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Libro Memorias de Centenario, versión digital

2 MEMORIAS DE CENTENARIO Relatos escritos desde la comunidad Abel Cortez Ahumada (Coordinador y Editor) Junta de Vecinos Centenario Gobierno Regional de Valparaíso FNDR del 6% de Cultura 3 MEMORIAS DE CENTENARIO Relatos escritos desde la comunidad Abel Cortez Ahumada (Coordinador y Editor) abelcortez77@yahoo.com RPI: 2022-A-2048 ISBN 978-956-410-245-0 Proyecto financiado por el FNDR del 6% de Cultura, Concurso 2021, Gobierno Regional de Valparaíso. Los Andes, diciembre 2021. 4 MEMORIAS DE CENTENARIO Relatos escritos desde la comunidad Abel Cortez Ahumada (Coordinador y Editor) Colaboración y relatos Francisco León Díaz; Juan Antonio Villarroel García; José Luis Villarroel García; José Miguel Rives; Luis Montenegro Montoya; Aníbal López Saavedra; Evelyn Covarrubias Vera; Sonia Heine Clarke; Augusto Núñez; Constanza Irarrázabal; Desiree Araya Urtubia; Raúl Agüero Ayala; Consuelo Turner Astudillo; Fermín Zamorano Carlini; Edward Turner Araneda; Ramón Cortez Ahumada; Cristian Valencia; Nelson Aros; Javier Aravena Valle; César González Araya; Rosa Araya Pulgar; Silvia Páez Henríquez; Jorge Delgado; Mauricio Segovia; Diego Guerra; Eugenio Astudillo; Valentina Gutiérrez Manríquez; Guillermo Lorié Donoso; Nayareth Ibarra Salinas; Carmen Martínez Celedón; Juan Ramón Cortez Báez; Gema Avendaño; Fernanda Araya; Carlos Córdova Galaz; María Eugenia Quezada; Diego Araujo Pérez; Cristián Pérez Ibaceta; Francesca Barnett Herrera; Ivette Muñoz Salinas; Javiera Contreras Oyarce; Jorge Cancino; Danilo Herrera; Juliet Turner Araneda; Karina Alfandi; María José Aravena; David Moreno; Luis Moreno Meneses; Cristopher Muñoz; Carmen Ramos Beiza. 5 6 INDICE Memorias de Centenario. Una invitación para (re)construir un relato comunitario. p. 11 RELATOS DE FAMILIA Y COMUNIDAD p. 23 Las familias Clarke y Casarino. Unos de los primeros en llegar al barrio, Francisco León Díaz. p. 25 La familia Villarroel y sus cuatro generaciones en el barrio, Juan Antonio y José Luis Villarroel García. p. 29 Los emblemáticos locales comerciales de la familia Rojas y Rives, José Miguel Rives. p. 34 Los históricos Montenegro del barrio, Luis Montenegro M. p. 38 Yo viví en Centenario, Aníbal López Saavedra. p. 41 Los abuelos de Arturo Prat 342, Evelyn Covarrubias Vera. p. 43 RELATOS DE INFANCIA Y JUVENTUD p. 47 Parte de mi infancia en Centenario, Sonia Heine Clarke. p. 49 Caminando por la infancia, entre pichangas, ramadas y la plaza, Valentina Gutiérrez Manríquez. p. 52 Temporada de frutillas. A cosechar, Augusto Núñez. p. 56 Las tristezas y alegría de un niño, Constanza Irarrázabal. p. 58 Osos polares y comparsas comercialinas por el barrio, Augusto Núñez. p. 62 De calles, moros y pasteles, Desiree Araya Urtubia. p. 66 Juegos y amigos en calle Uruguay, Raúl Agüero Ayala. p. 68 Salidas y mirador de atardeceres en una casa especial, Consuelo Elita Turner Astudillo. p. 74 7 Mi Padrino, el Auriga número Siete, Fermín Zamorano Carlini. p. 77 De niño por las calles Brasil, Perú y Bolivia, Edward Turner A. p. 82 Fútbol en la calle Chacay, Ramón Cortez Ahumada. p. 84 Memorias de botones y palancas, Cristian G. Valencia. p. 87 Grupo Ron Pon. Centenario en la Historia del Rap Andino, Nelson Aros. p. 90 Una infancia feliz en Centenario, Javier Aravena Valle. p. 94 RELATOS DE CALLES Y LUGARES p. 99 Caminando por el barrio en los años 50, César González A. p. 101 El Centenario de antaño, Rosa Araya Pulgar. p. 107 El Pozo Carreño, Silvia Páez Henríquez. p. 109 Locales comerciales y otros recintos del Centenario de ayer, Jorge Delgado. p. 111 Recorriendo algunos lugares y personajes del viejo barrio, Silvia Páez Henríquez. p. 115 República Argentina 232, ida y vuelta, Evelyn Covarrubias V. p. 119 La Plaza de Centenario y los recuerdos de adolescencia, Mauricio Segovia. p. 123 La Plaza Fátima y el recorrido por las calles, Diego Guerra. RELATOS DE ACTIVIDADES INSTITUCIONES LOCALES SOCIALES p. 126 E p. 129 Iglesia “Nuestra Señora del Rosario de Fátima”, Jorge Delgado. p. 131 Sueños musicales de Escuela, Eugenio Astudillo. p. 137 Festividades y organizaciones en Centenario, Valentina Gutiérrez Manríquez. p. 141 8 Disfrutando en el barrio de mis abuelos, Guillermo Lorié D. p. 144 Vida social en el Barrio Centenario, Nayareth Ibarra Salinas. p. 149 La Reina de Centenario, Carmen Martínez Celedón. p. 152 La Flor de Centenario. Bailes, parrones y lluvia. Silvia Páez H. p. 154 Los campeonatos de baby en el Fortín Centenario, Juan Ramón Cortez Báez. p. 156 Una Revista de Gimnasia en el Estadio, Gema Avendaño. p. 159 La comunidad y su entorno en los años 60, Fernanda Araya. p. 162 Una juventud en torno a la Plaza, Carlos Córdova Galaz. p. 165 Conversando con el profe Aníbal, María Eugenia Quezada. p. 167 Una ciudad silenciada. Las peñas en la Iglesia Fátima de Centenario, Diego Araujo Pérez y Cristián Pérez Ibaceta. p. 170 Un barrio hablante y saludante, Francesca Barnett Herrera. p. 175 Recuerdo de un 27 de febrero de 2010, Ivette Muñoz Salinas. p. 177 La reina y el rey feo en el Club de Adulto Mayor, Javiera Contreras Oyarce. p. 179 RELATOS DE VECINOS Y PERSONAJES p. 181 Mi tío Humberto Casarino, Sonia Heine Clarke. p. 183 El cuadrilátero de Centenario. La liga de box en el Valle de Aconcagua, Jorge Cancino y Danilo Herrera. p. 185 Un Gringo en el Barrio, Juliet Turner Araneda. p. 191 El Tío Olivio. El primer micrero del barrio, Eugenio Astudillo. p. 196 Vendedores, arregladores y caminantes, César González A. p. 200 La Señora Alicia, la modista de calle Perú, Gema Avendaño. p. 203 El lechero y sus “secretarios”, Karina Alfandi. p. 206 9 Víctor Granadino Yáñez, profesor y bombero del barrio, Eugenio Astudillo. p. 209 Fresia De la Cruz, histórica dirigente de la Junta de Vecinos, María José Aravena. p. 212 Don Juan Tamaya, “El Mecenas del Pan Amasado”, Ramón Cortez Ahumada. p. 214 Angélica dejó sus pies en las calles de Centenario, Constanza Irarrázabal. p. 217 Eduvina Guerrero y su ranchito, Ivette Muñoz Salinas. p. 220 Marcio y Martín, David Moreno. p. 223 El Cirilo y los niños de Centenario, Luis Moreno Meneses. p. 227 El Loco Mezclilla, Cristopher Muñoz. p. 229 Marcial de Centenario, Carmen Ramos Beiza. p. 232 “Una Triste Historia”. El rap del Loco Mezclilla, Nelson Aros. p. 234 Plano de calles de Centenario p. 239 10 Memorias de Centenario. Una invitación para (re)construir un relato comunitario. Los barrios, las comunidades, los grupos, poseen un relato sobre sí mismos que constituye su identidad colectiva. Tienen una forma de narrarse a sí mismos y presentarse a los otros, una representación sobre quiénes son y cómo han sido. No es un relato homogéneo, claro, consistente, pero sí una amalgama convergente de imágenes, ideas y sentidos que estructuran un “nosotros” conformado en el devenir histórico. El contenido y la forma de ese relato colectivo se concretiza en las diversas memorias que conforman sus representaciones sociales y comunitarias. La comunidad afirma su identidad en base a un relato asentado en una memoria colectiva que busca representar y graficar hitos significativos de esa historia vivida y compartida. La comunidad va coleccionando distintos relatos e imágenes que trae al presente a partir de lo que ha experimentado en su trayectoria. La memoria implica la representación de uno y varios pasados a partir de las subjetividades que lo evocan. No refleja fielmente cada detalle o cada acción de aquel pasado al que refiere. Es un recuerdo con sentido, intencionado, reconstruido desde el presente. Lo que no quiere decir que la memoria sea mera invención. Es más bien un trazo subjetivo y social anclado en la experiencia colectiva, concreta e histórica que se evoca desde particulares condiciones personales, sociales, culturales y contextuales. La memoria es un terreno complejo, voluble, no demarcado, pero que nos permite reconocer una referencia interpretada de la vida concreta sobre el pasado, porque no obstante ser una memoria jalonada por la emotividad construida y constituyente, se afinca en eventos que efectivamente acaecieron en la vida social y cotidiana. 11 Los que recuerdan no lo hacen evocando una experiencia únicamente individual. La experiencia personal en el mundo social es siempre colectiva porque entrelaza materialidades, contextos, procesos, historias personales, familiares, sociales, en que nos vemos inmersos y contenidos. Por ello que es posible reconstruir la historia de un barrio a partir de la memoria social y colectiva, de aquellos recuerdos comunitarios que abren la puerta al pasado desde las diversas experiencias y representaciones que los habitantes, sus grupos y relaciones poseen sobre su devenir y habitar. En Los Andes, un barrio antiguo contenía características singulares que hacían posible este ejercicio de memoria. Centenario posee una historia que dio forma a una comunidad que desarrolló, por varias décadas, una vida social y cultural con cierta autonomía respecto de la ciudad central. El barrio es el primer conjunto urbano formal que extendió la ciudad más allá del damero fundacional, en este caso, hacia el sur. Se denominó Población Centenario por iniciarse en el año 1910, cuando Chile cumplía los primeros 100 años desde el inicio del proceso de Independencia nacional. Surgió por la venta de un fundo perteneciente a Ramón Bravo, que se dividió en lotes que fueron vendidos a sectores de empleados y obreros que demandaban viviendas durante la primera mitad del siglo XX. Los terrenos tenían distintas dimensiones aunque con buenas extensiones. Con el tiempo, por crecimiento de las familias, herencias compartidas y compra-ventas de particiones y nuevos terrenos, los antiguos lotes se fueron subdividiendo. De ser un caserío rural con viviendas en las esquinas de las grandes manzanas en las primeras décadas, sin pavimentación, ni alcantarillado, ni veredas, pasó a convertirse en un sector urbano denso y plenamente integrado a la ciudad, con construcciones en fachada continua, distintos estilos arquitectónicos según las épocas de construcción, la gran mayoría en volúmenes de un piso, adobe y tejas. 12 Por la extensión de los primeros sitios, el barrio producía productos de chacra, leche, frutales, venta de carbón, leña, alimentos para animales, así como la existencia de una red de negocios y tiendas que surtían tanto a Centenario como al resto de la ciudad. Productos artesanales abastecían la demanda urbana de escobas, muebles, frutos secos, etc. Tradicionales picadas criollas recibían a parroquianos de toda la ciudad para degustación gastronómica, diversión y baile. En este lugar se encuentran espacios emblemáticos como la Plaza central, frente a la cual se encuentra la Parroquia de Fátima, un Colegio y varios locales comerciales. En el barrio también está el Liceo América, el Estadio y Gimnasio Centenario, y antiguamente tenía una medialuna para toda la ciudad. Después de 111 años de existencia, el crecimiento urbano de la ciudad y los cambios nacionales y globales, están afectando la imagen, la cultura y la sociabilidad del tradicional barrio. Las largas y viejas fachadas continuas en adobe, cambian paulatinamente debido a la migración de empresas, talleres y proyectos inmobiliarios de todo tipo. A su vez, las tradiciones culturales y las memorias sociales sobre la comunidad y su pasado tienden a fragmentarse, alejarse y desaparecer, debido a los cambios sociales y la ausencia de diálogos intergeneracionales entre los más viejos y los jóvenes, lo que se agudiza porque el barrio se va envejeciendo y las personas mayores están falleciendo o están vendiendo sus propiedades, migrando a otros lugares. La memoria se diluye sin dejar registros ni traspasarlos oralmente. En ese marco surgió esta iniciativa, apuntando a generar un proceso de activación de la memoria social de Centenario. El problema central abordado fue el de una memoria colectiva que se estaba diluyendo y haciendo difusa respecto de aquella identidad colectiva que conformó su representación. Tradiciones culturales, recuerdos sociales, relatos cotidianos, experiencias colectivas que van perdiendo sus canales de trasmisión (adultos mayores contando y enseñando a los nietos), así como porque los referentes de memoria que lo hacían posible no están o se transforman (ya no quedan 13 lecheros, no existe la medialuna, se han muerto personajes, no se realizan fiestas sociales, se derrumban viejas casas, etc.). Era necesario un esfuerzo para que las y los vecinos, adultos mayores, pero también adultos y jóvenes, la comunidad en general, pudieran activar esas memorias, narrarlas y registrarlas, y de ese modo pudieran ser leídas y contadas a los familiares, amigos y habitantes en general, asegurando su transmisión futura. La intención no era elaborar un libro de historia desde el saber experto, sino que los propios sujetos que fueron parte de experiencias sociales en el barrio pudiesen entregarnos perspectivas personales en forma de relatos escritos. De esta forma, como producto central, concebimos un texto construido colectivamente que sirviera de soporte de un registro plural de voces de la comunidad, compilando relatos de diversos habitantes, pero también de cualquier persona que quisiera dejar registro sobre el barrio. Desde esa perspectiva, no apuntamos a la gran historia de la comunidad en general. Queríamos que las personas elaboraran un relato de memoria sobre cualquier tema o experiencia que ellos libremente decidieran contar. Buscamos estimular la memoria personal sobre el barrio, es decir, individual pero colectiva y socialmente situada que pudiera producir un texto que registrara esas imágenes, experiencias y representaciones. Fue una invitación amplia, a todos aquellos que quisieran escribir, sin restricción alguna, ni de acceso, edad, formación académica, calidad o temas. El único requisito fue que el relato estuviera relacionado con alguna experiencia vivida en Centenario, es decir, que no fuera ficción, y que se estructurara en formato narrativo. La memoria no es una sofisticada construcción intelectual, sino que es una capacidad fundante e inherente a la condición humana y social, por lo que todos los recuerdos registrados debían ser publicados. El proyecto buscaba reconocer así los esfuerzos de memoria que efectuaron distintas personas para poder registrar de 14 forma escrita esa experiencia recordada. Todo aquel que hizo el esfuerzo por recordar y ponerlo en escrito, indistintamente de la calidad, forma, contenido de la experiencia, de la articulación de su relato, iba a ser publicado y así lo fue. Los 61 textos publicados fueron los trabajos que nos llegaron. El hecho de que todos los relatos sean partícipes de este libro compilatorio, está en relación con la activación, registro y difusión de una memoria colectiva, desde 61 relatos personales pero que al mismo tiempo refieren a una comunidad. Un relato que va más allá de quienes los escriben, ya que amalgama experiencias, historias, grupos y lugares. No recuerdan a partir de un solo espacio, una sola familia o una sola época. Los que recuerdan convocan en sus trazos de memoria a distintas esferas de interacción social, distintos lugares y distintos momentos. La misma persona que recuerda su infancia en la escuela, recuerda su familia, evoca amigos y vecinos, recorre juegos de calle, se recuerda dejando el hogar, para volver a describir una antigua actividad social en la plaza. No se fija en un punto, sino que se mueve por distintas hebras, mapas y relaciones. Observa el paso del tiempo personal y barrial, hace recuerdos de pequeño y de grande, nos convoca en distintos momentos y situaciones. Este ejercicio de memoria se hizo plural y significativo, porque conllevó que los sujetos reflexionaran y evocaran emotiva y racionalmente, que se pensaran a sí mismos en su devenir personal y social, históricamente articulado. En estos relatos es posible interpretar una narración sobre la identidad colectiva. La memoria personal socialmente estimulada tiende a hablar sobre el espacio de la comunidad. Una deriva que no es puramente individual, si no que tiende a la búsqueda de una experiencia que se hace colectiva, que recoge a otros seres humanos, que conecta con un lugar social. La memoria tiende a expresar un marco social, una experiencia que se imbrica a la sociedad de la cual hace parte. Siempre está hablando de experiencias marcantes y significativas emotiva y socialmente, a partir de la relación que establece el sujeto con otros que hacen que esa experiencia sea memorable. Ya sea en los juegos infantiles, en las actividades 15 comunitarias, en las relaciones familiares, en las percepciones personales, se describe una malla de relaciones entre generaciones, grupos y vínculos sociales, espaciales, colectivos. En ese sentido los relatos que se pueden leer acá se desenvuelven, en su mayor parte, en el espacio público, donde se crean y estructuran los vínculos y las acciones sociales que conformaron la historia y la identidad comunitarias. Los relatos describen los amigos en la calle, a los familiares en comedores y patios, los vecinos en la plaza, las puntos de encuentro en negocios, recintos deportivos y sedes sociales. Es una memoria que habla de la comunidad desde el barrio y su habitar colectivo. Aunque el conjunto de escritos aborda toda la historia barrial, desde 1910 hasta la actualidad, la mayor parte de ellos se concentran entre las décadas de 1950 y 1980, es decir, hacen referencia a experiencias vividas o recogidas por personas que experimentaron personalmente lo que relatan o lo recuerdan en base al registro de testimonios directos de sus protagonistas. El trabajo desarrollado por el proyecto “Memorias de Centenario”, por tanto, apuntó a desplegar un ejercicio colectivo de activación de la memoria comunitaria desde los propios habitantes. No fue una acción de memoria socialmente espontáneo. Fue a partir del proyecto liderado por la Junta de Vecinos, como primera organización territorial del barrio, y el profesional encargado, que se convocó a las y los vecinos a recordar y registrar esos recuerdos. Era una activación sociocomunitaria para que se sintieran interpelados, convocados, incitados, seducidos, para narrar recuerdos que se plasmaran y fijaran en un texto. Las acciones planteadas por el proyecto se estructuraban a partir de a) Talleres de Memoria para estimular el recuerdo personal, la conversación social y la reflexión colectiva, b) Encuentros de historia de la comunidad, que permitieran que las y los vecinos complementaran información social e histórica a partir de una rememoración colectiva y participativa, y c) la actividad central del proyecto, un proceso de registro y 16 recopilación de relatos escritos por los vecinos y vecinas del barrio, para lo cual debíamos incitar y estimular su elaboración. El proyecto fue una idea original del encargado del proyecto, siendo gestionado institucionalmente por la Junta de Vecinos Centenario y financiado por el Gobierno Regional de Valparaíso, siendo adjudicado a fines de 2019, debiendo comenzar su ejecución en marzo de 2020. Sin embargo, debido al contexto de pandemia del Covid 19 que se desencadenó en Chile ese mes, los recursos no fueron transferidos. El proyecto se reactivó recién a fines de agosto de este año 2021. En ese marco, los Talleres de Memoria y los Encuentros de Historia de la Comunidad a ejecutarse en el segundo semestre del 2021, por las restricciones a las actividades presenciales, cambiaron su soporte para convertirse en un Programa Radial denominado “Memorias de Centenario”, conducido por el historiador a cargo del proyecto y emitido por la Radio Fátima, emisora del barrio. El programa estaba inicialmente diseñado para 6 capítulos, pero terminó extendiéndose, por solicitud de la audiencia, a 3 meses, siendo emitido los sábados entre las 11 y 13 hrs. Se leyeron algunos de los relatos que ya habían llegado, se comentaron noticias sobre el pasado del barrio y al mismo tiempo se hacían análisis sobre ellos. En el mismo programa se estimulaba a la comunidad a que enviaran relatos escritos, cuestión que efectivamente sucedió. Antes de ello, desde enero del año 2020, con la certidumbre de que el proyecto estaba adjudicado, se realizó una convocatoria masiva para promover el proyecto. Como ya dijimos, la pandemia pospuso el inicio del proyecto. Sin embargo, la convocatoria estaba lanzada, y pensando que se reactivaría el proyecto el año pasado, realizamos en total cuatro llamados públicos para recibir relatos, por distintos medios de comunicación como diarios, radios, televisión, redes sociales, mails y afiches, para que todos pudiesen sentirse convocados. Se señalaba expresamente que no era un concurso de relatos, sino que todos los relatos que llegaran serían publicados en 17 el libro compilatorio. Desde inicios del año 2020 comenzaron a llegar los relatos. Junto a ello, con la idea de que algunos informantes claves vinculados al Club de Adulto Mayor Barrio Centenario pudieran registrar sus memorias, pero que no se sentían con las capacidades para realizar un escrito, nos apoyamos en un grupo de estudiantes del Taller de Investigación Social II, Enfoque Cualitativo, que impartimos en la Carrera de Trabajo Social, Sede San Felipe, de la Universidad Aconcagua para que las alumnas, como ejercicio práctico, los entrevistaran y a partir de esa información escribieran relatos. En total, recabamos 61 relatos, cantidad importante para un barrio de una pequeña ciudad de provincia. Todos ellos forman parte de este libro. Relatos realizados y elaborados por las propias personas, escritos en teclados y enviados por mail, o de puño y letra, ya que recibimos algunos manuscritos escaneados, fotografiados o en papel (posibilidad que abrimos tanto en la convocatoria masiva como en los programas de radio). A medida que los relatos llegaban, comenzamos a desarrollar una estrategia de recopilación e identificación. Luego de ello, realizamos una lectura detallada del relato. Posteriormente, elaboramos y enviamos una serie de preguntas a sus autores, con el objetivo que profundizaran en detalles y tópicos de las distintas actividades y experiencias reseñadas. Se les indicaba que las integraran al texto en los lugares pertinentes. Muchos respondieron estas preguntas, ya sea integrándolas en el texto o enviándolas como respuestas separadas. De otros no conseguimos información complementaria o derechamente expresaron que querían dejarlo en la versión original. Una vez terminada la recepción, compilamos todos los relatos y se realizó un trabajo de edición general y particular de cada uno. Todos ellos recibieron una edición de forma, pero no de contenidos (se hizo corrección de algunos datos cuando había certeza meridiana sobre algún error, lo que sucedió en casos puntuales). Como este fue 18 un ejercicio de memoria personal, que reconstruye desde el presente con un interés colectivo, pero también con una perspectiva intencionada, no hicimos edición de las narraciones, ya que depositamos la confianza en que las experiencias relatadas eran verídicas y los autores se hacían responsables de sus contenidos. En tanto convocatoria abierta sin restricción ni selección, la calidad literaria de los textos era muy disímil. La calidad y forma osciló entre aquellos que estaban más trabajados y mejor escritos hasta otros que eran sólo comentarios y transcripciones sueltas. Respetando el contenido y la memoria que se quería registrar, realizamos una edición de forma, ortográfica y gramatical, de continuidad y sentido, para hacer legible el relato. Creemos que en general el esfuerzo cumple, aunque sin duda algunos textos se leen mejor que otros, según las posibilidades que otorgaba el escrito original. Una vez editados los relatos, los agrupamos en cinco capítulos que dieran cierta coherencia al libro y que hicieran comprensible su lectura. Podrían haber sido muchas otras posibilidades de agrupación de los textos, pero decidimos una genérica basada en las temáticas abordadas. Abre un capítulo sobre relatos de familia y comunidad, que habla de miembros de una familia, pero que incluye a los vecinos y a algunas prácticas sociales. Un segundo capítulo aborda los relatos de infancia y juventud desde los cuales se evocan juegos, anécdotas, experiencias vividas por algunos habitantes cuando eran niños o adolescentes. Un tercer capítulo contiene los relatos de calles y lugares en los cuales se describen la forma antigua de calles, negocios y espacios emblemáticos. Un cuarto capítulo agrupa los relatos sobre actividades sociales e instituciones locales que registran los recuerdos sobre las fiestas de la primavera, bailes, acciones colectivas e instituciones importantes de la comunidad. El libro cierra con un capítulo denominado relatos sobre vecinos y personajes en que se realizan semblanzas sobre líderes sociales, pero también vecinos comunes y personajes que deambulaban por el barrio. 19 Como observarán en los relatos, así como la memoria es heterogénea y compleja, los textos no solamente incluyen información sobre algún foco en particular, sino que al tiempo que recuerdan una acción incluyen información de otros aspectos sociales. Por ejemplo, cuando relatan aspectos de un negocio familiar incluyen a su vez referencias paralelas a una actividad social o a un vecino emblemático. Aprovecharon así de dejar registros de acciones y lugares que consideraban importantes, más allá de las digresiones que implicaban para el texto. Se comprende desde ahí que haya información sobre algunos tópicos que tienden a surgir en varios relatos, dada la significación que tuvieron para ellos y el barrio. Es el caso de las actividades sociales y los bailes de la plaza y la fiesta de la primavera o algunos locales comerciales y personajes emblemáticos. Aunque a ratos tiende a sobrecargarse cierta información, no los recortamos y preferimos dejarlos, tanto por respetar la intención y contenido del texto, como porque la información aparentemente repetitiva, leída detalladamente termina complementándose. En algunos casos, la información da la impresión de volverse confusa, al registrarse distintas versiones, por ejemplo, de los días en que se realizaban los bailes en la plaza, algunos dicen el sábado, otros solo el domingo, algunos señalan miércoles y domingo, otros sábado y domingo. Problema que puede ser identificado como una confusión por la distancia temporal, pero que también es posible de leer como expresión de los cambios de días en distintas versiones de dichos bailes. Por lo mismo, mantuvimos la información que las personas nos entregaban, aunque fuera aparentemente contradictoria. En ese sentido este no es un libro de historiografía. No es la historia del barrio. Por eso se titula “Memorias de Centenario”, es una invitación a leer y recordar desde un registro plural de memorias colectivas. Memorias que es imposible que registren todo. Mucha gente y muchas historias no fueron recogidas en estos relatos. Cualquier persona podía enviar relatos, ya que fue una convocatoria abierta, pero no todos asumieron el desafío. Sin embargo, estos 61 20 relatos nos dan una imagen integral, compleja y rica de Centenario y que si son leídas detalladamente, de forma cruzada y complementaria permiten construir una imagen significativa de la historia que estas memorias grafican, así como de la identidad colectiva del barrio. Este ejercicio de memoria propuesto, creemos que nos entrega un producto cultural que permite efectivamente registrar las memorias personales inscritas en el marco de una historia y experiencia que siempre es colectiva. Relatos propios, escritos por ciudadanos de a pie, desde sus propias y plurales perspectivas, de unos recuerdos que buscan narrar a ellos, los suyos y la comunidad. Relatos que, desde esa escala micro, grafican trazos de la propia identidad barrial. Subjetividades que recuerdan y que a partir de ese recordar personal, colectivamente situado, a partir de estas decenas de fragmentos, invitan a conocer, retejer y reconstruir a la comunidad de la que forman y formaron parte. Dr. Abel Cortez Ahumada Diciembre 2021, un casi estío acalorante y líquido de la comarca pandemizada 21 22 Relatos de Familia y Comunidad 23 24 Las familias Clarke y Casarino Unos de los primeros en llegar al barrio Francisco León Díaz Centenario partió como un loteo del fundo de Ramón Bravo. El proyecto fue gestionado por un comerciante español avecindado en Los Andes, Valentín Pardo Capellán, quien era el encargado de vender los lotes a los interesados en construir sus viviendas en el nuevo barrio. Una de las primeras casas construida fue la de don Guillermo Clarke, a quien le decían “Gringo Clarke”. El “Gringo” era conocido por su estatura, en las fotos familiares sobrepasa por más de una cabeza a todos, parecía un mástil al lado de la familia. Llegó a vivir a una casa del centro de la ciudad, vivienda que había sido de don Emanuel Casarino Cabiglia, padre de doña Angelina Casarino, con quien Guillermo se casó. En esa época, Guillermo Clarke trabajaba en la empresa West Coast, cuyo nombre se debía al hecho que gestionaba el cable internacional de telégrafo que permitía las comunicaciones a larga distancia. Clarke era el administrador de la estación de cable local, labor que le dio una buena situación económica. En base a eso es que se interesó en comprar un sitio en la naciente población, sobre todo en la posibilidad de adquirir un sitio amplio, cerca de los treinta metros de frente por media cuadra de fondo, y así construir una casa tipo quinta, que era como vivir en el campo pero a tres o cuatro cuadras del centro de la ciudad. El nuevo barrio tenía anchas calles, siguiendo las dimensiones viales del damero central. Como Guillermo fue uno de los primeros compradores, eligió un sitio frente a lo que iba a ser la plaza. El autor agradece la colaboración e información del matrimonio de Ilse Miriam Heine y José Rives. 25 Una vez construida la casona y debido a los contactos del “Gringo Clarke”, se dice que tenía amigos importantes, con quienes hacían entretenidas tertulias en Centenario, acogedoras veladas amenizadas por el piano que tocaba doña Angelina Casarino, quien llegó a ser ejecutante del piano del cine mudo en el Teatro de la Bomba Andes. En la familia se ha contado, aunque no hay fotos o cartas sobre ello, de que en esas reuniones habrían participado Pedro Aguirre Cerda, antes de ser Presidente de la República, y Gabriela Mistral. Al tiempo después, por asuntos de trabajo, Guillermo Clarke tuvo que trasladarse al norte, a los minerales del salitre, junto a su esposa. Como tenía hijos muy pequeños, decidieron dejarlos al cuidado de su cuñado, Humberto Casarino, quien estaba casado con Rosa Maureira, una distinguida andina de garbo señorial, muy preocupada de la casa y de las visitas. Los niños de Guillermo Clarke se criaron en esa casa, cuestión por la cual, según cuenta el matrimonio Heine Rives, por agradecimiento, el “Gringo” le traspasó la casa a Humberto. Humberto provenía de una familia que se había destacado en la ciudad. Su hermano había sido pionero de la aviación, Amadeo Casarino, y su otro hermano fue de los primeros médicos especializados en radiología, Atilio Casarino. A su vez, Humberto fue un connotado vecino de Centenario, llegando a ser regidor de Los Andes (lo que ahora es un concejal), cargo de elección popular que ocupó por varios periodos. Como Humberto era práctico agrícola, estableció en unos sitios que tenía al sur de Centenario, más allá de la calle Arturo Prat, una lechería donde producía leche, mantequilla, queso, manjar y dulce de leche, que vendía en su casa a los vecinos y a los lecheros en los establos. Era una de las primeras instalaciones de lechería cerca de la ciudad, trabajándola de forma muy artesanal. Se sacaba la leche a mano, técnica que había que aprender, ya que debía tirarse firme pero calculadamente para sacar un balde de leche. En esa época, los nietos y sobrinos que se quedaban en aquella gran casa, debían 26 “ganarse” el desayuno, por lo que el tío abuelo a veces los llevaba a sacar la leche en el tílburi, carro tirado por caballos con un techito para la sombra y unos asientos tapizados para mayor comodidad de los pasajeros. Partían tempranísimo, a las seis y media de la mañana. Cada niño tenía que sacar más de dos litros de leche para ganarse su jarro de leche al desayuno. Humberto iba todos los días a buscar los diversos productos y la leche en grandes recipientes de aluminio. Debido a sus éxitos económicos, Humberto fue adquiriendo varias propiedades y ganó fama de filantrópico vecino. Junto con colaborar en diversas actividades, donó parte del terreno donde se levantó la sede del Centro Pro Adelanto de Centenario, pionera organización vecinal local. En ese local los vecinos se reunían, planificaban obras de adelantos para la población, hacían asados bailables, veladas artísticas, entre otras actividades. La casa de Humberto Casarino, frente a la plaza, fue adquiriendo gran importancia en la vida del barrio. Cuando la plaza ya estaba arreglada, con pileta y escaños, y el barrio ya estaba más consolidado, desde aquella casa se transmitía música desde un tocadiscos antiguo, al que se le adosaba uno de los primeros equipos de amplificación que existían en Los Andes, con unos parlantes puestos en la plaza. Los sábados, desde las cuatro o cinco de la tarde, la gente se reunía a bailar en la plaza, era todo un evento vecinal y social. Carlos Heine era el icónico locutor oficial de la improvisada radio que transmitía hacia la plaza, recibiendo los pedidos de saludos para los novios, pololas y “señoritas de merecer”, como se decía a la edad adolescente. Era una reunión social alegre, festiva, de sana convivencia, en que la gente bailaba y se divertía. En torno a esas actividades sociales, unas de las hijas del “Gringo”, Raquel Clarke Casarino, conoció y luego se casó con un hijo de un inmigrante alemán, Carlos Heine Salinas. De esa unión nació Sonia, Carlos, Valdemar e Ilse Heine Clarke. Don Humberto Casarino falleció a inicios de la década de 1970. Fue muy sentida su partida por los vecinos. Él se había convertido en un personaje muy estimado, porque nunca negó la 27 ayuda que le solicitaban. Una hija de don Humberto se tituló de Profesora normalista, y luego fundó un colegio en la casona, llamándolo en su homenaje “Colegio Humberto Casarino”, institución que cumplió cerca de cuarenta y siete años de funcionamiento. 28 La familia Villarroel y sus cuatro generaciones en el barrio Juan Antonio y José Luis Villarroel García Nuestra familia es una de las más antiguas de Centenario y todavía viven en el barrio. Esta historia parte con nuestro abuelo, Santiago Villarroel Quiroga, nacido el año 1900 en Calle Larga, quien se casó con María Pérez Carvallo, que nació en 1908. Luego de contraer matrimonio llegaron a Centenario en 1924, adquiriendo una propiedad en calle Brasil esquina Bolivia. Se la compraron al mismísimo Valentín Pardo, encargado de la venta del loteo del barrio. Los Villarroel Pérez formaron una familia de 14 hijos de los cuales sobrevivió solo la mitad: María Mercedes, Juan Hernán (nuestro padre, nacido 1 de marzo de 1927), Julio Henrique, Rosamel Eugenio, Santiago Segundo, Celia Claudina y Roberto Williams. La familia habitó durante toda la vida en la misma vivienda. A todos ellos nuestra abuela los tuvo en la casa, así era antes. Ella trabajaba en las labores diarias hasta el último día, dejando incluso hasta el almuerzo hecho antes de parir a su hijo. La mayoría de las veces tuvo a sus hijos sin asistencia, sola, ya que la partera no alcanzaba a llegar. Era una época en que las calles eran de tierra y muy poco transitadas, sin luz eléctrica y sin alcantarillado. Según relatos de nuestro papá, que era de los hijos mayores, el barrio era muy despoblado, eran muy pocas las familias que en ese entonces vivían aquí. Se cuenta que había solo una familia por cuadra, por lo que las posibilidades que tenían de jugar con otros niños eran escasas. En el barrio las familias antiguas eran los Razetto de la calle Brasil (vivían en frente a la casa de mis abuelos), los De La Cruz de la calle Bolivia, los Lazo, Lozano y Pérez también por calle Brasil (entre Bolivia y Perú), y los Murua de la calle Ecuador. 29 Según sus relatos, la situación económica no era de las mejores. Nuestro abuelo en esa primera época tenía un carretón de tres caballos, como los que acarrean arena. Este carretón lo ocupaba para hacer fletes, trasladando mercaderías desde la Estación del ferrocarril hacia diferentes puntos de la ciudad. Pero a veces había poco trabajo, afectando la situación familiar. Nuestro padre tuvo que empezar a trabajar a muy temprana edad, como a los 12 o 13 años. Inició como comerciante, comprando huevos y gallinas en el campo, en el interior de la comuna de Rinconada, para venderlos en diferentes sectores de Los Andes. Estos trayectos los hacía a pie, con mucho sacrificio, y a veces debía faltar a clases en la Escuela N° 1, que estaba acá mismo en Centenario. El abuelo después del carretón se hizo camionero de oficio. Luego de trabajar todo el día, llegaba en su camión y lo estacionaba por la calle Bolivia. Era muy típico pasar por ahí y ver su camión verde. El tío Julio Villarroel, en su adultez, le siguió los pasos al abuelo y también tuvo su propio camión (nuestro tío en su juventud fue un muy buen deportista, de lo mejor que se produjo en fútbol en el Centenario de ese entonces, perteneciendo al club Trasandino de Los Andes, como titular). Juan Villarroel Pérez, nuestro padre, destacó en el ámbito social en la década de 1950, participando en la Acción Católica (movimiento juvenil religioso de la época) siendo su presidente por más de 10 años. Ahí trabajó para la terminación de la Parroquia de Fátima junto al conocido Padre Raúl García, su párroco. Debido a la cercanía con el sacerdote, conoció a su sobrina, nuestra madre, Raquel García, con quien contrajo matrimonio. Formaron la familia Villarroel García, teniendo tres hijos: María Raquel y nosotros, Juan Antonio y José Luis, la tercera generación en el barrio. La mente vuela al pasado, recordándonos lo bonita que fue nuestra infancia en Centenario, pese a haber perdido a edad muy temprana a nuestra madre. Quedamos al cuidado de nuestro padre, que siempre contó con el apoyo de nuestras tías Mercedes y Chela, y nuestro Tío Julio, fuimos así muy cuidados y criados. 30 Los tres estudiamos en el Colegio Santa Clara, que en cada aniversario elegía una reina y en cuyo concurso nuestra hermana, María Raquel, fue candidata y reina durante tres años. En esos aniversarios participaba toda nuestra familia, vendiendo votos para la candidatura de reina y mi madre y mi tía se esmeraban para confeccionarle cada vez un vestido de reina más bonito. En esa época nuestro padre, luego de su incursión juvenil en la venta de huevos y gallinas, se dedicó a la cría de aves de corral, formando un plantel de gallinas, para luego saltar a la cría de ganado vacuno. Tenía animales en forma permanente en la casa y fue así como partió en el negocio de la lechería, yéndole tan bien que pudo emprender paralelamente con una tienda de zapatería que tuvo por años en el centro de Los Andes. Aunque fue la venta de leche y quesos la actividad que lo caracterizó siempre, ya que de madrugada, los 365 días del año, ordeñaba las vacas para vender la leche y quesos que él y mi tía hacían. Tenía en la casa un establo por el portón que da hacia la calle Bolivia, y hasta hoy hay gente que pasa a preguntar si se vende leche. Son gratos los recuerdos que tenemos de nuestra infancia en tiempos de verano. Nos sentábamos con nuestros abuelos en la grada de la puerta de entrada de la casa a contemplar a los que pasaban. El abuelo con su sombrero, que sólo se sacaba para acostarse, fumándose su cigarro habitual. La abuela conversando con las vecinas que se acercaban a saludar, la tía acompañándoles y nosotros con mi hermana jugando en la calle Brasil con otros chiquillos, vecinos de nuestra edad. Nos divertíamos con cosas tan simples, jugando a la pinta, a la quemada, a los países, al luche. También hacíamos competencias con las bolitas y cristales, no faltando aquel que hacía “marullo”, robándoselas y arrancando para no ser pillado. Y por la calle Bolivia, que no estaba pavimentada, jugamos las mejores pichangas de nuestra vida. En esos tiempos se jugaba en la calle, había pocos autos, por tanto no se corrían grandes riesgos, había más seguridad. 31 Qué infancia aquella donde arrancábamos tomados de la parte trasera de un coche Victoria, y alguien gritaba “huasca atrás” y el cochero ante aquella alerta tiraba de su huasca hacia atrás, a ver si nos alcanzaba y nosotros nos tirábamos abajo del coche sin antes gritarle su sobrenombre, ¡¡¡Piojoooo!!!, con mucho respeto para él, que ya descansa en paz. O cuando corría el agua por la calle Brasil y hacíamos competencias con barquitos de papel para ver quién ganaba. Nos daba la noche jugando en la calle hasta que salía nuestra tía a gritarnos “pa´ adentro” y no nos quedaba más remedio que entrarnos. Cuánta emoción se sentía cuando veíamos pasar por la calle Bolivia las tropillas de burros y mulas que primero tomaban agua en el bebedero de Chacabuco para luego llegar con el carbón y la leña que compraban las Huertas, en avenida Chile con Chacabuco. Nos recordamos también cuando llegaba el circo que se instalaba en la cancha de la feria, y luego pasaban las camionetas por las calles haciendo propaganda a las funciones y ahí partíamos todos en familia a la matinée o la vermouth. Las anécdotas de José Luis, que escribe este texto, son dignas de mencionar. Desde muy niño salía a vender a las vecinas del barrio botones, hilos y cierres para generar su propio dinero. O sus andanzas cuando salía a vender en su caballo pony la leche de vaca que sacaba mi papá. Desde esa época tuvo la hebra comercial de nuestro padre. Juan Antonio, que también escribe este relato, vivió otra anécdota muy simpática. Una vez siendo muy niño, le regalaron junto a nuestro abuelo un borrego que trajeron a la casa en el camión. Al bajarlo se arrancó, debiendo salir todos a buscarlo, encontrándolo en la Plaza de los Gorilas (que llamaban así porque los que se pasaban de copas dormían la mona ahí). Cómo no recordar cuando nos mandaban a comprar a los negocios del barrio. Quién no conoció a la “Pochita” de avenida Chile, a la “Mariquita” de calle Brasil, a “Cubillos” y sus tablillas de la calle Perú, a Tacchini y el “después le traigo el envase” y no se lo llevábamos nunca. Íbamos los sábados por la mañana a comprar el pan donde 32 don Juan Tamaya en avenida Chile o donde los Olivares de Brasil. Imborrable el recuerdo del querido “Loco de azul”, caminando bajo el sol y la lluvia con sus perros, a los que alimentaba siempre primero que él. Pasaba por nuestra casa golpeando y pidiendo sólo “té y pan” en un “choquero” que cada cierto tiempo alguien le cambiaba. Nuestro padre murió el día 14 de Julio 2019, viviendo ininterrumpidamente sus 92 años en el mismo hogar donde fue traído al mundo, en su querido barrio Centenario. Hoy en la casa a la que llegaron a vivir nuestros abuelos, en la que nació nuestro padre y nuestros tíos, vive una cuarta generación de Villarroel, los cinco hijos de José Luis y Claudia. En esta casa ahora se sienten las voces y risas de otros niños que llenan todos sus espacios. A ellos en unos años más les corresponderá narrar sus propias memorias de este otro Centenario. 33 Los emblemáticos locales comerciales de la familia Rojas y Rives José Miguel Rives Todo parte con mi bisabuelo, don Julio Ernesto Rojas Guzmán, quien nació en el año 1885. Era de los alrededores de Rancagua, y trabajaba en Correos, pero a caballo, recorriendo los sectores rurales. A causa de estos desplazamientos que se realizaban en los duros y mojados inviernos de esa época, contrajo una enfermedad broncopulmonar que fue finalmente reconocida como profesional, dándole por ello una pequeña jubilación. Es así como llegó al valle de Aconcagua, a principios del siglo XX, buscando el clima precordillerano, de aire más seco, para sanarse de su afección. Se instaló primero cerca al Hospital de Putaendo y después en Los Andes. Con el finiquito que le pagaron en Correos, compró el sitio en Centenario, hacia los primeros años de la década de 1910. De inmediato comenzó a construir la casa con sus propias manos. Una casa modesta, con una arquitectura que fue creciendo como un bodegón y después sus divisiones, a la que muchos años después se le incorporó el alcantarillado, cuando llegó como en los 50 al barrio. Una vez vi colgado un cajón que tenía unos bordes son fondo, preguntándole para qué era, mi bisabuelo me dijo que ese era el molde con el que se habían hecho todos los adobes con el que construyeron la casa. Quedé muy sorprendido. Tomaba el cajón en mis manos e imaginaba que cincuenta años atrás habían construido la casa, con los ladrillos salidos de él. En su casa, Julio Rojas estableció un negocio de compra y venta de material para reciclaje como fierros, vidrios, género y restos  El autor agradece la entrevista y transcripción realizada por Francisco León Díaz, que hizo posible este texto. 34 de huesos de las comidas de restaurantes, convirtiéndose en uno de los primeros empresarios del rubro a nivel local. Compraba botellas y vidrios quebrados de espejos y ventanas, separando el vidrio blanco, que era mejor pagado, del de color. Esos productos se juntaban en grandes cantidades para luego trasladarlos a los puntos de procesamiento. Los fierros los venía a buscar un camión de Santiago. Los desechos de género y de tiras de ropas se llevaban también a Santiago a las fábricas de colchones que lo picaban y lo hacían como un guaipe para rellenar los colchones. Para los huesos se fletaba un camión, muchas veces el del “Gringo” Federico Heine Pötsner, el alemán que vivía a la vuelta de la esquina. Se sacaban cerca de cinco mil kilos de huesos, por lo que en algunas ocasiones se hacían embarques contratando un carro del tren a donde llevaban en carretela con caballos un poco más de veinte sacos a la estación, para volver por otros veinte y así hasta llenar el carro. Los huesos los llevaban a Quillota a una fábrica que elaboraba una cola carpintera, como un acrílico café que se derretía, formándose un pegamento muy bueno para los muebles. Mi bisabuelo entregó la patente del local como en el año 1963. Esto lo sé, porque alcancé a andar en la carretela con el caballo que tenía al fondo del sitio. Ahí me fijé que la última patente, que era de lata estampada, tenía el año 63. El abuelo ahí colgó las herramientas, jubiló y se dedicó a vivir de su renta. Del matrimonio de mis bisabuelos nacieron cinco hijos. Cuatro emigraron a trabajar a otros rubros a Santiago. En Los Andes se quedó su hija, mi abuela Eufrosina Rojas Fuentes, la conocida “Pochita”. Ella estableció como en el año 40 un negocio de carbón y leña. Para abastecerse de esos productos, comerciaba con un grupo de arrieros que vivían a altura del kilómetro 20 del Camino Internacional, hacia el interior, en plena precordillera. Luego de recorrer cerca de 25 kilómetros, los arrieros llegaban como a las seis y media de la mañana conduciendo tropas de cerca veinte burros, cada burro con dos sacos de carbón o de leña, que pesaban como 35 cincuenta kilos cada uno, los traían sobre una especie de montura de cuero con un pañete grueso pegado al cuerpo del animal para no lastimarlos al ponerles el saco directo. Nosotros escuchábamos las pezuñas en la vereda y nos despertábamos antes que sonara el reloj para ir a la escuela, que poníamos a las siete. Mi abuela les daba desayuno por cuenta de la casa. Después los arrieros le pasaban la lista de la mercaderías que iban a comprar, llevándose a la cordillera cajas grandes con mercadería con los burros para arriba. Era un doble negocio para la “Pochita”, porque compraba su mercadería a precio de comerciante y después les vendía su pedido quincenal o mensual de mercadería a costo de cliente. El de mi abuela era un negocio que aparentemente parecía boliche, medio pobre, con una puerta chiquitita. Pero creo que se movía más que un mini market actual, porque vendía de todo: carbón, leña, parafina y abarrotes. Se vendían los quesos de higo, los paraguas y unos dulces muy ricos, unos chupetes artesanales muy conocidos, llamados “quemaditos”, anteriores a los loli pop y los coyac. También vendía alimentos para aves como maíz, trigo, curagüilla, semillas de cáñamo para los pajaritos chicos, ya que por la extensión de los sitios se criaban muchas aves de corral en Centenario. Hasta hoy muchos vecinos la recuerdan. Mi abuelita Eufrosina se casó con José Rives, operario del Ferrocarril Trasandino, de ahí nació mi papá, hijo único, Gil Rives Rojas. Mi abuelo jubiló de ferrocarriles en el año 1964. La Pochita terminó el negocio en el año 1986 más o menos, luego de más de 45 años de funcionamiento. Mi papá se fue a Santiago a trabajar en el Servicio Nacional de Salud, para luego volver a Los Andes a laburar en el Hospital San Juan de Dios, junto a mi mamá. Después de jubilado, mi papá se estableció en una propiedad que tenía el abuelo en la esquina de Av. Chile con Venezuela, frente al Estadio Centenario. En ese lugar, mi papá y nosotros, sus hijos, en el año 1981 pusimos una fuente de soda, llamada “Shopería Estadio”, muy popular entre los aficionados al fútbol amateur que se desarrollaba en el reducto deportivo. 36 Decoramos el local muy bonito, al estilo de las fuentes de soda de Santiago, instalando la cocina y la plancha atrás del mesón y, aunque el local no era muy grande, se hizo una buena distribución del espacio. En ese negocio se hacían unos completos y unos churrascos muy ricos, a la plancha, como fue aprendiendo mi mamá al modelo de lo que se hacía en Santiago. En los campeonatos de los barrios, el mayor evento futbolístico de Aconcagua, mi papá donaba la copa, y él y nosotros íbamos a entregar el trofeo al campeón, entre grandes aplausos y vítores. Eso aumentaba el cariño de la concurrencia por el negocio. En ese local mi papá trabajó doce años, de forma muy exitosa. En el año 1993, cuando tenía cerca de 63 años, mi padre se tuvo que retirar de la Shopería Estadio porque lo aquejó la enfermedad de Parkinson, con tiritones en las manos y sin poder hablar bien. Motivo por el cual el local se arrendó a varios microempresarios, pero nunca llegó a alcanzar el éxito que tuvimos nosotros. Debido a ello, se nos complicaba la cobranza del arriendo, se fue deteriorando el local y al final, la sucesión los cuatro hermanos Rives Cabezas, decidió vender la propiedad, dando fin a la beta comercial de la familia Rojas y Rives. 37 Los históricos Montenegro del barrio Luis Montenegro Montoya Soy miembro de una de las familias más numerosas de Centenario. Mis abuelos paternos Armando Montenegro y María Pulgar tuvieron doce hijos: Alfonso, José, Alberto, Alonso, Alfredo, Guillermo, Juan, Ana, Flora, María (Curi), Olga y Amanda. Recuerdo que vivíamos con los abuelos en la calle Arturo Prat N° 483, con mi padre Alberto, el “Tosta’o”, y mi madre, Eliana Montoya. Somos cinco hermanos: María Eugenia; Luís Alberto; quien escribe, el “Beto”; Eliana Isabel; el “Tosta’o”, Manuel; y Rosella. Los únicos Montenegros que quedan en mi barrio están en la calle Perú. El tío Alfonso trabajó en el Ferrocarril Trasandino y fue un gran tenista, administró por varios años el Club de Tenis Centenario junto a su señora Teresa. Entre sus hijos se encuentra la famosa “Chuma”, el “Sunco”, Alfonso “Chorín”, el Pedro, el Diego y la Elia (la Mona) que actualmente vive con él. Por esos años, nuestra abuela María vendía mote con huesillos. Para ello, nosotros -sus nietos- éramos los encargados de ir a buscar ceniza en carretones a la amasandería de los Olivares, ubicada en avenida Chile, la cual a la fecha se encuentra abierta pero con otros dueños, o a la amasandería de Tamaya en la misma calle, que hoy ya no funciona. En los años de nuestra niñez, la calle Arturo Prat era de tierra y frente a nuestra casa, donde hoy se encuentra la Población Vía Libre, estaban los corrales de don Humberto Casarino, quien vivía al frente de la plaza de Centenario donde hoy se encuentra el Colegio Casarino. Este señor criaba animales y ordeñaba vacas en ese lugar, a donde llegaba en un carruaje muy distinguido para supervisar el trabajo y ver sus animales. 38 Con relación a los negocios emblemáticos de nuestro barrio, estaba el negocio de frutas y verduras de don Juanito Suazo, personaje muy querido en Centenario, ubicado en la esquina de la plaza, en avenida Chile con Uruguay. El local era atendido por él y sus hijos Juan y Beto, este último siguió los pasos de su padre y mantiene un negocio en la esquina de Freire con Rancagua. También en la esquina de la plaza se encontraba la fuente de soda de don Panchito, que hasta hace poco estaba activa atendida por su hijo Pancho (hoy existe un negocio de pizzas). En esos tiempos era un lugar de encuentro de los jóvenes donde había tacatacas y otros juegos, donde pasábamos y nos entreteníamos. El almacén de los Tacchini era atendido por su padre e hijos, Alfredo y Julio. Estaba ubicado en la plaza de Centenario donde se mantiene, pero girando al negocio de botillería, siendo atendido por la familia de Julio Tacchini. Recuerdo este negocio porque se juntaban los famosos “Carloto”, grupo de lolos, en su mayoría jugadores de Valentín Pardo y entre ellos nuestro tío Guillermo “Pechobuque”, quien actualmente vive en la Población “El Pimiento” en San Vicente. Los Carloto se caracterizaban porque se reunían afuera del negocio de los Tacchini y el que pasaba por ahí debía soportar una seguidilla de pesadas bromas que hacían. Nosotros pasamos a diario, pero nos salvábamos de las jugarretas, por ser sobrinos del tío Guillermo. También había un negocio pequeño, ubicado en Avenida Chile, entre las calles Bolivia y Perú, donde actualmente se ubica un templo. Este negocio en la época era atendido por una muy simpática abuelita conocida como la “Pochita”. Uno de los lugares de entretención más emblemáticos para los centenarinos era el Centro Pro Adelanto el que a la fecha sigue funcionando. Ahí se celebraban diferentes acontecimientos y encuentros sociales y familiares, era muy agradable y generó muchos recuerdos. También recuerdo que en Centenario existían varios clubes de fútbol. Pero los más destacados eran Valentín Pardo y Huracán. Cuando estos clubes jugaban entre sí era un verdadero clásico. En el 39 Valentín Pardo, donde se identificaban los Tacchini (Alfredo y Julio) jugaba sólo un Montenegro de nuestra familia, Guillermo “Pechobuque”, y por Huracán la gran mayoría éramos Montenegro, debido a que uno de los creadores del Club fue nuestro abuelo Armando. Cuando comenzó a jugarse el campeonato de los Barrios en el Estadio de Centenario, que era de tierra, llegaban a ver los partidos una cantidad impresionante de gente, los fines de semana y especialmente el domingo a mediodía. La gente sentada en el suelo debajo de los árboles para ver a los clubes participantes tanto de Los Andes como de las comunas aledañas. Se presentaban verdaderas selecciones, daba gusto ver la calidad de jugadores que llegaban a participar. Me voy a detener a hablar de dos jugadores para mí extraordinarios, jugaban por San Carlos de Calle Larga, no sé sus nombres, pero le decían “los mellizos”, uno jugaba de 9, delantero, y el otro de central, de 3. Podría hablar de muchos otros pero para mí estos eran muy buenos. Al lado del Estadio estaba una cancha de baby fútbol bien deteriorada, donde se encuentra ahora el Gimnasio Centenario. En ese recinto se jugaban grandes campeonatos, con grandes figuras del fútbol local. Los partidos se jugaban en las noches, dando vida a una gran entretención para los centenarinos. Tengo tantos recuerdos maravillosos de mi juventud. Con mis amigos teníamos un grupo juvenil en la parroquia de Fátima. Para nuestras vacaciones nos juntábamos en la plaza y nos divertíamos sanamente, el Ticacho, el Patito Ponce, el Pulga, el Marcelo (un primo de Valparaíso), los hermanos Calderón que vivían frente a la parroquia y su hermana la Gina, la Chica Yaco, la Roxana, la Marlene, una amiga que era de Santiago la Paty, la Sonia y su hermana que no recuerdo su nombre de la población Gabriela Mistral y muchos otros. Éramos jóvenes muy sanos, nuestro único objetivo era divertirnos y pasarla bien. 40 Yo viví en Centenario Aníbal López Saavedra Mi familia llegó a radicarse al glorioso barrio Centenario a principio de los años 60. Mi padre, José López, era taxista y sus pasajeros eran principalmente del sector, y mi madre, Raquel Saavedra, era una dueña de casa que muy pronto se hizo fiel devota de la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima. Eran tiempos del Párroco Rvdo. Padre Raúl García. Mi primer domicilio estuvo en Brasil N° 629, casi al final de la calle. Recuerdo que al llegar a ese barrio, nuevo para mí, lo primero que hice fue recorrer sus calles y me llamó la atención que todas tenían nombres de países americanos. Noté que se trataba de una vecindad cuyas casas eran algo homogéneas, de construcciones antiguas, pero donde se respiraba paz y armonía. Allí hicimos buena amistad con el mecánico automotriz, maestro Armando Ávila y su familia, que vivían en Brasil 602; con el Sr. Carreño, en el sitio donde se guardaban los tradicionales coches Victoria (Brasil 606) y también con la familia Canales y sus hijos, Armando y el actual abogado Octavio Canales, que eran de Brasil 656. Al poco tiempo nos mudamos a la calle Paraguay N° 275 y posteriormente, en la misma calle Paraguay, al N° 351. Nuevos vecinos, nuevos entrañables amigos. Allí, en la casa de al lado, vivía el conocido centenarino Rolando González (Paraguay 357). Otros vecinos fueron las familias Villarroel-Ramírez (Paraguay 350), NúñezAyala (Paraguay 360), Álvarez-Gamboa y su hijo Eber (Arturo Prat 380), Falconi-Guzmán (Población Arturo Prat 5), RodríguezCacciuttolo (Chile 270), Avallay-Correa (Perú 246). En forma especial, recuerdo a don Fidel Flores y su esposa, la Sra. Hilda Vargas, inolvidables profesores y sus hijos Alex y Miriam (Chile 243). Por supuesto que no olvido los negocios donde frecuentaba comprar: la carnicería de don Ramón Orellana (Argentina esq. Guayanas) y sus hijos Elena, Luis y Jorge; el almacén de don Alfredo 41 Tacchini y su hijo Julio y la fuente de soda Rapa Nui, ambas frente a la Plaza. Muchos escapan a mi memoria, no así, el distinguido Regidor por Los Andes, don Humberto Casarino, donde está el Colegio que lleva su nombre (Chile esq. Uruguay). Y, en el centro de todo este entorno, la Plaza Arturo Prat, hermosa y acogedora, la que fue testigo de mis aspiraciones e inquietudes juveniles. En ese entonces, mis sueños eran titularme de Profesor, formar una familia y sentirme realizado. Así, en la apacible vida de Centenario vivía yo. Llegó el año 1973 y con él, los acontecimientos que todos conocemos. Un anochecer, en pleno toque de queda, decidí salir a recrearme y encaminé mis pasos hacia la plaza. Yo era un veinteañero, pleno de vigor y osadía, y en ese momento, me dije: “qué me va a pasar? si no estoy haciendo nada malo”. Pues bien, sólo alcancé a llegar a ella, cuando aparece una patrulla de Carabineros. Se detiene frente a mí y me abordan, y luego de un corto y preciso interrogatorio, la orden fue: “O te vas ya a tu casa o te vas arriba de la patrulla”. Obviamente, temeroso, escogí irme y la patrulla se alejó. Pero, en seguida, me dije porfiadamente: “Igual me quedo aquí” y me senté en un escaño de mi querida placita. Para mi desventura, a los pocos minutos diviso que se acerca un camión del Ejército con sus efectivos armados. Ahora sentí pánico y sólo atiné a saltar detrás del escaño para esconderme… y el camión pasó… ¡Me salvé! El problema fue que ese día habían regado copiosamente los jardines y yo caí, precisamente, en una poza de agua y barro. Después de tener que mantenerme en el charco por un rato, me enderecé chorreando, empapado y me fui a la casa, prometiéndome nunca más volver a dármelas de valiente y atrevido. Han pasado raudos los años y ahora vivo en otro sector de la ciudad y con 75 años, puedo decir que todo lo que me propuse en aquella plaza lo logré: fui Profesor en la Escuela Industrial Superior de San Felipe y en el Instituto Comercial de Los Andes, y con mi esposa Rosa Guerra tenemos 4 hijos: Tania, Katia, Jorge y Nadia, todos ellos profesionales. ¿Qué más puedo pedir? 42 Los abuelos de Arturo Prat 342 Evelyn Covarrubias Vera En 1958 llegaron a vivir a Centenario, a la calle Perú, Juan Ramón Esteban Covarrubias Henríquez y Ercilia del Tránsito Guerra Reyes o “Chelita” como algunos le decían. Llegaron con cuatro hijos: Nancy, Juan, Mirtha y Luis. Ahí después nació Patricio. Al tiempo, se trasladaron a Arturo Prat 342, donde nació Cesar y Mitzy. Comienzo así esta historia, porque debo decirlo, es una historia familiar, aunque algo pequeña y con algunas partes algo desconocidas para mí, porque por mucho tiempo no estuve presente en la familia, más bien no la conocía. Pero a pesar de todo, no deja de ser importante porque Juan y Chelita son mis abuelos paternos, padres de mi padre, Juan, el segundo de los hijos. Mi madre, mi hermana y yo vivíamos con nuestros abuelos maternos al otro extremo de la ciudad, y a mi padre lo veíamos sólo los fines de semana. Y no fue hasta los doce años más menos que con mi hermana, dos años menor que yo, tuvimos la dicha de conocer a los abuelos paternos. Nunca los habíamos visto hasta entonces. Los padres de nuestro papá, nuestros abuelos, quisieron conocernos. Mientras esperábamos con ansias el día del encuentro, teníamos curiosidad por conocer y saber en dónde quedaba su casa y así también el renombrado barrio de Centenario. Nunca me olvidaré de ese día. Nos recibieron en su casa un sábado. Llegando, nos dieron un jugo de fruta hecho por la abuela. El almuerzo fue una cazuela de ave, servida en esos típicos platos de loza con diseños antiguos, ensaladas, unos vasos de caña con diseños amarillos. Tampoco me podré olvidar de lo que hablamos ese día. De cómo era vivir en ese barrio, por ejemplo, lo grato de habitar y pasear por el lugar, ya que los vecinos eran muy amistosos, siempre se saludaban, conversaban y hacían vida social en la calle. Fue un día 43 muy bonito, bien atendido por los abuelos. Recuerdo haber vuelto en otras oportunidades. Cuando la conocí, la abuela Ercilia me dijo que le llamara “Chelita”, aunque ya lo sabía, porque mi padre nos lo había dicho antes. Pero, por respeto, esperé a que ella me lo dijera. Ella nació el 1 de diciembre de 1925, una dueña de casa muy trabajadora y atenta con quien llegara a casa, lo que intuí desde que la conocí, porque nos atendió de una manera muy cariñosa. Se levantaba muy temprano a barrer la calle, una de las primeras actividades matutinas que se hacía en aquellos tiempos, usando la escoba de curagüilla. Como buena vecina, barría las otras casas, dejando con asombro a sus vecinas o a quien pasara por el lugar, una característica muy particular de la abuela que incluso recordó el cura en su velorio. Falleció en su casa el 1 de agosto del 2003. El abuelo Juan Covarrubias nació el 25 de octubre de 1921. Su aspecto siempre fue muy serio y estricto, pero también muy responsable en su trabajo en el Ferrocarril Trasandino y con las labores en casa. Le gustaba mucho cuidar de las plantas. También le gustaba mucho el vino, sobre todo los fines de semana dice la tía Mirtha. Cuando lo vi por primera vez en aquella visita, en todo momento fue muy serio, pero también muy amable. Recuerdo como anécdota que mi hermana en esa oportunidad me dijo “tú eres tan seria como él”, lo que con el tiempo se fue confirmando, no solo en lo seria, que puedo ser, sino en el carácter fuerte. Es increíble como algunos rasgos personales se pueden traspasarse de una generación a otra. El abuelo falleció en la casa de toda su vida, el 28 de mayo del 2012. Mis abuelos tenían como vecinos y buenos amigos a don Alfonso Calderón y María Berríos, yuntas de “carrete” dice la tía Mirtha, tía con quien me reencontré hace dos años en el Colegio Santa Clara, también del barrio, porque una de sus nietas es compañera con uno de mis hijos. Y precisamente es ella, la tía Mirtha quien me cuenta que en esa casa de Arturo Prat 342 celebraron las bodas de oro de los abuelos. Fue un día de primavera, en noviembre, con un cura, con anillos, incluso una torta de pisos, una gran fiesta. Dicen que el abuelo Juan estaba muy emocionado. 44 Al seguir averiguando sobre la historia familiar, supe, como era de esperar en esos tiempos, que con una mirada que daba el padre a los hijos, estos quedaban de una pieza, quietos, sin ganas de contradecirlo. Eso hacía el abuelo Juan con sus hijos, lo que infundía respeto y obediencia. Decían que mi padre era muy callado y peleador con sus hermanos, era muy enojón, igual que el abuelo Juan. No le gustaba estudiar, se arrancaba del colegio. Mientras estudiaba la enseñanza media trabajaba en un taller mecánico “Donde Ávila”, que aún existe, ubicado en la calle Brasil casi al llegar a Arturo Prat. En ese taller aprendió desabolladura y pintura automotriz, oficio en el cual trabaja hasta la actualidad. Los abuelos Juan y Ercilia dieron vida a una familia de 7 hijos, 21 nietos, 29 bisnietos y contando. Criaron, formaron, entregaron valores a sus hijos, quienes, con el tiempo fueron dejando su casa, para formar sus propias familias. Sus hijos se llevaron un modo de vida y la importancia del trato que se debe tener con las demás personas. Quedaron sólo con la menor de las hijas en su casa. Como pasa con el tiempo, los abuelos enfermaron, sus hijos e hijas comenzaron a hacer turnos para cuidar a sus padres, devolviendo el cariño y los cuidados que sus padres entregaron a cada uno de ellos. Después, con la partida de los abuelos, la casa de Arturo Prat 342 se vendió, y con ella se fue parte de mi historia, aunque los recuerdos de aquella primera visita se quedaron en mí. Aún están vivos, y como que siento los sabores y olores de aquellas preparaciones de la abuela Chelita. 45 46 Recuerdos de Infancia y Juventud 47 48 Parte de mi infancia en Centenario Sonia Heine Clarke Nací el 26 de abril de 1948. Llegamos a Centenario junto a mis padres ya que mi mamá era Casarino. Frente a la Plaza, al costado de donde está el Colegio, por calle Uruguay, había una casita que era del tío Humberto Casarino, dueño de varios terrenos y casas del barrio. Ahí nos fuimos a vivir. En mi primer año de vida tuve algunos problemas debido a la enfermedad del “polio”, debiendo volver a practicar todo lo aprendido hasta esa edad, como caminar. Cuando crecí, no pude estudiar en el barrio, ya que en ese tiempo no existían escuela para mujeres ahí. Yo iba al colegio y cuando volvía, salía altiro con mis amigos y amigas. Éramos muy sueltos nosotros, andábamos afuera de la casa casi todo el día. Nos llamaban para comer y no nos gustaba volver, porque estábamos reunidos con todos los primos y amigos en la placita. Teníamos la plaza a nuestra disposición. Me gustaba salir a jugar mucho, incluso una vez, cuando nos subíamos por el respaldo de los escaños de madera de la plaza, haciendo equilibrio, me caí y me quebré el pie. Me pasaba cada cosa. Tuve una madrina que nunca tuvo hijos. Tenía una muy buena situación económica y nos mandaba regalos muy especiales. Una vez me regaló una pulsera preciosa con unas piedras bellas, era de metal, pero muy fina. Como de costumbre, partí a jugar a la plaza con la pulsera. Con los otros chiquillos se nos ocurrió jugar al tugar tugar, y cuando ya era mi turno de jugar, dejé la pulsera colgadita en la rama de un árbol. En eso de “tugar, tugar, salir a buscar” más de alguien se encontró la pulsera y se la llevó para siempre.  La autora agradece la entrevista y transcripción realizada por Valentina Montenegro Pulgar, que hizo posible este texto. 49 Hice la Primera Comunión cuando tenía 7 años, cuando era párroco el señor García. Era muy entretenido, primero nos preparaban en catecismos y diversas enseñanzas. Después de la misa donde terminábamos la Primera comunión, se hacía un desayuno para los niños que la habían realizado. Era como una fiesta para todos. Después en la tarde se hacía la procesión de la Virgen. En esas procesiones la gente adornaba las calles y sacaban a la Virgen de Nuestra Señora de Fátima, dejándola en una casa por una semana. Después iban, la sacaban, llegaba a la Parroquia para una misa, y luego la volvían a dejar en otra casa. Cada casa preparaba un altar para la virgen, muy lindo, lleno de flores donde la gente iba a rezar en la noche. Todo eso era antes del día ocho de diciembre. En la procesión final, la Virgen era llevada por todo Centenario y en las calles hacían arcos de palmas y flores para que pasara, y por ahí también pasábamos los niños que hacíamos la Primera Comunión. Cuando era chica empezaron a pavimentar las calles y vivíamos a media cuadra de la Plaza de Centenario. Recuerdo que entre los vecinos crearon varios clubes de fútbol, así como el Centro Pro Adelanto. Se hacían cosas muy entretenidas, platos únicos y bailes. En la plaza se hacía la fiesta de la Primavera, donde se elegían reinas entre las niñas más lindas del sector. Me fascinaba cuando venía un tío de Santiago, Atilio Casarino, que era médico radiólogo, y le gustaba mucho hacer cosas eléctricas. Para esas fiestas, él traía varias luces de colores con las que iluminaban la plaza. Para los bailes finales, contrataban orquestas muy buenas, como la Huambaly, banda estrella de ese tiempo. Estuvimos varios años en Centenario, hasta que mi papá obtuvo una casa en la Población Las Palmas. Nos cambiamos hacia allá el año 1958. Pero mantuvimos la relación con el barrio, ya que pasábamos harto donde la abuela. Ahí nos juntábamos todos los primos chicos, todos se querían quedar con ella, nadie quería volver a sus casas. Era super entretenido, porque mi abuela era muy cariñosa y le encantaba consentirnos y hacernos cosas ricas. 50 En esas mismas andanzas centenarinas, tenía una prima de mi edad. Éramos como hermanas, andábamos pegadas para todos lados. Y muchas veces inventando tonteras. Una vez nos pasó algo muy divertido. Como siempre andábamos juntas, si a alguna nos gustaba un chiquillo, nos tenía que gustar a las dos. Si a una ya no le gustaba, a la otra tampoco. El primer día del 18 de septiembre, mi prima andaba con un gran dolor de muela, y en esa tarde ya nos veníamos de vuelta a la casa. Pero antes de llegar, vimos que en la plaza de Centenario había música y fiesta. Fuimos allá y ahí estaba el chiquillo que nos gustaba a las dos, divirtiéndose con unos amigos. Él era un poquito más grande que nosotras. Para atraer su atención, empezamos a molestar al hermano más chico. Nos compramos unas pelotas llenas de aserrín con un elástico, con la que le pegábamos en la cabeza. Fue tanto el asedio, que el hermano grande se enojó con nosotras y nos empezó a perseguir para pegarnos. Arrancamos para el frente, para tratar de meternos a la casa del tío. Pero llegamos ahí y la puerta estaba cerrada. Nos pilló y nos tiró unos buenos combos. Yo tenía experiencia en eso de las peleas, porque peleaba con los amigos de mi hermano, que era medio tranquilo y llorón, y debía defenderlo. Así que, a mí, el niño no me pegó, pero sí a mi prima, a quien con el golpe que recibió se le quitó altiro el dolor de muela. Después me fui a estudiar al Liceo Max Salas. Yo iba desde la plaza hasta el Liceo, en Chacabuco. Todos los días hacia este viaje con mi prima, que vivía a la mitad del camino entre mi casa y el Liceo. No había ni buses ni una cosa, había que caminar nomás. Nos decían que teníamos que venirnos de la mano porque éramos chicas. Por la ancha vereda de la calle, corría una acequia con agua que la gente ocupaba para regar las calles que no estaban pavimentadas. Para entretenernos, nos veníamos saltando la acequia, de allá para acá y viceversa. Como andábamos con una soga cortita con que saltábamos, se nos ocurrió la tontera de amarrarnos del cuello. Las dos íbamos por la orilla de la acequia. Cuando salté para el otro lado, mi prima no alcanzó, cayendo adentro de la acequia. Llegamos todas mojadas. 51 Caminando por la infancia entre pichangas, ramadas y la plaza Valentina Gutiérrez Manríquez Nacido y criado en Centenario en los años 50, Sergio -aunque ya no vive ahí- recuerda claramente varios pasajes de su infancia y juventud. Del barrio proviene toda su familia paterna, bisabuelos, abuelos, padres, tíos, etc. Su núcleo familiar estaba compuesto por sus padres, dos hermanas y él. Vivieron toda la niñez y adolescencia ahí. Don Sergio se recuerda que los fundadores y precursores del barrio siempre se esforzaron para que Centenario incorporara y adaptara los avances de la época. Todos se apoyaban ante cualquier emergencia, siendo comunes las ollas solidarias en tiempos de conflictos sindicales. Las personas cooperaban para construir las viviendas con madera, tejas y adobe, que soportaron muchos terremotos y temporales en invierno. En aquellos rincones domésticos vive buena parte de sus memorias, los secretos, el sufrimiento y la pobreza digna de aquellos antiguos vecinos. En la memoria de Sergio aún están presente los juegos y costumbres de barrio que dejaban en evidencia la antigua mentalidad y recursos de la época, la solidaridad, la humildad, en una convivencia en que todos se sentían parte de una familia. Varios de los recuerdos de la niñez de muchos centenarinos son aquellos vinculados a las calles de tierra y piedra que imposibilitaban un andar tranquilo, con Carabineros a caballo custodiando la tranquilidad que ellos a veces rompían al jugar.  La autora del relato agradece la información entregada por Sergio Montenegro Palma. 52 Las pichangas en la calle era uno de los pasatiempos más usuales y añorados por los niños. Ellos mismos regaban las calles con el agua de las acequias de los costados, ya que así atenuaban el calor abrumante y tórrido de unos veranos que no daban tregua. Pero también para estabilizar la superficie y generar una buena cancha. En ocasiones llegaban a marcarlas con cenizas que pedían en las panaderías cercanas. La famosa cancha infantil ocupaba toda una cuadra de la calle Brasil, entre Uruguay y Paraguay, de extremo a extremo, así generaban una buena explanada para que jugaran los 15, a veces más, jugadores por equipo. A veces llegaban niños de otras calles, de Ecuador, Av. Chile, República Argentina, ocasión que daba la posibilidad de armar entretenidos y disputados campeonatos. Los gritos de la niñez quedaron remarcados en las memorias de los que hacían aquellas sendas pichangas, donde la emoción no era ser mejor que el otro, si no que mientras más jugadores fueran, más tiempo debían pelotear. Jugaban en todas las épocas del año. Pero eran especiales los encuentros del verano y la primavera. Cuando estudiaban, llegaban a jugar luego de la escuela, de donde venían con más ganas de compartir y de dejar para después las tareas a realizar. Salían descalzos a la calle, sacándose esos tediosos y calurosos zapatos de goma. Era muy común que los niños salieran a jugar a la calle con pelotas de goma, de plástico o de trapo, hechas con las medias de las mamás. En esos años, no había juguetes para la gran mayoría, por su alto valor. Por lo mismo, las pelotas de goma eran muy apreciadas y cuidadas. Era un sufrimiento que se pasaran a la casa de los vecinos que eran pesados y no las devolvían. Con la adrenalina de los partidos, con el calor y el griterío que formaban para hacer goles, a veces quebraban sin querer los vidrios de las casas aledañas, produciendo el disgusto de algunos propietarios. Esos vecinos enojones eran quienes llamaban a Carabineros para que espantaran la gran multitud de niños que había en la calle, con el argumento que rompían vidrios de ventanas y puertas y se terminara la gritadera que tenían. Pero la necesidad de jugar era más grande, por lo que, luego de correr a sus casas y 53 resguardarse un rato, volvían a la diversión de poder jugar con los amigos y ganar el famoso partido que habían comenzado. Esos mismos niños eran los que esperaban a que pasaran las vacas para correr tras ellas, con su vasito para tomar leche recién salida de la ubre de la vaca, calentita y espesa, que les regalaban los lecheros. Esa era la única razón para despertar temprano, sin conocimiento de las enfermedades a las que se podían enfrentar. Centenario era en esa época más bien semirural, ya que no estaba completamente poblado. Era un pequeño conjunto de casas, con potreros tanto en el interior, como en los alrededores. Muchos de ellos, tenían como su dueño a Humberto Casarino Candia, quien también era propietario de las vacas en las que los niños tomaban leche. En el potrero que quedaba donde estaba la cancha Maracaná o campo de marte, al sur de la calle Arturo Prat frente a República Argentina, se realizaban las celebraciones del 18 de septiembre. Todos iban a celebrar con gran entusiasmo y fulgor, todos compartían con todos, comían y bebían de variados manjares y brebajes, hacían los asados ahí mismo, con mucha carne para comer y disfrutar. En ese lugar se ponían alrededor de veinte ramadas que ofrecían baile, comidas, bebidas y diversión a las distintas familias. De la mano de la cueca chilena y de sus buenas payas se unía el barrio a tomar una rica chicha en cacho, las humaredas de asados y cocinerías, de la alegría de niños corriendo y elevando volantines, los adultos conversando, riendo y bailando. En la plaza de Centenario, actualmente llamada plaza Arturo Prat, anteriormente Valentín Pardo en honor al comerciante que donó los terrenos para su construcción y el de la Parroquia de Fátima, se juntaban varios grupos, destacando uno. Este era el de los famosos Carloto, constituido en su mayoría por jóvenes que se juntaban en la esquina de los Tacchini. Estos jóvenes siempre hacían jugarretas con los transeúntes que pasaban por el barrio, así como salían en “patota” al centro de Los 54 Andes, donde las bromas que hacían terminaban en varios casos en peleas entre ellos y los de las Poblaciones del Río, jóvenes que venían de los campamentos de la rivera del Aconcagua. Eran unas peleas enormes y todo era muy escandaloso. Los contendientes sentían que estaban en una guerra, pegándose a mano limpia. Los Carloto siempre tenían una constante rivalidad con los de otras poblaciones. Cuando ello sucedía en Centenario, algunos vecinos llamaban a Carabineros por temor a que su vivienda o ellos sufrieran las consecuencias de los golpes y piedras que volaban. En algunas ocasiones esto fue peor, ya que estos grupos eran bastantes pendencieros y, mientras unos arrancaban por los potreros y calles del sector, otros sin más se enfrentaban y daban pelea a los efectivos. En ese momento las riñas se hacían aún más grandes. Todo esto fue parte de la vida social de Centenario. La diversidad de los eventos y actividades sociales que ocurrían ahí, fueron forjando la identidad de aquel querido barrio, y son hoy parte de la memoria colectiva que dibuja cierta mirada de los adultos y adultos mayores sobre aquel pasado. 55 Temporada de frutillas. A cosechar Augusto Núñez El grupo que teníamos en este barrio tenía integrantes de todas las edades y era habitual vernos diariamente para jugar o conversar, sobre todo en época de verano y más aún cuando ya salíamos de vacaciones de fin de año. Pero también estaba la posibilidad de trabajar en labores del campo dado que estaban en curso las cosechas o el recoger las frutas de la estación veraniega que se producían en el valle del Aconcagua, básicamente duraznos en sus diversos tipos, ciruelas, frutillas. Para nosotros, que éramos estudiantes, estaba la posibilidad de obtener algo de dinero para darnos gustos que no eran los habituales: helados, bebida y más de alguno para aportar en casa. En una de esas tardes, en la conversa del grupo estaba el que respondía al sobrenombre de “Huaso”. Este niño de unos 10 ó 12 años se metía en todos los grupos aunque fuese sólo de “mayores de la cuadra” (llámese de 16 a 20 años). En esa época, estar en la adolescencia no era menor, ya que se podía acceder con más facilidad a los permisos, participar en las conversaciones que el grupo del barrio tenía en temas serios como… discutir de fútbol o pedirle a los papás dejar de usar el pantalón corto de niño. La conversación que se estaba llevando a cabo en ese momento era para aclarar los detalles de quienes iban “o tenían permiso de los papás” para ir a trabajar en los campos cercanos de la ciudad de Los Andes en la “cosecha de frutillas”, definir la logística de traslado, qué había que llevar y quién iba a comandar el grupo. Vaya qué responsabilidad. El “Huaso” obviamente quería participar y lo único que decía era “yo quiero ir, yo quiero ir”. El no participar lo dejaba prácticamente solo en la cuadra durante toda la tarde, porque el resto 56 del grupo estaba ya con permiso. Fue tanto lo que insistió que de repente, y en forma seria, uno de los mayores dijo: “De acuerdo, vas a ir, pero tienes que conseguir algunas cosas para que puedas cosechar frutillas; de lo contrario, no podrías trabajar”. Ya!!!! y ¿qué tengo que llevar? respondió entusiasmado el Huaso. Bueno, le contestaron, cada uno tiene que llevar una escalera y un paltero (que era una caña larga de cañaveral o de bambú, en cuyo extremo se ponía un alambre con una bolsa para descolgar y atrapar paltas). Nos juntaremos aquí mismo a las tres de esta tarde. No falles. Teniendo claro que era una broma blanca, el resto del grupo, sorprendidos que el Huaso con su interés de participar no sospechara en ningún momento que lo estaban engañando, guardó un conspirador silencio al ver que el niño partía raudo a conseguirse no sólo el permiso familiar sino que además los dos elementos claves que le permitirían ser parte del grupo de grandes que iban a… ¡¡¡cosechar frutillas!!! ¿Qué pasó a las tres de la tarde en la cuadra donde vivíamos, calle Brasil entre la calle Paraguay y Arturo Prat? Pues que el “Huaso”, fiel a su compromiso, estaba presente y acompañado de una larga escalera, un muy buen paltero y de su parte agregó una gorra para protegerse del sol y con ello poder participar en la comitiva de los “grandes de la cuadra” que irían a cosechar las famosas frutillas. Pues les dejo a la imaginación, las reacciones que tuvieron esos “grandes del grupo” pero el Huaso logró lo que quería: formar parte de la comitiva. 57 Las tristezas y alegría de un niño Constanza Irarrázabal Un hombre que al momento de nacer respiró el aire del barrio Centenario. Sin duda el nacimiento de una persona es una de las cosas más importante en la vida familiar, pero prácticamente no le damos importancia al lugar donde nacemos debido a que actualmente todos lo hacemos en hospitales. Pero Héctor Donoso Romero nació en su misma casa de Centenario, lugar en el que vivió hasta los 18 años (y en la que vive actualmente). Nada es fácil en la vida. Existen piedras en el camino que nos hacen tropezar y pasar por momentos tristes. La familia de Héctor llegó el año 1950 a esa vivienda de Avenida Chile 373. Estaba compuesta por su madre, su padre, su hermana, su hermano y él. Su madre era dueña de casa y su padre, quien partió siendo auxiliar, luego ascendió a maquinista y finalmente 5 años antes de jubilar terminó siendo Jefe de casa, trabajó siempre en la Empresa de Ferrocarriles. Lamentablemente, la familia sufrió el fallecimiento de la madre, cuando Héctor solo tenía 14 años, haciendo que su hermana asumiera las labores domésticas, atendiéndolo a él, su hermano y su padre. Sus recuerdos del barrio son principalmente de la niñez, donde todo era inocencia, juegos y estudio. Héctor comenzó sus estudios en el colegio Santa Clara, atendido por las monjitas franciscanas. Un colegio que llegaba desde la esquina Brasil hasta Chacay, pero que en esa época tenía solamente 5 o 6 salas. Luego de terminar sus estudios ahí, siguió en el Liceo Maximiliano Salas Marchan.  La autora del relato agradece la información entregada por Héctor Donoso. 58 Sin duda una etapa escolar deja muchas cosas y en esas cosas hay recuerdos. Perteneció a grupos folclóricos, donde se practicaban una serie de bailes típicos chilenos. Una de las experiencias que nunca podrá olvidar es que con algunos chicos de su edad, además de ser vecinos, fueron compañeros de curso o de generación, encontrándose en los pasillos del Liceo, saludándose y bromeando. Recuerda que salían todos juntos, tocando el timbre y la puerta de cada uno, formando un grupo de entre seis u ocho vecinos de Centenario, compañías de camino al Liceo que estrecharon lazos y los hizo prácticamente una familia. Llegaban a sus casas y todos los padres en ese entonces, mandaban que sus hijos almorzaran e hicieran sus tareas de inmediato. Los niños las hacían felices con tal de poder salir más tarde a jugar una pichanga con sus vecinos, en el patio o en las calles del barrio. Se los veía jugar a eso de las 5 o 6 de la tarde, en una época en que casi no había automóviles transitando por las calles, pero sí lo hacían los coches Victoria, que para ellos eran menos peligrosos. Las pichangas tenían su organización bien establecida. Quizás más de un vecino vio a un montón de niños haciendo dos grupos para comenzar un partido, cuyos capitanes eran los encargados de elegir quién iba a estar en su equipo. Sin duda más de un niño se hizo un raspón en las rodillas o gritaron victoria por sus goles. Después de un día lleno de juegos, risas, estudio, llegaban a sus casas y se acostaban a dormir. Quizás algún vecino aún recuerda a Manolo, Mauricio, Gonzalo o Héctor, corriendo por las calles de Centenario detrás de una pelota. Vital en una familia es la unión y los vecinos que se veían todos los días, que pasaban festividades juntos, que sabían todos sus problemas y que se apoyan firmemente, se convirtieron en una. La gente sentada en las calles, saludando a los vecinos que pasaban, parándose a conversar, en fin, se conocían como si fueran una familia. En las festividades, todos estaban unidos; en los años nuevos los vecinos después de las 00:00, se daban su saludo, hacían un brindis e inmediatamente iban casa por casa para darse el abrazo, llenos risas y deseos de mejor año nuevo que pasarían juntos como vecinos. Eso era así todos los años, un año una familia se iba para una casa a 59 saludar, y al otro año le tocaba a la otra familia pasar a saludarlos. La familia de Héctor hacía esto con los vecinos del frente, los Olmos, luego seguían a la casa de la familia López, posteriormente donde Vargas, también por la casa de la familia Rives, llenándose de abrazos y buenos deseos. Hasta hace unos 15 años atrás aún se veía a las familias saludándose en año nuevo, casa por casa. De las tradiciones más bonitas, y que siguen poblando los recuerdos, por lo que implicaba en calles llenas de vecinos alegres y frenéticos, era la Fiesta de primavera de Centenario. Año a año se podía observar el cierre de la plaza, la elección de la Reina, los bailes y el gozar de la música de la época, que se ponía desde la casa de don Humberto Casarino, con un parlante amarrado a los postes. Este vecino daba alegría musical a las calles de la plaza, un día malo se podía arreglar fácilmente con las canciones que ponía don Humberto. Debido a esto, muchas de ellas les recuerdan momentos en aquella plaza, cosas que quizás uno no se acordaría, pero con el sonar de la música, pueden revivir emociones e imágenes del pasado. Héctor fue un gran estudiante, lo que le permitió seguir estudiando en Santiago. Hizo su práctica en Fanaloza, empresa que ya no existe. Estando como alumno en práctica, lo mandaron a la planta de Penco, a realizar evaluaciones de cargos. Era la primera vez que viajaba fuera de Santiago. Tomó el tren nocturno con destino a Concepción, y estuvo una semana trabajando ahí. En esa planta conoció a su esposa, que trabajaba en dicha empresa. Gracias a su destacado desempeño fue contratado, estando aún en su práctica. Con aquella joven penquista se casaron al cabo de un tiempo y conformaron una familia de tres niños (todos hoy profesionales). Y así es como se fue de Centenario. Le quedaron recuerdos hermosos, festividades en unión, recuerdos de niños y adolescentes, recuerdos de las calles, recuerdo de las casas, de las familias, de las actividades y sobre todo de momentos felices vividos en el barrio. Donde se comenzó la vida, donde se vio el cambio de las calles, donde se pudo ver a dos chiquillos atrás de los tubos, escondidos, dándose besitos en la calle Bolivia. Lugar donde se vio a niños jugando, madres 60 conversando, grupo de chiquillos de ida o vuelta al Liceo, ver pasar temprano por la mañana y tarde en la noche a los coches Victoria, todo esto rodeado por unas casas coloniales grandes y apiñadas, donde hay naturaleza y un sinfín de árboles, donde se vio a la junta de vecinos pasar, casa por casa, encuestando a niños, planeando actividades, haciendo proyectos y dejando los pies por el barrio. Don Héctor el año 2018 volvió a su antigua casa de Avenida Chile, donde vive hasta hoy. Es un claro ejemplo que se puede dejar a Centenario, pero que se vuelve a ese lugar donde se fue feliz, a la casa donde nació, donde dio sus primeros pasos, donde pasó miedos, donde jugó con sus amigos, donde creció con su familia y su comunidad. 61 Osos polares y comparsas comercialinas por el barrio Augusto Núñez En el mes de mayo, como parte de las actividades para celebrar el aniversario de su fundación, hasta hace unos años atrás el Instituto Comercial de Los Andes llevaba a cabo un corso alegórico en la Plaza de Armas, momento en que cada curso se presentaba con un carro o bien, con una comparsa a pie. Por ello, desde marzo, antes el inicio del año escolar, cada curso comenzaba los preparativos para tal magno evento y así ser el ganador de la jornada. El año 1968 quienes conformábamos el 5to año del Instituto, año académico en que optábamos por nuestra especialidad profesional (contador, secretariado o agente de venta), decidimos disfrazarnos de… “Osos Polares”. Este curso, que era mixto, tenía muy buena convivencia y amistad. Todos éramos de distintos barrios de Los Andes, incluso algunos de San Felipe. Todo muy bien para el corso y la comparsa escogida de osos polares, pero ¿de dónde sacábamos el disfraz? Después de varias ideas expuestas, la solución la obtuvimos del profesor Guzmán quien estaba a cargo del ramo de Artes Plásticas. El profe nos hizo en greda el molde de la cabeza de un Oso Polar. Desde este momento entró una frenética actividad a nuestra casa ubicada en la calle Brasil Nº 645, entre las calles Paraguay y Arturo Prat, locura que sólo terminó el día del corso. Mi casa se convirtió en un gran taller de juguetes en donde en un par de semanas varios de los integrantes del curso trabajamos arduamente. Y no sólo de mi curso, ya que, mi hermano y sus compañeros del Primer año medio también la hicieron su base para preparar nada menos que un castillo en el cual estarían todos los representantes del mundo Disney. ¿Por qué todo ello ocurrió en nuestra casa, la llamada “casa de los Núñez”? Básicamente porque era una casa amplia, tipo 62 colonial, con muchas piezas, galería, un gran corredor y un extenso patio, que estaba totalmente cubierto con parras de todo tipo. Al fondo había un gran árbol de negras moras, un ciruelo y dos enormes higueras. Además, mi padre tenía variadas herramientas las cuales nos permitieron “maestrear” la diversidad de cosas que exigía la preparación de los carros y disfraces. Y lo más importante, el apoyo de nuestros padres para que pudiésemos recibir y atender a los compañeros de los dos cursos, además de la paciencia ante el ir y venir de todos nosotros, por casi toda la casa!!!! En base al molde que nos hizo el Profe Guzmán, con papel recortado de periódico y engrudo, fuimos haciendo una a una las más de 30 máscaras que necesitábamos para todos los compañeros del curso. La primera fue directa sobre el molde de greda y dado que desde abril ya no hacía tanto calor, tuvimos que secarla en el horno de la cocina para lograr un resultado rápido. Y así, usando el molde y el horno, logramos tenerlas todas. Mientras tanto, cada compañero de curso, con el apoyo de su madre, pegaron o cosieron tiras de papel blanco previamente ondulado tanto en una camisa como en un pantalón, en lo posible de color blanco. Y así con las máscaras secas, pintadas en blanco, ya dibujados y habilitados en ella los ojos para poder ver, más la camisa y el pantalón con los correspondientes papeles pegados, estábamos listos… salvo un único detalle… ¡¡¡aún no teníamos el carro alegórico!!! Ahí vino una carrera contra el tiempo, porque faltaba poco para el gran día: el viernes de la semana de aniversario, que correspondía la del 11 de mayo de cada año. En esta locura por lograr este nuevo desafío nos conseguimos una rampla agrícola, un tractor y quien lo manejara el día del corso. No me pregunten quién nos hizo este tremendo aporte pues dinero no teníamos. También dimos con dos figuras de oso recortadas en madera que usaba la Conservera Oso para su publicidad (los que salían en las etiquetas de los tarros de conserva). Entre varios obtuvimos madera y cartones para tratar de hacer un gran oso para colocar en la rampla. Pero, en la penúltima noche, después de trabajar varios días lo único que habíamos logrado construir era una gran estructura en madera y cartón que a lo más parecía una tremenda piedra, pero que, de oso, nada tenía. 63 Y aquí vino la salvación colectiva: “¿por qué no la pintamos de color blanco para que sea un témpano y sobre ella colocamos las dos figuras de oso que estaban en madera?”. Listo!!!! Dijimos todos al unísono, carro teníamos!!! Día viernes, día del corso. Tipo 15.00 hrs, llegó la rampa. En el barrio había expectación por todo el movimiento. Los niños de la cuadra se subían al carro, preguntaban por qué, de qué se trataba. Nosotros corriendo entre el carro y el patio de la casa en donde teníamos el famoso “témpano”. Con mucho cuidado lo subimos al carro, colocamos y amarramos sobre éste las figuras de oso y quedó super. Estaba anocheciendo y ahí nos dimos cuenta de que el carro no tenía iluminación. A esas alturas nada podíamos hacer y la decisión fue aprovechar la claridad de nuestros disfraces y los focos de la calle. Listo!!! 19.00 hrs. aprox. Los que estábamos preparando el carro, ya vistiendo nuestros disfraces, nos subimos en él en dirección al colegio. Mi hermano y sus compañeros hicieron lo mismo. Su castillo montado en un enorme camión y con todos ellos disfrazados de cada uno de los personajes de Disney. Ni qué decir como estaban los vecinos y fundamentalmente los niños de la cuadra y otros, que al saber lo que estaba pasando llegaron corriendo para no perderse algo especial y único para el barrio: dos hermosos osos sobre el témpano rodeados de varios osos vivientes que se desplazaban alrededor y un castillo habitado por personajes de historietas que se hacían reales. La alegría de todos era desbordante y contagiosa. Varios de ellos, caminando al lado de ambos carros, nos acompañaron hasta el colegio, donde nos esperaba el resto de los “compañeros –osos”. ¡¡¡Espectacular!!! 19.30 hrs aprox. Todos los carros poblados de una algarabía estudiantil bulliciosa, partimos lentamente el viaje hacia la Plaza de Armas de Los Andes para así iniciar oficialmente a las 20.00 hrs el Gran Corso del aniversario correspondiente al año 1968 como estaba anunciado. 20.00 hrs. La plaza y calles aledañas estaban repletas de personas de todas las edades. Los carros de todos los cursos llenaron las 4 cuadras que la rodean, incluso quedaron algunos que no lograban entrar al sector para que pudiesen participar. A ello había 64 que agregar las comparsas que iban a pie por entremedio de los carros o caminando por los costados. Fue una locura el ambiente que se generó: música, challa, pitos, gritos, baile de las comparsas, participación de la gente a través de sus aplausos, de gritar el nombre del hijo, hermano o nieto que iba en alguno de los carros. La fiesta popular era completa. Si mal no recuerdo estuvimos como una hora y media en dicho lugar y el público no se movía. Finalmente dieron la orden de retirada y así ordenadamente todos subimos por calle O´Higgins hasta nuestro Instituto. Íbamos desbordantes de alegría por los momentos vividos y los objetivos cumplidos pensando además que en la noche del día siguiente todos quienes conformábamos el Instituto Comercial de Los Andes teníamos el Gran Baile de Aniversario. Y nosotros, contentos por el tremendo corso que realizamos como curso, entre ellos por nombrar algunos como la chica Edith, el Vicencio, la Raquel, el chino Ramírez, el chico Mansilla, el Nibaldo, el chico Paiva, el Mesías, la Úrsula, el guatón Ayala, Juanito, la Carmen, Farfán, el flaco Escudero, el Caballería más los que vivíamos en la Población Centenario como el guatón Osses y en particular en el barrio de la calle Brasil de dicha Población como el Gárnica, el Palacios y yo, conocido como el flaco Núñez, todos integrantes de ese inolvidable 5to año de comercio del Instituto. Además estábamos dichosos al enterarnos que nuestro carro de los “Osos Polares” había sido galardonados con el “primer lugar” del Corso por el Aniversario del año 1968. ¡¡¡Casi nada!!! 65 De calles, moros y pasteles Desiree Araya Urtubia Centenario fue el barrio de mi infancia. Grandes cuadras que al caminar me llevan a mi escuela. Salas altas, oscuras. Piso de madera y pupitres desgastados. Cómo olvidar ese patio que nos permitió jugar y ser todos conocidos. Sentir ese aroma rico de la hora del desayuno y el pan de huevo que nos daban las Hermanas Franciscanas de mi Colegio, el Santa Clara. De regreso a nuestra casa, el transitar por la calle Brasil y ver esos árboles frondosos, grandes, que nos brindaban mucha sombra. Era imposible no subirse en ellos o, al menos, hacer el intento. Pero lo más entretenido de todo era que al remecerlos caían moras que disfrutábamos al recoger y comerlas. Podíamos estar horas haciéndolo, era uno de nuestros pasatiempos preferido. Como niños no discerníamos lo que sucedía, sólo era transitar y buscar esos árboles. Dejábamos sucias las veredas, llenas de moras y todos nuestros zapatos pegoteados. Hasta que un día la vecina de una esquina, salió con un balde y nos dejó a todos mojados. Después no sé si era más emocionante comer las moras o esperar que la señora saliera con su balde. El barrio Centenario, disfrutar mi infancia, recorrer esa calles anchas, casi sin vehículos. Jugando tardes enteras a la pelota por la calle Arturo Prat que en aquel tiempo no tenía pavimento, regresando a nuestra casa llenos de polvo. Jugar con los carros de madera con rodamientos deslizándonos por la calle Brasil. Cómo olvidar cuando comenzaba a refrescar, las tardes en que salíamos un grupo de amigos del barrio en nuestras bicicletas. No todos tenían, así que viajábamos de a dos o tres en ellas, recorriendo las diferentes calles de Centenario. Pero lo más emocionante era subir el cerro que está en la calle Perú, detrás de donde actualmente está el Cesfam Centenario, 66 para realizar todo tipo de saltos sin importar la bicicleta que tuviéramos, lo más importante era salir a pasear. El transitar por mi barrio, salir con mi pololo e ir de compras a la emblemática Panadería Centenario. Una vez hicimos un esfuerzo y compramos un rico pastel de selva negra. El tenerlo en mi mano y mirar un rico marrasquino rojo, y al mismo tiempo ver cómo, en ese instante, era arrebatado de mi propia mano por un señor canoso, de jeans y chaqueta azul marina, esas que usan los mecánicos. Era el “loco mezclilla”. ¿Qué podía hacer? sólo observé sus manos temblorosas, y cómo lo saboreaba y disfrutaba al comer. Ese era mi pastel y él me lo arrebató. Tantas cosas pasaron por mi mente, gritar, llorar, pero después pensé “quizás desde cuándo que no come”. Sólo miré a mi pololo y le dije “démosle esa oportunidad, yo sé que en otro momento podemos disfrutar y comer otro”. 67 Juegos y amigos en calle Uruguay Raúl Agüero Ayala Junto a mis padres, mis cuatro hermanos y yo (soy el del medio) llegamos a vivir a Centenario en la década de los 60. Aunque habíamos nacido acá en Los Andes, veníamos de Río Blanco, ya que mi papá era carabinero, jefe del retén en esa localidad precordillerana. Había sido destinado a Los Andes como jefe del Retén de San Rafael, que hoy no existe (está sólo el retén de Curimón). Así se inicia una primera etapa de mis recuerdos en Centenario. Llegamos a la calle Uruguay número 8, casi al llegar a calle Chacay. Era una casa que pertenecía a mis abuelos maternos quienes vivían en Río Blanco. Nunca salieron de allá, pero tenían esta casa para sus hijos. De color celeste, estaba construida en adobe, no tenía antejardín, sólo una puerta de entrada. Terminaba la muralla del frontis de nuestra casa y seguía la de los vecinos (casi todas las casas eran así, una al lado de la otra). Uno entraba a la casa y se encontraba con el living un tanto oscuro, ya que no tenía ventana a la calle. Luego, al costado derecho, dos dormitorio, uno al lado del otro, el primero con ventana a la calle. Hacia el interior estaba el comedor tipo galería, muy iluminado ya que uno de sus costado era con ventanal de vidrio que daba hacia el patio interior. Continuaban dos dormitorios más y un patio con un bonito parrón, la cocina y los dos baños a un costado del patio. Uruguay era una calle de tierra, todas estaban así en el barrio. Ahí aprendí a andar en bicicleta. Mis rodillas, codos y cara supieron cómo era rodar por la tierra tratando de aprender. Después de varias heridas e intentos aprendí por fin. Teníamos como vecino en la casa esquina a don Ítalo Toro, que tenía tres hijos, Ítalo, Iván y Carmen o Carmencha como le decían. Recuerdo que criaban pajaritos, unos canarios que tenían en unas jaulas, pero que siempre se escapaban 68 para el parrón de mi casa. Don Ítalo les tiraba agua y los pillaba para devolverlos a la jaula (decía que mojados no podían volar, y así lo pude comprobar ya que quedaban estáticos al mojarse). Al otro lado vivía la familia Alfaro, don Juan Alfaro, su Sra. Violeta y sus hijos, Juan o Juanucho, Rosa y José Antonio, que era de mi edad, como 7 u 8 años (radicado en Europa hace muchos años). Inmediatamente después de esa casa, vivían los papás de Hugo y Luz Troncoso (era una casa azul), no recuerdo el nombre de ellos. Al frente vivía la tía Margarita (hermana de mi mamá) y su esposo, el tío Victoriano y mis primos, Luis Orlando y Ana Rosa, era una casa verde recuerdo. Y al lado de ellos vivía la familia Lazcano que eran feriantes (don Alonso, su Sra. y sus hijos, recuerdo a Caloa y Alonso, los nombres de las hermanas no me acuerdo, Laura creo que se llamaba una de ellas). Me acuerdo también de su carretela cargada de verduras rumbo a la feria (entiendo que aún don Alonso tiene un puesto en las ferias libres). En la esquina de Uruguay con calle Ecuador vivía la familia Müller. Era una casa amarilla, hoy de color ladrillo. Ese matrimonio tenía dos hijos Hans y la tía Erika, le decíamos tía porque eran muy amigas con mi mamá. La tía Érika tuvo un hijo con Juanucho Alfaro (Alejandro Alfaro Müller) y mis padres fueron sus padrinos de bautizo. Janito, como le decíamos, nos dejó al igual que la tía, hace algunos años. Recuerdo también a la familia Herrera que vivía en Chacay y vendían leche. Nosotros éramos unos de sus clientes habituales, como muchos vecinos del sector, que cada día disfrutábamos de su rica leche de vaca. Un poco más allá, en Chacay con Perú, vivía la querida familia Espinoza, famosa y reconocida por el rico mote con huesillo que vendían en su tradicional puesto en Avda. Argentina, visitado especialmente por turistas que venían a nuestra ciudad. Don José, sus hijos, la tía Quena, el tío Lali (quien todavía está en la alameda Argentina con su puesto), tío Pepe y su fiel compañera, la bicicleta. Les decíamos tíos por respeto y porque eran muy amigos de mis padres, de hecho, la tía Quena junto a su marido son mis padrinos de Confirmación y el tío Pepe fue padrino de mi hermana Anita. 69 Recuerdo también el negocio de Luchito, como era conocido en el barrio, estaba en Uruguay esquina Brasil. Era un almacén donde uno compraba los famosos helados de invierno o tongo, los ricos calugones o las sustancia que eran grandes y cuadradas, entre otras golosinas que eran el premio que nos regalaban nuestros padres por ayudar en la casa o sacarnos buenas notas. En marzo del año 65 hubo un terremoto grado 7.4. Fue como a la hora de almuerzo más o menos. Casi todas las casas del sector sufrieron daños de consideración. A mi casa, que era de adobe como todas en esa época, se le abrieron las murallas y quedó partida por todos lados. Recuerdo que se trabó la puerta de entrada y no pudimos salir a la calle, debimos pasar todo el terremoto adentro, debajo del parrón llorando y gritando como niños que éramos, los cinco hijos colgados de los vestidos de la mamá, muy asustados. Los vecinos estaban muy preocupados, porque todos salieron a la calle, menos nosotros. Fue caótico ese momento, porque después venían las réplicas. Mi papá que estaba trabajando en San Rafael, nos mandó a buscar y nos fuimos a una bodega junto a los Carabineros, donde habían montado un retén provisorio, ya que el oficial se había derrumbado por completo. Ahí estuvimos varios días. La mamá preparaba la comida para todos en una improvisada cocina, aunque era incomodo el lugar nos sentíamos más seguros allí junto a mi padre. Dentro de las travesuras que hacíamos como niños en el barrio, recuerdo el colgarnos de los coches Victoria en la parte trasera. Estos coches eran el gran medio de transporte de esa época, eran como los taxis de ahora. Era toda una aventura y junto a mi vecino y amigo inseparable, José Antonio Alfaro, esperábamos que pasara el coche y nos subíamos a la parte trasera, el tour terminaba cuando le gritaban al cochero ¡¡huasca atrás!! y para que no nos pegara la huasca, nos dejábamos caer en plena marcha a tierra. También me recuerdo de las pichangas en la calle donde no había reglas, todo el montón corría detrás de la pelota. 70 Don Juan y Juanucho Alfaro eran bomberos de la 1era Compañía. Con José Antonio jugábamos a los bomberos con sus vestimentas. Nos poníamos unas chaquetas negras tipo cuero, una toalla blanca la cual se ponía al cuello y unos cascos negros grandes (tipo Pato, aún se les conoce con ese nombre), los cuales en la parte superior tenían pegado el número 1 que identificaba a esa Compañía de bomberos, equipo que usaba la Bomba Andes para combatir los incendios en la época. Nosotros corríamos desde su casa a la nuestra y viceversa haciendo cuenta que estábamos combatiendo un incendio, haciendo sonar la sirena con nuestras bocas. Eran inocentes juegos de niños. Recuerdo que Juanucho junto a Hanz tenían un grupo y se juntaban en la casa de los Alfaro a tocar guitarra y a cantar. Estaba de moda la canción San Pedro trotó 100 años de Rolando Alarcón, y cuando cantaban ellos se escuchaba en todo el barrio. Era entretenido. Junto a mis hermanos mayores fuimos matriculados en el Colegio Santa Clara que estaba ubicada en calle Chacay esquina Perú, donde está actualmente la Básica. En esa Escuela hicimos parte de nuestra enseñanza primaria. Recuerdo con cariño a las monjitas, en especial a una de ellas que tocaba la guitarra y cantaba “Dominique, nique nique”, canción de esos años. Recuerdo también a un profesor que tocaba la acordeón y nos hacía cantar la canción “Chiu-Chiu, canta, canta pajarito”, muy popular en ese tiempo. Al finalizar esta primera parte, recordar al Loquito de azul o Loco de mezclilla. Cómo olvidar cuando pasaba por mi casa y la mamá le daba comida en su tradicional ollita de aluminio. Si no le gustaba el menú del día, la botaba en la misma puerta de la casa. Nosotros, niños, lo veíamos y arrancábamos a escondernos. No entiendo el por qué, si no era agresivo, por lo menos en el barrio, además que todo el vecindario le tenía cariño y le respetaba, pero nosotros en esa época arrancábamos igual. Era una persona que sabía mucho, ayudaba a los estudiantes del barrio a hacer sus tareas y les resolvía los problemas de matemáticas. Eso decía mi primo Ramón Miranda quien también 71 vivió en el barrio Centenario y estudiaba en el Instituto Comercial y supo de sus conocimientos. Por el trabajo de mi papá, que ascendió de grado y lo trasladaron a Santiago, estuvimos varios años en la capital. Cuando nos fuimos, a la casa de Centenario llegó a vivir una tía con su familia, quien era una de las hermanas mayores de mi mamita. De esa familia es mi primo Ramón, que supo de los conocimientos del Loquito de azul. Ellos vivieron allí un tiempo, ya que luego obtuvieron casa en la Población Gabriela Mistral y se cambiaron, quedando la casa desocupada. Hacia los años 75-76, volvimos a Los Andes, a nuestro barrio, nuevamente a la calle Uruguay, N° 8. Ahí se inicia otra etapa de mis recuerdos centenarinos. Era distinto el barrio. Algunos vecinos se habían ido. La tía Margarita y su familia por ejemplo se vinieron a vivir al centro de la ciudad. Los que eran jóvenes en ese época eran ya adultos y se habían ido del barrio buscando otros horizontes. Otros formaron familias, etc. Todo estaba cambiando, a los coches Victoria se sumaban los taxis como medio de transporte. Algunas calles estaban pavimentadas. Al frente, por Chacay no estaba el potrero, porque se había construido la Población Virgen del Valle, principalmente militares y sus familias. Había una cancha de fútbol que era de tierra recuerdo, donde ahora está la población Parque andino. Se formó un club con el nombre de Deportivo Virgen del Valle, integrado por gente de esa población y otras personas del barrio Centenario, como yo. Recuerdo al entrenador, el Suboficial Tello, a los hermanos Valdés (Jaime y Luis), con los cuales integrábamos la primera serie, además de Toledo, Ortega y otros. En el año 1978 mi papá, por intermedio del Serviu, obtuvo un departamento en el edificio Los Libertadores, que está frente al Liceo Maximiliano Salas Marchan por calle Santa Rosa. Nos fuimos a vivir allí, pero sin perder el contacto con mi barrio, jugando por el mismo Club y conservando a los amigos. En realidad pasaba más en Centenario que en mi nueva casa del centro. Mis papás dejaron 72 muebles allí, así que la casa seguía a disposición nuestra. Iba en las tardes a juntarme con mis amigos después del colegio y los fines de semana me iba para allá. Llegamos a hacer varias fiestas, aunque todo muy sano, aunque no por eso menos divertido. Mis padres entendían que yo pasara tanto tiempo en Centenario. Allí estaba mi mundo, mi ambiente y mi gente. Ahí yo era feliz. En actualidad sigo ligado al querido barrio Centenario, desde mi trabajo como funcionario público he seguido apoyando y ayudando a los centenarinos en sus diversas actividades. Desde hace una década, colaboro con un programa en Radio Fátima, ubicada en dependencias de la Parroquia de Nuestra Señora Fátima, en calle Valentín Pardo, frente a la Plaza Arturo Prat en el centro de Centenario. Este programa radial me permite estar semanalmente en contacto con los vecinos desde el “Corazón de Centenario” como dice el slogan de nuestra Radio. Centenario es un barrio que yo quiero mucho porque fue parte importante en mi infancia, una infancia inolvidable para mí. Barrio lleno de historia con vecinos muy nobles y cariñosos. 73 Salidas y mirador de atardeceres en una casa especial Consuelo Elita Turner Astudillo En Centenario viví gratos momentos de infancia y juego. Recorríamos el barrio, siempre cuidadas por mis papás u otros adultos. Tengo de ahí muchos recuerdos y nostalgias de barrio. Partiré describiendo aquellos lugares que me traen sus imágenes desde el pasado. Los almacenes de la época eran el emporio don Tonino, en la esquina de Perú con Brasil, frente a lo que es hoy la vidriería Gamboa. En Perú había una panadería de unos españoles que tenía los hornos empotrados en la muralla, donde más tarde se estableció la familia Cubillos, que también fue almacén. Otro negocio famoso ubicado en Avda. Chile donde hoy existe un templo mormón, local bien oscuro donde se vendía carbón, leña y abarrotes, era atendido por su dueña, la recordada Pochita, señora muy amable y que siempre andaba con sus manos negras por el carbón. Hacia el centro, por Avda. Chile, frente a la familia Rodríguez Cacciuttolo, estaba el emporio de don Mario, donde se compraba aceite, legumbres, té, azúcar, etc. todo a granel y envuelto en papel café. Otro negocio era el de don Raúl, en Perú con Avda. Argentina, donde se vendían cosas de abarrotes en general, donde algunos vecinos podían comprar al “fiado”, anotando la deuda en una libreta. La verdura se compraba donde la Sra. Elena, un negocio frente a la familia Villarroel, en Brasil con Bolivia, al lado de la familia Razeto. La carnicería estaba frente a los Villarroel, local al que no entrábamos porque nuestra familia era vegetariana. Al lado de la familia Porzio, en calle Perú, vivía un señor que tenía una inmensa carroza fúnebre, muy alta, negra y con dos faroles al costado. Era tirada por cuatro caballos y la guardaban en un galpón con un enorme portón al lado de su casa. Lo impresionante era que 74 el cochero iba todo vestido de negro, con una capa negra y un sombrero de copa negro, en una carroza negra. Era un espectáculo un poco aterrador. Por el barrio había un lechero que andaba en una carretela cerrada y tirada por caballos. Pasaba todos los días en la mañana recorriendo las calles de Centenario, vendiendo la leche por litros. Era muy amable y querido por todos los vecinos del barrio, tengo entendido que se llamaba Alfonso Aguilera. El otro vendedor que recuerdo era el de mote mei (de maíz), que con un canasto con un paño blanco para mantener el calor, gritaba por las calles “mote mei, pela’o el mei, calentito”, producto que se vendía en invierno y en la noche. Su apellido era Cantillano y vivía en Tres Esquinas con su mamá. Yo visité alguna vez esa casa y lo vi preparando el mote. Con familias amigas salíamos al Cerro de la Virgen, grupos en que otros vecinos aprovechaban de encargar a sus hijas a los matrimonios que encabezaban la caravana para que las pudieran llevar. Subíamos por el parque, que era muy lindo, lleno de árboles y flores, había escaleras y pilas de agua, las mismas que había en la plaza de Los Andes en aquel tiempo. Llegar hasta la Virgen, era un paseo de toda la tarde, cansador, pero muy hermoso y reconfortante. Amigos de mi papá era el matrimonio de don Belarmino Figueroa y doña Aminta Amaya, que vivían en la esquina de Guayana con Rep. Argentina, en una casa muy antigua. Eran muy amigos de nuestra familia porque compartían la misma fe. Mi padre predicaba la palabra también, y lo hizo algunas veces en la pequeña iglesia que tenían los Figueroa Amaya. Además eran amigos porque eran seguidores de la vida naturista como mi padre, siendo al igual que él, asiduos a los baños de sol, de asiento y de vapor. De hecho, ellos tenían unos baños de vapor a los cuales concurríamos muy seguido.  En una primera versión de este libro se comete un error, basado en conjeturas, respecto del aspecto físico de don Alfonso. Rogamos no considerar esa información previa. Damos nuevamente disculpas a la familia de este recordado vecino. 75 En esos años, todas las niñas de la cuadra de Brasil jugábamos a saltar la cuerda, al “lote de cebolla”. Las sogas que prestaba o regalaba don Guillermo Lazo, quien tenía camiones, eran muy pesadas, por lo que eran los papás y mamás los encargados de darlas vuelta. También se jugaba a la pelota, a la “quemada” y el “luche”, cuyo tablero de nueve números se dibujaba con una tiza en las veredas que estaban pavimentadas. Todas las veces que jugábamos en la calle, había gente mayor cuidándonos y vigilándonos. Por las calles de Centenario pasaban acequias abiertas, espacio donde muchos niños jugaban y se bañaban en verano. A mí y a mis hermanas nuestro papá no nos dejaba jugar porque, además de ser mujeres, según él, eran aguas servidas. Con esas aguas los vecinos regaban los árboles y las calles que no estaban pavimentadas, especialmente en verano, para que no levantaran tanta tierra. Mis hermanas y yo, no fuimos al colegio porque mi papá, el Gringo Turner, nos enseñaba en nuestra casa de calle Brasil. También recibimos instrucción y enseñanza de nuestra vecina, Alicia Caiceo, una mujer muy amorosa, dedicada y valiente. Nuestra casa era bien especial, con muchos árboles y flores. Y tenía un mirador que construyó mi papá para mirar y que entrara luz, generando un espacio muy confortable. Ese lugar era usado por el papá para hacer sus clases particulares de inglés, recuerdo que eran varios los que iban, sobre todo alumnos de secundaria del Instituto Chacabuco. Recuerdo haber visto unos diez al mismo tiempo en casa. El mirador era un lugar muy importante para nosotras. Era nuestro espacio de juego, siempre muy limpio y hermoso, y desde ahí se podía ver todo el barrio Centenario y la cordillera. Los viernes mi papá tocaba el violín, cantábamos viendo la puesta de sol y recibiendo un día especial para la familia, el sábado. 76 Mi Padrino, el Auriga número Siete Fermín Zamorano Carlini Creo que a esta edad los años se están yendo demasiado rápidos. Quizá por ello los recuerdos se agolpan en la mente con la desesperación de no ser olvidados, aunque muchos han perdido parte de su nitidez y pasan a ser sólo una sombra de lo que fueron. Pero a veces se hace difícil, mi mente lucha con la vorágine y la locura de este siglo veintiuno, como para darme un respiro y la libertad, cual niño pequeño, ingreso a esa maravillosa máquina del tiempo que todos llevamos dentro. Después de todos estos años vividos no he podido dilucidar si esta máquina es el corazón o la mente que me dan la posibilidad de ir al pasado, permitiéndome viajar por el antiguo Centenario. Como mis padres tenían un negocio donde se expedían bebidas alcohólicas, un niño pequeño como yo, no podía vivir en el mismo lugar. Ellos le pidieron a mis padrinos de bautizo pudieran hacerse cargo de mi crianza, prácticamente desde mis primeros meses de vida. Una amistad de años, de muchos años, quisieron sellarla a través del eterno y más sagrado vínculo que puede unir a dos familias amigas, la crianza de su hijo. Así llegué a la casa de mi padrino y mi madrina. Esta casa, que aún existe, se encuentra ubicada en calle Arturo Prat N° 227, esquina calle Guayanas. Mantiene su frontis original con una entrada que consta de dos puertas una de las cuales ingresa abruptamente al comedor de la casa y la segunda lleva a un pasillo por una gran galería abierta para encontrarte frente a un enorme patio, techado por un parrón de la llamada “Uva Tonta” debido al gran tamaño de sus granos y lo hostigoso de su dulzor. El parrón estaba franqueado por dos grandes matas de Jazmín del cabo, que cada mañana de primavera entregaban el más exquisito de sus perfumes. Traspasado este parrón se podía encontrar una gran cantidad de árboles frutales 77 y flores, entre ellos los naranjos Thompson, limones y olivos, destacándose en el centro un inmenso y añoso damasco que trepado en él, podía pasar tardes enteras viviendo espectaculares aventuras selváticas. Ese era el Centenario de calles de tierra, de esas casas de adobe de puertas siempre abiertas, de esas vecinas que todas las tardes sagradamente sentadas en el frontis de sus casas intentaban capear el calor del verano andino. Mientras, nosotros, los cabros chicos, corremos por todo el largo de la calle Guayanas, montados en las torcidas y desgastadas escobas de curaguilla, remedo de briosos corceles de brillante pelaje. Es el tiempo del Centenario en que todavía existen las grandes quintas agrícolas con sus plantaciones de duraznos, tomates, sandias y melones. En esa misma quinta ubicada en la calle Arturo Prat con calle Brasil, donde una tarde llegara el candidato Jorge Alessandri Rodríguez, para entregar su “desinteresado” saludo a los andinos y de paso pedir el apoyo de los centenarinos, para poder llegar a la Moneda. Y de repente un sonido familiar nos hace detener nuestra frenética carrera. A lo lejos podemos escuchar el golpeteo sobre la tierra y las piedras, son los cascos de unos caballos que se acercan. Nuestro pálpito no se equivoca. Doblando la esquina de la carnicería de don “Queno” Orellana, aparecen dos alazanes trayendo el negro y lustroso coche Victoria de mi padrino, don Albino Córdova Gómez. El griterío y el ladrar de los perros altera aún más la tranquilidad del lugar, y todos hechos una tromba corremos al encuentro, a su encuentro, enredados con los perros y seguidos por más de alguna mamá con la chancleta en la mano intentando que su hijo obedezca su llamado. Sin oír nada, corremos como locos porque sabemos que podremos colgarnos en la parte trasera del coche Victoria, con toda la inocencia y la confianza que solo tienen los pequeños. Porque también tenemos la seguridad que nadie avisara al Auriga, con el temido y doloroso grito de: “Huasca Atrás”. A más de alguno su mamá, a modo de castigo por la hazaña, lo llevará a la casa 78 a hacer las tareas, repasar las odiosas tablas de multiplicar y practicar la lectura del silabario del Ojo. Yo en tanto sintiéndome el más de los afortunados, subo al pescante del Victoria junto a mi padrino, cual jovencito de película de pistoleros, para conducir esta diligencia perseguida por imaginarios pieles rojas de celuloide. Y después ayudar a mi padrino a desensillar los caballos, llevarles pasto, afrechillo, agua y para que puedan tener su merecido descanso hasta el día siguiente. El coche entraba por el portón de la casa que daba hacia la calle Guayanas. El espacio para el resguardo del coche era un alto galpón techado de zinc, donde quedaban protegidos los arneses, el pasto y el afrecho. Al fondo de la propiedad se encontraban las pesebreras, dos grandes contenedores construidos en cemento, donde se depositaba el alimento. Al lado un pilón también de cemento en el cual los caballos podían beber agua. Cuantas veces estas pesebreras me sirvieron de escondite ante un castigo por una travesura realizada. Mi padrino tenía su principal lugar de trabajo en la Plaza de Armas de nuestra ciudad, época en la cual se había creado el Gremio del Rodado, contando con alrededor de 63 socios dueños y trabajadores Aurigas. Puedo hacer un esfuerzo y recordar que junto a él, estaban, por los que nombraba mi padrino, don Aclicio; don Luis López “El Diuca”; “Ño Pago Todo”; don Juan Navarro conocido como “Caldo Grueso”; el “Tuerto Vargas” poseedor de un genio de todos los diablos; don Juan Gamboa Gallardo, quien vivía en el Cariño Botado en San Esteban y viajaba a diario en su coche a trabajar a Los Andes; el “Pela’o patas de arrolla’o” debido a los problemas que presentaba para caminar; mención especial merece don Luchito Estay, más conocido como “El Cochero Fantasma”. También estaba don Luis Nanjarí conocido como “El Conejo de la Suerte” o “Rabito”, de quien hace algunos años tristemente presenciamos su partida y con él, el fin de la tradición. Algunas de las anécdotas que ocurrían muy tarde de noche, era cuando mi padrino debía ir a dejar a los enfiestados que habían 79 pasado una entretenida y regada noche por calle Independencia. Muchas veces estos parroquianos y habitúes del “Paris de Noche”, dejaban su transporte hablado con anticipación, fijando la hora para que fueran a buscarlos, como los parroquianos eran casi siempre los mismos, dormían todo el trayecto hasta su casa. Muchas veces mi padrino contaba que la esposa, al salir a recibirlos, pensaba que ambos venían de una noche de juerga, y como de los dos el único consciente era él, la señora iniciaba un largo rosario de grueso calibre en su contra, por lo que rápidamente debía abandonar el lugar. Y el valor de la carrera, bueno, era cancelado al día siguiente o cuando la quincena o el fin de mes lo permitían. Recuerdo también una infinidad de matrimonios que se realizaban en Los Andes, donde lo más elegante era que los novios dieran su paseo en un descapotado Victoria bellamente adornado con flores y cintas blancas, conducido por una auriga de correcto terno oscuro, corbata y sombrero al tono. Que linda vida se vivía en ese Centenario y Los Andes de antaño. Y entonces, casi sin darme cuenta o a sabiendas, y en lo que creo ha sido un solo parpadeo, la vorágine de la vida me toma en vilo y me hace crecer, estudiar, trabajar, casarme, criar hijos, perros, gatos y alejarme de mis raíces, de los amigos, de los vecinos que me conocieron de pequeño, muchos de los cuales ya partieron y ni siquiera pude enterarme de ello. El doctor me recetó que debo caminar más, la pandemia me está pasando la cuenta. Como nuevo y obediente paciente salgo a caminar sin rumbo. Por prescripción médica debo completar una hora de ejercicio. Sin pensarlo llego al barrio Centenario y vuelvo a pasar por aquel lugar. Hoy las quintas son grandes poblaciones, las calles están pavimentadas, hay muchos postes con luz led y muchos autos y colectivos. Pero no están las vecinas sentadas frente a sus casas, las acequias de media cuadra son sólo un árido recuerdo, nunca más he vuelto a escuchar los cascos de los caballos, nunca más he podido ver un elegante Auriga en su lustroso y elegante coche Victoria. Triste es también que ya no haya “Cabros Chicos” que griten 80 y jueguen en la calle, hoy el Covid y el nuevo siglo los tiene “encerrados” e inmersos en sus pantallas táctiles. Cada vez que realizo mi caminata, me detengo un momento en la esquina de Calle Arturo Prat con Guayanas, con la secreta y egoísta esperanza que aparezca nuevamente el par de alazanes tirando el coche Victoria guiado por mi padrino, y tal vez, vuelva a escuchar su voz que me invita a subir a su elegante carruaje número siete y juntos realicemos un maravilloso y eterno viaje. 81 De niño por las calles Brasil, Perú y Bolivia Edward Turner Araneda Hoy día, mirando hacia atrás, siento mucho alegría y satisfacción por haber cursado mis estudios primarios en la famosa Escuela América N° 1. Recuerdo con mucho cariño a mis profesores, especialmente a la profesora Juanita Rodríguez Cacciuttolo, quien con mucho cariño me enseñó a leer, escribir y las cuatro operaciones matemáticas. Con mis compañeros nos divertíamos jugando en los grandes patios de la Escuela, con muchos árboles, siempre disfrutando de los desayunos y colaciones. Recuerdo que nos hacían trabajar en los huertos escolares, hacer gimnasia y siempre mantener la compostura en clase. Terminada la jornada pasaban varias cosas. Afuera casi siempre se ponían unos vendedores de peumos en jarritos pequeños enlozados, que rico era caminar a casa disfrutando esos pequeños manjares. Un poco más abajo, las diferencias entre algunos escolares, terminaban en las famosas riñas, a combo limpio, que se disputaban en la cancha de Centenario, hoy Estadio Centenario. De los entretenimientos de la infancia recuerdo que disfrutaba muchísimo andar en bicicleta por todas las calles del barrio con los amigos-vecinos de las calles Brasil-Perú-Bolivia. Todos aprendimos a andar en bicicleta por esas calles y en la plaza. Era especialmente emocionante tirarse por la bajada de Perú Oriente a toda velocidad, gritando y sintiendo el viento. Recordar con cariño a los vecinos que tenían talleres mecánicos que muy amablemente nos inflaban las ruedas de las bicicletas, David Vargas y Arturo Lozano. Estos mismos vecinos eran quienes nos proveían de los rodamientos para hacer los famosos carritos de madera, pequeños y frágiles autitos. Con ellos también nos tirábamos por la bajada de Perú Oriente, frenando con los tacos de los zapatos, uno de los grandes momentos de aquella experiencia automovilística. 82 Por supuesto, no se pueden olvidar las pichangas en la calle con los amigos, donde nadie se enojaba. Al contrario, los vecinos salían a sentarse a las puertas de las casas a conversar, tomar el sol y mirar o vigilar a los niños que jugaban. A veces, a la cancha de Tenis Andes íbamos con un amigo a ganarnos unas monedas recogiendo pelotas de tenis. La primera televisión en la cuadra la tuvieron la familia Lozano y los Tobar-Gamboa, quienes amablemente invitaban a los niños y niñas del barrio a ver los programas infantiles de esa época, permaneciendo tardes enteras viéndola. También nos asombraba la carnicería de la familia Quiroga en República Argentina con Guayanas, donde vimos faenar animales, hacer prietas, preparar arroyados, etc. Y eso que nosotros, en mi familia, éramos vegetarianos. Otra experiencia recordada de la niñez, eran los anhelados domingos de paseo con dos o tres familias del barrio al río Aconcagua. Salíamos aperados de canastos, pilguas, pelotas y frazadas, era una caminata larga. Llegando al sector de Coquimbito se bajaba a las compuertas, parada obligatoria para ver desde allí al río todo arremolinado. Luego, caminando por la línea férrea se continuaba por un camino donde había plantaciones de cáñamo a ambos lados, para llegar a la ribera del río. Ahí se escogía la sombra de majestuosos sauces, había arena y se buscaban posones adecuados para bañarse. En esos años, el Aconcagua era muy ancho y caudaloso, con diferentes brazos, por lo que los adultos se turnaban para vigilar a los niños. Allí se almorzaba, se jugaba y se tomaba once, para luego retornar antes de la puesta de sol por la misma ruta. En otras oportunidades la caminata era rodeando el Cerro de la Virgen, camino polvoriento, para salir por el Regimiento en aquel tiempo Guardia Vieja, y luego bajar por la calle que desemboca al río. En perspectiva, mirando hacia atrás, veo que en esas acciones y pequeños gestos se demuestra el espíritu amigable, de familia, de comunidad de los vecinos. Había inocencia y compañerismo en las gentes de ese entonces. Hermosos recuerdos de la infancia en contacto directo con la naturaleza, con las familias y los amigos del barrio. 83 Fútbol en la calle Chacay Ramón Cortez Ahumada Sentí una alegría enorme cuando anoté ese golazo de cabeza. Casi de la mitad del campo de juego, en el Campeonato de Fútbol Calle, pero, no de cualquier cancha. Era la inauguración de la calle Chacay de Centenario, que pasaba de la tierra al cemento y el Gobierno comunal de la época, tuvo la excelente idea de organizar un campeonato escolar con la participación de los establecimientos municipales de Los Andes, a fines de los ochenta. La cancha se ubicó en la misma calle Chacay, entre las calles Ecuador y Bolivia. Luego del gol, mis compañeros de curso corrieron a abrazarme. Ni me veía entre tantos abrazos, ya que, era el más pequeño de todos. Cada escuela tenía el nombre de un país sudamericano, como las calles de Centenario. Nosotros éramos Paraguay. Es que yo estaba obsesionado con el fútbol paraguayo por “su garra” y la especialidad de la casa “el cabezazo”. Por cierto, aunque soy de baja estatura, siempre he tenido buena técnica en el dominio del balón y con los golpes de cabeza. Le propuse el nombre a mis amigos y les gustó de inmediato, así que nos inscribieron como “Paraguay”. Pertenecíamos a la Escuela GN-119 o Ignacio Carrera Pinto, enclavada en el corazón de la Pucará o Barrio la Concepción, sector popular e histórico de Los Andes. Como que nunca dejamos de pertenecer a nuestra querida escuela, nuestra segunda casa. Una parte de nosotros quedo ahí y los fragmentos de los espíritus de esos niños, juegan en sus rincones. Por nuestro nombre, representamos a la Calle Paraguay de Centenario, tan emblemática, por cierto, ahí donde está la “Panadería Carámetro” con sus ricas hallullas. Recuerdo como si fuera ayer que mi madre me mandaba a comprarlas en bicicleta como a las 17:30 hrs. 84 Partía como un rayo en busca de esos manjares para la once familiar. Ahí también está la “Pastelería Gina” que es un paraíso sobre todo en época de cumpleaños. Esas personas no son pasteleros, “son artistas”, sus manos están bendecidas para elaborar tan divinas delicias. Nuestro equipo en la Escuela fue bautizado como “Los Cabrones”, porque éramos siempre los mismos: el Aldo Arancibia al arco, el Bruno Silva Perry atrás conmigo, más adelante el Luis Zagal Urbina y un jugador exquisito que yo le decía “jugador de dibujos animados” dado que con la pelota hacía cosas increíble, era y es un malabarista del fútbol, Luis Zamora Espinoza, el famoso “Flaco Zamora”. La adrenalina subía. La Calle Chacay era una caldera, una olla a presión. Más allá, otros colegios disputaban sendas batallas, no importaba el cansancio, los calambres, la sed, la fatiga. Buscábamos el triunfo, que es para los futbolistas como el pan, el agua, la sombra del árbol y el calor en el frío. Luego, de varias gestas heroicas, llegamos a la final. Evoco cada minuto de ese partidazo. Comenzamos nerviosos, pero, la posesión del balón nos dio seguridad. Nos conocíamos mucho. Casi al finalizar el primer tiempo un recuerdo imborrable en mi memoria. Enfrentábamos a la Calle Uruguay, representada por la Escuela John Kennedy. El arquero del equipo rival saca a media altura y estoy tan bien ubicado que cabeceo inmediatamente y como el portero estaba adelantado, fue un globo espectacular, un gol “morrocotudo”, como diría el mítico Pedro Carcuro, o “pedazo de gol”, como relataría Claudio Palma, el locutor del momento. Aún guardo en mi retina esa mágica jugada. Corrí como un loco, no sabía a quién abrazar, miraba al público, andinos y andinas, “el pueblo en la calle”, docentes, funcionarios municipales, familias, amigos, ¡era una fiesta! El corazón se me salía de emoción, el amor por la escuela, por esa bandera, un lugar que me conquistó en mis primeros años, donde aprendí a leer, a escribir y a dar exquisitos pases 85 y convertir innumerables goles. Sí, era el 1 a 0 a favor de mi amado colegio. La excitación crecía. La Calle Chacay era un infierno, un campo de guerra, pero, con las armas del corazón, la lucha y el esfuerzo. Justo en la mitad del segundo tiempo nos empatan en un letal contragolpe. La tensión estaba al máximo, el pueblo centenarino en pleno, como en Roma en un mítico coliseo. Gritos ensordecedores venían de trabajadores, de dueñas de casas, tanta gente, niños, niñas aclamando a sus leones. Faltaban cinco minutos, justo un córner en contra. El Aldo sale a destiempo y el cabezazo de un rival se cuela en el ángulo lentamente como una bomba de hierro. Quedamos en desventaja, 2 a 1 ganaba la Escuela John Kennedy. Sentí como que un puñal se clavaba en mi pecho. Batallamos dignamente buscando el empate pero no pudimos. Sin embargo, ese momento y la calle Chacay de mi infancia quedaron grabados como uno de mis significativos recuerdos futboleros. 86 Memorias de botones y palancas Cristian G. Valencia. Nací un 11 de agosto en la ciudad de Los Andes. Toda mi vida he vivido en esta ciudad, he visto los cambios tanto culturales como sociales a nivel local y de país. La gente, el sector, los gustos, todo en general. Pero hay algo que me gustaría contar, algo muy especial para mí. Cuando éramos niños experimentamos distintas formas de entretención, sobre todo en Centenario. En la década de los 80 y 90 nos entreteníamos con los juegos tradicionales: la escondida, la botella envenenada, Santiago Santiago, los comandos, juegos artificiales y muchos otros. Pero conocí una entretención que me cautivó. Mis padres le decían los “flippers”, pero nosotros le llamábamos “videos”. Esta fue la palabra para identificar los primeros juegos arcade con palanca y botones que vimos. El centro de video juegos se llamaba “Diana” y se encontraba justo en la entrada de la Galería comercial frente a la Plaza de armas de Los Andes. Ese lugar era prácticamente un templo para nosotros y cada fin de semana deseábamos ir a jugar. ¿Qué hacíamos para ir? Los jóvenes de familia común de esa época, teníamos que pagar un tributo a nuestros padres. En mi caso personal, lavar el auto para obtener como paga 100 pesos. Eran 4 fichas, ya que costaba cada una 25 pesos. Cómo era muy malo no me duraban ni 30 minutos de entretención, como estrategia me guardaba la última para el final, para quedarme mirando un poco más. Cuando un niño común y corriente como yo, que no sabía jugar, no sabía los movimientos, me daban una soberana paliza y “perfect”, quedaba muy picado. En torno a los encuentros salió el termino coloquial “soy papero”, término que creo que se originó acá en Los Andes porque 87 nunca lo escuché en la capital. Un jugador “papero” era un contendor ruin, que usaba un método repetitivo y sucio (una “papa”) para atacar una debilidad tuya y ganarte fácil. Ante ello se creó el concepto “respeta pajaritos” o no tienes honor (cuando un personaje después de ser muy golpeado quedaba mareado e indefenso ante el rival). El video que jugábamos ahí era el Doble Dragón. Mi hermano mayor era el personaje azul llamado Billy y yo, su hermano, el rojo Jimmy. Solo una vez llegamos donde el jefe final al cual le decíamos Pinocho. No sé quién le puso así, pero tenía una metralleta y te acababa una barra de vida con tan solo 5 disparos. Yo bauticé a uno de los jefes “El Lechuga”; después me enteré de que varios en Los Andes y San Felipe le decían así. En 1992 salió Street Fighter 2 Champion Edition y ahí pasamos a otro nivel. Estos Juegos de Pelea eran la sensación con sus movimientos complejos gracias a una palanca y 6 botones. Apareció el hadouken, el oyusen que era “Shoryu ken”. Uno quedaba fascinado viendo cómo los más expertos jugaban y dominaban a cada uno de los personajes. En ese entonces nació la leyenda del “Fito”, el mejor jugador de Street fighter, quien ganó un torneo organizado en Los Andes, consagrándose como un respetado gamer. En esa época, en la plaza Centenario cada cierto tiempo se instalaba una feria al igual que en la chaya, la que tenía una parte llena de arcades y varios de éstos eran Street fighter. Pero pronto se puso una local de video juegos en el propio Centenario, en calle Av. Chile, a sólo media cuadra de la plaza. El local se llamaba “Video Gama” y el dueño era “Don Tito”. Fue una locura para los niños y los padres. Ya no teníamos que ir a jugar al centro, por fin los videos quedaban cerca de mi casa y la de muchos. Recuerdo que varias veces nos castigaron, diciéndonos que estábamos enviciados y prohibiéndonos jugar si bajamos las notas. En 1993 y 1994 la empresa Neo Geo sacó los títulos “Art of Fighting”, juego que llegó al local de Centenario. Cuando nos tocaba ir a comprar el pan a la panadería Centenario, a las 18:00 horas, cuando el pan salía calientito. El vuelto siempre lo gastábamos 88 comprando fichas donde don Tito. Yo me volví mucho mejor en este tipo de juegos y nos creíamos Robert y Ryo haciendo el “Haoh Sho koken” o la bola gigante que era algo espectacular por su difícil ejecución. El “Hien shi puken” que nosotros le decíamos el ¡hien sis futa!, era una patada voladora que iba con fuego. Este movimiento marcó a varios. De hecho, en esa época me enteré que un muchacho amenazó al profesor de matemáticas por ponerle un rojo, diciéndole “le voy a pegar un ¡Hien sis futa!”, haciendo el movimiento igual al de Robert, el personaje del juego. Cargó agachado y le gritó al profe “¡Hien Sis Futaaaa!” Lo detuvieron justo. Menos mal. De ahí salió el dicho me cae tan mal que le voy a pegar un “Hien sis futaaa!!”. Don Tito nos tenía preparado algo más en 1994. Este año salió el arcade the “King of fighter”. ¿Por qué impresionó tanto? Porque podías ver a varios de tus personajes favoritos en un solo juego, como Terry Bogard de Faltal fury, Robert y Ryo de Art of fighter. Esto hizo la diferencia. Acá salió otro concepto andino de videojuegos, cuando al personaje le quedaba poca vida (un 15 %) podía hacer un súper movimiento llamado “Poder de desesperación”, si lo conectaba, le podía quitar un 50% o 75% de vida al rival. Acá lo bautizaron como el “Challenger” creo que fue a raíz del Doble Dragon arcade que decía “Challenger” y cambiaba o hacia un poder especial. No eras jugador en Los Andes si no sabías cómo hacer el Challenger en the King of fighter. Hasta los santiaguinos se llevaron este nombre. Cuando salió Mortal kombat y después Mortal Kombat 2 también fue furor. Recuerdo que le suplicábamos a don Tito, que era el primero en tener el cartucho del juego de Súper Nintendo, que nos lo arrendara por un día. Su hijo no quería y don Tito se reía porque sabía que él lo quería. Al final, nos lo arrendó a nosotros. Siempre quisimos al caballero por paleteado. Después de todo, le habíamos hecho ganar una fortuna. Los Andes marcó a muchos en ese mundo de video Game. Fue un espacio de disfrute y que también permitió que no cayésemos en otros vicios peores. Gasté mucho dinero en fichas pero tuve una infancia más o menos sana y divertida. Qué buenos tiempos. 89 Grupo Ron Pon. Centenario en la Historia del Rap Andino Nelson Aros Se puede afirmar que Centenario y sus barrios aledaños (René Schneider, Villa Andina, Las Américas, JJ. Aguirre), son la cuna de los inicios de la cultura Hip hop, ya sea baile, canto, grafitis y aficionados a las tornamesas. Desde los años 90, se podía ver a diferentes grupos de jóvenes que se dedicaban a bailar break dance, funke fresh y diferentes estilos de baile vinculados a la cultura hip hop. En esos años sonaba un grupo en la ciudad, pionero en la música Rap en Los Andes: “MCM” (Manuel, Cesar y Mauricio). Estos jóvenes de la René se dieron a conocer con una balada rap titulada “Te Prefiero”, canción que los llevó a participar en el festival “Los Andes le canta a Chile” en donde obtuvieron el segundo lugar. El Grupo “Ron Pon” nació después, el 28 de mayo de 1997. En sus inicios fue integrado por Manuel Gallardo, Felipe Cifuentes y Julio Villagra. Los entonces integrantes de Ron Pon eran muy amigos de MCM. Esta relación hizo que Manuel Montenegro, líder de MCM, creara las primeras pistas de Ron Pon, gracias a lo cual la agrupación de Centenario se convirtió en el segundo grupo de Rap en la historia de Los Andes. El nombre Ron Pon surgió después de iniciado el grupo. Durante un ensayo junto al grupo MCM, había una botella de RON PON, que era un trago que mezclaba el Ron con vainilla. Los chiquillos se dieron cuenta que el nombre sonaba bien y se bautizó al grupo con el nombre de esa botella de Ron Pon. Al poco tiempo de haberse formado el grupo Ron Pon, tuvo un quiebre que duró dos o tres meses, tiempo en el cual sus integrantes intentaron formar dos grupos paralelos, uno de ellos 90 llamado “Chikifunk” y el otro “Furia Latina”. Ninguno dio el resultado esperado. Gracias a los consejos del líder de MCM, los fundadores de Ron Pon se logran reconciliar hacia fines del año 1998, momento en que se incorporan dos nuevos integrantes al conjunto: Raúl Pardo y Nelson Aros. Esta nueva formación, ahora de 5 integrantes hizo que el grupo se enriqueciera con ideas nuevas, lo que los ayudó a obtener una gran cantidad de seguidores dentro de las cuatro comunas de la provincia de Los Andes. En la época, todos sus integrantes eran estudiantes de educación media. Manuel Gallardo, Felipe Cifuentes, Raúl Pardo y Nelson Aros alumnos del Liceo Particular Mixto Los Andes. Julio Villagra era el único que estudiaba en el Liceo Max Salas. Al momento de ingresar, yo quería aportar con ideas, con mis letras y también con la intención de motivar al grupo a hacer cosas que nos dotaran de experiencia y un lugar dentro de la música andina. Participamos en el festival de Aconcagua gracias a la noticia de que se estaba organizando un festival, motivando al conjunto para que nos atreviéramos a participar. Durante esa época participamos en muchos eventos, tales como peñas folclóricas, tocatas en diferentes colegios, festivales primaverales, café concert, fiestas de la chaya en diferentes comunas y en un par de ocasiones nos trasladamos a la ciudad de Los Ángeles, ya que allá éramos conocidos por la gente vinculada al mundo del Rap. En esa época no existían las redes sociales para llegar a más personas, y la popularidad crecía gracias a las presentaciones en vivo. Grabamos el álbum “Intriga” del año 1998 con 10 canciones en formato casete. Centenario para nosotros era nuestro orgullo. En todas nuestras presentaciones decíamos que éramos del barrio, la cuna del Rap Andino, ya que ahí se originó el movimiento Hip-Hop. Para nosotros Centenario fue y será un barrio muy importante, por su gran historia, con personajes que han sobresalido ampliamente y que han marcado hitos Los Andes. En el año 1999, poco después que Raúl Pardo dejara el grupo, Ron Pon tiene la posibilidad de participar en su primer festival de 91 música popular. Era una competencia organizados por la SCD, Radio Super Andina, Ozono Producciones y Archi. La canción escogida para participar en este festival fue una balada Rap titulada “Pues te vi partir”. Muchos cuestionaron al grupo el por qué no llevar la canción dedicada al Loco de Mezclilla ya que era una canción muy competitiva y con muchas probabilidades de lograr un lugar. Pero el grupo siguió adelante con su propuesta. Para competir en este festival, se necesitaba a una persona con un gran registro vocal y que pudiera darle un toque especial a esta canción. Fue así como conocen a “Hugo Hernández”, quien aceptó entrar al grupo, convirtiéndose en su corista. Hugo venía de la población Los Copihues, situada al otro extremo de Los Andes, fue el único que no pertenecía al sector de Centenario y sus barrios aledaños. Por ser un festival organizado por la SCD, Archi y la Radio Super Andina, se gestionó que todos los grupos y solistas participantes grabaran sus canciones en los estudios del reconocido músico Carlos Corales, un maestro en la música nacional. Las canciones que quedaron en competencia fueron 12, de más de 150. Entre esas 12 canciones estaba la balada del grupo Ron Pon. Una vez grabadas las canciones, la radio Super Andina se encargó de darle difusión a cada una de ellas. Sorpresivamente la canción “Pues te vi Partir” de Ron Pon fue adquiriendo gran popularidad entre los auditores. Hasta que llegó el 28 de agosto de 1999, día de la gran final. La competencia se realizó en las dependencias del antiguo terminal ferroviario de Los Andes, en donde el Grupo Ron Pon logró quedarse con el primer lugar del certamen. Hasta el día de hoy atesoramos esa experiencia en nuestros corazones, no sólo por haber ganado, sino también porque un grupo rapero de población, de adolescentes que aún no terminaban su enseñanza media, había ganado un festival de música popular enfrentando a participantes que tenían años de experiencia y mucho camino recorrido. Este hecho marcó positivamente y para siempre nuestras vidas. 92 En el año 2000 el grupo Ron Pon logra otra hazaña más en su trayectoria musical. Logramos entrar al concurso de grupos de Rap organizado por el programa Extra jóvenes del canal de televisión “Chilevisión”. Ahí nos enfrentamos de par a par con grupos de Santiago, ciudad la cual albergaba a los mejores grupos raperos de aquel entonces. Logramos pasar a las semifinales. Pero lamentablemente el concurso no siguió, debido a problemas económicos del programa. Pero con el solo hecho de lograr ganarle a grandes talentos santiagüinos, el grupo Ron Pon se convenció de que Los Andes podía lograr algún día ser la cuna de grandes raperos. Ese mismo año, grabamos el álbum “Nuestra primera Guerra” con 10 canciones, en formato casete. Hubo muchas canciones más, cerca de 40, que hacíamos en vivo pero que nunca grabamos. El verano del año 2001, participamos en el primer festival Palmenia Pizarro, con la canción “Una Triste Historia”, canción homenaje al querido personaje de Centenario, “El Loco de Mezclilla”, obteniendo el segundo lugar. Al año siguiente el grupo vuelve a competir en este Festival, esta vez los resultados no fueron los esperados. Obtuvimos el tercer puesto, aunque nuevamente ganamos el premio al artista más popular. El consuelo que nos quedaba fue que siempre obteníamos un lugar privilegiado en todas las competencias. Lamentablemente, poco después, a mediados del 2002, el grupo Ron Pon se disolvió definitivamente. El grupo se divide porque los intereses de los integrantes comenzaron a ser distintos. Primero se fue Felipe Cifuentes y poco después yo. Ambos creamos el Grupo “Antológicas Sombras Místicas”. Los otros ex Ron Pon crearon “Pesta Rebelión”, pero ningún grupo duró más de 2 años. Yo seguí mi camino como solista adoptando el nombre artístico de “Polacko el Chileno” y Manuel Gallardo hace lo mismo, bajo el nombre de “Manolo Sector Sur”. Somos los únicos que hasta hoy seguimos haciendo Rap. Más allá de estas distintas trayectorias, a la fecha todos los ex Ron Pon seguimos manteniendo una estrecha amistad. 93 Una infancia feliz en Centenario Javier Aravena Valle Desde los seis años viví toda mi linda infancia, mi enseñanza básica y el inicio de la enseñanza media, en la casa que mis padres, Jaime Aravena Ramírez y Mónica Valle Palacios, arrendaron en el año 1991 en la calle República Argentina #565, entre las calles Uruguay y Paraguay. Estaba al lado de la “Quinta de recreo don Juanito”, conocido también como don Juan Porras. La casa era pequeña, contaba de un living comedor, una sola pieza grande, cocina y baño. El patio era muy pequeño, sin embargo en una orilla crecía desde el patio del vecino una parra que, por entre la malla que dividía las propiedades, arrojaba algunos diminutos racimos hacia mi patio que, como niño, disfrutaba feliz. Era una casa muy acogedora que, pese a ser pequeña, mi madre, como dueña de casa amante de la limpieza máxima, mantenía esplendorosa. Barría temprano la calle y saludaba a todos los “curaditos” que iban a tomar desayuno a la quinta cercana, “buenos días, señora Mónica”, le decían. Tengo los más lindos y sencillos recuerdos de esas calles alrededor de mi casa. Iba al colegio por la tarde y mi mamá me daba desayuno y almuerzo en la cama, sólo me hacía levantarme poco antes que pasara tía del furgón. Al llegar en la tarde, sobre todo en invierno y otoño, me hacía acostarme de manera inmediata, para tomar una once con pan y palta frita (cuando estaban duras y aun no maduraban). Asistíamos como familia a la Iglesia Metodista Pentecostal de la Avenida Perú, donde el querido y recordado Pastor Rodolfo Albornoz y su esposa Herminia, quien tocaba muy lindo el acordeón cuando salíamos a predicar por las calles de Centenario. La gente era respetuosa, bajaban el volumen de la música, los caballeros se 94 sacaban el sombrero y la gente salía a oír la predicación y los himnos que cantábamos. Por las tardes del verano y la primavera con los niños de la cuadra (Carolina, Ricardo y Pía), nos juntábamos a jugar a las láminas en la gran banca de piedra que estaba en la puerta de la casa de la abuelita Marta. Al lado había una acequia que en ese tiempo llevaba agua. A esas veredas las señoras sacaban sus sillas para sentarse en la puerta de la casa a tomar “el fresco”. También jugábamos a la botella envenenada, a la pinta o la escondida y, obviamente, también al tocar alguna puerta y salir corriendo (en ese tiempo no todas las casas tenían timbre). Este último juego nos duró hasta que la vecina de la vuelta, la sra. Nuri, me pilló y me fue a acusar con mi mama. La abuela Marta era una anciana muy elegante y educada. Vivía con Gladys, la señora que la cuidaba, y su linda perra Charlot, una pequinés que ladraba y ladraba cuando nos oía jugar en la calle. La casa de la abuelita Marta estaba llena de muebles antiguos, partiendo por su cama, de esas maderas gruesas con un respaldo que casi llegaba al techo, tenía grande vitrinas que decoraban el interior, jarrones y lavatorios de loza, en los que ella se lavaba los pies. La perrita Charlot tenía la particularidad que sus amas le daban leche con una cuchara de té y ella tomaba sin derramar una sola gota, lo que recuerdo muy bien, porque a veces me hacían pasar y ver cómo la alimentaban. Al frente de la abuela Marta estaba la casa parroquial, en donde vivía la señora Eliana, mamá del párroco de esos años, el Padre René. Era una anciana bajita, de tez blanca y de pelo castaño, con una voz muy dulce, siempre con una falda muy larga hasta los tobillos y delantal. Era muy amorosa para tratar a la gente, una muy buena vecina. Lo digo con mucha propiedad, ya que mi padre, después de trabajar en una empresa de alimentación en la mina, quedó cesante por mucho tiempo. Para el sustento del hogar hacía empanadas, y la señora Eliana nos compraba todas las semanas más de una docena, pese a que ella sabía que nosotros profesábamos otra religión (somos evangélicos). Ella lo hacía por ayudar. Recuerdo que en una 95 oportunidad ella estaba muy enferma, y me hizo pasar a la cocina a dejar la bandejita con empanadas que mi mamá adornaba con mucha prolijidad. Sobre una mesa vi dos bandejas más con muchas empanadas. Le pregunté si acaso se había equivocado, a lo que ella me respondió “no mijito, yo a todos los que venden les compro, porque a la misa viene mucha gente que no tiene qué comer, y yo le regalo una empanadita”, palabras que jamás se me olvidaron. Ahí pude ver su nobleza, como la de tantos otros vecinos. La señora Eliana para las navidades hacía un árbol hermoso, lleno de luces, alto hasta el techo de su casa. En la base del árbol había una especie de manta roja, en el cual descansaban las figuras de un pesebre muy llamativo, de muchos colores y más grande de lo normal. Todas las tardes del mes de diciembre abría la mampara de su casa para que el arbolito se viera de afuera. Todos los que pasaban por ahí, se detenían un momento a contemplar tan lindo adorno. En ese tiempo en la mayoría de las casas se hacían arboles naturales, de ramas de pino, por lo que era llamativo ver un árbol artificial, sobre todo para un niño como yo, imágenes que me quedaron grabadas. En la esquina de calle Paraguay estaba el almacén de don Pedro Contreras Iturrieta. Recuerdo el nombre completo porque siempre leía las boletas que me daba cuando iba a comprar. Don Pedro era un caballero muy educado y amable, de pelo blanco como la nieve. Vestía siempre pantalones de tela azules o cafés y en el invierno usaba chalecos de lana muy gruesa y una bufanda café en el cuello. Su negocio era muy antiguo, con esas características de antaño. Las despensas en la pared del almacén llegaban hasta el techo y en las últimas de arriba, tenía los papeles higiénicos, que don Pedro bajaba con un palo que tenía un gancho. Había un mesón grande que en cada esquina tenía unas dulceras de cuatro niveles en forma de pecera de un cristal muy grueso, que en su interior guardaban distintos tipos de dulces (candys, dulces medias horas, dulces pololo, toffee, calugas de leche y chocolates de colores marca Calaf que tenían un autito antiguo dibujado en el papel que los envolvía). Otro objeto de ese mesón era la romana antigua cuyo sistema de operación me costó muchos años entender, al pensar una y otra vez por qué 96 cuando don Pedro pesaba algo (harina, yerba mate, fideos, azúcar) ponía unas especies de tejos de fierro que tenían grabado cada uno una leyenda 1kg, 2 kg. También en el mesón había una vitrina de vidrio y madera café con muchas divisiones en la cual se depositaban los más finos chocolates y dulces de la época (chocolates Capri en barras grandes, cajitas de cartón de dulces Ambrosoli, cajitas de cartón de dulces de miel, entre otros) éstos se compraban para ocasiones especiales como cumpleaños u otros. El almacén de don Pedro era atendido por él y su esposa, la señora Anita. Ella era una anciana muy amorosa que llevaba el pelo corto crespo, de lentes al igual que su esposo, siempre con pintoras de colores, que eran delantales abotonados y con mangas, como cotonas. Ellos tenían una renoleta blanca, automóvil que sólo sacaban para casos y situaciones especiales, como el domingo cuando iban al campo a Calle Larga o para algún trámite muy importante. Me encantaba ir a comprar a dicho negocio a la hora de las onces. A esa hora al Sra. Anita le llevaba a don Pedro una bandeja con un tremendo tazón de leche y pan batido crujiente de la panadería. Nunca entendí porque comía pan sin nada en su interior, pelado como se dice, teniendo tantas cosas en el negocio. Él comía ahí en el mesón sentadito en un rincón, mientras ella “despachaba”, que era como le decían cuando atendían público. En ese almacén alcancé a ver vender el aceite y fideos sueltos, yerba mate, entre otras cosas vendidas a granel. A veces mi mama le juntaba las bolsas a don Pedro y me mandaban a dejárselas, muy agradecido me regalaba un rico “ricolate o rigochoc”. Una cosa que me marcó de las tantas veces que fui a comprar ahí, fue que -cuando había mucha gente en el almacén- una señora le pidió “fideos para perro”. Don Pedro le dijo “señora yo no vendo comida para perros”, a lo que ella responde “sí, de esos sueltos”, a lo que don Pedro, algo molesto, le dice “nunca más diga de esa manera señora, porque hay personas que vienen a comprar de esos fideos para hacer el almuerzo en su casa y es lo único que pueden comprar y darle 97 a sus hijos”. La señora y todos quedamos sorprendidos e incómodos, como “para adentro”. Frente al almacén de don Pedro había un boliche de cambio de revistas. Ahí iba mi mama a cambiar las novelas que ya había leído por otras pagando $50 pesos. El lugar también vendía chicles y dulces. El pan lo comprábamos en la Panadería Centenario, donde su dueño, Juan Carámetro, quien vendía personalmente los pasteles. Los días domingo, el único día que se tomaba bebida, había que ir a comprarla exclusivamente a la botillería “Tacchini”, atendido por sus propios dueños. En el año 2000 nació mi hermana y cuando ella enfermaba pasaba con nosotros mi “mamita Elsa”, que venía desde Llay-Llay. Era lindo esperar a la abuelita que se bajaba de la micro en la esquina, con un bolso grande con cosas para “Javielito”, quesos, huevos, queques con nueces para que el niño llevara de colación al colegio. Mi casa pasaba llena de gente, por lo tanto nos debíamos cambiar a otra más grande. Eso fue en el año 2000, recuerdo que yo tenía 15 años. Me fui llorando a la otra casa, ya que viví muy lindos años ahí. Me gustaba mucho el barrio, fui feliz en Centenario, con gente sencilla y noble. He pasado por ahí, y solo queda la señora María (mama de la Cuca), todos los demás han fallecido y sus hijos han vendido las casas. Algunos vecinos eran muy amorosos, no puedo dejar de mencionar a la señora Clara y don Pascual Montenegro, muy lindas y nobles personas. Me emociono al acordarme de la señora Clara, ya que la última vez que la vi nos encontramos en el centro. La saludé y ella acarició mi rostro y me dijo, con el mismo tono de voz suave y dulce que la caracterizaba, “Javier, tienes la misma carita de cuando eras un niño”, al terminar de decirlo lágrimas rodaron por sus mejillas. 98 Relatos de Calles y Lugares 99 100 Caminando por el barrio en los años 50 César González Araya Permítanme abrir una página de un añoso barrio lleno de historias, construcciones y personajes. ¿Por dónde empezar? Punto de partida. Avenida Chacabuco esquina de República Argentina. Mis primeros pasos se encuentran con planas y pulidas piedras de río en su primera cuadra, luego… camino de tierra. Siendo la calle República Argentina de tierra, era usual que los vecinos regaban la calle desde la acequia con palas hechas con tarros recortados, con el fin de evitar que el polvo se levantase. Había pocos árboles con excepción de esos frondosos sauces llorones que colgaban de los potreros colindantes al poniente, ramas que muchas veces nos servían de improvisados columpios. En esos largos y lluviosos inviernos esta calle se transformaba en un pequeño barroso río que no permitía el tránsito de los vecinos. Luego, al correr de los días, la calle volvía a ser ese gris y polvoriento lugar. En estas calles, se podía ver el transitar de carretas y de unos pocos viejos y gastados automóviles. Sin olvidar por cierto, un gran número de coches Victoria de color negro brillante, con sus faroles con candelas que en las noches hacían una bella imagen. Cada ciertos metros se disimulaba una suerte de vereda. Las casas con fachadas de barro bien trabajado. Algunas con colores simples, otras más coloridas. Al aproximarse la primavera y el 18 de septiembre, la calle mágicamente cambiaba de ambiente: banderas y nuevos pintados de frontis de las casas. La entretención que teníamos con esos coches Victoria era colgarnos en la parte posterior. Mientras, los que no la hacían, gritaban “huasca atrás”. El cochero reaccionaba pegando unos “huascazos” hacia atrás, para alcanzarnos. Era el momento de abandonar nuestra aventura infantil. 101 Una pichanga de fútbol entre los jóvenes de la calle República Argentina y sus contrincantes de la Avenida Chile, tenía como nuestro mejor estadio, una cancha de tierra, la calle. Se empezaba cuando el sol bajaba un poco hasta al anochecer, ahí recién se daba término al partido. Paso ahora al detalle de lugares y personas que con el tiempo pasarían a ser parte de la historia de Centenario. El Italiano (Señor Cuneo) dueño de una botillería y una camioneta marca “International” de color gris con barandas de madera. Repartía chuicos y garrafas de vino por el sector del Patagual, el Pedrero y San Vicente. Alguna vez, como estudiante, ayudé en estos menesteres por una módica suma de dinero, útil como aporte familiar. Luego, como vecino tenía una Sede: el sindicato de la fábrica de conservas marca Oso, espacio de reuniones de los trabajadores. Lugar donde también se podía comprar mercadería básica a bajo costo: azúcar rubia, jabón gringo, legumbres y otros. A mitad de cuadra había una casa de dos pisos, que era usada como lugar de compra de nueces, empresa que pertenecía a las familias Redondo y Esteve. Ahí se congregaban muchas mujeres, entre ellas mi mamá, mujer de eterno esfuerzo, quienes partían las nueces para luego ser comercializadas por sus dueños. Las cáscaras eran vendidas por sacos para hornos caseros y braseros familiares. Con el tiempo fue demolida dando paso a una nueva iniciativa: una pastería (lugar de venta de pasto y otros) cuyo dueño era don Lorenzo Jorquera quien era asistido por su esposa, la Sra. Anita, persona muy devota, de misa diaria. En este lugar se abastecía de alimentos a todos aquellos que tenían vehículos de tracción animal, coches Victoria, carretones areneros y fleteros. En ese tiempo, era común que los vecinos tuviesen en sus casas pequeños criaderos de aves y pequeños animales. Por lo tanto, la compra de morocho, afrecho, harinilla, curaguilla era obligada en el local de don Lorenzo. Actualmente en ese lugar existe un taller mecánico y un local de venta de ropa americana, propiedad del antiguo funcionario de la Municipalidad de Los Andes ya fallecido algún tiempo, el señor Herrera. 102 Vamos de norte a sur en nuestro recorrido. Donde se encuentra actualmente el supermercado Santa Isabel y su estacionamiento, por República Argentina, correspondía a una propiedad de una distinguida dama cuya estampa femenina, adulta mayor, era de atracción para la época, por su estatura y elegante forma de vestir. No recuerdo su nombre pero sí su figura. Contiguo había un chalé que para la época llamaba la atención. En esos años, era común identificar las esquinas con el nombre de las familias cuyo domicilio estaba justo en ese lugar. Desde Avenida República Argentina, partamos con calle Venezuela, asociada a Hugo Villarroel y Julio Zenteno. Antiguamente ahí compraban huesos y fierro, local cuyo dueño era don Arturo López, quien con el tiempo instaló un negocio de repuestos para vehículos en la Avenida Chile. La esquina de Colombia, con la familia Torrealba. Lidia Torrealba antigua empleada de la desaparecida farmacia Esmeralda y su hermana Elba funcionaria jubilada del registro Civil de Los Andes. Cerca de ahí, para nosotros era entretención juntar pequeños sapos que se encontraban en una acequia de agua estancada que corría entre la calle Venezuela y Perú. El bebedero que existía en la Av. República Argentina surtía de agua a los caballos que tiraban a los coches Victoria y carretones areneros. En veranos era nuestra improvisada piscina de niños, ignorando las consecuencias que podía tener para nuestra salud. Como era un espacio chico, nos turnábamos para su uso mientras no llegase un coche Victoria a saciar la sed de su caballo. En la actualidad dicho bebedero es un mojón o hito que permite la división de dos calles: República Argentina y Eduardo Frei. Esos bebedores estaban en la punta de la popularmente llamada “Plazuela de los Gorilas”. Se llamaba “andar con el gorila”, cuando se andaba borracho o con resaca. Entonces, muchos de ellos pasaban “la mona” en ese lugar. Ahí, estaba el bebedero donde saciaban las sed los pobres caballos de los coches Victoria y carretas que llevaban arena y ripio a diferentes lugares. 103 Por ahí mismo nos encontramos con la fábrica de baldosas, tubos y pastelones que era atendida por sus propios dueños el señor Rives, su esposa e hijo (gran ciclista deportivo). Mención aparte merecen los trabajadores que con la experiencia y maestría ganada con el tiempo, creaban hermosos diseños para las baldosas. En la esquina de Rep. Argentina con calle Perú estaba el almacén de don Raúl Fuentes, que surtía de víveres a las familias del barrio. Usaba ya un sistema de crédito para la compra, teniendo como registro una libreta donde se anotaba el valor de la deuda. La familia Rives vivía en lo que hoy es la oficina de Vialidad. La esquina de Bolivia con República Argentina, se identificaba con los Carrillos, familia conformada en su gran mayoría por mujeres, una de ellas fue profesora de la Escuela N° 1, actualmente Liceo América. Había un solo hombre, Clemente López Carrillo, hijo de doña Rebeca Carrillo. Clemente a pesar de sostener una pequeña discapacidad física tenía un sello de esfuerzo personal. Lo sé porque fuimos compañeros de curso en el Instituto Chacabuco. Sacó un título de técnico en radio. En esa misma esquina de Bolivia con República Argentina, se ubicaba un cité o conventillo habitado por varias familias que no tenían casa propia. Con el correr del tiempo el lugar se convirtió en un molino cuyo dueño y fundador fue don José Mardones. Actualmente existen locales comerciales. Caminamos siempre por República Argentina hacia el sur y nos encontramos con la calle Uruguay, esquina identificada con tres familias: Fuentes, Navarro y Viguera. Calle Paraguay, con el almacén de don Pedro Contreras. Cuadra siguiente, Guayanas, con la carnicería del Señor Orellana y una familia evangélica que daba baños medicinales los sábados. Mención necesaria para la familia Quiroga Atencio quienes tenían un carnicería. Finalmente, esquina de Chacay, actualmente Arturo Prat, con don Edmundo Herrera. La calle denominada actualmente como Eduardo Frei, se conocía como Tres Esquinas, era una calle típica de campo, polvorienta, sin ningún rasgo de progreso. En esa calle, por su costado poniente, partiendo de la calle Perú hacia el Sur, existían grandes 104 potreros donde se cultivaban chacras con choclos, porotos tiernos y granados, sandías, tomates y melones. A esos lugares llenos de sandías se les llamaba sandiales. Familias enteras se congregaban allí a diferentes horas para comprar o degustar estos productos en una ramada hecha de ramas de álamos que cobijaba del calor, con unos improvisados mesones y bancas que hacían de comedores. Uno podía elegir el producto a consumir. Era muy típico. Al final de Tres esquinas, estaba la Escuela N° 30 en una vieja casona cuyo piso era de ladrillos, albergue educacional para la mayoría de los niños y niñas que vivían próxima a ella. Menciono con cariño a sus profesoras normalistas de gran corazón y dedicación a su labor educativa: doña Teresa Galdames, su directora, y sus profesoras, Gilda Álvarez, quien llegaba diariamente en su bicicleta, y la señora Georgina Vargas. La cuidadora era la Señora Filomena quien no dejaba su cigarro diario. En el barrio hay varios puntos y lugares icónicos. La Plaza Centenario, lugar de encuentro desde siempre. Muchas parejas de pololos, hoy abuelos o tal vez bisabuelos, bailaban al compás de los boleros transmitidos desde la casa de don Humberto Casarino. La plaza estaba enrejada en todo su entorno, rejas que se abrían temprano en la mañana. Era común ver a estudiantes preparando las materias para los exámenes próximos en la plaza y a lo largo de la Avenida Chile. Con un cuaderno en la mano y en la otra una rica hallulla con chicharrones compradas en la amasandería de los Hermanos Olivares o donde el Pela’o Tamaya. Aprovechando la cercanía de la Iglesia de Fátima contigua a la plaza, nos encomendábamos para el éxito y aprobación del examen. En el barrio estaba el Estadio Centenario, testigo de tantas jornadas de box y campeonatos nocturnos de baby fútbol, así como la instalación del circo “Las Águilas Humanas”. Había un sitio eriazo al costado de lo que hoy es la Población Arturo Prat, donde nos reuníamos los jóvenes del barrio y de otros lugares a jugar una interminable pichanga de fútbol. Hay que 105 mencionar que entre los que participábamos estaba el “Mago Saavedra” también conocido como “Mangora” quien con tiempo llegó a ser seleccionado nacional. 106 El Centenario de antaño Rosa Araya Pulgar En el Centenario que conocí de pequeña, las calles y veredas no eran pavimentadas. Por ambos lados las calles tenían acequias donde corría el agua en verano y los vecinos regaban la calle para que no se levantara polvo con el paso de las carreteras y los coches Victoria. La plaza en esos años tenía rejas de madera con cinco puertas alrededor, cuyo jardinero las cerraba a las diez de la noche. Pero el domingo y miércoles que había baile, las cerraba a las 12. Estas rejas protegían un jardín que tenía plantas y lindas flores. En el centro había una pileta que siempre estaba llena de agua. Los niños de esa época la usaban como piscina. Había un pilón más pequeño donde se bebía agua. En aquellos tiempos se realizaba la Fiesta de la Primavera, donde se elegía reina y rey feo. Una vez elegidos los candidatos, se organizaban fiestas en la plaza con orquesta, ocasión en la que venían cantantes de renombre como Lucho Gatica. También en la plaza se escuchaba música, con parlantes que ponían donde hoy está la estatua de Arturo Prat. La música la sintonizaban desde la casa de Humberto Casarino que en la actualidad es un colegio. Los bailes se llevaban a cabo los miércoles y domingo, empezaban a las 20:00 y terminaban a las 24:00 horas. La juventud de esos años se entretenía con aquellos bailes en la plaza. Por Avenida Chile en la esquina con Bolivia estaba el “Emporio San Roque”, al frente de la carnicería del Rubio que aún está. En ese emporio, en aquellos tiempos, el azúcar, el arroz y demás mercaderías se vendían desde 1/4 de kilo y más, y el aceite que traían en tambores también se vendía desde 1/4 de litro, es decir, todo a granel. 107 En Centenario estaba la media luna también. Ocupaba una manzana completa entre calle Brasil, Uruguay y Paraguay y demás calles. Ahí se hacían rodeos y a veces corridas de toros. Por avenida Chile traían el ganado arriando hasta encerrarlos en los corrales. Después de terminado el rodeo se hacían bailes con grandes orquestas en el galpón que tenía la entrada por calle Brasil. En calle Arturo Prat, donde está la población del mismo nombre, antes había varios potreros que tenían varios cultivos sembrados con tomates, ajíes, choclos y demás verduras. Los potreros estaban cerrados con tapiados o cercos verdes. En ese mismo lugar había una cancha que era de tierra en que los jóvenes jugaban a la pelota, la llamaban Maracaná. Detrás de esa cancha había más potreros. Para las fiestas patrias pasaban por avenida Chile carretas tiradas por bueyes, adornadas con flores. Sobre ellas venían varias cantoras cantando, invitando al campo de Marte y cantando alegres cuecas, lugar donde se hacían las ramadas, precisamente en el espacio de la cancha del Maracaná. Las ramadas se llamaban así porque las hacían con ramas de sauce. La gente se iba temprano ahí, hacían picnic y estaban todo el día. 108 El Pozo Carreño Silvia Páez Henríquez Hasta mediados de la década de 1960, la manzana que está entre las calles Brasil, Arturo Prat y Paraguay se conocía como el “Pozo Carreño”. El lugar era un sitio abierto que tenía un precario portón, que estaba por el lado de la calle Brasil. Se llamaba así porque el dueño de aquellos años era don Antonio Carreño Silva, de quien hay pocos recuerdos porque falleció mucho antes. Además, la característica que tenía el terreno era que estaba más bajo que el nivel de la calle, así como un gran hoyo, debido a que ahí se hacían ladrillos y sacaban tierra del mismo sitio. En esa misma manzana, se guardaban varios coches Victoria que tenían algunos vecinos del barrio que trabajaban en el rubro. Todos ellos tenían un numero en el carruaje y eran los únicos medios de transporte que había para el interior de la ciudad. En el lugar también se dejaban algunas carrozas tiradas por caballos usadas en esa época para los funerales. Aún recuerdo algunos de los nombres de los dueños y choferes de los coches Victoria, muchos eran conocidos solamente por sus apodos, como “Los Figueroas” o “Medios patos”, “El Tortilla”, “El Piojo” o el “Cristo Negro”. El Pozo Carreño era el lugar apropiado para guardar ese tipo de carruajes y sus caballos, ya que además de su amplitud y apertura, en el lugar había una herrería, con un artesano que hacía las herraduras para los caballos que estaban ahí, así como para otros, con una fragua para calentar los fierros y moldearlos a golpes de martillo. Antiguamente la calle Chacay, como se conocía a la Av. Arturo Prat, era un callejón sin luz, oscuro y tenebroso como muchos lo recuerdan. Corría una acequia con agua por la orilla. Al frente estaba el fundo de los Silva que tenía muchos árboles y un gran 109 portón, produciéndose mucha oscuridad en ese trecho, por lo que poca gente se atrevía a pasar de noche. El Pozo Carreño, desde los años 70 y 80 estuvo mucho tiempo abandonado ya que los dueños eran de Santiago. Una parte terminó transformándose en un basural. Había una enorme y añosa mata de olivo, unas matas de tuna y un cañaveral (cuyas cañas eran utilizadas para hacer volantines). Como las calles eran de tierra y con poca iluminación, cualquier persona entraba y ocupaba el terreno como vivienda por el lado de Arturo Prat. De hecho, en el terreno vivieron algunas familias pobres, con muchos hijos y allegados, en precarias casitas de madera. A mediados de los años 90, nuestra familia compró el terreno a los bisnietos del señor Carreño. Se limpió, se remodeló y se construyeron grandes galpones donde por muchos años, entre 1994 y el 2009, funcionó “Remates Toledo”, por Av. Arturo Prat, donde hoy funcionan talleres de pintura y desabolladura automotriz. 110 Locales comerciales y otros recintos del Centenario de ayer Jorge Delgado Cada vez que los centenarinos se reúnen a conversar, no pueden dejar de recordar cómo era nuestro barrio en el pasado. Hoy vamos a evocar el paisaje, sus calles y aquellos establecimientos comerciales que dieron vida a esta parte de la ciudad. La señora Irma Garay, Patricio Montenegro, Luis Moreno y muchos vecinos más, colaboraron para que podamos reconstruir esta historia. Iniciaremos un recorrido imaginario que nos llevará por el Centenario de ayer. Comenzaremos nuestro caminar por la arteria principal del barrio, la Avenida Chile, yendo de norte a sur, esto es de Chacabuco hacia Arturo Prat. Al comienzo estaba la Pastería y Bodega, negocio del señor Juan Huerta junto a sus hijas, Alicia y Gina. Vendían colizas o fardos de pasto, afrechillo, carbón y alimentos para aves. Lamentablemente, ese negocio se incendió. En la esquina de calle Colombia, frente a la antigua Escuela N° 1, Liceo América, existía un negocio donde los alumnos compraban pan amasado con ají en los recreos. La Panadería “La Selecta” o “Cacciuttolo” estaba ubicada frente al Club de Tenis, al lado de la casa del señor Oscar Lagos Covarrubias, destacado personaje andino, que ocupó una serie de cargos importantes en la ciudad, entre ellos el de Alcalde. El antiguo Gimnasio Centenario, poco más al sur de Venezuela, fue y es un establecimiento testigo de grandes hazañas deportivas. Estaba construido de madera y la cancha se encontraba ubicada de norte a sur, a diferencia de su orientación oriente111 poniente actual. Frente al Gimnasio Centenario estaba el emporio de don Mario Galdámez. En la esquina sur poniente de la Av. Chile con Perú, donde hoy se encuentra una reparadora de televisores, había una Fuente de Soda. Al frente estaba el Taller Mecánico de don David Vargas. La recordada Pochita tenía su negocio entre Perú y Bolivia. Señora muy querendona, bajita, muy amable para atender a los niños que pasaban a comprar los famosos “quesitos de higo”. A su casa, generalmente, llegaban burros cargados de leña. Un poco más allá, en Av. Chile con Bolivia, estaba la fuente de soda de Quenito, donde varios jóvenes disfrutaban y conversaban, entre ellos los Carloto. El local era del señor Martínez, quien le pidió a Quenito el recinto, para poner un negocio en el que se vendían una de las delicias de los niños, los “guatones” y los “quemados”, unos dulces artesanales exquisitos. Al frente estaba la carnicería de Ernesto Escobar. Por esa misma avenida, entre Bolivia y Uruguay estaba la amasandería de don Juan Tamaya. Cerca de ahí, se ubicaba un Taller de Bicicletas. Por esos mismos lados estaba la Amasandería de los Olivares. En la esquina de Avenida Chile con Uruguay, hacia la punta nororiente de la plaza, estaba la Fuente de Soda del señor Villarroel, la verdulería y frutería de don Juan Suazo y la carnicería de Agustín Villarroel. Por Uruguay, un poco más al poniente, estaba la botica de la señora Luz Galdámez, una pequeña farmacia frente a la plaza. Era el tiempo de antiguos remedios como Mejoral, Geniol, Obleas chinas Li Bu Pax, Pectoral, Sulfato de Soda, Aceite Ricino, el Aceite de Bacalao, Vitaminol, Mentobalsam, Nervotón, Vatanal, Mentalol, Calmatol, Quitacallos, etc. Este negocio no duró mucho tiempo y debió cerrar, ya que los vecinos de Centenario preferían ir a comprar sus remedios a las boticas del centro de la ciudad. 112 En la otra esquina de la Plaza, con Valentín Pardo, estaba el almacén de don Alfredo Tacchini, que actualmente es una famosa botillería. En Avenida Chile con Paraguay estaba la carnicería de don Tito Silva y al frente el Restaurant “No Me Olvides”. Más abajo, hacia el sur, en Avenida Chile con Guayanas, estaba el almacén de “La Camello”, como se le conocía. Por la misma Guayanas, entre Chile y Argentina, estaba la amasandería de la Señora Olga Arancibia, quien permitía que las dueñas de casa de Centenario llevaran sus queques para cocerlos en sus hornos. Hacia el final de Avenida Chile había un almacén de abarrotes, pero que a uno lo podían entrar al patio, a una venta clandestina de alcohol, cuya propiedad era de los Fuentes, dicen que podía beberse hasta las cinco de la mañana. En la esquina de esta principal avenida con Arturo Prat estaba el almacén de la señora Justa y los Hermanos Fuentes. Por ahí también estaba la Quinta de Recreo Santiago, de la familia Rodríguez. Dando la vuelta, por República Argentina, de sur a norte, se ubicaban varios locales, ya que esta era la segunda avenida más importante del barrio Centenario. En esa avenida, entre Arturo Prat y Guayanas, estaba la Carnicería Quiroga. Al lado se encontraban los Baños termales de cajón y yerbas medicinales junto a un Culto Evangélico, ambos espacios que mantenía don Belarmino Figueroa. Su esposa Aminta era una señora muy respetuosa, de una sonrisa característica y que vestía siempre trajes muy largos. Un poco más abajo, entre la famosa calle Teniente Bello, entre Guayanas y Arturo Prat, estaba la Quinta “La Flor de la Canela”, cuya dueña era la señora Lidia Lazo y sus hijas, de quienes se dice cantaban muy lindo. Por ahí cerca, entre Teniente Bello y Tres Esquinas, en Arturo Prat estaba la “Piojera”, un humilde local para beber, comer y bailar hasta la amanecida. Siguiendo por la Avenida República Argentina esquina Guayanas estaba la carnicería de don Ramón Orellana. En la esquina 113 siguiente, de Paraguay, estaba el almacén de don Pedro Contreras. Y más allá, en la esquina de Uruguay, estaba otra carnicería, la de don Rubén Vigueras. En esa misma esquina, estaba el almacén de Aníbal Fuentes. En la esquina de Perú con República Argentina, había un almacén y otro clandestino, que le nombraban “La Farmacia”, donde los parroquianos pasaban por su remedio, un traguito. Más hacia el norte por la misma Avenida República Argentina, en la esquina de Colombia, estaba el Molino Centenario. Por esa misma calle Colombia, hacia el interior, estaba la Quinta “El Rosedal”. En la calle Tres Esquinas, llamada hoy Eduardo Frei, cerca de las torres de alta tensión, estaba ubicada la recordada Escuela N° 30. Era una casona de murallas muy anchas y tejas a la antigua. La señora que cuidaba el recinto se llamaba Fidelia, siendo su directora la señora Teresa que vivía cerca de ahí. En dicha calle, esquina con Arturo Prat, estaba el almacén de la señora María Masman, y al frente tenía su casa el señor Santiago Ross, que hacía letreros de todo tipo y que además era pintor de paisajes al óleo. En calle Brasil, entre Uruguay y Paraguay, estaba el negocio de la señora María, famosa por los mantecados, tablillas y quemaditos. Como se puede ver, esta no ha sido una tarea fácil. Fue, por el contrario, una labor exhaustiva, ya que hubo que confrontar los datos entregados por diversos vecinos, que en algunos casos no concordaban con la georreferenciación de los diversos establecimientos. Gracias a ello, hemos podido pintar un panorama bien amplio de los locales y negocios que existieron en el Centenario de ayer. 114 Recorriendo algunos lugares y personajes del viejo barrio Silvia Páez Henríquez Hay muchos recuerdos del Centenario de antaño en quienes vivimos en este barrio. Contaré algunos de ellos, buscando revivir así esas memorias de los viejos y viejas del barrio. Calle Vieja se llamaba a la actual Av. Eduardo Frei, que iba de Perú hasta Arturo Prat, en cuya esquina se juntaba con la calle de Béjares, punto al que por eso se le denominó Tres Esquinas. Era una calle de tierra muy solitaria, tenía casas solamente hacia el costado poniente, el lado de Centenario. Al frente eran solo potreros con enormes murallas y árboles, con una que otra casa dispersa. Esos potreros se llenaron de poblaciones en los últimos años de la década del 60. En esa larga vía había dos locales que recuerdo bien. Ahí, frente a la calle Uruguay, estaba el recordado sandial de don “Pancho Largo”. Todos los de Centenario alguna vez compramos sandias en aquella tradicional ramada rústica hecha de ramas, al que se entraba por un portón que estaba en la Calle Vieja. Su dueño vivía más abajo, hacia el sur, por la misma calle. Al final, llegando a Tres Esquinas, algunos recordarán la antigua casona con grandes barrotes de fierro en la ventana y pisos de ladrillos en la sala de clase, era la Escuela n° 30, atendida por tres profesores y la directora. En 1965 esa escuela fue trasladada a la recién construida Población José Joaquín Aguirre, adquiriendo el nombre de Escuela Jhon F. Kennedy. Como un barrio que se fue poblando cada vez más, tuvieron que surgir en Centenario varios puestos, locales, negocios y empresas 115 que atendían a la población local como a la de la ciudad. Recordemos algunos. En la calle Arturo Prat, más hacia el poniente llegando casi a las Tres Esquinas, estaban los establos y lechería de don Humberto Casarino. En ese recinto estaban los corrales de las vacas y en un galpón con muy poca higiene se sacaba la leche. La gente que trabajaba ahí lo hacían de modo muy artesanal, unos se preocupaban en alimentar y cuidar las vacas y solamente una señora, Margarita Flores, sacaba la leche. En ese mismo lugar, se vendía la leche natural al pie de la vaca sin aditivos. A ese punto también llegaban los lecheros a comprar leche en enormes tarros que usaban para vender el líquido en carretelas por las calles de Los Andes tocando un pito. Hoy esos establos no existen y en su terrenos se encuentran las poblaciones Antonio Mery y Vía Libre. En República Argentina con Paraguay estaba el tradicional almacén de don Pedro Contreras, que en esos años era como un “supermercado”. Tenía paquetería, librería, remedios, dulcería, carnicería, abarrotes, vendiéndose varias de esas mercaderías a granel, como el aceite que se expendía sin envasar por 1/4, medio litro y un litro, en un tambor con bomba en donde llenaban las botellas de los clientes. El rico pan amasado se podía comprar en varias de las famosas amasanderías del sector. Estaba la de Juan Tamaya, que a las 5 de la mañana ya tenía el pan caliente listo para la venta, lo que también sucedía en las otras, como en la de los Olivares, los Cataldo y los Araya. En la esquina de Uruguay y Av. Chile estaba la verdulería de Juan Suazo, con sus enormes canastos de verduras y montones de sandías y melones en la calle. También estaban los helados del Viejito Palacios, que eran de fabricación casera, muy ricos. En esos años las calles eran de tierra y casi no había automóviles, por lo que nos movíamos en coches Victoria, carretelas, caballos, a pie o en algunas bicicletas. Los vecinos de igual forma usaba las calles como espacio para reunirse, compartir y movilizarse, y es ahí donde recordamos varios de los personajes de ese Centenario 116 antiguo, personajes típicos que todavía están en el recuerdo de muchos. Como los Carloto, el Mangora, el Chico de los Berros, el Matus, el Monocley, el Mote Mei o motero, el Clorito. Me acuerdo de varios, pero quiero destacar a dos. Octavio Cortes vendía el diario La Aurora, el de mayor circulación local, con un grito muy especial “LA AURORAAAAA”, que se escuchaba como a las 7 de la tarde, muchos de los viejos como que a esa hora aún los escucháramos. También estaba la “Pechenta” que se conocía solo por su apodo, era una mujer indigente y alcohólica, de estatura más bien baja, que circulaba por las calles pidiendo, “pechando”. Murió en la calle. A nosotros, los más viejos, no se nos puede olvidar la cancha Maracaná, ubicada en lo que hoy es la Población Arturo Prat. Era una cancha de tierra muy rústica, en realidad un potrero con matorrales por la orilla sin lugares donde sentarse. Los fines de semana se jugaban los partidos de barrio, juntándose mucha gente a ver el fútbol, encuentros protagonizados por los equipos de Centenario, Deportivo Escuela, Huracán y Valentín Pardo, a los que sumaban San Martín y otros. En la semana era típico ver jugar a niños con pelotas de trapo. Ese terreno también era conocido como “Campo de marte”, ya que ahí se instalaban las fondas y ramadas para el 18, días en que el lugar era muy concurrido por gente de todo Los Andes. En esos años las ramadas eran muy pintorescas, ya que se construían con troncos y se cubrían con ramas de sauce, adornándose con papel de volantín. En el día había mucha alegría, familias, niños corriendo y elevando volantines, mucha comida y bebida. Algunas noches, y en algunas ramadas, el ambiente a veces se tornaba un poco más ruidoso, ya que luego de la venta de varios jarros de vino, chicha y cleri, no faltaban los más emborrachados que se enemistaban, formándose las infaltables peleas y alborotos. Los de Centenario nos caracterizábamos por la gran cantidad de bailes y celebraciones que teníamos. Quién no recuerda los bailes de año nuevo en el Centro Pro Adelanto, que era como una gran 117 familia que celebraba junta. Teníamos también la fiesta de la primavera y las tardes bailables de todos los domingo, gracias a la música que se colocaba desde la casa de don Humberto Casarino, espacio donde los vecinos disfrutaban en tranquilidad en la Plaza de Centenario, que en esos años era cerrada, con reja por todo el contorno y una entrada en cada esquina. 118 República Argentina 232, ida y vuelta Evelyn Covarrubias Vera En su juventud mi madre, Noemi Vera, trabajó cuidando a un señor de nombre José Arredondo. En todo el tiempo que estuvo ahí, hizo una estrecha relación con la señora Claudina Sánchez, esposa de José, y una amistad muy especial con su hija María Glidella Arredondo. Dichas amistades perduraron por mucho tiempo, aunque las vueltas de la vida la llevasen a trabajar a otro lugar. Las mismas vueltas de la vida hicieron que mi madre tomara un nuevo rumbo. La vida sorprende y cuando un matrimonio se termina hay que volver a comenzar en algún lugar y fue precisamente en el Barrio Centenario. Después de haber estado instalada por mucho tiempo en el centro de la ciudad con su peluquería, decidió cambiar de barrio. Fue así como, con la astucia de mi madre, su capacidad e inteligencia, sus más de quince años de experiencia, en el año 1999 consigue un local en República Argéntica 142-B, para instalar su peluquería que ya tenía por nombre EveKar. Muchos clientes la siguieron hasta ese lugar. También llegaron nuevos clientes de Centenario que se querían atender con la peluquera recién llegada. Se sorprendían al saber que ya tenía muchos años de experiencia en peluquería, lo buena que era cortando el pelo a los varones y damas, haciendo peinados a las novias o para la ocasión que se necesitara. Muchas veces la vi trabajar a puertas cerradas porque alguno de los vecinos de por ahí no alcanzaba a llegar a atenderse. Los rostros de los vecinos comenzaban a ser más conocidos. La señora Anita, la costurera. La señora Lupe de los disfraces, vecina del local de mi mamá. Don Rafael de la mueblería de la esquina y tantos otros. Eso es lo que tiene este barrio de Centenario hasta el día de hoy, la buena amistad, el buen saludo y cordialidad entre los 119 vecinos. Ya mis abuelos paternos me lo habían mencionado en alguna oportunidad. Mientras transcurría ese año, mi madre se reencuentra con la señora Claudina. Siempre la pasaba a saludar a la peluquería, con ese carisma tan especial, su voz inconfundible cada vez que llegaba, su sonrisa y amabilidad. Fue en una de esas visitas en que mi mamá le contó del gran problema que tenía. Estaba buscando un lugar para irnos a vivir las tres, mi mamá, mi hermana, yo y nuestro perro Luky. Pero no encontraba una casa adecuada. Nos ofreció irnos a vivir las tres a República Argentina 232. Después de pensarlo, meditarlo y posteriormente conversarlo con nosotras, aceptamos la propuesta de la señora Claudina, de irnos a vivir a la segunda casa que tenía en su propiedad. En la primera vivía con su nieta, Camila Herrera, hija de María Glidella Arredondo, quien lamentablemente hacía ya muchos años había partido de este mundo a causa de una dura enfermedad. También residía ahí Cynthia Arredondo Sánchez, otra hija de Claudina, con su esposo e hijito. En el año 2000, ya instaladas, comenzamos una vida familiar las tres juntas, al lado de otra familia muy especial, que nos recibieron con mucho cariño. Aún existe esa casa. Queda justo al frente a la punta de diamante de una pequeña plaza que limita con la calle Perú, que se conoce como la de los Gorilas, donde había un bebedero de agua para caballos, que seguramente se usó bastante en la época con más apogeo de la tracción animal. En la esquina de República Argentina con Perú estaba y aún está el Completón, un local de ricos completos con carne que en algún momento fueron parte del festejo de mi cumpleaños junto a los amigos. Me recuerdo que alguna oportunidad asistí a una jornada musical de primavera en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima, cuando había mucha gente aglomerada en ese lugar, era absolutamente la novedad. De ver los instrumentos musicales, un director y su orquesta con sus voces corales, todo un espectáculo para los habitantes de Centenario. Ahí está la Plaza de Centenario, una plaza muy agradable, con sus áreas verdes, sus árboles que han 120 acogido a tantos visitantes, como a los ancianos que suelen sentarse por las tardes en sus bancos de madera y charlar con amigos o simplemente llevar a jugar a los niños. Ahí mismo me junté con un muchacho, aunque en ello no entraré en detalles porque no es lo importante esta vez. Esta plaza tuvo un mejoramiento ornamental en el 2014, y ahora por un costado luce mesas para jugar ajedrez, un juego de aguas, que hace poquito se cambió por una pileta, aunque distinta a la de antaño. Se destaca el monumento de Arturo Prat que ha sido por años el elemento más importante del lugar, porque es un homenaje a la ciudad de Los Andes, donde se realizan los desfiles del 21 de mayo por la Avenida Chile. Nunca olvidaré este gesto tan noble de la señora Claudina al dejarnos vivir en aquella casa y darnos la posibilidad de comenzar de nuevo. Con todos ellos compartimos muchos momentos gratos. Cumpleaños, navidades y años nuevos, juegos, conversaciones por las tardes. También hubo momentos de tristeza, momentos difíciles en donde todo volvía a renacer, para que la vida continuase con su curso normal. Vivimos un buen tiempo ahí. Hasta que las vueltas de la vida nuevamente nos hizo partir de tan dichoso barrio. No he podido estar lejos de Centenario por mucho tiempo. Porque siempre hay un lugar al que tengo que volver: ya sea para el colegio de los niños en el Liceo Santa Clara en la calle Brasil, al estadio y al Gimnasio Centenario por alguna actividad deportiva en la Avenida Chile, porque hay que comprar útiles escolares en la librería Paréntesis ahí al frente, al supermercado Santa Isabel en Chacabuco con Avenida Argentina, ir a comprar el pan más rico y crujiente y los pasteles que siempre llevo para la hora de mi mate o las galletitas de miel para mi pequeño Diego en la Panadería Carámetro o Centenario, en Paraguay con Pdte. Eduardo Frei Montalba. La Pastelería Gina infaltable porque mando a hacer las tortas con diseño para los cumpleaños de mis hijos en la Avenida Chile; o ir a buscar el rico pollo relleno con papas, manzanas, cebollas y las deliciosas papas fritas en “Leñas y Brasas” en República Argentina. No puedo dejar de nombrar la Librería Centenario atendida por don Juan Marileo y su señora Eduvigis Saldívar que, por lo que me contaron alguna vez, 121 comenzaron con el negocio en 1986 y desde entonces -cuando las otras librerías están cerradas- han atendido hasta tarde a todos los que hemos llegado a última hora a buscar material para los trabajos escolares o algún regalo de último momento, y ahí están sus dueños, recibiendo a la clientela en Uruguay 359. Uno nunca deja de pasar por este barrio, que tiene historias, anécdotas, momentos que cada persona o familia ha vivido y que se resguarda muy bien. Un ida y vuelta las veces que sea necesario, por el motivo que sea, la cosa es ir, volver, una y otra vez… porque siempre habrá algo que contar o vivir en Centenario. 122 La Plaza de Centenario y los recuerdos de adolescencia Mauricio Segovia A pesar de que toda mi infancia, adolescencia y primera juventud se encuentran íntimamente ligadas al barrio de Centenario en su totalidad, si tuviera que elegir una locación esencial para filmar una película sobre mi vida, definitivamente tendría que ser la Plaza Centenario. A pesar de mis años alejado de mi ciudad natal y lo mucho que ha cambiado, puedo aún describir con detalle cada rincón y esquina de aquella plaza durante los años 90 y principio de los 2000. Estudié la básica en la Humberto Casarino, colegio que estaba justo al frente de dicha plaza que por su ubicación terminaba transformándose en una extensión del patio del colegio. Hacer clases de educación física, salidas a terreno, contacto con la naturaleza o simplemente jugar con los compañeros a la salida del colegio, tenían a este espacio como un escenario obligado. Junto a ella está la Parroquia de Fátima, donde me bautizaron, hice la primera comunión, me confirmé, se casaron mis hermanos y celebraron las bodas de plata mis padres, entre otros tantos eventos familiares. Esperar a mis hermanos en la plaza una vez terminado el colegio mientras salían de catequesis, era una verdadera oportunidad de jugar con los otros niños que, igual que uno, hacían la hora en ese patio gigante, seguro y sin límites. Frente a esa plaza tuve que realizar innumerables desfiles, con el busto de Arturo Prat mirándonos, héroe que le otorga el verdadero nombre a la plaza. Desfilábamos ahí los 21 de mayo, así como en otros tantos acontecimientos que sería imposible recordar. Me parece que fue ayer el día en que vimos como sacaban la pileta que llevaba años sin funcionar. A la antigua pileta mi madre 123 llevaba a mis hermanos mayores a ver los peces de colores que alguna vez tuvo. En ese mismo lugar instalaron el ancla que hasta hace pocos años dominó su parte central. Recuerdo que ese día, luego de salir del colegio, fuimos a ver la gran grúa que se encontraba en el lugar, para instalar algo que nos resultaba completamente desconocido. Como cualquier niño curioso, preguntamos que era “eso” que estaban dejando ahí. Para nuestro asombro nos contestaron que se trataba de un ancla. Aún tratábamos de entender por qué íbamos a tener un ancla y no una pileta como en todas las plazas, cuando Cristián –en un arranque de curiosidad- fue a preguntar al señor que la instalaba, si el ancla era de barco o de avión. Desde ese mismo momento, debió soportar nuestras burlas, las que duraron muchos años. Sin duda alguna mis mejores recuerdos de la Plaza son de la transformación que sufría cada verano cuando se realizaba la Fiesta de la Chaya. Fiesta que, aunque mucho más humilde que su hermana mayor del centro, era para nosotros la máxima diversión, sin duda alguna el panorama ideal de cada febrero. Recorrer los “puestos” que se instalaban con abundancia de flippers, ruletas, chaya, bingos, lotas y taca; concretar los primeros intentos -infructuosos, por cierto– de instalar una relación con la niña que te gustaba. La elección de la reina y el show artístico de cada día, por supuesto era, para este montón de niños, más que un dato anecdótico. Posteriormente comencé a cruzar esta Plaza en diagonal dos veces al día para ir y venir del Liceo, casi siempre solo, poquitas veces acompañado, pero sin duda alguna era todo un hito en el camino. Fue por esos mismos años en que la recordada plaza pasó a ser un centro de reunión, de encuentros, de juntas con amigos, de amores, desamores, de la previa del carrete y de miles de aventuras más que me tomaría mucho tiempo relatar. Cambiaron sus bancas, sus luces e incluso instalaron un teléfono público que cuando conocimos su número, se transformó en nuestro propio centro de llamados para ubicar amigos. 124 Comprar donde don Julio, ir a la librería de la señora Eva, descansar de vuelta de los carretes, realizar vida social a la salida de la misa dominical o sentarse en el pasto simplemente a crecer eran sin duda, algunos de los muchos panoramas que durante años me entregó. En ese momento no sabía que estaba dejando en ella, quizás, algunos de los años más lindos de mi vida y que a su vez, me estaba regalando estos bellos recuerdos que hasta hoy me acompañan. Ahora, solo puedo esperar que mi hija, más temprano que tarde pueda sentarse en su pasto, jugar con la nueva pileta o simplemente tomar un helado, y que esa plaza le pueda dar también algunos bellos recuerdos. 125 La Plaza Fátima y el recorrido por las calles Diego Guerra Y aunque sé que todos los lugares ya tienen un nombre, durante mucho tiempo dije Plaza Fátima y no Plaza Centenario o Arturo Prat. Me imagino que cuando pensaba en Centenario, lo único que tenía en mente era la Parroquia de Fátima y ese sol tan radiante y comestible, como una torta colgando en la pared del altar y sobre la recreación de la aparición de la virgen. Afuera, el templo está pintado de un celeste tan relajante y cremoso que cualquier mirada se pierde en toda esa densidad. Recién ahora y a propósito “del sol como una torta” o “la parroquia pintada de un celeste relajante y cremoso”, creo que estaba más influenciado por mi fanatismo a la Pastelería Gina y no tanto por el paisaje, porque quizá mientras yo la miraba estaba comiendo un pastel o un postre con una capa amarilla y chillona o un merengue denso y celeste. Tampoco creo que ese error de llamar equivocadamente a un lugar sea tan grave. Al menos no me trajo ninguna consecuencia, porque frecuentemente decía que nos juntáramos en la Plaza Fátima y todos entendían que era en la Plaza Centenario. Digo esto porque todas las personas con las que quedé, llegaron para conversar, comer un pastel o impresionarse por un coro de profesores con un profesor flaco y chico pero que tenía una voz de tenor impresionante. Muchas veces iba a la Plaza con amigos. Aunque la mayoría de las veces prefería ir solo y sentarme, mirar los árboles de frente o apoyar la nuca en algún asiento y mirar los tilos y sus frutitas moverse con el viento, contagiando una sensación fresca tan plena y relajante que me decía que los tilos eran mis árboles favoritos y que debería haber muchos tilos más en ciudades tan calurosas como esta. Ahora sí había quedado con alguien y no llegaba. Yo me decía que bastaba con decir Plaza Fátima y que probablemente se había 126 confundido. Me sigo poniendo más impaciente y alguien más se sienta en mi banca. Es un cabro que yo ya había visto por ahí y que se parece a mí. Digo nos parecemos en una forma bien difusa, excepto por la forma del cráneo que en la parte temporal es idéntica a la mía. Y aunque él es definitivamente más gordo, tiene un aire a mí tan evidente que unas vecinas suyas le gritan que si se encontró con su clon flaco. Como él me sonríe y me sonreí y yo puedo ver en él un aire a mí, miro enojado en todas las direcciones y me voy. No puedo dejar de pensar que como un simulacro o un “en vez de”, me haya encontrado a alguien que se parezca a mí y que ese alguien no me gustó para nada. Suerte que ya no tuve que pensar más en ello, porque finalmente aquella persona con la que quedé, llegó. Dijo que tenía claro cuál era la Plaza Fátima, que no era muy difícil asociar la parroquia con la Iglesia y que solo se había distraído en una botillería que está casi llegando a Arturo Prat y que no había visto antes, aun pasando mil veces por fuera. Me agrega que esa botillería tiene repisas toscas con botellas de vino ordenadas como libros y que es un lugar antiguo e imposible para este tiempo, pero que no debe irle mal en ventas porque todas las murallas están cubiertas y bien apertrechadas. Dice que venía desde Pasionistas y bajó por calle Bolivia. Me dijo también que hay en esa calle un ánimo general medio sombrío, como si fuera una calle aledaña a un cementerio, “no sé”, insiste, que tiene unos árboles medios tristes y unas propiedades que cuando pasaba por fuera sabía perfectamente que tenía una relación íntima con ese lugar y que no puede determinar cuál, pero que es como un imán o una intuición, agrega: “hay algo mío ahí”. Era un taller mecánico en un galpón no tan grande que ahora está cerrado y desde afuera se aprecia un cerro de latas y chatarras. Puede que haya uno que otro auto y otras cosas más que dan curiosidad. En frente hay una casa de fachada colonial pero que es tan inquietante como esas casitas cuadrangulares que construyen en sepulturas para guardar fotos y juguetes. Yo digo que quizá es una 127 clínica de abortos clandestina para hacer un chiste y hacerme el tonto. Sólo me río yo. Dice también, señalando una esquina, que justo ahí les pegaban a unos animales de forma tan sádica y cotidiana que el lugar quedó marcado (¿alguien que venía del Patagual?). Hago lo típico frente a las ideas extravagantes: poner en blanco los ojos y suspirar. Pienso que no debimos juntarnos y que yo estaría mucho mejor en otro lugar. No sé, creo que todo se ha vuelto muy sombrío y yo no quiero eso. Propongo que volvamos a la Plaza porque ya nos hemos alejado un poco. Es verano y la misa de los sábados es a las 7. Estamos sentados y veo pasar abuelitas en dirección a la iglesia y ni siquiera es sólo ver, es oler el aroma a crema idéntico en todas ellas. Esa sensación, más el aire que refresca, los tilos que hacen algo de sonido y una luz que todavía es potente y cristalizada, me sujetan con fuerza a una amabilidad general y a una visión de las cosas luminosas. Después de un rato digo que me tengo que ir. Me voy con pena, pero con satisfacción también. Salgo a Avenida Perú y voy aguantando las ganas de mear; pido el baño del Cesfam y experimento puro alivio. Ahora que estoy más ligero puedo rodear el parque y disfrutar de la animación general. Pasando Chacabuco y Avenida Santa Teresa, puedo comprobar que estoy lejos y en otra parte. . 128 Relatos de actividades sociales e instituciones locales 129 130 Iglesia “Nuestra Señora del Rosario de Fátima” Jorge Delgado Una de las instituciones más importante del barrio Centenario de Los Andes, en el que gira buena parte de las actividades sociales y eclesiásticas del sector es la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Fátima, ubicada frente a la plaza Arturo Prat. La Iglesia de Fátima fue fundada como Parroquia en el año 1948. Al investigar acerca de la evolución de la Iglesia de Fátima, me informaron que al comienzo existía una capilla ubicada en la parte posterior del actual templo, con entrada por la calle República Argentina. En esa época, la religiosidad era muy importante en la vida de los chilenos, por lo que los vecinos donaban terrenos y ayuda para que los templos católicos pudieran funcionar. La señora Irma Garay, conocida en nuestra parroquia como “Nena” de Aguilera, nos contaba que uno de los hechos más recordados en la historia de la Iglesia de Fátima, aconteció cuando los centenarinos en masa, montando briosos corceles y remontando la cima de la Cuesta de Chacabuco fueron a recibir la imagen de la Virgen de Fátima. Al Padre Humberto Muñoz Ramírez le correspondió entregar la imagen de la Virgen a los centenarinos congregados en ese lugar, quienes se emocionaron por tan magno acontecimiento. Esta bella virgencita fue instalada en la antigua capilla sobre un pedestal que fue donado por la comunidad de otra parroquia de nuestra ciudad. Durante los años de existencia de nuestra Parroquia han ejercido el cargo de párroco varios sacerdotes, entre los que podemos destacar a Raúl García, Artemio Alvial, Juan Miranda, Carlos Villagra, Mario Fuenzalida, Armando Jara Schneider, René Benavides Rives y Ricardo Olavarría García, entre otros. El Padre Armando Jara Schneider le correspondió ser dos veces párroco de Fátima. En su 131 primer período, desde el 9 de Abril de 1985 y en la segunda oportunidad, desde el 9 de Marzo de 2007. El Padre Pedro Vera Imbarack, ordenado sacerdote el año 1978 precisamente en Fátima, es quien cumple actualmente el cargo de párroco, asumiendo el 7 de Marzo de 2020. Cuando el Padre García falleció, la Parroquia quedó sin sacerdote titular y durante mucho tiempo, vinieron a celebrar la santa misa sacerdotes de otras parroquias, los domingos y festivos. Por ello, las misas debían celebrarse en horarios muy inusuales, como a las 07.30 horas, 09.00 horas y 11.00 horas. Antiguamente, cada 12 de Octubre se celebraba una fiesta en conmemoración del aniversario de la Iglesia de Fátima. Los habitantes del barrio Centenario se vestían de gala para asistir a la misa solemne de la mañana. Posteriormente se servía un almuerzo en la residencia de la familia Rodríguez, ubicada en Avenida Chile, cerca del actual Gimnasio Centenario, espacio en el que participaba buena parte de la comunidad. Después, en la tarde, se realizaba la procesión de la Virgen de Fátima por las calles barrio que para esa ocasión se adornaban con arcos de flores en las esquinas y altares frente a las casas. Terminada la procesión, se retornaba a la Iglesia. Buena parte de las actividades de celebración que se desarrollaban en la parroquia, eran amenizadas por la banda instrumental del Destacamento Andino del Regimiento Guardia Vieja. Se hizo costumbre que, una vez concluida la ceremonia, la comunidad ofreciera un cóctel a los integrantes de dicha banda, en señal de agradecimiento. Otra tradición que se practicaba en la Parroquia era que los días 13 de cada mes, se celebrara una misa en honor a la Virgen de Fátima a la que asistía la comunidad en pleno, repletando el templo y donde se daba lectura a las coronas de caridad de los últimos treinta días. El actual edificio de la Iglesia de Fátima, comenzó a construirse el 13 de octubre de 1956 con la colocación de la primera 132 piedra, teniendo como encargado del proceso al Monseñor Fray Roberto Bernardino Berríos. Se dice que al iniciar los trabajos de edificación, cuando estaban haciendo el trazado para las bases del templo, se dieron cuenta que la superficie del terreno era insuficiente para dicha obra. La señora Auristela Cortez Collao, viuda de don Zacarías Navarro Miranda, dueña de la propiedad contigua a la capilla ubicada en la calle República Argentina con Uruguay, donó parte del terreno de su patio para completar el sitio. En los trabajos de construcción participaron connotados vecinos de Centenario, entre ellos destacó la familia Montenegro Díaz, con Efraín Pascual, como maestro primero encargado de la obra, y sus hermanos Emiliano, Mario y Segundo, también participaron los vecinos Jacinto Segundo Cantillano Díaz, Raúl Villarroel y Osvaldo Rozas. En una fotografía de fines de la década de los 50 aparecen los maestros Rumildo Ahumada y Juan Delgado en los andamios de la construcción. En 1987, en la primera gestión del Padre Armando Jara Schneider como párroco, se construyó el Salón Parroquial, las salas de reuniones y la oficina que están al costado sur del templo. En esos trabajos participaron vecinos muy queridos del barrio, como don Juan Ledesma, René Arancibia, Raúl Fuentes, Samuel Reinoso, entre otros. En 2007, la segunda oportunidad en que fue párroco, se instaló el piso cerámico del templo, se renovó el altar, los ambones, las bancas, el sagrario y se edificó una moderna casa para residencia de los sacerdotes. En esas últimas obras se destacó don José Rojas. Durante su historia, la Iglesia de Fátima ha cumplido un rol muy importante en el barrio Centenario, tanto en lo espiritual como en lo social. Se dice que algunas instituciones andinas que aún están vigentes, nacieron al amparo de la Parroquia, como la Cooperativa de Ahorro y Crédito, hoy denominada Andescoop. Esta última fue creada por el Padre Humberto Muñoz el 29 de Junio de 1948 y el primer Consejo fue presidido por don Guillermo Montenegro, recordado vecino de Centenario. Otra institución iniciada por jóvenes que colaboraron con el padre Raúl García fue el Club Deportivo Valentín Pardo. 133 La Acción Católica de la Parroquia fue creada en la época del Padre Raúl García. Esta institución realizó una labor de ayuda a la comunidad sobre todo para aquellos grupos más vulnerables en términos socioeconómicos. Estaba integrada por su presidente, que estuvo varios años en el cargo, Juan Villarroel, así como por Aída Montenegro, Adriana Montenegro, Carlos Morales, Leontina de Morales, entre otros. La señorita Aída Montenegro, primera secretaria de la Parroquia de Fátima, nos contaba que en esa época se realizaba la "campaña del sobre" entre las familias de Centenario. Se repartían varios sobres en la comunidad, los que eran devueltos con una suma de dinero, gracias a lo cual podían reunir fondos para financiar la labor social de la Parroquia. Se compraban alimentos no perecibles, los que finalmente eran entregados a los vecinos de escasos recursos que vivían en los sectores aledaños al barrio. Otro sistema de ayuda a la comunidad provenía de Cáritas Chile, institución que enviaba a la parroquia alimentos de muy buena calidad, como queso, harina, mantequilla, etc. Se inscribía a las familias y se les citaba periódicamente a la Parroquia para retirar los alimentos y en algunos casos, ropa u otros aportes. Un vecino nos contó que en su juventud le correspondió envasar harina en bolsas de papel, para su posterior distribución a las personas beneficiadas. Durante la historia de nuestra parroquia han existido gran cantidad de conjuntos corales, vitales en la celebración litúrgica. Sin embargo el que más se ha destacado es el coro "María Eliana", denominado así en homenaje a la madre del Padre René Benavides Rives, recordada vecina, destacada por su amor al prójimo y su solidaridad. El coro inició sus actividades en 1987 con integrantes que aún se mantienen vigentes, cantando en la misa de los días Domingo. Su especialidad son "las Misas Campesinas o a la Chilena" y en el año 2012 recibieron la distinción de "Andino Destacado" de parte de la Ilustre Municipalidad de Los Andes. Otra institución que cumplió una labor muy importante en la historia de esta parroquia, junto al Padre Armando Jara Schneider, 134 fueron las “Socias de Fátima”. Este grupo de mujeres estaba muy bien organizado y su misión era realizar actividades sociales, ornamentar el templo y ayudar a las personas necesitadas. En una oportunidad el Padre Armando las consagró con medallas de reconocimiento por su labor de apoyo a las actividades parroquiales. Llegaron a tener hasta cincuenta integrantes y entre las socias que ocuparon la presidencia de la institución, se recuerda con nostalgia a Enedina Sánchez e Irma Garay que ya no están con nosotros y a su última presidenta, la señora María Vásquez. En la actualidad quedan muy pocas integrantes. Además de la labor espiritual que cumple, de evangelización, sacramentos de servicio y de sanación; la parroquia de Fátima se ha destacado por el trabajo de algunas organizaciones internas como el Centro de Vacaciones Solidarias "Cevas", el Comedor Abierto, la Brigada de Boy Scouts, entre otros. En esta línea destaca la evangelización a través de la radiodifusión. Son muy pocas las parroquias de la Diócesis de Aconcagua que tienen el privilegio de contar con una Radioemisora propia. Fátima ha tenido dos radios. A comienzo de la década del dos mil, los señores empresarios Omeñaca y Venegas, le ofrecieron al Padre René Benavides Rives, la instalación de una emisora comunitaria en nuestra Parroquia que tendría el nombre de "Centenario". El proyecto se concretó y transmitió desde el 106.1 del dial FM, estando al aire por varios años. Días antes que el Padre René Benavides dejara la Parroquia, la emisora y su antena fueron trasladadas e instaladas en un domicilio particular, frente al templo, en la calle Valentín Pardo N° 6. Con el paso del tiempo, la señal desapareció del dial. Cuando llegó el Padre Armando Jara Schneider por segunda vez a esta parroquia en el año 2007, el autor de este relato le presentó un proyecto para la creación de una nueva emisora para la Iglesia. El párroco aceptó la idea y se comprometió a respaldarnos. Mientras los trámites en el Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones avanzaban, me correspondió hacer el estudio técnico que consistió en recorrer diversos lugares de la comuna para ubicar espacios libres 135 de señal en el dial, que técnicamente se llama “espectro radioeléctrico”. En julio de 2009 llegó la resolución del Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones que aprobaba nuestra postulación y la comunidad parroquial en masa apoyó esta iniciativa formando la agrupación "Cova de Iría" con el objetivo de organizar actividades de beneficios, bingos, rifas, colectas, para financiar la compra de los equipos básicos de radiodifusión. Iniciamos las transmisiones el 15 de Mayo de 2010, con el nombre de Radio Comunitaria Fátima en el 103.5 FM, y desde el 23 de Mayo de 2013 funciona como Radiodifusión Comunitaria Ciudadana, Radio Fátima, en la frecuencia actual del 107.9 FM. Al concluir este pequeño resumen de la historia de la Iglesia Nuestra Señora del Rosario de Fátima, quisiera expresar mis agradecimientos a todas las personas que vivieron la etapa de oro de nuestro templo y que han tenido la gentileza de contarnos sus vivencias a fin de enriquecer este trabajo. Con este relato, rendimos homenaje a uno de los centros espirituales más importante de nuestro barrio, que durante tantos años ha unido a la comunidad de Centenario. 136 Sueños musicales de Escuela Eugenio Astudillo En una vieja casona de calle Papudo 255, se crea en el año 1920 la popular Escuela Superior de Hombres N° 1 de Los Andes, ubicada actualmente, desde el mes de diciembre del año 1933, en la Avenida Chile N° 198, en el barrio Centenario de Los Andes. Desde el año 1950, dado el crecimiento poblacional y la modernización de la educación de la ciudad, expandió su dotación docente y adoptó el nombre de Escuela América N°1, para posteriormente, en el año 1987, cambiar de nuevo su denominación y nivel, con la implementación de la Enseñanza Media como continuidad en el mismo plantel, sellando ya su definitiva denominación actual, en el año 1995, cuando pasó a llamarse Liceo Politécnico América, incorporando enseñanza media mixta con especialidades en construcción y electricidad. A esta importante Escuela N° 1, ubicada ya en el barrio de Centenario, llegan a fines de la década de los años 30, un grupo de estudiantes andinos, que aparte de su deseo de aprender las obligadas Preparatorias, viene atraído por su afición musical criolla, ya que en este establecimiento educacional ejercía un profesor que era aficionado a la música popular chilena de entonces, don Braulio Miranda. Entre estos alumnos de la cercanía y aprendices musicales, se integró también un adolescente, hijo mayor de un emigrante español, que en esos tiempos tenía su almacén y residencia en la intersección de las calles Freire y Membrillar, de aproximadamente 8 años, que se llamaba Pedro Leal Pizarro. Era poseedor de una gran voz, aun de niño, que al término de su colegiatura terminó en registro de tenor. En esos años, para complementar sus habilidades artísticas, le pidió que le enseñara a tocar la guitarra a su amigo, compañero de cursos y después cuñado, Roberto Astudillo Barraza, que entonces vivía en la que se llamaba en esa época, calle Tres Esquinas (hoy Eduardo Frei), casi esquina de calle Guayanas. Esta acción les 137 permitió a los dos formar un buen y afiatado conjunto musical de estudiantes de la Escuela. Terminado su ciclo como alumnos de Preparatoria, como se llamaba a la educación Básica en esos años, cada uno de los integrantes del grupo continuaron estudios de Humanidades en diferentes establecimientos de la ciudad. No perdieron, eso sí, su relación musical y de amistad como integrantes del conjunto estudiantil. El dueto fue convertido por el profesor Miranda en un cuarteto musical de ex alumnos, integrándose el mismo docente y otro ex estudiante de apellido Carreño, que también vivía en el sector de Centenario. Ensayaban en una de las salas. En los homenajes de la querida Escuela N° 1, pasaron a llamarse “Los de la Escuela”. Siguieron participando en varios eventos festivos y musicales de la época de los años 40 y 50, en Los Andes y alrededores, con gran éxito en la adolescencia local. El entusiasmo en lo musical era tan grande en estos muchachos, que cada fin de semana validaban sus logros en los diferente eventos a los cuales se les invitaban. Así, a fines de los años 40 del siglo pasado, atraídos por un concurso musical nacional que organizaba la prestigiosa revista VEA, popular semanario de espectáculo de entonces. Se fueron a participar a Santiago, como conjunto “Los de la Escuela” y, además, paralelamente, Pedro Leal lo hizo como solista. Fue tan buena la calidad de la puesta en escena de su música e interpretación en los varios locales de prestigio en donde se hacía el concurso, que terminaron siendo los triunfadores nacionales como conjunto musical y Pedro Leal, como segundo mejor cantante de ese evento. Los Andes recibió con mucha alegría este triunfo nacional de su joven conjunto. Poco a poco, como conjunto y Pedro como solista, empezaron a tener una agitada vida artística entre Santiago y Los Andes, lo que trajo algunos problemas de desplazamiento al grupo, ya que algunos habían conseguido buenas pegas en Los Andes, en Ferrocarriles, en el Banco Español, otros ya se habían casado, uno 138 incluso, con una hermana de Pedro Leal. Este a su vez contrajo nupcias, con una importante dama andina, Berta Badani. Pedro, que ya laboraba en el Banco Español, vivió con su nueva familia en Av. Chacabuco por el lado sur, entre Av. Argentina y Av. Chile, inicio del barrio Centenario. Desde ahí, decidió y apostó por su vida artística, que pudo compatibilizar después de lograr su traslado bancario a Santiago a principio de los año 50. En la capital se hizo invitado permanente de los espectáculos de las principales emisoras radiales de Chile, logrando un importante y destacado lugar artístico como tenor popular, interprete folclórico y guitarrista, amasando en poco tiempo gran popularidad. Grabó algunos discos singles para el importante Sello ODEON. Después de esta auspiciosa partida, algunos empresarios lo incentivaron para que volviera a ser parte de un conjunto, formato que estaba de moda en esos tiempos. Pronto formó parte de conjuntos tan importantes como el de “Silvia Infanta y sus Baqueanos”( 1953-59), con quienes vivió los más bellos momentos en sus giras musicales por Argentina, Uruguay, Brasil, Perú, Méjico, Venezuela, Colombia, Ecuador, Estados Unidos, entre otros países en los que giró en varias ocasiones. Luego fue parte de “El Dúo Leal del Campo”(1960-63), y el de “Esther Soré y su Conjunto”(1963-71). Esther, también llamada “La Negra Linda”, era actriz y cantante, ganando el segundo lugar de Canción Folclórica del Festival de Viña del Mar 1965. Ese mismo año Pedro, en segundas nupcias, se casó con ella, viviendo juntos por más de 30 años. Con ella, después de su retiro musical en el año 1973, dirigieron el Área folclórica en la Universidad de Santiago, misma actividad que repitieron en la Escuela Militar por varios años. Además de las satisfacciones anteriores, dos grandes e inolvidables recuerdos acompañaron a este autor e interprete andino hasta su partida en el 12 noviembre el año 2016. El primero fue entre los años 1955 y 1956, cuando participó activamente en la grabación del legendario álbum “Música para la historia de Chile” escrito por Pablo Neruda, con música del destacado Premio Nacional de Arte, Vicente 139 Bianchi, donde se incluyeron canciones como la “Tonada de Manuel Rodríguez “o “Canto a Bernardo O’Higgins”, y que, por la calidad de los coautores e intérpretes, fue alabado a nivel nacional y latinoamericano, abriendo muchas puertas al conjunto Los Baqueanos en toda América. El segundo acontecimiento relevante en su vasta trayectoria artística, fue el haber sido designado junto a su amigo Germán, del “Dúo Leal del Campo”, como intérpretes oficiales de la primera canción, una cueca, que siguió al discurso del Presidente don Jorge Alessandri Rodríguez, en el acto de inauguración del Mundial de Futbol de 1962. Ocasión en que también bailó cueca con Esther Soré. En el año 1996 falleció su segunda esposa, Esther. Pedro se retiró definitivamente de toda actividad pública y artística, situación que solo interrumpió el año 2006, en que volvió al escenario para recibir de manos de Fernando Ubiergo, Presidente de la Sociedad Chileno del Derecho de Autor, el Premio a la trayectoria por sus 50 años, varias composiciones inscritas, que fueron éxitos nacionales. Así, como idílica historia de fábula, fue la vida de este cantante folklórico andino, que estudió en la Escuela N° 1 de Centenario, vivió un buen tiempo en Av. Chacabuco, al inicio del barrio, y paseó el nombre de Los Andes y Chile por varios países de la región. 140 Festividades y organizaciones en Centenario Valentina Gutiérrez Manríquez Los vecinos de Centenario, de los años 1930 y 1940, inician la creación de organizaciones para promover sus intereses. Al alero del barrio se crearon diversos clubes de fútbol que llegaron a ser campeones en muchas de las competencias que se hacían en Los Andes. En el año 1942 se fundó el Centro Pro Adelanto de Centenario, organización que apuntaba a promover las mejoras en el barrio, trabajando en conjunto con la Municipalidad de Los Andes, gestionando mejoras en iluminación, pavimentación de veredas y calles, alcantarillado, la plaza, entre otras. En esa época no había juntas de vecinos, por lo que la única forma de gestionar intereses y acciones en beneficio del sector fue creando una organización colectiva, por votación democrática dentro del mismo barrio. Cabe destacar que no tan solo se centraba en temas de infraestructura, ya que también se organizaba para ir en apoyo de los vecinos más necesitados, sobre todo en los años 80, época en que la pobreza quedaba en evidencia en varias familias del barrio. La plaza de Centenario y el barrio han cobijado a una gran cantidad de personas, así como varios sucesos y actividades sociales. Uno de los más recordados eran las fiestas de la primaveras, así como las fiestas espontáneas que surgían en el barrio, unos bailes que se realizaban frente a la casa de don Humberto Casarino Candia, lugar donde se colocaba la música. Eran fiestas improvisadas, donde se bailaba y se compartía en un entorno de goce y celebración. Desde la misma plaza, salía la fiesta de la primavera con los carros alegóricos, adornados por las mujeres que se juntaban a crear y elaborar sus adornos. Era una festividad de comienzo a fin, la gente  La autora del relato agradece la información entregada por Sergio Montenegro Palma. 141 vendía votos y se hacían platos únicos en torno a la celebración tanto para juntar dinero como para compartir entre ellos. Debían escoger las vestimentas y optar por la mejor reina de Centenario, y todo el barrio participaba en ello. Don Sergio destaca la organización que se llevó a cabo en el barrio en los años 70. La Junta de Abastecimientos y Control de Precios, las JAP, que implementaba el Gobierno, iban en ayuda de todas las personas del barrio, ya que en esa época escaseaban los productos básicos, no había víveres en los negocios de barrio y todo era más caro. La JAP de Centenario se encargaba de que las personas se inscribieran y ellos iban a comprar los alimentos, los traían y repartían de forma proporcional a la cantidad de personas en un hogar. La madre de don Sergio, fue perseguida política por su gestión en la JAP y por ser partidaria del Gobierno de Allende. Esta organización social, a su juicio, marcó un hito en la solidaridad comunitaria de esa difícil época, donde ellos mismos se apoyaban para poder tener alimentación y otras cosas. Después de 1973, muchas familias de Centenario entraron en períodos de mucha vulnerabilidad y pobreza. Había problemas con productos, incluso de alimentación, la tasa de desempleo era muy alta y las posibilidades que tenían las personas para estudiar eran casi nulas. Cualquier oportunidad que se presentaba para estudiar o trabajar en otro país, se tomaba de inmediato. Esto fue lo que hizo don Sergio Montenegro quien debido a las condiciones de vida en Chile y de cómo estaban siendo tratados sus padres en tiempos de Dictadura, se fue a Mendoza para trabajar en una frutícola, gestionando desde allá la forma de enviar dinero a su familia. Desde Centenario han salido vecinos muy influyentes para el sector y la ciudad en general. Personas que demostraban que no era necesario tener altos ingresos para poder salir adelante. Ya sea por el camino futbolístico, por temas políticos o sociales, pusieron en marcha muchas acciones de ayuda para el barrio y su gente. Esto lo comentaba don Sergio Montenegro, quien fue concejal en dos 142 oportunidades, ocasiones en colaboró en los proyectos de mejora para Centenario, apoyando a la Junta de Vecinos. La familia Montenegro se destacó en distintas instancias barriales, a nivel social, religioso, deportivo y político. Sergio se hizo parte de esta tradición, y se esforzó para poder desarrollarse y aportar a su comunidad. 143 Disfrutando en el barrio de mis abuelos Guillermo Lorié Donoso No soy nacido ni tampoco viví en Centenario, sin embargo, tuve una relación con ese barrio entre el final de la década de los 50 y los primeros años de la década siguiente. Es que ahí fue donde vivieron mis abuelos, en la calle Paraguay 341, entre las calles Av. Argentina y Av. Chile. Mi abuelo se llamaba Ramón Segundo Lorié Guala, muy serio y ordenado. Venía del norte, vivió en Iquique y en las Salitreras Victoria y California. Posteriormente llegó a Los Andes, siendo funcionario ferroviario en el área de Calderería de la Maestranza de Los Andes, experto en diseños de estructuras metálicas. Mi abuela también era de Iquique. Se casó con mi abuelo, con 15 años menos que él. Se conocieron en la Salitrera Victoria, lugar donde los domingos se jugaba al fútbol masculino y femenino. Decían mis tíos abuelos, hermanos de mi abuela, que yo había heredado las habilidades futbolísticas de mi abuela, que también lo jugaba. No tengo antecedente en qué fecha se trasladó toda la familia nortina, en principio a Valparaíso, y posteriormente sólo mis abuelos a Los Andes. Ellos llegaron a las casas que existían en la Av. Argentina antes de llegar a la entrada de la Maestranza. Posteriormente se trasladaron a Centenario. Mis abuelos en un comienzo vivían únicamente con mi tía Elena, hermana menor de mi papá. Después, por razones familiares, llegó mi tía abuela Lucila, hermana de mi abuela con sus dos hijos, Ana y Jorge, lo que hizo aumentar la familia a seis habitantes. Esto lo viví muy de cerca ya que era muy “abuelado” y conocía bien lo que pasaba en la casa. Mi abuelo Ramón fue el gestor de que visitase Centenario. Me iba a buscar a mi casa en la Población Ferroviaria y nos íbamos 144 caminando, conversando e incentivándome para que estudiase y fuera responsable. Lindos recuerdos de aquellas enseñanzas de vida. Recuerdo la caminata en esos años: Pasaje Navarro, Población Ferroviaria, Rodríguez, Lagarrigue, los Villares hoy Esmeralda, Av. Sarmiento hoy Santa Teresa, Las Heras, Papudo, Freire, Santa Rosa, Avenida República Argentina y Paraguay. ¿Por qué ese recorrido? mi abuelo decía que era como acortar camino y no hacerlo monótono. Cuando llegaba a su casa, mi abuela siempre me daba golosinas y me regaloneaba. Quizás fue por ser el primer nieto de la familia y por el factor papá, quien era muy apegado a mis abuelos y era como el ejemplo a seguir. Tengo varios recuerdos de estas visitas. Aunque no tengo memoria de reuniones familiares periódicas en aquella casa, ya que mis abuelos eran muy austeros y poco bulliciosos. Esos encuentros más grandes eran sólo para los santos de mis abuelos. En esas ocasiones, a nosotros como niños, nos importaba más jugar en la calle que estar en medio de los adultos, sobre todo porque los primos eran de Santiago y nos veíamos muy pocas veces. En esas reuniones generalmente llegaban mis papás, Guillermo Lorié Acevedo y Marta Donoso Martínez, mis hermanos Fernando y Luis y yo. Los tíos Raúl Lorié Acevedo y Olga Allaín y primos Raúl, Octavio y Verónica. Después llegó la familia compuesta por el matrimonio Manuel Cuevas Carrizo y Elena Lorié Acevedo (hermana de mi padre) y los primos Manuel, Patricio, Orlando y María Elena. También estaban los tíos y primos que vivían en Av. República Argentina, entre Paraguay y Guayanas: Rubén Donoso Martínez (hermano de mi madre) casado con María Veas y mis primos Rubén y María Isabel Donoso. Todos los primos y primas teníamos entre 2 a 12 años, y cuando nos juntábamos era una alegría y un juego permanente. Centenario por esos años tenía sus calles sin pavimento, el alumbrado público era muy deficiente, con una luz tenue y abortada por los árboles que, reconozco, eran mejores cuidados que en la actualidad. En esa época, la calle Paraguay era de tierra y el poste central del alumbrado público de la cuadra era de madera con una 145 ampolleta de sólo 25 W. Casi la mayoría de las personas por las tardes y noches sacaban sus sillas para conversar en la puerta de sus casas, así se capeaba el calor, que en todo caso era menor al de los días actuales. Los vecinos que tenían mis abuelos eran la familia Plaza; la familia Vargas cuyo señor era taxista; la familia Zenteno cuyo dueño de casa era militar; la familia Sandoval, que eran evangélicos; la familia Gamboa, dueño de una carretela, cuyo oficio debió ser el de fletero; la familia Rojas, siempre los asocié al campo ya que al parecer los abuelos eran de San Francisco y tenían un almacén donde vendían leña, carbón, queso y por supuesto dulces. Mis abuelos, según recuerdo, tenían una mayor cercanía con los Rojas porque siempre jugaba con sus hijos. Ahí conocí a mi recordado amigo Luis Rojas Jeldes, ex secretario Municipal, y junto a su hermano Francisco, nos divertíamos con los juegos de la época. Jugábamos a muchas cosas. En varias ocasiones mientras jugábamos a las bolitas, llegaba un personaje muy conocido en ese entonces, el “Loco de azul” o Marcial, quien -al vernos jugar- nos pedía que lo incorporásemos. Nosotros siempre accedíamos, no sé si por temor o porque nos nacía como niños dejarlo jugar. Marcial nos ganaba y también perdía en el juego, ahora reflexiono y me pregunto: si era “loco”, ¿cómo nunca se quejó o cuestionó cuando perdía? Probablemente tenía lagunas, quizás tuvimos la fortuna de que cuando jugábamos, todo era normal y no alteraba su salud mental. No tuvimos ningún problema con él, aunque era una persona que en ese tiempo se consideraba peligrosa, puesto que generalmente cuando se cruzaba con alguien, lo eludían por su condición. En el Gimnasio de Centenario había una cancha que era de pavimento con graderías paralelas a la Av. Chile. Ahí se jugaban sendos campeonatos de baby-fútbol donde participaban muchos equipos de otros barrios. Yo jugaba por la Población Ferroviaria “enemigos acérrimos” del barrio Centenario. Casi siempre nos despedían con pedradas u otros objetos hasta llegar a la Av. Chacabuco. 146 Estos dos barrios eran muy emblemáticos y visibles en Los Andes. Centenario con sus dos avenidas principales paralelas, calles perpendiculares no pavimentadas y una plaza como centro social de actividades de fines de semana. El otro barrio era la Población Ferroviaria, nacida en el año 1950, muy diferente a Centenario ya que las casa eran modernas y de construcción sólida. Centenario, por ser más antiguo, con casas pegadas unas con otras, casi en todas sus cuadras la hacían muy diferente a la Población Ferroviaria. La misma ciudad de Los Andes tiene un rasgo parecido a Centenario ya que sus manzanas también son similares en su construcción, diría tipo colonial más modernas. Otra diferencia es que todo se centralizaba en Los Andes, la plaza centro social y de festivales, cine, parqueadero de coches Victoria, estación de ferrocarriles, el comercio en general y los servicios educativos, ya que los principales establecimientos educacionales estaban en la ciudad, Liceo Comercial, Liceo Maximiliano Salas Marchant, María Auxiliadora e Instituto Chacabuco por mencionar los de la época de mi niñez. Probablemente, desde ahí, surgen rivalidades de barrio ya que los de Centenario nos consideraban personas de muchos recursos y privilegios por ser hijos de ferroviarios, empresa comparada con la actual División Andina de Codelco. En esa época, la Plaza de Centenario estaba cerrada con rejas y su pileta era redonda. La fuente de agua tenía un “ganso” por donde expedía el agua. En dicho lugar tengo una foto que nos sacamos los primos junto a un hermano de mi padre, el único recuerdo que poseo de esa antigua plaza (foto que está en la portada de este libro). En las esquinas de la Plaza se reunía un recordado grupo de jóvenes, los llamados “Carloto”, quienes molestaban con bromas a las personas que pasaban por ahí, cuestión que los adultos de la época consideraban mala educación debida a gente de mal vivir. Yo los veía casi siempre en Uruguay con la Av. Chile, pero no tuve ningún altercado con ellos ni sufrí de sus jugarretas. Creo que me consideraban parte de Centenario porque mis abuelos, tíos y primos también eran del lugar y, sobre todo, porque uno de mis primos integraba el grupo. 147 En aquella plaza antigua, los sábados se reunían vecinos y vecinas a bailar, divertirse o simplemente ver cómo las parejas bailaban, todo en un ambiente sano y sin conflictos, no me recuerdo haber visto una pelea o algún altercado. Los recuerdos más gratos que tengo de Centenario de la época, son dos. Uno es la misa de los domingos, que para nosotros era obligatoria, imposición de mi abuela Zunilda muy devota de la Virgen de Fátima. El segundo recuerdo era que en esos mismos domingos por la tarde, en la casa de mis abuelos, se escuchaban los famosos tangos que alegraban a todo el barrio. Cuando escucho esos tangos, me traen esas imágenes y sensaciones de un niño alegre, cuidado y querido por sus abuelos. 148 Vida social en el Barrio Centenario Nayareth Ibarra Salinas El barrio Centenario es unos de los sectores urbanos más antiguos y característicos de la comuna de Los Andes, así como uno de los lugares más tradicionales y hermosos. Su nombre Centenario proviene del año de su creación (1910) cuando el país cumplía 100 años de su vida independiente y Los Andes se hacía eco de las celebraciones a partir de lotear un fundo contiguo a la ciudad para que los vecinos pudieran adquirir un sitio y construir su vivienda. Antaño este barrio no era lo que podemos observar actualmente. Era como un caserío de campo, donde las casas estaban alejadas unas de otras, construidas en adobe, tejas y pizarreño, ya que no había ladrillos o era muy caro comprarlos. Para construir sus casas debían hacerlo de modo artesanal, popular, con adobe en base a barro y paja, que se dejaba secar por al menos dos días, tiempo en el que se lograba endurecer y densificar, para luego procesarlo y batir para llenar los moldes de los ladrillos de adobe, dejándose secar una semana. Cuando ya estaba completamente seco, iban ocupándolo en la construcción, formándose tabiques, en donde los adobes se ponían entre una madera y otra con un alambre cruzado. Para movilizarse por Los Andes, contaban con una flota de alrededor 50 coches Victoria que recorrían el barrio y la ciudad. Pero a pesar de que era un medio de transporte querido y simpático para la comunidad, traía consigo un dilema. La gran mayoría de coches Victoria circulaban hasta las siete de la tarde aproximadamente, y casi no había después de ese horario. Si alguna persona se enfermaba o le ocurría alguna emergencia, comúnmente tenía que irse a pie hasta el hospital, con una desesperación y angustia terribles. Este antiguo barrio poseía vida propia en torno a las actividades comunitarias que llenaban de gozo a los vecinos, con alegres y bellos momentos donde compartir, salir de la rutina,  La autora del relato agradece la información entregada por Héctor Vergara. 149 despejarse de los problemas que aquejaban, donde se sociabilizaba y se creaban vínculos de amistad y vecindad. Los vecinos de mayor edad no olvidan los grandiosos bailables que maravillaban con su presencia todos los sábados y domingos en la plaza del Centenario como parte de la entretención para la gente. Todos podían participar, disfrutar y bailar hasta las diez, once o doce de la noche. La Fiesta de la Primavera era una actividad que alegraba al barrio año a año. La realización de sus hermosos bailes con comparsa y recorridos por la plaza de Centenario y de Los Andes, eligiendo a la reina y un rey feo. Una vez coronados los ganadores, se realizaba un baile final y un bello paseo en carros alegóricos, tradición anual infaltable, realizada por mucho tiempo en el barrio. Otra de las actividades que destacaron al barrio fueron las procesiones de la Virgen de Nuestra Señora del Rosario de Fátima, realizada en el mes de María. La Parroquia adquirió gran centralidad social en la comunidad, como lugar para expresar la devoción católica, pero también donde encontrar un resguardo y una protección cuando se necesitaba. En esta Parroquia, el padre García realizaba un recorrido por todas las casas con la Virgen, una semana la tenía un feligrés devoto, para que los vecinos acudieran a rezar al atardecer. Luego de transcurrida esa semana, se devolvía la imagen de la Virgen a la Parroquia, para volver a instalarse en otra vivienda y ser cuidada por una nueva familia y permitir la reunión de los vecinos que vivían alrededor. Cuando se terminaba el mes de María, se hacían arcos en las calles, para luego de las liturgias y celebraciones eclesiásticas, muchas veces presididas por el Obispo de Aconcagua, se hiciera una procesión final. Era una actividad muy bella, muy querida por los vecinos, en honra a la Virgen y la devoción católica. En navidad, en la Parroquia de Fátima se hacia la novena del niño Jesús. Todos los niños empezaban a cantar melodías en el templo, se hacía una misa y llegaban muchas familias. Después que se terminaba la eucaristía, los niños hacían una fila para recibir la bolsita con golosinas, helados, panes de leche, galletas, todo lo que donaran a la Parroquia. También se hacían las entretenidas carreras de ensacados con los niños en la plaza, cuyos premios por participar eran también golosinas y confites. 150 El barrio Centenario tenía variadas actividades comunitarias, haciéndolo sentir vivo, representativo y conectado como vecindad. Pero, con el paso del tiempo, estas actividades se fueron terminando, a medida que fueron creciendo todos. Algunos se casaron, otros se fueron y todo eso se fue terminando poco a poco. Esta inactividad se agudizó después de 1973, cuando el toque de queda prohibió la reunión de los vecinos en el espacio público. Queda un melancólico sentimiento esperando que ojalá vuelvan todas esas tradiciones que se practicaban antiguamente y que se perdieron, ya que la gente no se aburría los fines de semana, salía a compartir y alegrarse. Si bien en la actualidad algunas de estas tantas tradiciones y prácticas socioculturales sólo sobreviven en la memoria, aún se mantiene la fuerte relación y el vínculo afectivo entre los vecinos. 151 La Reina de Centenario Carmen Martínez Celedón Nosotros vivíamos en calle Brasil. Mi papá era dirigente de varias instituciones, entre ellas, fue presidente del Club Deportivo Escuela de Centenario, que estaba vinculado a la Escuela N° 1. En el barrio se hacían varios campeonatos de fútbol entre los clubes Escuela, Huracán y Valentín Pardo. Otra tradición religiosa, era sacar en procesión a la Virgen de Fátima, haciéndose altares en las casas. Se le tenía una semana en cada hogar, en donde se rezaba el Rosario todos los días y se le pedía a la Virgen, para luego pasar a la siguiente familia. En esa época, desde la casa de don Humberto Casarino se ponía música con discos, apuntando hacia la plaza. Si alguien quería dedicar alguna canción a alguien, debía pagar. Esto era transmitido por los micrófonos en mano de locutores del barrio, que eran Ramón Liquitay, Germán Celedón, Armando Martínez y un niño de apellido D’Alanson. En el Centro Pro Adelanto se realizaban veladas artísticas. Recuerdo a don Juan Lobos (lustrador de zapatos de la plaza), quien hacía un show con una muñeca amarrada a los cordones de sus zapatos y bailaba rock and roll, un espectáculo muy divertido y gracioso. Recuerdo muy bien algo que me hizo muy feliz. En el verano del año 1959, fui dama de honor de Eliana Ridó, quien finalmente salió reina. Su campaña consistió en hacer malones y asados bailables, así como la tradicional venta de votos. Para el año siguiente, en 1960, mi papá decidió, junto a don Mario Galdames, Juan de la Cruz y Juan Ledezma, presentarme a mí como candidata a reina de Centenario. Las candidatas de este año 152 fuimos Gladys Toledo y yo, Carmen Martínez. Mis Damas de honor fueron Francia de la Cruz, Yanet Criado, María Ridó y mi rey feo fue René Criado. El Centro Pro Adelanto nos dio, tanto a las candidatas a Reina como a las Damas de honor, toda la vestimenta, que se mandaba hacer a medida, como las coronas. Nuevamente se hizo una campaña con malones y asados bailables. Se hacían los miércoles en la casa de don Salvador Donoso, ocasión en que se aprovechaba de vender votos, los que también vendíamos en todos los eventos que había en la cancha. Los malones consistían en una fiesta con baile y música. Se llevaban los discos de la sede del Pro Adelanto y se vendía trago, bebida, votos y comida para ayudar a las candidatas. El asado lo auspiciaba Osvaldo Martínez, mi padre, quien tenía una carnicería. Una anécdota no se me olvida en uno de los malones. A ellos iban conscriptos del regimiento, quienes no tenían muchos recursos y debían hacer una “vaquita” para comprar el rico Cleri, un preparado de vino blanco con bilz y fruta. Una vez que lo compraban y bebían unos tragos, salían a bailar con las chiquillas que me acompañaban en la campaña de reina. Mientras ellos bailaban, mi hermano y el hijo del dueño de casa, aproximadamente de diez años, escondidos y con mucho sigilo le tomaban el Cleri a los militares. En la Maestranza del Ferrocarril Trasandino se hizo mi carro alegórico, el que debía dar vueltas por la Plaza de Armas en comparsa. Luego de toda esta campaña, fui elegida Reina. Mi coronación fue en la plaza de Centenario, en un gran baile amenizado por la Orquesta Jamaica, que tenía la particularidad de que su baterista era el de la Orquesta Huambaly (la más importante de la época). Fueron dos noches de puro rock and roll. 153 La Flor de Centenario. Bailes, parrones y lluvia Silvia Páez Henríquez Muchos recuerdan la famosa quinta “La Flor de Centenario”, local de bailes, celebraciones, tertulias y carrete de esa época, ubicado en la calle Teniente Bello. Su dueña era la sra. Lidia Lazo, trabajaba y atendía con sus hijas Nena, Hilda, Eliana y su hijo Luis. Fue la Sra. Lidia quien bautizó así al local, ya que en aquella hermosa casa el salón principal estaba al aire libre, bajo unos frondosos parrones, y en los pilares había algunas flores y plantas. Solamente un pequeño pasillo estaba cubierto con un techo. Se ponían muchas mesitas por la orilla y al centro la pista de baile. No tenía espacios interiores, y la gente compartía y bailaba en ese lindo patio central techado de verde. Era un sitio muy concurrido. Muchas familias y gente importante de Los Andes, así como de otras ciudades, frecuentaban el lugar por lo tranquilo, acogedor, su buena mesa, los bailables y la diversión. Era el local con mayor popularidad de la época para bailar y divertirse en Centenario. Había bailable todos los fines de semana, y también se hacían algunos malones de las candidatas a reina de la fiesta de la primavera para reunir fondos. Recuerdo que en esos tiempos se servía el famoso cleri, un preparado en base a vino blanco con fruta, que se vendía en jarros de vidrio de uno, dos y hasta cinco litros cuando la familia era muy numerosa y tenían que juntar las mesas. La música que se escuchaba en la Flor de Centenario era la que tocaba la Orquesta Huambaly y su cantante Humberto Lozan, canciones bailables como el “Cha cha chá del tránsito”, “El bodeguero” y “Toma chocolate”; también las canciones de Pachuco y la Cubana Can; Lucho Barrio con sus boleros “Me engañas mujer”, “El oro de tu pelo” y “Amor de pobre”; Ramón Aguilera, quien popularizó los boleros “Que me quemen tus ojos”, “Ven y toma como yo” y “El día más hermoso”; y Los Vargas, con los valses “Plebeyo”, “Nunca 154 podrán” y “El espejo de mi vida”. La música se emitía por unos parlantes grandes que colocaban arriba del parrón, sobre la pista de baile del local, que por su ubicación y potencia se escuchaban a mucha distancia, en buena parte del barrio, pero nadie reclamaba porque era agradable escuchar aquella música en esos años, cuando había pocas radios en las casas. La música también permitía entusiasmar a algunos para ir a bailar al local. Tengo una anécdota ahí. En el año 64 asistimos con mi familia, mis papas y hermanos, a un matrimonio de un familiar. En ese tiempo la misma familia preparaba todo y atendía a los invitados, la comida era sencilla y tradicional, me acuerdo incluso del menú de la ocasión, de entradas un corazón de lechuga con un rollo de jamón, de fondo el tradicional arroz con carne al jugo y de postre, duraznos al jugo con merengue. No existía la comida gourmet de ahora. Todos estábamos sentados juntos en una misma mesa, larga y sencilla, sin mucho adorno puesta esta vez al centro, bajo el parrón. Los novios se sentaron en la punta principal de la mesa. Cuando estábamos en la comida, todos conversando y comiendo, se puso a llover fuerte y nos mojamos mucho. Como era un matrimonio, no nos podíamos ir. Esperamos un poco que pasara la lluvia y continuó la fiesta. 155 Los campeonatos de baby en el Fortín Centenario Juan Ramón Cortez Báez El populoso barrio Centenario era un sector muy importante para la ciudad de Los Andes en lo deportivo. Ahí se concentraban importantes deportes como el fútbol, el baby fútbol, el tenis, el basquetbol y el boxeo. El famoso Estadio Maracaná era un potrero donde está hoy en la Pob. Arturo Prat, y hasta 1963 albergó sendas pichangas de niños y jóvenes de todo Los Andes. Como la explanada era grande, los encuentros se disputaban entre cerca de 20 jugadores por equipos. Ahí también se hacían las famosas ramadas dieciocheras. Otro deporte importante era el tenis. En Centenario había varias canchas de este deporte, que en aquel entonces reunía a la gente importante de Los Andes como doctores, abogados, profesionales en general, comerciantes y agricultores. Se jugaban varios partidos el día domingo, llenándose la pequeña galería que había en el recinto. Una familia se hizo muy importante al servicio del tenis, los Montenegro. Muchos de ellos empezaron como pasadores de pelota y terminaron como instructores de tenis. Sin duda el deporte que se jugaba más y que concitaba mayor convocatoria en el barrio era el fútbol. El campeonato de los Barrios era el mayor evento futbolístico del departamento de Los Andes, que se jugaba en el día, en el Estadio Centenario. Pero tenía un hermano chico, que era el Campeonato de Baby Fútbol, que se jugaba en la noche en lo que hoy es el Gimnasio Centenario. Ambos campeonatos eran organizados por la Asociación de fútbol de Los Andes. El Gimnasio se conocía como el Fortín Centenario. El piso de la cancha era de cemento, con sus áreas y líneas laterales bien 156 marcadas, y arcos de fierro con mallas de lienza gruesa. Sus galerías eran de madera. Aunque estas gradas estaban muy deterioradas, seguían soportando muchos campeonatos para el deleite de los centenarinos y los andinos en general, que llenaban todas las veladas. Aunque el recinto no reunía las mejores condiciones, el campeonato de baby era de muy buena calidad, por el nivel de los equipos, todos compuestos por muy buenos jugadores. Los equipos que competían en el torneo, eran Santa Flora, Casa Facuse, Barrio Freire, Frutería Tonino, Población Ejército Libertador (la Pel), El Pino pero, aunque todos eran muy buenos, según mi opinión, los mejores equipos eran Valentín Pardo, Los Rápidos, Farmacia Imperio y Juventus. El equipo de Centenario, Valentín Pardo, contaba con jugadores de muy buena calidad que después fueron jugadores profesionales y tuvieron su paso por la selección chilena como fue el caso del Chueco Farías y el Mago Saavedra. Este último fue el más famoso, jugando en Trasandino y en La Calera, estuvo al lado de profesionales de la talla de Elías Figueroa, el “Pata Bendita” y otros. Su calidad lo llevó a ser seleccionado nacional, y ser conocido en todo el país. En el campeonato de baby del Fortín Centenario, los jugadores tenían una edad que oscilaba entre los 18-20 hasta los 3540 años. El jugador más longevo seguramente era el arquero de El Pino al que apodaban cariñosamente “Jabón Camay”. Esta fluctuación de edad no fue obstáculo para brindar grandes espectáculos y dejar contentos a sus parciales y a la concurrencia en general. Antes que la gente entrara a ver los partidos era costumbre la venta de cabritas, maní, helados de agua y bebidas. También se escuchaban las famosas bromas de los Carloto y otros jóvenes, casi siempre centradas en molestar al “Atado de nervios” y al “Novillo loco”. Eran tallas muy simpáticas que hacían reír a la concurrencia. Yo, desde niño conocido como el “Vieja”, era el líder del equipo del Barrio Freire con 22 años, cuadro en el que también jugaba mi hermano René (apodado el “Loca María”), los hermanos Jara (José, Mario y Juan Carlos), y Salvador Pulgar (alias “el Paja”), un jugador 157 extraordinario, aguerrido y bravo en la marca; y en la organización social contábamos con el liderazgo de Jaime Salinas, un hombre muy capaz y respetado por todos. El equipo era muy apoyado por el barrio, por gente mayor, niños y las pololas de los jugadores, quienes armaban una barra que se hacía sentir, muy bullanguera, con su propio tambor. Estuve en varios partidos importantes de aquellos míticos campeonatos de baby de Centenario. Pero el que tengo más presente en mi memoria, por lo emocionante, fue contra Farmacia Imperio, uno de los mejores del certamen. Fue un empate a cinco goles, de meta y ponga. El fortín estaba lleno, y nuestra barra jugó un papel muy significativo para nosotros, gritando ¡¡¡Freire!!! ¡¡¡Freire!!! No dejaban de gritar, como que fuera una final. Fue muy emocionante escucharlos y nuestro equipo se entregó por entero por nuestra gente. Cuando terminaban los partidos, muchos se retiraban a sus casas. Varios de Centenario pasaban a la fuente de soda de Panchito a degustar cervezas y sándwich. Los del centro pasaban a la famosa fuente de soda El Churro en donde pasaban a tomar cervezas y a comer los famosos completos, quedándose muchos de ellos hasta bien tarde. 158 Una Revista de Gimnasia en el Estadio Gema Avendaño Era una soleada tarde de octubre del año 1968. Mi mamá apurada nos peinaba con dos moñitos a mí y a mi hermana. Ya era la hora en que su amiga Lucy nos pasaría a buscar con sus hijas, iríamos a ver la presentación de nuestra Escuela España, N°2,en la Revista de Gimnasia de las escuelas y colegios de Los Andes. Nosotras vivíamos en la calle Rancagua, al lado de la panadería Chile-España. Tocaron el timbre. Mi mamá salió contenta al encuentro de su amiga, querían llegar temprano al Estadio Centenario para lograr una buena ubicación. Cada una tomó a sus hijas de la mano y caminamos rapidito por nuestra calle, doblamos hacía la Avda. Chacabuco y seguimos hasta la Avda. Chile, donde vimos que ya iba mucha gente caminando hacia allá. Se veían varios coches Victoria que traían a las familias de distintos lugares de Los Andes y uno que otro taxi. Llegamos al estadio. Al frente había una Fuente de Soda donde entraba y salía mucha gente. Yo veo como niña asombrada todo el movimiento. Afuera del estadio está la Sra. del barquito con su típico delantal blanco, es la mamá del Juaniquillo, conocido vendedor andino. Ella siempre estaba en la plaza o donde había espectáculo o encuentro deportivo, un vendedor de algodón o de helados. Nuestras mamás hacen la fila para comprar las entradas. Por el portón entreabierto pasamos. El piso es de tierra, en la cancha no hay mucho pasto. Entrando a la izquierda están las galerías y a la derecha hay una construcción vieja, la casa del cuidador. Veo una pileta de cemento y que el lugar está repleto de gente. 159 Pasamos entre el gentío y nos subimos a las galerías. Nos acomodaron una a cada lado de nuestras madres, con las manos bien tomadas, para que no nos cayéramos. Yo emocionada miraba todo, los plumeros de tantos colores y los estandartes que representaban a cada colegio, a las profesoras y profesores dando instrucciones y las familias que iban a ver a los artistas. Los varones estaban bien peinados y con sus uniformes de gimnasia impecables, practicando saltos en caballetes, movimientos con sogas y pelotas. Los niños más pequeños estaban disfrazados de algún animalito, árboles o de algún héroe nacional. Las niñas se movían al compás de la música y el sol se reflejaba con destellos brillantes en las lentejuelas de sus mallas. Las niñas más pequeñas tenían alas de mariposas, abejas o estaban disfrazadas de flor. Las mamás corrían arreglando el maquillaje, poniendo pinches en el cabello, sujetando algún tomate o afirmando una flor... todo era maravilloso, la bulla, la gente, los colores, la alegría. De pronto, a lo lejos, se escuchó la banda del Regimiento Guardia Vieja, que como siempre estaba presente en los espectáculos de nuestra ciudad. Se abrió el portón de par en par y la banda avanzó entre la gente ¡¡¡bom, bom, bom!!!, venía el papá del guatón Loyola tocando el bombo, mientras sonaban las trompetas y los platillos. La banda se ubicó en la cancha, los compases retumbaban en mi corazón, los estandartes de los colegios y escuelas desfilan hacia la explanada, el público agitaba los plumeros haciéndole barra a sus representados y los cánticos inundaban el lugar. Sentía mucha emoción. Comenzó el espectáculo. Uno a uno desfilaron las escuelas y colegios, presentando a sus alumnos y alumnas que hacían gala de sus destrezas deportivas, de sus coloridos trajes, de sus coreografías. Los aplausos y vítores se mezclaban con los gritos de los vendedores ambulantes que en las galerías vociferaban su mercadería !Manzanas confitadas!, !Dos en Uno!, !Maní confitado!, !Masticables!, !Sustancias!, !Helados!, etc., que eran el deleite de todos los niños que 160 insistíamos, una otra vez, para que nos comprarán al menos uno de esos. Yo miraba hipnotizada los hermosos globos que llevaba un vendedor. Tenía tantos que pensé que en cualquier momento se elevaría y llegaría al cielo. !Todo era alegría, música y algarabía! Después de varias horas, entre agradecimientos el espectáculo terminó. aplausos, gritos y Regresamos a casa. Ya estaba de vuelta mi Tata Carrasco, luego de que le dieran el alta en el Hospital. Quería contarle todo lo que había visto. Esperé pacientemente en la puerta de su pieza a que salieran todos. Entré y me senté a su lado. Le fui describiendo todo lo que había visto, mi tatita de vez en cuando abría sus ojos y me sonreía. Yo feliz hablaba y hablaba. Mi tatita, tristemente, a los pocos días murió. Aunque han pasado los años, aún recuerdo todo ese hermoso espectáculo. Sin duda el recuerdo se agigantó y me quedó grabado al haberle relatado todas las cosas a mi tatita. 161 La comunidad y su entorno en los años 60 Fernanda Araya Vamos a relatar las experiencias de barrio a través de las aventuras, recuerdos y momentos vividos por uno de sus vecinos. Alfonso René Santis Severino, vivía en la Calle Brasil, casi esquina de Guayana con su familia. Estudió en la Escuela N° 1, hoy día Liceo América, una de las escuelas de varones más importante de la zona, en el cual entregaban buena educación y había muy buenos profesores. René se recuerda de uno de sus vecinos, compañero de Escuela, quien vivía en calle Brasil con Paraguay. Héctor Bahamondes era hijo de una profesora y en ese entonces se destacaba entre los niños de la época porque recitaba unos poemas muy lindos y largos. Siempre lo buscaban para que recitara en las actividades de la Escuela, incluso lo convocaban para los shows comunitarios que se realizaba en la plaza de Centenario. Héctor era el primero que estaba anotado para recitar los hermosos poemas. Pero después nunca más lo vio. Más adelante le contaron que al parecer había estado afuera del país, y que ahora vivía en Valparaíso. Antiguamente Centenario llegaba hasta la calle Arturo Pratt, y de ahí hacia el sur eran solo potreros y fundos con diversas plantaciones como duraznos, papas, maíz, alfalfa, chacras, entre otros. Esos duraznales surtían a las industrias conserveras que había en Los Andes, como la antigua Fábrica Oso, donde se encuentra actualmente el Tottus. Varias de las calles que seguían más allá, hacia los diversos caseríos rurales, como el del Patagual, eran callejones de tierra. Cerca de la Villa la Gloria, antiguamente estaba la entrada el fundo del mismo nombre, donde existía una casa en la cual vendían  La autora del relato agradece la información entregada por Alfonso René Santis Severino. 162 leche de vaca. Recuerda que sus padres lo llevaban cuando era niño para comprar esta deliciosa leche. En esa época las calles del antiguo barrio Centenario eran de tierra y sin veredas, con acequias a ambos lados. Cuando era más pequeño, con sus amigos regaban las calles para que esa tierra no apareciera en los veranos secos de Los Andes. Con el correr de los años se fueron pavimentado las principales calles, como la Avenida Chile, la calle Perú, República Argentina, entre otras. Tras los avances del barrio, fue mejorando el entorno y la pavimentación sucesiva de calles, fue haciendo crecer la población. Antes no existían taxis. Esta función la cumplían los coches Victoria tirados por caballos, siendo la mayoría de los cocheros de Centenario. Estos carros se veían siempre circulando por el barrio, y muchas personas en ese entonces los tomaban cuando se dirigían al centro de Los Andes. Para volver se tomaban en los costados de la Plaza de Armas de Los Andes, en toda la calle Maipú y en parte de la O’Higgins. Lamentablemente, hace poco tiempo falleció el último cochero de Los Andes, y con él aquella tradición. Lo conocían porque era un vecino del barrio y de ellos, Julio Nanjari (quien recibió la condecoración de Andino Destacado), quien heredó el oficio de su padre, Ramón Nanjari. La plaza de Centenario era distinta a la actual. En esos años estaba cerrada por una reja de malla, de aproximadamente un metro y medio de alto, con grandes puertas para permitir el ingreso a los paseos del interior. Los sábados y domingos en la tarde se tocaba música en ese lugar, actividad muy alegre y recordada. Al momento que se abrían esas puertas, la gente se juntaba para pasar un rato agradable y divertido, bailando al interior de la plaza. Desde la casa de Humberto Casarino se sacaban unos cables y sus parlantes, poniéndolos en la plaza y en cuanto sonaba la primera canción, las personas bailaban sin parar. René en su infancia conoció a mucha gente que fue muy “popular” en el barrio de Centenario. Como varios vecinos, recuerda que con solo 11 años le tocó conocer a un grupo muy comentado, los famosos “Carloto de Centenario”. Los Carloto estaba conformado por jóvenes de entre 16, 17 y 18 años, como todo joven eran muy buenos para bailar, hacer fiesta y jarana, en una época donde la rebeldía 163 juvenil se hacía presente. Este grupo era tan conocido en el barrio y la ciudad, que cuando él se dirigía con sus amigos al centro de Los Andes, les preguntaban de donde eran y al responder que eran de Centenario, de forma inmediata los asociaban con los Carloto, aunque ellos tenían menos edad. Este vecino de Centenario menciona que lo que más ha caracterizado al barrio era la vida en comunidad. La gente era muy amable, solidaria y preocupada. En ese tiempo no existían aquellas ideas de jactarse por tener mejores cosas, por ejemplos que unos andaban con zapatos caros, que quien se vestía de tal forma u otras cosas, todos eran vecinos del mismo lugar. Había mucha vida de vecinos, la gente era muy unida, incluso se hacían amigos y compadres entre ellos, apadrinándose los hijos. Eso no quitaba que hubiera diversos problemas o malentendidos entre algunos vecinos, pero en general había muy buena convivencia. Es una vida de comunidad que sigue expresándose aún. Cuando se preguntan entre ellos cómo están, si necesitaban algo. Incluso con los vecinos que en esos años eran “cabros” como él, es infaltable el apretón de manos o un gran abrazo, recordando aquellos momentos que vivieron juntos, se preocupan como están de salud y se visitan entre ellos. Muchos recuerdos quedan en la memoria de René Santis. Cada aventura, historia, vecinos y amigos, dejaron una huella fuerte en él. Sin importar el tiempo que ha pasado o lo cambiado que está el barrio y su gente, no se han ido al olvido. 164 Una juventud en torno a la Plaza Carlos Córdova Galaz. Centenario, cuántas historias que sucedieron allí, sobre todo en su recordada y querida plaza. Corría la década del 50, cuando un emigrante italiano, Alfredo Tacchini, llegó a la ciudad y en específico a Centenario. En una concurrida esquina del barrio, frente a la plaza, empezó con su negocio de venta de abarrotes, azúcar, té, harinas, legumbres, golosinas, etc. Además ofrecía artículos como calcetines, pañuelos, sombreros, entre otros. El primer nombre del local fue “Judas Tadeo”. Al fallecer don Alfredo, tomó las riendas del negocio su esposa, la señora Raquel Gajardo, que junto a su hijo Julio tuvieron la misión de continuar con la tienda, mientras su otro hijo, Alfredo, estudiaba en la Universidad la carrera de derecho. A medida que pasaba el tiempo y la modernidad llegaba a Los Andes, este negocio pasó a llamarse “Emporio Tacchini”, adquiriendo después el de “Autoservicio Tacchini”, para ir a la par con los otros que se instalaban en la ciudad. Actualmente el negocio se dedica el rubro de las bebidas, vinos y licores. Afuera de ese local, en la esquina de la Plaza, entre Avenida Chile y con la calle interior Valentín Pardo, era el punto de reunión de toda una generación, una juventud que vivió situaciones alegres y también tristes. En torno a esas reuniones se forjó la creación del famoso Club Deportivo Valentín Pardo (29 de agosto de 1962). Desde ahí salió uno de los grandes jugadores del fútbol chileno como Manuel “Mago” Saavedra, seleccionado chileno en la década del 60 y 70. De ahí salieron también Raúl Córdova Farías (el Chueco) y Luís Céspedes (el Luchín), campeones con Unión San Felipe, en ese equipo histórico del D.T. Luis Santibáñez. Otros jugadores, por falta 165 de recursos y sin contar con el apoyo requerido, quedaron en el camino. Esas memorias, esos lazos estrechados en torno a esa plaza y a esa juventud, han hecho posible que hasta el día de hoy un grupo de ex jugadores y simpatizantes nos reunamos para recordar esos bonitos momentos que pasamos en nuestra niñez y juventud, cuando la plaza de Centenario y la esquina de los Tacchini se convirtió en nuestro segundo hogar. 166 Conversando con el profe Aníbal María Eugenia Quezada Conversar con el profe Aníbal da gusto. Cuando te contaba cosas, al final terminabas conociendo un lugar, sin siquiera haberlo pisado o sólo habiendo conocido una parte de él. Por ejemplo, yo siendo una afuerina de la comuna de San Felipe, conocía la Población Centenario, pero superficialmente. Gracias a él, la conozco un poco más. Él vivió unos años allí, pero la experiencia e importancia de la población en su historia vital es significativa. Recordaba muchas cosas y buscó la forma de dar pequeños detalles que cobraban sentido en el conjunto de su relato. Comenzamos a conversar y fue dando voz a diversos lugares y territorios, revitalizados por su memoria. De su infancia, recuerda que vivió en dos casas desde los 7 u 8 años, ubicadas una en calle Brasil y la otra en calle Paraguay. En esta última vivienda, le quedan tristes recuerdos, pues en ella falleció su padre, don José López Galdámez, un ex militar que en sus últimos años trabajaba como chofer de colectivo con el recorrido de Centenario. De la Parroquia Fátima recuerda al cura Raúl García quien era una persona muy cercana a la gente, “muy de piel”. Una de sus iniciativas fue acciones recreativas para niños en el salón de la Parroquia, quienes podían divertirse en los calurosos veranos andinos, con juegos y saliendo en algunos casos de paseo a otras comunas. La Radio Fátima surgió como un proyecto desde la propia Parroquia, estando a cargo en sus inicios del Padre René Jara. El Profe Aníbal fue invitado a un par de programas ahí. 167 Otro de sus memorables recuerdos son los coches Victoria. Estos carruajes eran un medio de transporte muy común y en Centenario era normal verles. Él me cuenta que en la ciudad se estacionaban en lugares distintos: Plaza de Armas, Plaza Centenario, Estación de Ferrocarriles y en Esmeralda con Sarmiento (hoy Santa Teresa). En calle Brasil, frente a su casa, había un terreno baldío y en él se guardaban al menos 50 de esos coches Victoria. Los veía a diario salir temprano y llegar muy tarde, después del último tren. Me cuenta que en una de las esquinas cerca de la plaza Arturo Prat había una Fuente de Soda llamada “Rapa Nui”. Diariamente, después del colegio, pasaba a tomar una bebida. Recuerda que en el local había un letrero, se detuvo frente a él porque no alcanzó a leerlo bien, se quedó mirándolo con curiosidad, decía “La falta de sexo acorta la vista”; luego darse cuenta del mensaje, murió de vergüenza y risa a la vez. Cuando ya se había cambiado de la población, y ejercía como profesor de inglés en la Escuela Industrial de San Felipe, cuenta que le tocó hacer clases a los hijos de sus vecinos de Centenario. Estos pupilos hasta el día de hoy lo recuerdan con cariño. Mientras le escucho, me quedo mirando un mueble antiguo que está en su living. Viéndome, su memoria se activa y me cuenta que ese mueble era un equipo de música antiguo donde ponía discos, pero con el tiempo se averió, para luego quedar como mueble. Luego agrega una anécdota con “los Canales”, los vecinos del lado. Aníbal, como adolescente, en lo que hoy es ese mueble ponía la música a “todo tarro”. Un día “los Canales”, le golpearon la puerta. Asustado pensó que venían a reclamar por el volumen de la música, pero luego, por sus rostros, se dio cuenta que estaban felices, que les gustaba la música, cuestión que le confirmaron después. Al final ese mueble, lo había acercado más a sus vecinos, a quienes la música también les alegraba la vida. Y hoy está más vivo que nunca guardando sus recuerdos y los de su esposa, hijos y nietos. Luego le pregunto sobre si ha cambiado algo la población, y comienza a recordar. Por ejemplo, me dice que el Liceo Santa Clara 168 ha cambiado muy poco desde que él lo conoció, como el ancla en la Plaza Arturo Prat está allí desde hace mucho, tanto como la mayoría de las casas que siguen teniendo su estructura como antaño. Y la Escuela Humberto Casarino sigue siendo muy parecida a la casa de quien fuera regidor de Los Andes, herencia que se convirtió en un establecimiento educacional que, en homenaje, lleva su nombre. Y así, en poco más de una hora, junto a los relatos del profe Aníbal recorrí la población Centenario. Y aunque la conocía, mientras buscaba trabajo en años anteriores, ese recorrer de lugares con sus historias y memorias, te cambia por completo. Del olvido al recuerdo. Pues sí, en el relato de las personas es cuando nos damos cuenta de que los lugares y los territorios están vivos. Y que las huellas de la memoria olvidan detalles, pero jamás lugares ni personas. 169 Una ciudad silenciada. Las peñas en la Iglesia Fátima de Centenario Diego Araujo Pérez y Cristián Pérez Ibaceta A fines de los años 60, la ciudad de Los Andes contaba con una activa vida cultural. Existían grupos musicales, se realizaban veladas estudiantiles, surgían círculos literarios, había programas de Radio Trasandina dedicados al folclore. La cultura en la ciudad bullía. Pero en 1973, así como en todo Chile, el silencio se apoderó de los andinos. Los principales actores de los cambios sociales de esa época fueron perseguidos y detenidos, por lo que la actividad política desapareció. Lo mismo pasó con la música y el arte. Así como un bosque incendiado, quedaron sólo cenizas. La Parroquia de Fátima Durante una década esta ciudad cordillerana permaneció en silencio. Hacia 1983 comenzó a renacer la vida social y política de la ciudad. Nuevos actores estaban dispuestos a devolver la voz a los andinos alineándose con un movimiento social que se articulaba en todo el país. El barrio Centenario, construido alrededor de 1910, fue uno de los principales protagonistas de esta década de grandes movimientos culturales y políticos en Los Andes. La necesidad de actividades masivas trajo consigo la búsqueda de un espacio que permitiera la reunión de la gente con mínimas condiciones de seguridad. Los organizadores de estas actividades, dan con la Iglesia Nuestra Señora de Fátima, ubicada en la Plaza del barrio Centenario. La Parroquia fue fundada en 1948, en un terreno donado por la familia Navarro. Esta parroquia tuvo gran importancia para los 170 pobladores del barrio desde su apertura, no sólo como un lugar para la devoción católica, sino que también como una casa donde se podía buscar protección y seguridad en tiempos donde encontrarlas era casi imposible. En 1983, el párroco de Fátima era el cura Artemio Alvial, con un largo pasado como sacerdote comprometido con las aspiraciones de los más humildes. En septiembre de 1973, Alvial fue preso político en la embarcación Lebu en Valparaíso. En Los Andes fundó el primer Liceo Nocturno, fue capellán del Hospital San Juan de Dios y párroco de las iglesias de la Asunción y Santa Rosa. En los años 80, Artemio Alvial se dedicó al servicio de la comunidad de Centenario, no sólo en materia religiosa, sino también brindando apoyo al renacimiento político y social de una ciudad en silencio. En 1985, Alvial siendo párroco de Fátima, recibió a los jóvenes voluntarios de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, que venían a realizar trabajos voluntarios en Aconcagua. Algunos serían detenidos el 8 de febrero por Fuerzas Especiales de Carabineros y uno de ellos asesinado por torturas, mientras que el resto encontró refugio en la parroquia. Las “peñas” folklóricas y el renacer de la cultura andina A comienzos de los años 80, Bernardo Arriaza, presidente de la Juventud Demócrata Cristiana, junto al grupo de teatro "Nueva Dimensión Cultural", comienzan a realizar un “café concert”. Arriaza recuerda: "eran instancias de reunión donde se hacían sketchs o parodias sobre el acontecer nacional. Se leía poesía, se cantaba música que burlaba la censura dictatorial. Entre otros, participan Fermín Zamorano, Raúl Quiñones. El público que asistía era lo que hoy llamamos adultos jóvenes. Estos eventos se realizan los viernes o sábados. En un principio se hicieron en el Hotel Plaza facilitado por Francisco Perinetti; luego en el Círculo Italiano, prestado por don René Mazuela; en el Hotel Colonial de la familia Illanes y el 171 Conquistador del señor Henríquez. En esos encuentros también se conversa sobre el devenir nacional y local”. Después de 10 años, los andinos volvían a reunirse para expresar su música y su arte. Los primeros “café concert” no superaron las dos decenas de asistentes, porque cualquier reunión de ese tipo estaba prohibida, por lo que el nivel de riesgo era alto. La necesidad de hacer algo más significativo que los “café concert” llevó, entre otros, a Carlos Henríquez, miembro del Partido Socialista, a realizar desde fines de 1983 un ciclo de peñas en la Iglesia Nuestra Señora de Fátima en la Plaza Centenario. La organización estaba a cargo de Víctor Acevedo (recientemente fallecido), Nani Mendoza y Mario García en la parte cultural; Roxana Barahona, Rodrigo Montenegro, José Merino y Jaime Morales formaban la Comisión de Derechos Juveniles (CODEJU). Todos ellos contaban con el apoyo del párroco Alvial. Se hicieron en Fátima porque parte de los organizadores como Carlos Henríquez y Víctor Acevedo eran centenarinos; y porque había pocos lugares para hacer estos encuentros en un contexto de restricciones a las libertades de reunión. La primera peña se llevó a cabo entre marzo y mayo de 1984. Al igual que los “café concert”, estas instancias no tenían sólo un propósito político, sino que también se instauraban como un lugar de encuentro de la principal escena musical y artística andina de la época. La mayoría de las peñas se hizo en un salón adjunto a la nave central. La sala estaba ubicada al costado izquierdo del templo. Era un espacio largo y angosto con ventanas, que la parroquia utilizaba para sus tareas propias. Contaba con viejas sillas y algunas mesas. En alguna ocasión, por la cantidad de gente que asistió, el cura retiró los objetos sagrados del tempo y la peña se realizó ahí. En esas oportunidades el escenario se ubicaba en el mismo espacio donde el cura dirigía la misa. Así lo recordó Víctor Acevedo: “estábamos en el salón chico de la Iglesia, y estaba tan lleno que no cabía nadie más, éramos cerca de 300 personas. En ese momento el cura Alvial saca todas las cosas sagradas de la iglesia, las guarda, y se acerca a nosotros 172 para que usemos el salón principal. Cuando ya estábamos terminando, nos subimos los 20 o 25 artistas a cantar “La Muralla” de Quilapayún y se escuchaba muy bonito”. Cabe mencionar que las condiciones técnicas de estas actividades no eran las mejores. Los parlantes y micrófonos eran facilitados por la Parroquia. De hecho, tres o más artistas cantaban al mismo tiempo en un micrófono y no se podían amplificar los instrumentos. Las bandas no contaban con batería, ni bajo, debido a la dificultad de encontrarlos y el precio de ellos. Las bandas que tocaban en las peñas eran de Los Andes y centraban su estilo musical en el género andino y la trova, con clara tendencia política de izquierda, como Illapu, Schwenke y Nilo, Víctor Jara, Patricio Manns y Mercedes Sosa, entre otros. Los grupos y artistas más recordados son Chungará, Llacuni, Miguel Ángel Gómez, Tierra Nueva y el Trío Semilla. La mayoría se disolvió con el tiempo, siendo Chungará el grupo que más trascendió. Algunas peñas se organizaron para ayudar a gente damnificada por catástrofes naturales, como el terremoto de 1985 o los aluviones ocurridos en la zona del Patagual en 1986. Víctor Acevedo, músico y organizador artístico, relata cómo fue la peña en beneficio de la gente del Patagual: “Esa vez fue una ayuda que le sirvió mucho a la gente, juntamos comida y ropa. La gente en el Patagual había quedado sin nada después de un año de mucha lluvia”. El público que asistía eran jóvenes andinos y familiares de los organizadores y los artistas. Se formaban distintos grupos en las peñas. Estaban los hippies, los políticos y los artistas. Normalmente duraban hasta la una de la mañana, por el peligro que significaba que un grupo grande de personas circulara a esa hora bajo la Dictadura. José Merino recuerda que en cada peña, frente a la puerta principal vigilando el acto, había dos personas muy raras, que con seguridad eran agentes de la Central Nacional de Informaciones. En otra oportunidad llegaron los Carabineros hasta el lugar. Mario García, músico de Chungará lo relata: “Me acuerdo de que había un grupo de nosotros afuera de la iglesia charlando, cuando llegan los carabineros 173 gritando y queriendo llevarnos. Nosotros reaccionamos inmediatamente y nos resguardamos dentro de la iglesia hasta que se fueron”. Al término de 1985, y tras la organización de alrededor de seis peñas, estas actividades en la Iglesia de Nuestra Señora de Fátima fueron trasladadas a otros lugares, porque, entre otras razones, el cura Alvial fue designado párroco de Santa Rosa. Desde ese momento la Parroquia y el local de comida “La Terraza”, ambos en el centro de Los Andes, se convertirían en los nuevos espacios utilizados por los jóvenes andinos para manifestaciones culturales y políticas. En la actualidad Así como las peñas de Centenario fueron las actividades que devolvieron la vida política y social a Los Andes en los años 80, los jóvenes de hoy se están manifestando de la misma manera, pero en un contexto distinto. Las actividades político-culturales han demostrado ser un escenario de lucha para el pueblo chileno en sus diferentes épocas. En el pasado existieron las peñas, y en la actualidad se organizan tocatas masivas para manifestar el descontento contra los gobiernos de turno. Aun cuando se tienen en cuenta las diferencias de época es necesario mantener en la memoria la importancia de las peñas en la Iglesia Nuestra Señora de Fátima en el barrio Centenario, y su influencia en la lucha de los andinos contra la Dictadura. 174 Un barrio hablante y saludante Francesca Barnett Herrera Hace cuatro décadas Washington y su familia llegaron a una nueva población ubicada al frente del barrio Centenario. Su padre trabajaba en la Municipalidad de Los Andes, por lo que fue beneficiario de una vivienda social, por medio de subsidio estatal, en la Población de Obreros Municipales, al costado sur de la calle Arturo Prat. Era un pequeño conjunto de 24 casas, cerrada por un perímetro de panderetas. No había más casas y si mirabas para el sur, sólo había campo, vacas, cabras, chanchos y plantaciones. Washington, hoy de 49 años, fue un niño que dio sus primeros pasos en el barrio Centenario a inicios de los años 70. Caminaba, jugaba, conversaba, iba a misa, estudiaba, iba a comprar en el barrio Centenario. Para él, todos saben que al cruzar la calle Chacabuco hacia el sur, para entrar al barrio, por Avenida República Argentina, pasando el Liceo Max Salas y el Supermercado del frente, comienza un ambiente distinto, un lugar más histórico, más de barrio pintoresco. Se recuerda que antiguamente todos se comunicaban y respetaban entre sí, sociabilidad que caracterizó a Centenario, que él denomina como “un barrio hablante y saludante”. Costumbres sociales, de vida en comunidad que culturalmente se fue inculcado de generación en generación, el saludarse y hablar entre vecinos pese a no conocerse. Si bien las personas a veces no tenían lazos sanguíneos, sí construyeron lazos de amistad y comunidad gracias a ello.  La autora del relato agradece la información entregada por Washington Ferrer y familia. 175 Esto fue posible, según su perspectiva, porque el barrio Centenario tiene una característica particular. Al ser un sector pequeño, todos se topan en la plaza, en un negocio, en reuniones sociales, surgiendo varios puntos de encuentro, donde la gente se junta, se saluda y habla. No solo hay puntos de encuentro auspiciados por la municipalidad o desarrollados por ellos como vecinos, sino que también hay locales que todavía persisten, que sólo han cambiado de nombre o dueño, como la Panadería Centenario, el antiguo Supermercado San Gregorio, y así varios otros negocios que permitían el encuentro entre los vecinos. Pero el barrio va cambiando. Centenario era tranquilo, con más unión entre las personas, con más actividades sociales que hacían vivir a la comunidad. Los drogadictos eran los que fumaban marihuana, pero sabías que ibas por la calle y no te harían nada. Ahora, muchos tienen temor de caminar de noche, porque ha llegado otro tipo de personas. A su vez, lamentablemente, las generaciones nuevas han ido perdido las costumbres comunitarias y de sociabilidad. Hoy en día la gente se saluda menos, sobre todo los jóvenes. No obstante, la invasión de la tecnología y todos los avances, Centenario aun no pierde todo su sentido de barrio. Washington dice que ese espíritu de comunidad, “nunca lo va a perder, si el barrio y las nuevas generaciones siguen siendo un barrio hablante y saludante”. 176 Recuerdo de un 27 de febrero de 2010 Ivette Muñoz Salinas La tierra se estremeció a las 3:34 de la madrugada del 27 de febrero de 2010. Fue un terremoto de magnitud 8,8 en la escala de Richter, afectando a siete regiones de Chile, removiendo casas, destruyendo calles, cambiando conductas y mudando el territorio. Los hechos ocurridos esa noche surgen como huellas vivas en la memoria de los y las sobrevivientes. Por primera vez la sra. Eduvina Guerrero lo perdía todo. Soltera y madre de 3 hijos, fue una de las personas más afectadas por el terremoto que arrasó con su casa en la población Centenario hace unos años atrás. Por ese episodio, quedó “con lo puesto”, durmiendo con su hijo en otros lugares, acomodándose con lo que tenía y empezando de cero. El relato de la Sra. Eduvina está poblado de imágenes que revelan cómo muchas casas del barrio cedieron ante el movimiento de tierra. Ya antes del terremoto, su casa no se encontraba en buenas condiciones, por lo que luego de la catástrofe natural, su casa cayó. “Con el terremoto hubiera quedado aplastada” nos dice, ya que su casa, como tantas otras de Centenario son de adobe. No podía dormir ahí, y tuvo que salir de su “ranchito” como le decía, que con tanto amor, cariño y dedicación trató de arreglar. La tristeza más grande fue cuando le pidieron desalojar su vivienda, abandonar todos los años que ella vivió ahí. Aquel desalojo era para que la Municipalidad pudiera retirar los escombros y, aunque recibió mucha ayuda, recuerda ese tiempo con dolor y nostalgia, marcada por un sinfín de tristezas acumuladas, sobre todo hacía un hogar que le tenía tanto amor. Una parte importante de lo que había  La autora del relato agradece la información entregada por Eduvina Guerrero. 177 ganado lo invertía en mejorar su casa, la que comenzó a arreglar desde que empezó a trabajar a los 18 años. Para Eduvina el terremoto fue muy destructivo, puesto que no pudo rescatar ni siquiera algunas cosas, ropa, algo importante, pues lo perdió todo en ese momento. Pero desde los primeros días de la catástrofe, comenzó a sumar experiencias de solidaridad y apoyo social y vecinal: “Mi casita casi se me caía, entonces yo me apoyé en la municipalidad, ahí me las rebusqué porque yo sola no podía. Me las tuve que arreglar para que vinieran a ver mi casita, porque estaba en un peligro yo”. Cuenta que se apoyó en un caballero y en la municipalidad, que gracias a esas personas pudo reconstruir su casa. Pero, para eso, tuvo que andar de allá para acá y de acá para allá, yendo a todas partes a pedir ayuda. Recuerda que la pasó muy mal, estuvo tres años viviendo fuera de su “ranchito”, con su hijo, el mayor, que la ha acompañado durante toda su vida. Recuerda que al momento de empezar a buscar ayuda, se encontró con una mujer, que no le quería entregar ayuda rápido, que le molestaba que la señora Eduvina fuera siempre: “me miraba mal porque yo insistía que me hicieran luego mi casa, yo lo único que quería era mi casa”. Con todo, le hicieron una casa hermosa, “Mi casita, gracias a Dios, abajo es sólida y arriba es material ligero, porque ahí hice el dormitorio de mi hijo y abajo me lo hicieron a mí. Cuando me entregaron las llaves, ah! Una emoción, lloraba, lloraba de emoción, de alegría”, sentimiento de felicidad que sin duda la señora Eduvina recordará por siempre. 178 La reina y el rey feo en el Club de Adulto Mayor Javiera Contreras Oyarce La señora Teresa Uribe es una mujer de 86 años, que llegó a vivir a Los Andes junto a su madre con una maleta llena de sueños y de oportunidades de trabajo cuando apenas tenía cuatro años. Nacida en San Francisco, hija única y criada por su abuela, la señora Teresa tuvo que dejar su antiguo hogar para acompañar a su madre, que ansiaba oportunidades de trabajo para mantener a su familia. La madre de la señora Teresa llegó a la comuna de Los Andes a trabajar como asesora del hogar puertas adentro con su pequeña hija. Con sólo 4 años, la pequeña Teresa comenzó a trabajar cuidando a una “guagüita”, lo que no deja de sorprender en la actualidad, porque a los cuatro años es casi imposible hacerse cargo de un bebé. Desde esos años su vida fue muy sacrificada. Cuando quedaron sin hogar, ella y su familia vivieron un tiempo en las poblaciones pobres del río Aconcagua, así como en otros lugares en que alguno de sus padres trabajaban. La señora Teresa continuó con el trabajo de su madre, llegando a ser asesora del hogar en la casa de uno de los antiguos alcaldes de Los Andes. Todos los días, después del trabajo, la señora Teresa se dirigía a Centenario a ayudar a construir su casa en el “potrero” como le llamaba ella. Era una de las poblaciones que se estaban construyendo con ayuda del Estado, y con sus futuros vecinos debían construir su casa cumpliendo con una cantidad de horas diarias para poder “parar” su vivienda. Este era uno de los procesos de autoconstrucción que tuvo varios ejemplos en Los Andes, como la Población René Schneider, Gabriela Mistral, Ambrosio O’Higgins, entre otros. La terminación de su casa fue una alegría enorme. La señora Teresa lleva varios años viviendo ahí, y aunque nunca se casó, tuvo  La autora del relato agradece la información entregada por Teresa Uribe. 179 una hija que le dio tres nietos y una bella familia, con la que vive actualmente. Ya con los años, ha podido disfrutar más de la vida y encontrarse con otros adultos mayores de la comunidad. En Centenario, al igual que en casi todos los barrios del país, existe un Club de Adultos Mayores donde un grupo de ellos se reúnen, al menos una vez por semana, para compartir, ejercitarse y programar viajes y paseos a otros lugares. Existe un ambiente agradable donde los vecinos se pueden conocer mejor o simplemente despejarse de los achaques de la salud o la soledad. En Los Andes, todos los años, en torno al día del adulto mayor y las celebraciones organizadas por la Municipalidad, cada Club debe elegir una reina y un rey feo. A la reina y al rey los eligen mediante votos y hace aproximadamente tres años, la señora Teresa fue elegida reina del Club de Adulto Mayor Barrio Centenario. Pero faltaba el Rey feo… en ese entonces salió elegido un joven llamado Ricardo. Fue bien anecdótico el reinado de ese año, ya que Ricardo salió rey feo por primera vez y llevaba harto tiempo queriendo serlo, aunque más bien eran los deseos de su madre. La señora Teresa para ese reinado se consiguió un vestido blanco muy lindo, con una amiga que ya había salido reina antes. Las y los vecinos tenían todo organizado para celebrar al Rey y a la Reina de ese año. Lamentablemente ocurrió un inconveniente. La madre del Rey feo se enfermó unos días antes, por lo que la celebración se llevó a cabo, pero no con la tranquilidad y alegría de los años anteriores. Finalmente, aunque estaba muy aquejada de salud, los deseos de tantos años de ver a su hijo coronado como rey feo de Centenario fueron cumplidos como aquella madre quería. Pudo verlo sentado con la Sra. Teresa, los dos de reyes de punta en blanco. Lamentablemente, la madre de Ricardo falleció al siguiente día, dejando una gran pena entre todos los vecinos. 180 Relatos de vecinos y personajes 181 182 Mi tío Humberto Casarino Sonia Heine Clarke Mi tío Humberto Casarino nació en Los Andes en el año 1895. Era un hombre muy chiquitito, delgado y peladito. Vivía en Centenario, frente a la plaza, donde está actualmente el Colegio que lleva su nombre. Era una casa que construyó mi abuelo, de origen irlandés, Guillermo Clarke. Pero al final mi tío se quedó viviendo ahí, ya que mi abuelo se la dejó como agradecimiento por haber cuidado a nuestra madre y sus hermanos. Fue una de las primeras viviendas del sector, que en esos años aún era muy poco poblado, era puro campo. Recuerdo que todas las reuniones familiares se hacían en su casa. Para los 18 de septiembre de los años 50, todos íbamos a la casa del tío. Al fondo del patio tenía muchos árboles, y bajo ellos se preparaba un almuerzo con unos mesones largos con unos hermosos manteles, contrataban mozos y un conjunto para que cantara. Era un gran almuerzo, nos juntábamos todos y lo pasábamos, grandes y chicos, muy bien. En ese tiempo él tenía un tílburi, un cochecito inglés con ruedas muy altas tirado por caballos. Nunca quiso venderlo para comprarse un auto. Era fiel a su tílburi y nosotros igual la pasábamos muy bien en el cochecito. Cuando mi tío lo ensillaba, todos los primos nos encaramábamos rápidamente para salir a pasear o a la lechería que tenía en la calle Arturo Prat. En su casa tenía establos en la parte de atrás y ahí dormían los cabalgares. Los caballos y yeguas de mi tío eran preciosos, las cuidaba como si fueran de oro, con mucho amor los cepillaba y los alimentaba muy bien.  La autora agradece la entrevista y transcripción realizada por Valentina Montenegro Pulgar, que hizo posible este texto. 183 El tío Humberto se levantaba como a las 5 de la mañana para ir a la lechería. Una vez, con todos los primos, que éramos hartos, nos levantamos a las 5 de la mañana porque nos iba a llevar a la lechería a tomar leche al pie de la vaca. El tío pasaba a comprar pan donde los hermanos Olivares que tenían una amasandería muy conocida en Centenario. El pan era exquisito, muy rico. Después, nos fuimos todos en el tílburi a la lechería a tomar leche y comernos el pancito. Como la lechería tenía unos potreros que llegaban casi hasta el sector del Patagual, sin casas ni nada, ahí mis primos montaban unos lindos caballos. Yo nunca me pude subir a ninguno. Les tenía terror, porque como eran caballos de tiro, eran muy altos y gordos, aunque muy bonitos. Siempre pensaba que si me subía a uno, después cómo me bajaría de esos tremendos caballos. El tío Humberto fue bueno con nosotros, le pasó una casa a mi padre para que viviéramos todos, sólo le pidió que la arreglara, y así lo hizo. A mí siempre me regaloneó mucho. Yo pienso que igual fui su regalona debido a que cuando era pequeña me dio polio y tuve que aprender casi todo de nuevo, en especial a caminar, necesitando de muchos cuidados. Lamentablemente, el tío Humberto falleció en el año 1972, con 77 años de vida, pasando la mayor parte de su vida en Centenario, siendo hasta hoy recordado por los vecinos. 184 El cuadrilátero de Centenario. La liga de box en el Valle de Aconcagua Jorge Cancino y Danilo Herrera En memoria del glorioso Segundo Chato Espinoza, cuyo espíritu está en las historias acá rescatadas; y en honor del gran Luis Matucho Báez cuyos añeros puños aún nos acompañan. Hace años que en Chile el boxeo es un deporte de menor convocatoria. Desde la retirada de Martín Vargas a finales de los 90, el boxeo abandonó las primeras planas de la prensa, para recluirse en un círculo reducido de deportistas y espectadores. Sin embargo, en su época de auge, entre los años 30 y 70, el circuito de boxeo se extendía a lo largo del país. En el valle de Aconcagua, el ring era un espacio habitual de encuentro, donde los combates formaban parte de un espectáculo de fuerte arraigo local y que semanalmente convocaba a gran cantidad de espectadores. El barrio Centenario se posicionó como escenario principal del pugilismo andino, y fue testigo de grandes gestas deportivas, donde sus asistentes no eran solo varones fanáticos, si no que acudían también familias completas. Aún quedan vestigios de aquella época, encarnados en los relatos de los boxeadores y sus familias. Algunos ya no nos acompañan, pero los que sí, conservan un imaginario cargado de anécdotas y relatos de un Los Andes muy distinto. El box que se practicaba en la zona era principalmente amateur. Los jóvenes deportistas comenzaban su carrera entre los 10 y 12 años, muchas veces casi por casualidad, como espectadores 185 cercanos que en algún momento y por diferentes razones, fueron llamados a subir al ring. Si tenían habilidades, ingresaban en el circuito local, a través de algún club deportivo o una empresa que contase con rama deportiva. Los boxeadores más talentosos recorrían diferentes comunas y ciudades probando sus habilidades con referentes locales. Quien vencía a los contendores de la zona, se alzaba como Campeón del Aconcagua, una suerte de título no oficial que adquirían los deportistas más destacados. Se peleaba todos los viernes y sábados, en el escenario de la liga, el actual Estadio Centenario, que en ese entonces mantenía un espacio habilitado para los encuentros. La Asociación de boxeo se encargaba de organizar las peleas a las que acudían púgiles de distintas edades, comunas y clubes deportivos tales como: el Club San Martín de Coquimbito, Calle Larga, San Rafael, San Vicente, Los Andes, Centenario, Ferroviarios, entre otros. Al final del campeonato se elegía a los mejores boxeadores para pelear en las ciudades de Valparaíso y Santiago. Como resultado de estos eventos, y la práctica generalizada de este deporte, aparecieron exponentes de gran habilidad como el “Cotoyo”, Juan “Dinamita” Jeldez, “Matucho” Báez, Leonardo Durán, “Chico” Carrera, Juan Lobos y el “Chato” Espinoza. Este último, fue una de las figuras más importantes a nivel local, pues llegó a disputar el título nacional y enfrentarse al campeón sudamericano Ulises Moya. Las Glorias del “Chato” Espinoza Segundo Espinoza conocido como el “Chato” Espinoza, como muchos otros pugilistas de la zona, desde muy joven tuvo la oportunidad de ver los combates que se desarrollaban en el Campeonato de los barrios en los años 40 y 50. Aunque nunca les agradó verlo golpearse con otro hombre, sus padres y su esposa 186 tuvieron que aceptar esta actividad pues, desde temprana edad, sus constantes victorias evidenciaron un innegable talento. Los inicios del Chato estuvieron ligados al club San Martín de Coquimbito, club de sus amores, que en aquellos tiempos desarrollaba un importante proyecto deportivo enfocado en el atletismo, fútbol y box. Desde sus primeras peleas, alrededor de sus 18 años, fue adquiriendo fama por sus potentes golpes y rápidos noqueos, ofreciéndole por ello ingresar a la FACh en Santiago, lo que finalmente no se concretó. Gracias a su trabajo pudo seguir enriqueciendo su experiencia deportiva, ya que en Valparaíso, un tiempo después, trabajó y compitió para la Maestranza Barón. No pasó mucho tiempo antes de que la nostalgia por su tierra natal lo trajera de regreso a Los Andes. Aún con sus reticencias a salir del Aconcagua a probar suerte o de formarse como boxeador profesional, llegó a cosechar grandes éxitos en este deporte en la categoría mediano-ligero. Doña Margarita recuerda vivamente algunos de los más emocionantes y duros combates que vivió el Chato. Uno de ellos fue la pelea con un boxeador argentino en Valparaíso que si bien estaba siendo ganada por su esposo, terminó con un calambre en sus piernas, teniendo que tirar la toalla. Para ella estos combates con boxeadores argentinos siempre fueron especialmente duros. Pero el recuerdo más importante que guarda sobre la vida de boxeador de su esposo, es la pelea contra el campeón sudamericano Ulises Moya, combate gestionado por la asociación de boxeo debido a la fama que había adquirido don Segundo. El encuentro no fue como otros. Cada combate lo vivía con emoción, se recuerda a sí misma gritando “dale Chatito, dale Chatito”. Pero en aquella ocasión sólo se escuchaban los golpes de los boxeadores, la tensión en el aire obligaba al silencio. Fue un encuentro durísimo para ambos deportistas, y aunque casi se mataron, ambos terminaron en pie. Ya  Doña Margarita Gallardo, esposa por más de 50 años del Chato, ante los problemas de alzheimer que tenía don Segundo fue quien nos relató su historia en 2015. Lamentablemente el Chato, tiempo después, falleció. 187 no es muy claro en su memoria si fue una derrota o un empate, pareciendo más seguro lo segundo. Después de cerca de 6 años de peleas, 70 encuentros e impresionantes luchas, don Segundo dejó el ring a finales de los años 60, momento en el que otros boxeadores del ámbito local se retiraron también del cuadrilátero. Para doña Margarita, ese fue el momento en que comenzó el declive del box en Los Andes. El “Matucho” Báez Don Luis Báez Suárez, conocido como el Matucho Báez, fue uno de los más importantes boxeadores de Los Andes. Con más de cuarenta peleas a su haber, una victoria frente al campeón chileno y dos emocionantes combates con boxeadores trasandinos, logró cosechar una fama tanto local como nacional. El Matucho, hoy de 82 años, es oriundo del barrio Centenario, calle Paraguay si somos precisos. Mecánico soldador de profesión, extrabajador de la maestranza de Valparaíso, recuerda sus inicios en el ring como un accidente fortuito. En esos años –década del 40– el box andino se vivía con intensidad: las veladas boxeriles se realizaban en el gimnasio Centenario. Luis, con 13 o 14 años, junto con sus amigos, no se perdía ninguno de los combates. Un día de esos, por ausencia de un contendor, tuvo la posibilidad de subir al ring a combatir en el Campeonato de los barrios. Su rival, el Orejón Tapia, representante de los ferroviarios, le dio su primera batalla. Aunque estaba seguro de ganar, la pelea no fue fácil. Al segundo round, nuestro boxeador cuenta que, por el nerviosismo, se le caían los brazos. Pese a ello, logró la victoria. Tres peleas ganadas más, lo condujeron a llevarse el campeonato de los pesos mínimos. Después de aquel exitoso debut, comenzó a entrenar y poco a poco cosechó victorias, posicionándose como el mejor boxeador del Aconcagua. Por ese motivo, “Matucho” fue seleccionado nacional de 188 boxeo de cara al Sudamericano de 1951 a disputarse en Brasil. Esto generó gran revuelo en la ciudad, con las respectivas noticias en los periódicos andinos. Sin embargo, por cosas del destino, ese año no se realizó el campeonato y don Luis perdió la oportunidad. A pesar de haberse visto obligado a realizar el servicio militar en el año 52, siguió boxeando. Cuenta que las compañías del Ejército se lo peleaban, pues su fama ya era extendida en la zona. En esos tiempos, el Ejército contaba con selecciones de box en sus regimientos, las que disputaban lugares en diversos campeonatos internos. Dos años participó en dichas selecciones; sin embargo llegado el fin de su servicio, y aunque le ofrecieron contratarlo, decidió retirarse de las filas castrenses. La dureza del servicio militar y los maltratos, lo convencieron de seguir otro camino. Fue así como consiguió trabajo en la Maestranza de la Empresa de Ferrocarriles del Estado en Valparaíso, lo que le aseguraba un buen futuro. En el año 1953, logró enfrentarse al campeón de Chile por intermedio de la dirigencia de box andina, en combates de ida y vuelta a 3 rounds. La primera pelea se la llevó don Luis por Knock – out. Sabido era en el mundo del box que pegaba fuerte. La revancha fue para Manuel León, quien advertido de las habilidades del Matucho en el primer combate, utilizó diferentes medios para cansarlo, evitando que este pudiese desplegar su fuerza. Al final, por puntos, el campeón nacional se llevó la victoria. Su vida en el Puerto trajo cambios importantes. Los boxeadores estaban mejor preparados, llevándolo a perfeccionarse mucho más. Para lograrlo, se preparó con un rígido entrenador, con el que pasaba una hora y media todos los días después del trabajo, fortaleciendo su cuerpo y aprendiendo las “mañas” propias del box. Sin embargo, durante este periodo su pasión por el deporte decayó, producto de la exigencia de los entrenamientos y la poca flexibilidad del entrenador, razones que terminaron por agotarlo. No siguió peleando mucho tiempo más. El mismo año 56 en que dejó el ring, vivió algunas de sus experiencias más emocionantes, pues tuvo la oportunidad de combatir con dos boxeadores argentinos, cosechando 189 un empate y una derrota, además de participar en dos campeonatos nacionales. Para el Matucho Báez, el tiempo de su vida que dedicó al box le trae bellos recuerdos. Si bien este deporte no se convirtió en el oficio de su vida, sí es una parte significativa de su memoria: la emoción de cada pelea, así como el ambiente en el campeonato, la cordialidad entre los boxeadores, el respeto y admiración del público. La liga de box del Valle de Aconcagua mantenía como uno de sus ejes principales el Estadio Centenario, actividad que hoy muchos desconocen que se haya practicado aquí, pero que a mediados del siglo XX albergó una de las dinámicas deportivas y sociales más señeras de la zona ¿Cuántas y cuántos aconcagüinos han destacado en sus disciplinas y la historia no ha hecho justicia con sus figuras? Es necesario que no fijemos la mirada únicamente en el patrimonio de los grandes relatos, en la historia castrense ligada a la zona o en la aristocracia que durante décadas configuró el pasar del valle. También debemos dejar espacio en la palestra para estas historias que establecieron una estructura de sentido de lo que significaba pertenecer a un territorio desde la casi olvidada mirada de barrio. 190 Un Gringo en el Barrio Juliet Turner Araneda Hacia 1937 llega a residir en una de las calles, entonces polvorientas, del Barrio Centenario, don Edward Horace Turner Tythcott, de nacionalidad inglesa. Él junto a su familia se había trasladado en una larga travesía de tres meses desde Londres a Valparaíso, en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial en 1915. El padre, don Albert Turner Mattin de profesión ingeniero, había sido nombrado Presidente de la Compañía de Gas de Valparaíso, “Gas Valpo”. La familia, que además de él, estaba compuesta por su esposa Mary Hardin Tythcott, su hermano Hugh y su hermana Phyllis, residió en el Cerro Recreo de Viña del Mar y los tres hermanos prosiguieron sus estudios en el Colegio Particular Inglés Mackay de esa ciudad. El joven Edward, impulsado por una profunda fe y convicción, cursa estudios de Teología en lo que es hoy la Universidad Adventista de Chile en Chillán donde, contando con sus 25 años de edad, se gradúa en 1929 de Misionero de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. A cada uno de los licenciados se les despedía con una frase que resumía su carácter y su personalidad, en su caso fue “Hay calor en su alma y elocuencia en su vida”. Complementó su formación con estudios de música en el Conservatorio en Londres, de Medicina Natural y también Masaje Correctivo Profundo en Valparaíso, además de ser autodidacta en muchas áreas del saber. Casado con Clara Kessel Leschnitz, adquieren en el año 1937 la casa quinta de Avenida Brasil # 332 en Centenario. En aquel tiempo, las casas del barrio eran bastante homogéneas. Estaban constituidas como casas quintas con abundantes árboles frutales, siendo regadas con aguas del canal Pueblo. Precioso recurso que hoy se lucha por mantener. El origen del barrio es producto del loteo de un fundo, por  La autora del relato agradece a hermanos y hermanas en la reconstrucción de la historia de su padre. 191 lo que muchas de las viviendas eran terrenos muy grandes, ello señala –hasta el día de hoy- un lugar de encuentro entre lo urbano y lo rural, en cierta forma un hito fronterizo y de transición entre la ruralidad de Calle Larga o San Vicente y el casco urbano de Los Andes. Transitando por las calles centenarinas es posible observar aun, una campestre tapia de tierra y asomándose por sobre ella el follaje de algún árbol frutal, una nopalera o una colonial casa de tejas que conserva el portón donde se guardaban carruajes y coches. La vivienda elegida por el matrimonio Turner Kessel, cumplía con el requisito de acercarse y estar en contacto con la naturaleza, estando cerca de la ciudad. Rápidamente la ampliaron y la remozaron, complementándola con una magnifica galería de estilo inglés, que permitía el ingreso de mucha luminosidad a su interior. Con el fin de gozar de la magnífica vista, de los atardeceres y de la nevada Cordillera de Los Andes construye, para su esposa e hija Elisabeth, un mirador único en su especie, abierto por los cuatro costados y elaborado completamente en madera de roble. En ese pequeño mirador, con posterioridad, hizo clases de inglés a particulares y amigos. En la casa se plantaron toda clase de árboles frutales, por ejemplo, ciruelos, damascos, mankaki, granados, duraznos, membrillos, manzanos, higueras, paltos, limones, naranjos y vides de diversa variedad. Además, se criaban gallinas y cultivaban colmenares. Era conocido por los vecinos su estilo de vida y alimentación naturista, vegetariana, siendo muy estricto en la alimentación y cuidado de la salud y la higiene. Era seguidor del abogado y profesor Dr. Manuel Lezaeta Acharan, quien fuera el más importante y destacado pionero de la Medicina Natural en Chile, y quien visitara en más de una oportunidad su casa, dada la estrecha amistad que les unía. Poseía un baño de vapor, baño de asiento y una ducha al aire libre. Adelantado a su época como cuidador del medio ambiente, reciclaba todos los desperdicios domiciliarios haciendo compost que utilizaba en su patio. Es importante recordar a algunas de las familias de vecinos que constituían el naciente sector, y que cumplieron un rol fundamental en el devenir de la historia de Centenario. De las calles Brasil, Perú y Bolivia tenemos por ejemplo a las familias Caiceo 192 Pineda, Caiceo Vásquez, Montecinos Favreau, Pérez López, Tobar Nanjarí, De la Cruz Aguilera, Donoso De la Cruz, Zelaya Herrera, Razzeto Migliaro, Lozano Vergara, Tobar León, Lazo Hernández, Córdova León, Villarroel Pérez, Córdova Báez, Vargas Gallardo, Flores Vargas, Rodríguez Cacciuttolo, entre otras. Los hijos e hijas de éstas y otras familias eran recibidos amablemente por Míster Turner en su casa para entregarles los primeros rudimentos del idioma inglés, como asimismo, cualquier ayuda en materias escolares. Míster Turner, como le decían sus alumnos y amigos, se vinculó profundamente con la comunidad andina a través de su vocación docente, impartiendo clases de inglés entre 1937 a 1940 en el Liceo de Hombres, hoy Liceo Maximiliano Salas Marchan. Asimismo, en el año 1943, destaca su participación como cofundador del Instituto Comercial de Los Andes, junto a la señora Eliana Miñano y a don Carlos Matus, liderados por don Manuel Díaz Paredes. Colaboró estrechamente en las directrices generales del nuevo establecimiento, como asimismo en la planificación de Planes y Programas de estudio, correspondiéndole a él sentar las bases de la asignatura de inglés y ejercer su docencia hasta el año 1953. Ese mismo año decide retirarse por el sensible fallecimiento de su segunda esposa de 26 años, Carmen Rosa Astudillo Saravia, y así poder cuidar a sus tres hijas, Consuelo Elita de 2 años, Lana Eveline de 1 año y la recién nacida, Rose Mary. No obstante haber abandonado el plantel, en el año 1970 y con ocasión de la celebración de los 30 años del Instituto Comercial de Los Andes, fueron distinguidos en forma póstuma, don Manuel Díaz Paredes y don Edward Turner Tythcott, destacándose su noble labor al servicio de la educación en la ciudad. Su vocación de maestro, lo llevó a enseñar no solamente en Los Andes, sino que, en otros lugares, como por ejemplo en la ciudad de Valparaíso, en Valdivia y en Viña del Mar. Edward Turner, en “Gringo Turner” como le llamaban los vecinos, fue un hombre de muchas inquietudes espirituales, un “gentleman” según sus alumnos, quien nunca perdía la compostura. Tenía en su domicilio, una amplia biblioteca con diversidad de temas y en variados idiomas. Eximio ejecutante de violín y apasionado por el piano. Los que tuvieron oportunidad de escuchar sus enseñanzas 193 indican que era un gran y elocuente orador. Como hombre de letras y humanista, solía crear composiciones y escritos, algunos de los cuales aún se conservan. En uno de esos, caracterizaba al héroe: “Hombre de carne igualmente débil como nosotros, pero capaz de transformar el fracaso en victoria, el vicio en pureza, el orgullo en humildad, el egoísmo en solidaridad. Se necesita coraje para convertir el fracaso de la vida en un éxito seguro”. De sus virtudes daban fe sus amigos, entre los cuales se encontraban Humberto Herrera y su esposa Martita, Víctor Cariola, Antonio Nazar, Gaspar Rivas P., Horacio Poblete, Alfonso Collado, Andrés Omeñaca, los médicos Antonio Mery, Bernardo Salas, Raúl Vargas, Luis Sillerico, Emilio David y su esposa Carmen. Fue muy querido por sus vecinos, porque ponía sus conocimientos al servicio de sus semejantes, ayudaba a quienes se lo solicitaban, dándoles consejos y recetas para diversas dolencias. Hombre de amplio criterio, respetuoso de las ideas y creencias de todos, entabló estrecha amistad con los curas que iban llegando, tanto a la Parroquia de los Pasionistas, como a los de la Parroquia de Fátima. De igual manera mantenía lazos de amistad con la Comunidad de Religiosas Franciscanas de Avenida Perú, del Colegio Santa Clara, a quienes les ayudaba traduciendo las cartas que llegaban del extranjero en inglés o alemán. En el año 1959 contrae matrimonio con María Celeste Araneda Bahamonde con quien compartía la misma fe y estilo de vida. De esta unión nacen su hija Juliet Cynthia Celeste, y su hijo Edward Albert David. Cuentan los amigos y vecinos del barrio que ese día realizó el trayecto desde el hospital a su casa en Centenario, compartiendo con quien se encontrara en el camino, lo orgulloso que estaba de tener un hijo varón. De esos años, me recuerdo que cuando caminábamos hacia la frondosa higuera que estaba al fondo del patio para desayunar higos con nueces, mi padre dijo que me indicaría con su bastón, las suciedades de las gallinas para no pisarlas. Con soberbia le respondí que no lo necesitaba pues yo sabía darme cuenta, justo al dar el siguiente paso ensucié mi zapato, al instante fijó su mirada penetrante en mí, ¡sin decir una sola palabra… yo entendí! Sin duda fue un hombre sabio. 194 A la edad de 60 años, un 02 de septiembre de 1964 Míster Turner falleció en el Hospital San Juan de Dios de Los Andes. Dejó una descendencia de 6 hijos, 19 nietos y 2 tataranietos. Su esposa -la Sra. María como la llamaban los del barrio y la “caminante” para muchos andinos- le sobrevivió por 56 años, falleciendo el 7 de noviembre de 2020 en la que fue su casa y hogar. La casa, aún en manos de la familia, conserva la misma tendencia y estilo de vida, especialmente en cuanto a la preservación del medio ambiente, plantación y renovación de árboles frutales, hierbas medicinales y flores para salvaguardar los insectos y especialmente las abejas de su extinción. El gringo Turner al optar por su residencia y domicilio en Centenario, decidió una forma de vivir y “estar” en ese ámbito, situación que armonizaba con su “ser”, entendido éste como su sociabilidad natural con las demás familias del barrio, con las cuales marcaba una impronta de particular identidad barrial. 195 El Tío Olivio. El primer micrero del barrio. Eugenio Astudillo Para adentrarse en esta singular historia de vida de un recordado vecino, tenemos que situarnos en el hermoso y tradicional barrio Centenario, ubicado en la ya bicentenaria comuna de Los Andes. Barrio antiguo en sus primeras etapas construidas en el albor del siglo pasado, y actualmente compartido con ya varias edificaciones modernas, debido al avance de la comuna, su mayor población actual y a lo lindo del sector. A Centenario llegó don Olivio Rojas Rojas, en los últimos años de la década de 1950, desde la localidad de Nirivilo, poblado de la Región del Maule, cuyo nombre de origen mapudungun describe a un animal mítico de esa zona; mitad culebra y mitad zorro, lugar donde fue bautizado don Bernardo O’Higgins Riquelme. Olivio fue hijo de una esforzada lugareña de ese sector. Siempre, con su innata simpatía, se vanagloriaba de su nacimiento ahí, comentando a diestra y siniestra a sus amigos y conocidos que, a pesar de su origen humilde, había sido bautizado en la misma pila y Capilla que el padre de la patria. Con su educación primaria y algo de secundaria bien aprendida, tuvo un breve paso por la Armada de Chile, donde se licenció con cerca de 30 años de edad como Cabo Segundo, debiendo abandonar la institución debido a una enfermedad que adquirió mientras era parte de la dotación de la Marina en la Antártica chilena. Por datos, don Olivio llegó a la comuna de San Esteban, en los primores de la década del cincuenta, a hacerse cargo de una pulpería, nombre que se les daba a los actuales almacenes que funcionaban dentro de los otrora grandes fundos agrícolas de la época. No sólo vendían artículos comestibles y bebibles, sino que también, ofrecían elementos agrícolas tales como herraduras de caballos, sombreros de huaso, jarros de lata para las chocas, semillas 196 varias y el imprescindible kerosene para las cocinas de parafina, última moda de entonces. Desde esa posición de empleado dependiente, pudo establecer muy buenas relaciones con varios miembros de la familia Fuentes de Centenario, poseedores en ese tiempo de varios negocios abasteros en diferentes sectores de la gran población. Fueron ellos quienes lo incentivaron en tomar un nuevo rumbo laboral. Don Olivio, con mucho entusiasmo y sin pensarlo dos veces, recurriendo a algunos ahorros de cosechas en media que había hecho con algunos lugareños de Lo Calvo, decidió concretar esa idea, adquiriendo una modesta primera micro o autobús marca Chevrolet, año 1951, para el servicio de locomoción entre Centenario y San Esteban. A los pocos días, de acuerdo con los permisos de la autoridad municipal andina, estableció los horarios diarios de los recorridos entre San Esteban y Los Andes, que iniciaban y terminaban al final de Centenario. Esto solucionó los varios problemas de locomoción para los adultos y jóvenes del barrio, que laboraban en el centro o asistían a estudiar al Instituto Comercial o al Liceo de Los Andes, como aún se llamaba el Max Salas. Ya que los viajes partían y finalizaban en Centenario, don Olivio Rojas llegó a instalarse con su pequeña familia a Centenario, calle Uruguay, N° 450. Ahí por muchos años vivió junto a su esposa y algunas pequeñas sobrinas. En sus mejores tiempos de transportista, llegó a tener hasta tres “micros”, como se les denominaba entonces, que estacionaba y mantenía en la misma calle Uruguay. En razón a que los recorridos de todas estas “micros” empezaban en la calle Arturo Prat, al fondo del entonces barrio de Centenario, muchos de sus vecinos hacían uso de este servicio de transporte para trasladarse hasta el centro de la ciudad. No se debe olvidar que en aquel entonces, no existían micros locales, ni los colectivos o taxis de ahora, sólo había coches Victoria. Por lo que el trayecto de estas micros cumplía con el traslado de los habitantes de Centenario, ya que cuando las máquinas venían de San Esteban su recorrido entraba por la calle Santa Rosa, siguiendo por la Avenida Argentina hasta el final, Arturo Prat. Su regreso a San Esteban era desde la calle Arturo Prat subiendo hasta Av. Chile, para seguir por esta misma vía hasta la calle Maipú, pasando por la Plaza 197 de Armas de Los Andes, llegando hasta su último paradero frente al hospital, para continuar hasta la comuna del norte. Esta situación permitía a todos los vecinos de Centenario, tener un excelente sistema de locomoción para satisfacer todas sus necesidades públicas o privadas. Don Olivio sin ser un poderoso empresario, tuvo tierras a medias, administró campos ganaderos en otras ciudades del sur, abrió nuevos mercados para los pequeños agricultores de San Esteban en donde posteriormente se instaló con un gran almacén de campo, brindó transporte colectivo a los vecinos de San Esteban y Centenario, ayudó a muchas familias que lo necesitaban, fue indulgente y atento con los jóvenes de las comunidades rurales y de su amado Centenario, llegó a ser también dirigente del glorioso equipo de Futbol Transandino de entonces. Lo que siempre lamentó entre amigos, fue que en su matrimonio no pudo tener descendencia como consecuencia de la enfermedad adquirida en la Antártida, pero en compensación a eso, crio en Centenario a cinco lindas sobrinas, las que lo adoraban. El señor Olivio Rojas tenía un carácter muy especial y un nombre muy original. Siempre muy respetuoso y campechano, vistiendo de huaso con pantalones de fantasía a rayas. Sobresalía por ser una muy buena persona, generosa, siendo habitual en él que ayudara desinteresadamente a varias familias y/o a jóvenes de los barrios de sus recorridos, en bautizos, cumpleaños, giras de estudios, etc. Incluso hasta en los funerales de sus clientes y pasajeros, por lo que, en más de una vez, ya viviendo en su posterior residencia en la comuna de San Esteban, se le vio pagar estos servicios, en forma íntegra o parcial, cuando algún vecino fallecido de Centenario era de pocos recursos o amigo cercano. Desde su nueva actividad de transportista, fiel a su estilo fraterno y amistoso, continuó con su máxima filosófica “de que en la vida siempre había que buscarle el lado bueno a todas las cosas y así disfrutarlas”. Pensando entonces en cómo mejorar el clima vecinal de las minutos de traslado, instauró varios beneficios de buenas convivencias y conducta para los pasajeros, ya fueran estudiantes, trabajadores o abuelos. Los más jóvenes de entonces, aún no olvidan que todos participaban en los concursos semanales que realizaba en 198 sus micros para cuidar el orden y respeto en la micro, puesto que si se portaban bien, se les daba el pasaje gratis durante toda una semana. Además de este premio para los más “los lolos”, tenía otros para sus clientes adultos, de la ciudad y del campo, a quienes también les fiaba o perdonaba el pasaje, por largos períodos, mientras se les arreglara la situación económica. Fue tanto el cariño de sus clientes, pasajeros y amigos de Centenario y San Esteban hacía él, que se ganó, hasta sus últimos días, el apodo de “Tío Olivio”. La gente aún lo recuerda con agrado y emoción. Para ellos, el haber conocido al querido Tío Olivio, que con sus casi dos décadas de empresario micrero del sector, fue mucho más que una anécdota o un golpe de suerte, sino que fue, además, una linda experiencia de amor, cariño, fraternidad y respeto. Un día del mes de enero de hace poco más de diez años, mientras manejaba su camioneta rumbo al mercado de San Felipe, y producto de una activa diabetes y una vida agitada, su corazón le jugó una mala pasada y se le detuvo cerca del mediodía, en pleno camino de Tocornal. La comuna de San Esteban, lugar en donde habitaba entonces, se conmocionó con la noticia y muchísima gente lo acompañó en sus funerales. A estos se agregaron infinidades de amigos del barrio Centenario, que siempre lo visitaban o recordaban. La gente en su velorio comentaba, que hasta en su muerte el “Tío Olivio” había sido bueno, ya que después de su ataque al corazón, la camioneta se detuvo sola y no provocó ningún otro daño o accidente en el lugar. 199 Vendedores, arregladores y caminantes César González Araya Los barrios como Centenario, por su historia y gran comunidad, son caracterizados por algunos habitantes que se transforman en personajes de las calles o en sus lugares de reunión. Vamos a conocer algunos. El diario andino de la época, La Aurora, era voceado cada día al atardecer por un joven llamado Octavio Cortés. Su voz fue después conocida cuando ofrecía “una bolsa, una malla grande” en las ferias de Perú, Guayanas y otras. El Gitano era un soldador ambulante con una notoria figura encorvada. Tenía un tambor, especie de hornilla, donde calentaba su cautín con el que soldaba todo tipo de utensilios domésticos averiados. Fácil era encontrar en la plazuela de los Gorilas, con su “sanguche” de mortadela con ají abundante, a Pancho Tamaya, amistoso vecino con agudo sentido del humor. “Carlitos, apaga la vela”, era un vecino de figura diminuta, no pasaba del metro cincuenta. Andaba con un vestón que le quedaba un par de tallas más grandes y un sombrero. Era ñato y tenía un problema en uno de sus ojos (posiblemente una catarata). De caminar lento por problemas de sus piernas, de todas formas al medio día, voceaba por el barrio los diarios y revistas, como Rosita, El Vea, El Mercurio y alguna edición atrasada de la Aurora. Reaccionaba ofuscado, con palabras de grueso calibre, cuando se le silbaba para molestarle. Con un pucho apagado en la comisura del labio, que manejaba con increíble habilidad, se podía ver al Tatarón. Hombre 200 enigmático y de pocas palabras, que siempre ofrecía algo para la venta a un precio normalmente alto. La Abuela “Pata” era una mujercita de genio ligero, figura menuda y escasa estatura. Tal vez su manera de caminar y sus labios gruesos, como haciendo pucheritos, le asemejaban al personaje de los Donald, haciéndola acreedora de su apodo. Don Fidel Quiroga vendía unos exquisitos helados, que cubría por trozos de hielo para defenderlo de esas tardes calurosas. El anuncio de su llegada era a través de un sonido producido por un cacho de buey o de vaca que tenía una lengüeta de mica y un trozo de caña. Era un sueño tener en nuestras manos un tongo, como se le decía a los barquillos. Mientras vendía, solíamos saborear un trozo de hielo que era nuestro helado de mejor sabor. Vendía leche en su carretela, lo que lo hizo conocido en todo el barrio. Don Alfonso Aguilera Collao empezó a trabajar en al año 1932, terminando hacia el año 1974. Sus tarros lecheros de aluminio brillaban de limpieza, con unos paños blancos que cubrían las tapas para mejor higiene. Muchos pudimos degustar la fresca leche que vendía. Al escuchar los pitazos característicos de la carretela de Alfonso, mi abuela salía rápidamente con su jarro de loza para dejar su litro diario. Una vez cocida y enfriada, escondidos robábamos la exquisita nata. Por las calles de Centenario, saludando a todo el mundo, se podía ver a Pancho Carvacho, montado en su caballo blanco y su mejor y elegante tenida huasa. Este agricultor de Pocuro, era un hombre muy conocido, y cuando pasaba por el barrio saludando, era muy creativo especialmente con las mujeres, dedicándole originales versos. A Marcial, conocido como el “Loco de Azul” o “Loco mezclilla”, era posible encontrarle en todas las calles del barrio, siempre balbuceando palabras inentendibles en forma repetida. De ojos de mirada penetrante, rostro curtido por el sol y pies negros de talones partidos. Tenía algunos domicilios preferidos donde pedía 201 “Comida, comida” o bien una taza de té con un trozo de pan. Su platotaza era un “choquero”, un tarro con asas de alambre. Dormía donde el sueño lo vencía, aunque las veredas eran sus camas amigas. Lo recuerdo frente a las carteleras del desaparecido Teatro Andes, donde se exhibían afiches en inglés de las próximas películas, teniendo la oportunidad de escuchar la traducción al español que hacía de ellos. Dentro de su estado mental, era respetuoso. Sólo se irritaba cuando era víctima de burla, única ocasión en la cual levantaba su voz en tono de defensa. 202 La Señora Alicia, la modista de calle Perú Gema Avendaño Faltaban dos meses para el 18 de Septiembre, pero mis papás ya conversaban que nos comprarían para que estuviéramos bien presentados para la celebración. En ese tiempo se mandaba a confeccionar la ropa ya fuera de dama o varón, y mucha gente trabajaba en esos nobles oficios que los hacía destacar y ser reconocidos en toda la ciudad. Al día siguiente fuimos a “La Competidora”. Ahí nos atendieron Arminio, Don Óscar y la dueña, la señora Yolita Nazar. Nos probaron zapatos a los cuatro hermanos y eligieron las telas para los vestidos y pantalones. Mi abuelita Blanca, como buena sastre, haría los pantalones de mis hermanos. Nosotras iríamos donde la señora Alicia, conocida modista centenarina, destacada por su responsabilidad y prolijidad en sus hechuras femeninas. Ella vivía en la calle Perú, casi esquina de la calle Brasil, con su esposo, don Arturo Córdova, conocido maestro panadero de la Panadería Moderna y sus tres hijos varones. Al lado de su casa vivía la familia Cubillos-Guaita que tenían un almacén. Si cruzamos la calle, ahí residía don Luis Muñoz y su esposa Yolita. Al frente estaba la casa y la peluquería del maestro Gamboa y a la vuelta, por la calle Brasil, estaba la familia Fuica, luego el taller Lozano, siguiendo por ahí, la familia Lazo, conocida en el rubro del transporte. Al frente estaba la señora María Araneda, viuda del profesor Turner, con sus hijos. Esa tarde caminamos mi mamá, mi hermana y yo por el Chacay, desde nuestra casa en Rancagua. Ya ir por ese callejón era una aventura, por su estreches, los árboles y las sombras que se proyectaban. 203 Llegamos a la esquina de Perú y doblamos a mano derecha, pasando calladitas por donde las monjitas franciscanas del Santa Clara. Respetuosamente nos persignamos ante la imagen de San Francisco que todavía está en una gruta en la pared. Seguimos caminando, cruzamos la calle Brasil y con mi hermana corrimos a tocar la puerta de la Señora Alicia. Nos abre y recibe con una sonrisa. De inmediato nos saluda y nos hace pasar. Ella es una señora de piel morena, pelo crespo y ondulado, alta, robusta y que siempre viste una pintora. Caminamos por un pequeño pasillo oscuro y entramos a su living-comedor, espacio amplio rodeado de ventanales con coloridas cortinas de cretona. Sobre la mesa del comedor hay moldes de papel café y telas, esperando a que las mágicas manos de la señora Alicia las transformen en hermosos vestidos, faldas, blusas, abrigos, entre otras prendas. A un costado de la mesa está su máquina de coser con un vestido floreado a medio terminar. La señora Alicia revisa las telas, mientras nosotras hojeamos los figurines y las revistas de moda (Eva, Rosita, Burdas). Después de un rato, nos pregunta qué hechura queremos. Saca su típico cuaderno, toma su lápiz grafito y su huincha. Una a una comienza a tomarnos las medidas, va anotando concentrada los números al tiempo que va dibujando el modelo solicitado con los adornos que ella sugiere. Nos fija el día de la prueba y nos vamos caminando contentas de vuelta por el mismo lugar. La señora Alicia nos citó en la mañana de ese día de prueba. Tocamos a su puerta, nos recibió con otra pintora y su agradable sonrisa. Entrando, sentimos un rico olor a cazuela. Ya en el living, vemos a un gato durmiendo en una de las ventanas, aprovechando los tibios rayos del sol. Al fondo se escucha la agradable música de la Radio Trasandina. Pasa mi mamá a la prueba. Como siempre, no hay que hacer correcciones. La señora Alicia le da muestras de telas para los botones y adornos. 204 Nos toca a mi hermana y a mí. Los alfileres fijan perfectamente los vestidos a nuestros cuerpos infantiles. La señora Alicia se fija en cada detalle, en la blonda, la tapacostura, el zig-zag, en el pedacito de broderie, el pasacintas, los botones y los demás pliegues. Goza adornando nuestros vestidos y siempre nos dice que le hubiese encantado tener una hija para hacerle varios de los lindos modelos que salen en los figurines. Nos mira con ternura. Conoce a nuestra familia desde hace muchos años, y ha sido testigo de nuestro nacimiento y crecer. Después de un buen rato, nos vamos felices y soñando en cómo nos veremos para el 18. Ese esperado día al fin llegó. Mi papá fue a buscar nuestras prendas. Llegó con ellas envuelta en papel café, perfectamente planchadas y dobladas. Nuestros vestidos eran maravillosos, con detalles tan lindos y singulares, únicos. Son dos para cada una. Luciremos uno el 18 y otro el 19. ¡¡¡Ante las muchas visitas que vienen, las niñitas y niñitos de la casa deben verse bonitos y bien presentados!!! Gracias a la señora Alicia nos lucimos en cumpleaños, fiestas, matrimonios, bautizos y otras reuniones y eventos sociales. La recuerdo con mucho cariño y nostalgia. Fue una maravillosa persona con un corazón noble y generoso, una mujer trabajadora, sencilla, buena esposa y excelente madre, y que siempre puso su sello en las vestimentas que sus manos creaban. 205 El lechero y sus “secretarios” Karina Alfandi Ricardo Salas Medina se vino desde Curicó a vivir a Los Andes. Jugó básquetbol representando al Instituto Comercial entre los años 1950 y 1954, en el campeonato que se jugaba en el recinto del Liceo Max Salas. Comentan por ahí que jugaba muy bien y tenía “técnica”. En Los Andes se casó con María Rosa Tapia Silva. Con ella vivió toda su vida en la calle Arturo Prat con Béjares, en las Tres Esquinas. Nunca tuvieron hijos, pero por cosas del destino les tocó criar a sus sobrinos Alicia, Arturo y María Tapia Vargas. Cuando Alicia se casó con Jesús Alfandi en 1965, nacimos 6 hermanos. Ricardo y María eran nuestros tíos, pero para nosotros eran nuestros abuelitos, así los sentíamos, los únicos que pudimos conocer. Lo que me interesa compartirles es cómo nuestro abuelo Ricardo comenzó un recorrido que lo transformó, para nosotros y para muchos, en una persona memorable. Era alegre, cariñoso, de andar cansado. Se levantaba al alba, lo primero que hacía era ir al fondo del patio a regar sus siembras. Eso le encantaba. Después alimentaba a su caballo y preparaba todo para salir a trabajar vendiendo leche. Lo cobijó una casa de adobe, con un piso rojo que la tía María mantenía brillante. Nuestras casas tenían una puerta que las unía, por lo que pasábamos harto tiempo con ellos, podría decir incluso que más que en la nuestra. En la hora del té se volvió costumbre que nos reuniéramos con nuestros abuelos a tomar mate, a que nos relataran historias y que mi abuelo nos hiciera bromas, esas travesuras y cuentos del campo. Mi abuelita Rosa fue más seria, pero siempre linda y cariñosa. 206 “El lechero” se caracterizaba porque siempre le acompañaban muchos niños, “los secretarios”, como los llamaba. De hecho, uno de ello, Alberto Peñaloza se volvió cercano a la familia, viviendo muchos años con mi abuelita y se crio con mi mamá y sus hermanos, pasando a ser nuestro tío. La casa de mi abuelo tenía un patio donde guardaba la carretela. También había una camioneta antigua de color verde, en la que anteriormente, en los 60, solía repartir la leche. Sin embargo, terminó usándola Pancho, otro de sus “secretarios”. Pancho tenía 11 años, no estaba con su familia, y a pesar de que le ofrecían una habitación para dormir, él solo accedía a dormir en la parte trasera de la camioneta, estaba acostumbrado a ser libre y no le gustaba estar encerrado en cuatro paredes. Estos “secretarios” se turnaban para ir a vender leche con él y la forma de hacerlo era jugando al cachipún. El que ganaba lo acompañaba. Algunos quedaban llorando cuando perdían, porque les encantaba acompañarlo, ya que podían conducir la carretela. Para los niños, Alberto Peñaloza, Pancho, Rafael, Lalo y tantos otros, eso era un juego, no había parques ni nada de eso, todo era campo y había que ingeniárselas para divertirse. Y la carretela de mi abuelo, era una gran entretención. Él compraba la leche en San Vicente a don Héctor Báez. Recorría todo Centenario y alrededores vendiendo su apreciado producto. Av. Chile, Av. Perú, la Pucará, Geraldine, entre otros lugares, eran los variados puntos en que tenía su clientela. Hacía sonar su silbato para que salieran los clientes a comprar leche, la rica leche, “sin agua agregada”. Los “secretarios” conducían la carretela, mientras él entregaba la leche. Siempre le preguntaban por qué andaba con tantos niños, casi siempre cuatro o cinco, o si eran sus hijos, a lo que él contestaba: “sí, en casa tengo más”, en tono de broma. Mi abuelito solía preocuparse de que esos niños fueran a la Escuela y que no faltaran por querer andar en carretela con él. Les ayudaba con los útiles y comida en esos tiempos donde todos teníamos tan poco y la vida era 207 muy difícil. Fue generoso en abundancia y muy sabio. Aún puedo ver a algunos de los “secretarios”, ahora adultos, recordando al lechero con nostalgia, cariño y agradecimiento. El querido lechero dejó de vender leche en 1985, cuando falleció. 208 Víctor Granadino Yáñez, profesor y bombero del barrio Eugenio Astudillo En su calidad de profesor de la Escuela N° 27 de la comuna de San Esteban, en el año 1958 llegó don Víctor Granadino Yáñez, oriundo de la ciudad de Cauquenes, Región del Maule. Con esto seguía los pasos de su hermano el también educador Oscar Granadino Yáñez, quien dejó imborrables recuerdos como Rector del Liceo Maximiliano Salas Marchant y directivo del respetable Club Bernardo O’Higgins. Don Víctor ejerció como profesor en otras escuelas de San Esteban y Los Andes, llegando a ser profesor del Liceo Maximiliano Salas. Como parte del circuito provincial del profesorado, conoció, pololeó y casó con la también educadora, doña Sara Celedón, vecina de Centenario. Junto a ella tuvieron dos hijas, viviendo hasta su fallecimiento en una singular casa, de estilo moderno, que aún se conserva en muy buen estado en el barrio justo en la esquina de las calles Avenida Chile y Guayanas. Si bien don Víctor tuvo muchas cosas que lo distinguieron, como su personalidad, su sencilla y ordenada vida, su calidad docente y relaciones sociales, en esta corta narración solo destacaré una de sus principales actividades públicas, en la que dejó un imborrable recuerdo: su participación como bombero en Los Andes. El señor Granadino, ya residente en Centenario, desde joven, como muchos profesores andinos del siglo pasado, ingresaron y fueron parte de la Segunda Compañía de Bomberos de la ciudad, también conocida como “Pompa Roma”. Aún muchos vecinos que quedan del barrio de Av. Chile se acuerdan del tradicional Fiat 660 celeste de don Víctor, así como el Fiat blanco 147 que compró después, los que a cualquiera hora del día o de la noche, movilizaban 209 a las emergencias a este Jefe de Bomberos de Los Andes. Pronto destacó en su capacidad de voluntario e hizo una importante carrera de oficial administrativo de dicha Compañía, culminando como su Director, el más alto cargo, por varios períodos seguidos. Por décadas el Cuerpo de Bomberos de Los Andes estuvo constituido sólo por dos Compañías que compartían un mismo cuartel en la calle Esmeralda 130. Dicho Cuerpo es dirigido por un Directorio General encargado de coordinar y dirigir ambas Compañías, y a ese directorio en los primeros años de la década del sesenta llegó don Víctor. Fue primero Secretario General. Luego, por diecisiete años consecutivos, desde el año 1966 al 1982, asumió el cargo de Superintendente, que equivale a ser el jefe superior y representante legal de ese servicio público voluntario, mandamás del Directorio General. Ha sido el único voluntario que hasta el momento ha ocupado ese cargo por tan largo período y en forma consecutiva. También fue varias veces Vicepresidente Regional de los bomberos de la Región de Valparaíso. Buena parte de los años de su administración no fueron fáciles. En esa época se sucedieron muchos acontecimientos políticos y sociales que conmocionaron a Chile. Primero la llegada al poder de la Unidad Popular, luego el Golpe de Estado y la Dictadura cívico militar posterior, que tomó y ejerció el poder absoluto del país por muchos años. Don Víctor, a pesar de su alto cargo en esta institución voluntaria, fue un habitante sencillo de Centenario y Los Andes, reconocido y respetado por todos. Tenía una conducta social y moral intachable, siendo un buen jefe de familia y querendón de sus dos hijas. Se erigió como un ejemplo y guía para una gran generación de bomberos, sobre todo cuando estuvo al mando de la institución. Su figura motivó a mucha gente de Centenario a ingresar a las filas bomberiles. Varios de ellos, con los años de servicios y experiencias, llegaron a ser importantes Oficiales Generales de la institución como son los casos de los ex Comandantes, don René Berrios Berríos, ya 210 fallecido, don Pedro Toro Collado, vecino de la calle Eduardo Frei Montalva, y don Exequiel Báez Tapia, aun residente en calle Guayanas, ambos Bomberos Insignes de Chile. Destacamos en esta relación entre el barrio y bomberos, que por muchos años nuestro ilustre Capellán y asesor espiritual del Cuerpo de Bomberos andino fue el Reverendo Padre Armando Jara Schneider, Párroco de la Iglesia del Fátima de Centenario, a quien todos recordamos con cariño. Rindo en estas páginas un homenaje a los cientos de voluntarios de todas las Compañías del Cuerpo de Bomberos de Los Andes, que han nacido y vivido en Centenario, los que a pesar de la distancia con el Cuartel Central, han prestado y siguen prestando sus abnegados y sacrificados servicios voluntarios a la institución de bomberos, en todos los incendios y catástrofes que han azotado la zona y el país. Ese es también mi caso, que sucedí a don Víctor Granadino en ese cargo de Superintendente por algunos períodos, y que recién casado, ya siendo voluntario de la Segunda Compañía, viví por más de tres años en un sector antiguo del Barrio Centenario, que entonces se llamaba calle Tres Esquinas, poco antes de llegar a calle Guayanas, lo que me permite escribir con mucha propiedad y cariño este relato. 211 Fresia De la Cruz, histórica dirigente de la Junta de Vecinos María José Aravena La señora Fresia es de esas personas que transmiten energía y ganas de comerse el mundo. Desde las primeras conversaciones con ella, se percibe su fuerza y la resiliencia con la que se enfrenta a la vida. Vida que no le ha sido muy fácil. Pero es de esas personas que crecen en la adversidad. En su infancia, el barrio era más bien un sector rural, con pocas casas y muchos lotes vacíos, calles sin pavimentar y sin luz eléctrica. Eran los tiempos en que llovía y llovía fuerte, crudos inviernos en los cuales las calles se convertían en una mescolanza de barro y zanjas. Y es en este punto es donde Centenario se diferencia de muchos otros lugares, ya que sus vecinos, gente unida y organizada, consiguieron encontrar la forma de sortear las dificultades y poder prosperar como comunidad. Entre los varios recuerdos en este lugar, viene a su memoria la figura de don Juan Villarroel, dueño de una lechería en la localidad. Fresia fue vecina, frente a frente, de este noble y esforzado hombre, viendo salir y entrar las vaquitas desde la casa de don Juan, quien con el fruto de su esfuerzo y constancia sacó adelante su lechería y a su familia. Rememora con alegría aquellos tiempos en que las personas hacían fila en la puerta de la casa de don Juan para conseguir unos litros de esta suculenta bebida, muy cotizada en aquellos tiempos. Venía gente de todo Los Andes a conseguirla. “Mejor leche no probé en mi vida” reflexiona. Fresia vive en la misma casita donde se crio su padre, don Juan de la Cruz, donde ella y su hermana dieron sus primeros pasos al cuidado de una amorosa abuelita y de su padre, ya que su madre se  La autora del relato agradece la información entregada por la Sra. Fresia de la Cruz. 212 fue a la morada eterna antes de tiempo, cuando Fresia era muy niña. En esa misma casa, sus seis hijos se abrieron al mundo. Es una de las casas más antiguas de Centenario, llena de historias y de recuerdos, en la actualidad un poco gastada por el tiempo y las vivencias. La vida de Fresia ha estado marcada por su entrega al barrio. Es de esas mujeres que no pueden estar quieta y Centenario se ha convertido en su labor social y voluntaria. Por supuesto nunca por encima de sus adorados hijos y familia, de quienes habla con el corazón lleno de orgullo y amor. Fresia de la Cruz fue Presidenta de la Junta de Vecinos por varios años, y es aún su tesorera. Además es Secretaria de un Taller de tejido y actual Presidenta del agua y riego de Centenario. Debido a la actual pandemia, todo fue obligado a realizarse por vía remota, debiendo suspender las reuniones y actividades presenciales. Pero no por ello bajaron los brazos. La última batalla obtenida por la Junta de Vecinos fue la aprobación de un proyecto para la restauración de la pileta de la plaza Arturo Prat de Centenario. Una de las plazas más importantes de Los Andes y lugar de encuentro, reunión y distracción de sus vecinos. Los veranos en Aconcagua son abrazadores por lo que la pileta, junto a sus árboles y áreas verdes, permiten a los vecinos capear un poco el calor estival. Para Fresia, Centenario es una de sus grandes pasiones, lugar en el que vive desde que tiene recuerdo. Siente amor por su barrio y su labor comunitaria es fiel reflejo de muchos de sus vecinos, personas esforzadas y luchadoras, unidas y comprometidas. 213 Don Juan Tamaya, “El Mecenas del Pan Amasado” Ramón Cortez Ahumada “Moncho, levántate. Anda a comprar pan amasado donde Tamaya”. La voz de mi mamá retumbaba en mis oídos como un duro estruendo. ¡Uf! domingo en la mañana antes de las 08:00. Me costaba, no lo niego, sin embargo, esos olores que emanaban de los hornos de barro, donde don Juan Tamaya y sus trabajadores, sacaban el amasado, valían el sacrificio. Montaba mi bicicleta y como un rayo partía a la “Amasandería Tamaya”. El llegar era un deleite para mi olfato, era igual como en los dibujos animados Tom y Jerry, cuando los aromas, representados por una mano blanca, golpean la nariz de uno de los protagonistas. -¡Buenos días don Juan! quiero dos kilos de pan amasado y dos hallullas grandes con chicharrones”. -¡Buenos días muchacho! Me respondía el “Mecenas del Pan Amasado”. Le pagaba y siempre este gran hombre centenarino, me daba más amasado del que le pedía. - ¡Gracias Don Juan! - De nada niño ¡saludos a tu familia! Partía raudamente a mi casa y ya tenían la mesa preparada. El mantel largo, los acompañamientos, el azúcar, la margarina, el fiambre, la tetera chillando “como un tren a vapor”, las tazas y mi familia, esperando el exquisito manjar, el pan amasado tamayino. 214 He sabido, en la voz de mi padre, que don Juan fue un gran colaborador y auspiciador del fútbol amateur en Los Andes, específicamente en el “Club Deportivo Escuela”, del que también formé parte. Sentía que tenía una deuda histórica con dicho elenco, ya que mi papá, el famoso “Vieja”, había integrado las filas de esta extinta institución, por lo que jugué en el querido “Escuelita”. Pasé grandes temporadas, alegrías y convertí goles imborrables. Mi progenitor me contaba que “Tamaya” iba con los bolsos de las Series (categorizadas por edad) y sus jugadores. Con mucho sacrificio caminaba con su “batallón” hasta las canchas. Don Juan Tamaya era un dirigente notable, de la “Vieja Guardia”, de esos que quedan pocos, así como hoy lo hace “El Chato Espinoza” en el Club “Unión San Martín” de Los Andes. De esas personas que reúnen la gente, pagan las cuotas a la Asociación de Fútbol, ingresan la lista de jugadores, reparten camisetas, hacen de todo contar de que los clubes sigan vivos. “Tamaya” tenía un liderazgo paternal. Al finalizar los partidos, repartía pan amasado, bebidas e incluso patrocinaba a algunas emergentes figuras del balompié local. Sus consejos y preparación de los partidos era magistral y sus instrucciones eran comprendidas por todos los guerreros que tenía en las huestes escuelinas. Fue, además, un hombre con fuerte compromiso social. Sufría con los dolores de la gente. Regalaba pan a los auxiliares de aseo, a vecinos que se encontraban en mala situación económica. Ese ser altruista, “Mecenas del Pan Amasado” ha quedado en los corazones de los andinos y andinas. Aunque no era una persona con grandes privilegios, aplicaba lo que Dios le enseñó, amasar ese exquisito pan y hallullas con chicharrones con sus manos benditas, que se repartía en las mesas del pueblo. No olvidaré nunca aquellos momentos de mi infancia, cuando partía como “un tren sin frenos” a comprar ese pan tan delicioso para mi familia. La verdad, volvería a madrugar sin problemas y traer esas bolsas llenas de magia. 215 Nunca supe cómo ni cuándo se lo llevó la muerte. No obstante, don Juan Tamaya vivirá eternamente en la memoria de su pueblo. Lo más probable es que Dios lo tenga amasando para la gente, allá arriba en las mesas del cielo. 216 Angélica dejó sus pies en las calles de Centenario Constanza Irarrázabal Angélica Donoso Romero. Una mujer que -debido al fallecimiento de su madre- desde muy temprana edad se hizo cargo de sus hermanos y su padre, en Avenida Chile 373. Ella fue como una segunda madre para Héctor Donoso, su hermano, quien dice haber pasado la mayor parte del tiempo a su lado. Angélica, siempre preocupada por los demás y no tan solo por su familia, le gustaba ver a todos bien, siempre ayudando y colaborando. Una de las cosas que los marcó como hermanos, fue el terremoto de julio de 1971. Su padre trabajó durante toda su vida en la Estación de ferrocarriles, y ese día salió al laburo como todos los días. Ese día le tocaba recibir el tren de la noche, que llegaba normalmente entre las 23:00 o 23:30, más tardar. Era todo tan rutinario que nunca se imaginaron el terremoto que sobrevino pasadas las 23 horas. Los hermanos no se imaginaron que pasarían la noche solos, sin su padre, con una serie de replicas devastadoras. Su hermana jamás lo dejó solo, siempre se mantuvo a su lado. Su padre como hombre preocupado, pero a la vez trabajador, decidió tomar su bicicleta, la compañera de toda su vida, que dejó solo seis años antes de morir. Fueron las ruedas de esa bicicleta las que le permitieron llegar al encuentro con sus hijos, que estaban preocupados y asustados. Los hermanos no se imaginaban lo que había pasado, el tren que debía recibir su padre, se había descarrilado en Curimón. Debido al gran terremoto que había dejado sin energía a varias regiones del país, su padre -luego de la corta visita- no se podía quedar. Fue devastador para ellos quedar solos en la noche, pero se tenían el uno al otro.  La autora del relato agradece la información entregada por Héctor Donoso. 217 Sus vidas en Centenario no fueron para nada fáciles, sobre todo por el fallecimiento de sus seres queridos. Angélica se convirtió por ello en una gran hija, hermana, vecina, pero sobre todo en una gran mujer y persona. Nunca dejó solo a su padre, se mantuvo a su lado durante años. Los hermanos Donoso de igual forma participaron en varias actividades juntos. En los desfiles del 21 de mayo, por calle Esmeralda, en un ambiente donde todo era festejo y orgullo, no se podía olvidar a los Donoso, como abanderados, desfilando, quedando marcado en la memoria de muchas personas. Con su espíritu colaborador, más adulta fue voluntaria en el Cesfam y por tres periodos, secretaria de la Junta de Vecinos de Centenario. Angélica junto a Nancy Salinas, la presidenta, y Fresia De la Cruz, como tesorera, en época de navidad, dejaban sus pies en las calles de Centenario, buscando y encuestando niños, listado que permitía entregarles a ellos aún más felicidad, gracias a la compra de regalos. Su único pago era ver felices y contentas a familias, poder ayudar sin importar nada. Aunque todo era felicidad y unión en esos días cercanos al final del año, Angélica siempre buscaba hacer ese ambiente aún mejor. Héctor recuerda que cuando llegaba a su casa días antes de navidad, su hermana tenía la casa inundada de buenos deseos, de colores, de alegría y sobre todo de paquetes que ella hacía para poder envolver los juguetes que entregaban a cada uno de los niños del barrio. Reconoce el esfuerzo que hizo su hermana, y que a pesar del tiempo, cuando él llegaba de Santiago, ella lo esperaba cada fin de semana con una casa acogedora y un rico queque. Otro de los esfuerzos que realizaron desde la Junta de Vecinos, fue que pudieron finalmente conseguir una sede. En ese lugar, han realizado diversas actividades sociales, de participación y creación de diversos grupos. Estas líderes, mujeres todas, han dejado su huella, por su aporte en el barrio. 218 Fiel a sus raíces y comprometida con su barrio, vivió en esta casa hasta los últimos días de su vida. Al encontrarse con vecinos en las calles de Centenario, Héctor comenta que siempre se recuerdan de ella, reconocen su gran labor, de lo participativa y colaboradora que era como Secretaria de la Junta de Vecinos y voluntaria del Cesfam, de su jovialidad y su carácter firme si algo no le gustaba. Se siente orgulloso de ser reconocido como el hermano de Angélica Donoso. Cada familia deja su huella en un barrio, sobre todo si como Centenario era tan unido, donde cada familia conocía donde vivía la otra, donde los trabajos o las mismas personas que nacieron y crecieron en ahí, siguen construyendo una historia que no se debe perder. Angélica fue portadora de una historia. Sin su entrega, ni su esfuerzo, su voluntad y sobre todo su solidaridad, junto a otras personas, quizás no habría historia para contar sobre una posible sede. Dejó todo por hacer feliz a los niños y a los vecinos. Dejó memoria, recuerdos y huellas en un lugar, como parte de una familia, entregándose por entero a ella. Logró pasar momentos difíciles, pero sin embargo se mantuvo de pie y cuidó de los suyos. Nos queda de ella una frase que a ella la identificaba, que “dejó sus pies en las calles del barrio Centenario”. Puede que estén borradas sus pisadas, pero ella quedó marcada en la memoria de su familia y sus vecinos. 219 Eduvina Guerrero y su ranchito Ivette Muñoz Salinas Las personas de Centenario son luchadoras y carismáticas, dando vida a muchas historias. Para hablar de una persona hay que conocerla y así fue como conocí a la sra. Eduvina Guerrero, una persona que por su tono de voz, me hace sentir ternura. Una persona alegre y muy risueña, a pesar de las adversidades de la vida. Con ella se puede conversar sin aburrirse, el tiempo se pasa rápido y uno disfruta escuchándola. Toda su vida y su historia está en Centenario. A sus 64 años, nos cuenta que desde que nació, alrededor del año 1957, vive en la calle Eduardo Frei. Estudió en la Escuela N° 30, como se llamaba en esos años la Escuela Jhon F. Kennedy, que le quedaba muy cerquita de su casa en Centenario. Llegó hasta 3ro de preparatoria, porque sus padres no le podían dar más estudios y debía ayudarlos en la casa y en el trabajo. Después pudo aprender a leer y un poco a escribir. No alcanzó a conocer a sus abuelos, sólo recuerda a sus padres con quienes vivía “donde vivo ahora yo, eso es herencia mía, una herencia que me dejaron en vida”, nos cuenta. Nunca se fue a vivir a otro lugar, tanto por el amor a la casa como porque sus padres se la habían heredado cuando cumplió 18 años: “Yo nunca, nunca me deshice de este pedacito porque no tenía para donde ir, para donde vivir, así que nunca lo largué”. Nos dice que le costó mucho poder arreglar la casita, su “ranchito” como le llama. Sólo tiene un hermano, pero que siempre ha vivido lejos. No se acuerda si sus abuelos vivieron antes en Centenario o fueron sus padres que llegaron habitar ahí, “no me acuerdo en que época llegaron ellos a habitar este pedacito porque esto era solamente un ranchito no más que ya se caía”.  La autora del relato agradece la información entregada por Eduvina Guerrero. 220 Su principal trabajo fue desempeñarse como manipuladora de conserva, en una empresa ubicada en Chacabuco en Los Andes, en la antigua Fábrica Cisne. Empezó manipulando las conservas de leche condensada, paté, entre otras cosas, pero luego fueron conservas de frutas, como duraznos, uvas, etc., y después comidas para el Ejército. Nos dice que “con el paso de los años, donde me fui haciendo adulta” y “entré en ese trabajo empecé a tomarle asunto a la vida y entré a trabajar ahí. Me gustó el trabajo y así fui progresando, porque este pedacito donde yo vivo, no tenía ni luz, ni agua, pero alcantarillado sí tenía. Después, con el correr del tiempo, mi padre me hizo poner el agua”. Recuerda que su vivienda era de adobe, con dos piezas: una la usaba de comedor y la otra de dormitorio. Era de ladrillos de adobe parados, así como la muralla de afuera. Cada dinero y esfuerzo que tenía lo invertía en la casa. En esa época todos eran potreros y debían salir a buscar ahí tierra para hacer adobe y rellenar la muralla, cuestión que hacía luego de llegar del trabajo, como a las 12 de la noche o una de la madrugada. Nadie la ayudaba, era madre soltera de un hijo. En esa época su vida fue muy triste, llena de humillaciones, muchas lágrimas y amargura. A nadie le desea lo que ella pasó. Una persona tranquila, hogareña, que tuvo un hijo siendo madre soltera muy joven, para luego casarse también muy joven, con un hombre con el cual tuvieron 2 hijos más. Pololearon tres meses y al cuarto, se casaron, durando 12 años. Fue una madre amante de sus hijos, que le han dado el honor de ser abuela de siete maravillosos nietas, todas mujercitas, aunque cuenta que todavía espera el niñito. El terremoto del 27 de febrero de 2010, lamentablemente destruyó la casa que con su esfuerzo había podido parar y hermosear. Después de tres años de esperar, le hicieron una nueva casa en el mismo terreno. Contenta le pone el pertenecer al Club de Adulto Mayor Barrio Centenario, desde hace 5 años. Hacen convivencias, conversan mucho, salen a caminar y de paseo a la costa, pero con el Covid no han podido continuar, lo que la ha tenido estresada. Espera que pase 221 todo luego, ya que quiere aprender a tejer para hacer algo distinto, aunque no dejan de gustarle mucho las teleseries. Ahora vuelven a retomar las actividades en el Club, y eso la pone muy contenta. Sin duda una mujer llena de vida, que vive junto a su primer hijo. Nadie la molesta, se siente feliz y plena en estos momentos. Una persona que me abrió su mente, su corazón y su privacidad, que está llena de historia, historias muy dolorosas y algunas muy chistosas que quedarán entre ella y yo, un secreto de confianza. 222 Marcio y Martín David Moreno Marcio se asomó a la acera, como solía hacerlo cada mañana, mirando a ambos extremos de la Avenida República Argentina con su escapulario de desteñidas cuentas, colgándole del cuello, con una mirada resignada, de hombre bondadoso, del que está habituado a cargar con las penurias de la pobreza a sus casi ochenta años. El cansancio, el abatimiento, las enfermedades ya comienzan a minar su organismo, haciendo mella en su humanidad. Brazos y manos surcadas de arrugas, enflaquecidos como los troncos nudosos, de bermejas parras, por años de arduas fatigas y variados y disimiles trabajos. Marcio Carvajal Véliz nació en la ciudad de Antofagasta el 3 de junio de 1945. En el año 1951, sus padres se trasladan a la ciudad de Los Andes a una casa ubicada en la Av. República Argentina N° 123, donde reside en la actualidad. Sus estudios básicos los realizó en la Escuela N° 1, hoy Liceo América. Posteriormente regresó a su ciudad natal, donde concluyó sus estudios secundarios. Volviendo a Los Andes, fue llamado en 1964 a cumplir su servicio militar en la Escuela de Alta Montaña. Al evocar su paso por el Ejército, lo hace con afecto, puesto que fue una etapa de crecimiento personal y aprendizaje. Tuvo un breve paso por La Orden de los Hermanos Hospitalarios, de San Juan de Dios en Santiago, lo que le permitió realizar Catequesis en algunas parroquias de la ciudad, en la década del setenta. Al evocar los años de su infancia y juventud, lo hace con un dejo de melancolía. La mayoría de las calles del sector de Centenario en su niñez eran de tierra, por donde circulaban jinetes montados en briosos caballos y una procesión de carretelas y coches Victoria. De repente, uno que otro automóvil que trasgresoramente modificaba la perspectiva de esos rastros, de polvo y piedras, con sus acequias y sus nacientes arboledas de acacias y plátanos orientales. En el actual 223 Parque Ambrosio O´Higgins, entre los años cuarenta a los sesenta, había una viña que se extendía hasta la calle Chacabuco abarcando hasta la calle Arturo Prat, hacia el norponiente. El barrio en esa época contaba con pocas casas y su ambiente era más bien bucólico. En la esquina poniente de Av. Perú con Argentina, en donde hoy podemos observar un templo Evangélico, frente al Restaurante del “Tío Lucho”, estaba la Plaza de los “Gorilas”, en cuya punta norte tenía unos abrevaderos de caballos y burros. Era común ver en dicha plaza tirados en el naciente pasto a una corte de “curaditos”, durmiendo plácidamente, combatiendo una persistente resaca. En la esquina oriente de Perú con Rep. Argentina, en lo que es hoy una venta de repuestos para automóviles, estaba la famosa pulpería “La Mina de Oro”, que se mantuvo hasta mediado de los años setenta. Ahí llegaban las gentes de Pocuro, de Calle Larga, del Patagual, a comprar sus provisiones para el mes. Marcio fue uno de aquellos que en la década de los años sesenta, tenían como paseo obligado de los días domingo el caminar por la plaza de Centenario, que por aquel entonces estaba cerrada con unas mallas, tipo gallinero. Allí acudía la juventud y la vecindad a bailar y escuchar boleros y canciones de la Nueva Ola. Marcio recuerda que la gente se trataba con mucho respeto y cordialidad. Para entablar alguna relación de tipo afectivo, a las futuras novias se les tenía que solicitar el consentimiento de sus padres. Pasaban semanas para que recién el pretendiente lograse tomarle de la mano. Desde aquellos tiempos que vive en República Argentina. Hoy, afuera de su casa van a dar estropeadas y desechadas lavadoras eléctricas, cocinas, refrigeradores, y microondas. Quedaban arrimadas a la salida del caserón. Bajo la sombra de un escuálido árbol, contraído y abatido. Yo lo veía desde el frente, cuando era guardia de la oficina de Vialidad, hace algunos años atrás. Me sorprendía su actitud de dignidad, su sereno ímpetu, la insistencia contumaz cuando las emprendía con un alicate o un destornillador ante la férrea oposición de tornillos, latones y tuercas. Todo ello para que su esfuerzo se 224 deshiciera en algunos montones de chatarra que le pagaban a míseros 20 pesos el kilo. Los sábados y domingos, al amanecer, se podía observar a Marcio empujando su triciclo, cargado de gruesos y pesados largueros de fierro, tableros de madera. Acompañado de Sebastián, su perro, que moviendo la cola, brincaba a su alrededor, bajaba rumbo a la Feria de la calle Perú, para armar las pilastras de las tiendas de venta de frutas y verduras. Por lo que recibía una exigua paga. Martín, su hijo, autista, con síndrome de Down y epiléptico es un hombre o un niño de cuarenta años. Siempre está a su lado, contemplando, desde su universo inanimado, inexpresivo, gesticulando, emitiendo algunos monosílabos inentendibles y unos gruñidos indiciales. Siempre con la mirada fija en un punto lejano, Martín, lo más parecido a un serafín, no reconocía nada, ni a nadie, sólo miraba. Se paseaba gesticulando y moviendo sus brazos, o se paraba en el vértice de la esquina de Perú con República Argentina. A Marcio su mujer lo abandonó cuando el niño comenzó a mostrar los síntomas de su enfermedad. Cuarenta años o más batallando, resignado a convivir con la soledad, con las adversidades. En el caserón con sus cuartos atestados de cosas inservibles, de telarañas en los rincones de las murallas de adobe. Alumbrado por una luz mortecina. Con el paso de los años, su figura se fue haciendo parte del paisaje del antiguo barrio Centenario. Recorriendo en su triciclo, sus calles, llevando a Martin con un botellón de bebida bajo el brazo, sentado, bajo un quitasol añoso, descolorido, amarrado por alambres, que amenazaba con desprenderse de la débil carrocería de su velocípedo de tres ruedas. A Marcio, nunca le escuché quejarse de sus infortunios, cosa que no dejaba de llamarme la atención, dada las pobres condiciones en que sobrevive. Saludando con una franca sonrisa, escuchando atentamente a quienes se detenían a husmear y mirar. Con qué paciencia de alfarero, con qué esfuerzo se batía en una lucha tenaz, 225 silenciosa, obcecada con las lavadoras y demás artefactos hasta lograr vencerlas y convertirlas en unas magulladas latas. Marcio hizo de su vida un ministerio, un apostolado de humildad, de resignación y dignidad. Un ser humano íntegro, estoico en su pobreza y en su enorme entrega paterna. 226 El Cirilo y los niños de Centenario Luis Moreno Meneses En los años 60 por el barrio caminaba un discapacitado llamado Cirilo. Recuerdo que vivía por Béjares, pero andaba por todo Centenario, siendo muy querido en la comunidad porque era siempre fue muy respetuoso. Juanito Suazo le regalaba frutas y el Pela’o Tamaya le daba pan amasado. Comida le daban varios, entre ellos don Valericio que tenía una carretela que vendía verduras y vivía al lado de Casarino por la calle Uruguay, con dos señoras inválidas, la Charito y la Juanita, vecinos nuestros. Cirilo era gordito y de baja estatura, vestía harapos y un poncho largo de lana negra muy viejo y siempre, invierno y verano, descalzo, con un saco viejo y sucio al hombro. Por ello le decíamos a nuestros hermanos menores que si se portaban mal, lo llamaríamos para que se los llevarán en el saco. Así que cuando aparecía Cirilo en la plaza Centenario, no quedaba ningún cabro chico de 6 años para abajo, todos salían arrancando asustados. Yo tenía 10 años y nos juntábamos afuera de la Parroquia de Fátima que en esos años estaba a cargo del padre Raúl García, a quien se le apodaba, en silencio, el “Potro”, no haré comentarios del porqué. Ahí jugábamos con el Pancho de la fuente de soda de la esquina de la plaza, los hermanos Illanes de la calle Venezuela, los hermanos Osorio, la Ruth, el Iván y el Waldo Herrera (este último fue cantante de los Sellos, grupo andino de música popular), así como otros amigos más. Jugábamos al “paco librado”, al “caballito de bronce”, al “corre el anillo” y algunas pichangas en el costado de la plaza, por Valentín Pardo, por el lado de la casa del Zenén Espinosa y el Guerra, que también participaban en los juegos. Con los chiquillos íbamos a los catecismos de la Parroquia, donde repartían hallullas con el rico queso de Cáritas. Después nos arrancábamos a los Pasionistas con el mismo motivo, al catecismo por la hallulla y el queso. Así éramos en 227 esos años, un poco más sanos que hoy. Los padres eran muy estrictos, si el permiso era hasta la 8 ¡era hasta las 8!, pobre del que llegara a las 8,05. Si nos portábamos mal, para qué les cuento cómo funcionaba la correa. Nuestro grupo de amigos vivía en torno a la plaza. Cuando llegaba el Cirilo, lo hacíamos bailar y cantar por una guillete vieja para afeitar o un pan añejo que sacábamos a escondidas de nuestras casas, ya que en esos años era difícil la economía de las familias. La única canción que cantaba y bailaba Cirilo era "A la Huasca china, la mujer cochina, que se lava el poto, con radiolina", eso lo podía hacer por largo rato. Después que lo hacíamos bailar, lo seguíamos un par de cuadras saltando y leseando alrededor de él. Aunque esto no lo puedo asegurar, cuentan que los Carloto una vez lo llevaron al cine. Cuando Cirilo vio en la pantalla gigante un avión de dimensiones reales que se acercaba hacia la gente, se tiró galería abajo, cayendo al balcón, gritando y arrancado del cine. Los Carloto se sobrepasaban con él, haciéndolo bailar hasta el cansancio. Un día cualquiera Cirilo desapareció. Nunca más supimos de él. No sé si murió en la ciudad, se fue o lo encerraron en un sanatorio. Pero estoy seguro que, en algún lugar del cielo, está cantando "A la Huasca China, la mujer cochina...”. Sí, en el cielo debe estar porque era bueno y nunca dañó a nadie. 228 El Loco Mezclilla Cristopher Muñoz Por su eterna vestimenta de jeans azules, le decían “Loco Mezclilla”. Varios lo veían como un indigente drogadicto o un viejo que abusaba de los niños. Pero lo juzgaban sin saber quién era, sólo por su apariencia, porque caminaba por las calles de Centenario con un tarrito pidiendo comida, té y pan. En realidad, más allá de su trastorno, se asemeja más a un vecino sencillo y anónimo, con grandes conocimientos de matemáticas, inglés y otras ramas que ayudó a muchos jóvenes en los años 80 y 90. Su nombre era José Marcial Pino Guerra. En un primer momento, al término de clase, esperaba a los jóvenes afuera del Liceo Comercial para enseñarles matemáticas y ayudarles con sus tareas, a cambio ellos le llevaban comida. Era un hombre muy querido entre los que lo conocían. Siempre que llegaba a sus casas a pedir comida, le daban los platos que él prefería. Lo que no le gustaba, lo botaba de inmediato, frente a unos sorprendidos vecinos que recién le habían dado el plato que estaba en el suelo. Algunos vecinos ya lo conocían y sabían de sus gustos, le encantaban los porotos y tomar Coca-Cola, como lo recuerda la vecina Cerfia Lore, vecina de la calle Arturo Prat con Ecuador. Ella indica que José Marcial vivía en esa misma esquina solo, saliendo únicamente de día. La misma señora Cerfia nos comentó que fue muy cercana a José Marcial. Siempre le daba almuerzo, hasta lo hacía reír diciéndole que tenía unos hermosos ojos verde claro. Mi madre Magdalena, también vecina de Centenario, de la Av. Arturo Prat, tuvo la dicha de conocerlo antes de que terminara en situación de calle. Me dijo que cuando José Marcial vivía en su antigua residencia, a un costado de la Biblioteca Municipal de Los Andes, sufría maltrato por parte de su 229 padre, quien lo golpeaba, no lo dejaba salir y lo hacía estudiar todo el día. Me agregó, aunque de esto no estaba del todo segura, que llegó a ser un gran matemático de la universidad y que debido a tanto estudio habría sufrido un tipo de trastorno, volviéndose “loco”. Quienes lo conocieron saben que el “Viejito mezclilla” era un hombre brillante. Por las tardes de la semana centenarina, alrededor de las 13.15 hrs se le podía ver rodeado de niños, enseñándoles matemáticas de forma didáctica, en la tierra y con un simple palito. Al término de clases, ya sea en las afueras del Colegio Santa Clara o en la plaza Centenario, varios estudiantes llegaban a su lado para aprender, ya sea con sus padres o solos. Más de alguno tenía miedo de acercase. Yo era uno de esos. Pero un día me armé de valor para acercarme y pedirle que me enseñara a restar. Lo encontré en la plaza de Centenario enseñándole a varios niños, algunos eran del Colegio Humberto Casarino, del Santa Clara y del Liceo y Escuela América, yo era alumno de ahí. Me quedé observándolo un buen rato. Esperé que se desocupara para acercarme. Yo era bien tímido pero tuve el valor de hablarle y pedirle que me enseñara a restar. Me miró con sus ojos verdes y barba blanca, y dijo "sí muchacho, te ayudaré, es muy simple". Era muy admirable su capacidad para educar. Cuando me enseñó a restar comprendí todo muy bien, cuestión que no me había pasado en el aula de clases. Él me hizo entender las restas en la tierra y con un palo con el que dibujaba cantidades y números. Quedé tan agradecido que le tomé su mano y le dije “gracias”. Él no dijo nada, simplemente me sonrió y se marchó. Eso fue más o menos el año 1992 o 1993. Desde esos años no volví a saber de él. Tiempo después supe que lo encontraron muerto en alguna de las calles de su querido Centenario. Dicen que el día de su muerte muchos vecinos se inquietaron, comenzaron a buscarlo porque no llegaba a pedir su almuerzo. Fue así como se dieron cuenta que había fallecido. 230 Lo despidieron en la Parroquia de Fátima. Llegó toda una multitud, la gente que le daba almuerzo y jóvenes que aprendieron de él. José Marcial ya estaba viejito. Vivió vagando y por mucho tiempo enseñó hasta que pudo a los niños que se lo pedían, recibiendo el cariño de quienes lo conocían. Aquellos que lo trataban como un loco perdido, no sabían lo valioso que fue. Un indigente de Centenario con una mente brillante, que aquellos que tuvimos la dicha de conocerlo y aprender de él, siempre decimos que será recordado en el corazón del pueblo de Centenario. 231 Marcial de Centenario Carmen Ramos Beiza ¡¿Dónde estará?! Se pregunta la gente. Sólo silencio hay en las calles centenarias de nuestro pueblo. Hace unos años se nos fue un personaje muy particular. Él era José Marcial Pino Guerra, un vagabundo que vivía y recorría el barrio de Centenario. Su padre llamado Pablo, era bebedor y de muy mal carácter, le ofrecía puñetes hasta a los postes de luz. Su madre Rosa, al parecer alta y muy delgada, vestía largas y anchas polleras. Adornaba sus muñecas con diferentes pulseras que hacía sonar al conversar y usaba unos pañuelos multicolores que cubrían su cabeza. Se dedicaba a la cartomancia y a otras cosas como aguas de yerbas extrañas. Ya no hay más gritos de espanto o de dolor, que a toda hora electrizaban a los lugareños. Si eran de dolor estaban en su fondo, sólo su aire lo sabía. Marcaba la cara del vagabundo una dolida tristeza por la cicatriz que clavó su mente. En su tiempo de cordura breve, hablaba bonito, se abría paso entre la gente en la Pastelería Gina de Centenario y pedía a viva voz: “un emparedado de queso por favor”. Ahora ya no más sed secreta, ni apetitos urgentes bebiendo en vasijas sucias lo que la voluntad de una u otra familia le servían. Viandas que no siempre eran de agrado a su paladar. Las manos ajadas y trémulas agarraban con fiereza la jarrita que siempre llevaba. Fui testigo que si algo no le gustaba, lo arrojaba lejos, o a los pies del oferente. Pero él, era inocente. Esa actitud de Marcial, disgustaba a algunos vecinos y la próxima vez, no le abrían la puerta sencillamente. 232 Para Marcial, el día y la noche eran de mentira, los horrores de su sinsentido le hacían perder la pista ante su negra soledad. Por las mañanas, no buscaba un pantalón que hiciera juego con su camisa. Calzaba ojotas sin calcetín. Vacilaba donde partir, se daba vueltas y vueltas, como ensayando qué camino tomar. En tiempos de consciencia plena, ayudaba a los escolares en diversas materias e idiomas. Cuentan que subía al cerro de la virgen a leer, cargando un canasto con muchos libros. Por ello dicen que enloqueció de tanto estudiar (dudo sea la verdad). Relatan también otras historias de muchas rarezas, que por lo mismo no se pueden contar. Se relata en la memoria centenarina que siendo joven, cargaba un bloque de alquitrán que sacaba de las murallas de la Escuela 1, hoy Liceo América, y recorría con él al hombro toda la mañana y todos los días. Hoy, ya se ha ido de nosotros. Un día cualquiera dio vuelta la página y se fue, todo el barrio y la ciudad quedaron consternados. Aún es tema de conversación la causa de su muerte, sería agotamiento, algún tumor, el hígado, el corazón o la marginalidad en la que vivía, qué sé yo. El loquito mezclilla quedó vivo entre nosotros, presente en la memoria del barrio y de la ciudad. El hombre que murió de a poco está con otros inocentes flotando de contento, aislado del temor, sin frio, sin calor, sereno. Y mi pueblo se quedó con un vagabundo menos. Sin Marcial. 233 Una Triste Historia. El rap del Loco Mezclilla. Nelson Aros En todo lugar nacen o se forjan personajes que le dan una identidad única y que se plasman en su historia. Centenario ha sido por años un lugar ícono de la ciudad de Los Andes y su gente hace que no pierda su esencia histórica. Hace décadas atrás vivió un personaje inolvidable, cuya figura sigue intacta en la memoria de todo Centenarito. Me refiero al mítico José Marcial, “Loco Mezclilla” o el “Loco de Azul” como también se le conocía porque vestía ropa mezclilla azul. Era acreedor de una gran inteligencia, y cuentan que enloqueció por estudiar demasiado. Debido a su conocimiento muchos estudiantes se le acercaban para pedirle ayuda en sus tareas a cambio de comida. Caminaba por las calles del barrio pidiendo alimentación, con un choquerito en la mano. Generalmente se le veía en las afueras de la Panadería Centenario. Su historia no pasó desapercibida para ningún habitante de Los Andes. Un grupo de jóvenes amantes de la música rap, el Grupo Ron Pon, se inspiró en él para crear una canción, con una semblanza de su persona, como forma de homenaje póstumo. La canción, cuya letra la hizo el líder del grupo, Manuel Gallardo, se tituló “Una triste Historia”, y llegó a ser muy conocida. Desde que se creó el grupo, dio a conocer la canción en varios escenarios, como la semana Andina y el Carnaval de la Chaya. Parte de la letra generó polémica. Al párroco de Fátima, Padre René, no le gustó un trecho de la canción donde se mencionaba directamente a la Iglesia, cuestionando la falta de ayuda hacia el “Loco Mezclilla” mientras vivió. En respuesta, el ex párroco nos invitó a visitar los comedores del templo para ver lo que se hacía con las personas que pedían ayuda. Pero ninguno de los Ron Pon quiso hacer caso a las palabras del religioso, considerando innecesario ir porque don José murió en soledad y abandono, por ende, nada cambiaría esa percepción. 234 El verano del año 2001 trajo una oportunidad para el Grupo y la canción. A oídos de Ron Pon llegaron los rumores que se organizaba el Primer Festival de la Canción Palmenia Pizarro. No dudamos en inscribirnos. La canción elegida fue “Una Triste Historia”. Otra vez el Grupo Ron Pon puso todo su corazón sobre el escenario. Durante nuestra presentación en el festival, se vivió una mezcla de nerviosismo, ansiedad, incertidumbre y todo esto se desencadenó porque estábamos viviendo una experiencia inolvidable, enfrentando a artistas con un gran talento. Al momento de salir al escenario, todos nuestros nervios se quedaron tras bambalinas y salimos con mucha confianza ya que nos habíamos preparado durante tres meses. Cuando sentimos el apoyo del público nuestra confianza creció aún más y sólo nos dejamos llevar. Creo que eso fue lo que nos hizo convencer a la gente y al jurado. Al finalizar nuestra presentación bajamos del escenario, no creíamos que seríamos los primeros, aunque las ganas y la ilusión eran enormes, pero sí quedamos con la sensación de que esa noche nos iríamos a casa con un puesto entre los tres mejores. Cuando dieron el veredicto de la votación del jurado, nos invadió una emoción muy grande, todo el esfuerzo que hicimos durante tres meses nos dio una grata recompensa. Aunque no logramos el primer puesto, sí el segundo lugar. Pero con la interpretación de la canción del Loco Mezclilla, obtuvimos el premio al artista más popular del Festival, lo que nos dio más ganas para seguir haciendo música. Una triste historia Hoy yo quiero contar, lo que pudo pasar Una triste historia tejida en mi ciudad Se trata de un hombre, de un ser humano Que negaste tu mano, siendo tu hermano  Esta canción se puede escuchar en las plataformas de YouTube y SoundCloud, en donde también se puede encontrar toda la discografía de este noventero grupo de Rap Andino. 235 Él era pobre, en las calles vivía Él no era normal, deficiencias sufría Fue así como la gente, sin conocer su nombre Como una forma de burla le puso sobrenombres El más conocido, El loco de Mezclilla Muchos piensan que su vida fue sencilla Caminó por el sendero de la soledad En un mundo indiferente que no tuvo piedad Me pregunto yo, donde está que no se ve Esa fraternidad que mi pueblo dice tener Que aquel hombre buscó y no encontró Su vida, en este mundo acabó Coro: Piensa en los demás, en los que no tienen nada Piensa en lo fácil que pudo ser ayudarlo Pero ya es tarde, él ya ha partido Y en lo alto la luz de su alma se ha encendido. Pies descalzos, estómago vacío Conseguir su alimento fue un diario desafío Más de alguna vez tu puerta tocó Qué fue lo que pasó, tu corazón se cerró Testigo de esta historia fue todo Centenario Una linda iglesia adorna este barrio Y a toda esa gente que asiste allí quiero Que escuchen lo que yo voy a decir Pónganse en su lugar, sólo un momento Y se darán cuenta, de todo el sufrimiento Y el tormento, la cruz que tuvo que cargar El frío y el hambre que tuvo que soportar. 236 Coro: Piensa en los demás, en los que no tienen nada Piensa en lo fácil que pudo ser ayudarlo Pero ya es tarde, él ya ha partido Y en lo alto la luz de su alma se ha encendido. Tengamos lo pasado como experiencia Para que de una vez tomemos conciencia No dar la espalda al que esté sufriendo Y dar la mano al que ayuda esté pidiendo. Tengamos lo pasado como experiencia Para que de una vez tomemos conciencia No dar la espalda al que esté sufriendo Y dar la mano al que ayuda esté pidiendo. Coro: Piensa en los demás, en los que no tienen nada Piensa en lo fácil que pudo ser ayudarlo Pero ya es tarde, él ya ha partido Y en lo alto la luz de su alma se ha encendido. / se repite el coro. 237 238 Plano de calles de Centenario Fuente: https://satellites.pro/plano/mapa_de_Los_Andes.Chile#32.840785,-70.605490,16 239 240