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Violencia

Violencia política y dictadura franquista 1. La violencia y sus manifestaciones son un tema social, y en consecuencia historiográfi­ co, de la mayor importancia, como lo demuestra la preocupación y la repulsa que su utilización, incluso con fines lúdico­festivos, suele despertar entre la ciudadanía. A pe­ sar de ello, no puede sino convenirse que la violencia no es algo extraño al ser humano, sino consustancial al mismo y a las relaciones sociales. Su presencia, aunque con dife­ rentes intensidades, es una constante a lo largo de la historia lo que le ha valido ser con­ siderada, no sin merecimientos, como la “gran partera” de muchos de sus cambios fun­ damentales, si bien el proceso general de civilización en relación con la violencia no es sino el resultado del esfuerzo colectivo del ser humano para resolver conflictos por me­ dios diferentes de los violentos [1]. 1. ¿Qué es la violencia política? Dentro de las complejas clasificaciones a que se puede someter el fenómeno de la vio­ lencia, la de carácter político tiene para los historiadores una trascendencia capital por la influencia que suele desempeñar en los procesos de cambio, las justificaciones que su uso genera, o la amplitud de formas e instrumentos con que se ejerce. Como se suele apuntar, violencia y política deberían ser términos opuestos por cuanto la política no es sino el instrumento que emplean las sociedades para evitar que los conflictos deriven en situaciones de violencia. La práctica nos demuestra sin embargo la potente asociación entre ambos conceptos incluso en las sociedades democráticas. Desde la publicación del Leviatán muchas teorías consideran que la violencia es inherente a la acción política por cuanto el mantenimiento de la paz social implica necesariamente que el Estado se erija como garante de la misma asumiendo el monopolio exclusivo de la violencia. Pero para que se pueda hablar de violencia en la política no es necesario que se produzcan episo­ dios explícitos y radicales. Como señala González Calleja, cuyos trabajos constituyen una referencia para esta introducción, la política es persuasión y negociación, pero a la par utiliza demostraciones potencialmente violentas como la presión o la amenaza, lo que le hace convenir junto a Peter A. R. Calvert que buena parte de la actividad política no es más que el producto de una violencia latente ritualizada (“Qué es y qué no es la violencia en política” 51). La violencia en política adquiere así un carácter ambivalente, de una parte se la margina como resultado del proceso de civilización que conduce a su reducción, pero por otra continúa siendo un recurso más de la actividad. La violencia política no es por tanto algo excepcional sino corriente. Partiendo del hecho de que tampoco existe una definición unívoca y aceptada de violen­ cia política, considero que ésta queda bien perfilada si la consideramos como “el uso consciente (aunque no siempre deliberado o premeditado), o la amenaza del uso, de la fuerza física por parte de individuos, instituciones, entidades, grupos o partidos que buscan el control de los espacios de poder político, la manipulación de las decisiones en todas o parte de las instancias de gobierno, y, en última instancia, la conquista, la conservación o la reforma del Estado” (“Violencia política y represión en la España franquista” 122). Pero al igual que sucede con la violencia genérica, los abundantes matices de la política no se explican exclusivamente a partir del factor fuerza por cuanto este tipo de violencia 1 Or iginal publicado en Dissidences. Hispanic J ournal of Theory and Criticism, 3 (2007), http://www.dissidences.or g/ ISSN 1553­6793 1 suele y puede adoptar “una forma latente” o “insidiosa” (miedo, autocensura) y mostrar­ se a través de “sutiles mecanismos de presión psicológica” (“Qué es y qué no es la vio­ lencia en política” 51­53) especialmente acompañando o con posterioridad a un periodo de represión física. El objetivo de toda violencia política es el poder (relación social que se define por la capacidad de A para hacer que B le obedezca), cuya institucionalización conduce nece­ sariamente a una división entre gobernantes y gobernados que se relacionan a través del principio incuestionable de la autoridad (capacidad de obtener obediencia, voluntaria o forzada, a un mandato o prohibición bajo amenaza de punición), basada siempre, y con independencia de su legitimidad, en el ejercicio de la fuerza. Cualquier Estado dispone de unos recursos básicos, que se ubican en el marco de la violencia política, para impo­ ner su autoridad. Básicamente puede hablarse de tres: represión, control social y coac­ ción legal. La represión consiste en “el empleo de mecanismos de control y de sanción de conductas que el poder establecido califica como desviadas” en el orden político, ideológico o social y que “engloba un amplio abanico de actuaciones que pueden ir des­ de la violencia física o psicológica hasta el dirigismo de conductas públicas y privadas”, punto este último que se acercaría bastante al concepto de control social. El control so­ cial comprende todos aquellos instrumentos de actuación, tanto positivos como negati­ vos, que utiliza una sociedad o grupo social para modelar a sus miembros a las normas que caracterizan la vida comunitaria, e impedir y desanimar comportamientos que se desvíen de esas normas. Cuando el Estado mantiene el orden a través del monopolio de la violencia con la aquiescencia de la mayor parte de su ciudadanía y de acuerdo a un marco normativo y jurídico, entonces puede hablarse de coerción legal (“El Estado ante la violencia” 365). Será sobre los conceptos de represión y control social como manifestaciones concretas de la violencia política, sobre los que descanse a partir de este momento mi discurso acerca del caso concreto de la dictadura franquista. 2. La represión: clave de bóveda de la dictadura franquista. A diferencia de la republicana, en la España rebelde la represión tuvo un carácter “abso­ lutamente premeditado, sistemático, institucionalizado, hasta transformarse en un obje­ tivo en sí mismo” para la construcción del nuevo Estado (“De guerra contra el invasor a guerra fraticida” 26). Las conocidas instrucciones reservadas del cerebro de la conspira­ ción a dos meses vista de la sublevación son una clara evidencia de la vocación exter­ minadora con que nacía el movimiento subversivo, aunque con más claridad, si cabe, se expresaría el 19 de julio de 1936 cuando ordenaba “sembrar el terror (…) eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. Así pues y des­ de el mismo momento en que se inicia la subversión, la eliminación física del adversario político se convirtió en la forma habitual de ejercer la autoridad por parte de los suble­ vados (Reig Tapia 126) [2], que perseguían no sólo conquistar por la fuerza el poder político y la obediencia de los ciudadanos, sino proteger y preservar el viejo orden eco­ nómico y social amenazado por la democracia, las reformas y las conquistas de las cla­ ses trabajadoras (“La sombra del franquismo: ignorar la historia y huir del pasado” 8). Eso era lo que estaba en juego y esa es sin duda la función social y la misión histórica del movimiento subversivo, liquidar definitivamente el viejo conflicto por la hegemonía entre las clases tradicionalmente dominantes y los colectivos populares organizados, que en el caso español puede remontarse al menos hasta 1917. 2 La violencia ejercida por el Estado rebelde adquiere así un carácter estructural, en pri­ mer lugar porque se desencadena para resolver un conflicto estructural, y después por­ que acabó siendo “un elemento constitutivo del propio régimen, un pilar básico del or­ denamiento jurídico­político durante todas las fases por las que atravesó la dictadura” (“El Estado ante la violencia” 391). En este sentido la represión franquista hay que en­ tenderla como una “estrategia múltiple” que no sólo sirve para la eliminación puntual de la disidencia política y el escarmiento social, sino que pensando en el futuro, se mantie­ ne para encarecer al máximo los costes de cualquier oposición y propagar un sentimien­ to lo más amplio y profundo posible de sumisión, pasividad y autocensura por el miedo que garantice la estabilidad­perdurabilidad del régimen (“El Estado ante la violencia” 392) [3]. Para ello el uso de la fuerza adoptó numerosas formas y dispuso de diferentes actores, pero siempre ocupó un lugar central en la dictadura como herramienta básica del Estado para construir y sostener el orden político, social, laboral, familiar, económi­ co, religioso, etc., deseado. El motivo no fue otro que la negativa sistemática por parte de sus dirigentes a poner en marcha verdaderas políticas de reconciliación o de creación de una comunidad nacional integradora [4]. Esa integración sólo era posible en el marco de la ortodoxia dictatorial por lo que la fractura política y social permaneció siempre y limitó considerablemente la eficacia del sistema (capacidad para encontrar soluciones reales a los problemas y demandas del sistema político y social), convirtiéndose así la violencia en una parte insustituible del edificio dictatorial. 3. Las caras del ter ror franquista. Con el final de una guerra suele sobrevenir indefectiblemente la paz. No fue el caso de España en 1939, lo que constituye una excepción relevante si comparamos la española con otras guerras civiles europeas que desembocan en el establecimiento de regímenes dictatoriales reaccionarios. El primero de abril de 1939 sólo terminó la guerra oficial con ejércitos y frentes, iniciándose otra no declarada pero igualmente devastadora, pri­ mero contra el enemigo derrotado e inerte, y posteriormente contra cualquier tipo de disidencia o amenaza interior. La paz fue cosa de media España, mientras la otra media agonizaba o se la perseguía en virtud de la “ley de la victoria”. 3.1. La represión física. La política represiva franquista no responde a la aplicación de una nueva normativa sancionadora sino a la perversa utilización de las disposiciones legales que la República había empleado para su propia defensa. Los rebeldes se limitaron a declarar el estado de guerra en todo el territorio que controlaban (situación excepcional que se prolongaría, para combatir a la guerrilla, hasta el 7 de abril de 1948), y con esta rudimentaria base jurídica, aplicada sistemáticamente desde el mismo 19 de julio, convirtieron en reos de rebelión militar a todos aquellos que habían permanecido leales a la legalidad constitu­ cional por acción u omisión (amplísima tipificación del delito [5]) y con la única finali­ dad de eliminar la disidencia. El principal instrumento para el ejercicio de la represión física por motivos políticos fue la justicia militar, ejercida de forma arbitraria y en ausencia de cualquier tipo de garan­ tía procesal. La jurisdicción castrense predominó de forma absoluta desde los inicios (la justicia ordinaria se militarizó), lo que no significa que los militares acumulasen en ex­ clusiva el monopolio de la represión. Desde julio del treinta y seis y hasta más allá in­ 3 cluso de 1939, fueron auxiliados en su macabra misión por civiles radicalizados, propie­ tarios (Córdoba en la posguerra 26) y falangistas en una suerte de violencia espontánea (ejecuciones sin juicio que se producen en forma de paseo o en aplicación de la ley de fugas) que tuvo especial incidencia durante los primeros meses de guerra y con la entra­ da de las tropas rebeldes en pueblos ciudades. No fueron sin embargo hechos aislados, ni violencia descontrolada, simplemente el Ejército permitió a estos grupos que comen­ zasen la tarea de limpieza allí donde se suponía que el enemigo era más numeroso [6]. La cifra total de ejecuciones consumadas por el bando rebelde está todavía por determi­ narse. Actualmente manejamos números fiables para 25 provincias totales y 7 parciales que arrojan una cantidad que supera los 90.000 republicanos asesinados, y que en una proyección general podrían terminar convirtiéndose en unos 140.000 (Víctimas de la guerra civil 411) [7], por lo general jornaleros y obreros manuales. Cualquiera que sea la cifra, lo más importante es que cada una de esas víctimas responde a la vocación ani­ quiladora de un movimiento subversivo que pretendía ser, en palabras de Queipo, “un movimiento depurador del pueblo español”, lo que suponía deshacerse de todos aque­ llos que hubieran intervenido, hasta en el grado más modesto, en los cambios que habí­ an puesto en jaque a todo un sistema de dominación, reeducar a los recuperables y “vi­ gilar que en lo sucesivo no pudiera volver a producirse una contaminación ideológica semejante” (“Construyendo a Caín” 238) [8]. Como señalaba un fiscal en un consejo de guerra después de reconocer cuan poco le importaba si los acusados eran o no inocentes, en realidad no era sólo el tribunal militar el responsable de las sentencias de muerte que dictaba, “son sus pueblos, sus enemigos, sus convecinos. Yo me limito a decir en voz alta lo que otros han hecho en silencio. Mi actitud es cruel y despiadada y parece que sea yo el encargado de alimentar los piquetes de ejecución para que no paren su labor de limpieza social. Pero no, aquí participamos todos los que hemos ganado la guerra y deseamos eliminar toda oposición para imponer nuestro orden” (Sabín 24). Y no le faltaba razón, la denuncia o violencia desde abajo, fue sin duda el motor principal de la justicia [9]. La represión física vino organizada desde arriba, por los militares, pero las víctimas de los pelotones de fusilamiento y los inquilinos de las cárceles los proporcionó la colaboración ciudadana. Los motivos que empujaban a la denuncia y la delación, son numerosos. En primera instancia satisfacían las ansias de venganza de familiares y amigos contra los que consideraban responsables directos o indirectos de la muerte de sus deudos, aunque con mucha frecuencia la de­ nuncia solía responder a viejas rencillas personales o laborales así como al ansia de ra­ piña sobre los bienes de los vencidos. La denuncia fue también la consecuencia deseada del terror desatado por el bando rebelde: una delación realizada a tiempo y con cruel resolución podía evitar que la represión terminase dirigiéndose contra uno mismo. El miedo, el ambiente social irrespirable para el vencido y el encanallamiento de las rela­ ciones sociales en la posguerra que el nuevo régimen fue capaz de difundir, llegó hasta el extremo de quebrar convicciones, lazos afectivos y de solidaridad en los vecindarios, que organizaron la propia depuración de su entorno permitiendo así a la justicia militar llegar a donde jamás hubieran podido llegar. Finalmente señalar que la denuncia y la delación fue para muchos “el primer acto político de compromiso con la dictadura” (“Una dictadura de cuarenta años” 32) [10]. Un número considerable de españoles, para nada limitado a la temida tríada local compuesta por el cura, el alcalde y la guardia civil, selló de esta manera un pacto de sangre con la dictadura que facilitó, junto al botín ma­ terial obtenido, la cohesión entre los vencedores, y dificultó que con el tiempo se impu­ siera un proyecto reconciliador. Aunque tampoco hay que sorprenderse, la rebelión con­ 4 tó con una base social razonablemente amplia que luego juzgó necesaria la purificación de la sociedad por la represión. La dictadura no fue por tanto el resultado de la expro­ piación de las libertades y los derechos conquistados por un puñado de militares reac­ cionarios, ni la represión producto del monopolio de la fuerza y la coerción por parte de militares y policías. Si no comprendemos esto, difícilmente entenderemos la supervi­ vencia y la consolidación de la dictadura. La de los cuarenta fue sin duda una década consagrada a la violencia física y durante la misma el régimen puso de manifiesto hasta dónde estaba dispuesto a llegar para mante­ nerse vigente. Pero es un error identificar violencia física y años cuarenta. Si la violen­ cia en cualquiera de sus manifestaciones, fue una constante durante toda la dictadura, la física no fue una excepción, y solo su amplitud, no su intensidad, marca diferencias en­ tre la primera etapa y las posteriores. Castigado el republicanismo y el izquierdismo hasta en sus más nimias manifestaciones, el miedo inoculado entre la población se con­ vertirá en un eficaz mecanismo auxiliar de la red de vigilancia y control, formal e in­ formal, diseñada por la dictadura [11], así como en el conductor de una extensa, aunque relativa, desmovilización. El carácter antieconómico de la represión indiscriminada, pero especialmente la progresiva integración de la dictadura en la comunidad política y económica internacional, contribuyó a fortalecer la sensación de seguridad en el seno del régimen, por lo que de cara a favorecer su imagen exterior, la transformación de la represión indiscriminada en otra mucho más selectiva pero igualmente dura (aunque menos eficaz) acabó por convertirse en la opción más conveniente y deseable. Tras acabar con la guerrilla, los enemigos del treinta y seis quedaron eliminados, silen­ ciados o exiliados, pero pronto aparecería otro mucho más difuso, menos organizado y por tanto más difícil de controlar, integrado por las nuevas generaciones de la posgue­ rra. De los productores disciplinados de antaño comenzaron a brotar minorías subversi­ vas, y entre los estudiantes universitarios creció un inconformismo creciente con un sistema inmóvil que ni comprendían ni les satisfacía. Todos ellos, junto con los dirigen­ tes políticos y sindicales en la clandestinidad (cuyas organizaciones fueron desarticula­ das una y otra vez desde la segunda mitad de los cuarenta) se convertirían, especialmen­ te a partir de la década de los cincuenta, en objeto preferente de la represión política. Cárcel, palizas y disparos a manifestantes con resultado de muerte [12], y torturas (tris­ temente famosas fueron las comisarías de Vía Laietana o la Dirección General de Segu­ ridad en la Puerta del Sol) fueron los procedimientos más utilizados, que se complemen­ taban con multas, despidos y deportaciones. La pena de muerte continuó no sólo vigente, sino en uso, no hay que olvidarlo, siendo sus principales destinatarios, pero no exclusivos, miembros de grupos terroristas (ETA y FRAP). Contabilidad al margen, una de las diferencias más importantes entre la repre­ sión de los cuarenta y la posterior, fue sin duda su eficacia. La intensidad de la represión contra trabajadores, universitarios, sacerdotes comprometidos y el entorno del terroris­ mo vasco durante los sesenta y setenta, contribuyó al debilitamiento de la dictadura, ya que lejos de desactivar los movimientos de oposición y reivindicación, los reforzó gra­ cias, entre otros factores, a la repercusión internacional de las acciones represivas. 3.2. La represión económica. Con la proximidad del final de la guerra y en la inmediata posguerra, el bando rebelde realizó algunos esfuerzos legislativos con la finalidad de perfeccionar y mantener eleva­ 5 do el nivel de terror que venía sosteniendo desde 1936. El objetivo último no era otro que evitar que los desafectos pudieran disfrutar del más leve respiro jurídico, que se sintieran seguros. De tal manera que durante la posguerra asistimos al levantamiento frente a los vencidos de un muro conformado por una multiplicación de órganos juris­ diccionales especiales [13] con una única finalidad: servir de instrumento para la perse­ cución y castigo del vencido y el enemigo político [14]. No me detendré en la enumera­ ción y el análisis de esta prolija legislación represiva [15], simplemente quisiera señalar que si bien el régimen se encargó, con el tiempo, de ir modificándola para adecuarla a las cambiantes circunstancias, a cada ley que derogaba le seguía otra de similares carac­ terísticas (“Una dictadura de cuarenta años” 23) que mantuvo intacto el estado de ex­ cepción permanente y el protagonismo de la jurisdicción militar desde 1936 hasta más allá de 1975. De entre ese muro (integrado, entre otras, por las durísimas disposiciones de la Ley de Rebelión Militar de 1943 o la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940), cabría destacar la Ley de Responsabilidades Políticas (1939) por constituir la vertiente legal o judicial del expolio económico de los vencidos. Se trataba de una ley aberrante que permitía a los tribunales dictaminar responsabilidades civiles con carácter retroactivo desde octubre de 1934 y póstumo. La norma ampliaba considerablemente el campo potencial de actuación sobre la delincuencia política punible respecto a la no colaboración por acción u omisión al triunfo de la rebeldía, a la filiación partidaria, sin­ dical o masónica, a la participación electoral o gubernamental durante el régimen repu­ blicano, y a cualquier actuación que pudiera interpretarse como favorecedora de un es­ tado de cosas que, decían, obligó finalmente a la intervención militar (“El Estado ante la violencia” 394). A través de una deliberada ampliación del hecho delictivo y la obliga­ ción de las familias de responder por las sanciones que se imponían a sus miembros vivos, muertos, exiliados o desaparecidos, se ha escrito que la LRP actuó como agente democratizador del miedo. Su función no era recaudatoria, la prueba es que al tratarse de expediente incoados mayoritariamente a obreros terminaban siendo sobreseídos por insolvencia, sino intimidar y desmovilizar, servir de escarmiento complementario al vencido (todos los condenados por un consejo de guerra fueron también expedientados por el TRP) y mostrarle el precio de meterse en política (“La represión en la posguerra” 343). Para los que tenían algún tipo de bienes, un expediente del TRP (que podía ini­ ciarse con una simple denuncia por parte de individuos de probada solvencia moral y política) suponía, en palabras de Marc Carrillo, la “muerte civil”, la ruina del encausado y su familia [16]. Después de abrir unos trescientos mil, en 1945 se decretó la no apertu­ ra de nuevos expedientes, pero los antiguos continuaron su tramitación hasta mediados de los años sesenta. Pero como señalaba al inicio, esta sólo fue la vertiente legal del expolio al vencido (o “desamortización de bienes marxistas” como la ha llamado Francisco Espinosa), que como sucedió con la física, tuvo otra absolutamente ilegal y arbitraria que perfectamen­ te puede calificarse de robo y rapiña aprovechando la postración de los vencidos y de la que todavía no sabemos demasiado. Conocidas son las razzias protagonizadas por las tropas moras al servicio de Franco, las casas de las personas de izquierda, muchas veces fusiladas o en el exilio (caso de intelectuales y políticos) fueron desvalijadas o incauta­ das, multitud de propiedades y negocios cambiaron de manos o fueron cerrados por los nuevos jerifaltes como represalia o como fórmula para acabar con la competencia [17]. Con todo, lo peor parece que fue lo que sucedió en las zonas rurales con las Comisiones de Recuperación Agrícola, encargadas de desmantelar las colectividades agrarias y ges­ 6 tionar la devolución de las fincas a sus propietarios. Un desmantelamiento que se con­ vertiría en un suculento negocio para los propietarios partícipes de la victoria que recu­ perarían lo que era suyo, y de paso, se apoderarían, en el mejor de los casos pagando precios irrisorios, de tierras, aperos, bestias y cosechas que no lo eran. Las colectivida­ des se crearon con tierras incautadas a propietarios desafectos a las que se unieron, vo­ luntariamente o no, otros muchos de diversa ideología y que en 1939 ni se atrevieron a reclamar lo que les pertenecía (algunos porque desde la propia localidad se les impidió regresar donde habían dejado familia y bienes), esos excedentes del miedo se los repar­ tirían obscenamente los vencedores. A todo ello habría que unir desahucios ilegales de arrendatarios con derechos consolidados, propietarios que, por pura venganza, se nega­ ron a dar empleo a los jornaleros [18], y el regreso a los campos de España del “señori­ tismo de la peor calaña” por el cual volvieron a abonar por salario lo que les venía en gana y los malos usos laborales de siempre (Bernal 132). 3.3. El exilio. El exilio forzado para escapar de las represalias que les reservaban, por rojos, separatis­ tas y republicanos, las tropas de Franco en el final de la guerra, no es, como dice la pro­ fesora Mir, ninguna cuestión menor, sino una forma más de represión que como la ma­ yoría presenta una doble y trágica vertiente. De una parte la que afecta directamente al sujeto que se extraña, y de otra las “consecuencias que el exilio tuvo sobre la vida coti­ diana de quienes quedaron al frente de hogares deshechos, especialmente mujeres” así como en la influencia que este fenómeno tuvo “en la disgregación de familias, de las que, en algunos casos no ha quedado el menor rastro” en los lugares donde vivieron, víctimas de la marginación y la exclusión a que la dictadura sometió a todo aquello que recordase a los exiliados (“El sino de los vencidos” 155). Con la caída de Cataluña salieron hacia Francia unos 470.000 españoles, ciento setenta mil de ellos mujeres, ancianos o niños, a los que hay que añadir otros 15.000 que mar­ charon a las posesiones galas del norte de África tras la caída del centro peninsular. In­ glaterra se negaría a recibir a los rojos españoles en consonancia con la actitud de des­ precio hacia la República que sostuvo desde 1931. La acogida que dispensaron las auto­ ridades francesas a aquella masa de infortunados no pudo ser peor. En un contexto de crisis de la identidad nacional francesa, los republicanos españoles fueron acogidos co­ mo merecía un peligroso hatajo de indeseables, de forma hostil y humillante. Bestias, horda maldita, residuos, amenaza, torturadores, criminales o violadores, fueron algunos de los calificativos que una parte prensa francesa dedicó a los refugiados (Vilanova 94), que en primera instancia constituían un problema de gravedad en materia sanitaria, humanitaria, laboral, diplomática y de orden público. Planteada de esta manera la cues­ tión de los republicanos, el gobierno francés volvió a cerrar los ojos ante lo que sucedía en España y apostó por las repatriaciones negociadas, alentadas también cínicamente desde el otro lado de los Pirineos [19], y que reducirían considerablemente el número de refugiados en el país vecino, donde por otra parte sólo habían encontrado lo mismo que les aguardaba en España, campos de concentración, cárceles, hambre, golpes y despre­ cio Eso sí, cuando con el paso de los meses comenzaron a concretarse los peores augurios con respecto a Alemania, la Francia democrática no dudó en utilizar a los refugiados españoles (en 1949 quedaban unos 125.000) para las más diversas tareas por el interés económico y militar de la nación. En abril de 1940 había 55.000 españoles en Compañí­ 7 as de Trabajadores Extranjeros, 40.000 bajo control del Ministerio de Trabajo incorpo­ rados a la industria y la agricultura (todos ellos en régimen de semi­esclavitud y bajo disciplina militar), 6.000 entre la Legión y Regimientos de Marcha de Voluntarios Ex­ tranjeros (sin los derechos de un francés), y 3.000 no aptos para trabajo alguno, en cam­ pos de concentración. La derrota francesa frente a Alemania añadiría nuevas penalida­ des para todos aquellos refugiados, especialmente para aquellos enviados a las zonas de ocupación. De nuevo campos de concentración y trabajos forzados en ambas zonas, y ahora también campos de exterminio, allí terminarían, con la connivencia de la dictadu­ ra española, unos 15.000 españoles (unos 8.000 a Mauthausen, de categoría III para irrecuperables políticos) de los que sobrevivirían apenas la mitad [20]. 3.4. España, una inmensa prisión. Si Hitler y Mussolini, en tiempos de paz, no mataron tanto como Franco (Malefakis 47), tampoco ninguna dictadura coetánea encarceló tanto como la franquista. El primer esla­ bón del universo penitenciario y de la cadena represiva franquista fueron los campos de concentración, que si bien existieron en ambos bandos durante toda la guerra, prolifera­ rían tras el derrumbe del ejército republicano. Existieron entre 150 y 188 campos de concentración por los que se cree que pasaron al menos 367.000 prisioneros. La mayo­ ría de estos campos sirvieron para acoger al cautivo y desarmado ejército republicano y proceder al esclarecimiento de las responsabilidades por las que habrían de responder cada uno de sus miembros. Como el régimen no podía pedir informes individualizados de cada uno de sus miles de prisioneros, cada uno de ellos debía solicitar a su lugar de residencia el aval (“avalado sea Dios”, se decía) correspondiente, iniciándose en este punto y paralelamente las penalidades y humillaciones que habrían de soportar sus fami­ lias durante su cautiverio. Tenían por tanto estos campos de concentración un carácter preventivo (no se cumplían penas sino que constituían la antesala de la justicia), clasifi­ catorio y provisional (estaban pensados para desaparecer) (Rodrigo 19). No fueron campos de exterminio, pero comparten con ellos algunas estrategias entre las que se incluyen las ejecuciones aleatorias o selectivas, y la consideración del preso como una degeneración execrable y peligrosa de la raza humana por la cual estaba perfectamente justificado y se consideraba hasta necesario, su castigo, humillación y eliminación [21]. Aquellos que en primera instancia lograron salvar la vida, terminarían en el exuberante dispositivo carcelario franquista montado improvisadamente a lo largo y ancho de toda la geografía nacional aprovechando casi cualquier edificio con cuatro paredes. Allí es­ perarían, algunos presos durante más de una década, su obligado paso por los consejos de guerra o el cumplimiento de las sentencias, convirtiéndose de esta manera la cárcel en el eje alrededor del cual giraba no sólo la desesperación del preso, sino también de sus familias, muchas de ellas desplazadas, que se desvivían por hacerles llegar el ali­ mento que dentro no recibían. La cárcel, como ya señaló Ortiz Heras, constituye la pieza clave de la represión fran­ quista (Violencia política en la II República y el primer franquismo 308), y como tal acumula las esencias del nuevo orden político y social instaurado tras la sublevación. La prisión no es tan sólo el instrumento para el mantenimiento del sistema “sino que la prisión constituye el núcleo mismo del ejercicio del poder” (“La institucionalización del universo penitenciario franquista” 135), y su análisis nos revela las claves de la nueva relación entre vencedores y vencidos: sumisión, jerarquía, disciplina y esfuerzo­ sacrificio. Si la reclusión y el aislamiento son las formas tradicionalmente consideradas 8 adecuadas para hacer pagar por las ofensas a un determinado sistema de dominación, el franquismo conseguirá dar una vuelta de tuerca al clásico vigilar y castigar que, en pa­ labras de Ricard Vinyes, ahora será sustituido por “doblegar y transformar” como fina­ lidad última del sistema penitenciario. Un sistema que funcionó como “una gran indus­ tria” cuya maquinaria se encargó de ejecutar todo un elenco de actuaciones (políticas, culturales, sociales y económicas) con el objeto de “obtener la transformación existen­ cial completa de los capturados y, por extensión, de sus familias” (“El universo peniten­ ciario durante el franquismo” 156). El proceso comenzaba por someter al recluso a la más absoluta e intensa desposesión material por el hambre, la enfermedad, las humilla­ ciones derivadas del hacinamiento, las palizas, la suciedad, o la presión de los sacerdo­ tes aprovechando las necesidades del preso y sus familias, para terminar con la pérdida de sus defensas psicológicas y la transformación del preso en una nada sumisa y sin voluntad. Obtenían así una degradación integral de la persona porque “un ser humano degradado y cosificado” (“La represión en la posguerra” 289) es luego incapaz de caer en la tentación de organizarse políticamente. La fórmula anterior, como acertadamente señala Vinyes, debió aportar los resultados importantes con los que él denomina “presos anteriores”, es decir, con la masa hetero­ génea, caótica y desmesurada de presos por causas de guerra. Padecieron calamidades inenarrables, pero su número obligó al Estado a indultarles finalmente. Cosa diferente fueron los “presos posteriores”, aquellos que conscientes de las consecuencias osaron desafiar a los vencedores. Ellos estaban preparados y organizados, sabían desarrollar estrategias para sostener su condición e identidad, y como tales padecieron sofisticadas torturas (no simples palizas que terminaban con la vida del preso y la aplicación de la Ley de Fugas), fueron separados del resto, recibían las condenas en firme más duras y no podían ser indultados. Como sucedía con los fusilados, tampoco con los presos estamos en condiciones de ofrecer un número certero de los que fueron. La cifra más utilizada es la oficial del Mi­ nisterio de Justicia publicada en 1946 y que fijaba exactamente su cantidad para 1940 en 280.000, aunque diferentes interpretaciones sobre esta contabilidad hacen presumir un número superior. En cualquier caso la capacidad carcelaria española en 1939 era de apenas dos decenas de miles, lo que generó un problema de gran magnitud tanto para los presos, que se morían de hambre y enfermedades, como para el Estado por otros motivos. A la dictadura le preocupaba el colapso de la administración de justicia, el di­ nero que costaba mantener aquel derroche punitivo, y la inseguridad creciente de unas cárceles en las que no se quería gastar. Preocupaciones a las que se podrían añadir la falta de brazos en las faenas agrícolas y el colapso de las instituciones benéficas, espe­ cialmente Auxilio Social, con niños, mujeres y ancianos desamparados por falta de su mantenedor [22]. Todo ello, y no razones de humanidad, determinó la publicación de sucesivos indultos entre 1940 y 1945 que terminaron con el problema penitenciario, eso sí, de una forma perfectamente organizada y controlada. Previamente el Estado se había preocupado de crear un órgano que conectase el sistema penitenciario con los poderes locales (Servicio de Libertad Vigilada, 22 mayo 1943) y que obligaba al liberto a pre­ sentarse periódicamente en el cuartel de la guardia civil con la excusa de tutelar su rein­ serción. La realidad era que el régimen se aseguraba un perfecto control sobre el excar­ celado y su entorno, al tiempo que lo exponía a pública vergüenza. Los pueblos se con­ virtieron así en una cruel prolongación del espacio carcelario donde no faltaron ni las palizas ni las coacciones, hasta el punto de que muchos libertos se verían abocados a escoger entre la marginalidad, el suicidio o el monte. 9 Pero antes de decidirse a vaciar las cárceles de anteriores, la dictadura supo encontrar una vía intermedia entre el antieconómico cumplimiento inflexible de las condenas im­ puestas, y medidas de amnistía que pudieran dar la impresión de debilidad o de que los reos habían sido en realidad injustamente condenados. Me refiero a la creación por el Ministerio de Justicia del sistema de Redención de Penas por el Trabajo (7 octubre 1938) que permitía a reclusos con un perfil muy determinado redimir su pena a cambio de trabajo. Proclamas redentoristas y réditos simbólicos o propagandísticos al margen, la dictadura buscó y encontró la rentabilidad económica de una parte de su inmensa po­ blación carcelaria que, convertida en mano de obra barata a disposición del Estado o alquilada a empresas privadas, colaboró a financiar el sistema represivo, engordó la cuenta de resultados de industrias y constructoras afines y, a cambio de un pequeño sa­ lario, aliviaría la situación desesperada en que se encontraban sus familias, para quienes y dicho sea de paso, las oficinas de cobro se convertirían en un instrumento más de con­ trol y vigilancia [23]. Después de la década de los cuarenta y hasta más allá de la muerte del dictador, la cár­ cel continuaría siendo el eje vertebrador de la represión franquista, que continuó encar­ celando con normalidad a sus opositores previa condena por los tribunales militares. La imagen de los presos del franquismo continúa siendo la de la masa de republicanos de­ rrotados, y bien está que así sea, pero ni su número ni sus terribles sufrimientos deben eclipsar la realidad penitenciaria posterior que compartieron, en diferentes grados, dece­ nas de miles de españoles [24], generalmente por no resignarse y atreverse a ejercer los derechos arrebatados a sus padres. 3.5. Los niños perdidos. Las mujeres y los niños rojos también formaron parte del universo penitenciario fran­ quista. Ellos también perdieron la guerra. Para 1940 sabemos que las cárceles españolas acogían a más de 20.000 presas políticas y como en el caso de los varones, su ingreso no tenía por qué guardar relación con un compromiso político, en este caso bastaba con ser esposa o madre de rojo, lo que equivalía a no haber sabido cumplir con su misión específica como mujer y llevar a sus varones por la senda correcta. Eran tan responsa­ bles de lo sucedido como los hombres, por lo que recibirían un trato igualmente cruel y vejatorio para que a través del dolor, la miseria y el adoctrinamiento encontrasen final­ mente el camino de la purificación. Una cruel y dolorosa tarea de la que participarían gustosamente las religiosas Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2005 “por su excepcional labor social y humanitaria (…) desarrollada de una manera ejemplar durante cerca de cuatro siglos”, y responsables de los infiernos terrenales que fueron prisiones como Ventas o Les Corts [25]. Al sufrimiento físico y psicológico dispensado a la mujer presa especialmente, pero también al hombre, el régimen añadió otro suplementario que tuvo por objeto a su pose­ sión más amada: sus hijos. Aquellos que tuvieron la no pequeña fortuna de sobrevivir en prisión junto a su madre hasta los cuatro años, y también muchos que por su edad no llegaron a ingresar, fueron legal y arbitrariamente derivados hacia el extenso espacio tutelar diseñado por el Estado y del que eran responsables falangistas y católicos. Una red asistencial que, apoyándose en los delirios eugenésicos del doctor Vallejo Nágera, debía servir para combatir la propensión degenerativa de los niños criados en un am­ biente republicano mediante la educación en los valores del régimen y la eliminación de 10 su memoria de cualquier referencia, por nociva, a sus progenitores. Según investigacio­ nes recientes, se dieron casos de lavado de identidad hasta el punto de que hubo niñas (objeto preferente de estas tutelas) que llegaron a aborrecer a sus padres biológicos y tomaron los hábitos tras asumir la “culpa” derivada de su “criminalidad”. Para gestionar la tutela y reeducación de los hijos de preso por el Estado, se creó en 1943 el Patronato de San Pablo, que con 258 centros administró las vidas de más de treinta mil niños hasta 1954. Son los que Vinyes, Armengol y Belis han definido como “nuestros niños perdidos”. Perdidos porque se negó a sus padres el derecho a educarlos, y perdidos físicamente durante años o para siempre [26]. En esa categoría podrían in­ cluirse los afectados por la ley de 4 de diciembre de 1941, por la cual todos aquellos niños repatriados, cuyos padres no fueran localizados y no recordasen su nombre, podí­ an ser inscritos con un nombre distinto. Con esta medida se permitía que hijos de fusila­ dos, presos, exiliados o desaparecidos, pudieran ser adoptados por familias adictas al régimen. 3.6. Represión laboral. El trabajo, como cualquier otro medio de supervivencia en la España de posguerra, se convirtió en una parte fundamental del botín de la victoria, en la recompensa para todos aquellos que habían colaborado en el triunfo de la sublevación. Para ello vieron la luz la ley para la depuración del funcionariado (10 febrero 1939) y la de empleo público (25 agosto 1939). La primera perseguía desalojar de la administración pública a todo el per­ sonal que no pudiese acreditar su afección a la rebeldía, privar de su trabajo y medio de vida a los desafectos (a veces condenándolos, por edad y habilidades, a la marginali­ dad), eliminar toda su influencia social y, finalmente y aprovechando el hueco creado, asegurar un puesto de trabajo a los más fieles. La segunda consagraba precisamente esta última circunstancia al reservar el 80% de las plazas que saliesen a concurso para los apoyos de la dictadura: mutilados, oficiales provisionales, excombatientes, huérfanos de la represión republicana, etc. La purga más feroz, quizá por ser la mejor estudiada, se desató contra la mejor realización de la República, la educación, pero no hay que perder de vista que las hubo también fuera de la administración pública y afectaron tanto a tra­ bajadores de empresas privadas como a profesionales liberales de todo tipo [27]. En el reparto de puestos de trabajo en la administración, en empresas, o en el partido, reside sin duda una de las bases del apoyo social inquebrantable que fue capaz de cose­ char la dictadura. Un trabajo de este tipo, aunque mal remunerado, era mucho más de lo que la mayoría podía soñar, y contribuía aun más a la división de la sociedad, entre los que comían y salían adelante (los vencedores) y los que no. Esto ha llevado a algunos autores a hablar de un nuevo resurgir del clientelismo, esta vez de Estado y de partido, también llamado “clientelismo burocrático” (Robles Egea 242). El final de la guerra trajo consigo una profunda transformación de las relaciones labora­ les como consecuencia de la derrota total de la clase trabajadora. Una transformación que consistió básicamente en la recuperación por parte de la patronal, y sin apenas inter­ ferencias, de un amplio margen de maniobra a la hora de fijar las condiciones de traba­ jo, al tiempo que las fuerzas militares de orden público les resolvían los conflictos labo­ rales. 11 El marco legal creado para la represión laboral se inaugura con la creación de la Orga­ nización Sindical Española (OSE) en 1940 cuyas funciones básicas se resumen en en­ cuadrar, disciplinar, disuadir ante posibles actitudes de protesta y reprimir eventualmen­ te a los trabajadores. La Ley de Reglamentaciones de Trabajo (1942) sancionó la inca­ pacidad de los trabajadores para intervenir en la fijación de las condiciones laborales y su subordinación a los propietarios. En teoría la fijación de esas condiciones era “fun­ ción privativa del Estado” y el Ministerio de Trabajo, instancias a las que sólo los pro­ pietarios, en virtud de su independencia de facto de la OSE, podían acceder sin limita­ ciones. La Ley de Contratos de Trabajo (1944) consagraba el deber de obediencia del trabajador hacia el empresario, autorizando a éste último a castigar con sanciones o des­ pidos cualquier falta de disciplina. Finalmente las Magistraturas de Trabajo, especial­ mente durante las dos primeras décadas, se aplicarían en la resolución, siempre indivi­ dual, de los conflictos laborales de forma coherente con el papel residual asignado al trabajador en la legislación. Y a todo esto no hay que olvidar que la Ley de Rebelión Militar de 1943 (continuación del bando de guerra del treinta y seis) tipificaba como delito de rebelión militar cualquier conato de huelga o conflicto colectivo, circunstancia que volvió a ser recogida en el decreto de 21 de septiembre de 1960 sobre bandidaje y terrorismo (puesta al día de las leyes marciales de 1943 y 1947). La Ley de Convenios Colectivos de 1958, en ningún caso puede considerarse como un avance en el reconocimiento de los derechos de los trabajadores, principalmente porque la legislación represiva les impide o encarece la movilización de sus más elementales recursos para la reivindicación (huelga, reunión, asociación y expresión). Tampoco el decreto de 1962 por el que se diferenciaba entre conflictos políticos y puramente labora­ les, puede considerarse un avance, y menos aún el reconocimiento de la legalidad de la huelga, que continuó prohibida. En el mejor de los casos se reconocía la existencia de conflictos colectivos legales, que debían canalizarse por una multitud de vericuetos bu­ rocráticos que anulaban la presión que pudieran ejercer los trabajadores, mientras se mantenía intacta la capacidad sancionadora de los empresarios (sólo en 1974, 25.000 trabajadores fueron suspendidos de empleo y sueldo, y 4.379 despedidos por participar en conflictos laborales). Se trataba de hacer menos visible la acción represiva directa ante el aumento de la conflictividad, pero no de rebajar los costes de la reivindicación laboral [28]. Desde diferentes instancias, por lo general diferentes de la historiografía más sólida, se suele proyectar una imagen arcádica de las décadas de los sesenta y setenta en España, vinculada al despegue económico del país y a la mejora de las condiciones de vida. A este respecto no conviene olvidar algunas cuestiones fundamentales. En primer lugar que esas mejoras (muy evidentes porque se partía desde muy atrás) fueron posibles gra­ cias por un lado, a la continuación por otros medios del régimen de explotación laboral inaugurado después de la guerra; la ecuación mayor productividad (más trabajo y en precarias condiciones) mayor salario, o el pluriempleo, serían dos de sus ejemplos para­ digmáticos. Y por otro, que fueron las protestas encabezadas por la clase trabajadora las que propiciaron, con altos costes represivos, la elevación de sus niveles de vida. Unas protestas que alcanzaron carta de naturaleza en el marco de una política de rentas que fomentaba la acumulación de beneficios por parte de las empresas, vía aumento de la productividad, al tiempo que se impedía el despegue acompasado de los salarios. Una política, que como señalan Molinero e Ysàs, proporcionaba mecanismos de control frente a las reivindicaciones obreras, y mantenía vigente el pacto suscrito con la patronal en 1939. 12 Se trata por tanto de un modelo de crecimiento económico con serias deficiencias en cuanto a políticas de redistribución de la riqueza, y marcado por el olvido de las políti­ cas sociales y severos contrastes territoriales. En 1970 existían en España más de ciento diez mil chabolas, en las que se alojaban casi seiscientos mil españoles, y otro millón y medio de paisanos (el 10% de la población activa) se vio obligado a emigrar al exterior buscando un futuro mejor, mientras sus remesas millonarias servían a la dictadura para cubrir el agujero de la balanza de pagos. 3.7. La represión de los huidos. En los últimos años profundas y exhaustivas investigaciones nos han mostrado la amar­ ga realidad de los huidos y la guerrilla, al tiempo que han contribuido a desmontar algu­ nos tópicos e inexactitudes que la temática venía arrastrando desde hacía tiempo [29]. En sus orígenes, mucho antes de su posterior militarización a cargo del PCE, el fenó­ meno de los huidos tuvo un carácter eminentemente defensivo, de lucha por la propia supervivencia. El monte se nutrió de individuos a los que esperaban seguras represalias, pero también de muchos libertos a los que se hizo la vida imposible en sus pueblos. Fueron por tanto la represión indiscriminada y las políticas excluyentes de los vencedo­ res las forjadoras de este tan inusual fenómeno guerrillero, alimentado por supervivien­ tes y no por voluntarios. Hasta 1943 la guerrilla no preocupó en exceso al régimen, y no fue hasta el trienio 1947­49 (“trienio del terror”) cuando, libre de presiones y amenazas de intervención internacional, la dictadura se decidió a su exterminio bajo el paraguas de la Ley sobre Bandidaje y Terrorismo. De todos los métodos, sucios y aberrantes, utilizados por la dictadura para eliminar a los del monte (engaños, torturas, asesinatos, recompensas, traiciones, contrapartidas, etc.), sin duda hay que destacar el terror desatado contra su entorno, familiares, amigos, presuntos colaboradores y campesinos sin ninguna relación con los guerrilleros. Familias enteras fueron asesinadas o torturadas por la sospecha de dar apoyo a la guerrilla o para prevenir que lo hicieran, como simple escarmiento para estimular delaciones, o como venganza por alguna baja entre los represores. Su número es casi imposible de calcular, pero basta para hacerse una idea de la magnitud del terror desatado por la guardia civil en el medio rural la cifra de 60.000 encarcelamientos du­ rante la década de los cuarenta por supuesta relación con la guerrilla, a los que habría que añadir los aproximadamente 3.000 guerrilleros asesinados (de los 7.500 efectivos de los que pudo disponer el maquis). Como en casos anteriores, la colaboración del ele­ mento civil afecto fue decisiva para el aniquilamiento de los últimos resistentes anti­ franquistas. 3.8. La autarquía, ¿otra forma de r epresión? La autarquía fue una opción económica deseada y nunca impuesta por las circunstan­ cias. Desde un punto de vista económico, la autarquía consiste en la consecución de un alto grado de autosuficiencia sustituyendo importaciones y protegiendo la producción nacional, medidas extremas de nacionalismo económico que suelen adoptarse en víspe­ ras de un conflicto, o por países atrasados para desarrollar su economía. En el caso es­ pañol las medidas más sobresalientes del proyecto autárquico consistieron, básicamente, en la venta masiva de su producción agraria y minera para obtener divisas que se inver­ tían, también masivamente, en inputs para la industria en vez de en abonos y equipos 13 para la agricultura o en cubrir el tradicional déficit de productos de primera necesidad. De esta manera el hambre y las privaciones, soportadas fundamentalmente por la clase trabajadora, se convirtieron en un elemento imprescindible de la política económica del gobierno [30]. Ahora bien ¿puede considerarse la autarquía como un instrumento represivo más? Todo parece indicar que se trató, en primer lugar, de un disparate económico fruto de la estul­ ticia, del cual terminarían derivándose clarísimas consecuencias represivas. Es decir, no creo que la autarquía se diseñase pensando en la inhabilitación por el hambre de poten­ ciales enemigos políticos (Richards 23), aunque ese terminase siendo uno de sus resul­ tados. Para conjurar los peligros de la disidencia el régimen disponía de mecanismos más rápidos y eficaces, lo había demostrado y lo seguiría haciendo en tiempos mejores, y además el hambre no tardaría en constituir uno de los principales problemas políticos de la dictadura, que tuvo que enfrentarse a la extensión del malestar popular y a una imparable pérdida de popularidad que sólo el sostenimiento de los mecanismos de terror evitó que desembocasen hacia protestas de envergadura [31]. Pero dicho esto, no se puede sino convenir que el sostenimiento contra viento y marea de aquel disparate, que se calcula mató de hambre a unos 200.000 españoles, necesitó de todo un entramado normativo, prohibitivo y punitivo que se conecta con la estrategia represiva y controla­ dora de la dictadura sobre los vencidos. La puesta en marcha del sistema de racionamiento no supuso otra cosa que el control por parte de los vencedores de los escasos aprovisionamientos de que disponía el país. Circunstancia que concedió a las autoridades locales una capacidad de control y coer­ ción sobre los vecindarios hasta ahora desconocida, ya que eran en primera instancia las encargadas de distribuir las raciones [32] y de vigilar que no se vulnerase la compleja legislación de abastos (adulteraciones, elevación de precios, ocultaciones de cosecha, mercado negro, etc.). Potestad que alcaldes y falangistas, mayoritariamente agricultores, y su entorno, aprovecharían para asegurarse unas despensas rebosantes a costa de redu­ cir otras raciones o dejar cartillas desabastecidas, traficar en el mercado negro con el racionamiento oficial, y desviar sin dificultad la mayor parte de sus cosechas al lucrati­ vo mercado negro [33]. Los beneficios de la terrible autarquía quedaban así perfecta­ mente distribuidos entre toda la base social que había dado su apoyo al dictador, desde la cúspide industrial y financiera hasta los labradores, que se aseguraba así la continui­ dad de su implicación en el sostenimiento del sistema en tan difíciles circunstancias. Las vulneraciones de la severa legislación de abastos y la corrupción toleradas a los afectos se convierten por tanto en una importantísima vía de escape que el régimen con­ cede a sus bases para no perderlas entre tanta miseria, regulaciones e intervencionismo. De no haber permitido, por ejemplo, a los labradores castellanos ocultaciones de siem­ bra y cosecha, y reducciones periódicas de sus cupos forzosos de entrega, es muy posi­ ble que el panorama político se hubiese complicado. Cosa diferente era cargar con seve­ ridad inflexible los costes sociales de aquel delirio sobre los hombros de la masa derro­ tada y aterrorizada, a la cual, en caso necesario se podía volver a aplastar. Es en este contexto donde encuentran sentido las actuaciones de las fiscalías de tasas, cuyos inspectores y responsables, además de estar absolutamente implicados en el mer­ cado negro [34], justificaban su sueldo persiguiendo y castigando el trapicheo y las pe­ queñas ocultaciones mientras respetaban o trataban con benevolencia a los grandes tibu­ rones de la especulación, de ahí que fuese calificada como “organismo de opresión” por la propia jefatura provincial del Movimiento en Ciudad Real [35]. Así pues y si no en la 14 teoría, sí en la práctica, la autarquía puede considerarse como una estrategia represiva más que busca la consolidación y la supervivencia del sistema político en este caso a costa de la miseria de los vencidos, que se considera un precio razonable y hasta espiri­ tualmente positivo (justificación de la privación material como castigo por los yerros pasados y que necesariamente conduce a la purificación espiritual y física de la nación) por el engrandecimiento del país. 4. Otras for mas de represión y control social. 4.1. La Iglesia de la venganza. Ni el golpe ni la guerra que desencadenó fueron diseñados en origen pensando en la religión o en la restauración de los privilegios de la Iglesia. Fue la Iglesia católica la que se adhirió incondicionalmente a la sublevación, traumatizada por las ejecuciones masi­ vas de religiosos y sacerdotes (unos 8.000) en zona republicana. Eso fue lo que le hizo revolverse con odio y sed de venganza contra todo aquello que había amenazado hasta su propia existencia física. Su problema fue que decidió erigirse como la víctima ino­ cente por antonomasia, y eludió cualquier reflexión tanto sobre las causas que habían conducido a la fobia clerical del vulgo, como sobre la masacre desencadenada en su nombre. Una violencia que merecía su apoyo incondicional por cuanto no era hija de la revolución o la anarquía, sino que procedía directamente de la ira sagrada que Dios, “celoso de su gloria” (González Cuevas 138), derramaba sobre todos aquellos que habí­ an osado desafiar el orden natural de las cosas y la única fe verdadera. Pero la Iglesia católica española no se conformó con ofrecer una valiosa justificación de la guerra, silencio ante la represión, y facilitar el apoyo diplomático del Vaticano, servi­ cios impagables que por sí solos ya le hubieran valido la recuperación de sus tradiciona­ les ámbitos de influencia social y política, sino que se remangó y colaboró sobre el te­ rreno en el castigo de los vencidos hasta convertirse en un agente necesario más de la justicia franquista (Vivir es sobrevivir 191) [36]. Con sus informes fueron responsables de la muerte, la cárcel o la ruina de muchos hombres. Otra de sus principales misiones represivas se centró en las cárceles donde, invitados legalmente por el régimen, actua­ ron, en palabras de Moreno Gómez, como auténticos comisarios a lo divino. Allí dentro, donde lo importante no era la materialidad de los cuerpos sino la salvación de las almas, su labor se centró en la represión ideológica sometiendo a los presos a un intenso proce­ so de reeducación forzosa en los valores del catolicismo, al tiempo que servían de co­ rrea de transmisión de los valores político­sociales de la dictadura. La eficacia de su tarea quedaba asegurada a través de la crueldad del sistema penitenciario y las pequeñas recompensas que, con perversidad, el capellán podía ofrecer a reclusos y reos capitales (visitas, correspondencia, comida, informes para la condicional, etc.) a cambio de cate­ cismo, confesiones y comuniones. Fuera de la cárcel la situación no fue muy diferente, los principios fundamentales de la moral católica fueron elevados a normas legales, lo que permitió a la Iglesia y al Estado regular e intervenir la vida privada y familiar de los españoles corrientes, y naturalmente sancionar, incluso como delitos contra la seguridad del Estado (jurisdicción militar), todas aquellas conductas privadas que no se ajustasen o atentasen contra sus rígidos postulados. Los matrimonios civiles fueron anulados, así como los divorcios, los no bautizados tuvieron que pasar por la pila para poder recibir asistencia benéfica, la blas­ femia, la homosexualidad [37] o la fogosidad de las parejas quedaron severamente cas­ 15 tigadas, y los bailes, las fiestas, los baños estivales y la exhibición de la feminidad, de­ bieron ajustarse a los imprecisos límites que marcaban la honestidad y las buenas cos­ tumbres. Todavía en los años ochenta pueden encontrase sentencias condenatorias por prácticas nudistas en la playa. El objetivo era recatolizar España por considerar que la contaminación ideológica de la nación tenía su origen en el abandono de la religión, aunque para ello dispuso de recursos mucho más eficaces que las misiones pastorales o la fiebre persecutoria de autoridades locales y del partido [38]. Me refiero al monopolio de la educación que disfrutó en todos sus niveles, y que le permitiría no sólo formar católicos temerosos de Dios y su Iglesia, sino también súbditos resignados a su destino y respetuosos del orden y la jerarquía dictatorial [39]. Si el proyecto de socialización política a cargo del partido pudo ser cualquier cosa menos exitoso, sería la Iglesia, como dominadora del sistema educativo, la encargada de la socialización política en negativo de las futuras generaciones de españoles, convirtiéndose así en instrumento al servicio de uno de los grandes objetivos del franquismo, la desmovilización de la opinión públi­ ca y la erradicación de la política (Hernández Sandoica 137). Después del Concilio Vaticano II una parte de la Iglesia española, influida por la mo­ dernidad de sus bases y los tiempos, experimentó un interesante cambio de postura con respecto a la dictadura franquista. De controladora pasó a ser controlada, se hablaba de desenganche y de anticlericalismo de derechas, y el régimen inauguró su enésima pri­ sión especial, esta vez para los curas revoltosos. Sin menospreciar en absoluto las nega­ tivas consecuencias que para la dictadura ocasionó la quiebra de la unidad monolítica del régimen, el ímpetu de las bases no tardó en ser ahogado por las jerarquías. La Iglesia del tardofranquismo se caracterizó fundamentalmente por su conservadurismo, tanto en lo político como en lo moral; su discurso, por encima de periodos políticos y coyunturas propiciatorias de reelaboración, fue esencialmente continuista, y por encima de todo pretendía defender sus intereses de siempre y mantener su presencia en la sociedad en unas circunstancias políticas y sociales nuevas. Es por ello que la Iglesia franquista ja­ más se atrevió liquidar o rebajar la hipoteca contraída con la dictadura, a romper rela­ ciones, o a renunciar a sus privilegios [40]. 4.2. La reclusión de la feminidad. La primera damnificada de todo este nuevo estado de cosas fue la mujer, a la que nazis, fascistas y franquistas reservaron un rol social bastante similar como reacción a los avances y cambios acaecidos desde la I Guerra Mundial. Regresó la misoginia tradicio­ nal del catolicismo, especialmente en Italia y España, ahora reforzada por corrientes pseudocientíficas. A partir de ahora a la mujer quedaba reservado todo lo referente al ámbito del hogar familiar, y su misión fundamental quedó reducida a la procreación, a la educación cristiana de los hijos, y a la sumisión y cuidado del esposo. Todo aquello que desbordase los muros del hogar marital, llámese vida laboral, desarrollo intelectual, independencia, etc., le quedaba vetado o reducido a lo superfluo y propio de su condi­ ción. Sólo al hombre correspondían facultades mentales y de mando, quedando reserva­ das a la mujer las facultades afectivas, que la convertían en un elemento pasivo y some­ tido a la voluntad del varón [41]. El objetivo era preservar la tradicional supremacía de lo masculino, para lo cual no se escatimaron limitaciones a la emancipación femenina, especialmente en lo tocante al acceso al conocimiento, al trabajo o a la propiedad [42]. Y en aras de hacer presentable y fructífera esta política antifemenina entre las propias mujeres, se encubrió entre un discurso de exaltación de la familia tradicional y la natali­ dad. 16 Cualquier atentado contra el sagrado ámbito familiar, llámese adulterio, abandono de familia, aborto o infanticidio, quedaron tipificados como delitos especialmente a partir del código penal de 1944 (heredero del promulgado en 1848 y que no fue definitiva­ mente derogado hasta 1995), concebido como un “instrumento jurídico dirigido a con­ trolar el hogar familiar como lugar por excelencia de la mujer, tenida como madre y esposa” (“El sino de los vencidos” 161). Por eso no era lo mismo si cualquiera de esos delitos los cometía el hombre o la mujer. El adulterio quedó como un delito casi exclu­ sivo de la mujer, por el artículo 428 el marido que sorprendiese a su esposa en adulterio y matase en el acto a alguno de ellos o a los dos, lo pagaría con una simple pena destie­ rro, y si les infligiese lesiones quedaba exento de pena. El adulterio masculino sólo se castigaba en caso de amancebamiento en el hogar conyugal o si condujese su relación extramatrimonial con publicidad. La separación sólo podía producirse en caso de que la mujer fuese hallada culpable de adulterio, y suponía para ella la pérdida de los bienes propios y gananciales. Los malos tratos a las mujeres solían también salir gratis a los agresores como correspondía a un modelo de sociedad que trataba de proteger la autori­ dad marital. Desde esta perspectiva la violencia ejercida por el varón contra la mujer era tenida como legítima. En el delito de estupro se exigía a la víctima virginidad o al me­ nos honestidad en la conducta (exclusión de las prostitutas), lo que convertía las vistas en una investigación sobre la conducta moral de la víctima. Sólo las muy honestas, y siempre y cuando pudieran demostrar una resistencia heroica en defensa de su honor, podían ser violadas. Existía además la figura del perdón por parte de la víctima que exoneraba al violador, por lo que en un contexto de victoria y miseria las presiones en esta dirección fueron bastante frecuentes. El abandono del hogar y los hijos por parte de la mujer era también castigado con severidad (pena de arresto mayor y cuantiosas mul­ tas aplicables a los abuelos), especialmente en los casos en que se viesen afectados re­ cién nacidos. Cosa distinta era si el abandono lo protagonizaba un varón para desespera­ ción de la mujer dependiente. Ahí los jueces solían ofrecer toda su comprensión al ma­ rido que desatendía sus obligaciones y se dedicaban a averiguar las causas que habían conducido a la mujer a su propio abandono. Los delitos relacionados con el aborto, el infanticidio y el abandono, solían estar rodea­ dos de un ambiente de miseria extrema, cuando no de abusos y violaciones, una miseria que también fue la que empujó a miles de mujeres y niñas hacia la prostitución legal o ilegal como única vía hacia la supervivencia después de haber quedado viudas o desam­ paradas. La legal fue tolerada por la dictadura como válvula de escape en una sociedad moral y sexualmente opresiva, optando por perseguir únicamente la clandestina que era igual o más numerosa [43]. Las menores de edad fueron internadas por las juntas pro­ vinciales de protección de menores en asilos regentados por monjas. Las mayores, las mujeres caídas, fueron encerradas en cárceles y reformatorios bajo los auspicios del Patronato de Protección de la Mujer, donde fueron sometidas a un intenso proceso de reeducación a base de catecismo y trabajo en generosas dosis [44]. 4.3. La delincuencia de baja intensidad. La mayoría de los delitos juzgados por la justicia ordinaria durante la autarquía tienen como origen la penuria y la necesidad, especialmente acuciante entre ese medio millón de familias que por motivos diversos carecían de su cabeza de familia. De ahí que la mayoría de las causas incoadas por los tribunales ordinarios tengan que ver con delitos contra la propiedad en forma de robos y hurtos de pequeñas proporciones. El hambre 17 arrastró a muchos a agudizar su ingenio y transgredir el orden establecido, pero debe­ mos ser muy cautos a la hora de identificar estos comportamientos delictivos con for­ mas de resistencia cotidiana (infrapolítica de los oprimidos en palabras de Scott). El perfil del delincuente suele ser el de un varón joven, insolvente, sin instrucción ni antecedentes, que es condenado por robar un poco de comida, productos agrícolas, ropa, ganado o leña, por lo general a penas de privación de libertad durante meses e incluso años. Existen casos documentados en los que por robar un poco de pan y tocino un jor­ nalero fue condenado a seis meses de arresto mayor, y por unas gallinas la pena podía llegar hasta los dos años de prisión. A todo ello hay que unir la utilización indiscrimina­ da de la prisión provisional que podía llegar a superar la duración de la pena [45]. Re­ cuperaba así toda su vigencia la protección desmedida de la propiedad privada, de herencia decimonónica, frente al que nada poseía y que contrastaba con la escasa que se prestaba al interés general. La justicia ordinaria y el código penal no fueron sino instru­ mentos al servicio de la ideología dominante y agentes necesarios para la imposición de un determinado orden moral y la restauración de los valores de la sociedad tradicional. 4.4. Vagos y maleantes. Una de las escasas obras legislativas republicanas que sobrevivió a la dictadura fue la aprobada el 4 de agosto de 1933 para la represión de vagos y maleantes. Su aplicación no respondía al castigo por la comisión probada de un hecho ilícito, sino a la supuesta peligrosidad de un sujeto, es decir, las sanciones previstas no requerían para su aplica­ ción la realización de un hecho delictivo, sino que estaban encaminadas a evitar su co­ misión en el futuro. Por tanto los juzgados especiales montados al efecto no imponían penas sino medidas de seguridad que tenían un carácter indeterminado y podían prolo­ garse en el tiempo todo lo necesario hasta que se considerase neutralizada la causa de la peligrosidad del sujeto (la pena tiene siempre un carácter concreto en función del delito cometido y el grado de culpabilidad del reo), pero ante la falta de medios, esas medidas solían consistir en meras privaciones de libertad. Los riesgos de este tipo de normativas son evidentes, eliminada la barrera que supone la comisión de un delito para poder ser castigado, el siguiente paso es servirse de sus posibilidades punitivas para dirigirlas co­ ntra cualquier sector social incómodo para el poder constituido por razón de su conducta social, moral o política (Tamarit Sumalla 61). La ley contra vagos y maleantes se man­ tuvo vigente hasta su sustitución por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, que no fue derogada oficialmente hasta la reforma del código penal en 1995; con­ sideraba como estados peligrosos a los mendigos profesionales, vagos habituales, alco­ hólicos, tóxicómanos, proxenetas, homosexuales, explotadores de juegos prohibidos, y en definitiva todos aquellos cuya forma de vida fuese considerada inmoral. Entre 1974 y 1975 se abrieron un total de 58.000 expedientes de peligrosidad social con 21.000 sen­ tencias condenatorias (Arnalte 280). 4.5. La asistencia social. Históricamente la asistencia social a los desfavorecidos ha sido uno de los mecanismos del Estado para su integración y control a través de todo un sistema articulado por nor­ mas, castigos y recompensas [46]. De forma paralela a las políticas de exclusión violen­ ta, la dictadura franquista intentó desarrollar una política social y asistencial propia con la intención de aprovechar la tremenda desigualdad social reinante para ampliar su base social y atraerse el favor de la población desafecta. El baluarte por excelencia de esta 18 nueva etapa fue sin duda el Auxilio Social, que aunque claramente entroncado con la vieja beneficencia intentó, de la mano del partido, diferenciarse de la caridad tradicio­ nal, individual y paternalista asociada al liberalismo, y erigirse como un proyecto de carácter nacional por el que el Estado y los españoles, solidariamente, se encargaban de la atención de los menesterosos. Y es en esa solidaridad, evidentemente referida a la financiación del asunto, donde la asistencia social franquista comienza a mostrar su fa­ ceta represiva. Negarse a contribuir en cualquiera de las numerosas modalidades recau­ datorias creadas al efecto (Ficha Azul, Plato Único, Día sin Postre, cuestaciones calleje­ ras, etc.) constituía un verdadero delito de ciudadanía (Nicolás Marín 136) punible des­ de diferentes instancias. Dije al inicio que la dictadura careció de cualquier intención sincera de integrar al ven­ cido como un igual en aras de la reconciliación nacional, y la asistencia social es sin duda uno de los mejores ejemplos. Sus beneficios no salían gratis, tenían un precio, que no era otro que la aceptación incondicional de todo el universo ideológico y simbólico de los vencedores, su política, su moral, su religión y sus normas. Auxilio Social ins­ trumentalizó la beneficencia “invistiéndola de una nítida función política” que estigma­ tiza al vencido, erosiona su identidad y persigue su identificación con el régimen a cam­ bio de la supervivencia propia o de los hijos [47]. Conclusiones similares pueden ex­ traerse del análisis de las funciones asistenciales desarrolladas por las visitadoras socia­ les y las divulgadoras sanitarias rurales de la Sección Femenina, sin duda y junto con el Auxilio Social, otra de las caras amables de la dictadura con un reverso bastante oscuro, puesto que la finalidad de esa asistencia terminaba siendo puramente política. 4.6. Cultura y censura: las ideas a la cárcel. Como dice el profesor Fontana, también para las ideas, la cultura, la ciencia o la infor­ mación hubo un sistema carcelario (Fontana 14­15). Aquella cultura abierta, crítica, laica, tolerante y brillante a la que abrió de par en par las puertas la II República desapa­ reció trágicamente con la dictadura, y con ella naturalmente, la figura del librepensador, del intelectual como conciencia crítica de su sociedad (Nicolás Marín 173­174). En su lugar regresaron los listados de libros prohibidos (el libro, como el profesor, se convirtió en un objeto más de eliminación, depuración y vigilancia) como en los mejores tiempos de la Contrarreforma, y la completa subordinación de la cultura, la docencia y la ciencia a cuestiones espirituales y morales, pues según el ministro Ibáñez Martín, la única esen­ cia de la ciencia española residía en su profunda religiosidad. Los mejores científicos y los mejores profesores fueron expulsados de la universidad (ahora sin autonomía, jerár­ quica y centralista), y sus cátedras fueron cubiertas en virtud de las denominadas oposi­ ciones patrióticas, por las que las virtudes científicas del opositor eran relegadas a un segundo plano premiándose en su lugar el fervor político y religioso del aspirante (casi el setenta por ciento de los 475 catedráticos existentes en 1948 ganaron la plaza después de la guerra). La universidad española se transformó así en un gélido desierto intelec­ tual, hostil para el estudio y la investigación, y cuya preocupación principal consistió en la socialización de la juventud, recambio para el futuro, en los valores de la dictadura. Los medios de comunicación oral y escrita quedaron subordinados, desde la ley de de abril de 1938 (de clara influencia fascista), al exclusivo servicio de los intereses del Es­ tado, que pasó a controlar la difusión de noticias y opinión en forma, manera y tiempo. Nada quedaba a la iniciativa personal de nadie [48], se obraba al dictado exacto del Mi­ nisterio o de la Vicesecretaría de Educación Popular, y cualquier mensaje, anuncios 19 incluidos, antes de ser difundido debía superar la correspondiente censura. Todo ello posibilitaba que cuando el mensaje periodístico llegaba al lector, los filtros programados por el Estado lo habían convertido en un producto de consumo absolutamente inocuo para el régimen o “en una lente rosa a través de la cual contemplar la realidad política, económica y social de la España Nueva” (“La legislación de prensa del primer fran­ quismo 433). Y es que la desinformación y la incomunicación constituyeron un com­ plemento eficaz del sistema represivo mediante la coerción psicológica, que termina por hacer confundir a la ciudadanía la imagen con la realidad, la confina mentalmente y la aísla de lo que ocurre en el exterior, lo que facilita la transmisión de la ideología domi­ nante. La ley Fraga de 1966 no supuso ningún esfuerzo por abrir un hueco a la tolerancia y a una mínima libertad de expresión. Su principal aportación fue la desaparición de la cen­ sura previa, función que ahora se encargarían de ejercer los propios periodistas debido a la extensión de su inseguridad jurídica. La información y las ideas continuarían sin fluir por el temor de autores y editoriales a incurrir en cualquiera de los supuestos que aca­ rreaban multas, secuestros de publicaciones o cierres, por contradecir cualquiera de los valores oficiales de la dictadura. Según Elisa Chuliá, entre 1966 y 1975 se incoaron más de mil trescientos expedientes sancionadores y se impusieron más de cuatrocientas san­ ciones efectivas (El poder y la palabra 208). Hoy, muchas de las cuestiones relacionadas con la censura, especialmente la cinemato­ gráfica y televisiva, pero también con la rígida moral o la delirante enseñanza de la his­ toria de España, son contempladas hoy con una media sonrisa. No está mal que sea así, pero sin olvidar que formaron parte de un complejo y a veces difuso entramado represi­ vo y controlador que negó a varias generaciones de españoles el acceso a la cultura y el conocimiento de su tiempo, y que “contribuyó a hacer de la España de Franco una reali­ dad global penitenciaria” (Fontana 16). Es por ello que “en materia de libertad, la cárcel y la calle se diferenciaban sólo en grado. España entera –debe recordarse­ era entonces una inmensa prisión en la que toda persona tenía sus movimientos restringidos y de la que se salía excepcionalmente” (Sánchez Albornoz 9). 5. De la represión indiscriminada a la “repr esión civilizada”. A mitad de la década de los cincuenta y producto de su aceptación internacional, la dic­ tadura aprovechó los réditos de su inversión inicial en terror indiscriminado para inau­ gurar una nueva etapa represiva más silenciosa y menos generalizada en su vertiente física, pero con una base jurídica más sólida como correspondía a un régimen que al­ canzaba cierta madurez como democracia orgánica. No obstante el objetivo continuaba siendo el mismo, la represión y disuasión de la disidencia que ahora representaban uni­ versitarios, las reivindicaciones laborales y los incipientes partidos políticos y sindicatos en la clandestinidad. A partir de 1956 el instrumento represivo más sobresaliente de la dictadura fue el de­ nominado estado de excepción, consistente en la suspensión formal de unos derechos que jamás estuvieron vigentes, los reconocidos en el Fuero de los Españoles de 1945. Por tanto el impacto real sobre la vida cotidiana de los españoles era mínimo, pero re­ sultaba útil al gobierno a la hora de endurecer y extender su vigilancia y control sobre las actividades de los ciudadanos. Los consejos de guerra funcionaban con toda norma­ lidad para atajar cualquier disidencia política o laboral, por tanto y como señala Ballbé, 20 las amplias competencias de la jurisdicción militar en materia política y laboral no vení­ an determinadas por el estado de excepción sino por el sistema jurídico ordinario. En el régimen franquista, la excepción era la norma. Entre 1954 y 1959 fueron condenados por tribunales militares un total de 5.039 españoles, y entre 1961 y 1962 otros 790 (Ballbé 415, 417 y 426). En cualquier caso, con el decreto del estado de excepción que­ daban automáticamente suprimidos los derechos ficticios de expresión libre de las ideas aunque no atentasen contra los principios del Movimiento, el derecho a fijar libremente la residencia, el de libertad de reunión y asociación con fines lícitos, el derecho a pasar a disposición judicial en un máximo de setenta y dos horas y la inviolabilidad del domici­ lio. En resumen, se permitía a las fuerzas de seguridad aplicarse con la máxima contun­ dencia y sin traba legal alguna en momentos puntuales de protesta o desorden con el objetivo, nada novedoso, de infundir el mayor terror posible y recordar a los olvidadizos el precio de meterse en política frente a las ventajas del silencio y la sumisión. El primer estado de excepción se decretó con motivo de las protestas estudiantiles de 1956 y sirvió para enviar a sus variopintos líderes (comunistas, falangistas, democristia­ nos, etc.) a la cárcel. El segundo permitió sofocar las huelgas mineras asturianas del cincuenta y ocho. Y finalmente, en mayo de 1962 se decretaría un tercero que se exten­ dió desde Asturias hasta las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, y que iniciaría una espiral de violencia gubernamental en estas últimas que serviría para consolidar a ETA y procurarle un extenso apoyo popular. Entre 1973 y 1975 y en virtud de sucesivos es­ tados de excepción dictados en el País Vasco con la finalidad de atajar el colaboracio­ nismo con ETA, unos 6.300 vascos fueron detenidos por la policía durante algún tiempo y algunos sometidos a torturas (Payne 629). La promulgación de la Ley de Orden Público de 1959 tras dos estados de excepción, vino a reforzar el aparato represivo de la dictadura y a convertir en permanente la ex­ cepción intermitente. La nueva LOP consistía básicamente en una amplia declaración de actos considerados contrarios al orden público que podían ser reprimidos y abortados con absoluta discrecionalidad por la autoridad competente sin necesidad de respetar legalidad alguna, incluida la inviolabilidad del domicilio. A la LOP se unirían la Ley contra la Rebelión Militar, el Bandidaje y el Terrorismo en septiembre de 1960 (que tipificaba como delito de rebelión un amplio abanico de acciones pacíficas) y el decreto de 24 de enero de 1958 por el que se constituía un tribunal militar especial para activi­ dades extremistas en el marco de la ley contra masones y comunistas (condenó a muerte a Julián Grimau en un proceso sumarísimo por rebelión militar continuada). Ambas no hacían sino revitalizar las funciones represivas del Ejército en materia de orden público en la línea de sus antecesoras de 1943 y 1947, y permitirían al general Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación desde febrero de 1957, emplearse con la dureza que le caracterizaba contra obreros y estudiantes. En un contexto de recrudecimiento de la represión contra la disidencia, que fue seguida de una importante protesta internacional especialmente tras la ejecución de Grimau, el régimen trató de normalizar su labor punitiva desmilitarizando la jurisdicción para deli­ tos políticos. Para ello volvió a crear el enésimo tribunal especial para castigar a sus adversarios bajo la denominación de Tribunal de Orden Público (1963), un tribunal civil de la rama de lo penal que se encargaría de castigar lo que en cualquier país libre no sería sino el simple ejercicio de los derechos fundamentales del individuo. Su vertiente positiva es que evitó a los miles de obreros y estudiantes procesados por el TOP compa­ recer en consejos de guerra sumarísimos (derogó la ley para la represión de la masonería 21 y el comunismo de 1940, y poco después, por decreto del 20 de marzo desapareció el tribunal militar especial). Era, como señala Peces­Barba en el prólogo a Juan José del Águila, una represión civilizada, pero represión al fin y al cabo. Entre 1964 y 1976 el TOP entendió sobre un total de 22.660 procedimientos (el 60% de ellos entre 1974 y 1976), que afectaron a más de cincuenta mil personas directa o indirectamente, y que se resolverían con el dictamen de 3.798 sentencias (25% absolutorias). Pero los militares nunca se fueron del todo. Desde 1963 hasta 1968 dejaron, teóricamen­ te, de ocuparse de causas políticas [49], pero tras el asesinato de Melitón Manzanas (jefe de la temible brigada político­social de Guipúzcoa) por ETA, se volvió a poner en vigor el artículo segundo del decreto de septiembre de 1960 sobre bandidaje y terrorismo que restablecía la jurisdicción militar sobre delitos políticos y laborales (se inspiraba en la ley de rebelión militar de 1943). Su consecuencia más conocida fue la celebración del proceso de Burgos, pero entre 1969 y 1971 los tribunales militares juzgaron, según da­ tos de Ballbé, a 1.034 personas. A pesar de que a partir de 1970 la represión indiscriminada de la disidencia y el terro­ rismo constituirían un importante foco de desavenencias en el seno de la dictadura, ni Carrero primero, ni Arias después (ejecución de Puig Antich), apostarían por su relaja­ miento. El 26 de agosto de 1975 entró en vigor una nueva ley antiterrorista por la cual regresaban los consejos de guerra sumarísimos y la pena de muerte inapelable. Sus pri­ meras víctimas serían cinco militantes de ETA y del FRAP en septiembre, cuyas sen­ tencias fueron firmadas personalmente por Franco. Apenas un año antes, el 22 de agosto de 1974 se publicó un decreto para la “prevención y enjuiciamiento de los delitos de terrorismo” pero también de la “subversión contra la paz social y la seguridad personal” que renovaba el protagonismo de la jurisdicción militar como en los primeros años y la liberaba de las trabas introducidas por la legislación civil durante los años sesenta. A pesar del desasosiego y la preocupación que huelguistas, curas comprometidos, uni­ versitarios o la militancia política clandestina, despertaron en el gobierno dictatorial, el binomio represión­desmovilización por el que venía apostando desde 1939 continuó rindiendo buenos resultados al régimen de cara a su supervivencia incluso después de la muerte del dictador (en la cama, homenajeado, y glosado como santo por algunos obis­ pos). Franco desapareció pero el franquismo continuó para, forzado por un cúmulo de circunstancias, vigilar los comienzos de la transición hacia una democracia sin rupturas y respetuosa con los verdugos. Esta firme oposición del Estado a la estrategia rupturista, contrariamente a la difundida imagen idílica de un tránsito pacífico a la democracia, salpicó el periodo de una intensa violencia política. A este respecto Olarieta apunta que “la transición se caracterizará por una vuelta a la legislación de posguerra, a una represión dura e indiscriminada que rena­ ce de las leyes penales especiales –pretendidamente selectivas­, sin abandonar por ello los estados de excepción”. De este modo, en 1975 la población penitenciaria era de 8.440 reclusos, siete años después ascendía a 21.942 (cifras parecidas a las de posterio­ res de posguerra). Esta progresión no se explica únicamente por la crisis económica y el consiguiente aumento de la delincuencia común, sino también como resultado de la in­ tensificación de la represión. Para este autor el Gobierno no vaciló en la utilización de la violencia para imponer la reforma y mantener su iniciativa en el proceso [50]. 22 5. Conclusiones. De todo lo anterior se deduce con claridad que partiendo de un concepto amplio de la represión, la dictadura franquista violentó a los españoles de muchas formas y de mane­ ra sostenida desde el primer hasta el último instante de su vigencia. La historiografía española hace tiempo que superó la fiebre cuantificadora (absolutamente necesaria por otra parte) y ha sabido dirigir su atención hacia aspectos más cualitativos que trascien­ den la mera represión física de posguerra. No obstante la asociación entre violencia franquista e inmediata posguerra continúa excesivamente asentada en el imaginario co­ lectivo e incluso predomina en las declaraciones políticas de condena a la dictadura [51]. Eso es algo que debe cambiar. Los años cuarenta significaron la manifestación extrema de los principios sobre los que se asentó la política represiva del franquismo a lo largo de toda su historia (Gil Vico 125), pero la violencia no acabó ahí, fue una cons­ tante en la dictadura a lo largo de sus cuarenta años, con otras variables y ritmos pero con la misma intensidad. El objetivo fue siempre el mismo, desactivar la disidencia, encarecer sus costes y aterrorizar a la población. Las elites que pilotaron la, cada vez más cuestionada, modélica y civilizada transi­ ción democrática española decidieron, en pos de conjurar una posible involución, olvi­ dar las “múltiples y graves violaciones de los Derechos Humanos cometidas en España por el régimen franquista desde 1939 a 1975” (declaración del Parlamento Europeo). Puede que fuese la fórmula más eficaz para superar el trance, pero nadie puede hoy sor­ prenderse de que la sociedad española del siglo XXI contemple con asombro la impuni­ dad con que fueron recompensados los verdugos, y la escasísima atención regalada a las víctimas, a todas las víctimas, después de casi treinta años de democracia. La española fue una transición a la libertad tejida en base a un ejercicio colectivo de olvidos selectos, como si amnistía y amnesia tuviesen parecidos significados, y triunfó, hasta finales de la década de los noventa, la que Aróstegui ha denominado como memo­ ria de la reconciliación (“Traumas colectivos y memorias generacionales” 79). para la superación del trauma colectivo, por la cual y en cierta manera, todos los españoles asumían su pequeña parte de culpa en relación con la guerra. Paradójicamente y bajo gobiernos socialistas triunfaba un uso público del pasado que la dictadura, en sus últi­ mos años, había tratado de inocular entre la ciudadanía. Pero como toda memoria está sujeta a los vaivenes de la temporalidad y el paso de las generaciones, la de la reconci­ liación se ha visto superada por la de la reparación y el nacimiento de una “cultura de la derrota y una identidad homogeneizadora basada en la superioridad moral del vencido”, en palabras de Manuel Ortiz (“Memoria social de la guerra civil”). Como todas, y a di­ ferencia de la historia, se trata de una memoria selectiva y mitificadora, preñada de frus­ tración por tan dilatado silencio, y que se alimenta de décadas de investigación histórica con mucha menos repercusión social y mediática. Muy probablemente, y como ha señalado Erice, de la memoria no es posible esperar ni justicia, ni reconciliación con el pasado, máxime si éste es conflictivo y violento, sino tan sólo combates por la memoria (Erice 26). Pero la Historia sí que puede y debe per­ mitirnos compartir una memoria social crítica sobre nuestro pasado, acorde con sus re­ sultados contrastados, y que nos permita ponerla al servicio del presente y no al revés. Notas. 23 [1] El gran problema reside en definir qué es violencia y qué no lo es, para ello resultan especialmente útiles las aproximaciones críticas elaboradas por Aróstegui, Julio. “Vio­ lencia, sociedad y política: la definición de la violencia”. Ayer, 13 (1994): 17­55 y Gon­ zález Calleja, Eduardo. “Qué es y qué no es la violencia en política. Consideraciones teóricas en torno al conflicto social violento”. Barrull Pelegrí, Jaume. Ed. Violencia política i ruptura social a Espanya, 1926­1945. Espai/Temps Quaderns del Departament de Geografía i Historia. Lleida: Universitat de Lleida: 29­66, aquí seguidas. [2] La violencia franquista, me permito recordar, no se desencadena ni como un acto de justicia frente a los desmanes republicanos, ni como consecuencia de la coyuntura béli­ ca y sus circunstancias excepcionales, sino que responde únicamente a un proyecto pre­ vio de exterminio del adversario político. Una de las mejores pruebas que se han apor­ tado al respecto, es la actuación de los sublevados en aquellas zonas donde triunfó el movimiento subversivo, donde no hubo resistencia, donde no hubo violencia republica­ na, y antes de que hubiese frentes, batallas y retaguardias. Allí sólo hubo muertos de un lado, y se contaron por miles antes de que comenzase septiembre; un ejemplo reciente en Gil Andrés, Carlos. Lejos del frente. La guerra civil en La Rioja Alta. Barcelona: Crítica, 2006: 436­437. [3] Véase también Eiroa San Francisco, Matilde. “Represión, restricción, manipulación: estrategias para la ordenación de la sociedad y del Estado”. Hispania Nova. Revista de Historia Contemporánea, 6 (2006), http://hispanianova.rediris.es. [4] Así lo ha puesto de manifiesto Carme Molinero en su trabajo La captación de las masas. Política social y propaganda en el régimen franquista. Barcelona: Cátedra, 2005. [5] Véase al respecto el trabajo de Espinosa Maestre, Francisco. “Julio de 1936. Golpe militar y plan de exterminio”. Casanova, Julián, et. al. Morir, matar, sobrevivir. La vio­ lencia en la dictadura de Franco. Barcelona: Crítica, 2002: 51­119. Los consejos de gue­ rra por delitos anteriores al primero de abril de 1939 fueron posibles hasta la misma fecha de 1969, su última víctima fue el comunista Julián Grimau en 1963. [6] Véase Cenarro Lagunas, Ángela. “Muerte y subordinación en la España franquista: el imperio de la violencia como base del Nuevo Estado”. Historia Social, 30 (1998): 5­ 22. [7] Según cifras proporcionadas, supuestamente, por una fuente gubernamental a un periodista estadounidense, entre 1939 y 1944 un total de 192.684 españoles murieron fusilados o en la cárcel; véase Richards, Michael. Un tiempo de silencio. La guerra civil y la cultura de la represión en la España de Franco, 1936­1945. Barcelona: Crítica, 1999: 7, 204 y 218. [8] Véase también Fontana, Josep. “Prólogo”. Molinero, Carme, Sala, Magdarida y So­ brequés, Jaume. Ed. Una inmensa prisión. Los campos de concentración y las prisiones durante la guerra civil y el franquismo. Barcelona: Crítica, 2003: 11. [9] Véase al respecto Moreno Gómez, Francisco. “La represión en la posguerra”. Juliá, Santos, et. al. Víctimas de la guerra civil. Madrid: Temas de Hoy, 1999: 309­315. 24 [10] Me baso asimismo en Mir, Conxita. “El sino de los vencidos: la represión franquis­ ta en la Cataluña rural de posguerra”. Casanova, Julián, et. al. Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco. Barcelona: Crítica, 2002: 174­182 y Cenarro Lagunas, Ángela. “Matar, vigilar y delatar: la quiebra de la sociedad civil durante la guerra y la posguerra en España (1936­1948)”. Historia Social, 44 (2002): 65­86. [11] Constituida por la Policía Armada (con carácter y organización militar) que actuaba en núcleos urbanos; el Cuerpo General de Policía, organizado en brigadas, Criminal, Político­Social y de Información (estas dos últimas pensadas para la represión política) también con carácter urbano; la Guardia Civil (carácter militar y dependiente de Gober­ nación y el Ejército) con funciones en el ámbito rural; FET y de las JONS, especialmen­ te su servicio de Información e Investigación; las autoridades locales y provinciales. [12] Entre 1969 y 1974 se produjeron hasta 17 muertos en incidentes relacionados con el orden público. En 1977 las fuerzas de orden público ametrallarían en Vitoria una ma­ nifestación con el resultado de 5 muertos y 45 heridos. [13] Figura empleada por Carrillo, Marc. “El marc legal de la repressió de la dictadura franquista en el període 1939­1959”. Riera, Ignasi. Ed. Notícia de la negra nit. Vides y veus a les presons franquistes (1939­1959). Barcelona: Associaciò Catalana d’Expresos Polítics­Diputació de Barcelona, 2001: 15­40. [14] Véase Lanero, Mónica. Una milicia de la justicia. La política judicial del primer franquismo, 1939­1945. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1996. [15] Para ello puede resultar útil Ortiz Heras, Manuel. “Instrumentos legales del terror franquista”. Historia del Presente, 3 (2004): 203­220. [16] Las sanciones previstas se dividían en restrictivas de la actividad (inhabilitación absoluta o especial para el ejercicio de carreras y profesiones), limitativas de la libertad de residencia, y económicas (pérdida total o parcial de bienes, y multas); un trabajo pio­ nero en Mir, Conxita, et. al. Repressió econòmica i franquismo: l’actuació del Tribunal de Responsabilitats Polítiques a la provincia de Lleida. Barcelona: Abadía de Montse­ rrat, 1997. [17] Sirva como ejemplo de la actitud de algunas de las nuevas autoridades el caso de la localidad ciudadrealeña de Malagón, allí el jefe local del Movimiento, Octavio Ferrero, se dedicaba a reclamar íntegramente las cantidades prestadas por su padre antes de la guerra, algunas de ellas total o parcialmente abonadas, bajo amenaza de cárcel o que­ darse con los bienes hipotecados de superior valor; la denuncia en Archivo General de la Administración, Presidencia, Secretaría General del Movimiento, Delegación Nacio­ nal de Provincias, caja 52, 1 diciembre 1940 (en adelante emplearé las correspondientes abreviaturas). [18] Para la provincia de Guadalajara denunciaba esta situación, el 28 de mayo de 1940, su delegado provincial de Auxilio Social, el informe en AGA, PRES, SGM, DNP, caja 24; idéntica situación documentó el Gobierno Civil de Albacete en la localidad de Cau­ dete en 1939, en AGA, Gobernación, caja 2605; en Cardiel de los Montes (Toledo), una propietaria de más de tres mil fanegas de tierra se negó, sin otro motivo que considerar­ 25 los un hatajo de rojos, a continuar arrendando unas 400 a los vecinos del pueblo, el in­ forme en AGA, PRES, SGM, DNP, caja 44bis, febrero 1940. [19] Véase González, Carmen y Nicolás, Encarna. “Españoles en los bajos Pirineos: exiliados republicanos y diplomáticos franquistas ante franceses y alemanes, 1939­ 1945”. Anales de Historia Contemporánea. 17 (2001): 639­660 y Barruso, Pedro. El frente silencioso. La guerra civil española en el sudoeste de Francia. Guipúzcoa: Hiria, 2001: 217. [20] Sobre este particular véase Dreyfus­Armand, Geneviève. El exilio de los republi­ canos españoles en Francia. De la guerra civil a la muerte de Franco. Barcelona: Crítica, 2000. No me gustaría dejar de referirme a los más de diez mil españoles, que embauca­ dos por la promesa del paraíso laboral nazi, se ofrecieron voluntarios para trabajar en Alemania a partir de 1941. Estos hombres fueron utilizados por la dictadura franquista como mercancía para ir pagando la enorme deuda de guerra con Hitler, padecieron con­ diciones laborales penosas, fueron engañados con los empleos y los alojamientos, y re­ cibieron sueldos mermados para pagar la citada deuda, véase Rodríguez Jiménez, José Luis. Los esclavos españoles de Hitler. Barcelona: Planeta, 2002. [21] Véase Núñez Díaz­Balart, Mirta. “El dolor como terapia. La médula común de los campos de concentración nazis y franquistas”. Ayer, 57 (2005): 81­102. Un ejemplo de la brutalidad y las condiciones infrahumanas de estos campos en, González Cortés, José R. “Prisioneros del miedo y control social: el campo de concentración de Castuera”. Hispania Nova, 6 (2006), http://hispanianova.rediris.es. [22] Así al menos lo denunciaba el responsable provincial del Auxilio Social de Guada­ lajara en un informe localizable en AGA, PRES, SGM, DNP, caja 24, 1940. [23] El sistema comprendía varias modalidades. Batallones Disciplinarios de Trabaja­ dores para prisioneros combatientes por la República, excombatientes de la República a los que Franco llama de nuevo al servicio militar, o hijos de rojo que son llamados a filas y declarados desafectos; en 1938 trabajaban 87.589 reclusos y en 1942 eran unos 50.000. Trabajos en Regiones Devastadas, donde en 1943 redimían pena unos 4.000 reclusos. Colonias Penitenciarias Militarizadas (8 septiembre 1939), expresamente concebidas para beneficio del Estado y determinadas empresas, su destino eran grandes obras públicas, especialmente hidráulicas; funcionaron un total de 8 agrupaciones que en 1943 acogían a 4.850 presos. Destacamentos Penales, grupos de presos que se alqui­ laban a empresas constructoras, en 1943 trabajaban 11.554 reclusos en 95 destacamen­ tos. Talleres Penitenciarios (30 abril 1939), trabajo dentro de las prisiones (artes gráfi­ cas, carpintería textil, etc.). [24] Aunque el régimen no reconocía la existencia de presos políticos, sólo en 1961 las cárceles españolas albergaban a 15.202 (1.596 mujeres); tomado de Ballbé, Manuel. Orden público y militarismo en la España constitucional, 1812­1983. Madrid: Alianza, 1983: 424. [25] Sobre esto véanse Hernández Holgado, Fernando. Mujeres encarceladas. La prisión de Ventas: de la República al franquismo, 1931­1941. Madrid: Marcial Pons, 2003 y Vinyes, Ricard. Irredentas. Las presas políticas y sus hijos en las cárceles franquistas. Madrid: Temas de Hoy, 2002. 26 [26] Véase Vinyes, Ricard, Armengol, Montse y Belis, Ricard. Los niños perdidos del franquismo. Barcelona:Plaza y Janés, 2002. [27] La depuración del magisterio afectó a uno de cada cuatro maestros, véase Morente Valero, Francisco. La escuela y el estado nuevo: la depuración del magisterio nacional (1936­1943). Valladolid: Ámbito, 1997 y del mismo autor “La depuración franquista del magisterio público. Un estado de la cuestión”. Hispania, 208 (2001): 661­688. Sobre la represión de los trabajadores privados ver Marín Gómez, Isabel. “Tiempo de posgue­ rra. La depuración de los trabajadores de empresas privadas y su revisión ante la Magis­ tratura de Trabajo de Murcia, 1939­1943”. Segon Congrés Recerques. Enfrontaments civils: postguerres i reconstruccions. Lleida: Pagès Editors, 2002: 1.007­1.023. [28] Para estas cuestiones es fundamental Molinero, Carme e Ysàs, Pere. Productores disciplinados y minorías subversivas. Clase obrera y conflictividad laboral en la España franquista. Madrid: Siglo XXI, 1998, el dato de 1974 procede de la página 80. [29] Véase Moreno Gómez, Francisco. La resistencia armada contra Franco. Tragedia del maquis y la guerrilla. El Centro­Sur de España: de Madrid al Guadalquivir. Barcelo­ na: Crítica, 2001, y del mismo autor “Huidos, maquis y guerrilla: una década de rebel­ día contra la dictadura”. Ayer, 43 (2001): 111­137, y “Huidos, guerrilleros y resistentes. La oposición armada a la dictadura”. Casanova, Julián, et. al. Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco. Barcelona: Crítica, 2002: 197­295, los datos ofrecidos proceden de este último trabajo. [30] Véanse, al menos, Barciela Lópéz, Carlos, et. al. La España de Franco, 1939­1975: economía. Madrid: Síntesis, 2001 y Gómez Mendoza, Antonio. “El fracaso de la autar­ quía. La política económica española y la posguerra mundial, 1945­1959”. Espacio, Tiempo y Forma. Historia Contemporánea, 10 (1997): 297­313. [31] Véase Souto Blanco, María J. “Una revuelta de hambre en la Galicia del primer franquismo. O Saviñao”. Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, 2 (2003): 241­254; sobre el problema político del hambre, Molinero, Carme e Ysàs, Pere. “El malestar popular por las condiciones de vida. ¿Un problema político para el régimen franquista?”. Ayer, 52 (2003): 255­280. [32] Raciones fijadas por decreto de 28 junio de 1939 para un hombre adulto: 400 gra­ mos de pan; 250 de patatas; 100 de legumbres; 50 de aceite; 10 de café; 30 de azúcar; 125 de carne; 25 de tocino; 75 de bacalao; 200 de pescado fresco, diariamente. Mujeres y mayores de 60 años perciben el 80% de lo anterior y los menores de 14 años el 60%. La dictadura estuvo muy lejos de cumplir con estos parámetros básicos y sirva como ejemplo lo que oficialmente recibió cada ciudadano de Albacete para todo el año de 1942: 5,1 kilos de aceite, 0,43 de alubias, 3,1 de arroz, 2,7 de azúcar, 0,62 de garbanzos, 0,39 de lentejas, 4,8 de patatas, 1,6 de boniatos, 0,35 de bacalao, 50,8 de pan, 0,12 de café, 0,26 de chocolate, 0,16 de pasta de sopa, 3,3 de carne y 5,1 de pescado (Memoria del Gobierno Civil de Albacete 1942, en Archivo Histórico Provincial de Albacete). [33] Entre los numerosos casos que he podido documentar destacaré el acaecido en Horcajo de los Montes (Ciudad Real) donde su alcalde fue cesado por el gobernador en 1943 tras comprobarse que comerciaba con los cupos de artículos alimenticios asigna­ 27 dos a su vecindario, no realizaba las declaraciones de cosecha correspondientes a sus fincas y, finalmente en lo que seguro fue el motivo fundamental de la denuncia y poste­ rior destitución, se atrevió a reducir su contribución al cupo forzoso aumentando la del resto de propietarios; el informe en AGA, Gobernación, caja 2539. [34] Así lo reconocía en sus partes mensuales de mayo, junio y septiembre de 1945 el gobernador y jefe provincial de FET­JONS de Ciudad Real, en AGA, PRES, SGM, DNP, caja 166bis. En Albacete dos inspectores de la Comisaría de Recursos fueron de­ tenidos tras descubrirse que recibían sobornos de industriales y propietarios al tiempo que comisiones por el desvío de cereales al circuito ilegal, AGA, PRES, SGM, DNP, caja 83, 10 octubre 1942. [35] Ver “Informe que de la situación política en la provincia de Ciudad Real, eleva a S. E. el Ministro Secretario del Movimiento el Jefe provincial”, 6 de junio de 1944, en AGA, PRES, SGM, DNP, caja 141 y Cazorla Sánchez, Antonio. Las políticas de la vic­ toria. La consolidación del nuevo Estado franquista, 1938­1953. Madrid: Marcial Pons, 2000: 87. Sólo en Albacete y para el año 1942, las pesquisas de la fiscalía (2.500 expe­ dientes) provocarían el ingreso en batallones de trabajadores o en la cárcel de 238 per­ sonas, 38 de ellas mujeres, ver Diario de Albacete, 2 de febrero de 1943. [36] Para todo esto es fundamental también Casanova, Julián. La Iglesia de Franco. Bar­ celona: Crítica, 2005. [37] Sobre la represión de los homosexuales véase Arnalte, Arturo. Redada de violetas. La represión de los homosexuales durante el franquismo. Madrid: La Esfera de los Li­ bros, 2003. Hasta 1978 no se eliminó de la lista de delitos perseguidos el de la homo­ sexualidad, que entonces se regía por la Ley de Peligrosidad Social de 1970. En Bada­ joz y Huelva se instalaron cárceles destinadas a su internamiento y reeducación, aunque los condenados por este hecho (hasta 1954 por escándalo público) solían repartirse por las galerías de invertidos de las prisiones provinciales. [38] El 4 de junio de 1942 (véase diario Nueva Alcarria) el gobernador civil de Guada­ lajara Juan Casas, ordenaba la inmediata detención e ingreso en la cárcel de todas aque­ llas personas que no se comportasen con la debida corrección. Esta medida comprendía a los blasfemos, maleducados, escandalosos nocturnos, parejas inmorales, violadores del descanso dominical, etc. [39] Véase especialmente Cámara Villar, Gregorio. Nacional­catolicismo y escuela. La socialización política del franquismo (1936­1951). Jaén: Hesperia, 1984; también Al­ fonsi, Adela. “La recatolización de los obreros en Málaga, 1937­1966. El nacional­ catolicismo de los obispos Santos Olivera y Herrera Oria”. Historia Social, 35 (1999): 119­134, para quienes la pobreza era inevitable y necesaria, y sólo podía ser mitigada con la caridad y el trabajo como únicas soluciones a una injusta distribución de la rique­ za; los problemas sociales únicamente tenían que ver con la falta de moralidad y religio­ sidad y ante la miseria sólo existía la vía de la resignación y la aceptación del orden establecido. [40] Esta idea la he desarrollado en González Madrid, Damián A. y Ortiz Heras, Ma­ nuel. “Camilo, no te comas a los curas que la carne de cura se indigesta”. La influencia 28 de la Iglesia en la crisis del franquismo”. Congres. La Transiciò de la dictadura fran­ quista a la democràcia. Barcelona: CEFID, 2005: 56­68. [41] Véase Molinero, Carme. “Mujer, franquismo, fascismo. La clausura forzada en un mundo pequeño”. Historia Social, 30 (1998): 97­118 y “Silencio e invisibilidad: la mu­ jer durante el primer franquismo”. Revista de Occidente, 223 (1999): 63­82. [42] En el acceso a la propiedad la mujer quedaba subordinada legalmente al marido; una mujer casada jamás recibiría empleo de una oficina de colocación si su marido per­ cibía unos ingresos mínimos; a partir de 1942 toda mujer en el momento de su matri­ monio era expulsada de su puesto de trabajo, y si en el futuro deseaba reincorporarse debía contar con la aprobación marital; la mujer era mayor de edad a los 21 pero no podía abandonar el hogar familiar hasta los 25 salvo para casarse; los ascensos del per­ sonal funcionario femenino quedaron limitados, en el caso del ayuntamiento de Ciudad Real a oficial de primera (Actas del Pleno, 29 de julio de 1942), y el de Valladolid llegó a prohibir la obtención de plazas en propiedad a mujeres casadas, y aquellas que disfru­ tasen de ese tipo de plazas y contrajesen matrimonio serían separadas del cargo, ver Dueñas Cepeda, María J. “Cultura y adoctrinamiento de las mujeres: la Sección Feme­ nina en Castilla y León durante el primer franquismo, una revisión crítica”. Segon Con­ grés Recerques. Enfrontaments civils: postguerres i reconstruccions. Lleida: Pagès Edi­ tors, 2002: 772 y Duch Plana, Montserrat. “Celibato laboral”. Ortiz Heras, Manuel. Ed. Memoria e historia del franquismo. V Encuentro de Investigadores del franquismo. Cuenca: UCLM, 2005 (cd­r). [43] Hasta 1956, momento de su ilegalización total en un contexto internacional prohi­ bicionista, la prostitución se dividió en legal y clandestina. En 1945 existían en España unas 2.000 casas de tolerancia censadas, que pagaban impuestos y pasaban revisiones sanitarias, con unas 20.000 prostitutas. En número de clandestinas era mucho mayor, sólo en Madrid se estimaba que en 1941 podían existir un total de 20.000, ver Guereña, Jean Louis. “Marginación, prostitución y delincuencia sexual: la represión de la morali­ dad en la España franquista (1936­1956)”. Mir, Conxita, et. al. Pobreza, marginación, delincuencia y políticas sociales bajo el franquismo. Lleida: Edicions de la Universitat de Lleida, 2005: 165­194. [44] Véase Núñez Díaz­Balart, Mirta. Mujeres caídas. Prostitutas legales y clandestinas en el franquismo. Madrid: Oberon, 2003. [45] Según datos oficiales, el 55% de todas las causas incoadas entre 1939 y 1960 tuvie­ ron su origen en delitos contra la propiedad. Véanse Agustí, Carme. “La delincuencia de baja intensidad durante el primer franquismo” y Gómez Westermeyer, Juan F. “Delin­ cuencia y represión en Murcia durante la posguerra”. Ortiz Heras, Manuel. Ed. Memoria e historia del franquismo. V Encuentro de Investigadores del franquismo. Cuenca, UCLM, 2005 (cd­r). [46] Véase Cenarro Lagunas, Ángela. “Beneficencia y asistencia social en la España franquista: el Auxilio Social y las políticas del régimen”. Mir, Conxita, et. al. Pobreza, marginación, delincuencia y políticas sociales bajo el franquismo. Lleida: Edicions de la Universitat de Lleida, 2005: 93­137. 29 [47] Véase Jarne, Antonieta. “Niños vergonzantes y pequeños rojos. La población mar­ ginal infantil en la Cataluña interior del primer franquismo”. Hispania Nova. Revista de Historia Contemporánea, 4 (2004), http://hispanianova.rediris.es. [48] El control del emisor se garantizaba a través de un registro profesional de periodis­ tas que permitía a la administración decidir quien podía ejercer la profesión; y el control sobre el medio se aseguraba a partir de la exigencia de una licencia administrativa para la salida de nuevas publicaciones, la designación gubernativa de la dirección de los pe­ riódicos y la capacidad sancionadora sobre la empresa editora, ver Chuliá, Elisa. El po­ der y la palabra. Prensa y poder político en las dictaduras. El régimen de Franco ante la prensa y el periodismo. Madrid: Biblioteca Nueva, 2001: 42. [49] Pero al permanecer tipos delictivos como el de insulto a la Fuerza Armada (código de justicia militar) y los de terrorismo contemplados en el decreto de bandidaje de 1960, un total de 1.821 personas fueron condenadas entre 1963 y 1968 por tribunales milita­ res, y entre 1974 y 1975, 305 civiles fueron juzgados por injurias al Ejército, resistencia al mismo o supuestos delitos contra la seguridad del Estado, Ballbé, Manuel. Orden público y militarismo en la España constitucional, 1812­1983. Madrid: Alianza, 1983: 427, 453­454. [50] Entre 1975 y 1982 el número de personas ingresadas en prisión aumentó en un 169%. En el periodo 1974­1976 las víctimas por represión fueron 72, que ascendieron a 107 entre 1977 y 1979, sin olvidar que entre 1976 y 1980 murieron 58 personas a manos de grupos paramilitares de ultraderecha, ver Olarieta Alberdi, Juan M. “Transición y represión política”. Revista de Estudios Políticos, 70 (1990): 225­262. 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