libros barojianos y no de sus reflexiones sobre la que es teóricamente mi disciplina, mi hábitat natural. Eso sí: tan pronto descubrí los primeros textos, me puse a indagar y comprobé que existía un libro –muy ignorado por parte del gran público– titulado Historia y vida, publicado por Espasa Calpe en 1962. Como otros muchos títulos azorinianos aparecidos durante los Cubierta de Historia y vida, Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid 1962. años cuarenta, cincuenta y sesenta, el libro era una antología de artículos de distinto pelaje y calidad desigual, seleccionados y ordenados por José García Mercadal (1883-1976), un escritor y periodista aragonés que aprovechó su amistad personal con el crítico alicantino para ejercer de compilador oficial –siempre con el visto bueno de nuestro autor– de sus artículos en prensa, confeccionando y llevando a imprenta más de veinte recopilaciones de textos azorinianos21. El hallazgo me resultó muy grato porque, a pesar de los innegables defectos del volumen (errores en la transcripción de los textos o artículos sin datar), no dejaba de resultarme útil que alguien hubiese reunido buena parte de los artículos relacionados con la historia. Y digo buena parte porque pronto descubrí que no estaban todos y que, de los que estaban, había varios que por su temática o enfoque restaban coherencia a una selección que parecía querer responder a una idea preconcebida por parte de su editor. Y trato de explicarme. En la heterogénea antología preparada por García Mercadal conviven las reflexiones más generales de Azorín 27 28 sobre la historia como disciplina y sobre el oficio de historiador, con textos sobre temas muy específicos no siempre relacionados con la historia (reseñas de libros, apuntes sobre temas literarios, etc.) y con otro grupo numeroso de artículos dedicados exclusivamente a recordar –para ensalzarlos o para criticarlos– distintos períodos de la historia de España (la época de los Trastámaras, el reinado de los Reyes Católicos, la rendición de Granada, etc.) y a trazar retratos –unas veces más hagiográficos, otras más neutrales– de algunos personajes históricos por los que sentía interés y en algún caso cierta simpatía (Fernando el Católico, Carlos I, Felipe II, José Antonio Primo de Rivera). Aunque es imposible conocer con exactitud el criterio seguido por el compilador de los artículos, leyendo algunos de ellos y teniendo en cuenta el contexto político en el que se publicó el libro y la postura de García Mercadal connivente con un régimen en cuyo ambiente cultural se sentía cómodo, se puede intuir que la elección de estos textos y no de otros no fue casual. Ahora bien, si no he incluido estos artículos en mi selección es porque no se ajustan al hilo conductor o la idea matriz de esta antología, no porque considere que tienen menos valor que los que sí incluyo o que no son igual de representativos. Lo que sucede es que son textos que no responden a esa visión azoriniana de la historia desde el punto de vista teórico o metodológico que a mí me interesa rescatar aquí, sino a otra vertiente del pensamiento de nuestro autor más relacionada con su percepción de la historia de España. Según Azorín, y esto se aprecia bien en varios de los textos que aquí he reunido, el patriotismo equivale al conocimiento de la historia del propio país, de forma que un español que se precie de serlo no puede ignorar lo que fue su país en el pasado: sus épocas de esplendor y sus etapas de decadencia. Por eso, cuando vive su primera experiencia como diputado del Partido Conservador en las Cortes retoma el debate –iniciado en la prensa española muchos años antes, a raíz del «desastre» del 98– sobre la necesidad de europeizar España en una serie de artículos publicados entre 1907 y 1911 en los que se muestra partidario de limitar el alcance de esa europeización y, sobre todo, de concentrar todos los esfuerzos en el análisis introspectivo que los españoles debían hacer de su propia historia: […] España, como los demás países, tiene una tradición, un arte, un paisaje, una «raza» suyos, y que a vigorizar, a hacer fuertes, a continuar todos estos rasgos suyos, peculiares, es a lo que debe tender todo el esfuerzo del artista y del gobernante. […] El progreso estriba en la continuidad nacional, no en su rompimiento brusco y absurdo. La continuidad nacional se logra creando una conciencia de nuestro propio ser. Esa conciencia la forma principalmente la idea religiosa, y contribuye a formarla también el arte. Y así, los artistas y escritores que han contribuido a esa fecundísima obra –entre nosotros, Velázquez, Cervantes, El Greco, Garcilaso, Santa Teresa, Goya, etc.– son los 29 verdaderos fomentadores y propulsores del progreso, y no los «modernos», los «progresivos» y los «europeos»22. 30 Obedeciendo a este principio según el cual la responsabilidad –o una de ellas– del escritor es la de contribuir a la creación de esta conciencia de continuidad nacional, nuestro autor quiso aportar su grano de arena al proyecto de elevar la cultura y el patriotismo de los españoles publicando centenares de artículos en los que glosaba las figuras de esos escritores olvidados por la historia, y otros en los que recordaba esos momentos de esplendor en el pasado de España, de auge de su cultura y fortaleza de su gobierno. Dentro de esta labor de rescate azoriniana habría que situar la gran cantidad de artículos y retratos literarios sobre monarcas y políticos españoles que el escritor alicantino publicó a lo largo de su vida, especialmente en el período que va entre 1907 y 1919, cuando entra en la órbita de influencia de Antonio Maura primero y del ministro Juan de La Cierva después, llegando a ser diputado por el Partido Conservador hasta en cinco ocasiones. Durante estos años escribe varios artículos en los que defiende una política conservadora basada en la defensa de la religión y la monarquía como instituciones «de probaba vitalidad y fecundidad, a las cuales habrán de volver forzosamente las sociedades que se hayan apartado de ellas»23. Más que defender al Partido Conservador como institución o estructura, lo que hace el Azorín político es ensalzar las personalidades Azorín en 1919. Archivo Casa-Museo Azorín de Monóvar, Obra Social CAM. 32 de Maura y La Cierva (a ambos les dedicó muchos artículos laudatorios, que en el caso de La Cierva fueron recogidos en dos opúsculos), lo que unido a su desempeño de cargos en el gobierno conservador le valió las críticas de aquellos intelectuales que no sucumbieron a la tentación del escaño y de algunos de sus compañeros de generación que, habiéndole conocido durante su juventud anarquizante, ahora le reprochaban esta adhesión incondicional a unos hombres que participaban de aquel sistema político corrupto que había traído la ruina al país. Incluso Pío Baroja, uno de los pocos que antepuso su relación personal a las discrepancias ideológicas que ambos mantuvieron, no quiso perder la ocasión al repasar sus amistades literarias en Juventud, egolatría para dejar constancia de su desacuerdo con esta actitud de su amigo: […] Azorín se hizo partidario entusiasta de Maura, cosa que a mí me pareció absurda, porque nunca he visto en Maura más que un comediante de grandes gestos y de pocas ideas; después se ha hecho partidario de La Cierva, cosa que me parece tan mal como ser maurista; y no sé si pensará hacer alguna otra evolución. Hágala o no la haga, para mí Azorín siempre será un maestro del lenguaje y un excelente amigo, que tiene la debilidad de creer grandes hombres a todos los que hablan fuerte y enseñan con pompa los puños de camisa en una tribuna24. Para Azorín, y esto explica su querencia por determinados personajes de la historia, los grandes hombres son los auténticos motores de una sociedad. «Un partido político –dice en otro artículo de esta época– no es una idea: es un hombre. Los hombres, y no las ideas, son los que lo hacen todo. En la vida nos movemos todos por afinidades personales. Al lado del corazón, el cerebro no es nada. El elemento afectivo es el que rige la sociedad, y no el intelectual. Adoptamos una idea porque nos seduce su representante»25. Esto es lo que explica que dedicara tantos y tantos artículos a las figuras de aquellos monarcas o políticos de todas las épocas a los que veía como modelos de estadistas responsables, de hombres que habían puesto su talento al servicio del país. Que en Historia y vida se recogieran seis artículos sobre Felipe II, uno sobre José Antonio Primo de Rivera y varios sobre los Reyes Católicos, y no otros –que también existen– dedicados a personajes de la historia de España de otro perfil o con otras implicaciones de tipo ideológico, tiene una explicación clara que nos remite de nuevo al contexto cultural y editorial en el que el libro fue publicado. Como explica Francisco José Martín en su completo estudio introductorio a El político, durante la posguerra franquista asistimos a un intento de apropiación de los autores de la llamada «generación del 98» por parte de una serie de intelectuales falangistas –encabezados por Pedro Laín Entralgo y su famoso ensayo La generación del 98 (1945)– que tratan de aprovechar el prestigio alcanzado por determinados escritores españoles del 33 34 primer tercio del siglo xx para ponerlo al servicio de la causa franquista. En el caso particular de Azorín, coincido con Martín en que esta maniobra consistió básicamente en silenciar su etapa juvenil de actividad más crítica con la sociedad y su labor política e intelectual en favor de la modernización de España, con el objeto deliberado de «levantar la imagen del ‘escritor puro’, del estilista por antonomasia, preocupado por la perfección de la página, por el fluir temporal y por la evocación de España, índice todo ello, a la postre, de un patriotismo rancio, pero muy eficaz, sobre todo a la hora de mostrar su aval al nuevo régimen»26. En definitiva, una labor de maquillaje tan interesada como evidente que, sin embargo –y esto también hay que decirlo–, contó con la aquiescencia de un Azorín que, tras sus años de prudente exilio en París durante la Guerra Civil, volvió a España para quedarse con la clara intención –compartida por varios intelectuales– de limitarse a sus labores literarias y no complicarse la existencia más de lo justo y necesario. Teniendo en cuenta todo esto, insisto en que esta antología no pretende ser una enmienda o réplica a la editada por Espasa Calpe en 1962 con el título de Historia y vida. La única relación entre ambos libros es que, cada uno a su manera, los dos tratan de poner al alcance del público una faceta del pensamiento azoriniano que acostumbra a pasar desapercibida para los lectores del escritor monoverense. Prueba de la diferencia entre el criterio de selección de aquella antología y el de ésta es que de los cuaren- ta y cuatro textos incluidos por García Mercadal en su antología, solamente hay dieciséis que también forman parte de ésta. Los otros catorce son artículos de «mi cosecha», seleccionados bajo la premisa que siempre ha presidido este proyecto: poner a disposición del lector aquellos artículos en los que Azorín nos explica mejor, con más argumentos y ejemplos, en qué consiste según su opinión la labor del historiador y qué es –o qué no es– para él la historia. Con este objetivo me puse a investigar hace tiempo, a recopilar y a leer los artículos publicados en la prensa española y argentina que pudieran tener algo que ver con la historia; tras elaborar varias listas que han ido sufriendo variaciones, he llegado por fin a seleccionar estos treinta y un textos que el lector tiene ante sí. De entre las muchas cosas que he descubierto durante todo este proceso, hay una que quiero destacar aquí sobre el resto, porque ella sola justifica a mi entender la existencia y publicación de este libro. Lo que más me ha sorprendido de estas reflexiones azorinianas sobre la historia es la extraordinaria vigencia de todas ellas. Cualquier lector actual de libros de historia que lea a Azorín podrá confirmar estas palabras cuando compruebe que en muchos de estos artículos se plantean problemas tales como: cuál debe ser el contenido y la forma del discurso histórico, hasta qué punto influye la subjetividad del historiador en su manera de escribir la historia, o por qué es tan habitual el uso partidista e ideológico de la historia. En resumen, una serie de cuestiones 35 36 que se empezaron a discutir en el siglo xIx, cuando nace la disciplina histórica, y que todavía hoy siguen siendo motivo de agrias disputas, no sólo dentro del gremio académico, sino también en un ámbito más general, en la esfera de la opinión pública. Como si existiera un hilo conductor invisible que comunicara ambos pensamientos, algunas de estas reflexiones sobre la historia anticipan debates que la historiografía europea también se ha planteado a lo largo del siglo xx. Veamos algún ejemplo. En el artículo «Síntesis nacional» (ABC, 2-II-1944), nuestro autor desarrolla una idea que remite directamente a esa célebre máxima del filósofo italiano, Benedetto Croce, según la cual «toda historia es historia contemporánea», pues todo discurso histórico responde a las necesidades actuales del momento en que ese discurso se elabora; por eso, concluye Croce, toda la historia se hace desde el presente y proyectando sobre el pasado interrogantes y preocupaciones que hacen que cada época busque respuestas distintas, que cada generación nueva reescriba la historia27. En ese artículo de 1944 dice lo siguiente Azorín: «La Historia cambia con las acciones y reacciones del presente; podemos decir, por lo tanto, que el pasado depende del presente; o mejor, que el presente es quien hace el pasado. Según sintamos colectivamente, así será la Historia». Y si conocida es la idea croceana de la historia, también lo es la teoría del historiador estadounidense Hayden White –expuesta en libros ya clásicos como Metahistoria: la imaginación histórica en la Europa del siglo xix (1973) o El contenido de la forma: narrativa, discurso y representación histórica (1987)– sobre el discurso histórico como una narración creada por el historiador usando recursos que la emparentan más directamente con la ficción literaria que con las ciencias en el sentido estricto. Para White, la historia es un relato mediante el cual el historiador ordena unos documentos o fuentes empleando el esquema o modelo tropológico que más conviene a los intereses de la tesis que se pretende demostrar. Sin decirlo –naturalmente– con las mismas palabras, Azorín nos está hablando de lo mismo en textos como «La Historia» (ABC, 7-III-1943), donde emplea una metáfora pictórica para describir el trabajo del historiador, al que ya hemos visto antes que también comparaba con un nigromante: «El don de colorear los hechos, de ponerlos en relieve, de seriarlos y cubicarlos será lo que dé valor a la historia. Como si el historiador tuviera ante sí un cuadro en blanco, habrá de ir poniendo en su verdadero lugar y con su verdadero significado cada episodio y cada pormenor. El arte suplirá muchas veces lo que no puede la ciencia». Y por último, y para no abundar en ejemplos de coincidencias que el propio lector irá descubriendo, no puedo dejar de referirme a un tema tan antiguo y a la vez tan actual como es el de la subjetividad del historiador y su imparcialidad ante los hechos. Debates de gran alcance social como el surgido en los últimos años en torno a la memoria histórica o el suscitado por la publicación del denostado Diccio- 37 38 nario Biográfico Español por parte de la Real Academia de la Historia han reabierto en nuestro país una controversia tan vieja como la propia historia. Una vez más, se ha puesto en tela de juicio el que algunos historiadores –o «seudohistoriadores», por usar la denominación azoriniana– mezclen la historia con la ideología y se dejen llevar por sus filias o fobias personales a la hora de elaborar su particular interpretación de unos hechos que, lamentablemente, y ahí reside el problema –o la ventaja, según se mire– de la historia, ya no podemos revivir. Como no podía ser de otra forma, Azorín también dice la suya sobre este particular en varios artículos de los que he seleccionado. Al ser un arte más que una ciencia, explica en uno de los textos que ya he citado, la historia se presta especialmente a que se haga un uso partidista de ella, a que cada historiador encuentre ejemplos y argumentos para defender su postura: «Está en estos días en boga el utilizar la historia para hacer política del momento. No hay nada que como la historia reproduzca mejor y con más facilidad las ideas personalísimas del historiador. La historia se presta a todo; en la historia se encuentran los más opuestos ejemplos, ejemplos para todas las tesis y para todas las controversias» («La Historia», ABC, 17-VI-1909). Aunque sólo he citado unos pocos ejemplos de los muchos que van a sorprender al lector, creo que son suficientes para confirmar el interés del pensamiento azoriniano y de estas reflexiones sobre la historia. Ante la pregunta de un lector que me interrogara sobre la necesidad de leer estos textos, pudiendo acudir a las magníficas novelas del escritor alicantino, mi respuesta sí que sería rotunda: nos conviene repasar lo que dice Azorín sobre la historia y los historiadores porque, lejos de sonarnos a palabras de otra época, los juicios azorinianos nos refrescan la memoria y nos documentan sobre los antecedentes de algunos de los debates de mayor actualidad. De los artículos de esta antología puedo decir que, siendo verdad que responden a ese principio croceano ya mencionado, pues nos muestran la concepción de la historia que podía tener el escritor de Monóvar desde su presente, no es menos cierto que muchos de ellos parecen haber sido escritos ayer, como si surgieran al hilo de los intereses y las preocupaciones del día, de nuestro presente. Pero además, también le digo a ese lector dudoso que la obra y el pensamiento de José Martínez Ruiz no se entienden ni se valoran en toda su riqueza si no se conoce su faceta como articulista y, dentro de ella, sus reflexiones sobre la política, la filosofía o la historia. En este sentido, estoy de acuerdo con Francisco José Martín en que la inclusión de Azorín en el canon de la literatura española y su adscripción a la etiqueta de clásico ha ocultado la vertiente de nuestro autor como intelectual y pensador, favoreciendo con ello una lectura parcial y jerárquica de su obra en la que «esas otras facetas (el periodismo, la política, el pensamiento, etc.) quedan relegadas en el horizonte del canon a una función subsidiaria de la creación literaria»28. Dentro de esta riqueza «oculta» y to- 39 40 Artículo de Azorín en la revista Destino, n.o 274, 17-X-1942. davía desconocida para el lector actual figuran por méritos propios estas reflexiones azorinianas sobre el oficio de historiador porque, como ese hombre al que se refiere Nietzsche en la cita que encabeza este epígrafe, Azorín fue en su juventud un hombre activo en medio de ociosos débiles y desesperanzados; un hombre que interrumpió su camino y prefirió el pasado al presente, encontrando en la historia su particular refugio para escapar de la resignación y el desánimo al que el contexto de la España de fin de siglo parecía haberle condenado. Aquí sólo he agrupado treinta (descuento un texto que no fue publicado en ningún periódico, sino directamente como un capítulo de libro) de los más de cinco mil quinientos artículos que Azorín publicó en la prensa española durante más de seis décadas. Algunos de los libros incluidos por la crítica dentro de lo mejor de la producción de nuestro autor –Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914) y Al margen de los clásicos (1915)– son recopilaciones de estos trabajos publicados en periódicos y revistas de la época. Llegar al éxito alcanzado por estos títulos se me antoja complicado, pero creo sinceramente que estos textos sobre la historia publicados en ABC, La Prensa, La Vanguardia, Crisol o Destino se merecían una segunda oportunidad. Si el lector azoriniano descubre una faceta del escritor que desconocía o si a alguien le sirven para acercarse a la historia o para comprender mejor en qué consiste lo que Marc Bloch llamó el «oficio de historiador», el esfuerzo realizado ya habrá valido la pena. Valencia, abril de 2012 41 NOTAS A LA INTRODUCCIÓN Azorín, Memorias inmemoriales, Biblioteca Nueva, Madrid 1946, p. 18. 2 El lector interesado puede consultar el catálogo de la biblioteca y hemeroteca personal de Azorín, así como de la biblioteca y hemeroteca familiar de los Martínez Ruiz (con referencias completas de todos los títulos e información adicional sobre las anotaciones del escritor u otros indicios de lectura que contiene cada libro) que se conservan en la Casa-Museo Azorín de Monóvar, en el útil inventario elaborado por la profesora Roberta Johnson, Las bibliotecas de Azorín, Caja de Ahorros del Mediterráneo, Alicante 1996. 3 Azorín, Madrid [1941], Losada, Buenos Aires 1952, p. 58. 4 Ortega y Gasset, José, «Azorín o primores de lo vulgar» [1913], en El Espectador II [1917], Obras Completas, vol. II, Taurus-Fundación Ortega y Gasset, Madrid 2004, p. 292. 5 Lozano Marco, Miguel Ángel, «Introducción: los ensayos de Azorín», en Azorín, Obras escogidas, coord. por Miguel Ángel Lozano Marco, vol. II, Espasa Calpe, Madrid 1998, p. 39. 6 Braudel, Fernand, «La larga duración» [1958], en La historia y las ciencias sociales, trad. de Josefina Gómez Mendoza, Alianza, Madrid 1995, p. 64. 1 43 Azorín, «Soledades» [1898], en Obras Completas, vol. I, Aguilar, Madrid 1975, p. 187. 8 Azorín, El alma castellana (1600-1800) [1900], Biblioteca Nueva, Madrid 2002, p. 208. 9 Maravall, José Antonio, «Azorín: idea y sentido de la microhistoria», Cuadernos Hispanoamericanos, n.o 226227 (octubre-noviembre, 1968), p. 51. 10 Especialmente recomendable es el excelente ensayo de los profesores Anaclet Pons y Justo Serna, Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg, Cátedra-PUV, Madrid 2000. 11 Ortega y Gasset, José, op. cit., pp. 296-297. 12 Azorín, Los pueblos (ensayos sobre la vida provinciana) [1905], Biblioteca Nueva, Madrid 2002, p. 186. 13 Vargas Llosa, Mario, Las discretas ficciones de Azorín [Discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, leído el 15 de enero de 1996]. El texto íntegro del discurso se puede consultar en la página web de la RAE: www.rae.es. 14 Ortega y Gasset, José, op. cit., p. 317. 15 Azorín, Las confesiones de un pequeño filósofo [1904], Espasa Calpe, Madrid 1990, p. 118. 16 Thompson, E. P., «La historia desde abajo» [1966], en Obra esencial, trad. de Alberto Clavería, Crítica, Barcelona 2002, p. 551 [la versión original del texto apareció en The Times Literary Supplement el 7 de abril de 1966]. 17 Azorín, Una hora de España (entre 1560-1570) [1924], Espasa Calpe, Madrid 1957, pp. 72-73. 18 Azorín, Páginas escogidas, Editorial de Saturnino Calleja, Madrid 1917, p. 83. 19 Ellacuría, Ignacio, «Filosofía, ¿para qué?», Abra, o n. 11 (1976), pp. 42-48. 7 44 Azorín, Ante Baroja: edición crítica, revisada y ampliada (1900-1960), edición y estudio introductorio de Francisco Fuster García, Universidad de Alicante, Alicante 2012 [en prensa]. 21 La lista con los títulos de las antologías de textos azorinianos preparadas por José García Mercadal y las fichas con la descripción de todas estas ediciones se puede consultar en el libro de E. Inman Fox, Azorín: guía de la obra completa, Castalia, Madrid 1992. 22 Azorín, «La continuidad nacional», ABC, 21-V-1910. 23 Azorín, «La doctrina conservadora», ABC, 3-VI-1910. 24 Baroja, Pío, Juventud, egolatría [1917], en Obras Completas, vol. XIII, dirigidas por José-Carlos Mainer, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 1999, p. 409. 25 Azorín, «La ética en el periodismo», ABC, 18-V-1908. 26 Martín, Francisco José, «Introducción», en Azorín, El político [1908], edición de Francisco José Martín, Biblioteca Nueva, Madrid 2007, p. 15. 27 Croce, Benedetto, Teoría e historia de la historiografía [1917], trad. de Eduardo J. Prieto, Editorial Escuela, Buenos Aires 1955, pp. 11-14. 28 Martín, Francisco José, op. cit., p. 17. 20 45 Caricatura de Azorín realizada por Francisco Sancha. Archivo Casa-Museo Azorín de Monóvar, Obra Social CAM. ¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador eSta antología está formada íntegramente por transcripciones hechas por mí a partir de las fuentes originales: los periódicos y revistas de la época donde aparecieron los artículos por primera vez. De los treinta artículos que la integran, dieciséis fueron publicados –con los errores que he señalado en la introducción y que ahora han sido subsanados– en el volumen titulado Historia y vida (1962). De los otros catorce textos, tres fueron publicados en otros libros de Azorín o en algún volumen de sus Obras Completas editadas por Ángel Cruz Rueda y publicadas por Aguilar entre 1947 y 1954; los otros once artículos jamás habían sido reeditados desde su primera aparición en prensa y, por tanto, se publican ahora por primera vez en formato libro. En su Azorín: guía de la obra completa, E. Inman Fox nos advertía sobre las particularidades de los artículos de Azorín publicados en la prensa, donde se redacta a menudo con prisa y no se ofrece al autor la posibilidad de revisar las pruebas, y donde no es infrecuente el error humano de los cajistas españoles –sobre todo durante la primera mitad del siglo xx– que podían modificar involuntariamente el texto o inventarse alguna palabra cuando no lograban descifrarla en el manuscrito 49 50 del autor. En este sentido, y como es de rigor, he intentado poner el máximo celo a la hora de transcribir los textos, para poder ofrecer al lector una edición seria y cuidada. En relación a la ortografía, y con el ánimo de alterar en lo mínimo el espíritu y la forma del texto salido de la pluma de Azorín, he respetado el texto original siempre que ha sido posible y sólo se han corregido aquellas palabras que contenían alguna falta de ortografía según la normativa vigente de la RAE. Quiero aprovechar esta nota para dar las gracias a la Casa-Museo Azorín de Monóvar, donde localicé algunos de los textos aquí reunidos y obtuve todas las facilidades para trabajar cómodamente en este libro; este sentimiento de gratitud se concentra en las personas de José Payá, su sabio y atento director, y de Julia, su amabilísima y eficiente secretaria. La ayuda y el consejo de ambos me resultaron muy útiles durante los días del verano de 2011 que pasé investigando en el santuario azoriniano. En este sentido, también me parece de justicia reconocer la excelente labor cultural realizada por la Caja de Ahorros del Mediterráneo a través de su Obra Social. Sobre la utIlIdad de la hIStorIa para la vIda La historia de la literatura* ¿cómo se enseña en España la literatura? ¿Qué capacidad han de tener quienes enseñan la literatura? Mejor dicho, concretando más, definiendo más, ¿cómo ha de ser la sensibilidad del profesor de literatura ante la obra de arte y ante la evolución de la obra de arte a lo largo de los siglos? Sobre la mesa tenemos el programa de unas oposiciones a una cátedra de Literatura. Examinémoslo. La primera parte del programa la componen temas relativos a cuestiones gramaticales, lingüísticas y estéticas. Pasemos adelante. Pasemos adelante no sin decir algo respecto a estos temas de estética. Algunos de estos temas (explicados en nuestras cátedras y debatidos, antaño, en nuestros Ateneos) se nos antojan pueriles. He aquí algunos de esos temas tomados del aludido programa: «Ideal literario; absoluto y relativo»; «La nobleza en el arte»; «Concepto de la corrección y de la novedad»; «Lo lindo y lo gracioso»; «La sobriedad y la elegancia en el arte». Declaramos sinceramente que no entendemos casi nada de esto. ¿Qué quiere decir ideal absoluto en el arte? ¿Qué es lo correcto y * Publicado en el periódico La Vanguardia, 5-VIII-1913. 53 54 qué es lo noble? No extrañe el lector estas preguntas nuestras; no dudamos de que mucho se podrá hablar de todo esto; un profesor hará con cualquiera de tales temas un discurso elocuente de hora y media. Mas (y esto es una confesión personal) para nosotros preceptivas y estéticas están de sobra. No las creemos de eficacia ninguna; incapaces son de suscitar una obra de arte. La obra de arte es la sensibilidad del artista; la sensibilidad se tiene o no se tiene. La sensibilidad no se crea. Un hombre que la tenga, un hombre que sea curioso de los espectáculos estéticos irá continuamente, ávidamente divagando de una en otra obra, a través de todas las literaturas, a lo largo de todas las civilizaciones, y así, prácticamente, sin necesidad de preceptivas, se irá formando su personalidad. Repetimos que esto es una impresión personal y que no queremos regla ninguna al sentar que no nos placen las estéticas y los formularios (por modernos y científicos que sean) para la confección de la obra bella. Lo dicho no se refiere en nada a la historia de la literatura. Si la obra futura puede escapar a toda previa catalogación y preceptuación, el pasado bien puede ser examinado desde un punto de vista lógico y racional. ¿Cómo han pensado y cómo han sentido las generaciones artísticas de los tiempos pretéritos? Al contestar a estas preguntas sería absurdo y ridículo el que a obras insignificantes, mediocres, pospusiéramos obras y cuestiones verdaderamente importantes. Tal es lo que se hace en el programa que estamos examinando. Para más clara compren- sión, transcribiremos los temas y entre paréntesis pondremos nuestro comentario. Comencemos. A la literatura hispanoarábiga dedica el programa nada menos que cuatro lecciones. Nos parecen muchas lecciones. En una de ellas vemos el siguiente apartado: «Carácter de la literatura sevillana en tiempos de los almohades» (Algo escépticos somos respecto a ese carácter de la literatura sevillana en tiempos de los almohades). «Estudio de los procesos de Ruy Páez de Ribera» (No sabemos qué importancia tendrían esos procesos del tal Ribera en la evolución estética española). «Pedro de Espinosa y Pedro Venegas de Saavedra» (Espinosa, autor secundario; Venegas, sin trascendencia ninguna. Una lección, sin embargo, para los dos). «Estudio de Pero Giullero1 y Antón de Montoro» (Ni uno ni otro merecen, como se les dedica, todo un tema. Giullero, Giullero…). «Comparación del discurso escrito por Medina para las Anotaciones de Herrera a Garcilaso y de la epístola al Marqués de Ayamonte que la precede, con la dedicatoria de la primera parte del Quijote» (¿Se escribe esto en serio? Cervantes en dicha dedicatoria copió muchas frases de la otra epístola. Pero tal futilidad, ¿vale la pena de consignarla en un programa para que un opositor diserte sobre ella?). «La Mesíada, La Cristíada y La Cristopatía. ¿Quién es el autor de esta última?» (No vale la pena de entretePero Guillén de Segovia (1414-1474), escritor y poeta sevillano, autor de lírica cancioneril castellana durante el período del Prerrenacimiento. 1 55 56 nerse en acertijos de tal índole. Se trata de un librejo mediocre. Seguimos en la región de la bagatela). «La novela económica en el siglo xvI. Labricio Portundo» (Vaya por la novela económica y por el señor Labricio Portundo). Como ve el lector, todo esto es sumamente entretenido y ameno. Sigamos comentando. «Antecedentes del soneto que empieza: Un soneto me manda hacer Violante. Imitaciones y traducciones del mismo» (Futilidad y más futilidad; el tema merece figurar en la obra de don León Carbonero y Sol sobre los entretenimientos literarios). «Poemas épicos burlescos: La Mosquea, La Gatomaquia, La Perimaquia, La Burromaquia (Toda una lección para esto). «Los grandes sonetistas: Arguijo, Quijada, etc.» (¿Gran sonetista Quijada? ¡Sépase quién es Quijada!). «Comparación entre fray Luis de León y Luis de Ribera», «Comparación entre Gregorio Morillo y Quevedo», «Comparación entre Santa Teresa de Jesús y Sor Gregoria Parra» (Tres comparaciones de primer orden. Como si dijéramos: Quintana y don Juan Bautista Alonso, Galdós y Luis del Val; Emilia Pardo Bazán y doña Faustina Sáez de Melgar, o doña Patrocinio de Biedma, o doña Ángela Grassi, o doña Enriqueta Mendoza de Vives, o doña Carolina de Soto y Covio). «Comparación entre las novelas de Rodrigo Fernández de Ribera y El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara» (Sin importancia). «Luis de Belmonte, sus principales comedias» (No vale la pena). «Teatro de don Francisco de Leiva, don Felipe Godínez, Álvaro Cubillo de Aragón y Cristóbal de Monroy» (¿Calderón, Lope, Tirso, Moreto, etc.? Pero ¿estamos jugando a los despropósitos? ¿Qué es esto?). «Epistolografía; Cartas de don Juan de la Sal, del P. Alvarado y de Bécquer» (Ni más ni menos. El P. Alvarado… y Bécquer. Nada más inconexo y absurdo). «Novelistas de segundo orden del siglo xvII. Francisco de Navarrete y Ribera, Francisco Párraga y Martel, Francisco Bernaldo de Quirós» (Pequeño, insignificante, mediocre todo esto. ¿Y Cervantes, Quevedo, Baladillo, Espinel?). «Los últimos grandes románticos: Arolas y Tassara» (Ni Arolas, ni mucho menos Tassara, son grandes. Lo son Larra, Espronceda, Rivas). «Semejanzas y diferencias entre la personalidad poética de Heine y la de Bécquer» (Absurdo el establecer un paralelo entre Heine y el agradable y discreto Bécquer). «Los sainetes: González del Castillo» (Sin importancia). «El cardenal de Wiseman y Blanco White» (Curiosidad sin trascendencia). No copiamos ni comentamos más. Se ve claramente que el indicado programa ha sido tramado como un rompecabezas, y sin propósito ninguno de cultura y de verdadera crítica literaria. Crear obstáculos con triquiñuelas, acertijos y curiosidades de erudición menuda; ése ha sido el designio. Ahora si el lector quiere ver lo que es un programa serio de historia literaria, abra el Manual de historia de la literatura francesa, de Brunetière (citamos un autor conservador) y vea el que se expone en las notas, al pie del texto de la obra. ¿Qué pensará de nuestra cultura un extranjero que repase el programa citado? 57 58 Ninguna de las cuestiones verdaderamente serias, trascendentales, son tocadas en él. Nada de Cervantes y de la sensibilidad en el Quijote, como índice de la civilización española; ni de la Naturaleza en la poesía; ni de la innovación romántica en la lírica; ni de la ideología de Larra en relación con la ideología corriente de su tiempo; ni de la novela moderna, ni de los orígenes y causas del romanticismo… ¿Qué idea se tendrá, al confeccionar esos programas, de lo que es la civilización de un pueblo? Por saber historia* he encontrado a mi amigo leyendo el Ensayo sobre la debilidad del entendimiento humano, atribuido al obispo Huet. Al entrar yo en su despacho, mi amigo ha dejado el libro sobre la mesa. –¡Me marcho de España! –me ha dicho, con un profundo desaliento, mi visitado. Veo de tarde en tarde a mi amigo. Es este hombre un poco extravagante, es decir, un hombre inteligente, de agudeza, culto, erudito; pero que vaga en torno de las cosas sin posarse en ellas, sin ponerse nunca en el punto preciso del equilibrio. Le he preguntado a mi amigo por qué se marcha de España, y él me ha replicado haciéndome las siguientes preguntas. –¿Sabe usted quién es Bardají? –No. –¿Y don Francisco Heredia? –Tampoco. –¿Y don Antonio González? –No tengo idea. –¿Y don Marcelo Cortázar? –Ni sospecha. * Publicado en el periódico ABC, 23-III-1923. 59 60 –¿Y don Vicente Sancho? –No caigo. Me era imposible ver adónde iba a parar mi amigo con tal interrogatorio. Tenía patente ante mis ojos una extravagancia más de mi singularísimo y absurdo visitado. Pero mi estimado señor no ha terminado aún con sus preguntas. Ha proseguido, sí, en esta forma: –¿Y don Álvaro Gómez Becerra? ¿Conocerá usted a don Álvaro Gómez Becerra? –Ni remotamente –he dicho. –¿Y a don Serafín Soto? –Mucho menos. –¿Y a don Francisco Lersundi? –No caigo. –¿Y a Armero? –No recuerdo. Me encontraba abrumado por mi ignorancia. Mi amigo me ha mirado fijamente en silencio, y ha dicho: –Pues todos estos señores, Bardají, Heredia, González, Ferraz, Cortázar, Sancho, Gómez Becerra, Soto, Lersundi, Armero; todos estos señores que usted no conoce, que usted no ha oído nombrar siquiera, han llegado en su Patria a la más alta posición política. Todos ellos han sido presidentes del Consejo de Ministros; algunos, dos veces. –¿Y qué consecuencia deduce usted de ese hecho peregrino? –he preguntado yo a mi amigo. –Deduzco, primero, que usted no sabe la historia de su Patria e historia tan cercana a nosotros, puesto que se trata del siglo xIx; pero de esto ya nos ocupa- remos luego. Y deduzco, en segundo término, que en política no basta ocupar una gran posición para ser un hombre eminente: se puede ser presidente del Consejo y ser un señor perfectamente vulgar y anodino; y se puede, por el contrario, no haber ocupado ningún cargo político y ser, con todo, un hombre ilustre, de grande y trascendental influencia en la vida política de un país. Mi amigo ha hecho una breve pausa y luego ha añadido: –¡Qué engañosa ilusión la de muchos políticos! Los cargos, las dignidades, los honores no sirven para nada. No se comprende cómo un hombre inteligente, recto, con ímpetu y fuerza de alma, puede creer que vale más ser presidente del Consejo de un modo anodino y deslavazado (y no puede ser de otro modo en España) a ser de una personalidad fuerte, independiente, con honda influencia en la nación por su comunicación constante y sincera con la opinión pública. Ni aun desde el punto de vista de la vanidad, de la vanagloria, cabe dudar entre los dos extremos. Más ufano se puede sentir el hombre popular, confianza y amparo de sus conciudadanos, que el presidente del Consejo con todos sus bordados, su casaca ridícula, su tricornio con plumas blancas, su coche, su despacho suntuoso, su sillón dorado. Evidentemente, mi amigo desbarraba. Escuchaba yo en silencio sus extravagancias. Las deploraba profunda e íntimamente. –Pero yo quería decirle a usted, en segundo lugar, que usted no sabe tampoco la historia de su Patria. 61 62 Digo tampoco, porque entre nosotros nadie conoce la historia de España; ni los escritores ni los políticos. Hace poco he leído un artículo de usted sobre la disolución del cuerpo de Artillería en 1873, bajo el reinado de Amadeo; pero fue tan interesante como este hecho lo que sucedió después, durante la República. La República se encontró con la Artillería disuelta y con el general Hidalgo mantenido en su prestigio por el Poder que expiraba. Y la República, después de la defensa enérgica que el presidente del Consejo había hecho de Hidalgo, nombró capitán general de Castilla la Nueva a D. Baltasar Hidalgo. Y la hostilidad de los artilleros destituidos siguió tenaz contra Hidalgo. Se le llegó a proponer a éste –de parte de los artilleros– que presentara su dimisión y todo acabaría normal y cordialmente. Negose a ello el general enérgicamente. Poco después fue destituido y… y Castelar pudo reorganizar el Cuerpo de Artillería. Ésta es la historia. Se ha detenido mi amigo y ha añadido después: –Ésta, sí, es la historia. Ahora considere usted escrupulosamente todos los pormenores del caso. Este hecho histórico es uno de los capitales de nuestro panorama moderno. Se puede comprobar en él toda la flexibilidad e inflexibilidad de la verdad histórica. Nos ofrece, aparte de esto, una elocuente lección de política. ¿Qué es la verdad histórica? ¿Quién tenía en este drama razón; el Cuerpo de Artillería o el general Hidalgo? ¿Había en el fondo de la persistente hostilidad de los artilleros algo más que un deseo de reivindicación? ¿No hubo en lo más hondo del movimiento un designio político? La historia, como la justicia, es un punto invisible. La verdad sólo está en la circunferencia casi indivisible de este puntito; más allá de esa línea microscópica ya está el error. Y yo quisiera que los hombres políticos, que los escritores, estudiaran y se aleccionaran en la historia de su país. La historia les daría lecciones de prudencia, de tolerancia y de humanidad. La historia dulcemente les llevaría de la mano, y ante un hecho magno, peregrino, desconcertante, ella les diría en voz baja, suavemente, que tal contingencia ya se había dado en el tiempo, y que no había, ante ella, que repetir los extravíos, las insanias y los desafueros de antaño. La historia, poniendo ante sus ojos el tejido de los hechos menudos, les acostumbraría a no detenerse en lo efímero y a remontar el espíritu, lejos de lo perecedero, a las regiones de lo grande y de lo generoso. Y mi amigo, después de una pausa, ha terminado: –Pero en España, nadie sabe la historia. Ni se estudia en la escuela, ni en la Universidad. No la saben los políticos, ni los literatos. No se puede hablar con nadie de la historia de la patria. Yo he dedicado mis horas a estudiar la historia de mi país. No sé otra cosa, y sé bastante. Pero no puedo comunicarme con nadie. Estoy aislado. Soy como esos matemáticos peregrinos que no son comprendidos sino de una o dos personas en todo el mundo. No puedo hablar con nadie, y me marcho de España. Me marcho de mi Patria por saber la historia de mi Patria. Al menos en país extranjero, el espectáculo exterior no me 63 recordará la incomunicación en que vivo. En España respiro el ambiente de la tradición, de la historia, y no puedo hablar de la historia. En el extranjero no tropezaré con el contraste doloroso. Y por eso emigro. Por saber historia, por amar a España. 64 El problema de la historia* la historia es una aproximación a la verdad. La realidad es movible, fluctuante, sujeta a las modificaciones que imponen el tiempo y –a lo largo del tiempo– la sensibilidad humana en cambio perpetuo. ¿Sabemos acaso lo que sucedió en las calles de Madrid, a la vista de todos, en 1840? Y si no sabemos lo que tantos vieron en las calles de Madrid, en 1840, ¿cómo vamos a saber lo que sucedió, en el secreto de Palacio, en 1568, entre el padre y el hijo, entre Felipe II y el príncipe don Carlos? Si no sabemos, a punto fijo, en qué calles de Madrid había alumbrado por gas en 1840, o si lo había o no, ¿cómo pretenderemos saber, con todos sus pormenores, con su auténtica realidad, lo que sucedió en la cámara regia, en 1843, entre la reina Isabel y su primer ministro don Salustiano Olózaga? En mi novela Doña Inés hablo del alumbrado por gas, en Madrid, en 1840. Roberto Castrovido ha leído el libro, y ha puesto en evidencia –con la más irreprochable cortesía– el anacronismo padecido por mí. En 1840, doña Inés no pudo ver las llamitas del * Publicado en el periódico ABC, 19-XI-1925. 65 66 gas en Madrid; es decir, no lo había como alumbrado general, extendido a toda la ciudad. La historia del alumbrado por gas en Madrid –y en toda España– es algo como un problema de la Edad Media. Nadie sabe con certidumbre de pormenores la marcha que llevó tal procedimiento iluminativo. ¿Ha sucedido esto –la implantación del gas en Madrid– en el siglo xIx o en el siglo xII? Para desenredar este problema histórico se necesitaría aplicar al caso la atención perseverante, sutil, profundamente intuitiva, perspicua que el querido maestro Menéndez Pidal aplica a las cuestiones medievales. Consignemos algunos datos. Lo primero de todo han de ser los antecedentes. En 1868, el catedrático de la Facultad de Farmacia don Rafael Sáenz Palacio publica, en dos volúmenes, un Tratado de química inorgánica teórico y práctico. En el segundo de los dos volúmenes de dicha obra (página 239) se habla de la historia del alumbrado por gas. La primera población española, donde se hicieron «importantes ensayos» de tal sistema de iluminación fue Granada. Casi al mismo tiempo se ensayó también el gas en Cádiz. Se ensayó en Granada en 1807. La guerra de la Independencia estorbó la prosecución de las tentativas; los trabajos comenzados quedaron en suspenso. Más tarde, en 1826, se hizo «el primer ensayo práctico» en Barcelona, en el recinto de la Escuela de Comercio. Y años después, en 1831, se ensayó también el gas en Madrid, pero el procedimiento nuevo «no se formalizó hasta 1846». ¿Qué ocurrió de 1831 a 1846? ¿Hubo o no hubo faroles de gas en las calles? ¿Desapareció totalmente el gas de las calles y plazas de Madrid? ¿Dejaron de brillar las tenues llamitas? Veamos lo que nos dice don Ramón de Mesonero Romanos. Entramos en los dominios del gran periodista Castrovido; la argumentación del ilustre y querido compañero está basada –principalmente– en lo expuesto por Mesonero Romanos en una de las ediciones, la cuarta, la de 1854, del Manual de Madrid. Pero vayamos con cuidado; examinemos todo lo que Mesonero dice en todas las ediciones de su libro. En todas las ediciones y en el Apéndice a una de estas ediciones. Mesonero Romanos ha publicado cuatro ediciones de su célebre Manual. Habla de ellas, con todo cuidado, don Emilio Cotarelo, en un magistral estudio que, en el Boletín de la Real Academia Española, acaba de publicar. Las cuatro ediciones del Manual de Madrid son de 1831, 1833, 1844 y 1854. El Apéndice es de 1835. En la edición de 1833, Mesonero Romanos nos habla del ensayo que se ha hecho para alumbrar Madrid, del gas hidrógeno carbonado, «extraído del aceite». Se han instalado en la ciudad 201 faroles. El gasómetro y los condensadores han sido colocados en el jardín del café de la Victoria. Dos años después, en 1835, se publica el Apéndice de que hemos hablado. En ese libro se nos dice que el nuevo alumbrado está «definitivamente establecido» en las plazas –plural, plazas y no plaza– de Palacio. Se querría extender a todo Madrid la iluminación 67 68 novísima; para ello sería necesario extraer el gas, no del aceite, sino del carbón de piedra. El gas extraído del aceite no tiene cuenta. No representa ventaja ninguna sobre la utilización directa del mismo aceite. Al precio del aceite –del aceite que podría utilizarse directamente en los faroles– hay que añadir el coste de aparatos, los aparatos de la fábrica, las obras de conducción, las cañerías, etc., etc. Hay, pues, que renunciar al procedimiento de alumbrado por el costoso gas extraído del zumo de la oliva. Y, en efecto, en la edición del Manual de 1844, Mesonero nos dice que se ha renunciado, «por costoso y peligroso», a dicho sistema. Y entramos en la edición de 1854. En esta edición, utilizada por el admirado y erudito Castrovido, las noticias que se nos dan del gas son más extensas. El primer ensayo –lo acabamos de ver– se hizo en 1832; el nuevo alumbrado quedó sólo «fijamente establecido» en la plaza de Palacio –ahora es singular, plaza, y no plural, plazas–; posteriormente, en 1847, se formó una Sociedad industrial y se alumbraron varias calles, la del Lobo, la del Prado, y un paseo, el del Prado; más tarde, en 1849, se generalizó ya el sistema. Fernández de los Ríos corrobora, en su Guía, lo dicho por Mesonero. He procurado ser fiel y escrupuloso en la transcripción de los argumentos empleados por mi insigne antagonista. Y ahora nos hallamos en el punto litigioso, crítico, del problema. ¿Qué pasó en 1840? ¿Había o no había gas en Madrid? Un nuevo personaje va a entrar en escena: un alcalde de Madrid, y alcalde de cuerpo entero (Después ha habido muchos en miniatura). Hablo de don Fermín Caballero. La autoridad, en materias de urbanización de Madrid, no puede ser más segura. En 1840 precisamente, don Fermín Caballero, alcalde constitucional, así reza la portada, publica sus Noticias topográficasestadísticas sobre la administración de Madrid. Y en la página 14, al describir el barrio de las Afueras de Segovia, comienza así: «Empieza en la Fábrica del Gas…» Existía, pues, en 1840, una fábrica de gas en Madrid. ¿Para qué servía? ¿Qué extensión alcanzaba el alumbrado por gas en la capital de España? Cuatro años más tarde, en 1844, el mismo don Fermín Caballero publica su Manual geográfico-administrativo de la Monarquía española, y en la parte dedicada a Madrid se consigna que el alumbrado por gas existe «en las cercanías de Palacio». Y nada más, querido y admirado Castrovido. En 1840 y en 1844 existían faroles de gas en Madrid. ¿Qué debemos entender por la frase cercanías de Palacio? ¿A qué ámbitos se extendían esas cercanías? Me basta, ilustre Castrovido, con que se me concedan unos cuantos faroles. Las cercanías de Palacio no están lejos del barrio de Segovia, donde transcurren las primeras escenas de mi novela. Yo no hablo en Doña Inés de calles y plazas alumbradas por gas; restringiré el radio de iluminación en las ediciones futuras, si no lo olvido –la cosa es nimia–, a más estrechos términos. Me bastan con unos pocos faroles. Existía la fábrica del gas en Madrid. Y bien pudo un vecino de la corte tener, como don Juan en 69 70 mi novela, un mechero de gas en un corredor de su casa, tanto más cuanto que la casa no estaba lejos de la fábrica indicada. Y ese mechero es el que se ve en Doña Inés. Y así podemos quedar todos contentos. A menos que toda esta argumentación –la de Castrovido y la mía– no sea una pura apariencia y que la cuestión del gas en Madrid no sea un problema tan intrincado –yo lo sospecho– como el de Felipe II y don Carlos, y el de la reina Isabel y Olózaga. Todo es movible, ondulante y contradictorio en la realidad de la historia. La continuidad histórica* el doctor Nogueras ha recibido de un íntimo amigo suyo una esquela en que le dice: «Te visitará mañana por la tarde Gaspar Salgado. Se encuentra en lastimosa situación. No me refiero a los posibles, sino a la moral. He tenido gran tristeza al hablar con él. Su juicio está un poco desnivelado. Pero la locura del gran pintor de España es mansa, dulce. Tal vez Salgado te cuente algún desvarío curioso. Supongo que tú eres admirador suyo. Trátale con bondad. Claro que tú no tratas a nadie con aspereza». Al día siguiente por la tarde, Gaspar Salgado estaba en la consulta del doctor Nogueras. Al ver Nogueras a Salgado ha sufrido la misma penosa impresión de su amigo. El pintor estaba demacrado y acusaba en toda su persona sumo descuido. El doctor le ha acogido cordialmente con un estrecho abrazo. –Vamos a ver, don Gaspar –le ha dicho–; cuénteme usted sus males. Y cuéntemelos con toda confianza. –No estoy malo, doctor –replica Salgado–. Es decir, estoy malo y no lo estoy. La enfermedad de * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 20-VI-1940. 71 72 que adolezco es del alma. Y usted tiene siempre un conjuro mágico, con su bondad, para estos males. He dedicado toda mi vida, doctor, a España. No he pintado en toda mi vida más que asuntos españoles. Y para pintar a España necesitaba conocer sus hombres, sus paisajes, sus ciudades, su literatura y su historia. No sé si habré llegado a conocer todo esto. Sí digo, que en amor a todo esto no me ha sobrepujado nadie. Y usted perdone la inmodestia. Hablo con quien siente también un profundo amor a España. Y vamos a mis males. Doctor, me ha sucedido un trance rarísimo. No diga usted que estoy loco. Ya ve usted que razono. –Si razona usted –replica Nogueras, sonriente– es que ha perdido usted el juicio. Nadie razona mejor, con más coherencia y lógica, que los locos. –Pues entonces voy a desvariar –prosigue Salgado, risueño también–. Y desvariando digo yo que vivía en un cuartito apartado de todo trato humano. ¿Qué gusto por la sociedad puede tener quien está ensimismado a causa del dolor de la ausencia? Ausente de España, ausente forzoso, yo no sentía más que a España. Vivía en un cuartito modesto, y un día, divagando por las alturas de Montmartre, vi, en la puerta de una casa, una tablilla anunciadora de que allí se alquilaba un cuarto amueblado. La soledad de la calle y la vetustez de la casa me cautivaron. El precio del alquiler era bajísimo. El cuarto que se alquilaba tenía espaciosidad y conforte. Reparé en el contraste entre el precio y la casa. «¿Cómo se explica esto?», pregunté al conserje. El conserje vacila. «Nadie quiere alquilar este cuarto», dijo. «¿Y por qué no quieren alquilarlo?», torné a preguntar. Y esta vez el conserje sonríe enigmáticamente y no contesta nada. Dos días más tarde estaba yo instalado en mi nueva mansión. No podía hallarme más a gusto. Todo respiraba misterio y soledad. En esta soledad, sin interposiciones enojosas, yo podía sentirme más en comunicación espiritual con España. Los seis primeros días no pasó nada. Pero advertía yo en el ambiente algo extraño. Por las noches, a la madrugada, me despertaba sobresaltado. ¿Qué ocurría? ¿Quién trasteaba por la casa? ¿Qué extraña sensación me sobrecogía? La noche del día séptimo fue memorable. Sobrevino lo fatal. El misterio tiró de mí. Estaba yo fuera ya del tiempo, y la eternidad me llamaba. A las dos de la madrugada me desperté repentinamente. Dispóngase usted a escuchar una de las cosas más raras que habrá oído en su vida. El aposento en que yo dormía estaba, al despertarme, iluminado. Frente a mi cama había una mesa de operaciones. Y un caballero con largo blusón blanco, asistido de un ayudante, aprestaba unos acerados y brilladores instrumentos de cirugía. Cuando todo estuvo dispuesto, el caballero preguntó a su colaborador: «¿Qué glándula le parece a usted que le extirpemos, la del patriotismo a la del sentido histórico?». El ayudante respondió: «Da lo mismo. Ya sabe usted que se ha dicho que la Patria es la Historia. Sin una u otra de las dos glándulas, quedará listo el paciente. No volverá ya más a acordarse de España. No sentirá ya más el deseo de que sea enla- 73 74 zado lo presente con lo pretérito. En la Historia de España habrá para él una solución de continuidad. Y podrá, con eso, ser perfectamente indiferente al perfeccionamiento de España, puesto que usted sabe, querido maestro, que no hay progreso verdadero, progreso moral, que es el que importa, sin ese enlace estrecho con la tradición». Escuchaba yo estos razonamientos con verdadero terror. Pero ni podía gritar ni moverme. Algún pomo de esencias letales debieron de darme a oler estando dormido. No de otro modo me explicaba esta rarísima situación: tenía los miembros libres, libres los brazos y las manos, y me era imposible el levantarme ni hacer movimiento alguno. Los dos personajes me trasladaron a la mesa de operaciones. El maestro empuñó un bisturí para operarme, y en este momento yo perdí el sentido. No supe más. No percibí nada. Pero al despertar en mi cama y ya de día, yo era ya otro. Ningún dolor sentía en el cuerpo. No me pasaba materialmente nada. Al levantarme, empero, no eché una ojeada, como hacía todas las mañanas, al mapa de España que tengo frente al lecho. Ni un retrato de Cervantes me inspiró pensamiento alguno. Ni cogí luego, a lo largo de la mañana, ninguno de mis poetas preferidos: Berceo, Jorge Manrique, Herrera, Garcilaso, Zorrilla, Núñez de Arce, Campoamor, Antonio Machado. Ni al ponerme ante el lienzo para pintar, me acordé de España, ni pinté un asunto español, como hacía siempre. Y éste es mi caso, querido doctor. Y entre sus manos está un pobre artista que viene a usted lleno de aflicción. El doctor Nogueras, en tanto hablaba Salgado, le consideraba atentamente. La curiosidad científica se mezclaba en él a la amistad sincera. Luego ha sonreído con bondad y ha dicho: –¿Hace mucho tiempo que no ha estado usted en Montejo, su pueblo natal? Allí tiene usted su casa solariega, según creo, lo que usted tiene, querido don Gaspar, no es cosa de monta, todo esto pasará. Pero usted necesita un poco de emulsión española. Vuelva usted a Montejo. Pase usted allí una temporada, y esa pérdida del sentido de la continuidad histórica, que usted padece, se remediará. He estado en el pueblo de usted muchas veces. No lo hay más bonito en España. En Montejo, ciudad de Castilla la Vieja, se ha detenido el tiempo. Allí se vive como en el siglo xvI. Sus habitantes se contentan, modestamente, con la España de Cisneros y Gonzalo de Córdoba, de Santa Teresa y fray Luis de Granada, de don Juan de Austria y don Álvaro de Bazán, de Cervantes y de Lope de Vega. Quince días más tarde, Gaspar Salgado entraba en Montejo. Ha dejado París con tristeza y ha penetrado en España con alborozo. Pero su atonía, en cuanto a la continuidad histórica, subsiste. Llega a la ciudad a la caída de la tarde y no ve a nadie. La casa, ya limpia, está como cuando él estuvo en ella la última vez. El crepúsculo va invadiendo las salas y pasillos de la vieja mansión. Ha sonado, con campanadas graves y lentas, dulcemente, el Ángelus de la tarde. Gaspar Salgado ha hecho un alto, al recorrer la casa, en el cuartito que él llama de los recuerdos. 75 76 Vive el pintor habitualmente en Madrid; pero se refugia, a temporadas, en Montejo. Y a Montejo envía, desde Madrid, las cosas y libros que suscitan en él caras rememoraciones. En el aposento en que se halla sentado, inmóvil, absorto, el gran pintor, se ven muchos retratos fotográficos a él dedicados. Aquí están, por ejemplo, Guerrita igualando un toro en la plaza de Madrid; don Benito Pérez Galdós; Eduardo Berges, en su papel de La Tempestad, zarzuela que él estrenó; la sin par María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, conde de Balazote, gran actor y señor; Matilde Pretel; Antonio Vico, genio de la escena; Luis Muriel y el boceto de una decoración suya; el barítono Pepe Sigler; Campoamor con sus patillas de ganadero andaluz; Leopoldo Alas, rebosante de espiritualidad; Joaquín Sorolla; Carmen Cobeña en su papel de Angelita Montes, en Gente conocida, de Benavente, obra estrenada en 1896… Las sombras del crepúsculo van espesándose y las caras de estos amigos de otros días van oscureciéndose en sus marcos. La hora es de una dulzura infinita. Gaspar Salgado comienza a sentir algo extraño, algo alentador, dentro de sí. Una luz nueva –nueva y antigua a la par– va iluminando su ánima. Comienza a restablecerse el enlace entre el presente y el pasado. Todas estas imágenes que decoran las paredes, en este santuario de los recuerdos, están dentro del siglo xIx. El siglo xIx, que se prolonga, en lo literario, hasta bien entrado el siglo xx. El siglo xIx, que es el segundo siglo de oro de nuestras letras y nuestras artes. Ese siglo de oro es cerrado por la llamada generación del 98, generación de grandes patriotas. Grandes patriotas que saltan del trampolín del pesimismo a la esperanza y al férvido amor a España. Ya no sabe Gaspar Salgado lo que le sucede. ¿Se encuentra en los días presentes o en los pretéritos? La casa se levanta en una plazuela. Frente a ella se yergue un monasterio de monjas cistercienses, fundado por doña María de Molina en 1282, el mismo año en que casó, en Toledo, con su sobrino el infante don Sancho, hijo de Alfonso el Sabio. Salgado siente por doña María de Molina una adoración cálida. Hay en España una tradición de humanidad que mantienen, en cuanto a la doctrina, principalmente, Santa Teresa de Jesús, fray Luis de Granada y Cervantes, y que preludia, prácticamente en la gobernación, doña María de Molina. A esa tradición gloriosa procuran atenerse los moradores de la noble ciudad de Montejo. A prima noche, ya está el pintor en la cama. Su sueño es dulce. A la madrugada la campana del convento, que llama a maitines, le despierta. Y ahora sí, ahora es cuando advierte que recobra su olvidado sentido de la continuidad histórica. Porque estas campanadas cristalinas que resuenan en la soledad de la alta noche se le meten en el alma. Estas campanaditas han venido sonando del siglo xIII al xx. Todo es fugaz y todo perece. Perece lo que semejaba más duradero. Y sin embargo, estos sones dulces, sones fugaces, permanecen y son como un nexo que une lo caduco, a lo largo del tiempo, con lo inconmovible. La continuidad histórica, en esta amada España, no puede tener signo 77 más expresivo. Se desvanecen las campanadas en el aire y se suceden otras campanadas a lo largo de las generaciones. Seguro ya de sí mismo, hondamente fortalecido, Gaspar Salgado torna a dormirse. 78 Cruceros de la historia* deScendí del tren en la estación de Caudete, a las cuatro y media de la tarde, con siete minutos de retraso, después de recorrer trescientos ochenta y cuatro kilómetros. Había yo transitado la línea de Madrid a Alicante innúmeras veces. Discurría ahora, otra vez, con honda emoción. De pie en el pasillo del coche, momentos antes de llegar, bajado el cristal de la ventanilla, azotado el rostro por el viento del convoy, esperaba con ansiedad la aparición del verde grisáceo, nuncio del Levante. Y allí estaba, en la extensa nava de viñedos y olivos en la que se asienta el pueblo, entre levantino y manchego. En la lejanía se columbran los montes de Yecla. Caudete dista de la estación cinco kilómetros; anduvimos unos dos en ligera tartana Paco Mergelina, mi amigo, y yo. La casa de Paco se levanta entre las viñas; estábamos en tiempo de vendimia; preludiaba el otoño y saturaba el aire, en el cielo diáfano de Levante, dulce serenidad. Gozaba yo en casa de Mergelina, tras intensa labor mental, reposo confortador. Pocos hombres tan finos y atentos cual mi amigo, de claro abolengo en * Publicado en la revista Destino, n.o 274, 17-X-1942. 79 80 la comarca. Levantábame tempranamente y abría el balcón de par en par; entraba el aire vivificador de la mañana y la mirada se me huía hacia la lejana Yecla, patria de mis deudos paternos y lugar en que yo, niño, pasara ocho años de internado religioso. Leía yo y escribía; la biblioteca de la casa contaba con libros selectos. Cuando la lectura me hastiaba, departía con mi amigo, y juntos salíamos a los viñedos, en que los vendimiadores cortaban con sus corvillos los racimos y henchían de negra uva los hondos recipientes de roble. Sobremesa, un día pregunté a mi amigo por sus preocupaciones. Paco Mergelina derribó con el meñique la ceniza de su veguero, contra norma del bien fumar, y dijo: –¿No crees tú, querido Antonio, que al tratarse de nuestra Historia ha habido cruceros, es a saber, confluencias de caminos, en los que España, en vez de seguir el rumbo que todos conocemos, pudo haber emprendido otro, determinado por evento fortuito? Sonreí benévolamente, bebí un chupito del fragante anís que Mergelina destila en su alquitara y repuse: –Puede ser y no puede ser. Completa tu idea. –Existen, a mi entender, cruceros en la Historia. En el cruce de los caminos, la suerte de España se ha decidido varias veces. Fernando, el hermano de Carlos I, pudo ser rey de España; estuvo instituido heredero. No lo fue. Fernando nació en Alcalá de Henares, donde había nacido antes, según presunciones, Juan Ruiz, el mayor poeta medieval, y donde nació después Cervantes, el mayor prosista moderno. Fernando nos conocía y hablaba castellano. Ni lo hablaba Carlos ni nos conocía. Si continuo de Carlos fue un poeta, Garcilaso, secretario de Fernando fue también otro poeta, Castillejo. Garcilaso representaba la novedad extranjeriza, y Castillejo la tradición genuina. ¿Cuál hubiera sido el rumbo de España con Fernando? Por los menos no hubiéramos tenido en Castilla las Comunidades, ni en Valencia y Mallorca las Germanías. Anteriormente a este crucero hubo otro sensacional. Sabes que Fernando el Católico, viudo de Isabel, tornado rey de Aragón, contrajo segundas nupcias con la guapetona y robusta Germana de Foix. Logró sucesor Fernando en una criatura, el príncipe de Gerona, que vivió no más que unas horas. ¿Y cuál hubiera sido el rumbo de España a vivir ese niño treinta, cuarenta, cincuenta años? Fueron España y Portugal, en tiempos, una misma nación, o por lo menos un solo Estado. Felipe II reinaba en ese Estado. Si el monarca hubiera trasladado la capital de Iberia a Lisboa, ¿no crees tú que el destino de nuestra patria hubiera sido otro? España, como le aconsejaba Antonio Pérez, como lo pidiera más tarde Saavedra Fajardo, hubiera sido seguramente gran potencia naval. Cuando la guerra de Sucesión, en los campos de Almansa se decidió la contienda en favor de Felipe de Francia y en contra de Carlos de Austria. Si hubiera triunfado Carlos, ¿cómo hubiera sido España? Preocúpanme estos problemas cruciales de la Historia porque en este llano de Caudete, en que nos encontramos, a veinticinco kilómetros de Almansa, fueron aniquilados los restos del ejército austríaco ya en Almansa vencido. 81 82 Escuchaba yo atentamente. Paco Mergelina se detuvo en espera de mi réplica. –Puede ser lo que dices –repliqué– y no puede ser. Hay algo fundamental que se opone a tu sistema aleatorio. La vida de un pueblo es como un caudal inmenso que, más o menos rápidamente, va hacia lo futuro. Forman ese caudal elementos y esencias diversos y múltiples. La totalidad de ese haz colectivo es tan recia y coherente que no puede sufrir modificación substantiva. Si se produjera la eventualidad que tú imaginas y se torciera el rumbo de la nación, necesariamente ese descamino sería temporal, y la fuerza honda e incontrastable de las cosas, elaborada en siglos, representativa de la raza y de la tradición, se sobrepondría y volvería a dominar. Hay, en suma, un designio providencial que no puede estar a merced del acaso. Y poniendo la mano en el hombro de Paco Mergelina, agregué: –Usemos y no abusemos, querido Paco, de la Historia. La Historia, en dosis excesivas, nos llevaría a la inacción; viviríamos encandilados con lo pretérito. «Siempre mañana y nunca mañanamos», decía Lope de Vega. Federico Nietzsche profesa verdad, al menos parcialmente, en su pugna al historicismo. Vivamos el presente, y lo que para mañana planeemos hoy, cumplámoslo mañana. Sí; la Historia puede ser un beleño. Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos escribe: «A fuerza de indagar los orígenes, se vuelve uno cangrejo. El historiador mira hacia atrás y acaba por creer hacia atrás». Síntesis nacional* dar en pocas palabras una impresión de cualquier período histórico es cosa ardua. La Historia es una materia fluida; se engañan los que pretenden emprisionarla en las incontables fichas de un sabio fichero. La Historia cambia con las acciones y reacciones del presente; podemos decir, por lo tanto, que el pasado depende del presente; o mejor, que el presente es quien hace el pasado. Según sintamos colectivamente, así será la Historia. En el caso de la guerra de la Independencia podemos afianzarnos un poco más; contamos, para nuestra confianza, con una Historia clásica, la de Toreno, con otras varias y con multitud de monografías. No queremos olvidar una Historia que nunca se cita –no se la considerará bastante científica, sin duda–; pero que es sumamente curiosa: la del agustino Salomón. Con sinceridad extrema, casi con fiereza, acusa este historiador a los que él juzga que son las culpables de la catástrofe. Vayamos precisando; no dé asenso el lector, en este simple apunte, a lo que parezca arriesgado. Hay que considerar, cuando se trata de un hecho magno, * Publicado en el periódico ABC, 2-II-1944. 83 84 cual la guerra de la Independencia, los más remotos orígenes. No se produce en la vida de un pueblo un hecho por espontaneidad; todo, desde lo remoto, se va enlazando en la vida de una nación. Y aquí tenemos, compendiado en un año, hecho síntesis en un año, el 1808, síntesis nacional, todo el espíritu de nuestra España desde los más remotos tiempos. No debemos remontarnos mucho; no perdamos de vista que esto no han de ser sino pocas palabras. La corriente del tiempo es inexorable; no se detiene nunca; no hay en ella cortes; si en el lejano pretérito hubo tal hecho culminante, ese hecho lo estamos tocando nosotros, sin saberlo acaso, en cuanto nos circuye. Esparzamos la vista por el siglo xvIII; en esta centuria todo parece que dormita; ha terminado la esplendente floración literaria del siglo anterior; se habla –es ahora cuando se habla– de decadencia. No hay tal desmayo; si antes las letras esplendieron, al presente, en el siglo xIx, es el espíritu crítico lo que comienza a formarse. Tras la expansión de la sensibilidad –representada en lo más alto por Cervantes y Lope– viene el desenvolvimiento de la inteligencia. No dejemos de poner a España en relación con las demás naciones europeas. No olvidemos –esto es esencial– que ya hacía bastante que por España corría en librito minúsculo, pero sustantífico en extremo: el Discurso del Método. Y que Newton había lanzado ya sus teorías a los cuatro vientos. Todo ese efluvio europeo es ahora, en el siglo xvIII, cuando salva los Pirineos. Al siglo xvIII venimos del xvII, como hemos dicho, y al siglo xvII se llega después de dos siglos de acción intensa, heroica, en Europa; dos siglos en que un pueblo despliega sus más hermosas actividades. En Europa, decimos, y en América. España ha trasladado la virtud creadora a otro continente. Y España, tras tanto esfuerzo, arriba en su propio solar, a la creación sensitiva imaginativa, primero, y a la creación crítica, después. En esa aparente calma de la creación crítica, se está elaborando la energía que no sabemos aún –no lo sabían los coetáneos– cómo se empleará. Pero nótese que el fenómeno es conocido; se trata de una inflexible ley psicológica. Tras el reposo del pensar, viene el goce de la acción. Sean cualesquiera las causas, tenga razón el sincerísimo agustino o la tenga Pérez de Guzmán, el caso es que nos encontramos ya en el momento decisivo: 1808. ¿Y qué va a suceder ahora? ¿Cómo se va a desenvolver la nación? ¿Se efectuará, como esperamos, la ansiada síntesis nacional? Esa síntesis es necesaria cada vez que un pueblo se encuentra en trance decisivo para su vida; si esa síntesis no se verifica, ese pueblo estará muerto. Y esa síntesis consiste en la fusión de todos los sentimientos, en la unificación de todas las ideas, en el obrar a una de todos los ciudadanos. Hemos leído mucho de lo que se ha escrito sobre la guerra de la Independencia; en un autor hemos recogido esta frase: «La guerra la ganaron, principalmente, estudiantes y labriegos». En la generalidad de las historias se habla siempre del «pueblo». Seamos cautos; estudiantes, labriegos, clérigos, artesanos tomaron parte en la guerra; el mayor peso 85 86 de la contienda recayó, evidentísimamente, en el Ejército. No es preciso registrar muchos volúmenes; basta con leer unas pocas páginas; las del marqués de San Román, leídas en el Ateneo, en 1886. ¡Dos de mayo de 1808! Síntesis nacional que desde el remoto pretérito venía preparándose. Causa satisfacción el comprobar cómo las leyes de la Historia y la psicología nacionales se condensan en un punto: en esta ocasión, dentro del año 1808, en las figuras de Daoíz, Velarde, Ruiz, o de cualquier chispero o manola. Todo, tierra, ambiente y hombres, confluye, heroicamente, en una resurrección de España. La historia, en el romanticismo* la historia ha sido uno de los ingredientes del romanticismo; los románticos han sido apasionados de la historia. Larra ha dejado una novela histórica y dos dramas históricos. El duque de Rivas ha escrito un libro de historia, dos comedias históricas, un largo poema histórico y varios romances también históricos. García Gutiérrez ha escrito asimismo varios dramas históricos. Y dramas históricos ha dado también el teatro Hartzenbusch. ¿Y qué es la historia? La historia es la conversión del pasado en presente. Pero ¿nos trasladamos nosotros al pasado para hacerlo presente? o ¿traemos el pasado a nosotros para convertirlo en presente? No lo sabemos; no sabemos lo que es la historia. Creemos que la historia es cosa objetiva, y la historia es cosa subjetiva; acaso no hay ya disciplina intelectual más subjetiva que la historia. Tenían, pues, razón los románticos al encapricharse con la historia. Aparte de que en lo pretérito podíamos cargar la mano en cuanto a color. Suponemos que lo actual no tiene color; vamos hacia lo que pasó para encontrar color. Y cuando ya * Publicado en el periódico ABC, 6-XII-1946. 87 88 nos hemos desengañado –o nos hemos ahitado de color– comenzamos a ver que el presente tiene tanto atractivo, tanto vigor, tanto relieve, tanto color, en suma, como los siglos que pasaron. En Larra, obsesionado con lo pretérito, como sus compañeros, ¿ha podido ese pretérito paliar, ya que no borrar, las malaventuras del presente? ¿Existe en Larra una razón más de las que existen en sus compañeros para el cariño hacia el pasado? En su drama Macías se ha visto un trasunto de sus cuitas, cuitas de amor. ¿Qué podremos encontrar en el otro drama, FernánGonzález y la exención de Castilla? Escribió Larra ese drama, evidentemente en sus verdores, en años juveniles que nos hacen ver el drama también juvenilmente. Hay en Fernán-González, un candor que no desplace, no discorda, en asunto de tan lejanos tiempos. Cuando leemos algún poema antiguo, del anónimo autor del Poema del Cid o de Berceo, nos imaginamos que esos poetas eran hombres candorosos. Pero en seguida pensamos también que Berceo está sonriendo cuando le asignamos esa condición de candor, y que el verdadero candor lo tenemos nosotros. Fernán-González es un drama en cinco actos y en verso. Nos encontramos con que el Rey de León, Sancho el Gordo, está entusiasmado con FernánGonzález; pero la hija del Rey advierte a su padre que el tal Fernán es nada menos que un traidor. Va a llegar Fernán-González; ha llegado ya Fernán-González. Se encuentra en presencia de Sancho. Y aquí la gran escena: escena verdaderamente dramática y nada candorosa. Es de ver la arrogancia y la dignidad con que Fernán-González contesta a las perfidias, a las insidias, a las calumnias del monarca engañado. Pero, al fin, es preso en un castillo Fernán-González. Y como en ese castillo, a pesar de que el monarca y su sañuda hija han mandado que esté en rigurosa incomunicación, puede Fernán-González andar a su talante por corredores, salas y pasillos, al cabo cae –¡y cómo no!– en la tentación de fugarse. Se fuga favorecido por mujer: brava y amante mujer. La exención de Castilla se realiza. Y aplaudimos la exención, a Castilla y a Larra. 89 Azorín por Bagaría. Biblioteca Renacimiento, Madrid 1915. el hIStorIador como artISta La historia* eStá en estos días en boga el utilizar la historia para hacer política del momento. No hay nada que como la historia reproduzca mejor y con más facilidad las ideas personalísimas del historiador. La historia se presta a todo; en la historia se encuentran los más opuestos ejemplos, ejemplos para todas las tesis y para todas las controversias. La facilidad, a que aludo, de la historia para reproducir y abonar todas las opiniones depende de varias causas. Ante todo, la historia no es una ciencia exacta –digan lo que quieran algunos tratadistas modernos–, sino un arte. Todos sabemos que el arte es una especulación sentimental, es decir, el producto o el resultado de un temperamento, de una sensibilidad. Ahora bien, colocada en estos términos exactos la cuestión, todo el mundo comprenderá que la obra de arte varía, oscila, fluctúa, se produce según el temperamento que la realiza. A esto se puede contestar que la historia es la narración «imparcial» de los hechos y que los hechos son cosas pasadas, por lo tanto, inamovibles, * Publicado en el periódico ABC, 17-VI-1909. 93 94 digámoslo así, que no pueden ser variados ni trastocados. La objeción es completamente infantil e ingenua; los mismos que trabajan en obras históricas lo saben; no se podrá ilusionar y cautivar con ella sino a los entendimientos simples, populares. Cabe interpretar los hechos –sin alterarlos, respetándolos escrupulosamente– de diversas maneras; pero, aparte de esto, donde está la verdadera superchería de la historia –pase la palabra, un poco gruesa– es en la agrupación, en el acercamiento o en el alejamiento de esos hechos. Pongamos un ejemplo. Tomemos un siglo cualquiera de la historia, un lapso de tiempo determinado. En ese siglo han ocurrido diversos hechos, prósperos y desgraciados; la vida es una complicación de mil circunstancias y hechos diversos; todo va en ella mezclado y revuelto: la alegría y el dolor, el infortunio y la bienandanza. Supongamos ahora que un historiador adversario de un régimen va a hacer la historia de ese siglo; ese historiador cogerá ese lapso de tiempo, lo examinará, estudiará los hechos y documentos de él, y luego irá concertando y agrupando todos los hechos y detalles que en ese siglo han ocurrido y que hablan contra un estado de cosas a que el historiador es hostil. No se habrán alterado los hechos; la narración podrá ser perfectamente imparcial; el lector podrá ver que el historiógrafo tiene razón y que aquel siglo ha sido realmente de ruina, de abyección y de rebajamiento. ¿Qué habrá sucedido? Ha sucedido que en pocas páginas se nos ha presentado, con más o menos arte, reunidos en un haz, hechos y circunstancias que se han desarrollado en cien años. De este modo el efecto será completo; unos hechos influirán sobre otros; percibiremos juntos calamidades, abyecciones, relajamientos y estulticias que han ido en la vida mezclados, revueltos, desleídos, a lo largo de meses y meses y años y años con otros hechos y circunstancias que los neutralizaban, paliaban, excusaban y aun justificaban; es decir, que algo que existe de muy importante en la vida, y que es lo que pudiéramos llamar los intersticios del tiempo, los espacios vacíos, esto que no puede ser materia de la historia, porque no ocurre nada, y que, sin embargo, es la esencia de la vida, lo principal de las cosas, han quedado suprimidos, ocultos. Aquí reside la grande e indestructible sugestión de la historia; como aquí está también, análogamente, todo lo que constituye el arte del teatro (Existe y vemos un drama en la escena; los personajes hacen cosas terribles; entran y salen solemnemente; dicen cosas trascendentales, encaminadas todas al fin dramático. Pero ¿qué hacen estos personajes cuando no hacen nada, cuando no hacen cosas dirigidas al tema del dramaturgo? ¿No será tan importante lo otro, que no es materia de arte, como esto que suspende a los espectadores?). Aparte de esto, un hombre realiza un acto importante; muestra este acto el historiador como sintomático, como descriptivo de la psicología del personaje; los que leemos la historia, ante tal hecho, lo reprobamos y nos indignamos; nuestra reprobación es lógica y es sincera. El historiador, para conseguir nuestra protesta, ha realizado sencilla- 95 96 mente un trabajo –completamente lícito, o, mejor, admitido– de abstracción, de disociación. Hagamos nosotros ahora el trabajo sincero, reconstruyamos el medio en que ese acto se ha producido y el proceso de sus causas y desenvolvimiento. Entonces veremos que ese personaje se ha movido en un medio que no es el nuestro de ahora, que la sensibilidad no era entonces nuestra sensibilidad de ahora; que entonces, siendo acaso la moral y el derecho los mismos de ahora, fundamentalmente, diferían, sin embargo, en matices, aspectos y cambiantes; que, en fin, los contemporáneos de ese personaje eran hombres distintos de como lo somos nosotros, y que pensaban y sentían de diversa manera que nosotros. Con esto toda la supuesta trascendencia de tal acto y toda la reprobación que nos inspira habrá desaparecido o se habrá atenuado. De este modo se explica un fenómeno curioso, interesantísimo, que los que frecuentan un poco los estudios históricos habrán observado y que no se explican, que llena de asombro a los observadores superficiales: y es que hechos que ahora nosotros encontramos vituperables, intolerables, no hayan parecido tales, los hayan mirado con indiferencia, sin protestas ni indignación, los hombres entre los cuales se desarrollan. Con esto, y para terminar, queda expuesta la objeción magna que se puede hacer a las novelas históricas, a las reconstrucciones históricas de la psicología de un hombre de otros siglos (recientemente se ha publicado una de estas reconstrucciones, muy elogiada, La gloria de Don Ramiro). O sea que la sensibilidad humana sufre cambios de dos o tres siglos, y que, sin quererlo, a pesar de todos los esfuerzos, nosotros prestamos nuestra psicología al personaje que retratamos, y que, sin poder evitarlo, hacemos que un hombre del siglo xvII, con todas las costumbres y hábitos de aquella época, en medio del cuadro más maravillosa y fielmente reconstruido, sienta, reaccione a la excitación exterior, como sentimos y reaccionamos nosotros. 97 Los manuales de literatura* 98 Se ha publicado recientemente un nuevo manual de historia literaria española. No queremos apuntar el nombre del autor ni el del editor. Por discreción lo hacemos; ni a uno ni a otro queremos hacerles lo que ellos han hecho: una mala obra. No nos ocuparíamos de tal libro, si no apareciese con trascendentales pretensiones docentes; a la enseñanza en las escuelas se dedica, y propósitos muestra el autor en el prólogo de realizar una empresa, si modesta, útil a la instrucción de la juventud. He procurado –añade el autor– poner al alcance de los alumnos «en poco espacio la esencia de las doctrinas encerradas en los grandes autores». Exactitud, brevedad y amenidad, nos dice también –y lo explica con más palabras– que ha tratado de reunir en estas páginas. Como ve, pues, el lector, el libro no aparece tan modestamente como el autor se propone, y si tenemos en cuenta que seguramente a estas horas circula por escuelas y colegios, se comprenderá que una tal obra no puede pasar inadvertida. Digamos cuatro palabras sobre ella. Ante todo, la parte material. ¿Cuándo aprenderán los editores * Publicado en el periódico ABC, 29-XII-1912. españoles a hacer libros? ¿Cuándo se convencerán de que la presentación de un libro tiene una real y positiva influencia en el mercado? Y ¿cuándo un autor reparará también en lo mismo y reflexionará que el papel, la tinta, los tipos, la impresión, etc., etc., guardan, han de guardar, una relación íntima, espiritual, con el texto del volumen? Da grima ver el descuido, la negligencia, la torpeza de autores y editores españoles, en la confección de los libros. Diríase que ni a un editor ni a un autor le importa nada el volumen que fabrican, y que si lo fabrican es porque no pueden realizar otra labor. Y lo peor es que cuando un autor o un editor se deciden a imprimir elegantemente un libro…, entonces hacen verdaderos horrores. Conocidas son nuestras grandes ediciones llamadas de lujo –que los viajantes llevan de casa en casa por los pueblos–, y no digamos nada de los primores, arrequives, caireles y bonituras que a nuestros artistas y a nuestros regentes de imprenta se les ocurren cuando les mandan hacer un libro artístico. No es eso, señores míos, no es aquello, la suciedad, grosería y descuido, ni esto, la cursilería, rebuscamiento, y profusión de golondrinas, ramitos, cabeceras floridas y remates emperejilados. Convendría que unos y otros, autores y editores, diesen un ligero repaso a las cosas que Ruskin ha escrito modernamente sobre la manera de hacer los libros. El volumen que nos ocupa pertenece a la segunda categoría de las dos en que hemos dividido los libros españoles: a la de los rebuscados. Quiere ser artístico este volumen, y no lo es. Un dibujante ha llenado de 99 100 retratos estas páginas; los retratos no son, muchos de ellos, auténticos; las orlas en que van encerrados son de evidente mal gusto. ¿Por qué dar un gran retrato de Cervantes imaginario? En la página 15 encontramos la faz de Gonzalo de Berceo; avisamos a la Junta de Iconografía nacional este importante descubrimiento. Y dejando aparte el aspecto material del libro, hemos de hacer algunas observaciones sobre su texto. El autor es tradicionalista, tradicionalista –en el amplio sentido de la palabra– es también el autor de otro más extenso manual publicado no hace mucho, dos o tres años, por el mismo editor. Ahora bien: a un espíritu revolucionario, demagógico, se le puede perdonar el que haga un manual de historia en que todo ande desquiciado, subvertido; en que se vea que no se ha puesto la atención en la tarea, y tal empresa, en fin, no inspira a quien la realiza ni simpatía ni amor. Tal autor, al historiar la literatura, puede creer que lo pasado no vale la pena de contarlo, y que ninguna obra como las modernas pueden dar una sensación de belleza. La idea de tal historiador es evidentemente absurda, injusta; pero, en fin, puede tener cierta lógica. Lo que no tiene lógica, lo imperdonable, lo incomprensible, es que un patriota, un tradicionalista, un hombre que ame el pasado, se ponga a escribir la historia de nuestra literatura y lo haga de una manera negligente, descuidada, trabucando nombres, pasando ligeramente sobre obras y autores importantes, callando considerables tendencias estéticas, concediendo a un autor mediocre ancho espacio y haciendo el silencio en torno de otro que realmente representa mucho en nuestros anales. Porque todo esto indica que para tal historiador tradicionalista un aspecto de la tradición –el literario– significa poca cosa; y da a entender con su ligereza y su negligencia, el tal autor, que él será tradicionalista en el nombre, pero no en la realidad. Hemos de añadir para completar nuestro pensamiento que no se trata de la hostilidad que un historiador tradicionalista pueda sentir hacia determinadas obras literarias, clásicas ya muchas de ellas. No, un crítico, o un historiador no pueden prescindir de su estética particular ni de su filosofía. Lo que importa es la manera, la cortesía o descortesía, dígalo así, de un crítico ante una tendencia literaria de positivo valor, pero en pugna con su modo de sentir y de ver. ¿Cómo le perdonaríamos a un historiador revolucionario el que juzgase ligeramente, sin darle importancia, a Santa Teresa, por ejemplo, o a San Juan de la Cruz? Pues, a la inversa, ¿de qué manera excusaremos a un crítico tradicionalista que, al reseñar el movimiento literario contemporáneo, no dice ni una palabra de Larra? El primer caso es el de Marchena, en el prólogo a sus Lecciones de filosofía moral; el segundo el de nuestro autor. Pero, como queda dicho, siendo ambos casos condenables, quizá pudiéramos hallar cierta lógica en el primero, dado el carácter del crítico. El autor del Manual a que nos referimos se nos ofrece en estas páginas sumamente expeditivo y desembarazado. Sus juicios son terminantes. Ofre- 101 102 cemos varias pruebas. Hablando de Cadalso, por ejemplo, dice que «al lado de la novela de Fray Gerundio se podría colocar, aunque en muy inferior categoría, la de este autor intitulada Los eruditos a la violeta». «En verso, escribió Noches lúgubres». Sabido es que ni Los eruditos a la violeta es una novela, ni las Noches lúgubres están escritas en verso. Hablando de Quintana: «Escribió odas patrióticas, llenas de energía y vida; pero son tan inoportunas y estúpidas en sus escritos las injurias a nuestras más sagradas y veneradas tradiciones, que da grima leerlas». Hablando de Campoamor: «Sus principios y su moralidad dejan mucho que desear» (¡Oh, gran don Ramón! Os pasasteis la vida defendiendo los principios conservadores en ardientes polémicas con Castelar, Revilla, Canalejas, y ahora…). Hablando de Castelar, de Galdós… Pero no nos atrevemos a copiar. Basta con lo dicho. Un dato final: a Balart dedica nuestro historiador página y media, y a Clarín dos líneas; Selgas ocupa en el libro más de media página; de Larra sólo se cita el nombre. Tal es, a grandes rasgos –peor sería profundizar, detallar– el recientísimo Manual de historia de la literatura española. Algo quisiéramos decir respecto a esta clase de libros en general, mas es ésta tarea para otra ocasión. La objetividad histórica* eStoS días ha tenido la bondad de visitarme –y yo la satisfacción de recibir su visita– un culto literato chileno: don Armando Donoso. Hemos departido, como viejos amigos, sobre diversos temas literarios y de psicología social. Y yo deseo, brevemente, exponer aquí algunas observaciones que dicha charla me ha sugerido. Don Armando Donoso está imprimiendo en la actualidad en Madrid, una segunda edición –enteramente rehecha– de su estudio sobre Menéndez y Pelayo. Y hablando, el señor Donoso y yo, de Menéndez Pelayo, hemos venido a evocar la polémica (1871) entre don Marcelino y los señores Azcárate, Perojo y Revilla. He manifestado, por escrito y en una alocución o soflama en el Ateneo, hace tiempo, que para mí, la razón en la mentada polémica estaba de parte de Revilla, Perojo y Azcárate. Sostenían éstos que en España no ha habido ciencia. Y en efecto, ha habido escritores y pensadores ingeniosos, profundos –tal vez profundos–, pero no ciencia. «No existe una creación filosófica española * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 22-XI-1925. 103 104 que haya procurado una verdadera escuela original de influencia en el pensamiento europeo, comparable con las producidas en otros países». Esto decía Revilla. Y Menéndez y Pelayo citaba, con erudición prodigiosa, nombres y nombres, tejía maravillosamente sutilezas y sutilezas; pero la «escuela original de influencia en el pensamiento europeo» no aparecía por ninguna parte. Y este problema de la ciencia española, como el de la Inquisición –son uno mismo los dos– supone otro de carácter general. Debemos colocarnos, para juzgar de un país, de una época y de una personalidad, en el ambiente propio de ese país, de esa época y de esa personalidad. Durante mucho tiempo la crítica se atenía a las ideas de su propia época. Si el crítico era liberal, juzgaba como liberal; si el crítico era conservador, juzgaba como conservador. Pero los estudios históricos han progresado; conocemos mejor que antes las épocas antiguas; creemos que para juzgar de un tiempo remoto, debemos pesar y medir muchas y contradictorias circunstancias. Y todo ello hace que abandonemos nuestro punto de vista, nuestra personalidad política, para colocarnos en el terreno de la cosa juzgada. Y he de añadir que generalmente este esfuerzo –que llega a veces a sacrificio– lo hacen los críticos liberales; pero raramente, rarísimamente los conservadores. Con ello sucede que llevados de un prurito de imparcialidad (ahora se dice «objetividad») llegamos, si no a justificar, por lo menos a paliar y a excusar las mayores atrocidades y descarríos antiguos. Y entra en este prurito, no sólo el deseo de ser imparciales, sino la vanidad de demostrar que estamos «preparados», que hemos «agotado el tema» y que nuestra ciencia histórica es otra de la ciencia pasada. Dejo al lector la consideración de las consecuencias funestas que de tal sistema «objetivo» se siguen. Poco a poco abandonamos nuestros ideales; poco a poco nos metemos en la casa del adversario y somos tan conservadores, tan reaccionarios como él. Y poco a poco el espíritu de divergencia y de oposición –saludable espíritu propulsor del progreso– desaparece de la historia, de la política y de la literatura. Sí; llegamos por ese camino de «objetividad» y de «preparación» a justificar la Inquisición, por ejemplo, o a «comprenderla», que es como excusarla; nuestros enemigos nos lo agradecen; merecemos el respeto de todos los conservadores y tradicionalistas; se escriben elogios de nuestra «objetividad»; la ciencia histórica alemana –la de las fichas o papeletas– es exaltada como un modelo de escrupulosidad y exactitud. Pero enfrente de ese fenómeno de la Inquisición, ya explicado, ya comprendido, tenemos otro, de carácter opuesto, el de la Comuna de París, por ejemplo, y entonces, nosotros, liberales, objetivizantes, nos quedamos perplejos, dudamos… y acabamos por no aplicarle métodos, la objetividad famosa que hemos aplicado a la Inquisición. Y la prueba de ello está nada menos que en Taine y en Renan. La Comuna de París (1871), tema contradictorio, pasional, dramático, como el de la Inquisición, ya no ha merecido de parte de Taine y de Renan, 105 liberales, el mismo esfuerzo de objetividad, de comprensión, que estos dos grandes comprensores han aplicado a otros hechos, de carácter profundamente reaccionario, inhumano, de tiempos pasados. Y si esto han hecho Taine y Renan, ¡qué no harán otros pensadores de menos fuste y vuelos! 106 La Inquisición El tribunal de la Inquisición –se dice ahora, eminentes investigadores lo dicen–; el tribunal de la Inquisición era irreprochable; sus procedimientos ofrecían toda clase de garantías de imparcialidad al acusado. Podríamos hoy darnos por satisfechos con que, procesados nosotros, se nos juzgara por un tribunal tan irreprochable, escrupuloso, lealísimo, como el tribunal de la Inquisición. Sí; conocemos la obra del norteamericano Lea; conocemos otros muchos libros. Y decimos que en este gran problema de la Inquisición existen dos aspectos. No deben ser confundidos. Una cosa es la irreprochabilidad del tribunal y otra son los motivos por los cuales los ciudadanos eran llevados a ese tribunal. Los motivos eran fútiles, intolerables, odiosos; el tribunal, en cambio, era irreprochable. La Inquisición decía: «Tú, ciudadano, no puedes pensar; cuidado, mucho cuidado, con pensar. Pero si piensas, ya sabes –somos generosos, leales– que serás juzgado irreprochablemente». «Y seguramente –podrían haber añadido– que los futuros grandes historiadores, los historiadores objetivos, nos elogiarán». ¿Y qué me importa a mí que me juzguen en un tribunal con los más exquisitos procedimientos si he sido llevado a ese tribunal por un motivo fútil, odioso? Lo que importará es no ser llevado por esos motivos intolerables a dicho tribunal. Y el tribunal de la Inquisición era realmente odioso. ¿Quién puede dudarlo? Su obra fue verdaderamente funesta. En la polémica de 1871, quienes tenían, sí, la razón eran Revilla, Azcárate y Perojo. Pero se dice –y éste es el argumento capital, triunfador; lo empleó con éxito brillante Menéndez y Pelayo–; se dice que la Inquisición no reprimió en resumen de cuentas ninguna gran manifestación del pensamiento español; sus persecuciones se limitaron a manifestaciones pequeñas, desdeñables, sin importancia. Y puede ser esto verdad; Menéndez y Pelayo podría tener razón al emplear este argumento. Pero la cuestión verdadera no es ésta; la cuestión verdadera es la siguiente: la Inquisición hizo de modo que, debido a su influencia, no se produjeran determinadas manifestaciones del pensamiento que se producían en otros países. Y como no se producían, no tenía ocasión de reprimirlas. Se produjo en España El burlador, de Tirso de Molina. Dado el ambiente español, ¿podía producirse el Don Juan de Molière? Se produjo El criticón, de Gracián, o las Cartas familiares de Guevara. ¿Podían producirse los Ensayos, de Montaigne? Y a esto los comprensores y objetivizantes me opondrán el que tales no productividades obedecían a causas más hondas (étnicas, acaso geológicas, etcétera). Y yo contestaré 107 que todo eso está bien y es muy científico; pero que entre esas causas y concausas étnicas y geológicas, debemos colocar, como eficientísimas, las sociales, las que derivan de la sociabilidad humana, y que una de ellas –la más poderosa– es esa institución funesta de que hablamos: la Inquisición. 108 El temperamento y la historia* Saber leer es un arte difícil. Todo el mundo sabe leer; pero son pocos los que saben leer bien, perfectamente. Y son muchos menos los que quieren leer bien cuando no les conviene leer bien. Y el escritor puede ser claro, preciso, exacto; su prosa puede ser –aunque insignificante– sencilla y límpida. Todo será inútil; cuando el adversario en opiniones no quiere leer bien, no quiere leer lo que está escrito –con toda claridad– en un libro, en una revista, en un periódico, será en vano argüirle y reargüirle. El escritor, en el libro, en la revista, en el periódico, habrá dicho, no lo que está escrito –en forma clara–, sino lo que el adversario quiere que diga. Y así, en réplicas y en contrarréplicas, la polémica, la discusión, el debate, más o menos cortés, más o menos ingenioso, se hará interminable. Hace muchos años, siendo presidente del Consejo don Práxedes Mateo Sagasta (Sagasta fue por última vez presidente en 1902), hubo un ministro de la Gobernación que se desenvolvía maravillosamen* Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 4-IV-1926. 109 110 te en la Cámara popular. El ministro era un hombre bondadoso, tolerante, campechano; le querían todos; hablaba, sin pretensiones ningunas, llana y sencillamente. Y cuando se le anunciaba una interpelación, cuando se le dirigían, por las oposiciones, preguntas, y se le planteaban conflictos, él permanecía siempre sonriente, benévolo, sereno. Su procedimiento para desembarazarse del adversario era sencillo: el orador de la oposición hacía, por ejemplo, una interpelación sobre las dilapidaciones en el Ayuntamiento de una ciudad. El ministro, siempre atento, siempre cortés –y después de comenzar llenando de elogios al orador interpelante– hablaba largamente sobre el régimen municipal en la Edad Media; sobre los municipios en la Edad Moderna; sobre las opiniones de tales o cuales autores en materia de derecho administrativo… El orador interpelante volvía a hablar, y precisaba la cuestión; se trataba del caso concreto de las dilapidaciones en el Ayuntamiento de una ciudad española; el ministro debía dar su opinión sobre este punto concreto… Y el ministro, sencillo, bondadoso, reconocía humildemente su falta; sí, él no se había concretado a la cuestión. La cuestión era de importancia tal, que había que abordarlo con toda clase de antecedentes. El ayuntamiento de la ciudad de referencia, en 1830 llevaba una vida próspera. En 1830 los ayuntamientos de toda España… Y aquí una larga disertación sobre las leyes municipales en la época indicada. El orador de la oposición volvía luego a concretar el tema. Y el ministro, siempre humilde, siempre llano y bondadoso, tornaba a descarriarse por los campos de la historia y del derecho administrativo. Y como la Cámara no había de pasar toda la tarde discutiendo este asunto y en esta forma, al fin se daba por concluido el debate y se pasaba a otra cuestión. Y cuando la sesión terminaba, el bondadoso –bondadoso y ladino– ministro, encontraba en los pasillos de la Cámara al diputado interpelante, le daba un cordial abrazo, y volvía a pedirle perdón. ¿Había medio de luchar contra un hombre así para evitar conflictos, disgustos, gritos, protestas, vociferaciones airadas por parte de las oposiciones y de los diputados batalladores, agresivos, ¿no era éste el mejor procedimiento? Un ministro intolerante, seco, rígido, suele provocar en el Parlamento, con su rigidez, con su sequedad, conflictos inútiles, borrascas pasionales y torbellinos de protestas que pueden excusarse, evitarse con diplomacia y con blandura. Con el ministro a quien aludo no había forma de luchar; él sabía que por palabras, por gestos, por gritos, no se debe promover un conflicto, en el Parlamento, a un gobierno. Un gobierno tiene siempre demasiados problemas pendientes, para que un ministro venga a añadir otro, en la Cámara, con su rigidez y su sequedad. Y el presidente del Consejo, Sagasta, cuando este hombre bondadoso ocupaba el Ministerio de la Gobernación, descansaba tranquilo; estaba seguro de que por esta parte, en el Congreso, no había miedo de que suscitara un obstáculo serio al Gobierno. 111 El templo de Minerva 112 Cuando no se quiere precisar una cuestión, es inútil que uno de los dos interlocutores se esfuerce en precisarla. El escritor puede escribir con claridad; el adversario leerá siempre cosa distinta de lo que el periodista ha escrito. Y cuando se trata no de un hecho, un hecho artístico, sino de tendencias y direcciones personales, entonces el debate podría prolongarse indefinidamente. En 1788, un cierto viajero penetraba en Italia. Deseaba este hombre estudiar, admirar las bellezas múltiples de la península italiana. Recorrió casi toda Italia el aludido viajero, y anotó sus impresiones en su visita a ciudades y monumentos. Al llegar a Asís, el tal visitante no quiso llegar hasta el convento de franciscanos. San Francisco de Asís y sus hermanos en religión no le inspiraban interés, ni mucho menos entusiasmo. No quiso visitar en Asís el dicho viajero el convento de franciscanos y, en cambio, visitó, con mucho gusto, un pequeño templo de Minerva que había en una colina. En la relación de su viaje, escribe el aludido viajero: «El convento de franciscanos, con sus torres babilónicas, no me ha inspirado sino aversión, porque es en semejantes santuarios donde se forman las cabezas a estilo de las de un capitán; en su consecuencia, yo he dejado a un lado todas estas colosales construcciones, para entrar en Asís y ascender a la villa alta, donde está situado el templo de Minerva». El pasaje es bastante significativo, y se presta a multitud de objeciones; se plantea en ese hecho de la visita no a la fundación de San Francisco, sino al templo de Minerva, todo un magno y trascendental problema. El viajero aludido prefiere, en suma, la civilización pagana, la de griegos y romanos, a la cristiana. Y será inútil si nosotros, desviando la cuestión, comenzamos a enumerar los inmensos beneficios reportados a la humanidad por el cristianismo; será inútil que nos esforcemos en probar que la civilización cristiana es superior a la gentílica. El autor aludido nos replicará que no se trata de hechos históricos, sino de tendencia y predilecciones vagas. Su temperamento, su sentir, su fervor lo llevan hacia el templo de Minerva y no hacia el convento de franciscanos, y sobre este impulso espontáneo, ingénito, no cabe argumentación alguna. ¿Debo dar el nombre del viajero a quien he aludido? Se trata de Goethe. Y en la relación de su Viaje a Italia, puede verse el pasaje copiado y otros pasajes tan significativos como éste. Y si Goethe se sentía ligado íntimamente al espíritu antiguo –de griegos y romanos– más tarde se vio Nietzsche en el mismo camino. Y antes que Goethe y que Nietzsche, sintió Montaigne –lector apasionado de Plutarco– la misma predilección. Se puede discutir el hecho histórico –el hecho de una u otra civilización, la cristiana y la pagana–; no cabe discutir, en cambio, lo que es un gusto personalísimo. Podremos condenarlo; no será nuestra opinión esa opinión. Pero ¿estaremos seguros de que nuestra opinión es la cierta, y no la 113 del adversario; de que nuestro gusto es el selecto y el bueno, y no el de la persona que opina y siente de modo opuesto? El poder absoluto 114 «¡Qué lástima –dice Montaigne– que América no la hayan descubierto los griegos o los romanos!» «¡Es lástima –exclama Wells– que América la hayan descubierto los españoles!» Dejando aparte la opinión de Wells, cabe disertar largo y tendido sobre el deseo, la lamentación, el juicio de Montaigne. ¿Cuál hubiera sido la suerte de América al ser descubierta por los griegos o los romanos? ¿No cabe, como Goethe, como Montaigne, como Nietzsche, preferir una civilización a otra civilización? ¿No tenían clara inteligencia, ni erudición bastante, ni bastante conocimiento de la historia Montaigne, Goethe y Nietzsche? No se trata de erudiciones ni investigaciones históricas. Todas las nuevas investigaciones históricas, todos los libros, los más sabios, los más eruditos, que publiquen historiadores españoles y extranjeros, no podrán hacer variar de temperamento a quien condene, deteste, vete los tribunales de la antigua Inquisición. Y la Inquisición –como los modernos tribunales militares– habrá de repugnar a quien sea partidario (conforme a las doctrinas del más puro derecho político) de que el Estado no tenga ni proteja ninguna ortodoxia: ni en religión, ni en moral, ni en arte. ¿Y qué importarán todos los argumentos históricos? ¿Qué importarán todos los sabios, eruditísimos libros de historia? El hecho fundamental, innegable, es que los tribunales de la Inquisición han luchado por imponer una ortodoxia y por reprimir todo ataque a esa doctrina fundamental. Y alrededor de ese hecho indiscutible se agrupan, se polarizan los diversos sentimientos humanos: unos de odio, de repugnancia; otros, si no de amor y de entusiasmo (de amor y de entusiasmo fueron los de Ortí Lara y de Menéndez y Pelayo), al menos de disculpa, de justificación y de excusa. Contra esos sentimientos no es posible la argumentación. Que cada cual marche por su camino. Y que cada cual tenga la responsabilidad moral de sus gestos y opiniones. Unos prefieren la fuerza, la coacción, el poder absoluto –con capa de dictadura, de los inteligentes, de los mejores–; otros optan por el régimen de libertad individual y colectiva, de tolerancia, de expansión del pensamiento, de amor a las muchedumbres. Y al cabo éstos serán los que triunfen. La historia, los siglos y siglos de historia, no se pueden suprimir. El ambiente espiritual creado en torno al planeta por generaciones y generaciones a lo largo de centenares de siglos, es imposible destruirlo. Y en una nación puede existir un poder absoluto, omnímodo, que durante años, marchando de vigor en vigor, cree un estado de cosas nuevo, distinto del antiguo durante cierto tiempo, un estado de cosas basado en la negación de la libertad podrá –con energía, con inteligencia, con tesón– sostenerlas y marchar. Al cabo, habrá de perecer, porque para que 115 prevaleciese habría, necesariamente, fatalmente, que imponer el mismo régimen a las naciones vecinas. Y no sólo imponer el poder absoluto a todo el planeta, sino borrar de la memoria de los hombres la obra civilizadora, libertadora, bienhechora de siglos, siglos y siglos. 116 El pasado y nosotros* en España se han cultivado los estudios históricos; pero sin gran relieve. En lo antiguo, como historiadores, tenemos a Mariana, Zurita, Ocampo; contamos también –y esto es lo más importante– con las crónicas particulares, de tan bella prosa muchas de ellas. Y en lo moderno, Lafuente, los volúmenes publicados por la Academia de la Historia –bajo la dirección de Cánovas del Castillo– y algunos trabajos especiales, de eruditos e investigadores, pueden resumir los estudios históricos españoles. Un historiador a lo Michelet –artista y erudito a la par– no lo ha habido. Ni a lo Thierry; ni a lo Fustel de Coulanges. Modernamente, el Centro de Estudios Históricos –tan benemérito, tan prestigioso– ha realizado, y sigue realizando, una labor extensa e intensa. Pero, por lo que toca a España, el problema de los estudios históricos se halla dominado por una consideración previa. Consideración que es, a su vez, otro problema, otro gran problema, y que está ligado, naturalmente, con una cuestión política. ¿Cuál es el criterio * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 4-VIII-1927. 117 con que debemos abordar el estudio de nuestra historia? Sencillamente: ¿Derecha, izquierda? Estas dos palabras resumen, un poco violentamente, el estado de la cuestión. Una trayectoria 118 Conocida es la polémica que, en 1877, mantuvieron, de una parte, Perojo, Azcárate, Revilla; y de otra, Menéndez Pelayo, Laverde, Pidal. ¿Ha habido en España verdadera investigación científica, en lo antiguo? ¿Qué es lo que ha aportado España a la obra de la Humanidad? El grupo de Perojo se mostraba francamente hostil al pasado de España; no quiere eso decir –mucho cuidado con esto– que esos hombres beneméritos no amaran a España. Su historia de estudio, de trabajo, de abnegación, les ponía a cubierto de ese reproche; con sus personas mismas –he olvidado antes a Salmerón– en el mismo momento en que hacían la crítica del pasado español, estaban realizando la patria. Hoy esos hombres ilustres figuran en todos los manuales de historia y son considerados como un elemento importante de la patria. Pero esos hombres no tenían celebrado ningún contrato con el pasado español; ansiaban una España novísima, humana, tolerante, progresiva. Continuemos. Las investigaciones históricas fueron adelantando. Se produjo, años más tarde, el desastre colonial. El desastre dio nacimiento a una gran corriente crítica de las cosas, las personas y las instituciones de España. Se quería otra cosa; se ansiaba una España –como en 1877– grande y humana. Y poco a poco fueron pasando los años; la historia fue siendo cultivada con más fervor y más escrupulosidad. La tendencia crítica se fue apagando gradualmente; parecía que al conocerse mejor el pasado –el pasado español– debía comprenderse también mejor. Comprender es perdonar. Comprender es justificar. Y con los documentos históricos en la mano, con ayuda de papeles, cifras, memorias, relaciones, etcétera, fue naciendo, creciendo, agigantándose la idea de que en el pasado, en nuestro pasado, todo podía, si no justificarse del todo, paliarse y perdonarse. Desde el grupo de hombres citado, los de la polémica de 1877, se había ido dando la vuelta, poco a poco, hasta parar en el campo contrario. El grupo de 1877 representaba la libertad, la tolerancia, el progreso, el amor al pueblo; los continuadores de esos hombres representaban lo mismo; pero con la historia en la mano, henchidos de documentos históricos, se situaban en el mismo terreno de sus adversarios; en el mismo terreno en que estaban situados en 1877, los antagonistas de Salmerón, Perojo, Azcárate, Revilla. Y además de la historia, se alegaba la comprensión. Y además, la libertad. Y además, la tolerancia. Se daba, pues, la paradoja de que en nombre de la libertad, de la tolerancia y de la comprensión, se excusaba, paliaba, justificaba –en lo pasado, naturalmente– la intolerancia, el despotismo, el fanatismo, la represión intelectual. Favorecía este movimiento singular, peregrino, no sólo el estudio de la historia –en España, repitámoslo, no ha 119 120 habido un Michelet, generoso y humano–; no sólo el estudio de la historia, sino ciertos aires de nacionalismo, de exaltación de la propia patria, un poco inconsideradamente, a salga lo que saliere. Y no sólo fomentaba ese criterio los aires nacionalistas que venían de fuera, sino también, en último término, al deseo, al vehemente deseo, al impetuoso deseo, de agradar a América. Queríamos presentar ante los pueblos americanos, ante América, una España grande –en lo pasado– bienhechora de la humanidad, tolerante, fecunda en grandes hazañas y en investigaciones intelectuales. Creíamos que nuestro prestigio en América debía reposar, no en un presente de intensa y bienhechora civilización, de libertad espiritual y de tolerancia, sino en un pasado «glorioso», brillante, aparatoso, gallardo. Y todas estas causas acabaron por hacer desenvolverse una tendencia, ya esbozada, que de predominar algún tiempo más acabará con toda crítica histórica, con toda independencia mental. Y como consecuencia lógica, fatal, ineludible –y esto parecerá un contrasentido– con todo patriotismo, con el verdadero, grande, fecundo y puro amor a la patria. Aires nacionalistas El mismo Centro de Estudios Históricos de Madrid se halla ya contaminado de este singular optimismo. El nacionalismo, procedente de la política, ha entrado ya, de un modo suave, en aquella respetable institución. Se comprende todo, sí, y se excusan muchas cosas. Y, además, con este criterio, se es más moderno, más científico, más culto, más tolerante, que lo eran un Salmerón, que no quiso nunca firmar una sentencia de muerte; un Perojo, que trajo a España el conocimiento del pensar moderno alemán; un Azcárate, tan humano en toda su larga, admirable actuación parlamentaria; un Revilla, que llevó a la crítica literaria un sentido de libertad y de modernidad simpáticas. ¿Adónde nos llevará por este camino el nacionalismo, el racialismo, la exaltación de todo lo nuestro, en el pasado? ¿Pero cómo justificar, en el pasado, lo que humanamente, aun disponiendo de todos los recursos de la historia, no puede ser justificado? Pongamos un ejemplo: lo que vamos a hacer será, para los espíritus independientes, altamente instructivo. Don Rafael Altamira acaba de publicar un Epítome de historia de España. El subtítulo dice: Libro para profesores y maestros… El señor Altamira, respetable, sincero, culto, encarna hoy, en España, la tendencia a que nos venimos refiriendo. Y en este volumen trata de dar a los maestros y a los profesores, para que luego ellos lo inculquen a la juventud, un cierto sentido del pasado español. ¡Qué arduos trabajos que pasa para ello el señor Altamira! Se le ve sudar afanoso y esforzarse por llegar a la famosa identidad de los contrarios. ¡Qué ansiedad por justificar lo que no importa nada que no se justifique! Vea el lector. El señor Altamira dice en su Epítome, en la página 70: «El límite de la ortodoxia no supuso en España, sin embargo, la 121 122 reducción de todas las corrientes del pensamiento al molde de una sola escuela. Dentro de aquel límite, y por lo que se refiere a las cuestiones consideradas como libres y discutibles por la ortodoxia misma, la literatura científica española de los siglos xvI y xvII (en filosofía, en derecho, en ciencias de la naturaleza, etcétera), ofrece la variedad de direcciones que por otra parte, deriva espontáneamente de la modalidad individual e independiente de nuestra mentalidad». Esta última frase es ininteligible; no se sabe lo que el autor quiere decir con ello. Pero continuemos. Ha visto el lector que el pensamiento español era libre, sí, libre, fuera del círculo de la ortodoxia, y que podía examinar y discutir las cuestiones consideradas por esa misma ortodoxia como libres y discutibles. Las cuestiones indiscutibles para la ortodoxia, las vedadas por ella, las prohibidas, son, por ejemplo, las relativas a la creación del mundo, a la existencia del alma, al libre albedrío y al determinismo, a la existencia o no existencia de una vida futura, el problema del conocimiento, etcétera, es decir, lo relativo a lo esencial, a lo fundamental para el avance y desenvolvimiento del espíritu humano. ¿Qué es lo que hay fuera de esas grandes cuestiones? Cosas secundarias, frívolas, ligeras, sin trascendencia, son las que podían tratar los españoles de antaño. El señor Altamira, aludiendo a estas cuestiones sin importancia, añade, a continuación de lo copiado: «Claro es que, por fuera de ese campo, el pensamiento español quedó sin participar del movimiento de ideas que caracteriza en la mayor parte del resto de Europa la dirección libre de la filosofía y de las ciencias, productora de la renovación de estas disciplinas particulares en los siglos xvII y xvIII, y que hoy continúa imperando». Y más adelante, llevado de este mismo empeño de conciliar lo inconciliable, el autor –página 77– agrega: «Quizás la característica de nuestra filosofía ortodoxa en la época de su florecimiento consistió (como parece haber demostrado Menéndez Pelayo) en la afirmación de un campo de cuestiones libres dentro de la ortodoxia misma». O sea, la libertad de moverse, de ir, de venir, de saltar, de triscar, dentro de las cuatro paredes de la prisión. Deseo Reflexionemos un poco. Convenzámonos de que no existe ni cultura, ni modernidad, ni ciencia, sin la afirmación de la verdad escueta, rotunda. El amor a la patria implica, no su apología inconsiderada, exaltada, sino su crítica, en el pasado y en el presente. Amamos a España, intensamente, con fervor, con pasión, y quisiéramos que, desligados de un pasado, con el cual no nos sentimos solidarios, España se viera libre de todo cuanto lo oprime y embaraza, y que el bello paisaje de Castilla, Levante y de Vasconia tuviera, en lo espiritual, una correspondencia de cultura, de libertad, de sensibilidad y de tolerancia. Y eso no se puede lograr solidarizándonos con lo que es y ha sido opuesto a toda idea civilizadora. 123 La historia* 124 el duque de Maura ha elaborado, a lo largo de treinta y cinco años, una obra histórica: la vida y reinado de Carlos II. Ha escudriñado el historiador archivos nacionales y extranjeros, compulsado millares de documentos, leído muchedumbre de libros, cotejado incontables textos, acervado papeles varios tocantes a tal época. Se había compenetrado de tal modo el historiador con los personajes que retrataba, que diríase su coetáneo; no quedaba nada por hacer para poner manos a la obra. En una revista facultativa, el duque de Maura había ido publicando poco a poco hasta cinco o seis volúmenes de documentos referentes al tiempo de Carlos II. De pronto, decide comenzar y proseguir la narración sin aparato erudito. No se ve ni una sola nota en todos los tres nutridos volúmenes de la obra del duque de Maura; el estilo se desliza nervioso, punzante a veces, en todo el largo relato; el lector no se distrae por ninguna llamada que le haga dejar el cuerpo de la página para leer en letrita menuda lo que se dice al pie. Juzgamos que así es mejor que * Publicado en el periódico ABC, 7-III-1943. hubiera sido de la otra manera. El azar ha beneficiado al duque de Maura, y el azar habrá beneficiado también a otro gran historiador, Diego Hurtado de Mendoza. Posiblemente, el texto que leemos en la Guerra de Granada no es el definitivo, sino un borrador. Quien, según confesión propia, «estuvo leyendo cinco días en Píndaro» para componer un epinicio a su amigo Diego Espinosa, en su elevación al cardenalato, no iba a dejar informe, tal como la leemos hoy, su obra histórica. Y precisamente ese amorfismo es lo que nos agrada a nosotros, lectores modernos, ahítos de perfección. No sabemos qué sea la Historia. Ni sabemos si es ciencia o arte, narración objetiva o intuición genial. En definitiva, la Historia se reduce a la persona del historiador. Según sea el historiador, así será la Historia. El don de colorear los hechos, de ponerlos en relieve, de seriarlos y cubicarlos será lo que dé valor a la historia. Como si el historiador tuviera ante sí un cuadro en blanco, habrá de ir poniendo en su verdadero lugar y con su verdadero significado cada episodio y cada pormenor. El arte suplirá muchas veces lo que no puede la ciencia. Cuando repasamos el Genio de la Historia, de Jerónimo de San José, publicado en 1651, advertimos que toda la doctrina del autor puede condensarse en estos tres elementos: tiempo, lugar y materia histórica. Debe el historiador precisar el tiempo, con todas las circunstancias del acaecimiento que narra; debe ministrarnos toda suerte de particularidades referentes al lugar donde lo que se relata ha ocurrido. Y, finalmente, aparte de 125 126 lo peregrino que se narre, el historiador no debe descuidar lo «muy vulgar»; esto que ahora se nos antoja –y así es– sabido de todos, sabido por vulgar, será, ciertamente, cosa nueva para los venideros y aun para los foráneos. En el reinado de Carlos II, postrimerías de los Austrias, existen en España dos elementos esenciales: la soledad y el silencio. La población no pasa de ocho millones a lo sumo; ocho millones esparcidos en una superficie de 507.036 kilómetros cuadrados, ocho millones para un ámbito de 50.703.600 hectáreas. Apenas hay caminos; a fines del siglo xvIII los principales caminos pueden consignarse en el breve volumen de la guía de Santiago López, tantas veces reimpresa. Casi no hay quien labre la tierra, ni quien se emplee en oficios mecánicos. Si se rompe el cristal de nuestra ventana, o la alabastrina o el encerado, habremos de esperar muchos días a que sean repuestos; si se estropean los trébedes o se desconcierta una cerradura, no encontraremos fácilmente quien remedie el caso; semanas enteras hemos pasado sin colada porque necesitamos en la casa un nuevo tinajón. No dirá Jerónimo de San José que no atendemos a lo «muy vulgar». Pero sin lo vulgar no existe lo peregrino; lo vulgar es pábulo de lo singular. El duque de Maura, dueño de la materia histórica, nos hace ver toda la trama de la vida en el reinado de Carlos II. No nos queda más por saber después de leídos los tres compactos volúmenes. Cerramos el tercero de los tomos y meditamos. El pasado se extiende detrás de nosotros, y delante el presente. A pesar de la Historia, lo pasado es tan impenetrable para nosotros como lo futuro. Pasado y porvenir son dos arcanos. Hay una parte en el hombre que es idéntica a lo largo del tiempo; los grandes dramaturgos nos hacen ver que el fondo de las pasiones humanas es siempre el mismo. Pero existe algo más en la psicología humana. Si después de leer al duque de Maura, tratamos de imaginarnos un español del tiempo de Carlos II, tendremos una idea exacta de sus sentimientos, ideas y sensaciones. Creeremos que ya no habrá más que averiguar. Y estaremos con ello en un error. Siempre, en esa soledad y ese silencio de España, habrá un hombre que en lo más recóndito de su psicología guarda un núcleo espiritual sutilísimo que nos es imposible captar. Ni aun la intención histórica más genial podrá llegar a expresarlo. ¿Cómo siente ese hombre, en el silencio y la soledad, el tiempo y el espacio? ¿Cuáles son sus sensaciones sobre la eternidad? ¿Y de qué modo reacciona ante lo trivial y cotidiano? El problema que se plantea a fines del siglo xvII puede ser planteado en todos los tiempos; ese algo tenuísimo que llevamos todos con nosotros –y que acaso es lo que da precio a la persona–, nadie más que nosotros podrá conocerlo. Si pensamos que ese núcleo está determinado por el ambiente, en cada siglo, en cada milenio, habremos de reconocer a seguida que ni el más cerrado determinismo puede llegar a tanto. Y ese núcleo, de una sensibi- 127 lidad extrema, sí que es lo «muy vulgar» que pedía Jerónimo de San José, y a la par lo más peregrino. Con las edades cambia y evoluciona; pero nosotros permanecemos ante él, abstraídos, sin discernirlo en lo pasado. 128 La seudohistoria* toda nación tiene historia y seudohistoria. España aventaja a todas las naciones de Europa en historia y en seudohistoria. Han colaborado en la seudohistoria historiadores, poetas, novelistas, filósofos, ensayistas. Y continúan colaborando. Unos son extranjeros, los más, y otros son españoles. Proceden unos de buena fe, los menos, y proceden otros con perfidia, los más. ¿Y cuál será, en la edad moderna, en España, el centro de la seudohistoria? Ni que decir tiene que es Felipe II. No sabemos cómo Felipe II ha podido resistir a los cuatro grandes asuntos que se han producido en su reinado; cualquiera, con menos entereza, hubiera sucumbido. Esos cuatro asuntos son: la enfermedad y la muerte del príncipe Carlos, el proceso de Antonio Pérez, el proceso del arzobispo de Carranza, y el proceso de Gabriel Espinosa, el llamado pastelero de Madrigal. Los poetas se han sentido atraídos por Felipe II, poetas como Schiller, como Quintana, como Alfieri, como Emilio Verhaeren, como Núñez de Arce. ¿Y qué nos dicen de Felipe II esos poetas? No podemos exami* Publicado en el periódico ABC, 3-XI-1946. 129 130 narlos todos; nos bastará con algunos; para nuestro propósito de hacer ver, prácticamente, lo que es la seudohistoria, tenemos bastante con Quintana, con Núñez de Arce y con Verhaeren. Comencemos por Quintana. ¿Cómo ha podido escribir Quintana, en 1805, su poema «El Escorial»? ¿Qué ambiente podríamos alegar para usar de algún atenuante con el poeta? ¿El de ciertas disensiones familiares, en alto lugar, disensiones o anomalías que todos los españoles lamentaban? El hecho es que Quintana escribió ese poema. Y el hecho es que un intelectual, como Quintana, como todos los intelectuales, debe conservar su independencia para no ser parcial. Y parcial en contra de la verdad. En contra de la verdad y en contra de su Patria. La poesía de Quintana es una historia sucinta de los Austrias. Comienza el poeta condenando El Escorial. Encarándose con él, le dice que «con la pompa y beldad que en ti se encierra», al fin es «padrón sobre la tierra de la infamia del arte y de los hombres». Sentimos decir que Quintana no sabe lo que se dice. Con su beldad, ¿cómo puede ser El Escorial padrón de la infamia del arte? ¿Y qué es eso de ser infamia del arte? ¿Por qué el arte ha de ser infamia? ¿Cómo las maravillas del arte que encierra El Escorial, en arquitectura, en escultura, en pintura, en orfebrería, en rejería, etc., pueden ser un padrón de infamia? ¿Por qué un templo ha de ser todo esto? Téngase en cuenta que el monumento que llamamos Escorial, del sitio en que está edificado, se llama con toda propiedad San Lorenzo el Real de la Victoria. Y ello porque es conmemorativo de una victoria, la de San Quintín, alcanzada el día de San Lorenzo. ¿Y qué tendrá que ver todo esto con la infamia y con el dichoso padrón? Pero en la poesía hay algo más. Y ese algo es suponer, dar por cierto, que el príncipe don Carlos fue estrangulado; se habla a propósito de él de un «dogal», con el cual se le estranguló. No estaban los conocimientos históricos, con respecto a don Carlos, cuando escribió Quintana, a la altura a que están ahora; pero por lo mismo, cuando se dudaba, cuando todo era incierto, debió el poeta ser cauto, ser reservado, ser prudente. Y de que no lo fue, nos da pruebas también la afirmación que hace Quintana de que Isabel de Valois, la mujer de Felipe II, fue muerta con un veneno; claramente se habla de una «copa de veneno». ¿Y nuestro coetáneo Núñez de Arce? ¿Cómo ha tratado a Felipe II en su drama El haz de leña? Respetuoso, sí, es el poeta con Felipe II. Hace morir el poeta a don Carlos por sus propios excesos, por sus locuras. Lo malo es que en el drama de Núñez de Arce Felipe II no tiene grandiosidad. Y si algo no se le puede discutir a Felipe II es la dignidad: dignidad que en los reyes es majestad. ¿Y qué diremos de la idea de hacer que en las habitaciones del príncipe don Carlos, en los días más dramáticos, en los momentos más angustiosos, están constantemente un actor cómico y su hermana? El autor nos dice, para justificarse, que sólo las conversaciones con ese actor le divertían al príncipe. Pero ¿es ésta bastante justificación? El príncipe, en sus extravíos, ha llegado ya a lo último: va a expirar. Los momentos son para 131 132 Felipe II, para todos en Palacio, verdaderamente trágicos; causarán sensación en toda Europa cuando se conozcan. Y en estos momentos, tratándose de un Monarca como Felipe II, ¿van y vienen por el cuarto en que expira el príncipe, entran y salen, y vuelven a entrar y tornan a salir, un actor cómico, Cisneros y su hermana, Catalina? La última frase de la obra es ésta del actor, con voz estentórea: «¡Soy luterano!». Y todos, naturalmente, se quedan estupefactos. Emilio Verhaeren es poeta. Ha escrito un drama en tres actos, en verso y en prosa. Tiene en él grandiosidad la figura de Felipe II; pero es una grandiosidad siniestra. En el primer acto vemos, en El Escorial, al príncipe don Carlos y a una dama de la Reina, la condesa de Clermont; suponemos que se trata de Luisa de Bretaña, baronesa de Clermont-Lodève, que con tanta solicitud asistió a la Reina, cuando Isabel de Valois enfermó de viruelas. No ha cometido Verhaeren la torpeza de presentar, como Quintana, al príncipe enamorado de su madrastra; lo está de tal dama. Y nos encontramos, en esta noche, aquí en El Escorial, en una terraza, la de un pabellón en que habita el príncipe. En el fondo se descubre la masa enorme de El Escorial: todo está en silencio; todo es tinieblas, menos una ventanita iluminada, en El Escorial, que corresponde al cuarto en que vela Felipe II. El ambiente creado por el poeta es de verdadera poesía. Pero Verhaeren hace que, al final, unos soldados estrangulen con sus manos al príncipe don Carlos. ¿Y por qué este final, cuando tal estrangulación no hacía falta? ¿No era bastante trágica la muerte que, en efecto, tuvo don Carlos? Se dirá que no era teatral; pero es que Verhaeren, según él, según sus panegiristas, no escribía sus dramas para el público grande, sino para un público de selectos. Téngase en cuenta que el Felipe II de Emilio Verhaeren se estrenó en París, en 1904, y que en esa fecha ya un compatriota del poeta, el historiador Gachard, había establecido la verdad respecto a la muerte del príncipe. Y que en el mismo París, otro historiador, el conde Charles de Mouy, había publicado un libro sobre lo mismo, en que se expone la misma verdad, libro que en 1888 iba por la tercera edición. 133 Azorín por Bagaría. Periódico El Sol de Madrid, 26-X-1924. cómo Se eScrIbe la hIStorIa: laS fuenteS y el método El prejuicio del pasado* Se ha publicado recientemente una traducción francesa de La gloria de Don Ramiro. El lector aficionado a cosas literarias sabe que esta novela ha sido escrita por el argentino D. Enrique Larreta. El libro del Sr. Larreta no es un libro vulgar, mediocre, falsamente literario –como lo son muchas novelas españolas que se aplauden en el extranjero, singularmente en Francia–; del libro del Sr. Larreta se habló mucho cuando apareció en castellano; se hicieron de él grandes elogios; se ha llegado a decir que su prosa es única en las letras castellanas. Dejando aparte las hipérboles, las exageraciones, hay que reconocer que La gloria de Don Ramiro es novela digna de ser leída y aun releída por todo amante de España, de su historia y de su lengua. La ocasión que acabamos de señalar –publicación de una edición en idioma francés– nos mueve a consagrar algunas líneas a ese libro extraordinario. No sabemos si algún crítico habrá hecho la observación de que el libro del Sr. Larreta es a manera de una hijuela del drama del duque de Rivas Don Álva* Publicado en el periódico ABC, 24-XI-1911. 137 138 ro. Entre el protagonista de la novela y el del drama existe un íntimo parentesco; no se trata de una imitación más o menos hábil; más bien la palabra que cuadraría aquí sería la de sugestión. ¿Ha leído el Sr. Larreta nuestro Don Álvaro? ¿Admira el escritor argentino la creación del poeta romántico cordobés? Si no se da este caso, si el señor Larreta no conoce el drama español, habrá que convenir en que más que un caso de sugestión literaria, tendría que hablarse de mero paralelismo o coincidencia. Conviene que el lector, ante esta evocación que hacemos de un antecedente literario, no eche a mala parte nuestras palabras. Las obras literarias –como las del arte plástico– engendran otras obras; ni en la vida social, ni en el mundo físico, ni en el arte, existe nada espontáneo y primero; todo procede de todo; aun los artistas más originales –un Goya, un Quevedo, un Cervantes– tienen sus antecedentes lógicos, y sus obras han sido producidas, según la doctrina de Taine, por el momento, por la raza y por el medio; no es menos cierto que a estos tres factores, que pueden producir una obra original, nueva, hay que añadir otro factor tan importante, tan trascendente como los indicados: la influencia de la obra sobre la obra; es decir, el influjo que toda la anterior creación artística obra sobre la personalidad del artista. D. Enrique Larreta pinta en su libro la España del siglo xvI. Ve el autor la realidad que retrata de una manera completamente romántica. No falsea la realidad el Sr. Larreta; ha estudiado el novelista minuciosamente, escrupulosamente, el medio social en que ha colocado la acción de su novela; son exactos, precisos, todos los detalles de sus descripciones. Y, sin embargo, la impresión que produce su libro es el de una novela lírica, romántica. ¿Por qué este curioso fenómeno? Ese fenómeno se hubiera producido también si el autor en vez de tratar un asunto de la España de 1580, hubiera tratado uno de nuestros días. El temperamento de un artista no se puede modificar a voluntad; se es romántico o se es clásico; se es impetuoso o se es frío; Schiller utiliza la muerte del príncipe D. Carlos, el hijo de Felipe II, y hace un drama romántico; Alfieri se sirve de la misma fábula (fábula en todos sentidos) y escribe una tragedia clásica. Dado el temperamento del novelista argentino, no podía ver éste la realidad sino como la ha visto. Ante la España que el Sr. Larreta nos pinta podemos preguntarnos: ¿es ésa, en efecto, la España de los siglos pasados? La pintura que el Sr. Larreta nos ofrece es verdaderamente admirable en cuanto al relieve, a la plasticidad, al color, a la energía; pero ¿ese tono que se da en la novela es el tono medio, exacto, de España en el siglo xvI? La gran dificultad de la pintura literaria de determinado medio social en determinado momento histórico, estriba en que el autor se halle en perfecta concordancia espiritual con el asunto retratado. Se puede ser un grande y maravilloso artista y, sin embargo, no poder llegar a esa necesaria solidaridad espiritual a que aludimos. Goya, por ejemplo, era un soberano pintor; al tratar algunas veces, por ejemplo, asuntos religiosos, no pudo entrar en relación 139 140 espiritual con la materia tratada, y los cuadros de ese género, o son cuadros perfectamente profanos –como los ángeles de la iglesia de San Antonio– o no se distinguen por las grandes características del maestro. Victor Hugo retrató en su Ruy Blas la España de Carlos II: ¿Podía la pompa lírica, la grandiosidad, la profusión imaginativa del gran poeta darnos el tono exacto de esa época misérrima, de degradación, de poquedad mental, de ruina? De ningún modo; de ningún modo, aparte de la deficiencia en la información; de ningún modo, aunque en vez de limitarse a leer las Memorias de la condesa D’Aulnoy, se hubiera documentado tan prolijamente, tan concienzudamente como un Flaubert. Y no por eso –excusado es decirlo– Ruy Blas deja de ser un hermoso, un admirable drama. Pues, a nuestro entender, D. Enrique Larreta, aun siendo un extraordinario artista, aun habiéndose procurado una documentación exquisita, aun habiendo escrito un libro realmente magnífico, no ha logrado dar la sensación exacta de la España en la decimoquinta centuria. Podríamos decir que el tono que nos ofrece en su libro es demasiado elevado, un tono lírico, un tono que no está al nivel de las cosas, sino por encima de ellas. Contribuye a esta deformación de la realidad, en parte el temperamento mismo del artista, en parte también el prejuicio arraigadísimo, secular, que nos hemos formado de la España de los siglos xv, xvI y xvII. Vemos esa España como un conjunto de caracteres rígidos, grandes, inflexibles, rectilíneos. No prejuzgamos si son buenos o malos esos caracteres; cuestión es ésta que resuelven parcialmente, cada cual a su modo, los tradicionalistas y los progresistas. Lo que sí afirmamos es que esas cualidades de grandeza y de inflexibilidad son partes esenciales del retrato convencional que nos formamos de la España antigua. Ahora bien; cuando observamos la España de estos tiempos vemos que esas características de que componemos nuestra pintura ideal, han desaparecido casi por completo. ¿Cómo puede ser esto? ¿De qué manera en el transcurso de uno o dos siglos puede operarse en un pueblo tan honda, tan radical transformación como la que supone la desaparición de las fundamentales características psicológicas de ese pueblo? No; no es posible tal absurdo; lo que sucede es que nuestra concepción del pasado la modelamos sobre unos pocos tipos representativos de esas edades, y al buscar esos siglos que no hemos vivido no vemos el plano en que esas figuras están colocadas, sino sólo esos hombres típicos, simbólicos. Así, se crean en el pasado de un pueblo determinadas cualidades que extendemos a la realidad social toda, y que pueden extraviarnos al tratar de formular un juicio exacto. Por lo que toca a España, el mismo teatro del siglo de oro, teatro alegado como prueba de nuestras costumbres inflexibles, nos ofrece, bien examinado, abundantísimas pruebas de lo contrario. 141 El conocimiento de los hombres* 142 uno de los más interesantes géneros literarios –si se trata de un género; díganlo los preceptistas y catedráticos– es el de las memorias y autobiografías. Se ha dicho que un hombre que sea anodino, insignificante, un hombre que no diga sino vulgaridades en sus charlas, se nos muestra interesante desde que comienza a hablar de sí mismo. Entiéndase bien: no hablar de sí mismo, ponderando, según uso corriente, sus cualidades y excelencias, sino a contarnos los lances, episodios y tráfagos que a lo largo de su vida le han acaecido. Es así, conviértese en atractiva e instructiva la charla de ese hombre, porque en sus palabras nos da un compendio de experiencia; porque vemos en sus frases la trayectoria de una vida; porque en su relato se nos aparece, no la ficción, sino la realidad con sus contradicciones, antinomias y absurdos. Las memorias, confesiones y autobiografías serán leídas siempre con gusto y provecho por todo linaje de personas; lo serán mucho más –en cuanto al provecho– por cuantos se dediquen a la cosa pública y anden metidos en las trapatiestas y zalagar* Publicado en el periódico La Vanguardia, 31-XII-1912. das de la política. Un tópico de los psicólogos es el de que la Humanidad no varía; queremos decir, que las pasiones, apetitos e insanias de los hombres son siempre, en el fondo, los mismos. El hombre es para el hombre un lobo, decía nuestro Gracián que había leído en secreto a Hobbes y no se atrevía a confesarlo, del mismo modo que abominaba terriblemente de Maquiavelo y después… le copiaba hasta las imágenes. Varíen cuanto quieran las sociedades –siguen diciendo los tales psicólogos– el hombre será siempre para su congénere un lobo, o por lo menos, y de ahí no pasamos, una vulpeja, una gullara, como se decía en tiempo del Arcipreste de Hita. Por eso, las confesiones y memorias de los políticos y gobernantes pueden ser pasto instructivo para sus sucesores de todos los tiempos; siendo la base psicológica la misma, ahora que hace cuatro, diez, veinte siglos, las deducciones podrán también ser las mismas, idénticos los corolarios, idénticos los proloquios que de la lectura deduzcamos. No es ésta la ocasión de regatear a los dichos psicólogos sus aseveraciones. La humanidad varía y los móviles de los hombres cambian y se transforman. ¡Desdichados de nosotros si así no sucediera! Cambian las pasiones humanas y va polarizándose y orientándose la humanidad hacia una lejanía de más bien, de más verdad, de más justicia. Ahora que el cambio es tan lento que la materia psicológica de unas memorias –las de un grande hombre, un gran gobernante, por ejemplo– puede tomarse como lección y aprovechamiento durante un cierto espacio 143 144 de tiempo más o menos grande. Y cuando la lejanía pretérita en que se mueva el confesante sea tan grande que no haya paridad entre lo que le sucedió a él y puede sucedernos a nosotros, entonces la misma diferencia y antagonismo de las cosas hará cautivadoras sus confesiones. En todos los pueblos de una vida social intensa abundan las memorias y autobiografías; riquísima de ellas es la literatura francesa. En Francia, en los siglos xvII y xvIII el literato ha vivido una vida de relación densa: relación con otros literatos, sus colegas, relación con la aristocracia en los salones. El hombre de letras existía en el país vecino desde hace tres siglos; tenía conciencia de sí mismo y de su arte; y consecuencia de ello, de esta diferenciación, era el querer reducir todo el espectáculo de la vida a su punto de vista estético, expresando esta visión personalísima suya, subjetiva –su yo frente a la sociedad– en libros diversos, que eran o Los caracteres, de La Bruyère, o las Memorias, de Saint Simon: dos obras perfectamente personales y subjetivas. No han abundado las autobiografías en España; no ha existido entre nosotros, hasta los tiempos modernos, el literato. En el siglo xvI y en el xvII, los autores de novelas, poemas y comedias eran simplemente hombres que, ocasionalmente, escribían: ocasionalmente, aunque esta ocasión durase toda la vida. Pero aquí el funcionario público (alcabalero o juez), el clérigo, el soldado, eran lo primero, lo esencial; luego, debajo de la ropilla militar, de la loba eclesiástica o de la garnacha, estaba, en se- gundo término, escondido, el poeta o el novelista. ¿Cómo pudiera haber oposición entre el yo estético y la sociedad, si se comienza a anular ese yo literario en la propia persona del literato? En cambio, veamos lo que sucede con la mística; existe, y honda y grande, una conciencia mística. Pues reparad en que los únicos libros profundos, admirables, de confesiones y autobiografías, son los escritos desde el punto de vista místico y por nuestros místicos. Ahí están la biografía de Santa Teresa y la desgarradora y angustiosa vida interior, de Juan Palafox, un libro romántico… publicado doscientos años antes del romanticismo. Lo antedicho nos sirve para anunciar –no para hablar largamente– dos libros de memorias recientísimos, no españoles, sino franceses. Toca el uno materias políticas y el otro literarias; es el uno de un antiguo parlamentario y el otro de un literato, o por lo menos aficionado a las letras, que ha andado mezclado con artistas y poetas durante medio siglo. El primero de estos dos volúmenes tiene por autor a Dugué de la Fauconnerie y lleva por título Souvenirs d’un vieil homme (1866-1879). El segundo lo escribe Maurice Dreyfous y lo rotula Ce que je tiens à dire (1862-1872). Hablábamos antes de la experiencia que un político, un gobernante, puede sacar de la lectura de los libros de confesiones políticas. En efecto, el primero de los volúmenes citados –escrito por un fervoroso imperialista– puede servir de ejemplo; por esas páginas desfilan todos los hombres del Segundo Imperio francés, y el autor nos habla de 145 146 los lances, incidentes y vicisitudes de aquella varia y pintoresca época de la historia de Francia. Unas páginas hay en ese libro interesantes entre todas, aludimos a las consagradas a los comienzos políticos de Gambetta. Nada hay que acredite tanto la perspicacia de un político o de un editor o director de periódico, como adivinar en el muchacho desconocido, el valor positivo y cierto de mañana. Conocer los valores nacientes: he ahí la piedra de toque de los maestros en la política o en la literatura. Este mozo que llega hasta nosotros con un manuscrito, con un artículo o simplemente con las manos vacías, ¿vale o no vale, será algo o no será nada? Innumerables son los errores, estupendos, enormes, que podrían citarse en la historia de la política y en la literaria, relativos a estos desdenes de los consagrados con los novicios. Todos los días, a todas horas, un gran maestro, un gran político, juzga que este muchacho que viene hasta él –y que será algo– no tiene porvenir ninguno. En todo momento hay una puerta que se cierra desdeñosamente dejando en la calle a un futuro poeta, u orador, o dramaturgo… La historia es eterna y todos los que han alcanzado justo prestigio pueden sonreír pensando en este horóscopo que antaño levantaron sobre ellos, los admirados maestros: pueden sonreír sin perjuicio de disponerse a cerrar ellos también desdeñosamente su puerta a un futuro poeta, dramaturgo u orador. Dugué de la Fauconniere, el autor de los Recuerdos de un viejo, amigo de Napoleón III –ese hombre frío y enigmático– fue compañero de Gambetta, cuando éste acababa de llegar a París de provincias. Desde el primer momento antevió en el mozo bordelés el futuro gran orador y político. Deseoso de atraerlo al Imperio, habló de Gambetta a Napoleón. El Emperador, como es natural, no había oído hablar de Gambetta; nadie le conocía tampoco aún. Pero el Emperador, bien dispuesto, encargó a Rohuer, presidente del Consejo, que se informase de quién era el mozo recomendado y que viese si valía la pena granjear su adhesión. Pocos días después, el presidente llamó a Dugué. «El Emperador –dijo el presidente– me ha encargado me entere de quién es Gambetta. He tomado ya informes. Esperaba yo que ese muchacho pudiera sernos útil. No hay nada de eso. Gambetta no es más que un bohemio, no será nunca más que un bohemio. Su conquista no me interesa». Algunas semanas más tarde, Gambetta lograba un éxito enorme, formidable, en la defensa del director de Le Reveil, enemigo acérrimo del Imperio. Pocos días después del clamoroso éxito, el Emperador le decía en las Tullerías a Dugué: «Tenía usted razón; tiene mucho talento ese Gambetta. Convendría calmarlo». «Señor –le contestaba Dugué–, eso era posible hace unos días; ahora ya es tarde». Sobre los primeros tiempos de Gambetta en París hay páginas muy interesantes –relacionadas con Gautier y un amigo suyo chino– en el otro de los volúmenes citado: el de Mauricio Dreyfous. De estos dos volúmenes franceses, pasemos, para poner epílogo a estas líneas, a un librito, lindamente 147 148 impreso, que tenemos sobre la mesa. Impreso fue en Ámsterdam, en 1659, en casa de Juan Blaen. Tan limpio y nuevo está que parece que acaba de salir de las prensas. Abrámoslo por la página 110. Leamos: «No engañarse en las personas que es el peor y más fácil engaño. Más vale ser engañado en el precio que en la mercadería; ni hay cosa que más necesite de mirarse por dentro. Hay diferencia entre el entender las cosas y conocer las personas; y es gran filosofía alcanzar los genios y distinguir los humores de los hombres. Tanto es menester tener estudiados los sujetos como los libros». Título del librito impreso en Holanda: Oráculo manual y arte de prudencia. Autor, no hace falta decirlo. La historia literaria* hablamoS días atrás de los manuales de historia literaria española; prometíamos añadir algunas más observaciones a las ya hechas en el artículo aludido. Volvemos, por lo tanto, a tratar hoy de la misma materia. En España se han publicado, desde hace un siglo, diversos manuales de historia de nuestras letras: unos escritos por extranjeros; otros redactados por críticos, catedráticos e historiadores españoles; el hispanófilo Foulché-Delbosc hace una relación de todos estos libros –el primero de 1810– en el estudio dedicado al Manual de Ernest Merimée. Al presente, los dos mejores manuales de este género con que los españoles contamos han sido escritos por extranjeros; uno de éstos es el de FitzmauriceKelly; el otro es el citado de Merimée. El primero se halla traducido al castellano (bien que en incómoda edición); el segundo no ha sido trasladado a nuestra lengua. Del de Merimée no puede hacer uso el estudiante de historia literaria que no conozca la lengua francesa; respecto al de Fitzmaurice-Kelly, si no está * Publicado en el periódico ABC, 9-I-1913. 149 150 agotada la edición, sospechamos que le faltará poco para estarlo. Nos hallamos, pues, casi, sin un buen libro manejable de la historia de nuestra literatura. ¿Cómo ningún español –historiador, erudito, crítico– ha pensado en ocurrir a esta tan urgente necesidad? Un extranjero puede conocer perfectamente nuestra lengua y nuestra literatura y en su consecuencia escribir una excelente sinopsis histórica; pero hay en las literaturas una porción de aspectos sutiles, de matices casi impalpables, de gradaciones y transiciones que forzosamente han de escapar al extranjero más avisado y perspicaz. Y luego por autoridad, por prestigio, por independencia mental que tenga ese historiador, ¿cómo decidir por sí y ante sí respecto de ciertas graves cuestiones de seriación y de jerarquía en la apreciación de los valores intelectuales? ¿De qué manera substraerse al juicio, a la sanción formada sobre determinado autor o determinada tendencia estética por un gran crítico o historiador españoles? Menéndez y Pelayo, por ejemplo –como Sainte-Beuve en su tiempo y en su país, o como Boileau más atrás–; Menéndez y Pelayo ha creado muchos valores en nuestra historia literaria y ha amenguado otros, si no destruido. Amós Escalante, verbigracia, es una creación del erudito montañés. Leopoldo Alas –otro ejemplo–, al publicar Federico Balart su libro Dolores, dedicó a aquel volumen varios artículos ponderativos, entusiastas. Pues bien, ¿cuál será la actitud de un crítico extranjero que se encuentre ante las cincuenta fervorosas páginas dedicadas por Menéndez y Pelayo a Escalante y los dos o tres calurosos artículos de Clarín a propósito de Balart? ¿Tendrá fuerza bastante ese extranjero para librarse de la sugestión y ver que el uno no fue más que un prosista fácilmente castizo (el casticismo que gusta a nuestra burguesía ilustrada) y el otro no pasó de los linderos de un mediocre estro poético? Cuando un autor español intente escribir la historia de nuestras letras, habrá de tener en cuenta algunas indicaciones que la crítica ha hecho ya. Apuntaremos la principal de todas ellas. Ernesto Merimée, al redactar su Manual, ha tenido el cuidado de relacionar la producción literaria con el estado general de la nación; es decir, que el autor, en cada época, traza un breve cuadro de lo que eran entonces las demás artes y de lo que representaba la sociedad. El mismo método ha seguido luego en Francia Charles Des Granges, autor también de una excelente Historia de la literatura francesa. Tal método es utilísimo desde luego; porque nos habitúa a ver la producción literaria, no como una cosa espontánea, indeterminada (al menos sin más factor determinativo que la propia literatura; influencia del libro sobre el libro), sino como algo que tiene su origen, su asiento y su relación estrecha, íntima, con un medio social determinado y con una raza. Y sin que queramos levantar sobre tales relaciones un sistema –un tanto precipitado, como hizo Taine–, ello es lo cierto que no podrá darse historia literaria completa sin que coloquemos el producto literario 151 152 en su medio, en su sociedad, en su instante. Pero esto no es todo. La completa y escrupulosa historia literaria necesita avanzar un poco más. Un crítico francés lo hacía notar, no hace mucho. Hoy en los libros de historia se nos presentan las obras literarias según el concepto que la posteridad ha formado de ellas. El Quijote, El Criticón, las poesías de Bécquer, los artículos de Larra –por citar ejemplos dispares– nos son ofrecidos tales como ya el tiempo los han formado. No se nos dice qué representaban el Quijote, El Criticón, etc., en su tiempo, cómo los vieron sus coetáneos, qué juicio formaron de ellos, cuál era, en fin, su verdadera realidad. No; el historiador maneja todos estos productos y nos habla de ellos según su valoración actual, que muchas veces, en la mayoría de los casos, no es la pasada, la histórica. Como se ve, pues, la historia literaria no es historia; la historia literaria es una ilusión, una verdadera falacia. De tan falaz método histórico se pueden seguir varias y graves consecuencias, sobre todo para los novicios en cosas literarias, para los estudiosos, para los escritores jóvenes. La primera de ellas es la de creer que la obra literaria que vemos en los libros reconocida por todos, admirada, sancionada, ha nacido así y ha sido por todos, desde su aparición, reconocida y admirada. Estragos morales, psicologías que tal creencia, tal ilusión, puede causar: el descorazonamiento, la desesperanza, la impaciencia, la desconfianza de sí mismo en el luchador literario, en quien trabaja escrupulosamente, amando la belleza. ¿Cómo este mi libro de versos –pensará el poeta– tan fuerte, tan sincero, tan bello como ese otro que veo elogiado, sancionado, en la historia, no es reconocido y aplaudido como ése lo fue? ¿Por qué –podrán decir todos los artistas– la obra bella no logra hoy el éxito brillante, efusivo, que las de antaño lograban? Y si no se dice todo esto, se piensa –y éste sí que es comunísimo tópico– que el sentido de la belleza se ha perdido, se ha embotado, y que antaño se percibía y se amaba lo que ahora no se percibe ni se ama (Cuando es lo cierto que, por el contrario, vamos ganando y que el núcleo reducido de apreciadores independientes de la obra independiente, va poco a poco ensanchándose y siendo más seguro). No: las obras que hoy se nos presentan como sancionadas, reconocidas, en los libros de historia, no han sido vistas así en su tiempo. Un poeta, un novelista, han tenido que ver su obra ignorada, ridiculizada, deprimida, mal interpretada. Al mismo tiempo que nacía esa obra bella y fuerte, pero ignorada o gustada sólo de unos pocos, nacía otra obra que se llevaba el aplauso de todos –público y crítica– y que ya hemos olvidado. Y ésta había de ser otra de las tareas de la historia: la de mostrar cómo el éxito brillante y el valor literario son cosas distintas; van algunas veces parejos éxito y mérito; pero la regla general (y esto exigiría larga explicación) es la de la disconformidad. Los triunfos teatrales, los grandes, los clamorosos, se prestarían a interesantes consideraciones. ¿Cómo esta obra que vemos con placer hoy, que aplaudimos, pasó casi inadvertida, y cómo 153 tal otra que obtuvo ovaciones estruendosas y centenares de representaciones no podemos soportarla? En resolución: una historia en que la producción literaria se nos ofrezca, no sólo colocada en su medio social, sino en la verdadera realidad que tuvo en su tiempo, eso es lo que pedimos. 154 La novela histórica* don Emilio Cotarelo ha publicado recientemente una novela histórica. Se titula El hijo del Conde-duque y su acción se desenvuelve alrededor de 1640. La novela histórica, como género literario se presta a varias consideraciones. Dentro del género caben muchas variantes; es decir, no es que haya muchas maneras de escribir una novela histórica, de hacer una reconstrucción histórica, sino que el predominio que en la obra tenga tal o cual factor, puede hacer que la novela sea distinta –en su técnica– y peque, por tanto, de este o aquel defecto. Ejemplos de novelas históricas, tomados de la literatura española: La casa de Pero Ansurere, de Miguel Agustín Príncipe (creemos que ése es el título, si no recordamos mal2; el librejo, que leímos hace tiempo, no vale la pena de mayores precisiones). En esta novela de Príncipe nada es notable, nada es histórico, ni el color, ni la fábula, ni la psicología; su ambiente es el * Publicado en el periódico La Vanguardia, 29-I-1913. En esta ocasión Azorín se equivoca al citar de memoria; el título correcto del libro es La Casa de Pero-Hernández: leyenda española, Imprenta de Baltasar González, Madrid 1848. 2 155 156 creado por el romanticismo decadente; la España del siglo xvII que allí se nos presenta no difiere en nada de la España antigua de Larrañaga en sus Leyendas, o de don Eugenio de Tapia en su poema El duende, la bruja y la Inquisición (tampoco respondemos del título). Y citamos estos autores secundarios por no citar otros de primer orden, cuya visión de la España pasada es idéntica a la de éstos; por ejemplo, Larra y García Gutiérrez. Otro caso de novela histórica es El señor de Bembibre, de Enrique Gil. No difiere mucho de las anteriores; pero aquí el espíritu romántico se adapta mejor a la evocación de los tiempos –el siglo xIv– que el autor hace. Ha desaparecido también la nota satírica y la infantilmente terrorífica para dar paso a la sentimental. La novela de Enrique Gil adolece de un candor extremado en sus recursos y situaciones; pero se salva este libro y tiene su lugar –que cada vez será más notorio– en la evolución de nuestra literatura, gracias a sus pinturas de la Naturaleza, a sus paisajes. Son numerosas las páginas dedicadas a la descripción del campo en El señor de Bembibre. Se publicó esta novela –según creemos– en 1844, y sería interesante hacer un estudio comparativo de lo que era el paisaje en los demás artistas literarios de España y lo que es en la novela de Enrique Gil. Nuestro novelista, poeta delicado, interpreta la Naturaleza con un tinte de vaga, suave melancolía; sus paisajes son todos del Norte de España, del Bierzo brumoso y verde; y se puede decir, en resumen, que sus descripciones corresponden al paisaje –vago y melancólico– creado algo más tarde por Carlos Haes en la pintura. Pueden consultarse en la edición Mellado de 1844 los paisajes de las páginas 17, 29, 82, 158, 321, 395, por no citar más que algunos. Hasta aquí no hemos hablado más que de las novelas históricas que no tienen de históricas sino el nombre, las fechas. Pasamos a las novelas de seria reconstrucción de un pasado. Tenemos, en este género, la del argentino Enrique Larreta, La gloria de don Ramiro, publicada hace algunos años. Larreta ha estudiado pacientemente el espacio y el tiempo de su novela (Ávila y el siglo xvI); fruto de sus investigaciones y observaciones es un libro verdaderamente considerable. Hay en La gloria de don Ramiro, indudablemente, color, detalles minuciosos y exactos, vida tumultuosa y fuerte. Pero quien lea este libro forzosamente tendrá que formular algunos reparos. Consignemos, ante todo, que la luz que se proyecta sobre el tiempo, y el espacio de este libro tiene un carácter seductoramente idealizador, romántico. No es que el autor sea un optimista de la historia; es que la manera de ver aquella vida aparece como realzada, como puesta en un plano de vigor, de energía, de fortaleza, de gallardía, superior –según nuestro entender– a lo que realmente era. Y aquí tenemos uno de los escollos capitales de la novela histórica: podréis reconstruir pacientemente, minuciosamente, con toda clase de detalles, el vivir de un siglo pasado –un tanto remoto–; podréis hacernos ver los trajes, las calles, las casas, los espectáculos, etc. Pero ¿y la psicología de los personajes? ¿Y esa materia tan su- 157 158 til, tan efímera, tan alada, que constituye el carácter? Un peligro estará en creer que la naturaleza humana ha cambiado fundamentalmente en el espacio de tres siglos; otro no menos grave en juzgar que no ha cambiado casi nada. Y siempre el novelista, instintivamente, al simpatizar con un personaje, le prestará a éste maneras de ver y sentir de su tiempo, del tiempo del autor. A nuestro juicio, entre otras observaciones que se pueden hacer a la Vida de Cervantes, de Navarro Ledesma, ésta es una de ellas. Cervantes, en el libro –tan prolijo– de Navarro Ledesma siente y ve como un español demócrata y sentimental del siglo xIx; analizando sus sensaciones a lo largo del libro se podría documentar nuestra aserción; sirva de ejemplo el pasaje, muy citado y ponderado, relativo a la batalla de Lepanto, en que el autor del Quijote, se muestra como teniendo respecto de la patria y los deberes cívicos, la sensación que hoy tenemos nosotros al cabo de cuatro siglos. Hemos hablado anteriormente de las variantes que puede haber en la novela histórica según predomine en ella uno u otro factor. En general este problema es el que abarca a la novela toda. Novela en que predomine el estudio de los caracteres, será una novela psicológica (tipo Stendhal o Merimée); novela en que lo esencial sea la pintura de las cosas, será una novela colorista (tipo Gautier o Loti). Lo que se dice de la novela actual, puede decirse de la histórica. Históricas son La novela de una momia, de Gautier, y La Crónica de Carlos IX de Merimée. Novela histórica perfecta será aquella en que ambos elementos –el análisis y el color– vayan equilibrados. Mas se es psicólogo o se es pintor según la innata inclinación, según el temperamento… Viniendo ya al tema de este artículo, diremos algo sobre la novela de don Emilio Cotarelo. El señor Cotarelo no ha cultivado nunca este género literario. Su bagaje –ya muy considerable– está formado por libros de erudición y de historia literaria. Pero diríase que el señor Cotarelo ha querido exponer en su libro y en forma amena el resumen de su labor histórico, arqueológico, relativo a determinada época pasada. No tiene otro propósito su novela El hijo del Conde-duque. No hemos de ver en este volumen una novela, y por lo tanto no como novela hemos de juzgarlo. Hemos de ver, sí, una reconstrucción de un período de nuestra historia. Reconstrucción, no psicológica, no de ideas y sentimientos (como hace Merimée en su citada novela) sino simplemente de todo lo externo, de lo que se ve y lo que se toca. En tal sentido Cotarelo ha llegado al grado máximo –lo decimos sin hipérbole– a que en este género de revivicciones se puede llegar. Será difícil encontrar, aun fuera de España, y refiriéndose a un solo momento histórico, un tan asombroso, prodigioso tratadito de historia de la civilización… externa. Cotarelo lo describe todo con una estupenda minuciosidad; de todo lo que en el siglo xvII se veía nos enteraremos menudamente leyendo estas páginas: de los trajes masculinos y femeninos, con todas sus piezas, exteriores e interiores, detalles, contextura y colores; de la casa, con sus estancias, muebles, adminículos, 159 160 cacharros y chirimbolos; de la calle, con sus viandantes, tipos populares, incidentes cuotidianos, de la vida palaciega, con el complicado resorte de la etiqueta y la bullidora cohorte de pretendientes; de los espectáculos teatrales, con el funcionamiento escénico, público, autores, representantes; en fin, todo, todo cuanto constituía la vida externa en 1640 y en España –en Madrid– nos lo hace ver y tocar este prodigioso detallista. Repetimos que El hijo del Conde-duque, aunque se titula novela en la portada, no es una novela, ni ése ha sido el designio de su autor. Una novela histórica –para nosotros– sería ni más ni menos una novela que se escribiera respecto de 1513, por ejemplo, como se escribiría respecto de 1913; es decir, una novela en que todos los componentes de ella –salvando el temperamento del autor y poco más o menos– estuvieran equilibrados. ¿Imagináis una novela de ahora en que se describiera pieza por pieza todo cuanto llevamos encima, como hace Cotarelo con los hombres de 1640; o en que se catalogaran uno por uno todos los muebles y trabajos de una casa, aun los más prosaicos? El procedimiento sería absurdo. Pues tratándose de una novela, exactamente de como la escribimos hoy se debe escribir otra de los siglos pretéritos. La filosofía de la historia* guIllermo ferrero acaba de publicar en París (lo ha publicado la casa de Plon-Nourrit, casa conservadora), un libro interesante. Se titula La ruina de la civilización antigua. La mayor parte de estas páginas aparecieron hace dos o tres años, en la conservadora Revue des Deux Mondes. Ahora, reunidos en volumen, en impresión clara, podemos juzgarlos más detenidamente. Guillermo Ferrero –me decía un dilecto amigo– es un periodista: un periodista de la historia. Sí, tiene mucho de periodista Ferrero, tiene la brillantez, la amenidad… y un poquito de falacia. Un conterráneo suyo, Benito Croce, le ha atacado duramente en alguno de los volúmenes en que han sido recogidos los escritos de guerra de Croce; pueden verse esas diatribas. Allí puede verse también cómo Croce trata a Claudel, a Barrès, etc. Hay evidente apasionamiento en Croce; lo hay al hablar de Ferrero –francófilo entusiasta durante la guerra– y al hablar de los escritores franceses. Croce fue fervoroso germanófilo. * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 23-X-1921. 161 162 ¿Está libre de defectos Ferrero? De ningún modo, en el epíteto de periodista que le hemos aplicado, se condensan sus excelencias y sus máculas. Es Ferrero un poco precipitado en sus juicios y un poco contradictorio. Sacrifica –a veces– a un efecto una deducción lógica. En las páginas de su nuevo libro podemos estudiar por completo la personalidad del historiador italiano. Ferrero quiere, ante todo, dar una lección. Y esto (este finalismo histórico) es lo que le pierde. Ante las consecuencias de la guerra, ante el movimiento obrero actual, ante los síntomas universales de disgregación, este historiador de la antigua Roma, se yergue desde las páginas de la más importante revista conservadora de Francia y les hace la lección a los europeos de hogaño. «Esto pasó en la antigüedad –les dice– y esto va a pasar ahora». Lo malo es que el libro de Ferrero es una pura contradicción. Con tesis conservadora, se puede sacar de él una deducción revolucionaria. Diría que Ferrero, que empezó siendo revolucionario (recordad su libro El militarismo), quiere ahora ser conservador, pero se olvida de su papel, y teje una obra en apariencia burguesa, en el fondo demagógico. Lo veremos detenidamente. La ruina de la civilización antigua. ¿Cuáles son las causas de la ruina del Imperio romano? ¿Cuándo comienza la declinación del mundo politeísta? ¿Cuánto dura ese derrumbamiento? Tales son las cuestiones que se plantea Ferrero. En el año 235 de nuestra Era –nos dice el historiador italiano– la civilización antigua se hallaba intacta. Esplendían las ciencias, las artes, la política. No se notaba ningún síntoma de decadencia. Y cincuenta años más tarde todo estaba en ruinas (Se ve hacia dónde apunta Ferrero. Si nos dijera a nosotros, europeos de 1921, que dentro de doscientos años nuestra disipación de ahora, nuestra rebeldía de ahora, traería fatalmente la decadencia, tal vez nos dejase fríos, pero si un padre de familia oye decir que dentro de cincuenta años sus nietos, los hijos de sus hijos, no podrán disponer de la propiedad que él ha conseguido, seguramente que se estremecerá). A los cincuenta años –nos dice Ferrero– ya todo estaba en el suelo. Y ¿por qué estaba todo por el suelo? Unos dicen que por causas del cristianismo, otros, que por abrumador exceso de tributos; otros, que por demasiado predominio del elemento extranjero en el Imperio. Pero Ferrero sabe la verdad. Cayó Roma por desprestigio del principio de autoridad. Encarnaba esa autoridad el Senado; era el Senado elemento regulador de la vida política romana; procedía de él –legítimamente– todo el poder: elegía el Senado los emperadores y velaba por el sostenimiento de la jerarquía. Se desprestigió el Senado romano; no hubo fuente legítima del poder; no pudo conservarse la arquitectura social del gran edificio del Imperio, y la ruina fue rápida, estrepitosa y total. Perfectamente. Pero ¿por qué vino el menoscabo y vuelco del famoso Senado? Decir que la causa de la decadencia de Roma se debe a la periclitación del Senado, no es decir nada: porque en seguida 163 164 preguntaremos: ¿por qué decayó el Senado? Pero el mismo Ferrero nos da la clave. Lo del Senado evidentemente lo dice el historiador pensando en las actuales instituciones políticas. Es como si nos dijera: «No seáis amigos de las reformas radicales; no queráis suprimir tales o cuales instituciones seculares. Ved lo que le sucedió a Roma por no haber tenido el cuidado de su célebre areópago de senadores». Sí; hay algo más que eso del Senado. El Senado no podía subsistir; el Senado representaba un concepto de la autoridad, y en el mundo romano –y en todo el mundo social antiguo– había entrado ya un nuevo concepto de autoridad (basado no en la fuerza, sino en la idea) que había de acabar por ocasionar la ruina del antiguo. «Acaso no hay en la historia del género humano –escribe Ferrero– una tragedia comparable a ésta. Durante diez siglos, la civilización antigua había incansablemente trabajado en crear un Estado perfecto, sabio, humano, generoso, libre, justo, que hiciera reinar en el mundo la belleza, la verdad y la virtud». Ese Estado tan profundamente calificado en términos de elogio por Ferrero (sabio, libre, humano, etc., etc.) estaba basado –dice el historiador– «sobre el doble principio aristocrático de la desigualdad necesaria y casi mística de los pueblos y de las clases». Pero, poco a poco, en Grecia y en Roma, pensadores, artistas, filósofos, «aun conformándose con esa desigualdad», fueron esparciendo ideas nuevas. El arte para ser liberador no necesitaba más que ser arte. Diga lo que diga Aristóteles, apruebe o no apruebe la desigualdad, basta que haya pensado en otros dominios libremente para que ese otro espíritu de novedad se sobreponga al contrario de reacción y acabe por anularlo a lo largo de las generaciones. Y Sófocles, y Esquilo, y Anacreonte, y Tíbulo, y Virgilio, y Ovidio, podrán no haber luchado por nada, pero la sensibilidad que han creado, la fina, delicada sensibilidad que han suscitado (no tenían por qué hacer política) había de reclamar –y suscitar– a lo largo del tiempo, un nuevo ambiente social y político. Se produjo fatalmente el cristianismo. Surgió la gran idea cristiana. Se desmoronó el Estado perfecto, el Estado sabio, humano, justo, etc., etc. ¿Cuál era lo perfecto, lo sabio, lo justo, lo humano, etc., etc., el Estado antiguo o el Estado moderno? Guillermo Ferrero, conservador, colaborador de una revista católica y conservadora (la misma casa que edita a Bourget), ¿se atrevería a decir que lo antiguo era lo bueno y lo moderno –el cristianismo– lo malo? ¿Y qué extraña lección es ésta que Ferrero les hace a los conservadores de Europa? A la burguesía de toda Europa, burguesía basada justamente, esencialmente en el catolicismo, Guillermo Ferrero, desde la católica Revista de ambos mundos, desde un libro editado por una casa católica, les dice que el cristianismo fue la causa disgregadora de una organización perfecta, sabia, humana, libre, condenación de anarquistas y revolucionarios. Y como Ferrero habla en nombre de un principio conservador, al hacer la apología de lo antiguo (lo perfecto) denuncia implícitamente la maldad de lo nuevo (el cristianismo) siendo la conse- 165 166 cuencia lógica, la de que se debe ir a la destrucción de lo nuevo y vitando. Tal es la lección que se desprende del libro de Ferrero. Y si el historiador italiano no condena lo nuevo (el cristianismo) entonces las consecuencias serán peores. Porque si da por buena la renovación del mundo operada por el cristianismo, desaparece por completo la lección conservadora de su libro. Lo antiguo, lo perfecto, debía desaparecer; no sería perfecto, ni humano, ni justo, etc., cuando aprobamos su desaparición. Y debemos aprobarla, si queremos aprobar lo actual. Y no siendo digno de ser conservado lo antiguo, ¿dónde está la lección que proporcionamos a los conservadores actuales? Y si una idea nueva (el cristianismo) ha podido renovar el mundo antiguo, toda la civilización antigua, ¿por qué otra idea nueva no podrá, en el transcurso del tiempo, realizar en el mundo moderno una operación análoga? Para terminar tendríamos que decir algo de la filosofía de la historia que profesa el historiador italiano. Tendríamos que pasar revista a las diversas escuelas interpretadoras de la historia. ¿Quién mueve los pueblos? ¿Qué causas elevan y deprimen a la humanidad? ¿Causas económicas? ¿Grandes hombres? ¿Providencia? ¿Ideas? Lo cierto, lo científico, es el anfinalismo histórico; el finalismo es lo irracional. Todo obedece a una fatalidad que desconocemos. Se habla de los grandes hombres (guerreros, conquistadores, sabios, estadistas, etc.), pero sin los grandes hombres se hubiera reducido todo, del mismo modo, más tarde o más temprano, en la evolución humana. Montesquieu, en el capítulo XVIII de su Grandeza y decadencia de los romanos, ha dado la fórmula definitiva de la filosofía de la historia. «Existen –escribe– causas generales, sea morales, sea físicas, que obran en cada monarquía, que la elevan, la mantienen en auge o la precipitan. Todos los accidentes están sometidos a esas causas; y si el azar de una batalla, es decir, una causa particular, ha arruinado un Estado, era porque existía una causa general que hacía que ese Estado debía perecer por una sola batalla. En una palabra: la tendencia general arrastra con ella a todos los accidentes particulares». La lección viene directa desde el siglo xvIII contra Carlyle y Emerson, y contra todos los que practican la superstición de los genios. No hay más genio que la masa, que la grande y férvida muchedumbre de los ciudadanos. 167 Saint-Real y la historia* 168 en uno de los interesantes «Correos literarios» de Le Temps (23 de febrero de 1922), el autor, discreto erudito, nos ha hablado de un historiador, o semihistoriador francés, olvidado: el clérigo Saint-Real. Emilio Heuriot, el redactor literario del Temps, ha dedicado un excelente artículo a Saint-Real, a propósito de una tesis sostenida en la Sorbona sobre tal autor, y, además, porque se prepara una nueva edición de algunas de las obras de Saint-Real. El abate de Saint-Real es, pues, actualidad literaria. Al presente, en Francia, existe una cierta y simpática reacción a favor de determinados autores secundarios, pero interesantes y curiosos dentro de su discreta mediocridad. La serie de ediciones de Bossard («Obras maestras desestimadas»), obedece a este movimiento. Y, seguramente, la edición de SaintReal, que el redactor del Temps anuncia, aparecerá en esa serie que da al público el citado editor Bossard. * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 25-IV-1922. Hablemos, pues, de Saint-Real y de la historia. Saint-Real fue, en efecto, un espíritu literario subalterno; pero también lo fueron, por ejemplo, el padre Bonhours, Saint-Evremont, en el siglo xvII; Volney, de quien hablaremos después, en el siglo xvIII, y otros varios, en el siglo xIx, acaso en esta centuria, el mismo Remy de Gourmont. Saint-Real nació en 1639, y murió en 1692. No dejó gran caudal de obras; lo más conocido de este novelador de la historia, es su Don Carlos, su Conjuración de Venecia y su Ensayo sobre la historia. Sobre la mesa en que escribimos tenemos un lindo tomito, impreso en París en 1829, que encierra las dos últimas obras citadas. Con ser interesantes las obras históricas (o casi históricas) de Saint-Real, es más interesante todavía su concepto de la historia. Las obras históricas de Saint-Real, las más famosas, el Don Carlos y La conjuración, han quedado reducidas a la nada, como historia, a consecuencia de las investigaciones de historiadores y eruditos. La concepción histórica de Saint-Real, en cambio, es defendible, y se nos muestra con una mayor solidez. Pero antes de pasar al examen de la teoría histórica de nuestro autor debemos decir algo de una de sus historias: la del hijo de Felipe II. Saint-Real, en su Don Carlos, sigue la leyenda que quiere que el príncipe don Carlos, el hijo del grande y severo monarca, fue mandado matar por el mismo padre. Difícilmente en la historia de Europa habrá un caso en torno del cual se haya, como en éste, tejido tan espléndidamente la leyenda. No podemos los españoles 169 170 incriminar seriamente su libre fantasía a Saint-Real. No podemos hacerlo, tampoco, a los demás poetas y pensadores que en todas las naciones europeas han dado incremento a la leyenda. Y no podemos hacerlo por la sencilla razón de que hemos sido nosotros mismos dentro de España, los que hemos comenzado por crear ese mito siniestro del regio parricidio. Sería interesante, en grado sumo, trazar la trayectoria, a través del pensamiento europeo, de la leyenda de don Carlos. Han sostenido, entre otros, esta leyenda: Schiller, Campistron, Alfieri, Verdi, Verhaeren… La han sostenido en España –y son detalles sobre los que los historiadores no han insistido– entre otros, nada menos que fray Luis de León y Saavedra Fajardo. Cuando se hable de la malquerencia que los extranjeros nos tienen; cuando se cite, en abono de esta aversión, la leyenda de don Carlos, conviene ser cautos y no olvidar a estos dos españoles ilustres respetados por todos. Fray Luis de León, en los cuatro versos de un epitafio al príncipe don Carlos habla de que el alma del infortunado joven voló al cielo, dejando en el suelo «miedo en el corazón, llanto en los ojos». Y no necesita más un gran artista para decir lo que se proponía. La leyenda está expresada en ese verso final. ¿A qué se refería sino Fray Luis cuando hablaba de «miedo»? Saavedra Fajardo, en la empresa C, la última de su libro Idea de un príncipe político-cristiano hablaba de los peligros que un monarca puede tener en su sucesor. Y dice estas magníficas palabras: «Pero si acaso la naturaleza del hijo fuere tan terrible que no se asegure el padre con los remedios dichos, consúltese con el que usó el rey Felipe II con el príncipe don Carlos, su único hijo, en cuya ejecución quedó admirada la naturaleza, atónita de su mismo poder la política y encogido el mundo». ¿No está esto claro, expreso, terminante? Todavía Saavedra Fajardo, en la empresa II, llama monstruo al desdichado príncipe y en la VII habla de las desenvolturas de don Carlos. ¿Podremos acriminar a Saint-Real, ni a Alfieri, ni a Schiller, ni a Verhaeren el que hayan basado sus obras sobre la leyenda? Pero en Saint-Real la falta, disculpable hasta cierto punto en los poetas citados, es más grave. Saint-Real no hace obra de poeta, sino de historiador, y precisamente su concepción de la historia se halla basada en la investigación de los motivos íntimos y recónditos. Con esto entramos en el examen de la curiosa teoría histórica de nuestro autor. Existe un género de historia defendido por eminentes ingenios y que por parte de otros, no menos ilustres, ha sido ardientemente combatido. Si la historia es un arte o una ciencia constituye un problema que hasta ahora no ha tenido solución. Pero, además, implícita en este problema encontramos la gran cuestión referente a la «sensibilidad» y al «documento» en la historia. ¿Es la historia obra de la sensibilidad, del temperamento del historiador, o, por el contrario, debe el historiador, dejando aparte su sensibilidad, atenerse, impersonalmente, objetivamente, al hecho, al documento? La historia, en suma, ¿es una interpretación artística o una colo- 171 172 cación seca y estricta de documentos, de «fichas»? Tal es el problema; problema que va de Michelet, el gran artista, a Mommsen, el paciente investigador. La guerra universal ha influido en la marcha de esta cuestión magna. Predominaba, antes de la guerra, en Francia, la objetividad, el sistema de «ficha», de documento escueto; Michelet era mirado con desamor: la nueva generación francesa de historiadores y eruditos estaba francamente orientada hacia los métodos alemanes. El conflicto universal ha venido a modificar los términos de la cuestión. Se ha iniciado ya una reacción en favor de la sensibilidad: Michelet y la historia-arte están en camino de ser rehabilitados. Saint-Real pertenece a esta tendencia, ayer desestimada, hoy mirada con simpatía. Pero, dentro de esa tendencia, Saint-Real representa una posición extrema, exagerada. Para Saint-Real, en Don Carlos, en La Conjuración de Venecia, la fantasía, la sensibilidad, lo es todo. En Michelet por ejemplo, como antes, en el siglo xvII, en Bossuet, la sensibilidad deber ir, forzosamente, de par con la documentación. Más bien, lo que Saint-Real representaba es la historia-fantasía que más tarde fue cultivada por Alfredo de Vigny. En el prólogo de su novela Cinq-Mars, Vigny expone elocuentemente su doctrina sobre este género de historia. Y en España, al hablar Menéndez Pelayo (Historia de los ideales estéticos, tomo V) de las teorías de Vigny, presta su asentimiento al poeta francés, y se adhiere también a ellas, con gran escándalo de Campoamor (Véase su folleto El ideísmo en su discur- so de recepción en la Academia de la Historia). ¿De qué manera se podrá conciliar la práctica de la historia-fantasía de nuestro Saint-Real con el fundamento que el mismo historiador asigna a la historia en su conocido y citado ensayo? En su ensayo Del uso de la historia Saint-Real comienza haciendo un detenido análisis de las causas que pueden ofuscar la visión y el juicio del historiador. Por debajo de las brillantes apariencias de las acciones humanas (generosidad, valor, sentido de la justicia, etcétera) debemos calar el íntimo y profundo designio que al hombre ha guiado en la realización del acto que comentamos. Acaso ese acto no ha sido realizado por generosidad, por valor, ni por amor a la justicia; seguramente que como motivo oculto, recóndito, encontraremos el interés, la vanidad, el amor propio… «Como somos demasiado materiales para conocer la belleza de la virtud –dice Saint-Real en el capítulo III de su ensayo– del mismo modo somos incapaces de consagrarnos a la virtud por ella misma; no la seguimos sino por la gloria que por ello nos redunda». Tal es, en síntesis, el sistema. Si ahora abrimos las Máximas de La Rochefoucauld, veremos que, punto por punto, ésa es toda la filosofía del profundo psicólogo. Saint-Real transporta a la historia el feroz y despiadado «egoísmo» de La Rochefoucauld. Lo difícil es saber cuál ha sido el íntimo motivo de un hecho histórico. Interesado o desinteresado, egoísta o altruista el acto que ha sido realizado, la misión del historiador es descubrirlo. La dificultad permanece en pie. Después de Saint- 173 174 Real, en el siglo xvIII, Volney profesa en la Escuela Normal unas Lecciones de historia, hoy olvidadas, pero en extremo curiosas. Todos los argumentos que en el día se exponen contra la historia, sobre la dificultad de la historia, por Volney están expuestos en ese interesantísimo libro. En ocho aforismos (prólogo de la obra citada) expresa Volney esas objeciones acerca de la labor de los historiadores. En el siglo xx, en nuestros días, un gran historiador francés, colaborador de La Prensa, Gabriel Hanotaux, publica como Saint-Real, como Volney, otro libro sobre el concepto de la historia: De l’histoire et des historiens (París, 1919, en la librería de Conard). Es curioso ver cómo los argumentos expuestos por Saint-Real y por Volney, vuelven a ser puestos en evidencia, de un modo sagaz y agudo, por el historiador actual. Al hacerlo, Hanotaux añade profundos matices que antes no habían sido notados y toma partido, desde luego, por la historia-arte en contra de la historia-documento. He aquí las hermosas y profundas palabras de Gabriel Hanotaux: «Todos los que han participado en la vida política, todos los que han reflexionado sobre la vida privada, saben que lo que es importante en la una y en la otra, no se escribe». Existe un pensamiento oculto que frecuentemente él mismo se desconoce, y que no se precisa sino a medida que se va convirtiendo en acción, y que instintivamente evitamos expresarlo por escrito. El hombre de Estado sabe que si triunfa, el éxito hablará por él; si fracasa, él no quiere aparecer como habiéndose equivocado». Hay, pues, en la historia –según confesión de un hombre de estado e historiador– una parte considerable, la más importante acaso, que no se escribe. No existen por tanto documentos. ¿Qué hará el historiador? ¿No tendrá que recurrir a la sensibilidad, a la intuición? Julio Michelet triunfará siempre. Y la historia será, como decía Agustín Thierry en su Cartas sobre la historia de Francia (1827), no la pintura de los héroes sino la epopeya de todo un pueblo. «No bastará –decía Thierry– que el historiador sea capaz de esa admiración por lo que se llama héroes; será necesario una más amplia manera de sentir y de juzgar; será necesario el amor a los hombres como hombres, independientemente de su fama y de su condición social; será necesario una sensibilidad bastante viva para consagrarse al destino de toda una nación y seguirla a través de los siglos como se siguen los pasos de un amigo en un viaje peligroso». En estas palabras, escritas por Agustín Thierry en 1827, está toda la historia moderna. 175 La vida de un historiador* 176 loS aficionados a los estudios históricos pueden leer un nuevo libro interesante. Se titula el nuevo libro Agustín Thierry, según su correspondencia y sus papeles de familia. Es su autor un deudo del gran historiador del mismo apellido: A. Agustín Thierry. Y lo ha editado la casa Plon-Nourrit, de París. ¿Qué personalidad es la de Agustín Thierry y qué representa la obra de éste en las letras francesas? En Thierry es interesante la obra y la vida. Paso a paso va siguiendo el autor del nuevo libro la vida del eminente historiador. Y tal vez una de las partes más interesantes del volumen es aquella en que se estudian las relaciones de Thierry con SaintSimon. Saint-Simon, aristócrata, descendiente del gran analista del siglo xvII, fue maestro de Thierry. Thierry, muchacho, prendado ya de algunas letras, sirvió de secretario durante algún tiempo a Saint-Simon. Sabido es que Saint-Simon es, con Fourier, con Owen, uno de los padres del socialismo moderno. Era Saint-Simon uno de esos revolucionarios franceses que han hermanado las ideas más * Publicado en el periódico ABC, 13-VIII-1922. disolventes con un excepcional espíritu de sacrificio y de simplicidad en la vida (Julio Guesde que acaba de morir, era un hombre sencillo, que todas las mañanas iba él mismo a comprar los mantenimientos del día. Blanqui pasó cuarenta años en presidio, y no se avino a abandonar sus ideales). La influencia de Saint-Simon sobre Thierry es manifiesta; se separó del caballero socialista el futuro gran historiador, se separó precisamente por cuestión de doctrina; pero en el espíritu de Thierry quedó el germen de un humanitarismo, un amor al pueblo, una simpatía por los vencidos, que es lo que –con otras cualidades de orden estético– da realce a su obra. Y está ya en marcha Thierry por el camino de las letras. Vive sencillamente y ha de trabajar mucho. Su predilección es la historia. Ante él se abre un vasto campo inexplorable. ¿Quién ha escrito la historia en Francia? ¿Cómo ha sido escrita esa historia? ¿Los grandes historiadores son todos antiguos? El más grande de todos, acaso, pertenece a la Edad Media, ese maravilloso historiador (realmente, sí, maravilloso) es amigo y consejero de un rey (¡Y cuánto ganarían los reyes si tuvieran consejeros como éste!). Aludimos a Joinville y a su historia de San Luis: uno de los libros más bellos, no sólo de la literatura francesa, sino de las letras de toda Europa. Y bien puede decirse que una Edad que ha producido obras literarias tan finas como ésta, no puede, en ningún modo, ser calificada de ruda. Después de Joinville, de Commynes, de Froisart, ¿qué grandes historiadores ha habido en Francia? La historia es una cosa 177 178 moderna, el horizonte que se abría ante Agustín Thierry era ilimitado. «El catálogo de los libros que yo debía leer y extractar –dice el historiador en una carta– era enorme; y como yo no podía disponer sino de un corto número de ellos, me veía precisado a ir a buscar los restantes a las bibliotecas públicas. En lo más recio del invierno yo permanecía largas horas en las galerías glaciales de la calle de Richelieu, y más tarde, bajo el sol ardoroso del verano, yo corría, en un mismo día, desde Santa Genoveva al Arsenal y desde el Arsenal al Instituto». El trabajo del joven historiógrafo es abrumador. No existe para él nada en el mundo sino sus investigaciones. Años enteros pasa en las bibliotecas y en los archivos. Al fin aparecen algunos escritos suyos. Su primer libro –la Historia de la conquista de Inglaterra– logra un brillantísimo, ruidoso éxito. De un golpe, Thierry es proclamado gran historiador por los hombres más eminentes de su tiempo (Sainte-Beuve, Balzac, etc.). Un sentido nuevo de la historia, completamente moderno, ha hecho su aparición. Hablando del tiempo en que Thierry realizaba sus trabajos en los archivos, dice el autor de este libro de que tratamos: «Un primer hecho llamó inmediatamente la atención de este rebuscador de archivos. ¿Por qué, descendientes de los vencidos, no habíamos escrito nunca sino la historia de los vencedores? ¿Por qué pasar en silencio desdeñoso esas revoluciones comunales, primera explosión del espíritu de libertad? ¿No tenían los villanos tanto derecho como los nobles a su libro y a sus antecesores?». A esta rehabilitación del pueblo en la historia únase el sentido de lo pintoresco, y se tendrá, en una breve fórmula, todo el sentido de la historia en Agustín Thierry. La nueva historia acaba de ser inaugurada con un libro soberbio; el nuevo historiador había realizado una obra que ofrecía dos importantísimos aspectos: uno moral y otro literario. Había realizado en su libro una obra de justicia –al rehabilitar a las masas abnegadas y laboriosas–, y había al mismo tiempo creado una modalidad de historia pintoresca, plástica, viva. Todo sonreía al felicísimo y aplaudido escritor. Pero un día, un hermoso y claro día, al penetrar en un espléndido parque frecuentado en su niñez, notó que los árboles que él viera antaño verdes eran ahora de encendido color rojo. Un velo de sangre enturbiaba su visión. Pocos días después, Thierry se quedaba ciego en absoluto. En pleno lisonjero éxito, cuando mayor era su ardimiento para el trabajo, el gran historiador se quedaba sin el órgano necesario para el trabajo. No desmayó por esto Thierry. El Gobierno de su país le puso al frente de una nueva escuela de investigadores y eruditos, y millares y millares de documentos fueron exhumados y examinados en los archivos públicos. Un inmenso tesoro de erudición, que permanecía olvidado, ignorado, fue sacado a luz por los jóvenes trabajadores. Thierry, ciego, dirigía los trabajos. «Reunidos los materiales y confrontados –dice el autor del libro indicado–, Thierry convocaba a sus auxiliares y se hacía leer y releer los documentos y cartularios colocados a su alrededor como testigos 179 180 del pasado. Después, meditada y silenciosamente, establecía las relaciones entre unos y otros, gracias a su poderosa memoria; lentamente los fecundaba con la reflexión; al fin dictaba; y dictaba en un estilo que él había trabajado y limado en su cerebro, en que él había puesto su sello personal». La vida, llena de trabajo, de un tal obrero intelectual, es verdaderamente admirable. Pero todavía Thierry había de ser sometido a más dura prueba. Tras de la ceguera vino la parálisis. Thierry se encontró ciego y paralítico. «A los treinta y tres años –dice el autor del libro que examinamos– comenzó para él esa pasión, si se puede hablar así, que debía durar veintiocho años más; pasión triunfante, puesto que Thierry salió de ella victorioso por el vigor indefendible del alma y por la potencia persistente del trabajo». ¿No realizó Pasteur, después de su hemiplejía, sus más fecundos descubrimientos? Ciego y paralítico, continuó el gran historiador sus grandes trabajos. Pudo decir, cuando iba a expirar, que moría después de haber dado a su Patria todas sus energías. Ejemplo alto y sereno de vida nos ofrece el libro que ahora publica el deudo de Thierry. Puede servir para los aficionados a la historia –como decíamos al principio–, y lección ejemplar será también para todo linaje de ciudadanos. No sólo ha creado Agustín Thierry un modelo nuevo y generoso de historia; su vida vale tanto como su obra. Y la historia –y la política, consecuentemente–; la historia, repitámoslo, no es materialismo, no es interés brutal y tangible. La historia y la política son espíritu. En el seno de una civilización todo espíritu vivimos; millares y millares de hombres –mártires y misioneros– han sufrido y muerto por el espíritu. ¿Cómo podríamos aceptar una política, una concepción histórica, basadas en el más limitado y concreto materialismo? En historia la vida y la política son espíritu. Y ahí está el gran historiador, padre de la historia moderna, que ciego, paralítico, endolorido, inmóvil, perdido en las tinieblas, prosigue, lleno de entusiasmo, trabajando, guiado por la esperanza, movido por el espíritu. 181 La literatura y la vida* 182 un escritor francés ha publicado recientemente un libro que ha sido muy discutido. Se titula El reverso del gran siglo. El gran siglo en Francia es el siglo de Luis XIV. El siglo de Luis XIV –la decimoséptima centuria– está considerado por la burguesía conservadora francesa como la época de mayor esplendor de Francia. Y ese esplendor lo ha logrado para su Patria el talento, la perseverancia, la incansable laboriosidad de un Monarca. Esta última consecuencia –si hemos de ser exactos– no la sacan ya del gran siglo los burgueses conservadores de Francia, que son republicanos, sino ciertos escritores entusiastas del antiguo régimen político. Luis XIV sirve, en Francia, a los partidarios de la Monarquía, para defender y propugnar sus ideales. Y como en la nación vecina se estudia y se ama la historia, los escritores republicanos radicales, que también lo saben, contestan con otros libros en que se defiende la tesis contraria. La publicación de El reverso del gran siglo responde a la publicación anterior de otro libro en que * Publicado en el periódico ABC, 13-VIII-1925. se hacía el panegírico de Luis XIV. Siento no recordar el nombre del autor de El reverso3; si no recuerdo mal, lo ha editado la casa Albin Michel, de París. Lo interesante ahora es examinar, si no todo, parte de la argumentación del autor. El trabajo realizado en el libro es excelente, la erudición es caudalosa y exacta. Y una novedad –relativa– del volumen consiste en que el historiador no dice nada por su cuenta propia; con gran escrupulosidad se limita a copiar textos de libros que aparecieron en el reinado de Luis XIV, y en los que se describen las costumbres de dicha época. Ya un eminente especialista en cuestiones medievales –el profesor de la Sorbona, Langlois– había divulgado tan excelente sistema. Y estos días precisamente acaba de publicar un nuevo volumen (editor, Hachette), perteneciente a la serie de los que está escribiendo sobre la vida en la Edad Media. De la vida en la Edad Media, el profesor de la Sorbona no dice nada, absolutamente nada, en los interesantísimos libros que publica. Lo dicen todo los textos de autores de la Edad Media, que él, con gran perseverancia, con delicado tacto ha ido escogiendo y ensamblando en la indicada serie. La vida de una época, pintada así, por los coetáneos, no puede ser ni más auténtica, ni más exacta. El autor es el escritor francés Félix Gaiffe. La edición de este libro que se conserva en la biblioteca personal de Azorín en su Casa-Museo en Monóvar es: L’envers du grand siècle, Albin Michel, París 1924. 3 183 184 ¿Auténtica y exacta? ¿Nos dirán las sabias leyes de Indias la verdadera conducta de los españoles en América durante la conquista? ¿Nos dirá el teatro español clásico –calificado de amoral por Menéndez y Pelayo– la verdadera vida española en el siglo xvII? Si los textos de Langlois y los textos del autor de El reverso del gran siglo son auténticos, de autenticidad indubitable; pero la realidad ha podido ser otra. Ser otra, no absolutamente en oposición a los textos, sino en apreciable variante. ¿Podríamos aplicar a la vida española del siglo xvII el calificativo de amoral que Menéndez y Pelayo (en uno de sus prólogos a Lope publicado en 1898) aplica al teatro clásico? La novela picaresca evidentemente no es realista; o por lo menos, no es real. Reputado por dechado de realismo, ese género novelesco es una constante deformación de la realidad. No podríamos tomarlo como modelo para la apreciación de la realidad española en determinado momento histórico. La novela picaresca es sólo un indicio de lo que España era en los siglos xvI y xvII. Quedan, aparte del teatro y de la novela picaresca, otros documentos literarios. A nuestra disposición tenemos, para el estudio de la España antigua, la novela corriente no picaresca. Y ahí están –aparte de las maravillosas novelas de Cervantes– las de doña María de Zayas. ¡Figura singular, figura única, figura peregrina la de esta señora en la literatura española! No ha sido doña María de Zayas todavía estudiada como merece por historiadores y críticos; en los manuales de literatura apenas se le concede cuatro líneas. Y, sin embargo, las Novelas amorosas de Zayas son una verdadera maravilla de estilo –sobrio, claro, escueto– y de penetración psicológica. Pero no busquemos en las Novelas amorosas la imagen de la vida española en el siglo xvII. Y si la buscamos, conformémonos con la imagen que el novelista nos ofrece. Y la imagen no puede estar más conforme con el calificativo aplicado por el gran crítico al teatro clásico. La moral no existe para doña María de Zayas. Los personajes –sobre todo las mujeres– obran y se conducen como si la moral no existiera en el mundo. Y he señalado en un estudio publicado fuera de España el retrato de una dama (se trata de una duquesa) que la autora hace en la novela El prevenido engañado. Ningún autor moderno ha llegado más allá en la pintura de tipos amorales que doña María de Zayas en el retrato de esa aristócrata. El autor de El reverso del gran siglo dedica uno de los capítulos de su libro al examen de las maneras. Se pondera la perfecta urbanidad de las gentes en el reinado de Luis XIV, y se ve, por el contrario, a juzgar por los textos de los manuales de civilidad, que la grosería y la incorrección eran cosa corriente. Los principales textos citados por el autor se refieren a la conducta del comensal en la mesa. Los manuales señalan actos incorrectos que se deben evitar. Al señalarlos, se deduce del hecho que tales groserías se cometían en la Francia de Luis XIV y por la gente culta de entonces. Se ha hablado de este capítulo en el país vecino al hacer la crítica del libro. La argumentación del 185 186 autor, textos aducidos por el autor, parecían irrebatibles… Y, sin embargo, nada más falaz. Lo que no han dicho los impugnadores de El reverso del gran siglo es que las faltas de urbanidad señaladas en los manuales franceses del tiempo de Luis XIV no eran privativas de Francia, ni exclusivas del reinado a que se alude. Los manuales de civilidad vienen desde hace siglos copiándose unos a otros. En Francia, las groserías de que se habla en los textos de El reverso del gran siglo estaban copiadas de otros libros más antiguos. En España, en los manuales, se señalan las mismas incorrecciones. Y puede decirse que es de Italia de donde han llegado a Francia y a España los modelos de los manuales de urbanidad. Las ediciones de los conocidos Galateos se repiten durante siglos en las ciudades españolas. Y si abrimos los Diálogos, de Juan Luis Vives –Diálogos para el estudio de la lengua latina–, veremos que en el capítulo dedicado a la mesa se señalan algunas de las faltas de que se habla en El reverso del gran siglo. ¿Qué queda de la argumentación del autor de ese siglo tan discutido? ¿Cuál es la relación del documento literario y de la vida real? El siglo xvIII* el día 15 de noviembre de 1711, hizo su entrada en Madrid por tercera o cuarta vez –pero ahora de un modo definitivo– don Felipe V. A las tres en punto de la tarde. Se colocó una larga valla desde la Puerta de Atocha hasta palacio. Había que contener a la muchedumbre entusiasta. En Madrid no se pensaba en otra cosa. Trastornadas, revueltas, todas las casas. «A las once no había ya olla que estuviese segura en su chimenea, aunque nunca hubiese cocido, porque en este día se indultaron hasta los descuidos de las cocineras y fregatrices, estando sólo en su punto los cuidados del sastre y del tocador». Limitémonos a dar estos solos detalles de la solemne entrada. Nadie creería que en un librito de modelos de cartas –como los que hoy se hacen para uso de soldados y de «menegildas»– había de encontrarse una puntual relación del hecho más trascendental de España en el siglo xvIII. En la Práctica de Secretarios, publicada por don Gaspar de Ezpeleta (segunda impresión, Madrid, 1723) hemos encontrado el interesante documento. Y lo exhumamos ahora con motivo de la * Publicado en La Prensa de Buenos Aires, 19-III-1930. 187 188 publicación de un volumen titulado España bajo los Borbones. Su autor: don Pío Zabala y Lera, catedrático en la Universidad de Madrid. El señor Zabala, en su obra, abarca desde el principio del siglo, el siglo xvIII, que se inicia con el reinado de Felipe V, hasta 1902, en que don Alfonso XIII jura la Constitución ante el Parlamento. Muy trillada está la historia de la casa de Borbón en España; pero el catedrático de la Universidad de Madrid ha sabido hacer un libro en que, de un modo circunstanciado, resume ese largo período de la historia nacional. La historia externa, la historia de los hechos, es perfecta en el libro de don Pío Zabala; el lector que desee saber lo que ha ocurrido en la nación española en ese lapso, podrá consultar con provecho el manual del catedrático madrileño. Los acaecimientos y los incidentes están narrados a la menuda, paso tras paso. Es verdad que falta un poco de color y de relieve; el color y el relieve sin los cuales no puede haber gran historiador. Pero la exactitud del relato y la copia de pormenores son tales, que puede el lector darse por satisfecho; si la obra le llegare a defraudar como cosa artística, le satisfará como acervo y recopilación de noticias. Y ya hecha justicia al erudito historiador, nos será permitido que, a propósito de este libro, hagamos una observación que es dable aplicar a la generalidad de los historiadores actuales. En una palabra: falta en esta historia –como falta en muchas de las escritas recientemente– la historia de las ideas; los hechos son poca cosa si no se los relaciona con las ideas; los hechos son en la vida el soporte de las ideas. Y una historia completa será aquella en que sobre la trama de los hechos, vayamos viendo de qué modo las ideas se van desenvolviendo. La evolución de las ideas es lo que pedimos; que el historiador trace en su libro la trayectoria de las ideas. Y si se trata, como ahora, de la Casa de Borbón en España, desearíamos ver patentemente, de un modo preciso y claro, cómo las ideas de justicia, de derecho, de sentido de la equidad, cómo, en suma, la sensibilidad de los españoles ha ido desenvolviéndose a lo largo de ese período que va desde 1700 hasta 1902. ¿Qué es lo que el siglo xvIII representa en España? ¿Qué cambios se operan –caso de operarse alguno– entre 1700 y 1800? ¿De qué manera la sensibilidad se ha transformado –caso de que haya habido transformación– en el período histórico que señalan esas dos fechas? Esto, para nosotros, es lo importante; es importante ver la línea de la sensibilidad española en sus ondulaciones entre esos dos guarismos. El catedrático de la Universidad de Madrid, no sólo, a nuestro juicio, no da importancia a ese problema, sino que aun parece descuidar los aspectos de la vida nacional que se relacionan con tal asunto histórico. Así, por ejemplo, el conde de Aranda, expulsor de los jesuitas, autor de grandes reformas que llegan a determinar un cambio en las ideas; el conde de Aranda está como escamoteado en el libro; del primer ministerio de Aranda no se dice nada; en ese primer período de mando del conde –cuando llamado por Carlos III vino de Valencia, donde era capitán general, a apaciguar el motín pro- 189 190 movido por las disposiciones de Esquilache–; en ese primer período de mando de Aranda, fue cuando el conde realizó todas sus grandes reformas; no se dice tampoco gran cosa, aunque algo más se dice, del segundo ministerio del conde; el lector reconocerá que la omisión es de importancia; en torno a Aranda gira toda la vida nacional en la segunda mitad del siglo xvIII; su huella en la sensibilidad española es honda; no es posible trazar la historia de España en ese período y no dedicar un ancho espacio a la figura de Aranda, piénsese lo que se piense de tal gobernante. Y poco después ocurre lo mismo con otro gran personaje: con Gaspar Melchor de Jovellanos. El señor Zabala llama a Jovellanos «soberana figura». Y no entendemos cómo, siendo para el autor soberana la figura de Jovellanos, no dedica a este español magno toda la importancia que realmente tiene. No se puede hacer la historia del tránsito del siglo xvIII al xIx sin conceder amplio estudio a Jovellanos. Pocos casos se darán en la historia moderna de las naciones europeas como éste; en Jovellanos se resumen de modo admirable, preciso, exacto, todo el espíritu del siglo xvIII y todo el anhelo de la centuria que se va a inaugurar con la guerra de la Independencia. Y si nos concretamos a la estética, Jovellanos, lector de Rousseau, lector de Bernardina de Saint-Pierre, es, a más del primer romántico español, el primero que ha sentido la Naturaleza, el paisaje, de un modo sólido, reflexivo, trascendental. Es el primer romántico en su Epístola escrita desde la Cartuja del Paular y aun en su drama El delincuente honrado, y es el más hondo sentidor de la Naturaleza en su descripción del castillo de Bellver y en alguna de las oraciones pronunciadas en el Instituto de Gijón, fundado por el gran astur; por ejemplo, en la oración que en la edición Cañedo lleva el siguiente expresivo título: Oración pronunciada en el Instituto asturiano sobre el estudio de las ciencias naturales, que se podría intitular: Meditación sobre los seres criados y sus relaciones con Dios y el hombre, consideradas en el orden de la Naturaleza. Es verdad que fray Luis de Granada había ya tratado de la Naturaleza en su Introducción del Símbolo de la Fe, pero este acento de ahora –acento que sin ser panteísta, sin salir de la ortodoxia católica, considera la Naturaleza como un todo armónico, profundo, en misteriosa dependencia de todos sus elementos–; este acento de ahora es nuevo, completamente nuevo, en la ideología española. Involuntariamente, pensamos en meditaciones análogas, hechas en nuestros días; meditaciones de un tinte místico, escritas por un antiguo hegeliano, hegeliano de la izquierda: don Francisco Pi y Margall, en su librito Tardes de invierno. Interesante sería la comparación de uno y otro trabajo, y ello nos haría ver toda la modernidad de Jovellanos. Don Gaspar representa el sentido científico del siglo xvIII –siglo espléndido en España– junto con todo el espíritu naciente de la centuria decimonona. Así es curioso examinar la posición de Jovellanos cuando se trata su asunto predilecto, de la pedagogía. Jovellanos era un artista literario; lógicamente, debiera estar prendado de la antigüedad clásica; lo 191 192 que se llama humanidades debiera por fuerza de tener en él un defensor esforzado. Y, sin embargo, no es así; todo el espíritu científico del siglo xvIII alienta en Jovellanos; el ambiente de ese siglo le domina, y, observador profundo, religioso, de la Naturaleza, acaba por dar el predominio en la pedagogía a la ciencia sobre la antigüedad clásica. Una de esas bellas oraciones que solía pronunciar Jovellanos en su instituto, es la que marca esta singularísima posición del gran español, posición hoy completamente moderna. Oigámosle; habla de las ciencias y de las letras, y dice dirigiéndose a los estudiantes: «No temáis, hijos míos, que para inclinarnos al estudio de las buenas letras, trate yo de menguar ni entibiar vuestro amor a las ciencias. No por cierto; las ciencias serán siempre a mis ojos el primero, el más digno objeto de vuestra educación; ellas solas pueden ilustrar vuestro espíritu; ellas solas enriquecerle; ellas solas comunicaros el precioso tesoro de verdades que nos ha trasmitido la antigüedad, y disponer vuestros ánimos a adquirir otras nuevas y aumentar más y más este rico depósito». El orador sigue hablando del provecho del estudio de las ciencias; después aborda el tema de las letras clásicas y llega al problema de las lenguas muertas. ¿Es que Jovellanos va a recomendar el estudio de esas lenguas pretéritas? Y el orador prosigue: «No, señores; confieso que fuera para vosotros de grande provecho beber en sus fuentes purísimas los sublimes raudales del genio que produjeron Grecia y Roma. Pero, valga la verdad, ¿sería tan preciosa esta ventaja como el tiempo y el ímprobo trabajo que os costaría alcanzarla? ¿Hasta cuándo ha de durar esta veneración, esta ciega idolatría, por decirlo así, que profesamos a la antigüedad? ¿Por qué no hemos de sacudir alguna vez esta rancia preocupación a que tan neciamente esclavizamos nuestra razón y sacrificamos la flor de nuestra vida?». El texto es rotundo, definitivo; la animosidad contra las llamadas humanidades no puede ser más intensa; idolatría, rancia preocupación, la razón esclavizada neciamente… Jovellanos cree que la observación perseverante, amorosa, circunstanciada, de la Naturaleza, vale más que el estudio de los clásicos de Grecia y Roma; quien observe la Naturaleza tendrá lo que se dice que se logra con el estudio de esos clásicos –y ésta es la defensa suprema de las humanidades–; tendrá finura de espíritu, discernimiento delicado, corazón humano. ¿Cómo no ha de creer eso un observador de la botánica, de todas las maravillas y delicadezas de la botánica, como Jovellanos? ¿Y es que esas maravillas no nos harán ser tan finos como la lectura de Homero o de Virgilio? Y sobre todo –dice Jovellanos– si los antiguos fueron grandes, lo fueron por esa observación de la Naturaleza; conque en vez de copiarlos, debemos hacer lo que ellos hicieron. ¿Se ve toda la modernidad de Jovellanos? ¿Y no es esto más importante en la historia de España bajo los Borbones que otros mil detalles y zarandajas de la política? Ahora si queremos completar el cuadro o añadirle otro rasgo capital, lleguémonos hasta el padre José Francisco de Isla y estudiemos la obra realizada 193 194 por este jesuita. Cojamos algunas páginas del Fray Gerundio y veamos de qué modo, con la mejor intención del mundo, Isla traspasa los linderos del mero humorismo, y sin querer, hace que su sátira llegue hasta lo más hondo, e inaugure en España una ideología de que se hallaba muy distante el buen jesuita. Como Jovellanos llega acaso más lejos de lo que él imaginaba, así el padre Isla abre la puerta, sin sospecharlo, a una corriente de crítica que en el siglo siguiente ha de dar sus frutos. Y ésta es una pequeña muestra de la marcha de las ideas que nosotros quisiéramos ver en las historias políticas nacionales. La materia histórica* a veceS un ciudadano puede tener dudas que le obsesionen; a veces puede verse en perplejidades que le desazonen durante días y días. El tejido de los hechos que componen la vida diaria es complejo y sutil; la materia de que se ha de formar la historia es varia y divergente. Ese ciudadano que imaginamos asiste al espectáculo de la vida diaria con un espíritu de atención y de vigilancia; ese ciudadano, lector de historia, se preocupa de lo que, entre los hechos que a su vista se están desarrollando, podrá ser la materia de la historia. Es decir, que todos los días ocurren hechos que pueden ser históricos, o que por lo menos han de formar los aledaños del hecho histórico y que no podemos saber a ciencia cierta, con exactitud, lo que en la perspectiva del tiempo tendrá carácter de histórico o no lo tendrá. Es decir, que en la complejidad de la trama social, ante el espectáculo de los hechos que contemplamos, no nos es dable afirmar con seguridad cuál será el detalle sintomático y cuál no lo será; cuál será el hecho señero, resaltante, condensador de un estado de espíritu nacional, y cuál * Publicado en el periódico Crisol, 9-VI-1931. 195 196 no lo será. La tela que el tiempo y las contingencias humanas tejen, la tenemos delante de nosotros; la podemos tocar; la podemos palpar con nuestros dedos; la sacamos a la puerta de la calle, como se suele hacer en los comercios, y a plena luz la examinamos. Y sin embargo, esa tela sutil y casi etérea se va deslizando poco a poco en la corriente del tiempo; los hechos grandes y pequeños se suceden; todo se va alejando en lo pretérito. Y en este momento en que el maravilloso tejido se encuentra entre nuestras manos, no podemos decir cómo es y cómo será en lo futuro. Este gran hecho que ahora se ha producido, ¿será tan grande como lo vemos? ¿Tendrá en lo futuro la importancia que al presente le damos? En cambio, este otro hecho que parece de menos relieve, al cual no se le concede la consistencia que al anterior, ¿no cambiará de aspecto con la lejanía y resaltará sobre el que ahora consideramos mucho mayor? En la historia se hallan consignados los hechos y gestas de los reyes; no hay más altos y poderosos personajes en los anales humanos; el historiador ha de contar con esos factores históricos. Y sin embargo, por debajo de esos imponentes elementos existe otra trama sutil y delgada que el pueblo ha ido tejiendo. En silencio, con trabajo, con sacrificios, el pueblo, o sea un pobre labrador, un artesano, un marinero, un excavador de minas; el pueblo decimos, ha ido formando una urdimbre de hechos pequeñitos, insignificantes, que ahora se nos aparecen como de más valor, de más trascendencia, que los altos y magníficos hechos de los reyes. ¿Y este escritor que ante su mesita se halla sentado? ¿Es que no queréis tener en cuenta lo que representa en la evolución humana? El escritor que ahora estamos viendo, y otros muchos escritores como éste; el escritor que ahora tenemos delante de los ojos, y centenares de otros escritores que a lo largo de los años, a lo largo de los siglos, han ido haciendo avanzar la inteligencia del hombre y perfeccionando su sensibilidad. ¿No serán los hechos que han suscitado estos laboradores de la inteligencia más trascendentales, más intensos y extensos, que esos otros hechos más retumbantes y esplendentes de la política, de los reyes o de los revolucionarios? Un escritor como nuestro José Ortega y Gasset nos dice que él no ha intervenido en el advenimiento de la República en España; la República ha sido incorporada a un grupo de hombres que se llamaban republicanos desde hacía mucho tiempo o desde hacía poco. Esos hombres son los que, a los ojos de un espectador superficial, han traído a España el nuevo régimen; ahora ellos son los que lo usufructúan. Nuestro amigo ha permanecido años y años inclinado sobre los libros y sobre las cuartillas; ha escrito mucho y ha hablado; establezcamos la hipótesis de que no haya tan siquiera pronunciado jamás la palabra República; supongamos que su pensamiento haya estado siempre a cien leguas de la República. Y con todo, el hecho es de una evidencia abrumadora: este amigo nuestro, estilista y orador, filósofo y artista literario, ha ejercido durante veinte años en su patria una influencia como nadie la ha ejercido 197 198 jamás; la juventud ha seguido fervorosamente sus enseñanzas; el pensamiento nacional, en lo que tiene de más fino y de más hondo, se ha nutrido de su pensamiento, por la sensitiva finura de su estilo, todo plasticidad y cadencia: el estilo castellano ha ascendido en emoción y en melodía. Si colocamos el nombre de este español al lado de todo un grupo de revolucionarios, ¿no será lícito creer que nuestro amigo ha influido más en el advenimiento del nuevo régimen que estos otros hombres que se atribuyen la misma obra? ¿No pesará más en la historia un nombre solo que una decena de nombres? En la perspectiva del tiempo, desde lo por venir, cuando se mire hacia atrás, hacia estos momentos de ahora, seguramente se verá resaltante el hecho de un solo hombre, y en la sombra, desvanecido el hecho de un grupo de otros ciudadanos. Recientemente se ha producido en Madrid un hecho que viene a corroborar nuestra teoría. El archivo histórico de un gran historiador, García Villada, ha sido destruido. Los periódicos, con alguna excepción, no han comentado el hecho, el hecho ha pasado inadvertido, se ha deslizado como uno de tantos hechos insignificantes. ¡Y lo que se ha producido tiene una consecuencia incalculable! ¿La tiene de veras? Al contemplar la indiferencia de la masa social, al advertir el silencio de los periódicos, el ciudadano duda, se encuentra perplejo. Para reunir este admirable arsenal se han necesitado años y años de trabajo paciente, fervoroso; centenares de manos han ayudado desde todas las partes del mundo a las ma- nos solícitas, perseverantes de este historiador. Con cuidado, con meticulosidad, poniendo en la obra un intenso amor, las piezas y documentos del archivo han ido siendo reunidas; libros preciosos han sido adquiridos para este admirable taller; ediciones que no tienen par en el planeta han sido buscadas y traídas a esta biblioteca; con mil trabajos se han allegado datos que será imposible volver a reunir; millares y millares de papeletas formaban un conjunto tan rico, como puede ser el mayor tesoro de la tierra. Y todo esto, todo este trabajo, toda esta ciencia, todos estos afanes, todo lo que representa en la cultura y en el saber humano este archivo, ha sido hecho pavesas, destruido, aniquilado. Y el más profundo silencio ha rodeado este hecho de una terrible magnitud. En la historia de la humanidad lo que se cuenta es el espíritu: el pecado contra el espíritu es el mayor pecado. Si se prescindiera del espíritu, la sociedad no podría marchar; los partidos más avanzados, más revolucionarios, verían su obra irrealizable, si no se contara con el espíritu. De prevalecer la destrucción de la obra del espíritu, la humanidad regresaría al punto de partida, a la pura animalidad. Todo habría que rehacerlo; todo habría que inventarlo. ¡Y aquí, ante nosotros, rodeado de silencio, circuido de indiferencia, tenemos el hecho de mayor trascendencia que se ha producido en España hace muchos años! ¿Lo será, en efecto? ¿Se verá de esa manera desde lo futuro? Queremos creerlo así, debemos creerlo así; si creyéramos otra cosa no tendríamos de la historia el alto concepto que debemos tener; si creyéramos 199 200 otra cosa renegaríamos de lo más noble y lo más fino que el ser humano tiene: el espíritu. Se impone, por lo tanto, que la opinión sepa lo que se ha hecho, lo que se ha perdido; no seamos frívolos, no nos dejemos arrastrar por esta oleada de frivolidad y charlatanería que ahora envuelve al Estado español. Si deseamos que con toda puntualidad la nación sepa lo que se ha perdido, es para que los españoles vean con toda claridad lo que esa pérdida representa en la civilización nacional. Viendo el daño irreparable que se ha hecho, y meditando sobre él, tal vez sintamos tristeza y hagamos propósito de respetar otra vez lo que está por encima de República y de Monarquía, de ésta o la otra política, lo que constituye para todos, sin distinción de ideales, un patrimonio espiritual. Como en la historia se deplora la destrucción de la Biblioteca de Alejandría; como condenamos la destrucción de los manuscritos y libros árabes de Granada, por orden de Cisneros; como lamentamos la destrucción de la Universidad de Lovaina, así, con el mismo dolor deploramos y condenamos esta otra destrucción reciente. Y afirmamos nuestra creencia, ahora sin titubeos, ahora sin perplejidades, de que este hecho, que implica para el gobernante una inmensa y tremenda responsabilidad, es el hecho que en lo futuro ha de resaltar por encima de todos los demás hechos, a los cuales damos ahora importancia desmesurada. El problema de la historia* loS dos volúmenes de don Natalio Rivas Políticos, gobernantes y otras figuras españolas, nos hacen meditar. Natalio Rivas posee un rico archivo. Colecciona documentos relativos a la historia de España. La historia que prefiere es la del siglo xIx. Es incansable en sus rebuscas. Luego, en amenos estudios publica esos interesantes papeles. Hay cosas muy interesantes en estos dos volúmenes. Los historiadores futuros de nuestro siglo xIx los habrán de tener en cuenta. No es la historia grande la que cultiva Natalio Rivas, sino la que llaman los franceses «pequeña historia». Pequeña historia que no sabemos nosotros por qué no se ha de llamar en castellano historieta. Bien es verdad que tampoco sabemos por qué a la mujer de Luis XVI se la llama en castellano María Antonieta, y no como se la debe llamar, es decir, María Antonia. La historia nos seduce. La historia implica un profundo problema de tiempo. No sabemos, entre los coetáneos, cuál es el hecho histórico. De todos * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 16-II-1936. 201 202 los hechos que se producen en la realidad presente, ¿cuál será el que dé la dominante en la historia? A larga distancia, con una perspectiva de cincuenta, ciento o doscientos años, la tarea es relativamente fácil. Pero ¿y en los momentos presentes? ¿Es que sabemos acaso –entrando ahora en el campo meramente literario– cuáles serán los valores que han de prevalecer? En su bello Cervantes, Ricardo Rojas juzga que el Viaje del Parnaso está escrito en tono burlesco, sarcástico. No se explican de otro modo los elogios que Cervantes prodiga a poetas jóvenes. «Lope, Quevedo, Herrera y Góngora –escribe Ricardo Rojas– van nivelados en el mismo elogio con Lofraso, Bateo, Pamones, Quincoces, Oquina y Arrociolo». La prodigalidad en el elogio no es cosa únicamente del tiempo de Cervantes. Es pródigo Cervantes y son pródigos sus coetáneos. Acaso Gracián es el único que se reserva. Gracián no vive en Madrid. Madrid le fastidia y le enfurruña. Cada vez que viene a Madrid, toma un berrinchín a causa de los porteros de saleta. Los porteros de saleta, en las mansiones señoriales, le hacen esperar largas horas y le infligen humillaciones. Y él no está para esperar ni para ser postergado. Se vuelve a su Aragón; se vuelve a su lejano mechinal de provincias. Y allí, poco a poco, cautamente, va en las páginas de El Criticón deslizando su acre humor sobre los compañeros de Madrid. Torres Villarroel ha sido el primero, a fines del siglo xvIII, que hizo ver estas acrimonias de Gracián. El caso es único. El elogio no cuesta nada. Cervantes, pobre, enfermo, desam- parado de todos, en las postrimerías de su vida, quiere crearse un ambiente de simpatía que le conforte. Escribe el Viaje del Parnaso. Y en el Viaje del Parnaso va discerniendo lauros a todos los poetas de España. La tesis que sustenta está en oposición a la que sustenta el querido amigo Ricardo Rojas. Ruego a Rojas que me perdone. Las observaciones de Ricardo Rojas son sutiles, penetrantes, agudas. Todas las páginas de su Cervantes son dignas de ser leídas con detención. Provechosa y fecunda es su lectura. ¿Cervantes elogia en el mismo tono a Quevedo, Lope, Góngora y a todos esos otros poetas cuyos nombres acabamos de escribir y que ya hemos olvidado? Cervantes es hombre inteligente. No comprendemos cómo ha padecido esta obturación del sentido crítico. ¿Y cómo Goethe consideraba a Beranger cual primer poeta de su tiempo? ¿Y cómo Stendhal hace a menudo acercamientos de nombres que nos dejan atónitos? Porque si abrimos el Racine et Shakespeare nos encontraremos con que el buen Stendhal escribe: «Aparte del género sentimental, que irradia tan bello fulgor sobre El renegado y El genio del Cristianismo, contamos con el sentimiento verdadero». El renegado es una obra del vizconde d’Arlincourt, y El genio del Cristianismo es la obra maestra de Chateaubriand. Los dos libros están aquí colocados hombro con hombro, en idéntica apreciación de valores. Al final del capítulo se lee también: «Yo veo en Balzac la suerte futura de Chateaubriand, Marchangy, d’Arlincourt y su escuela». Tenemos con esto a Balzac a la altura 203 204 de Marchangy, lo cual no es poco subir. Y Chateaubriand de nuevo se halla en la misma línea que otros escritores mediocres como d’Arlincourt. Y si esto hacen los hombres verdaderamente inteligentes como un Goethe o un Stendhal, ¿qué no harán los demás? No demos, pues, importancia excesiva a estos acercamientos absurdos de nombres y este aupar lo mediocre al nivel de lo óptimo. La realidad que nos ronda es varia y contradictoria. Está en ella inserta la materia histórica. Pero esa materia no sabemos nosotros cuál será. Se produce un hecho y lo reputamos vulgar. Ese hecho, andando el tiempo, se convierte en esencial. Vive un hombre a nuestro lado y lo juzgamos mediocre. Las vicisitudes de la vida –una revolución, un cambio de régimen– hacen que ese hombre, favorecido por el ambiente, impulsado por la fortuna, encuentre en sí mismo cualidades que él ignoraba. Las ignoraba él y las ignoraban los demás. De pronto, helo aquí en el primer plano de la escena política. La historia es el tiempo. Y el tiempo tiene sus misterios y sus caprichos. El historiador tiene ante sí un depósito inmenso de hechos, personajes y episodios. ¿Qué hará con ellos? ¿Cómo los colocará en las páginas de su libro? Del modo como los coloque dependerá la historia. Porque la historia no es más que la subordinación de unos elementos a otros en el curso del tiempo. La sensibilidad del historiador jugará un papel importante en la obra. El fugitivo y efímero humor decide a veces. El humor que el historiógrafo tenga en tal o cual día –el día en que escriba acerca de Felipe II, por ejemplo– decidirá que Felipe II, en el conflicto con su hijo don Carlos, sea un padre cruel o un político prudente. El historiador no puede desasirse de sí mismo. El historiador, como el poeta, como el filósofo, como el político, está siempre consigo mismo. No puede ser otro que él mismo. Y lo que hace su desgracia hace al mismo tiempo su grandeza. Porque la historia se hace, en último término, gracias a la individualidad del historiador. La historia es su carácter. Ese carácter es Michelet, o Carlyle, o Mariana, o Toreno. ¿Cómo podrá Mariana desprenderse de su íntimo y clarividente sentido crítico? ¿De ese sentido crítico que le llevaba a formular acres dictámenes aun contra sus propios conciudadanos? En su República literaria, Saavedra Fajardo acusa a Mariana de que «no perdona a su nación y la condena en lo dudoso». No; lo que ocurre es que Mariana tiene una fuerte personalidad y la impone en las páginas de su Historia. La sensibilidad rige la historia. ¿Y la memoria? Juzgamos la memoria impasible y desapasionada. Y sin embargo, la memoria tiene también sus voluntariedades y devaneos. No nos acordamos de todo lo que queremos. Nos acordamos, en cambio, de lo que no deseamos rememorar. Nada tan profundo como unas palabras de Miguel de Montaigne en el capítulo que en los Ensayos dedica a Raimundo Sebunde. Dicen así: «La memoire nous represente, non pas ce que nous choisissons, mais ce qui lui plait». Si hiciéramos la historia con arreglo a nuestras predilectas rememoraciones, resultaría una historia 205 206 extrañísima. Hemos conocido a lo largo del tiempo muchos personajes. Hemos tratado a oradores, poetas, dramaturgos, comediantes. Los hombres más representativos de un país, en determinada época, han pasado ante nuestra retina. En horas de silencio y de soledad, absortos, sumidos en dulce quietud, vamos a evocar las figuras pasadas. Con ellas evocamos nuestra juventud. La memoria nos va a servir. Comienza la evocación. Pero la evocación de las grandes figuras se hace sin fervor. No, no hay aquí querencia profunda. La memoria nos lleva a otra parte. Nos aleja de las grandes figuras y nos pone ante los ojos del espíritu otras. Lo grande no es lo verdaderamente grande para nosotros en estos momentos de recogimiento. Lo grande –y lo muy dilecto– no es el famoso gobernante, un día aclamado por la muchedumbre, y que nosotros conocimos y tratamos. Lo grande es un labriego que vimos en tal paraje, hace cuarenta años, al atardecer, apoyado en su azada, después de un día de penoso trabajo. Y lo grande es este artesano que en su taller, una carpintería, daba, en el silencio de la callejuela, con el mazo en el escoplo. Lo sentimos y vemos ahora como si años enteros hubiéramos estado viendo a estos dos hombres. Y fue todo ello un momento. La memoria ha tenido ahora uno de sus caprichos. Acaso esas dos figuras tienen para nosotros ese realce que las pone por encima de las grandes figuras, porque en los momentos de nuestra visión sentíamos una gran pena o experimentábamos un gran placer. El fulgor que proyectaban esos íntimos sentimientos se extendía hacia esas figuras y las aquistaba de ese modo y de manera perennal a nuestra personalidad. No confiemos en lo que es inestable. Un gran crítico ha dicho que, al juzgar, somos un punto movible que enjuicia cosas movibles. Que esta perenne movilidad, espectáculo de lo perecedero, nos haga tolerantes. 207 Punto esencial* 208 la generación del 98 es una generación histórica, y por lo tanto, tradicional. Su empresa es la continuidad. Y viniendo a continuar se produce la pugna entre lo anterior y lo que se trata de imponer. El hecho es lógico. No hay verdadera y fecunda continuación sin que algo sea renovado. En este renovarse de las cosas, cobran las cosas mayor vitalidad. A lo largo de la Historia –en este caso de la Historia de España– han existido diversos y múltiples momentos de renovación, es decir, de cambio. Han cambiado las costumbres y ha cambiado la manera literaria. Lo que interesa, en cada caso, es ver en qué se funda la pugna entre lo que venía viviendo y lo posterior. «Las leyes de la Historia –dice Juan de Ferreras– son referir sin pasión lo próspero y lo adverso sin dejarse cegar del amor de la Patria». Estas palabras de Ferreras son comentadas por Fray Jacinto Segura en * Este texto corresponde al capítulo XX de Madrid (Biblioteca Nueva, Madrid 1941), un libro de memorias en el que Azorín recordó el ambiente del Madrid de principios de siglo y las experiencias que vivió durante sus primeros años como escritor y periodista en la capital. la segunda parte, discurso octavo, de su Norte crítico con las reglas más ciertas para la discreción en la historia. La imparcialidad es esencial en la Historia. El historiador debe ser un espectador sereno. La más provechosa lección que pueda emanar de un libro de historia, será acaso, no la que se nos enseñe en él, sino ese considerar ecuánime del historiador y ese su producir serenamente. Pero es tan reprobable la inclinación a un lado, como la parcialidad en el otro. Y si la exaltación hiperbólica desplaza en la Historia y daña en cierto sentido a lo que se exalta, del mismo modo debe evitarse la proclividad en opuesto sentido. No queremos averiguar ahora, por ejemplo, si Saavedra Fajardo, tiene razón en su República literaria al decir que Mariana «desapasionado con las demás naciones, no perdona a la suya, y la condena en lo dudoso». ¿Cómo no iban a reaccionar los escritores de 1898 contra el énfasis, el superlativo elogioso y la hipérbole desmandada? Y ése era, desde luego, un motivo de pugna. Pero había otra causa de discrepancia. En este punto entramos en lo verdaderamente esencial. De la historia pasamos a la estética en general. No se trata ya nuevamente de escribir la Historia, sino de ver la vida, que es materia historiable. La divergencia con que se venía predicando es, en punto de materia historiable, fundamental. ¿Qué es lo historiable para Baroja? ¿Cómo entiende Unamuno la Historia? ¿De qué modo Baroja ha trazado el cuadro de la España contemporánea? Los grandes hechos son una cosa y los menudos hechos son otra. Se historia los prime- 209 210 ros. Se desdeña los segundos. Y los segundos forman la sutil trama de la vida cotidiana. «Primores de lo vulgar», ha dicho elegantemente Ortega y Gasset. En eso estriba todo. Ahí radica la diferencia estética del 98 con relación a lo anterior. Diferencia en la historia y diferencia en la literatura imaginativa. Cuando el historiador citado arriba, don Juan Ferreras, nos pinta la entrevista de Carlos I y Francisco, el rey de Francia, en la prisión de éste en Madrid, ¿qué hace sino poner en práctica la norma de primores de lo vulgar? La página es verdaderamente deliciosa. Los pormenores vulgares con que se nos pinta el cuadro hacen que la escena quede grabada en nuestra memoria. Lo que no se historiaba, ni novelaba, ni se cantaba en la poesía, es lo que la generación del 98 quiere historiar, novelar y cantar. Copiosa y viva y rica materia nacional, española, podía entrar, con tales propósitos, la de la generación del 98, en el campo del arte. Unamuno en una de sus cartas a Ganivet4 escribe: Se refiere Azorín a las cuatro cartas abiertas –dos de cada autor– que intercambiaron Miguel de Unamuno y Ángel Ganivet en 1898 a través de las páginas del periódico El Defensor de Granada, y que fueron mucho más difundidas a raíz de su publicación en formato libro con el título de El porvenir de España (Renacimiento, Madrid 1912). En concreto, este fragmento citado por Azorín corresponde a la segunda de las cartas escritas por Unamuno y tercera por orden en el intercambio epistolar. 4 «La historia, la condenada historia, que es en su mayor parte una imposición del ambiente, nos ha celado la roca viva de la constitución patria; la historia, a la vez que nos ha revelado gran parte de nuestro espíritu en nuestros actos, nos ha impedido ver lo más íntimo de ese espíritu. Hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los hechos históricos que permanecen y van estratificándose en profundas capas. Se ha hecho más caso del relato de tal cual hazañosa empresa de nuestro siglo de caballerías, que a la constitución rural de los repartimientos de pastos en tal o cual olvidado pueblecillo». La estética de los primores de lo vulgar la había ya definido en 1651 un agudo tratadista español de historia: el carmelita Fray Jerónimo de San José. En su precioso libro Genio de la historia, capítulo VIII, escribe Fray Jerónimo de San José: «A los que sabemos y vemos hoy las cosas y las tocamos y traemos entre las manos, nos cansa y parece superfluo el referirlas con mucha particularidad. Como si se trata de una ciudad, de una religión y convento en que vivimos, el decir sus ritos y usos ordinarios, y representar sus edificios, campos, huertas y otras cosas tales, por ser ya muy sabidas, aun del vulgo. Pero al que vive en muy remotas tierras, o a los venideros de los siglos futuros, que ni saben ni verán lo que sabemos y vemos ahora los presentes, todo aquello que a nosotros es muy vulgar, será muy raro, y lo que nos parece poco y pequeño, será para ellos mucho y muy grande». 211 La historia menuda* 212 ¿la petite histoire? La historia menuda. Puede haber, dentro del arte, distintos planes de historia menuda; indicaremos cuál puede ser una de esas historias menudas. ¿Elegiremos Burgos, Toledo, León, Sevilla, Coruña, Barcelona para nuestra experiencia? Cualquiera de estas ciudades puede servirnos. Escojamos Burgos, cabeza de Castilla. Y comencemos por el trabajo. ¿Cómo se trabajaba en Burgos en un determinado tiempo? Ese tiempo puede ser la primera mitad del siglo xIx. ¿Y qué industria había en Burgos en la primera mitad del siglo xIx? Perdonará el lector el enfado de la erudición; yo también tengo mi erudicioncita en mi armario. Habremos de hacer la menuda historia con el rigor con que se hace la grande. Para establecer la historia de Burgos en los primeros cuarenta años del siglo xIx, echaremos mano, ante todo, de un libro que no creemos que sea muy leído: el Almanaque mercantil o Guía de Comerciantes para el año 1808. Es interesante este libro por algún otro concepto; trae los aranceles de Aduanas, y en ellos podemos ver vocablos que no * Publicado en el periódico ABC, 14-IX-1946. encontramos en los diccionarios. En la página 333 se nos dice que en Burgos existe una fábrica de loza enferma, en la que se ha principiado a imitar la inglesa llamada de piedra, con bastante semejanza. Existe otra de sombreros, en la que fabrican de quince a dieciséis mil sombreros anuales, ordinarios y entrefinos. Existe otra de hilos y lienzos, en que se trabajan dos mil libras anuales de los primeros. En el barrio llamado de San Esteban nos encontramos con una gran industria de jalmería, que surte de sus géneros la mayor parte del reino. Se hallan allí establecidos doce peinadores de lana que trabajan mantas para camas. En la Real Casa de Misericordia se trabajan también mantas, bayetas, estameñas, sayales. Los padres Carmelitas Descalzos tienen establecida en su convento una fábrica donde asimismo se labran sayas y mantas, para el uso de la Orden. ¿Qué habrá sido de toda esta fabrilidad años después? ¿Cremento o decremento? Abramos otro librito, tampoco a lo que entiendo no muy registrado: la Guía mercantil de España para el año 1829. Madrid, en la imprenta de I. Sancha. Y en la página 9 podremos leer que en Burgos las fábricas de jalmería ocupan bastantes operarios y que se hallan en buen estado por la salida de sus efectos a precios moderados. Hay también varias fábricas de sombreros, de curtidos y de alfarería. Y una naciente, que protege el Consulado, de cierta tela muy fuerte con fajas de colores, muy a propósito para alfombrar salas, de la cual se ha remitido ya varias piezas a la corte. Después de anotar las industrias burgalesas, 213 214 habríamos de ver cómo viven los productores. ¿En qué casa moran? ¿Qué es lo que comen? ¿Y dónde y cómo se come en Burgos? En este punto nos tropezaríamos con una seria dificultad: los diccionarios no sabrían resolvernos, creemos, el conflicto. Gustamos de escudriñar las Ordenanzas municipales de los pueblos y grandes poblaciones; nos dicen lo que no suele decirnos la historia. Tienen un sabor que no tienen los demás libros. Y en este caso, ¿qué es lo que nos dicen las Ordenanzas de Burgos? La de 1747 nos habla de los bodegones. Vamos a entrar en un terreno resbaladizo: no sabremos especificar lo que debe ser especificado. Ni los diccionarios, como decimos, nos podrán sacar del apuro. En las Ordenanzas de Burgos se nos dice, en el apartado Bodegones: «Ítem ordenamos y mandamos que los bodegoneros, ni los del mal cocinado, no puedan vender perniles de tocino, ni aves, ni caza de ninguna condición fea»… ¿Cuál será esa condición fea? Lo sospechamos, y claro es que aplaudimos el celo de las autoridades. Pero nos encontramos metidos en un laberinto; no sabemos lo que es un bodegón, mejor dicho, sí lo sabemos; lo que no sabemos es la diferencia entre bodegón y figón, ni entre figón y casa de comidas. Y como en el artículo citado de las Ordenanzas burgalesas se habla del mal cocinado, tampoco acertaremos a decir en qué se distinguen los establecimientos del mal cocinado y los que acabamos de citar. ¿Bodegón es más que figón? ¿Es menos? La historia menuda tiene aquí un problema muy interesante que resolver. Supongo que agradecerían su solución los diccionaristas. Si, después de estar trabajando en una de las fábricas de Burgos, la de sombreros, la de loza, en que se ha comenzado a emular la loza inglesa, la de jalmería, no sabemos dónde nos metemos a comer, ¿no será esto un desvío? En El licenciado Vidriera, de Moreto, acto segundo, un personaje le dice a otro: «Tú pedirás y pediste –a mí en más de una ocasión– almuerzos de bodegón, que a figón no te atreviste». Según Moreto, bodegón es menos que figón. ¿Y casa de comidas? ¿Es más o menos que esos dos comedores? Apelo a mis recuerdos. Alcancé, no traté, a Eduardo de Palacio; era un escritor festivo, ocurrente y fácil, escribía en buen castellano. De tarde en tarde leo algunas páginas de tal ingenio, tan español y genuino. Eduardo de Palacio era acaso el más ferviente devoto de cierto antiguo restaurante madrileño; le solía yo ver algunos días en la puerta; es por lo tanto una autoridad en la materia que dilucidamos. En sus Cuadros vivos, Madrid, 1891, a la página 108, el autor nos dice al hablar del engrandecimiento, verbal, de los establecimientos públicos: «No tropezarán ustedes con una botica, aunque la busquen en Madrid. Son laboratorios químicos. Los bodegones pasaron a casa de comidas, y luego a restaurantes». Nada más. Y no hemos resuelto la dificultad; nos encontramos ahora más desorientados que antes. Y con esta desorientación, ¿cómo podremos seguir escribiendo sobre las normas de la historia menuda? 215 La historia en el campo* 216 ¿eStoy lejos o cerca de Madrid? Estoy a cuatrocientos treinta kilómetros de Madrid. Estar a tal distancia de Madrid, ¿es estar lejos o cerca? No lo sé; si estuviera en Tucumán, estaría más lejos; si estuviera en Getafe, estaría más cerca; pero, con todo, no puedo decidir. Y esta indecisión es uno de los atractivos del campo en que me encuentro. Hay todavía más indecisiones, más dudas, más perplejidades. La casa tiene, entre otros, un cuartito, en que yo poso, en que yo duermo, en que yo escribo, en que yo leo. El cuartito contiene, como alhajas, una cama, cama de bancos, como las antiguas, una mesita, una silla, un estantito con algunos libros, un palanganero, una percha, un armarito. Y nada más. ¿Es confortable o no lo es? No lo sé tampoco; si lo comparo con un cuarto del hotel Crillon, en París, decididamente, no lo es; si lo pongo en parangón con un zaquizamí, con una zahúrda, con un chiscón, con un tabuco, decididamente que sí. ¿Y para qué quiero andar en comparaciones de este habitáculo con otro, sea el * Publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires, 21-IX-1947. que sea, cuando me están esperando otros asuntos de más tomo? ¿A qué hora me levanto? Siempre con el alba, al rayar el día. Pero cuando trabajo, me levanto al filo de la medianoche. ¿Y es higiénico o no este modo de trabajar? Si consultara a un higienista, cosa que no pienso hacer, me diría que no; condenaría tal costumbre; si consultara a algún rezagado romántico, un desalumbrado romántico, un desconcertado romántico, me aplaudiría. No haré ni una cosa ni otra; prefiero permanecer en la duda. La duda, en estos momentos, en estos días, en que estoy deportándome en el campo, siendo uno de tantos camperos, es mi voluptuosidad. ¿Y cuáles son mis ocupaciones, en este campo, en esta heredad, en este cuartito? Muy sencillas, o muy complicadas; no podré decir tampoco lo que son. No necesito decirlo; escribo, leo, duermo, medito sin ninguna dificultad. ¿Es lícito o no es lícito en el campo el escribir la historia de un siglo y la historia natural con referencia a la flora y a la fauna de tal campo? No lo he averiguado todavía; no creo que sea preciso averiguarlo. La historia de un siglo, el xvI, el xvII, o el xvIII, no sé cómo podría hacerla; con los libros que tengo en el armario dicho, no tendría bastante; habría que poner mucha fantasía, a falta de libros. ¿Y eso puedo o no puedo hacerlo? ¿Me es lícito hacerlo? La historia natural, con relación a esta campiña, ¿tengo conocimientos bastantes para hacerla? Tampoco puedo decidir. Y no puedo porque, aunque tengo algunos rudimentos de historia natural, no cuento con suficiente caudal de noticias. ¿Y cuáles son las anima- 217 218 lias que alientan en esta heredad? En lo respectivo a lo indómito, a lo que no puedo asir con la mano, cuando quiero asirlo, en primer término, como lo más corpulento, las vulpejas. Vulpejas que no son en gran número. En segundo término, algún que otro turón; luego las perdices, los conejos, las liebres, los cuclillos, los verderones, las cardelinas, las totovías, algún búho interesante; siempre estos últimos volátiles silentes son de sumo interés. No se dejan ver, como es natural, sino en las horas nocturnas; a esas horas me encuentro yo trabajando; no voy a dejar el trabajo por ir de una parte a otra, en torno de la casa, observando si el búho ha salido o no ya de su mechinal; supongo que habrá estado durante el día en algún horado de un viejo paredón. Y vamos ahora con la historia humana, que también, por supuesto, es natural. Cartas sólo recibo alguna que otra de tarde en tarde; periódicos no recibo más que uno; cada cuatro días me traen los correspondientes a esos días. No leo todos los cuatro números; leo sólo el más reciente, es decir, el último. ¿Y cómo leyendo sólo el número de un periódico que corresponde al cuarto de cuatro días podría yo hacer la historia de un mes, de un año? De un suceso importante no me entero sino por el epílogo, por el residuo, por los escamochos, como si dijéramos. Veo en el periódico una noticia que me indica que ha sucedido algo a que debe prestarse atención. ¿Cómo se la voy a prestar si no sé, con amplitud, con todos sus pormenores, con todas las circunstancias, lo que ha ocurrido? Y existe otra dificultad grave, insuperable: la soledad altera el valor de un suceso; digo tanto el valor de un suceso de ahora como un suceso de hace tres o cuatro siglos. ¿Es esto un bien o un mal? No podré decirlo. Frecuentemente me pongo a pensar en cosas y personas del siglo xvI; trato de esbozar, mentalmente, alguna semblanza; la de un poeta, un navegante, un artista. Y no sé ya cuál es la importancia que tenía y la que no tenía. La soledad ha modificado mis puntos de vista; no veo ahora las cosas como las veía antes, en el tráfago de la gran ciudad, en la vorágine de Madrid, si es que en Madrid hay vorágine. –¿Entonces, no puede usted hacer nada, absolutamente nada? –acaso me preguntará algún lector. No sé si me lo preguntará; también lo dudo. Y mejor es que no me pregunte. Pero sin preguntármelo, no puedo resistir a la tentación de contestar. Y lo que contesto es que prefiero, cuando estoy en el campo, la inactividad; nada comparable a la inacción. Escribo, sin embargo; pero no sé lo que escribo. ¿Tiene valor o no lo tiene lo que escribo? A las cinco de la madrugada, al acabar de escribir, me encuentro en un estado de excitación, de entusiasmo, de fervor, que me impide ver las cosas con naturalidad, con ecuanimidad, en sus propias proporciones. En esos momentos no se me pida que dé opinión sobre lo que acabo de escribir. Y en los demás momentos, cuando pasa ya cierto tiempo desde el acto de escribir y el presente, no puedo tampoco decidir. Ya entonces me causa cierta repugnancia pensar en lo que he escrito. ¿Qué es lo que habré estampado en las cuartillas? ¿Cuáles desvaríos habré borrajeado? ¿De qué modo 219 220 voy a componerme para tomar una resolución con lo que he escrito? Y es preciso decidir, puesto que hay que enviar lo escrito a su destino. Entonces es cuando pienso, si estoy en el campo, que es mejor ser avecica campestre o algún ser selvático de los que he nombrado al principio. ¡Cuánto mejor estará una astuta, cauta, hábil vulpeja, que no yo! ¡Cuánto mejor un cuclillo que, en su olivo, no tiene más que dar su nota de cuando en cuando durante la noche! ¡Y cuánto mejor, infinitamente mejor, un lagarto que, en su piedra blanca, o no blanca, se pasa el día tomando el sol, sea invierno o sea verano! Tales son, en resumen, los sentimientos míos en estos andurriales. ¿Son buenos o son malos? ¿Placientes o desplacientes? ¿Gratos o ingratos? No puedo ni afirmarlo ni negarlo. He dicho antes que estarán mejor que yo algunos seres que tienen su manida y cibo en el campo; pero tampoco estoy seguro del aserto. La historia se desvanece en el campo, en la soledad. El libro de Langlois y Seignobos –Introducción a los estudios históricos– nos conduce a la duda. Desaparece la historia, con sus problemas, y queda en pie, incólume, el eterno problema, metafísico, insoluble, del conocimiento. La historia* hay dos clases de muerte: muerte física, muerte moral. La medicina no suprime la muerte física; aspira sólo a impedir la muerte en determinado momento. La muerte moral es el olvido; la historia es la lucha contra el olvido. Pero la historia comprende también que no puede suprimir el olvido: lo va retrasando cuanto puede; crea, al no poder más, la prehistoria. La cual prehistoria acaba por sumergirse también en lo que se ha llamado siempre «la noche de los tiempos». Este mismo momento en que ahora estamos disertando sobre la historia entrará también –con toda la decoración planetaria universal– en la prehistoria, al cabo de X años; y esa misma prehistoria penetrará a su vez, después de X años, en «la noche de los tiempos». Modernamente ha aparecido en la república literaria una casta de hombres desconcertantes: los antihistoricistas, un Federico Nietzsche, un Paul Valéry. Nos encandilan con sus peregrinas doctrinas; nos dejan pensativos, absortos. En contra del sentimiento universal, a redopelo de cuanto pensábamos y sentíamos, proclaman la necesidad * Publicado en el periódico ABC, 6-III-1949. 221 222 salutífera del olvido. Vienen a decirnos: «Vosotros los historiógrafos usáis de anacardina, y debéis usar de loto». En síntesis, expresivamente, su lenguaje es éste: la anacardina, como se sabe, sirve para recordar; el loto, para olvidar. Paul Valéry nos asegura que la historia nos impide vivir lo presente. «El pasado más o menos fantástico, más o menos amañado con posteridad –escribe–, obra sobre lo futuro con un poder sólo comparable al presente mismo». Cuando estamos entregados a un sentimiento profundo, motivado por lo ya ocurrido, ¿es que nos damos cuenta ni de dónde estamos, ni en qué momento estamos? Si vivimos el pasado, no podremos vivir –al menos plenamente– lo actual. Imaginemos –todo es suponer– el lector de una novela apasionante que, siendo jugador, la está leyendo de codos sobre el tapete verde. ¿Podría atender al mismo tiempo, con la misma intensidad, con la misma voluptuosidad, al texto de la novela y al «hagan juego» y al «no va más»? Paul Valéry, poeta, filósofo, nos hace que, sin sentirlo, comamos del fruto del loto. La historia, en último resultado, está desorganizada; leemos los historiadores fundamentales y no leemos historia. ¿Cómo se evalúan los hechos? ¿Cómo debemos valorizarlos? «Lo escénico –nos dice Valéry– contrapesa, sobrepasa, lo cotidiano y profundo». El espectáculo teatral se lleva más público –léase historiadores– que lo íntimo trascendental. El poeta cita el caso de la electricidad. ¿Qué importancia tenía la electricidad en tiempos de Napoleón? ¿Cómo se estimaba la electricidad por parte de los historiadores? No podemos por menos de adherir el criterio del poeta: al seguirle nos permitiremos poner algunos ejemplos. En la segunda mitad del siglo xIx ha existido un personaje, el más conocido, el más popular, el más universal de todos (He hablado de esto en otra ocasión). El nombre de tal personaje lo repetimos todos, en todas las partes del planeta, en ciudades, en aldeas. Y, sin embargo, ese personaje se halla hoy, si no olvidado, casi olvidado. ¿Habrá muchos que sepan quién era Quinquet? (Pronúnciese Quinqué). Supe yo mismo su nombre de pila, después de muchas averiguaciones, y ya no lo recuerdo. Si ponemos en parangón los fastos más brillantes del siglo xIx con la obra de Quinquet, ¿adónde habrá de inclinarse el historiador? Compenetrado con la doctrina del poeta, ¿qué partido habrá de tomar? En la misma Francia, en la segunda mitad del siglo xIx, se nos ofrecen otros casos curiosos; consideraremos estos tres sucesos: el proceso de Las flores del mal; la colocación, en la fachada de la Ópera, en París, del grupo de Carpeaux La Danza, con todas las complicaciones que origina; la invención del fonógrafo por Charles Cros. ¿Qué historiadores franceses, no digamos extraños, lo toman en consideración? Y preguntamos, finalmente: ¿Valen o no valen más estos tres acontecimientos que cualquier gran embeleco parlamentario? 223 Lo que no es historia* 224 el hecho puede ser –según las circunstancias– inhistoriable o historiable. En la calle, un transeúnte propina un lapo a otro: hecho inhistoriable. En la puerta del hotel de Rusia, carrera de San Jerónimo, al aparecer un embajador extraordinario para dirigirse a Palacio, un general, el general Fuentes, en 1895, le sacude –o intenta sacudirle– un cate: hecho historiable. No sorprende, en el siglo xvI, que fray Luis de León, en la segunda de las odas a Felipe Ruiz, nos confiese, implícitamente, que no sabe las causas del viento, de la lluvia, de las nubes, del trueno, etc. Sorprende, sí, que Montaigne, en sus Ensayos, libro II, capítulo XVII, nos diga: «No hace todavía un mes que me sorprendió el no saber que la levadura sirve para hacer pan; no sabía tampoco qué era fermentar el mosto en las cubas». Hasta qué punto lo inhistoriable refleja la vida de una nación, la vida de una época, es cosa que no sabré decir; no creo que lo sepa nadie. He citado alguna vez un libro curioso: Los sucesos de 1881 (París, 1882). Se trata de una compilación de sucesos, faits divers, ocu* Publicado en el periódico ABC, 10-II-1952. rridos en París en el citado año. ¿Tendremos idea, leyendo tal compilación, de la vida en la capital de Francia en 1881? Hace más de medio siglo, el conde Esteban Collantes fundó un periódico, con ilustraciones, compuesto sólo de sucesos: Las Ocurrencias. Tenía mucho público ese periódico; la lectura de los sucesos atrae. Quisiéramos contar, respecto de cada siglo, respecto de un año en cada siglo, con un libro como el citado de París, con un periódico como el fundado por Esteban Collantes. Algo, sin embargo, tenemos; se lo debemos a un madrileño, Juan de Zabaleta. En el siglo xvII, Zabaleta forma un catálogo de casos milagrosos ocurridos en 1583; de esa relación vamos a tomar sólo el hecho que sirve de base para lo extraordinario, escogeremos al azar y copiaremos casi las mismas palabras del compilador. El día 8 de marzo, en el indicado año, buscaba trapos en la calle de Valverde, entre cuatro y cinco de la mañana, un mozo llamado Diego Meléndez, cuando se derribó una pared cercada y lo sepultó. El 12 del mismo mes, en la calle del Arenal, a las seis de la mañana, fueron a prender a Gregorio Niño; éste escapa por una buhardilla y comienza a correr por los tejados; al fin, viéndose perdido, se tira a la calle; prefiere morir así que no en un cadalso. El 22, en el propio mes, Martín de Ampuria, panadero, con tahona en la calle de la Paloma, estando picando la piedra, se desprende el torno y le cae en la cabeza. El 2 de abril, en la calle de Fuencarral, riñeron, mientras comían, Gil Ortiz, albéitar, y su mujer, Inés del Arroyo; Gil, furioso, apuñaló a Inés. El 15, Francisca 225 226 de Quiroga, criada de Antonio de la Vega, estaba colocando una cortina en un cuarto segundo de la calle de la Encomienda, cuando se desprendió el balcón, de madera, y se cayó la Francisca a la calle. El 8 de agosto, un niño de diez años, hijo de Polonia Martínez, viuda, se cayó a un pozo. El 4 de febrero, Ana de Cañizares, que salía de casa, en la calle de la Cabeza, fue atropellada por dos caballos desbocados que tiraban de un carro. El 22 de junio, en la calle Mayor, un pocero que estaba limpiando un pozo fue sepultado por un desprendimiento de tierras. El 15 de agosto, en la calle de Majadericos, Ana Rodríguez, mujer de Juan Navarro, malparió de un susto que tuvo al ver entrar en su casa a la Justicia. El 5 de marzo, estando Jerónimo Fuertes, cabestrero, calle del Mesón de Paredes, trabajando en su torno, vinieron a decirle que un aposento que tenía lleno de cáñamo estaba ardiendo; subió todo aturdido… Y nosotros lo estamos también con tanto suceso. ¿Es Madrid o no este Madrid? ¿Entra o no en la jurisdicción de los cronistas de Madrid? Nada tan inexpresivo como el suceso; nada que atraiga más al lector que el suceso. En el periódico, el suceso tiene un público enorme; el suceso es lo cotidiano, vulgar e invariable. La historia incidental* la historia la escriben los historiadores; la escriben también los poetas. Hay poetas en verso y hay poetas en prosa. No quiero decir cuáles prefiero; pongamos que mi dilección abarca los dos ramos. Jorge Manrique, en sus Coplas –en el siglo xv–, nos da un fragmento de historia. Francisco Villon, en Francia, es, en algunas de sus baladas, también historiador. Nadie negará que fray Luis de Granada, a veces, es poeta. En el Libro de la oración hay pasajes en que se evocan, alusivamente, las guerras carolingias, en que se alude con claridad a don Álvaro de Luna. La guerra no ha tenido más decidido impugnador que fray Luis. En la misma Francia se ha calificado a Bossuet de gran poeta. Describe Bossuet, con exactitud, con precisión, la batalla de Rocroi, en la «Oración fúnebre», de Condé, triunfador en esa batalla. Se informó minuciosamente Bossuet antes de hablar. El cálido elogio al valor español debe ser anotado. Los poetas, al ser incidentalmente historiadores, suelen darnos, a más del relato de los hechos, una profunda sensación de tiempo: fuga del tiempo, desvanecerse * Publicado en el periódico ABC, 10-VI-1952. 227 228 de las cosas en el tiempo, fragilidad de honores y pompas que nos muestra el tiempo. Nos aveza todo esto a replegarnos, silenciosamente, en nosotros mismos. Si la historia no nos enseña a vivir, a sentir, no será completa historia. Las Coplas de Jorge Manrique son cuarenta; consta cada una de doce versos. El lenguaje es sencillo, claro; leemos esta producción como leemos un escrito del día. Hace cuatro siglos pudo escribir un poeta con el mismo lenguaje que otro poeta escribe ahora. En todo el poema no he registrado más que tres vocablos inusuales: falaguero, graveza, fabrida. Se emplea también –y ese empleo ha llegado hasta nuestros días– atender en su acepción de esperar. El lenguaje es claro, no así todas las coplas. Alguna peca de oscura, de alambicada. No encierran originalidad las Coplas; no sé si es Goethe quien ha recomendado a los principiantes que hagan obras nuevas con asuntos viejos. La recomendación de Andrés Chenier a los poetas es análoga a ésta. El poeta, en el caso de las Coplas, agavilla, de intento o indeliberadamente, tópicos esparcidos en el ambiente, desde lo antiguo, tópicos flotantes, transmigratorios. En literatura sólo vive, sobrevive, subsiste, lo personal. Jorge Manrique tiene su personalidad y la pone en sus versos. Sus Coplas son, por lo tanto, enteramente suyas; no es preciso que les busquemos ascendencias. Cree que la literatura es no «sentir», es no saber lo que es literatura. Todos los creadores, grandes o chicos, «sienten». Jorge Manrique siente su dolor, siente el tiempo pasado. En un solo vocablo podemos compendiar la filosofía de las Coplas: «pesimismo». Habría que aclarar el concepto de pesimismo. El pesimismo es contradictorio. Deprime y da fuerzas; abate y exalta. La contradicción del mal nos infunde ánimos para vencerlo, sojuzgarlo. El ápice en el pesimismo de Jorge Manrique es éste: tan permanente es el dolor humano, que podemos ya dar por pasado lo venidero. «Si juzgamos sabiamente –daremos lo no venido– por pasado». El ápice del pesimismo, en Calderón, pesimista también, es el lamento de un personaje en «Hombre pobre todo es trazas», al decir que no siente ser desdichado, sin haber sido dichoso. En la desdicha, el recuerdo de la dicha acibara. En el mismo siglo que Jorge Manrique escribe Villon; debemos comparar los dos poetas. Ha tenido Villon en sus baladas algún recuerdo para los españoles. Gastón Paris cree –«je crois»– que las más bellas baladas de Villon han sido escritas antes de 1456. En la balada de Los señores de antaño se nombra a «Alfonso, el rey de Aragón»; ese Alfonso es el V, llamado «el Magnánimo». Se habla también de otro rey de España, que arranca al poeta una exclamación de tristeza; Villon no recuerda su nombre. «Helas! Et le bon roi d’Espagne –duquel je ne sais pas le nom». Ese buen rey de quien no sabe el poeta el nombre pudo ser Juan II. En la balada de las mujeres de París, el poeta nos dice que no hay mujeres como las parisienses; no se les pueden comparar ni «las españolas o castellanas». La distinción invita al comentario. Dejémoslo por hoy y recordemos, para final, a otras dos españolas creadas por otro poeta moderno, en quien domina, como en Villon, 229 230 el sentimiento: Alfredo de Musset. La marquesa de Amaegui, una andaluza «en» Barcelona y no «de» Barcelona –«en» dice Musset– es deliciosa; está en Barcelona esa andaluza como una provenzal puede estar en Bretaña. Y Pepa, en la poesía titulada «A Pepa», es encantadora. Al tiempo de acostarse, parece que piensa en muchas cosas, parece que piensa en el poeta y no piensa en nada. Su serenidad, su indiferencia son perfectas. Títulos de la colección Singladuras 1. El filósofo ignorante. Voltaire 2. Tocar los libros (3.a ed). Jesús Marchamalo 3. Un corazón bajo una sotana. Arthur Rimbaud 4. Libros y libreros en la Antigüedad. Alfonso Reyes 5. Escritura y melancolía. Juan Domingo Argüelles 6. Los signos en rotación. Octavio Paz 7. Consejos maternales a una reina. María Teresa de Austria y María Antonieta de Francia 8. Cortázar y los libros (2.a ed). Jesús Marchamalo 9. Crónicas literarias y autorretrato. Gabriele d’Annunzio 10. Falkland-Malvinas. Panfleto contra la guerra. Samuel Johnson 11. La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? Julián Marías 12. Conversaciones y entrevistas. Encuentros en Yásnaia Poliana. Lev Tolstói 13. ¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador. Azorín La Historia protagoniza la colección Singladuras maría tereSa de auStrIa y maría antonIeta de francIa Consejos maternales a una reina Epistolario 1770-1780 Edición de Blas Matamoro Una selección de la intensa y jugosa correspondencia entre María Teresa y María Antonieta que, hasta ahora inédita en español, no sólo está llena de consejos maternales y de cotilleos de corte, sino que configura un documento histórico de gran valor para entender parte de las convulsiones que se estaban gestando en la Europa de finales del siglo xvIII. En 1780 la correspondencia se interrumpe bruscamente por la súbita muerte de María Teresa. La amable cortesía y los maternales regaños preparan, sin saberlo, un tinglado de tragedia. Singladuras, 7 ISBN: 978-84-15174-08-0 PVP: 19,50 € 240 páginas Samuel JohnSon Falkland-Malvinas: Panfleto contra la guerra Edición de Daniel Attala Al comienzo de este panfleto, titulado originalmente Sobre las recientes negociaciones en torno a las islas Falkland, publicado en 1771 de forma anónima, Samuel Johnson afirma que a veces «la fortuna» se complace, de manera caprichosa, en dotar de sentido cosas o sucesos que de otro modo hubieran caído en el olvido. Más que una primera crónica del archipiélago situado en la plataforma continental de América del Sur, el texto del «Doctor Pomposo» es uno de los alegatos contra la guerra más hermoso de la literatura universal. Singladuras, 10 ISBN: 978-84-15174-11-0 PVP: 12,50 € 136 páginas JulIán maríaS La Guerra Civil: ¿Cómo pudo ocurrir? Prólogo de Juan Pablo Fusi Julián Marías escribió este breve ensayo para vencer a la guerra, para advertir contra el gran peligro que pudiese suponer una nueva falsificación. «No podemos olvidarla –clamaba–, porque eso nos expondría a repetirla». En palabras de Juan Pablo Fusi, «La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? de Julián Marías es un texto palpitante, es una mirada serena, necesaria, moral, sobre la guerra: una visión responsable. Un texto admirable, una meditación emocionante». Singladuras, 11 ISBN: 978-84-15174-38-7 PVP: 10,50 € 88 páginas Esta primera edición de ¿Qué es la historia?, de Azorín, se envió a imprenta el 15 de agosto de 2012. Tal día como este de 1620 el navío Mayflower partió del puerto de Southampton rumbo a América. La fórcola es la parte más rara y hermosa de la góndola veneciana, realizada en madera, en la que el gondolero apoya el remo para maniobrar. Una auténtica fórcola se talla, de forma artesanal, sobre la curvatura natural del árbol, por eso no hay dos fórcolas iguales. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. En cualquier caso, todos los derechos reservados.