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¿Cómo habitar la Tierra? De la posesión exclusiva al uso compartido How to inhabit the Earth? From exclusive possession to shared use Antonio Campillo Universidad de Murcia campillo@um.es Orcid: 0000-0002-3526-5338 DOI: http://dx.doi.org/10.15366/bp.2020.23.008 Bajo Palabra. II Época. Nº23. Pgs: 213-238 Las ideas expuestas en este artículo las he desarrollado más ampliamente en mi libro Un lugar en el mundo (2019) y en mi artículo «Pensar la pandemia», recogido en el volumen colectivo Covidosofía (2020: 188-206). Este artículo se ha elaborado en el marco del proyecto “Fronteras, democracia y justicia global” (PGC2018-093656-B-I00), financiado por el Plan Estatal de I+D+i. Resumen Abstract La sociedad global se enfrenta a dos grandes contradicciones: la globalización amurallada y los límites del crecimiento ilimitado. La interacción entre ambas explica las guerras por los recursos, el cambio climático y el mercado global de tierras. Estos fenómenos, a su vez, provocan el “efecto huida” de las migraciones forzosas y las respuestas xenófobas de los países receptores. Para garantizar a todo ser humano el “derecho a tener un lugar en el mundo” formulado por Arendt, es preciso cuestionar las dos formas hegemónicas de posesión de la tierra: la soberanía estatal y la propiedad mercantil. La Tierra no es de nadie y es de todos. La posesión exclusiva debe ser sustituida por el usufructo compartido. La primera pandemia global de la historia nos impone un doble imperativo moral: cuidarnos unos a otros y cuidar entre todos la común morada terrestre. Global society faces two major contradictions: “walled globalization” and the “limits of unlimited growth”. The interaction between these two explains wars over resources, climate change and the global land market. These phenomena, in turn, provoke the “flight effect” of forced migrations, and xenophobic responses in the receiving countries. In order to guarantee every human being the “right to have a place in the world” formulated by Arendt, it is necessary to question the two hegemonic forms of land possession: state sovereignty and commercial property. The Earth belongs to no one but at the same time belongs to everyone. Exclusive possession must be replaced by shared usufruct. The first global pandemic in history imposes on us a double moral imperative: to take care of each other and to take care of our common earthly dwelling together. Palabras clave: Globalización, fronteras, migraciones, Tierra, pandemia, cosmopolitismo. Keywords: Globalization, borders, migrations, Earth, pandemic, cosmopolitanism. 214 — Las dos contradicciones de la sociedad global La sociedad global, es decir, los 7.800 millones de seres humanos que habitamos hoy sobre la Tierra, nos enfrentamos a dos grandes contradicciones políticas y existenciales que afectan no solo a nuestras relaciones de convivencia sino también a nuestras posibilidades de supervivencia como especie: la “globalización amurallada” y los “límites del crecimiento ilimitado”. Como es bien sabido, se está dando un proceso de interdependencia cada vez más estrecha entre todos los pueblos de la Tierra, facilitado por la doble revolución de los transportes y de las redes digitales de información y comunicación. Esto ha provocado una gran aceleración en la movilidad de capitales, mensajes, mercancías, armas, microbios patógenos, plantas, animales y personas, lo que ha puesto en cuestión todas las categorías jurídico-políticas modernas, basadas en la idea del Estado-nación soberano como una comunidad política circunscrita. Pero esta interdependencia global no está incrementando la paz, la justicia y la solidaridad entre los pueblos, sino que más bien estamos asistiendo a nuevas formas de violencia, desigualdad e intolerancia. El fin de la Guerra Fría no significó el “fin de la historia” ni el triunfo de Occidente sobre el resto del mundo, como anunciaron los ideólogos neoliberales, sino que dio paso a un nuevo desorden mundial neowestfaliano: las viejas y nuevas guerras, el terrorismo yihadista, las redes del crimen organizado, las potencias emergentes de Oriente y el Sur, el poder incontrolado de las grandes empresas, bancos y fondos de inversión transnacionales, el desmantelamiento de las políticas redistributivas de los estados (en el Norte y en el Sur), el aumento brutal de las desigualdades sociales y la creciente precarización de las condiciones de vida. Todos estos fenómenos están provocando grandes movimientos migratorios de los campos a las ciudades y de los países más pobres a los más ricos. Y la respuesta mayoritaria de los países ricos ha consistido en el cierre de fronteras, la construcción de muros físicos y electrónicos, la segregación y expulsión de los “sin papeles” y, por último, la aparición de partidos y gobiernos xenófobos que pretenden construir sociedades cerradas y jerarquizadas en función de la nacionalidad, con el lema: “Nosotros, primero”. Tres ejemplos emblemáticos: el referéndum en el que los británicos decidieron salir de la Unión Europea (2016), la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos (2017) y la política europea de cierre de fronteras para impedir la entrada no solo de migrantes “eco- — 215 nómicos” sino también de refugiados “políticos”, como sucedió en 2015 con los refugiados sirios, afganos y sudaneses del sur, y de refugiados “ambientales”, como está sucediendo en los últimos años. Desde la caída del muro de Berlín, los muros fronterizos no solo no han desaparecido, sino que se han multiplicado por todo el mundo. De los 15 muros que había en 1991, se ha llegado a más de 70 en 2020. La longitud total de los muros construidos no cesa de crecer y es posible que haya superado ya los 50.000 km. En la frontera entre Estados Unidos y México, a comienzos de 2020 había 386 kilómetros de muro construidos y Donald Trump ha prometido llegar a 724 kilómetros a finales de año. Según Élisabeth Vallet, “el muro se ha convertido en una nueva norma de las relaciones internacionales” (Vallet 2019; Vallet y David 2012). Y lo más relevante es que, en general, su función no es defender el territorio nacional ante una posible agresión militar o terrorista, ni poner barreras al comercio internacional o al contrabando ilícito, sino impedir el derecho de las personas a circular libremente, a elegir el país donde quieren residir y trabajar, a buscar asilo y refugio para proteger su vida e incluso a cambiar de nacionalidad, como establecen los artículos 13, 14 y 15 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Como dice Juan Carlos Velasco (2016), el “azar de las fronteras” ha sido naturalizado para poder justificar las nuevas formas de desigualdad entre los seres humanos en función de su lugar de nacimiento. Pero esta prohibición de libre circulación no se aplica a todos los extranjeros: no a las élites políticas y económicas, los profesionales cualificados y los turistas con recursos económicos, sino solamente a las personas más vulnerables, sean refugiados políticos, migrantes económicos o víctimas de catástrofes naturales. Es decir, a las personas que no tienen capital monetario o “capital humano” para comprar su derecho a la movilidad ni un Estado soberano que las proteja y las represente frente a otros estados. Como dice Adela Cortina (2017), lo que se oculta detrás de la xenofobia es la “aporofobia”: no se odia al extranjero rico, sino al extranjero pobre. Esta es la contradicción de la “globalización amurallada”: es muy ventajosa para los países ricos, las élites globales, el turismo de masas y las redes mafiosas, pero muy injusta y dolorosa para los nadies sin tierra que huyen del hambre, la violencia y las catástrofes naturales (Mezzadra y Neilson 2017). En su búsqueda de un nuevo hogar, o, como dice Hannah Arendt, de “un lugar en el mundo” donde poder vivir de manera libre y segura (Arendt 1981: vol. 3, 430), estos migrantes forzosos se encuentran con las muchas violencias de los países de origen, de tránsito y de destino: gobiernos, grupos paramilitares y empresas que expulsan a las comunidades de sus tierras, redes mafiosas, funcionarios corruptos, desiertos y mares donde se arriesga la vida, muros de hormigón, vallas con “concertinas”, campos de internamiento, 216 — explotación sexual y laboral, segregación social y habitacional, devoluciones en caliente, redadas y deportaciones periódicas, etc. La segunda contradicción de la sociedad global son los “límites del crecimiento ilimitado”. Desde su nacimiento, el capitalismo ha sido una economía basada en el crecimiento ilimitado de la riqueza, entendida como el capital monetario generado por la extracción de recursos naturales, la producción de bienes manufacturados y la prestación de servicios (Charbonnier 2020). Ese crecimiento se ha sustentado en dos formas básicas de acumulación, identificadas ya por Karl Marx: la “desposesión” de los bienes y cuerpos ajenos, y la “explotación” del trabajo asalariado y precarizado (Marx 1975; Fraser 2020). El capitalismo necesita recurrir a una ilimitada expansión geográfica y demográfica (nuevas tierras, nuevas materias primas, nueva mano de obra barata e incluso esclava, nuevos mercados de consumidores) y a una constante innovación tecnocientífica y organizativa (nuevos saberes y nuevas técnicas para intensificar la extracción por desposesión y la producción por explotación). Este doble proceso se aceleró a partir de la revolución industrial, con el uso de máquinas movidas por combustibles fósiles, y ha conducido a las recientes revoluciones de las telecomunicaciones, la biotecnología, la inteligencia artificial, la robótica, etc. Con todo ello, el capitalismo consiguió cuatro grandes éxitos: la hegemonía de Occidente sobre el resto del mundo, el dominio tecnocientífico de los recursos naturales, el incremento acelerado de la población mundial (que ha pasado de 978 millones en 1800 a 7.800 millones en 2020) y el aumento del bienestar material y de la esperanza de vida en las clases medias de los países ricos (que se ha duplicado en los dos últimos siglos, pasando de 40 a 80 años de edad, aunque hay países de África y barrios pobres de los países ricos donde oscila entre los 40 y los 50 años). Pero, por otro lado, este crecimiento vertiginoso de la economía capitalista ha comenzado a chocar frontalmente con los límites biofísicos del planeta Tierra, del que depende nuestra existencia como especie viviente. Se están agotando los recursos naturales básicos: agua dulce, tierras cultivables, bosques, pesca, minerales estratégicos y combustibles fósiles. Se está reduciendo la biodiversidad de plantas y animales (la “sexta extinción”, esta vez causada por los seres humanos), de la que dependen los ecosistemas terrestres y la propia especie humana. Y se están multiplicando los vertidos contaminantes a la tierra, al agua (ríos, lagos, acuíferos y océanos) y al aire (con la consiguiente aparición del cambio climático antropogénico, cuyo acelerado incremento puede acabar diezmando a la población mundial en las próximas décadas). Los humanos nos hemos convertido en una “fuerza geológica” capaz de alterar el conjunto de la biosfera, como dijo Vernadsky en 1926 (1997). Por eso, los geólogos han identificado un nuevo período geológico distinto del Holoceno, lo han deno- — 217 minado Antropoceno y han fijado su inicio en 1950, año de los primeros residuos radioactivos dejados por las pruebas nucleares. Otros investigadores, especialmente en el campo de las ciencias histórico-sociales, prefieren hablar de Capitaloceno, porque el cambio geológico no ha sido causado por la especie humana en su conjunto, sino por las élites propietarias de los países euro-atlánticos que promovieron la economía capitalista y la expandieron al resto del mundo en sucesivas oleadas globalizadoras. Unos consideran que el Capitaloceno comenzó en los siglos XVI y XVII, con la gran expansión ultramarina de los imperios coloniales europeos; otros fijan su fecha de inicio en la revolución industrial de los siglos XVIII y XIX, al sustituir las energías renovables y el trabajo vivo por la fuerza de las máquinas alimentadas por carbón, petróleo y gas; y otros, en fin, consideran que la mutación geológica se inició con la “gran aceleración” emprendida tras la Segunda Guerra Mundial (Riechmann 2019). En los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, unos cuantos pensadores europeos como Karl Jaspers, Günther Anders, Hannah Arendt, Elias Canetti, etc., comprendieron que con la era nuclear se iniciaba una nueva época, porque la especie humana había adquirido el poder suficiente para desencadenar una guerra nuclear y destruirse a sí misma. En la década de 1970, la distensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética redujo el riesgo de una guerra nuclear, pero entonces comenzó la preocupación por el riesgo de un colapso ecológico. El informe Los límites del crecimiento (Meadows et al. 1972) ya advirtió del riesgo de colapso global si se mantenía el crecimiento económico y demográfico, pues no es posible un crecimiento ilimitado en una biosfera finita. Desde entonces, se han multiplicado los estudios que ratifican y agravan este temprano diagnóstico, pero también se han multiplicado las estrategias negacionistas, paliativas y dilatorias por parte de empresas, gobiernos y grandes organismos internacionales (Klein 2015). Por eso, muchos científicos y activistas sociales pronostican un colapso inevitable del capitalismo global en la segunda mitad del siglo XXI y proponen iniciar cuanto antes una transición ecosocial que mitigue sus efectos y permita adaptarse a él (Riechmann, Matarán y Carpintero 2019). El “efecto huida” de las migraciones contemporáneas Estas dos grandes contradicciones políticas y existenciales, la globalización amurallada y los límites del crecimiento ilimitado, están ligadas entre sí por una sencilla razón antropológica: las relaciones sociales que los humanos mantenemos unos con otros dependen de las relaciones ecológicas que mantenemos con la naturaleza terrestre, y viceversa. Mencionaré tres ejemplos de esta interconexión, que 218 — además están encadenados entre sí: las luchas geopolíticas por el control de los recursos naturales y en particular los combustibles fósiles, el cambio climático causado por el uso masivo de esos combustibles y el nuevo mercado global de tierras que trata de acaparar el agua dulce y las tierras cultivables ante la amenaza de un colapso ecosocial. Las luchas geopolíticas de las grandes potencias por el control de los recursos naturales, como los combustibles fósiles y los minerales estratégicos de los que depende el crecimiento de la economía mundial, han dado lugar a guerras y conflictos endémicos en Oriente Próximo y Medio, África central y otros lugares. Según el Informe Fronteras 2017 del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA 2017), “al analizar las guerras civiles de los últimos 70 años, se observa que al menos el 40 por ciento guardan relación con disputas por el control o la utilización de recursos naturales como la tierra, el agua, los minerales o el petróleo”. Estas guerras, a su vez, expulsan de su hogar a millones de desplazados y refugiados. Según el informe anual del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR 2019), al finalizar 2018 había 70,8 millones de personas desplazadas forzosamente en todo el mundo debido a la persecución, los conflictos, la violencia o las violaciones de derechos humanos. Esta cifra es un máximo histórico y supera en más de 10 millones la alcanzada al final de la Segunda Guerra Mundial. El uso masivo de los combustibles fósiles manchados de sangre, a su vez, ha dado lugar al cambio climático antropogénico que en algunas regiones (como el Sahel africano) provoca sequías y hambrunas, mientras que en otras (como en las costas del Caribe y del Sudeste Asiático) provoca fuertes huracanes e inundaciones torrenciales. Estos fenómenos climáticos extremos también expulsan de sus tierras a millones de personas que migran de manera forzosa a otros lugares para huir de la muerte y rehacer su vida. Son los llamados “refugiados climáticos” o, más ampliamente, “refugiados ambientales”, que se suman a los desplazados y refugiados por conflictos bélicos. Según la Organización Internacional de Migraciones (OIM 2017), los fenómenos climáticos extremos se han triplicado en las tres últimas décadas y han provocado desplazamientos humanos superiores a los causados por las guerras y otras formas de violencia física. El informe del PNUMA antes citado reconoce que hay ya 26,4 millones de personas desplazadas por motivos ambientales y estima que en 2050 puede haber unos 200 millones. Por su parte, ACNUR va más lejos en sus previsiones y estima que en los próximos cincuenta años entre 250 y 1.000 millones de personas abandonarán su hogar a causa del cambio climático. Como ya pronosticó Harald Welzer (2008), estos desplazamientos forzosos intensificarán la relación — 219 entre cambio climático, migraciones, respuestas xenófobas y nuevas guerras por el control de los territorios y los recursos. Dennis Wesselbaum y Amelia Aburn (2019) han analizado las migraciones internacionales entre 1980 y 2015, desde 198 países de origen hasta 16 países miembros de la OCDE (entre ellos, los principales receptores de migrantes: Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Canadá, Australia, España e Italia), y han comprobado que el cambio climático es la más importante causa de esas migraciones, por encima de las circunstancias económicas y políticas de los países de origen. A estas migraciones internacionales se añaden los desplazamientos dentro de un mismo país. Solo en 2018 hubo un total de 28 millones de nuevos desplazamientos, internos y externos: 10,8 se debieron a diferentes tipos de violencia, mientras que 17,2 millones de personas huyeron de desastres naturales y 16,1 millones de esas huidas se debieron al cambio climático. En los últimos años, el crecimiento de la población mundial y del capitalismo fosilista, el agotamiento de recursos básicos como el agua dulce y las tierras de cultivo, y las políticas neoliberales que los organismos financieros internacionales impusieron a muchos países del Sur en las décadas de 1980 y 1990, causando su endeudamiento impagable, el empobrecimiento de sus poblaciones y la corrupción de sus élites gobernantes, han dado lugar a un proceso de apropiación y acaparamiento de tierras que se asemeja al proceso de expropiación y privatización que tuvo lugar en los orígenes del capitalismo moderno, tanto en Europa como en las colonias americanas, y que fue definido por Marx (1975) como la “acumulación originaria” del capital. En este nuevo proceso de apropiación y acaparamiento de tierras a escala mundial participan actores muy diversos: empresas multinacionales, estados soberanos, entidades financieras, inversores especulativos, fondos de pensiones y paraísos fiscales. Desde 2006, esos diversos actores se han dedicado a comprar o alquilar tierras para obtener todo tipo de recursos naturales (hídricos, agrícolas, forestales, ganaderos, mineros, industriales, turísticos, etc.), y especialmente para explotar grandes extensiones de monocultivos (aceite de palma, soja, maíz, etc.) destinados a la fabricación de biocombustibles y a la alimentación ganadera y humana. En su libro Expulsiones, Saskia Sassen señala que “la formación de un vasto mercado global de tierras” no solo supone la mercantilización de la tierra a gran escala, sino que también puede conducir a su financiarización o conversión en una mercancía especulativa. Esta mercantilización y financiarización de la tierra a gran escala está causando un impacto social y ecológico global que “se caracteriza por un enorme número de microexpulsiones de pequeños agricultores y pequeñas poblaciones, y por crecientes niveles de toxicidad en las tierras y las aguas que rodean las 220 — plantaciones construidas en las tierras adquiridas. Hay números cada vez mayores de personas desplazadas -migrantes rurales que se mudan a barrios míseros en las ciudades-, aldeas y economías de subsistencia destruidas, y a la larga, mucha tierra muerta” (Sassen 2015: 96-97). En este fenómeno hay dos aspectos que conviene resaltar. En primer lugar, la complicidad entre los estados que ejercen el control soberano sobre un territorio y las empresas transnacionales que acumulan propiedades a escala global. Esta complicidad entre la soberanía estatal y la propiedad de las corporaciones es la que hace posible el acaparamiento de tierras mediante la privatización de bienes comunales y la expropiación de pequeños propietarios. Como dice Sassen (2015: 32), este proceso “puede ser menos violento y perturbador que las conquistas imperiales del pasado”, pero lo cierto es que “ese notable crecimiento de la propiedad extranjera está alterando en forma significativa el carácter de las economías locales, en particular la propiedad de la tierra, y reduciendo la autoridad soberana del Estado sobre su territorio”. En segundo lugar, este “nuevo mercado global de tierras” está provocando la expulsión de sus tierras de los campesinos que las habitan, la ruina de pequeñas manufacturas y comercios, el despoblamiento de comarcas rurales, la desintegración de comunidades indígenas y, por último, la destrucción de los ecosistemas naturales que sostenían las formas de vida de todas esas poblaciones rurales y que eran sostenidos por ellas. Y estas “expulsiones” masivas de comunidades locales, ecosistemas y formas de vida, una vez más, alimentan el movimiento migratorio forzoso. Unas migraciones que van, en primer lugar, del campo a la ciudad (provocando el incremento acelerado de la urbanización mundial y la aparición de megaciudades, sobre todo en los países del Sur global), y, en segundo lugar, de los países más pobres a los más ricos (provocando el rechazo xenófobo, la segregación social, el cierre de fronteras y las muertes de personas en su largo y doloroso peregrinaje migratorio). La combinación de estos tres fenómenos (guerras por los recursos, cambio climático y mercado global de tierras) es la que provoca un creciente “efecto huida” de millones de migrantes y refugiados que se vez forzados a abandonar sus casas, sus tierras y su país, y que suele ser silenciado por los países receptores de migrantes y refugiados mediante la apelación a un supuesto “efecto llamada”. La operación de propaganda consistente en negar el “efecto huida” y apelar en cambio al pretendido “efecto llamada” es una hábil estrategia política que permite a los países receptores eludir sus responsabilidades éticas, jurídicas y políticas, como si no fueran ellos los principales agentes de las guerras, el cambio climático y el mercado global de tierras. El resultado es la proliferación de partidos y gobiernos xenófobos (o, más bien, aporófobos), el cierre de fronteras y el trato inhumano a los nadies sin tierra que huyen de una tierra expoliada. — 221 Según la ONU (2019), el número de migrantes internacionales pasó de 152,5 millones en 1990 a 271,6 millones en 2019, así que en las tres últimas décadas han aumentado en más de 119 millones (72,8%). La mayor parte de ese aumento se ha dado desde 2005, como consecuencia de los devastadores efectos sociales y ambientales del capitalismo neoliberal hegemónico. El número de migrantes ha crecido más rápido que la población total, aunque sigue siendo un porcentaje muy bajo: el 3,5% de la población mundial, mientras que en 2000 eran el 2,8%. Pero su distribución territorial es muy desigual: en los países del Norte, son 12 de cada 100 habitantes (incluyendo, claro está, los migrantes Norte-Norte), mientras que en los del Sur son 2 de cada 100. Y eso a pesar de que la migración Sur-Sur ha crecido desde 2005 más rápido que la Sur-Norte: en 2019, el 39% de los migrantes internacionales eran Sur-Sur y sólo el 35% eran Sur-Norte. Pero el Sur alberga alrededor del 84% de la población total del mundo y es el origen del 74% de todos los migrantes internacionales. Debido a este desequilibrio demográfico y a las grandes desigualdades sociales y ambientales entre los dos hemisferios, más de la mitad de los migrantes internacionales viven hoy en las regiones ricas del Norte: en 2019, Europa acogió el mayor número (82,3 millones), seguida de América del Norte (58,6 millones) y África del Norte y Asia Occidental (48,6 millones). Y la mayor parte de todos esos migrantes, tanto en el Norte como el Sur, se concentran en las ciudades. Según el octavo informe de la OIM (2015), hay un estrecho vínculo entre las migraciones, sean internas o internacionales, y el acelerado proceso de urbanización de la población mundial, porque las migraciones actuales no solo van del Sur al Norte y del Sur al Sur, sino también del campo a la ciudad, tanto en el interior de cada país como entre los distintos países del Sur. Como dice Thierry Paquot (2006), estamos asistiendo al “devenir urbano del planeta” y, por tanto, a la formación acelerada de una “Tierra urbana”. La dialéctica entre soberanía y propiedad ¿Qué es lo que la globalización amurallada y los límites del crecimiento ilimitado tienen en común?, ¿cuáles son las fuerzas ocultas que subyacen a ambas contradicciones?, ¿qué clase de razones les permiten justificarse, a pesar de los muchos estragos sociales y ambientales que están causando? La respuesta hay que buscarla en el modo en que los humanos experimentamos emocionalmente y validamos jurídicamente la posesión de la Tierra. El cimiento común de ambas contradicciones es la relación de apropiación y de dominio que los seres humanos mantenemos con la Tierra y con los demás seres vivos que la pueblan, incluidos los “otros” humanos. 222 — Los vínculos que los seres humanos mantenemos con la Tierra y, más concretamente, con el pequeño territorio en el que habitamos y del que depende nuestra existencia, han adoptado muchas formas en las distintas sociedades y en sus distintas épocas. Pero, en el curso de la historia de Occidente, y especialmente en la época moderna, se han impuesto dos grandes formas de posesión de la tierra: la soberanía estatal y la propiedad mercantil. El concepto de soberanía es el fundamento jurídico-político del Estado como sujeto creador y mantenedor de las leyes, sea cual sea su forma de gobierno y su escala territorial: Estado-ciudad, Estado-imperio o Estado-nación. La forma política del Estado-nación soberano, aunque fue inventada por la Europa moderna, ha acabado imponiéndose en todo el mundo. La soberanía estatal ejerce su poder sobre un territorio más o menos delimitado por unas fronteras físicas y jurisdiccionales, y sobre todas las cosas y seres vivientes que se encuentran en él, incluidos los seres humanos. Y los humanos sometidos a la jurisdicción de un Estado, a su vez, se identifican como un “nosotros”, como una “nación”, como una comunidad política delimitada, no solo porque comparten unas cualidades comunes (rasgos físicos, parentesco, lengua, costumbres y leyes), sino también porque tratan de ocupar, poseer y dominar en común un determinado territorio. La soberanía del Estado-nación se funda sobre un supuesto vínculo sagrado, originario e incuestionable entre una comunidad y un territorio, es decir, entre la etnia y la tierra, la sangre y el suelo, como señalaron Carl Schmitt (1950) y Jacques Derrida (1994) desde perspectivas filosóficas opuestas. En la tradición occidental, la comunidad política ha sido pensada como una totalidad a un tiempo demográfica y geográfica, cerrada y arraigada, en la que la solidaridad parental del ethnos como un pueblo homogéneo y endogámico se ha hecho corresponder con la demarcación política del nomos como un territorio propio y exclusivo. Ese vínculo sagrado entre la etnia y la tierra ha adoptado en Occidente dos grandes formas: el mito griego de la “autoctonía” (Loreaux 2007) y el mito judío de la “tierra prometida” (Garaudy 1996). Ahora bien, los atenienses no se limitaron a reivindicar el dominio soberano sobre su propio territorio, sino que también crearon un imperio marítimo y además establecieron colonias por todo el Mediterráneo. Y esas colonias, a su vez, se constituyeron como estados-ciudad independientes y se legitimaron a sí mismas a partir del relato de su fundación por parte de colonos atenienses venidos de fuera. Pero, en ese caso, ¿cómo conciliar el mito de la autoctonía con la fundación de colonias? La solución la aportaron los romanos. En primer lugar, Roma también se legitimó a sí misma con un relato fundacional, la Eneida, que atribuye su fundación al héroe — 223 troyano Eneas. De ese modo, la Roma imperial, que había logrado adueñarse de todo el Mediterráneo, se presentaba como una colonia de Troya y a la vez como la heredera del imperio ateniense. En segundo lugar, en su ius gentium o derecho de gentes, los romanos acuñaron un concepto jurídico decisivo para legitimar la conquista y la dominación imperial de los territorios habitados por otros pueblos “bárbaros”: el concepto de terra nullius (“tierra de nadie”). En el derecho romano, la terra nullius y, en general, la res nullius (“cosa de nadie”) es el fundamento jurídico originario de la propiedad: uno puede “ocupar” legítimamente aquella tierra que no tiene dueño y que, por tanto, no es de nadie. Y una vez que la posee, puede disponer de ella para transmitirla a otros por herencia, donación, venta, etc. Para los romanos, la occupatio (“ocupación”) era el origen primero y el fundamento último de la posesión legítima de la tierra, tanto en el caso de la propiedad económica por parte de un ciudadano de pleno derecho como en el caso de la soberanía política por parte del Estado romano. Ahora bien, la tierra habitada por pueblos enemigos también era terra nullius y, por tanto, podía ser ocupada por las legiones de Roma. Esta última categoría fue la bisagra jurídica que permitiría a los europeos construir imperios coloniales a partir de un Estado-nación originario, conciliando así el mito griego de la autoctonía y el mito judío de la tierra prometida. En efecto, la justificación jurídica de la ocupación de los territorios ultramarinos de América, África, Asia, Australia y Nueva Zelanda se basó en el concepto romano de terra nullius, como ha analizado Andrew Fitzmaurice (2014) y como yo mismo expuse en Tierra de nadie (2015). La época moderna, de 1492 a 1945, estuvo regida por la hegemonía de las potencias cristianas euro-atlánticas sobre el resto del mundo, y esta hegemonía se sostuvo sobre la asimetría entre la metrópoli, arraigada en su suelo originario y habitada por una comunidad con una identidad cultural más o menos homogénea, y las colonias, surgidas de una fundación por parte de los colonos europeos, políticamente dependientes de la metrópoli y mantenidas mediante el sojuzgamiento de los indígenas y la esclavización de poblaciones negras compradas en el continente africano. Y en este gran proceso de expansión territorial por parte de las potencias euro-atlánticas se combinaron el mito de la autoctonía (para justificar el arraigo y la superioridad de la raza blanca), el mito de la tierra prometida (para justificar la colonización de tierras ajenas por parte del pueblo elegido europeo) y la noción de terra nullius (para dar un barniz jurídico a una conquista militar realizada por estados civilizados). Hubo que esperar a 1975 para que una sentencia del Tribunal Internacional de La Haya sobre el Sáhara Occidental, que entonces era colonia española, proclamase la nulidad del concepto de terra nullius para justificar la ocupación de un territorio ya habitado. 224 — Junto a la posesión pública o política de la tierra, denominada imperium por los romanos, en la moderna sociedad capitalista se impuso otra forma de posesión privada o económica, el dominium romano (de domus, la casa o hacienda familiar, y dominus, el dueño y señor de la hacienda), una posesión ejercida por el paterfamilias sobre una o varias parcelas, adquiridas por concesión pública, herencia familiar, donación gratuita o compra, y garantizadas por las leyes de la administración imperial romana en cuyo territorio se encuentran ubicadas. Cuando hablo de “propiedad privada”, no me refiero a los bienes de uso personal o familiar, ni al territorio comunal cuyo usufructo o “valor de uso” garantiza el sustento de una comunidad, sino a lo que Marx llamó “capital”, es decir, la apropiación privada, por un lado, de los medios de producción colectivos que hacen posible el sostenimiento de la sociedad, y, por otro lado, de los frutos del trabajo humano socialmente organizado que permite producir bienes y prestar servicios, comprando ese trabajo como una mera mercancía, vendiendo sus frutos por su “valor de cambio” mercantil y acrecentando así la riqueza de los propietarios privados del capital. Una de las grandes falsedades inventadas por la economía política liberal consistió en identificar ambos tipos de propiedad y de valor, como si fuesen equiparables el sustento de la pequeña comunidad indígena o campesina y el negocio de la gran empresa agroindustrial que la desposee de sus medios de vida y fuerza a sus miembros a convertirse en sumisos trabajadores a sueldo (Marx 1975: 955). Desde la Grecia y la Roma antiguas hasta los modernos estados europeos, en la tradición jurídico-política de Occidente se ha dado una relación dialéctica entre la soberanía estatal y la propiedad privada, es decir, entre la posesión política de un territorio delimitado por fronteras y la posesión económica de parcelas de ese territorio. Cuando los griegos o los romanos ocupaban las tierras de otros pueblos y fundaban en ellas colonias independientes (en el caso de los griegos) o ciudades sometidas al imperio (en el caso de los romanos), una parte fundamental de la fundación era la división del territorio en lo que sería la zona urbana (la asty griega o la urbs romana) y la zona rústica (la chora griega o el ager romano). La zona rústica se dividía en lotes de tierra que se distribuían entre los colonos y la zona urbana se dividía en parcelas para usos públicos y parcelas para viviendas privadas, que también se distribuían entre los fundadores de la colonia. Esta división entre los usos del suelo y el posterior reparto de lotes individuales era la base del planeamiento urbano y rural de las nuevas ciudades. En este caso, la conquista militar del territorio era la condición y el origen no solo de la soberanía pública o política del conjunto de los vencedores, sino también de la propiedad privada o económica de cada uno de ellos. En general, esos lotes privados podían ser luego heredados o comprados por — 225 otros particulares, dando lugar a procesos de acaparamiento y de desigualdad social, pero también podían ser expropiados por los poderes de la ciudad o del imperio por razones muy diversas, por ejemplo, por algún delito del expropiado o para la realización de obras públicas. Esta dialéctica entre el poder estatal colonizador y el reparto de tierras entre los colonos particulares se produjo también en la época moderna, cuando los estados euro-atlánticos comenzaron a conquistar las tierras de ultramar habitadas por otros pueblos, primero en América y luego en África, Asia, Australia y Nueva Zelanda. Los colonos particulares de esas tierras recibieron sus títulos de propiedad de las monarquías europeas (y posteriormente de las repúblicas independizadas), pues esos estados se impusieron como los soberanos legítimos de los nuevos territorios y, por tanto, los únicos que podían conceder, reconocer y garantizar los títulos de propiedad. El título de propiedad, el documento jurídico registrado y reconocido por el Estado, es lo que marca la diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio, es decir, lo que permite que una tierra o un suelo urbano de uso familiar o comunal, se conviertan en una propiedad privada susceptible de ser comprada y vendida en el mercado. Como dice Hernando de Soto (2001), sin títulos de propiedad registrados y reconocidos por un Estado soberano, no es posible reconvertir los bienes materiales en ese otro bien inmaterial que es el capital: “El capital nace representando por escrito -en el título, en un valor, en un contrato y en otros testimonios similares- las cualidades económica y socialmente más útiles. Cuando dirigís vuestra atención al documento de propiedad de una casa, por ejemplo, y no a la casa misma, de manera automática habéis dado un paso del mundo material al mundo conceptual en el cual viven los capitales”. Son los títulos de propiedad los que pueden transmitirse e intercambiarse, revalorizarse y devaluarse como valores de cambio, es decir, los que hacen posible el funcionamiento especulativo del mercado capitalista. Pero el nacimiento del capitalismo moderno provocó una inversión conceptual entre la soberanía y la propiedad: en los teóricos contractualistas del Occidente europeo, no es el Estado el que da la tierra a los ciudadanos-soldados que han participado en la conquista, sino que son los colonos de unas tierras sin dueño los que crean el Estado de mutuo acuerdo para defender su propiedad privada. Se da por supuesto que esa propiedad no la han recibido del Estado tras la conquista militar, sino que la han obtenido ellos mismos mediante su pacífico trabajo. El origen de la propiedad no es la “ocupación” militar de un territorio ya habitado, sino el “trabajo” de una persona o familia que acota y cultiva una parcela de una tierra sin dueño. En efecto, la teoría liberal de la propiedad y del Estado pretendió invertir las relaciones entre la posesión pública o estatal y la posesión privada o económica. El filósofo inglés John Locke es conocido como uno de los padres del liberalismo 226 — moderno no solo por su defensa del fundamento contractual del Estado sino también por sus ideas sobre el origen de la propiedad privada y sobre la relación entre propiedad y soberanía. En el capítulo V del Segundo ensayo sobre el gobierno civil (1690), Locke defiende que el origen de la propiedad privada es el trabajo, pero no el trabajo reproductivo de la mujer sino el trabajo productivo del varón: cada hombre es dueño de su propio cuerpo y de todo lo que puede cultivar y fabricar con sus manos. Por tanto, ese trabajador originario y autárquico sería dueño de sí mismo, de sus propiedades materiales y de su familia (mujer e hijos) a la que sustenta con su trabajo productivo. Y todo ello antes de la aparición del Estado, en contra de la tradición republicana heredada de la civilización grecolatina, y en particular la definición aristotélica del ser humano como un “animal político” que es engendrado, criado y socializado en el seno de una familia y de una comunidad política. Para Locke, el individuo propietario y cabeza de familia precede a la formación del Estado, más aún, el Estado tendría su origen y fundamento legítimo en un contrato entre una pluralidad de propietarios privados y cabezas de familia, que acuerdan instituir un gobierno público o político, precisamente para defender sus propiedades privadas o económicas, junto con su vida y la de sus familias. Según Locke, “el fin del gobierno es la preservación de la propiedad y tal es la razón por la que los hombres entran en sociedad”. Locke elabora esta teoría de la propiedad no tanto para justificar el cercado y la apropiación privada de las tierras comunales en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, sino más bien para justificar la ocupación y apropiación de las tierras americanas por parte de los colonos europeos. En el ya citado capítulo sobre la propiedad, llega a decir que “al principio, todo el mundo era América”. Es muy revelador el juicio celebrado en 1823 en Estados Unidos, en el caso Johnson contra McIntosh, un litigio sobre la propiedad de la tierra. El Tribunal Supremo se sirvió de las ideas de Locke para elaborar la “doctrina del descubrimiento” y justificar así la conquista y colonización británica del territorio norteamericano: la tierra es propiedad de quien la cultiva mediante el trabajo y no simplemente de quien la habita. A pesar de que ese territorio estaba habitado por comunidades indígenas, el alto tribunal estadounidense lo consideró terra nullius, puesto que Reino Unido fue la primera nación “civilizada y cristiana” en cultivarlo y reclamarlo como propio. Estados Unidos heredó la soberanía británica sobre la ex colonia, de modo que a los indios americanos no se les reconoció la propiedad comunal de la tierra que habían habitado durante generaciones. De este modo, la propiedad privada de los colonos europeos quedaba legitimada y protegida por los sucesivos estados “civilizados y cristianos” que ejercieron la soberanía sobre ese territorio: Reino Unido y Estados Unidos. — 227 Las ideas formuladas por Locke son la base principal de la concepción cristiana, liberal y patriarcal de las relaciones entre la propiedad y la soberanía, es decir, entre el mercado y el Estado. Sin embargo, el “capitalismo histórico” analizado por Wallerstein en su monumental obra sobre el “moderno sistema mundial” (1974/1989/1998 y 2012), el que se ha desarrollado y extendido por toda la Tierra durante los últimos cinco siglos, no solo ha basado su irresistible poder en la dominación colonial y en la jerarquización patriarcal, sino también en la estrecha complicidad y la constante reversión entre las dos formas de posesión de la tierra: la soberanía política y la propiedad mercantil. El Estado ha sido siempre el garante último de la propiedad, tanto en la metrópoli como en las colonias (y en las ex colonias políticamente independizadas y económicamente dependientes). Y, por ello mismo, ha sido también el único legitimado para expropiar al propietario particular, sea por alguna infracción cometida o por razones de “interés general”. En último término, es el Estado soberano el que “inventa” y regula la propiedad privada (Blaufarb 2019). Esta dialéctica entre la soberanía y la propiedad, la política y la economía, el Estado y el mercado es consustancial al capitalismo moderno. El Estado de bienestar, que tuvo su época de gloria en los países occidentales tras la Segunda Guerra Mundial, fue el resultado de un gran pacto social que trató de equilibrar las fuerzas entre el capital privado, la solidaridad nacional y la justicia social. Pero, desde la década de 1980, el triunfo político del neoliberalismo rompió ese gran pacto social de la posguerra y desató una nueva lucha global por la apropiación de la Tierra. Pero los bienes comunes a expropiar no fueron solo las tierras, los recursos naturales y los saberes populares de las comunidades indígenas y campesinas, sino también las empresas estatales, los servicios públicos, los suelos y edificios urbanos, las redes de transporte y de comunicación, etc. El proceso se inició primero en los países del Sur global, mediante los Programas de Ajuste Estructural (PAE), y posteriormente, sobre todo tras la Gran Recesión iniciada en 2008, se ha extendido también a los países del Norte, comenzando por Estados Unidos y la Unión Europea. El primer resultado ha sido un incremento brutal de la desigualdad económica, no solo entre unos países y otros, sino también en el interior de cada país, entre las clases sociales, las etnias, los sexos y las generaciones. El segundo resultado ha sido una precarización masiva de las condiciones de vida en muchos países empobrecidos del Sur global, pero también en las clases medias del Norte enriquecido. El “precariado” (Standing 2013) se ha convertido en una condición social cada vez más extendida y diversa. El tercer efecto ha sido el expolio y la degradación acelerada de todos los ecosistemas de la Tierra y el incremento igualmente acelerado del cambio climático antropogénico, tal y como vienen denunciando los científicos, los 228 — ecologistas y las comunidades cuyas formas de vida se han visto más directamente afectadas. La cuarta consecuencia ha sido el estallido de nuevos conflictos bélicos, sea por el control de los recursos naturales estratégicos, sea por fenómenos climáticos extremos. Y, por último, todos estos procesos de desposesión han provocado el aumento del número de migrantes y refugiados que se ven forzados a abandonar su casa, su tierra y su país. En resumen, en los últimos años se está produciendo un proceso global de desposesión y precarización de las condiciones de vida de miles de millones de seres humanos, paralelo a un proceso de depredación y contaminación de todos los ecosistemas naturales. El capitalismo moderno, en su fase final de desarrollo, se ha lanzado a una estrategia acelerada de expolio de toda la Tierra y de desposesión de la mayor parte de sus moradores. Es una estrategia ecocida y humanicida, pues está destruyendo las bases naturales de sustentación de la especie humana y de otras muchas especies vivientes. En otras palabras, la llamada economía neoliberal se ha vuelto cada vez más antieconómica, pues está poniendo en riesgo no solo el sustento material de la humanidad actualmente viviente, sino también el de las generaciones venideras. De la posesión excluyente al usufructo compartido Hay una relación de refuerzo mutuo entre el control de los territorios y el control de las personas. Esta relación inseparable la señaló Arendt en el famoso capítulo 9 de Los orígenes del totalitarismo, titulado “La decadencia de la Nación-Estado y el final de los Derechos del Hombre”: “La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta primero y sobre todo en la privación de un lugar en el mundo” (Arendt 1981, vol. 3: 430). En efecto, para poder adueñarse del cuerpo y la vida de las personas, primero hay que privarlas de su “lugar en el mundo”, hay que convertirlas en personas vulnerables, indefensas y temerosas; y eso se consigue desposeyéndolas de su casa, de su tierra, de sus bienes personales, de sus vínculos familiares y vecinales, en fin, de su forma de vida y de la protección jurídica y política de su comunidad de pertenencia. Si queremos afrontar las dos grandes contradicciones de nuestro tiempo (la globalización amurallada y los límites del crecimiento ilimitado), hemos de cuestionar las dos formas de posesión de la tierra hasta ahora hegemónicas (la soberanía estatal y la propiedad mercantil) y pensar de otro modo nuestra relación con los otros y con la Tierra. Hemos de cuestionar el vínculo de soberanía que une a un pueblo con un territorio y lo hace más sagrado que la hospitalidad hacia los otros pueblos. — 229 Y hemos de cuestionar también el vínculo de propiedad que une a un individuo o a una empresa con sus propiedades capitalizadas y lo hace más sagrado que la vida de los seres humanos y de los demás seres vivientes. Por encima de la soberanía de los estados y la propiedad mercantil de las empresas y grandes fortunas, hemos de afirmar nuestra responsabilidad ineludible hacia los demás seres humanos y hacia el conjunto de la biosfera terrestre. Puesto que vivimos ya en una sola sociedad global de facto, hemos de comenzar a pensarla también de iure, es decir, hemos de considerar a la “humanidad” como un sujeto jurídico-político situado por encima de la soberanía de los estados y la propiedad capitalizada de los individuos y las empresas. Hasta ahora, los sujetos de derecho han sido los estados soberanos, los individuos propietarios y las entidades intermedias situadas entre ambos, como empresas, municipios, asociaciones, iglesias, etc. Por eso, es necesario comenzar a pensar la “humanidad” como un nuevo sujeto de derecho. Como dijo Arendt en la obra ya citada, necesitamos “una nueva ley en la Tierra”, un nuevo régimen jurídico-político de alcance cosmopolita que garantice el cumplimiento efectivo de los derechos humanos en toda la Tierra, comenzando por el “derecho a tener derechos”, cuya condición de posibilidad más elemental es el “derecho a tener un lugar en el mundo”, como un principio básico que debe ser afirmado por encima de la soberanía estatal y la propiedad mercantil. Todo ser humano, por el mero hecho de serlo, tiene derecho a moverse libremente por el mundo, pero también a disfrutar de un “lugar” físico y político en el que habitar y convivir con sus semejantes. Es la necesidad de “echar raíces”, tal y como la entiende Simone Weil (2014: 51): “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro”. El reconocimiento de la “humanidad” como nuevo sujeto de derecho ya está recogido en el derecho internacional humanitario, y especialmente en los llamados “delitos de lesa humanidad”, que no prescriben y sobre los cuales tiene jurisdicción cualquier Estado del mundo y, desde 1998, la Corte Penal Internacional de La Haya. La humanidad también ha comenzado a ser reconocida como sujeto titular del llamado “patrimonio común de la humanidad”, que trasciende el patrimonio privado de un individuo o una empresa y el patrimonio público de un Estado, y que incluye espacios naturales, monumentos históricos, tradiciones culturales inmateriales, etc. Paralelamente, han surgido muchos movimientos sociales (indígenas, campesinos, ecologistas, etc.) que reclaman la preservación y recuperación de los “bienes 230 — comunes”. En todas las sociedades, antes de la expansión del capitalismo moderno e incluso antes de los primeros imperios antiguos, los recursos naturales de los que dependía la supervivencia de la comunidad (montes, bosques, campos, ríos, fuentes, atmósfera, etc.) eran considerados como un bien común del que nadie podía adueñarse. Esta tradición de los bienes comunes ha pervivido hasta hoy en muchas sociedades, a pesar del acoso que están sufriendo por parte de los estados y las grandes empresas. Y hoy está comenzando a ser recuperada mediante el reconocimiento de “personalidad jurídica” con derechos propios a determinados ecosistemas como ríos, lagos o bosques. No es sólo la “humanidad” la que tiene derechos, sino también la “naturaleza” que nos acoge y nos sustenta. El movimiento feminista ha conectado con el movimiento ecologista en un punto crucial: la ética y la política del “cuidado”. El ecofeminismo está poniendo de manifiesto que hay una relación muy estrecha entre el cuidado hacia los otros humanos, hacia los demás seres vivientes y hacia la Tierra como nuestro hogar común (Puleo 2011). Además, la noción de “cuidado” exige establecer con los otros y con la Tierra que nos sustenta una relación que ya no es de posesión, de dominio, de soberanía, de violencia coactiva, sino más bien de protección, de mantenimiento, de complicidad, de gratitud y de goce. Como ha señalado Yves-Charles Zarka, hemos de reconocer la “inapropiabilidad de la Tierra” (2013) como un nuevo principio filosófico con el que afrontar los desafíos ecosociales de nuestro tiempo. Otros autores también han planteado la necesidad de cuestionar los viejos conceptos de soberanía y propiedad desde una perspectiva cosmopolita y ecológica (Rosa 2020; Vanuxem 2018; Graber y Locher 2018; Vanuxem y Guibet Lafaye 2015). Yo mismo he formulado una propuesta similar a la de Zarka, al defender que el conjunto de la biosfera terrestre sea reconocido y preservado como Tierra de nadie (2015). La Tierra no es de nadie y por eso puede ser habitada por todos. Pero habitarla conlleva la responsabilidad de cuidarla. Y se trata de una responsabilidad doble, porque los humanos actualmente vivientes hemos heredado el hogar terrestre de las generaciones que nos han precedido y tenemos que legarlo a las venideras, pero también porque debemos compartirlo con las demás especies vivientes que pueblan la Tierra y de las que depende nuestra propia supervivencia. Si la Tierra no es de nadie, si es inapropiable, eso significa que los individuos y los pueblos somos meros usufructuarios, siempre parciales (de tal o cual parcela de tierra) y siempre pasajeros (mientras dura la vida de un individuo o la historia de un pueblo). En otras palabras, los humanos hemos de reconocernos como nómadas o transeúntes, como residentes temporales de este hermoso planeta, a pesar de haber “echado raíces” en él. Hemos de comprender que es la Tierra la que nos acoge a nosotros y — 231 a los demás seres vivientes, y que por tanto no podemos disponer de ella y de sus habitantes a nuestro antojo. La primera pandemia global En los primeros meses de 2020 se extendió por todo el mundo la primera pandemia global de la historia. Los grandes poderes políticos, económicos y científicos se vieron desconcertados por la velocidad de transmisión de la nueva enfermedad y tuvieron que improvisar apresuradamente respuestas contradictorias e inciertas, aunque finalmente los gobiernos acabaron adoptando una serie de medidas extremas como el cierre de fronteras, la paralización de la mayor parte de las actividades sociales y el confinamiento forzoso de la población en sus propias viviendas. En abril, unos setenta países habían decretado ya el confinamiento doméstico, lo que supone el mayor encierro de la historia: unos 3.000 millones de personas, casi el 40% de la humanidad. Se trata de un acontecimiento histórico insólito, un experimento social y ambiental gigantesco en el que se han puesto a prueba todas las esferas y escalas de las relaciones ecosociales. Ha habido en el pasado otras muchas enfermedades infecciosas que han tenido también una amplia difusión geográfica y han sido mucho más letales que la actual, como la viruela, el sarampión, la peste negra, la gripe española, el sida, el tifus, el cólera, etc. En general, todas estas enfermedades responden a dos patrones básicos. En primer lugar, tienen su origen en virus o bacterias que pasan a la especie humana desde otras especies animales, lo que se conoce como zoonosis, sobre todo debido a los procesos históricos de domesticación, crianza y consumo de animales, desde la primera revolución neolítica hasta la actual industria agropecuaria. Se calcula que más del 60% de las enfermedades infecciosas tienen su origen en este proceso de zoonosis. En segundo lugar, una vez que las nuevas enfermedades infecciosas afectan a los humanos, se difunden a través de las redes de transporte, que permiten la conexión entre sociedades muy alejadas, desde las antiguas rutas terrestres y marítimas de Eurasia hasta el acelerado proceso de globalización que se inició en 1945 y que ha recibido el nombre de Antropoceno. Estas dos pautas podemos reconocerlas también en la pandemia actual, aunque con una velocidad y en una escala desconocidas en el pasado. Por un lado, el auge de la industria agropecuaria, la destrucción de ecosistemas para pastos y monocultivos (el ganado consume el 70% del suelo agrícola), la reducción de la biodiversidad, el cambio climático antropogénico y el expolio del hábitat tradicional de las comunidades campesinas e indígenas están transformando profundamente nuestra 232 — relación con los demás seres vivos y desencadenando nuevas enfermedades infecciosas causadas por cepas víricas o bacterianas que salen de su aislamiento ecológico, se vuelven muy agresivas y pasan a los humanos desde otras especies. En las tres últimas décadas se han identificado más de treinta virus zoonóticos, es decir, una media de un nuevo patógeno por año. Y se calcula que hay todavía unos trescientos mil virus completamente desconocidos. Por otro lado, la rápida transmisión de esta pandemia se ha visto favorecida por unas condiciones históricas nuevas: la formación de una sola sociedad global con una movilidad de personas cada vez más masiva y acelerada, el incremento brutal de las desigualdades económicas y la precarización de las condiciones sociales y sanitarias en los suburbios de las metrópolis. Históricamente, las ciudades han sido las principales víctimas y transmisoras de las pandemias, al contar con una gran densidad de población y al ser las encrucijadas por las que circulan personas, animales, plantas y microbios procedentes de los más diversos lugares. El proceso de globalización es también un proceso de urbanización: las migraciones actuales no solo se desplazan de un país a otro, sino también de las aldeas a las ciudades. Y muchas de ellas tienen grandes áreas suburbanas que carecen de infraestructuras y servicios básicos, lo que facilita la transmisión de enfermedades y reduce la esperanza de vida. En resumen, la pandemia ha puesto al descubierto las dos grandes contradicciones políticas y existenciales de la sociedad global: por un lado, el choque cada vez más traumático entre la aceleración del crecimiento capitalista y los límites biofísicos del planeta Tierra, que está desencadenando toda clase de amenazas para la supervivencia de la propia especie humana; por otro lado, la creciente interdependencia de todos los seres humanos y, al mismo tiempo, el incremento de las desigualdades sociales, la multiplicación de los muros fronterizos y la lucha de los estados por la reafirmación de su soberanía territorial en el marco de un nuevo desorden global neowestfaliano. En efecto, los gobiernos no han sido capaces de adoptar una estrategia coordinada de salud pública global, sino que están compitiendo entre sí de manera irresponsable, culpándose unos a otros de la pandemia y luchando por el acaparamiento de material sanitario, fármacos y vacunas. Afortunadamente, la pandemia también ha hecho brotar un importante movimiento de responsabilidad cívica y de solidaridad hacia los colectivos más afectados. Además, le ha dado la razón a los movimientos sociales emancipatorios que han ido surgiendo en las últimas décadas: pacifistas, ecologistas, feministas, anticolonialistas, comunidades indígenas y campesinas, ONGs de derechos humanos, grupos de científicos comprometidos, etc. Todos ellos son abiertamente cosmopolitas, porque consideran que la Tierra no es de nadie y es de todos. Por eso, tenemos la obligación de cuidarla y preservarla juntos, por nuestro propio bien y — 233 por el bien de las generaciones venideras, de los demás seres vivos y del conjunto de la biosfera terrestre. Tal vez esta pandemia nos obligue a cambiar de rumbo y a escuchar, por fin, lo que vienen diciendo desde hace décadas muchas organizaciones sociales y ambientales “sin fronteras”. Necesitamos detener cuanto antes la aceleración suicida de un sistema social injusto e insostenible, sustituir los muros fronterizos por puentes entre los pueblos y construir entre todos una sociedad cosmopolita que sea a un tiempo sostenible y solidaria, es decir, que esté basada en un doble imperativo moral: cuidarnos unos a otros y cuidar entre todos nuestra común morada terrestre. 234 — R B ACNUR. 2019. Tendencias Globales. Desplazamiento Forzado en 2018. Ginebra: ACNUR. Arendt, Hannah. 1981. Los orígenes del totalitarismo. 3 vols., Madrid: Alianza. Orig. inglés: 1951. Blaufarb, Rafe. 2019. L’invention de la propriété privée. Ceyzérieu dans l’Ain: Éditions Champ Vallon. Campillo, Antonio. 2015. Tierra de nadie: cómo pensar (en) la sociedad global. Barcelona: Herder. Campillo, Antonio. 2019. Un lugar en el mundo: la justicia espacial y el derecho a la ciudad. Madrid: Los Libros de la Catarata. Campillo, Antonio. 2020. Pensar la pandemia. 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