Epifanía del Señor
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
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DEL MISAL MENSUAL
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
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FRANCISCO – Homilías y Ángelus 2014-2018
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BENEDICTO XVI – Todas sus homilías en archivo aparte
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
─ Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
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Rev. D. Joaquim VILLANUEVA i Poll (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de Dos Filos
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DEL MISAL MENSUAL
UN ECUMENISMO AMPLIO
Is 60, 1-6; Sal 7; 1 Ef 2, 3.5-6; Mt 2,1-12
El profeta Isaías no se cierra dentro de un judaísmo estrecho, sino que se revela abierto y ecuménico:
“caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu alborada (v. 3)”. El llamado tercer
Epifanía del Señor
Isaías es muy sensible a los grandes horizontes de fe y de esperanza, como lo atestigua la célebre
proclamación profética del capítulo 61, que leen en clave mesiánica tanto el judaísmo como Jesús
(Lc 4, 18-19). Tal actitud sigue exhibiéndose en el Evangelio de Mateo por medio de los magos. Son
extranjeros, provenientes de un Oriente lejano y, al mismo tiempo, protagonistas de la narración de la
estrella de Belén. Sólo ellos logran distinguida del resto de las estrellas e interpretar su significado.
En síntesis, las lecturas hablan de un ecumenismo amplio, no sólo entre cristianos, sino entre la fe
cristiana y las otras religiones.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. M13, 1; 1 Cro 19, 12
Miren que ya viene el Señor todopoderoso; en su mano están el reino y la potestad y el imperio.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que en este día manifestaste a tu Unigénito a las naciones, guiándolas por la estrella,
concede a los que ya te conocemos por la fe, que lleguemos a contemplar la hermosura de tu excelsa
gloria. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
La gloria del Señor alborea sobre ti.
Del libro del profeta Isaías: 60, 1-6
Levántate y resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti.
Mira:
las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el
Señor y en ti se manifiesta su gloria. Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes al resplandor de tu
aurora.
Levanta los ojos y mira alrededor: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas
las traen en brazos. Entonces verás esto radiante de alegría; tu corazón se alegrará y se ensanchará
cuando se vuelquen sobre ti los tesoros del mar y te traigan las riquezas de los pueblos. Te inundará
una multitud de camellos y dromedarios, procedentes de Madián y de Efá. Vendrán todos los de Sabá
trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas del Señor.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 71, 2.7-8.10-11.12-13.
R/. Que te adoren, Señor, todos los pueblos.
Comunica, Señor, al rey tu juicio, y tu justicia al que es hijo de reyes; así tu siervo saldrá en defensa
de tus pobres y regirá a tu pueblo justamente. R/.
Florecerá en sus días la justicia y reinará la paz, era tras era. De mar a mar se extenderá su reino y de
un extremo al otro de la tierra. R/.
Los reyes de Occidente y de las islas le ofrecerán sus dones. Ante él se postrarán todos los reyes y
todas las naciones. R/.
Al débil librará del poderoso y ayudará al que se encuentra sin amparo; se apiadará del desvalido y
pobre y salvará la vida al desdichado. R/.
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Epifanía del Señor
SEGUNDA LECTURA
También los paganos participan de la misma herencia que nosotros.
De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 3, 2-3a. 5-6
Hermanos: Han oído hablar de la distribución de la gracia de Dios, que se me ha confiado en favor
de ustedes. Por revelación se me dio a conocer este misterio, que no había sido manifestado a los
hombres en otros tiempos, pero que ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y
profetas: es decir, que por el Evangelio, también los paganos son coherederos de la misma herencia,
miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 2, 2
R/. Aleluya, aleluya.
Hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorar al Señor. R/.
EVANGELIO
Hemos venido de Oriente para adorar al rey de los judíos.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 2, 1-12
Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Unos magos de Oriente llegaron entonces
a Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir
su estrella y hemos venido a adorarlo”.
Al enterarse de esto, el rey Herodes se sobresaltó y toda Jerusalén con él. Convocó entonces a los
sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le
contestaron: “En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no
eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será
el pastor de mi pueblo, Israel”.
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran el tiempo en que se les había
aparecido la estrella y los mandó a Belén, diciéndoles: “Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay
de ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo”. Después de oír
al rey, los magos se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto surgir, comenzó a
guiarlos, hasta que se detuvo encima de donde estaba el niño. Al ver de nuevo la estrella, se llenaron
de inmensa alegría. Entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre, y postrándose, lo
adoraron. Después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Advertidos
durante el sueño de que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Mira con bondad, Señor, los dones de tu Iglesia, que no consisten ya en oro, incienso y mirra, sino en
lo que por esos dones se representa, se inmola y se recibe como alimento, Jesucristo, Señor nuestro.
Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Mt 2, 2
Hemos visto su estrella en el Oriente y venimos con regalos a adorar al Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
3
Epifanía del Señor
Te pedimos, Señor, que tu luz celestial siempre y en todas partes vaya guiándonos, para que
contemplemos con ojos puros y recibamos con amor sincero el misterio del que quisiste hacernos
partícipes. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Todos vendrán de Sabá cargados de oro e incienso (Is 60,1-6)
1ª lectura
Estos versos son el comienzo de un magnífico himno a Jerusalén (Is 60,1-22), la ciudad
restaurada e idealizada que el profeta no necesita nombrar expresamente. La luminosidad, como
característica más notable de la capital, abre y cierra el poema (vv. 1-3 y 19-22): brota de la gloria
del Señor, que ha puesto su morada en ella, en su Templo, y atrae a todas las naciones no sólo porque
las instruye con la Ley y la palabra de Dios, como se cantaba al inicio del libro (2,2-4; cfr Mi 4,1-3),
sino porque las asombra con su esplendor. El centro del poema es una contemplación gozosa de las
peregrinaciones hacia la ciudad santa: allá vienen, en primer lugar, los israelitas que habían sido
dispersados por todas las naciones; vienen gozosos y cargados de riquezas para el Señor (vv. 4-9).
Llegan también los extranjeros, que con sus bienes más preciados reconstruirán y embellecerán lo
que antes habían derruido. La pleitesía que han de tributar corresponde a las antiguas vejaciones que
le habían infligido (vv. 10-14). Pero, sobre todo, llega el Señor, que junto con los adornos más
valiosos trae la paz (vv. 15-18) y la luz (vv. 19-22). Tales expectativas debieron de llenar de
esperanza a los habitantes de Jerusalén, que acababan de reconstruir el Templo.
Destaca el carácter universalista y, a la vez, familiar de esta peregrinación: vienen de todas
partes, pero son hijos, no extraños (v. 4). El grupo de peregrinos lo componen los que estaban
dispersos por todo el mundo entonces conocido, y no sólo los desterrados en Babilonia. Los del oeste
llegarían por mar (v. 5), portando las riquezas que solían traer los mercaderes portuarios, griegos y
fenicios especialmente. Los del este, provenientes de la península de Arabia (Quedar y Nebayot) y
más allá, vendrían entre los grupos de caravaneros con las riquezas propias de aquellas regiones:
plata, oro, etc., (v. 6).
El relato de los magos que llegan a adorar a Jesús con presentes refleja este comercio desde
oriente y probablemente está relacionado con el texto de Isaías. En todo caso, al leer el pasaje en la
Solemnidad de Epifanía la liturgia cristiana entiende que aquellas riquezas traídas al Templo en
reconocimiento del Señor prefiguran las ofrendas que los magos presentaron a Aquel que es en
plenitud «el Señor, tu Dios, el Santo de Israel» (Is 60,9).
«Hoy el mago encuentra llorando en la cuna a aquel que, resplandeciente, buscaba en las
estrellas. Hoy el mago contempla claramente entre pañales a aquel que, encubierto, buscaba
pacientemente en los astros. Hoy el mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el
cielo en la tierra, la tierra en el cielo, el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que no puede
ser encerrado en todo el universo incluido en un cuerpo de niño. Y, viendo, cree y no duda; y lo
proclama con sus dones místicos: el incienso para Dios, el oro para el Rey, y la mirra para el que
morirá. Hoy el gentil, que era el último, ha pasado a ser el primero, pues entonces la fe de los magos
consagró la creencia de las naciones» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 160).
Y Eusebio de Cesarea comenta: «Pues la Iglesia de Dios es glorificada especialmente por la
conversión de los gentiles. Éste es el cumplimiento de Y mi casa de oración será glorificada. Esta
promesa fue hecha a la antigua Jerusalén, la madre de la nueva ciudad, que, como ya se ha dicho, es
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Epifanía del Señor
el conjunto de los que en el antiguo pueblo vivieron rectamente: los profetas y patriarcas, hombres
justos, a los que el logos proclamó primero la venida de Cristo» (Commentaria in Isaiam 60,6-7).
También los paganos participan de nuestra herencia (Ef 3,2-3a.5-6)
2ª lectura
En el Antiguo Testamento se había revelado por la promesa hecha a Abrahán, que en su
descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra (cfr Gen 12,3; Sir 44,21). Pero la
forma en que se iba a realizar aquella bendición no había sido desvelada. Los judíos siempre
pensaron que sería a través de su exaltación, como pueblo, entre todos los demás pueblos. San Pablo
descubre, a la luz de cuanto Jesucristo le reveló, que no ha sido ese el camino elegido por Dios, sino
la incorporación de los gentiles a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en igualdad con los judíos. Esto
constituye el «Misterio», el plan de Dios tal como se ha dado a conocer en la misión que Cristo
confió a sus apóstoles o enviados (cfr Mt 28,19), entre los que se cuenta también el mismo San Pablo
(cfr 3,8).
Junto a los apóstoles se mencionan los profetas, que pueden ser o los del Antiguo Testamento
que anunciaron al Mesías, o los del Nuevo, es decir, los mismos apóstoles y otros cristianos que
tuvieron conocimiento, por revelación, del plan de salvación de los gentiles y lo proclamaron
movidos por el Espíritu de Dios. El contexto y otros pasajes de la carta a los Efesios, inclinan a
pensar que se trata de los profetas del Nuevo. La revelación que el Espíritu Santo ha hecho a éstos
acerca del Misterio tiene como finalidad «que prediquen el Evangelio, susciten la fe en Jesús Mesías
y Señor, y congreguen a la Iglesia» (Dei Verbum, n. 17). San Pablo no se considera el único
conocedor del Misterio revelado en Jesucristo. Únicamente testimonia que él también lo conoce por
gracia de Dios y que le ha sido confiada su predicación de una manera particular, como a San Pedro
se le confió la predicación entre los judíos (cfr Ga 2,7).
San Pablo atribuye al Espíritu Santo la revelación del Misterio, recordando, tal vez, cómo
llegó él mismo a conocerlo tras el encuentro con Jesucristo en el camino de Damasco (cfr Hch 9,17).
El Espíritu es el que ha actuado también en los Apóstoles y Profetas (cfr Hch 2,17), y el que vivifica
permanentemente a la Iglesia para que ésta proclame el Evangelio. «Él es el alma de esta Iglesia –
enseña el Papa Pablo VI–. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de
Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por él, y pone en los labios las palabras que por sí solo
no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de
la Buena Nueva y del reino anunciado» (Evangelii nuntiandi, n. 75).
Hemos venido de oriente para adorar al rey de los judíos (Mt 2, 1-12)
Evangelio
El primer capítulo del evangelio enseñaba el origen de Jesús y este segundo se dedica a su
misión, al destino de su vida. Jesús es el Mesías, un rey a la manera de un nuevo y más grande
David, en el que se han cumplido las profecías: la estrella que anuncia su nacimiento (cfr Nm 24,17),
la ciudad de Belén en la que nace (cfr Mi 5,1), la sumisión a Dios de los reyes de la tierra que ofrecen
sus dones y le adoran (Is 49,23; 60,5-6; Sal 72,10-15). Pero es también el Hijo de Dios que cumple la
obra de la salvación que Israel –también llamado hijo de Dios en el Antiguo Testamento (Ex 4,22-23;
Os 11,1; etc.)– no supo llevar a cabo (cfr 2,15). Si Jesús es el iniciador del nuevo pueblo de Dios,
estos magos, al no ser judíos, representan a las primicias de los gentiles que recibirán la llamada de la
salvación en Jesucristo. Así lo entendió la Iglesia al celebrarlos en la solemnidad de la Epifanía:
«Que todos los pueblos vengan a incorporarse a la familia de los patriarcas, y que los hijos de la
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Epifanía del Señor
promesa reciban la bendición de la descendencia de Abrahán (...). Que todas las naciones, en la
persona de los tres Magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido, no ya sólo en
Judea, sino también en el mundo entero, para que por doquier sea grande su nombre en Israel» (S.
León Magno, Sermo 3 in Epiphania Domini 2).
«Después de nacer Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos magos...» (v. 1).
El relato sirve en primer lugar para situar el contexto histórico: Jesús nació en tiempos de Herodes el
grande. Este Herodes –padre de Herodes Antipas (14,1-12), abuelo de Herodes Agripa I (Hch 12,123) y bisabuelo de Herodes Agripa II (Hch 25,13-26,32)– no era judío sino idumeo, pero consiguió
reinar con la ayuda y en vasallaje al Imperio Romano. En su reinado, desplegó una gran actividad
pública y reconstruyó lujosamente el Templo de Jerusalén. Es célebre por su crueldad: mató a la
mayoría de sus mujeres, a varios de sus hijos y a un buen número de personajes influyentes. El
evangelio nos dice muy pocas cosas sobre la identidad de estos magos. Tradiciones tardías
especificaron su origen y número. La más conocida viene del evangelio apócrifo armeno, que nos
dice que los magos eran tres reyes, hermanos, originarios de Persia, llamados Melchor, Gaspar y
Baltasar.
Con la pregunta: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?» (v. 2), Mateo presenta
como en contraste dos reyes, Herodes y Jesús, con dos modos de reinar diferentes: el de Herodes,
cruel e inhumano (vv. 16-18), y el de Jesús, lleno de mansedumbre (21,5). El relato, con la profecía
de Miqueas (v. 6) y su cumplimiento en el Niño nacido en Belén, mostrará que el verdadero rey es
Jesús.
«Vimos su estrella en Oriente» (v. 2). Los intentos de identificar la estrella como un cometa o
como una conjunción de astros no han dado resultados satisfactorios. Según ideas difundidas en la
época, el nacimiento de los personajes importantes estaba relacionado con ciertos movimientos de
los astros. Dios pudo valerse de esas nociones para conducirles hasta Jesucristo. En esa perspectiva,
el sentido del pasaje es claro: los magos comienzan su itinerario desde la revelación de Dios en la
naturaleza, la estrella, pero tienen que pasar por la revelación en las Escrituras de Israel (v. 5) para
encontrar al verdadero Dios: «Nace Cristo Dios, hecho hombre mediante la incorporación de una
carne dotada de alma inteligente; el mismo que había otorgado a las cosas proceder de la nada.
Mientras tanto, brilla en lo alto la estrella del Oriente y conduce a los Magos al lugar en que yace la
Palabra encarnada; con lo que muestra que hay en la Ley y los Profetas una palabra místicamente
superior, que dirige a las gentes a la suprema luz del conocimiento. Así pues, la palabra de la Ley y
de los Profetas, entendida alegóricamente, conduce, como una estrella, al pleno conocimiento de
Dios a aquellos que fueron llamados por la fuerza de la gracia, de acuerdo con el designio divino» (S.
Máximo el Confesor, Centuria 1,9).
Los dones señalados en el v. 11 recuerdan la promesa de Dios a Israel (Is 60,1-6) de ser
centro y destino de los reyes de la tierra: los augurios de felicidad del texto de Isaías se evocan
incluso en los superlativos del v. 10. Los dones ofrecidos eran muy preciados en Oriente y tenían
también su significación. San Hilario de Poitiers (Commentarius in Mattheum 1,5) ve en ellos una
confesión del ser de Jesús: recibe el oro como rey, el incienso como Dios, y la mirra como hombre.
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La Manifestación del Señor
1. Hace pocos días celebramos la fecha en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos
aquella en que fue adorado por los gentiles. La salvación, en efecto, viene de los judíos; pero esta
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Epifanía del Señor
salvación llega hasta los confines de la tierra, pues en aquel día lo adoraron los pastores y hoy los
magos. A aquéllos se lo anunciaron los ángeles, a éstos una estrella. Unos y otros lo aprendieron del
cielo cuando vieron en la tierra al rey del cielo para que fuese realidad la gloria a Dios en las alturas,
y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Él es, en efecto, nuestra paz, quien hizo de los
dos uno. Por eso este niño nacido y anunciado se muestra como piedra angular; ya desde su mismo
nacimiento se manifestó como tal. Ya entonces comenzó a unir en sí mismo a dos paredes que traían
distinta dirección, guiando a los pastores de Judea y a los magos de Oriente para hacer en sí mismo,
de los dos, un solo hombre nuevo, estableciendo la paz; paz a los de lejos y paz a los de cerca. De
aquí que unos, acercándose desde la vecindad aquel mismo día, y otros, llegando desde la lejanía en
la fecha de hoy, han marcado para la posteridad estos dos días festivos; pero unos y otros vieron la
única luz del mundo.
2. Pero hoy hemos de hablar de aquellos a quienes la fe condujo a Cristo desde tierras lejanas.
Llegaron y preguntaron por él, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Hemos
visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo. Anuncian y preguntan, creen y buscan, como
simbolizando a quienes caminan en la fe y desean la realidad. ¿No habían nacido ya anteriormente en
Judea otros reyes de los judíos? ¿Qué significa el que éste sea reconocido por unos extranjeros en el
cielo y sea buscado en la tierra, que brille en lo alto y esté oculto en lo humilde? Los magos ven la
estrella en oriente y comprenden que ha nacido un rey en Judea. ¿Quién es este rey tan pequeño y tan
grande, que aún no habla en la tierra y ya publica sus decretos en el cielo? Sin embargo, pensando en
nosotros, que deseaba que le conociésemos por sus escrituras santas, quiso que también los magos, a
quienes había dado tan inequívoca señal en el cielo y a cuyos corazones había revelado su
nacimiento en Judea, creyesen lo que sus profetas habían hablado de él. Buscando la ciudad en que
había nacido el que deseaban ver y adorar, se vieron precisados a preguntar a los príncipes de los
sacerdotes; de esta manera, con el testimonio de la Escritura, que llevaban en la boca, pero no en el
corazón, los judíos, aunque infieles, dieron respuesta a los creyentes respecto a la gracia de la fe.
Aunque mentirosos por sí mismos, dijeron la verdad en contra suya. ¿Era mucho pedir que
acompañasen a quienes buscaban a Cristo cuando les oyeron decir que, tras haber visto la estrella,
venían ansiosos a adorarlo? ¿Era mucho el que ellos, que les habían dado las indicaciones de acuerdo
con los libros sagrados, los condujesen a Belén de Judá, y juntos viesen, comprendiesen y lo
adorasen? Después de haber mostrado a otros la fuente de la vida, ellos mismos murieron de sed. Se
convirtieron en piedras miliarias: indicaron algo a los viajeros, pero ellos se quedaron inmóviles y sin
sentido. Los magos buscaban con el deseo de hallar; Herodes para perder; los judíos leían en qué
ciudad había de nacer, pero no advertían el tiempo de su llegada. Entre el piadoso amor de los magos
y el cruel temor de Herodes, ellos se esfumaron después de haberles indicado a Belén. A Cristo, que
allí había nacido, al que no buscaron entonces, pero al que vieron después, habían de negarlo, como
habían de darle muerte; no entonces, cuando aún no hablaba, sino después, cuando predicaba. Más
dicha aportó, pues, la ignorancia de aquellos niños a quienes Herodes, aterrado, persiguió que la
ciencia de aquellos que él mismo, asustado, consultó. Los niños pudieron sufrir por Cristo, a quien
aún no podían confesar; los judíos pudieron conocer la ciudad en que nacía, pero no siguieron la
verdad del que enseñaba.
3. La misma estrella llevó a los magos al lugar preciso en que se hallaba, niño sin habla, el
Dios Palabra. Avergüéncese ya la necedad sacrílega y –valga la expresión– cierta indocta doctrina
que juzga que Cristo nació bajo el influjo de los astros, porque está escrito en el evangelio que,
cuando él nació, los magos vieron en oriente su estrella. Cosa que no sería cierta ni aun en el caso de
que los hombres naciesen bajo tal influjo, puesto que ellos no nacen, como el Hijo de Dios, por
propia voluntad, sino en la condición propia de la naturaleza mortal. Ahora, no obstante, dista tanto
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Epifanía del Señor
de la verdad el decir que Cristo nació bajo el hado de los astros, que quien tiene la recta fe en Cristo
ni siquiera cree que hombre alguno nació de esa manera. Expresen los hombres vanos sus insensatas
opiniones acerca del nacimiento de los hombres, nieguen la voluntad para pecar libremente, finjan la
necesidad que defienda sus pecados; intenten colocar también en el cielo las perversas costumbres
que los hacen detestables a todos los hombres de la tierra y mientan haciéndolas derivar de los astros;
pero mire cada uno de ellos con qué poder gobierna no ya su vida, sino su familia; pues, si así
piensan, no les está permitido azotar a sus siervos cuando pecan en su casa sin antes obligarse a
blasfemar contra sus dioses, que irradian la luz desde el cielo. Más por lo que respecta a Cristo, ni
siquiera conformándose a sus vanas conjeturas y a sus libros, a los que llamaré no fatídicos, sino
falsos, pueden pensar que nació bajo la ley de los astros por el hecho de que, cuando él nació, los
magos vieron una estrella en oriente. Aquí Cristo aparece más bien como señor que como sometido a
ella, pues la estrella no mantuvo en el cielo su ruta sideral, sino que mostró el camino hasta el lugar
en que había nacido a los hombres que buscaban a Cristo.
En consecuencia, no fue ella la que de forma maravillosa hizo que Cristo viviera, sino que fue
Cristo quien la hizo aparecer de forma extraordinaria. Tampoco fue ella la que decretó las acciones
maravillosas de Cristo, sino que Cristo la mostró entre sus obras maravillosas. El, nacido de madre,
desde el cielo mostró a la tierra un nuevo astro; él que, nacido del Padre, hizo el cielo y la tierra.
Cuando él nació apareció con la estrella una luz nueva; cuando él murió se veló con el sol la luz
antigua. Cuando él nació, los habitantes del cielo brillaron con un nuevo honor; cuando él murió, los
habitantes del infierno se estremecieron con un nuevo temor. Cuando él resucitó, los discípulos
ardieron de un nuevo amor, y cuando él ascendió, los cielos se abrieron con nueva sumisión.
Celebremos, pues, con devota solemnidad también este día, en el que los magos, procedentes de la
gentilidad, adoraron a Cristo una vez conocido, como ya celebramos aquel día en que los pastores de
Judea vieron a Cristo una vez nacido. El mismo Señor y Dios nuestro eligió a los apóstoles de entre
los judíos como pastores para congregar, por medio de ellos, a los pecadores que iban a ser salvados
de entre los gentiles.
(Sermón 199, 1-3, O.C. (4), BAC, Madrid, 1982, pp. 75-80)
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FRANCISCO – Homilías y Ángelus 2014 -2018
HOMILÍA 2014
Buscar la Luz y proteger la fe
«Lumen requirunt lumine». Esta sugerente expresión de un himno litúrgico de la Epifanía se
refiere a la experiencia de los Magos: siguiendo una luz, buscan la Luz. La estrella que aparece en el
cielo enciende en su mente y en su corazón una luz que los lleva a buscar la gran Luz de Cristo. Los
Magos siguen fielmente aquella luz que los ilumina interiormente y encuentran al Señor.
En este recorrido que hacen los Magos de Oriente está simbolizado el destino de todo
hombre: nuestra vida es un camino, iluminados por luces que nos permiten entrever el sendero, hasta
encontrar la plenitud de la verdad y del amor, que nosotros cristianos reconocemos en Jesús, Luz del
mundo. Y todo hombre, como los Magos, tiene a disposición dos grandes “libros” de los que sacar
los signos para orientarse en su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las Sagradas
Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a Dios que nos habla, siempre nos
habla. Como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del Señor: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, /
luz en mi sendero» (Sal 119,105). Sobre todo, escuchar el Evangelio, leerlo, meditarlo y convertirlo
en alimento espiritual nos permite encontrar a Jesús vivo, hacer experiencia de Él y de su amor.
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Epifanía del Señor
En la primera Lectura resuena, por boca del profeta Isaías, el llamado de Dios a Jerusalén:
«¡Levántate, brilla!» (60,1). Jerusalén está llamada a ser la ciudad de la luz, que refleja en el mundo
la luz de Dios y ayuda a los hombres a seguir sus caminos. Ésta es la vocación y la misión del Pueblo
de Dios en el mundo. Pero Jerusalén puede desatender esta llamada del Señor. Nos dice el Evangelio
que los Magos, cuando llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de vista la estrella. No la veían.
En especial, su luz falta en el palacio del rey Herodes: aquella mansión es tenebrosa, en ella reinan la
oscuridad, la desconfianza, el miedo, la envidia. De hecho, Herodes se muestra receloso e inquieto
por el nacimiento de un frágil Niño, al que ve como un rival. En realidad, Jesús no ha venido a
derrocarlo a él, ridículo fantoche, sino al Príncipe de este mundo. Sin embargo, el rey y sus
consejeros sienten que el entramado de su poder se resquebraja, temen que cambien las reglas de
juego, que las apariencias queden desenmascaradas. Todo un mundo edificado sobre el poder, el
prestigio, el tener, la corrupción, entra en crisis por un Niño. Y Herodes llega incluso a matar a los
niños: «Tú matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón» −escribe san
Quodvultdeus (Sermón 2 sobre el Símbolo: PL 40, 655). Es así: tenía temor, y por este temor pierde
el juicio.
Los Magos consiguieron superar aquel momento crítico de oscuridad en el palacio de
Herodes, porque creyeron en las Escrituras, en la palabra de los profetas que señalaba Belén como el
lugar donde había de nacer el Mesías. Así escaparon al letargo de la noche del mundo,
reemprendieron su camino y de pronto vieron nuevamente la estrella, y el Evangelio dice que se
llenaron de «inmensa alegría» (Mt 2,10). Esa estrella que no se veía en la oscuridad de la
mundanidad de aquel palacio.
Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa “astucia”. Es
también una virtud, la santa “astucia”. Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer
los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de “astucia” cuando, de regreso a su tierra,
decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino. Estos sabios
venidos de Oriente nos enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la
oscuridad que pretende cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa “astucia”, han protegido la fe. Y
también nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de esa oscuridad. Esa oscuridad que a menudo
se disfraza incluso de luz. Porque el demonio, dice san Pablo, muchas veces se viste de ángel de luz.
Y entonces es necesaria la santa “astucia”, para proteger la fe, protegerla de los cantos de las sirenas,
que te dicen: «Mira, hoy debemos hacer esto, aquello…» Pero la fe es una gracia, es un don. Y a
nosotros nos corresponde protegerla con la santa “astucia”, con la oración, con el amor, con la
caridad. Es necesario acoger en nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo tiempo, practicar aquella
astucia espiritual que sabe armonizar la sencillez con la sagacidad, como Jesús pide a sus discípulos:
«Sean sagaces como serpientes y simples como palomas» (Mt 10,16).
En esta fiesta de la Epifanía, que nos recuerda la manifestación de Jesús a la humanidad en el
rostro de un Niño, sintamos cerca a los Magos, como sabios compañeros de camino. Su ejemplo nos
anima a levantar los ojos a la estrella y a seguir los grandes deseos de nuestro corazón. Nos enseñan
a no contentarnos con una vida mediocre, de “poco calado”, sino a dejarnos fascinar siempre por la
bondad, la verdad, la belleza… por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor. Y nos enseñan a
no dejarnos engañar por las apariencias, por aquello que para el mundo es grande, sabio, poderoso.
No nos podemos quedar ahí. Es necesario proteger la fe. Es muy importante en este tiempo: proteger
la fe. Tenemos que ir más allá, más allá de la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más
allá de la mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir hacia Belén, allí donde en
la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y un papá llenos de amor y de fe, resplandece
9
Epifanía del Señor
el Sol que nace de lo alto, el Rey del universo. A ejemplo de los Magos, con nuestras pequeñas luces
busquemos la Luz y protejamos la fe. Así sea.
ÁNGELUS
Jesús es el punto de encuentro de la atracción mutua entre Dios y los hombres
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la Epifanía, es decir la “manifestación” del Señor. Esta solemnidad está
vinculada al relato bíblico de la llegada de los magos de Oriente a Belén para rendir homenaje al Rey
de los judíos: un episodio que el Papa Benedicto comentó magníficamente en su libro sobre la
infancia de Jesús. Esa fue precisamente la primera “manifestación” de Cristo a las gentes. Por ello la
Epifanía destaca la apertura universal de la salvación traída por Jesús. La Liturgia de este día aclama:
“Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra”, porque Jesús vino por todos nosotros, por todos
los pueblos, por todos.
En efecto, esta fiesta nos hace ver un doble movimiento: por una parte el movimiento de Dios
hacia el mundo, hacia la humanidad –toda la historia de la salvación, que culmina en Jesús–; y por
otra parte el movimiento de los hombres hacia Dios –pensemos en las religiones, en la búsqueda de
la verdad, en el camino de los pueblos hacia la paz, la paz interior, la justicia, la libertad–. Y a este
doble movimiento lo mueve una recíproca atracción. Por parte de Dios, ¿qué es lo que lo atrae? Es el
amor por nosotros: somos sus hijos, nos ama, y quiere liberarnos del mal, de las enfermedades, de la
muerte, y llevarnos a su casa, a su Reino. “Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí” (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 112). Y también por parte nuestra hay un amor, un deseo: el bien siempre nos
atrae, la verdad nos atrae, la vida, la felicidad, la belleza nos atrae... Jesús es el punto de encuentro de
esta atracción mutua, y de este doble movimiento. Es Dios y hombre: Jesús. Dios y hombre. ¿Pero
quién toma la iniciativa? ¡Siempre Dios! El amor de Dios viene siempre antes del nuestro. Él
siempre toma la iniciativa. Él nos espera, Él nos invita, la iniciativa es siempre suya. Jesús es Dios
que se hizo hombre, se encarnó, nació por nosotros. La nueva estrella que apareció a los magos era el
signo del nacimiento de Cristo. Si no hubiesen visto la estrella, esos hombres no se hubiesen puesto
en camino. La luz nos precede, la verdad nos precede, la belleza nos precede. Dios nos precede. El
profeta Isaías decía que Dios es como la flor del almendro. ¿Por qué? Porque en esa tierra el
almendro es primero en florecer. Y Dios siempre precede, siempre nos busca Él primero, Él da el
primer paso. Dios nos precede siempre. Su gracia nos precede; y esta gracia apareció en Jesús. Él es
la epifanía. Él, Jesucristo, es la manifestación del amor de Dios. Está con nosotros.
La Iglesia está toda dentro de este movimiento de Dios hacia el mundo: su alegría es el
Evangelio, es reflejar la luz de Cristo. La Iglesia es el pueblo de aquellos que experimentaron esta
atracción y la llevaron dentro, en el corazón y en la vida. “Me gustaría –sinceramente–, me gustaría
decir a aquellos que se sienten alejados de Dios y de la Iglesia –decirlo respetuosamente–, decir a
aquellos son temerosos e indiferentes: el Señor te llama también a ti, te llama a formar parte de su
pueblo y lo hace con gran respeto y amor” (ibid., 113). El Señor te llama. El Señor te busca. El Señor
te espera. El Señor no hace proselitismo, da amor, y este amor te busca, te espera, a ti que en este
momento no crees o estás alejado. Esto es el amor de Dios.
Pidamos a Dios, para toda la Iglesia, pidamos la alegría de evangelizar, porque ha sido
“enviada por Cristo para manifestar y comunicar a todos los hombres y a todos los pueblos el amor
de Dios” (Ad gentes, 10). Que la Virgen María nos ayude a ser todos discípulos-misioneros,
pequeñas estrellas que reflejen su luz. Y oremos para que los corazones se abran para acoger el
10
Epifanía del Señor
anuncio, y todos los hombres lleguen a ser “partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el
Evangelio” (Ef 3, 6).
***
HOMILÍA 2015
Conocer siempre de nuevo el misterio de Dios
Ese Niño, nacido de la Virgen María en Belén, vino no sólo para el pueblo de Israel,
representado en los pastores de Belén, sino también para toda la humanidad, representada hoy por los
Magos de Oriente. Y precisamente hoy, la Iglesia nos invita a meditar y rezar sobre los Magos y su
camino en busca del Mesías.
Estos Magos que vienen de Oriente son los primeros de esa gran procesión de la que habla el
profeta Isaías en la primera lectura (cf. 60, 1-6). Una procesión que desde entonces no se ha
interrumpido jamás, y que en todas las épocas reconoce el mensaje de la estrella y encuentra el Niño
que nos muestra la ternura de Dios. Siempre hay nuevas personas que son iluminadas por la luz de la
estrella, que encuentran el camino y llegan hasta él.
Según la tradición, los Magos eran hombres sabios, estudiosos de los astros, escrutadores del
cielo, en un contexto cultural y de creencias que atribuía a las estrellas un significado y un influjo
sobre las vicisitudes humanas. Los Magos representan a los hombres y a las mujeres en busca de
Dios en las religiones y filosofías del mundo entero, una búsqueda que no acaba nunca. Hombres y
mujeres en búsqueda.
Los Magos nos indican el camino que debemos recorrer en nuestra vida. Ellos buscaban la
Luz verdadera: “Lumen requirunt lumine”, dice un himno litúrgico de la Epifanía, refiriéndose
precisamente a la experiencia de los Magos; “Lumen requirunt lumine”. Siguiendo una luz ellos
buscan la luz. Iban en busca de Dios. Cuando vieron el signo de la estrella, lo interpretaron y se
pusieron en camino, hicieron un largo viaje.
El Espíritu Santo es el que los llamó e impulsó a ponerse en camino, y en este camino tendrá
lugar también su encuentro personal con el Dios verdadero.
En su camino, los Magos encuentran muchas dificultades. Cuando llegan a Jerusalén van al
palacio del rey, porque consideran algo natural que el nuevo rey nazca en el palacio real. Allí pierden
de vista la estrella. Cuántas veces se pierde de vista la estrella. Y encuentran una tentación, puesta
ahí por el diablo, es el engaño de Herodes. El rey Herodes muestra interés por el niño, pero no para
adorarlo, sino para eliminarlo. Herodes es un hombre de poder, que sólo consigue ver en el otro a un
rival. Y en el fondo, también considera a Dios como un rival, más aún, como el rival más peligroso.
En el palacio los Magos atraviesan un momento de oscuridad, de desolación, que consiguen superar
gracias a la moción del Espíritu Santo, que les habla mediante las profecías de la Sagrada Escritura.
Éstas indican que el Mesías nacerá en Belén, la ciudad de David.
En este momento, retoman el camino y vuelven a ver la estrella. El evangelista apunta que
experimentaron una “inmensa alegría” (Mt 2, 10), una verdadera consolación. Llegados a Belén,
encontraron “al niño con María, su madre” (Mt 2, 11). Después de lo ocurrido en Jerusalén, ésta será
para ellos la segunda gran tentación: rechazar esta pequeñez. Y sin embargo: “cayendo de rodillas lo
adoraron”, ofreciéndole sus dones preciosos y simbólicos. La gracia del Espíritu Santo es la que
siempre los ayuda. Esta gracia que, mediante la estrella, los había llamado y guiado por el camino,
ahora los introduce en el misterio. Esta estrella que les ha acompañado durante el camino los
introduce en el misterio. Guiados por el Espíritu, reconocen que los criterios de Dios son muy
11
Epifanía del Señor
distintos a los de los hombres, que Dios no se manifiesta en la potencia de este mundo, sino que nos
habla en la humildad de su amor. El amor de Dios es grande, sí. El amor de Dios es potente, sí. Pero
el amor de Dios es humilde, muy humilde. De ese modo, los Magos son modelos de conversión a la
verdadera fe porque han dado más crédito a la bondad de Dios que al aparente esplendor del poder.
Y ahora nos preguntamos: ¿Cuál es el misterio en el que Dios se esconde? ¿Dónde puedo
encontrarlo? Vemos a nuestro alrededor guerras, explotación de los niños, torturas, tráfico de armas,
trata de personas... Jesús está en todas estas realidades, en todos estos hermanos y hermanas más
pequeños que sufren tales situaciones (cf. Mt 25, 40.45). El pesebre nos presenta un camino distinto
al que anhela la mentalidad mundana. Es el camino del anonadamiento de Dios, de esa humildad del
amor de Dios que se abaja, se anonada, de su gloria escondida en el pesebre de Belén, en la cruz del
Calvario, en el hermano y en la hermana que sufren.
Los Magos han entrado en el misterio. Han pasado de los cálculos humanos al misterio, y éste
es el camino de su conversión. ¿Y la nuestra? Pidamos al Señor que nos conceda vivir el mismo
camino de conversión que vivieron los Magos. Que nos defienda y nos libre de las tentaciones que
oscurecen la estrella. Que tengamos siempre la inquietud de preguntarnos, ¿dónde está la estrella?,
cuando, en medio de los engaños mundanos, la hayamos perdido de vista. Que aprendamos a conocer
siempre de nuevo el misterio de Dios, que no nos escandalicemos de la “señal”, de la indicación, de
aquella señal anunciada por los ángeles: “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc
2, 12), y que tengamos la humildad de pedir a la Madre, a nuestra Madre, que nos lo muestre. Que
encontremos el valor de liberarnos de nuestras ilusiones, de nuestras presunciones, de nuestras
“luces”, y que busquemos este valor en la humildad de la fe y así encontremos la Luz, Lumen, como
han hecho los santos Magos. Que podamos entrar en el misterio. Que así sea.
ÁNGELUS
La estrella capaz de guiar a todo hombre a Jesús es la Palabra de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡Feliz fiesta!
En la noche de Navidad hemos meditado acerca de algunos pastores que pertenecían al
pueblo de Israel y se dirigían a la cueva de Belén; hoy, solemnidad de la Epifanía, hacemos memoria
de la llegada de los Magos, que venían de Oriente para adorar al recién nacido Rey de los judíos y
Salvador universal y ofrecer dones simbólicos. Con su gesto de adoración, los Magos testimonian
que Jesús vino a la tierra para salvar no a un solo pueblo, sino a todas las gentes. Por lo tanto, en la
fiesta de hoy nuestra mirada se amplía al horizonte del mundo entero para celebrar la
“manifestación” del Señor a todos los pueblos, es decir la manifestación del amor y de la salvación
universal de Dios. Él no reserva su amor para algunos privilegiados, sino que lo ofrece a todos. Así
como es Creador y Padre de todos, así también quiere ser Salvador de todos. Por eso, estamos
llamados a alimentar siempre una gran confianza y esperanza respecto a cada persona y su salvación:
también quienes nos parecen lejanos del Señor son seguidos –o mejor “perseguidos”– por su amor
apasionado, por su amor fiel e incluso humilde. Porque el amor de Dios es humilde, muy humilde.
El relato evangélico de los Magos describe su viaje desde Oriente como un viaje del alma,
como un camino hacia el encuentro con Cristo. Ellos están atentos a los signos que indican su
presencia; son incansables al afrontar las dificultades de la búsqueda; son valientes al considerar las
consecuencias de vida que se derivan del encuentro con el Señor. La vida es esta: la vida cristiana es
caminar, pero estando atentos y siendo incansables y valientes. Así camina un cristiano. Caminar
atento, incansable y valiente. La experiencia de los Magos evoca el camino de todo hombre hacia
Cristo. Como para los Magos, también para nosotros buscar a Dios quiere decir caminar –y como
12
Epifanía del Señor
decía: atento, incansable y valiente– fijando la mirada en el cielo y vislumbrando en el signo visible
de la estrella al Dios invisible que habla a nuestro corazón. La estrella que es capaz de guiar a todo
hombre a Jesús es la Palabra de Dios, Palabra que está en la Biblia, en los Evangelios. La Palabra de
Dios es luz que orienta nuestro camino, nutre nuestra fe y la regenera. Es la Palabra de Dios que
renueva continuamente nuestro corazón y nuestras comunidades. Por lo tanto, no olvidemos leerla y
meditarla cada día, a fin de que llegue a ser para cada uno como una llama que llevamos dentro de
nosotros para iluminar nuestros pasos, y también los de quien camina junto a nosotros, que tal vez le
cuesta encontrar el camino hacia Cristo. ¡Siempre con la Palabra de Dios! La Palabra de Dios al
alcance de la mano: un pequeño Evangelio en el bolsillo, en la cartera, siempre, para leerlo. No os
olvidéis de esto: ¡siempre conmigo la Palabra de Dios!
En este día de la Epifanía, nuestro pensamiento se dirige también a los hermanos y a las
hermanas del Oriente cristiano, católicos y ortodoxos, muchos de los cuales celebran mañana el
Nacimiento del Señor. A ellos llegue nuestra afectuosa felicitación.
Me complace también recordar que hoy se celebra la Jornada mundial de la infancia
misionera. Es la fiesta de los niños que viven con alegría el don de la fe y rezan para que la luz de
Jesús llegue a todos los niños del mundo. Aliento a los educadores a cultivar en los pequeños el
espíritu misionero. Que no sean niños y muchachos cerrados, sino abiertos; que vean un gran
horizonte, que su corazón siga adelante hacia el horizonte, para que nazcan entre ellos testigos de la
ternura de Dios y anunciadores del Evangelio.
Nos dirigimos ahora a la Virgen María e invocamos su protección sobre la Iglesia universal,
para que difunda en todo el mundo el Evangelio de Cristo, la luz de las gentes, luz de todos los
pueblos. Y que Ella haga que estemos cada vez más en camino; que nos haga caminar y en el camino
estar atentos, ser incansables y valientes.
***
HOMILÍA 2016
Hacer emerger el deseo de Dios que cada uno lleva en sí.
Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan a
levantarnos, a salir; a salir de nuestras clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el
esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la
gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede
pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión,
aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no
brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder
decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32).
Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en
que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los
santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».
Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia a la vocación que
hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni
tampoco una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia,
ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz.
Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de
Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque
necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.
13
Epifanía del Señor
Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una prueba viva de que las semillas
de verdad están presentes en todas partes, porque son un don del Creador que llama a todos para que
lo reconozcan como Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del
mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya no hay distinción de raza, lengua y
cultura: en ese Niño, toda la humanidad encuentra su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se
reconozca y venga a la luz con más claridad el deseo de Dios que anida en cada uno. Este es el
servicio de la Iglesia, con la luz que ella refleja: hacer emerger el deseo de Dios que cada uno lleva
en sí. Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el «corazón inquieto», haciéndose
preguntas que no encuentran respuestas seguras, es la inquietud del Espíritu Santo que se mueve en
los corazones. También ellos están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.
¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos han seguido una distinta, nueva,
mucho más brillante para ellos. Durante mucho tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo
buscando una respuesta a sus preguntas –tenían el corazón inquieto– y, al final, la luz apareció.
Aquella estrella los cambió. Les hizo olvidar los intereses cotidianos, y se pusieron de prisa en
camino. Prestaron atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a seguir aquella luz –y la voz
del Espíritu Santo, que obra en todas las personas–; y ella los guio hasta que en una pobre casa de
Belén encontraron al Rey de los Judíos.
Todo esto encierra una enseñanza para nosotros. Hoy será bueno que nos repitamos la
pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir
su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2). Nos sentimos urgidos, sobre todo en un momento como el
actual, a escrutar los signos que Dios nos ofrece, sabiendo que debemos esforzarnos para descifrarlos
y comprender así su voluntad. Estamos llamados a ir a Belén para encontrar al Niño y a su Madre.
Sigamos la luz que Dios nos da –pequeñita…; el himno del breviario poéticamente nos dice que los
Magos «lumen requirunt lumine»: aquella pequeña luz–, la luz que proviene del rostro de Cristo,
lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él, adorémoslo con todo el corazón, y
ofrezcámosle nuestros dones: nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera
sabiduría se esconde en el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde encuentra
su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa luz que atrae a sí a todas las personas en el
mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz.
ÁNGELUS
Pastores y Magos nos enseñan que para encontrar a Jesús hay que mirar al cielo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy, el relato de los Magos, llegados desde Oriente a Belén para adorar al
Mesías, confiere a la fiesta de la Epifanía un aire de universalidad. Y éste es el aliento de la Iglesia,
que desea que todos los pueblos de la tierra puedan encontrar a Jesús, y experimentar su amor
misericordioso. Es este el deseo de la Iglesia: que encuentren la misericordia de Jesús, su amor.
Cristo acaba de nacer, aún no sabe hablar y todas las gentes –representadas por los Magos–
ya pueden encontrarlo, reconocerlo, adorarlo. Dicen los Magos: «Hemos visto salir su estrella y
venimos a adorarlo» (Mt 2, 2). Herodes oyó esto apenas los Magos llegaron a Jerusalén. Estos
Magos eran hombres prestigiosos, de regiones lejanas y culturas diversas, y se habían encaminado
hacia la tierra de Israel para adorar al rey que había nacido. Desde siempre la Iglesia ha visto en ellos
la imagen de la entera humanidad, y con la celebración de hoy, de la fiesta de la Epifanía, casi quiere
guiar respetuosamente a todo hombre y a toda mujer de este mundo hacia el Niño que ha nacido para
la salvación de todos.
14
Epifanía del Señor
En la noche de Navidad Jesús se manifestó a los pastores, hombres humildes y despreciados algunos dicen que eran bandidos-; fueron ellos los primeros que llevaron un poco de calor en aquella
fría gruta de Belén. Ahora llegan los Magos de tierras lejanas, también ellos atraídos misteriosamente
por aquel Niño. Los pastores y los Magos son muy diferentes entre sí; pero una cosa los une: el cielo.
Los pastores de Belén acudieron inmediatamente a ver a Jesús, no porque fueran especialmente
buenos, sino porque velaban de noche y, levantando los ojos al cielo, vieron un signo, escucharon su
mensaje y lo siguieron. De la misma manera los Magos: escrutaban los cielos, vieron una nueva
estrella, interpretaron el signo y se pusieron en camino, desde lejos. Los pastores y los Magos nos
enseñan que para encontrar a Jesús es necesario saber levantar la mirada hacia el cielo, no estar
replegados sobre sí mismos, en el propio egoísmo, sino tener el corazón y la mente abiertos al
horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes y responder con prontitud y
generosidad.
Los Magos, dice el Evangelio, al ver «la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2, 10).
También para nosotros hay un gran consuelo al ver la estrella, o sea en el sentirnos guiados y no
abandonados a nuestro destino. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el
salmo: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 10). Esta luz nos guía
hacia Cristo. Sin la escucha del Evangelio, ¡no es posible encontrarlo! En efecto, los Magos,
siguiendo la estrella llegaron al lugar donde se encontraba Jesús. Y allí «entraron en la casa, vieron al
niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2, 11). La experiencia de los
Magos nos exhorta a no conformarnos con la mediocridad, a no «vivir al día», sino a buscar el
sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Y nos enseña a no
escandalizarnos de la pequeñez y la pobreza, sino a reconocer la majestad en la humildad, y saber
arrodillarnos frente a ella.
Que la Virgen María, que acogió a los Magos en Belén, nos ayude a levantar la mirada de
nosotros mismos, a dejarnos guiar por la estrella del Evangelio para encontrar a Jesús, y a saber
abajarnos para adorarlo. Así podremos llevar a los demás un rayo de su luz, y compartir con ellos la
alegría del camino.
***
HOMILÍA 2017
La santa nostalgia de Dios
«¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos
venido a adorarlo» (Mt 2, 2).
Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su
larga travesía: adorar al rey recién nacido. Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato
evangélico: vimos una estrella y queremos adorar.
Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo
inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos. No era una estrella
que brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla.
Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran
visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan
Crisóstomo). Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba
porque había en ellos una inquietud que los empujaba: estaban abiertos a una novedad.
15
Epifanía del Señor
Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del hombre que tiene
nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste. Reflejan la imagen de todos los hombres
que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón.
La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un
acontecimiento del pasado sino del presente. La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos
abiertos frente a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de
Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa nostalgia es la
que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora
diciendo: «Ven, Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir todos los días al templo,
con la certeza de saber que su vida no terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la
que empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre. Fue esta
nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de
la que estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo
para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado. La nostalgia de Dios nos saca de
nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia
de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometerse por ese cambio
que anhelamos y necesitamos. La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado, pero no se queda allí:
va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso» busca a Dios, empujado por
su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera el
Señor. Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su
Señor; y lejos de hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede
ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.
Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes -que distaba muy pocos kilómetros de
Belén-, no se habían percatado de lo que estaba sucediendo. Mientras los magos caminaban,
Jerusalén dormía. Dormía de la mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también
dormía. Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó desconcertado. Tuvo
miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad que revoluciona la historia, se encierra en sí
mismo, en sus logros, en sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre la
riqueza sin lograr ver más allá. Un desconcierto que brota del corazón de quién quiere controlar todo
y a todos. Es el desconcierto del que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste; en esa
cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que sea. Un desconcierto que nace
del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades,
nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a
buscar seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San
Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símbolo: PL, 40, 655). Matas los niños en el cuerpo porque a ti el
miedo te mata el corazón.
Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a hacerlo al lugar propio
de un rey: el Palacio. Y esto es importante, allí llegaron ellos con su búsqueda, era el lugar indicado:
pues es propio de un rey nacer en un palacio, y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito,
de vida lograda. Y es de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no
necesariamente amado. Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le rendimos
culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad. Ídolos que solo prometen tristeza,
esclavitud, miedo.
16
Epifanía del Señor
Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron que andar esos
hombres venidos de lejos. Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir que lo que
ellos buscaban no estaba en el palacio, sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino
existencial. Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que quiere ser amado, y eso
sólo es posible bajo el signo de la libertad y no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey
desconocido -pero deseado- no humilla, no esclaviza, no encierra. Descubrir que la mirada de Dios
levanta, perdona, sana. Descubrir que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá
no lo queremos. O donde tantas veces lo negamos. Descubrir que en la mirada de Dios hay espacio
para los heridos, los cansados, los maltratados, abandonados: que su fuerza y su poder se llama
misericordia. Qué lejos se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén.
Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No quiso dejar de
rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y terminaba con él. No pudo adorar porque
buscaba que lo adorasen. Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían
las profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.
Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban acostumbrados,
habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero allí, en Belén, había promesa de novedad,
había promesa de gratuidad. Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque
se animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el pobre, postrándose ante el
indefenso, postrándose ante el extraño y desconocido Niño de Belén, allí descubrieron la Gloria de
Dios.
ÁNGELUS
La luz verdadera es el Señor mismo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, celebramos la Epifanía del Señor, es decir, la manifestación de Jesús que brilla como luz
para todas las gentes. Símbolo de esta luz que resplandece en el mundo y quiere iluminar la vida de
cada uno es la estrella, que guio a los Magos a Belén. Ellos, dice el Evangelio, vieron «su estrella»
(Mt 2, 2) y decidieron seguirla: decidieron dejarse guiar por la estrella de Jesús.
También en nuestra vida existen diversas estrellas, luces que brillan y orientan. Depende de
nosotros elegir cuáles seguir. Por ejemplo, hay luces intermitentes, que van y vienen, como las
pequeñas satisfacciones de la vida: que aunque buenas, no son suficientes, porque duran poco y no
dejan la paz que buscamos. Después están las luces cegadoras del primer plano, del dinero y del
éxito, que prometen todo y enseguida: son seductoras, pero con su fuerza ciegan y hacen pasar de los
sueños de gloria a la oscuridad más densa. Los Magos, en cambio, invitan a seguir una luz estable,
una luz amable, que no se oculta, porque no es de este mundo: viene del cielo y resplandece…
¿Dónde? En el corazón.
Esta luz verdadera es la luz del Señor, o mejor dicho, es el Señor mismo. Él es nuestra luz:
una luz que no deslumbra, sino que acompaña y dona una alegría única. Esta luz es para todos y
llama a cada uno: podemos escuchar así la actual invitación dirigida a nosotros por el profeta Isaías:
«arriba, resplandece, que ha llegado tu luz» (Is 60, 1). Así decía Isaías, profetizando esta alegría de
hoy en Jerusalén: «arriba, resplandece, que ha llegado tu luz». Al inicio de cada día podemos acoger
esta invitación: arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, sigue hoy, entre tantas estrellas fugaces en
el mundo, la estrella luminosa de Jesús! Siguiéndola, tendremos alegría, como ocurrió a los Magos,
que «al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2, 10); porque donde esta Dios hay alegría.
Quien ha encontrado a Jesús ha experimentado el milagro de la luz que rasga las tinieblas y conoce
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Epifanía del Señor
esta luz que ilumina y aclara. Querría, con mucho respeto, invitar a todos a no tener miedo de esta
luz y a abrirse al Señor. Sobre todo, querría decir a quien ha perdido la fuerza de buscar, está
cansado, a quien, superado por las oscuridades de la vida, ha apagado el deseo: «¡Levántate, ánimo,
la luz de Jesús sabe vencer las tinieblas más oscuras; levántate, ánimo!».
Y ¿cómo encontrar esta luz divina? Sigamos el ejemplo de los Magos, que el Evangelio
describe siempre en movimiento. Quien quiere la luz, efectivamente, sale de sí y busca: no
permanece cerrado, quieto a ver qué cosa sucede al su alrededor, sino pone en juego su propia vida;
sale de sí. La vida cristiana es un camino continuo, hecho de esperanza, hecho de búsqueda; un
camino que, como aquel de los Magos, prosigue incluso cuando la estrella desaparece
momentáneamente de la vista. En este camino hay también insidias que hay que evitar: las charlas
superficiales y mundanas, que frenan el paso; los caprichos paralizantes del egoísmo; los agujeros
del pesimismo, que atrapa a la esperanza. Estos obstáculos bloquearon a los escribas, de los que
habla el Evangelio de hoy. Ellos sabían dónde estaba la luz, pero no se movieron. Cuando Herodes
les pregunto: «¿Dónde nacerá el Mesías?» – «¡En Belén!». Sabían dónde, pero no se movieron. Su
conocimiento fue en vano: sabían muchas cosas, pero para nada, todo en vano. No basta saber que
Dios ha nacido, si no se hace con Él Navidad en el corazón. Dios ha nacido, sí, pero ¿Ha nacido en tú
corazón? ¿Ha nacido en mí corazón? ¿Ha nacido en nuestro corazón? Y así le encontraremos, como
los Magos, con María, José, en el establo.
Los Magos lo hicieron: encontraron al Niño, «postrándose, le adoraron» (Mt 2, 11). No le miraron
solamente, dijeron solo una oración circunstancial y se fueron, no, sino que le adoraron: entraron en
una comunión personal de amor con Jesús. Después le regalaron oro, incienso y mirra, es decir, sus
bienes más preciados. Aprendamos de los Magos a no dedicar a Jesús sólo los ratos perdidos de
tiempo y algún pensamiento de vez en cuando, de lo contrario no tendremos su luz. Como los
Magos, pongámonos en camino, revistámonos de luz siguiendo la estrella de Jesús, y adoremos al
Señor con todo nuestro ser.
***
HOMILÍA 2018
Ver la estrella, caminar y ofrecer
Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al encuentro del Señor, que hoy se
nos manifiesta como luz y salvación para todos los pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella,
caminan y ofrecen regalos.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos, ¿por qué sólo vieron la
estrella los Magos? Tal vez porque eran pocas las personas que alzaron la vista al cielo. Con
frecuencia en la vida nos contentamos con mirar al suelo: nos basta la salud, algo de dinero y un
poco de diversión. Y me pregunto: ¿Sabemos todavía levantar la vista al cielo? ¿Sabemos soñar,
desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos llevar por la vida como una rama seca al viento?
Los Reyes Magos no se conformaron con ir tirando, con vivir al día. Entendieron que, para vivir
realmente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que miraban al cielo, muchos no
siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt2, 2)? Quizás porque no era una estrella llamativa, que
brillaba más que otras. El Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9).
La estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos preguntarnos qué
estrella seguimos en la vida. Hay estrellas deslumbrantes, que despiertan emociones fuertes, pero que
no orientan en el camino. Esto es lo que sucede con el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los
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Epifanía del Señor
placeres buscados como finalidad en la vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se
estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez de orientar, despistan. En
cambio, la estrella del Señor no siempre es deslumbrante, pero está siempre presente; es mansa; te
lleva de la mano en la vida, te acompaña. No promete recompensas materiales, pero garantiza la paz
y da, como a los Magos, una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide, sin embargo, que caminemos.
Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para encontrar a Jesús. Su estrella, de
hecho, requiere la decisión del camino, el esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos del
peso inútil y de la fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que aceptemos los imprevistos que no
aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para
buscarlo hay que moverse, salir. No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es
exigente: a quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el calor
agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un protocolo de cortesía que hay que respetar,
sino un éxodo que hay que vivir. Dios, que liberó a su pueblo a través de la travesía del éxodo y
llamó a nuevos pueblos para que siguieran su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre y
sólo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús debemos dejar el miedo a involucrarnos,
la satisfacción de sentirse ya al final, la pereza de no pedir ya nada a la vida. Tenemos que
arriesgarnos, para encontrarnos sencillamente con un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque
encontrando a ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a través de diversos personajes.
Está Herodes, turbado por el temor de que el nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso
organiza reuniones y envía a otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su
palacio. Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios. Prefiere que todo
permanezca como antes —«siempre se ha hecho así»— y nadie tiene el valor de ir. La tentación de
los sacerdotes y de los escribas es más sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes,
citando también la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la
tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la fe, como de algo que ya se
sabe, pero no se arriesga personalmente por el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero no se
hace el bien. Los Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen las
verdades de la fe, están ansiosos y en camino, como lo demuestran los verbos del Evangelio:
«Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron en camino; entrando, cayeron de rodillas; volvieron» (cf.
vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan al lugar donde está Jesús, después del largo viaje, hacen
como él: dan. Jesús está allí para ofrecer la vida, ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro, incienso y
mirra. El Evangelio se realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente, por el
Señor, sin esperar nada a cambio: esta es la señal segura de que se ha encontrado a Jesús, que dice:
«Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Hacer el bien sin cálculos, incluso cuando nadie nos lo
pide, incluso cuando no ganamos nada con ello, incluso cuando no nos gusta. Dios quiere esto. Él,
que se ha hecho pequeño por nosotros, nos pide que ofrezcamos algo para sus hermanos más
pequeños. ¿Quiénes son? Son precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el
necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel, el pobre (cf. Mt 25,31-46).
Ofrecer un don grato a Jesús es cuidar a un enfermo, dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a
alguien que no nos resulta interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones
gratuitos, no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuerda Jesús, si amamos a los
que nos aman, hacemos como los paganos (cf. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo
vacías de amor, y tratemos de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que podamos
19
Epifanía del Señor
ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que descubra de nuevo la alegría de
dar».
Queridos hermanos y hermanas, hagamos como los Magos: alzar la mirada, caminar y dar
gratuitamente regalos.
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buena Fiesta!
Hoy, fiesta de la Epifanía del Señor, el Evangelio (Mt 2,1-12) nos presenta tres actitudes con
las cuales ha sido acogida la llegada de Jesús y su manifestación al mundo. La primera actitud:
investigación, búsqueda entusiasta; la segunda: indiferencia; la tercera: miedo.
Búsqueda entusiasta. Los Reyes Magos no dudan ponerse en camino e ir a buscar al Mesías.
Llegados a Jerusalén, preguntan: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Vimos su
estrella en el oriente y vinimos a adorarlo. (V.2). Han hecho un largo viaje y ahora están ansiosos por
situar dónde está el Rey recién nacido. En Jerusalén, se dirigen al rey Herodes, quien pide a los
sumos sacerdotes y escribas que pregunten por el lugar donde nacería el Mesías.
A esta búsqueda ansiosa de los Magos, se opone la segunda actitud: la indiferencia de los
sumos sacerdotes y los escribas. Estos estaban en su comodidad. Ellos conocen las Escrituras y son
capaces de dar la respuesta correcta sobre el lugar de nacimiento: “En Belén, en Judea, porque esto
es lo que está escrito por el profeta” (v. 5). Ellos lo saben, pero no se molestan en encontrar al
Mesías. Belén está a pocos kilómetros de distancia, pero no se mueven.
La tercera actitud, la de Herodes, es aún más negativa: miedo. Teme que este niño le quite su
poder. Él llama a los Reyes Magos y se enteran cuando la estrella se les apareció, y los envía a Belén
diciendo: “Ve a buscar […] al niño”. Y cuando lo hayas encontrado, ven y dime para que yo también
vaya a prosternarme ante él”. (Vv 7-8). En realidad, Herodes no quería ir y adorar a Jesús; Herodes
quiere saber dónde está el niño, no para adorarlo sino para eliminarlo, porque lo considera un rival. Y
mirándolo bien: el miedo siempre conduce a la hipocresía. Los hipócritas lo son porque tienen miedo
en su corazón.
Estas son las tres actitudes que encontramos en el Evangelio: la búsqueda ansiosa de los
Magos, la indiferencia de los sumos sacerdotes, los escribas, los que conocían la teología; y miedo,
de Herodes. Y nosotros también debemos pensar y elegir: ¿cuál de los tres asumir? ¿Quiero
apresurarme para buscar a Jesús? “Pero Jesús no me dice nada … todavía estoy …” ¿O le temo a
Jesús y me gustaría sacarlo de mi corazón?
El egoísmo puede llevarnos a considerar la venida de Jesús en su vida como una amenaza.
Entonces, tratamos de suprimir o silenciar el mensaje de Jesús. Cuando seguimos las ambiciones
humanas, las perspectivas más cómodas, las inclinaciones del mal, Jesús es percibido como un
obstáculo.
Además, la tentación de la indiferencia también está siempre presente. Sabiendo que Jesús es
el Salvador, el nuestro, de todos nosotros, preferimos vivir como si él no existiera: en lugar de
comportarnos en coherencia con la fe cristiana, seguimos los principios del mundo, que fomentan
para satisfacer las inclinaciones a la arrogancia, a la sed de poder, a la riqueza.
Por el contrario, estamos llamados a seguir el ejemplo de los Reyes Magos: estar ansiosos en
la búsqueda, dispuestos a molestarse para encontrar a Jesús en nuestra vida. Buscarle para adorarle,
para reconocer que Él es nuestro Señor, que indica el verdadero camino a seguir. Si tenemos esta
20
Epifanía del Señor
actitud, Jesús realmente nos salva, y podemos vivir una buena vida, podemos crecer en la fe, en la
esperanza, en la caridad hacia Dios y hacia nuestros hermanos.
Invoquemos la intercesión de la Santísima Virgen María, la estrella de la humanidad
peregrina en el tiempo. Con su ayuda materna, permita que cada hombre alcance a Cristo, la Luz de
la verdad, y permita que el mundo progrese en el camino de la justicia y la paz.
__________________
BENEDICTO XVI – Todas sus homilías en archivo aparte
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
124. La triple dimensión de la Epifanía (la visita de los Magos, el Bautismo de Cristo y el milagro de
Caná) es particularmente evidente en la Liturgia de las Horas de la Epifanía, así como en los días
próximos a la misma. En la tradición latina, además, la Liturgia Eucarística se concentra en el
evangelio de los Magos. En la semana posterior, la fiesta del Bautismo del Señor enfoca esta
dimensión de la Epifanía del Señor. En el Año C, el domingo siguiente al del Bautismo presenta
como evangelio la Narración de las Bodas de Caná.
125. Las tres lecturas de la Misa de la Epifanía representan otros tres géneros diversos de lecturas
bíblicas. La primera lectura, tomada del profeta Isaías, es una poesía de gozo. La segunda, de la carta
de san Pablo a los Efesios, es una precisa afirmación teológica pronunciada en el lenguaje más que
técnico de Pablo. El Evangelio es una dramática narración de los acontecimientos, en los que cada
detalle está lleno de significado simbólico. Todos juntos desvelan la Fiesta y la definen como
Epifanía. Al escuchar su proclamación y, con la ayuda del Espíritu, su más profunda comprensión da
lugar a la celebración de la Epifanía. La Palabra de Dios revela al mundo entero el significado
fundamental del Nacimiento de Jesucristo. La Navidad, iniciada el 25 de diciembre, alcanza ahora su
ápice en el día de la Epifanía: Cristo es revelado a todas las gentes.
126. El homileta podría comenzar con el pasaje de san Pablo, bastante breve, pero de extrema
intensidad, que ofrece una precisa declaración de qué es la Epifanía. Pablo nos narra su singular
encuentro con Jesús resucitado camino de Damasco, de donde proviene todo. Explica todo lo que le
ha sucedido como una «revelación», es decir, una comprensión de los acontecimientos, nueva e
inesperada, transmitida con la autoridad divina en el encuentro con el Señor Jesús, y no, por tanto,
una simple opinión personal. San Pablo llama también a esta revelación «gracia» y «misión», un
tesoro que le ha sido confiado para el bien de los demás. Además, define lo que le ha sido
comunicado como “el Misterio”. Este “Misterio” es algo desconocido en el pasado, velado a nuestra
comprensión, de alguna manera escondido en los acontecimientos, pero ahora – ¡y es este,
justamente, el anuncio de Pablo! –viene ahora revelado, ahora se da a conocer. ¿En qué consiste el
significado escondido a las generaciones pasadas y ahora revelado? Es esta, pues, la afirmación de la
Epifanía: «que también los gentiles son coherederos [con los judíos] miembros del mismo cuerpo y
partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Espíritu». Esto es un enorme cambio en el mundo del
pensamiento del celoso fariseo Saulo, un tiempo convencido que la escrupulosa observancia de la
Ley judía era el único camino de Salvación. Pero ahora Pablo anuncia el «Evangelio», inesperada
Buena Noticia en Cristo Jesús. Sí, Jesús es el cumplimiento de todas las promesas de Dios al pueblo
judío; sin esto no se le puede comprender. Ahora, por el contrario, «también los gentiles son
coherederos [con los judíos] miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo,
por el Espíritu».
21
Epifanía del Señor
127. De hecho, los acontecimientos referidos en la narración de Mateo, que ha sido elegida para la
Epifanía, son la realización de lo que Pablo ha dicho en su carta. Guiados por una estrella llegan a
Jerusalén los Magos, sabios religiosos gentiles, estudiosos de notables tradiciones sapienciales en las
que la humanidad entera busca, con un gran deseo, al desconocido Creador y Señor de todas las
cosas. Representan todas las naciones y no han encontrado su camino hacia Jerusalén siguiendo las
escrituras judías sino un signo maravilloso en el cielo que les ha señalado un acontecimiento de
dimensiones cósmicas. Su sabiduría no-judía ha permitido a los Magos comprender tantas cosas.
«Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarle». En la última fase de su viaje, para llegar
a la conclusión precisa de sus investigaciones, necesitan de las escrituras judías, y la identificación
profética de Belén como el lugar del Nacimiento del Mesías. Una vez que han tomado esto de las
escrituras judías, el signo cósmico les indica de nuevo el camino. «De pronto la estrella que habían
visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el Niño». En los
Magos llega hasta Belén el deseo de Dios de toda la humanidad, encontrando allí «al Niño con
María, su madre».
128. En este punto de la narración de Mateo cuando puede ser introducida, a modo de comentario, la
poesía de Isaías. Los tonos de gozo ayudan a entender la maravilla de este momento. «¡Levántate,
brilla, Jerusalén!» exhorta el profeta, «que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti». La
redacción originaria de este texto se coloca en una circunstancia histórica bien precisa: el pueblo de
Israel tiene necesidad de levantarse de un oscuro capítulo de su historia. Pero ahora, aplicado a los
Magos delante de Jesús, alcanza un cumplimiento mucho más allá de lo imaginable. La luz, la gloria
y el esplendor: la estrella que guía a los Magos. O, más bien, el mismo Jesús es «la luz de todos los
hombres y la gloria de su pueblo Israel». «Levántate, Jerusalén» dice el profeta. Sí, pero ahora
sabemos, por medio de la revelación de san Pablo, que si la exhortación está dirigida a Jerusalén
(principio que se puede aplicar a cualquier parte de las Escrituras), la referencia no se puede aplicar
simplemente a la ciudad histórica y terrenal. «Que también los gentiles son coherederos, miembros
del mismo cuerpo y partícipes de la promesa [con los judíos] en Jesucristo, por el Evangelio». Y de
este modo, bajo el título «Jerusalén» la exhortación va dirigida a todas las gentes. La Iglesia, reunida
de todas las naciones es llamada, «Jerusalén». Todas las almas bautizadas, en su interior, son
llamadas, «Jerusalén». Se cumple, de este modo, lo que ha sido profetizado en los Salmos: «¡Qué
pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!» y «todas mis fuentes están en ti» (Sal 87, 3,7).
129. Y así en Epifanía las tocantes palabras del profeta se dirigen a todas las asambleas de cristianos
creyentes. «¡Que llega tu luz, Jerusalén!». Cada uno de los fieles, con la ayuda del homileta, ¡deberá
escuchar estas palabras en lo profundo de su corazón! “Mira: las tinieblas cubren la tierra, la
oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti”. El homileta
tiene la función de exhortar a los fieles para dejar atrás los modos indolentes y las visiones poco
abiertas a la esperanza. «Levanta la vista entorno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti». Es
decir, a los cristianos se les ha dado todo lo que el mundo entero busca. Una gran multitud de gentes
llegará a la gracia en la que nosotros ya nos encontramos. Justamente proclamamos en el salmo
responsorial: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra».
130. Nuestra reflexión podría ir de la poesía de Isaías a la narración de Mateo. Los Magos nos sirven
de ejemplo en el modo de acercarnos al Niño. “Vieron al niño con María, su madre, y cayendo de
rodillas lo adoraron”. Hemos entrado en la Sagrada Liturgia para hacer lo mismo. El homileta haría
bien recordando a los fieles que, al acercarse a la comunión en el día de la Epifanía, tendrían que
pensar que ellos mismos han llegado al lugar, y que están delante de la persona hacia la que la
estrella y las Escrituras les han conducido. Y por tanto, que ofrezcan a Jesús el oro de su amor, el
uno por el otro, el incienso de su fe, con el que lo reconocen como el Dios-con-nosotros, y la mirra,
22
Epifanía del Señor
que expresa su voluntad de morir al pecado y ser sepultados con Él para resucitar a la vida eterna. E
incluso, como los Magos, sentirnos exhortados a volver a casa siguiendo otro camino. Que puedan
olvidarse de Herodes, malvado impostor, y de todo lo que les ha pedido que hicieran. ¡En esta Fiesta
han visto al Señor! “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre
ti!”. El homileta podría aún animarlos, como hizo san León hace tantos siglos, a que imiten la
función de la estrella. Como la estrella, gracias a su fulgor, llevó a los gentiles a Cristo, del mismo
modo, esta asamblea, con el esplendor de la fe, de la alabanza y de las buenas obras, debe
resplandecer en este mundo de tinieblas como un astro luminoso. «Las tinieblas cubren la tierra, la
oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor».
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La Epifanía del Señor
528. La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del
mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná (cf. LH Antífona del Magnificat
de las segundas vísperas de Epifanía), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos “magos”
venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos “magos”, representantes de religiones paganas de pueblos
vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena
Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para “rendir homenaje al rey de los
Judíos” (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cf. Nm 24,
17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24, 17-19). Su venida significa que los
gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino
volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está
contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que “la multitud de los
gentiles entra en la familia de los patriarcas” (S. León Magno, serm.23) y adquiere la “israelitica
dignitas” (MR, Vigilia pascual 26: oración después de la tercera lectura).
724. En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la
zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de
su carne dándolo a conocer a los pobres (cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones (cf. Mt 2,
11).
Cristo, luz de las naciones
280. La creación es el fundamento de “todos los designios salvíficos de Dios”, “el comienzo de la
historia de la salvación” (DCG 51), que culmina en Cristo. Inversamente, el Misterio de Cristo es la
luz decisiva sobre el Misterio de la creación; revela el fin en vista del cual, “al principio, Dios creó el
cielo y la tierra” (Gn 1,1): desde el principio Dios preveía la gloria de la nueva creación en Cristo (cf.
Rom 8,18-23).
529. La Presentación de Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que
pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana toda la expectación de Israel es la que
viene al Encuentro de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es
reconocido como el Mesías tan esperado, “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también
“signo de contradicción”. La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y
única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”.
“CREO EN LA SANTA IGLESIA CATOLICA”
748. “Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo,
desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el
23
Epifanía del Señor
rostro de la Iglesia, anunciando el evangelio a todas las criaturas”. Con estas palabras comienza la
“Constitución dogmática sobre la Iglesia” del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio muestra que el
artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús.
La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la
Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.
1165. Cuando la Iglesia celebra el Misterio de Cristo, hay una palabra que jalona su oración: ¡Hoy!,
como eco de la oración que le enseñó su Señor (Mt 6,11) y de la llamada del Espíritu Santo (Hb 3,74,11; Sal 95,7). Este “hoy” del Dios vivo al que el hombre está llamado a entrar, es la “Hora” de la
Pascua de Jesús que es eje de toda la historia humana y la guía:
La vida se ha extendido sobre todos los seres y todos están llenos de una amplia luz: el Oriente de
los orientes invade el universo, y el que existía “antes del lucero de la mañana” y antes de todos los
astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el sol. Por eso, para
nosotros que creemos en él, se instaura un día de luz, largo, eterno, que no se extingue: la Pascua
mística (S. Hipólito, pasc. 1-2).
2466. En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. “Lleno de gracia y de verdad” (Jn
1,14), él es la “luz del mundo” (Jn 8,12), la Verdad (cf Jn 14,6). El que cree en él, no permanece en
las tinieblas (cf Jn 12,46). El discípulo de Jesús, “permanece en su palabra”, para conocer “la verdad
que hace libre” (cf Jn 8,31-32) y que santifica (cf Jn 17,17). Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de
verdad” (Jn 14,17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14,26) y que conduce “a la verdad
completa” (Jn 16,13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la Verdad: “Sea vuestro
lenguaje: ‘sí, sí’; ‘no, no’” (Mt 5,37).
2715. La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía, en
tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es
renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de
nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los
hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende
así el “conocimiento interno del Señor” para más amarle y seguirle (cf San Ignacio de Loyola, ex. sp.
104).
La Iglesia, el sacramento de la unidad del género humano
60. El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo
de la elección (cf. Rom 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la
unidad de loa Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los
paganos hechos creyentes (cf. Rom 11,17-18.24).
442. No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,
16) porque este le responde con solemnidad “no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi
Padre que está en los cielos” (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el
camino de Damasco: “Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su
gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles...” (Ga 1,15-16).
“Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios” (Hch 9, 20).
Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en
primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
674. La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al
reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está
endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los
24
Epifanía del Señor
judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros
pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que
os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración
universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si
su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de
entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación
mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de
Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).
755. “La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya
raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los
gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5,
1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que
permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)”.
La Iglesia, manifestada por el Espíritu Santo
767. “Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el
Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia” (LG 4). Es
entonces cuando “la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del
evangelio entre los pueblos mediante la predicación” (AG 4). Como ella es “convocatoria” de
salvación para todos los hombres, la Iglesia, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a
todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).
La Iglesia, sacramento universal de la salvación
774. La palabra griega “mysterion” ha sido traducida en latín por dos términos: “mysterium” y
“sacramentum”. En la interpretación posterior, el término “sacramentum” expresa mejor el signo
visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término “mysterium”. En este sentido,
Cristo es El mismo el Misterio de la salvación: “Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus”
(“No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo”) (San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su
humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los
sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también “los santos Misterios”). Los
siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye
la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y
comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada
“sacramento”.
775. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios
y de la unidad de todo el género humano” (LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los
hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión
con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está
comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al
mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está
por venir.
776. Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo “como
instrumento de redención universal” (LG 9), “sacramento universal de salvación” (LG 48), por
medio del cual Cristo “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre”
(GS 45, 1). Ella “es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad” (Pablo VI, discurso 22
25
Epifanía del Señor
junio 1973) que quiere “que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un
único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo” (AG 7; cf. LG 17).
LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS, CUERPO DE CRISTO, TEMPLO DEL ESPIRITU
SANTO
I. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS
781. “En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo,
quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino
hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió,
pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue
revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo,
sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo..., es
decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles
para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu” (LG 9).
831. [La Iglesia] es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género
humano (cf Mt 28, 19):
Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de
extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de
Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos...
Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias
a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con
todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (LG 13).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Por otro camino volvieron a su país
En un discurso al pueblo, pronunciado cuando la fiesta de la Epifanía hacía poco que había
sido introducida en la liturgia, san Agustín ilustraba con claridad su contenido y su relación con la
Navidad. Decía: «Hace muy pocos días hemos celebrado la Navidad del Señor, en este día estamos
celebrando con no menor solemnidad su manifestación, con la que comenzó a darse a conocer a los
paganos... Había nacido quien es la piedra angular, la paz entre los provenientes de la circuncisión y
de la incircuncisión, para que se unieran todos en el que es nuestra paz y que ha hecho de los dos un
solo pueblo. Todo esto ha sido prefigurado para los judíos con los pastores, para los paganos con los
Magos... Los pastores judíos han sido conducidos ante él por el anuncio de un ángel, los magos
paganos por la aparición de una estrella» (Sermón 201, 1; PL 381031).
Hoy, por lo tanto, celebramos la universalidad de la Iglesia, la llamada de los gentiles a la fe y
la unidad profunda entre Israel y la Iglesia. La estrella, aparecida a los magos, era una «espléndida
lengua del cielo» que narraba la gloria de Dios (cfr. Salmo 18,2). Su puesto ha sido tomado, a
continuación, por el Evangelio, que todavía hoy continúa llamando hacia Cristo a los hombres de
toda la tierra. Eso ha sido la estrella, que ha guiado a Cristo hacia nosotros, provenientes del mundo
pagano.
Sigamos ahora de cerca el relato evangélico de la venida de los Magos a Belén, a fin de
descubriros alguna indicación práctica para nuestra vida. Es bastante evidente que en este relato se
mezcla el elemento histórico el elemento teológico y simbólico. En otras palabras, el evangelista no
26
Epifanía del Señor
ha pretendido sólo referir unos «hechos», sino inculcar también cosas a «hacer», indicar modelos a
seguir o a huir por parte de quien lee. Como toda la Biblia, también esta página está escrita «para
nuestra enseñanza».
En el relato ante el anuncio del nacimiento de Jesús aparecen con claridad tres reacciones
distintas: la de los Magos, la de Herodes y la de los sacerdotes. Comencemos con los modelos
negativos a huir. Ante todo, Herodes. Él, apenas sabida la cosa, «se turba», convoca una sesión de
los sacerdotes y de los doctores, pero no para conocer la verdad, sino más bien para urdir un engaño.
Esta intención se manifiesta en su recomendación final de ir y volver después a referírselo. Su
proyecto es el de transformar a los Magos de mensajeros en espías.
Herodes representa a la persona, que ya ha hecho su elección. Entre la voluntad de Dios y la
suya, él claramente ha escogido la suya. Ni siquiera procede el pensar en un odio a Dios y cosas
semejantes. Solamente él no ve más que su provecho y ha decidido romper cualquier cosa que
amenace turbar este estado de cosas. Está animado por aquello que san Agustín llama «el amor de sí
mismo, que según la ocasión puede llevar hasta el desprecio de Dios». Probablemente hasta piensa
hacer su deber, defendiendo su realeza, su estirpe, el bien de la nación. Incluso, ordenar la muerte de
los inocentes debía parecerle, como a tantos otros dictadores de la historia, una medida exigida por el
bien público, moralmente justificada. Desde este punto de vista el mundo está lleno también hoy de
«Herodes». Para ellos no hay «epifanía», manifestación de Dios, que baste. Están «cegados»; no ven
porque no quieren ver. Sólo un milagro de la gracia (y por suerte existen) puede deshacer esta coraza
de egoísmo.
No es ésta, probablemente, la situación que interesa a la mayoría de quienes hoy se acercan a
la iglesia y escuchan el Evangelio. Pasemos por ello a la actitud de los sacerdotes. Consultados por
Herodes y por los Magos si sabían dónde habría de nacer el Mesías, los sumos sacerdotes y los
escribas no tienen empacho en responder:
«En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judea, no eres
ni mucho menos la última de las ciudades de Judea, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi
pueblo Israel”».
Ellos saben dónde ha nacido el Mesías; están en disposición de revelarlo también a los
demás; pero, ellos no se mueven. No van de corridas a Belén, como se habría esperado de personas,
que no esperaban otra cosa que la venida del Mesías, sino que permanecen cómodamente en sus
casas, en la ciudad de Jerusalén. Ellos, decía Agustín en otro discurso para la Epifanía, se comportan
como las piedras miliares (hoy diríamos como las señales de las carreteras): indican el camino, pero
no mueven ni un dedo (cfr. Sermón 199, 1, 2). Aquí vemos simbolizado una actitud divulgada entre
nosotros. Sabemos bien qué comporta seguir a Jesús, «ir detrás de él», y, si es menester, lo sabemos
explicar también a los demás; pero, nos falta la valentía y la radicalidad de ponerlo en práctica hasta
el fondo. El peligro no afecta sólo a nosotros, los sacerdotes. Si cada bautizado por ello mismo es
«un testigo de Cristo», como lo define un texto del concilio Vaticano II, entonces el planteamiento de
los sumos sacerdotes y de los escribas debe hacemos reflexionar a todos. Estos sabían que Jesús se
hallaba en Belén, «la más pequeña de las ciudades de Judá»; nosotros sabemos que Jesús se
encuentra hoy entre los pobres, los humildes, los que sufren...
Y vengamos finalmente a los protagonistas de esta fiesta, los Magos. Ellos no instruyen con
palabras, sino con los hechos; no con lo que dicen, sino con lo que hacen. Dios se ha revelado a ellos,
como suele hacer, desde el interior de su experiencia, utilizando los medios que tenían a su
disposición; en su caso, la costumbre de escrutar el cielo. Ellos no han puesto demora, sino que se
27
Epifanía del Señor
han puesto en camino; han dejado la seguridad, que procede del moverse en el propio ambiente, entre
gente conocida y que les reverenciaba. Dicen con sencillez, como si no hubiesen hecho nada de
extraordinario:
«Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
Hemos visto y venimos: aquí está la gran lección de estos anónimos «predicadores» bíblicos.
Han actuado en consecuencia, no han interpuesto demora alguna. Si se hubieran puesto a calcular
uno a uno los peligros, las incógnitas del viaje, habrían perdido la determinación inicial y se habrían
frustrado en vanas y estériles consideraciones. Han actuado de inmediato y éste es el secreto cuando
se recibe una inspiración de Dios. Son los primeros «hijos de Abrahán según la fe»; también
Abrahán, en efecto, se puso en camino, «sin saber a dónde iba» (Hebreos 11,8), fiado sólo en la
palabra de Dios, que le invitaba a salir de su tierra.
Van a «adorarlo». Este término reviste un profundo significado teológico en el contexto de
Navidad, que debía estar bien claro en la mente del evangelista Mateo. Él lo usa de nuevo, cuando
dice que:
«Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo
adoraron».
Los Magos conocían bien qué significa «adorar», hacer la proskynesis, porque la práctica
había nacido precisamente entre ellos, en las cortes de oriente. Significaba tributar el honor posible al
máximo, reconocer a uno la soberanía absoluta. El gesto estaba reservado por ello sólo y
exclusivamente al soberano. Es la primera vez que este verbo viene empleado en relación a Cristo en
el Nuevo Testamento; es el primer reconocimiento, implícito pero clarísimo, de su divinidad.
Los Magos no se mueven sólo por curiosidad, sino por auténtica piedad. No buscan aumentar
su conocimiento, sino expresar su devoción y sumisión a Dios. También hoy la adoración es el
homenaje que reservamos sólo a Dios. Nosotros honramos, veneramos, alabamos, bendecimos a la
Virgen, pero no la adoramos. Éste es un honor que se puede tributar sólo a las tres Personas divinas.
La adoración es un sentimiento religioso que hemos de descubrir con toda su fuerza y belleza. Es la
mejor expresión del «sentimiento de criaturas» creído por algunos como el sentimiento que está en la
base de toda la vida religiosa. Muchos usan esta palabra con demasiada ligereza: «Yo adoro ir a
pescar, adoro a mi perro». De criaturas humanas dicen «mi adorable bien». No digo que se cometa
pecado cada vez cada vez que se pronuncie, pero ciertamente no indica una gran sensibilidad
religiosa.
Los Magos adoraron al Niño «en la casa», en las rodillas de la Madre, hoy podemos adorarlo
también en la Eucaristía, adorarlo «en espíritu y verdad», en lo profundo del corazón... No nos faltan
ocasiones.
Una última indicación preciosa nos viene de los Magos:
«Habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a
su tierra por otro camino».
No queremos forzar estas palabras, pero visto el carácter fuertemente parenético del relato no
está fuera de lugar ver en ello un símbolo. Una vez encontrado a Cristo, no se puede ya volver atrás
por el mismo camino. Cambiando la vida, cambia la vía. El encuentro con Cristo debe determinar un
cambio, una permuta de costumbres. No podemos, también nosotros hoy, volver a casa por el camino
por el que hemos venido, esto es, exactamente como estábamos al venir a la iglesia. La palabra de
28
Epifanía del Señor
Dios debe haber cambiado algo dentro de nosotros, sino además de nuestras convicciones y nuestros
propósitos.
En esta fiesta de la Epifanía la palabra de Dios nos ha puesto delante tres modelos, que
representan cada uno una elección global de vida: Herodes, los sacerdotes, los Magos. ¿A cuál de
ellos queremos asemejar en la vida? De los Magos se dice que, al volverse a poner en camino, «se
llenaron de alegría»; nada semejante para los que prefieran permanecer tranquilos en casa.
Concluyamos con las palabras con que Agustín terminaba uno de sus discursos de la Epifanía
al pueblo: «También nosotros hemos sido conducidos a adorar a Cristo por la verdad, que
resplandece en el Evangelio, como por una estrella en el cielo; también nosotros, reconociendo y
alabando a Cristo nuestro rey y sacerdote, muerto por nosotros, lo hemos honrado como con oro,
incienso y mirra. Nos falta ahora solamente testimoniarlo, tomando un nuevo camino, volviendo por
una vía distinta de aquella por la cual hemos venido» (Sermón 202, 3,4).
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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
Adorar al Niño con la vida
Ha nacido el Rey de reyes y Señor de señores, el Hijo único de Dios, para manifestar su
inmenso amor. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que todo el que
crea en Él se salve, y todos los pueblos lo reconozcan y acudan a adorarlo, siguiendo el ejemplo de
los reyes de Oriente que, por su sabiduría, supieron voltear al cielo y ver la señal de la profecía
anunciada a todos los pueblos, cumplida: el Mesías, el Salvador, el Redentor, el Hijo de Dios, el
Libertador, Consolación del pueblo judío, había nacido para reinar sobre todas las naciones.
Y, poniendo en práctica su sabiduría, vinieron desde tierras lejanas para adorarlo, revelando
la identidad del Hijo de Dios en un pequeño cuerpo humano, para que todos los pueblos acudieran
como ellos a adorarlo, reconociéndolo como el único Rey y Señor, en quien se cumple toda profecía.
Y fueron testigos del inmenso amor de Dios todopoderoso manifestado a su Hijo, al
advertirles del peligro, pidiéndoles discreción para protegerlo de la maldad de los pecadores que se
dejan engañar por las acechanzas del maligno, a quienes lo había enviado para buscarlos y salvarlos,
pero debía primero crecer en estatura, en gracia y en sabiduría.
Adóralo tú, siguiendo el ejemplo de los Magos de Oriente, con sabiduría, elevando tu mirada
al cielo, dejándote iluminar por su luz, y acude al sagrario, reconociendo a tu Rey en la Eucaristía,
que es una constante Epifanía de la misericordia del Hijo de Dios, que se hace presente en cuerpo, en
sangre, en alma, en divinidad, cada día en las manos de los sacerdotes, pastores adoradores, elegidos
por Dios para revelar al mundo la identidad del Niño que nos ha nacido, y que está presente y vivo
en el altar.
Adóralo con tu vida, presentándole como ofrenda tu virtud, el oro de tu fe, el incienso de tu
esperanza y la mirra de tu caridad, para que, con tu ejemplo, seas estrella de luz que brille para todos
los pueblos, y lo reconozcan, para que acudan a adorarlo, como tú.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Para todos los hombres
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Epifanía del Señor
Celebramos en este día la Epifanía del Señor: su manifestación a todo el mundo como
Salvador. Dios que, en su Providencia, se manifiesta de modos diversos a los hombres, también a
aquellos a quienes –podríamos pensar– no llega su Revelación de modo pleno. Pensemos, por
ejemplo, en los Magos de los que nos habla san Mateo. No pertenecían al pueblo escogido y, sin
embargo, de un modo peculiar, ciertamente extraño para nosotros, tienen noticia de Jesús, hasta
comprender que debían emprender un largo viaje para adorarle.
Algunos hemos crecido en un ambiente muy cristiano y hemos visto valorar siempre, por
encima de todo, los bienes sobrenaturales y la doctrina de la Iglesia, aunque contempláramos
también que muchos se mostraran más atraídos por ideales inmediatos y materiales. Otros, en
cambio, casi sólo se han relacionado con visiones del mundo y de la vida humana intranscendentes.
Sus ideales, por altos que sean, finalmente se han quedado “de tejas abajo”. Tal vez, con dificultad,
puedan hablar de una cierta esperanza ultramundana, que suele ser tan inconcreta como inalcanzable.
Proclamemos en este día la bondad del Señor. Por su misericordia, sin repetirse nunca –cada
encuentro personal con Él y con el sentido incomparable de la vida humana es una historia...–, todos
los hombres tenemos ocasión de penetrar en su intimidad, aunque sea en grados diferentes según los
“talentos” que otorga a cada uno. Esos “talentos” son las circunstancias personales de antecedentes
familiares, sociales y culturales, fortaleza, inteligencia, carácter, etc., que configuran nuestro modo
de ser, con independencia de las propias decisiones que vendrán luego. Sobre ese “material” básico
de que estamos hechos cada uno, y a partir de la multitud de circunstancias accidentales que
configuran nuestra historia, de las que no somos responsables, la libertad individual lleva a cabo su
tarea de conformación de la persona, de la que sí es responsable el individuo.
La Iglesia afirma con san Pablo la bondad de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Todos los hombres –¡todos!–, si
quieren, pueden lograr el destino eterno en Él, que ha previsto Dios para cada uno, aunque no hayan
tenido ocasión de recibir adecuada noticia de Jesucristo. Pues los que inculpablemente desconocen
el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo
de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia,
pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia no niega los auxilios necesarios
para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento
de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida
recta.
Así hablaba la Iglesia en su último gran concilio reafirmando la misericordia divina. No
pensemos, pues, en un Dios arbitrario o desconsiderado con sus criaturas. ¿Cómo no va a ser
comprensivo con sus hijos este Padre bueno? El propio Jesús, hablando en parábolas, se refería a la
justicia de Dios, que tiene en cuenta las posibilidades objetivas de cada uno para cumplir sus
preceptos: El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a
la voluntad de aquél, será muy azotado; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de
castigo, será poco azotado. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le
encomendaron mucho, mucho le pedirán.
Deseemos entregar a Dios todo lo posible como expresión viva de amor filial. Tal vez
entonces sintamos por momentos toda nuestra pequeñez y se nos haga ardua la tarea de corresponder
a la singular elección que ha hecho el Señor de nosotros. Será entonces también el momento de
acudir a María: ¡ruega por nosotros, pecadores, ahora!
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Epifanía del Señor
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
A. Cristo se manifiesta en la Iglesia
Hoy la Iglesia universal celebra la fiesta de la Epifanía del Señor. Epifanía es un sustantivo de
origen griego que significa manifestación, revelación o aparición. ¿Qué celebramos entonces en esta
solemnidad? ¿Acaso el Señor no apareció ya en Navidad?
Por lo tanto, debemos distinguir, como en toda fiesta, dos planos u órdenes de ideas. En el
plano de la evocación histórica, hoy celebramos el recuerdo de aquella manifestación del Señor que
fue la venida de los Magos a Belén. Ellos representaban a los pueblos paganos, es decir, a todo el
resto de la humanidad que vivía fuera del mundo judío en que hasta ese momento se habían
desarrollado los acontecimientos y al cual pertenecían las personas encontradas hasta ahora en el
Evangelio: María, Jesús, Isabel, Juan, los pastores, etc. Celebramos entonces el importante evento de
la convocación de los paganos a la fe, la apertura del horizonte de la salvación a todos los pueblos.
Es el significado de la fiesta que hemos escuchado ilustrar, en la segunda lectura, por san Pablo,
apóstol y pionero de este universal llamado a la salvación. Él llama a todo esto “el misterio
mantenido oculto durante siglos y revelado en los últimos tiempos”. Tal misterio consiste en que los
gentiles son llamados en Jesús a participar de la misma herencia, a formar el mismo cuerpo y a ser
partícipes de la promesa por medio del Evangelio (Ef. 3, 5-6).
A nosotros, que vivimos en esta realidad desde hace siglos, todo esto nos puede parecer
natural y de poca importancia. ¡Pero pensemos en la sorpresa y en la alegría de nuestros antiguos
antepasados paganos al oírse decir que eran llamados a la misma herencia, ellos, a quienes los judíos
despreciaban por impuros, por condenados a la perdición! Para Dios ahora ya no existen pueblos
elegidos y pueblos no elegidos; ahora todos son “su pueblo”, y él es el Dios de todos. Para él no
existen las razas, sino una sola humanidad redimida por su hijo Jesucristo. Todos los pueblos son
llamados ahora a aquella Jerusalén de luz, descripta por Isaías en la primera lectura, que simboliza la
Iglesia. Esta idea entusiasmaba a san Agustín, quien exclamaba; “¡Oh, Iglesia bienaventurada! Alza
entonces los ojos y ábrelos al mundo; mira ahora la herencia hasta los confines de la tierra; mira
ahora cumplirse lo que fue dicho: —Lo adorarán todos los reyes de la tierra, todas las gentes lo
servirán—” (En. Ps. 47, 7).
Hasta aquí el contenido de la fiesta de Epifanía en el plano de la evocación histórica. Pero
hemos dicho que la fiesta de hoy tiene un segundo plano de significación: el de la actualidad
litúrgica. Ahí, ella se refiere a nuestra situación de cristianos de hoy. ¿Qué significa la fiesta, vista
desde ese segundo punto de observación? En pocas palabras, esto: que Jesucristo todavía está en el
mundo; que es necesario buscarlo con la fe; que para encontrarlo es necesario pasar, como los
magos, por Jerusalén, es decir, por la Iglesia.
En este sentido, todo el acontecimiento de los Magos es un símbolo del itinerario hacia la fe.
Ellos abandonan sus cómodos palacios en Oriente; comienzan a viajar, como Abraham que dejó Ur
de Caldea por un camino desconocido. Buscan, preguntan por el niño, no pretenden descubrirlo por
sí solos. No se descorazonan ante las primeras dificultades, cuando la estrella desaparece en el cielo
de Jerusalén. Vuelven a ponerse en camino, encuentran al niño en la más extrema pobreza, sin
insignias reales como se lo habían imaginado y, a pesar de todo, se postran, lo adoran.
Fijemos un momento de este itinerario de fe para desarrollar una reflexión más profundizada.
Es el momento en el cual los Magos, habiendo llegado a Jerusalén, preguntan dónde se puede
encontrar al Mesías. Los sacerdotes responden: en Belén de Judea; en efecto, así era, y ellos
encontraron al niño con María, su madre y, postrándose, le rindieron homenaje. También hoy, para
31
Epifanía del Señor
encontrar a Jesús, es necesario ir a Jerusalén: a aquella Jerusalén de luz que es la Iglesia, lugar y
signo de salvación en el que resplandece la luz del Señor y en el cual todos los hombres son llamados
a entrar para caminar bajo su luz. La entrada jubilosa en Jerusalén de la comitiva de camellos y
dromedarios de Madián de la que habla Isaías, y el cortejo de los magos del que habla el Evangelio,
eran una pequeña señal de este concurrir de todos los hombres a la Iglesia.
Hoy está muy difundida la convicción de poder encontrar a Jesús fuera de Jerusalén, es decir,
fuera de la Iglesia, tal vez en grupos que mantienen una polémica con ella, o también en ideologías
humanitarias que de Jesús aceptan sólo la fascinación de su humanidad. Pero es una ilusión. No se
puede encontrar la cabeza separada de su cuerpo; no se puede encontrar al Cristo fuera de su
comunidad, de su palabra y de sus sacramentos, que viven justamente en la Iglesia. Como los Magos,
también nosotros encontramos al niño “con su madre”, es decir, con aquella que lo genera para
nosotros en la fe: la Iglesia.
Pero una vez dicho esto, no es necesario tener miedo de llevar adelante nuestra reflexión
sobre una realidad dolorosa que puede ocurrirnos en nuestra búsqueda de Jesús, como les ocurrió a
los Magos. En Jerusalén sabían muy bien dónde había nacido y dónde se encontraba Jesús; dijeron:
“Vayan, infórmense”, pero ellos, los sacerdotes, no se pusieron a la cabeza en una especie de marcha
triunfal hacia el Señor. Permanecieron en un ambiente caldeado, en Jerusalén, para continuar con sus
discusiones acerca de las profecías, acerca de dónde y cómo debía nacer el Mesías. Jesús no se
encontraba en Jerusalén, sino en la pobreza de Belén. A menudo, también hoy la Iglesia y los
sacerdotes decepcionan a los hombres que buscan a Cristo. Saben decir dónde se encuentra: entre los
pobres, los que sufren, los puros de corazón como María y José, pero ellos no se mueven, no bajan a
Belén, no se agachan para entrar en la gruta, no enfrentan los riesgos de un viaje fuera de sus
costumbres y de sus tradiciones.
Seríamos injustos si generalizáramos todo esto, ignorando de mala fe toda aquella parte de la
Iglesia que vive y sufre con los pobres, que está a la disposición y al servicio espiritual del pueblo,
que en tierra de misiones se consume para llevar la luz de los Evangelios a los paganos y, antes que
nada, para darles una casa, un oficio, una dignidad de hombres. Ninguna crítica de afuera debe
privarnos de la alegría y el orgullo de esto que se hace en nuestra Iglesia; ni tampoco el intento tan
frecuente de descalificar todo y de echar sobre todo la sombra de la sospecha debe impresionarnos en
forma excesiva.
No es lícito, por lo tanto, generalizar nuestra autocrítica, pero tampoco es lícito callarla,
porque si callamos nosotros, los responsables, los hombres de la Iglesia, será Jesús quien nos lo eche
en cara, y será también el mundo. Debemos reconocer con humildad que, a menudo, constituimos, a
causa de nuestras obligaciones y de nuestra mediocridad, un diafragma entre los hombres y Cristo.
Nosotros podemos retrasar su epifanía, podemos hacer menos creíble su palabra ante el mundo.
Es necesario, entonces, que quien se sienta comprometido completamente con Jesús y con la
Iglesia (no sólo aquellos que ejercitan el ministerio pastoral), recoja en forma profunda la
convocación de la fiesta de hoy, se proponga luchar para reducir el espesor de la opacidad que su
vida opone a la manifestación del Señor, con el objeto de ser un testigo entre los hermanos y un guía
en la búsqueda del Salvador. Para ser él mismo, en resumen, una epifanía, es decir, una
manifestación del Señor para el mundo.
Nosotros lo encontramos ahora, a este nuestro Señor, como lo encontraron los Magos, con un
velo de humildad agregado a su humanidad: el del sacramento. Arrodillémonos con fe, abramos
32
Epifanía del Señor
nuestras pequeñas y pobres arcas y ofrezcámosle lo mejor que allí tenemos: nuestra fe, nuestra
esperanza y, sobre todo, nuestro amor.
***
B. Los signos de los tiempos
“Tres prodigios celebramos en este santo día: hoy la estrella guía a los magos al pesebre, hoy
el agua es cambiada en vino en las bodas de Caná, hoy Cristo es bautizado por Juan en el Jordán por
nuestra salvación” (Ad Magnificat, ant.).
Con estas palabras la liturgia de las horas describe el contenido de la fiesta de hoy. Este
consiste en la triple revelación de Cristo, a los magos, en las bodas de Caná y en el bautismo de Jesús
en el Jordán. Lo que indujo, desde los tiempos más remotos, a reunir estos tres acontecimientos en
una sola fiesta es su significado común de manifestación (en griego: epifanía). Jesús se revela en
ellos progresivamente por lo que es en realidad, es decir, Mesías y el Salvador: manifestó su gloria,
como dice Juan (Jn. 2,11).
Quisiera intentar, este año, una comprensión nueva de esta fiesta partiendo de ese adverbio de
tiempo que con tanta insistencia aparece en la liturgia del tiempo navideño: hoy. “Hoy ha nacido
Cristo, hoy ha aparecido el Salvador”. Nosotros no celebramos pues un hecho acontecido una vez
por todas en el pasado, sino algo que continúa también hoy bajo nuestros ojos. Nosotros no
celebramos a Cristo que un día se manifestó a los magos mediante una estrella, sino a Cristo que hoy
se manifiesta, que hoy llama a los hombres a la fe.
Es esta epifanía siempre en acto en la historia. Ella se basa en un hecho certísimo: Cristo está
ahora presente en el mundo. Su resurrección inauguró un modo nuevo de estar entre nosotros y de
manifestársenos. No más un modo carnal o físico, sino espiritual (cfr. Rom. 1,3-4). Por eso la
Escritura puede decir de Cristo que era ayer, pero también que es hoy (Heb. 13,8). Ciertamente se
trata de una presencia escondida, problemática, que escapa a los cronistas de este mundo. No se
puede decir de él: Cristo está aquí o Cristo está allí (Mt.24,23). También Jesucristo es, en cierto
modo, un “Dios escondido” (Is. 45,15), presente y ausente al mismo tiempo.
Su manifestación es confiada a los signos que no se encienden y no llegan a ser elocuentes
sino en presencia de la fe, aun cuando misteriosamente sean precisamente ellos los que deben
suscitar tal fe. Signos que son claros para algunos y oscuros para otros, como la nube del éxodo que
era tenebrosa para los egipcios, mientras que a los israelitas les iluminaba la noche (Ex. 14,20).
De las narraciones evangélicas recabamos sólo una certeza: Cristo se revela a cada pueblo y a
cada categoría de personas con signos apropiados a ellos y comprensibles a ellos. A los simples
pastores envía un ángel; a los sabios, habituados a escrutar el curso de los astros, envía una estrella;
para los judíos, afectos a los signos, da un signo, es decir, un milagro: cambia el agua en vino.
Estamos aquí para preguntarnos en esta solemnidad de Epifanía: ¿con qué signos Cristo se
manifiesta a los hombres de nuestro tiempo? Y antes aún: ¿se manifiesta de veras Cristo también hoy
o tienen razón aquéllos que dicen que Dios ha muerto o que calla? No se estará verificando, acaso,
precisamente en nosotros, aquella terrible palabra de Cristo: Una generación perversa y adúltera
pretende un signo ¡Pero no se le dará ningún signo! (Mt. 16,4; Mc. 8,11). ¿Hay un signo para
nosotros?
En una situación de profunda turbación como ésta, el profeta Isaías –lo hemos oído en la
primera lectura– proponía como signo del retorno de Dios hacia su pueblo la nueva Jerusalén
reconstruida después del exilio, la ciudad sobre la montaña, a la cual todas las naciones, como
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Epifanía del Señor
saliendo de las tinieblas, acuden para encontrar al Señor: Levántate, vístete de luz... porque he aquí,
las tinieblas recubren la tierra, pero sobre ti resplandece el Señor, su gloria aparece sobre ti. Las
naciones caminarán en tu luz. Parece fácil e inmediato el paso de la situación de Isaías a la nuestra.
De hecho, desde siempre se repite (y es el Nuevo Testamento mismo el que inauguró esta
interpretación) que aquella ciudad de luz, aquel signo levantado entre las naciones es la Iglesia, la
nueva Jerusalén. La liturgia no hace otra cosa que inculcarnos precisamente este pensamiento. La
Iglesia es para nosotros hoy el signo por excelencia de la presencia y de la gloria de Cristo, su
epifanía en el mundo, la gran estrella bajo cuya luz las naciones deben ponerse en camino hacia
Cristo (Is. 60,3 = Apc. 21,24). Pero, debemos confesar que la cosa no es tan fácil. La Iglesia es para
muchos hoy una “esposa velada”, es decir, un signo no reconocible, un signo de contradicción. No
podemos partir con tanta seguridad desde ella. A ella debemos más bien llegar. Por un lado, es
demasiado cercana al significado –a Cristo– de quien es directamente el cuerpo, también para ser
signo de él. Por otro lado, ella está demasiado cercana al hombre, demasiado confundida con él, con
sus problemas y con sus debilidades para servirle de signo de Dios.
Creo que también hoy hay otros signos que pueden hacer manifiesta la epifanía de Cristo;
signos menos universales que el que indicamos con la palabra “Iglesia”, pero pertenecientes siempre
al ámbito ideal suyo. El Concilio Vaticano II dedicó una gran atención a estos signos que, con una
expresión evangélica, llama “los signos de los tiempos” (Mt. 16,2). En la Constitución Gaudium et
spes (n.11) leemos: “El pueblo de Dios, movido por la fe, procura discernir en los acontecimientos,
exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos
verdaderos de la presencia y de los planes de Dios”.
Entre los signos de nuestro tiempo en los cuales el Concilio percibe la presencia operante de
Cristo está el sentido de solidaridad y de interdependencia, la promoción de los laicos, la liberación
de la mujer, el sentido nuevo de la libertad religiosa. Estos, empero, son signos que la Iglesia recibe
del mundo (más que da al mundo) que ella debe “escrutar y discernir” (cfr. as 4). Cuando Jesús
hablaba de los “signos de los tiempos”, entendía sobre todo los signos de los tiempos mesiánicos que
él daba al mundo: Los ciegos recuperan la vista, los paralíticos caminan, los leprosos son curados,
los sordos recuperan el oído, los muertos resucitan, a los pobres es predicada la buena nueva (Mt.
11,5). ¿Existen hoy estos signos? ¡Sí que existen! Pero, como aconteció con Jesús, por más
grandiosos que sean, pueden pasar del todo inadvertidos para quien no se deja prender por ellos, para
quien está distraído o corre detrás de otras noticias. A veces, estamos desconcertados al constatar
cuán poco la crónica del tiempo de entonces se acordó de Jesús. Y, sin embargo, de los evangelios
tenemos la impresión que alrededor de él se realizaban acontecimientos que debían trastornar el
mundo y estar en boca de todos.
También hoy cumple Jesús sus signos mesiánicos, pero sólo quien está vigilante los percibe y
se goza de ellos: ciegos que recuperan la luz de la fe y de la esperanza al contacto con la palabra de
Dios; paralíticos espirituales (y a veces también corporales) que se levantan y caminan, abandonando
el lecho de muerte en el cual vivían; prisioneros de sí, del mal y de los hombres que se liberan de las
cadenas; gente, en una palabra, que por el poder de Cristo y de su Espíritu se convierte y vive.
Cuántas veces, ante estos hechos, me han vuelto a la mente aquellas palabras de Jesús: ¡Felices los
ojos que ven lo que ven ustedes! (Lc. 10,23).
Quisiera insistir, en particular, en uno de estos signos mesiánicos porque Jesús mismo lo
indicó casi como signo por excelencia: A los pobres es anunciada la buena nueva (Lc. 7,22). ¿No es
acaso un signo de que Cristo está obrando en la Iglesia esta ansia tan típica de nuestra época que la
buena nueva llegue a los pobres? Quizás nosotros hoy estamos en condiciones “de descubrir un
34
Epifanía del Señor
significado nuevo en aquel dicho de Jesús: A mí no me tendrán siempre con ustedes, pero a los
pobres siempre los tendrán (cfr. Mt. 26,11). Es como decir: cuando yo ya no esté físicamente con
ustedes, estarán los pobres que me representarán; ¡hagan a ellos lo que quisieran hacerme a mí!
No tenemos ningún temor de reconocer que Cristo se sirvió también de ideologías extrañas a
la Iglesia como de la marxista, para despertar de nuevo en ella esta ansia. También en el Antiguo
Testamento, Dios declara siempre que se sirve de otros pueblos para despertar el celo de Israel, para
provocarlo y llamarlo de nuevo a la conciencia de su empeño (cfr. Deut. 32,21). Así hizo también
con nosotros, los cristianos, y nosotros hemos entendido que esto es uno de aquellos signos de los
tiempos por los cuales él nos enseñó a reconocer su venida.
La ida (o el retorno) del evangelio a los pobres puede parecer a veces demasiado lenta e
incierta y no siempre coherente, pero sería injusto negar que en toda la Iglesia está en marcha un
interés, un celo y –también esto es un signo– un remordimiento respecto de los pobres, ya se trate de
individuos o de pueblos enteros. Es una conciencia nueva que “manifiesta” la presencia de la palabra
de Cristo. Es un signo de que el inexorable transcurrir del tiempo que lo trastorna todo no logra
trastornar esta presencia de Cristo, ni engullirla ni digerirla (como no lo logró ni la muerte ni el
sepulcro), que ninguna cultura o civilización –ni siquiera la materialista o burguesa de occidente–
logró ni nunca logrará detener su curso. Nuestra época lo encuentra de nuevo ante sí con toda su
fuerza de contestación como un signo imborrable de la presencia de Dios en el mundo. Conocido es
Dios en Judea, decían los hebreos (Sal. 76,1). Dios se manifiesta en Judá; nosotros decimos: ¡Cristo
se manifiesta en la Iglesia!
He aquí que me esforcé por descubrir junto con ustedes los signos de la Epifanía de Cristo
que continúa en torno nuestro. Hay, ciertamente, también otros signos. En el evangelio leemos, en
cierto punto, que Jesús empezó a recriminar a aquellas ciudades donde había realizado más milagros,
porque no se habían convertido: ¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti Betsaida! (Mt. 11,20 ssq). ¡Tal vez
nosotros también somos una de aquellas ciudades donde Jesús hizo el mayor número de signos! A
cada uno de nosotros le toca la tarea urgente de descubrir y valorar estos signos para convertirse. A
cada uno de nosotros le toca la tarea de llegar a ser uno mismo, un signo de la presencia de Cristo en
el mundo.
***
C. Una epifanía para nosotros
En los dos ciclos anteriores, la fiesta de hoy nos sirvió como oportunidad para una reflexión
sobre el Cristo que se revela a los pueblos en la Iglesia. Por lo tanto, una epifanía de respiro
universal: por un lado, Cristo, por el otro, el mundo; en el medio −como signo− la Iglesia. En este
ciclo nos proponemos captar un aspecto más íntimo y personal de la fiesta, referido al microcosmos,
por así decirlo, no al macrocosmos, de la fe: Cristo en nosotros. El tema es éste: Cristo se manifiesta
al corazón de quien lo busca con ánimo sincero. Nos guiará ese texto luminoso de San Pablo que
dice: Porque el mismo Dios que dijo: “Brille la luz en medio de las tinieblas”, es el que hizo brillar
su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada
en el rostro de Cristo (2 Col 4,6).
No es un tema ausente en los textos litúrgicos de hoy: ¡todo lo contrario! Se trata, más bien,
de captar el alma oculta de esta fiesta. Al comienzo de la Misa, la liturgia nos hizo rezar para que
Dios, que un día, a través de la estrella, reveló el Hijo suyo a las gentes, nos lleve, mediante la fe, a
contemplar la grandeza de su gloria. Se trata de recuperar el significado más genuino del episodio de
35
Epifanía del Señor
los magos: la que los llevó a Belén fue una iluminación interior y personal, si bien fue justamente esa
iluminación la que los hizo solidarios y compañeros de otros en la misma búsqueda.
Al ver la estrella, ellos “se llenaron de alegría”: evidentemente, Aquel a quien buscaban ya
guiaba su búsqueda; ya estaba con ellos, aunque no todavía totalmente reconocido (Agustín le hace
decir a Dios: No me buscarías si no me hubieras encontrado).
La epifanía que queremos celebrar este año es precisamente de este tipo: una epifanía, vale
decir una manifestación de Jesucristo que tenga lugar dentro de nosotros, que sea captada con los
ojos del corazón, antes que con los del cuerpo o de la sola inteligencia.
Semejante epifanía −dice Pablo− se cumple cuando Dios refulge en nuestro corazón y hace
resplandecer en él su gloria con los rasgos precisos que esa gloria adquirió en Jesucristo. Dicho de
otro modo, cuando, por un misterioso encuentro entre la acción de Dios y nuestra libertad, se
enciende dentro de nosotros una luz y en esa luz “reconocemos” a Jesucristo; lo vemos en su gloria
divina, como lo vieron los tres apóstoles en la transfiguración en el Tabor. Sólo que, en nuestro caso,
todo se produce en la intimidad y en la fe, gracias a una certeza de que Jesús está a nuestro lado, por
lo cual sentimos, sin la menor sombra de duda, que él es la verdad, la esperanza y la salvación; ¡él y
nadie más! Una certeza que no procede de nosotros, sino que es suscitada por el Espíritu Santo: el
Espíritu Santo le “dará testimonio” a Jesús (cf. Jn. 15,26).
El problema es: ¿cómo hacer que estas cosas sean válidas también para nosotros? ¿Cómo
celebrar “en espíritu y verdad” (no como puro deseo veleidoso) esta epifanía del corazón? Es
necesario empezar con cosas pequeñas; esa famosa luz (que puede llamarse fervor, o alegría, o fe) a
veces se enciende, o se apaga, por una insignificancia; hay que ofrecerle odres al Señor, quizás
vacías o llenas sólo de agua, para que él pueda darnos su vino... A veces, un cristiano de buena
voluntad vuelve a encontrar a Jesús en su corazón simplemente porque supo imponerse una pequeña
privación, en obediencia al Evangelio o a la conciencia, porque se puso nuevamente a rezar después
de mucho tiempo, venciendo tal vez un fuerte rechazo, porque hizo un gesto oculto y desinteresado
de amor por el prójimo, porque tuvo el coraje de una reconciliación. Son como chispas que
provocamos con la buena voluntad, pero con ellos Dios puede encender una gran llama.
Esta epifanía espiritual que invade todos los momentos de la vida debe encontrar su
culminación en la liturgia. San Ambrosio escribió: “Tú te mostraste a mí. Oh, Cristo, cara a cara. ¡Yo
te encontré en tus sacramentos!” Participar con fe en un sacramento significa asistir a una epifanía de
Cristo; allí, de una manera totalmente especial, la gloria de Cristo resplandece en nuestros corazones.
En el sacramento se produce lo que se produjo en la Encarnación: Dios se revela velándose. La
carne, de la que se revistió el Verbo al nacer, fue para él como un velo: por un lado, cubría y ocultaba
la divinidad; por el otro, la manifestaba y la hacía visible y presente. Nadie en esta vida puede ver a
Dios “como es” y ni siquiera puede ver al Cristo resucitado como es. Eso es posible sólo en los cielos
nuevos, después de la gran epifanía que seguirá a la muerte. La majestad de Dios es realmente tal que
no se puede ver con ojos de carne y seguir viviendo (Ex. 33,20). Dios no puede revelarse si no es
velándose.
Lo mismo ocurre en los sacramentos, especialmente en el sacramento por excelencia que es la
Eucaristía. Allí, −en la En carnación−, el velo era la carne humana; aquí es el pan y el vino: “Iesum
quem velatum nunc aspicio”. Jesús a quien ahora contemplo velado... El pan y el vino ocultan a
nuestros ojos la realidad que contienen, ¡pero contienen la realidad que ocultan! Por eso la hacen
presente y accesible para nosotros; Jesús está presente y visible en el pan y el vino. Así como en el
templo de Jerusalén, el “Sancta Sanctorum” estaba oculto detrás de un velo, lo mismo aquí. No un
36
Epifanía del Señor
muro, sino un velo, y ese velo, después de la muerte de Jesús, es atravesable y fue atravesado: Cristo
inauguró un camino nuevo y vivo para llegar a Dios, que pasa a través del velo, que es su carne (Heb.
10,20).
Es el misterioso poder de los signos: todo lo que es sugerido por los símbolos golpea e
inflama el corazón del hombre con mucha mayor intensidad que la verdad “desnuda” desprovista de
imágenes, la cual habla sólo al cerebro del hombre y no a todo el hombre, cuerpo y espíritu juntos.
Al pasar de la realidad concreta a la realidad espiritual significada (por ejemplo, del agua al Espíritu,
del pan al Cuerpo de Cristo), nuestra sensibilidad adquiere vivacidad y se inflama como una antorcha
en movimiento (cf. San Agustín, Ep.55, 11,21). Así ocurrió en Emaús: los discípulos que no habían
reconocido a Cristo ni siquiera después de la explicación de las Escrituras, lo reconocieron al partir
el pan (cf. Lc. 24,30sq.); ese gesto simbólico y sacramental hizo caer el velo de sus ojos y
reconocieron al Señor.
La Eucaristía, es, pues, una epifanía de Cristo, más aún, la epifanía suprema. No nos muestra
solamente al Jesús terrenal que vieron los magos, hombre entre los hombres, sino al Jesús muerto y
resucitado, el Jesús Señor universal y glorioso. Una luz y una fuerza potente está encerrada en esos
signos que nunca termina de experimentarse y que alimenta toda la vida de la Iglesia, pasada,
presente o futura. Toda luz viene de allí. Si la Iglesia es signo de Cristo entre las naciones −y por lo
tanto ella misma una epifanía− es porque tiene en su centro la Eucaristía, verdadera “zarza ardiente”
que arde y no se consume; una zarza que brilla en medio de la pobreza humana de la Iglesia como
fuego detrás de un telón.
Este carácter epifánico de la Eucaristía era vivido, en una época, con mucha fuerza en la
Iglesia; se creía, entonces, en la epifanía cultual de Cristo (o sea en Cristo que se manifiesta a los
fieles durante el culto eucarístico), al punto de oír prácticamente resonar su voz en primera persona
en la asamblea en la palabra del Obispo: “Yo soy Cristo. Acérquense todos ustedes, sumergidos en
los pecados. Reciban la redención de los pecados. Yo soy el Cordero inmolado por ustedes, soy su
luz, soy su salvación, soy su resurrección. Yo les mostraré al Padre” (Melitone di Sardi, Sulla
Pasqua, 102ssq.)
Sin embargo, la Eucaristía no siempre y no para todos es una epifanía de Cristo; para muchos
sigue siendo solamente un conjunto de gestos muertos y de cosas pasadas que no producen ninguna
impresión o solamente una impresión estética. ¿Por qué? ¿Qué falta? ¡Falta la fe! ¡Faltan los ojos
para ver detrás del velo! Aquella estrella en el cielo, de Jerusalén brillaba para todos, pero sólo tres la
vieron... Los sacramentos no son ritos mágicos que actúan de cualquier modo y siempre, incluso a
pesar del sujeto; son ritos humanos “para los hombres”; hablan a la voluntad, al corazón, al cuerpo
del hombre; por eso, sólo el que tiene oídos para oír oye y sólo el que tiene ojos para ver ve.
Reconoce a Jesús en la Eucaristía sólo aquél que lo reconoce en la vida, aquél que “camina
con él” por la calle, que lo invita a entrar en su casa (cf. Lc. 24,15.29), que no reduce la fe a un
hábito que se pone el domingo para ir a Misa y después guarda de inmediato en el ropero... A la
Eucaristía, es necesario que lleguemos llenos de deseo, para que se produzca la rotura del velo y
podamos reconocerlo y así se encienda nuestro corazón. Por eso hemos hablado de la epifanía en la
vida cotidiana antes de hablar de la epifanía en el culto; por eso hemos recordado la oración, el
sacrificio, el amor, la compasión, los gestos pequeños. Cuando existe esa búsqueda de Jesús, la
Eucaristía nunca decepciona; él se hace presente no sólo en el altar, sino también en el corazón.
Juntemos toda la fe, el deseo, el arrepentimiento de que somos capaces para que esta
Eucaristía que estamos celebrando sea realmente una epifanía de Cristo entre nosotros y en cada uno
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Epifanía del Señor
de nosotros, para que ese Dios que dijo al principio: Que brille la luz entre las tinieblas, haga brillar
la gloria divina de Cristo en nuestros corazones.
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la consagración de nueve Obispos (6-I-1984)
– Los Magos de Oriente
Hoy, en el horizonte de la Navidad, aparecen tres nuevas figuras: los Magos de Oriente.
Vienen de lejos siguiendo la luz de la estrella que se les ha aparecido. Se dirigen a Jerusalén,
llegan a la corte de Herodes. Preguntan: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque
hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2).
En la liturgia de la Iglesia la solemnidad de hoy se llama Epifanía del Señor. Epifanía quiere
decir manifestación.
Esta expresión nos invita a pensar no sólo en la estrella que apareció a los ojos de los Magos, no
sólo en el camino que estos hombres de oriente hacen, siguiendo el signo de la estrella. La Epifanía nos
invita a pensar en el camino interior, del que nace el misterioso encuentro del entendimiento y del
corazón humano con la luz de Dios mismo.
“La luz... que alumbraba a todo hombre, cuando viene al mundo” (cfr. Jn 1,9).
Los tres personajes de Oriente seguían con certeza esta luz antes aún de que apareciera esta
estrella.
Dios les hablaba con la elocuencia de toda la creación: decía que es, que existe; que es Creador y
Señor del mundo.
En cierto momento, por encima del velo de las criaturas, los acercó todavía más a Sí mismo. Y a
la vez, ha comenzado a confiarles la verdad de su Venida al mundo. De algún modo, los introdujo en el
conocimiento del designio divino de la salvación.
– Manifestación del Redentor
Los Magos respondieron con la fe a esa Epifanía interior de Dios.
Esta fe les permitió reconocer el significado de la estrella. Esta fe les mandó también ponerse en
camino. Iban a Jerusalén, capital de Israel, donde se transmitía de generación en generación la verdad
sobre la venida del Mesías. La habían predicado los profetas y habían escrito de ella los libros santos.
Dios, que habló al corazón de los Magos con la Epifanía interior, había hablado a lo largo de los
siglos al Pueblo elegido y les había predicado la misma verdad sobre su venida.
Esta verdad se cumplió la noche del nacimiento de Dios en Belén. Ya esta noche es la Epifanía
de Dios, que ha venido: Dios que nació de la Virgen y fue colocado en el pobre pesebre, Dios que ocultó
su venida en la pobreza del nacimiento en Belén: he ahí la Epifanía del divino ocultamiento.
Sólo un grupo de pastores se apresuró para ir a su encuentro...
Pero mirad que ahora vienen los Magos. Dios, que se oculta a los ojos de los hombres que viven
cerca de Él, se revela a los hombres que vienen de lejos.
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Epifanía del Señor
– Reconocer al Mesías
Dice el profeta a Jerusalén:
“Caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno,
mira: todos ésos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos” (Is 60,3-4).
Los guía la fe. Los guía la fuerza interior de la Epifanía.
De esta fuerza habla así el Concilio:
“Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su
voluntad (cfr. Ef 1,9); por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres
llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cfr. Col 1,15; 1Tim 1,17), movido de amor,
habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33,11; Jn 15,14-15), trata con ellos (cfr. Bar 3,38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2).
Los Magos de Oriente llevan en sí esa fuerza interior de la Epifanía. Les permite reconocer al
Mesías en el Niño que yace en el pesebre. Esta fuerza les manda postrarse ante Él y ofrecerle los dones:
oro, incienso y mirra (cfr. Mt 2,11).
Los Magos son, al mismo tiempo, un anuncio de que la fuerza interior de la Epifanía se difundirá
ampliamente entre los pueblos de la tierra.
Dice el Profeta:
“Entonces lo verás, radiante de alegría;/ tu corazón se asombrará, se ensanchará,/ cuando
vuelquen sobre ti los tesoros del mar,/ y te traigan las riquezas de los pueblos” (Is 60,5).
Permitid a esta fuerza divina irradiarse en vuestro corazón como en una Jerusalén interior, a la
que dice la liturgia de hoy:
“Levántate, brilla,/ que llega tu luz;/ la gloria del Señor amanece sobre ti” (Is 60,1).
Permitid a la fuerza salvífica de la divina Epifanía irradiarse entre los hombres y los pueblos, a
los que sois enviados, como testimonio de la verdad y de la misericordia.
Verdaderamente: “Volcarán sobre ti las riquezas de los pueblos” (cfr. Is 60,5).
Y responded al don de la solemnidad de hoy con un incesante, continuo don: ofreced oro,
incienso y mirra.
De este modo la abundancia de la Epifanía divina permanecerá en vosotros y se renovará en el
camino del servicio apostólico.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y
venimos a adorarlo”. Ésta es la razón que dan aquellos Magos para justificar el largo y penoso
camino que emprendieron abandonando la serena ocupación de todos los días. La misma razón que
conduce a tantas y tantos a dejarlo todo por el Señor. Y es igualmente la razón del caminar cristiano
abandonando la tranquilidad burguesa que una sociedad permisiva está constantemente proponiendo.
Pero a veces la estrella, como a los Magos, se oculta, y las sombras de la noche se enseñorean
de todo ocultando el camino y suprimiendo sus perfiles orientadores. En esas horas, siempre hay
quien puede ayudarnos porque el camino está ahí. Pero también hay quienes, aprovechando la
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Epifanía del Señor
oscuridad, engañan al viajero, como Herodes con su información interesada. Lo que hoy sucede, por
lo que se refiere a ese haz de verdades elementales que están a la base de la armónica convivencia
entre los pueblos, es objetivamente grave. Hay un ataque organizado y sin tregua a la Verdad
revelada por Dios y a las instituciones naturales queridas por Él.
¡Cuántas veces, y por diversos motivos, la estrella que guiaba nuestros pasos se oculta y la
oscuridad nos envuelve! La ilusión y el entusiasmo con que se inició un proyecto se esfuman. Un
ejemplo. Se casaron. Él y ella decían que no había en el firmamento una estrella más hermosa. Todos
decían que parecía que habían nacido el uno para el otro. Hubo años de intensa felicidad. Hoy
arrastran una existencia lánguida y piensan que se equivocaron de pareja. ¿Cómo puede ser que lo
que ayer era luz y entusiasmo hoy sea oscuridad y decepción? Y otro tanto sucede con la profesión,
las aficiones preferidas, los compromisos adquiridos, y también en la vida espiritual. Somos así. Al
amanecer vemos claro, al mediodía dudamos y al atardecer todo parece oscuro.
Es preciso contar con la eventualidad de que la estrella del entusiasmo se apague porque Dios
desea que no nos movamos por puro entusiasmo sino por la luz de su Palabra. No debemos tolerar
que las oscuras luces del capricho o del cansancio desplacen la luminaria del Evangelio. En esos
momentos, particularmente críticos, en que se pueden tomar decisiones lamentables, malogrando
fidelidades de años, hay que hacer como los Magos: preguntar a quien conoce el camino y puede
orientarnos. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los
Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la
memoria constantemente el camino. Disponemos de un tesoro infinito de ciencia: la Palabra de
Dios, custodiada en la Iglesia; la gracia de Cristo, que se administra en los Sacramentos; el
testimonio y el ejemplo de quienes viven rectamente junto a nosotros, y que han sabido construir con
sus vidas un camino de fidelidad a Dios (San Josemaría Escrivá).
Si nos dejamos guiar por la estrella que brilló al comienzo del camino cristiano emprendido y
no por el resplandor pasajero del entusiasmo, encontraremos al final a María, José y a Jesucristo, Luz
y Esperanza de las naciones. “Mientras los Magos –dice S. Juan Crisóstomo– estaban en Persia, no
veían sino una estrella; pero cuando dejaron su patria, vieron al mismo Sol de Justicia”.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Amanece el Señor, y los pueblos caminan a su luz»
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 60,1-6: «La gloria del Señor amanece sobre ti»
Sal 71,2.7-8.10-13: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra»
Ef 3,2-3a; 5-6: «Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos»
Mt 2,1-12: «Venimos de Oriente para adorar al Rey»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
La intención de S. Mateo era dejar bien sentada la universalidad de la salvación de Cristo, y
más teniendo en cuenta que los destinatarios principales de su evangelio eran judíos, marcados aún
por el particularismo. En el momento de redactar su mensaje, la ruptura de fronteras y razas era ya
una realidad. El encuentro de Jesús con culturas y personas supera aquel nacionalismo a ultranza.
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Epifanía del Señor
Isaías ha previsto un universalismo centrado en torno a la ciudad de Jerusalén. Pero desde
ahora, la referencia para el creyente no será una ciudad; será una Persona: Jesucristo. Noticia de que
también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en
Jesucristo por el Evangelio, es la motivación principal de la misión de S. Pablo.
III. SITUACIÓN HUMANA
La búsqueda de la verdad parece un «leit motiv» permanente en la vida humana. Pero en su
lucha por encontrarla, se topa a veces con los manipuladores de la verdad. De otra parte, hay otro
tipo de personas: aquellas para quienes la verdad ha de venir sin buscarla, o los que saben dónde está
y no se molestan en hallarla. Al igual que aquellos notables del Templo ¿llamaríamos buscadores de
la verdad a quienes no se molestan en recorrer el camino hacia el sitio que tan bien se creen conocer?
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Dios ha enviado a su Hijo para salvarnos: “«Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y
para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). He aquí «la Buena Nueva de Jesucristo,
Hijo de Dios» (Mc 1,1): Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y
a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su «Hijo amado» (Mc
1,11)” (422).
– La Epifanía, manifestación de Jesús al mundo: 528; cf 535. 555.
– La salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia: 846. 848.
La respuesta
– “La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por
exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador, se esfuerza por
anunciar el Evangelio a todos los hombres (AG 1)” (849; cf 850).
– La fidelidad de los bautizados, condición primordial para la misión: “El mensaje de la
salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. «El mismo testimonio de
la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los
hombres a la fe y a Dios»” (2044).
El testimonio cristiano
– «Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por eso, todos,
comenzando desde las familias cristianas, debemos sentir la responsabilidad de favorecer el surgir y
madurar de vocaciones específicamente misioneras, ya sacerdotales y religiosas, ya laicales,
recurriendo a todo medio oportuno, sin abandonar jamás el medio privilegiado de la oración, según
las mismas palabras del Señor Jesús: «La mies es mucha y los obreros pocos. Pues, ¡rogad al dueño
de la mies que envíe obreros a su mies!» (Mt 9,37-38)» (Juan Pablo II, ChL 35).
Los notables del Templo sabían dónde nacería Jesús. Pero no buscaron el sitio. Los Reyes no
sabían el sitio, pero lo buscaron. Los caminos de Dios no se abren a los entendidos de este mundo,
sino a los que se dejan iluminar por su estrella.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
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Epifanía del Señor
A. Epifanía del Señor.
– Correspondencia a la gracia.
I. Hemos visto salir la estrella del Señor y venimos con regalos a adorarlo1.
La luz de Belén brilla para todos los hombres y su fulgor se divisa en toda la tierra. Jesús,
apenas nacido, “comenzó a comunicar su luz y sus riquezas al mundo, trayendo tras sí con su estrella
a hombres de tan lejanas tierras”2. Epifanía significa precisamente manifestación. En esta fiesta –una
de las más antiguas– celebramos la universalidad de la Redención. Los habitantes de Jerusalén que
aquel día vieron llegar a estos personajes por la ruta del Oriente bien podrían haber entendido el
anuncio del Profeta Isaías, que hoy leemos en la Primera lectura de la Misa: Levántate, brilla,
Jerusalén, que llega tu luz, la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra,
la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y
caminarán los pueblos a tu luz; los reyes, al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno,
mira: todos esos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos...3
Los Magos, en quienes están representadas todas las razas y naciones, han llegado al final de
su largo camino. Son hombres con sed de Dios que dejaron a un lado comodidad, bienes terrenos y
satisfacciones personales para adorar al Señor Dios. Se dejaron guiar por un signo externo, una
estrella que quizá brillaba con distinto fulgor, “más clara y más brillante que las demás, y tal, que
atraía los ojos y los corazones de cuantos la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de
significado una cosa tan maravillosa”4. Eran hombres dedicados al estudio del cielo, acostumbrados
a buscar en él signos. Hemos visto su estrella, dicen, y venimos a buscar al rey de los judíos. Quizá
había llegado hasta ellos la esperanza mesiánica de los judíos de la diáspora, pero debemos pensar
que fueron iluminados a la vez por una gracia interior que les puso en camino. El que los guio –
comenta San Bernardo–, también los ha instruido, y el mismo que les advirtió externamente
mediante una estrella, los iluminó en lo íntimo del corazón5. La fiesta de estos Santos, que
correspondieron a las gracias que el Señor les otorgó, es una buena oportunidad para que
consideremos si realmente la vida es para nosotros un camino que se dirige derechamente hacia
Jesús, y para que examinemos si correspondemos a las gracias que en cada situación recibimos del
Espíritu Santo, de modo particular al don inmenso de la vocación cristiana.
Miramos al Niño en brazos de María y le decimos: Señor mío Jesús: haz que sienta, que
secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi
Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!6
– Los caminos que conducen a Cristo.
II. Llegaron estos hombres sabios a Jerusalén; tal vez pensaban que aquél era el término de su
viaje, pero allí, en la gran ciudad, no encuentran al nacido rey de los judíos. Quizá –parece
humanamente lo más lógico, si se trata de buscar a un rey– se dirigieron directamente al palacio de
Herodes; pero los caminos de los hombres no son, frecuentemente, los caminos de Dios. Indagan,
ponen los medios a su alcance: ¿dónde está?, preguntan. Y Dios, cuando de verdad se le quiere
1
Antífona de comunión. Cfr. Mt 2, 2.
FRAY LUIS DE GRANADA, Vida de Jesucristo, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1975, VI, p. 54.
3
Is 60, 1-6.
4
SAN LEON MAGNO, Homilías sobre la Epifanía, I, 1.
5
Cfr. SAN BERNARDO, En la Epifanía del Señor, I, 5.
6
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 913.
2
42
Epifanía del Señor
encontrar, sale al paso, nos señala la ruta, incluso a través de los medios que podrían parecer menos
aptos.
¿Dónde está el nacido rey de los judíos? (Mt 2, 2).
Yo también, urgido por esa pregunta, contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre (Lc
2, 12), en un lugar que es sitio adecuado sólo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la
diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey
inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño (...).
¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu
corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el
Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma?7
Y nosotros, que, como los Magos, nos hemos puesto en camino muchas veces en busca de
Cristo, al preguntarnos dónde está, nos damos cuenta de que no puede estar en la soberbia que nos
separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el
hombre se queda solo8.
Hemos de encontrar las verdaderas señales que llevan hasta el Niño Dios. En estos hombres
llamados a adorar a Dios reconocemos a toda la humanidad: la del pasado, la de nuestros días y la
que vendrá. En estos Magos nos reconocemos a nosotros mismos, que nos encaminamos a Cristo a
través de nuestros quehaceres familiares, sociales y profesionales, de la fidelidad en lo pequeño de
cada día... Comenta San Buenaventura que la estrella que nos guía es triple: la Sagrada Escritura, que
hemos de conocer bien; una estrella, que está siempre arriba para que la miremos y encontremos la
justa dirección, que es María Madre; y una estrella interior, personal, que son las gracias del Espíritu
Santo9. Con estas ayudas encontraremos en todo momento el sendero que conduce a Belén, hasta
Jesús.
Es el Señor el que ha puesto en nuestro corazón el deseo de buscarlo: No sois vosotros
quienes me habéis elegido, sino que Yo os elegí a vosotros10. Su llamada continua es la que nos hace
encontrarlo en el Santo Evangelio, en el recurso filial a Santa María, en la oración, en los
sacramentos, y de modo muy particular en la Sagrada Eucaristía, donde nos espera siempre. Nuestra
Madre del Cielo nos anima a apresurar el paso, porque su Hijo nos aguarda.
Dentro de un tiempo, quizá no mucho, la estrella que hemos ido siguiendo a lo largo de esta
vida terrena brillará perpetuamente sobre nuestras cabezas; y volveremos a encontrar a Jesús sentado
en un trono, a la diestra de Dios Padre y envuelto en la plenitud de su poder y de su gloria, y, muy
cerca, su Madre. Entonces será la perfecta epifanía, la radiante manifestación del Hijo de Dios.
– Renovar el espíritu apostólico.
III. La Solemnidad de la Epifanía nos mueve a renovar el espíritu apostólico que el Señor ha
puesto en nuestro corazón. Desde los comienzos fue considerada esta fiesta como la primera
manifestación de Cristo a todos los pueblos. “Con el nacimiento de Jesús se ha encendido una
estrella en el mundo, se ha encendido una vocación luminosa; caravanas de pueblos se ponen en
camino (cfr. Is 60, 1 ss); se abren nuevos senderos sobre la tierra; caminos que llegan, y, por lo
mismo, caminos que parten. Cristo es el centro. Más aún, Cristo es el corazón: ha comenzado una
7
IDEM, Es Cristo que pasa, Rialp, 1ª ed. , Madrid 1973, 31.
Ibídem.
9
Cfr. SAN BUENAVENTURA, En la Epifanía del Señor, en Obras completas, II, pp. 460-466.
10
Jn 15, 16.
8
43
Epifanía del Señor
nueva circulación que ya no terminará nunca. Está destinada a constituir un programa, una
necesidad, una urgencia, un esfuerzo continuo, que tiene su razón de ser en el hecho de que Cristo es
el Salvador. Cristo es necesario (...). Cristo quiere ser anunciado, predicado, difundido...”11. La fiesta
de hoy nos recuerda una vez más que hemos de llevar a Cristo y darlo a conocer en la entraña de la
sociedad, a través del ejemplo y de la palabra: en la familia, en los hospitales, en la Universidad, en
la oficina donde trabajamos...
Levanta la vista en torno a ti, mira: tus hijos llegan de lejos... De lejos, de todos los lugares y
de todas las situaciones en las que se puedan encontrar, por muy distantes que parezcan estar de
Dios. En nuestro corazón resuena la invitación que años más tarde dirigirá el Señor a quienes le
siguen: Id, pues, enseñad a todas las gentes...12 No importa que nuestros familiares, amigos o
compañeros se encuentren lejos. La gracia de Dios es más poderosa y, con su ayuda, podemos lograr
que se unan a nosotros para adorar a Jesús.
No nos acerquemos hoy a Jesús con las manos vacías. Él no tiene necesidad de nuestros
dones, pues es el Dueño de todo cuanto existe, pero desea la generosidad de nuestro corazón para
que así se agrande y pueda recibir más gracias y bienes. Hoy ponemos a su disposición el oro puro de
la caridad: al menos, el deseo de quererle más, de tratar mejor a todos; el incienso de las oraciones y
de las buenas obras convertidas en oración; la mirra de nuestros sacrificios que, unidos al Sacrificio
de la Cruz, renovado en la Santa Misa, nos convierte en corredentores con Él.
Y a la hora de pedir algo a los Reyes –porque son santos, que pueden interceder por nosotros
en el Cielo– no les pediremos oro, incienso y mirra para nosotros; pidámosles más bien que nos
enseñen el camino para encontrar a Jesús, cerca de su Madre, y fuerzas y humildad para no
desfallecer en esta empresa, que es la que más importa.
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha. Y he aquí que la estrella que habían
visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Al ver la
estrella se llenaron de una inmensa alegría13. Es la alegría incomparable de encontrar a Dios, al que
se ha buscado por todos los medios, con todas las fuerzas del alma.
Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron;
luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra14. Eran dones muy
apreciados en Oriente. “Y ese mismo Niño que ha aceptado los regalos de los Magos sigue siendo
siempre Aquel ante el cual todos los hombres y pueblos “abren sus cofres”, es decir, sus tesoros.
“En este acto de apertura ante el Dios encarnado, los dones del espíritu humano adquieren un
valor especial”15. Todo adquiere un valor nuevo cuando se ofrece a Dios.
***
B. La adoración de los Magos
— Alegría de encontrar a Jesús. Adoración en la Sagrada Eucaristía
I. Mirad que llega el Señor del señorío: en la mano tiene el reino, y la potestad y el imperio16
11
B. PABLO VI, Homilía 6-I-1973.
Mt 28, 19.
13
Mt 2, 9-10.
14
Mt 2, 11.
15
SAN JUAN PABLO II, Audiencia general 24-I-1979.
16
Antífona de entrada de la Misa.
12
44
Epifanía del Señor
Hoy celebra la Iglesia la manifestación de Jesús al mundo entero. Epifanía significa
«manifestación»; y en los Magos están representadas las gentes de toda lengua y nación que se ponen
en camino, llamadas por Dios, para adorar a Jesús. Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecen dones,
los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes y le adorarán todos los reyes de la tierra; todas
las naciones le servirán17.
Al salir los Magos de Jerusalén he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba
delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de
inmensa alegría18.
No se extrañan por haber sido conducidos a una aldea, ni porque la estrella se detenga ante
una casita sencilla. Ellos se alegran. Se alegran con un gozo incontenible. ¡Qué grande es la alegría
de estos sabios que vienen desde tan lejos para ver a un rey, y son conducidos a una casa pequeña de
una aldea! ¡Cuántas enseñanzas tiene para nosotros! En primer lugar, aprenderemos que todo
reencuentro con el camino que nos conduce a Jesús está lleno de alegría.
Nosotros tenemos, quizá, el peligro de no darnos cuenta cabal de lo cerca de nuestras vidas
que está el Señor, «porque Dios se nos presenta bajo la insignificante apariencia de un trozo de pan,
porque no se revela en su gloria, porque no se impone irresistiblemente, porque, en fin, se desliza en
nuestra vida como una sombra, en vez de hacer retumbar su poder en la cima de las cosas.
»¡Cuántas almas a quienes oprime la duda, porque Dios no se muestra de un modo conforme
al que ellos esperan!... »19.
Muchos de los habitantes de Belén vieron en Jesús a un niño semejante a los demás. Los
Magos supieron ver en Él al Niño, al que desde entonces todos los siglos adoran. Y su fe les valió un
privilegio singular: ser los primeros entre los gentiles en adorarle cuando el mundo le desconocía.
¡Qué alegría tan grande debieron tener estos hombres venidos de lejos por haber podido contemplar
al Mesías al poco tiempo de haber llegado al mundo!
Nosotros hemos de estar atentos porque el Señor se nos manifiesta también en lo habitual de
cada día. Que sepamos recuperar esa luz interior que permite romper la monotonía de los días iguales
y encontrar a Jesús en nuestra vida corriente.
Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y postrándose le adoraron20.
Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le
repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de
Él; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad que deseamos
sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones21.
Le adoraron. Saben que es el Mesías, Dios hecho hombre. El Concilio de Trento cita
expresamente este pasaje de la adoración de los Magos al enseñar el culto que se debe a Cristo en la
Eucaristía. Jesús presente en el Sagrario es el mismo a quien encontraron estos hombres sabios en
brazos de María. Quizá debamos examinar nosotros cómo le adoramos cuando está expuesto en la
custodia o escondido en el Sagrario, con qué adoración y reverencia nos arrodillamos en los
17
Salmo responsorial de la Misa, Sal 71.
Mt 2, 10.
19
J. LECLERQ, Siguiendo el año litúrgico, p. 100.
20
Mt 2, 11.
21
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 35.
18
45
Epifanía del Señor
momentos indicados en la Santa Misa, o cada vez que pasamos por aquellos lugares donde está
reservado el Santísimo Sacramento.
— Los dones de los Magos. Nuestras ofrendas
II. Los Magos abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra22 . Los
dones más preciosos del Oriente; lo mejor, para Dios. Le ofrecen oro, símbolo de la realeza.
Nosotros los cristianos también queremos tener a Jesús en todas las actividades humanas, para que
ejerza su reino de justicia, de santidad y de paz sobre todas las almas. También le ofrecemos el oro
fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son
cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el
corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad23.
Le ofrecemos incienso, el perfume que, quemado cada tarde en el altar, era símbolo de la
esperanza puesta en el Mesías. Son incienso los deseos, que suben hasta el Señor, de llevar una vida
noble, de la que se desprende el bonus odor Christi (2 Co 2, 15), el perfume de Cristo. Impregnar
nuestras palabras y acciones en el bonus odor, es sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida
acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta solo (...)
El buen olor del incienso es el resultado de una brasa, que quema sin ostentación una
multitud de granos; el bonus odor Christi se advierte entre los hombres no por la llamarada de un
fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad,
la comprensión, la generosidad, la alegría24.
Y, con los Reyes Magos, ofrecemos también mirra, porque Dios encarnado tomará sobre sí
nuestras enfermedades y cargará con nuestros dolores. La mirra es el sacrificio que no debe faltar en
la vida cristiana. La mirra nos trae al recuerdo la Pasión del Señor: en la cruz le dan a beber mirra
mezclada con vino (Cfr. Mc 15, 23), y con mirra ungieron su cuerpo para la sepultura (Cfr. Jn 19,
39). Pero no penséis que, reflexionar sobre la necesidad del sacrificio y de la mortificación,
signifique añadir una nota de tristeza a esta fiesta alegre que celebramos hoy.
Mortificación no es pesimismo, ni espíritu agrio25. La mortificación, por el contrario, está
muy relacionada con la alegría, con la claridad, con hacer la vida agradable a los demás. La
mortificación no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará
compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de
bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a
nuestra disposición... Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen sin que los
busquemos −contrariedades, dificultades, sinsabores−, a lo largo de cada día26.
Diariamente hacemos nuestra ofrenda al Señor, porque cada día podemos tener un encuentro
con Él en la Santa Misa y en la Comunión. En la patena que el sacerdote ofrece, podemos poner
también nuestra ofrenda, hecha de cosas pequeñas, y que Jesús aceptará. Si las hacemos con rectitud
de intención, esas cosas pequeñas que ofrecemos obtienen mucho más valor que el oro, el incienso y
la mirra, pues se unen al sacrificio de Cristo, Hijo de Dios, que allí se ofrece27.
— Manifestación del Señor a todos los hombres. Apostolado
22
Mt 2, 11.
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, o.c., 35.
24
Ibídem, 36.
25
Ibídem, 37.
26
Ibídem.
27
Cfr. Oración de la Ofrenda de la Misa.
23
46
Epifanía del Señor
III. Después, obedeciendo a la voz de un ángel, los Magos regresaron a su país por otro
camino , nos dice el Evangelista. ¡Qué transparente han debido tener el alma estos hombres hasta el
fin de sus días por haber visto al Niño y a su Madre!
28
Nosotros vemos en estos singulares personajes a miles de almas de toda la tierra que se ponen
en camino para adorar al Señor. Han pasado veinte siglos desde aquella primera adoración y ese
largo desfile del mundo gentil sigue llegando a Cristo
Mediante esta fiesta, la Iglesia proclama la manifestación de Jesús a todos los hombres, de
todos los tiempos, sin distinción de raza o nación. Él «instituyó la nueva alianza en su sangre,
convocando un pueblo entre los judíos y los gentiles que se congregará en unidad... y constituirá el
nuevo Pueblo de Dios»29
La fiesta de la Epifanía nos mueve a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la
Iglesia, que «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de
Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo»30
Nosotros podemos ser de aquellos que, estando en el mundo, en medio de las realidades
temporales hemos visto la estrella de una llamada de Dios, y llevamos esa luz interior, consecuencia
de tratar cada día a Jesús; y sentimos por eso la necesidad de hacer que muchos indecisos o
ignorantes se acerquen al Señor y purifiquen su vida. La Epifanía es la fiesta de la fe y del apostolado
de la fe. «Participan en esta fiesta tanto quienes han llegado ya a la fe como los que se encuentran en
el camino para alcanzarla. Participan, agradeciendo el don de la fe, al igual que los Magos, que,
llenos de gratitud, se arrodillaron ante el Niño. En esta fiesta participa la Iglesia, que cada año se
hace más consciente de la amplitud de su misión. ¡A cuántos hombres es preciso llevar todavía a la
fe! Cuántos hombres es preciso reconquistar para la fe que han perdido, siendo a veces esto más
difícil que la primera conversión a la fe. Sin embargo, la Iglesia, consciente de aquel gran don, el don
de la Encarnación de Dios, no puede detenerse, no puede pararse jamás. Continuamente debe buscar
el acceso a Belén para todos los hombres y para todas las épocas. La Epifanía es la fiesta del desafío
de Dios»31
La Epifanía nos recuerda que debemos poner todos los medios para que nuestros amigos,
familiares y colegas se acerquen a Jesús: a unos será facilitarles un libro de buena doctrina, a otros
unas palabras vibrantes para que se decidan a ponerse en camino, a aquella otra persona hablándole
de la necesidad de formación espiritual
Al terminar hoy nuestra oración, no pedimos a estos santos Reyes que nos den oro, incienso y
mirra; parece más natural pedirles que nos enseñen el camino que lleva a Cristo para que cada día le
llevemos nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra. Pidámosle también a la Madre de Dios, que
es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariae dulcissimum, iter
para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo.
Los Reyes Magos tuvieron una estrella; nosotros tenemos a María Stella maris, Stella
orientis32.
____________________________
28
Mt 2, 12.
CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 9.
30
Ibídem, 17.
31
SAN JUAN PABLO II, Homilía 6-I-1979.
32
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, o.c., 38.
29
47
Epifanía del Señor
Rev. D. Joaquim VILLANUEVA i Poll (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Entraron en la casa; vieron al Niño con María su madre y, postrándose, le adoraron»
Hoy, el profeta Isaías nos anima: «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del
Señor amanece sobre ti» (Is 60,1). Esa luz que había visto el profeta es la estrella que ven los Magos
en Oriente, con muchos otros hombres. Los Magos descubren su significado. Los demás la
contemplan como algo que les parece admirable, pero que no les afecta. Y, así, no reaccionan. Los
Magos se dan cuenta de que, con ella, Dios les envía un mensaje importante por el que vale la pena
cargar con las molestias de dejar la comodidad de lo seguro, y arriesgarse a un viaje incierto: la
esperanza de encontrar al Rey les lleva a seguir a esa estrella, que habían anunciado los profetas y
esperado el pueblo de Israel durante siglos.
Llegan a Jerusalén, la capital de los judíos. Piensan que allí sabrán indicarles el lugar preciso
donde ha nacido su Rey. Efectivamente, les dirán: «En Belén de Judea, porque así está escrito por
medio del profeta» (Mt 2,5). La noticia de la llegada de los Magos y su pregunta se propagaría por
toda Jerusalén en poco tiempo: Jerusalén era entonces una ciudad pequeña, y la presencia de los
Magos con su séquito debió ser notada por todos sus habitantes, pues «el rey Herodes se sobresaltó y
con él toda Jerusalén» (Mt 2,3), nos dice el Evangelio.
Jesucristo se cruza en la vida de muchas personas, a quienes no interesa. Un pequeño
esfuerzo habría cambiado sus vidas, habrían encontrado al Rey del Gozo y de la Paz. Esto requiere la
buena voluntad de buscarle, de movernos, de preguntar sin desanimarnos, como los Magos, de salir
de nuestra poltronería, de nuestra rutina, de apreciar el inmenso valor de encontrar a Cristo. Si no le
encontramos, no hemos encontrado nada en la vida, porque sólo Él es el Salvador: encontrar a Jesús
es encontrar el Camino que nos lleva a conocer la Verdad que nos da la Vida. Y, sin Él, nada de nada
vale la pena.
________________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de Dos Filos
Adorar a Jesús
«Adorarás al Señor tu Dios, y sólo a él rendirás culto» (Mt 4, 10).
Eso dice Jesús.
Eso es lo que merece Jesús.
Adorar a Jesús es adorar su pequeño cuerpo, sus pequeñas manos, sus pequeños pies, su
cuerpo entero, desde que era un bebé.
Adorar a Jesús es reconocerlo como Dios, y profesar al mundo que Él es el Hijo de Dios.
Adorar a Jesús es postrarse a sus pies con reverencia, doblar las rodillas con humildad,
proclamándolo Rey del universo, Rey de la humanidad.
Adorar a Jesús es decirle que lo amas, y entregarle tu corazón, para que sólo a Él pertenezcas.
Adorar a Jesús es entregarle tus tesoros, para que los haga suyos, para que lo honres con tu
virtud y tu vida.
Adorar a Jesús es alabar y bendecir a Dios en todo momento y en todo lugar.
Adorar a Jesús es ofrecerse a su servicio, poniendo tu fe en obras.
48
Epifanía del Señor
Adorar a Jesús es venerar su santísimo Nombre; es amarlo con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente, por sobre todas las cosas.
Adorar a Jesús es adorar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Adorar a Jesús es aceptar su divinidad como el único Dios vivo, como el único Dios
verdadero, como el único Dios omnipresente, como el único Dios omnipotente, como el único Dios
omnisciente.
Adorar a Jesús es dejarse amar por Él.
Adorar a Jesús es ir desde tierras lejanas, siguiendo la estrella, hasta llegar al portal de Belén,
y descubrir la grandeza de Dios en un pequeño niño que acababa de nacer.
Adorar a Jesús es tener la certeza de que Él es el único Hijo de Dios, porque está escrito que
sólo a Dios adorarás y darás culto.
Adorar a Jesús es alabarlo con tu vida todo el tiempo, en todo momento y en todo lugar.
Adorar a Jesús es seguirlo, transformar tu camino en su camino, transformar tu voluntad en la
suya, llevándole el oro de tu pobreza, el incienso de tu castidad y la mirra de tu obediencia.
Y tú, sacerdote, ¿adoras a Jesús? ¿Adoras su cuerpo y su sangre en cada Eucaristía? ¿O
consagras sin fe?
Y tú, sacerdote, ¿te dejas guiar por la estrella del brillo de la luz de Jesús?
Y tú, sacerdote, ¿te dejas amar por él? ¿Y correspondes a ese amor con la fidelidad de tu
amistad y con la pureza de intención de tu corazón?
Y tú, sacerdote, ¿reconoces al Cristo que es al único Dios que hay que adorar?
¡Cuidado!, sólo a Dios hay que adorar. No adores a los ídolos del mundo que te prometen
libertad, pero que te encadenan; que te prometen revelarte la verdad con la mentira; que te prometen
iluminar tu alma, dándote obscuridad.
Abre tus ojos sacerdote y mira al único que debes adorar.
Está en el pesebre, está en la cruz, está resucitado y vivo. Su nombre es Jesús.
Compórtate, sacerdote, y no tientes al Señor tu Dios, porque el Espíritu del Señor está sobre
Él, y lo ha ungido para llevar la buena nueva al mundo, y anunciarla entre los hombres. Él te ha
escogido a ti para que lo honres, llevándole al pueblo su salvación, y eso se ha cumplido, para que tú
sacerdote des testimonio de Él.
Adorar a Jesús es creer firmemente que está aquí, que te ve, que te escucha, que se entrega a
ti en la Eucaristía.
Adorar a Jesús es comulgar con un corazón limpio, sin mancha ni pecado, como Él se entrega
a ti, para ser una sola cosa.
Adorar a Jesús es adorar la sagrada Eucaristía, administrar la gracia a tantas almas que
dependen de ti.
Adorar a Jesús es entregarte con Él cuando transformas el pan en su carne, y el vino en su
sangre, con el poder que Dios te da.
49
Epifanía del Señor
Adorar a Jesús es elevar su cuerpo y su sangre, exponiendo al mundo su divinidad y su
humanidad.
Adorar a Jesús es abrazarlo con tu mirada, contemplándolo en el altar, cuando se encuentra
entre tus manos.
Adorar a Jesús es ponerte de rodillas y decirle: “te amo”.
Sacerdote, si verdaderamente amas a tu Señor, adora a su Hijo, adóralo en su Cuerpo y en su
Sangre, respetando y venerando tu propio cuerpo y tu propia sangre, manteniéndote sin mancha ni
pecado, porque ese a quien adoras vive en ti. No idolatres tu cuerpo, sacerdote. En cambio, adora a
Cristo que vive en ti.
Eres tú sacerdote hostia viva, pan bajado del cielo, Eucaristía, unido en el único eterno
sacrificio de Cristo, que los hacen una sola cosa.
Adora a Cristo en el pesebre, en el altar, en la cruz y en el sepulcro. Date cuenta, sacerdote:
ahí es donde debes estar tú, entregando, amando, venerando y adorando al único Hijo de Dios, a
quien le diste tu vida, entregando tus tesoros, para que Él los convierta en oro, incienso y mirra, para
ser en ti, y a través de ti, epifanía.
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