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MEMORIAS DE CENTENARIO
Relatos escritos desde la comunidad
Abel Cortez Ahumada (Coordinador y Editor)
Junta de Vecinos Centenario
Gobierno Regional de Valparaíso
FNDR del 6% de Cultura
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MEMORIAS DE CENTENARIO
Relatos escritos desde la comunidad
Abel Cortez Ahumada (Coordinador y Editor)
abelcortez77@yahoo.com
RPI: 2022-A-2048
ISBN 978-956-410-245-0
Proyecto financiado por el FNDR del 6% de Cultura,
Concurso 2021, Gobierno Regional de Valparaíso.
Los Andes, diciembre 2021.
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MEMORIAS DE CENTENARIO
Relatos escritos desde la comunidad
Abel Cortez Ahumada
(Coordinador y Editor)
Colaboración y relatos
Francisco León Díaz; Juan Antonio Villarroel García;
José Luis Villarroel García; José Miguel Rives;
Luis Montenegro Montoya; Aníbal López Saavedra;
Evelyn Covarrubias Vera; Sonia Heine Clarke; Augusto Núñez;
Constanza Irarrázabal; Desiree Araya Urtubia; Raúl Agüero
Ayala; Consuelo Turner Astudillo; Fermín Zamorano Carlini;
Edward Turner Araneda; Ramón Cortez Ahumada;
Cristian Valencia; Nelson Aros; Javier Aravena Valle;
César González Araya; Rosa Araya Pulgar; Silvia Páez Henríquez;
Jorge Delgado; Mauricio Segovia; Diego Guerra; Eugenio Astudillo;
Valentina Gutiérrez Manríquez; Guillermo Lorié Donoso;
Nayareth Ibarra Salinas; Carmen Martínez Celedón;
Juan Ramón Cortez Báez; Gema Avendaño; Fernanda Araya;
Carlos Córdova Galaz; María Eugenia Quezada; Diego Araujo
Pérez; Cristián Pérez Ibaceta; Francesca Barnett Herrera;
Ivette Muñoz Salinas; Javiera Contreras Oyarce; Jorge Cancino;
Danilo Herrera; Juliet Turner Araneda; Karina Alfandi;
María José Aravena; David Moreno; Luis Moreno Meneses;
Cristopher Muñoz; Carmen Ramos Beiza.
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INDICE
Memorias de Centenario. Una invitación para (re)construir un relato
comunitario.
p. 11
RELATOS DE FAMILIA Y COMUNIDAD
p. 23
Las familias Clarke y Casarino. Unos de los primeros en llegar al
barrio, Francisco León Díaz.
p. 25
La familia Villarroel y sus cuatro generaciones en el barrio, Juan
Antonio y José Luis Villarroel García.
p. 29
Los emblemáticos locales comerciales de la familia Rojas y Rives, José
Miguel Rives.
p. 34
Los históricos Montenegro del barrio, Luis Montenegro M.
p. 38
Yo viví en Centenario, Aníbal López Saavedra.
p. 41
Los abuelos de Arturo Prat 342, Evelyn Covarrubias Vera.
p. 43
RELATOS DE INFANCIA Y JUVENTUD
p. 47
Parte de mi infancia en Centenario, Sonia Heine Clarke.
p. 49
Caminando por la infancia, entre pichangas, ramadas y la plaza,
Valentina Gutiérrez Manríquez.
p. 52
Temporada de frutillas. A cosechar, Augusto Núñez.
p. 56
Las tristezas y alegría de un niño, Constanza Irarrázabal.
p. 58
Osos polares y comparsas comercialinas por el barrio, Augusto
Núñez.
p. 62
De calles, moros y pasteles, Desiree Araya Urtubia.
p. 66
Juegos y amigos en calle Uruguay, Raúl Agüero Ayala.
p. 68
Salidas y mirador de atardeceres en una casa especial, Consuelo Elita
Turner Astudillo.
p. 74
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Mi Padrino, el Auriga número Siete, Fermín Zamorano Carlini. p. 77
De niño por las calles Brasil, Perú y Bolivia, Edward Turner A. p. 82
Fútbol en la calle Chacay, Ramón Cortez Ahumada.
p. 84
Memorias de botones y palancas, Cristian G. Valencia.
p. 87
Grupo Ron Pon. Centenario en la Historia del Rap Andino, Nelson
Aros.
p. 90
Una infancia feliz en Centenario, Javier Aravena Valle.
p. 94
RELATOS DE CALLES Y LUGARES
p. 99
Caminando por el barrio en los años 50, César González A.
p. 101
El Centenario de antaño, Rosa Araya Pulgar.
p. 107
El Pozo Carreño, Silvia Páez Henríquez.
p. 109
Locales comerciales y otros recintos del Centenario de ayer, Jorge
Delgado.
p. 111
Recorriendo algunos lugares y personajes del viejo barrio, Silvia Páez
Henríquez.
p. 115
República Argentina 232, ida y vuelta, Evelyn Covarrubias V.
p. 119
La Plaza de Centenario y los recuerdos de adolescencia, Mauricio
Segovia.
p. 123
La Plaza Fátima y el recorrido por las calles, Diego Guerra.
RELATOS
DE
ACTIVIDADES
INSTITUCIONES LOCALES
SOCIALES
p. 126
E
p. 129
Iglesia “Nuestra Señora del Rosario de Fátima”, Jorge Delgado. p. 131
Sueños musicales de Escuela, Eugenio Astudillo.
p. 137
Festividades y organizaciones en Centenario, Valentina Gutiérrez
Manríquez.
p. 141
8
Disfrutando en el barrio de mis abuelos, Guillermo Lorié D.
p. 144
Vida social en el Barrio Centenario, Nayareth Ibarra Salinas.
p. 149
La Reina de Centenario, Carmen Martínez Celedón.
p. 152
La Flor de Centenario. Bailes, parrones y lluvia. Silvia Páez H. p. 154
Los campeonatos de baby en el Fortín Centenario, Juan Ramón Cortez
Báez.
p. 156
Una Revista de Gimnasia en el Estadio, Gema Avendaño.
p. 159
La comunidad y su entorno en los años 60, Fernanda Araya.
p. 162
Una juventud en torno a la Plaza, Carlos Córdova Galaz.
p. 165
Conversando con el profe Aníbal, María Eugenia Quezada.
p. 167
Una ciudad silenciada. Las peñas en la Iglesia Fátima de Centenario,
Diego Araujo Pérez y Cristián Pérez Ibaceta.
p. 170
Un barrio hablante y saludante, Francesca Barnett Herrera.
p. 175
Recuerdo de un 27 de febrero de 2010, Ivette Muñoz Salinas.
p. 177
La reina y el rey feo en el Club de Adulto Mayor, Javiera Contreras
Oyarce.
p. 179
RELATOS DE VECINOS Y PERSONAJES
p. 181
Mi tío Humberto Casarino, Sonia Heine Clarke.
p. 183
El cuadrilátero de Centenario. La liga de box en el Valle de
Aconcagua, Jorge Cancino y Danilo Herrera.
p. 185
Un Gringo en el Barrio, Juliet Turner Araneda.
p. 191
El Tío Olivio. El primer micrero del barrio, Eugenio Astudillo. p. 196
Vendedores, arregladores y caminantes, César González A.
p. 200
La Señora Alicia, la modista de calle Perú, Gema Avendaño.
p. 203
El lechero y sus “secretarios”, Karina Alfandi.
p. 206
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Víctor Granadino Yáñez, profesor y bombero del barrio, Eugenio
Astudillo.
p. 209
Fresia De la Cruz, histórica dirigente de la Junta de Vecinos, María
José Aravena.
p. 212
Don Juan Tamaya, “El Mecenas del Pan Amasado”, Ramón Cortez
Ahumada.
p. 214
Angélica dejó sus pies en las calles de Centenario, Constanza
Irarrázabal.
p. 217
Eduvina Guerrero y su ranchito, Ivette Muñoz Salinas.
p. 220
Marcio y Martín, David Moreno.
p. 223
El Cirilo y los niños de Centenario, Luis Moreno Meneses.
p. 227
El Loco Mezclilla, Cristopher Muñoz.
p. 229
Marcial de Centenario, Carmen Ramos Beiza.
p. 232
“Una Triste Historia”. El rap del Loco Mezclilla, Nelson Aros. p. 234
Plano de calles de Centenario
p. 239
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Memorias de Centenario. Una invitación para
(re)construir un relato comunitario.
Los barrios, las comunidades, los grupos, poseen un relato
sobre sí mismos que constituye su identidad colectiva. Tienen una
forma de narrarse a sí mismos y presentarse a los otros, una
representación sobre quiénes son y cómo han sido. No es un relato
homogéneo, claro, consistente, pero sí una amalgama convergente de
imágenes, ideas y sentidos que estructuran un “nosotros” conformado
en el devenir histórico.
El contenido y la forma de ese relato colectivo se concretiza
en las diversas memorias que conforman sus representaciones
sociales y comunitarias. La comunidad afirma su identidad en base a
un relato asentado en una memoria colectiva que busca representar
y graficar hitos significativos de esa historia vivida y compartida. La
comunidad va coleccionando distintos relatos e imágenes que trae al
presente a partir de lo que ha experimentado en su trayectoria.
La memoria implica la representación de uno y varios pasados
a partir de las subjetividades que lo evocan. No refleja fielmente cada
detalle o cada acción de aquel pasado al que refiere. Es un recuerdo
con sentido, intencionado, reconstruido desde el presente. Lo que no
quiere decir que la memoria sea mera invención. Es más bien un trazo
subjetivo y social anclado en la experiencia colectiva, concreta e
histórica que se evoca desde particulares condiciones personales,
sociales, culturales y contextuales.
La memoria es un terreno complejo, voluble, no demarcado,
pero que nos permite reconocer una referencia interpretada de la vida
concreta sobre el pasado, porque no obstante ser una memoria
jalonada por la emotividad construida y constituyente, se afinca en
eventos que efectivamente acaecieron en la vida social y cotidiana.
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Los que recuerdan no lo hacen evocando una experiencia
únicamente individual. La experiencia personal en el mundo social es
siempre colectiva porque entrelaza materialidades, contextos,
procesos, historias personales, familiares, sociales, en que nos vemos
inmersos y contenidos. Por ello que es posible reconstruir la historia
de un barrio a partir de la memoria social y colectiva, de aquellos
recuerdos comunitarios que abren la puerta al pasado desde las
diversas experiencias y representaciones que los habitantes, sus
grupos y relaciones poseen sobre su devenir y habitar.
En Los Andes, un barrio antiguo contenía características
singulares que hacían posible este ejercicio de memoria. Centenario
posee una historia que dio forma a una comunidad que desarrolló,
por varias décadas, una vida social y cultural con cierta autonomía
respecto de la ciudad central.
El barrio es el primer conjunto urbano formal que extendió la
ciudad más allá del damero fundacional, en este caso, hacia el sur. Se
denominó Población Centenario por iniciarse en el año 1910, cuando
Chile cumplía los primeros 100 años desde el inicio del proceso de
Independencia nacional. Surgió por la venta de un fundo
perteneciente a Ramón Bravo, que se dividió en lotes que fueron
vendidos a sectores de empleados y obreros que demandaban
viviendas durante la primera mitad del siglo XX. Los terrenos tenían
distintas dimensiones aunque con buenas extensiones. Con el
tiempo, por crecimiento de las familias, herencias compartidas y
compra-ventas de particiones y nuevos terrenos, los antiguos lotes se
fueron subdividiendo. De ser un caserío rural con viviendas en las
esquinas de las grandes manzanas en las primeras décadas, sin
pavimentación, ni alcantarillado, ni veredas, pasó a convertirse en un
sector urbano denso y plenamente integrado a la ciudad, con
construcciones en fachada continua, distintos estilos arquitectónicos
según las épocas de construcción, la gran mayoría en volúmenes de
un piso, adobe y tejas.
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Por la extensión de los primeros sitios, el barrio producía
productos de chacra, leche, frutales, venta de carbón, leña, alimentos
para animales, así como la existencia de una red de negocios y tiendas
que surtían tanto a Centenario como al resto de la ciudad. Productos
artesanales abastecían la demanda urbana de escobas, muebles,
frutos secos, etc. Tradicionales picadas criollas recibían a
parroquianos de toda la ciudad para degustación gastronómica,
diversión y baile. En este lugar se encuentran espacios emblemáticos
como la Plaza central, frente a la cual se encuentra la Parroquia de
Fátima, un Colegio y varios locales comerciales. En el barrio también
está el Liceo América, el Estadio y Gimnasio Centenario, y
antiguamente tenía una medialuna para toda la ciudad.
Después de 111 años de existencia, el crecimiento urbano de la
ciudad y los cambios nacionales y globales, están afectando la
imagen, la cultura y la sociabilidad del tradicional barrio. Las largas y
viejas fachadas continuas en adobe, cambian paulatinamente debido
a la migración de empresas, talleres y proyectos inmobiliarios de todo
tipo. A su vez, las tradiciones culturales y las memorias sociales sobre
la comunidad y su pasado tienden a fragmentarse, alejarse y
desaparecer, debido a los cambios sociales y la ausencia de diálogos
intergeneracionales entre los más viejos y los jóvenes, lo que se
agudiza porque el barrio se va envejeciendo y las personas mayores
están falleciendo o están vendiendo sus propiedades, migrando a
otros lugares. La memoria se diluye sin dejar registros ni traspasarlos
oralmente.
En ese marco surgió esta iniciativa, apuntando a generar un
proceso de activación de la memoria social de Centenario. El
problema central abordado fue el de una memoria colectiva que se
estaba diluyendo y haciendo difusa respecto de aquella identidad
colectiva que conformó su representación. Tradiciones culturales,
recuerdos sociales, relatos cotidianos, experiencias colectivas que van
perdiendo sus canales de trasmisión (adultos mayores contando y
enseñando a los nietos), así como porque los referentes de memoria
que lo hacían posible no están o se transforman (ya no quedan
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lecheros, no existe la medialuna, se han muerto personajes, no se
realizan fiestas sociales, se derrumban viejas casas, etc.).
Era necesario un esfuerzo para que las y los vecinos, adultos
mayores, pero también adultos y jóvenes, la comunidad en general,
pudieran activar esas memorias, narrarlas y registrarlas, y de ese
modo pudieran ser leídas y contadas a los familiares, amigos y
habitantes en general, asegurando su transmisión futura.
La intención no era elaborar un libro de historia desde el
saber experto, sino que los propios sujetos que fueron parte de
experiencias sociales en el barrio pudiesen entregarnos perspectivas
personales en forma de relatos escritos. De esta forma, como
producto central, concebimos un texto construido colectivamente
que sirviera de soporte de un registro plural de voces de la
comunidad, compilando relatos de diversos habitantes, pero también
de cualquier persona que quisiera dejar registro sobre el barrio.
Desde esa perspectiva, no apuntamos a la gran historia de la
comunidad en general. Queríamos que las personas elaboraran un
relato de memoria sobre cualquier tema o experiencia que ellos
libremente decidieran contar. Buscamos estimular la memoria
personal sobre el barrio, es decir, individual pero colectiva y
socialmente situada que pudiera producir un texto que registrara esas
imágenes, experiencias y representaciones.
Fue una invitación amplia, a todos aquellos que quisieran
escribir, sin restricción alguna, ni de acceso, edad, formación
académica, calidad o temas. El único requisito fue que el relato
estuviera relacionado con alguna experiencia vivida en Centenario, es
decir, que no fuera ficción, y que se estructurara en formato narrativo.
La memoria no es una sofisticada construcción intelectual,
sino que es una capacidad fundante e inherente a la condición
humana y social, por lo que todos los recuerdos registrados debían
ser publicados. El proyecto buscaba reconocer así los esfuerzos de
memoria que efectuaron distintas personas para poder registrar de
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forma escrita esa experiencia recordada. Todo aquel que hizo el
esfuerzo por recordar y ponerlo en escrito, indistintamente de la
calidad, forma, contenido de la experiencia, de la articulación de su
relato, iba a ser publicado y así lo fue. Los 61 textos publicados fueron
los trabajos que nos llegaron.
El hecho de que todos los relatos sean partícipes de este libro
compilatorio, está en relación con la activación, registro y difusión de
una memoria colectiva, desde 61 relatos personales pero que al mismo
tiempo refieren a una comunidad. Un relato que va más allá de
quienes los escriben, ya que amalgama experiencias, historias, grupos
y lugares. No recuerdan a partir de un solo espacio, una sola familia
o una sola época. Los que recuerdan convocan en sus trazos de
memoria a distintas esferas de interacción social, distintos lugares y
distintos momentos. La misma persona que recuerda su infancia en
la escuela, recuerda su familia, evoca amigos y vecinos, recorre juegos
de calle, se recuerda dejando el hogar, para volver a describir una
antigua actividad social en la plaza. No se fija en un punto, sino que
se mueve por distintas hebras, mapas y relaciones. Observa el paso
del tiempo personal y barrial, hace recuerdos de pequeño y de grande,
nos convoca en distintos momentos y situaciones. Este ejercicio de
memoria se hizo plural y significativo, porque conllevó que los sujetos
reflexionaran y evocaran emotiva y racionalmente, que se pensaran a
sí mismos en su devenir personal y social, históricamente articulado.
En estos relatos es posible interpretar una narración sobre la
identidad colectiva. La memoria personal socialmente estimulada
tiende a hablar sobre el espacio de la comunidad. Una deriva que no
es puramente individual, si no que tiende a la búsqueda de una
experiencia que se hace colectiva, que recoge a otros seres humanos,
que conecta con un lugar social. La memoria tiende a expresar un
marco social, una experiencia que se imbrica a la sociedad de la cual
hace parte. Siempre está hablando de experiencias marcantes y
significativas emotiva y socialmente, a partir de la relación que
establece el sujeto con otros que hacen que esa experiencia sea
memorable. Ya sea en los juegos infantiles, en las actividades
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comunitarias, en las relaciones familiares, en las percepciones
personales, se describe una malla de relaciones entre generaciones,
grupos y vínculos sociales, espaciales, colectivos. En ese sentido los
relatos que se pueden leer acá se desenvuelven, en su mayor parte, en
el espacio público, donde se crean y estructuran los vínculos y las
acciones sociales que conformaron la historia y la identidad
comunitarias. Los relatos describen los amigos en la calle, a los
familiares en comedores y patios, los vecinos en la plaza, las puntos
de encuentro en negocios, recintos deportivos y sedes sociales. Es una
memoria que habla de la comunidad desde el barrio y su habitar
colectivo.
Aunque el conjunto de escritos aborda toda la historia barrial,
desde 1910 hasta la actualidad, la mayor parte de ellos se concentran
entre las décadas de 1950 y 1980, es decir, hacen referencia a
experiencias vividas o recogidas por personas que experimentaron
personalmente lo que relatan o lo recuerdan en base al registro de
testimonios directos de sus protagonistas.
El trabajo desarrollado por el proyecto “Memorias de
Centenario”, por tanto, apuntó a desplegar un ejercicio colectivo de
activación de la memoria comunitaria desde los propios habitantes.
No fue una acción de memoria socialmente espontáneo. Fue a partir
del proyecto liderado por la Junta de Vecinos, como primera
organización territorial del barrio, y el profesional encargado, que se
convocó a las y los vecinos a recordar y registrar esos recuerdos. Era
una activación sociocomunitaria para que se sintieran interpelados,
convocados, incitados, seducidos, para narrar recuerdos que se
plasmaran y fijaran en un texto. Las acciones planteadas por el
proyecto se estructuraban a partir de a) Talleres de Memoria para
estimular el recuerdo personal, la conversación social y la reflexión
colectiva, b) Encuentros de historia de la comunidad, que
permitieran que las y los vecinos complementaran información social
e histórica a partir de una rememoración colectiva y participativa, y
c) la actividad central del proyecto, un proceso de registro y
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recopilación de relatos escritos por los vecinos y vecinas del barrio,
para lo cual debíamos incitar y estimular su elaboración.
El proyecto fue una idea original del encargado del proyecto,
siendo gestionado institucionalmente por la Junta de Vecinos
Centenario y financiado por el Gobierno Regional de Valparaíso,
siendo adjudicado a fines de 2019, debiendo comenzar su ejecución
en marzo de 2020. Sin embargo, debido al contexto de pandemia del
Covid 19 que se desencadenó en Chile ese mes, los recursos no fueron
transferidos. El proyecto se reactivó recién a fines de agosto de este
año 2021.
En ese marco, los Talleres de Memoria y los Encuentros de
Historia de la Comunidad a ejecutarse en el segundo semestre del
2021, por las restricciones a las actividades presenciales, cambiaron su
soporte para convertirse en un Programa Radial denominado
“Memorias de Centenario”, conducido por el historiador a cargo del
proyecto y emitido por la Radio Fátima, emisora del barrio. El
programa estaba inicialmente diseñado para 6 capítulos, pero
terminó extendiéndose, por solicitud de la audiencia, a 3 meses,
siendo emitido los sábados entre las 11 y 13 hrs. Se leyeron algunos de
los relatos que ya habían llegado, se comentaron noticias sobre el
pasado del barrio y al mismo tiempo se hacían análisis sobre ellos. En
el mismo programa se estimulaba a la comunidad a que enviaran
relatos escritos, cuestión que efectivamente sucedió.
Antes de ello, desde enero del año 2020, con la certidumbre
de que el proyecto estaba adjudicado, se realizó una convocatoria
masiva para promover el proyecto. Como ya dijimos, la pandemia
pospuso el inicio del proyecto. Sin embargo, la convocatoria estaba
lanzada, y pensando que se reactivaría el proyecto el año pasado,
realizamos en total cuatro llamados públicos para recibir relatos, por
distintos medios de comunicación como diarios, radios, televisión,
redes sociales, mails y afiches, para que todos pudiesen sentirse
convocados. Se señalaba expresamente que no era un concurso de
relatos, sino que todos los relatos que llegaran serían publicados en
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el libro compilatorio. Desde inicios del año 2020 comenzaron a llegar
los relatos.
Junto a ello, con la idea de que algunos informantes claves
vinculados al Club de Adulto Mayor Barrio Centenario pudieran
registrar sus memorias, pero que no se sentían con las capacidades
para realizar un escrito, nos apoyamos en un grupo de estudiantes del
Taller de Investigación Social II, Enfoque Cualitativo, que impartimos
en la Carrera de Trabajo Social, Sede San Felipe, de la Universidad
Aconcagua para que las alumnas, como ejercicio práctico, los
entrevistaran y a partir de esa información escribieran relatos.
En total, recabamos 61 relatos, cantidad importante para un
barrio de una pequeña ciudad de provincia. Todos ellos forman parte
de este libro. Relatos realizados y elaborados por las propias personas,
escritos en teclados y enviados por mail, o de puño y letra, ya que
recibimos algunos manuscritos escaneados, fotografiados o en papel
(posibilidad que abrimos tanto en la convocatoria masiva como en los
programas de radio).
A medida que los relatos llegaban, comenzamos a desarrollar
una estrategia de recopilación e identificación. Luego de ello,
realizamos una lectura detallada del relato. Posteriormente,
elaboramos y enviamos una serie de preguntas a sus autores, con el
objetivo que profundizaran en detalles y tópicos de las distintas
actividades y experiencias reseñadas. Se les indicaba que las
integraran al texto en los lugares pertinentes. Muchos respondieron
estas preguntas, ya sea integrándolas en el texto o enviándolas como
respuestas separadas. De otros no conseguimos información
complementaria o derechamente expresaron que querían dejarlo en
la versión original.
Una vez terminada la recepción, compilamos todos los relatos
y se realizó un trabajo de edición general y particular de cada uno.
Todos ellos recibieron una edición de forma, pero no de contenidos
(se hizo corrección de algunos datos cuando había certeza meridiana
sobre algún error, lo que sucedió en casos puntuales). Como este fue
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un ejercicio de memoria personal, que reconstruye desde el presente
con un interés colectivo, pero también con una perspectiva
intencionada, no hicimos edición de las narraciones, ya que
depositamos la confianza en que las experiencias relatadas eran
verídicas y los autores se hacían responsables de sus contenidos. En
tanto convocatoria abierta sin restricción ni selección, la calidad
literaria de los textos era muy disímil. La calidad y forma osciló entre
aquellos que estaban más trabajados y mejor escritos hasta otros que
eran sólo comentarios y transcripciones sueltas. Respetando el
contenido y la memoria que se quería registrar, realizamos una
edición de forma, ortográfica y gramatical, de continuidad y sentido,
para hacer legible el relato. Creemos que en general el esfuerzo
cumple, aunque sin duda algunos textos se leen mejor que otros,
según las posibilidades que otorgaba el escrito original.
Una vez editados los relatos, los agrupamos en cinco
capítulos que dieran cierta coherencia al libro y que hicieran
comprensible su lectura. Podrían haber sido muchas otras
posibilidades de agrupación de los textos, pero decidimos una
genérica basada en las temáticas abordadas. Abre un capítulo sobre
relatos de familia y comunidad, que habla de miembros de una familia,
pero que incluye a los vecinos y a algunas prácticas sociales. Un
segundo capítulo aborda los relatos de infancia y juventud desde los
cuales se evocan juegos, anécdotas, experiencias vividas por algunos
habitantes cuando eran niños o adolescentes. Un tercer capítulo
contiene los relatos de calles y lugares en los cuales se describen la
forma antigua de calles, negocios y espacios emblemáticos. Un cuarto
capítulo agrupa los relatos sobre actividades sociales e instituciones
locales que registran los recuerdos sobre las fiestas de la primavera,
bailes, acciones colectivas e instituciones importantes de la
comunidad. El libro cierra con un capítulo denominado relatos sobre
vecinos y personajes en que se realizan semblanzas sobre líderes
sociales, pero también vecinos comunes y personajes que
deambulaban por el barrio.
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Como observarán en los relatos, así como la memoria es
heterogénea y compleja, los textos no solamente incluyen
información sobre algún foco en particular, sino que al tiempo que
recuerdan una acción incluyen información de otros aspectos
sociales. Por ejemplo, cuando relatan aspectos de un negocio familiar
incluyen a su vez referencias paralelas a una actividad social o a un
vecino emblemático. Aprovecharon así de dejar registros de acciones
y lugares que consideraban importantes, más allá de las digresiones
que implicaban para el texto.
Se comprende desde ahí que haya información sobre algunos
tópicos que tienden a surgir en varios relatos, dada la significación
que tuvieron para ellos y el barrio. Es el caso de las actividades
sociales y los bailes de la plaza y la fiesta de la primavera o algunos
locales comerciales y personajes emblemáticos. Aunque a ratos
tiende a sobrecargarse cierta información, no los recortamos y
preferimos dejarlos, tanto por respetar la intención y contenido del
texto, como porque la información aparentemente repetitiva, leída
detalladamente termina complementándose. En algunos casos, la
información da la impresión de volverse confusa, al registrarse
distintas versiones, por ejemplo, de los días en que se realizaban los
bailes en la plaza, algunos dicen el sábado, otros solo el domingo,
algunos señalan miércoles y domingo, otros sábado y domingo.
Problema que puede ser identificado como una confusión por la
distancia temporal, pero que también es posible de leer como
expresión de los cambios de días en distintas versiones de dichos
bailes. Por lo mismo, mantuvimos la información que las personas
nos entregaban, aunque fuera aparentemente contradictoria.
En ese sentido este no es un libro de historiografía. No es la
historia del barrio. Por eso se titula “Memorias de Centenario”, es una
invitación a leer y recordar desde un registro plural de memorias
colectivas. Memorias que es imposible que registren todo. Mucha
gente y muchas historias no fueron recogidas en estos relatos.
Cualquier persona podía enviar relatos, ya que fue una convocatoria
abierta, pero no todos asumieron el desafío. Sin embargo, estos 61
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relatos nos dan una imagen integral, compleja y rica de Centenario y
que si son leídas detalladamente, de forma cruzada y complementaria
permiten construir una imagen significativa de la historia que estas
memorias grafican, así como de la identidad colectiva del barrio.
Este ejercicio de memoria propuesto, creemos que nos
entrega un producto cultural que permite efectivamente registrar las
memorias personales inscritas en el marco de una historia y
experiencia que siempre es colectiva. Relatos propios, escritos por
ciudadanos de a pie, desde sus propias y plurales perspectivas, de
unos recuerdos que buscan narrar a ellos, los suyos y la comunidad.
Relatos que, desde esa escala micro, grafican trazos de la propia
identidad barrial. Subjetividades que recuerdan y que a partir de ese
recordar personal, colectivamente situado, a partir de estas decenas
de fragmentos, invitan a conocer, retejer y reconstruir a la comunidad
de la que forman y formaron parte.
Dr. Abel Cortez Ahumada
Diciembre 2021, un casi estío acalorante y
líquido de la comarca pandemizada
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Relatos de Familia y
Comunidad
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Las familias Clarke y Casarino
Unos de los primeros en llegar al barrio
Francisco León Díaz
Centenario partió como un loteo del fundo de Ramón Bravo.
El proyecto fue gestionado por un comerciante español avecindado
en Los Andes, Valentín Pardo Capellán, quien era el encargado de
vender los lotes a los interesados en construir sus viviendas en el
nuevo barrio. Una de las primeras casas construida fue la de don
Guillermo Clarke, a quien le decían “Gringo Clarke”.
El “Gringo” era conocido por su estatura, en las fotos
familiares sobrepasa por más de una cabeza a todos, parecía un mástil
al lado de la familia. Llegó a vivir a una casa del centro de la ciudad,
vivienda que había sido de don Emanuel Casarino Cabiglia, padre de
doña Angelina Casarino, con quien Guillermo se casó.
En esa época, Guillermo Clarke trabajaba en la empresa West
Coast, cuyo nombre se debía al hecho que gestionaba el cable
internacional de telégrafo que permitía las comunicaciones a larga
distancia. Clarke era el administrador de la estación de cable local,
labor que le dio una buena situación económica. En base a eso es que
se interesó en comprar un sitio en la naciente población, sobre todo
en la posibilidad de adquirir un sitio amplio, cerca de los treinta
metros de frente por media cuadra de fondo, y así construir una casa
tipo quinta, que era como vivir en el campo pero a tres o cuatro
cuadras del centro de la ciudad. El nuevo barrio tenía anchas calles,
siguiendo las dimensiones viales del damero central. Como Guillermo
fue uno de los primeros compradores, eligió un sitio frente a lo que
iba a ser la plaza.
El
autor agradece la colaboración e información del matrimonio de Ilse Miriam
Heine y José Rives.
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Una vez construida la casona y debido a los contactos del
“Gringo Clarke”, se dice que tenía amigos importantes, con quienes
hacían entretenidas tertulias en Centenario, acogedoras veladas
amenizadas por el piano que tocaba doña Angelina Casarino, quien
llegó a ser ejecutante del piano del cine mudo en el Teatro de la
Bomba Andes. En la familia se ha contado, aunque no hay fotos o
cartas sobre ello, de que en esas reuniones habrían participado Pedro
Aguirre Cerda, antes de ser Presidente de la República, y Gabriela
Mistral.
Al tiempo después, por asuntos de trabajo, Guillermo Clarke
tuvo que trasladarse al norte, a los minerales del salitre, junto a su
esposa. Como tenía hijos muy pequeños, decidieron dejarlos al
cuidado de su cuñado, Humberto Casarino, quien estaba casado con
Rosa Maureira, una distinguida andina de garbo señorial, muy
preocupada de la casa y de las visitas. Los niños de Guillermo Clarke
se criaron en esa casa, cuestión por la cual, según cuenta el
matrimonio Heine Rives, por agradecimiento, el “Gringo” le traspasó
la casa a Humberto.
Humberto provenía de una familia que se había destacado en
la ciudad. Su hermano había sido pionero de la aviación, Amadeo
Casarino, y su otro hermano fue de los primeros médicos
especializados en radiología, Atilio Casarino. A su vez, Humberto fue
un connotado vecino de Centenario, llegando a ser regidor de Los
Andes (lo que ahora es un concejal), cargo de elección popular que
ocupó por varios periodos.
Como Humberto era práctico agrícola, estableció en unos
sitios que tenía al sur de Centenario, más allá de la calle Arturo Prat,
una lechería donde producía leche, mantequilla, queso, manjar y
dulce de leche, que vendía en su casa a los vecinos y a los lecheros en
los establos. Era una de las primeras instalaciones de lechería cerca
de la ciudad, trabajándola de forma muy artesanal. Se sacaba la leche
a mano, técnica que había que aprender, ya que debía tirarse firme
pero calculadamente para sacar un balde de leche. En esa época, los
nietos y sobrinos que se quedaban en aquella gran casa, debían
26
“ganarse” el desayuno, por lo que el tío abuelo a veces los llevaba a
sacar la leche en el tílburi, carro tirado por caballos con un techito
para la sombra y unos asientos tapizados para mayor comodidad de
los pasajeros. Partían tempranísimo, a las seis y media de la mañana.
Cada niño tenía que sacar más de dos litros de leche para ganarse su
jarro de leche al desayuno. Humberto iba todos los días a buscar los
diversos productos y la leche en grandes recipientes de aluminio.
Debido a sus éxitos económicos, Humberto fue adquiriendo
varias propiedades y ganó fama de filantrópico vecino. Junto con
colaborar en diversas actividades, donó parte del terreno donde se
levantó la sede del Centro Pro Adelanto de Centenario, pionera
organización vecinal local. En ese local los vecinos se reunían,
planificaban obras de adelantos para la población, hacían asados
bailables, veladas artísticas, entre otras actividades.
La casa de Humberto Casarino, frente a la plaza, fue
adquiriendo gran importancia en la vida del barrio. Cuando la plaza
ya estaba arreglada, con pileta y escaños, y el barrio ya estaba más
consolidado, desde aquella casa se transmitía música desde un
tocadiscos antiguo, al que se le adosaba uno de los primeros equipos
de amplificación que existían en Los Andes, con unos parlantes
puestos en la plaza. Los sábados, desde las cuatro o cinco de la tarde,
la gente se reunía a bailar en la plaza, era todo un evento vecinal y
social. Carlos Heine era el icónico locutor oficial de la improvisada
radio que transmitía hacia la plaza, recibiendo los pedidos de saludos
para los novios, pololas y “señoritas de merecer”, como se decía a la
edad adolescente. Era una reunión social alegre, festiva, de sana
convivencia, en que la gente bailaba y se divertía.
En torno a esas actividades sociales, unas de las hijas del
“Gringo”, Raquel Clarke Casarino, conoció y luego se casó con un hijo
de un inmigrante alemán, Carlos Heine Salinas. De esa unión nació
Sonia, Carlos, Valdemar e Ilse Heine Clarke.
Don Humberto Casarino falleció a inicios de la década de
1970. Fue muy sentida su partida por los vecinos. Él se había
convertido en un personaje muy estimado, porque nunca negó la
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ayuda que le solicitaban. Una hija de don Humberto se tituló de
Profesora normalista, y luego fundó un colegio en la casona,
llamándolo en su homenaje “Colegio Humberto Casarino”,
institución que cumplió cerca de cuarenta y siete años de
funcionamiento.
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La familia Villarroel y sus cuatro
generaciones en el barrio
Juan Antonio y José Luis Villarroel García
Nuestra familia es una de las más antiguas de Centenario y
todavía viven en el barrio. Esta historia parte con nuestro abuelo,
Santiago Villarroel Quiroga, nacido el año 1900 en Calle Larga, quien
se casó con María Pérez Carvallo, que nació en 1908. Luego de
contraer matrimonio llegaron a Centenario en 1924, adquiriendo una
propiedad en calle Brasil esquina Bolivia. Se la compraron al
mismísimo Valentín Pardo, encargado de la venta del loteo del barrio.
Los Villarroel Pérez formaron una familia de 14 hijos de los
cuales sobrevivió solo la mitad: María Mercedes, Juan Hernán
(nuestro padre, nacido 1 de marzo de 1927), Julio Henrique, Rosamel
Eugenio, Santiago Segundo, Celia Claudina y Roberto Williams. La
familia habitó durante toda la vida en la misma vivienda. A todos ellos
nuestra abuela los tuvo en la casa, así era antes. Ella trabajaba en las
labores diarias hasta el último día, dejando incluso hasta el almuerzo
hecho antes de parir a su hijo. La mayoría de las veces tuvo a sus hijos
sin asistencia, sola, ya que la partera no alcanzaba a llegar.
Era una época en que las calles eran de tierra y muy poco
transitadas, sin luz eléctrica y sin alcantarillado. Según relatos de
nuestro papá, que era de los hijos mayores, el barrio era muy
despoblado, eran muy pocas las familias que en ese entonces vivían
aquí. Se cuenta que había solo una familia por cuadra, por lo que las
posibilidades que tenían de jugar con otros niños eran escasas. En el
barrio las familias antiguas eran los Razetto de la calle Brasil (vivían
en frente a la casa de mis abuelos), los De La Cruz de la calle Bolivia,
los Lazo, Lozano y Pérez también por calle Brasil (entre Bolivia y
Perú), y los Murua de la calle Ecuador.
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Según sus relatos, la situación económica no era de las
mejores. Nuestro abuelo en esa primera época tenía un carretón de
tres caballos, como los que acarrean arena. Este carretón lo ocupaba
para hacer fletes, trasladando mercaderías desde la Estación del
ferrocarril hacia diferentes puntos de la ciudad. Pero a veces había
poco trabajo, afectando la situación familiar.
Nuestro padre tuvo que empezar a trabajar a muy temprana
edad, como a los 12 o 13 años. Inició como comerciante, comprando
huevos y gallinas en el campo, en el interior de la comuna de
Rinconada, para venderlos en diferentes sectores de Los Andes. Estos
trayectos los hacía a pie, con mucho sacrificio, y a veces debía faltar a
clases en la Escuela N° 1, que estaba acá mismo en Centenario.
El abuelo después del carretón se hizo camionero de oficio.
Luego de trabajar todo el día, llegaba en su camión y lo estacionaba
por la calle Bolivia. Era muy típico pasar por ahí y ver su camión
verde. El tío Julio Villarroel, en su adultez, le siguió los pasos al abuelo
y también tuvo su propio camión (nuestro tío en su juventud fue un
muy buen deportista, de lo mejor que se produjo en fútbol en el
Centenario de ese entonces, perteneciendo al club Trasandino de Los
Andes, como titular).
Juan Villarroel Pérez, nuestro padre, destacó en el ámbito
social en la década de 1950, participando en la Acción Católica
(movimiento juvenil religioso de la época) siendo su presidente por
más de 10 años. Ahí trabajó para la terminación de la Parroquia de
Fátima junto al conocido Padre Raúl García, su párroco. Debido a la
cercanía con el sacerdote, conoció a su sobrina, nuestra madre,
Raquel García, con quien contrajo matrimonio. Formaron la familia
Villarroel García, teniendo tres hijos: María Raquel y nosotros, Juan
Antonio y José Luis, la tercera generación en el barrio.
La mente vuela al pasado, recordándonos lo bonita que fue
nuestra infancia en Centenario, pese a haber perdido a edad muy
temprana a nuestra madre. Quedamos al cuidado de nuestro padre,
que siempre contó con el apoyo de nuestras tías Mercedes y Chela, y
nuestro Tío Julio, fuimos así muy cuidados y criados.
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Los tres estudiamos en el Colegio Santa Clara, que en cada
aniversario elegía una reina y en cuyo concurso nuestra hermana,
María Raquel, fue candidata y reina durante tres años. En esos
aniversarios participaba toda nuestra familia, vendiendo votos para la
candidatura de reina y mi madre y mi tía se esmeraban para
confeccionarle cada vez un vestido de reina más bonito.
En esa época nuestro padre, luego de su incursión juvenil en
la venta de huevos y gallinas, se dedicó a la cría de aves de corral,
formando un plantel de gallinas, para luego saltar a la cría de ganado
vacuno. Tenía animales en forma permanente en la casa y fue así
como partió en el negocio de la lechería, yéndole tan bien que pudo
emprender paralelamente con una tienda de zapatería que tuvo por
años en el centro de Los Andes. Aunque fue la venta de leche y quesos
la actividad que lo caracterizó siempre, ya que de madrugada, los 365
días del año, ordeñaba las vacas para vender la leche y quesos que él
y mi tía hacían. Tenía en la casa un establo por el portón que da hacia
la calle Bolivia, y hasta hoy hay gente que pasa a preguntar si se vende
leche.
Son gratos los recuerdos que tenemos de nuestra infancia en
tiempos de verano. Nos sentábamos con nuestros abuelos en la grada
de la puerta de entrada de la casa a contemplar a los que pasaban. El
abuelo con su sombrero, que sólo se sacaba para acostarse,
fumándose su cigarro habitual. La abuela conversando con las vecinas
que se acercaban a saludar, la tía acompañándoles y nosotros con mi
hermana jugando en la calle Brasil con otros chiquillos, vecinos de
nuestra edad. Nos divertíamos con cosas tan simples, jugando a la
pinta, a la quemada, a los países, al luche. También hacíamos
competencias con las bolitas y cristales, no faltando aquel que hacía
“marullo”, robándoselas y arrancando para no ser pillado. Y por la
calle Bolivia, que no estaba pavimentada, jugamos las mejores
pichangas de nuestra vida. En esos tiempos se jugaba en la calle, había
pocos autos, por tanto no se corrían grandes riesgos, había más
seguridad.
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Qué infancia aquella donde arrancábamos tomados de la
parte trasera de un coche Victoria, y alguien gritaba “huasca atrás” y
el cochero ante aquella alerta tiraba de su huasca hacia atrás, a ver si
nos alcanzaba y nosotros nos tirábamos abajo del coche sin antes
gritarle su sobrenombre, ¡¡¡Piojoooo!!!, con mucho respeto para él,
que ya descansa en paz. O cuando corría el agua por la calle Brasil y
hacíamos competencias con barquitos de papel para ver quién
ganaba. Nos daba la noche jugando en la calle hasta que salía nuestra
tía a gritarnos “pa´ adentro” y no nos quedaba más remedio que
entrarnos.
Cuánta emoción se sentía cuando veíamos pasar por la calle
Bolivia las tropillas de burros y mulas que primero tomaban agua en
el bebedero de Chacabuco para luego llegar con el carbón y la leña
que compraban las Huertas, en avenida Chile con Chacabuco. Nos
recordamos también cuando llegaba el circo que se instalaba en la
cancha de la feria, y luego pasaban las camionetas por las calles
haciendo propaganda a las funciones y ahí partíamos todos en familia
a la matinée o la vermouth.
Las anécdotas de José Luis, que escribe este texto, son dignas
de mencionar. Desde muy niño salía a vender a las vecinas del barrio
botones, hilos y cierres para generar su propio dinero. O sus andanzas
cuando salía a vender en su caballo pony la leche de vaca que sacaba
mi papá. Desde esa época tuvo la hebra comercial de nuestro padre.
Juan Antonio, que también escribe este relato, vivió otra
anécdota muy simpática. Una vez siendo muy niño, le regalaron junto
a nuestro abuelo un borrego que trajeron a la casa en el camión. Al
bajarlo se arrancó, debiendo salir todos a buscarlo, encontrándolo en
la Plaza de los Gorilas (que llamaban así porque los que se pasaban
de copas dormían la mona ahí).
Cómo no recordar cuando nos mandaban a comprar a los
negocios del barrio. Quién no conoció a la “Pochita” de avenida Chile,
a la “Mariquita” de calle Brasil, a “Cubillos” y sus tablillas de la calle
Perú, a Tacchini y el “después le traigo el envase” y no se lo llevábamos
nunca. Íbamos los sábados por la mañana a comprar el pan donde
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don Juan Tamaya en avenida Chile o donde los Olivares de Brasil.
Imborrable el recuerdo del querido “Loco de azul”, caminando bajo
el sol y la lluvia con sus perros, a los que alimentaba siempre primero
que él. Pasaba por nuestra casa golpeando y pidiendo sólo “té y pan”
en un “choquero” que cada cierto tiempo alguien le cambiaba.
Nuestro padre murió el día 14 de Julio 2019, viviendo
ininterrumpidamente sus 92 años en el mismo hogar donde fue traído
al mundo, en su querido barrio Centenario. Hoy en la casa a la que
llegaron a vivir nuestros abuelos, en la que nació nuestro padre y
nuestros tíos, vive una cuarta generación de Villarroel, los cinco hijos
de José Luis y Claudia. En esta casa ahora se sienten las voces y risas
de otros niños que llenan todos sus espacios. A ellos en unos años
más les corresponderá narrar sus propias memorias de este otro
Centenario.
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Los emblemáticos locales comerciales de la
familia Rojas y Rives
José Miguel Rives
Todo parte con mi bisabuelo, don Julio Ernesto Rojas
Guzmán, quien nació en el año 1885. Era de los alrededores de
Rancagua, y trabajaba en Correos, pero a caballo, recorriendo los
sectores rurales. A causa de estos desplazamientos que se realizaban
en los duros y mojados inviernos de esa época, contrajo una
enfermedad broncopulmonar que fue finalmente reconocida como
profesional, dándole por ello una pequeña jubilación. Es así como
llegó al valle de Aconcagua, a principios del siglo XX, buscando el
clima precordillerano, de aire más seco, para sanarse de su afección.
Se instaló primero cerca al Hospital de Putaendo y después en Los
Andes.
Con el finiquito que le pagaron en Correos, compró el sitio en
Centenario, hacia los primeros años de la década de 1910. De
inmediato comenzó a construir la casa con sus propias manos. Una
casa modesta, con una arquitectura que fue creciendo como un
bodegón y después sus divisiones, a la que muchos años después se le
incorporó el alcantarillado, cuando llegó como en los 50 al barrio.
Una vez vi colgado un cajón que tenía unos bordes son fondo,
preguntándole para qué era, mi bisabuelo me dijo que ese era el
molde con el que se habían hecho todos los adobes con el que
construyeron la casa. Quedé muy sorprendido. Tomaba el cajón en
mis manos e imaginaba que cincuenta años atrás habían construido
la casa, con los ladrillos salidos de él.
En su casa, Julio Rojas estableció un negocio de compra y
venta de material para reciclaje como fierros, vidrios, género y restos
El autor agradece la entrevista y transcripción realizada por Francisco León
Díaz, que hizo posible este texto.
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de huesos de las comidas de restaurantes, convirtiéndose en uno de
los primeros empresarios del rubro a nivel local. Compraba botellas y
vidrios quebrados de espejos y ventanas, separando el vidrio blanco,
que era mejor pagado, del de color. Esos productos se juntaban en
grandes cantidades para luego trasladarlos a los puntos de
procesamiento. Los fierros los venía a buscar un camión de Santiago.
Los desechos de género y de tiras de ropas se llevaban también a
Santiago a las fábricas de colchones que lo picaban y lo hacían como
un guaipe para rellenar los colchones. Para los huesos se fletaba un
camión, muchas veces el del “Gringo” Federico Heine Pötsner, el
alemán que vivía a la vuelta de la esquina. Se sacaban cerca de cinco
mil kilos de huesos, por lo que en algunas ocasiones se hacían
embarques contratando un carro del tren a donde llevaban en
carretela con caballos un poco más de veinte sacos a la estación, para
volver por otros veinte y así hasta llenar el carro. Los huesos los
llevaban a Quillota a una fábrica que elaboraba una cola carpintera,
como un acrílico café que se derretía, formándose un pegamento muy
bueno para los muebles.
Mi bisabuelo entregó la patente del local como en el año 1963.
Esto lo sé, porque alcancé a andar en la carretela con el caballo que
tenía al fondo del sitio. Ahí me fijé que la última patente, que era de
lata estampada, tenía el año 63. El abuelo ahí colgó las herramientas,
jubiló y se dedicó a vivir de su renta.
Del matrimonio de mis bisabuelos nacieron cinco hijos.
Cuatro emigraron a trabajar a otros rubros a Santiago. En Los Andes
se quedó su hija, mi abuela Eufrosina Rojas Fuentes, la conocida
“Pochita”.
Ella estableció como en el año 40 un negocio de carbón y leña.
Para abastecerse de esos productos, comerciaba con un grupo de
arrieros que vivían a altura del kilómetro 20 del Camino
Internacional, hacia el interior, en plena precordillera. Luego de
recorrer cerca de 25 kilómetros, los arrieros llegaban como a las seis
y media de la mañana conduciendo tropas de cerca veinte burros,
cada burro con dos sacos de carbón o de leña, que pesaban como
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cincuenta kilos cada uno, los traían sobre una especie de montura de
cuero con un pañete grueso pegado al cuerpo del animal para no
lastimarlos al ponerles el saco directo. Nosotros escuchábamos las
pezuñas en la vereda y nos despertábamos antes que sonara el reloj
para ir a la escuela, que poníamos a las siete.
Mi abuela les daba desayuno por cuenta de la casa. Después
los arrieros le pasaban la lista de la mercaderías que iban a comprar,
llevándose a la cordillera cajas grandes con mercadería con los burros
para arriba. Era un doble negocio para la “Pochita”, porque compraba
su mercadería a precio de comerciante y después les vendía su pedido
quincenal o mensual de mercadería a costo de cliente.
El de mi abuela era un negocio que aparentemente parecía
boliche, medio pobre, con una puerta chiquitita. Pero creo que se
movía más que un mini market actual, porque vendía de todo:
carbón, leña, parafina y abarrotes. Se vendían los quesos de higo, los
paraguas y unos dulces muy ricos, unos chupetes artesanales muy
conocidos, llamados “quemaditos”, anteriores a los loli pop y los
coyac. También vendía alimentos para aves como maíz, trigo,
curagüilla, semillas de cáñamo para los pajaritos chicos, ya que por la
extensión de los sitios se criaban muchas aves de corral en
Centenario. Hasta hoy muchos vecinos la recuerdan.
Mi abuelita Eufrosina se casó con José Rives, operario del
Ferrocarril Trasandino, de ahí nació mi papá, hijo único, Gil Rives
Rojas. Mi abuelo jubiló de ferrocarriles en el año 1964. La Pochita
terminó el negocio en el año 1986 más o menos, luego de más de 45
años de funcionamiento.
Mi papá se fue a Santiago a trabajar en el Servicio Nacional de
Salud, para luego volver a Los Andes a laburar en el Hospital San Juan
de Dios, junto a mi mamá. Después de jubilado, mi papá se estableció
en una propiedad que tenía el abuelo en la esquina de Av. Chile con
Venezuela, frente al Estadio Centenario. En ese lugar, mi papá y
nosotros, sus hijos, en el año 1981 pusimos una fuente de soda,
llamada “Shopería Estadio”, muy popular entre los aficionados al
fútbol amateur que se desarrollaba en el reducto deportivo.
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Decoramos el local muy bonito, al estilo de las fuentes de soda de
Santiago, instalando la cocina y la plancha atrás del mesón y, aunque
el local no era muy grande, se hizo una buena distribución del
espacio. En ese negocio se hacían unos completos y unos churrascos
muy ricos, a la plancha, como fue aprendiendo mi mamá al modelo
de lo que se hacía en Santiago. En los campeonatos de los barrios, el
mayor evento futbolístico de Aconcagua, mi papá donaba la copa, y
él y nosotros íbamos a entregar el trofeo al campeón, entre grandes
aplausos y vítores. Eso aumentaba el cariño de la concurrencia por el
negocio.
En ese local mi papá trabajó doce años, de forma muy exitosa.
En el año 1993, cuando tenía cerca de 63 años, mi padre se tuvo que
retirar de la Shopería Estadio porque lo aquejó la enfermedad de
Parkinson, con tiritones en las manos y sin poder hablar bien. Motivo
por el cual el local se arrendó a varios microempresarios, pero nunca
llegó a alcanzar el éxito que tuvimos nosotros. Debido a ello, se nos
complicaba la cobranza del arriendo, se fue deteriorando el local y al
final, la sucesión los cuatro hermanos Rives Cabezas, decidió vender
la propiedad, dando fin a la beta comercial de la familia Rojas y Rives.
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Los históricos Montenegro del barrio
Luis Montenegro Montoya
Soy miembro de una de las familias más numerosas de
Centenario. Mis abuelos paternos Armando Montenegro y María
Pulgar tuvieron doce hijos: Alfonso, José, Alberto, Alonso, Alfredo,
Guillermo, Juan, Ana, Flora, María (Curi), Olga y Amanda.
Recuerdo que vivíamos con los abuelos en la calle Arturo Prat
N° 483, con mi padre Alberto, el “Tosta’o”, y mi madre, Eliana
Montoya. Somos cinco hermanos: María Eugenia; Luís Alberto; quien
escribe, el “Beto”; Eliana Isabel; el “Tosta’o”, Manuel; y Rosella.
Los únicos Montenegros que quedan en mi barrio están en la
calle Perú. El tío Alfonso trabajó en el Ferrocarril Trasandino y fue un
gran tenista, administró por varios años el Club de Tenis Centenario
junto a su señora Teresa. Entre sus hijos se encuentra la famosa
“Chuma”, el “Sunco”, Alfonso “Chorín”, el Pedro, el Diego y la Elia (la
Mona) que actualmente vive con él.
Por esos años, nuestra abuela María vendía mote con
huesillos. Para ello, nosotros -sus nietos- éramos los encargados de ir
a buscar ceniza en carretones a la amasandería de los Olivares,
ubicada en avenida Chile, la cual a la fecha se encuentra abierta pero
con otros dueños, o a la amasandería de Tamaya en la misma calle,
que hoy ya no funciona.
En los años de nuestra niñez, la calle Arturo Prat era de tierra
y frente a nuestra casa, donde hoy se encuentra la Población Vía
Libre, estaban los corrales de don Humberto Casarino, quien vivía al
frente de la plaza de Centenario donde hoy se encuentra el Colegio
Casarino. Este señor criaba animales y ordeñaba vacas en ese lugar, a
donde llegaba en un carruaje muy distinguido para supervisar el
trabajo y ver sus animales.
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Con relación a los negocios emblemáticos de nuestro barrio,
estaba el negocio de frutas y verduras de don Juanito Suazo, personaje
muy querido en Centenario, ubicado en la esquina de la plaza, en
avenida Chile con Uruguay. El local era atendido por él y sus hijos
Juan y Beto, este último siguió los pasos de su padre y mantiene un
negocio en la esquina de Freire con Rancagua.
También en la esquina de la plaza se encontraba la fuente de
soda de don Panchito, que hasta hace poco estaba activa atendida por
su hijo Pancho (hoy existe un negocio de pizzas). En esos tiempos era
un lugar de encuentro de los jóvenes donde había tacatacas y otros
juegos, donde pasábamos y nos entreteníamos.
El almacén de los Tacchini era atendido por su padre e hijos,
Alfredo y Julio. Estaba ubicado en la plaza de Centenario donde se
mantiene, pero girando al negocio de botillería, siendo atendido por
la familia de Julio Tacchini. Recuerdo este negocio porque se
juntaban los famosos “Carloto”, grupo de lolos, en su mayoría
jugadores de Valentín Pardo y entre ellos nuestro tío Guillermo
“Pechobuque”, quien actualmente vive en la Población “El Pimiento”
en San Vicente. Los Carloto se caracterizaban porque se reunían
afuera del negocio de los Tacchini y el que pasaba por ahí debía
soportar una seguidilla de pesadas bromas que hacían. Nosotros
pasamos a diario, pero nos salvábamos de las jugarretas, por ser
sobrinos del tío Guillermo. También había un negocio pequeño,
ubicado en Avenida Chile, entre las calles Bolivia y Perú, donde
actualmente se ubica un templo. Este negocio en la época era
atendido por una muy simpática abuelita conocida como la “Pochita”.
Uno de los lugares de entretención más emblemáticos para
los centenarinos era el Centro Pro Adelanto el que a la fecha sigue
funcionando. Ahí se celebraban diferentes acontecimientos y
encuentros sociales y familiares, era muy agradable y generó muchos
recuerdos.
También recuerdo que en Centenario existían varios clubes
de fútbol. Pero los más destacados eran Valentín Pardo y Huracán.
Cuando estos clubes jugaban entre sí era un verdadero clásico. En el
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Valentín Pardo, donde se identificaban los Tacchini (Alfredo y Julio)
jugaba sólo un Montenegro de nuestra familia, Guillermo
“Pechobuque”, y por Huracán la gran mayoría éramos Montenegro,
debido a que uno de los creadores del Club fue nuestro abuelo
Armando.
Cuando comenzó a jugarse el campeonato de los Barrios en el
Estadio de Centenario, que era de tierra, llegaban a ver los partidos
una cantidad impresionante de gente, los fines de semana y
especialmente el domingo a mediodía. La gente sentada en el suelo
debajo de los árboles para ver a los clubes participantes tanto de Los
Andes como de las comunas aledañas. Se presentaban verdaderas
selecciones, daba gusto ver la calidad de jugadores que llegaban a
participar. Me voy a detener a hablar de dos jugadores para mí
extraordinarios, jugaban por San Carlos de Calle Larga, no sé sus
nombres, pero le decían “los mellizos”, uno jugaba de 9, delantero, y
el otro de central, de 3. Podría hablar de muchos otros pero para mí
estos eran muy buenos.
Al lado del Estadio estaba una cancha de baby fútbol bien
deteriorada, donde se encuentra ahora el Gimnasio Centenario. En
ese recinto se jugaban grandes campeonatos, con grandes figuras del
fútbol local. Los partidos se jugaban en las noches, dando vida a una
gran entretención para los centenarinos.
Tengo tantos recuerdos maravillosos de mi juventud. Con mis
amigos teníamos un grupo juvenil en la parroquia de Fátima. Para
nuestras vacaciones nos juntábamos en la plaza y nos divertíamos
sanamente, el Ticacho, el Patito Ponce, el Pulga, el Marcelo (un primo
de Valparaíso), los hermanos Calderón que vivían frente a la
parroquia y su hermana la Gina, la Chica Yaco, la Roxana, la Marlene,
una amiga que era de Santiago la Paty, la Sonia y su hermana que no
recuerdo su nombre de la población Gabriela Mistral y muchos otros.
Éramos jóvenes muy sanos, nuestro único objetivo era divertirnos y
pasarla bien.
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Yo viví en Centenario
Aníbal López Saavedra
Mi familia llegó a radicarse al glorioso barrio Centenario a
principio de los años 60. Mi padre, José López, era taxista y sus
pasajeros eran principalmente del sector, y mi madre, Raquel
Saavedra, era una dueña de casa que muy pronto se hizo fiel devota
de la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima. Eran tiempos del
Párroco Rvdo. Padre Raúl García.
Mi primer domicilio estuvo en Brasil N° 629, casi al final de la
calle. Recuerdo que al llegar a ese barrio, nuevo para mí, lo primero
que hice fue recorrer sus calles y me llamó la atención que todas
tenían nombres de países americanos. Noté que se trataba de una
vecindad cuyas casas eran algo homogéneas, de construcciones
antiguas, pero donde se respiraba paz y armonía.
Allí hicimos buena amistad con el mecánico automotriz,
maestro Armando Ávila y su familia, que vivían en Brasil 602; con el
Sr. Carreño, en el sitio donde se guardaban los tradicionales coches
Victoria (Brasil 606) y también con la familia Canales y sus hijos,
Armando y el actual abogado Octavio Canales, que eran de Brasil 656.
Al poco tiempo nos mudamos a la calle Paraguay N° 275 y
posteriormente, en la misma calle Paraguay, al N° 351. Nuevos
vecinos, nuevos entrañables amigos. Allí, en la casa de al lado, vivía
el conocido centenarino Rolando González (Paraguay 357). Otros
vecinos fueron las familias Villarroel-Ramírez (Paraguay 350), NúñezAyala (Paraguay 360), Álvarez-Gamboa y su hijo Eber (Arturo Prat
380), Falconi-Guzmán (Población Arturo Prat 5), RodríguezCacciuttolo (Chile 270), Avallay-Correa (Perú 246). En forma especial,
recuerdo a don Fidel Flores y su esposa, la Sra. Hilda Vargas,
inolvidables profesores y sus hijos Alex y Miriam (Chile 243).
Por supuesto que no olvido los negocios donde frecuentaba
comprar: la carnicería de don Ramón Orellana (Argentina esq.
Guayanas) y sus hijos Elena, Luis y Jorge; el almacén de don Alfredo
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Tacchini y su hijo Julio y la fuente de soda Rapa Nui, ambas frente a
la Plaza. Muchos escapan a mi memoria, no así, el distinguido
Regidor por Los Andes, don Humberto Casarino, donde está el
Colegio que lleva su nombre (Chile esq. Uruguay).
Y, en el centro de todo este entorno, la Plaza Arturo Prat,
hermosa y acogedora, la que fue testigo de mis aspiraciones e
inquietudes juveniles. En ese entonces, mis sueños eran titularme de
Profesor, formar una familia y sentirme realizado. Así, en la apacible
vida de Centenario vivía yo. Llegó el año 1973 y con él, los
acontecimientos que todos conocemos.
Un anochecer, en pleno toque de queda, decidí salir a
recrearme y encaminé mis pasos hacia la plaza. Yo era un veinteañero,
pleno de vigor y osadía, y en ese momento, me dije: “qué me va a
pasar? si no estoy haciendo nada malo”. Pues bien, sólo alcancé a
llegar a ella, cuando aparece una patrulla de Carabineros. Se detiene
frente a mí y me abordan, y luego de un corto y preciso interrogatorio,
la orden fue: “O te vas ya a tu casa o te vas arriba de la patrulla”.
Obviamente, temeroso, escogí irme y la patrulla se alejó.
Pero, en seguida, me dije porfiadamente: “Igual me quedo aquí” y me
senté en un escaño de mi querida placita.
Para mi desventura, a los pocos minutos diviso que se acerca
un camión del Ejército con sus efectivos armados. Ahora sentí pánico
y sólo atiné a saltar detrás del escaño para esconderme… y el camión
pasó… ¡Me salvé!
El problema fue que ese día habían regado copiosamente los
jardines y yo caí, precisamente, en una poza de agua y barro. Después
de tener que mantenerme en el charco por un rato, me enderecé
chorreando, empapado y me fui a la casa, prometiéndome nunca más
volver a dármelas de valiente y atrevido.
Han pasado raudos los años y ahora vivo en otro sector de la
ciudad y con 75 años, puedo decir que todo lo que me propuse en
aquella plaza lo logré: fui Profesor en la Escuela Industrial Superior
de San Felipe y en el Instituto Comercial de Los Andes, y con mi
esposa Rosa Guerra tenemos 4 hijos: Tania, Katia, Jorge y Nadia, todos
ellos profesionales. ¿Qué más puedo pedir?
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Los abuelos de Arturo Prat 342
Evelyn Covarrubias Vera
En 1958 llegaron a vivir a Centenario, a la calle Perú, Juan
Ramón Esteban Covarrubias Henríquez y Ercilia del Tránsito Guerra
Reyes o “Chelita” como algunos le decían. Llegaron con cuatro hijos:
Nancy, Juan, Mirtha y Luis. Ahí después nació Patricio. Al tiempo, se
trasladaron a Arturo Prat 342, donde nació Cesar y Mitzy.
Comienzo así esta historia, porque debo decirlo, es una
historia familiar, aunque algo pequeña y con algunas partes algo
desconocidas para mí, porque por mucho tiempo no estuve presente
en la familia, más bien no la conocía. Pero a pesar de todo, no deja de
ser importante porque Juan y Chelita son mis abuelos paternos,
padres de mi padre, Juan, el segundo de los hijos. Mi madre, mi
hermana y yo vivíamos con nuestros abuelos maternos al otro
extremo de la ciudad, y a mi padre lo veíamos sólo los fines de
semana.
Y no fue hasta los doce años más menos que con mi hermana,
dos años menor que yo, tuvimos la dicha de conocer a los abuelos
paternos. Nunca los habíamos visto hasta entonces. Los padres de
nuestro papá, nuestros abuelos, quisieron conocernos. Mientras
esperábamos con ansias el día del encuentro, teníamos curiosidad por
conocer y saber en dónde quedaba su casa y así también el
renombrado barrio de Centenario.
Nunca me olvidaré de ese día. Nos recibieron en su casa un
sábado. Llegando, nos dieron un jugo de fruta hecho por la abuela. El
almuerzo fue una cazuela de ave, servida en esos típicos platos de loza
con diseños antiguos, ensaladas, unos vasos de caña con diseños
amarillos. Tampoco me podré olvidar de lo que hablamos ese día. De
cómo era vivir en ese barrio, por ejemplo, lo grato de habitar y pasear
por el lugar, ya que los vecinos eran muy amistosos, siempre se
saludaban, conversaban y hacían vida social en la calle. Fue un día
43
muy bonito, bien atendido por los abuelos. Recuerdo haber vuelto en
otras oportunidades.
Cuando la conocí, la abuela Ercilia me dijo que le llamara
“Chelita”, aunque ya lo sabía, porque mi padre nos lo había dicho
antes. Pero, por respeto, esperé a que ella me lo dijera. Ella nació el 1
de diciembre de 1925, una dueña de casa muy trabajadora y atenta
con quien llegara a casa, lo que intuí desde que la conocí, porque nos
atendió de una manera muy cariñosa.
Se levantaba muy temprano a barrer la calle, una de las
primeras actividades matutinas que se hacía en aquellos tiempos,
usando la escoba de curagüilla. Como buena vecina, barría las otras
casas, dejando con asombro a sus vecinas o a quien pasara por el
lugar, una característica muy particular de la abuela que incluso
recordó el cura en su velorio. Falleció en su casa el 1 de agosto del
2003.
El abuelo Juan Covarrubias nació el 25 de octubre de 1921. Su
aspecto siempre fue muy serio y estricto, pero también muy
responsable en su trabajo en el Ferrocarril Trasandino y con las
labores en casa. Le gustaba mucho cuidar de las plantas. También le
gustaba mucho el vino, sobre todo los fines de semana dice la tía
Mirtha. Cuando lo vi por primera vez en aquella visita, en todo
momento fue muy serio, pero también muy amable. Recuerdo como
anécdota que mi hermana en esa oportunidad me dijo “tú eres tan
seria como él”, lo que con el tiempo se fue confirmando, no solo en lo
seria, que puedo ser, sino en el carácter fuerte. Es increíble como
algunos rasgos personales se pueden traspasarse de una generación a
otra. El abuelo falleció en la casa de toda su vida, el 28 de mayo del
2012.
Mis abuelos tenían como vecinos y buenos amigos a don
Alfonso Calderón y María Berríos, yuntas de “carrete” dice la tía
Mirtha, tía con quien me reencontré hace dos años en el Colegio
Santa Clara, también del barrio, porque una de sus nietas es
compañera con uno de mis hijos. Y precisamente es ella, la tía Mirtha
quien me cuenta que en esa casa de Arturo Prat 342 celebraron las
bodas de oro de los abuelos. Fue un día de primavera, en noviembre,
con un cura, con anillos, incluso una torta de pisos, una gran fiesta.
Dicen que el abuelo Juan estaba muy emocionado.
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Al seguir averiguando sobre la historia familiar, supe, como
era de esperar en esos tiempos, que con una mirada que daba el padre
a los hijos, estos quedaban de una pieza, quietos, sin ganas de
contradecirlo. Eso hacía el abuelo Juan con sus hijos, lo que infundía
respeto y obediencia.
Decían que mi padre era muy callado y peleador con sus
hermanos, era muy enojón, igual que el abuelo Juan. No le gustaba
estudiar, se arrancaba del colegio. Mientras estudiaba la enseñanza
media trabajaba en un taller mecánico “Donde Ávila”, que aún existe,
ubicado en la calle Brasil casi al llegar a Arturo Prat. En ese taller
aprendió desabolladura y pintura automotriz, oficio en el cual trabaja
hasta la actualidad.
Los abuelos Juan y Ercilia dieron vida a una familia de 7 hijos,
21 nietos, 29 bisnietos y contando. Criaron, formaron, entregaron
valores a sus hijos, quienes, con el tiempo fueron dejando su casa,
para formar sus propias familias. Sus hijos se llevaron un modo de
vida y la importancia del trato que se debe tener con las demás
personas. Quedaron sólo con la menor de las hijas en su casa.
Como pasa con el tiempo, los abuelos enfermaron, sus hijos e
hijas comenzaron a hacer turnos para cuidar a sus padres,
devolviendo el cariño y los cuidados que sus padres entregaron a cada
uno de ellos. Después, con la partida de los abuelos, la casa de Arturo
Prat 342 se vendió, y con ella se fue parte de mi historia, aunque los
recuerdos de aquella primera visita se quedaron en mí. Aún están
vivos, y como que siento los sabores y olores de aquellas
preparaciones de la abuela Chelita.
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Recuerdos de Infancia y
Juventud
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Parte de mi infancia en Centenario
Sonia Heine Clarke
Nací el 26 de abril de 1948. Llegamos a Centenario junto a mis
padres ya que mi mamá era Casarino. Frente a la Plaza, al costado de
donde está el Colegio, por calle Uruguay, había una casita que era del
tío Humberto Casarino, dueño de varios terrenos y casas del barrio.
Ahí nos fuimos a vivir.
En mi primer año de vida tuve algunos problemas debido a la
enfermedad del “polio”, debiendo volver a practicar todo lo aprendido
hasta esa edad, como caminar. Cuando crecí, no pude estudiar en el
barrio, ya que en ese tiempo no existían escuela para mujeres ahí.
Yo iba al colegio y cuando volvía, salía altiro con mis amigos
y amigas. Éramos muy sueltos nosotros, andábamos afuera de la casa
casi todo el día. Nos llamaban para comer y no nos gustaba volver,
porque estábamos reunidos con todos los primos y amigos en la
placita. Teníamos la plaza a nuestra disposición. Me gustaba salir a
jugar mucho, incluso una vez, cuando nos subíamos por el respaldo
de los escaños de madera de la plaza, haciendo equilibrio, me caí y
me quebré el pie. Me pasaba cada cosa.
Tuve una madrina que nunca tuvo hijos. Tenía una muy
buena situación económica y nos mandaba regalos muy especiales.
Una vez me regaló una pulsera preciosa con unas piedras bellas, era
de metal, pero muy fina. Como de costumbre, partí a jugar a la plaza
con la pulsera. Con los otros chiquillos se nos ocurrió jugar al tugar
tugar, y cuando ya era mi turno de jugar, dejé la pulsera colgadita en
la rama de un árbol. En eso de “tugar, tugar, salir a buscar” más de
alguien se encontró la pulsera y se la llevó para siempre.
La autora agradece la entrevista y transcripción realizada por Valentina
Montenegro Pulgar, que hizo posible este texto.
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Hice la Primera Comunión cuando tenía 7 años, cuando era
párroco el señor García. Era muy entretenido, primero nos
preparaban en catecismos y diversas enseñanzas. Después de la misa
donde terminábamos la Primera comunión, se hacía un desayuno
para los niños que la habían realizado. Era como una fiesta para todos.
Después en la tarde se hacía la procesión de la Virgen.
En esas procesiones la gente adornaba las calles y sacaban a
la Virgen de Nuestra Señora de Fátima, dejándola en una casa por una
semana. Después iban, la sacaban, llegaba a la Parroquia para una
misa, y luego la volvían a dejar en otra casa. Cada casa preparaba un
altar para la virgen, muy lindo, lleno de flores donde la gente iba a
rezar en la noche. Todo eso era antes del día ocho de diciembre. En
la procesión final, la Virgen era llevada por todo Centenario y en las
calles hacían arcos de palmas y flores para que pasara, y por ahí
también pasábamos los niños que hacíamos la Primera Comunión.
Cuando era chica empezaron a pavimentar las calles y
vivíamos a media cuadra de la Plaza de Centenario. Recuerdo que
entre los vecinos crearon varios clubes de fútbol, así como el Centro
Pro Adelanto. Se hacían cosas muy entretenidas, platos únicos y
bailes. En la plaza se hacía la fiesta de la Primavera, donde se elegían
reinas entre las niñas más lindas del sector. Me fascinaba cuando
venía un tío de Santiago, Atilio Casarino, que era médico radiólogo, y
le gustaba mucho hacer cosas eléctricas. Para esas fiestas, él traía
varias luces de colores con las que iluminaban la plaza. Para los bailes
finales, contrataban orquestas muy buenas, como la Huambaly,
banda estrella de ese tiempo.
Estuvimos varios años en Centenario, hasta que mi papá
obtuvo una casa en la Población Las Palmas. Nos cambiamos hacia
allá el año 1958. Pero mantuvimos la relación con el barrio, ya que
pasábamos harto donde la abuela. Ahí nos juntábamos todos los
primos chicos, todos se querían quedar con ella, nadie quería volver
a sus casas. Era super entretenido, porque mi abuela era muy cariñosa
y le encantaba consentirnos y hacernos cosas ricas.
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En esas mismas andanzas centenarinas, tenía una prima de
mi edad. Éramos como hermanas, andábamos pegadas para todos
lados. Y muchas veces inventando tonteras. Una vez nos pasó algo
muy divertido. Como siempre andábamos juntas, si a alguna nos
gustaba un chiquillo, nos tenía que gustar a las dos. Si a una ya no le
gustaba, a la otra tampoco. El primer día del 18 de septiembre, mi
prima andaba con un gran dolor de muela, y en esa tarde ya nos
veníamos de vuelta a la casa. Pero antes de llegar, vimos que en la
plaza de Centenario había música y fiesta. Fuimos allá y ahí estaba el
chiquillo que nos gustaba a las dos, divirtiéndose con unos amigos. Él
era un poquito más grande que nosotras. Para atraer su atención,
empezamos a molestar al hermano más chico. Nos compramos unas
pelotas llenas de aserrín con un elástico, con la que le pegábamos en
la cabeza. Fue tanto el asedio, que el hermano grande se enojó con
nosotras y nos empezó a perseguir para pegarnos. Arrancamos para
el frente, para tratar de meternos a la casa del tío. Pero llegamos ahí
y la puerta estaba cerrada. Nos pilló y nos tiró unos buenos combos.
Yo tenía experiencia en eso de las peleas, porque peleaba con los
amigos de mi hermano, que era medio tranquilo y llorón, y debía
defenderlo. Así que, a mí, el niño no me pegó, pero sí a mi prima, a
quien con el golpe que recibió se le quitó altiro el dolor de muela.
Después me fui a estudiar al Liceo Max Salas. Yo iba desde la
plaza hasta el Liceo, en Chacabuco. Todos los días hacia este viaje con
mi prima, que vivía a la mitad del camino entre mi casa y el Liceo. No
había ni buses ni una cosa, había que caminar nomás. Nos decían que
teníamos que venirnos de la mano porque éramos chicas. Por la ancha
vereda de la calle, corría una acequia con agua que la gente ocupaba
para regar las calles que no estaban pavimentadas. Para
entretenernos, nos veníamos saltando la acequia, de allá para acá y
viceversa. Como andábamos con una soga cortita con que
saltábamos, se nos ocurrió la tontera de amarrarnos del cuello. Las
dos íbamos por la orilla de la acequia. Cuando salté para el otro lado,
mi prima no alcanzó, cayendo adentro de la acequia. Llegamos todas
mojadas.
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Caminando por la infancia entre pichangas,
ramadas y la plaza
Valentina Gutiérrez Manríquez
Nacido y criado en Centenario en los años 50, Sergio -aunque
ya no vive ahí- recuerda claramente varios pasajes de su infancia y
juventud. Del barrio proviene toda su familia paterna, bisabuelos,
abuelos, padres, tíos, etc. Su núcleo familiar estaba compuesto por
sus padres, dos hermanas y él. Vivieron toda la niñez y adolescencia
ahí.
Don Sergio se recuerda que los fundadores y precursores del
barrio siempre se esforzaron para que Centenario incorporara y
adaptara los avances de la época. Todos se apoyaban ante cualquier
emergencia, siendo comunes las ollas solidarias en tiempos de
conflictos sindicales. Las personas cooperaban para construir las
viviendas con madera, tejas y adobe, que soportaron muchos
terremotos y temporales en invierno. En aquellos rincones
domésticos vive buena parte de sus memorias, los secretos, el
sufrimiento y la pobreza digna de aquellos antiguos vecinos.
En la memoria de Sergio aún están presente los juegos y
costumbres de barrio que dejaban en evidencia la antigua mentalidad
y recursos de la época, la solidaridad, la humildad, en una convivencia
en que todos se sentían parte de una familia. Varios de los recuerdos
de la niñez de muchos centenarinos son aquellos vinculados a las
calles de tierra y piedra que imposibilitaban un andar tranquilo, con
Carabineros a caballo custodiando la tranquilidad que ellos a veces
rompían al jugar.
La autora del relato agradece la información entregada por Sergio Montenegro
Palma.
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Las pichangas en la calle era uno de los pasatiempos más
usuales y añorados por los niños. Ellos mismos regaban las calles con
el agua de las acequias de los costados, ya que así atenuaban el calor
abrumante y tórrido de unos veranos que no daban tregua. Pero
también para estabilizar la superficie y generar una buena cancha. En
ocasiones llegaban a marcarlas con cenizas que pedían en las
panaderías cercanas. La famosa cancha infantil ocupaba toda una
cuadra de la calle Brasil, entre Uruguay y Paraguay, de extremo a
extremo, así generaban una buena explanada para que jugaran los 15,
a veces más, jugadores por equipo. A veces llegaban niños de otras
calles, de Ecuador, Av. Chile, República Argentina, ocasión que daba
la posibilidad de armar entretenidos y disputados campeonatos. Los
gritos de la niñez quedaron remarcados en las memorias de los que
hacían aquellas sendas pichangas, donde la emoción no era ser mejor
que el otro, si no que mientras más jugadores fueran, más tiempo
debían pelotear.
Jugaban en todas las épocas del año. Pero eran especiales los
encuentros del verano y la primavera. Cuando estudiaban, llegaban a
jugar luego de la escuela, de donde venían con más ganas de
compartir y de dejar para después las tareas a realizar. Salían
descalzos a la calle, sacándose esos tediosos y calurosos zapatos de
goma. Era muy común que los niños salieran a jugar a la calle con
pelotas de goma, de plástico o de trapo, hechas con las medias de las
mamás. En esos años, no había juguetes para la gran mayoría, por su
alto valor. Por lo mismo, las pelotas de goma eran muy apreciadas y
cuidadas. Era un sufrimiento que se pasaran a la casa de los vecinos
que eran pesados y no las devolvían.
Con la adrenalina de los partidos, con el calor y el griterío que
formaban para hacer goles, a veces quebraban sin querer los vidrios
de las casas aledañas, produciendo el disgusto de algunos
propietarios. Esos vecinos enojones eran quienes llamaban a
Carabineros para que espantaran la gran multitud de niños que había
en la calle, con el argumento que rompían vidrios de ventanas y
puertas y se terminara la gritadera que tenían. Pero la necesidad de
jugar era más grande, por lo que, luego de correr a sus casas y
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resguardarse un rato, volvían a la diversión de poder jugar con los
amigos y ganar el famoso partido que habían comenzado.
Esos mismos niños eran los que esperaban a que pasaran las
vacas para correr tras ellas, con su vasito para tomar leche recién
salida de la ubre de la vaca, calentita y espesa, que les regalaban los
lecheros. Esa era la única razón para despertar temprano, sin
conocimiento de las enfermedades a las que se podían enfrentar.
Centenario era en esa época más bien semirural, ya que no
estaba completamente poblado. Era un pequeño conjunto de casas,
con potreros tanto en el interior, como en los alrededores. Muchos
de ellos, tenían como su dueño a Humberto Casarino Candia, quien
también era propietario de las vacas en las que los niños tomaban
leche.
En el potrero que quedaba donde estaba la cancha Maracaná
o campo de marte, al sur de la calle Arturo Prat frente a República
Argentina, se realizaban las celebraciones del 18 de septiembre. Todos
iban a celebrar con gran entusiasmo y fulgor, todos compartían con
todos, comían y bebían de variados manjares y brebajes, hacían los
asados ahí mismo, con mucha carne para comer y disfrutar.
En ese lugar se ponían alrededor de veinte ramadas que
ofrecían baile, comidas, bebidas y diversión a las distintas familias.
De la mano de la cueca chilena y de sus buenas payas se unía el barrio
a tomar una rica chicha en cacho, las humaredas de asados y
cocinerías, de la alegría de niños corriendo y elevando volantines, los
adultos conversando, riendo y bailando.
En la plaza de Centenario, actualmente llamada plaza Arturo
Prat, anteriormente Valentín Pardo en honor al comerciante que
donó los terrenos para su construcción y el de la Parroquia de Fátima,
se juntaban varios grupos, destacando uno. Este era el de los famosos
Carloto, constituido en su mayoría por jóvenes que se juntaban en la
esquina de los Tacchini.
Estos jóvenes siempre hacían jugarretas con los transeúntes
que pasaban por el barrio, así como salían en “patota” al centro de Los
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Andes, donde las bromas que hacían terminaban en varios casos en
peleas entre ellos y los de las Poblaciones del Río, jóvenes que venían
de los campamentos de la rivera del Aconcagua. Eran unas peleas
enormes y todo era muy escandaloso. Los contendientes sentían que
estaban en una guerra, pegándose a mano limpia. Los Carloto
siempre tenían una constante rivalidad con los de otras poblaciones.
Cuando ello sucedía en Centenario, algunos vecinos llamaban a
Carabineros por temor a que su vivienda o ellos sufrieran las
consecuencias de los golpes y piedras que volaban. En algunas
ocasiones esto fue peor, ya que estos grupos eran bastantes
pendencieros y, mientras unos arrancaban por los potreros y calles
del sector, otros sin más se enfrentaban y daban pelea a los efectivos.
En ese momento las riñas se hacían aún más grandes.
Todo esto fue parte de la vida social de Centenario. La
diversidad de los eventos y actividades sociales que ocurrían ahí,
fueron forjando la identidad de aquel querido barrio, y son hoy parte
de la memoria colectiva que dibuja cierta mirada de los adultos y
adultos mayores sobre aquel pasado.
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Temporada de frutillas. A cosechar
Augusto Núñez
El grupo que teníamos en este barrio tenía integrantes de
todas las edades y era habitual vernos diariamente para jugar o
conversar, sobre todo en época de verano y más aún cuando ya
salíamos de vacaciones de fin de año. Pero también estaba la
posibilidad de trabajar en labores del campo dado que estaban en
curso las cosechas o el recoger las frutas de la estación veraniega que
se producían en el valle del Aconcagua, básicamente duraznos en sus
diversos tipos, ciruelas, frutillas. Para nosotros, que éramos
estudiantes, estaba la posibilidad de obtener algo de dinero para
darnos gustos que no eran los habituales: helados, bebida y más de
alguno para aportar en casa.
En una de esas tardes, en la conversa del grupo estaba el que
respondía al sobrenombre de “Huaso”. Este niño de unos 10 ó 12 años
se metía en todos los grupos aunque fuese sólo de “mayores de la
cuadra” (llámese de 16 a 20 años). En esa época, estar en la
adolescencia no era menor, ya que se podía acceder con más facilidad
a los permisos, participar en las conversaciones que el grupo del
barrio tenía en temas serios como… discutir de fútbol o pedirle a los
papás dejar de usar el pantalón corto de niño.
La conversación que se estaba llevando a cabo en ese
momento era para aclarar los detalles de quienes iban “o tenían
permiso de los papás” para ir a trabajar en los campos cercanos de la
ciudad de Los Andes en la “cosecha de frutillas”, definir la logística de
traslado, qué había que llevar y quién iba a comandar el grupo. Vaya
qué responsabilidad.
El “Huaso” obviamente quería participar y lo único que decía
era “yo quiero ir, yo quiero ir”. El no participar lo dejaba
prácticamente solo en la cuadra durante toda la tarde, porque el resto
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del grupo estaba ya con permiso. Fue tanto lo que insistió que de
repente, y en forma seria, uno de los mayores dijo:
“De acuerdo, vas a ir, pero tienes que conseguir algunas cosas
para que puedas cosechar frutillas; de lo contrario, no podrías
trabajar”.
Ya!!!! y ¿qué tengo que llevar? respondió entusiasmado el
Huaso.
Bueno, le contestaron, cada uno tiene que llevar una escalera
y un paltero (que era una caña larga de cañaveral o de bambú,
en cuyo extremo se ponía un alambre con una bolsa para
descolgar y atrapar paltas). Nos juntaremos aquí mismo a las
tres de esta tarde. No falles.
Teniendo claro que era una broma blanca, el resto del grupo,
sorprendidos que el Huaso con su interés de participar no sospechara
en ningún momento que lo estaban engañando, guardó un
conspirador silencio al ver que el niño partía raudo a conseguirse no
sólo el permiso familiar sino que además los dos elementos claves que
le permitirían ser parte del grupo de grandes que iban a… ¡¡¡cosechar
frutillas!!!
¿Qué pasó a las tres de la tarde en la cuadra donde vivíamos,
calle Brasil entre la calle Paraguay y Arturo Prat? Pues que el “Huaso”,
fiel a su compromiso, estaba presente y acompañado de una larga
escalera, un muy buen paltero y de su parte agregó una gorra para
protegerse del sol y con ello poder participar en la comitiva de los
“grandes de la cuadra” que irían a cosechar las famosas frutillas.
Pues les dejo a la imaginación, las reacciones que tuvieron
esos “grandes del grupo” pero el Huaso logró lo que quería: formar
parte de la comitiva.
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Las tristezas y alegría de un niño
Constanza Irarrázabal
Un hombre que al momento de nacer respiró el aire del barrio
Centenario. Sin duda el nacimiento de una persona es una de las cosas
más importante en la vida familiar, pero prácticamente no le damos
importancia al lugar donde nacemos debido a que actualmente todos
lo hacemos en hospitales. Pero Héctor Donoso Romero nació en su
misma casa de Centenario, lugar en el que vivió hasta los 18 años (y
en la que vive actualmente).
Nada es fácil en la vida. Existen piedras en el camino que nos
hacen tropezar y pasar por momentos tristes. La familia de Héctor
llegó el año 1950 a esa vivienda de Avenida Chile 373. Estaba
compuesta por su madre, su padre, su hermana, su hermano y él. Su
madre era dueña de casa y su padre, quien partió siendo auxiliar,
luego ascendió a maquinista y finalmente 5 años antes de jubilar
terminó siendo Jefe de casa, trabajó siempre en la Empresa de
Ferrocarriles. Lamentablemente, la familia sufrió el fallecimiento de
la madre, cuando Héctor solo tenía 14 años, haciendo que su hermana
asumiera las labores domésticas, atendiéndolo a él, su hermano y su
padre.
Sus recuerdos del barrio son principalmente de la niñez,
donde todo era inocencia, juegos y estudio. Héctor comenzó sus
estudios en el colegio Santa Clara, atendido por las monjitas
franciscanas. Un colegio que llegaba desde la esquina Brasil hasta
Chacay, pero que en esa época tenía solamente 5 o 6 salas. Luego de
terminar sus estudios ahí, siguió en el Liceo Maximiliano Salas
Marchan.
La autora del relato agradece la información entregada por Héctor Donoso.
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Sin duda una etapa escolar deja muchas cosas y en esas cosas
hay recuerdos. Perteneció a grupos folclóricos, donde se practicaban
una serie de bailes típicos chilenos. Una de las experiencias que nunca
podrá olvidar es que con algunos chicos de su edad, además de ser
vecinos, fueron compañeros de curso o de generación, encontrándose
en los pasillos del Liceo, saludándose y bromeando. Recuerda que
salían todos juntos, tocando el timbre y la puerta de cada uno,
formando un grupo de entre seis u ocho vecinos de Centenario,
compañías de camino al Liceo que estrecharon lazos y los hizo
prácticamente una familia.
Llegaban a sus casas y todos los padres en ese entonces,
mandaban que sus hijos almorzaran e hicieran sus tareas de
inmediato. Los niños las hacían felices con tal de poder salir más tarde
a jugar una pichanga con sus vecinos, en el patio o en las calles del
barrio. Se los veía jugar a eso de las 5 o 6 de la tarde, en una época en
que casi no había automóviles transitando por las calles, pero sí lo
hacían los coches Victoria, que para ellos eran menos peligrosos. Las
pichangas tenían su organización bien establecida. Quizás más de un
vecino vio a un montón de niños haciendo dos grupos para comenzar
un partido, cuyos capitanes eran los encargados de elegir quién iba a
estar en su equipo. Sin duda más de un niño se hizo un raspón en las
rodillas o gritaron victoria por sus goles. Después de un día lleno de
juegos, risas, estudio, llegaban a sus casas y se acostaban a dormir.
Quizás algún vecino aún recuerda a Manolo, Mauricio, Gonzalo o
Héctor, corriendo por las calles de Centenario detrás de una pelota.
Vital en una familia es la unión y los vecinos que se veían
todos los días, que pasaban festividades juntos, que sabían todos sus
problemas y que se apoyan firmemente, se convirtieron en una. La
gente sentada en las calles, saludando a los vecinos que pasaban,
parándose a conversar, en fin, se conocían como si fueran una familia.
En las festividades, todos estaban unidos; en los años nuevos los
vecinos después de las 00:00, se daban su saludo, hacían un brindis e
inmediatamente iban casa por casa para darse el abrazo, llenos risas
y deseos de mejor año nuevo que pasarían juntos como vecinos. Eso
era así todos los años, un año una familia se iba para una casa a
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saludar, y al otro año le tocaba a la otra familia pasar a saludarlos. La
familia de Héctor hacía esto con los vecinos del frente, los Olmos,
luego seguían a la casa de la familia López, posteriormente donde
Vargas, también por la casa de la familia Rives, llenándose de abrazos
y buenos deseos. Hasta hace unos 15 años atrás aún se veía a las
familias saludándose en año nuevo, casa por casa.
De las tradiciones más bonitas, y que siguen poblando los
recuerdos, por lo que implicaba en calles llenas de vecinos alegres y
frenéticos, era la Fiesta de primavera de Centenario. Año a año se
podía observar el cierre de la plaza, la elección de la Reina, los bailes
y el gozar de la música de la época, que se ponía desde la casa de don
Humberto Casarino, con un parlante amarrado a los postes. Este
vecino daba alegría musical a las calles de la plaza, un día malo se
podía arreglar fácilmente con las canciones que ponía don Humberto.
Debido a esto, muchas de ellas les recuerdan momentos en aquella
plaza, cosas que quizás uno no se acordaría, pero con el sonar de la
música, pueden revivir emociones e imágenes del pasado.
Héctor fue un gran estudiante, lo que le permitió seguir
estudiando en Santiago. Hizo su práctica en Fanaloza, empresa que
ya no existe. Estando como alumno en práctica, lo mandaron a la
planta de Penco, a realizar evaluaciones de cargos. Era la primera vez
que viajaba fuera de Santiago. Tomó el tren nocturno con destino a
Concepción, y estuvo una semana trabajando ahí. En esa planta
conoció a su esposa, que trabajaba en dicha empresa. Gracias a su
destacado desempeño fue contratado, estando aún en su práctica.
Con aquella joven penquista se casaron al cabo de un tiempo y
conformaron una familia de tres niños (todos hoy profesionales).
Y así es como se fue de Centenario. Le quedaron recuerdos
hermosos, festividades en unión, recuerdos de niños y adolescentes,
recuerdos de las calles, recuerdo de las casas, de las familias, de las
actividades y sobre todo de momentos felices vividos en el barrio.
Donde se comenzó la vida, donde se vio el cambio de las calles, donde
se pudo ver a dos chiquillos atrás de los tubos, escondidos, dándose
besitos en la calle Bolivia. Lugar donde se vio a niños jugando, madres
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conversando, grupo de chiquillos de ida o vuelta al Liceo, ver pasar
temprano por la mañana y tarde en la noche a los coches Victoria,
todo esto rodeado por unas casas coloniales grandes y apiñadas,
donde hay naturaleza y un sinfín de árboles, donde se vio a la junta
de vecinos pasar, casa por casa, encuestando a niños, planeando
actividades, haciendo proyectos y dejando los pies por el barrio.
Don Héctor el año 2018 volvió a su antigua casa de Avenida
Chile, donde vive hasta hoy. Es un claro ejemplo que se puede dejar
a Centenario, pero que se vuelve a ese lugar donde se fue feliz, a la
casa donde nació, donde dio sus primeros pasos, donde pasó miedos,
donde jugó con sus amigos, donde creció con su familia y su
comunidad.
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Osos polares y comparsas comercialinas por el
barrio
Augusto Núñez
En el mes de mayo, como parte de las actividades para
celebrar el aniversario de su fundación, hasta hace unos años atrás el
Instituto Comercial de Los Andes llevaba a cabo un corso alegórico
en la Plaza de Armas, momento en que cada curso se presentaba con
un carro o bien, con una comparsa a pie.
Por ello, desde marzo, antes el inicio del año escolar, cada
curso comenzaba los preparativos para tal magno evento y así ser el
ganador de la jornada. El año 1968 quienes conformábamos el 5to año
del Instituto, año académico en que optábamos por nuestra
especialidad profesional (contador, secretariado o agente de venta),
decidimos disfrazarnos de… “Osos Polares”. Este curso, que era mixto,
tenía muy buena convivencia y amistad. Todos éramos de distintos
barrios de Los Andes, incluso algunos de San Felipe.
Todo muy bien para el corso y la comparsa escogida de osos
polares, pero ¿de dónde sacábamos el disfraz? Después de varias ideas
expuestas, la solución la obtuvimos del profesor Guzmán quien
estaba a cargo del ramo de Artes Plásticas. El profe nos hizo en greda
el molde de la cabeza de un Oso Polar.
Desde este momento entró una frenética actividad a nuestra
casa ubicada en la calle Brasil Nº 645, entre las calles Paraguay y
Arturo Prat, locura que sólo terminó el día del corso. Mi casa se
convirtió en un gran taller de juguetes en donde en un par de semanas
varios de los integrantes del curso trabajamos arduamente. Y no sólo
de mi curso, ya que, mi hermano y sus compañeros del Primer año
medio también la hicieron su base para preparar nada menos que un
castillo en el cual estarían todos los representantes del mundo
Disney.
¿Por qué todo ello ocurrió en nuestra casa, la llamada “casa
de los Núñez”? Básicamente porque era una casa amplia, tipo
62
colonial, con muchas piezas, galería, un gran corredor y un extenso
patio, que estaba totalmente cubierto con parras de todo tipo. Al
fondo había un gran árbol de negras moras, un ciruelo y dos enormes
higueras. Además, mi padre tenía variadas herramientas las cuales
nos permitieron “maestrear” la diversidad de cosas que exigía la
preparación de los carros y disfraces. Y lo más importante, el apoyo
de nuestros padres para que pudiésemos recibir y atender a los
compañeros de los dos cursos, además de la paciencia ante el ir y
venir de todos nosotros, por casi toda la casa!!!!
En base al molde que nos hizo el Profe Guzmán, con papel
recortado de periódico y engrudo, fuimos haciendo una a una las más
de 30 máscaras que necesitábamos para todos los compañeros del
curso. La primera fue directa sobre el molde de greda y dado que
desde abril ya no hacía tanto calor, tuvimos que secarla en el horno
de la cocina para lograr un resultado rápido. Y así, usando el molde y
el horno, logramos tenerlas todas.
Mientras tanto, cada compañero de curso, con el apoyo de su
madre, pegaron o cosieron tiras de papel blanco previamente
ondulado tanto en una camisa como en un pantalón, en lo posible de
color blanco. Y así con las máscaras secas, pintadas en blanco, ya
dibujados y habilitados en ella los ojos para poder ver, más la camisa
y el pantalón con los correspondientes papeles pegados, estábamos
listos… salvo un único detalle… ¡¡¡aún no teníamos el carro alegórico!!!
Ahí vino una carrera contra el tiempo, porque faltaba poco
para el gran día: el viernes de la semana de aniversario, que
correspondía la del 11 de mayo de cada año. En esta locura por lograr
este nuevo desafío nos conseguimos una rampla agrícola, un tractor
y quien lo manejara el día del corso. No me pregunten quién nos hizo
este tremendo aporte pues dinero no teníamos. También dimos con
dos figuras de oso recortadas en madera que usaba la Conservera Oso
para su publicidad (los que salían en las etiquetas de los tarros de
conserva).
Entre varios obtuvimos madera y cartones para tratar de
hacer un gran oso para colocar en la rampla. Pero, en la penúltima
noche, después de trabajar varios días lo único que habíamos logrado
construir era una gran estructura en madera y cartón que a lo más
parecía una tremenda piedra, pero que, de oso, nada tenía.
63
Y aquí vino la salvación colectiva: “¿por qué no la pintamos
de color blanco para que sea un témpano y sobre ella colocamos las
dos figuras de oso que estaban en madera?”. Listo!!!! Dijimos todos al
unísono, carro teníamos!!!
Día viernes, día del corso. Tipo 15.00 hrs, llegó la rampa. En el
barrio había expectación por todo el movimiento. Los niños de la
cuadra se subían al carro, preguntaban por qué, de qué se trataba.
Nosotros corriendo entre el carro y el patio de la casa en donde
teníamos el famoso “témpano”. Con mucho cuidado lo subimos al
carro, colocamos y amarramos sobre éste las figuras de oso y quedó
super. Estaba anocheciendo y ahí nos dimos cuenta de que el carro
no tenía iluminación. A esas alturas nada podíamos hacer y la
decisión fue aprovechar la claridad de nuestros disfraces y los focos
de la calle. Listo!!!
19.00 hrs. aprox. Los que estábamos preparando el carro, ya
vistiendo nuestros disfraces, nos subimos en él en dirección al
colegio. Mi hermano y sus compañeros hicieron lo mismo. Su castillo
montado en un enorme camión y con todos ellos disfrazados de cada
uno de los personajes de Disney. Ni qué decir como estaban los
vecinos y fundamentalmente los niños de la cuadra y otros, que al
saber lo que estaba pasando llegaron corriendo para no perderse algo
especial y único para el barrio: dos hermosos osos sobre el témpano
rodeados de varios osos vivientes que se desplazaban alrededor y un
castillo habitado por personajes de historietas que se hacían reales.
La alegría de todos era desbordante y contagiosa. Varios de ellos,
caminando al lado de ambos carros, nos acompañaron hasta el
colegio, donde nos esperaba el resto de los “compañeros –osos”.
¡¡¡Espectacular!!!
19.30 hrs aprox. Todos los carros poblados de una algarabía
estudiantil bulliciosa, partimos lentamente el viaje hacia la Plaza de
Armas de Los Andes para así iniciar oficialmente a las 20.00 hrs el
Gran Corso del aniversario correspondiente al año 1968 como estaba
anunciado.
20.00 hrs. La plaza y calles aledañas estaban repletas de
personas de todas las edades. Los carros de todos los cursos llenaron
las 4 cuadras que la rodean, incluso quedaron algunos que no
lograban entrar al sector para que pudiesen participar. A ello había
64
que agregar las comparsas que iban a pie por entremedio de los carros
o caminando por los costados. Fue una locura el ambiente que se
generó: música, challa, pitos, gritos, baile de las comparsas,
participación de la gente a través de sus aplausos, de gritar el nombre
del hijo, hermano o nieto que iba en alguno de los carros. La fiesta
popular era completa. Si mal no recuerdo estuvimos como una hora
y media en dicho lugar y el público no se movía.
Finalmente dieron la orden de retirada y así ordenadamente
todos subimos por calle O´Higgins hasta nuestro Instituto. Íbamos
desbordantes de alegría por los momentos vividos y los objetivos
cumplidos pensando además que en la noche del día siguiente todos
quienes conformábamos el Instituto Comercial de Los Andes
teníamos el Gran Baile de Aniversario.
Y nosotros, contentos por el tremendo corso que realizamos
como curso, entre ellos por nombrar algunos como la chica Edith, el
Vicencio, la Raquel, el chino Ramírez, el chico Mansilla, el Nibaldo,
el chico Paiva, el Mesías, la Úrsula, el guatón Ayala, Juanito, la
Carmen, Farfán, el flaco Escudero, el Caballería más los que vivíamos
en la Población Centenario como el guatón Osses y en particular en
el barrio de la calle Brasil de dicha Población como el Gárnica, el
Palacios y yo, conocido como el flaco Núñez, todos integrantes de ese
inolvidable 5to año de comercio del Instituto. Además estábamos
dichosos al enterarnos que nuestro carro de los “Osos Polares” había
sido galardonados con el “primer lugar” del Corso por el Aniversario
del año 1968.
¡¡¡Casi nada!!!
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De calles, moros y pasteles
Desiree Araya Urtubia
Centenario fue el barrio de mi infancia.
Grandes cuadras que al caminar me llevan a mi escuela. Salas
altas, oscuras. Piso de madera y pupitres desgastados. Cómo olvidar
ese patio que nos permitió jugar y ser todos conocidos. Sentir ese
aroma rico de la hora del desayuno y el pan de huevo que nos daban
las Hermanas Franciscanas de mi Colegio, el Santa Clara.
De regreso a nuestra casa, el transitar por la calle Brasil y ver
esos árboles frondosos, grandes, que nos brindaban mucha sombra.
Era imposible no subirse en ellos o, al menos, hacer el intento. Pero
lo más entretenido de todo era que al remecerlos caían moras que
disfrutábamos al recoger y comerlas. Podíamos estar horas
haciéndolo, era uno de nuestros pasatiempos preferido. Como niños
no discerníamos lo que sucedía, sólo era transitar y buscar esos
árboles. Dejábamos sucias las veredas, llenas de moras y todos
nuestros zapatos pegoteados. Hasta que un día la vecina de una
esquina, salió con un balde y nos dejó a todos mojados. Después no
sé si era más emocionante comer las moras o esperar que la señora
saliera con su balde.
El barrio Centenario, disfrutar mi infancia, recorrer esa calles
anchas, casi sin vehículos. Jugando tardes enteras a la pelota por la
calle Arturo Prat que en aquel tiempo no tenía pavimento, regresando
a nuestra casa llenos de polvo. Jugar con los carros de madera con
rodamientos deslizándonos por la calle Brasil. Cómo olvidar cuando
comenzaba a refrescar, las tardes en que salíamos un grupo de amigos
del barrio en nuestras bicicletas. No todos tenían, así que viajábamos
de a dos o tres en ellas, recorriendo las diferentes calles de
Centenario. Pero lo más emocionante era subir el cerro que está en la
calle Perú, detrás de donde actualmente está el Cesfam Centenario,
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para realizar todo tipo de saltos sin importar la bicicleta que
tuviéramos, lo más importante era salir a pasear.
El transitar por mi barrio, salir con mi pololo e ir de compras
a la emblemática Panadería Centenario. Una vez hicimos un esfuerzo
y compramos un rico pastel de selva negra. El tenerlo en mi mano y
mirar un rico marrasquino rojo, y al mismo tiempo ver cómo, en ese
instante, era arrebatado de mi propia mano por un señor canoso, de
jeans y chaqueta azul marina, esas que usan los mecánicos. Era el
“loco mezclilla”. ¿Qué podía hacer? sólo observé sus manos
temblorosas, y cómo lo saboreaba y disfrutaba al comer. Ese era mi
pastel y él me lo arrebató. Tantas cosas pasaron por mi mente, gritar,
llorar, pero después pensé “quizás desde cuándo que no come”. Sólo
miré a mi pololo y le dije “démosle esa oportunidad, yo sé que en otro
momento podemos disfrutar y comer otro”.
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Juegos y amigos en calle Uruguay
Raúl Agüero Ayala
Junto a mis padres, mis cuatro hermanos y yo (soy el del
medio) llegamos a vivir a Centenario en la década de los 60. Aunque
habíamos nacido acá en Los Andes, veníamos de Río Blanco, ya que
mi papá era carabinero, jefe del retén en esa localidad
precordillerana. Había sido destinado a Los Andes como jefe del
Retén de San Rafael, que hoy no existe (está sólo el retén de
Curimón). Así se inicia una primera etapa de mis recuerdos en
Centenario.
Llegamos a la calle Uruguay número 8, casi al llegar a calle
Chacay. Era una casa que pertenecía a mis abuelos maternos quienes
vivían en Río Blanco. Nunca salieron de allá, pero tenían esta casa
para sus hijos. De color celeste, estaba construida en adobe, no tenía
antejardín, sólo una puerta de entrada. Terminaba la muralla del
frontis de nuestra casa y seguía la de los vecinos (casi todas las casas
eran así, una al lado de la otra). Uno entraba a la casa y se encontraba
con el living un tanto oscuro, ya que no tenía ventana a la calle.
Luego, al costado derecho, dos dormitorio, uno al lado del otro, el
primero con ventana a la calle. Hacia el interior estaba el comedor
tipo galería, muy iluminado ya que uno de sus costado era con
ventanal de vidrio que daba hacia el patio interior. Continuaban dos
dormitorios más y un patio con un bonito parrón, la cocina y los dos
baños a un costado del patio.
Uruguay era una calle de tierra, todas estaban así en el barrio.
Ahí aprendí a andar en bicicleta. Mis rodillas, codos y cara supieron
cómo era rodar por la tierra tratando de aprender. Después de varias
heridas e intentos aprendí por fin. Teníamos como vecino en la casa
esquina a don Ítalo Toro, que tenía tres hijos, Ítalo, Iván y Carmen o
Carmencha como le decían. Recuerdo que criaban pajaritos, unos
canarios que tenían en unas jaulas, pero que siempre se escapaban
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para el parrón de mi casa. Don Ítalo les tiraba agua y los pillaba para
devolverlos a la jaula (decía que mojados no podían volar, y así lo
pude comprobar ya que quedaban estáticos al mojarse). Al otro lado
vivía la familia Alfaro, don Juan Alfaro, su Sra. Violeta y sus hijos, Juan
o Juanucho, Rosa y José Antonio, que era de mi edad, como 7 u 8 años
(radicado en Europa hace muchos años). Inmediatamente después de
esa casa, vivían los papás de Hugo y Luz Troncoso (era una casa azul),
no recuerdo el nombre de ellos. Al frente vivía la tía Margarita
(hermana de mi mamá) y su esposo, el tío Victoriano y mis primos,
Luis Orlando y Ana Rosa, era una casa verde recuerdo. Y al lado de
ellos vivía la familia Lazcano que eran feriantes (don Alonso, su Sra.
y sus hijos, recuerdo a Caloa y Alonso, los nombres de las hermanas
no me acuerdo, Laura creo que se llamaba una de ellas). Me acuerdo
también de su carretela cargada de verduras rumbo a la feria
(entiendo que aún don Alonso tiene un puesto en las ferias libres).
En la esquina de Uruguay con calle Ecuador vivía la familia
Müller. Era una casa amarilla, hoy de color ladrillo. Ese matrimonio
tenía dos hijos Hans y la tía Erika, le decíamos tía porque eran muy
amigas con mi mamá. La tía Érika tuvo un hijo con Juanucho Alfaro
(Alejandro Alfaro Müller) y mis padres fueron sus padrinos de
bautizo. Janito, como le decíamos, nos dejó al igual que la tía, hace
algunos años.
Recuerdo también a la familia Herrera que vivía en Chacay y
vendían leche. Nosotros éramos unos de sus clientes habituales,
como muchos vecinos del sector, que cada día disfrutábamos de su
rica leche de vaca. Un poco más allá, en Chacay con Perú, vivía la
querida familia Espinoza, famosa y reconocida por el rico mote con
huesillo que vendían en su tradicional puesto en Avda. Argentina,
visitado especialmente por turistas que venían a nuestra ciudad. Don
José, sus hijos, la tía Quena, el tío Lali (quien todavía está en la
alameda Argentina con su puesto), tío Pepe y su fiel compañera, la
bicicleta. Les decíamos tíos por respeto y porque eran muy amigos de
mis padres, de hecho, la tía Quena junto a su marido son mis padrinos
de Confirmación y el tío Pepe fue padrino de mi hermana Anita.
69
Recuerdo también el negocio de Luchito, como era conocido
en el barrio, estaba en Uruguay esquina Brasil. Era un almacén donde
uno compraba los famosos helados de invierno o tongo, los ricos
calugones o las sustancia que eran grandes y cuadradas, entre otras
golosinas que eran el premio que nos regalaban nuestros padres por
ayudar en la casa o sacarnos buenas notas.
En marzo del año 65 hubo un terremoto grado 7.4. Fue como
a la hora de almuerzo más o menos. Casi todas las casas del sector
sufrieron daños de consideración. A mi casa, que era de adobe como
todas en esa época, se le abrieron las murallas y quedó partida por
todos lados. Recuerdo que se trabó la puerta de entrada y no pudimos
salir a la calle, debimos pasar todo el terremoto adentro, debajo del
parrón llorando y gritando como niños que éramos, los cinco hijos
colgados de los vestidos de la mamá, muy asustados. Los vecinos
estaban muy preocupados, porque todos salieron a la calle, menos
nosotros. Fue caótico ese momento, porque después venían las
réplicas. Mi papá que estaba trabajando en San Rafael, nos mandó a
buscar y nos fuimos a una bodega junto a los Carabineros, donde
habían montado un retén provisorio, ya que el oficial se había
derrumbado por completo. Ahí estuvimos varios días. La mamá
preparaba la comida para todos en una improvisada cocina, aunque
era incomodo el lugar nos sentíamos más seguros allí junto a mi
padre.
Dentro de las travesuras que hacíamos como niños en el
barrio, recuerdo el colgarnos de los coches Victoria en la parte
trasera. Estos coches eran el gran medio de transporte de esa época,
eran como los taxis de ahora. Era toda una aventura y junto a mi
vecino y amigo inseparable, José Antonio Alfaro, esperábamos que
pasara el coche y nos subíamos a la parte trasera, el tour terminaba
cuando le gritaban al cochero ¡¡huasca atrás!! y para que no nos
pegara la huasca, nos dejábamos caer en plena marcha a tierra.
También me recuerdo de las pichangas en la calle donde no había
reglas, todo el montón corría detrás de la pelota.
70
Don Juan y Juanucho Alfaro eran bomberos de la 1era
Compañía. Con José Antonio jugábamos a los bomberos con sus
vestimentas. Nos poníamos unas chaquetas negras tipo cuero, una
toalla blanca la cual se ponía al cuello y unos cascos negros grandes
(tipo Pato, aún se les conoce con ese nombre), los cuales en la parte
superior tenían pegado el número 1 que identificaba a esa Compañía
de bomberos, equipo que usaba la Bomba Andes para combatir los
incendios en la época. Nosotros corríamos desde su casa a la nuestra
y viceversa haciendo cuenta que estábamos combatiendo un
incendio, haciendo sonar la sirena con nuestras bocas. Eran inocentes
juegos de niños.
Recuerdo que Juanucho junto a Hanz tenían un grupo y se
juntaban en la casa de los Alfaro a tocar guitarra y a cantar. Estaba de
moda la canción San Pedro trotó 100 años de Rolando Alarcón, y
cuando cantaban ellos se escuchaba en todo el barrio. Era
entretenido.
Junto a mis hermanos mayores fuimos matriculados en el
Colegio Santa Clara que estaba ubicada en calle Chacay esquina Perú,
donde está actualmente la Básica. En esa Escuela hicimos parte de
nuestra enseñanza primaria. Recuerdo con cariño a las monjitas, en
especial a una de ellas que tocaba la guitarra y cantaba “Dominique,
nique nique”, canción de esos años. Recuerdo también a un profesor
que tocaba la acordeón y nos hacía cantar la canción “Chiu-Chiu,
canta, canta pajarito”, muy popular en ese tiempo.
Al finalizar esta primera parte, recordar al Loquito de azul o
Loco de mezclilla. Cómo olvidar cuando pasaba por mi casa y la mamá
le daba comida en su tradicional ollita de aluminio. Si no le gustaba
el menú del día, la botaba en la misma puerta de la casa. Nosotros,
niños, lo veíamos y arrancábamos a escondernos. No entiendo el por
qué, si no era agresivo, por lo menos en el barrio, además que todo el
vecindario le tenía cariño y le respetaba, pero nosotros en esa época
arrancábamos igual. Era una persona que sabía mucho, ayudaba a los
estudiantes del barrio a hacer sus tareas y les resolvía los problemas
de matemáticas. Eso decía mi primo Ramón Miranda quien también
71
vivió en el barrio Centenario y estudiaba en el Instituto Comercial y
supo de sus conocimientos.
Por el trabajo de mi papá, que ascendió de grado y lo
trasladaron a Santiago, estuvimos varios años en la capital. Cuando
nos fuimos, a la casa de Centenario llegó a vivir una tía con su familia,
quien era una de las hermanas mayores de mi mamita. De esa familia
es mi primo Ramón, que supo de los conocimientos del Loquito de
azul. Ellos vivieron allí un tiempo, ya que luego obtuvieron casa en la
Población Gabriela Mistral y se cambiaron, quedando la casa
desocupada.
Hacia los años 75-76, volvimos a Los Andes, a nuestro barrio,
nuevamente a la calle Uruguay, N° 8. Ahí se inicia otra etapa de mis
recuerdos centenarinos.
Era distinto el barrio. Algunos vecinos se habían ido. La tía
Margarita y su familia por ejemplo se vinieron a vivir al centro de la
ciudad. Los que eran jóvenes en ese época eran ya adultos y se habían
ido del barrio buscando otros horizontes. Otros formaron familias,
etc. Todo estaba cambiando, a los coches Victoria se sumaban los
taxis como medio de transporte. Algunas calles estaban
pavimentadas. Al frente, por Chacay no estaba el potrero, porque se
había construido la Población Virgen del Valle, principalmente
militares y sus familias. Había una cancha de fútbol que era de tierra
recuerdo, donde ahora está la población Parque andino. Se formó un
club con el nombre de Deportivo Virgen del Valle, integrado por
gente de esa población y otras personas del barrio Centenario, como
yo. Recuerdo al entrenador, el Suboficial Tello, a los hermanos Valdés
(Jaime y Luis), con los cuales integrábamos la primera serie, además
de Toledo, Ortega y otros.
En el año 1978 mi papá, por intermedio del Serviu, obtuvo un
departamento en el edificio Los Libertadores, que está frente al Liceo
Maximiliano Salas Marchan por calle Santa Rosa. Nos fuimos a vivir
allí, pero sin perder el contacto con mi barrio, jugando por el mismo
Club y conservando a los amigos. En realidad pasaba más en
Centenario que en mi nueva casa del centro. Mis papás dejaron
72
muebles allí, así que la casa seguía a disposición nuestra. Iba en las
tardes a juntarme con mis amigos después del colegio y los fines de
semana me iba para allá. Llegamos a hacer varias fiestas, aunque todo
muy sano, aunque no por eso menos divertido. Mis padres entendían
que yo pasara tanto tiempo en Centenario. Allí estaba mi mundo, mi
ambiente y mi gente. Ahí yo era feliz.
En actualidad sigo ligado al querido barrio Centenario, desde
mi trabajo como funcionario público he seguido apoyando y
ayudando a los centenarinos en sus diversas actividades. Desde hace
una década, colaboro con un programa en Radio Fátima, ubicada en
dependencias de la Parroquia de Nuestra Señora Fátima, en calle
Valentín Pardo, frente a la Plaza Arturo Prat en el centro de
Centenario. Este programa radial me permite estar semanalmente en
contacto con los vecinos desde el “Corazón de Centenario” como dice
el slogan de nuestra Radio.
Centenario es un barrio que yo quiero mucho porque fue
parte importante en mi infancia, una infancia inolvidable para mí.
Barrio lleno de historia con vecinos muy nobles y cariñosos.
73
Salidas y mirador de atardeceres en una casa
especial
Consuelo Elita Turner Astudillo
En Centenario viví gratos momentos de infancia y juego.
Recorríamos el barrio, siempre cuidadas por mis papás u otros
adultos. Tengo de ahí muchos recuerdos y nostalgias de barrio.
Partiré describiendo aquellos lugares que me traen sus imágenes
desde el pasado.
Los almacenes de la época eran el emporio don Tonino, en la
esquina de Perú con Brasil, frente a lo que es hoy la vidriería Gamboa.
En Perú había una panadería de unos españoles que tenía los hornos
empotrados en la muralla, donde más tarde se estableció la familia
Cubillos, que también fue almacén. Otro negocio famoso ubicado en
Avda. Chile donde hoy existe un templo mormón, local bien oscuro
donde se vendía carbón, leña y abarrotes, era atendido por su dueña,
la recordada Pochita, señora muy amable y que siempre andaba con
sus manos negras por el carbón. Hacia el centro, por Avda. Chile,
frente a la familia Rodríguez Cacciuttolo, estaba el emporio de don
Mario, donde se compraba aceite, legumbres, té, azúcar, etc. todo a
granel y envuelto en papel café. Otro negocio era el de don Raúl, en
Perú con Avda. Argentina, donde se vendían cosas de abarrotes en
general, donde algunos vecinos podían comprar al “fiado”, anotando
la deuda en una libreta. La verdura se compraba donde la Sra. Elena,
un negocio frente a la familia Villarroel, en Brasil con Bolivia, al lado
de la familia Razeto. La carnicería estaba frente a los Villarroel, local
al que no entrábamos porque nuestra familia era vegetariana.
Al lado de la familia Porzio, en calle Perú, vivía un señor que
tenía una inmensa carroza fúnebre, muy alta, negra y con dos faroles
al costado. Era tirada por cuatro caballos y la guardaban en un galpón
con un enorme portón al lado de su casa. Lo impresionante era que
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el cochero iba todo vestido de negro, con una capa negra y un
sombrero de copa negro, en una carroza negra. Era un espectáculo un
poco aterrador.
Por el barrio había un lechero que andaba en una carretela
cerrada y tirada por caballos. Pasaba todos los días en la mañana
recorriendo las calles de Centenario, vendiendo la leche por litros. Era
muy amable y querido por todos los vecinos del barrio, tengo
entendido que se llamaba Alfonso Aguilera.
El otro vendedor que recuerdo era el de mote mei (de maíz),
que con un canasto con un paño blanco para mantener el calor,
gritaba por las calles “mote mei, pela’o el mei, calentito”, producto
que se vendía en invierno y en la noche. Su apellido era Cantillano y
vivía en Tres Esquinas con su mamá. Yo visité alguna vez esa casa y
lo vi preparando el mote.
Con familias amigas salíamos al Cerro de la Virgen, grupos en
que otros vecinos aprovechaban de encargar a sus hijas a los
matrimonios que encabezaban la caravana para que las pudieran
llevar. Subíamos por el parque, que era muy lindo, lleno de árboles y
flores, había escaleras y pilas de agua, las mismas que había en la
plaza de Los Andes en aquel tiempo. Llegar hasta la Virgen, era un
paseo de toda la tarde, cansador, pero muy hermoso y reconfortante.
Amigos de mi papá era el matrimonio de don Belarmino
Figueroa y doña Aminta Amaya, que vivían en la esquina de Guayana
con Rep. Argentina, en una casa muy antigua. Eran muy amigos de
nuestra familia porque compartían la misma fe. Mi padre predicaba
la palabra también, y lo hizo algunas veces en la pequeña iglesia que
tenían los Figueroa Amaya. Además eran amigos porque eran
seguidores de la vida naturista como mi padre, siendo al igual que él,
asiduos a los baños de sol, de asiento y de vapor. De hecho, ellos
tenían unos baños de vapor a los cuales concurríamos muy seguido.
En una primera versión de este libro se comete un error, basado en conjeturas,
respecto del aspecto físico de don Alfonso. Rogamos no considerar esa
información previa. Damos nuevamente disculpas a la familia de este recordado
vecino.
75
En esos años, todas las niñas de la cuadra de Brasil jugábamos
a saltar la cuerda, al “lote de cebolla”. Las sogas que prestaba o
regalaba don Guillermo Lazo, quien tenía camiones, eran muy
pesadas, por lo que eran los papás y mamás los encargados de darlas
vuelta. También se jugaba a la pelota, a la “quemada” y el “luche”,
cuyo tablero de nueve números se dibujaba con una tiza en las
veredas que estaban pavimentadas. Todas las veces que jugábamos en
la calle, había gente mayor cuidándonos y vigilándonos.
Por las calles de Centenario pasaban acequias abiertas,
espacio donde muchos niños jugaban y se bañaban en verano. A mí y
a mis hermanas nuestro papá no nos dejaba jugar porque, además de
ser mujeres, según él, eran aguas servidas. Con esas aguas los vecinos
regaban los árboles y las calles que no estaban pavimentadas,
especialmente en verano, para que no levantaran tanta tierra.
Mis hermanas y yo, no fuimos al colegio porque mi papá, el
Gringo Turner, nos enseñaba en nuestra casa de calle Brasil. También
recibimos instrucción y enseñanza de nuestra vecina, Alicia Caiceo,
una mujer muy amorosa, dedicada y valiente.
Nuestra casa era bien especial, con muchos árboles y flores. Y
tenía un mirador que construyó mi papá para mirar y que entrara luz,
generando un espacio muy confortable. Ese lugar era usado por el
papá para hacer sus clases particulares de inglés, recuerdo que eran
varios los que iban, sobre todo alumnos de secundaria del Instituto
Chacabuco. Recuerdo haber visto unos diez al mismo tiempo en casa.
El mirador era un lugar muy importante para nosotras. Era
nuestro espacio de juego, siempre muy limpio y hermoso, y desde ahí
se podía ver todo el barrio Centenario y la cordillera. Los viernes mi
papá tocaba el violín, cantábamos viendo la puesta de sol y recibiendo
un día especial para la familia, el sábado.
76
Mi Padrino, el Auriga número Siete
Fermín Zamorano Carlini
Creo que a esta edad los años se están yendo demasiado
rápidos. Quizá por ello los recuerdos se agolpan en la mente con la
desesperación de no ser olvidados, aunque muchos han perdido parte
de su nitidez y pasan a ser sólo una sombra de lo que fueron. Pero a
veces se hace difícil, mi mente lucha con la vorágine y la locura de
este siglo veintiuno, como para darme un respiro y la libertad, cual
niño pequeño, ingreso a esa maravillosa máquina del tiempo que
todos llevamos dentro. Después de todos estos años vividos no he
podido dilucidar si esta máquina es el corazón o la mente que me dan
la posibilidad de ir al pasado, permitiéndome viajar por el antiguo
Centenario.
Como mis padres tenían un negocio donde se expedían
bebidas alcohólicas, un niño pequeño como yo, no podía vivir en el
mismo lugar. Ellos le pidieron a mis padrinos de bautizo pudieran
hacerse cargo de mi crianza, prácticamente desde mis primeros
meses de vida. Una amistad de años, de muchos años, quisieron
sellarla a través del eterno y más sagrado vínculo que puede unir a
dos familias amigas, la crianza de su hijo.
Así llegué a la casa de mi padrino y mi madrina. Esta casa, que
aún existe, se encuentra ubicada en calle Arturo Prat N° 227, esquina
calle Guayanas. Mantiene su frontis original con una entrada que
consta de dos puertas una de las cuales ingresa abruptamente al
comedor de la casa y la segunda lleva a un pasillo por una gran galería
abierta para encontrarte frente a un enorme patio, techado por un
parrón de la llamada “Uva Tonta” debido al gran tamaño de sus
granos y lo hostigoso de su dulzor. El parrón estaba franqueado por
dos grandes matas de Jazmín del cabo, que cada mañana de
primavera entregaban el más exquisito de sus perfumes. Traspasado
este parrón se podía encontrar una gran cantidad de árboles frutales
77
y flores, entre ellos los naranjos Thompson, limones y olivos,
destacándose en el centro un inmenso y añoso damasco que trepado
en él, podía pasar tardes enteras viviendo espectaculares aventuras
selváticas.
Ese era el Centenario de calles de tierra, de esas casas de
adobe de puertas siempre abiertas, de esas vecinas que todas las
tardes sagradamente sentadas en el frontis de sus casas intentaban
capear el calor del verano andino. Mientras, nosotros, los cabros
chicos, corremos por todo el largo de la calle Guayanas, montados en
las torcidas y desgastadas escobas de curaguilla, remedo de briosos
corceles de brillante pelaje.
Es el tiempo del Centenario en que todavía existen las
grandes quintas agrícolas con sus plantaciones de duraznos, tomates,
sandias y melones. En esa misma quinta ubicada en la calle Arturo
Prat con calle Brasil, donde una tarde llegara el candidato Jorge
Alessandri Rodríguez, para entregar su “desinteresado” saludo a los
andinos y de paso pedir el apoyo de los centenarinos, para poder
llegar a la Moneda.
Y de repente un sonido familiar nos hace detener nuestra
frenética carrera. A lo lejos podemos escuchar el golpeteo sobre la
tierra y las piedras, son los cascos de unos caballos que se acercan.
Nuestro pálpito no se equivoca. Doblando la esquina de la carnicería
de don “Queno” Orellana, aparecen dos alazanes trayendo el negro y
lustroso coche Victoria de mi padrino, don Albino Córdova Gómez.
El griterío y el ladrar de los perros altera aún más la
tranquilidad del lugar, y todos hechos una tromba corremos al
encuentro, a su encuentro, enredados con los perros y seguidos por
más de alguna mamá con la chancleta en la mano intentando que su
hijo obedezca su llamado. Sin oír nada, corremos como locos porque
sabemos que podremos colgarnos en la parte trasera del coche
Victoria, con toda la inocencia y la confianza que solo tienen los
pequeños. Porque también tenemos la seguridad que nadie avisara al
Auriga, con el temido y doloroso grito de: “Huasca Atrás”. A más de
alguno su mamá, a modo de castigo por la hazaña, lo llevará a la casa
78
a hacer las tareas, repasar las odiosas tablas de multiplicar y practicar
la lectura del silabario del Ojo.
Yo en tanto sintiéndome el más de los afortunados, subo al
pescante del Victoria junto a mi padrino, cual jovencito de película
de pistoleros, para conducir esta diligencia perseguida por
imaginarios pieles rojas de celuloide. Y después ayudar a mi padrino
a desensillar los caballos, llevarles pasto, afrechillo, agua y para que
puedan tener su merecido descanso hasta el día siguiente.
El coche entraba por el portón de la casa que daba hacia la
calle Guayanas. El espacio para el resguardo del coche era un alto
galpón techado de zinc, donde quedaban protegidos los arneses, el
pasto y el afrecho. Al fondo de la propiedad se encontraban las
pesebreras, dos grandes contenedores construidos en cemento,
donde se depositaba el alimento. Al lado un pilón también de
cemento en el cual los caballos podían beber agua. Cuantas veces
estas pesebreras me sirvieron de escondite ante un castigo por una
travesura realizada.
Mi padrino tenía su principal lugar de trabajo en la Plaza de
Armas de nuestra ciudad, época en la cual se había creado el Gremio
del Rodado, contando con alrededor de 63 socios dueños y
trabajadores Aurigas. Puedo hacer un esfuerzo y recordar que junto a
él, estaban, por los que nombraba mi padrino, don Aclicio; don Luis
López “El Diuca”; “Ño Pago Todo”; don Juan Navarro conocido como
“Caldo Grueso”; el “Tuerto Vargas” poseedor de un genio de todos los
diablos; don Juan Gamboa Gallardo, quien vivía en el Cariño Botado
en San Esteban y viajaba a diario en su coche a trabajar a Los Andes;
el “Pela’o patas de arrolla’o” debido a los problemas que presentaba
para caminar; mención especial merece don Luchito Estay, más
conocido como “El Cochero Fantasma”. También estaba don Luis
Nanjarí conocido como “El Conejo de la Suerte” o “Rabito”, de quien
hace algunos años tristemente presenciamos su partida y con él, el fin
de la tradición.
Algunas de las anécdotas que ocurrían muy tarde de noche,
era cuando mi padrino debía ir a dejar a los enfiestados que habían
79
pasado una entretenida y regada noche por calle Independencia.
Muchas veces estos parroquianos y habitúes del “Paris de Noche”,
dejaban su transporte hablado con anticipación, fijando la hora para
que fueran a buscarlos, como los parroquianos eran casi siempre los
mismos, dormían todo el trayecto hasta su casa. Muchas veces mi
padrino contaba que la esposa, al salir a recibirlos, pensaba que
ambos venían de una noche de juerga, y como de los dos el único
consciente era él, la señora iniciaba un largo rosario de grueso calibre
en su contra, por lo que rápidamente debía abandonar el lugar. Y el
valor de la carrera, bueno, era cancelado al día siguiente o cuando la
quincena o el fin de mes lo permitían.
Recuerdo también una infinidad de matrimonios que se
realizaban en Los Andes, donde lo más elegante era que los novios
dieran su paseo en un descapotado Victoria bellamente adornado con
flores y cintas blancas, conducido por una auriga de correcto terno
oscuro, corbata y sombrero al tono. Que linda vida se vivía en ese
Centenario y Los Andes de antaño.
Y entonces, casi sin darme cuenta o a sabiendas, y en lo que
creo ha sido un solo parpadeo, la vorágine de la vida me toma en vilo
y me hace crecer, estudiar, trabajar, casarme, criar hijos, perros, gatos
y alejarme de mis raíces, de los amigos, de los vecinos que me
conocieron de pequeño, muchos de los cuales ya partieron y ni
siquiera pude enterarme de ello.
El doctor me recetó que debo caminar más, la pandemia me
está pasando la cuenta. Como nuevo y obediente paciente salgo a
caminar sin rumbo. Por prescripción médica debo completar una
hora de ejercicio. Sin pensarlo llego al barrio Centenario y vuelvo a
pasar por aquel lugar. Hoy las quintas son grandes poblaciones, las
calles están pavimentadas, hay muchos postes con luz led y muchos
autos y colectivos. Pero no están las vecinas sentadas frente a sus
casas, las acequias de media cuadra son sólo un árido recuerdo, nunca
más he vuelto a escuchar los cascos de los caballos, nunca más he
podido ver un elegante Auriga en su lustroso y elegante coche
Victoria. Triste es también que ya no haya “Cabros Chicos” que griten
80
y jueguen en la calle, hoy el Covid y el nuevo siglo los tiene
“encerrados” e inmersos en sus pantallas táctiles.
Cada vez que realizo mi caminata, me detengo un momento
en la esquina de Calle Arturo Prat con Guayanas, con la secreta y
egoísta esperanza que aparezca nuevamente el par de alazanes
tirando el coche Victoria guiado por mi padrino, y tal vez, vuelva a
escuchar su voz que me invita a subir a su elegante carruaje número
siete y juntos realicemos un maravilloso y eterno viaje.
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De niño por las calles Brasil, Perú y Bolivia
Edward Turner Araneda
Hoy día, mirando hacia atrás, siento mucho alegría y
satisfacción por haber cursado mis estudios primarios en la famosa
Escuela América N° 1. Recuerdo con mucho cariño a mis profesores,
especialmente a la profesora Juanita Rodríguez Cacciuttolo, quien
con mucho cariño me enseñó a leer, escribir y las cuatro operaciones
matemáticas.
Con mis compañeros nos divertíamos jugando en los grandes
patios de la Escuela, con muchos árboles, siempre disfrutando de los
desayunos y colaciones. Recuerdo que nos hacían trabajar en los
huertos escolares, hacer gimnasia y siempre mantener la compostura
en clase.
Terminada la jornada pasaban varias cosas. Afuera casi
siempre se ponían unos vendedores de peumos en jarritos pequeños
enlozados, que rico era caminar a casa disfrutando esos pequeños
manjares. Un poco más abajo, las diferencias entre algunos escolares,
terminaban en las famosas riñas, a combo limpio, que se disputaban
en la cancha de Centenario, hoy Estadio Centenario.
De los entretenimientos de la infancia recuerdo que
disfrutaba muchísimo andar en bicicleta por todas las calles del barrio
con los amigos-vecinos de las calles Brasil-Perú-Bolivia. Todos
aprendimos a andar en bicicleta por esas calles y en la plaza. Era
especialmente emocionante tirarse por la bajada de Perú Oriente a
toda velocidad, gritando y sintiendo el viento. Recordar con cariño a
los vecinos que tenían talleres mecánicos que muy amablemente nos
inflaban las ruedas de las bicicletas, David Vargas y Arturo Lozano.
Estos mismos vecinos eran quienes nos proveían de los rodamientos
para hacer los famosos carritos de madera, pequeños y frágiles
autitos. Con ellos también nos tirábamos por la bajada de Perú
Oriente, frenando con los tacos de los zapatos, uno de los grandes
momentos de aquella experiencia automovilística.
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Por supuesto, no se pueden olvidar las pichangas en la calle
con los amigos, donde nadie se enojaba. Al contrario, los vecinos
salían a sentarse a las puertas de las casas a conversar, tomar el sol y
mirar o vigilar a los niños que jugaban. A veces, a la cancha de Tenis
Andes íbamos con un amigo a ganarnos unas monedas recogiendo
pelotas de tenis. La primera televisión en la cuadra la tuvieron la
familia Lozano y los Tobar-Gamboa, quienes amablemente invitaban
a los niños y niñas del barrio a ver los programas infantiles de esa
época, permaneciendo tardes enteras viéndola. También nos
asombraba la carnicería de la familia Quiroga en República Argentina
con Guayanas, donde vimos faenar animales, hacer prietas, preparar
arroyados, etc. Y eso que nosotros, en mi familia, éramos
vegetarianos.
Otra experiencia recordada de la niñez, eran los anhelados
domingos de paseo con dos o tres familias del barrio al río Aconcagua.
Salíamos aperados de canastos, pilguas, pelotas y frazadas, era una
caminata larga. Llegando al sector de Coquimbito se bajaba a las
compuertas, parada obligatoria para ver desde allí al río todo
arremolinado. Luego, caminando por la línea férrea se continuaba por
un camino donde había plantaciones de cáñamo a ambos lados, para
llegar a la ribera del río. Ahí se escogía la sombra de majestuosos
sauces, había arena y se buscaban posones adecuados para bañarse.
En esos años, el Aconcagua era muy ancho y caudaloso, con
diferentes brazos, por lo que los adultos se turnaban para vigilar a los
niños. Allí se almorzaba, se jugaba y se tomaba once, para luego
retornar antes de la puesta de sol por la misma ruta. En otras
oportunidades la caminata era rodeando el Cerro de la Virgen,
camino polvoriento, para salir por el Regimiento en aquel tiempo
Guardia Vieja, y luego bajar por la calle que desemboca al río.
En perspectiva, mirando hacia atrás, veo que en esas acciones
y pequeños gestos se demuestra el espíritu amigable, de familia, de
comunidad de los vecinos. Había inocencia y compañerismo en las
gentes de ese entonces. Hermosos recuerdos de la infancia en
contacto directo con la naturaleza, con las familias y los amigos del
barrio.
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Fútbol en la calle Chacay
Ramón Cortez Ahumada
Sentí una alegría enorme cuando anoté ese golazo de cabeza.
Casi de la mitad del campo de juego, en el Campeonato de Fútbol
Calle, pero, no de cualquier cancha. Era la inauguración de la calle
Chacay de Centenario, que pasaba de la tierra al cemento y el
Gobierno comunal de la época, tuvo la excelente idea de organizar un
campeonato escolar con la participación de los establecimientos
municipales de Los Andes, a fines de los ochenta.
La cancha se ubicó en la misma calle Chacay, entre las calles
Ecuador y Bolivia. Luego del gol, mis compañeros de curso corrieron
a abrazarme. Ni me veía entre tantos abrazos, ya que, era el más
pequeño de todos.
Cada escuela tenía el nombre de un país sudamericano, como
las calles de Centenario. Nosotros éramos Paraguay. Es que yo estaba
obsesionado con el fútbol paraguayo por “su garra” y la especialidad
de la casa “el cabezazo”. Por cierto, aunque soy de baja estatura,
siempre he tenido buena técnica en el dominio del balón y con los
golpes de cabeza. Le propuse el nombre a mis amigos y les gustó de
inmediato, así que nos inscribieron como “Paraguay”.
Pertenecíamos a la Escuela GN-119 o Ignacio Carrera Pinto,
enclavada en el corazón de la Pucará o Barrio la Concepción, sector
popular e histórico de Los Andes. Como que nunca dejamos de
pertenecer a nuestra querida escuela, nuestra segunda casa. Una
parte de nosotros quedo ahí y los fragmentos de los espíritus de esos
niños, juegan en sus rincones.
Por nuestro nombre, representamos a la Calle Paraguay de
Centenario, tan emblemática, por cierto, ahí donde está la “Panadería
Carámetro” con sus ricas hallullas. Recuerdo como si fuera ayer que
mi madre me mandaba a comprarlas en bicicleta como a las 17:30 hrs.
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Partía como un rayo en busca de esos manjares para la once familiar.
Ahí también está la “Pastelería Gina” que es un paraíso sobre todo en
época de cumpleaños. Esas personas no son pasteleros, “son artistas”,
sus manos están bendecidas para elaborar tan divinas delicias.
Nuestro equipo en la Escuela fue bautizado como “Los
Cabrones”, porque éramos siempre los mismos: el Aldo Arancibia al
arco, el Bruno Silva Perry atrás conmigo, más adelante el Luis Zagal
Urbina y un jugador exquisito que yo le decía “jugador de dibujos
animados” dado que con la pelota hacía cosas increíble, era y es un
malabarista del fútbol, Luis Zamora Espinoza, el famoso “Flaco
Zamora”.
La adrenalina subía. La Calle Chacay era una caldera, una olla a
presión. Más allá, otros colegios disputaban sendas batallas, no
importaba el cansancio, los calambres, la sed, la fatiga. Buscábamos
el triunfo, que es para los futbolistas como el pan, el agua, la sombra
del árbol y el calor en el frío.
Luego, de varias gestas heroicas, llegamos a la final. Evoco cada
minuto de ese partidazo. Comenzamos nerviosos, pero, la posesión
del balón nos dio seguridad. Nos conocíamos mucho.
Casi al finalizar el primer tiempo un recuerdo imborrable en mi
memoria. Enfrentábamos a la Calle Uruguay, representada por la
Escuela John Kennedy. El arquero del equipo rival saca a media altura
y estoy tan bien ubicado que cabeceo inmediatamente y como el
portero estaba adelantado, fue un globo espectacular, un gol
“morrocotudo”, como diría el mítico Pedro Carcuro, o “pedazo de
gol”, como relataría Claudio Palma, el locutor del momento.
Aún guardo en mi retina esa mágica jugada. Corrí como un
loco, no sabía a quién abrazar, miraba al público, andinos y andinas,
“el pueblo en la calle”, docentes, funcionarios municipales, familias,
amigos, ¡era una fiesta! El corazón se me salía de emoción, el amor
por la escuela, por esa bandera, un lugar que me conquistó en mis
primeros años, donde aprendí a leer, a escribir y a dar exquisitos pases
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y convertir innumerables goles. Sí, era el 1 a 0 a favor de mi amado
colegio.
La excitación crecía. La Calle Chacay era un infierno, un
campo de guerra, pero, con las armas del corazón, la lucha y el
esfuerzo.
Justo en la mitad del segundo tiempo nos empatan en un letal
contragolpe. La tensión estaba al máximo, el pueblo centenarino en
pleno, como en Roma en un mítico coliseo. Gritos ensordecedores
venían de trabajadores, de dueñas de casas, tanta gente, niños, niñas
aclamando a sus leones.
Faltaban cinco minutos, justo un córner en contra. El Aldo sale
a destiempo y el cabezazo de un rival se cuela en el ángulo lentamente
como una bomba de hierro. Quedamos en desventaja, 2 a 1 ganaba la
Escuela John Kennedy. Sentí como que un puñal se clavaba en mi
pecho.
Batallamos dignamente buscando el empate pero no pudimos.
Sin embargo, ese momento y la calle Chacay de mi infancia
quedaron grabados como uno de mis significativos recuerdos
futboleros.
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Memorias de botones y palancas
Cristian G. Valencia.
Nací un 11 de agosto en la ciudad de Los Andes. Toda mi vida
he vivido en esta ciudad, he visto los cambios tanto culturales como
sociales a nivel local y de país. La gente, el sector, los gustos, todo en
general. Pero hay algo que me gustaría contar, algo muy especial para
mí.
Cuando éramos niños experimentamos distintas formas de
entretención, sobre todo en Centenario. En la década de los 80 y 90
nos entreteníamos con los juegos tradicionales: la escondida, la
botella envenenada, Santiago Santiago, los comandos, juegos
artificiales y muchos otros.
Pero conocí una entretención que me cautivó. Mis padres le
decían los “flippers”, pero nosotros le llamábamos “videos”. Esta fue
la palabra para identificar los primeros juegos arcade con palanca y
botones que vimos. El centro de video juegos se llamaba “Diana” y se
encontraba justo en la entrada de la Galería comercial frente a la Plaza
de armas de Los Andes. Ese lugar era prácticamente un templo para
nosotros y cada fin de semana deseábamos ir a jugar.
¿Qué hacíamos para ir? Los jóvenes de familia común de esa
época, teníamos que pagar un tributo a nuestros padres. En mi caso
personal, lavar el auto para obtener como paga 100 pesos. Eran 4
fichas, ya que costaba cada una 25 pesos. Cómo era muy malo no me
duraban ni 30 minutos de entretención, como estrategia me guardaba
la última para el final, para quedarme mirando un poco más. Cuando
un niño común y corriente como yo, que no sabía jugar, no sabía los
movimientos, me daban una soberana paliza y “perfect”, quedaba
muy picado.
En torno a los encuentros salió el termino coloquial “soy
papero”, término que creo que se originó acá en Los Andes porque
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nunca lo escuché en la capital. Un jugador “papero” era un contendor
ruin, que usaba un método repetitivo y sucio (una “papa”) para atacar
una debilidad tuya y ganarte fácil. Ante ello se creó el concepto
“respeta pajaritos” o no tienes honor (cuando un personaje después
de ser muy golpeado quedaba mareado e indefenso ante el rival).
El video que jugábamos ahí era el Doble Dragón. Mi hermano
mayor era el personaje azul llamado Billy y yo, su hermano, el rojo
Jimmy. Solo una vez llegamos donde el jefe final al cual le decíamos
Pinocho. No sé quién le puso así, pero tenía una metralleta y te
acababa una barra de vida con tan solo 5 disparos. Yo bauticé a uno
de los jefes “El Lechuga”; después me enteré de que varios en Los
Andes y San Felipe le decían así.
En 1992 salió Street Fighter 2 Champion Edition y ahí
pasamos a otro nivel. Estos Juegos de Pelea eran la sensación con sus
movimientos complejos gracias a una palanca y 6 botones. Apareció
el hadouken, el oyusen que era “Shoryu ken”. Uno quedaba fascinado
viendo cómo los más expertos jugaban y dominaban a cada uno de
los personajes. En ese entonces nació la leyenda del “Fito”, el mejor
jugador de Street fighter, quien ganó un torneo organizado en Los
Andes, consagrándose como un respetado gamer.
En esa época, en la plaza Centenario cada cierto tiempo se
instalaba una feria al igual que en la chaya, la que tenía una parte
llena de arcades y varios de éstos eran Street fighter. Pero pronto se
puso una local de video juegos en el propio Centenario, en calle Av.
Chile, a sólo media cuadra de la plaza. El local se llamaba “Video
Gama” y el dueño era “Don Tito”. Fue una locura para los niños y los
padres. Ya no teníamos que ir a jugar al centro, por fin los videos
quedaban cerca de mi casa y la de muchos. Recuerdo que varias veces
nos castigaron, diciéndonos que estábamos enviciados y
prohibiéndonos jugar si bajamos las notas.
En 1993 y 1994 la empresa Neo Geo sacó los títulos “Art of
Fighting”, juego que llegó al local de Centenario. Cuando nos tocaba
ir a comprar el pan a la panadería Centenario, a las 18:00 horas,
cuando el pan salía calientito. El vuelto siempre lo gastábamos
88
comprando fichas donde don Tito. Yo me volví mucho mejor en este
tipo de juegos y nos creíamos Robert y Ryo haciendo el “Haoh Sho
koken” o la bola gigante que era algo espectacular por su difícil
ejecución. El “Hien shi puken” que nosotros le decíamos el ¡hien sis
futa!, era una patada voladora que iba con fuego. Este movimiento
marcó a varios. De hecho, en esa época me enteré que un muchacho
amenazó al profesor de matemáticas por ponerle un rojo, diciéndole
“le voy a pegar un ¡Hien sis futa!”, haciendo el movimiento igual al de
Robert, el personaje del juego. Cargó agachado y le gritó al profe
“¡Hien Sis Futaaaa!” Lo detuvieron justo. Menos mal. De ahí salió el
dicho me cae tan mal que le voy a pegar un “Hien sis futaaa!!”.
Don Tito nos tenía preparado algo más en 1994. Este año salió
el arcade the “King of fighter”. ¿Por qué impresionó tanto? Porque
podías ver a varios de tus personajes favoritos en un solo juego, como
Terry Bogard de Faltal fury, Robert y Ryo de Art of fighter. Esto hizo
la diferencia. Acá salió otro concepto andino de videojuegos, cuando
al personaje le quedaba poca vida (un 15 %) podía hacer un súper
movimiento llamado “Poder de desesperación”, si lo conectaba, le
podía quitar un 50% o 75% de vida al rival. Acá lo bautizaron como el
“Challenger” creo que fue a raíz del Doble Dragon arcade que decía
“Challenger” y cambiaba o hacia un poder especial. No eras jugador
en Los Andes si no sabías cómo hacer el Challenger en the King of
fighter. Hasta los santiaguinos se llevaron este nombre.
Cuando salió Mortal kombat y después Mortal Kombat 2
también fue furor. Recuerdo que le suplicábamos a don Tito, que era
el primero en tener el cartucho del juego de Súper Nintendo, que nos
lo arrendara por un día. Su hijo no quería y don Tito se reía porque
sabía que él lo quería. Al final, nos lo arrendó a nosotros. Siempre
quisimos al caballero por paleteado. Después de todo, le habíamos
hecho ganar una fortuna.
Los Andes marcó a muchos en ese mundo de video Game. Fue
un espacio de disfrute y que también permitió que no cayésemos en
otros vicios peores. Gasté mucho dinero en fichas pero tuve una
infancia más o menos sana y divertida. Qué buenos tiempos.
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Grupo Ron Pon. Centenario en la Historia del
Rap Andino
Nelson Aros
Se puede afirmar que Centenario y sus barrios aledaños (René
Schneider, Villa Andina, Las Américas, JJ. Aguirre), son la cuna de los
inicios de la cultura Hip hop, ya sea baile, canto, grafitis y aficionados
a las tornamesas. Desde los años 90, se podía ver a diferentes grupos
de jóvenes que se dedicaban a bailar break dance, funke fresh y
diferentes estilos de baile vinculados a la cultura hip hop.
En esos años sonaba un grupo en la ciudad, pionero en la
música Rap en Los Andes: “MCM” (Manuel, Cesar y Mauricio). Estos
jóvenes de la René se dieron a conocer con una balada rap titulada
“Te Prefiero”, canción que los llevó a participar en el festival “Los
Andes le canta a Chile” en donde obtuvieron el segundo lugar.
El Grupo “Ron Pon” nació después, el 28 de mayo de 1997. En
sus inicios fue integrado por Manuel Gallardo, Felipe Cifuentes y Julio
Villagra. Los entonces integrantes de Ron Pon eran muy amigos de
MCM. Esta relación hizo que Manuel Montenegro, líder de MCM,
creara las primeras pistas de Ron Pon, gracias a lo cual la agrupación
de Centenario se convirtió en el segundo grupo de Rap en la historia
de Los Andes.
El nombre Ron Pon surgió después de iniciado el grupo.
Durante un ensayo junto al grupo MCM, había una botella de RON
PON, que era un trago que mezclaba el Ron con vainilla. Los
chiquillos se dieron cuenta que el nombre sonaba bien y se bautizó al
grupo con el nombre de esa botella de Ron Pon.
Al poco tiempo de haberse formado el grupo Ron Pon, tuvo
un quiebre que duró dos o tres meses, tiempo en el cual sus
integrantes intentaron formar dos grupos paralelos, uno de ellos
90
llamado “Chikifunk” y el otro “Furia Latina”. Ninguno dio el resultado
esperado.
Gracias a los consejos del líder de MCM, los fundadores de
Ron Pon se logran reconciliar hacia fines del año 1998, momento en
que se incorporan dos nuevos integrantes al conjunto: Raúl Pardo y
Nelson Aros. Esta nueva formación, ahora de 5 integrantes hizo que
el grupo se enriqueciera con ideas nuevas, lo que los ayudó a obtener
una gran cantidad de seguidores dentro de las cuatro comunas de la
provincia de Los Andes. En la época, todos sus integrantes eran
estudiantes de educación media. Manuel Gallardo, Felipe Cifuentes,
Raúl Pardo y Nelson Aros alumnos del Liceo Particular Mixto Los
Andes. Julio Villagra era el único que estudiaba en el Liceo Max Salas.
Al momento de ingresar, yo quería aportar con ideas, con mis
letras y también con la intención de motivar al grupo a hacer cosas
que nos dotaran de experiencia y un lugar dentro de la música andina.
Participamos en el festival de Aconcagua gracias a la noticia de que
se estaba organizando un festival, motivando al conjunto para que
nos atreviéramos a participar. Durante esa época participamos en
muchos eventos, tales como peñas folclóricas, tocatas en diferentes
colegios, festivales primaverales, café concert, fiestas de la chaya en
diferentes comunas y en un par de ocasiones nos trasladamos a la
ciudad de Los Ángeles, ya que allá éramos conocidos por la gente
vinculada al mundo del Rap. En esa época no existían las redes
sociales para llegar a más personas, y la popularidad crecía gracias a
las presentaciones en vivo. Grabamos el álbum “Intriga” del año 1998
con 10 canciones en formato casete.
Centenario para nosotros era nuestro orgullo. En todas
nuestras presentaciones decíamos que éramos del barrio, la cuna del
Rap Andino, ya que ahí se originó el movimiento Hip-Hop. Para
nosotros Centenario fue y será un barrio muy importante, por su gran
historia, con personajes que han sobresalido ampliamente y que han
marcado hitos Los Andes.
En el año 1999, poco después que Raúl Pardo dejara el grupo,
Ron Pon tiene la posibilidad de participar en su primer festival de
91
música popular. Era una competencia organizados por la SCD, Radio
Super Andina, Ozono Producciones y Archi.
La canción escogida para participar en este festival fue una
balada Rap titulada “Pues te vi partir”. Muchos cuestionaron al grupo
el por qué no llevar la canción dedicada al Loco de Mezclilla ya que
era una canción muy competitiva y con muchas probabilidades de
lograr un lugar. Pero el grupo siguió adelante con su propuesta.
Para competir en este festival, se necesitaba a una persona
con un gran registro vocal y que pudiera darle un toque especial a
esta canción. Fue así como conocen a “Hugo Hernández”, quien
aceptó entrar al grupo, convirtiéndose en su corista. Hugo venía de la
población Los Copihues, situada al otro extremo de Los Andes, fue el
único que no pertenecía al sector de Centenario y sus barrios
aledaños. Por ser un festival organizado por la SCD, Archi y la Radio
Super Andina, se gestionó que todos los grupos y solistas
participantes grabaran sus canciones en los estudios del reconocido
músico Carlos Corales, un maestro en la música nacional. Las
canciones que quedaron en competencia fueron 12, de más de 150.
Entre esas 12 canciones estaba la balada del grupo Ron Pon. Una vez
grabadas las canciones, la radio Super Andina se encargó de darle
difusión a cada una de ellas.
Sorpresivamente la canción “Pues te vi Partir” de Ron Pon fue
adquiriendo gran popularidad entre los auditores. Hasta que llegó el
28 de agosto de 1999, día de la gran final. La competencia se realizó
en las dependencias del antiguo terminal ferroviario de Los Andes, en
donde el Grupo Ron Pon logró quedarse con el primer lugar del
certamen. Hasta el día de hoy atesoramos esa experiencia en nuestros
corazones, no sólo por haber ganado, sino también porque un grupo
rapero de población, de adolescentes que aún no terminaban su
enseñanza media, había ganado un festival de música popular
enfrentando a participantes que tenían años de experiencia y mucho
camino recorrido. Este hecho marcó positivamente y para siempre
nuestras vidas.
92
En el año 2000 el grupo Ron Pon logra otra hazaña más en su
trayectoria musical. Logramos entrar al concurso de grupos de Rap
organizado por el programa Extra jóvenes del canal de televisión
“Chilevisión”. Ahí nos enfrentamos de par a par con grupos de
Santiago, ciudad la cual albergaba a los mejores grupos raperos de
aquel entonces. Logramos pasar a las semifinales. Pero
lamentablemente el concurso no siguió, debido a problemas
económicos del programa. Pero con el solo hecho de lograr ganarle a
grandes talentos santiagüinos, el grupo Ron Pon se convenció de que
Los Andes podía lograr algún día ser la cuna de grandes raperos.
Ese mismo año, grabamos el álbum “Nuestra primera Guerra”
con 10 canciones, en formato casete. Hubo muchas canciones más,
cerca de 40, que hacíamos en vivo pero que nunca grabamos.
El verano del año 2001, participamos en el primer festival
Palmenia Pizarro, con la canción “Una Triste Historia”, canción
homenaje al querido personaje de Centenario, “El Loco de Mezclilla”,
obteniendo el segundo lugar. Al año siguiente el grupo vuelve a
competir en este Festival, esta vez los resultados no fueron los
esperados. Obtuvimos el tercer puesto, aunque nuevamente ganamos
el premio al artista más popular. El consuelo que nos quedaba fue que
siempre obteníamos un lugar privilegiado en todas las competencias.
Lamentablemente, poco después, a mediados del 2002, el
grupo Ron Pon se disolvió definitivamente. El grupo se divide porque
los intereses de los integrantes comenzaron a ser distintos. Primero
se fue Felipe Cifuentes y poco después yo. Ambos creamos el Grupo
“Antológicas Sombras Místicas”. Los otros ex Ron Pon crearon “Pesta
Rebelión”, pero ningún grupo duró más de 2 años.
Yo seguí mi camino como solista adoptando el nombre
artístico de “Polacko el Chileno” y Manuel Gallardo hace lo mismo,
bajo el nombre de “Manolo Sector Sur”. Somos los únicos que hasta
hoy seguimos haciendo Rap. Más allá de estas distintas trayectorias,
a la fecha todos los ex Ron Pon seguimos manteniendo una estrecha
amistad.
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Una infancia feliz en Centenario
Javier Aravena Valle
Desde los seis años viví toda mi linda infancia, mi enseñanza
básica y el inicio de la enseñanza media, en la casa que mis padres,
Jaime Aravena Ramírez y Mónica Valle Palacios, arrendaron en el año
1991 en la calle República Argentina #565, entre las calles Uruguay y
Paraguay. Estaba al lado de la “Quinta de recreo don Juanito”,
conocido también como don Juan Porras. La casa era pequeña,
contaba de un living comedor, una sola pieza grande, cocina y baño.
El patio era muy pequeño, sin embargo en una orilla crecía desde el
patio del vecino una parra que, por entre la malla que dividía las
propiedades, arrojaba algunos diminutos racimos hacia mi patio que,
como niño, disfrutaba feliz.
Era una casa muy acogedora que, pese a ser pequeña, mi
madre, como dueña de casa amante de la limpieza máxima, mantenía
esplendorosa. Barría temprano la calle y saludaba a todos los
“curaditos” que iban a tomar desayuno a la quinta cercana, “buenos
días, señora Mónica”, le decían.
Tengo los más lindos y sencillos recuerdos de esas calles
alrededor de mi casa. Iba al colegio por la tarde y mi mamá me daba
desayuno y almuerzo en la cama, sólo me hacía levantarme poco
antes que pasara tía del furgón. Al llegar en la tarde, sobre todo en
invierno y otoño, me hacía acostarme de manera inmediata, para
tomar una once con pan y palta frita (cuando estaban duras y aun no
maduraban).
Asistíamos como familia a la Iglesia Metodista Pentecostal de
la Avenida Perú, donde el querido y recordado Pastor Rodolfo
Albornoz y su esposa Herminia, quien tocaba muy lindo el acordeón
cuando salíamos a predicar por las calles de Centenario. La gente era
respetuosa, bajaban el volumen de la música, los caballeros se
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sacaban el sombrero y la gente salía a oír la predicación y los himnos
que cantábamos.
Por las tardes del verano y la primavera con los niños de la
cuadra (Carolina, Ricardo y Pía), nos juntábamos a jugar a las láminas
en la gran banca de piedra que estaba en la puerta de la casa de la
abuelita Marta. Al lado había una acequia que en ese tiempo llevaba
agua. A esas veredas las señoras sacaban sus sillas para sentarse en la
puerta de la casa a tomar “el fresco”. También jugábamos a la botella
envenenada, a la pinta o la escondida y, obviamente, también al tocar
alguna puerta y salir corriendo (en ese tiempo no todas las casas
tenían timbre). Este último juego nos duró hasta que la vecina de la
vuelta, la sra. Nuri, me pilló y me fue a acusar con mi mama.
La abuela Marta era una anciana muy elegante y educada.
Vivía con Gladys, la señora que la cuidaba, y su linda perra Charlot,
una pequinés que ladraba y ladraba cuando nos oía jugar en la calle.
La casa de la abuelita Marta estaba llena de muebles antiguos,
partiendo por su cama, de esas maderas gruesas con un respaldo que
casi llegaba al techo, tenía grande vitrinas que decoraban el interior,
jarrones y lavatorios de loza, en los que ella se lavaba los pies. La
perrita Charlot tenía la particularidad que sus amas le daban leche
con una cuchara de té y ella tomaba sin derramar una sola gota, lo
que recuerdo muy bien, porque a veces me hacían pasar y ver cómo
la alimentaban.
Al frente de la abuela Marta estaba la casa parroquial, en
donde vivía la señora Eliana, mamá del párroco de esos años, el Padre
René. Era una anciana bajita, de tez blanca y de pelo castaño, con una
voz muy dulce, siempre con una falda muy larga hasta los tobillos y
delantal. Era muy amorosa para tratar a la gente, una muy buena
vecina. Lo digo con mucha propiedad, ya que mi padre, después de
trabajar en una empresa de alimentación en la mina, quedó cesante
por mucho tiempo. Para el sustento del hogar hacía empanadas, y la
señora Eliana nos compraba todas las semanas más de una docena,
pese a que ella sabía que nosotros profesábamos otra religión (somos
evangélicos). Ella lo hacía por ayudar. Recuerdo que en una
95
oportunidad ella estaba muy enferma, y me hizo pasar a la cocina a
dejar la bandejita con empanadas que mi mamá adornaba con mucha
prolijidad. Sobre una mesa vi dos bandejas más con muchas
empanadas. Le pregunté si acaso se había equivocado, a lo que ella
me respondió “no mijito, yo a todos los que venden les compro,
porque a la misa viene mucha gente que no tiene qué comer, y yo le
regalo una empanadita”, palabras que jamás se me olvidaron. Ahí
pude ver su nobleza, como la de tantos otros vecinos.
La señora Eliana para las navidades hacía un árbol hermoso,
lleno de luces, alto hasta el techo de su casa. En la base del árbol había
una especie de manta roja, en el cual descansaban las figuras de un
pesebre muy llamativo, de muchos colores y más grande de lo normal.
Todas las tardes del mes de diciembre abría la mampara de su casa
para que el arbolito se viera de afuera. Todos los que pasaban por ahí,
se detenían un momento a contemplar tan lindo adorno. En ese
tiempo en la mayoría de las casas se hacían arboles naturales, de
ramas de pino, por lo que era llamativo ver un árbol artificial, sobre
todo para un niño como yo, imágenes que me quedaron grabadas.
En la esquina de calle Paraguay estaba el almacén de don
Pedro Contreras Iturrieta. Recuerdo el nombre completo porque
siempre leía las boletas que me daba cuando iba a comprar. Don
Pedro era un caballero muy educado y amable, de pelo blanco como
la nieve. Vestía siempre pantalones de tela azules o cafés y en el
invierno usaba chalecos de lana muy gruesa y una bufanda café en el
cuello. Su negocio era muy antiguo, con esas características de
antaño. Las despensas en la pared del almacén llegaban hasta el techo
y en las últimas de arriba, tenía los papeles higiénicos, que don Pedro
bajaba con un palo que tenía un gancho. Había un mesón grande que
en cada esquina tenía unas dulceras de cuatro niveles en forma de
pecera de un cristal muy grueso, que en su interior guardaban
distintos tipos de dulces (candys, dulces medias horas, dulces pololo,
toffee, calugas de leche y chocolates de colores marca Calaf que
tenían un autito antiguo dibujado en el papel que los envolvía). Otro
objeto de ese mesón era la romana antigua cuyo sistema de operación
me costó muchos años entender, al pensar una y otra vez por qué
96
cuando don Pedro pesaba algo (harina, yerba mate, fideos, azúcar)
ponía unas especies de tejos de fierro que tenían grabado cada uno
una leyenda 1kg, 2 kg. También en el mesón había una vitrina de
vidrio y madera café con muchas divisiones en la cual se depositaban
los más finos chocolates y dulces de la época (chocolates Capri en
barras grandes, cajitas de cartón de dulces Ambrosoli, cajitas de
cartón de dulces de miel, entre otros) éstos se compraban para
ocasiones especiales como cumpleaños u otros.
El almacén de don Pedro era atendido por él y su esposa, la
señora Anita. Ella era una anciana muy amorosa que llevaba el pelo
corto crespo, de lentes al igual que su esposo, siempre con pintoras
de colores, que eran delantales abotonados y con mangas, como
cotonas. Ellos tenían una renoleta blanca, automóvil que sólo sacaban
para casos y situaciones especiales, como el domingo cuando iban al
campo a Calle Larga o para algún trámite muy importante.
Me encantaba ir a comprar a dicho negocio a la hora de las
onces. A esa hora al Sra. Anita le llevaba a don Pedro una bandeja con
un tremendo tazón de leche y pan batido crujiente de la panadería.
Nunca entendí porque comía pan sin nada en su interior, pelado
como se dice, teniendo tantas cosas en el negocio. Él comía ahí en el
mesón sentadito en un rincón, mientras ella “despachaba”, que era
como le decían cuando atendían público. En ese almacén alcancé a
ver vender el aceite y fideos sueltos, yerba mate, entre otras cosas
vendidas a granel. A veces mi mama le juntaba las bolsas a don Pedro
y me mandaban a dejárselas, muy agradecido me regalaba un rico
“ricolate o rigochoc”.
Una cosa que me marcó de las tantas veces que fui a comprar
ahí, fue que -cuando había mucha gente en el almacén- una señora le
pidió “fideos para perro”. Don Pedro le dijo “señora yo no vendo
comida para perros”, a lo que ella responde “sí, de esos sueltos”, a lo
que don Pedro, algo molesto, le dice “nunca más diga de esa manera
señora, porque hay personas que vienen a comprar de esos fideos para
hacer el almuerzo en su casa y es lo único que pueden comprar y darle
97
a sus hijos”. La señora y todos quedamos sorprendidos e incómodos,
como “para adentro”.
Frente al almacén de don Pedro había un boliche de cambio
de revistas. Ahí iba mi mama a cambiar las novelas que ya había leído
por otras pagando $50 pesos. El lugar también vendía chicles y dulces.
El pan lo comprábamos en la Panadería Centenario, donde su dueño,
Juan Carámetro, quien vendía personalmente los pasteles. Los días
domingo, el único día que se tomaba bebida, había que ir a comprarla
exclusivamente a la botillería “Tacchini”, atendido por sus propios
dueños.
En el año 2000 nació mi hermana y cuando ella enfermaba
pasaba con nosotros mi “mamita Elsa”, que venía desde Llay-Llay. Era
lindo esperar a la abuelita que se bajaba de la micro en la esquina, con
un bolso grande con cosas para “Javielito”, quesos, huevos, queques
con nueces para que el niño llevara de colación al colegio.
Mi casa pasaba llena de gente, por lo tanto nos debíamos
cambiar a otra más grande. Eso fue en el año 2000, recuerdo que yo
tenía 15 años. Me fui llorando a la otra casa, ya que viví muy lindos
años ahí. Me gustaba mucho el barrio, fui feliz en Centenario, con
gente sencilla y noble.
He pasado por ahí, y solo queda la señora María (mama de la
Cuca), todos los demás han fallecido y sus hijos han vendido las casas.
Algunos vecinos eran muy amorosos, no puedo dejar de mencionar a
la señora Clara y don Pascual Montenegro, muy lindas y nobles
personas. Me emociono al acordarme de la señora Clara, ya que la
última vez que la vi nos encontramos en el centro. La saludé y ella
acarició mi rostro y me dijo, con el mismo tono de voz suave y dulce
que la caracterizaba, “Javier, tienes la misma carita de cuando eras un
niño”, al terminar de decirlo lágrimas rodaron por sus mejillas.
98
Relatos de Calles y Lugares
99
100
Caminando por el barrio en los años 50
César González Araya
Permítanme abrir una página de un añoso barrio lleno de
historias, construcciones y personajes. ¿Por dónde empezar?
Punto de partida. Avenida Chacabuco esquina de República
Argentina. Mis primeros pasos se encuentran con planas y pulidas
piedras de río en su primera cuadra, luego… camino de tierra. Siendo
la calle República Argentina de tierra, era usual que los vecinos
regaban la calle desde la acequia con palas hechas con tarros
recortados, con el fin de evitar que el polvo se levantase. Había pocos
árboles con excepción de esos frondosos sauces llorones que colgaban
de los potreros colindantes al poniente, ramas que muchas veces nos
servían de improvisados columpios. En esos largos y lluviosos
inviernos esta calle se transformaba en un pequeño barroso río que
no permitía el tránsito de los vecinos. Luego, al correr de los días, la
calle volvía a ser ese gris y polvoriento lugar.
En estas calles, se podía ver el transitar de carretas y de unos
pocos viejos y gastados automóviles. Sin olvidar por cierto, un gran
número de coches Victoria de color negro brillante, con sus faroles
con candelas que en las noches hacían una bella imagen. Cada ciertos
metros se disimulaba una suerte de vereda. Las casas con fachadas de
barro bien trabajado. Algunas con colores simples, otras más
coloridas. Al aproximarse la primavera y el 18 de septiembre, la calle
mágicamente cambiaba de ambiente: banderas y nuevos pintados de
frontis de las casas.
La entretención que teníamos con esos coches Victoria era
colgarnos en la parte posterior. Mientras, los que no la hacían,
gritaban “huasca atrás”. El cochero reaccionaba pegando unos
“huascazos” hacia atrás, para alcanzarnos. Era el momento de
abandonar nuestra aventura infantil.
101
Una pichanga de fútbol entre los jóvenes de la calle República
Argentina y sus contrincantes de la Avenida Chile, tenía como
nuestro mejor estadio, una cancha de tierra, la calle. Se empezaba
cuando el sol bajaba un poco hasta al anochecer, ahí recién se daba
término al partido.
Paso ahora al detalle de lugares y personas que con el tiempo
pasarían a ser parte de la historia de Centenario. El Italiano (Señor
Cuneo) dueño de una botillería y una camioneta marca
“International” de color gris con barandas de madera. Repartía
chuicos y garrafas de vino por el sector del Patagual, el Pedrero y San
Vicente. Alguna vez, como estudiante, ayudé en estos menesteres por
una módica suma de dinero, útil como aporte familiar.
Luego, como vecino tenía una Sede: el sindicato de la fábrica
de conservas marca Oso, espacio de reuniones de los trabajadores.
Lugar donde también se podía comprar mercadería básica a bajo
costo: azúcar rubia, jabón gringo, legumbres y otros.
A mitad de cuadra había una casa de dos pisos, que era usada
como lugar de compra de nueces, empresa que pertenecía a las
familias Redondo y Esteve. Ahí se congregaban muchas mujeres,
entre ellas mi mamá, mujer de eterno esfuerzo, quienes partían las
nueces para luego ser comercializadas por sus dueños. Las cáscaras
eran vendidas por sacos para hornos caseros y braseros familiares.
Con el tiempo fue demolida dando paso a una nueva iniciativa: una
pastería (lugar de venta de pasto y otros) cuyo dueño era don Lorenzo
Jorquera quien era asistido por su esposa, la Sra. Anita, persona muy
devota, de misa diaria. En este lugar se abastecía de alimentos a todos
aquellos que tenían vehículos de tracción animal, coches Victoria,
carretones areneros y fleteros. En ese tiempo, era común que los
vecinos tuviesen en sus casas pequeños criaderos de aves y pequeños
animales. Por lo tanto, la compra de morocho, afrecho, harinilla,
curaguilla era obligada en el local de don Lorenzo. Actualmente en
ese lugar existe un taller mecánico y un local de venta de ropa
americana, propiedad del antiguo funcionario de la Municipalidad de
Los Andes ya fallecido algún tiempo, el señor Herrera.
102
Vamos de norte a sur en nuestro recorrido. Donde se
encuentra actualmente el supermercado Santa Isabel y su
estacionamiento, por República Argentina, correspondía a una
propiedad de una distinguida dama cuya estampa femenina, adulta
mayor, era de atracción para la época, por su estatura y elegante
forma de vestir. No recuerdo su nombre pero sí su figura. Contiguo
había un chalé que para la época llamaba la atención.
En esos años, era común identificar las esquinas con el
nombre de las familias cuyo domicilio estaba justo en ese lugar.
Desde Avenida República Argentina, partamos con calle Venezuela,
asociada a Hugo Villarroel y Julio Zenteno. Antiguamente ahí
compraban huesos y fierro, local cuyo dueño era don Arturo López,
quien con el tiempo instaló un negocio de repuestos para vehículos
en la Avenida Chile.
La esquina de Colombia, con la familia Torrealba. Lidia
Torrealba antigua empleada de la desaparecida farmacia Esmeralda y
su hermana Elba funcionaria jubilada del registro Civil de Los Andes.
Cerca de ahí, para nosotros era entretención juntar pequeños sapos
que se encontraban en una acequia de agua estancada que corría
entre la calle Venezuela y Perú.
El bebedero que existía en la Av. República Argentina surtía
de agua a los caballos que tiraban a los coches Victoria y carretones
areneros. En veranos era nuestra improvisada piscina de niños,
ignorando las consecuencias que podía tener para nuestra salud.
Como era un espacio chico, nos turnábamos para su uso mientras no
llegase un coche Victoria a saciar la sed de su caballo. En la actualidad
dicho bebedero es un mojón o hito que permite la división de dos
calles: República Argentina y Eduardo Frei. Esos bebedores estaban
en la punta de la popularmente llamada “Plazuela de los Gorilas”. Se
llamaba “andar con el gorila”, cuando se andaba borracho o con
resaca. Entonces, muchos de ellos pasaban “la mona” en ese lugar.
Ahí, estaba el bebedero donde saciaban las sed los pobres caballos de
los coches Victoria y carretas que llevaban arena y ripio a diferentes
lugares.
103
Por ahí mismo nos encontramos con la fábrica de baldosas,
tubos y pastelones que era atendida por sus propios dueños el señor
Rives, su esposa e hijo (gran ciclista deportivo). Mención aparte
merecen los trabajadores que con la experiencia y maestría ganada
con el tiempo, creaban hermosos diseños para las baldosas.
En la esquina de Rep. Argentina con calle Perú estaba el
almacén de don Raúl Fuentes, que surtía de víveres a las familias del
barrio. Usaba ya un sistema de crédito para la compra, teniendo como
registro una libreta donde se anotaba el valor de la deuda. La familia
Rives vivía en lo que hoy es la oficina de Vialidad. La esquina de
Bolivia con República Argentina, se identificaba con los Carrillos,
familia conformada en su gran mayoría por mujeres, una de ellas fue
profesora de la Escuela N° 1, actualmente Liceo América. Había un
solo hombre, Clemente López Carrillo, hijo de doña Rebeca Carrillo.
Clemente a pesar de sostener una pequeña discapacidad física tenía
un sello de esfuerzo personal. Lo sé porque fuimos compañeros de
curso en el Instituto Chacabuco. Sacó un título de técnico en radio.
En esa misma esquina de Bolivia con República Argentina, se
ubicaba un cité o conventillo habitado por varias familias que no
tenían casa propia. Con el correr del tiempo el lugar se convirtió en
un molino cuyo dueño y fundador fue don José Mardones.
Actualmente existen locales comerciales.
Caminamos siempre por República Argentina hacia el sur y
nos encontramos con la calle Uruguay, esquina identificada con tres
familias: Fuentes, Navarro y Viguera. Calle Paraguay, con el almacén
de don Pedro Contreras. Cuadra siguiente, Guayanas, con la
carnicería del Señor Orellana y una familia evangélica que daba baños
medicinales los sábados. Mención necesaria para la familia Quiroga
Atencio quienes tenían un carnicería. Finalmente, esquina de Chacay,
actualmente Arturo Prat, con don Edmundo Herrera.
La calle denominada actualmente como Eduardo Frei, se
conocía como Tres Esquinas, era una calle típica de campo,
polvorienta, sin ningún rasgo de progreso. En esa calle, por su costado
poniente, partiendo de la calle Perú hacia el Sur, existían grandes
104
potreros donde se cultivaban chacras con choclos, porotos tiernos y
granados, sandías, tomates y melones. A esos lugares llenos de
sandías se les llamaba sandiales. Familias enteras se congregaban allí
a diferentes horas para comprar o degustar estos productos en una
ramada hecha de ramas de álamos que cobijaba del calor, con unos
improvisados mesones y bancas que hacían de comedores. Uno podía
elegir el producto a consumir. Era muy típico.
Al final de Tres esquinas, estaba la Escuela N° 30 en una vieja
casona cuyo piso era de ladrillos, albergue educacional para la
mayoría de los niños y niñas que vivían próxima a ella. Menciono con
cariño a sus profesoras normalistas de gran corazón y dedicación a su
labor educativa: doña Teresa Galdames, su directora, y sus profesoras,
Gilda Álvarez, quien llegaba diariamente en su bicicleta, y la señora
Georgina Vargas. La cuidadora era la Señora Filomena quien no
dejaba su cigarro diario.
En el barrio hay varios puntos y lugares icónicos. La Plaza
Centenario, lugar de encuentro desde siempre. Muchas parejas de
pololos, hoy abuelos o tal vez bisabuelos, bailaban al compás de los
boleros transmitidos desde la casa de don Humberto Casarino.
La plaza estaba enrejada en todo su entorno, rejas que se
abrían temprano en la mañana. Era común ver a estudiantes
preparando las materias para los exámenes próximos en la plaza y a
lo largo de la Avenida Chile. Con un cuaderno en la mano y en la otra
una rica hallulla con chicharrones compradas en la amasandería de
los Hermanos Olivares o donde el Pela’o Tamaya. Aprovechando la
cercanía de la Iglesia de Fátima contigua a la plaza, nos
encomendábamos para el éxito y aprobación del examen.
En el barrio estaba el Estadio Centenario, testigo de tantas
jornadas de box y campeonatos nocturnos de baby fútbol, así como
la instalación del circo “Las Águilas Humanas”.
Había un sitio eriazo al costado de lo que hoy es la Población
Arturo Prat, donde nos reuníamos los jóvenes del barrio y de otros
lugares a jugar una interminable pichanga de fútbol. Hay que
105
mencionar que entre los que participábamos estaba el “Mago
Saavedra” también conocido como “Mangora” quien con tiempo llegó
a ser seleccionado nacional.
106
El Centenario de antaño
Rosa Araya Pulgar
En el Centenario que conocí de pequeña, las calles y veredas
no eran pavimentadas. Por ambos lados las calles tenían acequias
donde corría el agua en verano y los vecinos regaban la calle para que
no se levantara polvo con el paso de las carreteras y los coches
Victoria.
La plaza en esos años tenía rejas de madera con cinco puertas
alrededor, cuyo jardinero las cerraba a las diez de la noche. Pero el
domingo y miércoles que había baile, las cerraba a las 12. Estas rejas
protegían un jardín que tenía plantas y lindas flores. En el centro
había una pileta que siempre estaba llena de agua. Los niños de esa
época la usaban como piscina. Había un pilón más pequeño donde se
bebía agua.
En aquellos tiempos se realizaba la Fiesta de la Primavera,
donde se elegía reina y rey feo. Una vez elegidos los candidatos, se
organizaban fiestas en la plaza con orquesta, ocasión en la que venían
cantantes de renombre como Lucho Gatica. También en la plaza se
escuchaba música, con parlantes que ponían donde hoy está la
estatua de Arturo Prat. La música la sintonizaban desde la casa de
Humberto Casarino que en la actualidad es un colegio. Los bailes se
llevaban a cabo los miércoles y domingo, empezaban a las 20:00 y
terminaban a las 24:00 horas. La juventud de esos años se entretenía
con aquellos bailes en la plaza.
Por Avenida Chile en la esquina con Bolivia estaba el
“Emporio San Roque”, al frente de la carnicería del Rubio que aún
está. En ese emporio, en aquellos tiempos, el azúcar, el arroz y demás
mercaderías se vendían desde 1/4 de kilo y más, y el aceite que traían
en tambores también se vendía desde 1/4 de litro, es decir, todo a
granel.
107
En Centenario estaba la media luna también. Ocupaba una
manzana completa entre calle Brasil, Uruguay y Paraguay y demás
calles. Ahí se hacían rodeos y a veces corridas de toros. Por avenida
Chile traían el ganado arriando hasta encerrarlos en los corrales.
Después de terminado el rodeo se hacían bailes con grandes
orquestas en el galpón que tenía la entrada por calle Brasil.
En calle Arturo Prat, donde está la población del mismo
nombre, antes había varios potreros que tenían varios cultivos
sembrados con tomates, ajíes, choclos y demás verduras. Los potreros
estaban cerrados con tapiados o cercos verdes. En ese mismo lugar
había una cancha que era de tierra en que los jóvenes jugaban a la
pelota, la llamaban Maracaná. Detrás de esa cancha había más
potreros.
Para las fiestas patrias pasaban por avenida Chile carretas
tiradas por bueyes, adornadas con flores. Sobre ellas venían varias
cantoras cantando, invitando al campo de Marte y cantando alegres
cuecas, lugar donde se hacían las ramadas, precisamente en el espacio
de la cancha del Maracaná. Las ramadas se llamaban así porque las
hacían con ramas de sauce. La gente se iba temprano ahí, hacían
picnic y estaban todo el día.
108
El Pozo Carreño
Silvia Páez Henríquez
Hasta mediados de la década de 1960, la manzana que está
entre las calles Brasil, Arturo Prat y Paraguay se conocía como el
“Pozo Carreño”. El lugar era un sitio abierto que tenía un precario
portón, que estaba por el lado de la calle Brasil. Se llamaba así porque
el dueño de aquellos años era don Antonio Carreño Silva, de quien
hay pocos recuerdos porque falleció mucho antes. Además, la
característica que tenía el terreno era que estaba más bajo que el nivel
de la calle, así como un gran hoyo, debido a que ahí se hacían ladrillos
y sacaban tierra del mismo sitio.
En esa misma manzana, se guardaban varios coches Victoria
que tenían algunos vecinos del barrio que trabajaban en el rubro.
Todos ellos tenían un numero en el carruaje y eran los únicos medios
de transporte que había para el interior de la ciudad. En el lugar
también se dejaban algunas carrozas tiradas por caballos usadas en
esa época para los funerales. Aún recuerdo algunos de los nombres
de los dueños y choferes de los coches Victoria, muchos eran
conocidos solamente por sus apodos, como “Los Figueroas” o “Medios
patos”, “El Tortilla”, “El Piojo” o el “Cristo Negro”.
El Pozo Carreño era el lugar apropiado para guardar ese tipo
de carruajes y sus caballos, ya que además de su amplitud y apertura,
en el lugar había una herrería, con un artesano que hacía las
herraduras para los caballos que estaban ahí, así como para otros, con
una fragua para calentar los fierros y moldearlos a golpes de martillo.
Antiguamente la calle Chacay, como se conocía a la Av.
Arturo Prat, era un callejón sin luz, oscuro y tenebroso como muchos
lo recuerdan. Corría una acequia con agua por la orilla. Al frente
estaba el fundo de los Silva que tenía muchos árboles y un gran
109
portón, produciéndose mucha oscuridad en ese trecho, por lo que
poca gente se atrevía a pasar de noche.
El Pozo Carreño, desde los años 70 y 80 estuvo mucho tiempo
abandonado ya que los dueños eran de Santiago. Una parte terminó
transformándose en un basural. Había una enorme y añosa mata de
olivo, unas matas de tuna y un cañaveral (cuyas cañas eran utilizadas
para hacer volantines). Como las calles eran de tierra y con poca
iluminación, cualquier persona entraba y ocupaba el terreno como
vivienda por el lado de Arturo Prat. De hecho, en el terreno vivieron
algunas familias pobres, con muchos hijos y allegados, en precarias
casitas de madera.
A mediados de los años 90, nuestra familia compró el terreno
a los bisnietos del señor Carreño. Se limpió, se remodeló y se
construyeron grandes galpones donde por muchos años, entre 1994 y
el 2009, funcionó “Remates Toledo”, por Av. Arturo Prat, donde hoy
funcionan talleres de pintura y desabolladura automotriz.
110
Locales comerciales y otros recintos del
Centenario de ayer
Jorge Delgado
Cada vez que los centenarinos se reúnen a conversar, no
pueden dejar de recordar cómo era nuestro barrio en el pasado. Hoy
vamos a evocar el paisaje, sus calles y aquellos establecimientos
comerciales que dieron vida a esta parte de la ciudad. La señora Irma
Garay, Patricio Montenegro, Luis Moreno y muchos vecinos más,
colaboraron para que podamos reconstruir esta historia.
Iniciaremos un recorrido imaginario que nos llevará por el
Centenario de ayer. Comenzaremos nuestro caminar por la arteria
principal del barrio, la Avenida Chile, yendo de norte a sur, esto es de
Chacabuco hacia Arturo Prat.
Al comienzo estaba la Pastería y Bodega, negocio del señor
Juan Huerta junto a sus hijas, Alicia y Gina. Vendían colizas o fardos
de pasto, afrechillo, carbón y alimentos para aves. Lamentablemente,
ese negocio se incendió.
En la esquina de calle Colombia, frente a la antigua Escuela
N° 1, Liceo América, existía un negocio donde los alumnos compraban
pan amasado con ají en los recreos.
La Panadería “La Selecta” o “Cacciuttolo” estaba ubicada
frente al Club de Tenis, al lado de la casa del señor Oscar Lagos
Covarrubias, destacado personaje andino, que ocupó una serie de
cargos importantes en la ciudad, entre ellos el de Alcalde.
El antiguo Gimnasio Centenario, poco más al sur de
Venezuela, fue y es un establecimiento testigo de grandes hazañas
deportivas. Estaba construido de madera y la cancha se encontraba
ubicada de norte a sur, a diferencia de su orientación oriente111
poniente actual. Frente al Gimnasio Centenario estaba el emporio de
don Mario Galdámez.
En la esquina sur poniente de la Av. Chile con Perú, donde
hoy se encuentra una reparadora de televisores, había una Fuente de
Soda. Al frente estaba el Taller Mecánico de don David Vargas.
La recordada Pochita tenía su negocio entre Perú y Bolivia.
Señora muy querendona, bajita, muy amable para atender a los niños
que pasaban a comprar los famosos “quesitos de higo”. A su casa,
generalmente, llegaban burros cargados de leña.
Un poco más allá, en Av. Chile con Bolivia, estaba la fuente
de soda de Quenito, donde varios jóvenes disfrutaban y conversaban,
entre ellos los Carloto. El local era del señor Martínez, quien le pidió
a Quenito el recinto, para poner un negocio en el que se vendían una
de las delicias de los niños, los “guatones” y los “quemados”, unos
dulces artesanales exquisitos. Al frente estaba la carnicería de Ernesto
Escobar.
Por esa misma avenida, entre Bolivia y Uruguay estaba la
amasandería de don Juan Tamaya. Cerca de ahí, se ubicaba un Taller
de Bicicletas. Por esos mismos lados estaba la Amasandería de los
Olivares.
En la esquina de Avenida Chile con Uruguay, hacia la punta
nororiente de la plaza, estaba la Fuente de Soda del señor Villarroel,
la verdulería y frutería de don Juan Suazo y la carnicería de Agustín
Villarroel.
Por Uruguay, un poco más al poniente, estaba la botica de la
señora Luz Galdámez, una pequeña farmacia frente a la plaza. Era el
tiempo de antiguos remedios como Mejoral, Geniol, Obleas chinas Li
Bu Pax, Pectoral, Sulfato de Soda, Aceite Ricino, el Aceite de Bacalao,
Vitaminol, Mentobalsam, Nervotón, Vatanal, Mentalol, Calmatol,
Quitacallos, etc. Este negocio no duró mucho tiempo y debió cerrar,
ya que los vecinos de Centenario preferían ir a comprar sus remedios
a las boticas del centro de la ciudad.
112
En la otra esquina de la Plaza, con Valentín Pardo, estaba el
almacén de don Alfredo Tacchini, que actualmente es una famosa
botillería.
En Avenida Chile con Paraguay estaba la carnicería de don
Tito Silva y al frente el Restaurant “No Me Olvides”.
Más abajo, hacia el sur, en Avenida Chile con Guayanas,
estaba el almacén de “La Camello”, como se le conocía. Por la misma
Guayanas, entre Chile y Argentina, estaba la amasandería de la
Señora Olga Arancibia, quien permitía que las dueñas de casa de
Centenario llevaran sus queques para cocerlos en sus hornos.
Hacia el final de Avenida Chile había un almacén de
abarrotes, pero que a uno lo podían entrar al patio, a una venta
clandestina de alcohol, cuya propiedad era de los Fuentes, dicen que
podía beberse hasta las cinco de la mañana.
En la esquina de esta principal avenida con Arturo Prat estaba
el almacén de la señora Justa y los Hermanos Fuentes. Por ahí
también estaba la Quinta de Recreo Santiago, de la familia Rodríguez.
Dando la vuelta, por República Argentina, de sur a norte, se
ubicaban varios locales, ya que esta era la segunda avenida más
importante del barrio Centenario. En esa avenida, entre Arturo Prat
y Guayanas, estaba la Carnicería Quiroga. Al lado se encontraban los
Baños termales de cajón y yerbas medicinales junto a un Culto
Evangélico, ambos espacios que mantenía don Belarmino Figueroa.
Su esposa Aminta era una señora muy respetuosa, de una sonrisa
característica y que vestía siempre trajes muy largos.
Un poco más abajo, entre la famosa calle Teniente Bello, entre
Guayanas y Arturo Prat, estaba la Quinta “La Flor de la Canela”, cuya
dueña era la señora Lidia Lazo y sus hijas, de quienes se dice cantaban
muy lindo. Por ahí cerca, entre Teniente Bello y Tres Esquinas, en
Arturo Prat estaba la “Piojera”, un humilde local para beber, comer y
bailar hasta la amanecida.
Siguiendo por la Avenida República Argentina esquina
Guayanas estaba la carnicería de don Ramón Orellana. En la esquina
113
siguiente, de Paraguay, estaba el almacén de don Pedro Contreras. Y
más allá, en la esquina de Uruguay, estaba otra carnicería, la de don
Rubén Vigueras. En esa misma esquina, estaba el almacén de Aníbal
Fuentes.
En la esquina de Perú con República Argentina, había un
almacén y otro clandestino, que le nombraban “La Farmacia”, donde
los parroquianos pasaban por su remedio, un traguito.
Más hacia el norte por la misma Avenida República
Argentina, en la esquina de Colombia, estaba el Molino Centenario.
Por esa misma calle Colombia, hacia el interior, estaba la Quinta “El
Rosedal”.
En la calle Tres Esquinas, llamada hoy Eduardo Frei, cerca de
las torres de alta tensión, estaba ubicada la recordada Escuela N° 30.
Era una casona de murallas muy anchas y tejas a la antigua. La señora
que cuidaba el recinto se llamaba Fidelia, siendo su directora la
señora Teresa que vivía cerca de ahí. En dicha calle, esquina con
Arturo Prat, estaba el almacén de la señora María Masman, y al frente
tenía su casa el señor Santiago Ross, que hacía letreros de todo tipo y
que además era pintor de paisajes al óleo.
En calle Brasil, entre Uruguay y Paraguay, estaba el negocio
de la señora María, famosa por los mantecados, tablillas y
quemaditos.
Como se puede ver, esta no ha sido una tarea fácil. Fue, por el
contrario, una labor exhaustiva, ya que hubo que confrontar los datos
entregados por diversos vecinos, que en algunos casos no
concordaban con la georreferenciación de los diversos
establecimientos. Gracias a ello, hemos podido pintar un panorama
bien amplio de los locales y negocios que existieron en el Centenario
de ayer.
114
Recorriendo algunos lugares y personajes del
viejo barrio
Silvia Páez Henríquez
Hay muchos recuerdos del Centenario de antaño en quienes
vivimos en este barrio. Contaré algunos de ellos, buscando revivir así
esas memorias de los viejos y viejas del barrio.
Calle Vieja se llamaba a la actual Av. Eduardo Frei, que iba de
Perú hasta Arturo Prat, en cuya esquina se juntaba con la calle de
Béjares, punto al que por eso se le denominó Tres Esquinas. Era una
calle de tierra muy solitaria, tenía casas solamente hacia el costado
poniente, el lado de Centenario. Al frente eran solo potreros con
enormes murallas y árboles, con una que otra casa dispersa. Esos
potreros se llenaron de poblaciones en los últimos años de la década
del 60.
En esa larga vía había dos locales que recuerdo bien. Ahí,
frente a la calle Uruguay, estaba el recordado sandial de don “Pancho
Largo”. Todos los de Centenario alguna vez compramos sandias en
aquella tradicional ramada rústica hecha de ramas, al que se entraba
por un portón que estaba en la Calle Vieja. Su dueño vivía más abajo,
hacia el sur, por la misma calle.
Al final, llegando a Tres Esquinas, algunos recordarán la
antigua casona con grandes barrotes de fierro en la ventana y pisos
de ladrillos en la sala de clase, era la Escuela n° 30, atendida por tres
profesores y la directora. En 1965 esa escuela fue trasladada a la recién
construida Población José Joaquín Aguirre, adquiriendo el nombre de
Escuela Jhon F. Kennedy.
Como un barrio que se fue poblando cada vez más, tuvieron
que surgir en Centenario varios puestos, locales, negocios y empresas
115
que atendían a la población local como a la de la ciudad. Recordemos
algunos.
En la calle Arturo Prat, más hacia el poniente llegando casi a
las Tres Esquinas, estaban los establos y lechería de don Humberto
Casarino. En ese recinto estaban los corrales de las vacas y en un
galpón con muy poca higiene se sacaba la leche. La gente que
trabajaba ahí lo hacían de modo muy artesanal, unos se preocupaban
en alimentar y cuidar las vacas y solamente una señora, Margarita
Flores, sacaba la leche. En ese mismo lugar, se vendía la leche natural
al pie de la vaca sin aditivos. A ese punto también llegaban los
lecheros a comprar leche en enormes tarros que usaban para vender
el líquido en carretelas por las calles de Los Andes tocando un pito.
Hoy esos establos no existen y en su terrenos se encuentran las
poblaciones Antonio Mery y Vía Libre.
En República Argentina con Paraguay estaba el tradicional
almacén de don Pedro Contreras, que en esos años era como un
“supermercado”. Tenía paquetería, librería, remedios, dulcería,
carnicería, abarrotes, vendiéndose varias de esas mercaderías a
granel, como el aceite que se expendía sin envasar por 1/4, medio litro
y un litro, en un tambor con bomba en donde llenaban las botellas de
los clientes.
El rico pan amasado se podía comprar en varias de las famosas
amasanderías del sector. Estaba la de Juan Tamaya, que a las 5 de la
mañana ya tenía el pan caliente listo para la venta, lo que también
sucedía en las otras, como en la de los Olivares, los Cataldo y los
Araya. En la esquina de Uruguay y Av. Chile estaba la verdulería de
Juan Suazo, con sus enormes canastos de verduras y montones de
sandías y melones en la calle. También estaban los helados del Viejito
Palacios, que eran de fabricación casera, muy ricos.
En esos años las calles eran de tierra y casi no había
automóviles, por lo que nos movíamos en coches Victoria, carretelas,
caballos, a pie o en algunas bicicletas. Los vecinos de igual forma
usaba las calles como espacio para reunirse, compartir y movilizarse,
y es ahí donde recordamos varios de los personajes de ese Centenario
116
antiguo, personajes típicos que todavía están en el recuerdo de
muchos. Como los Carloto, el Mangora, el Chico de los Berros, el
Matus, el Monocley, el Mote Mei o motero, el Clorito.
Me acuerdo de varios, pero quiero destacar a dos. Octavio
Cortes vendía el diario La Aurora, el de mayor circulación local, con
un grito muy especial “LA AURORAAAAA”, que se escuchaba como
a las 7 de la tarde, muchos de los viejos como que a esa hora aún los
escucháramos. También estaba la “Pechenta” que se conocía solo por
su apodo, era una mujer indigente y alcohólica, de estatura más bien
baja, que circulaba por las calles pidiendo, “pechando”. Murió en la
calle.
A nosotros, los más viejos, no se nos puede olvidar la cancha
Maracaná, ubicada en lo que hoy es la Población Arturo Prat. Era una
cancha de tierra muy rústica, en realidad un potrero con matorrales
por la orilla sin lugares donde sentarse. Los fines de semana se
jugaban los partidos de barrio, juntándose mucha gente a ver el
fútbol, encuentros protagonizados por los equipos de Centenario,
Deportivo Escuela, Huracán y Valentín Pardo, a los que sumaban San
Martín y otros. En la semana era típico ver jugar a niños con pelotas
de trapo.
Ese terreno también era conocido como “Campo de marte”,
ya que ahí se instalaban las fondas y ramadas para el 18, días en que
el lugar era muy concurrido por gente de todo Los Andes. En esos
años las ramadas eran muy pintorescas, ya que se construían con
troncos y se cubrían con ramas de sauce, adornándose con papel de
volantín. En el día había mucha alegría, familias, niños corriendo y
elevando volantines, mucha comida y bebida. Algunas noches, y en
algunas ramadas, el ambiente a veces se tornaba un poco más
ruidoso, ya que luego de la venta de varios jarros de vino, chicha y
cleri, no faltaban los más emborrachados que se enemistaban,
formándose las infaltables peleas y alborotos.
Los de Centenario nos caracterizábamos por la gran cantidad
de bailes y celebraciones que teníamos. Quién no recuerda los bailes
de año nuevo en el Centro Pro Adelanto, que era como una gran
117
familia que celebraba junta. Teníamos también la fiesta de la
primavera y las tardes bailables de todos los domingo, gracias a la
música que se colocaba desde la casa de don Humberto Casarino,
espacio donde los vecinos disfrutaban en tranquilidad en la Plaza de
Centenario, que en esos años era cerrada, con reja por todo el
contorno y una entrada en cada esquina.
118
República Argentina 232, ida y vuelta
Evelyn Covarrubias Vera
En su juventud mi madre, Noemi Vera, trabajó cuidando a un
señor de nombre José Arredondo. En todo el tiempo que estuvo ahí,
hizo una estrecha relación con la señora Claudina Sánchez, esposa de
José, y una amistad muy especial con su hija María Glidella
Arredondo. Dichas amistades perduraron por mucho tiempo, aunque
las vueltas de la vida la llevasen a trabajar a otro lugar.
Las mismas vueltas de la vida hicieron que mi madre tomara
un nuevo rumbo. La vida sorprende y cuando un matrimonio se
termina hay que volver a comenzar en algún lugar y fue precisamente
en el Barrio Centenario. Después de haber estado instalada por
mucho tiempo en el centro de la ciudad con su peluquería, decidió
cambiar de barrio. Fue así como, con la astucia de mi madre, su
capacidad e inteligencia, sus más de quince años de experiencia, en
el año 1999 consigue un local en República Argéntica 142-B, para
instalar su peluquería que ya tenía por nombre EveKar.
Muchos clientes la siguieron hasta ese lugar. También
llegaron nuevos clientes de Centenario que se querían atender con la
peluquera recién llegada. Se sorprendían al saber que ya tenía muchos
años de experiencia en peluquería, lo buena que era cortando el pelo
a los varones y damas, haciendo peinados a las novias o para la
ocasión que se necesitara. Muchas veces la vi trabajar a puertas
cerradas porque alguno de los vecinos de por ahí no alcanzaba a llegar
a atenderse.
Los rostros de los vecinos comenzaban a ser más conocidos.
La señora Anita, la costurera. La señora Lupe de los disfraces, vecina
del local de mi mamá. Don Rafael de la mueblería de la esquina y
tantos otros. Eso es lo que tiene este barrio de Centenario hasta el día
de hoy, la buena amistad, el buen saludo y cordialidad entre los
119
vecinos. Ya mis abuelos paternos me lo habían mencionado en alguna
oportunidad.
Mientras transcurría ese año, mi madre se reencuentra con la
señora Claudina. Siempre la pasaba a saludar a la peluquería, con ese
carisma tan especial, su voz inconfundible cada vez que llegaba, su
sonrisa y amabilidad. Fue en una de esas visitas en que mi mamá le
contó del gran problema que tenía. Estaba buscando un lugar para
irnos a vivir las tres, mi mamá, mi hermana, yo y nuestro perro Luky.
Pero no encontraba una casa adecuada.
Nos ofreció irnos a vivir las tres a República Argentina 232.
Después de pensarlo, meditarlo y posteriormente conversarlo con
nosotras, aceptamos la propuesta de la señora Claudina, de irnos a
vivir a la segunda casa que tenía en su propiedad. En la primera vivía
con su nieta, Camila Herrera, hija de María Glidella Arredondo, quien
lamentablemente hacía ya muchos años había partido de este mundo
a causa de una dura enfermedad. También residía ahí Cynthia
Arredondo Sánchez, otra hija de Claudina, con su esposo e hijito.
En el año 2000, ya instaladas, comenzamos una vida familiar
las tres juntas, al lado de otra familia muy especial, que nos recibieron
con mucho cariño. Aún existe esa casa. Queda justo al frente a la
punta de diamante de una pequeña plaza que limita con la calle Perú,
que se conoce como la de los Gorilas, donde había un bebedero de
agua para caballos, que seguramente se usó bastante en la época con
más apogeo de la tracción animal. En la esquina de República
Argentina con Perú estaba y aún está el Completón, un local de ricos
completos con carne que en algún momento fueron parte del festejo
de mi cumpleaños junto a los amigos.
Me recuerdo que alguna oportunidad asistí a una jornada
musical de primavera en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima,
cuando había mucha gente aglomerada en ese lugar, era
absolutamente la novedad. De ver los instrumentos musicales, un
director y su orquesta con sus voces corales, todo un espectáculo para
los habitantes de Centenario. Ahí está la Plaza de Centenario, una
plaza muy agradable, con sus áreas verdes, sus árboles que han
120
acogido a tantos visitantes, como a los ancianos que suelen sentarse
por las tardes en sus bancos de madera y charlar con amigos o
simplemente llevar a jugar a los niños. Ahí mismo me junté con un
muchacho, aunque en ello no entraré en detalles porque no es lo
importante esta vez. Esta plaza tuvo un mejoramiento ornamental en
el 2014, y ahora por un costado luce mesas para jugar ajedrez, un juego
de aguas, que hace poquito se cambió por una pileta, aunque distinta
a la de antaño. Se destaca el monumento de Arturo Prat que ha sido
por años el elemento más importante del lugar, porque es un
homenaje a la ciudad de Los Andes, donde se realizan los desfiles del
21 de mayo por la Avenida Chile.
Nunca olvidaré este gesto tan noble de la señora Claudina al
dejarnos vivir en aquella casa y darnos la posibilidad de comenzar de
nuevo. Con todos ellos compartimos muchos momentos gratos.
Cumpleaños, navidades y años nuevos, juegos, conversaciones por las
tardes. También hubo momentos de tristeza, momentos difíciles en
donde todo volvía a renacer, para que la vida continuase con su curso
normal. Vivimos un buen tiempo ahí. Hasta que las vueltas de la vida
nuevamente nos hizo partir de tan dichoso barrio.
No he podido estar lejos de Centenario por mucho tiempo.
Porque siempre hay un lugar al que tengo que volver: ya sea para el
colegio de los niños en el Liceo Santa Clara en la calle Brasil, al estadio
y al Gimnasio Centenario por alguna actividad deportiva en la
Avenida Chile, porque hay que comprar útiles escolares en la librería
Paréntesis ahí al frente, al supermercado Santa Isabel en Chacabuco
con Avenida Argentina, ir a comprar el pan más rico y crujiente y los
pasteles que siempre llevo para la hora de mi mate o las galletitas de
miel para mi pequeño Diego en la Panadería Carámetro o Centenario,
en Paraguay con Pdte. Eduardo Frei Montalba. La Pastelería Gina
infaltable porque mando a hacer las tortas con diseño para los
cumpleaños de mis hijos en la Avenida Chile; o ir a buscar el rico pollo
relleno con papas, manzanas, cebollas y las deliciosas papas fritas en
“Leñas y Brasas” en República Argentina. No puedo dejar de nombrar
la Librería Centenario atendida por don Juan Marileo y su señora
Eduvigis Saldívar que, por lo que me contaron alguna vez,
121
comenzaron con el negocio en 1986 y desde entonces -cuando las
otras librerías están cerradas- han atendido hasta tarde a todos los
que hemos llegado a última hora a buscar material para los trabajos
escolares o algún regalo de último momento, y ahí están sus dueños,
recibiendo a la clientela en Uruguay 359.
Uno nunca deja de pasar por este barrio, que tiene historias,
anécdotas, momentos que cada persona o familia ha vivido y que se
resguarda muy bien. Un ida y vuelta las veces que sea necesario, por
el motivo que sea, la cosa es ir, volver, una y otra vez… porque siempre
habrá algo que contar o vivir en Centenario.
122
La Plaza de Centenario y los recuerdos de
adolescencia
Mauricio Segovia
A pesar de que toda mi infancia, adolescencia y primera
juventud se encuentran íntimamente ligadas al barrio de Centenario
en su totalidad, si tuviera que elegir una locación esencial para filmar
una película sobre mi vida, definitivamente tendría que ser la Plaza
Centenario. A pesar de mis años alejado de mi ciudad natal y lo
mucho que ha cambiado, puedo aún describir con detalle cada rincón
y esquina de aquella plaza durante los años 90 y principio de los 2000.
Estudié la básica en la Humberto Casarino, colegio que estaba
justo al frente de dicha plaza que por su ubicación terminaba
transformándose en una extensión del patio del colegio. Hacer clases
de educación física, salidas a terreno, contacto con la naturaleza o
simplemente jugar con los compañeros a la salida del colegio, tenían
a este espacio como un escenario obligado.
Junto a ella está la Parroquia de Fátima, donde me bautizaron,
hice la primera comunión, me confirmé, se casaron mis hermanos y
celebraron las bodas de plata mis padres, entre otros tantos eventos
familiares. Esperar a mis hermanos en la plaza una vez terminado el
colegio mientras salían de catequesis, era una verdadera oportunidad
de jugar con los otros niños que, igual que uno, hacían la hora en ese
patio gigante, seguro y sin límites.
Frente a esa plaza tuve que realizar innumerables desfiles,
con el busto de Arturo Prat mirándonos, héroe que le otorga el
verdadero nombre a la plaza. Desfilábamos ahí los 21 de mayo, así
como en otros tantos acontecimientos que sería imposible recordar.
Me parece que fue ayer el día en que vimos como sacaban la
pileta que llevaba años sin funcionar. A la antigua pileta mi madre
123
llevaba a mis hermanos mayores a ver los peces de colores que alguna
vez tuvo. En ese mismo lugar instalaron el ancla que hasta hace pocos
años dominó su parte central.
Recuerdo que ese día, luego de salir del colegio, fuimos a ver
la gran grúa que se encontraba en el lugar, para instalar algo que nos
resultaba completamente desconocido. Como cualquier niño curioso,
preguntamos que era “eso” que estaban dejando ahí. Para nuestro
asombro nos contestaron que se trataba de un ancla. Aún tratábamos
de entender por qué íbamos a tener un ancla y no una pileta como en
todas las plazas, cuando Cristián –en un arranque de curiosidad- fue
a preguntar al señor que la instalaba, si el ancla era de barco o de
avión. Desde ese mismo momento, debió soportar nuestras burlas, las
que duraron muchos años.
Sin duda alguna mis mejores recuerdos de la Plaza son de la
transformación que sufría cada verano cuando se realizaba la Fiesta
de la Chaya. Fiesta que, aunque mucho más humilde que su hermana
mayor del centro, era para nosotros la máxima diversión, sin duda
alguna el panorama ideal de cada febrero. Recorrer los “puestos” que
se instalaban con abundancia de flippers, ruletas, chaya, bingos, lotas
y taca; concretar los primeros intentos -infructuosos, por cierto– de
instalar una relación con la niña que te gustaba. La elección de la
reina y el show artístico de cada día, por supuesto era, para este
montón de niños, más que un dato anecdótico.
Posteriormente comencé a cruzar esta Plaza en diagonal dos
veces al día para ir y venir del Liceo, casi siempre solo, poquitas veces
acompañado, pero sin duda alguna era todo un hito en el camino. Fue
por esos mismos años en que la recordada plaza pasó a ser un centro
de reunión, de encuentros, de juntas con amigos, de amores,
desamores, de la previa del carrete y de miles de aventuras más que
me tomaría mucho tiempo relatar. Cambiaron sus bancas, sus luces e
incluso instalaron un teléfono público que cuando conocimos su
número, se transformó en nuestro propio centro de llamados para
ubicar amigos.
124
Comprar donde don Julio, ir a la librería de la señora Eva,
descansar de vuelta de los carretes, realizar vida social a la salida de
la misa dominical o sentarse en el pasto simplemente a crecer eran
sin duda, algunos de los muchos panoramas que durante años me
entregó. En ese momento no sabía que estaba dejando en ella, quizás,
algunos de los años más lindos de mi vida y que a su vez, me estaba
regalando estos bellos recuerdos que hasta hoy me acompañan.
Ahora, solo puedo esperar que mi hija, más temprano que
tarde pueda sentarse en su pasto, jugar con la nueva pileta o
simplemente tomar un helado, y que esa plaza le pueda dar también
algunos bellos recuerdos.
125
La Plaza Fátima y el recorrido por las calles
Diego Guerra
Y aunque sé que todos los lugares ya tienen un nombre,
durante mucho tiempo dije Plaza Fátima y no Plaza Centenario o
Arturo Prat. Me imagino que cuando pensaba en Centenario, lo único
que tenía en mente era la Parroquia de Fátima y ese sol tan radiante
y comestible, como una torta colgando en la pared del altar y sobre la
recreación de la aparición de la virgen. Afuera, el templo está pintado
de un celeste tan relajante y cremoso que cualquier mirada se pierde
en toda esa densidad. Recién ahora y a propósito “del sol como una
torta” o “la parroquia pintada de un celeste relajante y cremoso”, creo
que estaba más influenciado por mi fanatismo a la Pastelería Gina y
no tanto por el paisaje, porque quizá mientras yo la miraba estaba
comiendo un pastel o un postre con una capa amarilla y chillona o un
merengue denso y celeste.
Tampoco creo que ese error de llamar equivocadamente a un
lugar sea tan grave. Al menos no me trajo ninguna consecuencia,
porque frecuentemente decía que nos juntáramos en la Plaza Fátima
y todos entendían que era en la Plaza Centenario. Digo esto porque
todas las personas con las que quedé, llegaron para conversar, comer
un pastel o impresionarse por un coro de profesores con un profesor
flaco y chico pero que tenía una voz de tenor impresionante.
Muchas veces iba a la Plaza con amigos. Aunque la mayoría
de las veces prefería ir solo y sentarme, mirar los árboles de frente o
apoyar la nuca en algún asiento y mirar los tilos y sus frutitas moverse
con el viento, contagiando una sensación fresca tan plena y relajante
que me decía que los tilos eran mis árboles favoritos y que debería
haber muchos tilos más en ciudades tan calurosas como esta.
Ahora sí había quedado con alguien y no llegaba. Yo me decía
que bastaba con decir Plaza Fátima y que probablemente se había
126
confundido. Me sigo poniendo más impaciente y alguien más se
sienta en mi banca. Es un cabro que yo ya había visto por ahí y que se
parece a mí. Digo nos parecemos en una forma bien difusa, excepto
por la forma del cráneo que en la parte temporal es idéntica a la mía.
Y aunque él es definitivamente más gordo, tiene un aire a mí tan
evidente que unas vecinas suyas le gritan que si se encontró con su
clon flaco. Como él me sonríe y me sonreí y yo puedo ver en él un aire
a mí, miro enojado en todas las direcciones y me voy.
No puedo dejar de pensar que como un simulacro o un “en
vez de”, me haya encontrado a alguien que se parezca a mí y que ese
alguien no me gustó para nada. Suerte que ya no tuve que pensar más
en ello, porque finalmente aquella persona con la que quedé, llegó.
Dijo que tenía claro cuál era la Plaza Fátima, que no era muy difícil
asociar la parroquia con la Iglesia y que solo se había distraído en una
botillería que está casi llegando a Arturo Prat y que no había visto
antes, aun pasando mil veces por fuera. Me agrega que esa botillería
tiene repisas toscas con botellas de vino ordenadas como libros y que
es un lugar antiguo e imposible para este tiempo, pero que no debe
irle mal en ventas porque todas las murallas están cubiertas y bien
apertrechadas.
Dice que venía desde Pasionistas y bajó por calle Bolivia. Me
dijo también que hay en esa calle un ánimo general medio sombrío,
como si fuera una calle aledaña a un cementerio, “no sé”, insiste, que
tiene unos árboles medios tristes y unas propiedades que cuando
pasaba por fuera sabía perfectamente que tenía una relación íntima
con ese lugar y que no puede determinar cuál, pero que es como un
imán o una intuición, agrega: “hay algo mío ahí”.
Era un taller mecánico en un galpón no tan grande que ahora
está cerrado y desde afuera se aprecia un cerro de latas y chatarras.
Puede que haya uno que otro auto y otras cosas más que dan
curiosidad. En frente hay una casa de fachada colonial pero que es tan
inquietante como esas casitas cuadrangulares que construyen en
sepulturas para guardar fotos y juguetes. Yo digo que quizá es una
127
clínica de abortos clandestina para hacer un chiste y hacerme el
tonto. Sólo me río yo.
Dice también, señalando una esquina, que justo ahí les
pegaban a unos animales de forma tan sádica y cotidiana que el lugar
quedó marcado (¿alguien que venía del Patagual?). Hago lo típico
frente a las ideas extravagantes: poner en blanco los ojos y suspirar.
Pienso que no debimos juntarnos y que yo estaría mucho mejor en
otro lugar.
No sé, creo que todo se ha vuelto muy sombrío y yo no quiero
eso. Propongo que volvamos a la Plaza porque ya nos hemos alejado
un poco. Es verano y la misa de los sábados es a las 7. Estamos
sentados y veo pasar abuelitas en dirección a la iglesia y ni siquiera es
sólo ver, es oler el aroma a crema idéntico en todas ellas. Esa
sensación, más el aire que refresca, los tilos que hacen algo de sonido
y una luz que todavía es potente y cristalizada, me sujetan con fuerza
a una amabilidad general y a una visión de las cosas luminosas.
Después de un rato digo que me tengo que ir. Me voy con
pena, pero con satisfacción también. Salgo a Avenida Perú y voy
aguantando las ganas de mear; pido el baño del Cesfam y experimento
puro alivio. Ahora que estoy más ligero puedo rodear el parque y
disfrutar de la animación general. Pasando Chacabuco y Avenida
Santa Teresa, puedo comprobar que estoy lejos y en otra parte.
.
128
Relatos de actividades sociales e
instituciones locales
129
130
Iglesia “Nuestra Señora del Rosario de Fátima”
Jorge Delgado
Una de las instituciones más importante del barrio
Centenario de Los Andes, en el que gira buena parte de las actividades
sociales y eclesiásticas del sector es la Parroquia de Nuestra Señora
del Rosario de Fátima, ubicada frente a la plaza Arturo Prat.
La Iglesia de Fátima fue fundada como Parroquia en el año
1948. Al investigar acerca de la evolución de la Iglesia de Fátima, me
informaron que al comienzo existía una capilla ubicada en la parte
posterior del actual templo, con entrada por la calle República
Argentina. En esa época, la religiosidad era muy importante en la vida
de los chilenos, por lo que los vecinos donaban terrenos y ayuda para
que los templos católicos pudieran funcionar.
La señora Irma Garay, conocida en nuestra parroquia como
“Nena” de Aguilera, nos contaba que uno de los hechos más
recordados en la historia de la Iglesia de Fátima, aconteció cuando los
centenarinos en masa, montando briosos corceles y remontando la
cima de la Cuesta de Chacabuco fueron a recibir la imagen de la
Virgen de Fátima.
Al Padre Humberto Muñoz Ramírez le correspondió entregar
la imagen de la Virgen a los centenarinos congregados en ese lugar,
quienes se emocionaron por tan magno acontecimiento. Esta bella
virgencita fue instalada en la antigua capilla sobre un pedestal que
fue donado por la comunidad de otra parroquia de nuestra ciudad.
Durante los años de existencia de nuestra Parroquia han
ejercido el cargo de párroco varios sacerdotes, entre los que podemos
destacar a Raúl García, Artemio Alvial, Juan Miranda, Carlos Villagra,
Mario Fuenzalida, Armando Jara Schneider, René Benavides Rives y
Ricardo Olavarría García, entre otros. El Padre Armando Jara
Schneider le correspondió ser dos veces párroco de Fátima. En su
131
primer período, desde el 9 de Abril de 1985 y en la segunda
oportunidad, desde el 9 de Marzo de 2007. El Padre Pedro Vera
Imbarack, ordenado sacerdote el año 1978 precisamente en Fátima,
es quien cumple actualmente el cargo de párroco, asumiendo el 7 de
Marzo de 2020.
Cuando el Padre García falleció, la Parroquia quedó sin
sacerdote titular y durante mucho tiempo, vinieron a celebrar la santa
misa sacerdotes de otras parroquias, los domingos y festivos. Por ello,
las misas debían celebrarse en horarios muy inusuales, como a las
07.30 horas, 09.00 horas y 11.00 horas.
Antiguamente, cada 12 de Octubre se celebraba una fiesta en
conmemoración del aniversario de la Iglesia de Fátima. Los
habitantes del barrio Centenario se vestían de gala para asistir a la
misa solemne de la mañana. Posteriormente se servía un almuerzo en
la residencia de la familia Rodríguez, ubicada en Avenida Chile, cerca
del actual Gimnasio Centenario, espacio en el que participaba buena
parte de la comunidad. Después, en la tarde, se realizaba la procesión
de la Virgen de Fátima por las calles barrio que para esa ocasión se
adornaban con arcos de flores en las esquinas y altares frente a las
casas. Terminada la procesión, se retornaba a la Iglesia.
Buena parte de las actividades de celebración que se
desarrollaban en la parroquia, eran amenizadas por la banda
instrumental del Destacamento Andino del Regimiento Guardia
Vieja. Se hizo costumbre que, una vez concluida la ceremonia, la
comunidad ofreciera un cóctel a los integrantes de dicha banda, en
señal de agradecimiento.
Otra tradición que se practicaba en la Parroquia era que los
días 13 de cada mes, se celebrara una misa en honor a la Virgen de
Fátima a la que asistía la comunidad en pleno, repletando el templo
y donde se daba lectura a las coronas de caridad de los últimos treinta
días.
El actual edificio de la Iglesia de Fátima, comenzó a
construirse el 13 de octubre de 1956 con la colocación de la primera
132
piedra, teniendo como encargado del proceso al Monseñor Fray
Roberto Bernardino Berríos. Se dice que al iniciar los trabajos de
edificación, cuando estaban haciendo el trazado para las bases del
templo, se dieron cuenta que la superficie del terreno era insuficiente
para dicha obra. La señora Auristela Cortez Collao, viuda de don
Zacarías Navarro Miranda, dueña de la propiedad contigua a la capilla
ubicada en la calle República Argentina con Uruguay, donó parte del
terreno de su patio para completar el sitio. En los trabajos de
construcción participaron connotados vecinos de Centenario, entre
ellos destacó la familia Montenegro Díaz, con Efraín Pascual, como
maestro primero encargado de la obra, y sus hermanos Emiliano,
Mario y Segundo, también participaron los vecinos Jacinto Segundo
Cantillano Díaz, Raúl Villarroel y Osvaldo Rozas. En una fotografía de
fines de la década de los 50 aparecen los maestros Rumildo Ahumada
y Juan Delgado en los andamios de la construcción.
En 1987, en la primera gestión del Padre Armando Jara
Schneider como párroco, se construyó el Salón Parroquial, las salas
de reuniones y la oficina que están al costado sur del templo. En esos
trabajos participaron vecinos muy queridos del barrio, como don Juan
Ledesma, René Arancibia, Raúl Fuentes, Samuel Reinoso, entre otros.
En 2007, la segunda oportunidad en que fue párroco, se instaló el piso
cerámico del templo, se renovó el altar, los ambones, las bancas, el
sagrario y se edificó una moderna casa para residencia de los
sacerdotes. En esas últimas obras se destacó don José Rojas.
Durante su historia, la Iglesia de Fátima ha cumplido un rol
muy importante en el barrio Centenario, tanto en lo espiritual como
en lo social. Se dice que algunas instituciones andinas que aún están
vigentes, nacieron al amparo de la Parroquia, como la Cooperativa de
Ahorro y Crédito, hoy denominada Andescoop. Esta última fue
creada por el Padre Humberto Muñoz el 29 de Junio de 1948 y el
primer Consejo fue presidido por don Guillermo Montenegro,
recordado vecino de Centenario. Otra institución iniciada por
jóvenes que colaboraron con el padre Raúl García fue el Club
Deportivo Valentín Pardo.
133
La Acción Católica de la Parroquia fue creada en la época del
Padre Raúl García. Esta institución realizó una labor de ayuda a la
comunidad sobre todo para aquellos grupos más vulnerables en
términos socioeconómicos. Estaba integrada por su presidente, que
estuvo varios años en el cargo, Juan Villarroel, así como por Aída
Montenegro, Adriana Montenegro, Carlos Morales, Leontina de
Morales, entre otros.
La señorita Aída Montenegro, primera secretaria de la
Parroquia de Fátima, nos contaba que en esa época se realizaba la
"campaña del sobre" entre las familias de Centenario. Se repartían
varios sobres en la comunidad, los que eran devueltos con una suma
de dinero, gracias a lo cual podían reunir fondos para financiar la
labor social de la Parroquia. Se compraban alimentos no perecibles,
los que finalmente eran entregados a los vecinos de escasos recursos
que vivían en los sectores aledaños al barrio.
Otro sistema de ayuda a la comunidad provenía de Cáritas
Chile, institución que enviaba a la parroquia alimentos de muy buena
calidad, como queso, harina, mantequilla, etc. Se inscribía a las
familias y se les citaba periódicamente a la Parroquia para retirar los
alimentos y en algunos casos, ropa u otros aportes. Un vecino nos
contó que en su juventud le correspondió envasar harina en bolsas de
papel, para su posterior distribución a las personas beneficiadas.
Durante la historia de nuestra parroquia han existido gran
cantidad de conjuntos corales, vitales en la celebración litúrgica. Sin
embargo el que más se ha destacado es el coro "María Eliana",
denominado así en homenaje a la madre del Padre René Benavides
Rives, recordada vecina, destacada por su amor al prójimo y su
solidaridad. El coro inició sus actividades en 1987 con integrantes que
aún se mantienen vigentes, cantando en la misa de los días Domingo.
Su especialidad son "las Misas Campesinas o a la Chilena" y en el año
2012 recibieron la distinción de "Andino Destacado" de parte de la
Ilustre Municipalidad de Los Andes.
Otra institución que cumplió una labor muy importante en la
historia de esta parroquia, junto al Padre Armando Jara Schneider,
134
fueron las “Socias de Fátima”. Este grupo de mujeres estaba muy bien
organizado y su misión era realizar actividades sociales, ornamentar
el templo y ayudar a las personas necesitadas. En una oportunidad el
Padre Armando las consagró con medallas de reconocimiento por su
labor de apoyo a las actividades parroquiales. Llegaron a tener hasta
cincuenta integrantes y entre las socias que ocuparon la presidencia
de la institución, se recuerda con nostalgia a Enedina Sánchez e Irma
Garay que ya no están con nosotros y a su última presidenta, la señora
María Vásquez. En la actualidad quedan muy pocas integrantes.
Además de la labor espiritual que cumple, de evangelización,
sacramentos de servicio y de sanación; la parroquia de Fátima se ha
destacado por el trabajo de algunas organizaciones internas como el
Centro de Vacaciones Solidarias "Cevas", el Comedor Abierto, la
Brigada de Boy Scouts, entre otros. En esta línea destaca la
evangelización a través de la radiodifusión.
Son muy pocas las parroquias de la Diócesis de Aconcagua
que tienen el privilegio de contar con una Radioemisora propia.
Fátima ha tenido dos radios.
A comienzo de la década del dos mil, los señores empresarios
Omeñaca y Venegas, le ofrecieron al Padre René Benavides Rives, la
instalación de una emisora comunitaria en nuestra Parroquia que
tendría el nombre de "Centenario". El proyecto se concretó y
transmitió desde el 106.1 del dial FM, estando al aire por varios años.
Días antes que el Padre René Benavides dejara la Parroquia, la
emisora y su antena fueron trasladadas e instaladas en un domicilio
particular, frente al templo, en la calle Valentín Pardo N° 6. Con el
paso del tiempo, la señal desapareció del dial.
Cuando llegó el Padre Armando Jara Schneider por segunda
vez a esta parroquia en el año 2007, el autor de este relato le presentó
un proyecto para la creación de una nueva emisora para la Iglesia. El
párroco aceptó la idea y se comprometió a respaldarnos. Mientras los
trámites en el Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones
avanzaban, me correspondió hacer el estudio técnico que consistió
en recorrer diversos lugares de la comuna para ubicar espacios libres
135
de señal en el dial, que técnicamente se llama “espectro
radioeléctrico”. En julio de 2009 llegó la resolución del Ministerio de
Transportes y Telecomunicaciones que aprobaba nuestra postulación
y la comunidad parroquial en masa apoyó esta iniciativa formando la
agrupación "Cova de Iría" con el objetivo de organizar actividades de
beneficios, bingos, rifas, colectas, para financiar la compra de los
equipos básicos de radiodifusión. Iniciamos las transmisiones el 15 de
Mayo de 2010, con el nombre de Radio Comunitaria Fátima en el 103.5
FM, y desde el 23 de Mayo de 2013 funciona como Radiodifusión
Comunitaria Ciudadana, Radio Fátima, en la frecuencia actual del
107.9 FM.
Al concluir este pequeño resumen de la historia de la Iglesia
Nuestra Señora del Rosario de Fátima, quisiera expresar mis
agradecimientos a todas las personas que vivieron la etapa de oro de
nuestro templo y que han tenido la gentileza de contarnos sus
vivencias a fin de enriquecer este trabajo. Con este relato, rendimos
homenaje a uno de los centros espirituales más importante de
nuestro barrio, que durante tantos años ha unido a la comunidad de
Centenario.
136
Sueños musicales de Escuela
Eugenio Astudillo
En una vieja casona de calle Papudo 255, se crea en el año 1920
la popular Escuela Superior de Hombres N° 1 de Los Andes, ubicada
actualmente, desde el mes de diciembre del año 1933, en la Avenida
Chile N° 198, en el barrio Centenario de Los Andes. Desde el año 1950,
dado el crecimiento poblacional y la modernización de la educación
de la ciudad, expandió su dotación docente y adoptó el nombre de
Escuela América N°1, para posteriormente, en el año 1987, cambiar de
nuevo su denominación y nivel, con la implementación de la
Enseñanza Media como continuidad en el mismo plantel, sellando ya
su definitiva denominación actual, en el año 1995, cuando pasó a
llamarse Liceo Politécnico América, incorporando enseñanza media
mixta con especialidades en construcción y electricidad.
A esta importante Escuela N° 1, ubicada ya en el barrio de
Centenario, llegan a fines de la década de los años 30, un grupo de
estudiantes andinos, que aparte de su deseo de aprender las obligadas
Preparatorias, viene atraído por su afición musical criolla, ya que en
este establecimiento educacional ejercía un profesor que era
aficionado a la música popular chilena de entonces, don Braulio
Miranda. Entre estos alumnos de la cercanía y aprendices musicales,
se integró también un adolescente, hijo mayor de un emigrante
español, que en esos tiempos tenía su almacén y residencia en la
intersección de las calles Freire y Membrillar, de aproximadamente 8
años, que se llamaba Pedro Leal Pizarro. Era poseedor de una gran
voz, aun de niño, que al término de su colegiatura terminó en registro
de tenor. En esos años, para complementar sus habilidades artísticas,
le pidió que le enseñara a tocar la guitarra a su amigo, compañero de
cursos y después cuñado, Roberto Astudillo Barraza, que entonces
vivía en la que se llamaba en esa época, calle Tres Esquinas (hoy
Eduardo Frei), casi esquina de calle Guayanas. Esta acción les
137
permitió a los dos formar un buen y afiatado conjunto musical de
estudiantes de la Escuela.
Terminado su ciclo como alumnos de Preparatoria, como se
llamaba a la educación Básica en esos años, cada uno de los
integrantes del grupo continuaron estudios de Humanidades en
diferentes establecimientos de la ciudad. No perdieron, eso sí, su
relación musical y de amistad como integrantes del conjunto
estudiantil. El dueto fue convertido por el profesor Miranda en un
cuarteto musical de ex alumnos, integrándose el mismo docente y
otro ex estudiante de apellido Carreño, que también vivía en el sector
de Centenario. Ensayaban en una de las salas. En los homenajes de la
querida Escuela N° 1, pasaron a llamarse “Los de la Escuela”. Siguieron
participando en varios eventos festivos y musicales de la época de los
años 40 y 50, en Los Andes y alrededores, con gran éxito en la
adolescencia local.
El entusiasmo en lo musical era tan grande en estos
muchachos, que cada fin de semana validaban sus logros en los
diferente eventos a los cuales se les invitaban. Así, a fines de los años
40 del siglo pasado, atraídos por un concurso musical nacional que
organizaba la prestigiosa revista VEA, popular semanario de
espectáculo de entonces. Se fueron a participar a Santiago, como
conjunto “Los de la Escuela” y, además, paralelamente, Pedro Leal lo
hizo como solista. Fue tan buena la calidad de la puesta en escena de
su música e interpretación en los varios locales de prestigio en donde
se hacía el concurso, que terminaron siendo los triunfadores
nacionales como conjunto musical y Pedro Leal, como segundo mejor
cantante de ese evento.
Los Andes recibió con mucha alegría este triunfo nacional de
su joven conjunto. Poco a poco, como conjunto y Pedro como solista,
empezaron a tener una agitada vida artística entre Santiago y Los
Andes, lo que trajo algunos problemas de desplazamiento al grupo,
ya que algunos habían conseguido buenas pegas en Los Andes, en
Ferrocarriles, en el Banco Español, otros ya se habían casado, uno
138
incluso, con una hermana de Pedro Leal. Este a su vez contrajo
nupcias, con una importante dama andina, Berta Badani.
Pedro, que ya laboraba en el Banco Español, vivió con su
nueva familia en Av. Chacabuco por el lado sur, entre Av. Argentina
y Av. Chile, inicio del barrio Centenario. Desde ahí, decidió y apostó
por su vida artística, que pudo compatibilizar después de lograr su
traslado bancario a Santiago a principio de los año 50. En la capital se
hizo invitado permanente de los espectáculos de las principales
emisoras radiales de Chile, logrando un importante y destacado lugar
artístico como tenor popular, interprete folclórico y guitarrista,
amasando en poco tiempo gran popularidad. Grabó algunos discos
singles para el importante Sello ODEON.
Después de esta auspiciosa partida, algunos empresarios lo
incentivaron para que volviera a ser parte de un conjunto, formato
que estaba de moda en esos tiempos. Pronto formó parte de
conjuntos tan importantes como el de “Silvia Infanta y sus
Baqueanos”( 1953-59), con quienes vivió los más bellos momentos en
sus giras musicales por Argentina, Uruguay, Brasil, Perú, Méjico,
Venezuela, Colombia, Ecuador, Estados Unidos, entre otros países en
los que giró en varias ocasiones.
Luego fue parte de “El Dúo Leal del Campo”(1960-63), y el de
“Esther Soré y su Conjunto”(1963-71). Esther, también llamada “La
Negra Linda”, era actriz y cantante, ganando el segundo lugar de
Canción Folclórica del Festival de Viña del Mar 1965. Ese mismo año
Pedro, en segundas nupcias, se casó con ella, viviendo juntos por más
de 30 años. Con ella, después de su retiro musical en el año 1973,
dirigieron el Área folclórica en la Universidad de Santiago, misma
actividad que repitieron en la Escuela Militar por varios años.
Además de las satisfacciones anteriores, dos grandes e
inolvidables recuerdos acompañaron a este autor e interprete andino
hasta su partida en el 12 noviembre el año 2016. El primero fue entre
los años 1955 y 1956, cuando participó activamente en la grabación del
legendario álbum “Música para la historia de Chile” escrito por Pablo
Neruda, con música del destacado Premio Nacional de Arte, Vicente
139
Bianchi, donde se incluyeron canciones como la “Tonada de Manuel
Rodríguez “o “Canto a Bernardo O’Higgins”, y que, por la calidad de
los coautores e intérpretes, fue alabado a nivel nacional y
latinoamericano, abriendo muchas puertas al conjunto Los
Baqueanos en toda América.
El segundo acontecimiento relevante en su vasta trayectoria
artística, fue el haber sido designado junto a su amigo Germán, del
“Dúo Leal del Campo”, como intérpretes oficiales de la primera
canción, una cueca, que siguió al discurso del Presidente don Jorge
Alessandri Rodríguez, en el acto de inauguración del Mundial de
Futbol de 1962. Ocasión en que también bailó cueca con Esther Soré.
En el año 1996 falleció su segunda esposa, Esther. Pedro se
retiró definitivamente de toda actividad pública y artística, situación
que solo interrumpió el año 2006, en que volvió al escenario para
recibir de manos de Fernando Ubiergo, Presidente de la Sociedad
Chileno del Derecho de Autor, el Premio a la trayectoria por sus 50
años, varias composiciones inscritas, que fueron éxitos nacionales.
Así, como idílica historia de fábula, fue la vida de este
cantante folklórico andino, que estudió en la Escuela N° 1 de
Centenario, vivió un buen tiempo en Av. Chacabuco, al inicio del
barrio, y paseó el nombre de Los Andes y Chile por varios países de la
región.
140
Festividades y organizaciones en Centenario
Valentina Gutiérrez Manríquez
Los vecinos de Centenario, de los años 1930 y 1940, inician la
creación de organizaciones para promover sus intereses. Al alero del
barrio se crearon diversos clubes de fútbol que llegaron a ser
campeones en muchas de las competencias que se hacían en Los
Andes. En el año 1942 se fundó el Centro Pro Adelanto de Centenario,
organización que apuntaba a promover las mejoras en el barrio,
trabajando en conjunto con la Municipalidad de Los Andes,
gestionando mejoras en iluminación, pavimentación de veredas y
calles, alcantarillado, la plaza, entre otras. En esa época no había
juntas de vecinos, por lo que la única forma de gestionar intereses y
acciones en beneficio del sector fue creando una organización
colectiva, por votación democrática dentro del mismo barrio. Cabe
destacar que no tan solo se centraba en temas de infraestructura, ya
que también se organizaba para ir en apoyo de los vecinos más
necesitados, sobre todo en los años 80, época en que la pobreza
quedaba en evidencia en varias familias del barrio.
La plaza de Centenario y el barrio han cobijado a una gran
cantidad de personas, así como varios sucesos y actividades sociales.
Uno de los más recordados eran las fiestas de la primaveras, así como
las fiestas espontáneas que surgían en el barrio, unos bailes que se
realizaban frente a la casa de don Humberto Casarino Candia, lugar
donde se colocaba la música. Eran fiestas improvisadas, donde se
bailaba y se compartía en un entorno de goce y celebración.
Desde la misma plaza, salía la fiesta de la primavera con los
carros alegóricos, adornados por las mujeres que se juntaban a crear
y elaborar sus adornos. Era una festividad de comienzo a fin, la gente
La autora del relato agradece la información entregada por Sergio Montenegro
Palma.
141
vendía votos y se hacían platos únicos en torno a la celebración tanto
para juntar dinero como para compartir entre ellos. Debían escoger
las vestimentas y optar por la mejor reina de Centenario, y todo el
barrio participaba en ello.
Don Sergio destaca la organización que se llevó a cabo en el
barrio en los años 70. La Junta de Abastecimientos y Control de
Precios, las JAP, que implementaba el Gobierno, iban en ayuda de
todas las personas del barrio, ya que en esa época escaseaban los
productos básicos, no había víveres en los negocios de barrio y todo
era más caro. La JAP de Centenario se encargaba de que las personas
se inscribieran y ellos iban a comprar los alimentos, los traían y
repartían de forma proporcional a la cantidad de personas en un
hogar. La madre de don Sergio, fue perseguida política por su gestión
en la JAP y por ser partidaria del Gobierno de Allende. Esta
organización social, a su juicio, marcó un hito en la solidaridad
comunitaria de esa difícil época, donde ellos mismos se apoyaban
para poder tener alimentación y otras cosas.
Después de 1973, muchas familias de Centenario entraron en
períodos de mucha vulnerabilidad y pobreza. Había problemas con
productos, incluso de alimentación, la tasa de desempleo era muy alta
y las posibilidades que tenían las personas para estudiar eran casi
nulas. Cualquier oportunidad que se presentaba para estudiar o
trabajar en otro país, se tomaba de inmediato. Esto fue lo que hizo
don Sergio Montenegro quien debido a las condiciones de vida en
Chile y de cómo estaban siendo tratados sus padres en tiempos de
Dictadura, se fue a Mendoza para trabajar en una frutícola,
gestionando desde allá la forma de enviar dinero a su familia.
Desde Centenario han salido vecinos muy influyentes para el
sector y la ciudad en general. Personas que demostraban que no era
necesario tener altos ingresos para poder salir adelante. Ya sea por el
camino futbolístico, por temas políticos o sociales, pusieron en
marcha muchas acciones de ayuda para el barrio y su gente. Esto lo
comentaba don Sergio Montenegro, quien fue concejal en dos
142
oportunidades, ocasiones en colaboró en los proyectos de mejora
para Centenario, apoyando a la Junta de Vecinos.
La familia Montenegro se destacó en distintas instancias
barriales, a nivel social, religioso, deportivo y político. Sergio se hizo
parte de esta tradición, y se esforzó para poder desarrollarse y aportar
a su comunidad.
143
Disfrutando en el barrio de mis abuelos
Guillermo Lorié Donoso
No soy nacido ni tampoco viví en Centenario, sin embargo,
tuve una relación con ese barrio entre el final de la década de los 50 y
los primeros años de la década siguiente. Es que ahí fue donde
vivieron mis abuelos, en la calle Paraguay 341, entre las calles Av.
Argentina y Av. Chile.
Mi abuelo se llamaba Ramón Segundo Lorié Guala, muy serio
y ordenado. Venía del norte, vivió en Iquique y en las Salitreras
Victoria y California. Posteriormente llegó a Los Andes, siendo
funcionario ferroviario en el área de Calderería de la Maestranza de
Los Andes, experto en diseños de estructuras metálicas.
Mi abuela también era de Iquique. Se casó con mi abuelo, con
15 años menos que él. Se conocieron en la Salitrera Victoria, lugar
donde los domingos se jugaba al fútbol masculino y femenino. Decían
mis tíos abuelos, hermanos de mi abuela, que yo había heredado las
habilidades futbolísticas de mi abuela, que también lo jugaba. No
tengo antecedente en qué fecha se trasladó toda la familia nortina, en
principio a Valparaíso, y posteriormente sólo mis abuelos a Los
Andes. Ellos llegaron a las casas que existían en la Av. Argentina antes
de llegar a la entrada de la Maestranza. Posteriormente se trasladaron
a Centenario.
Mis abuelos en un comienzo vivían únicamente con mi tía
Elena, hermana menor de mi papá. Después, por razones familiares,
llegó mi tía abuela Lucila, hermana de mi abuela con sus dos hijos,
Ana y Jorge, lo que hizo aumentar la familia a seis habitantes. Esto lo
viví muy de cerca ya que era muy “abuelado” y conocía bien lo que
pasaba en la casa.
Mi abuelo Ramón fue el gestor de que visitase Centenario. Me
iba a buscar a mi casa en la Población Ferroviaria y nos íbamos
144
caminando, conversando e incentivándome para que estudiase y
fuera responsable. Lindos recuerdos de aquellas enseñanzas de vida.
Recuerdo la caminata en esos años: Pasaje Navarro, Población
Ferroviaria, Rodríguez, Lagarrigue, los Villares hoy Esmeralda, Av.
Sarmiento hoy Santa Teresa, Las Heras, Papudo, Freire, Santa Rosa,
Avenida República Argentina y Paraguay. ¿Por qué ese recorrido? mi
abuelo decía que era como acortar camino y no hacerlo monótono.
Cuando llegaba a su casa, mi abuela siempre me daba
golosinas y me regaloneaba. Quizás fue por ser el primer nieto de la
familia y por el factor papá, quien era muy apegado a mis abuelos y
era como el ejemplo a seguir.
Tengo varios recuerdos de estas visitas. Aunque no tengo
memoria de reuniones familiares periódicas en aquella casa, ya que
mis abuelos eran muy austeros y poco bulliciosos. Esos encuentros
más grandes eran sólo para los santos de mis abuelos. En esas
ocasiones, a nosotros como niños, nos importaba más jugar en la calle
que estar en medio de los adultos, sobre todo porque los primos eran
de Santiago y nos veíamos muy pocas veces. En esas reuniones
generalmente llegaban mis papás, Guillermo Lorié Acevedo y Marta
Donoso Martínez, mis hermanos Fernando y Luis y yo. Los tíos Raúl
Lorié Acevedo y Olga Allaín y primos Raúl, Octavio y Verónica.
Después llegó la familia compuesta por el matrimonio Manuel Cuevas
Carrizo y Elena Lorié Acevedo (hermana de mi padre) y los primos
Manuel, Patricio, Orlando y María Elena. También estaban los tíos y
primos que vivían en Av. República Argentina, entre Paraguay y
Guayanas: Rubén Donoso Martínez (hermano de mi madre) casado
con María Veas y mis primos Rubén y María Isabel Donoso. Todos los
primos y primas teníamos entre 2 a 12 años, y cuando nos juntábamos
era una alegría y un juego permanente.
Centenario por esos años tenía sus calles sin pavimento, el
alumbrado público era muy deficiente, con una luz tenue y abortada
por los árboles que, reconozco, eran mejores cuidados que en la
actualidad. En esa época, la calle Paraguay era de tierra y el poste
central del alumbrado público de la cuadra era de madera con una
145
ampolleta de sólo 25 W. Casi la mayoría de las personas por las tardes
y noches sacaban sus sillas para conversar en la puerta de sus casas,
así se capeaba el calor, que en todo caso era menor al de los días
actuales.
Los vecinos que tenían mis abuelos eran la familia Plaza; la
familia Vargas cuyo señor era taxista; la familia Zenteno cuyo dueño
de casa era militar; la familia Sandoval, que eran evangélicos; la
familia Gamboa, dueño de una carretela, cuyo oficio debió ser el de
fletero; la familia Rojas, siempre los asocié al campo ya que al parecer
los abuelos eran de San Francisco y tenían un almacén donde vendían
leña, carbón, queso y por supuesto dulces. Mis abuelos, según
recuerdo, tenían una mayor cercanía con los Rojas porque siempre
jugaba con sus hijos. Ahí conocí a mi recordado amigo Luis Rojas
Jeldes, ex secretario Municipal, y junto a su hermano Francisco, nos
divertíamos con los juegos de la época.
Jugábamos a muchas cosas. En varias ocasiones mientras
jugábamos a las bolitas, llegaba un personaje muy conocido en ese
entonces, el “Loco de azul” o Marcial, quien -al vernos jugar- nos
pedía que lo incorporásemos. Nosotros siempre accedíamos, no sé si
por temor o porque nos nacía como niños dejarlo jugar. Marcial nos
ganaba y también perdía en el juego, ahora reflexiono y me pregunto:
si era “loco”, ¿cómo nunca se quejó o cuestionó cuando perdía?
Probablemente tenía lagunas, quizás tuvimos la fortuna de que
cuando jugábamos, todo era normal y no alteraba su salud mental.
No tuvimos ningún problema con él, aunque era una persona que en
ese tiempo se consideraba peligrosa, puesto que generalmente
cuando se cruzaba con alguien, lo eludían por su condición.
En el Gimnasio de Centenario había una cancha que era de
pavimento con graderías paralelas a la Av. Chile. Ahí se jugaban
sendos campeonatos de baby-fútbol donde participaban muchos
equipos de otros barrios. Yo jugaba por la Población Ferroviaria
“enemigos acérrimos” del barrio Centenario. Casi siempre nos
despedían con pedradas u otros objetos hasta llegar a la Av.
Chacabuco.
146
Estos dos barrios eran muy emblemáticos y visibles en Los
Andes. Centenario con sus dos avenidas principales paralelas, calles
perpendiculares no pavimentadas y una plaza como centro social de
actividades de fines de semana. El otro barrio era la Población
Ferroviaria, nacida en el año 1950, muy diferente a Centenario ya que
las casa eran modernas y de construcción sólida. Centenario, por ser
más antiguo, con casas pegadas unas con otras, casi en todas sus
cuadras la hacían muy diferente a la Población Ferroviaria. La misma
ciudad de Los Andes tiene un rasgo parecido a Centenario ya que sus
manzanas también son similares en su construcción, diría tipo
colonial más modernas. Otra diferencia es que todo se centralizaba
en Los Andes, la plaza centro social y de festivales, cine, parqueadero
de coches Victoria, estación de ferrocarriles, el comercio en general y
los servicios educativos, ya que los principales establecimientos
educacionales estaban en la ciudad, Liceo Comercial, Liceo
Maximiliano Salas Marchant, María Auxiliadora e Instituto
Chacabuco por mencionar los de la época de mi niñez.
Probablemente, desde ahí, surgen rivalidades de barrio ya que los de
Centenario nos consideraban personas de muchos recursos y
privilegios por ser hijos de ferroviarios, empresa comparada con la
actual División Andina de Codelco.
En esa época, la Plaza de Centenario estaba cerrada con rejas
y su pileta era redonda. La fuente de agua tenía un “ganso” por donde
expedía el agua. En dicho lugar tengo una foto que nos sacamos los
primos junto a un hermano de mi padre, el único recuerdo que poseo
de esa antigua plaza (foto que está en la portada de este libro). En las
esquinas de la Plaza se reunía un recordado grupo de jóvenes, los
llamados “Carloto”, quienes molestaban con bromas a las personas
que pasaban por ahí, cuestión que los adultos de la época
consideraban mala educación debida a gente de mal vivir. Yo los veía
casi siempre en Uruguay con la Av. Chile, pero no tuve ningún
altercado con ellos ni sufrí de sus jugarretas. Creo que me
consideraban parte de Centenario porque mis abuelos, tíos y primos
también eran del lugar y, sobre todo, porque uno de mis primos
integraba el grupo.
147
En aquella plaza antigua, los sábados se reunían vecinos y
vecinas a bailar, divertirse o simplemente ver cómo las parejas
bailaban, todo en un ambiente sano y sin conflictos, no me recuerdo
haber visto una pelea o algún altercado.
Los recuerdos más gratos que tengo de Centenario de la
época, son dos. Uno es la misa de los domingos, que para nosotros
era obligatoria, imposición de mi abuela Zunilda muy devota de la
Virgen de Fátima. El segundo recuerdo era que en esos mismos
domingos por la tarde, en la casa de mis abuelos, se escuchaban los
famosos tangos que alegraban a todo el barrio. Cuando escucho esos
tangos, me traen esas imágenes y sensaciones de un niño alegre,
cuidado y querido por sus abuelos.
148
Vida social en el Barrio Centenario
Nayareth Ibarra Salinas
El barrio Centenario es unos de los sectores urbanos más
antiguos y característicos de la comuna de Los Andes, así como uno
de los lugares más tradicionales y hermosos. Su nombre Centenario
proviene del año de su creación (1910) cuando el país cumplía 100
años de su vida independiente y Los Andes se hacía eco de las
celebraciones a partir de lotear un fundo contiguo a la ciudad para
que los vecinos pudieran adquirir un sitio y construir su vivienda.
Antaño este barrio no era lo que podemos observar
actualmente. Era como un caserío de campo, donde las casas estaban
alejadas unas de otras, construidas en adobe, tejas y pizarreño, ya que
no había ladrillos o era muy caro comprarlos. Para construir sus casas
debían hacerlo de modo artesanal, popular, con adobe en base a barro
y paja, que se dejaba secar por al menos dos días, tiempo en el que se
lograba endurecer y densificar, para luego procesarlo y batir para
llenar los moldes de los ladrillos de adobe, dejándose secar una
semana. Cuando ya estaba completamente seco, iban ocupándolo en
la construcción, formándose tabiques, en donde los adobes se ponían
entre una madera y otra con un alambre cruzado.
Para movilizarse por Los Andes, contaban con una flota de
alrededor 50 coches Victoria que recorrían el barrio y la ciudad. Pero
a pesar de que era un medio de transporte querido y simpático para
la comunidad, traía consigo un dilema. La gran mayoría de coches
Victoria circulaban hasta las siete de la tarde aproximadamente, y casi
no había después de ese horario. Si alguna persona se enfermaba o le
ocurría alguna emergencia, comúnmente tenía que irse a pie hasta el
hospital, con una desesperación y angustia terribles.
Este antiguo barrio poseía vida propia en torno a las
actividades comunitarias que llenaban de gozo a los vecinos, con
alegres y bellos momentos donde compartir, salir de la rutina,
La autora del relato agradece la información entregada por Héctor Vergara.
149
despejarse de los problemas que aquejaban, donde se sociabilizaba y
se creaban vínculos de amistad y vecindad.
Los vecinos de mayor edad no olvidan los grandiosos
bailables que maravillaban con su presencia todos los sábados y
domingos en la plaza del Centenario como parte de la entretención
para la gente. Todos podían participar, disfrutar y bailar hasta las
diez, once o doce de la noche.
La Fiesta de la Primavera era una actividad que alegraba al
barrio año a año. La realización de sus hermosos bailes con comparsa
y recorridos por la plaza de Centenario y de Los Andes, eligiendo a la
reina y un rey feo. Una vez coronados los ganadores, se realizaba un
baile final y un bello paseo en carros alegóricos, tradición anual
infaltable, realizada por mucho tiempo en el barrio.
Otra de las actividades que destacaron al barrio fueron las
procesiones de la Virgen de Nuestra Señora del Rosario de Fátima,
realizada en el mes de María. La Parroquia adquirió gran centralidad
social en la comunidad, como lugar para expresar la devoción
católica, pero también donde encontrar un resguardo y una
protección cuando se necesitaba. En esta Parroquia, el padre García
realizaba un recorrido por todas las casas con la Virgen, una semana
la tenía un feligrés devoto, para que los vecinos acudieran a rezar al
atardecer. Luego de transcurrida esa semana, se devolvía la imagen
de la Virgen a la Parroquia, para volver a instalarse en otra vivienda y
ser cuidada por una nueva familia y permitir la reunión de los vecinos
que vivían alrededor. Cuando se terminaba el mes de María, se hacían
arcos en las calles, para luego de las liturgias y celebraciones
eclesiásticas, muchas veces presididas por el Obispo de Aconcagua,
se hiciera una procesión final. Era una actividad muy bella, muy
querida por los vecinos, en honra a la Virgen y la devoción católica.
En navidad, en la Parroquia de Fátima se hacia la novena del
niño Jesús. Todos los niños empezaban a cantar melodías en el
templo, se hacía una misa y llegaban muchas familias. Después que
se terminaba la eucaristía, los niños hacían una fila para recibir la
bolsita con golosinas, helados, panes de leche, galletas, todo lo que
donaran a la Parroquia. También se hacían las entretenidas carreras
de ensacados con los niños en la plaza, cuyos premios por participar
eran también golosinas y confites.
150
El barrio Centenario tenía variadas actividades comunitarias,
haciéndolo sentir vivo, representativo y conectado como vecindad.
Pero, con el paso del tiempo, estas actividades se fueron terminando,
a medida que fueron creciendo todos. Algunos se casaron, otros se
fueron y todo eso se fue terminando poco a poco. Esta inactividad se
agudizó después de 1973, cuando el toque de queda prohibió la
reunión de los vecinos en el espacio público.
Queda un melancólico sentimiento esperando que ojalá
vuelvan todas esas tradiciones que se practicaban antiguamente y que
se perdieron, ya que la gente no se aburría los fines de semana, salía
a compartir y alegrarse. Si bien en la actualidad algunas de estas
tantas tradiciones y prácticas socioculturales sólo sobreviven en la
memoria, aún se mantiene la fuerte relación y el vínculo afectivo
entre los vecinos.
151
La Reina de Centenario
Carmen Martínez Celedón
Nosotros vivíamos en calle Brasil. Mi papá era dirigente de
varias instituciones, entre ellas, fue presidente del Club Deportivo
Escuela de Centenario, que estaba vinculado a la Escuela N° 1. En el
barrio se hacían varios campeonatos de fútbol entre los clubes
Escuela, Huracán y Valentín Pardo.
Otra tradición religiosa, era sacar en procesión a la Virgen de
Fátima, haciéndose altares en las casas. Se le tenía una semana en
cada hogar, en donde se rezaba el Rosario todos los días y se le pedía
a la Virgen, para luego pasar a la siguiente familia.
En esa época, desde la casa de don Humberto Casarino se
ponía música con discos, apuntando hacia la plaza. Si alguien quería
dedicar alguna canción a alguien, debía pagar. Esto era transmitido
por los micrófonos en mano de locutores del barrio, que eran Ramón
Liquitay, Germán Celedón, Armando Martínez y un niño de apellido
D’Alanson.
En el Centro Pro Adelanto se realizaban veladas artísticas.
Recuerdo a don Juan Lobos (lustrador de zapatos de la plaza), quien
hacía un show con una muñeca amarrada a los cordones de sus
zapatos y bailaba rock and roll, un espectáculo muy divertido y
gracioso.
Recuerdo muy bien algo que me hizo muy feliz. En el verano
del año 1959, fui dama de honor de Eliana Ridó, quien finalmente
salió reina. Su campaña consistió en hacer malones y asados bailables,
así como la tradicional venta de votos.
Para el año siguiente, en 1960, mi papá decidió, junto a don
Mario Galdames, Juan de la Cruz y Juan Ledezma, presentarme a mí
como candidata a reina de Centenario. Las candidatas de este año
152
fuimos Gladys Toledo y yo, Carmen Martínez. Mis Damas de honor
fueron Francia de la Cruz, Yanet Criado, María Ridó y mi rey feo fue
René Criado. El Centro Pro Adelanto nos dio, tanto a las candidatas a
Reina como a las Damas de honor, toda la vestimenta, que se
mandaba hacer a medida, como las coronas.
Nuevamente se hizo una campaña con malones y asados
bailables. Se hacían los miércoles en la casa de don Salvador Donoso,
ocasión en que se aprovechaba de vender votos, los que también
vendíamos en todos los eventos que había en la cancha. Los malones
consistían en una fiesta con baile y música. Se llevaban los discos de
la sede del Pro Adelanto y se vendía trago, bebida, votos y comida
para ayudar a las candidatas. El asado lo auspiciaba Osvaldo
Martínez, mi padre, quien tenía una carnicería.
Una anécdota no se me olvida en uno de los malones. A ellos
iban conscriptos del regimiento, quienes no tenían muchos recursos
y debían hacer una “vaquita” para comprar el rico Cleri, un preparado
de vino blanco con bilz y fruta. Una vez que lo compraban y bebían
unos tragos, salían a bailar con las chiquillas que me acompañaban
en la campaña de reina. Mientras ellos bailaban, mi hermano y el hijo
del dueño de casa, aproximadamente de diez años, escondidos y con
mucho sigilo le tomaban el Cleri a los militares.
En la Maestranza del Ferrocarril Trasandino se hizo mi carro
alegórico, el que debía dar vueltas por la Plaza de Armas en comparsa.
Luego de toda esta campaña, fui elegida Reina. Mi coronación
fue en la plaza de Centenario, en un gran baile amenizado por la
Orquesta Jamaica, que tenía la particularidad de que su baterista era
el de la Orquesta Huambaly (la más importante de la época). Fueron
dos noches de puro rock and roll.
153
La Flor de Centenario. Bailes, parrones y lluvia
Silvia Páez Henríquez
Muchos recuerdan la famosa quinta “La Flor de Centenario”,
local de bailes, celebraciones, tertulias y carrete de esa época, ubicado
en la calle Teniente Bello. Su dueña era la sra. Lidia Lazo, trabajaba y
atendía con sus hijas Nena, Hilda, Eliana y su hijo Luis. Fue la Sra.
Lidia quien bautizó así al local, ya que en aquella hermosa casa el
salón principal estaba al aire libre, bajo unos frondosos parrones, y en
los pilares había algunas flores y plantas. Solamente un pequeño
pasillo estaba cubierto con un techo. Se ponían muchas mesitas por
la orilla y al centro la pista de baile. No tenía espacios interiores, y la
gente compartía y bailaba en ese lindo patio central techado de verde.
Era un sitio muy concurrido. Muchas familias y gente
importante de Los Andes, así como de otras ciudades, frecuentaban
el lugar por lo tranquilo, acogedor, su buena mesa, los bailables y la
diversión. Era el local con mayor popularidad de la época para bailar
y divertirse en Centenario. Había bailable todos los fines de semana,
y también se hacían algunos malones de las candidatas a reina de la
fiesta de la primavera para reunir fondos. Recuerdo que en esos
tiempos se servía el famoso cleri, un preparado en base a vino blanco
con fruta, que se vendía en jarros de vidrio de uno, dos y hasta cinco
litros cuando la familia era muy numerosa y tenían que juntar las
mesas.
La música que se escuchaba en la Flor de Centenario era la
que tocaba la Orquesta Huambaly y su cantante Humberto Lozan,
canciones bailables como el “Cha cha chá del tránsito”, “El
bodeguero” y “Toma chocolate”; también las canciones de Pachuco y
la Cubana Can; Lucho Barrio con sus boleros “Me engañas mujer”, “El
oro de tu pelo” y “Amor de pobre”; Ramón Aguilera, quien popularizó
los boleros “Que me quemen tus ojos”, “Ven y toma como yo” y “El
día más hermoso”; y Los Vargas, con los valses “Plebeyo”, “Nunca
154
podrán” y “El espejo de mi vida”. La música se emitía por unos
parlantes grandes que colocaban arriba del parrón, sobre la pista de
baile del local, que por su ubicación y potencia se escuchaban a
mucha distancia, en buena parte del barrio, pero nadie reclamaba
porque era agradable escuchar aquella música en esos años, cuando
había pocas radios en las casas. La música también permitía
entusiasmar a algunos para ir a bailar al local.
Tengo una anécdota ahí. En el año 64 asistimos con mi
familia, mis papas y hermanos, a un matrimonio de un familiar. En
ese tiempo la misma familia preparaba todo y atendía a los invitados,
la comida era sencilla y tradicional, me acuerdo incluso del menú de
la ocasión, de entradas un corazón de lechuga con un rollo de jamón,
de fondo el tradicional arroz con carne al jugo y de postre, duraznos
al jugo con merengue. No existía la comida gourmet de ahora.
Todos estábamos sentados juntos en una misma mesa, larga
y sencilla, sin mucho adorno puesta esta vez al centro, bajo el parrón.
Los novios se sentaron en la punta principal de la mesa. Cuando
estábamos en la comida, todos conversando y comiendo, se puso a
llover fuerte y nos mojamos mucho. Como era un matrimonio, no nos
podíamos ir. Esperamos un poco que pasara la lluvia y continuó la
fiesta.
155
Los campeonatos de baby en el Fortín
Centenario
Juan Ramón Cortez Báez
El populoso barrio Centenario era un sector muy importante
para la ciudad de Los Andes en lo deportivo. Ahí se concentraban
importantes deportes como el fútbol, el baby fútbol, el tenis, el
basquetbol y el boxeo.
El famoso Estadio Maracaná era un potrero donde está hoy
en la Pob. Arturo Prat, y hasta 1963 albergó sendas pichangas de niños
y jóvenes de todo Los Andes. Como la explanada era grande, los
encuentros se disputaban entre cerca de 20 jugadores por equipos.
Ahí también se hacían las famosas ramadas dieciocheras.
Otro deporte importante era el tenis. En Centenario había
varias canchas de este deporte, que en aquel entonces reunía a la
gente importante de Los Andes como doctores, abogados,
profesionales en general, comerciantes y agricultores. Se jugaban
varios partidos el día domingo, llenándose la pequeña galería que
había en el recinto. Una familia se hizo muy importante al servicio
del tenis, los Montenegro. Muchos de ellos empezaron como
pasadores de pelota y terminaron como instructores de tenis.
Sin duda el deporte que se jugaba más y que concitaba mayor
convocatoria en el barrio era el fútbol. El campeonato de los Barrios
era el mayor evento futbolístico del departamento de Los Andes, que
se jugaba en el día, en el Estadio Centenario. Pero tenía un hermano
chico, que era el Campeonato de Baby Fútbol, que se jugaba en la
noche en lo que hoy es el Gimnasio Centenario. Ambos campeonatos
eran organizados por la Asociación de fútbol de Los Andes.
El Gimnasio se conocía como el Fortín Centenario. El piso de
la cancha era de cemento, con sus áreas y líneas laterales bien
156
marcadas, y arcos de fierro con mallas de lienza gruesa. Sus galerías
eran de madera. Aunque estas gradas estaban muy deterioradas,
seguían soportando muchos campeonatos para el deleite de los
centenarinos y los andinos en general, que llenaban todas las veladas.
Aunque el recinto no reunía las mejores condiciones, el
campeonato de baby era de muy buena calidad, por el nivel de los
equipos, todos compuestos por muy buenos jugadores. Los equipos
que competían en el torneo, eran Santa Flora, Casa Facuse, Barrio
Freire, Frutería Tonino, Población Ejército Libertador (la Pel), El Pino
pero, aunque todos eran muy buenos, según mi opinión, los mejores
equipos eran Valentín Pardo, Los Rápidos, Farmacia Imperio y
Juventus. El equipo de Centenario, Valentín Pardo, contaba con
jugadores de muy buena calidad que después fueron jugadores
profesionales y tuvieron su paso por la selección chilena como fue el
caso del Chueco Farías y el Mago Saavedra. Este último fue el más
famoso, jugando en Trasandino y en La Calera, estuvo al lado de
profesionales de la talla de Elías Figueroa, el “Pata Bendita” y otros.
Su calidad lo llevó a ser seleccionado nacional, y ser conocido en todo
el país.
En el campeonato de baby del Fortín Centenario, los
jugadores tenían una edad que oscilaba entre los 18-20 hasta los 3540 años. El jugador más longevo seguramente era el arquero de El
Pino al que apodaban cariñosamente “Jabón Camay”. Esta fluctuación
de edad no fue obstáculo para brindar grandes espectáculos y dejar
contentos a sus parciales y a la concurrencia en general.
Antes que la gente entrara a ver los partidos era costumbre la
venta de cabritas, maní, helados de agua y bebidas. También se
escuchaban las famosas bromas de los Carloto y otros jóvenes, casi
siempre centradas en molestar al “Atado de nervios” y al “Novillo
loco”. Eran tallas muy simpáticas que hacían reír a la concurrencia.
Yo, desde niño conocido como el “Vieja”, era el líder del
equipo del Barrio Freire con 22 años, cuadro en el que también jugaba
mi hermano René (apodado el “Loca María”), los hermanos Jara (José,
Mario y Juan Carlos), y Salvador Pulgar (alias “el Paja”), un jugador
157
extraordinario, aguerrido y bravo en la marca; y en la organización
social contábamos con el liderazgo de Jaime Salinas, un hombre muy
capaz y respetado por todos. El equipo era muy apoyado por el barrio,
por gente mayor, niños y las pololas de los jugadores, quienes
armaban una barra que se hacía sentir, muy bullanguera, con su
propio tambor.
Estuve en varios partidos importantes de aquellos míticos
campeonatos de baby de Centenario. Pero el que tengo más presente
en mi memoria, por lo emocionante, fue contra Farmacia Imperio,
uno de los mejores del certamen. Fue un empate a cinco goles, de
meta y ponga. El fortín estaba lleno, y nuestra barra jugó un papel
muy significativo para nosotros, gritando ¡¡¡Freire!!! ¡¡¡Freire!!! No
dejaban de gritar, como que fuera una final. Fue muy emocionante
escucharlos y nuestro equipo se entregó por entero por nuestra gente.
Cuando terminaban los partidos, muchos se retiraban a sus
casas. Varios de Centenario pasaban a la fuente de soda de Panchito
a degustar cervezas y sándwich. Los del centro pasaban a la famosa
fuente de soda El Churro en donde pasaban a tomar cervezas y a
comer los famosos completos, quedándose muchos de ellos hasta
bien tarde.
158
Una Revista de Gimnasia en el Estadio
Gema Avendaño
Era una soleada tarde de octubre del año 1968. Mi mamá
apurada nos peinaba con dos moñitos a mí y a mi hermana. Ya era la
hora en que su amiga Lucy nos pasaría a buscar con sus hijas, iríamos
a ver la presentación de nuestra Escuela España, N°2,en la Revista de
Gimnasia de las escuelas y colegios de Los Andes. Nosotras vivíamos
en la calle Rancagua, al lado de la panadería Chile-España.
Tocaron el timbre. Mi mamá salió contenta al encuentro de
su amiga, querían llegar temprano al Estadio Centenario para lograr
una buena ubicación. Cada una tomó a sus hijas de la mano y
caminamos rapidito por nuestra calle, doblamos hacía la Avda.
Chacabuco y seguimos hasta la Avda. Chile, donde vimos que ya iba
mucha gente caminando hacia allá. Se veían varios coches Victoria
que traían a las familias de distintos lugares de Los Andes y uno que
otro taxi.
Llegamos al estadio. Al frente había una Fuente de Soda
donde entraba y salía mucha gente. Yo veo como niña asombrada
todo el movimiento. Afuera del estadio está la Sra. del barquito con
su típico delantal blanco, es la mamá del Juaniquillo, conocido
vendedor andino. Ella siempre estaba en la plaza o donde había
espectáculo o encuentro deportivo, un vendedor de algodón o de
helados.
Nuestras mamás hacen la fila para comprar las entradas. Por
el portón entreabierto pasamos. El piso es de tierra, en la cancha no
hay mucho pasto. Entrando a la izquierda están las galerías y a la
derecha hay una construcción vieja, la casa del cuidador. Veo una
pileta de cemento y que el lugar está repleto de gente.
159
Pasamos entre el gentío y nos subimos a las galerías. Nos
acomodaron una a cada lado de nuestras madres, con las manos bien
tomadas, para que no nos cayéramos.
Yo emocionada miraba todo, los plumeros de tantos colores
y los estandartes que representaban a cada colegio, a las profesoras y
profesores dando instrucciones y las familias que iban a ver a los
artistas. Los varones estaban bien peinados y con sus uniformes de
gimnasia impecables, practicando saltos en caballetes, movimientos
con sogas y pelotas. Los niños más pequeños estaban disfrazados de
algún animalito, árboles o de algún héroe nacional. Las niñas se
movían al compás de la música y el sol se reflejaba con destellos
brillantes en las lentejuelas de sus mallas. Las niñas más pequeñas
tenían alas de mariposas, abejas o estaban disfrazadas de flor. Las
mamás corrían arreglando el maquillaje, poniendo pinches en el
cabello, sujetando algún tomate o afirmando una flor... todo era
maravilloso, la bulla, la gente, los colores, la alegría.
De pronto, a lo lejos, se escuchó la banda del Regimiento
Guardia Vieja, que como siempre estaba presente en los espectáculos
de nuestra ciudad. Se abrió el portón de par en par y la banda avanzó
entre la gente ¡¡¡bom, bom, bom!!!, venía el papá del guatón Loyola
tocando el bombo, mientras sonaban las trompetas y los platillos. La
banda se ubicó en la cancha, los compases retumbaban en mi
corazón, los estandartes de los colegios y escuelas desfilan hacia la
explanada, el público agitaba los plumeros haciéndole barra a sus
representados y los cánticos inundaban el lugar. Sentía mucha
emoción.
Comenzó el espectáculo. Uno a uno desfilaron las escuelas y
colegios, presentando a sus alumnos y alumnas que hacían gala de
sus destrezas deportivas, de sus coloridos trajes, de sus coreografías.
Los aplausos y vítores se mezclaban con los gritos de los vendedores
ambulantes que en las galerías vociferaban su mercadería !Manzanas
confitadas!, !Dos en Uno!, !Maní confitado!, !Masticables!,
!Sustancias!, !Helados!, etc., que eran el deleite de todos los niños que
160
insistíamos, una otra vez, para que nos comprarán al menos uno de
esos.
Yo miraba hipnotizada los hermosos globos que llevaba un
vendedor. Tenía tantos que pensé que en cualquier momento se
elevaría y llegaría al cielo. !Todo era alegría, música y algarabía!
Después de varias horas, entre
agradecimientos el espectáculo terminó.
aplausos,
gritos
y
Regresamos a casa. Ya estaba de vuelta mi Tata Carrasco,
luego de que le dieran el alta en el Hospital. Quería contarle todo lo
que había visto.
Esperé pacientemente en la puerta de su pieza a que salieran
todos. Entré y me senté a su lado. Le fui describiendo todo lo que
había visto, mi tatita de vez en cuando abría sus ojos y me sonreía. Yo
feliz hablaba y hablaba. Mi tatita, tristemente, a los pocos días murió.
Aunque han pasado los años, aún recuerdo todo ese hermoso
espectáculo. Sin duda el recuerdo se agigantó y me quedó grabado al
haberle relatado todas las cosas a mi tatita.
161
La comunidad y su entorno en los años 60
Fernanda Araya
Vamos a relatar las experiencias de barrio a través de las
aventuras, recuerdos y momentos vividos por uno de sus vecinos.
Alfonso René Santis Severino, vivía en la Calle Brasil, casi esquina de
Guayana con su familia. Estudió en la Escuela N° 1, hoy día Liceo
América, una de las escuelas de varones más importante de la zona,
en el cual entregaban buena educación y había muy buenos
profesores.
René se recuerda de uno de sus vecinos, compañero de
Escuela, quien vivía en calle Brasil con Paraguay. Héctor Bahamondes
era hijo de una profesora y en ese entonces se destacaba entre los
niños de la época porque recitaba unos poemas muy lindos y largos.
Siempre lo buscaban para que recitara en las actividades de la
Escuela, incluso lo convocaban para los shows comunitarios que se
realizaba en la plaza de Centenario. Héctor era el primero que estaba
anotado para recitar los hermosos poemas. Pero después nunca más
lo vio. Más adelante le contaron que al parecer había estado afuera
del país, y que ahora vivía en Valparaíso.
Antiguamente Centenario llegaba hasta la calle Arturo Pratt,
y de ahí hacia el sur eran solo potreros y fundos con diversas
plantaciones como duraznos, papas, maíz, alfalfa, chacras, entre
otros. Esos duraznales surtían a las industrias conserveras que había
en Los Andes, como la antigua Fábrica Oso, donde se encuentra
actualmente el Tottus. Varias de las calles que seguían más allá, hacia
los diversos caseríos rurales, como el del Patagual, eran callejones de
tierra.
Cerca de la Villa la Gloria, antiguamente estaba la entrada el
fundo del mismo nombre, donde existía una casa en la cual vendían
La autora del relato agradece la información entregada por Alfonso René Santis
Severino.
162
leche de vaca. Recuerda que sus padres lo llevaban cuando era niño
para comprar esta deliciosa leche.
En esa época las calles del antiguo barrio Centenario eran de
tierra y sin veredas, con acequias a ambos lados. Cuando era más
pequeño, con sus amigos regaban las calles para que esa tierra no
apareciera en los veranos secos de Los Andes. Con el correr de los
años se fueron pavimentado las principales calles, como la Avenida
Chile, la calle Perú, República Argentina, entre otras. Tras los avances
del barrio, fue mejorando el entorno y la pavimentación sucesiva de
calles, fue haciendo crecer la población.
Antes no existían taxis. Esta función la cumplían los coches
Victoria tirados por caballos, siendo la mayoría de los cocheros de
Centenario. Estos carros se veían siempre circulando por el barrio, y
muchas personas en ese entonces los tomaban cuando se dirigían al
centro de Los Andes. Para volver se tomaban en los costados de la
Plaza de Armas de Los Andes, en toda la calle Maipú y en parte de la
O’Higgins. Lamentablemente, hace poco tiempo falleció el último
cochero de Los Andes, y con él aquella tradición. Lo conocían porque
era un vecino del barrio y de ellos, Julio Nanjari (quien recibió la
condecoración de Andino Destacado), quien heredó el oficio de su
padre, Ramón Nanjari.
La plaza de Centenario era distinta a la actual. En esos años
estaba cerrada por una reja de malla, de aproximadamente un metro
y medio de alto, con grandes puertas para permitir el ingreso a los
paseos del interior. Los sábados y domingos en la tarde se tocaba
música en ese lugar, actividad muy alegre y recordada. Al momento
que se abrían esas puertas, la gente se juntaba para pasar un rato
agradable y divertido, bailando al interior de la plaza. Desde la casa
de Humberto Casarino se sacaban unos cables y sus parlantes,
poniéndolos en la plaza y en cuanto sonaba la primera canción, las
personas bailaban sin parar.
René en su infancia conoció a mucha gente que fue muy
“popular” en el barrio de Centenario. Como varios vecinos, recuerda
que con solo 11 años le tocó conocer a un grupo muy comentado, los
famosos “Carloto de Centenario”. Los Carloto estaba conformado por
jóvenes de entre 16, 17 y 18 años, como todo joven eran muy buenos
para bailar, hacer fiesta y jarana, en una época donde la rebeldía
163
juvenil se hacía presente. Este grupo era tan conocido en el barrio y
la ciudad, que cuando él se dirigía con sus amigos al centro de Los
Andes, les preguntaban de donde eran y al responder que eran de
Centenario, de forma inmediata los asociaban con los Carloto,
aunque ellos tenían menos edad.
Este vecino de Centenario menciona que lo que más ha
caracterizado al barrio era la vida en comunidad. La gente era muy
amable, solidaria y preocupada. En ese tiempo no existían aquellas
ideas de jactarse por tener mejores cosas, por ejemplos que unos
andaban con zapatos caros, que quien se vestía de tal forma u otras
cosas, todos eran vecinos del mismo lugar. Había mucha vida de
vecinos, la gente era muy unida, incluso se hacían amigos y
compadres entre ellos, apadrinándose los hijos. Eso no quitaba que
hubiera diversos problemas o malentendidos entre algunos vecinos,
pero en general había muy buena convivencia.
Es una vida de comunidad que sigue expresándose aún.
Cuando se preguntan entre ellos cómo están, si necesitaban algo.
Incluso con los vecinos que en esos años eran “cabros” como él, es
infaltable el apretón de manos o un gran abrazo, recordando aquellos
momentos que vivieron juntos, se preocupan como están de salud y
se visitan entre ellos.
Muchos recuerdos quedan en la memoria de René Santis.
Cada aventura, historia, vecinos y amigos, dejaron una huella fuerte
en él. Sin importar el tiempo que ha pasado o lo cambiado que está el
barrio y su gente, no se han ido al olvido.
164
Una juventud en torno a la Plaza
Carlos Córdova Galaz.
Centenario, cuántas historias que sucedieron allí, sobre todo
en su recordada y querida plaza.
Corría la década del 50, cuando un emigrante italiano,
Alfredo Tacchini, llegó a la ciudad y en específico a Centenario. En
una concurrida esquina del barrio, frente a la plaza, empezó con su
negocio de venta de abarrotes, azúcar, té, harinas, legumbres,
golosinas, etc. Además ofrecía artículos como calcetines, pañuelos,
sombreros, entre otros. El primer nombre del local fue “Judas Tadeo”.
Al fallecer don Alfredo, tomó las riendas del negocio su
esposa, la señora Raquel Gajardo, que junto a su hijo Julio tuvieron la
misión de continuar con la tienda, mientras su otro hijo, Alfredo,
estudiaba en la Universidad la carrera de derecho.
A medida que pasaba el tiempo y la modernidad llegaba a Los
Andes, este negocio pasó a llamarse “Emporio Tacchini”, adquiriendo
después el de “Autoservicio Tacchini”, para ir a la par con los otros
que se instalaban en la ciudad. Actualmente el negocio se dedica el
rubro de las bebidas, vinos y licores.
Afuera de ese local, en la esquina de la Plaza, entre Avenida
Chile y con la calle interior Valentín Pardo, era el punto de reunión
de toda una generación, una juventud que vivió situaciones alegres y
también tristes. En torno a esas reuniones se forjó la creación del
famoso Club Deportivo Valentín Pardo (29 de agosto de 1962). Desde
ahí salió uno de los grandes jugadores del fútbol chileno como
Manuel “Mago” Saavedra, seleccionado chileno en la década del 60 y
70. De ahí salieron también Raúl Córdova Farías (el Chueco) y Luís
Céspedes (el Luchín), campeones con Unión San Felipe, en ese
equipo histórico del D.T. Luis Santibáñez. Otros jugadores, por falta
165
de recursos y sin contar con el apoyo requerido, quedaron en el
camino.
Esas memorias, esos lazos estrechados en torno a esa plaza y
a esa juventud, han hecho posible que hasta el día de hoy un grupo
de ex jugadores y simpatizantes nos reunamos para recordar esos
bonitos momentos que pasamos en nuestra niñez y juventud, cuando
la plaza de Centenario y la esquina de los Tacchini se convirtió en
nuestro segundo hogar.
166
Conversando con el profe Aníbal
María Eugenia Quezada
Conversar con el profe Aníbal da gusto. Cuando te contaba
cosas, al final terminabas conociendo un lugar, sin siquiera haberlo
pisado o sólo habiendo conocido una parte de él. Por ejemplo, yo
siendo una afuerina de la comuna de San Felipe, conocía la Población
Centenario, pero superficialmente. Gracias a él, la conozco un poco
más.
Él vivió unos años allí, pero la experiencia e importancia de la
población en su historia vital es significativa. Recordaba muchas
cosas y buscó la forma de dar pequeños detalles que cobraban sentido
en el conjunto de su relato. Comenzamos a conversar y fue dando voz
a diversos lugares y territorios, revitalizados por su memoria.
De su infancia, recuerda que vivió en dos casas desde los 7 u
8 años, ubicadas una en calle Brasil y la otra en calle Paraguay. En esta
última vivienda, le quedan tristes recuerdos, pues en ella falleció su
padre, don José López Galdámez, un ex militar que en sus últimos
años trabajaba como chofer de colectivo con el recorrido de
Centenario.
De la Parroquia Fátima recuerda al cura Raúl García quien era
una persona muy cercana a la gente, “muy de piel”. Una de sus
iniciativas fue acciones recreativas para niños en el salón de la
Parroquia, quienes podían divertirse en los calurosos veranos
andinos, con juegos y saliendo en algunos casos de paseo a otras
comunas.
La Radio Fátima surgió como un proyecto desde la propia
Parroquia, estando a cargo en sus inicios del Padre René Jara. El Profe
Aníbal fue invitado a un par de programas ahí.
167
Otro de sus memorables recuerdos son los coches Victoria.
Estos carruajes eran un medio de transporte muy común y en
Centenario era normal verles. Él me cuenta que en la ciudad se
estacionaban en lugares distintos: Plaza de Armas, Plaza Centenario,
Estación de Ferrocarriles y en Esmeralda con Sarmiento (hoy Santa
Teresa). En calle Brasil, frente a su casa, había un terreno baldío y en
él se guardaban al menos 50 de esos coches Victoria. Los veía a diario
salir temprano y llegar muy tarde, después del último tren.
Me cuenta que en una de las esquinas cerca de la plaza Arturo
Prat había una Fuente de Soda llamada “Rapa Nui”. Diariamente,
después del colegio, pasaba a tomar una bebida. Recuerda que en el
local había un letrero, se detuvo frente a él porque no alcanzó a leerlo
bien, se quedó mirándolo con curiosidad, decía “La falta de sexo
acorta la vista”; luego darse cuenta del mensaje, murió de vergüenza
y risa a la vez.
Cuando ya se había cambiado de la población, y ejercía como
profesor de inglés en la Escuela Industrial de San Felipe, cuenta que
le tocó hacer clases a los hijos de sus vecinos de Centenario. Estos
pupilos hasta el día de hoy lo recuerdan con cariño.
Mientras le escucho, me quedo mirando un mueble antiguo
que está en su living. Viéndome, su memoria se activa y me cuenta
que ese mueble era un equipo de música antiguo donde ponía discos,
pero con el tiempo se averió, para luego quedar como mueble. Luego
agrega una anécdota con “los Canales”, los vecinos del lado. Aníbal,
como adolescente, en lo que hoy es ese mueble ponía la música a
“todo tarro”. Un día “los Canales”, le golpearon la puerta. Asustado
pensó que venían a reclamar por el volumen de la música, pero luego,
por sus rostros, se dio cuenta que estaban felices, que les gustaba la
música, cuestión que le confirmaron después. Al final ese mueble, lo
había acercado más a sus vecinos, a quienes la música también les
alegraba la vida. Y hoy está más vivo que nunca guardando sus
recuerdos y los de su esposa, hijos y nietos.
Luego le pregunto sobre si ha cambiado algo la población, y
comienza a recordar. Por ejemplo, me dice que el Liceo Santa Clara
168
ha cambiado muy poco desde que él lo conoció, como el ancla en la
Plaza Arturo Prat está allí desde hace mucho, tanto como la mayoría
de las casas que siguen teniendo su estructura como antaño. Y la
Escuela Humberto Casarino sigue siendo muy parecida a la casa de
quien fuera regidor de Los Andes, herencia que se convirtió en un
establecimiento educacional que, en homenaje, lleva su nombre.
Y así, en poco más de una hora, junto a los relatos del profe
Aníbal recorrí la población Centenario. Y aunque la conocía, mientras
buscaba trabajo en años anteriores, ese recorrer de lugares con sus
historias y memorias, te cambia por completo. Del olvido al recuerdo.
Pues sí, en el relato de las personas es cuando nos damos cuenta de
que los lugares y los territorios están vivos. Y que las huellas de la
memoria olvidan detalles, pero jamás lugares ni personas.
169
Una ciudad silenciada. Las peñas en la Iglesia
Fátima de Centenario
Diego Araujo Pérez y Cristián Pérez Ibaceta
A fines de los años 60, la ciudad de Los Andes contaba con
una activa vida cultural. Existían grupos musicales, se realizaban
veladas estudiantiles, surgían círculos literarios, había programas de
Radio Trasandina dedicados al folclore. La cultura en la ciudad bullía.
Pero en 1973, así como en todo Chile, el silencio se apoderó
de los andinos. Los principales actores de los cambios sociales de esa
época fueron perseguidos y detenidos, por lo que la actividad política
desapareció. Lo mismo pasó con la música y el arte. Así como un
bosque incendiado, quedaron sólo cenizas.
La Parroquia de Fátima
Durante una década esta ciudad cordillerana permaneció en
silencio. Hacia 1983 comenzó a renacer la vida social y política de la
ciudad. Nuevos actores estaban dispuestos a devolver la voz a los
andinos alineándose con un movimiento social que se articulaba en
todo el país. El barrio Centenario, construido alrededor de 1910, fue
uno de los principales protagonistas de esta década de grandes
movimientos culturales y políticos en Los Andes.
La necesidad de actividades masivas trajo consigo la
búsqueda de un espacio que permitiera la reunión de la gente con
mínimas condiciones de seguridad. Los organizadores de estas
actividades, dan con la Iglesia Nuestra Señora de Fátima, ubicada en
la Plaza del barrio Centenario.
La Parroquia fue fundada en 1948, en un terreno donado por
la familia Navarro. Esta parroquia tuvo gran importancia para los
170
pobladores del barrio desde su apertura, no sólo como un lugar para
la devoción católica, sino que también como una casa donde se podía
buscar protección y seguridad en tiempos donde encontrarlas era casi
imposible.
En 1983, el párroco de Fátima era el cura Artemio Alvial, con
un largo pasado como sacerdote comprometido con las aspiraciones
de los más humildes. En septiembre de 1973, Alvial fue preso político
en la embarcación Lebu en Valparaíso. En Los Andes fundó el primer
Liceo Nocturno, fue capellán del Hospital San Juan de Dios y párroco
de las iglesias de la Asunción y Santa Rosa.
En los años 80, Artemio Alvial se dedicó al servicio de la
comunidad de Centenario, no sólo en materia religiosa, sino también
brindando apoyo al renacimiento político y social de una ciudad en
silencio. En 1985, Alvial siendo párroco de Fátima, recibió a los
jóvenes voluntarios de la Federación de Estudiantes de la Universidad
de Chile, que venían a realizar trabajos voluntarios en Aconcagua.
Algunos serían detenidos el 8 de febrero por Fuerzas Especiales de
Carabineros y uno de ellos asesinado por torturas, mientras que el
resto encontró refugio en la parroquia.
Las “peñas” folklóricas y el renacer de la cultura andina
A comienzos de los años 80, Bernardo Arriaza, presidente de
la Juventud Demócrata Cristiana, junto al grupo de teatro "Nueva
Dimensión Cultural", comienzan a realizar un “café concert”. Arriaza
recuerda: "eran instancias de reunión donde se hacían sketchs o
parodias sobre el acontecer nacional. Se leía poesía, se cantaba
música que burlaba la censura dictatorial. Entre otros, participan
Fermín Zamorano, Raúl Quiñones. El público que asistía era lo que
hoy llamamos adultos jóvenes. Estos eventos se realizan los viernes o
sábados. En un principio se hicieron en el Hotel Plaza facilitado por
Francisco Perinetti; luego en el Círculo Italiano, prestado por don
René Mazuela; en el Hotel Colonial de la familia Illanes y el
171
Conquistador del señor Henríquez. En esos encuentros también se
conversa sobre el devenir nacional y local”.
Después de 10 años, los andinos volvían a reunirse para
expresar su música y su arte. Los primeros “café concert” no
superaron las dos decenas de asistentes, porque cualquier reunión de
ese tipo estaba prohibida, por lo que el nivel de riesgo era alto.
La necesidad de hacer algo más significativo que los “café
concert” llevó, entre otros, a Carlos Henríquez, miembro del Partido
Socialista, a realizar desde fines de 1983 un ciclo de peñas en la Iglesia
Nuestra Señora de Fátima en la Plaza Centenario. La organización
estaba a cargo de Víctor Acevedo (recientemente fallecido), Nani
Mendoza y Mario García en la parte cultural; Roxana Barahona,
Rodrigo Montenegro, José Merino y Jaime Morales formaban la
Comisión de Derechos Juveniles (CODEJU). Todos ellos contaban
con el apoyo del párroco Alvial. Se hicieron en Fátima porque parte
de los organizadores como Carlos Henríquez y Víctor Acevedo eran
centenarinos; y porque había pocos lugares para hacer estos
encuentros en un contexto de restricciones a las libertades de
reunión.
La primera peña se llevó a cabo entre marzo y mayo de 1984.
Al igual que los “café concert”, estas instancias no tenían sólo un
propósito político, sino que también se instauraban como un lugar de
encuentro de la principal escena musical y artística andina de la
época. La mayoría de las peñas se hizo en un salón adjunto a la nave
central. La sala estaba ubicada al costado izquierdo del templo. Era
un espacio largo y angosto con ventanas, que la parroquia utilizaba
para sus tareas propias. Contaba con viejas sillas y algunas mesas. En
alguna ocasión, por la cantidad de gente que asistió, el cura retiró los
objetos sagrados del tempo y la peña se realizó ahí. En esas
oportunidades el escenario se ubicaba en el mismo espacio donde el
cura dirigía la misa. Así lo recordó Víctor Acevedo: “estábamos en el
salón chico de la Iglesia, y estaba tan lleno que no cabía nadie más,
éramos cerca de 300 personas. En ese momento el cura Alvial saca
todas las cosas sagradas de la iglesia, las guarda, y se acerca a nosotros
172
para que usemos el salón principal. Cuando ya estábamos
terminando, nos subimos los 20 o 25 artistas a cantar “La Muralla” de
Quilapayún y se escuchaba muy bonito”.
Cabe mencionar que las condiciones técnicas de estas
actividades no eran las mejores. Los parlantes y micrófonos eran
facilitados por la Parroquia. De hecho, tres o más artistas cantaban al
mismo tiempo en un micrófono y no se podían amplificar los
instrumentos. Las bandas no contaban con batería, ni bajo, debido a
la dificultad de encontrarlos y el precio de ellos.
Las bandas que tocaban en las peñas eran de Los Andes y
centraban su estilo musical en el género andino y la trova, con clara
tendencia política de izquierda, como Illapu, Schwenke y Nilo, Víctor
Jara, Patricio Manns y Mercedes Sosa, entre otros. Los grupos y
artistas más recordados son Chungará, Llacuni, Miguel Ángel Gómez,
Tierra Nueva y el Trío Semilla. La mayoría se disolvió con el tiempo,
siendo Chungará el grupo que más trascendió.
Algunas peñas se organizaron para ayudar a gente
damnificada por catástrofes naturales, como el terremoto de 1985 o
los aluviones ocurridos en la zona del Patagual en 1986. Víctor
Acevedo, músico y organizador artístico, relata cómo fue la peña en
beneficio de la gente del Patagual: “Esa vez fue una ayuda que le sirvió
mucho a la gente, juntamos comida y ropa. La gente en el Patagual
había quedado sin nada después de un año de mucha lluvia”.
El público que asistía eran jóvenes andinos y familiares de los
organizadores y los artistas. Se formaban distintos grupos en las
peñas. Estaban los hippies, los políticos y los artistas. Normalmente
duraban hasta la una de la mañana, por el peligro que significaba que
un grupo grande de personas circulara a esa hora bajo la Dictadura.
José Merino recuerda que en cada peña, frente a la puerta principal
vigilando el acto, había dos personas muy raras, que con seguridad
eran agentes de la Central Nacional de Informaciones. En otra
oportunidad llegaron los Carabineros hasta el lugar. Mario García,
músico de Chungará lo relata: “Me acuerdo de que había un grupo de
nosotros afuera de la iglesia charlando, cuando llegan los carabineros
173
gritando y queriendo llevarnos. Nosotros reaccionamos
inmediatamente y nos resguardamos dentro de la iglesia hasta que se
fueron”.
Al término de 1985, y tras la organización de alrededor de seis
peñas, estas actividades en la Iglesia de Nuestra Señora de Fátima
fueron trasladadas a otros lugares, porque, entre otras razones, el
cura Alvial fue designado párroco de Santa Rosa. Desde ese momento
la Parroquia y el local de comida “La Terraza”, ambos en el centro de
Los Andes, se convertirían en los nuevos espacios utilizados por los
jóvenes andinos para manifestaciones culturales y políticas.
En la actualidad
Así como las peñas de Centenario fueron las actividades que
devolvieron la vida política y social a Los Andes en los años 80, los
jóvenes de hoy se están manifestando de la misma manera, pero en
un contexto distinto.
Las actividades político-culturales han demostrado ser un
escenario de lucha para el pueblo chileno en sus diferentes épocas.
En el pasado existieron las peñas, y en la actualidad se organizan
tocatas masivas para manifestar el descontento contra los gobiernos
de turno. Aun cuando se tienen en cuenta las diferencias de época es
necesario mantener en la memoria la importancia de las peñas en la
Iglesia Nuestra Señora de Fátima en el barrio Centenario, y su
influencia en la lucha de los andinos contra la Dictadura.
174
Un barrio hablante y saludante
Francesca Barnett Herrera
Hace cuatro décadas Washington y su familia llegaron a una
nueva población ubicada al frente del barrio Centenario. Su padre
trabajaba en la Municipalidad de Los Andes, por lo que fue
beneficiario de una vivienda social, por medio de subsidio estatal, en
la Población de Obreros Municipales, al costado sur de la calle Arturo
Prat. Era un pequeño conjunto de 24 casas, cerrada por un perímetro
de panderetas. No había más casas y si mirabas para el sur, sólo había
campo, vacas, cabras, chanchos y plantaciones.
Washington, hoy de 49 años, fue un niño que dio sus
primeros pasos en el barrio Centenario a inicios de los años 70.
Caminaba, jugaba, conversaba, iba a misa, estudiaba, iba a comprar
en el barrio Centenario. Para él, todos saben que al cruzar la calle
Chacabuco hacia el sur, para entrar al barrio, por Avenida República
Argentina, pasando el Liceo Max Salas y el Supermercado del frente,
comienza un ambiente distinto, un lugar más histórico, más de barrio
pintoresco.
Se recuerda que antiguamente todos se comunicaban y
respetaban entre sí, sociabilidad que caracterizó a Centenario, que él
denomina como “un barrio hablante y saludante”. Costumbres
sociales, de vida en comunidad que culturalmente se fue inculcado
de generación en generación, el saludarse y hablar entre vecinos pese
a no conocerse. Si bien las personas a veces no tenían lazos
sanguíneos, sí construyeron lazos de amistad y comunidad gracias a
ello.
La autora del relato agradece la información entregada por Washington Ferrer
y familia.
175
Esto fue posible, según su perspectiva, porque el barrio
Centenario tiene una característica particular. Al ser un sector
pequeño, todos se topan en la plaza, en un negocio, en reuniones
sociales, surgiendo varios puntos de encuentro, donde la gente se
junta, se saluda y habla. No solo hay puntos de encuentro auspiciados
por la municipalidad o desarrollados por ellos como vecinos, sino que
también hay locales que todavía persisten, que sólo han cambiado de
nombre o dueño, como la Panadería Centenario, el antiguo
Supermercado San Gregorio, y así varios otros negocios que
permitían el encuentro entre los vecinos.
Pero el barrio va cambiando. Centenario era tranquilo, con
más unión entre las personas, con más actividades sociales que
hacían vivir a la comunidad. Los drogadictos eran los que fumaban
marihuana, pero sabías que ibas por la calle y no te harían nada.
Ahora, muchos tienen temor de caminar de noche, porque ha llegado
otro tipo de personas.
A su vez, lamentablemente, las generaciones nuevas han ido
perdido las costumbres comunitarias y de sociabilidad. Hoy en día la
gente se saluda menos, sobre todo los jóvenes. No obstante, la
invasión de la tecnología y todos los avances, Centenario aun no
pierde todo su sentido de barrio. Washington dice que ese espíritu de
comunidad, “nunca lo va a perder, si el barrio y las nuevas
generaciones siguen siendo un barrio hablante y saludante”.
176
Recuerdo de un 27 de febrero de 2010
Ivette Muñoz Salinas
La tierra se estremeció a las 3:34 de la madrugada del 27 de
febrero de 2010. Fue un terremoto de magnitud 8,8 en la escala de
Richter, afectando a siete regiones de Chile, removiendo casas,
destruyendo calles, cambiando conductas y mudando el territorio.
Los hechos ocurridos esa noche surgen como huellas vivas en la
memoria de los y las sobrevivientes.
Por primera vez la sra. Eduvina Guerrero lo perdía todo.
Soltera y madre de 3 hijos, fue una de las personas más afectadas por
el terremoto que arrasó con su casa en la población Centenario hace
unos años atrás. Por ese episodio, quedó “con lo puesto”, durmiendo
con su hijo en otros lugares, acomodándose con lo que tenía y
empezando de cero.
El relato de la Sra. Eduvina está poblado de imágenes que
revelan cómo muchas casas del barrio cedieron ante el movimiento
de tierra. Ya antes del terremoto, su casa no se encontraba en buenas
condiciones, por lo que luego de la catástrofe natural, su casa cayó.
“Con el terremoto hubiera quedado aplastada” nos dice, ya que su
casa, como tantas otras de Centenario son de adobe. No podía dormir
ahí, y tuvo que salir de su “ranchito” como le decía, que con tanto
amor, cariño y dedicación trató de arreglar.
La tristeza más grande fue cuando le pidieron desalojar su
vivienda, abandonar todos los años que ella vivió ahí. Aquel desalojo
era para que la Municipalidad pudiera retirar los escombros y, aunque
recibió mucha ayuda, recuerda ese tiempo con dolor y nostalgia,
marcada por un sinfín de tristezas acumuladas, sobre todo hacía un
hogar que le tenía tanto amor. Una parte importante de lo que había
La autora del relato agradece la información entregada por Eduvina Guerrero.
177
ganado lo invertía en mejorar su casa, la que comenzó a arreglar
desde que empezó a trabajar a los 18 años. Para Eduvina el terremoto
fue muy destructivo, puesto que no pudo rescatar ni siquiera algunas
cosas, ropa, algo importante, pues lo perdió todo en ese momento.
Pero desde los primeros días de la catástrofe, comenzó a
sumar experiencias de solidaridad y apoyo social y vecinal: “Mi casita
casi se me caía, entonces yo me apoyé en la municipalidad, ahí me las
rebusqué porque yo sola no podía. Me las tuve que arreglar para que
vinieran a ver mi casita, porque estaba en un peligro yo”. Cuenta que
se apoyó en un caballero y en la municipalidad, que gracias a esas
personas pudo reconstruir su casa. Pero, para eso, tuvo que andar de
allá para acá y de acá para allá, yendo a todas partes a pedir ayuda.
Recuerda que la pasó muy mal, estuvo tres años viviendo fuera de su
“ranchito”, con su hijo, el mayor, que la ha acompañado durante toda
su vida. Recuerda que al momento de empezar a buscar ayuda, se
encontró con una mujer, que no le quería entregar ayuda rápido, que
le molestaba que la señora Eduvina fuera siempre: “me miraba mal
porque yo insistía que me hicieran luego mi casa, yo lo único que
quería era mi casa”.
Con todo, le hicieron una casa hermosa, “Mi casita, gracias a
Dios, abajo es sólida y arriba es material ligero, porque ahí hice el
dormitorio de mi hijo y abajo me lo hicieron a mí. Cuando me
entregaron las llaves, ah! Una emoción, lloraba, lloraba de emoción,
de alegría”, sentimiento de felicidad que sin duda la señora Eduvina
recordará por siempre.
178
La reina y el rey feo en el Club de Adulto Mayor
Javiera Contreras Oyarce
La señora Teresa Uribe es una mujer de 86 años, que llegó a
vivir a Los Andes junto a su madre con una maleta llena de sueños y
de oportunidades de trabajo cuando apenas tenía cuatro años.
Nacida en San Francisco, hija única y criada por su abuela, la
señora Teresa tuvo que dejar su antiguo hogar para acompañar a su
madre, que ansiaba oportunidades de trabajo para mantener a su
familia. La madre de la señora Teresa llegó a la comuna de Los Andes
a trabajar como asesora del hogar puertas adentro con su pequeña
hija. Con sólo 4 años, la pequeña Teresa comenzó a trabajar cuidando
a una “guagüita”, lo que no deja de sorprender en la actualidad,
porque a los cuatro años es casi imposible hacerse cargo de un bebé.
Desde esos años su vida fue muy sacrificada. Cuando
quedaron sin hogar, ella y su familia vivieron un tiempo en las
poblaciones pobres del río Aconcagua, así como en otros lugares en
que alguno de sus padres trabajaban.
La señora Teresa continuó con el trabajo de su madre,
llegando a ser asesora del hogar en la casa de uno de los antiguos
alcaldes de Los Andes. Todos los días, después del trabajo, la señora
Teresa se dirigía a Centenario a ayudar a construir su casa en el
“potrero” como le llamaba ella. Era una de las poblaciones que se
estaban construyendo con ayuda del Estado, y con sus futuros vecinos
debían construir su casa cumpliendo con una cantidad de horas
diarias para poder “parar” su vivienda. Este era uno de los procesos de
autoconstrucción que tuvo varios ejemplos en Los Andes, como la
Población René Schneider, Gabriela Mistral, Ambrosio O’Higgins,
entre otros.
La terminación de su casa fue una alegría enorme. La señora
Teresa lleva varios años viviendo ahí, y aunque nunca se casó, tuvo
La autora del relato agradece la información entregada por Teresa Uribe.
179
una hija que le dio tres nietos y una bella familia, con la que vive
actualmente.
Ya con los años, ha podido disfrutar más de la vida y
encontrarse con otros adultos mayores de la comunidad. En
Centenario, al igual que en casi todos los barrios del país, existe un
Club de Adultos Mayores donde un grupo de ellos se reúnen, al
menos una vez por semana, para compartir, ejercitarse y programar
viajes y paseos a otros lugares. Existe un ambiente agradable donde
los vecinos se pueden conocer mejor o simplemente despejarse de los
achaques de la salud o la soledad.
En Los Andes, todos los años, en torno al día del adulto mayor
y las celebraciones organizadas por la Municipalidad, cada Club debe
elegir una reina y un rey feo. A la reina y al rey los eligen mediante
votos y hace aproximadamente tres años, la señora Teresa fue elegida
reina del Club de Adulto Mayor Barrio Centenario. Pero faltaba el Rey
feo… en ese entonces salió elegido un joven llamado Ricardo. Fue bien
anecdótico el reinado de ese año, ya que Ricardo salió rey feo por
primera vez y llevaba harto tiempo queriendo serlo, aunque más bien
eran los deseos de su madre.
La señora Teresa para ese reinado se consiguió un vestido
blanco muy lindo, con una amiga que ya había salido reina antes. Las
y los vecinos tenían todo organizado para celebrar al Rey y a la Reina
de ese año. Lamentablemente ocurrió un inconveniente. La madre
del Rey feo se enfermó unos días antes, por lo que la celebración se
llevó a cabo, pero no con la tranquilidad y alegría de los años
anteriores.
Finalmente, aunque estaba muy aquejada de salud, los deseos
de tantos años de ver a su hijo coronado como rey feo de Centenario
fueron cumplidos como aquella madre quería. Pudo verlo sentado
con la Sra. Teresa, los dos de reyes de punta en blanco.
Lamentablemente, la madre de Ricardo falleció al siguiente día,
dejando una gran pena entre todos los vecinos.
180
Relatos de vecinos y personajes
181
182
Mi tío Humberto Casarino
Sonia Heine Clarke
Mi tío Humberto Casarino nació en Los Andes en el año 1895.
Era un hombre muy chiquitito, delgado y peladito. Vivía en
Centenario, frente a la plaza, donde está actualmente el Colegio que
lleva su nombre. Era una casa que construyó mi abuelo, de origen
irlandés, Guillermo Clarke. Pero al final mi tío se quedó viviendo ahí,
ya que mi abuelo se la dejó como agradecimiento por haber cuidado
a nuestra madre y sus hermanos. Fue una de las primeras viviendas
del sector, que en esos años aún era muy poco poblado, era puro
campo.
Recuerdo que todas las reuniones familiares se hacían en su
casa. Para los 18 de septiembre de los años 50, todos íbamos a la casa
del tío. Al fondo del patio tenía muchos árboles, y bajo ellos se
preparaba un almuerzo con unos mesones largos con unos hermosos
manteles, contrataban mozos y un conjunto para que cantara. Era un
gran almuerzo, nos juntábamos todos y lo pasábamos, grandes y
chicos, muy bien.
En ese tiempo él tenía un tílburi, un cochecito inglés con
ruedas muy altas tirado por caballos. Nunca quiso venderlo para
comprarse un auto. Era fiel a su tílburi y nosotros igual la pasábamos
muy bien en el cochecito. Cuando mi tío lo ensillaba, todos los primos
nos encaramábamos rápidamente para salir a pasear o a la lechería
que tenía en la calle Arturo Prat. En su casa tenía establos en la parte
de atrás y ahí dormían los cabalgares. Los caballos y yeguas de mi tío
eran preciosos, las cuidaba como si fueran de oro, con mucho amor
los cepillaba y los alimentaba muy bien.
La autora agradece la entrevista y transcripción realizada por Valentina
Montenegro Pulgar, que hizo posible este texto.
183
El tío Humberto se levantaba como a las 5 de la mañana para
ir a la lechería. Una vez, con todos los primos, que éramos hartos, nos
levantamos a las 5 de la mañana porque nos iba a llevar a la lechería
a tomar leche al pie de la vaca. El tío pasaba a comprar pan donde los
hermanos Olivares que tenían una amasandería muy conocida en
Centenario. El pan era exquisito, muy rico. Después, nos fuimos todos
en el tílburi a la lechería a tomar leche y comernos el pancito.
Como la lechería tenía unos potreros que llegaban casi hasta
el sector del Patagual, sin casas ni nada, ahí mis primos montaban
unos lindos caballos. Yo nunca me pude subir a ninguno. Les tenía
terror, porque como eran caballos de tiro, eran muy altos y gordos,
aunque muy bonitos. Siempre pensaba que si me subía a uno, después
cómo me bajaría de esos tremendos caballos.
El tío Humberto fue bueno con nosotros, le pasó una casa a
mi padre para que viviéramos todos, sólo le pidió que la arreglara, y
así lo hizo. A mí siempre me regaloneó mucho. Yo pienso que igual
fui su regalona debido a que cuando era pequeña me dio polio y tuve
que aprender casi todo de nuevo, en especial a caminar, necesitando
de muchos cuidados.
Lamentablemente, el tío Humberto falleció en el año 1972,
con 77 años de vida, pasando la mayor parte de su vida en Centenario,
siendo hasta hoy recordado por los vecinos.
184
El cuadrilátero de Centenario. La liga de box
en el Valle de Aconcagua
Jorge Cancino y Danilo Herrera
En memoria del glorioso Segundo Chato
Espinoza, cuyo espíritu está en las historias
acá rescatadas; y en honor del gran Luis
Matucho Báez cuyos añeros puños aún nos
acompañan.
Hace años que en Chile el boxeo es un deporte de menor
convocatoria. Desde la retirada de Martín Vargas a finales de los 90,
el boxeo abandonó las primeras planas de la prensa, para recluirse en
un círculo reducido de deportistas y espectadores. Sin embargo, en
su época de auge, entre los años 30 y 70, el circuito de boxeo se
extendía a lo largo del país.
En el valle de Aconcagua, el ring era un espacio habitual de
encuentro, donde los combates formaban parte de un espectáculo de
fuerte arraigo local y que semanalmente convocaba a gran cantidad
de espectadores. El barrio Centenario se posicionó como escenario
principal del pugilismo andino, y fue testigo de grandes gestas
deportivas, donde sus asistentes no eran solo varones fanáticos, si no
que acudían también familias completas. Aún quedan vestigios de
aquella época, encarnados en los relatos de los boxeadores y sus
familias. Algunos ya no nos acompañan, pero los que sí, conservan un
imaginario cargado de anécdotas y relatos de un Los Andes muy
distinto.
El box que se practicaba en la zona era principalmente
amateur. Los jóvenes deportistas comenzaban su carrera entre los 10
y 12 años, muchas veces casi por casualidad, como espectadores
185
cercanos que en algún momento y por diferentes razones, fueron
llamados a subir al ring. Si tenían habilidades, ingresaban en el
circuito local, a través de algún club deportivo o una empresa que
contase con rama deportiva. Los boxeadores más talentosos recorrían
diferentes comunas y ciudades probando sus habilidades con
referentes locales. Quien vencía a los contendores de la zona, se
alzaba como Campeón del Aconcagua, una suerte de título no oficial
que adquirían los deportistas más destacados.
Se peleaba todos los viernes y sábados, en el escenario de la
liga, el actual Estadio Centenario, que en ese entonces mantenía un
espacio habilitado para los encuentros. La Asociación de boxeo se
encargaba de organizar las peleas a las que acudían púgiles de
distintas edades, comunas y clubes deportivos tales como: el Club San
Martín de Coquimbito, Calle Larga, San Rafael, San Vicente, Los
Andes, Centenario, Ferroviarios, entre otros. Al final del campeonato
se elegía a los mejores boxeadores para pelear en las ciudades de
Valparaíso y Santiago.
Como resultado de estos eventos, y la práctica generalizada
de este deporte, aparecieron exponentes de gran habilidad como el
“Cotoyo”, Juan “Dinamita” Jeldez, “Matucho” Báez, Leonardo Durán,
“Chico” Carrera, Juan Lobos y el “Chato” Espinoza. Este último, fue
una de las figuras más importantes a nivel local, pues llegó a disputar
el título nacional y enfrentarse al campeón sudamericano Ulises
Moya.
Las Glorias del “Chato” Espinoza
Segundo Espinoza conocido como el “Chato” Espinoza, como
muchos otros pugilistas de la zona, desde muy joven tuvo la
oportunidad de ver los combates que se desarrollaban en el
Campeonato de los barrios en los años 40 y 50. Aunque nunca les
agradó verlo golpearse con otro hombre, sus padres y su esposa
186
tuvieron que aceptar esta actividad pues, desde temprana edad, sus
constantes victorias evidenciaron un innegable talento.
Los inicios del Chato estuvieron ligados al club San Martín de
Coquimbito, club de sus amores, que en aquellos tiempos
desarrollaba un importante proyecto deportivo enfocado en el
atletismo, fútbol y box. Desde sus primeras peleas, alrededor de sus
18 años, fue adquiriendo fama por sus potentes golpes y rápidos
noqueos, ofreciéndole por ello ingresar a la FACh en Santiago, lo que
finalmente no se concretó. Gracias a su trabajo pudo seguir
enriqueciendo su experiencia deportiva, ya que en Valparaíso, un
tiempo después, trabajó y compitió para la Maestranza Barón. No
pasó mucho tiempo antes de que la nostalgia por su tierra natal lo
trajera de regreso a Los Andes.
Aún con sus reticencias a salir del Aconcagua a probar suerte
o de formarse como boxeador profesional, llegó a cosechar grandes
éxitos en este deporte en la categoría mediano-ligero. Doña Margarita
recuerda vivamente algunos de los más emocionantes y duros
combates que vivió el Chato. Uno de ellos fue la pelea con un
boxeador argentino en Valparaíso que si bien estaba siendo ganada
por su esposo, terminó con un calambre en sus piernas, teniendo que
tirar la toalla. Para ella estos combates con boxeadores argentinos
siempre fueron especialmente duros.
Pero el recuerdo más importante que guarda sobre la vida de
boxeador de su esposo, es la pelea contra el campeón sudamericano
Ulises Moya, combate gestionado por la asociación de boxeo debido
a la fama que había adquirido don Segundo. El encuentro no fue
como otros. Cada combate lo vivía con emoción, se recuerda a sí
misma gritando “dale Chatito, dale Chatito”. Pero en aquella ocasión
sólo se escuchaban los golpes de los boxeadores, la tensión en el aire
obligaba al silencio. Fue un encuentro durísimo para ambos
deportistas, y aunque casi se mataron, ambos terminaron en pie. Ya
Doña Margarita Gallardo, esposa por más de 50 años del Chato, ante los
problemas de alzheimer que tenía don Segundo fue quien nos relató su historia
en 2015. Lamentablemente el Chato, tiempo después, falleció.
187
no es muy claro en su memoria si fue una derrota o un empate,
pareciendo más seguro lo segundo.
Después de cerca de 6 años de peleas, 70 encuentros e
impresionantes luchas, don Segundo dejó el ring a finales de los años
60, momento en el que otros boxeadores del ámbito local se retiraron
también del cuadrilátero. Para doña Margarita, ese fue el momento
en que comenzó el declive del box en Los Andes.
El “Matucho” Báez
Don Luis Báez Suárez, conocido como el Matucho Báez, fue
uno de los más importantes boxeadores de Los Andes. Con más de
cuarenta peleas a su haber, una victoria frente al campeón chileno y
dos emocionantes combates con boxeadores trasandinos, logró
cosechar una fama tanto local como nacional.
El Matucho, hoy de 82 años, es oriundo del barrio Centenario,
calle Paraguay si somos precisos. Mecánico soldador de profesión, extrabajador de la maestranza de Valparaíso, recuerda sus inicios en el
ring como un accidente fortuito. En esos años –década del 40– el box
andino se vivía con intensidad: las veladas boxeriles se realizaban en
el gimnasio Centenario. Luis, con 13 o 14 años, junto con sus amigos,
no se perdía ninguno de los combates.
Un día de esos, por ausencia de un contendor, tuvo la
posibilidad de subir al ring a combatir en el Campeonato de los
barrios. Su rival, el Orejón Tapia, representante de los ferroviarios, le
dio su primera batalla. Aunque estaba seguro de ganar, la pelea no
fue fácil. Al segundo round, nuestro boxeador cuenta que, por el
nerviosismo, se le caían los brazos. Pese a ello, logró la victoria. Tres
peleas ganadas más, lo condujeron a llevarse el campeonato de los
pesos mínimos.
Después de aquel exitoso debut, comenzó a entrenar y poco
a poco cosechó victorias, posicionándose como el mejor boxeador del
Aconcagua. Por ese motivo, “Matucho” fue seleccionado nacional de
188
boxeo de cara al Sudamericano de 1951 a disputarse en Brasil. Esto
generó gran revuelo en la ciudad, con las respectivas noticias en los
periódicos andinos. Sin embargo, por cosas del destino, ese año no se
realizó el campeonato y don Luis perdió la oportunidad.
A pesar de haberse visto obligado a realizar el servicio militar
en el año 52, siguió boxeando. Cuenta que las compañías del Ejército
se lo peleaban, pues su fama ya era extendida en la zona. En esos
tiempos, el Ejército contaba con selecciones de box en sus
regimientos, las que disputaban lugares en diversos campeonatos
internos. Dos años participó en dichas selecciones; sin embargo
llegado el fin de su servicio, y aunque le ofrecieron contratarlo,
decidió retirarse de las filas castrenses. La dureza del servicio militar
y los maltratos, lo convencieron de seguir otro camino. Fue así como
consiguió trabajo en la Maestranza de la Empresa de Ferrocarriles del
Estado en Valparaíso, lo que le aseguraba un buen futuro.
En el año 1953, logró enfrentarse al campeón de Chile por
intermedio de la dirigencia de box andina, en combates de ida y
vuelta a 3 rounds. La primera pelea se la llevó don Luis por Knock –
out. Sabido era en el mundo del box que pegaba fuerte. La revancha
fue para Manuel León, quien advertido de las habilidades del
Matucho en el primer combate, utilizó diferentes medios para
cansarlo, evitando que este pudiese desplegar su fuerza. Al final, por
puntos, el campeón nacional se llevó la victoria.
Su vida en el Puerto trajo cambios importantes. Los
boxeadores estaban mejor preparados, llevándolo a perfeccionarse
mucho más. Para lograrlo, se preparó con un rígido entrenador, con
el que pasaba una hora y media todos los días después del trabajo,
fortaleciendo su cuerpo y aprendiendo las “mañas” propias del box.
Sin embargo, durante este periodo su pasión por el deporte decayó,
producto de la exigencia de los entrenamientos y la poca flexibilidad
del entrenador, razones que terminaron por agotarlo. No siguió
peleando mucho tiempo más. El mismo año 56 en que dejó el ring,
vivió algunas de sus experiencias más emocionantes, pues tuvo la
oportunidad de combatir con dos boxeadores argentinos, cosechando
189
un empate y una derrota, además de participar en dos campeonatos
nacionales.
Para el Matucho Báez, el tiempo de su vida que dedicó al box
le trae bellos recuerdos. Si bien este deporte no se convirtió en el
oficio de su vida, sí es una parte significativa de su memoria: la
emoción de cada pelea, así como el ambiente en el campeonato, la
cordialidad entre los boxeadores, el respeto y admiración del público.
La liga de box del Valle de Aconcagua mantenía como uno de
sus ejes principales el Estadio Centenario, actividad que hoy muchos
desconocen que se haya practicado aquí, pero que a mediados del
siglo XX albergó una de las dinámicas deportivas y sociales más
señeras de la zona ¿Cuántas y cuántos aconcagüinos han destacado
en sus disciplinas y la historia no ha hecho justicia con sus figuras? Es
necesario que no fijemos la mirada únicamente en el patrimonio de
los grandes relatos, en la historia castrense ligada a la zona o en la
aristocracia que durante décadas configuró el pasar del valle.
También debemos dejar espacio en la palestra para estas historias que
establecieron una estructura de sentido de lo que significaba
pertenecer a un territorio desde la casi olvidada mirada de barrio.
190
Un Gringo en el Barrio
Juliet Turner Araneda
Hacia 1937 llega a residir en una de las calles, entonces
polvorientas, del Barrio Centenario, don Edward Horace Turner
Tythcott, de nacionalidad inglesa. Él junto a su familia se había
trasladado en una larga travesía de tres meses desde Londres a
Valparaíso, en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial en 1915.
El padre, don Albert Turner Mattin de profesión ingeniero, había sido
nombrado Presidente de la Compañía de Gas de Valparaíso, “Gas
Valpo”.
La familia, que además de él, estaba compuesta por su esposa
Mary Hardin Tythcott, su hermano Hugh y su hermana Phyllis,
residió en el Cerro Recreo de Viña del Mar y los tres hermanos
prosiguieron sus estudios en el Colegio Particular Inglés Mackay de
esa ciudad. El joven Edward, impulsado por una profunda fe y
convicción, cursa estudios de Teología en lo que es hoy la Universidad
Adventista de Chile en Chillán donde, contando con sus 25 años de
edad, se gradúa en 1929 de Misionero de la Iglesia Adventista del
Séptimo Día. A cada uno de los licenciados se les despedía con una
frase que resumía su carácter y su personalidad, en su caso fue “Hay
calor en su alma y elocuencia en su vida”. Complementó su formación
con estudios de música en el Conservatorio en Londres, de Medicina
Natural y también Masaje Correctivo Profundo en Valparaíso, además
de ser autodidacta en muchas áreas del saber.
Casado con Clara Kessel Leschnitz, adquieren en el año 1937
la casa quinta de Avenida Brasil # 332 en Centenario. En aquel tiempo,
las casas del barrio eran bastante homogéneas. Estaban constituidas
como casas quintas con abundantes árboles frutales, siendo regadas
con aguas del canal Pueblo. Precioso recurso que hoy se lucha por
mantener. El origen del barrio es producto del loteo de un fundo, por
La autora del relato agradece a hermanos y hermanas en la reconstrucción de
la historia de su padre.
191
lo que muchas de las viviendas eran terrenos muy grandes, ello señala
–hasta el día de hoy- un lugar de encuentro entre lo urbano y lo rural,
en cierta forma un hito fronterizo y de transición entre la ruralidad
de Calle Larga o San Vicente y el casco urbano de Los Andes.
Transitando por las calles centenarinas es posible observar aun, una
campestre tapia de tierra y asomándose por sobre ella el follaje de
algún árbol frutal, una nopalera o una colonial casa de tejas que
conserva el portón donde se guardaban carruajes y coches.
La vivienda elegida por el matrimonio Turner Kessel, cumplía
con el requisito de acercarse y estar en contacto con la naturaleza,
estando cerca de la ciudad. Rápidamente la ampliaron y la
remozaron, complementándola con una magnifica galería de estilo
inglés, que permitía el ingreso de mucha luminosidad a su interior.
Con el fin de gozar de la magnífica vista, de los atardeceres y de la
nevada Cordillera de Los Andes construye, para su esposa e hija
Elisabeth, un mirador único en su especie, abierto por los cuatro
costados y elaborado completamente en madera de roble. En ese
pequeño mirador, con posterioridad, hizo clases de inglés a
particulares y amigos.
En la casa se plantaron toda clase de árboles frutales, por
ejemplo, ciruelos, damascos, mankaki, granados, duraznos,
membrillos, manzanos, higueras, paltos, limones, naranjos y vides de
diversa variedad. Además, se criaban gallinas y cultivaban
colmenares. Era conocido por los vecinos su estilo de vida y
alimentación naturista, vegetariana, siendo muy estricto en la
alimentación y cuidado de la salud y la higiene. Era seguidor del
abogado y profesor Dr. Manuel Lezaeta Acharan, quien fuera el más
importante y destacado pionero de la Medicina Natural en Chile, y
quien visitara en más de una oportunidad su casa, dada la estrecha
amistad que les unía. Poseía un baño de vapor, baño de asiento y una
ducha al aire libre. Adelantado a su época como cuidador del medio
ambiente, reciclaba todos los desperdicios domiciliarios haciendo
compost que utilizaba en su patio.
Es importante recordar a algunas de las familias de vecinos
que constituían el naciente sector, y que cumplieron un rol
fundamental en el devenir de la historia de Centenario. De las calles
Brasil, Perú y Bolivia tenemos por ejemplo a las familias Caiceo
192
Pineda, Caiceo Vásquez, Montecinos Favreau, Pérez López, Tobar
Nanjarí, De la Cruz Aguilera, Donoso De la Cruz, Zelaya Herrera,
Razzeto Migliaro, Lozano Vergara, Tobar León, Lazo Hernández,
Córdova León, Villarroel Pérez, Córdova Báez, Vargas Gallardo,
Flores Vargas, Rodríguez Cacciuttolo, entre otras. Los hijos e hijas de
éstas y otras familias eran recibidos amablemente por Míster Turner
en su casa para entregarles los primeros rudimentos del idioma
inglés, como asimismo, cualquier ayuda en materias escolares.
Míster Turner, como le decían sus alumnos y amigos, se
vinculó profundamente con la comunidad andina a través de su
vocación docente, impartiendo clases de inglés entre 1937 a 1940 en
el Liceo de Hombres, hoy Liceo Maximiliano Salas Marchan.
Asimismo, en el año 1943, destaca su participación como cofundador
del Instituto Comercial de Los Andes, junto a la señora Eliana Miñano
y a don Carlos Matus, liderados por don Manuel Díaz Paredes.
Colaboró estrechamente en las directrices generales del nuevo
establecimiento, como asimismo en la planificación de Planes y
Programas de estudio, correspondiéndole a él sentar las bases de la
asignatura de inglés y ejercer su docencia hasta el año 1953. Ese
mismo año decide retirarse por el sensible fallecimiento de su
segunda esposa de 26 años, Carmen Rosa Astudillo Saravia, y así
poder cuidar a sus tres hijas, Consuelo Elita de 2 años, Lana Eveline
de 1 año y la recién nacida, Rose Mary.
No obstante haber abandonado el plantel, en el año 1970 y
con ocasión de la celebración de los 30 años del Instituto Comercial
de Los Andes, fueron distinguidos en forma póstuma, don Manuel
Díaz Paredes y don Edward Turner Tythcott, destacándose su noble
labor al servicio de la educación en la ciudad. Su vocación de maestro,
lo llevó a enseñar no solamente en Los Andes, sino que, en otros
lugares, como por ejemplo en la ciudad de Valparaíso, en Valdivia y
en Viña del Mar.
Edward Turner, en “Gringo Turner” como le llamaban los
vecinos, fue un hombre de muchas inquietudes espirituales, un
“gentleman” según sus alumnos, quien nunca perdía la compostura.
Tenía en su domicilio, una amplia biblioteca con diversidad de temas
y en variados idiomas. Eximio ejecutante de violín y apasionado por
el piano. Los que tuvieron oportunidad de escuchar sus enseñanzas
193
indican que era un gran y elocuente orador. Como hombre de letras
y humanista, solía crear composiciones y escritos, algunos de los
cuales aún se conservan. En uno de esos, caracterizaba al héroe:
“Hombre de carne igualmente débil como nosotros, pero capaz de
transformar el fracaso en victoria, el vicio en pureza, el orgullo en
humildad, el egoísmo en solidaridad. Se necesita coraje para convertir
el fracaso de la vida en un éxito seguro”. De sus virtudes daban fe sus
amigos, entre los cuales se encontraban Humberto Herrera y su
esposa Martita, Víctor Cariola, Antonio Nazar, Gaspar Rivas P.,
Horacio Poblete, Alfonso Collado, Andrés Omeñaca, los médicos
Antonio Mery, Bernardo Salas, Raúl Vargas, Luis Sillerico, Emilio
David y su esposa Carmen.
Fue muy querido por sus vecinos, porque ponía sus
conocimientos al servicio de sus semejantes, ayudaba a quienes se lo
solicitaban, dándoles consejos y recetas para diversas dolencias.
Hombre de amplio criterio, respetuoso de las ideas y creencias de
todos, entabló estrecha amistad con los curas que iban llegando,
tanto a la Parroquia de los Pasionistas, como a los de la Parroquia de
Fátima. De igual manera mantenía lazos de amistad con la
Comunidad de Religiosas Franciscanas de Avenida Perú, del Colegio
Santa Clara, a quienes les ayudaba traduciendo las cartas que llegaban
del extranjero en inglés o alemán.
En el año 1959 contrae matrimonio con María Celeste
Araneda Bahamonde con quien compartía la misma fe y estilo de
vida. De esta unión nacen su hija Juliet Cynthia Celeste, y su hijo
Edward Albert David. Cuentan los amigos y vecinos del barrio que ese
día realizó el trayecto desde el hospital a su casa en Centenario,
compartiendo con quien se encontrara en el camino, lo orgulloso que
estaba de tener un hijo varón. De esos años, me recuerdo que cuando
caminábamos hacia la frondosa higuera que estaba al fondo del patio
para desayunar higos con nueces, mi padre dijo que me indicaría con
su bastón, las suciedades de las gallinas para no pisarlas. Con soberbia
le respondí que no lo necesitaba pues yo sabía darme cuenta, justo al
dar el siguiente paso ensucié mi zapato, al instante fijó su mirada
penetrante en mí, ¡sin decir una sola palabra… yo entendí! Sin duda
fue un hombre sabio.
194
A la edad de 60 años, un 02 de septiembre de 1964 Míster
Turner falleció en el Hospital San Juan de Dios de Los Andes. Dejó
una descendencia de 6 hijos, 19 nietos y 2 tataranietos. Su esposa -la
Sra. María como la llamaban los del barrio y la “caminante” para
muchos andinos- le sobrevivió por 56 años, falleciendo el 7 de
noviembre de 2020 en la que fue su casa y hogar.
La casa, aún en manos de la familia, conserva la misma
tendencia y estilo de vida, especialmente en cuanto a la preservación
del medio ambiente, plantación y renovación de árboles frutales,
hierbas medicinales y flores para salvaguardar los insectos y
especialmente las abejas de su extinción.
El gringo Turner al optar por su residencia y domicilio en
Centenario, decidió una forma de vivir y “estar” en ese ámbito,
situación que armonizaba con su “ser”, entendido éste como su
sociabilidad natural con las demás familias del barrio, con las cuales
marcaba una impronta de particular identidad barrial.
195
El Tío Olivio. El primer micrero del barrio.
Eugenio Astudillo
Para adentrarse en esta singular historia de vida de un
recordado vecino, tenemos que situarnos en el hermoso y tradicional
barrio Centenario, ubicado en la ya bicentenaria comuna de Los
Andes. Barrio antiguo en sus primeras etapas construidas en el albor
del siglo pasado, y actualmente compartido con ya varias
edificaciones modernas, debido al avance de la comuna, su mayor
población actual y a lo lindo del sector.
A Centenario llegó don Olivio Rojas Rojas, en los últimos años
de la década de 1950, desde la localidad de Nirivilo, poblado de la
Región del Maule, cuyo nombre de origen mapudungun describe a
un animal mítico de esa zona; mitad culebra y mitad zorro, lugar
donde fue bautizado don Bernardo O’Higgins Riquelme. Olivio fue
hijo de una esforzada lugareña de ese sector. Siempre, con su innata
simpatía, se vanagloriaba de su nacimiento ahí, comentando a diestra
y siniestra a sus amigos y conocidos que, a pesar de su origen
humilde, había sido bautizado en la misma pila y Capilla que el padre
de la patria.
Con su educación primaria y algo de secundaria bien
aprendida, tuvo un breve paso por la Armada de Chile, donde se
licenció con cerca de 30 años de edad como Cabo Segundo, debiendo
abandonar la institución debido a una enfermedad que adquirió
mientras era parte de la dotación de la Marina en la Antártica chilena.
Por datos, don Olivio llegó a la comuna de San Esteban, en
los primores de la década del cincuenta, a hacerse cargo de una
pulpería, nombre que se les daba a los actuales almacenes que
funcionaban dentro de los otrora grandes fundos agrícolas de la
época. No sólo vendían artículos comestibles y bebibles, sino que
también, ofrecían elementos agrícolas tales como herraduras de
caballos, sombreros de huaso, jarros de lata para las chocas, semillas
196
varias y el imprescindible kerosene para las cocinas de parafina,
última moda de entonces.
Desde esa posición de empleado dependiente, pudo
establecer muy buenas relaciones con varios miembros de la familia
Fuentes de Centenario, poseedores en ese tiempo de varios negocios
abasteros en diferentes sectores de la gran población. Fueron ellos
quienes lo incentivaron en tomar un nuevo rumbo laboral. Don
Olivio, con mucho entusiasmo y sin pensarlo dos veces, recurriendo
a algunos ahorros de cosechas en media que había hecho con algunos
lugareños de Lo Calvo, decidió concretar esa idea, adquiriendo una
modesta primera micro o autobús marca Chevrolet, año 1951, para el
servicio de locomoción entre Centenario y San Esteban.
A los pocos días, de acuerdo con los permisos de la autoridad
municipal andina, estableció los horarios diarios de los recorridos
entre San Esteban y Los Andes, que iniciaban y terminaban al final de
Centenario. Esto solucionó los varios problemas de locomoción para
los adultos y jóvenes del barrio, que laboraban en el centro o asistían
a estudiar al Instituto Comercial o al Liceo de Los Andes, como aún
se llamaba el Max Salas.
Ya que los viajes partían y finalizaban en Centenario, don
Olivio Rojas llegó a instalarse con su pequeña familia a Centenario,
calle Uruguay, N° 450. Ahí por muchos años vivió junto a su esposa y
algunas pequeñas sobrinas. En sus mejores tiempos de transportista,
llegó a tener hasta tres “micros”, como se les denominaba entonces,
que estacionaba y mantenía en la misma calle Uruguay. En razón a
que los recorridos de todas estas “micros” empezaban en la calle
Arturo Prat, al fondo del entonces barrio de Centenario, muchos de
sus vecinos hacían uso de este servicio de transporte para trasladarse
hasta el centro de la ciudad.
No se debe olvidar que en aquel entonces, no existían micros
locales, ni los colectivos o taxis de ahora, sólo había coches Victoria.
Por lo que el trayecto de estas micros cumplía con el traslado de los
habitantes de Centenario, ya que cuando las máquinas venían de San
Esteban su recorrido entraba por la calle Santa Rosa, siguiendo por la
Avenida Argentina hasta el final, Arturo Prat. Su regreso a San
Esteban era desde la calle Arturo Prat subiendo hasta Av. Chile, para
seguir por esta misma vía hasta la calle Maipú, pasando por la Plaza
197
de Armas de Los Andes, llegando hasta su último paradero frente al
hospital, para continuar hasta la comuna del norte. Esta situación
permitía a todos los vecinos de Centenario, tener un excelente
sistema de locomoción para satisfacer todas sus necesidades públicas
o privadas.
Don Olivio sin ser un poderoso empresario, tuvo tierras a
medias, administró campos ganaderos en otras ciudades del sur,
abrió nuevos mercados para los pequeños agricultores de San Esteban
en donde posteriormente se instaló con un gran almacén de campo,
brindó transporte colectivo a los vecinos de San Esteban y
Centenario, ayudó a muchas familias que lo necesitaban, fue
indulgente y atento con los jóvenes de las comunidades rurales y de
su amado Centenario, llegó a ser también dirigente del glorioso
equipo de Futbol Transandino de entonces. Lo que siempre lamentó
entre amigos, fue que en su matrimonio no pudo tener descendencia
como consecuencia de la enfermedad adquirida en la Antártida, pero
en compensación a eso, crio en Centenario a cinco lindas sobrinas,
las que lo adoraban.
El señor Olivio Rojas tenía un carácter muy especial y un
nombre muy original. Siempre muy respetuoso y campechano,
vistiendo de huaso con pantalones de fantasía a rayas. Sobresalía por
ser una muy buena persona, generosa, siendo habitual en él que
ayudara desinteresadamente a varias familias y/o a jóvenes de los
barrios de sus recorridos, en bautizos, cumpleaños, giras de estudios,
etc. Incluso hasta en los funerales de sus clientes y pasajeros, por lo
que, en más de una vez, ya viviendo en su posterior residencia en la
comuna de San Esteban, se le vio pagar estos servicios, en forma
íntegra o parcial, cuando algún vecino fallecido de Centenario era de
pocos recursos o amigo cercano.
Desde su nueva actividad de transportista, fiel a su estilo
fraterno y amistoso, continuó con su máxima filosófica “de que en la
vida siempre había que buscarle el lado bueno a todas las cosas y así
disfrutarlas”. Pensando entonces en cómo mejorar el clima vecinal de
las minutos de traslado, instauró varios beneficios de buenas
convivencias y conducta para los pasajeros, ya fueran estudiantes,
trabajadores o abuelos. Los más jóvenes de entonces, aún no olvidan
que todos participaban en los concursos semanales que realizaba en
198
sus micros para cuidar el orden y respeto en la micro, puesto que si
se portaban bien, se les daba el pasaje gratis durante toda una
semana. Además de este premio para los más “los lolos”, tenía otros
para sus clientes adultos, de la ciudad y del campo, a quienes también
les fiaba o perdonaba el pasaje, por largos períodos, mientras se les
arreglara la situación económica.
Fue tanto el cariño de sus clientes, pasajeros y amigos de
Centenario y San Esteban hacía él, que se ganó, hasta sus últimos días,
el apodo de “Tío Olivio”. La gente aún lo recuerda con agrado y
emoción. Para ellos, el haber conocido al querido Tío Olivio, que con
sus casi dos décadas de empresario micrero del sector, fue mucho más
que una anécdota o un golpe de suerte, sino que fue, además, una
linda experiencia de amor, cariño, fraternidad y respeto.
Un día del mes de enero de hace poco más de diez años,
mientras manejaba su camioneta rumbo al mercado de San Felipe, y
producto de una activa diabetes y una vida agitada, su corazón le jugó
una mala pasada y se le detuvo cerca del mediodía, en pleno camino
de Tocornal. La comuna de San Esteban, lugar en donde habitaba
entonces, se conmocionó con la noticia y muchísima gente lo
acompañó en sus funerales. A estos se agregaron infinidades de
amigos del barrio Centenario, que siempre lo visitaban o recordaban.
La gente en su velorio comentaba, que hasta en su muerte el “Tío
Olivio” había sido bueno, ya que después de su ataque al corazón, la
camioneta se detuvo sola y no provocó ningún otro daño o accidente
en el lugar.
199
Vendedores, arregladores y caminantes
César González Araya
Los barrios como Centenario, por su historia y gran
comunidad, son caracterizados por algunos habitantes que se
transforman en personajes de las calles o en sus lugares de reunión.
Vamos a conocer algunos.
El diario andino de la época, La Aurora, era voceado cada día
al atardecer por un joven llamado Octavio Cortés. Su voz fue después
conocida cuando ofrecía “una bolsa, una malla grande” en las ferias
de Perú, Guayanas y otras.
El Gitano era un soldador ambulante con una notoria figura
encorvada. Tenía un tambor, especie de hornilla, donde calentaba su
cautín con el que soldaba todo tipo de utensilios domésticos
averiados.
Fácil era encontrar en la plazuela de los Gorilas, con su
“sanguche” de mortadela con ají abundante, a Pancho Tamaya,
amistoso vecino con agudo sentido del humor.
“Carlitos, apaga la vela”, era un vecino de figura diminuta, no
pasaba del metro cincuenta. Andaba con un vestón que le quedaba
un par de tallas más grandes y un sombrero. Era ñato y tenía un
problema en uno de sus ojos (posiblemente una catarata). De caminar
lento por problemas de sus piernas, de todas formas al medio día,
voceaba por el barrio los diarios y revistas, como Rosita, El Vea, El
Mercurio y alguna edición atrasada de la Aurora. Reaccionaba
ofuscado, con palabras de grueso calibre, cuando se le silbaba para
molestarle.
Con un pucho apagado en la comisura del labio, que
manejaba con increíble habilidad, se podía ver al Tatarón. Hombre
200
enigmático y de pocas palabras, que siempre ofrecía algo para la venta
a un precio normalmente alto.
La Abuela “Pata” era una mujercita de genio ligero, figura
menuda y escasa estatura. Tal vez su manera de caminar y sus labios
gruesos, como haciendo pucheritos, le asemejaban al personaje de los
Donald, haciéndola acreedora de su apodo.
Don Fidel Quiroga vendía unos exquisitos helados, que
cubría por trozos de hielo para defenderlo de esas tardes calurosas. El
anuncio de su llegada era a través de un sonido producido por un
cacho de buey o de vaca que tenía una lengüeta de mica y un trozo
de caña. Era un sueño tener en nuestras manos un tongo, como se le
decía a los barquillos. Mientras vendía, solíamos saborear un trozo de
hielo que era nuestro helado de mejor sabor.
Vendía leche en su carretela, lo que lo hizo conocido en todo
el barrio. Don Alfonso Aguilera Collao empezó a trabajar en al año
1932, terminando hacia el año 1974. Sus tarros lecheros de aluminio
brillaban de limpieza, con unos paños blancos que cubrían las tapas
para mejor higiene. Muchos pudimos degustar la fresca leche que
vendía. Al escuchar los pitazos característicos de la carretela de
Alfonso, mi abuela salía rápidamente con su jarro de loza para dejar
su litro diario. Una vez cocida y enfriada, escondidos robábamos la
exquisita nata.
Por las calles de Centenario, saludando a todo el mundo, se
podía ver a Pancho Carvacho, montado en su caballo blanco y su
mejor y elegante tenida huasa. Este agricultor de Pocuro, era un
hombre muy conocido, y cuando pasaba por el barrio saludando, era
muy creativo especialmente con las mujeres, dedicándole originales
versos.
A Marcial, conocido como el “Loco de Azul” o “Loco
mezclilla”, era posible encontrarle en todas las calles del barrio,
siempre balbuceando palabras inentendibles en forma repetida. De
ojos de mirada penetrante, rostro curtido por el sol y pies negros de
talones partidos. Tenía algunos domicilios preferidos donde pedía
201
“Comida, comida” o bien una taza de té con un trozo de pan. Su platotaza era un “choquero”, un tarro con asas de alambre. Dormía donde
el sueño lo vencía, aunque las veredas eran sus camas amigas. Lo
recuerdo frente a las carteleras del desaparecido Teatro Andes, donde
se exhibían afiches en inglés de las próximas películas, teniendo la
oportunidad de escuchar la traducción al español que hacía de ellos.
Dentro de su estado mental, era respetuoso. Sólo se irritaba cuando
era víctima de burla, única ocasión en la cual levantaba su voz en tono
de defensa.
202
La Señora Alicia, la modista de calle Perú
Gema Avendaño
Faltaban dos meses para el 18 de Septiembre, pero mis papás
ya conversaban que nos comprarían para que estuviéramos bien
presentados para la celebración. En ese tiempo se mandaba a
confeccionar la ropa ya fuera de dama o varón, y mucha gente
trabajaba en esos nobles oficios que los hacía destacar y ser
reconocidos en toda la ciudad.
Al día siguiente fuimos a “La Competidora”. Ahí nos
atendieron Arminio, Don Óscar y la dueña, la señora Yolita Nazar.
Nos probaron zapatos a los cuatro hermanos y eligieron las telas para
los vestidos y pantalones. Mi abuelita Blanca, como buena sastre,
haría los pantalones de mis hermanos. Nosotras iríamos donde la
señora Alicia, conocida modista centenarina, destacada por su
responsabilidad y prolijidad en sus hechuras femeninas.
Ella vivía en la calle Perú, casi esquina de la calle Brasil, con
su esposo, don Arturo Córdova, conocido maestro panadero de la
Panadería Moderna y sus tres hijos varones. Al lado de su casa vivía
la familia Cubillos-Guaita que tenían un almacén. Si cruzamos la
calle, ahí residía don Luis Muñoz y su esposa Yolita. Al frente estaba
la casa y la peluquería del maestro Gamboa y a la vuelta, por la calle
Brasil, estaba la familia Fuica, luego el taller Lozano, siguiendo por
ahí, la familia Lazo, conocida en el rubro del transporte. Al frente
estaba la señora María Araneda, viuda del profesor Turner, con sus
hijos.
Esa tarde caminamos mi mamá, mi hermana y yo por el
Chacay, desde nuestra casa en Rancagua. Ya ir por ese callejón era
una aventura, por su estreches, los árboles y las sombras que se
proyectaban.
203
Llegamos a la esquina de Perú y doblamos a mano derecha,
pasando calladitas por donde las monjitas franciscanas del Santa
Clara. Respetuosamente nos persignamos ante la imagen de San
Francisco que todavía está en una gruta en la pared. Seguimos
caminando, cruzamos la calle Brasil y con mi hermana corrimos a
tocar la puerta de la Señora Alicia.
Nos abre y recibe con una sonrisa. De inmediato nos saluda y
nos hace pasar. Ella es una señora de piel morena, pelo crespo y
ondulado, alta, robusta y que siempre viste una pintora. Caminamos
por un pequeño pasillo oscuro y entramos a su living-comedor,
espacio amplio rodeado de ventanales con coloridas cortinas de
cretona. Sobre la mesa del comedor hay moldes de papel café y telas,
esperando a que las mágicas manos de la señora Alicia las
transformen en hermosos vestidos, faldas, blusas, abrigos, entre otras
prendas. A un costado de la mesa está su máquina de coser con un
vestido floreado a medio terminar.
La señora Alicia revisa las telas, mientras nosotras hojeamos
los figurines y las revistas de moda (Eva, Rosita, Burdas). Después de
un rato, nos pregunta qué hechura queremos. Saca su típico
cuaderno, toma su lápiz grafito y su huincha. Una a una comienza a
tomarnos las medidas, va anotando concentrada los números al
tiempo que va dibujando el modelo solicitado con los adornos que
ella sugiere. Nos fija el día de la prueba y nos vamos caminando
contentas de vuelta por el mismo lugar.
La señora Alicia nos citó en la mañana de ese día de prueba.
Tocamos a su puerta, nos recibió con otra pintora y su agradable
sonrisa. Entrando, sentimos un rico olor a cazuela. Ya en el living,
vemos a un gato durmiendo en una de las ventanas, aprovechando
los tibios rayos del sol. Al fondo se escucha la agradable música de la
Radio Trasandina.
Pasa mi mamá a la prueba. Como siempre, no hay que hacer
correcciones. La señora Alicia le da muestras de telas para los botones
y adornos.
204
Nos toca a mi hermana y a mí. Los alfileres fijan
perfectamente los vestidos a nuestros cuerpos infantiles. La señora
Alicia se fija en cada detalle, en la blonda, la tapacostura, el zig-zag,
en el pedacito de broderie, el pasacintas, los botones y los demás
pliegues. Goza adornando nuestros vestidos y siempre nos dice que
le hubiese encantado tener una hija para hacerle varios de los lindos
modelos que salen en los figurines. Nos mira con ternura. Conoce a
nuestra familia desde hace muchos años, y ha sido testigo de nuestro
nacimiento y crecer. Después de un buen rato, nos vamos felices y
soñando en cómo nos veremos para el 18.
Ese esperado día al fin llegó. Mi papá fue a buscar nuestras
prendas. Llegó con ellas envuelta en papel café, perfectamente
planchadas y dobladas. Nuestros vestidos eran maravillosos, con
detalles tan lindos y singulares, únicos. Son dos para cada una.
Luciremos uno el 18 y otro el 19. ¡¡¡Ante las muchas visitas que vienen,
las niñitas y niñitos de la casa deben verse bonitos y bien
presentados!!!
Gracias a la señora Alicia nos lucimos en cumpleaños, fiestas,
matrimonios, bautizos y otras reuniones y eventos sociales. La
recuerdo con mucho cariño y nostalgia. Fue una maravillosa persona
con un corazón noble y generoso, una mujer trabajadora, sencilla,
buena esposa y excelente madre, y que siempre puso su sello en las
vestimentas que sus manos creaban.
205
El lechero y sus “secretarios”
Karina Alfandi
Ricardo Salas Medina se vino desde Curicó a vivir a Los
Andes. Jugó básquetbol representando al Instituto Comercial entre
los años 1950 y 1954, en el campeonato que se jugaba en el recinto del
Liceo Max Salas. Comentan por ahí que jugaba muy bien y tenía
“técnica”.
En Los Andes se casó con María Rosa Tapia Silva. Con ella
vivió toda su vida en la calle Arturo Prat con Béjares, en las Tres
Esquinas. Nunca tuvieron hijos, pero por cosas del destino les tocó
criar a sus sobrinos Alicia, Arturo y María Tapia Vargas. Cuando
Alicia se casó con Jesús Alfandi en 1965, nacimos 6 hermanos. Ricardo
y María eran nuestros tíos, pero para nosotros eran nuestros
abuelitos, así los sentíamos, los únicos que pudimos conocer.
Lo que me interesa compartirles es cómo nuestro abuelo
Ricardo comenzó un recorrido que lo transformó, para nosotros y
para muchos, en una persona memorable. Era alegre, cariñoso, de
andar cansado. Se levantaba al alba, lo primero que hacía era ir al
fondo del patio a regar sus siembras. Eso le encantaba. Después
alimentaba a su caballo y preparaba todo para salir a trabajar
vendiendo leche.
Lo cobijó una casa de adobe, con un piso rojo que la tía María
mantenía brillante. Nuestras casas tenían una puerta que las unía, por
lo que pasábamos harto tiempo con ellos, podría decir incluso que
más que en la nuestra. En la hora del té se volvió costumbre que nos
reuniéramos con nuestros abuelos a tomar mate, a que nos relataran
historias y que mi abuelo nos hiciera bromas, esas travesuras y
cuentos del campo. Mi abuelita Rosa fue más seria, pero siempre linda
y cariñosa.
206
“El lechero” se caracterizaba porque siempre le acompañaban
muchos niños, “los secretarios”, como los llamaba. De hecho, uno de
ello, Alberto Peñaloza se volvió cercano a la familia, viviendo muchos
años con mi abuelita y se crio con mi mamá y sus hermanos, pasando
a ser nuestro tío.
La casa de mi abuelo tenía un patio donde guardaba la
carretela. También había una camioneta antigua de color verde, en la
que anteriormente, en los 60, solía repartir la leche. Sin embargo,
terminó usándola Pancho, otro de sus “secretarios”. Pancho tenía 11
años, no estaba con su familia, y a pesar de que le ofrecían una
habitación para dormir, él solo accedía a dormir en la parte trasera de
la camioneta, estaba acostumbrado a ser libre y no le gustaba estar
encerrado en cuatro paredes.
Estos “secretarios” se turnaban para ir a vender leche con él y
la forma de hacerlo era jugando al cachipún. El que ganaba lo
acompañaba. Algunos quedaban llorando cuando perdían, porque les
encantaba acompañarlo, ya que podían conducir la carretela. Para los
niños, Alberto Peñaloza, Pancho, Rafael, Lalo y tantos otros, eso era
un juego, no había parques ni nada de eso, todo era campo y había
que ingeniárselas para divertirse. Y la carretela de mi abuelo, era una
gran entretención.
Él compraba la leche en San Vicente a don Héctor Báez.
Recorría todo Centenario y alrededores vendiendo su apreciado
producto. Av. Chile, Av. Perú, la Pucará, Geraldine, entre otros
lugares, eran los variados puntos en que tenía su clientela. Hacía
sonar su silbato para que salieran los clientes a comprar leche, la rica
leche, “sin agua agregada”. Los “secretarios” conducían la carretela,
mientras él entregaba la leche.
Siempre le preguntaban por qué andaba con tantos niños,
casi siempre cuatro o cinco, o si eran sus hijos, a lo que él contestaba:
“sí, en casa tengo más”, en tono de broma. Mi abuelito solía
preocuparse de que esos niños fueran a la Escuela y que no faltaran
por querer andar en carretela con él. Les ayudaba con los útiles y
comida en esos tiempos donde todos teníamos tan poco y la vida era
207
muy difícil. Fue generoso en abundancia y muy sabio. Aún puedo ver
a algunos de los “secretarios”, ahora adultos, recordando al lechero
con nostalgia, cariño y agradecimiento.
El querido lechero dejó de vender leche en 1985, cuando
falleció.
208
Víctor Granadino Yáñez, profesor y bombero
del barrio
Eugenio Astudillo
En su calidad de profesor de la Escuela N° 27 de la comuna de
San Esteban, en el año 1958 llegó don Víctor Granadino Yáñez,
oriundo de la ciudad de Cauquenes, Región del Maule. Con esto
seguía los pasos de su hermano el también educador Oscar Granadino
Yáñez, quien dejó imborrables recuerdos como Rector del Liceo
Maximiliano Salas Marchant y directivo del respetable Club Bernardo
O’Higgins.
Don Víctor ejerció como profesor en otras escuelas de San
Esteban y Los Andes, llegando a ser profesor del Liceo Maximiliano
Salas. Como parte del circuito provincial del profesorado, conoció,
pololeó y casó con la también educadora, doña Sara Celedón, vecina
de Centenario. Junto a ella tuvieron dos hijas, viviendo hasta su
fallecimiento en una singular casa, de estilo moderno, que aún se
conserva en muy buen estado en el barrio justo en la esquina de las
calles Avenida Chile y Guayanas.
Si bien don Víctor tuvo muchas cosas que lo distinguieron,
como su personalidad, su sencilla y ordenada vida, su calidad docente
y relaciones sociales, en esta corta narración solo destacaré una de
sus principales actividades públicas, en la que dejó un imborrable
recuerdo: su participación como bombero en Los Andes.
El señor Granadino, ya residente en Centenario, desde joven,
como muchos profesores andinos del siglo pasado, ingresaron y
fueron parte de la Segunda Compañía de Bomberos de la ciudad,
también conocida como “Pompa Roma”. Aún muchos vecinos que
quedan del barrio de Av. Chile se acuerdan del tradicional Fiat 660
celeste de don Víctor, así como el Fiat blanco 147 que compró
después, los que a cualquiera hora del día o de la noche, movilizaban
209
a las emergencias a este Jefe de Bomberos de Los Andes. Pronto
destacó en su capacidad de voluntario e hizo una importante carrera
de oficial administrativo de dicha Compañía, culminando como su
Director, el más alto cargo, por varios períodos seguidos.
Por décadas el Cuerpo de Bomberos de Los Andes estuvo
constituido sólo por dos Compañías que compartían un mismo
cuartel en la calle Esmeralda 130. Dicho Cuerpo es dirigido por un
Directorio General encargado de coordinar y dirigir ambas
Compañías, y a ese directorio en los primeros años de la década del
sesenta llegó don Víctor. Fue primero Secretario General. Luego, por
diecisiete años consecutivos, desde el año 1966 al 1982, asumió el
cargo de Superintendente, que equivale a ser el jefe superior y
representante legal de ese servicio público voluntario, mandamás del
Directorio General. Ha sido el único voluntario que hasta el momento
ha ocupado ese cargo por tan largo período y en forma consecutiva.
También fue varias veces Vicepresidente Regional de los bomberos
de la Región de Valparaíso.
Buena parte de los años de su administración no fueron
fáciles. En esa época se sucedieron muchos acontecimientos políticos
y sociales que conmocionaron a Chile. Primero la llegada al poder de
la Unidad Popular, luego el Golpe de Estado y la Dictadura cívico
militar posterior, que tomó y ejerció el poder absoluto del país por
muchos años.
Don Víctor, a pesar de su alto cargo en esta institución
voluntaria, fue un habitante sencillo de Centenario y Los Andes,
reconocido y respetado por todos. Tenía una conducta social y moral
intachable, siendo un buen jefe de familia y querendón de sus dos
hijas.
Se erigió como un ejemplo y guía para una gran generación
de bomberos, sobre todo cuando estuvo al mando de la institución.
Su figura motivó a mucha gente de Centenario a ingresar a las filas
bomberiles. Varios de ellos, con los años de servicios y experiencias,
llegaron a ser importantes Oficiales Generales de la institución como
son los casos de los ex Comandantes, don René Berrios Berríos, ya
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fallecido, don Pedro Toro Collado, vecino de la calle Eduardo Frei
Montalva, y don Exequiel Báez Tapia, aun residente en calle
Guayanas, ambos Bomberos Insignes de Chile. Destacamos en esta
relación entre el barrio y bomberos, que por muchos años nuestro
ilustre Capellán y asesor espiritual del Cuerpo de Bomberos andino
fue el Reverendo Padre Armando Jara Schneider, Párroco de la Iglesia
del Fátima de Centenario, a quien todos recordamos con cariño.
Rindo en estas páginas un homenaje a los cientos de
voluntarios de todas las Compañías del Cuerpo de Bomberos de Los
Andes, que han nacido y vivido en Centenario, los que a pesar de la
distancia con el Cuartel Central, han prestado y siguen prestando sus
abnegados y sacrificados servicios voluntarios a la institución de
bomberos, en todos los incendios y catástrofes que han azotado la
zona y el país. Ese es también mi caso, que sucedí a don Víctor
Granadino en ese cargo de Superintendente por algunos períodos, y
que recién casado, ya siendo voluntario de la Segunda Compañía, viví
por más de tres años en un sector antiguo del Barrio Centenario, que
entonces se llamaba calle Tres Esquinas, poco antes de llegar a calle
Guayanas, lo que me permite escribir con mucha propiedad y cariño
este relato.
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Fresia De la Cruz, histórica dirigente de la Junta
de Vecinos
María José Aravena
La señora Fresia es de esas personas que transmiten energía y
ganas de comerse el mundo. Desde las primeras conversaciones con
ella, se percibe su fuerza y la resiliencia con la que se enfrenta a la
vida. Vida que no le ha sido muy fácil. Pero es de esas personas que
crecen en la adversidad.
En su infancia, el barrio era más bien un sector rural, con
pocas casas y muchos lotes vacíos, calles sin pavimentar y sin luz
eléctrica. Eran los tiempos en que llovía y llovía fuerte, crudos
inviernos en los cuales las calles se convertían en una mescolanza de
barro y zanjas. Y es en este punto es donde Centenario se diferencia
de muchos otros lugares, ya que sus vecinos, gente unida y
organizada, consiguieron encontrar la forma de sortear las
dificultades y poder prosperar como comunidad.
Entre los varios recuerdos en este lugar, viene a su memoria
la figura de don Juan Villarroel, dueño de una lechería en la localidad.
Fresia fue vecina, frente a frente, de este noble y esforzado hombre,
viendo salir y entrar las vaquitas desde la casa de don Juan, quien con
el fruto de su esfuerzo y constancia sacó adelante su lechería y a su
familia. Rememora con alegría aquellos tiempos en que las personas
hacían fila en la puerta de la casa de don Juan para conseguir unos
litros de esta suculenta bebida, muy cotizada en aquellos tiempos.
Venía gente de todo Los Andes a conseguirla. “Mejor leche no probé
en mi vida” reflexiona.
Fresia vive en la misma casita donde se crio su padre, don
Juan de la Cruz, donde ella y su hermana dieron sus primeros pasos
al cuidado de una amorosa abuelita y de su padre, ya que su madre se
La autora del relato agradece la información entregada por la Sra. Fresia de la
Cruz.
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fue a la morada eterna antes de tiempo, cuando Fresia era muy niña.
En esa misma casa, sus seis hijos se abrieron al mundo. Es una de las
casas más antiguas de Centenario, llena de historias y de recuerdos,
en la actualidad un poco gastada por el tiempo y las vivencias.
La vida de Fresia ha estado marcada por su entrega al barrio.
Es de esas mujeres que no pueden estar quieta y Centenario se ha
convertido en su labor social y voluntaria. Por supuesto nunca por
encima de sus adorados hijos y familia, de quienes habla con el
corazón lleno de orgullo y amor.
Fresia de la Cruz fue Presidenta de la Junta de Vecinos por
varios años, y es aún su tesorera. Además es Secretaria de un Taller
de tejido y actual Presidenta del agua y riego de Centenario.
Debido a la actual pandemia, todo fue obligado a realizarse
por vía remota, debiendo suspender las reuniones y actividades
presenciales. Pero no por ello bajaron los brazos. La última batalla
obtenida por la Junta de Vecinos fue la aprobación de un proyecto
para la restauración de la pileta de la plaza Arturo Prat de Centenario.
Una de las plazas más importantes de Los Andes y lugar de encuentro,
reunión y distracción de sus vecinos. Los veranos en Aconcagua son
abrazadores por lo que la pileta, junto a sus árboles y áreas verdes,
permiten a los vecinos capear un poco el calor estival.
Para Fresia, Centenario es una de sus grandes pasiones, lugar
en el que vive desde que tiene recuerdo. Siente amor por su barrio y
su labor comunitaria es fiel reflejo de muchos de sus vecinos,
personas esforzadas y luchadoras, unidas y comprometidas.
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Don Juan Tamaya, “El Mecenas del Pan
Amasado”
Ramón Cortez Ahumada
“Moncho, levántate. Anda a comprar pan amasado donde
Tamaya”. La voz de mi mamá retumbaba en mis oídos como un duro
estruendo. ¡Uf! domingo en la mañana antes de las 08:00. Me costaba,
no lo niego, sin embargo, esos olores que emanaban de los hornos de
barro, donde don Juan Tamaya y sus trabajadores, sacaban el
amasado, valían el sacrificio.
Montaba mi bicicleta y como un rayo partía a la “Amasandería
Tamaya”.
El llegar era un deleite para mi olfato, era igual como en los
dibujos animados Tom y Jerry, cuando los aromas, representados por
una mano blanca, golpean la nariz de uno de los protagonistas.
-¡Buenos días don Juan! quiero dos kilos de pan amasado y
dos hallullas grandes con chicharrones”.
-¡Buenos días muchacho! Me respondía el “Mecenas del Pan
Amasado”.
Le pagaba y siempre este gran hombre centenarino, me daba
más amasado del que le pedía.
- ¡Gracias Don Juan!
- De nada niño ¡saludos a tu familia!
Partía raudamente a mi casa y ya tenían la mesa preparada. El
mantel largo, los acompañamientos, el azúcar, la margarina, el
fiambre, la tetera chillando “como un tren a vapor”, las tazas y mi
familia, esperando el exquisito manjar, el pan amasado tamayino.
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He sabido, en la voz de mi padre, que don Juan fue un gran
colaborador y auspiciador del fútbol amateur en Los Andes,
específicamente en el “Club Deportivo Escuela”, del que también
formé parte. Sentía que tenía una deuda histórica con dicho elenco,
ya que mi papá, el famoso “Vieja”, había integrado las filas de esta
extinta institución, por lo que jugué en el querido “Escuelita”. Pasé
grandes temporadas, alegrías y convertí goles imborrables.
Mi progenitor me contaba que “Tamaya” iba con los bolsos de
las Series (categorizadas por edad) y sus jugadores. Con mucho
sacrificio caminaba con su “batallón” hasta las canchas. Don Juan
Tamaya era un dirigente notable, de la “Vieja Guardia”, de esos que
quedan pocos, así como hoy lo hace “El Chato Espinoza” en el Club
“Unión San Martín” de Los Andes. De esas personas que reúnen la
gente, pagan las cuotas a la Asociación de Fútbol, ingresan la lista de
jugadores, reparten camisetas, hacen de todo contar de que los clubes
sigan vivos.
“Tamaya” tenía un liderazgo paternal. Al finalizar los
partidos, repartía pan amasado, bebidas e incluso patrocinaba a
algunas emergentes figuras del balompié local. Sus consejos y
preparación de los partidos era magistral y sus instrucciones eran
comprendidas por todos los guerreros que tenía en las huestes
escuelinas.
Fue, además, un hombre con fuerte compromiso social. Sufría
con los dolores de la gente. Regalaba pan a los auxiliares de aseo, a
vecinos que se encontraban en mala situación económica. Ese ser
altruista, “Mecenas del Pan Amasado” ha quedado en los corazones
de los andinos y andinas. Aunque no era una persona con grandes
privilegios, aplicaba lo que Dios le enseñó, amasar ese exquisito pan
y hallullas con chicharrones con sus manos benditas, que se repartía
en las mesas del pueblo.
No olvidaré nunca aquellos momentos de mi infancia, cuando
partía como “un tren sin frenos” a comprar ese pan tan delicioso para
mi familia. La verdad, volvería a madrugar sin problemas y traer esas
bolsas llenas de magia.
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Nunca supe cómo ni cuándo se lo llevó la muerte. No
obstante, don Juan Tamaya vivirá eternamente en la memoria de su
pueblo. Lo más probable es que Dios lo tenga amasando para la gente,
allá arriba en las mesas del cielo.
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Angélica dejó sus pies en las calles de
Centenario
Constanza Irarrázabal
Angélica Donoso Romero. Una mujer que -debido al
fallecimiento de su madre- desde muy temprana edad se hizo cargo
de sus hermanos y su padre, en Avenida Chile 373. Ella fue como una
segunda madre para Héctor Donoso, su hermano, quien dice haber
pasado la mayor parte del tiempo a su lado. Angélica, siempre
preocupada por los demás y no tan solo por su familia, le gustaba ver
a todos bien, siempre ayudando y colaborando.
Una de las cosas que los marcó como hermanos, fue el
terremoto de julio de 1971. Su padre trabajó durante toda su vida en
la Estación de ferrocarriles, y ese día salió al laburo como todos los
días. Ese día le tocaba recibir el tren de la noche, que llegaba
normalmente entre las 23:00 o 23:30, más tardar. Era todo tan
rutinario que nunca se imaginaron el terremoto que sobrevino
pasadas las 23 horas. Los hermanos no se imaginaron que pasarían la
noche solos, sin su padre, con una serie de replicas devastadoras. Su
hermana jamás lo dejó solo, siempre se mantuvo a su lado. Su padre
como hombre preocupado, pero a la vez trabajador, decidió tomar su
bicicleta, la compañera de toda su vida, que dejó solo seis años antes
de morir. Fueron las ruedas de esa bicicleta las que le permitieron
llegar al encuentro con sus hijos, que estaban preocupados y
asustados. Los hermanos no se imaginaban lo que había pasado, el
tren que debía recibir su padre, se había descarrilado en Curimón.
Debido al gran terremoto que había dejado sin energía a varias
regiones del país, su padre -luego de la corta visita- no se podía
quedar. Fue devastador para ellos quedar solos en la noche, pero se
tenían el uno al otro.
La autora del relato agradece la información entregada por Héctor Donoso.
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Sus vidas en Centenario no fueron para nada fáciles, sobre
todo por el fallecimiento de sus seres queridos. Angélica se convirtió
por ello en una gran hija, hermana, vecina, pero sobre todo en una
gran mujer y persona. Nunca dejó solo a su padre, se mantuvo a su
lado durante años.
Los hermanos Donoso de igual forma participaron en varias
actividades juntos. En los desfiles del 21 de mayo, por calle Esmeralda,
en un ambiente donde todo era festejo y orgullo, no se podía olvidar
a los Donoso, como abanderados, desfilando, quedando marcado en
la memoria de muchas personas.
Con su espíritu colaborador, más adulta fue voluntaria en el
Cesfam y por tres periodos, secretaria de la Junta de Vecinos de
Centenario. Angélica junto a Nancy Salinas, la presidenta, y Fresia De
la Cruz, como tesorera, en época de navidad, dejaban sus pies en las
calles de Centenario, buscando y encuestando niños, listado que
permitía entregarles a ellos aún más felicidad, gracias a la compra de
regalos. Su único pago era ver felices y contentas a familias, poder
ayudar sin importar nada. Aunque todo era felicidad y unión en esos
días cercanos al final del año, Angélica siempre buscaba hacer ese
ambiente aún mejor.
Héctor recuerda que cuando llegaba a su casa días antes de
navidad, su hermana tenía la casa inundada de buenos deseos, de
colores, de alegría y sobre todo de paquetes que ella hacía para poder
envolver los juguetes que entregaban a cada uno de los niños del
barrio. Reconoce el esfuerzo que hizo su hermana, y que a pesar del
tiempo, cuando él llegaba de Santiago, ella lo esperaba cada fin de
semana con una casa acogedora y un rico queque.
Otro de los esfuerzos que realizaron desde la Junta de
Vecinos, fue que pudieron finalmente conseguir una sede. En ese
lugar, han realizado diversas actividades sociales, de participación y
creación de diversos grupos. Estas líderes, mujeres todas, han dejado
su huella, por su aporte en el barrio.
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Fiel a sus raíces y comprometida con su barrio, vivió en esta
casa hasta los últimos días de su vida. Al encontrarse con vecinos en
las calles de Centenario, Héctor comenta que siempre se recuerdan
de ella, reconocen su gran labor, de lo participativa y colaboradora
que era como Secretaria de la Junta de Vecinos y voluntaria del
Cesfam, de su jovialidad y su carácter firme si algo no le gustaba. Se
siente orgulloso de ser reconocido como el hermano de Angélica
Donoso.
Cada familia deja su huella en un barrio, sobre todo si como
Centenario era tan unido, donde cada familia conocía donde vivía la
otra, donde los trabajos o las mismas personas que nacieron y
crecieron en ahí, siguen construyendo una historia que no se debe
perder.
Angélica fue portadora de una historia. Sin su entrega, ni su
esfuerzo, su voluntad y sobre todo su solidaridad, junto a otras
personas, quizás no habría historia para contar sobre una posible
sede. Dejó todo por hacer feliz a los niños y a los vecinos. Dejó
memoria, recuerdos y huellas en un lugar, como parte de una familia,
entregándose por entero a ella. Logró pasar momentos difíciles, pero
sin embargo se mantuvo de pie y cuidó de los suyos. Nos queda de
ella una frase que a ella la identificaba, que “dejó sus pies en las calles
del barrio Centenario”. Puede que estén borradas sus pisadas, pero
ella quedó marcada en la memoria de su familia y sus vecinos.
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Eduvina Guerrero y su ranchito
Ivette Muñoz Salinas
Las personas de Centenario son luchadoras y carismáticas,
dando vida a muchas historias. Para hablar de una persona hay que
conocerla y así fue como conocí a la sra. Eduvina Guerrero, una
persona que por su tono de voz, me hace sentir ternura. Una persona
alegre y muy risueña, a pesar de las adversidades de la vida. Con ella
se puede conversar sin aburrirse, el tiempo se pasa rápido y uno
disfruta escuchándola.
Toda su vida y su historia está en Centenario. A sus 64 años,
nos cuenta que desde que nació, alrededor del año 1957, vive en la
calle Eduardo Frei. Estudió en la Escuela N° 30, como se llamaba en
esos años la Escuela Jhon F. Kennedy, que le quedaba muy cerquita
de su casa en Centenario. Llegó hasta 3ro de preparatoria, porque sus
padres no le podían dar más estudios y debía ayudarlos en la casa y
en el trabajo. Después pudo aprender a leer y un poco a escribir. No
alcanzó a conocer a sus abuelos, sólo recuerda a sus padres con
quienes vivía “donde vivo ahora yo, eso es herencia mía, una herencia
que me dejaron en vida”, nos cuenta. Nunca se fue a vivir a otro lugar,
tanto por el amor a la casa como porque sus padres se la habían
heredado cuando cumplió 18 años: “Yo nunca, nunca me deshice de
este pedacito porque no tenía para donde ir, para donde vivir, así que
nunca lo largué”. Nos dice que le costó mucho poder arreglar la casita,
su “ranchito” como le llama.
Sólo tiene un hermano, pero que siempre ha vivido lejos. No
se acuerda si sus abuelos vivieron antes en Centenario o fueron sus
padres que llegaron habitar ahí, “no me acuerdo en que época
llegaron ellos a habitar este pedacito porque esto era solamente un
ranchito no más que ya se caía”.
La autora del relato agradece la información entregada por Eduvina Guerrero.
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Su principal trabajo fue desempeñarse como manipuladora
de conserva, en una empresa ubicada en Chacabuco en Los Andes, en
la antigua Fábrica Cisne. Empezó manipulando las conservas de leche
condensada, paté, entre otras cosas, pero luego fueron conservas de
frutas, como duraznos, uvas, etc., y después comidas para el Ejército.
Nos dice que “con el paso de los años, donde me fui haciendo adulta”
y “entré en ese trabajo empecé a tomarle asunto a la vida y entré a
trabajar ahí. Me gustó el trabajo y así fui progresando, porque este
pedacito donde yo vivo, no tenía ni luz, ni agua, pero alcantarillado
sí tenía. Después, con el correr del tiempo, mi padre me hizo poner
el agua”.
Recuerda que su vivienda era de adobe, con dos piezas: una
la usaba de comedor y la otra de dormitorio. Era de ladrillos de adobe
parados, así como la muralla de afuera. Cada dinero y esfuerzo que
tenía lo invertía en la casa. En esa época todos eran potreros y debían
salir a buscar ahí tierra para hacer adobe y rellenar la muralla,
cuestión que hacía luego de llegar del trabajo, como a las 12 de la
noche o una de la madrugada. Nadie la ayudaba, era madre soltera de
un hijo. En esa época su vida fue muy triste, llena de humillaciones,
muchas lágrimas y amargura. A nadie le desea lo que ella pasó.
Una persona tranquila, hogareña, que tuvo un hijo siendo
madre soltera muy joven, para luego casarse también muy joven, con
un hombre con el cual tuvieron 2 hijos más. Pololearon tres meses y
al cuarto, se casaron, durando 12 años. Fue una madre amante de sus
hijos, que le han dado el honor de ser abuela de siete maravillosos
nietas, todas mujercitas, aunque cuenta que todavía espera el niñito.
El terremoto del 27 de febrero de 2010, lamentablemente
destruyó la casa que con su esfuerzo había podido parar y hermosear.
Después de tres años de esperar, le hicieron una nueva casa en el
mismo terreno.
Contenta le pone el pertenecer al Club de Adulto Mayor
Barrio Centenario, desde hace 5 años. Hacen convivencias, conversan
mucho, salen a caminar y de paseo a la costa, pero con el Covid no
han podido continuar, lo que la ha tenido estresada. Espera que pase
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todo luego, ya que quiere aprender a tejer para hacer algo distinto,
aunque no dejan de gustarle mucho las teleseries. Ahora vuelven a
retomar las actividades en el Club, y eso la pone muy contenta.
Sin duda una mujer llena de vida, que vive junto a su primer
hijo. Nadie la molesta, se siente feliz y plena en estos momentos. Una
persona que me abrió su mente, su corazón y su privacidad, que está
llena de historia, historias muy dolorosas y algunas muy chistosas que
quedarán entre ella y yo, un secreto de confianza.
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Marcio y Martín
David Moreno
Marcio se asomó a la acera, como solía hacerlo cada mañana,
mirando a ambos extremos de la Avenida República Argentina con su
escapulario de desteñidas cuentas, colgándole del cuello, con una
mirada resignada, de hombre bondadoso, del que está habituado a
cargar con las penurias de la pobreza a sus casi ochenta años. El
cansancio, el abatimiento, las enfermedades ya comienzan a minar su
organismo, haciendo mella en su humanidad. Brazos y manos
surcadas de arrugas, enflaquecidos como los troncos nudosos, de
bermejas parras, por años de arduas fatigas y variados y disimiles
trabajos.
Marcio Carvajal Véliz nació en la ciudad de Antofagasta el 3
de junio de 1945. En el año 1951, sus padres se trasladan a la ciudad de
Los Andes a una casa ubicada en la Av. República Argentina N° 123,
donde reside en la actualidad. Sus estudios básicos los realizó en la
Escuela N° 1, hoy Liceo América. Posteriormente regresó a su ciudad
natal, donde concluyó sus estudios secundarios. Volviendo a Los
Andes, fue llamado en 1964 a cumplir su servicio militar en la Escuela
de Alta Montaña. Al evocar su paso por el Ejército, lo hace con afecto,
puesto que fue una etapa de crecimiento personal y aprendizaje. Tuvo
un breve paso por La Orden de los Hermanos Hospitalarios, de San
Juan de Dios en Santiago, lo que le permitió realizar Catequesis en
algunas parroquias de la ciudad, en la década del setenta.
Al evocar los años de su infancia y juventud, lo hace con un
dejo de melancolía. La mayoría de las calles del sector de Centenario
en su niñez eran de tierra, por donde circulaban jinetes montados en
briosos caballos y una procesión de carretelas y coches Victoria. De
repente, uno que otro automóvil que trasgresoramente modificaba la
perspectiva de esos rastros, de polvo y piedras, con sus acequias y sus
nacientes arboledas de acacias y plátanos orientales. En el actual
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Parque Ambrosio O´Higgins, entre los años cuarenta a los sesenta,
había una viña que se extendía hasta la calle Chacabuco abarcando
hasta la calle Arturo Prat, hacia el norponiente.
El barrio en esa época contaba con pocas casas y su ambiente
era más bien bucólico. En la esquina poniente de Av. Perú con
Argentina, en donde hoy podemos observar un templo Evangélico,
frente al Restaurante del “Tío Lucho”, estaba la Plaza de los “Gorilas”,
en cuya punta norte tenía unos abrevaderos de caballos y burros. Era
común ver en dicha plaza tirados en el naciente pasto a una corte de
“curaditos”, durmiendo plácidamente, combatiendo una persistente
resaca. En la esquina oriente de Perú con Rep. Argentina, en lo que
es hoy una venta de repuestos para automóviles, estaba la famosa
pulpería “La Mina de Oro”, que se mantuvo hasta mediado de los años
setenta. Ahí llegaban las gentes de Pocuro, de Calle Larga, del
Patagual, a comprar sus provisiones para el mes.
Marcio fue uno de aquellos que en la década de los años
sesenta, tenían como paseo obligado de los días domingo el caminar
por la plaza de Centenario, que por aquel entonces estaba cerrada con
unas mallas, tipo gallinero. Allí acudía la juventud y la vecindad a
bailar y escuchar boleros y canciones de la Nueva Ola. Marcio
recuerda que la gente se trataba con mucho respeto y cordialidad.
Para entablar alguna relación de tipo afectivo, a las futuras novias se
les tenía que solicitar el consentimiento de sus padres. Pasaban
semanas para que recién el pretendiente lograse tomarle de la mano.
Desde aquellos tiempos que vive en República Argentina.
Hoy, afuera de su casa van a dar estropeadas y desechadas lavadoras
eléctricas, cocinas, refrigeradores, y microondas. Quedaban
arrimadas a la salida del caserón. Bajo la sombra de un escuálido
árbol, contraído y abatido.
Yo lo veía desde el frente, cuando era guardia de la oficina de
Vialidad, hace algunos años atrás. Me sorprendía su actitud de
dignidad, su sereno ímpetu, la insistencia contumaz cuando las
emprendía con un alicate o un destornillador ante la férrea oposición
de tornillos, latones y tuercas. Todo ello para que su esfuerzo se
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deshiciera en algunos montones de chatarra que le pagaban a míseros
20 pesos el kilo.
Los sábados y domingos, al amanecer, se podía observar a
Marcio empujando su triciclo, cargado de gruesos y pesados largueros
de fierro, tableros de madera. Acompañado de Sebastián, su perro,
que moviendo la cola, brincaba a su alrededor, bajaba rumbo a la
Feria de la calle Perú, para armar las pilastras de las tiendas de venta
de frutas y verduras. Por lo que recibía una exigua paga.
Martín, su hijo, autista, con síndrome de Down y epiléptico
es un hombre o un niño de cuarenta años. Siempre está a su lado,
contemplando, desde su universo inanimado, inexpresivo,
gesticulando, emitiendo algunos monosílabos inentendibles y unos
gruñidos indiciales. Siempre con la mirada fija en un punto lejano,
Martín, lo más parecido a un serafín, no reconocía nada, ni a nadie,
sólo miraba. Se paseaba gesticulando y moviendo sus brazos, o se
paraba en el vértice de la esquina de Perú con República Argentina.
A Marcio su mujer lo abandonó cuando el niño comenzó a
mostrar los síntomas de su enfermedad. Cuarenta años o más
batallando, resignado a convivir con la soledad, con las adversidades.
En el caserón con sus cuartos atestados de cosas inservibles, de
telarañas en los rincones de las murallas de adobe. Alumbrado por
una luz mortecina.
Con el paso de los años, su figura se fue haciendo parte del
paisaje del antiguo barrio Centenario. Recorriendo en su triciclo, sus
calles, llevando a Martin con un botellón de bebida bajo el brazo,
sentado, bajo un quitasol añoso, descolorido, amarrado por alambres,
que amenazaba con desprenderse de la débil carrocería de su
velocípedo de tres ruedas.
A Marcio, nunca le escuché quejarse de sus infortunios, cosa
que no dejaba de llamarme la atención, dada las pobres condiciones
en que sobrevive. Saludando con una franca sonrisa, escuchando
atentamente a quienes se detenían a husmear y mirar. Con qué
paciencia de alfarero, con qué esfuerzo se batía en una lucha tenaz,
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silenciosa, obcecada con las lavadoras y demás artefactos hasta lograr
vencerlas y convertirlas en unas magulladas latas.
Marcio hizo de su vida un ministerio, un apostolado de
humildad, de resignación y dignidad. Un ser humano íntegro, estoico
en su pobreza y en su enorme entrega paterna.
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El Cirilo y los niños de Centenario
Luis Moreno Meneses
En los años 60 por el barrio caminaba un discapacitado
llamado Cirilo. Recuerdo que vivía por Béjares, pero andaba por todo
Centenario, siendo muy querido en la comunidad porque era siempre
fue muy respetuoso. Juanito Suazo le regalaba frutas y el Pela’o
Tamaya le daba pan amasado. Comida le daban varios, entre ellos don
Valericio que tenía una carretela que vendía verduras y vivía al lado
de Casarino por la calle Uruguay, con dos señoras inválidas, la Charito
y la Juanita, vecinos nuestros.
Cirilo era gordito y de baja estatura, vestía harapos y un
poncho largo de lana negra muy viejo y siempre, invierno y verano,
descalzo, con un saco viejo y sucio al hombro. Por ello le decíamos a
nuestros hermanos menores que si se portaban mal, lo llamaríamos
para que se los llevarán en el saco. Así que cuando aparecía Cirilo en
la plaza Centenario, no quedaba ningún cabro chico de 6 años para
abajo, todos salían arrancando asustados.
Yo tenía 10 años y nos juntábamos afuera de la Parroquia de
Fátima que en esos años estaba a cargo del padre Raúl García, a quien
se le apodaba, en silencio, el “Potro”, no haré comentarios del porqué.
Ahí jugábamos con el Pancho de la fuente de soda de la esquina de la
plaza, los hermanos Illanes de la calle Venezuela, los hermanos
Osorio, la Ruth, el Iván y el Waldo Herrera (este último fue cantante
de los Sellos, grupo andino de música popular), así como otros amigos
más. Jugábamos al “paco librado”, al “caballito de bronce”, al “corre el
anillo” y algunas pichangas en el costado de la plaza, por Valentín
Pardo, por el lado de la casa del Zenén Espinosa y el Guerra, que
también participaban en los juegos. Con los chiquillos íbamos a los
catecismos de la Parroquia, donde repartían hallullas con el rico
queso de Cáritas. Después nos arrancábamos a los Pasionistas con el
mismo motivo, al catecismo por la hallulla y el queso. Así éramos en
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esos años, un poco más sanos que hoy. Los padres eran muy estrictos,
si el permiso era hasta la 8 ¡era hasta las 8!, pobre del que llegara a las
8,05. Si nos portábamos mal, para qué les cuento cómo funcionaba la
correa.
Nuestro grupo de amigos vivía en torno a la plaza. Cuando
llegaba el Cirilo, lo hacíamos bailar y cantar por una guillete vieja para
afeitar o un pan añejo que sacábamos a escondidas de nuestras casas,
ya que en esos años era difícil la economía de las familias. La única
canción que cantaba y bailaba Cirilo era "A la Huasca china, la mujer
cochina, que se lava el poto, con radiolina", eso lo podía hacer por
largo rato. Después que lo hacíamos bailar, lo seguíamos un par de
cuadras saltando y leseando alrededor de él.
Aunque esto no lo puedo asegurar, cuentan que los Carloto
una vez lo llevaron al cine. Cuando Cirilo vio en la pantalla gigante
un avión de dimensiones reales que se acercaba hacia la gente, se tiró
galería abajo, cayendo al balcón, gritando y arrancado del cine. Los
Carloto se sobrepasaban con él, haciéndolo bailar hasta el cansancio.
Un día cualquiera Cirilo desapareció. Nunca más supimos de
él. No sé si murió en la ciudad, se fue o lo encerraron en un sanatorio.
Pero estoy seguro que, en algún lugar del cielo, está cantando "A la
Huasca China, la mujer cochina...”. Sí, en el cielo debe estar porque
era bueno y nunca dañó a nadie.
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El Loco Mezclilla
Cristopher Muñoz
Por su eterna vestimenta de jeans azules, le decían “Loco
Mezclilla”. Varios lo veían como un indigente drogadicto o un viejo
que abusaba de los niños. Pero lo juzgaban sin saber quién era, sólo
por su apariencia, porque caminaba por las calles de Centenario con
un tarrito pidiendo comida, té y pan.
En realidad, más allá de su trastorno, se asemeja más a un
vecino sencillo y anónimo, con grandes conocimientos de
matemáticas, inglés y otras ramas que ayudó a muchos jóvenes en los
años 80 y 90. Su nombre era José Marcial Pino Guerra. En un primer
momento, al término de clase, esperaba a los jóvenes afuera del Liceo
Comercial para enseñarles matemáticas y ayudarles con sus tareas, a
cambio ellos le llevaban comida.
Era un hombre muy querido entre los que lo conocían.
Siempre que llegaba a sus casas a pedir comida, le daban los platos
que él prefería. Lo que no le gustaba, lo botaba de inmediato, frente
a unos sorprendidos vecinos que recién le habían dado el plato que
estaba en el suelo. Algunos vecinos ya lo conocían y sabían de sus
gustos, le encantaban los porotos y tomar Coca-Cola, como lo
recuerda la vecina Cerfia Lore, vecina de la calle Arturo Prat con
Ecuador. Ella indica que José Marcial vivía en esa misma esquina solo,
saliendo únicamente de día.
La misma señora Cerfia nos comentó que fue muy cercana a
José Marcial. Siempre le daba almuerzo, hasta lo hacía reír diciéndole
que tenía unos hermosos ojos verde claro. Mi madre Magdalena,
también vecina de Centenario, de la Av. Arturo Prat, tuvo la dicha de
conocerlo antes de que terminara en situación de calle. Me dijo que
cuando José Marcial vivía en su antigua residencia, a un costado de la
Biblioteca Municipal de Los Andes, sufría maltrato por parte de su
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padre, quien lo golpeaba, no lo dejaba salir y lo hacía estudiar todo el
día. Me agregó, aunque de esto no estaba del todo segura, que llegó a
ser un gran matemático de la universidad y que debido a tanto
estudio habría sufrido un tipo de trastorno, volviéndose “loco”.
Quienes lo conocieron saben que el “Viejito mezclilla” era un
hombre brillante. Por las tardes de la semana centenarina, alrededor
de las 13.15 hrs se le podía ver rodeado de niños, enseñándoles
matemáticas de forma didáctica, en la tierra y con un simple palito.
Al término de clases, ya sea en las afueras del Colegio Santa Clara o
en la plaza Centenario, varios estudiantes llegaban a su lado para
aprender, ya sea con sus padres o solos.
Más de alguno tenía miedo de acercase. Yo era uno de esos.
Pero un día me armé de valor para acercarme y pedirle que me
enseñara a restar. Lo encontré en la plaza de Centenario enseñándole
a varios niños, algunos eran del Colegio Humberto Casarino, del
Santa Clara y del Liceo y Escuela América, yo era alumno de ahí. Me
quedé observándolo un buen rato. Esperé que se desocupara para
acercarme. Yo era bien tímido pero tuve el valor de hablarle y pedirle
que me enseñara a restar. Me miró con sus ojos verdes y barba blanca,
y dijo "sí muchacho, te ayudaré, es muy simple".
Era muy admirable su capacidad para educar. Cuando me
enseñó a restar comprendí todo muy bien, cuestión que no me había
pasado en el aula de clases. Él me hizo entender las restas en la tierra
y con un palo con el que dibujaba cantidades y números. Quedé tan
agradecido que le tomé su mano y le dije “gracias”. Él no dijo nada,
simplemente me sonrió y se marchó. Eso fue más o menos el año 1992
o 1993. Desde esos años no volví a saber de él.
Tiempo después supe que lo encontraron muerto en alguna
de las calles de su querido Centenario. Dicen que el día de su muerte
muchos vecinos se inquietaron, comenzaron a buscarlo porque no
llegaba a pedir su almuerzo. Fue así como se dieron cuenta que había
fallecido.
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Lo despidieron en la Parroquia de Fátima. Llegó toda una
multitud, la gente que le daba almuerzo y jóvenes que aprendieron
de él. José Marcial ya estaba viejito. Vivió vagando y por mucho
tiempo enseñó hasta que pudo a los niños que se lo pedían,
recibiendo el cariño de quienes lo conocían. Aquellos que lo trataban
como un loco perdido, no sabían lo valioso que fue. Un indigente de
Centenario con una mente brillante, que aquellos que tuvimos la
dicha de conocerlo y aprender de él, siempre decimos que será
recordado en el corazón del pueblo de Centenario.
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Marcial de Centenario
Carmen Ramos Beiza
¡¿Dónde estará?! Se pregunta la gente. Sólo silencio hay en las
calles centenarias de nuestro pueblo.
Hace unos años se nos fue un personaje muy particular. Él era
José Marcial Pino Guerra, un vagabundo que vivía y recorría el barrio
de Centenario. Su padre llamado Pablo, era bebedor y de muy mal
carácter, le ofrecía puñetes hasta a los postes de luz.
Su madre Rosa, al parecer alta y muy delgada, vestía largas y
anchas polleras. Adornaba sus muñecas con diferentes pulseras que
hacía sonar al conversar y usaba unos pañuelos multicolores que
cubrían su cabeza. Se dedicaba a la cartomancia y a otras cosas como
aguas de yerbas extrañas.
Ya no hay más gritos de espanto o de dolor, que a toda hora
electrizaban a los lugareños. Si eran de dolor estaban en su fondo,
sólo su aire lo sabía. Marcaba la cara del vagabundo una dolida
tristeza por la cicatriz que clavó su mente.
En su tiempo de cordura breve, hablaba bonito, se abría paso
entre la gente en la Pastelería Gina de Centenario y pedía a viva voz:
“un emparedado de queso por favor”.
Ahora ya no más sed secreta, ni apetitos urgentes bebiendo
en vasijas sucias lo que la voluntad de una u otra familia le servían.
Viandas que no siempre eran de agrado a su paladar. Las manos
ajadas y trémulas agarraban con fiereza la jarrita que siempre llevaba.
Fui testigo que si algo no le gustaba, lo arrojaba lejos, o a los pies del
oferente. Pero él, era inocente. Esa actitud de Marcial, disgustaba a
algunos vecinos y la próxima vez, no le abrían la puerta
sencillamente.
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Para Marcial, el día y la noche eran de mentira, los horrores
de su sinsentido le hacían perder la pista ante su negra soledad. Por
las mañanas, no buscaba un pantalón que hiciera juego con su
camisa. Calzaba ojotas sin calcetín. Vacilaba donde partir, se daba
vueltas y vueltas, como ensayando qué camino tomar.
En tiempos de consciencia plena, ayudaba a los escolares en
diversas materias e idiomas. Cuentan que subía al cerro de la virgen
a leer, cargando un canasto con muchos libros. Por ello dicen que
enloqueció de tanto estudiar (dudo sea la verdad). Relatan también
otras historias de muchas rarezas, que por lo mismo no se pueden
contar.
Se relata en la memoria centenarina que siendo joven,
cargaba un bloque de alquitrán que sacaba de las murallas de la
Escuela 1, hoy Liceo América, y recorría con él al hombro toda la
mañana y todos los días.
Hoy, ya se ha ido de nosotros. Un día cualquiera dio vuelta la
página y se fue, todo el barrio y la ciudad quedaron consternados.
Aún es tema de conversación la causa de su muerte, sería
agotamiento, algún tumor, el hígado, el corazón o la marginalidad en
la que vivía, qué sé yo. El loquito mezclilla quedó vivo entre nosotros,
presente en la memoria del barrio y de la ciudad.
El hombre que murió de a poco está con otros inocentes
flotando de contento, aislado del temor, sin frio, sin calor, sereno. Y
mi pueblo se quedó con un vagabundo menos. Sin Marcial.
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Una Triste Historia. El rap del Loco Mezclilla.
Nelson Aros
En todo lugar nacen o se forjan personajes que le dan una
identidad única y que se plasman en su historia. Centenario ha sido
por años un lugar ícono de la ciudad de Los Andes y su gente hace
que no pierda su esencia histórica.
Hace décadas atrás vivió un personaje inolvidable, cuya figura
sigue intacta en la memoria de todo Centenarito. Me refiero al mítico
José Marcial, “Loco Mezclilla” o el “Loco de Azul” como también se le
conocía porque vestía ropa mezclilla azul. Era acreedor de una gran
inteligencia, y cuentan que enloqueció por estudiar demasiado.
Debido a su conocimiento muchos estudiantes se le acercaban para
pedirle ayuda en sus tareas a cambio de comida. Caminaba por las
calles del barrio pidiendo alimentación, con un choquerito en la
mano. Generalmente se le veía en las afueras de la Panadería
Centenario.
Su historia no pasó desapercibida para ningún habitante de
Los Andes. Un grupo de jóvenes amantes de la música rap, el Grupo
Ron Pon, se inspiró en él para crear una canción, con una semblanza
de su persona, como forma de homenaje póstumo. La canción, cuya
letra la hizo el líder del grupo, Manuel Gallardo, se tituló “Una triste
Historia”, y llegó a ser muy conocida. Desde que se creó el grupo, dio
a conocer la canción en varios escenarios, como la semana Andina y
el Carnaval de la Chaya.
Parte de la letra generó polémica. Al párroco de Fátima, Padre
René, no le gustó un trecho de la canción donde se mencionaba
directamente a la Iglesia, cuestionando la falta de ayuda hacia el
“Loco Mezclilla” mientras vivió. En respuesta, el ex párroco nos invitó
a visitar los comedores del templo para ver lo que se hacía con las
personas que pedían ayuda. Pero ninguno de los Ron Pon quiso hacer
caso a las palabras del religioso, considerando innecesario ir porque
don José murió en soledad y abandono, por ende, nada cambiaría esa
percepción.
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El verano del año 2001 trajo una oportunidad para el Grupo y
la canción. A oídos de Ron Pon llegaron los rumores que se
organizaba el Primer Festival de la Canción Palmenia Pizarro. No
dudamos en inscribirnos. La canción elegida fue “Una Triste
Historia”.
Otra vez el Grupo Ron Pon puso todo su corazón sobre el
escenario. Durante nuestra presentación en el festival, se vivió una
mezcla de nerviosismo, ansiedad, incertidumbre y todo esto se
desencadenó porque estábamos viviendo una experiencia
inolvidable, enfrentando a artistas con un gran talento. Al momento
de salir al escenario, todos nuestros nervios se quedaron tras
bambalinas y salimos con mucha confianza ya que nos habíamos
preparado durante tres meses. Cuando sentimos el apoyo del público
nuestra confianza creció aún más y sólo nos dejamos llevar. Creo que
eso fue lo que nos hizo convencer a la gente y al jurado. Al finalizar
nuestra presentación bajamos del escenario, no creíamos que
seríamos los primeros, aunque las ganas y la ilusión eran enormes,
pero sí quedamos con la sensación de que esa noche nos iríamos a
casa con un puesto entre los tres mejores.
Cuando dieron el veredicto de la votación del jurado, nos
invadió una emoción muy grande, todo el esfuerzo que hicimos
durante tres meses nos dio una grata recompensa. Aunque no
logramos el primer puesto, sí el segundo lugar. Pero con la
interpretación de la canción del Loco Mezclilla, obtuvimos el premio
al artista más popular del Festival, lo que nos dio más ganas para
seguir haciendo música.
Una triste historia
Hoy yo quiero contar, lo que pudo pasar
Una triste historia tejida en mi ciudad
Se trata de un hombre, de un ser humano
Que negaste tu mano, siendo tu hermano
Esta canción se puede escuchar en las plataformas de YouTube y SoundCloud,
en donde también se puede encontrar toda la discografía de este noventero grupo
de Rap Andino.
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Él era pobre, en las calles vivía
Él no era normal, deficiencias sufría
Fue así como la gente, sin conocer su nombre
Como una forma de burla le puso sobrenombres
El más conocido, El loco de Mezclilla
Muchos piensan que su vida fue sencilla
Caminó por el sendero de la soledad
En un mundo indiferente que no tuvo piedad
Me pregunto yo, donde está que no se ve
Esa fraternidad que mi pueblo dice tener
Que aquel hombre buscó y no encontró
Su vida, en este mundo acabó
Coro: Piensa en los demás, en los que no tienen nada
Piensa en lo fácil que pudo ser ayudarlo
Pero ya es tarde, él ya ha partido
Y en lo alto la luz de su alma se ha encendido.
Pies descalzos, estómago vacío
Conseguir su alimento fue un diario desafío
Más de alguna vez tu puerta tocó
Qué fue lo que pasó, tu corazón se cerró
Testigo de esta historia fue todo Centenario
Una linda iglesia adorna este barrio
Y a toda esa gente que asiste allí quiero
Que escuchen lo que yo voy a decir
Pónganse en su lugar, sólo un momento
Y se darán cuenta, de todo el sufrimiento
Y el tormento, la cruz que tuvo que cargar
El frío y el hambre que tuvo que soportar.
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Coro: Piensa en los demás, en los que no tienen nada
Piensa en lo fácil que pudo ser ayudarlo
Pero ya es tarde, él ya ha partido
Y en lo alto la luz de su alma se ha encendido.
Tengamos lo pasado como experiencia
Para que de una vez tomemos conciencia
No dar la espalda al que esté sufriendo
Y dar la mano al que ayuda esté pidiendo.
Tengamos lo pasado como experiencia
Para que de una vez tomemos conciencia
No dar la espalda al que esté sufriendo
Y dar la mano al que ayuda esté pidiendo.
Coro: Piensa en los demás, en los que no tienen nada
Piensa en lo fácil que pudo ser ayudarlo
Pero ya es tarde, él ya ha partido
Y en lo alto la luz de su alma se ha encendido.
/ se repite el coro.
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Plano de calles de Centenario
Fuente: https://satellites.pro/plano/mapa_de_Los_Andes.Chile#32.840785,-70.605490,16
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