La Leyenda de Chimalma
Por: Ome Técpatl
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En cualquier libro, monografía o consulta que hagas por Internet que hable de los Toltecas, querido
lector, encontrarás con seguridad una referencia a Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl, sacerdote y rey de
este pueblo que, por su trascendencia cultural, fue adorado y divinizado por los suyos y por la
mayoría de los pueblos de la antigua Mesoamérica que le sucedieron, incluidos por supuesto los
aztecas.
Según cuenta la leyenda, Mixcóatl, afamado rey guerrero de Culhuacán, sedujo en sus correrías a
una valerosa guerrera tlahuica llamada Chimalma, cuyo nombre significa “Mano-de-Escudo”, en
parajes de lo que hoy es el Estado de Morelos. De esta unión nació Topiltzin en Michatlauhco, una
poza cercana a lo que hoy es el pueblo de Amatlán, Mor. y lo hizo en medio de la tragedia: su madre
murió de parto, mientras que su padre fue emboscado y asesinado por su propio primo, que usurpó el
trono de los culhuas, quedando el niño bajo la tutela de sus abuelos maternos que vivían en el reino
cuya capital era Xochicalco.
He aquí la forma como se puede manifestar una leyenda en la realidad.
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1 01 El Culhua
Un agudo lamento penetró el silencio mientras Tonatiú, despidiendo espléndidos
chorros de deslumbrante fulgor, bajaba a su lecho vespertino atrás de las altas
cumbres de la serranía de occidente arropado por tenues nubes que, cual fino tapiz
de pluma, mudaban su color del amarillo brillante, pasando por el naranja, al rojo
fuego, para terminar en un morado intenso.
Reflejando como pulido espejo el majestuoso despliegue de color del diáfano cielo,
el extenso lago se tendía cual soberbio manto de suave algodón, salpicado aquí y
allá de isletas de rocas adornadas con plantas acuáticas y cúmulos de inquietas y
ruidosas garzas, afanadas en pescar sus últimos bocadillos del día.
Quejidos cada vez más frecuentes y angustiosos llenaron el ambiente. La noche
caía despacio sobre Culhuacán, asentada en una pequeña elevación al pie del
Citlaltépetl, en la zona oriental del valle de Anáhuac. La plaza principal de la ciudad
se formaba de construcciones de fuerte pero tosca piedra, que contrastaban con el
adobe, madera y palma de las modestas casas en los calpulli que le rodeaban. El
tepancalli, que ocupaba todo el costado norte de la plaza, normalmente se veía
animado por gran cantidad de personas a la hora del crepúsculo; pero no lo estaba
en este nemontemi: la frenética actividad palaciega había sido substituida por una
pesada indolencia de sus residentes, que rumiaban los temores propios de los días
vacíos con los que el año llegaba a su fin, sin atreverse siquiera a encender
antorchas, esperando que los dioses ignoraran su presencia y permitieran seguir el
curso del tiempo.
Un grito desgarrador conmovió los obscuros pasillos del palacio, sobresaltando a sus
habitantes. La noche había cerrado por completo, y varias teas habían sido
encendidas en los salones y corredores de palacio. La habitación principal era un
extenso salón de pulidos pisos de granito y paredes decoradas con pieles de fieras
nativas y tapices de exquisita plumería, donde un augusto personaje reposaba en un
icpalli de madera fina con ribetes de oro, hábilmente tallados con el glifo de su
nombre. Fumaba un acayetl de oloroso tabaco, frente a una terraza que dominaba
una considerable extensión del lago y el crepúsculo.
Se oyó el rumor de pies descalzos que acudían presurosos a una cámara vecina,
mientras en el salón del trono, la aparente tranquilidad de Mixcóatl contrastaba con
sus tormentosos pensamientos.
Su campaña militar contra los aguerridos
chichimecas corría riesgo de fracasar estrepitosamente, por el evidente desprecio de
esos salvajes para con los designios de los dioses, a quienes no gustaría que tuviera
que guerrear en esos días fatídicos; la forzada inmovilidad de sus tropas le exponía
a un asalto sorpresivo de sus oponentes que convertiría su esperada victoria en
aplastante derrota. Y por si fuera poco, se había visto obligado a abandonarlos, con
evidente disgusto de sus capitanes, para regresar al lado de Ximalámatl, su favorita,
ante el sobrio mensaje que le envió su calpixqui Ome Técpatl (dos pedernal).
Se escuchó de pronto un chillido débil y entrecortado, incapaz de acallar las
murmuraciones que le siguieron. Consultando la posición de las estrellas, Mixcóatl
vio que ya había comenzado el día ce ácatl, uno caña. La flemática actitud del
Tencuhtli comenzaba a descomponerse, cuando escuchó los leves golpes en el
tecomalpilli, un tamborcillo de madera incrustado en el marco de la entrada, con los
que su mayordomo pedía ser recibido. Apareció su mayordomo Ome Técpatl,
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observando estrictamente la etiqueta establecida para estos casos, entró al salón
moviéndose de lado con la espalda pegada a la pared hasta quedar enfrente del
Tencuhtli, avanzando luego tres pasos para hacer el tlalcualiztli, el gesto de besar la
tierra que era una muestra de respeto acostumbrada por los hombres del quinto sol,
para inmediatamente proceder con su informe:
-Tlatihuani, te traigo noticias. La cihuatencuhtli Ximalámatl ha dado a luz a un niño,
que vive aunque parece de mala salud. Sin embargo ella no salió bien del parto.
Según dice la tlacopatiani, la criatura venía atravesada, y viendo que no podía
remediarlo, tuvo que decidirse a abrir el vientre de la madre para salvar al pequeño.
Siento decírtelo, mi señor, pero parece que la reina morirá en poco tiempo.
El rostro de Mixcóatl se había ido ensombreciendo mientras escuchaba a su
calpixqui. Los malos augurios de estos días fatales se estaban cumpliendo, y los
dioses reclamaban su tributo. Su pequeña y alegre Ximalámatl, con quien había
compartido los mejores momentos de su vida, se hallaba a las puertas del Mictlán, el
Reino de los Muertos, aunque le daba por fin un heredero, rompiendo el presagio de
aquel tonalpouhque cuando ascendió al trono, de que moriría sin haber engendrado
hijo varón, y que a la fecha significaba cinco niñas de tres concubinas distintas.
Nieto del legendario Hueman Mixcoatzin, el caudillo político-militar que llevó a su
harapiento pero belicoso pueblo de una existencia nómada miserable a conquistar y
establecerse en los fértiles y hermosos valles del altiplano, Mixcóatl siguió
extendiendo los dominios heredados de sus predecesores, obteniendo de los
pueblos vencidos tributos que, por su cuantía y valor, estaban llevando a los culhua
a convertirse en el imperio mas poderoso de estas tierras. Culhuacán, su capital,
aunque grande en extensión era aún una ciudad bastante rústica, pero no tardaría
en adquirir el esplendor que merecía la sede de tan vigoroso imperio. La reciente
alianza que había pactado con los tlahuicas de Xochicalco, además de garantizar la
seguridad de sus fronteras en el sur, le había proporcionado el talento necesario
para construir un centro ceremonial que pudiera rivalizar con cualquiera, incluyendo
a la mítica Tollán, la Ciudad de los Dioses.
Pero sus sueños de grandeza se topaban con dos obstáculos. Primero, la llegada
de esa numerosa y aguerrida turba de chichimecas, que penetrando por el lado
norte del valle pretendían establecerse a orillas del lago, fundando un miserable
caserío que pomposamente llamaban la ciudad de Atzcapotzalco, y que mas bien
parecía un sucio hormiguero, como el nombre lo indica. Estos chichimecas habían
conseguido resistir tercamente el asedio de sus huestes, pero la llegada de los
guerreros que recién habían arrasado a los mazatzincas del valle de Tollocan venía
a reforzar anímica y materialmente el cerco de Atzcapotzalco, para terminar con esa
amenaza.
Por otro lado, estaba la cuestión del heredero. Alto y fuerte desde joven, Mixcóatl
había demostrado su valor e inteligencia para las artes de la guerra; esto le convirtió
en el favorito del consejo de ancianos para suceder a su tío Tlicohuatzin como
tencuhtli de los culhua, cuando éste sucumbió en una cobarde emboscada tendida
por los otomíes en las cercanías de Cholollan.
Matlacoatzin, su primo y heredero natural al trono, hombre irreverente y disoluto,
nunca olvidó la afrenta, pero la mayor popularidad y destreza física de Mixcóatl
habían mantenido sus rencores al nivel de pequeñas intrigas y rumores sin
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importancia. Mas los años pasaban, y aunque ambos eran hombres de mediana
edad, a Mixcóatl le preocupaba la falta de un heredero natural a quien adiestrar para
que tomara su lugar a su muerte, y así continuar con su obra de conquista y
engrandecimiento de su pueblo.
Las meditaciones de Mixcóatl terminaron abruptamente cuando el acayetl,
consumido en su totalidad, dejó caer su corazón de fuego en los dedos del monarca.
Entonces se dio cuenta de que Ome Técpatl esperaba pacientemente sus órdenes.
-Quiero verlos-, acotó secamente el monarca.
Su calpixqui hizo una última reverencia, y salió de la estancia real sin dar la espalda
al tencuhtli, adelantándose para preparar su visita.
Mixcóatl se levantó de su silla arrojando al brasero los ardientes restos del acayetl, y
se dirigió con paso firme a la cámara de su consorte, cruzando silenciosamente el
austero pasillo de pulido y reluciente piso de madera hasta encontrarse con la
pesada cortina de hermosa artesanía en pluma que ostentaba el pictograma de una
pieza de ámatl, distintivo de su favorita. Apartando bruscamente la cortina, penetró
resuelto en la antecámara de la cihuatencuhtli.
Como era de esperarse, Ome Técpatl había hecho desalojar la espaciosa estancia
de todos aquellos que no cumplían una función importante en esos momentos, por lo
que Mixcóatl solamente encontró a la comadrona, mujer vieja y desdentada bañada
en sangre y otros fluidos propios de su oficio, que temblaba como una hoja, y a una
anodina muchachita de abultados senos que deformaban la caída de su tosco huipil,
a quien reconoció como la sirvienta favorita de su consorte, y que cargaba un
pequeño envoltorio; ambas mujeres esperaban al lado del voluminoso lecho de
mantas de algodón, donde se perdía Ximalámatl.
-Habla-, ordenó lacónicamente Mixcóatl a la comadrona.
-Tlatihuani, te juro que he hecho lo mejor que he podido-, dijo la afligida mujer con
voz vacilante y notorio espanto. -El niño venía en mala posición, y si no lo hubiera
sacado, habría perdido a los dos. Mi señora la reina ha estado de acuerdo conmigo
y accedió a salvarlo. Pero no puedo hacer más por ella...
Mixcóatl levantó la mano silenciando a la mujer. La piedra del sacrificio era su
destino, y ambos lo sabían; no importaba que su intención hubiera sido la mejor, ni
que gracias a su destreza se salvara la criatura, aún inmolando a la madre por
necesidad. Debía morir, porque a pesar de sus esfuerzos, o más bien gracias a
ellos, se había obligado a seguir prodigando sus cuidados a Ximalámatl en el arduo
camino al oscuro reino del Mictlán, formando parte de su séquito fúnebre.
El tencuhtli volvió su mirada a la muchacha de los grandes senos. Esta de inmediato
abrió el bulto mostrando su contenido: un par de pequeños ojos color castaño claro
le miraban directamente al rostro con irreverencia, enmarcados en un delgado rostro
de notoria palidez, coronado por una mata de pelo castaño perfectamente peinado
hacia arriba y sujeto con un pequeño tlahuiztli de oro, recordando el estilo de los
viejos guerreros culhuas. Un leve asentimiento de su señor bastó para que la joven
descubriera al pequeño en su totalidad, mostrando su delgado cuerpecillo de
apariencia frágil y delicada que se estremeció al sentir el cambio de temperatura, a
pesar de que su rostro seguía mostrando una total ecuanimidad. Tenía la piel tan
clara en el cuerpo como en el rostro, a excepción de una mancha obscura en la
parte superior del vientre. El cordón umbilical había sido expertamente cortado y el
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muñón firmemente atado con cabello. Pese a su débil semblante, todos sus
miembros parecían completos y activos, y no se veía en él ningún rastro de sangre o
alguna otra excreción.
El bebé soportó la inspección sin una queja, llanto o movimiento que denotara
incomodidad o disgusto, sereno e impasible como cabía de esperar en un miembro
de la realeza, sin importar que hubiera llegado al mundo apenas unos cuantos
minutos antes. Profundamente satisfecho y halagado por la vista del príncipe
neonato, aunque sin modificar un ápice su austera expresión de máscara, Mixcóatl
volvió a asentir para que se le cubriera, permitiendo tácitamente que su nana le
siguiera atendiendo.
Por su parte, Ximalámatl había asistido con interés al riguroso examen de su bebé,
notando complacida que merecía la aprobación de Mixcóatl. A pesar de la debilidad
que invadía inexorablemente su ser, se esforzó por sonreír a su amado cuando éste,
con mal disimulado orgullo de padre primerizo, fijó en ella su enigmática mirada.
Hija de Iztacóyotzin, el Señor Coyote Blanco, a la sazón tencuhtli de Xochicalco,
Ximalámatl era una jovencita de tez clara y grandes ojos color miel, rostro afilado y
bellas facciones que dejaban ver su herencia ben’zaa, la gente nube que ellos
llamaban los tzapotécatl, complementado con un cuerpo delgado y grácil pero fuerte
y atlético que halagaba a sus antepasados náhuatl, aunque pequeña de estatura
para desagrado de ambas razas. Su pálida piel y su pequeña estatura le habían
valido su nombre: pedacito de papel amate.
Por insistencia de su padre, a pesar de ser mujer había tenido que estudiar
pictogramas históricos en la tlamatizcalli, la casa de la sabiduría; aprender tejido y
bordado en la tequipancalli, la casa de los oficios; urbanidad y buenas maneras en la
yelizcalli, la casa del comportamiento, y mitología en el teomachcalli, la casa del
estudio de los dioses.
Como muestra de beneplácito por la alianza entre Xochicalco y Culhuacán,
Iztacoyotzin la había ofrecido a Mixcóatl en matrimonio. A la cihuapilli no le agradó
el arreglo, especialmente por el talante serio y grave de su consorte, que parecía
una estatua de piedra con el entendimiento apenas necesario para derribar a un
adversario en combate, además de que el monarca culhua andaría por arriba de los
treinta años, mientras que ella apenas llegaba a los quince. Por su parte Mixcóatl,
que veía a la princesita como una adolescente de rostro angelical pero carente de
cualquier otro atractivo, la aceptó como a un presente más, llevándola con él a su
tepancalli, y la relegó al olvido en las habitaciones de sus otras concubinas.
Pasaron varios meses, y un día que Mixcóatl por casualidad salió a la terraza del
salón del trono, vio a la lozana cihuatencuhtli, ataviada con un breve huipil y una
corta falda, tomando el sol en los amplios y perfumados jardines del palacio. La
belleza y sensualidad de la joven atrajeron poderosamente su atención, despertando
en él un curioso sentimiento mezcla de ternura y pasión. Por medio de Ome Técpatl
la mandó llamar a sus habitaciones, sintiendo una combinación de ansiedad y
remordimiento que hacían intolerable la espera.
Ximalámatl por su parte, sorprendida por el súbito llamado del rey, se presentó ante
él llena de incertidumbre, pero fue recibida con ternura y amabilidad, lo que
tranquilizó su espíritu e hizo más fácil su visita.
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A partir de ese día, las vidas de ambos cambiaron. Mixcóatl se encontró con que su
joven esposa, además de ser atrevida e ingeniosa para el sexo, por su educación y
buen talante era una amena compañía, chispeante y alegre en su conversación. Y
Ximalámatl descubrió con sorpresa que las estatuas también son capaces de tiernos
sentimientos y delicadas atenciones, aprendiendo que se necesita algo más que
saber matar adversarios para llegar a rey.
La confirmación del embarazo de Ximalámatl fue para ambos el ápice de su felicidad
conyugal. Pero también fue el inicio de una serie de acontecimientos que
ensombrecieron su alegría. Primero la campaña contra los mazatzincas, y luego la
llegada de los aguerridos atzcapotzalcas al valle, mantuvieron a Mixcóatl lejos de su
amada por largos meses. Mientras tanto, Ximalámatl sufría los rigores de una
gestación complicada por su corta edad y menuda constitución física, además de
tener que sufrir el desprecio y los celos de las otras esposas y concubinas del
monarca. Para colmo, todo apuntaba a que el alumbramiento tendría lugar a fin de
año, con muchas posibilidades de caer en los días vacíos.
Para el día Matlacyei Malinalli, trece-hierba, el nacimiento era inminente. Ome
Técpatl tuvo que acudir en persona a casa de la comadrona, y traerla a punta de
lanza al palacio para que atendiera a Ximalámatl. Presa de terror religioso la
anciana mujer auscultó a la cihuatencuhtli, y con gran preocupación anunció al
mayordomo que la criatura venía en mala posición, lo que iba a ser fatal para ambos.
Evidentemente, los dioses se habían ofendido y condenado a muerte a la reina niña,
todo por no haber tenido la elemental precaución de usar una máscara de hoja de
maguey, como debe hacer toda mujer que llega en tiempo de parto a los
nemontemtin. Ante esta noticia, Ome Técpatl decidió enviar un escueto mensaje a
Mixcóatl, informándole de la cercanía del nacimiento y requiriendo su presencia,
pero sin mencionar el diagnóstico de la comadrona.
Así había comenzado el drama que ahora, ya bien entrada la noche, se acercaba
rápidamente a su final.
La alegría de Mixcóatl por el bebé se esfumó en cuanto volvió su vista al patético
montón de mantas. Un gesto que pretendía ser una sonrisa asomó a las
demacradas facciones de Ximalámatl. Un sudor frío y pegajoso le cubría la cara y el
pelo, evidenciando el dolor que sufría en sus entrañas. El rey asintió en dirección a
su calpixqui, y éste se apresuró a sacar a las mujeres de la habitación.
Cuando estuvieron solos, Mixcóatl se arrodilló junto al lecho y buscó la mano de
Ximalámatl, encontrándola floja y fría.
-Amor mío...-, alcanzó a decir antes de que la pena le atragantara las palabras.
-¿Qué te parece nuestro Topilli? – susurró ella con otro vestigio de sonrisa.
-¿Topilli? – contestó él sin poder reprimir la risa. -¿Iguana?
-No, tonto. ¿No ves que es como una cuija de las tierras calientes? Pequeñito,
pálido y delgado.
-Si, ya me lo imagino. Topiltzin, El Gran Señor Cuija, monarca absoluto del Gran
Imperio de Culhuacán, dirigiéndose a sus súbditos con un lenguaje de chasquidos y
besuqueos.
Ambos rieron quedamente la broma, hasta que una nueva oleada de dolor tensó las
facciones de Ximalámatl.
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-Sabes que me estoy muriendo–. Esta vez el susurro fue tan débil, que Mixcóatl
tuvo que acercar su oído a los labios de su amada. No era una pregunta, sino una
afirmación.
-Cuídalo mucho. Nahui Quiáhuitl te ayudará. Adiós... mi amor.
La reina cerró los ojos con un nuevo estremecimiento, y la vida le abandonó.
Una lágrima surcó el rostro de Mixcóatl, que permaneció por varios minutos
arrodillado junto al lecho, acariciando suavemente el rostro de su amada.
Súbitamente, un tumulto de gritos y golpes se escuchó en el pasillo, por fuera de la
cámara de la reina. Levantándose ágilmente, el rey se acercó al gran brasero que
daba calor a la habitación, empuñando el removedor de cenizas de cobre en el
momento en que Ome Técpatl irrumpía violentamente en la habitación al frente de
una turba de guerreros.
El disgusto reflejado en los ojos del fiel calpixqui no podía traducirse en palabras a
causa de la flecha que le atravesaba la garganta; y su brazo, cercenado limpiamente
con una maquiáhuitl, era incapaz de defender a su amado tlatihuani. Un nuevo
golpe de la macana con filos de obsidiana aplastó su cráneo antes de que sus restos
fueran violentamente arrojados a los pies del tencuhtli, derrumbando a su paso el
brasero que comenzó a incendiar el lecho de la reina.
La habitación fue mudo testigo de la feroz batalla que siguió. El removedor de cobre
alcanzó a herir mortalmente a tres guerreros, incapacitando para la lucha a otros
dos, mientras múltiples golpes de maquiáhuitl lastimaban, cercenaban, machacaban
los miembros del rey, hasta que al fin un certero golpe lanzó su cuerpo mutilado
hacia atrás, yendo a caer en la improvisada pira fúnebre de su mujer.
Así fue que el fuego, que todo lo purifica, permitió que la sangre de Mixcóatl se
mezclara con la de Ximalámatl, preservando así su amor para la eternidad.
1 02 La princesa y la esclava
Nahui Quiáhuitl no pudo reprimir por más tiempo el llanto. Apenas hubo cruzado la
cortina que cerraba la cámara de Ximalámatl con Ome Técpatl pisándole los talones,
tuvo que recargarse en la pared para no caer.
Muchacha de piel obscura, con facciones negroides y cuerpo curvilíneo de abultados
senos al estilo de los ulmécatl, los habitantes de las orillas del gran mar, espigada y
desenvuelta, apenas dos años mayor que Ximalámatl, Nahui fue puesta a su servicio
por el rey Iztacoyotzin de Xochicalco, poco antes de sus esponsales con Mixcóatl,
por lo que tuvo que acompañar a la princesa a su nuevo hogar en Culhuacán. Pero
su pena por haber sido tan bruscamente separada de los suyos, y su ansiedad por
encontrarse en un lugar desconocido, rápidamente se evaporaron gracias al encanto
de la joven reina, que más que una esclava a su servicio trataba a Nahui como a una
entrañable amiga, ganándose de inmediato no sólo su lealtad, sino también su
corazón.
En un paseo por el lago en el acalli real, Nahui se fijó por primera vez en Chicome
Atl, un joven de ancho torso y poderosos brazos, aunque no muy agraciado de
facciones ni dotado de mucha inteligencia, Chicome era el hijo mayor de Ome
Técpatl, empleado por el calpixqui como remero del monarca para mantenerlo lejos
del campo de batalla, aunque eso le causaba el desprecio de sus amigos y la
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indiferencia de las mujeres. Ambos jóvenes intercambiaron miradas, y al final del
paseo el mozo encontró el momento para invitar a la chica a encontrarse con él en
los jardines; ella accedió encantada, a pesar de que iba contra las normas de
educación de los culhuas, que prohibían que dos jóvenes como ellos se vieran a
solas.
Luego de algunas citas clandestinas, Chicome Atl contó a su padre de su amor por
la doncella de la joven reina, rogándole que intercediera para poder casarse con ella.
Al calpixqui no le agradó la idea, porque sabía que esa muchacha era una esclava, y
él confiaba que su hijo podía desposarse con alguna cortesana de cierta alcurnia,
gracias al prestigio del hombre de mas confianza del rey en los asuntos domésticos;
pero ante la insistencia del joven, Ome Técpatl accedió a hablar con Ximalámatl del
asunto, confiando que ella no consentiría esa relación. Grande fue su sorpresa al
darse cuenta de que la cihuatencuhtli no sólo estaba al tanto de los encuentros
furtivos de su sirvienta, sino que había alentado a su hijo para que hablara con él,
prometiéndole dar a Nahui no sólo la libertad, sino una dote considerable para que
pudieran casarse.
Ome Técpatl tuvo que aceptar lo inevitable. La boda de Chicome y Nahui fue todo
un acontecimiento, porque Mixcóatl consintió en que la ceremonia se celebrara en
los magníficos jardines del tepancalli, obsequiando a los novios con magníficos
presentes, en atención a su fiel mayordomo. Ximalámatl estaba encantada con la
felicidad de su amiga y confidente, y participó en la fiesta como cualquier cortesana
ante el asombro de los asistentes, que nunca esperaron ver a una consorte real
bailando despreocupadamente en los jardines con las demás muchachas.
Unos días después de que Ximalámatl se convirtiera en la favorita del rey, Nahui
descubrió que esperaba un bebé, lo que le obligó a retirarse del servicio de la
cihuatencuhtli. Pero no de su compañía, porque al poco tiempo ésta también resultó
embarazada. Así, las dos jóvenes llevaron juntas tanto las penurias como las
esperanzas propias de su estado, dándose ánimos mutuamente y compartiendo sus
ilusiones.
En una ocasión, ambas mujeres decidieron consultar al tonalpouhque. A Nahui le
dijo que su criatura nacería en una fecha muy favorable, por lo que esperaba que
llegaría a tener una vida sana, larga y placentera. Pero el agorero le dijo a
Ximalámatl que su retoño vendría al mundo en un nemontemi, y que su llegada se
acompañaría de una gran tragedia que marcaría a la criatura por el resto de su vida,
aunque le veía destinado a grandes cosas que trascenderían en las gavillas de años
por venir.
Finalmente llegó el día para Nahui. Una fría mañana invernal, en la que toda la
rivera del lago lucía una gruesa capa de escarcha, brillante a la luz del amanecer,
trajo al mundo a una robusta y saludable niña, a quien correspondió el nombre
calendárico de Chicueyi Tochtli, Ocho-Conejo, pero que pronto fue conocida como
Quetzalli.
Los días pasaron; el fin del año se acercaba, y con él los temidos “días vacíos”. El
médico de la corte y la tlacopatiani estaban cada día más nerviosos, y cuando llegó
la víspera del primer nemontemi el tícitl, rehuyendo claramente su
responsabilidades, anunció que se iba en peregrinación a Mixquic, en la parte sur
del valle, a visitar a unos parientes. Cuando Mixcóatl se enteró de su fuga, ordenó
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que lo prendieran y fuera sacrificado a Tezcatlilpoca en la fiesta de fin de año que se
celebraba en aquella ciudad, para pedir la protección del dios en los días aciagos.
La tlacopatiani, por su parte, comprendió que tendría que arreglarse sola. Con gran
previsión se había procurado una máscara de penca de maguey, que había tallado y
decorado tan ricamente como su talento y sus posibilidades se lo permitían, para
que la joven reina la usara durante los nemontemtin, distrayendo así la mirada de los
dioses para evitar el alumbramiento en esos días; y si no se conseguía evitar,
cuando menos trataría de alejar los malos augurios tanto de la madre como del hijo.
Ximalámatl recibió el presente con cortesía y afabilidad, pero sin dar mucho crédito
al presagio, dejando de lado la máscara.
Toda precaución fue en vano, ya que en el amanecer del penúltimo nemontemi se
presentó en su casa con inusual alboroto el calpixqui real en persona, acompañado
de fuerte escolta, para llevarla al lado de la cihuatencuhtli, que ya había comenzado
con su trabajo de parto.
Cuando la comadrona llegó a las habitaciones de la reina, la encontró
sorprendentemente tranquila y de buen humor, a pesar de que sus constantes
dolores distorsionaban su rostro y crispaban sus miembros. Por un momento pensó
que podría ser un parto fácil a pesar de los augurios, pero al auscultarla notó que el
bebé venía atravesado. Sus intentos por enderezarlo no tuvieron éxito, y finalmente
tuvo que enterar a Ximalámatl del problema: la criatura no podía nacer normalmente,
y a menos de que se le sacara del vientre materno, moriría en poco tiempo; en
cuanto a ella, sus posibilidades de sobrevivir eran escasas independientemente de
la suerte del bebé. Eso facilitó la decisión: salvarían al pequeño.
Nahui asistió a la tlacopatiani en la delicada operación, esforzándose por controlar
las náuseas que le provocaban la sangre y los tejidos machacados, tratando al
mismo tiempo de animar a su amiga, quien apretaba fuertemente los dientes para
soportar el dolor mientras gruesas gotas de sudor surcaban su cara. Un grito
desgarrador, seguido al poco tiempo de un débil chillido, anunciaron el
alumbramiento.
Era un bebé pequeño y delgado, y debajo de la capa de sangre y otros líquidos se
podía ver que su piel era de un color inusualmente pálido. Su carita demacrada, sus
ojos grandes y saltones, con enormes pupilas de color miel, su escaso cabello de
color cobrizo y su silencio repentino le daban tal expresión de aplomo y seguridad,
que la vieja comadrona pensó que, como en la leyenda de Ehécatl, el niño
convertido en dios se levantaría en cualquier momento para acabar, a punta de
lanza, con la miserable vida de todos los que le rodeaban.
-Es... es...-, balbució espantada la comadrona. “Es un engendro”, pensó para sí
mientras lo entregaba a Nahui, que recibió al pequeño y de inmediato se dedicó a
atenderlo. Cortó el cordón umbilical y se lo dio al calpixqui para que lo enterrara en
algún campo de batalla como dictaba la tradición, anudando luego el muñón con
cabellos de su madre.
-Es un hermoso niño, mi señora- completó Nahui alegremente, mientras lo sumergía
en la tinaja de agua fría que por costumbre le estaba especialmente destinada. El
niño lloró, aunque no con la fuerza que cabía esperar.
-Tiene todos sus miembros completos y con movimiento- añadió.
-Quiero verlo- susurró la reina. –Enséñamelo, Nahui.
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-Dame un momento, mi señora- contestó la doncella, que había terminado de
asearlo y se disponía a peinarlo usando el tlahuiztli de oro, la insignia real de su
pueblo, que la cihuatencuhtli le había señalado pocos días antes.
-“Aquí lo tienes, amor mío. Tu heredero.”- pensó Ximalámatl mientras una débil
sonrisa cruzaba su rostro.
-Mi querido Topilli, mi pequeño- dijo Ximalámatl con un hilo de voz, cuando Nahui lo
puso a su lado. Le acarició la mejilla mientras el bebé la miraba con los ojos muy
abiertos. Parecía darse cuenta del dolor de su madre, y con algún esfuerzo levantó
su manita para rozar sus dedos, en un gesto que aunque casual, aparentaba
consuelo.
-Nahui, tendrás que hacerte cargo de él. Sé que lo amarás y cuidarás como yo lo
haría- dijo devolviéndoselo con los ojos rasados de lágrimas, al tiempo que el
tencuhtli entraba a la habitación.
Profundamente conmovida por las palabras de Ximalámatl, Nahui sintió en la piel el
terror de la vieja tlacopatiani, que vio su propia muerte en la mirada del rey al darle
parte de lo ocurrido; y cuando los fieros ojos de éste se posaron en ella, le pareció
que el mundo se le venía encima, aunque tuvo la entereza suficiente para descubrir
al bebé sin temblar. El monarca asintió satisfecho cuando vio que su heredero
estaba más que presentable y eso la tranquilizó un poco; pero no dejó de percatarse
de la desazón de su señor al ver a la cihuatencuhtli. En ese momento el calpixqui
las hizo salir de la habitación, alcanzando apenas a dirigir una última mirada de
despedida a su señora, quien le correspondió con un débil guiño.
Una vez afuera de la cámara, la tristeza comenzaba a abrumar a Nahui, pero el
sentido práctico de su suegro no se lo permitiría.
-Ve a tus habitaciones-, le dijo. -Prepárate para los funerales de tu ama, y atiende al
niño, por si el tencuhtli decide hacer su tecuaquiliztli al amanecer.
Haciendo acopio de fuerzas, la muchacha se encaminó a su cuarto, mientras el
calpixqui se llevaba a la tlacopatiani en dirección contraria.
Apenas dio vuelta al pasillo, escuchó un tumulto de gente que corría y gritaba al otro
lado de las habitaciones de la reina. Conociendo la tranquila y silenciosa rutina en
esta sección del palacio, el inusual escándalo espoleó su curiosidad, por lo que con
mucho cuidado se asomó por la esquina del pasillo.
Lo que vio le impactó profundamente: Ome Técpatl, visiblemente malherido, era
llevado en andas a la cámara de Ximalámatl por una turba de encopetados
guerreros culhua.
En cuanto el grupo entró en los aposentos, estalló el rugido de una lucha desigual,
en la que el noble Mixcoatzin era cobardemente asesinado por los esbirros del
príncipe Matlacoatzin.
Paralizada por el horror de la situación, Nahui no reaccionó hasta que los asesinos
sobrevivientes salieron en tropel, envueltos en una espesa nube de humo negro.
Entonces se levantó y corrió con todas sus fuerzas hasta llegar a sus habitaciones.
Apenas había cruzado el umbral de la estancia cuando sintió que una mano le asía
con fuerza del brazo, empujándola contra la pared del recinto; quiso gritar, pero no
pudo articular sonido alguno, ya que una tela apretaba firmemente su boca. El terror
y la ansiedad que sentía hicieron crisis en ella, y comenzó a tirar golpes
desesperados, hasta que fue inmovilizada por su presunto atacante, que acercó su
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rostro a escasos centímetros del suyo. Hasta ese momento pudo reconocer a
Chicome Atl en la penumbra del cuarto, que le hacía frenéticas señales para que se
calmara y silenciara al bebé, que había comenzado a llorar por las violentas
sacudidas que sufría.
Asintió débilmente, y la presión en su cuerpo y en su boca cedieron. Descubrió al
pequeño príncipe y le sonrió acariciándole la mejilla. El bebé calló y fijó sus ojos
atentos en ella, con ese enigmático aplomo que en su breve vida era su
característica más notoria.
-¿Que pasa?- le preguntó Chicome Atl en un susurro.
-El tencuhtli... tu padre... esos guerreros- contestó Nahui con voz temblorosa.
-¿Que dices? No te entiendo.
-¡Los mataron!
-¿Quién? ¿A quiénes? ¿De qué hablas?
-Unos guerreros entraron al palacio. Hirieron a Ome Técpatl, y entraron a la cámara
de mi señora. ¡Los mataron!- gritó histérica la muchacha.
-¡Cálmate, Nahui! Así no vas a lograr nada. ¿Dices que mi padre.. le asesinaron?
Y ¿A Mixcoatzin?- preguntó incrédulo Chicome.
-Si...
El joven quedó en silencio, meditando. Había visto una escolta de guerreros forzar
la entrada poco antes, amenazando a la guarnición del tepancalli. Exigían ver de
inmediato al rey para informarle de las nuevas en el frente, pero su actitud era
excesivamente belicosa, lo que le hizo sospechar.
Al ver que la tropa se dirigía a los aposentos reales sin respetar los protocolos
establecidos, se convenció de que no era una situación normal, por lo que decidió ir
directo a su cuarto a buscar su maquiáhuitl y su átlatl.
Ruidos de batalla procedentes del exterior llamaron su atención, por lo que se
asomó a la ventana del dormitorio; no había lucha en los jardines, pero vio grandes
llamas y una espesa humareda que salían de las ventanas de los aposentos de la
cihuatencuhtli, lo que le hizo temer por la seguridad de su mujer y de su padre.
Se disponía a salir corriendo hacia aquella sección del palacio cuando escuchó
pasos que se acercaban. Aprovechando la oscuridad se apostó junto a la entrada,
dispuesto a lanzar un golpe con su macana, cuando reconoció a Nahui que irrumpía
en la estancia, totalmente descompuesta.
Ella había confirmado sus peores sospechas. Se trataba llanamente de un
cuartelazo, y su padre ya había sido víctima de él; con seguridad, seguiría una
matanza para acabar con todos los allegados al monarca asesinado, en especial sus
mujeres e hijos... uno de los cuales, el único varón por cierto, acababa de entrar al
cuarto en los brazos de Nahui. El peligro era inminente.
-Nahui, tenemos que irnos-, dijo Chicome a su mujer, sacudiéndola con brusquedad
para tratar de hacerla reaccionar. -Nos buscarán para matarnos. Y en especial a él.
La muchacha miró al bebé con ojos vidriosos, pero no reaccionó.
-Escúchame-, insistió él. –De seguro ya vienen. Dame al niño y ocúpate de
Quetzalli. Agarra pronto lo más necesario y vámonos.
-Está bien- contestó Nahui despertando de su letargo. Le entregó al bebé y corrió al
dormitorio para hacer un itácatl con un par de mantas, un poco de polvo de atolli y
algunos cacharros; tomó el saquito donde guardaban sus semillas de cacao y la
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cajita con sus joyas, y terminó sacando a la niña de su cuna, echándosela a la
espalda y sujetándola con su rebozo. –Estoy lista.
Chicome, que vigilaba el pasillo, le hizo señas de que se callara.
-Ya vienen- susurró acercándose a ella. –No podemos salir por ahí. Tendrá que ser
por la ventana.
Regresaron al dormitorio y se acercaron cautelosamente a la ventana. Los jardines
seguían desiertos, pero las llamas, que ya abarcaban toda el ala contigua de
palacio, los iluminaban como si fuera día de fiesta.
-Vamos. Tendremos que arriesgarnos-, dijo él.
-Espera, deja que te acomode a Topilli- contestó Nahui envolviendo al bebé en otro
payotl.
-¿A quién? ¿Topilli?-. Chicome no pudo ocultar una sonrisa.
-Luego te cuento-. Nahui también sonreía mientras ataba al príncipe a la espalda de
su marido.
Después de asegurarse que no hubiera nadie a la vista en el jardín, ambos se
deslizaron al exterior por la ventana, que distaba unos cinco codos del suelo.
Escucharon voces provenientes de sus habitaciones, y Chicome tuvo que detener a
su mujer para que se quedara pegada al muro y no saliera corriendo a través del
jardín, lo que hubiera delatado su presencia. Un guerrero asomó por la ventana y
recorrió el parque con la mirada en busca de fugitivos, sin percatarse de quienes
estaban justo debajo de él; rápidamente regresó al interior, ya que el fuego
comenzaba a invadir esa parte de la construcción.
Chicome y Nahui corrieron pegados al muro en dirección contraria al incendio, y al
doblar la esquina la oscuridad de la noche los envolvió, permitiéndoles cruzar el
prado hacia el límite del palacio, rodeado por un murete de escasos dos codos de
altura, que saltaron fácilmente. Una vez en el exterior, se dirigieron hacia el lago, a
una larga carrera de distancia.
Como era de esperar, el embarcadero real estaba fuertemente custodiado por
guerreros, por lo que se acercaron a los pilotes del tianquiz. Ocultos tras los pilares
del portal que daba acceso a esa parte de la ciudad, esperaron varios minutos hasta
estar seguros de que no hubiera nadie a la vista. Después de todo, era poco antes
del alba de un nemontemi; una persona sensata no se arriesgaría sin motivo a
encontrarse con un chaneque. Y menos durante una asonada.
-Iré yo primero-, dijo Chicome. –Si encuentro un acalli te aviso con un silbido.
-Ten cuidado, puede haber guerreros que estén buscando al niño.
-Tienes razón-, contestó desanudando el rebozo y entregando el bebé a su mujer.
-Lleva tú a los niños. Si me detienen, diré que voy a pescar, y entonces deberás
encontrarme en la caleta del peñón.
-Está bien.
Chicome tomo el itacate y su maquiáhuitl, salió del portal y se dirigió al amarradero
con aire despreocupado, aunque por dentro sentía que las piernas le temblaban.
Cuando iba a medio camino, notó un movimiento en las sombras que le hizo
estremecerse, pero no había vuelta atrás, por lo que siguió andando sin pausa.
Unos metros mas adelante, escuchó unos gruñidos y empuñó su espadón; sintió un
roce en la pierna y estaba listo para soltar el golpe, cuando se percató que se
trataba de un itzcuintli, que se había acercado a él mas curioso que amenazador.
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Seguramente estaba buscando algo que comer, porque cuando Chicome se agachó
a acariciarlo, más que nada para recuperar su tranquilidad, el perrito le lamió las
manos y olisqueó el atado con aprensión.
Conciente de la premura del momento, Chicome dejó al animalito y siguió su camino.
Al llegar al primer pilote, se encontró con tres canoas amarradas; sin pérdida de
tiempo se acercó a revisarlas, escogiendo la segunda, ya que su dueño había
dejado escondido el remo en el interior. Saltó a bordo, se instaló en el banco y silbó
imitando una garceta, que el itzcuintli contestó con un ladrido juguetón. El perro
caracoleaba en el malecón tratando de llamar su atención, y el mozo no tuvo más
remedio que invitarlo a subir para tranquilizarlo a bordo. Estaba desamarrando el
acalli cuando escuchó que Nahui se acercaba.
-Aquí -le dijo en voz baja.
-Pronto, ayúdame a subir. Creo que alguien viene -contestó la muchacha.
Chicome se enderezó y le dio el brazo para que abordara la barcaza. Nahui saltó a
bordo y se acomodó en un banco, mientras su marido empuñaba el remo. Empujó la
nave con destreza y con un par de vigorosas paladas la retiró del embarcadero, para
enseguida enfilarse aguas adentro con un mínimo de ruido. Alcanzaron a percibir
pasos en el muelle, pero no se escuchaban apresurados, y nadie dio la voz de
alarma.
Unos segundos después, Nahui lanzó un grito y exclamó:
-¡Chicome, hay alguien a bordo!
-Cálmate, Nahui. No hay nadie.
-Algo acaba de rozar mi espalda -contestó ella levantándose con vehemencia; el
acalli se balanceó peligrosamente.
-¡Siéntate, mujer! -le espetó Chicome, agarrándola de un brazo y jalándola
bruscamente hacia su banco. -¡Vas a volcarnos!
La agitación despertó a los dos bebés, que empezaron a llorar al unísono.
-¡Pero ahí hay alguien! -insistió Nahui, que ya trataba de levantarse otra vez.
-¡Quieta! -ordenó Chicome y ella se desplomó de nuevo en su asiento. –Es un
itzcuintli, no te hará daño. Cálmate y controla a los niños, que todavía nos pueden
escuchar desde el embarcadero.
El animalito, que había corrido a refugiarse bajo otro banco al ver la reacción de
Nahui, volvió a asomarse en cuanto sintió que ella se tranquilizaba y se acercó con
cautela, pero sin poder reprimir su curiosidad.
¡Un perro aquí! -murmuró Nahui, descubriendo al pequeño pipiltzin. Le puso el dedo
en la boca y el bebé trató de chuparlo, por lo que se levantó el huipil y se lo acercó al
seno, que aquél recibió de inmediato, en lo que era el primer alimento de su corta
vida. Luego desanudó con dificultad el otro payotl liberando a Quetzalli, que al sentir
el aire fresco en la cara dejó de llorar, y se la acercó al otro seno.
-Ahora sí que estás ocupada-, observó Chicome, jadeando por el esfuerzo.
-¡Qué gracioso!-, contestó ella enfadada. –Tengo frío...
Chicome dejó de remar y buscó en el itácatl un ayate, que puso en los hombros de
su mujer. Se enderezó y se quedo mirando atónito a lo lejos.
-Gracias, mi señor-. Nahui se arrellanó en la manta y siguió dedicando su atención a
los bebés. Tardó un rato en darse cuenta de que su marido no se movía, y al fin le
preguntó: -¿Qué te pasa?
-Mira hacia allá.
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Desde donde se encontraban, a mitad del lago, se alcanzaba a ver el tepancalli
consumiéndose por las llamas, que ya se habían extendido a toda la construcción, y
a varios árboles cercanos. El gran teocalli y la explanada que le rodeaba,
completamente iluminados por el fuego, parecían ser escenario de una encarnizada
batalla, aunque en realidad eran el marco de las danzas de celebración de las tropas
leales al traidor, que se alzaban con el dominio total de la ciudad sin encontrar
resistencia.
Los jóvenes fugitivos se miraron, y entonces comprendieron la magnitud de la
tragedia que estaban viviendo. Con el ánimo deshecho, se abrazaron y lloraron su
pérdida.
1 03 Amanecer en Chalco
Aprovechando las primeras luces del amanecer, Chicome Atl acercó el acalli a la
orilla arenosa, en el extremo sudoriental del extenso lago.
Cruzando las aguas desde Culhuacán, el punto de destino más lógico hacia el sur
era Mixquic, originalmente un pequeño pueblo ribereño fundado por pescadores y
recolectores de escamoles, pero que a la sazón tenía uno de los más importantes
templos dedicado al dios Ehécatl en toda la cuenca del lago, solamente detrás del
templo mayor de Culhuacán, y que fue levantado pocos años antes para celebrar el
ascenso al trono de Mixcóatl.
Gracias al interés del monarca, esta población había crecido en importancia,
llegando a ser por sus copiosos manantiales de agua dulce el asiento favorito para
las casas de recreo de los nobles culhuas, dotadas con ingeniosos sistemas
hidráulicos que les permitían contar con agua en abundancia para los temazcaltin y
para cultivar hermosos jardines.
Pero su bonanza también atrajo la envidia de los poblados vecinos. Uno de ellos era
Xochimilco, considerado el vergel del valle por su inagotable producción de plantas
de ornato y flores, que era posible gracias a la intrincada red de canales construidos
por sus habitantes, combinados con las chinampas, isletas flotantes en las aguas del
lago elaboradas con juncos y lirios entretejidos que, rellenas de tierra y abonadas
con restos orgánicos, les permitían cultivar con eficiencia y alta productividad gran
variedad de especies vegetales en cualquier época del año. También estaba
Tlalpan, un incipiente poblado algo retirado de la cuenca lacustre, que debía su
existencia a un reciente asentamiento de artesanos dedicados a la elaboración de la
tosca pero colorida cerámica de barro cocido que estaba de moda en la mayoría de
los hogares de la metrópolis.
Conociendo esta situación, Chicome imaginó que era un riesgo innecesario llegar a
Mixquic, blanco seguro de las intrigas de Matlacoatzin, en su afán por destruir
cualquier cosa relacionada con su antiguo enemigo. Decidió que su mejor
posibilidad era la más lejana, por lo que se dirigió a Chalco, una población situada
en una importante encrucijada de caminos que controlaba el acceso al valle por su
lado oriental, y que les permitiría seguir su viaje hacia el sur, en caso de que
encontraran conveniente ir a la tierra de su mujer, o al oriente, hacia Cholollan o a
las tierras calientes de los ulmécatl, junto al gran mar.
Pero el trayecto hacia aquella población era largo y azaroso, en especial por la gran
cantidad de bajíos y zonas pantanosas que había en esa parte del lago, complicado
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por la oscuridad reinante, que solamente a ratos era tenuemente iluminada por una
débil luna creciente en medio de un cielo nuboso. Afortunadamente para ellos,
Chicome era un remero experimentado y conocía bien ese sector, por lo que pudo
sortear los peligros con un mínimo de riesgo.
Nahui por su parte había logrado dormir a los dos bebés después de amamantarlos,
y los acomodó en el fondo del acalli, arrellanándose en su banco para tratar a su vez
de descansar un poco; pero todavía estaba muy impresionada por los sucesos
recientes, y no lograba conciliar el sueño. El pequeño itzcuintli, decidido a ganarse
el cariño de sus compañeros de viaje, se acercó a la muchacha y se acurrucó junto a
sus pies. Ella, al sentir el contacto de su piel, le hizo una caricia en el lomo, que el
animalito correspondió lamiéndole la mano.
El frío era mas intenso conforme se acercaba el amanecer, y una capa de niebla
comenzó a levantarse en la superficie del lago. Chicome gruñó satisfecho, ya que la
bruma señalaba los bajíos con claridad a su ojo experto, facilitándole el trayecto.
Finalmente consiguió distinguir unas débiles luces en la oscuridad reinante: eran las
antorchas del templo mayor de Chalco. Las luces se encontraban un poco al sur de
su posición, que era exactamente lo que se había propuesto, ya que prefería
desembarcar en despoblado que hacerlo en los atracaderos de la explanada del
templo, donde seguramente levantarían sospechas innecesarias.
Por otro lado, en el calpulli situado más al norte de Chalco vivía un hermano de su
padre, a quien había pensado acudir en busca de refugio y alimento, porque en un
nemontemi las posadas del camino raramente recibían huéspedes, desconfiando de
cualquier viajero que acudiera a su puerta pensando que les traería malos augurios.
Siguió remando hacia un pequeño promontorio que se dibujaba tenuemente frente a
ellos, hasta que sintió el roce de la arena en el fondo del acalli. Entonces brincó por
la borda y empujó la embarcación hacia tierra firme. Como lo esperaba, en esta
zona el suelo era compacto y no pantanoso como en otros lugares, lo que facilitaría
el desembarco. Una vez que aseguró el lanchón, regresó a bordo para ayudar a su
mujer a bajar.
Nahui roncaba suavemente con el itzcuintli acurrucado en su regazo, y se sobresaltó
cuando sintió el contacto de la mano de Chicome en su rostro.
-¿Llegamos?-, preguntó somnolienta.
-Si. Debemos apurarnos, para entrar al pueblo antes de que salga el sol. Así no
sospecharán de nosotros.
-Pero, ¿Dónde estamos? No veo casas ni camino-, contestó levantándose.
-Estamos como a una larga carrera de distancia. No podemos llegar directo al
teocalli, a menos que quieras que nos sacrifiquen a Tezcatlilpoca.
Cada uno de ellos agarró una manta y a un bebé, y se repartieron el resto del
precario equipaje, bajando luego a tierra.
La playa era de arena gruesa, característica que le daba nombre a toda la zona, y
casi totalmente desprovista de vegetación. Se dirigieron al interior, ya que el
promontorio rocoso se internaba en el lago impidiéndoles el paso. Poco más
adelante, encontraron un sendero que iba en dirección al poblado, rodeando el
peñón por el oriente. Caminaron pesadamente y en silencio, rumiando cada uno sus
penas a pesar de que el itzcuintli trataba de animarlos con saltos, carreras y
ocasionales ladridos.
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Al llegar a la cima de una pequeña colina, apareció Chalco a sus pies. El altépetl
estaba todavía a obscuras, y solamente unas cuantas antorchas indicaban el
trazado de la calle principal. El lugar estaba totalmente desierto, y sus pasos
levantaban ecos en los parapetos de la calzada. Chicome se enfiló decidido hacia
una calle lateral.
-Espera, Chicome. Creo que ahí hay una posada-, le dijo Nahui.
-No nos van a recibir. Recuerda qué día es hoy.
-¿Entonces qué vamos a hacer?
-Iremos a casa del hermano de mi padre, que vive cerca de aquí.
-Ah!
Siguieron caminando durante varios minutos, mientras la luz del amanecer inundaba
el ambiente; no obstante, la calle seguía totalmente desierta y silenciosa, a pesar de
que ambos jóvenes estaban convencidos de que los aldeanos les miraban pasar con
recelo desde el interior de sus casas. Hasta el itzcuintli husmeaba el aire con
nerviosismo, y caminaba pegado a los pies de sus nuevos amigos.
Finalmente, Chicome se detuvo frente a una casa de cantera, en medio de un
pequeño prado bien cuidado y sembrado con abundantes flores, rodeado de un seto
de arbustos espinosos.
-¡Niltze, Pianincalicteotl (hola, dios-guarde-esta-casa)!-, saludó.
Como nadie
respondió, añadió: -Busco a Macuilli Ácatl.
Escucharon claramente el rumor de pasos que se acercaban al portón de la casa.
-¿Quién le busca?-, preguntó bruscamente una voz masculina.
-Chicome Atl, hijo de Ome Técpatl.
-¿De dónde viene?
-Del tepancalli de Culhuacán-, contestó pacientemente.
La puerta se abrió lentamente. En el umbral apareció un hombre cuyas facciones
eran las del fallecido calpixqui. Su adusta expresión apenas cambió al reconocer a
su sobrino.
-¡Por los dioses!-, murmuró Nahui impresionada al verlo. – ¡Mi suegro!
-Ximopanolti, muchacho. ¿Qué te trae por aquí?- preguntó Macuilli Ácatl ignorando
el impertinente comentario de Nahui y franqueando de mala gana la entrada a
Chicome, que como lo exigían las costumbres pasó al interior antes de agregar:
-Tío Macuilli, pongo a tus pies a mi esposa, Nahui Quiáhuitl.
-Ximopanolti, mujer-, exclamó el aludido dirigiéndose a la muchacha.
-Icxitlantzinco, mi señor-, contestó ella con propiedad haciendo el tlalcualiztli, el
gesto de besar la tierra acostumbrado en aquellas épocas.
Satisfecho con las presentaciones, el tío permitió el paso a Nahui, que entró a la
estancia no sin antes dejar sus zapatillas en la puerta.
El recinto era mas bien pequeño pero acogedor, con varios cojines de vivos colores,
un par de sillas bajas tejidas con tosca fibra y dos mesas bajas adornadas con
jarrones de cerámica de Tlalpan, coronados de flores de la laguna que, si bien no
eran del día, aún despedían un suave aroma; todo ello sobre una estera de fibra
bordada con hilaza de algodón teñida, que representaba una escena lacustre. La
habitación comunicaba al interior de la vivienda por una sola entrada, que estaba
cerrada por una pesada cortina de material ordinario.
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Sin recibir su manto, el anfitrión invitó con un gesto a su sobrino a sentarse en una
icpalli, ocupando él la otra, mientras Nahui permaneció de pie en una esquina, ya
que no se le ofreció asiento. Estos detalles significaban claramente que, a pesar de
las cortesías de rigor, no eran bienvenidos en esa casa.
-¿Cómo está mi hermano, el calpixtzin?-, preguntó Macuilli Ácatl con mal disimulada
ironía.
-Mi padre, el noble Ome Técpatl, ha muerto-, contestó Chicome, con un gesto de
dolor en el rostro.
-¿Muerto? ¿Cómo es posible?-. Macuilli, impactado por la noticia, hizo la seña
contra la mala suerte.
-Anoche hubo un atentado en Culhuacán. Asesinaron a Mixcoatzin, y también
mataron a mi padre. Venimos huyendo del palacio en llamas, y llegamos aquí
confiando que nos des cobijo.
-Imposible. Tú sabes bien que si te recibo ahora voy a traer desgracias a mi familia.
Además son fugitivos, y eso traería más problemas.
-¿Es tu última palabra? Mira que ni siquiera has ofrecido asiento a mi mujer.
-Lo siento-, dijo el tío levantándose. –Deben irse.
Chicome permaneció sentado, mirando fijamente a su pariente mientras empuñaba
su maquiáhuitl. Por un momento, pensó que podía obligarlo a que los recibiera, pero
comprendió que sería inútil, ya que a la primera oportunidad serían agredidos o
denunciados. Además, cargaba un bebé a la espalda, lo que dificultaba cualquier
maniobra.
Por su parte, al ver que su sobrino acariciaba la idea de usar su arma contra él,
Macuilli se lamentaba haber sido tan brusco, por lo que añadió:
-Pero si en alguna otra cosa puedo ayudarlos...
-Es inútil. Nunca pensé que tenía por pariente a un cobarde-. Chicome se levantó y
puso su espadón al cuello del otro. –Mira que si se te ocurre alguna idea contra
nosotros, regresaré por ti, y usaré esto, de lado a lado.
-¿Cómo te atreves a amenazarme, y en mi propia casa?
-No lo veas como amenaza, tómalo mejor como un consejo; es bueno para tu saludreplicó, y dirigiéndose a Nahui añadió: -Vamos, mujer.
La muchacha recogió su itácatl y se acercó a la puerta. Su expresión denotaba una
mezcla de tristeza y decepción.
-Gracias por nada, mi señor.- dijo empujando la puerta y saliendo al exterior. Su
marido iba tras ella sin decir palabra. El itzcuintli salió a su encuentro en el prado,
saltando de gusto; pero notando la pesadumbre de ambos optó por seguirlos sin
jugar.
Un sol resplandeciente asomaba sobre la sierra, aunque apenas conseguía tibiar un
poco el ambiente. Se encaminaron en silencio hacia el centro de Chalco, pero poco
mas adelante torcieron hacia oriente por una calle lateral, para no arriesgarse a
cruzar por la calzada principal. Una vez fuera del pueblo, Nahui preguntó:
-Y ahora, ¿Qué vamos a hacer?
-Primero necesitamos buscar un lugar seguro para acampar. Vamos a descansar,
atender a los niños y comer algo, y luego decidiremos a dónde ir.
-¿Dónde vamos a encontrar un lugar seguro? Aquí sólo veo arenales, y algunos
mezquites.
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-Debemos ir rumbo a Amecamecan, en la falda del volcán. Ahí encontraremos caza
y refugio.
-¿No es muy lejos?
-Como a medio día de marcha.
-Pero los bebés no van a aguantar tanto sin comer. Es más, no creo que camine
mucho el sol antes de que tengamos que pararnos.
-Lo sé. Pero no se me ocurre nada mejor. Vamos hasta donde podamos, y que los
dioses nos socorran.
Habían llegado a la cima de una colina, y al asomar al otro lado encontraron un
paisaje diferente.
-¡Mira, Chicome! ¡Qué bonito está aquí!-, exclamó Nahui emocionada.
-Si, mujer. Parece que los dioses nos escucharon.
El perrito se acercó, alertado por el cambio en la expresión de los esposos. Miró el
valle y saltó encantado, echando a correr hacia el pastizal.
A partir de ese punto, la ladera descendía suavemente hasta el pie de la sierra que
coronaban la grácil mujer dormida y su imponente compañero, con su elegante
penacho de humo. Alternaban en ella campos sembrados de maíz y otras
variedades comestibles con pequeños racimos de árboles, todo ello surcado por
caminos que tejían una complicada red, desiertos a pesar de la hora porque la gente
temía ofender a los dioses al salir a trabajar el campo en estas fechas. A cierta
distancia, un cordón arbolado mostraba el recorrido de un río, que podía ofrecerles
el refugio que tanto necesitaban. La tenue niebla matutina levantaba rápidamente
su manto al calor de los primeros rayos del sol.
– Vamos hacia allá, que debe haber agua. Ahí podremos hacer un campamento y
atender a los niños. Creo que algo se le rompió a Quetzalli, porque huele peor que
los espíritus descarnados de Mictlán.
-Si, ya me di cuenta. ¿Por qué crees que no me acerco a ti? –dijo ella, en tono de
chanza que a Chicome no le hizo mucha gracia.
Con nuevos ánimos, Chicome y Nahui se encaminaron hacia el arroyo. El suave
aroma de las bien cuidadas siembras y la brillante luz del amanecer se combinaban
con el bullicio de parvadas de aves que levantaban el vuelo a su paso, como peces
en un inmenso y transparente mar de aire.
-¡Qué raro es ese niño! –dijo de pronto Chicome sin razón aparente.
-¿Por qué?
-Míralo. Ahí lo llevas cargado, y desde hace tiempo va despierto, mirándolo todo con
grandes ojos; pero no llora ni se mueve. Parece un xólotl, un muñeco de trapo.
Debería estar gritando de hambre, y sin embargo…
-¿Está despierto? No puedo creerlo. Ya se me hacía raro que siguiera dormido,
porque hace rato que le tocaba comer.
Nahui se detuvo a desanudar su rebozo y abrazó al príncipe, haciéndole caricias en
la mejilla, junto a la boca. El pequeño le miró a los ojos con intensidad, pero no
intentó chupar el dedo de su nana, como ella esperaba.
-Sí que es raro el pipiltzin. Muere de hambre, pero no pide; espera a ser atendido.
-Tendrá que esperar a que lleguemos al río. No podemos detenernos aquí.
-Pero está muy lejos. Nos vamos a tardar mucho, y el niño no va a aguantar.
-Entonces que llore.
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-No seas así. Solo me tardo unos minutos.
-¿Y que me dices de tu hija?
-Bueno, puedes aprovechar para cambiarla.
-Ni lo sueñes. Ese es tu trabajo.
-Oye, bien sabes que no puedo sola. Puedes usar tus manos para ayudarme, pero
no creo que puedas darle pecho al bebé, por mas que quieras.- Una sonrisa
socarrona asomó a su boca al decir esto, y se tornó en carcajada al ver la reacción
de su marido. -Así que te toca atender a Quetzalli.
-Yo no la voy a cambiar. Has de querer verme descompuesto. Además no va con
mi papel de guerrero: mi trabajo es guiarlos y cuidarlos, no hacer de niñera. Eso te
toca a ti.
-Y ya hasta te enojaste, ¿verdad? Anda, vamos a esos árboles y ayúdame con
ellos.
Chicome siguió a su mujer de mala gana, profiriendo una letanía de quejas y
amenazas que ni venían al caso. Llegaron al pie de un robusto abeto. Nahui se
sentó en una roca, se levantó el huipil y ofreció un sabroso pezón al niño, que lo
recibió de inmediato, chupándolo con avidez.
-Eso es, chiquito. Come todo lo que quieras. Y tu, mi querido marido, deja de
rezongar y comienza a limpiar a tu pequeña.
-Ya te dije que no la voy a limpiar…
1 04 Michatonalco
Tras la amarga experiencia que tuvieron en Chalco con el desaire del tío de
Chicome, no les quedó otro remedio que seguir su camino. Afortunadamente, más
allá de esa población la trabajada campiña resultaba mucho más amable para el
viajero que la áspera ribera del lago, lo que les permitió seguir su jornada sin resentir
demasiado el agotamiento de las últimas horas.
Chicome había estado tercamente enfurruñado desde que tuvo que atender a
Quetzalli, y más cuando se vio obligado a cargar con la ropa sucia, que no podían
darse el lujo de tirar, pero que olía terriblemente a pesar de que Nahui la talló con
tierra para disimular lo mas posible el hedor. Se quejaba de todo y buscaba
cualquier pretexto para echarle pleito a su mujer. Pero ella caminaba en un
prudente silencio, aunque por dentro se reía de los frecuentes accesos de ira de su
cónyuge.
El que no tuvo tanta suerte fue el itzcuintli, que en cuanto pasó cerca del ofendido
marido recibió una patada que le envió rodando varios largos, en medio de una
catarata de insultos. Pero el animalito estaba decidido a adoptarlos como amos, y a
pesar del maltrato siguió a su lado, renqueando un poco pero confortado por las
caricias de Nahui, que de inmediato lo defendió de las agresiones del furioso
Chicome.
Finalmente, habían llegado a la corriente que se divisaba al pie de los majestuosos
volcanes que coronaban el valle; éste resultó ser un pequeño arroyo de agua de
deshielo. Un poco mas adelante llegaron a un paraje donde unos grandes sauces
crecían a la orilla del agua, y decidieron que acamparían en ese lugar, aunque
fueran apenas las primeras horas de la tarde. Después de todo, habían pasado la
20
noche prácticamente en vela y necesitaban recuperar fuerzas para poder seguir su
camino al día siguiente.
Mientras Chicome se internaba en el monte acompañado del perrito para buscar
algo que comer, Nahui se dedicó a levantar un sencillo campamento con ramas y
follaje. A continuación encendió un pequeño fuego donde puso a calentar agua del
arroyo, mientras lavaba cuidadosamente la ropa sucia y maloliente que traían desde
Chalco, extendiéndola al tibio sol vespertino sobre unas rocas cercanas. En
seguida, lavó cuidadosamente a los bebés con agua tibia, y los amamantó hasta
dejarlos plácidamente dormidos en el interior de su improvisado refugio.
En eso estaba cuando llegó Chicome con dos robustos conejos que había cazado
con el lanza dardos, y de inmediato se puso a pelar a los animales con su cuchillo de
obsidiana, troceándolos y atravesándolos en una vara acompañados con generosas
rebanadas de chilli y manojos de hierbas de olor silvestres que recogió en el camino,
para condimentarlos adecuadamente; así preparados, los puso a asar directamente
en la fogata mientras el itzcuintli cobraba una justa recompensa por su ayuda en la
cacería, y se daba un festín con los restos.
El delicioso aroma de la carne fuertemente condimentada pronto invadió el aire,
haciendo que ambos esposos se fueran sobre la comida como una hambrienta
águila caería sobre su descuidada presa, y junto con el perrito la devoraron casi con
desesperación, hasta saciar su voraz apetito.
El cansancio y la abundante comida cobraron factura en ellos, ya que tan pronto
como llenaron sus estómagos comenzaron a bostezar, por lo que decidieron ir a
dormir sin más.
En las profundidades de su sueño Nahui intuyó, más que sentir, un ligero
movimiento a su lado. Se enderezó rápidamente y oteó a su alrededor, tratando de
penetrar la oscuridad; pero necesitó de varios segundos para adaptarse a la escasa
luz de luna que penetraba la enramada que les cubría. Un par de brillantes ojos le
miraban desde el interior de un envoltorio a su lado.
-Topilli, estás despierto-, le dijo al pequeño mientras lo cargaba. -Que raro eres,
chiquito. Deberías aprender a llorar para avisar.
Le acarició una mejilla y el bebé trató de chuparle el dedo, por lo que se levantó el
huipil para amamantarlo.
Mientras el pequeño príncipe comía, ella se asomó al despejado cielo nocturno. A
pesar de que la geografía del lugar era desconocida para ella, y por lo tanto no tenía
puntos de referencia para un cálculo preciso de la hora, la posición de las estrellas le
decía que debían estar cerca de la salida del sol, con el que llegaría otro día lleno de
incertidumbre.
Por otro lado, los insomnes pensamientos de Chicome iban en el mismo sentido.
Despierto desde hacía largo rato, reflexionaba acerca de su precaria situación. No
tenían nada, ni sabían a dónde ir, ni qué hacer. Pero algo era seguro: Matlacoatzin
no iba a dejar vivo a nadie que hubiera estado relacionado con Mixcóatl. Por
ejemplo sus sirvientes más cercanos. Pero sobre todo sus descendientes. Y en
primer lugar su heredero.
-Nahui…
La voz de Chicome sobresaltó a la muchacha, pero ella se repuso rápidamente.
21
-Buenos días, marido.
-Buenos días. Ya va a amanecer. Y es el primer día del xiuhpohualli, el año solar.
-Si, lo sé. Lo que no sé es qué vamos a hacer.
-Yo estaba pensando lo mismo.
-Y, ¿qué decidiste?-, preguntó ella sin poder contener su ansiedad.
-Para empezar, es obvio que debemos buscar algún lugar donde estemos seguros-,
explicó él. -Necesitamos comer y descansar.
-¿Qué tal si regresamos al camino y buscamos una posada rumbo a Cuauhtlán?-,
sugirió ella.
-No creo que esa sea una buena idea. Podríamos encontrarnos con guerreros
culhuas, y estaríamos sentenciados.
-Pero en estos lugares tan solitarios podemos encontrarnos con ladrones.
-Es cierto; pero prefiero enfrentarme a una banda de vulgares ladrones, por muy
sanguinarios que sean, que a un piquete de guerreros con órdenes de ejecutarnos.
Nahui quedó en silencio, rumiando las poco alentadoras palabras de su marido. Al
fin concluyó:
-Pues a mí no me gusta ninguna de las dos opciones.
-A mi tampoco. Pero así están las cosas.
-¿Entonces qué vamos a hacer?
-Nuestra mejor posibilidad es ir a Xochicalco, para entregar al niño a la familia de
Ximalámatl. Si todo sale bien, tal vez podamos quedarnos a vivir allá.
-De acuerdo. Pero Xochicalco está muy lejos. Cuando menos a tres días de aquí,
tomando en cuenta que los niños nos obligan a ir más despacio. Con lo que
traemos no vamos a aguantar tanto, tendremos que buscar una posada.
-Entiéndeme, mujer; buscar una posada por aquí es un suicidio. En estos momentos
todas las poblaciones hasta Cuauhtlán, que es la frontera con los dominios de
Xochicalco, deben estar alertadas del cuartelazo, y con instrucciones de buscar
fugitivos para acabar con ellos.
-¿Qué nos queda entonces?
Chicome hizo una pausa para ordenar sus ideas, y luego explicó:
-Tenemos que seguir lo mas rápido que podamos; pero lejos de los caminos, para
evitar encuentros desagradables. Lo mejor es caminar cerca del arroyo, al menos
mientras lleve la misma dirección que nosotros; así podremos tener agua disponible
sin necesidad de cargarla. Pero tampoco nos conviene ir muy cerca de él, sino por
el bosque, para tratar de pasar desapercibidos. Es más lento, pero más seguro.
Cuando lleguemos a las tierras bajas de Cuauhtlán veremos si podemos acercarnos
al camino y buscar una posada.
-Veo que ya pensaste en casi todo-, dijo Nahui.
-¿Casi?
-Hay algo que no se te ocurrió: resulta que traemos a dos bebés-, dijo Nahui
poniendo especial énfasis en la palabra “dos”. –Y, aunque mis senos, que como
puedes ver, son de muy buen tamaño…-, hizo una pausa como para lucirlos, aunque
inútil porque todavía estaba oscuro.
-Deliciosos, diría yo-, exclamó Chicome con un dejo de tristeza.
-…Y prohibidos para ti, mi querido marido-, dijo ella con una risita. –Decía que,
aunque grandes, no van a ser suficientes para llenar a los “dos” bebés. Eso significa
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que habrá que completar su dieta con atolli, y el que traemos no nos va a alcanzar.
Así que, tarde o temprano, vamos a tener que conseguir más.
-Humm… Bueno. Supongo que tendremos que acercarnos a algún pueblo. Pero
sólo uno de nosotros podrá ir a comprar, mientras el otro espera oculto en las
afueras con los niños.
-¿Y qué hay de la comida para nosotros? No sabes cuánto extraño una tortilla
calientita.
-Nuestra comida no es problema, aunque tengamos que vivir sin tlaxcaltin. Siempre
puedo cazar algo y, en el último caso, ahí tenemos al itzcuintli.
-¡Ah, no!-, exclamó Nahui enfadada. –A Chichicapilli no me lo tocas.
Al escuchar el nombre, el perrito se incorporó y se acercó a la muchacha moviendo
la cola. Ella lo acarició murmurándole palabras de cariño.
-¿Manchita?- , dijo Chicome sin poder reprimir una sonrisa. -¿Ya hasta nombre le
pusiste?
-¡Claro que sí! Se quedará a vivir con nosotros.
-Y tiene más suerte que yo. A él lo acaricias y a mi ni caso me haces.
-Pronto llegará tu hora, esposo mío.
Dos lunas antes del nacimiento de Quetzalli, las relaciones íntimas de la pareja
habían tenido que dejarse de lado, ya que como todo mundo sabía, la criatura podía
sufrir graves daños si su madre tenía cualquier excitación sexual. Y después del
parto, su leche se amargaría si tenía relaciones antes de otras tres lunas. Eso era
mucho tiempo, sobre todo para un varón joven y ávido de sexo como Chicome.
Aproximadamente una luna después del parto, Chicome insinuó a Nahui sobre sus
necesidades y ella, sintiéndose culpable, accedió a ciertos avances, pero sin permitir
el coito. En cambio, se dedicó a manipular su tepolli hasta provocarle una explosiva
y abundante eyaculación, que no hizo mas que aumentar las urgencias sexuales de
Chicome; pero el llanto de la bebé reclamando la atención de su madre le obligó a
calmarse.
Al día siguiente, Quetzalli había amanecido con algo de fiebre y diarrea, y Nahui le
reclamó airadamente a Chicome que, gracias a sus exigencias de sexo, la escenita
de la noche anterior debió haberle amargado la leche. Apenado, él tuvo que ceder y
resignarse a pasar otra temporada sin gozar a su mujer, contentándose con soñar y
jugar a solas.
De eso hacía ya… ¿Cuánto tiempo? Más de una luna. Y por fin hoy, ella daba
muestras de querer dejar atrás la cuarentena.
La difusa luz del amanecer enmarcaba la silueta de Nahui, que limpiaba sus senos
luego de amamantar al principito. Al percatarse de la mirada fija de Chicome, le
sonrió seductoramente, pero cubriéndose con su huipil, le dijo:
-Te prometo que será pronto.
Enfadado por la nueva evasiva de su mujer, Chicome iba a reclamarle, pero
Quetzalli había despertado y, para evitar que le volvieran a endilgar la tarea de
limpiarla, mejor se levantó diciendo:
-Voy a avivar el fuego, y a ver qué vamos a desayunar.
-¡No huyas, cobarde! ¡Ayúdame con la niña!-, oyó que le decía su mujer, pero él
apuró el paso en dirección al río:
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-Creo que oí ruidos en el arroyo. A lo mejor es algo de caza…
Cuando Nahui salió de la enramada, después de atender a Quetzalli y dejar a ambos
niños dormidos, encontró a su marido muy afanado en el fogón. Un aroma dulzón
llenaba el ambiente, y de inmediato sintió un retortijón de hambre.
-Preparé un té de hierbas. ¿Te sirvo un tazón?-, preguntó solícito Chicome.
-Si, gracias-, contestó ella. -¿Qué otra cosa vamos a desayunar?
-¡Ah!, es una de mis especialidades: chichicanácatl con nopales asados. Está
delicioso.
-¿Carne manchada? ¿Qué es eso?
-Pues la carne de un molesto animalito que me encontré por aquí.
Nahui se quedó pensativa, hasta que de repente entendió a quién se refería él.
-¿Mataste a Chichicapilli, infeliz?-. Una oleada de furia le subió al rostro, mientras
dos gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas. Estaba tan enojada, que se le fue
encima con la intención de golpearlo, pero en eso llegó corriendo el itzcuintli,
alertado por los gritos de su ama. El cambio en la expresión de la muchacha al ver a
su mascota, pasando de la ira al asombro, y luego al desconcierto, resultó tan
cómico que Chicome soltó una sonora carcajada.
-¡Vamos, mujer!-, le dijo entre risas. -Hay que comer rápido, porque hoy nos espera
una jornada muy larga.
Terminaron de almorzar y levantaron el campamento, para continuar su marcha. Tal
como había sugerido Chicome, se dirigieron al sur paralelos al arroyo, pero alejados
de él. Durante la mañana, el camino fue bastante benigno, ya que solo había
pequeñas ondulaciones en un terreno con un bosque ralo.
Hacia mediodía, apareció ante ellos un puerto de montaña algo más alto, pero en
vez de atacarlo, Chicome decidió que era mejor seguir paralelos al curso del arroyo,
ya que éste debería reconocer su camino en una dirección que, aunque les llevaría a
dar un rodeo, era la que les interesaba.
Eran las primeras horas de la tarde cuando, al alcanzar la cima de una ligera
elevación, se abrió ante ellos un hermoso panorama: el extenso valle de
Cuauhnáhuac se abría a sus pies, con todo el esplendor de sus ríos, sus selvas, y
por supuesto, los centros ceremoniales de Cuauhtlán y, allá en la lejanía, la
impresionante fortaleza de Xochicalco.
Sin embargo, el valle de Cuauhnáhuac estaba a mucha menor altura sobre el nivel
del mar que la meseta de Anáhuac, lo que les obligaría a bajar la escarpada sierra
que dividía a ambos. En ese punto, el arroyo caía en cascada a una hondonada
muy difícil de cruzar para ellos, por lo que no tendrían mas remedio que separarse
de su cauce y aventurarse por los ahora espesos bosques que tenían a sus pies.
Una vez que se aprovisionaron de agua en el arroyo, iniciaron el descenso de la
serranía, con la esperanza de llegar a un lugar menos abrupto, de preferencia cerca
de algún pueblo, antes del anochecer. Pero la marcha era lenta y penosa, por lo
que tuvieron que detenerse a acampar en despoblado, en una ladera que sólo
estaba protegida de los fuertes vientos por un bosquecillo de pinos y abetos. El
intenso frío no le permitió a Nahui atender adecuadamente a los bebés, que
estuvieron inquietos y llorosos toda la noche, y no dejaron pegar el ojo a los jóvenes
esposos. Por eso, apenas comenzó a despuntar el alba, levantaron su campamento
y reiniciaron la marcha, sin pensar siquiera en comer algo.
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-Ahora sí que vamos a tener que llegar a una posada-, dijo Nahui, a lo que Chicome
sólo contestó con un gruñido.
Caminaron toda la mañana, deteniéndose solo el tiempo necesario para atender a
los niños y comer sin ganas la chichicanácatl que habían guardado el día anterior,
mientras el clima pasaba del frío de las montañas al calor sofocante del valle.
Ya para medio día, al dar la vuelta a un enorme peñasco, se encontraron con el
arroyo que, después de un acelerado descenso, había dejado atrás el barranco que
había obligado a los esposos a alejarse de él, y ahora corría por una suave
pendiente hacia el fondo del valle. Contentos por haberlo reencontrado, como si
hubiera sido un viejo amigo, decidieron hacer un alto para refrescarse en sus
cristalinas, y ahora tibias aguas.
A partir de ese momento, decidieron hacer a un lado sus precauciones, y
reemprendieron la marcha vadeando la corriente, sin alejarse demasiado de ella,
hasta que llegaron a un nuevo obstáculo que les obligó a dar otro rodeo. Poco
después se encontraron en la cima de otra depresión, alcanzando a divisar entre la
tupida vegetación un espejo de agua en el fondo, que parecía muy grande para
haberse formado con la escasa corriente del río.
-¿Ya viste, Nahui? Parece que llegamos a otro río.
-Ajá- contestó ella sin mucho interés.
-Bajemos a ver de qué se trata.
Poco más adelante encontraron un sendero que iba en esa dirección. Pero el
descenso se complicó al adentrarse en la enmarañada jungla, obligando a Chicome
a usar su maquiáhuitl para abrirse paso. Tan pronto como pasaban, el espeso
follaje se cerraba de nuevo, manteniéndolos encerrados en un manto de oscuridad,
a pesar de la hora.
-Chicome-, dijo Nahui con preocupación. -¿Tienes idea de hacia dónde vamos?
-¡Claro, mujer!-, mintió él, jadeando por el esfuerzo. –Ya casi llegamos al agua, ¿la
escuchas?
-Yo sólo oigo ruidos como de alimañas, que nos han de estar asechando para
atacarnos.
-¿Alimañas que nos ataquen? ¿Cómo cuáles?
-¿Qué te parece un océlotl? ¿O una cóatl?
-Un jaguar o una víbora quedarían tan atrapados como nosotros en esta maraña.
Preocúpate más bien por una araña o un alacrán. De esos si hay muchos por aquí.
-¿Qué dices?-, siseó ella aterrorizada.
-Pero no te preocupes, que no son gran cosa. La mayoría de ellos solamente te
hacen una roncha gigante y muy dolorosa, que cuando mucho te paraliza el lugar
hasta que la piel empieza a caerse en pedazos, podrida con la ponzoña del bicho.
Claro que también hay otros que te matan en unos cuantos minutos, con dolores
insoportables, mareos y vómito hasta que te secas…
-¡Ya cállate!-, gritó ella con desesperación. Sentía como si legiones enteras de
alimañas caminaran por su piel, devorando cada pedazo limpio de carne que
encontraran a su paso, cuando vio la sonrisa burlona de su marido.
-¡Ayo!-, gritó, señalándolo con un dedo tembloroso. -¡Traes una enorme tlazoltócatl
en la espalda!
Al oír esto, Chicome pegó un brinco descomunal, que le llevó a golpearse con fuerza
en una gruesa rama que había arriba de su cabeza. Pero, lejos de acusar el golpe,
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siguió retorciéndose para deshacerse de la tarántula… hasta que se fijó en Nahui, y
se quedó muy quieto.
-¿De qué te ríes?
-De ti, mi querido marido. Caíste en tu propia broma.
-¡Qué graciosa!-, gruñó Chicome dándole la espalda. Le pareció escuchar una risita
ahogada cuando se llevó la mano a la cabeza, donde un enorme chichón señalaba
con precisión el lugar donde se golpeó con la rama, y volteó furioso, dispuesto a
desquitar con ella su coraje.
Pero Nahui ya no lo miraba a él, sino hacia la muralla vegetal que había al frente.
-¡Mira! Parece que se aclara allá adelante…
Un nuevo golpe de la maquiáhuitl descubrió un enorme hueco en la jungla, dando
paso a un haz de cegadora luz. El arroyo que tanto tiempo habían seguido, cantaba
alegremente mientras bajaba dando saltitos por la hondonada frente a ellos, para
terminar su carrera en una amplia y sombreada poza, formada en una curva del
manso río de aguas tibias al que finalmente desembocaba. El lugar era un auténtico
trozo del paraíso, rodeado de lujuriosa vegetación, con abundantes flores
multicolores y plantas de grandes hojas, propias de climas mucho mas agradables
que el frío y seco que imperaba en el valle, todo a la deliciosa sombra de árboles de
frondosas copas, con frutos carnosos de vivo color, que llenaban el aire con su
aroma dulzón; y una pequeña playa arenosa en el margen interior de la hoya, lista
para ser disfrutada por las sensibles plantas de los pies desnudos. Después de las
agotadoras jornadas que habían tenido, a Nahui le pareció como un premio que era
preciso disfrutar al máximo.
Con un grito casi salvaje, Chicome se desprendió del payotl en el que llevaba a
Quetzalli, y corrió como un poseído hasta zambullirse en el agua, seguido de cerca
por el itzcuintli. En cuanto salió a flote, empezó a aventar agua en dirección a su
mujer, que también se había desprendido de su rebozo y se disponía a entrar a la
poza. Una vez adentro del agua, ambos retozaron como niños, para terminar
besándose con desesperación, unidos en un fuerte abrazo, hasta que un estridente
grito infantil los devolvió bruscamente a la realidad.
-Parece que me llaman-, dijo Nahui separándose suavemente del abrazo de su
marido.
-¿Otra vez? Pero qué niño tan molesto e inoportuno-, observó Chicome de mala
gana.
-No es el niño, mi amor. Es tu Plumita- contestó ella, que ya iba hacia la orilla.
Nahui se dispuso a atender a los niños, mientras Chicome nadaba furiosamente de
un extremo a otro de la poza, tratando de controlar su disgusto por la nueva evasiva
de su mujer.
Ya más calmado, salió del agua y se puso a recorrer el área, para familiarizarse con
ella y buscar el mejor lugar para levantar su campamento. En un extremo de la
suave ladera de hierba por donde habían llegado, justo donde la jungla daba paso a
una escarpada pared de roca, encontró varias cuevas de diversos tamaños, y se
dedicó a escoger y acondicionar una de ellas, barriendo el suelo con un atado de
ramas y revisando las paredes y el techo de la cueva para limpiarlas de insectos y
otras alimañas que pudieran molestarlos, a ellos o a los bebés.
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Mientras tanto, Nahui había terminado con los niños y se puso a lavar la ropa sucia,
y tenderla al sol en unos matorrales cercanos. Luego siguió con las mantas, pero
sucedió que al tratar de sacar una de ellas del agua para ponerla a secar, saltó hacia
atrás con un grito que alarmó a Chicome.
-¿Qué te pasa, mujer?-, le reprochó éste con acritud cuando llegó corriendo a su
lado.
-¡Mira!-, gritó ella histérica. Con la cara contorsionada por el miedo señalaba
temblorosamente la tela que flotaba en el agua. -¡Los demonios se apoderaron de la
manta!
-¿Qué dices...?-. Preocupado por la reacción de su mujer, Chicome se acercó a ella
y siguió con la mirada la dirección de su dedo. Efectivamente, entre los pliegues de
la cobija que flotaba en el agua, algo se retorcía violentamente. Al percatarse de lo
que se trataba, lanzó una sonora risotada.
-¡Felicidades, mujer!-, exclamó entre carcajadas. -¡Acabas de conseguir nuestra
cena!
-¿¿Qué??- dijo ella, sorprendida por la risa burlona de su marido; su expresión pasó
del miedo al enojo en un instante. -¿Estás loco?
-Claro que no. ¡Fíjate bien!
Entrando al agua, Chicome agarró la manta y tiró de ella con cuidado hacia la orilla,
sacándola finalmente. Sacó su cuchillo, y liberó uno de los palpitantes cuerpos de la
tela, dándole un tajo con mano experta. Complacido, extendió el brazo hacia su
mujer y le mostró lo que tenía en la mano: una cuéyatl de muy buen tamaño, que
agonizaba lentamente gracias a la enorme abertura practicada en su abdomen.
–Estamos de suerte, hoy nos vamos a dar un banquete. Y no es sólo una, sino tres.
Muy complacida con la noticia, Nahui se dispuso a preparar fuego para guisar los
animales. Esta variedad de ranas era uno de los platillos favoritos de la pareja, y
aunque no disponían de los condimentos necesarios, seguramente quedarían muy
sabrosas aderezadas con algunas hierbas silvestres, que Chicome se dio a la tarea
de recolectar.
-La cena huele deliciosa-, comentó Nahui tiempo después.
-Es todo un manjar que nos regala Michatonalco.
-¿”Suerte de pescadores”?
-¡Claro! O, ¿ya se te olvidó cómo la conseguiste?
-He aquí un nombre extraño para un lugar tan hermoso.
-Ya casi esta lista la cena. ¿Tenemos algo para beber?
-Si. Traje algo de polvo de maíz para preparar atolli. También me encontré aquí
cerca unas hierbas para hacer un té, que podemos endulzar con miel de caña.
-¿Trajiste chocólatl?
-No; traigo almendras de cacao, pero no están molidas. Además, es todo lo que
tenemos, y vamos a tener que comprar muchas cosas.
-Está bien. Prepara atolli.
Ambos comieron despacio, saboreando la tierna carne delicadamente
condimentada. Al terminar, Chicome se quedó pensativo mirando el fuego. En las
últimas horas habían sido muy descuidados, y cabía la posibilidad de que gente
hostil los hubiera ubicado, por lo que tenían que tomar medidas para prevenir un
ataque sorpresivo.
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Volteó a ver a Nahui, dispuesto a exponerle sus dudas, pero se quedó mudo. Su
mujer estaba sentada de cara al tibio sol con el torso desnudo, limpiando
cuidadosamente sus enormes chichihualtin morenos con una suave tela de algodón,
mientras sus obscuros pezones reaccionaban furiosamente al contacto. Sintiendo
encima los ojos de Chicome, Nahui le miró y sonrió seductoramente.
-¡Qué hermosa vista!- atinó a decir él.
-¿Te gusta?
-Pero claro. ¿Cómo no iba a gustarme? Y mas después de tanto tiempo…
Con un último guiño, Nahui echó atrás la cabeza cerrando los ojos. El paño seguía
masajeando los turgentes senos, pero su otra mano empezó a recorrer su abdomen,
bajando poco a poco hasta el ombligo. Acariciándose lentamente la piel. Un poco
mas abajo…
Una violenta erección deformó el máxtlatl de Chicome, que empezó a jadear con
fuerza. Nahui terminó por recostarse en la hierba, entreabriendo los ojos y lamiendo
sus carnosos labios con la punta de su húmeda y rojiza lengua. Apartó su falda con
un atrevido movimiento de la pierna para dejar al descubierto su húmeda tepilli y su
rosado zacapilli.
Sin poder reprimirse más, Chicome se arrancó el máxtlatl de un manotazo, y brincó a
su lado como un ágil océlotl armado de poderosa maquiáhuitl.
1 05 El nahualli del rey
Su profundo sueño fue poco a poco derivando en una deliciosa languidez, que Nahui
se dedicó a saborear con calma rodeada por el apretado abrazo de Chicome, quien
roncaba suavemente a su lado. La tenue claridad proveniente de la entrada de la
cueva que habían elegido como dormitorio le hizo ver que estaban muy cerca del
amanecer, pero todavía podía darse el lujo de permanecer acostada unos minutos
más, antes de levantarse para empezar otra incierta jornada. La noche anterior
habían decidido que permanecerían cuando menos todo ese día en “Michatonalco”,
el paradisíaco lugar donde habían acampado que, según recordó con una sonrisa,
su marido bautizó así por su afortunada pesca con las mantas.
El amor reciente le había parecido magnífico, sobre todo después de haber
esperado tanto tiempo, obligados por su maternidad. Con morbosa satisfacción, se
dedicó a recordar las candentes escenas que protagonizó con su marido. Empezó
con las impacientes caricias de Chicome, que pronto pasaron de las manos a la
lengua, y que llegaron hasta sus más íntimos rincones, haciendo que ella se
retorciera de placer hasta el momento en que, sin poder soportar más, le pidió entre
jadeos que la penetrara, llenando su mundo de un creciente gozo que rápidamente
la llevó a las más altas cumbres del éxtasis. Disfrutó de varios ahuiayoltin hasta que
él, con un gemido gutural, tuvo una portentosa tepolatiliztli, que coronó un ahuilnemi
memorable.
Con un residuo de remordimiento, recordó que se había adelantado varios días, tal
vez hasta media luna, al tiempo que el tícitl de palacio le había recomendado que
debía abstenerse de tener relaciones carnales después del nacimiento de Quetzalli.
Pero su naturaleza ardiente y sensual no había podido soportarlo más,
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especialmente después de tantas angustias como las que habían sufrido los últimos
días. Por su precipitación, seguramente se le amargaría la leche, y tendría que
alimentar a su bebé con puro atolli, provocando así para ella una pésima salud,
como le había recalcado el malencarado médico en su última visita.
-“¡Bueno!-, pensó alegremente. –Cuando menos estaré aquí para atender a mi niña,
mientras que él debe haber ido a su viaje florido en Mixquic”.
Entonces se acordó del pequeño Topilli, y una oleada de aflicción le invadió al darse
cuenta de que su egoísta precipitación le habría llevado a faltar seriamente a la
promesa que hizo a su amada Ximalámatl, de velar por el pequeño aún a costa de
su vida.
Su angustia subió de tono al recordar las palabras que su propia madre, en su lecho
de muerte, había dirigido a su padre, diciéndole que faltar a la palabra dada a un
moribundo le acarrearía las peores desgracias posibles, y que su nahualli le
perseguiría hasta que rectificara y cumpliera lo prometido. Lo malo era que, en este
caso, su falta era irremediable, ya que no había forma de restaurar la calidad de su
leche.
Con un espasmo de angustia en la boca del estómago, se incorporó soltándose
suavemente del abrazo de Chicome, quien con un murmullo incomprensible se dio la
vuelta y continuó con su serenata de ronquidos. Al levantarse, Nahui sintió un
escalofrío en la espalda que le hizo voltear aturdida y espantada, esperando
encontrarse con el fantasma de la joven reina reprochándole su irresponsabilidad.
Pero en vez de un espectro, se encontró con el conocido par de ojitos del príncipe
nonato, que como ya era su costumbre le miraban con intensidad desde el interior
de su envoltorio, esperando pacientemente que se acordara de él.
-¡Ay, chiquito! Qué susto me has sacado, Topilli-, le dijo en voz baja mientras lo
levantaba de su improvisada cuna de hojarasca.
Ya en brazos, el bebé comenzó a hacer ruiditos con la boca, dando a entender sin
lugar a dudas que era su hora de comer, y Nahui se lo acercó al pecho con temor,
atenta a cualquier señal de rechazo por parte del príncipe que confirmaría su
pecado.
Pero el pequeño empezó a comer sin dar ninguna muestra de descontento,
disfrutando de su alimento como siempre, y mirando a su nana a los ojos con
expresión de satisfacción, permitiéndole seguir con sus meditaciones, mientras
acariciaba distraídamente la mejilla del niño.
A lo mejor las recomendaciones de los médicos no siempre eran acertadas; en el
mejor de los casos, se cubrían astutamente las espaldas señalando tiempos
mayores a los necesarios para sus prescripciones, lo que quedaba demostrado con
la actitud totalmente normal de Topilli, a quien no parecían importar en absoluto su
desnudez ni el penetrante olor del amor reciente que exhalaban su piel y su húmedo
y pegajoso sexo.
Al parecer, por esta ocasión había salvado el cuello; pero quizá un poco de
prudencia no le vendría nada mal. Decidió que evitaría tener mas relaciones hasta
estar segura de los efectos que pudieran mostrarse en sus niños, aunque Chicome
gritara y se enojara. Estaba segura que así iba a suceder. Trataría de hacerlo
entender, pero sabía que él no se conformaría fácilmente y tendría que pelear.
Por cierto, y con perdón de los dioses, ella tampoco estaba muy dispuesta a seguir
absteniéndose: el matrimonio había despertado el ardor natural de su sangre
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costeña, y su necesidad de sexo era también apremiante. Ciertamente la
maternidad le había adormecido los sentidos, pero eso había quedado
definitivamente atrás, y ahora su naturaleza sensual pugnaba por regresar en todo
su esplendor.
Hasta el acto de mamar de Quetzalli, tan natural al principio, se había convertido en
un tormento que le subía la temperatura y le hacía jadear… “Y ahora no sólo la
niña, sino que también el príncipe… Qué niño tan precoz… Hay que ver la
delicadeza con que me toca los senos… y mira cómo se me endurecen los
pezones…“
El bebé había dejado de mamar al sentir el endurecimiento, y miraba fijamente a su
nana a los ojos con una curiosa expresión de incomodidad, lo que la hizo
avergonzarse aún más.
-“¡Pero qué cosas se me ocurren!”-, pensó ella sacudiendo la cabeza, como
queriendo alejar a sus demonios internos.
En un desesperado intento por controlar sus emociones, Nahui volvió a acariciar
suavemente la mejilla del niño, murmurándole palabras de cariño hasta que ambos
se tranquilizaron y él volvió a su interrumpido alimento.
Ya recuperada la calma, Nahui siguió mimando al pequeño alisando ahora sus
cabellos, cuando sintió que había algo entre las mantas. Hurgando en ellas
intrigada, Nahui se apresuró a sacar el misterioso objeto, que al principio confundió
con una de las navajas del cuchillo de Chicome, pero que luego reconoció como el
tlahuiztli real, que debió soltarse del escaso cabello del bebé. Por suerte había
quedado atrapado entre los pliegues del rebozo, porque de otra forma se hubiera
extraviado irremediablemente.
Con el amuleto en la palma de la mano, se acomodó para poder admirarlo a la luz
del amanecer. Se trataba de una pieza circular de poco menos de un dedo de
diámetro, que representaba a una serpiente de fiero aspecto cuyo cuerpo lucía
tantas plumas como escamas. Hecha del oro más puro, lo que se podía adivinar sin
ser un experto joyero gracias a los magníficos destellos que emitía aún con tan poca
iluminación, estaba exquisitamente tallada hasta en sus más finos detalles, con
incrustaciones de esmeraldas por ojos, de rubíes en su bífida lengua, y de brillantes
en sus feroces colmillos. Sus escamas eran pedacitos de nácar minuciosamente
acomodados para semejar la piel de ese animal, alternadas con plumas reales de
colibrí, tan pequeñas y delgadas como pestañas pero de hermosos colores
iridiscentes, que cubrían a la bestia con un manto digno de un gran señor. Toda la
figura estaba coronada por un magnífico penacho en miniatura, hecho de finas
plumas de quetzal, formando una soberbia explosión de colores hábilmente
contrastados.
Era una pieza de una belleza que ella nunca había visto, a pesar de que tuvo en sus
manos las espléndidas alhajas de Ximalámatl, que eran muchas y costosas. Toda la
joyería que conocía era de tosco tallado, característico de toda esa región desde la
costa de los ulmécatl donde ella nació, pasando por las tierras de Xochicalco donde
creció, y hasta el extenso reino de Culhuacán, que fue su hogar hasta pocos días
atrás. “Por lo tanto- concluyó-, este tlahuiztli debe venir de otro imperio, lejano y
desconocido, que tiene entre su gente a tan magníficos artesanos.”
Otra cosa que le impresionó profundamente fue el motivo de la joya: Quetzalcóatl, la
misteriosa serpiente emplumada, de quien ella había oído hablar en las leyendas
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asociadas a Ehécatl, uno de los dioses más queridos y respetados en todos los
pueblos de lengua náhuatl desde la costa hasta el altiplano. Ehécatl, el gran dios de
la vida, el creador y benefactor de esta humanidad, “la número no sé cuántos, como
me contaba mi Cihuapilli Ximalámatl”- pensó Nahui.
Según estaba asentado en los pictogramas del códice que le leía su señora, la
leyenda decía que los dioses Ometencuhtli y Omecíhuatl tuvieron cuatro hijos, entre
los cuales estaba Ehécatl. Este dios, después de la anterior destrucción del mundo,
fue a Mictlán y robó unos “huesos preciosos” a los temibles dioses de la muerte,
huesos que molió y aderezó con su sangre para luego darles forma humana y
traerlos a la vida con su aliento mágico, dando así origen a la primera pareja de
macehualtin, hijos del sol actual, el quinto si no le fallaba la memoria.
Pero luego, viendo el noble Ehécatl que sus criaturas necesitaban alimento para
subsistir, y poder así adorar y sacrificar a los dioses por su creación, decidió
ayudarles a conseguirlo y bajó a la tierra para obtener unos granos de maíz y
enseñarles a cultivarlo, molerlo y cocinarlo, convirtiéndolo en la base de su
alimentación.
Y justamente el dios se presentó ante Oxomuco y Zipactonal, que así se llamaban la
primera pareja de macehuales, en forma de una serpiente emplumada, para
recordarles que él, siendo dios, condescendió en convertirse en bestia para
ayudarles, pero sin dejar de mostrar su divinidad.
Ese era más o menos el mito de Ehécatl-Quetzalcóatl, el dios creador que bajó al
mundo para ayudar a sus criaturas. Pero representar a Ehécatl con la figura de la
serpiente emplumada no sólo no era común, sino que rayaba en lo sacrílego. Los
sacerdotes raramente se referían a él en esta forma, y pocas veces permitían que se
mostrara ante el pueblo la imagen de la noble bestia, a pesar de que Nahui había
visto varias representaciones talladas en las fachadas de piedra de edificios públicos
de Xochicalco, y sobre todo en los soberbios aros de su principal campo de tlachtli,
que estaban hechos en granito con finas incrustaciones de jade, obsidiana y otras
valiosas piedras, inspirados en este mítico personaje.
Por todo esto, resultaba sorprendente que Ximalamatzin decidiera que su
primogénito llevara esta joya, y más extraño aún el mero hecho de que tuviera en su
poder esa sagrada representación del benévolo dios. Tal vez hasta podría ser
peligroso, dadas las circunstancias, que el pequeño luciera la joya, especialmente
cuando fuera presentado a su abuelo Iztacoyotzin, el muy noble tencuhtli de
Xochicalco que era también un adorador y sacerdote de Ehécatl. Pero su ama le
había insistido en que el niño debía lucir la joya, porque ella hablaría de su alcurnia y
certificaría su noble origen, aún cuando éste no pudiera establecerse de ninguna
otra forma.
Por lo pronto, ella no era nadie para cuestionar los deseos de una reina, y muy al
contrario, procuraría cumplir con ellos en la medida de sus posibilidades. Al fin y al
cabo, el tencuhtli de Xochicalco se distinguía por ser hombre sabio y prudente, y de
seguro comprendería los motivos de una pobre macehualli, por lo que terminó de
asear al satisfecho bebé y lo peinó de nuevo al estilo de los guerreros culhua, que
tanto agradó a su padre Mixcoatzin poco antes de morir, colocándole en la erguida
coleta de pelo el tlahuiztli real.
Al volverse para acostar al niño en su cuna, se encontró con la ceñuda mirada de
Chicome.
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-Buenos días, marido -le dijo, con una sonrisa.
-Buenos días -contestó él secamente.
–Te he estado observando, mujer.
Consientes demasiado a ese niño. Lo amamantas hasta llenarlo, y luego tienes que
alimentar a tu hija con atolli, cuando debería ser al revés. Lo aseas y lo mimas, y a
tu hija casi la ignoras.
-Oye, recuerda que me comprometí a hacerlo con el tencuhtli Mixcoatzin y la
Cihuapilli.
-Si, pero recuerda tú que ellos están muertos, y no van a reprochártelo.
-Al contrario, Chicome. Estando muertos les es más fácil vigilarme, y si falto a mi
palabra mandarán a su nahualli a castigarme.
-¡Claro que no! ¿O ya se te olvidó que los muertos hacen su viaje sin retorno al
Mictlán?
-Ten cuidado con lo que dices, marido. No creo que a Mixcóatl y a Ximalámatl les
hayan asignado un séquito para acompañarles en el viaje, por lo que sus almas han
de estar penando en este mundo, a la espera de que se les honre debidamente para
poder marcharse tranquilos al Mictlán. Y mientras tanto, ¿Qué mejor lugar para
quedarse que al lado de su único heredero vivo, a quien así podrán cuidar?
-Bueno. Tal vez tengas razón…
El cambio en el tono de voz de Chicome fue notorio. En verdad era posible que los
espíritus de la pareja real siguieran en este mundo, y muy cerca del príncipe, por lo
que se cuidaría de decir cosas inapropiadas en presencia del niño.
-…pero deberías arreglarlo de otro modo. ¿Te imaginas lo que nos pasaría si nos
topamos con guerreros culhua y lo identifican como el pipiltzin?
-No lo dices por miedo, ¿Verdad? Porque el tencuhtli confiaba tanto en tu valor
como en mis servicios para poner a salvo al bebé, y debe estar orgulloso de ver tan
formal a su heredero.
-No es por miedo, sino por estrategia-. Su voz volvía a subir de tono. –Hasta ahora
hemos podido pasar desapercibidos gracias a mi previsión, pero cada vez hay
mayores posibilidades de que nos descubran, y entonces nos conviene pasar por
dos chichimécatl extraviados. ¿Es que no entiendes los riesgos?
-¿Unos chichimécatl viajando con dos niños que claramente no son hermanos?
Fíjate en la piel del príncipe: es increíblemente blanca, mucho más que la tuya, y no
digamos que la mía, que es casi negra. Si los culhua lo están buscando, te aseguro
que esa es la señal que esperan encontrar. Además, puede ser que el impacto de
su presencia real detenga el golpe de sus armas.
-¿Cómo lo detuvo Mixcoatzin? –retrucó él. Pero la lógica en las palabras de su
mujer era irrebatible, y eso lo sacaba de sus casillas. –Ese niño nos va a costar la
vida. ¡Tenemos que deshacernos de él!
Chicome le gritaba ya a la cara a Nahui, haciendo furiosos ademanes, mientras ella
le miraba impasible. En ese momento se oyeron claramente unos amenazadores
gruñidos, muy cerca de ellos.
Chicome se volvió rápidamente, esperando
encontrarse con una fiera y lamentando no tener consigo arma alguna. Pero los
gruñidos procedían de Chichicapilli, que en postura francamente agresiva se
disponía a defender a Nahui.
Totalmente fuera de sí, Chicome se fue sobre el itzcuintli dispuesto a despacharlo de
una patada, pero el animalito esquivó ágilmente el golpe y aprovechó para marcar
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sus pequeños pero afilados colmillos en el tobillo de su atacante, que sorprendido
fuera de balance terminó resbalando y cayó pesadamente al suelo, quedando
inconsciente.
El grito de Nahui paró en seco a su mascota, mientras ella corría al lado de su
marido para atenderlo. La conmoción había despertado a Quetzalli y su fuerte llanto
vino a sumarse al escándalo.
“¡Vaya forma de pasar desapercibidos!” pensó Nahui, mojando un lienzo en la
palangana de agua que había usado con el príncipe, y poniéndolo en la frente de
Chicome, mientras hablaba a su hija con tono tranquilizador, para tratar de acallar
sus gritos.
Por fin Chicome empezaba a despertar, y entonces Nahui acudió corriendo con
Quetzalli para levantarla y hacerla callar de una vez. Chichicapilli había ido a
refugiarse al rincón más alejado y oscuro de la cueva, mirando con ojos suplicantes
a su ama en busca de su perdón.
-¡Maldito animal! –rugió Chicome tratando de incorporarse. Pero todavía estaba muy
aturdido por el golpe, y nada más pudo enderezarse un poco.
Nahui sabía que en cuanto se recuperara, trataría de desquitarse de Chichicapilli y
seguir discutiendo con ella, por lo que se aventuró a decir:
-¡Ya basta, hombre! Estás viendo que el nahualli de Mixcoatzin te castigó, pero
insistes en seguir con tu teatro. Con tanto escándalo, vas a lograr que nos
encuentren los culhuas.
-¿Cuál nahualli? ¡Fue ese maldito perro! ¡Tu perro!-, gritó él.
-Piensa un poco, marido mío. -El tono de Nahui era ahora conciliador.
-Casualmente, Chichicapilli llegó a nosotros en el embarcadero de Culhuacán, justo
después del asesinato del tencuhtli. Y desde entonces ha visto por nosotros: te
ayudó a cazar para alimentarnos, nos ha guiado cuando perdemos el camino, nos
alerta de la presencia de intrusos…
-Y me agrede cobardemente, no lo olvides.
-Es por culpa de tu bocota. ¿Cómo no iba a agredirte si hablas de deshacernos del
pipiltzin? Estoy segura que el itzcuintli es el nahualli de Mixcoatzin.
Otra vez la lógica de su mujer era abrumadora. En realidad el pequeño can les
había sido fiel, a pesar de que en repetidas ocasiones Chicome había tratado de
alejarlo. Volteó a verlo y el animal le enseñó los dientes, pero se obligó a sonreírle y
la mascota correspondió alzando las orejas y moviendo la cola.
“¡Vaya!”, pensó. “Hasta parece que me está perdonando”
-Bueno, está bien. Te creo. –dijo Chicome haciendo el gesto contra los malos
espíritus en dirección al itzcuintli, que consistía en poner las manos frente a su cara
con las palmas hacia fuera, como cerrando unas puertas frente a sus ojos.
Levantándose pesadamente, anunció: -Voy a hacer las devociones a Ehécatl.
A pesar de la temprana hora, se sentía en el exterior un ambiente pesado y
caluroso, propio de las selvas de las tierras bajas, que contrastaba con la relativa
frescura de su refugio. La poza lucía tentadora frente a él, y no le permitió
concentrarse en sus plegarias, que además se acortaron porque Nahui no pudo
hacer bien su parte. Al terminar, y sin pensarlo mucho, se dirigió al agua para
lavarse y refrescarse.
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El contacto con el agua fresca terminó de recuperarlo del desmayo, a pesar de que
ahora lucía en la parte posterior del cráneo un chichón del tamaño de una tuna,
haciendo juego con el que se hizo con una rama el día anterior.
Se dedicó a nadar vigorosamente de un lado a otro de la poza, más para tratar de
recuperar la ecuanimidad que por la necesidad de ejercicio, mientras pensaba en el
nahualli del difunto tencuhtli. La suposición de su mujer bien podía ser cierta,
aunque si él hubiera sido el rey hubiera buscado un nahualli que impusiera más
respeto, como un océlotl por ejemplo. Lo cierto era que ese maldito animalillo le
había hecho quedar en ridículo ante su mujer, y por cuestión de elemental orgullo, él
no podía tolerar eso. Por lo tanto, tendría que buscar la forma de alejarlo… Hacerlo
caer en una trampa… Quizá aquí, en la poza, donde a veces se forman remolinos…
O en una partida de caza, donde los accidentes suelen ocurrir… O…
Súbitamente, detuvo su nado en medio de una brazada: el itzcuintli estaba nadando
justo frente a él, y le miraba directamente a los ojos, aunque no tenía modo de ver
sus intenciones.
Quiso gritar, pero el agua invadió su boca evitando cualquier sonido.
Paralizado por la sorpresa, Chicome comenzó a hundirse.
1 06 ¡Emboscados!
La frescura del agua le permitía tolerar en su piel desnuda los violentos rayos de
Tonatiú, a pesar de que todavía faltaba algún tiempo para que éste llegara a la cima
de su diario peregrinaje por los cielos.
Con un ligero remordimiento, Nahui se dio cuenta de que era más de media mañana
y ella seguía metida en el agua, sin la menor intención de atender sus
responsabilidades. Estaba esperándola una pequeña montaña de ropa y trastos
que lavar, y además tenía que ocuparse de preparar la comida para ella y su marido,
antes de que los bebés despertaran y tuviera que asearlos y alimentarlos.
Pero la constante tensión de los últimos días no le había permitido encontrar algo de
tranquilidad hasta ese momento, en que el prolongado baño conseguía al fin calmar
sus temores y le dejaba tomar un merecido descanso. Había que aprovecharlo al
máximo.
El lugar era un auténtico edén. La poza, de unos treinta largos de diámetro, se
formaba en un remanso del río de mediano tamaño e indolentes aguas tibias, que
corría plácidamente por el extremo norte del valle, alimentándola por el lado oriental
y desaguando hacia el suroeste, a una zona de rápidos poco profundos que se
perdía en la tupida selva.
En todo su costado norte, y dando vuelta hacia el poniente, la poza limitaba con una
elevada pared de piedra caliza, coronada por una densa vegetación tropical de la
que se desprendían una gran cantidad de plantas colgantes, haciéndole parecer un
tazón de chocólatl verde con la espuma derramada. Este muro era el último
remanente de la abrupta serranía que dividía las fértiles y calurosas tierras del valle
de Cuauhnáhuac, con la fría y áspera rivera de las grandes lagunas en el valle de
Anáhuac, donde se asentaba Culhuacán.
En el extremo noroeste del talud se abría una hondonada, por la que bajaba desde
las tierras altas el arroyo que habían venido siguiendo desde Chalco, y que
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terminaba su extenso recorrido en una cascada de unos dos largos de altura que
aportaba un saludable chorro de agua fresca a la poza.
Un poco más a la izquierda estaba la ladera por donde ellos habían llegado, a través
de la tupida selva de la tlazoltócatl, que le había costado un buen chichón en la
cabeza a su marido por estarse burlando de ella.
Al terminar ese terraplén, se encontraba la corriente que desaguaba la charca; y
luego aparecía una pequeña playa de arena fina, que se extendía hasta el punto de
entrada del río, en el otro extremo de la poza. En esta extensión arenosa el terreno
era más bien plano, limitado por una espesa jungla tropical. El agua lamía apenas la
arena en la playa mientras que enfrente, al pie del muro, el fondo debía tener varios
largos de profundidad.
Entre la ladera de la tarántula y la cascada, se abrían en el muro varias cuevas de
distintos tamaños. La mayoría de ellas tenía amplia boca y escasa profundidad, lo
que hacía pensar que no eran naturales, sino que habían sido excavadas por
anteriores visitantes. Sin embargo, no encontraron en ellas ninguna señal de haber
sido habitadas recientemente, lo que les animó a establecer ahí su campamento.
Frente a las cuevas, la ladera seguía su suave declive hasta muy adentro de las
aguas, permitiendo vadear la salida de la poza hasta la playa de enfrente sin mayor
dificultad, lo que le daba a ese punto un atractivo especial. Además, a diferencia de
la arenosa playa, esta superficie estaba casi totalmente cubierta por una delgada y
suave capa de hierba, que invitaba a la indolencia y al sueño.
La cueva que escogieron como habitación, además de ser bastante amplia, abría
hacia el oriente permitiéndoles calcular la hora del amanecer. Esto era importante
porque, como cualquier familia de macehualtin respetuosa de sus creencias,
acostumbraban hacer sus devociones a Ehécatl en los momentos en que su símbolo
sideral, el planeta Venus, aparecía en el cielo. En esos días, Venus aparecía como
tlahuicitlalli, la estrella de la aurora, contrastando con los tiempos en que aparecía
como su gemela tlapoyacitlalli, la estrella del atardecer.
En esos solemnes momentos, todavía a obscuras o con la primera claridad del alba,
el jefe de la familia salía al patio de su vivienda hasta el fogón, que por lo general
ocupaba el centro del mismo. Una vez ahí se acuclillaba y, con la vista fija en la
estrella errante, sacrificaba sobre las cenizas del día anterior algún animalillo como
una lagartija, una mariposa, una araña o cualquier otro con una pequeña navaja de
obsidiana, que había sido consagrada en el teocalli para tal efecto. Si no contaba
con ningún animalillo que sacrificar, o si sus devociones o sus necesidades eran
extraordinarias, entonces el macehualli se sacaba unas gotas de sangre de los
dedos o la palma de la mano con el cuchillo sacramental, vertiéndolas en el interior
del fogón.
A continuación, y recitando las plegarias establecidas, cubría su ofrenda con ocote
resinoso, y si sus economías se lo permitían, unos pocos granos de copalli. Luego
lo encendía con una tea, colocando encima la plancha del hornillo. Entonces salía
su mujer, acompañada de los demás habitantes de la casa, ejecutando una sencilla
danza sacramental; al llegar al fogón, ella colocaba una pequeña tortilla del maíz
mas blanco que pudiera obtener, misma que, una vez cocida, se apartaba del calor y
se dejaba junto al brasero, por si el dios aparecía y tenía hambre.
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Al anochecer, cuando apagaran el fuego del hogar para ir a dormir, esa tortilla se
partiría en pedazos dando uno a cada miembro de la familia, que lo comería en
cuclillas viendo hacia el poniente, justo al lugar donde en otra época del año
aparecía el dios como la estrella vespertina.
Ese día, al igual que los anteriores desde el desastre de Culhuacán, Nahui no había
encontrado maíz ni bueno ni malo para hacer la tortilla de ofrenda, por lo que cuando
su marido encendió el fuego, ella bailó hacia la fogata y dejó un grumoso amasijo de
atolli mezclado con un poco de agua, esperando que el benévolo dios comprendiera
su apurada situación y perdonara la sencillez de su ofrenda.
En ese momento, Chicome se levantó con cara de horror por la precaria dádiva, y se
dirigió sin una palabra al agua. Nadó como un poseído hasta que Nahui terminó de
alimentar a Quetzalli, y siguió haciéndolo, vuelta tras vuelta, mientras ella preparaba
atolli, y pelaba unos mangos que habían recogido la tarde anterior, para que les
sirvieran de almuerzo.
Una vez que tuvo todo listo, Nahui se acercó a la orilla, gritando para que Chicome la
oyera y se acercara a desayunar. Pero él no daba muestras de escucharla, por lo
que tomó en brazos a Quetzalli y entró al agua seguida de Chichicapilli, vadeando
para encontrarse con él al final de esa vuelta.
Chicome nadaba con fuerza, totalmente concentrado en su actividad, cuando de
pronto se detuvo en seco casi junto a ella. Con ojos desorbitados miraba al itzcuintli,
que nadaba justo frente a él. La escena recordó a Nahui el reciente episodio del
nahualli, mientras él se hundía lentamente sin poder reaccionar, por lo que lo tomó
del brazo y lo sacó del agua de un tirón.
Hasta que salió a la superficie, jadeando y con cara de espanto, Chicome se pudo
percatar que Nahui, con Quetzalli en brazos, sonreía junto a él dentro de la poza y
con el agua a la altura de la cintura.
-No te asustes, marido. Somos nosotras.
El almuerzo transcurrió en un ambiente tenso y desagradable, porque Chicome
permaneció malencarado y silencioso mientras comía, murmurando para sí letanías
contra los muertos y los espantos. Una vez que terminó de desayunar, se levantó y
se internó en la jungla sin decir palabra. Chichicapilli se dispuso a seguirlo,
creyendo tal vez que era tiempo de ir a cazar; pero Nahui lo llamó a su lado,
temiendo que su marido fuera a desquitar en él su coraje. Fue entonces que ella
decidió meterse a nadar a la poza.
Ahora, sus indolentes brazadas le habían llevado a las proximidades de la cascada.
Ahí, una brisa fresca y la menor temperatura del agua parecieron despertarla de su
ensueño, y regresarla a la realidad. Nadó con decisión hacia el paredón y puso pie
en las rocas, a poca distancia del chorro, acercándose a él para recibir sus aguas
como si estuviera en la ducha del tepancalli.
El agua caía en su cabeza y resbalaba por su cuerpo desnudo, dejándole una
agradable sensación de frescura. Al salir del chorro, alcanzó a oír en las alturas del
muro, sobre su cabeza, el canto de un centzontli, que de inmediato fue contestado
por otro al lado opuesto de la poza.
“Bueno-, pensó con un suspiro -llegó la hora de empezar a trabajar.”
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Desde la cima de la hondonada, Chicome había permanecido largo rato observando
a su mujer en el agua, presa de emociones contradictorias.
El nado lento y displicente de Nahui acentuaba la perfección de su cuerpo sinuoso y
de sus largas y bien torneadas piernas. Aún desde la distancia en que se
encontraba, podía apreciar con claridad la firmeza de sus opulentos senos, y notó la
excitante erección de sus pezones cuando ella se acercó a las aguas mas frías de
las proximidades de la cascada.
No cabía duda: Nahui era un magnífico ejemplar de hembra. Estaba dotada además
de un aura de sensualidad que siempre traía a flor de piel, y que a él lo volvía loco.
Prueba de ello había sido el ahuilnemi del día anterior, donde había podido
comprobar que las largas lunas de abstinencia no habían mermado un ápice el
intenso erotismo de su esposa.
Cuando ella fue a refrescarse bajo el chorro de agua, sin la menor idea de que él la
observaba, vio que el agua le cubría como un tenue manto, exaltando aún más su
voluptuosidad.
Pero eran sus actitudes de los últimos días, incluso las de esa misma madrugada,
las que a él le preocupaban sobremanera, cubriendo de indiferencia el ardor que le
podría provocar la descuidada sensualidad de su mujer.
Desde sus más tiernos años, aquellos que ocupaban el límite más lejano en su
memoria, siempre había entendido, sin lugar a dudas, que las mujeres ocupaban
una posición secundaria en comparación a los hombres. Todas las mujeres que
conocía, incluidas su madre y sus hermanas, habían sido educadas, y se
comportaban, como sumisas servidoras de su padre, sus hermanos y sus maridos,
hasta de sus hijos varones. Todas las mujeres lo sabían; y todas lo aceptaban,
porque la vida era así. El hombre manda y la mujer obedece. Punto.
Lo malo era que Nahui veía las cosas de otra forma. Frente a otras personas, ella
tenía el tino de comportarse como se esperaba, sumisa y educada, apartándose
ante la presencia de un hombre y obedeciendo sin chistar cualquier indicación de su
marido. Pero en la intimidad familiar su actitud daba un giro total, y ella se
comportaba de forma burda e irreverente, pretendiendo sentirse igual, cuando no
superior, a él.
Ome Técpatl había notado esta tendencia, e insistió en advertirle que tuviera
cuidado y usara mano firme con ella, porque de otro modo acabaría dominándolo.
-Esa muchacha no es sólo una humilde tlacotli de la Cihuapilli-, le había dicho su
padre. –La confianza que la joven reina le tiene la ha convertido en una mujer de
mucho carácter, y no te va a ser fácil dominarla.
En los últimos días, esa tendencia de su mujer se había vuelto intolerable. No sólo
había estado cuestionando constantemente su autoridad y burlándose
descaradamente de él, sino que ahora pretendía manejarlo con cosas tan absurdas
como esa del perro nahualli. Había llegado la hora de poner un alto a esta situación.
Por cierto, el asunto ése del nahualli, merecía mayor atención.
Como era de todos conocido, el destino final de los muertos era el reino del Mictlán,
situado en las lejanas y tenebrosas regiones del helado norte, donde el intenso frío
cortaba la piel como pedernal.
El camino para llegar al Mictlán era largo y penoso, y el difunto tenía que pasar por
nueve páramos que ponían a prueba su temple y su valor. Sin embargo, recibía una
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valiosa ayuda si sus deudos practicaban para él los ritos funerarios
correspondientes, que incluían por ejemplo el sacrificio de un itzcuintli para el cruce
del río Chinahuapan, el primer páramo, y la quema junto con el cadáver de viandas y
un jarro de agua para el camino, de mantas para el frío, y de otros amuletos como la
joya que se ponía dentro de la boca del muerto, para que Mictlantencuhtli le
permitiera la entrada al Mictlán.
Pero si por cualquier motivo el fallecido no recibía los honores correspondientes,
entonces no podía emprender el viaje al país de los muertos, y su espíritu quedaba
condenado a vagar lúgubremente en este mundo, esperando el momento en que se
le rindieran sus honras fúnebres o hasta la conclusión de ese xiuhmopilli, la gavilla o
atado de 52 años que marcaba un siglo para aquellos pueblos, cuando se hacía la
fiesta de Anematimiquiztin, una ceremonia destinada a dotar a esas almas en pena
de lo necesario para su viaje.
También era sabido que algunos de esos espíritus adquirían la facultad de
apoderarse del cuerpo de algún animal, para vigilar el cumplimiento de los asuntos
que dejaron pendientes en este mundo, conociéndose a ese ser poseído como su
nahualli.
Por su parte, Mixcoatzin era un hombre que había logrado tener casi todo. Digno
descendiente de un noble linaje militar, guerrero valiente y victorioso por si mismo,
había sido elevado a tencuhtli de su patria, Culhuacán, por el consejo de ancianos
de la tribu.
Ya como gobernante, obtuvo nuevas e importantes victorias militares, que
consolidaban a su nación como la más poderosa de toda la región, amenazando con
extender sus dominios, por alianza o por conquista, a todos los pueblos
comprendidos desde la antigua Tollán hasta las remotas tierras del Mayab al sur,
desde la costa Ulmécatl hasta las fértiles tierras de Michihuacán, donde
recientemente se habían asentado unas belicosas tribus que se llamaban a si
mismas Purembes.
No conforme con su prestigio militar, Mixcóatl también había dedicado parte de sus
esfuerzos a dar esplendor al creciente imperio culhua, contando para ello con la
ayuda de dos de sus más refinados aliados, Xochicalco y Cholollan, que se habían
distinguido por promover el desarrollo de una nueva civilización, en la que el pueblo
aprendiera a apreciar los avances de su cultura en ámbitos distintos a la milicia y la
religión.
Una prueba de ese esfuerzo era la población de Mixquic, que el tencuhtli fundó en la
rivera del lago. Sus pirámides coronadas por templos, sus amplias plazas jardinadas
y sus edificios públicos, eran un ejemplo del nuevo arte de las tribus chichimécatl,
tanto en sus frescos que recordaban a los santuarios prohibidos de Tollán, como en
sus relieves en piedra, al estilo de las famosas estelas de Xochicalco.
Pero el tencuhtli carecía de un heredero, un hijo varón al que entrenar para que
continuara su estirpe. Pese a tener varias esposas, como era costumbre en
hombres de su posición, solamente había engendrado mujeres con ellas, y eso le
preocupaba sobremanera, sobre todo porque ya no era tan joven. De ahí que el
deseo de tener un hijo se había convertido para él en una obsesión.
Desafortunadamente, justo el día en que Ximalamatzin, su favorita en turno, le dio el
ansiado varón, el cobarde cuartelazo de Matlacoatzin segó su vida, poniendo
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además al pipiltzin en una delicada posición, ya que seguramente sería blanco de
los esbirros de su vengativo primo.
En resumen, un hombre poderoso, obsesionado por tener un hijo varón, es
cobardemente asesinado y obligado a permanecer en este mundo al negársele los
ritos que le permitirían ir al Mictlán. Su espíritu seguramente trataría con todas sus
fuerzas de hacerse de un nahualli que le permitiera velar por la seguridad del objeto
de su obsesión.
¿Pero escoger por nahualli a un humilde itzcuintli? Cualquiera pensaría que un
hombre así no se conformaría con otro animal que no fuera un feroz océlotl, o una
altiva cuauhtli. Cuando menos un astuto cóyotl. Pero no un animalillo tan
insignificante como el itzcuintli.
La única explicación posible era la que había insinuado su mujer -¡Otra vez ella,
caramba!-: que había escogido al itzcuintli para poder estar cerca del pipiltzin, Pero,
¿Cómo iba a defenderlo? ¿Esquivando patadas y mordiendo tobillos? ¿O
asustando a nadadores descuidados para que se ahogaran? Era absurdo.
El estridente canto de un centzontli, un poco arriba de donde él se encontraba, lo
sacó de sus pensamientos. Otro centzontli le contestó a la distancia, por la entrada
de la poza.
“Estarán marcando sus territorios”, pensó Chicome.
El movimiento de su mujer allá abajo llamó su atención. Había salido del chorro de
agua y se dirigía al campamento.
“¡Vaya! Por fin va a trabajar”, concluyó él. “Luego me sale con que no le alcanza el
tiempo, y yo tengo que limpiar niños. ¡Habráse visto!”
El centzontli de arriba volvió a gritar, pero ahora le respondió un tzocuitl, que al
parecer se encontraba en la zona de la salida de la poza. Curiosamente, otro
jilguero le contestó casi desde el mismo lugar donde se encontraba el primer
centzontli.
Al parecer, los territorios de las aves nada más tenían efectos para los de su misma
especie, ya que sólo pretendían conseguir hembras para aparearse. Y es que en un
lugar como ése, donde la naturaleza era tan pródiga, difícilmente tendrían problemas
para obtener su alimento, por muy exótico que fuera; y no necesitaban entrar en
competencia con los individuos de otras especies por la comida.
Mientras allá abajo Nahui se afanaba en lavar ropa, Chicome se entretenía tratando
de hacer un mapa mental de los territorios de las aves, tomando como base los
lugares desde donde emanaban los diferentes trinos.
Era curioso oír cómo se comunicaban. Aunque era indiscutiblemente el canto de su
especie, las sutiles variaciones en el volumen, las repeticiones y las omisiones, y
hasta los tonos en que se emitían, conformaban un lenguaje muy variado, que
seguramente transmitía información específica entre los individuos.
Ahora era un tecólotl el que ululaba. Y también desde la misma posición arriba de
él. Otro tecólotl le contestó desde la jungla, muy cerca de la playa. Era un grito
fuerte y autoritario, pero algo desafinado, como si el pájaro hubiera estado
impaciente por contestar. El primer tecólotl respondió, pero esta vez se le notó
inseguro, sin dar la entonación esperada. Un tercero se unió a la discusión desde la
zona de la entrada a la poza, con un curioso tono que parecía interrogativo.
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Había algo raro en el canto de los búhos, pero Chicome no atinaba a ubicarlo. En
ese momento ellos habían acaparado los trinos, y ya no se escuchaba a las otras
aves.
“Es extraño”- pensó el ex remero real. “El tecólotl es un animal nocturno, pero ahora
hay varios aquí, a pleno rayo de sol”.
Otra vez se oyó al ave que estaba cerca de la playa. Chicome aguzó la vista,
tratando de ubicar al animal, que por la fuerza de su canto debía ser mas bien
grande. Le pareció notar que algo se movía adentro de la jungla, por lo que fijó su
mirada en ese punto. Contestó el pájaro de la entrada de la poza, y esta vez
Chicome vio claramente el movimiento de algo que parecían plumas entre la maleza.
Pero definitivamente no eran las plumas de un tecólotl.
¡Eran rojas!
¡Un pantécatl!
¡Estaban rodeados de guerreros!
Sin que ellos se hubieran dado cuenta, habían sido localizados por un grupo de
soldados enemigos, que ahora se disponían a atacarlos. Presa de la angustia,
volvió la vista hacia su mujer, que seguía lavando ropa en el agua de la poza,
totalmente ajena a la amenaza inminente.
¡Tenía que avisarle! Hacerle saber del peligro, y luego ver la forma de escapar de
esta apurada situación.
Desesperado, gritó tratando de imitar el aullido de un cóyotl, que ellos habían
convenido previamente usar como señal de alarma.
A pesar de que su imitación resultó bastante mala, o quizá a causa de ello, Chicome
pudo ver que de inmediato su mujer reaccionó al llamado, volteando hacia la zona
desde donde le pareció escuchar la voz de alerta. Pero era evidente que no
alcanzaba a verlo, por lo que Chicome tuvo que acercarse al borde del precipicio
para llamar su atención.
Al sentir en él la mirada de Nahui, Chicome agitó los brazos como para decirle que
estaban rodeados de guerreros. Al principio, le pareció que su mujer no entendía el
mensaje, pero ante su insistencia ella pareció comprender y volteó hacia donde él
señalaba.
Desesperado, Chicome volvió a llamar su atención con insistencia, y cuando ella
volteó de nuevo hacia él pudo ver con claridad, pese a la distancia, que la alarma se
dibujaba en el rostro de su mujer. Ella empezó a hacerle señas desesperadas.
El mensaje que le transmitía Nahui era evidente, por lo que de su cuerpo se tensó
involuntariamente. Todavía alcanzó a escuchar el crujido de la hojarasca a sus
espaldas, antes de que el golpe lo sumiera en la oscuridad.
1 07 Las pequeñas batallas de cada día
El canto del cenzontle había puesto fin a una larga pausa de relajamiento para
Nahui. Salió del chorro de agua fresca de la cascada y entró al agua con un
elegante clavado, para luego nadar sin prisa hasta la orilla. Estaba decidida a
empezar su trabajo del día, y se dirigió a la cueva para recoger la ropa que tenía que
lavar.
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Hasta que llegó al refugio se percató de su desnudez. Buscó su falda y su huipil
con la intención de vestirse, pero decidió que si iba a lavar, no tenía caso mojar su
ropa, por lo que sólo se puso su tzomáxtlatl, que hacía las veces de bragas.
Se asomó a ver cómo estaban los bebés, y encontró que mientras Quetzalli dormía
profundamente, el pipiltzin estaba despierto, siguiendo sus pasos en la cueva desde
el interior de su envoltorio con su enigmática mirada color miel, que hacía juego con
los reflejos áureos de su tlahuiztli.
-Hola, Topilli. Estás despierto, chiquito. ¿Será que tienes hambre?
Lo levantó en brazos y le acarició la mejilla con el dedo, junto a la boca. El pequeño
la miró con intensidad, pero no hizo ningún intento de chupar su dedo. Tampoco
estaba sucio, ni parecía tener ningún malestar. Simplemente había agotado por el
momento su sueño. Decidió que lo llevaría con ella, para que junto con Chichicapilli
le acompañara en su trabajo.
Salió de la cueva con el itzcuintli a un lado, el bebé en un brazo y un grueso
envoltorio de ropa en el otro. Se dirigió hacia el agua, pero se detuvo junto a un
mezquite de mediano tamaño que crecía a unos pasos de la orilla. Dejó a niño y
perro a la sombra del arbusto después de asegurarse que no hubiera por ahí alguna
alimaña que dañara al príncipe y se dispuso a entrar al agua con su tambache.
La mañana era brillante y Tonatiúh caía a plomo, haciendo que el calor se volviera
sofocante. Pero el agua se mantenía relativamente fresca, y los cantos de los
pájaros animaban el ambiente.
Con un suspiro, Nahui comenzó a separar la ropa que iba a lavar. Tomó los rebozos
para empezar. Los metió al agua y una vez mojados los talló en una roca cercana.
Seguramente alguien había tenido, alguna vez, el mismo trabajo que ella en ese
lugar, porque pudo notar que la roca tenía su cara superior toscamente aplanada,
con algunas canaladuras que permitían que el agua escurriera de vuelta a la poza.
Incluso pudo ver que uno de los canales tallados era en realidad una grieta, que
siguió intrigada con el dedo.
“¿Será posible?”, pensó mientras empujaba suavemente la parte de la roca que
quedaba por encima de la grieta. Para su sorpresa ésta se levantó sin dificultad,
mostrando una pequeña cavidad tallada en la piedra. En su interior había dos
envoltorios.
Tomó uno de ellos y lo miró con curiosidad. Estaba segura de lo que era, pero para
salir de dudas lo metió al agua y luego lo talló contra el payotl que estaba lavando.
Al entrar en contacto con el agua, y luego con la tela, produjo una abundante
cantidad de espuma, confirmando su creencia. Se trataba ni más ni menos que de
un amolli.
-¡Que Ehécatl cuide siempre de ti!
Las bendiciones que Nahui dedicó a quien tuvo tanta previsión le salieron de lo más
hondo de su pecho. Y es que desde su salida de Culhuacán, cada vez que tuvo que
lavar ropa extrañó aunque fuera una mínima cantidad de jabón. Como no lo había
tenido, la ropa sólo se había remojado sin lograr que quedara verdaderamente
limpia. Guardaba mucha suciedad, y sobre todo mal olor que ofendía su sensibilidad.
Además, la ropa mal lavada podía poner en grave riesgo la salud de los bebés.
Pudo ver que este amolli era de maguey, una de las plantas mágicas que, con la
previsión que le caracterizaba, el noble Ehécatl había dotado a sus criaturas.
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Y es que el maguey tiene muchos usos: de sus hojas anchas y carnosas se obtienen
fibras que pueden usarse para hacer mecates o tejidos bastos, confeccionar
máscaras, costales, redes de todos tipos, correas para sandalias y otros objetos
útiles. Las hojas también tienen una piel, que podía servir en vez del ámatl para la
escritura de glifos y pictogramas; y hasta sus afiladas espinas tenían múltiples
aplicaciones: podían servir como agujas para costura, alfileres, punzones, clavos, o
instrumentos de sacrificio y penitencia.
Su tronco tiene un corazón leñoso que tallado y debidamente horadado produce el
técuatl o aguamiel, un exudado de la savia de la planta que tiene un sabor dulce y
cuenta con propiedades medicinales. Si el técuatl es sometido a un sencillo proceso
de fermentación, da lugar al meoctli o pulque, una bebida de baja graduación
alcohólica que es la favorita entre los pueblos de Mesoamérica desde tiempos
inmemoriales.
Por último, sus raíces secretan una pulpa conocida como amolli, que al contacto con
el agua produce una espuma abundante con propiedades detergentes, por lo que
era usada en estas tierras como jabón. Ciertamente, el amolli de maguey dejaba un
ligero rastro urticante en la ropa lo que obligaba a enjuagarla abundantemente, pero
este rastro era mucho menor que el que producían otras plantas amolientes, tales
como los bulbos de nardo.
Animada por el sorprendente y oportuno descubrimiento, Nahui acometió su labor
con entusiasmo. Pronto se dio cuenta que la tapa de roca que cubría los amoltin
servía perfectamente como jícara para el agua, permitiéndole enjuagar la ropa con
rapidez.
Definitivamente, quien había hecho esta labor en la roca merecía todas las
bendiciones.
De los rebozos pasó rápidamente a los pañales, y de ahí a la ropa de su marido y la
suya propia. Al poco rato, el tambache había disminuido bastante y ya sólo le
quedaban unas cuantas prendas por enjuagar, además de las que en ese momento
estaban usando los niños y ellos. Pensó por un momento en lavar el ayatli de Topilli,
pero decidió que era mejor idea poner a secar la ropa que ya había lavado, por lo
que comenzó a guardar los restos de amolli en su lugar.
De repente, un alarido llamó su atención. Mientras ella lavaba, había estado
escuchando todo un coro de aves en la poza, si bien no les había prestado mucha
atención. Pero éste grito era diferente. Parecía el aullido de un cóyotl, aunque este
pobre animal debía tener un severo problema de garganta, porque su grito había
resultado bastante desafinado.
-¡Chicome! ¡Ése no es un cóyotl, es mi marido!-, exclamó incoherentemente en voz
alta, al caer en cuenta de que se trataba de la señal que ambos habían convenido
para comunicarse a distancia.
Como si hubiera estado animada con un resorte, se levantó de inmediato, dirigiendo
su mirada a lo alto del paredón de caliza, justo donde éste se confundía con la jungla
de la tlazoltócatl. El aullido parecía haber salido de allí, pero no había rastros de su
marido por ningún lado.
“¿Donde está?”, pensó con aprehensión mientras recorría la zona con inquieta
mirada.
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Entonces lo vio. Se había asomado al borde del precipicio y le hacía señas con
desesperación.
Pero, ¿qué le quería decir? Ella no entendía nada.
Con los movimientos de su brazo, Chicome parecía referirse a todo en rededor, y
luego se detuvo a señalar un punto a espaldas de ella, cercano al lugar por donde el
río entraba a la poza. Instintivamente, ella volteó hacia esa dirección, pero no
encontró nada fuera de lo normal.
Volvió de nuevo la vista hacia su marido, y se quedó como petrificada. Un
chichimécatl, ataviado como guerrero, se acercaba sigilosamente a Chicome por la
espalda blandiendo una enorme maquiáhuitl. Alarmada por esa inesperada
presencia, ella trató frenéticamente de advertirle; pero cuando él comprendió era
demasiado tarde: el extraño se le había abalanzado, descargando un fuerte golpe de
la macana sobre su inerme figura.
Su pecho se estremeció cuando vio caer a su marido, víctima del estacazo que le
propinó su sigiloso atacante. El contundente golpe de la maquiáhuitl había resonado
con inusitada fuerza en todo el perímetro de la poza, y a Nahui le pareció que un
halo de sangre y otros tejidos había acompañado al brutal impacto.
Aunque quedó momentáneamente paralizada por la impresión que le causó la artera
agresión a Chicome, Nahui se obligó a reaccionar. Un gran peligro le amenazaba, y
su marido había tratado de advertirle. Sin pensarlo dos veces, la muchacha se fue a
toda prisa sobre el envoltorio donde estaba el pipiltzin, y lo agarró al vuelo para
internarse en la relativa protección de la jungla, siguiendo el improvisado sendero
que habían abierto cuando llegaron a la poza.
Una vez adentro, hizo un brusco giro a su izquierda, y regresó unos cuantos largos
entre la tupida maleza, para acercarse al borde y mirar: tres guerreros más, surgidos
de quién sabe dónde, se aproximaban a toda carrera al punto donde ella había
penetrado en la espesura, lanzando escalofriantes gritos de batalla que le pusieron
los pelos de punta.
Al ver a los fornidos soldados internarse en el follaje por el punto donde ella había
entrado, se sintió perdida. Estaba convencida de que no les costaría mayor trabajo
seguir su rastro, y ella se encontraría indefensa.
Pero para su fortuna, ellos siguieron de largo por el sendero y se perdieron en la
maleza junto con sus destemplados alaridos.
¡Quetzalli!
¡Su niña, su preciosa plumita, se había quedado en la cueva!
Presa de la angustia, su primera reacción fue lanzarse hacia allá para recuperar a su
hija. Pero su agudo sentido común le alertó, y decidió esperar unos momentos.
Quería asegurarse que todos sus atacantes hubieran salido en su búsqueda. Ese
breve momento de espera le salvó el cuello, porque otros dos personajes salieron de
su escondite para mostrarse en la playa arenosa.
Uno de ellos estaba extraordinariamente ataviado con un atuendo y un tocado que
recordaban a un feroz océlotl; tenía un aire de autoridad y suficiencia que no
compartían los soldados que la habían seguido. Con seguridad era el jefe, el oficial
al mando.
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El otro, un anciano bajo y delgado, era todo un enigma. Definitivamente no tenía ni
físico ni atuendo de guerrero. Tampoco traía joyas ni finas vestiduras. Parecía un
macehualli común y corriente, pero el militar se estaba dirigiendo a él con cierta
deferencia.
Nahui esperó para ver qué hacían. Tras vadear la poza para llegar a la rivera frente
a las cuevas donde ella había estado lavando la ropa, el oficial se encaminó hacia la
maleza, dispuesto a seguir a sus hombres. Pero el anciano le llamó, y al parecer le
convenció de seguir otro camino.
Nahui sintió que su pecho se oprimía cuando comprendió su estrategia. Sin
pensarlo dos veces, ambos hombres se dirigieron directamente a la cueva que era
su campamento, y desaparecieron en su interior.
Se escuchó un estridente grito de su hija, que cesó bruscamente. Poco después,
reaparecieron ambos personajes llevando con ellos a Quetzalli, que sollozaba
débilmente, contrario a su costumbre. La furia le empezó a nublar la razón a Nahui,
al percatarse de que habían golpeado a su niña.
Le habían quitado a Quetzalli su ayatli, y la miraban con atención. El anciano negó
con la cabeza y el militar la puso en el suelo sin ninguna delicadeza, con una mueca
de desagrado; pero el viejo la levantó y la volvió a envolver en la manta, acunándola
hasta que la niña se calmó.
El oficial se dirigió hacia la selva, y haciendo bocina con sus manos imitó con gran
perfección el ulular de un tecólotl. Estaba llamando a sus subordinados.
Al poco rato, Nahui escuchó el rumor de pasos apresurados en el sendero de la
jungla, y aparecieron dos de los soldados que de inmediato se presentaron a
reportar ante su jefe.
Unos minutos mas tarde, llegaron los otros dos guerreros llevando en andas a
Chicome, inconsciente y sangrando profusamente de la parte posterior de la cabeza.
Una vez que estuvieron todos reunidos, el anciano se dirigió a ellos para exponerles
el curso de acción que seguirían en adelante, y todos asintieron respetuosamente
excepto el oficial, que lo hizo con marcado desdén.
No parecía difícil adivinar sus intenciones.
Al parecer los habían estado vigilando cuando menos desde el amanecer, ya que
sabían perfectamente dónde habían asentado su campamento. También sabían
que llevaban con ellos no a uno, sino a dos bebés; y muy probablemente conocían,
o cuando menos sospechaban, la identidad del pipiltzin, ya que la inspección que
habían hecho a Quetzalli indicaba que buscaban a alguien en concreto.
Nahui no veía muy claro por qué habían tardado tanto en atacarlos, pero estaba
segura de que ahora usarían a su hija y a su maltrecho marido como anzuelo, para
pescarlos a ella y a Topilli.
En estas condiciones, los objetivos de Nahui eran obvios.
En primer lugar, tenía que mantener oculto y alejado al príncipe, cuando menos
hasta darse cuenta de las intenciones de sus enemigos.
Luego, tendría que evaluar la posibilidad de rescatar a su hija y a su marido, en ese
orden. Y si no era posible, tendría que esperar hasta ver qué hacían ellos.
¡Qué fácil!
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Para terminar con el cuadro, ella estaba semidesnuda y desarmada, tratando de
refugiarse con un bebé y un perro en una maraña vegetal, llena de alimañas
ponzoñosas.
Un nuevo movimiento de los guerreros captó la atención de Nahui, interrumpiendo
sus meditaciones. Dos de ellos se dirigían de nuevo al sendero, seguramente con
instrucciones de seguirlo de nuevo, pero ahora con más cuidado, para tratar de
averiguar por dónde se les había escabullido su víctima.
La ansiedad de Nahui subió de tono cuando los vio penetrar en el sendero, pero
luego decidió que tenía que hacer algo para defenderse. Volviéndose en silencio
hacia la jungla, empezó a buscar un lugar para poder dejar relativamente seguro al
bebé, pero no había ninguno.
Lo mejor sería llevarlo con ella, pero no podía ser en brazos, porque seguramente
los ocuparía para poder defenderse. Necesitaba algo para sujetar al niño a su
espalda, pero no encontraba nada a mano.
A menos que…
Sin pensarlo mucho, se quitó su tzomáxtlatl, y razgándolo por las costuras consiguió
darle el largo suficiente para atarse firmemente al bebé a la espalda. A
continuación, dedicó su atención a buscar algo que le sirviera como arma. Probó
con varias ramas, pero ninguna le parecía adecuada: muy corta, muy larga; muy
ligera, muy pesada; muy gruesa, muy delgada; muy frondosa, muy… ¿buena?
Por fin dio con una que podía servirle. Era un poco pesada, lo que no le permitiría
mucha movilidad, pero su golpe podía ser contundente y eso era bueno si conseguía
emboscar y sorprender a alguno de sus atacantes.
Animada con su hallazgo se ocultó atrás de un árbol, buscando la manera de
descargar su golpe sin que le estorbara la maleza.
Los soldados estaban justo en el punto por donde ella había abandonado el
sendero, aunque no podían estar seguros que así hubiera sucedido. Conferenciaron
rápidamente y decidieron separarse: mientras uno de ellos seguía adelante, el otro
entraría a investigar ese lugar.
El guerrero entró lentamente a la selva, como si temiera una emboscada. Avanzó
hacia donde se encontraba Nahui, que ya se preparaba para atacar, pero se desvió
abruptamente a menos de dos largos de distancia de ella. Siguió caminando, pero
ahora se alejaba.
Nahui sabía que no debía seguirlo, porque el sonido de sus pisadas la delataría, y
en una confrontación directa no tendría ninguna posibilidad. Parecía que había
perdido su oportunidad.
El soldado caminó en redondo, buscando signos de presencia humana reciente; y al
parecer los encontró, porque se detuvo justo en el lugar en que ella había estado
vigilando a quienes estaban en la poza. Nahui pensó que el individuo saldría a
descubierto por allí, pero él se volvió y vino de regreso. Seguramente confiaba que
una mujer no sería enemigo suficiente, y no tenía caso pedir la ayuda de los demás
si él solo podía capturarla.
El guerrero avanzó cautelosamente, con absoluta concentración.
El ligero
chasquido de una rama fue suficiente para que volteara con rapidez, listo para entrar
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en acción. Pero era demasiado tarde. Una pesada rama le golpeó fuertemente en
el rostro.
“¡Esta va por mi marido!”, pensó Nahui al ver al guerrero desmayado, con el rostro
convertido en una masa sanguinolenta.
No sabía si se trataba del agresor de Chicome, pero esto le daba un buen tanto en el
peligroso juego de tlachtli en el que se había metido.
Además había un bono extra: el soldado iba armado hasta los dientes, con una
excelente maquiáhuitl, átlatl y flechas, y un magnífico cuchillo al cinto.
Sin pensarlo demasiado, Nahui se colgó al hombro, junto al pipiltzin, el arco y el saco
con las flechas; se acomodó el cuchillo entre los senos y el atado de su desgarrado
tzomáxtlatl, y pulsó la macana para sentir su peso. No era precisamente ligera, pero
era más fácil de maniobrar que la rama con que puso fuera de combate al sicario
que yacía a sus pies.
Estaba sorprendida de si misma. Nunca se imaginó que alguna vez podría
reaccionar así a una situación extrema. Y tenía que reconocer que no le había
costado demasiado trabajo hacerlo, como si las mieles de Tezcatlilpoca le fueran
familiares.
Pero la sorpresa no podía durar. En poco tiempo, los demás extrañarían la ausencia
de su compañero y entonces entrarían a su refugio a buscarlo, esta vez preparados
para lo peor.
Caminó de nuevo hacia el lugar donde podía espiar a los de la poza. El yaocélotl y
el huehuepilli estaban hablando de nuevo y dos subalternos permanecían aparte,
como esperando órdenes. Vio que Quetzalli seguía en brazos del anciano, quieta y
sin llorar, y que Chicome estaba derrumbado como costal de maíz, sin dar mayores
señales de vida.
El oficial y el viejo estaban tentadoramente cerca de su puesto, y por un momento
Nahui acarició la idea de dispararles una andanada de flechas con la esperanza de
sembrar la confusión y rescatar a su hija. Pero ella apenas había tirado con arco en
un par de ocasiones con su marido y nunca pudo hacer algún blanco, por lo que tuvo
que reprimirse para seguir observando la escena sin intervenir…
No fue un ruido, ni tampoco un movimiento que hubiera podido percibir.
Simplemente sintió que alguien la asechaba. Al principio, pensó que el soldado que
derribó podría haber recuperado el sentido, y ahora trataría de recuperar también
sus armas y su dignidad; pero alcanzó a ver de reojo que el pobre tipo seguía tirado
como fardo a su izquierda.
Entonces comprendió: tenía que ser el otro guerrero, que después de haber seguido
por el sendero sin encontrar nada había regresado e, intrigado por la ausencia de su
compañero, había acudido a investigar, encontrándose con la muchacha que
descuidadamente espiaba a los demás.
Rápidamente, casi con desesperación, Nahui evaluó sus posibilidades. Su agresor
debía estar muy cerca, pero no tanto como para golpearla con su espadón o ya lo
hubiera hecho.
Podía voltear y tratar de enfrentarlo, pero sabía que perdería.
Por otro lado, si salía a descubierto a la poza, se enfrentaría no a uno sino a cuatro
adversarios; pero ellos no la estarían esperando, lo que le daba una oportunidad.
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Sin pensarlo mucho, se lanzó hacia adelante con un grito estridente.
1 08 Chimalma
La sorpresa surtió efecto: en cuanto Nahui salió de la maleza, se fue a toda carrera
sobre los principales con la intención de arrebatar a Quetzalli de los brazos del
anciano, quien junto con el encopetado yaotequihuac le miraban boquiabiertos.
Este último alcanzó a reponerse y se interpuso en su camino, más para proteger al
viejo que para evitar que ella se llevara a la niña, pero obligó a la muchacha a
desviar su carrera hacia la derecha.
Los soldados que hacían guardia reaccionaron y de inmediato empuñaron sus arcos
y apuntaron sus flechas a la osada amazona fuertemente armada pero desnuda que
tan súbitamente había aparecido, cuando se oyó la voz del anciano gritar:
-¡Atención!
Ambos guardias le miraron de reojo y dispararon sus flechas, pero Nahui ya se había
internado en las aguas poco profundas del vado que la llevaría a la playa arenosa, y
sus tiros resultaron demasiado altos.
El yaotequihuac empuñó su lanza y se disponía a lanzarla cuando Chichicapilli llegó
a clavarle una oportuna dentellada en un tobillo, para después salir corriendo en pos
de su ama. La ornamentada jabalina voló por los aires, y fue a perderse entre la
maleza, muy lejos del blanco al que estaba destinada.
Nahui salió del agua con el itzcuintli pegado a sus talones, y siguió a todo correr por
la playa hasta perderse en la selva, justo por el lugar donde había visto aparecer por
primera vez al jefe ocelote.
Tal como lo hizo la vez anterior, Nahui siguió algunos largos por ese improvisado
sendero antes de torcer bruscamente a la derecha, por la primera oquedad que
encontró en la pared vegetal que la rodeaba.
Pero en esta ocasión el hueco al que entró no conducía a ningún lado, por lo que
tuvo que abrirse paso a través de la maleza usando la maquiáhuitl, regresando hasta
llegar cerca de la orilla de la selva. Una vez allí, se las ingenió para abrir un
pequeño hueco en la jungla que le permitiera ver lo que sucedía en la poza.
El oficial hacía exagerados aspavientos llevándose las manos al tobillo, mientras el
viejo sonreía condescendiente. Los dos soldados que habían intentado flecharla se
habían acercado al que la había asechado allá del otro lado, y que ahora cargaba
con dificultad al último guerrero, el que ella había dejado fuera de combate.
Quetzalli permanecía en brazos del anciano, y Chicome seguía en el suelo como
costal.
Por el momento, la situación era de empate. Pero ellos seguían con ventaja, al tener
en su poder a su familia. Eso la obligaba a permanecer cerca, y a tomar riesgos que
de otra forma no correría.
Nuevamente los soldados se habían juntado alrededor de su oficial para recibir
instrucciones. Estas fueron breves y precisas, ya que el jefe océlotl sólo pronunció
unas cuantas frases que por supuesto Nahui no consiguió descifrar. El anciano
también dijo algo, como remarcando algún punto especial de las nuevas órdenes, y
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cuando hubo terminado los tres guerreros se dispusieron a poner en práctica su
plan.
Al parecer, éste consistía en otra búsqueda en la jungla, porque cruzaron el vado
para penetrar en la maleza, por donde ella lo había hecho.
Aprovechando el ruido que los soldados hacían, Nahui avanzó unos largos paralela
al límite de la selva, pero ahora cuidando de cerrar el camino a sus espaldas, para
así poder disfrazar sus huellas a los cazadores. Mas adelante encontró una robusta
ceiba que le podría servir para ocultarse. Para tapar su rastro, caminó varios largos
más antes de abrir un pequeño claro con tres boquetes, y después volvió
cuidadosamente sobre sus pasos hasta la ceiba para trepar a ella, cuidando siempre
ascender por el lado oculto a la poza, hasta que encontró un punto desde donde
pudiera observar tanto los movimientos de sus perseguidores, como a quienes
estuvieran en la poza.
Los perseguidores habían llegado al lugar donde ella había cerrado el camino, y
pudo notar su confusión cuando se dieron cuenta que la pista se perdía en ese
lugar. No obstante, alguno de ellos debió percatarse del engaño, porque después
de alertar a sus compañeros se encaminó decidido, abatiendo la maleza con su
espadón hasta que el paso que había abierto Nahui reapareció con claridad.
Los tres hombres avanzaron con rapidez, hasta encontrar el claro con los boquetes,
y ahí se detuvieron indecisos. Nahui había esperado que cada quien siguiera
inmediatamente un camino, con la esperanza de aislarlos y así tener oportunidad de
sorprender a uno; pero dudaban en hacerlo, y eso le hizo pensar a la muchacha que
los principales les habían advertido que no se separaran.
Como si la hubieran escuchado, los tres juntos acometieron el primer boquete.
Nahui comprendió que tardarían bastante en su inútil búsqueda, porque
seguramente agotarían las tres posibilidades antes de rendirse. Además, actuando
todos juntos no le daban oportunidad de pillar a alguno. Era el momento de pensar
en otra táctica.
Volvió su atención a los de la poza. El yaotequihuac oteaba la jungla, como
queriendo adivinar la ubicación de sus hombres en base a los ruidos que llegaban a
él; pero no lo hacía con mucho éxito, porque estaba volteado hacia el lado opuesto
de donde estaban ellos.
El huehuepilli, por su parte, había dejado a Quetzalli a la sombra del mismo arbusto
donde ella había puesto antes a Topilli y se había acercado a Chicome, que todavía
yacía inconsciente.
Arrodillado junto a su marido, el viejo parecía estarlo
auscultando, aunque a esa distancia no podía asegurarlo. Lo cierto es que el viejo
estaba solo y descuidado, y era una lástima que ella no pudiera aprovechar esa
situación.
O quizá si podría…
Desde su elevada posición, Nahui podía ver que el río emergía de la poza y hacía
una cerrada curva a la izquierda, quedando fuera de la vista desde allí, y pasando
después a un trecho no demasiado lejano del árbol donde estaba trepada.
Animada por esa posibilidad, Nahui bajó a toda prisa de la ceiba, y una vez que se
cercioró que los buscadores estuvieran a prudente distancia, comenzó a abrirse
paso por la maraña vegetal en dirección contraria a la poza y hacia los rápidos del
río, no sin antes cubrir ese rastro lo mejor que pudo.
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Estaba tardando mucho tiempo en llegar al río, y hasta pensó que había errado el
camino, pero por fin escuchó el rumor de la corriente. No obstante, tuvo la
precaución de asomarse a ella antes de salir a descubierto, para que no la fueran a
ubicar sus frustrados perseguidores. Pero ellos al parecer habían tomado un rumbo
diferente, porque les oía bastante lejos a sus espaldas.
La corriente en ese punto atravesaba una zona de rápidos poco profundos, pero el
ancho del río, y la necesaria lentitud de su cruce, la dejarían expuesta por más
tiempo del que ella hubiera deseado. Pero no había alternativa.
Escogió para cruzar un punto donde un esbelto tronco había caído sobre la
corriente, llegando su punta a poco más de la mitad del cauce.
Aseguró sus armas lo mejor que pudo, entró al agua con decisión, y agarrándose del
árbol caído consiguió avanzar con relativa rapidez. Cuando llegó a la punta, decidió
que lo mejor era continuar agachada, para permanecer en lo posible fuera de la
vista. En ese momento sintió un movimiento en su espalda que la sobresaltó. Era
Topilli, que reaccionaba a la temperatura del agua al mojarse su ayatli.
-Lo siento, chiquito.- dijo Nahui en voz alta. Ella hubiera querido ahorrar al pipiltzin la
molestia, pero era imposible.
Ahora fue un quejido desolado lo que llamó su atención. Provenía de Chichicapilli,
que le había seguido hasta la punta del árbol, pero que no se atrevía a continuar
porque se lo llevaba la corriente. Nahui no tuvo más remedio que regresar por él, y
asegurándolo contra su pecho, continuó su camino.
Un poco mas adelante, Nahui resbaló en una piedra que no estaba fija al fondo, y
cayó a una hoya que se abría a sus pies, sumergiéndose en el agua los tres. Con
mucho trabajo consiguió levantarse, escurriendo agua por todos lados. Las
boqueadas de sus acompañantes, en su busca desesperada de aire, parecían
reprocharle su torpeza. Por suerte, no había perdido pasajeros ni armas.
Finalmente llegó a la otra orilla, y de inmediato se internó en la maleza.
Avanzó unos pasos y encontró un claro en la selva, ocupado por una roca grande y
plana donde estaría relativamente a salvo de las alimañas. La piedra estaba
caliente por el sol, pero Nahui recogió un puñado de hojas secas que esparció en su
superficie, para sentarse en ella. Entonces pudo dedicar un poco de tiempo para
reparar los daños causados en el cruce del río.
Al caer en la hoya se había golpeado con fuerza la rodilla contra una roca, y un feo
raspón adornaba su piel, dejando escapar un hilo de sangre. Además, el roce del
cuchillo en su pecho le había escoriado la piel, y el contacto con el agua le había
aflorado la sensibilidad. Ni modo; no había forma de atender sus heridas en ese
momento, así que sólo se las limpió lo mejor posible.
Sabía que no debía estar ahí mucho tiempo, porque le esperaba un largo camino
para rodear la corriente y llegar de nuevo a la poza por la ladera de la tlazoltócatl
antes del anochecer.
Pero para emprender la aventura, necesitaría asegurar niño y armas como lo había
hecho antes, y eso no sería posible con las ropas mojadas, ya que Topilli estaría
inquieto y podría ocasionar un desaguisado.
Desanudó su desgarrado tzomáxtlatl, y liberó al príncipe. El bebé tenía los labios
morados, y le temblaba la barbilla, pero no se quejó. Le quitó la ropa mojada y lo
abrazó para que entrara en calor.
49
A la luz de Tonatiú, el contraste entre su piel, saludablemente oscura, y la extrema
palidez del niño, le sorprendieron. Hasta ese momento, no había reparado en que
su color bien podía ser más claro aún que el de su madre, que hasta en el nombre
llevaba la blancura de su tez. Francamente, el color claro era un tanto chocante
para los habitantes de estas tierras, por no decir que era repelente, casi una
aberración que le hubiera merecido una muerte piadosa al nacer, de no haber sido
por su noble origen y las tormentosas circunstancias que rodearon su
alumbramiento. Aún ella, familiarizada con ese tono de piel en personas cercanas,
no pudo dejar de impresionarse con el contraste que veía en ese momento.
Pero el pequeño no tenía culpa de tamaña deformidad, y ella sí tenía un compromiso
bien claro para con él, así que se esforzó en apartar de su mente esos
pensamientos, y mejor aprovechó el tiempo para amamantarlo y acicalarlo,
acomodándole de nuevo el tlahuiztli en su escaso cabello castaño.
“¡Es extraño!”, pensó. “Este amuleto pudo haberse perdido varias veces, pero
parece saber que tiene que estar con el pipiltzin”.
Exprimió la ropa del niño lo más posible, y luego la extendió en la roca para que se
secara. Lo caliente de la piedra y la fuerza del sol harían el trabajo con rapidez.
Había cuatro piezas de ropa del bebé: un rebozo para envolverlo, una pequeña
camisa, su pañal y su ayatli. En las condiciones actuales era un exceso de ropa,
sobre todo porque ella no tenía nada más que su tzomáxtlatl, que había tenido que
desgarrar para asegurar al niño a su espalda.
Usaría el rebozo. Lo anudó alrededor de su cintura, y se lo acomodó para que le
sirviera como braga. Luego vistió a Topilli con su camisa y su pañal, y lo envolvió lo
mejor que pudo con su capa. La ropa no estaba totalmente seca, pero el niño se
dejó vestir sin inquietarse.
Por último, se lo aseguró de nuevo a la espalda con los jirones de su tzomáxtlatl; se
acomodó nuevamente el arco y el saco de flechas en el hombro izquierdo, y el
cuchillo entre los senos tratando de evitar la piel escoriada, y empuñó el espadón.
Estaba lista para partir.
Acometió la jungla con decisión, guiándose por el rumor del río a su derecha.
Parecía dotada de una fuerza sobrehumana, abriéndose paso por el muro vegetal, y
sólo se permitió breves y espaciados descansos.
Pero el camino era demasiado largo. En un momento dado, se acercó a la orilla
para medir su avance, y al asomarse a la corriente no pudo evitar el desaliento: la
poza todavía no estaba a la vista desde ese lugar.
Calculó la hora por la posición del sol, y se percató que era media tarde. Hacía
tiempo suficiente que había dejado a sus perseguidores tras la pista falsa. Para ese
momento ya habrían claudicado en su búsqueda, presentándose con las manos
vacías al yaocélotl.
¿Cuál sería ahora su estrategia?
¿Abandonarían la búsqueda y regresarían a su lugar de origen?
¿O estarían tratando de atraerla con un sebo irresistible para agarrarla?
Algo era seguro. Si volvían a poner las manos sobre su preciosa Quetzalli, o sobre
el maltrecho Chicome, ella no descansaría hasta hacerles pagar por su osadía.
Tenía que llegar a la poza. Antes del anochecer.
50
El momentáneo desaliento se convirtió de nuevo en férrea resolución. Si la jungla
era un enemigo, había que tratarla como tal.
Los golpes de maquiáhuitl
arremetieron nuevamente contra la selva.
El sudor le escurría copiosamente por el rostro, provocándole un molesto escozor en
los ojos. Sus brazos hacían un terrible esfuerzo para seguir blandiendo la macana, y
el pipiltzin a su espalda pesaba como una roca. Pero su avance había sido
asombroso. Al asomarse de nuevo hacia el agua, se encontró con que había
llegado ya a la selva de la tlazoltócatl. La ribera de la poza, con su cubierta de
suave hierba, se extendía frente a ella tranquila, inmaculada, desierta.
¡Desierta!
¡No estaban! ¡Los soldados y el viejo se habían ido!
Tampoco había rastros de su hija, ni de su marido.
“¡Tonta de mí!”, pensó Nahui con desesperación. “Me he tardado tanto en llegar
aquí, que ellos debieron creer que me había ido”.
Por un momento, estuvo tentada de salir a revisar la zona. Pero algo en su interior
le decía que todo era una trampa.
Volvió a mirar, ahora con detenimiento. Todo estaba demasiado compuesto,
demasiado arreglado. Demasiado artificial.
No estaba la ropa que ella había lavado, antes de empezar con las carreras y las
angustias. También había desaparecido todo rastro del fogón que habían usado
desde la tarde del día anterior. Parecía como si nadie hubiera acudido al lugar en
varios días.
Recordó el momento cuando llegaron allí: todo el panorama tan prístino, tan virginal.
La frescura del agua, los vivos colores de la naturaleza, multitud de pájaros
revoloteando y cantando. Casi como ahora lo veía, pero…
Pájaros. Cantos.
Eso era justamente lo que ahora faltaba, lo que le daba esa cualidad de “artificial” al
ambiente. El silencio era absoluto, impenetrable. Como si algo o alguien asustara a
las aves.
Sí. Definitivamente era una trampa.
Con seguridad, los guerreros estaban apostados en diferentes lugares alrededor de
la poza, listos para saltar en el momento en que ella apareciera. Eso significaba que
su familia también tenía que estar cerca, y las posibilidades de su estrategia seguían
vigentes.
Recorrió con la vista todo el perímetro, tratando de ubicar el emplazamiento de los
soldados; pero no había señales de ellos. Ahí debían estar, vigilando la poza como
ella, pero no podía encontrarlos.
Sólo le quedaba un camino: salir a descubierto, para hacer saltar la trampa.
Otra vez un riesgo calculado; pero ahora la apuesta era mas alta, porque en esta
ocasión la estaban esperando y ella no conocía la posición de sus contrincantes.
Confiando en que no hubiera algún soldado cerca, regresó por donde venía, y a
cierta distancia abrió un pequeño claro, seguido de un par de falsas salidas, y una
tercera donde dejó la maquiáhuitl, y que luego cubrió con un enorme helecho que
crecía en el lugar.
Al terminar volvió a la orilla de la jungla, afirmó las ataduras del pipiltzin a su espalda
y, tras hacer el tlalcualiztli con el que invocó la protección de los dioses, empuñó
arco y flecha, apartó las últimas plantas y salió de la maleza.
51
En cuanto pisó la hierba de la ribera de la poza, Nahui corrió en dirección a las
cuevas.
A los pocos pasos, escuchó claramente el canto de un jilguero, que se oía del lado
de la playa arenosa, más o menos desde el punto por donde ella se había escapado
la vez anterior. El supuesto canto del ave, obviamente distorsionado por la sorpresa
y la precipitación de su emisor, confirmó a Nahui sus sospechas de una trampa.
Cabía esperar que en cualquier momento un atacante le saliera al paso.
Cuando lo pensó por primera vez, le pareció descabellado ir hacia las cuevas,
porque desde ese lugar le sería más difícil escapar. Pero también parecía lógico
esperar que el huehuepilli y Quetzalli estuvieran escondidos ahí; y si ella lograba
rescatar a su hija, y tomar al viejo como rehén, se apuntaría un sonoro triunfo, que
inclinaría esta pequeña guerra a su favor.
En ese momento, el yaocélotl y uno de sus esbirros salieron a descubierto en el
lugar desde donde se había escuchado al jilguero, y empuñando sus arcos le
dispararon una andanada de flechas, pero sus tiros resultaron demasiado altos.
Nahui llegó a la cueva que había sido su campamento, y espió al interior. Alcanzó a
ver un movimiento brusco, y se apartó de un salto, justo en el momento en que un
golpe de maquiáhuitl zumbaba a un palmo de sus narices. Sin pensarlo, empuñó el
arco y disparó una alocada flecha al interior. Un agudo lamento acompañó al crujido
de la flecha, al hacer blanco en un cuerpo.
Sobresaltada, Nahui se volvió y emprendió el regreso. Una nueva rociada de flechas
silbó a su alrededor, pero sin que ninguna la tocara.
Otro guerrero venía a toda prisa por el vado con intención de cortar su carrera; pero
aún estaba demasiado lejos, y ella calculó que llegaría a la entrada de la jungla,
antes que el otro terminara de salir del agua.
El soldado, comprendiendo que no llegaría a tiempo para cortar la retirada de la
amazona, empuñó su arco y disparó. Nahui vio venir la flecha, pero era demasiado
tarde para esquivarla, y sólo alcanzó a levantar el brazo izquierdo para cubrirse. Un
agudo dolor hizo estallar en llamas su antebrazo, pero ella no detuvo su carrera, ni
dejó caer el arco; entró a toda prisa a la jungla, y continuó hasta llegar al lugar donde
había dejado la maquiáhuitl, apostándose tras el helecho.
El soldado había entrado a la selva a pocos pasos detrás de ella, y siguió por el
sendero que Nahui había preparado, hasta encontrar las dos salidas falsas. Se
detuvo confundido y, tras una breve vacilación, se volvió bruscamente con el arco
listo para disparar, cuando una enorme planta se le vino encima, desarmándolo
limpiamente. Todavía alcanzó a ver el rostro de Nahui, contorsionado por el dolor y
el esfuerzo, antes de que la macana le golpeara el costado, y lo enviara dando
tumbos contra la maleza.
Ni siquiera pudo incorporarse antes de que un segundo golpe lo dejara inconciente.
1 09 Totepeuh y Cuauhpatlatzin
Su mente se negaba a aceptar los mensajes de alarma que le enviaban sus
sentidos. Con ojos desorbitados, Nahui contempló largamente la flecha, que estaba
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profundamente incrustada en la cara interna de su antebrazo, con la punta apenas
por debajo de la piel en su cara externa.
Oleadas de intenso dolor le subían por el brazo hasta el hombro, y de ahí se
irradiaban al cuello y la espalda, como si los tuviera envueltos en fuego. El
penetrante olor de su propia sangre la mareaba, y hasta temió perder la conciencia.
Tenía que hacer algo pronto.
Con su mano derecha cogió la flecha, cerró con fuerza los ojos y, apretando las
quijadas, dio un fuerte jalón para sacársela del brazo. No pudo reprimir un grito de
dolor. Cuando juntó el valor necesario para abrir los ojos, se encontró con un
enorme chorro de sangre que brotaba de un agujero grande como pozo en su
antebrazo.
Alarmada, se levantó de un brinco haciendo resollar al príncipe en su espalda. Con
torpeza por la apuración, empezó a desanudar el rebozo de su cintura, acabando
por arrancárselo. Ayudándose con los dientes, cortó un jirón de la tela, y se lo
envolvió en la herida lo más fuerte que pudo.
La sangre y el dolor cedieron, y ella consiguió al fin tranquilizarse un poco. Las
palpitaciones que sentía subir por el brazo hasta el hombro, contrastaban con un
curioso hormigueo que le bajaba y corría por el borde de la mano, y el dedo
meñique. Intentó mover el dedo, y descubrió que no le respondía; sólo sentía ese
espantoso cosquilleo, que aumentaba con sus esfuerzos y disminuía si dejaba
quieto el dedo.
Agarró el arco y lo tensó. Mientras aumentaba la fuerza, el arco comenzaba a
temblar en su mano; pero podía sostenerlo con relativa firmeza, la necesaria en todo
caso para disparar, aunque la flecha no llegara muy lejos.
Entonces volvió su atención al guerrero que yacía junto a ella. Estaba hecho ovillo y
tenía un fuerte golpe en un costado de la cabeza, aunque no sangraba casi nada.
Se acercó y lo movió, pero él no reaccionó. Tenía para un buen rato inconsciente.
Pensó en atarlo para evitar un posible desaguisado, pero prefirió usar el resto de tela
otra vez como calzón, así que se lo anudó torpemente a la cintura.
En los últimos minutos la luz había comenzado a disminuir, anunciando el ocaso.
Nahui decidió acercarse a la orilla de la selva para ver lo que estaban haciendo sus
enemigos, los que quedaban, antes de que la oscuridad se lo impidiera.
Cuando se asomó de nuevo a la poza, quedó sorprendida al ver que ellos se habían
concentrado en este lado, alrededor de un enorme montón de leña que habían
apilado justo donde ella tenía su fogón.
El yaocélotl estaba rociando la pila de leña con un líquido oscuro y viscoso,
vertiéndolo de un pequeño recipiente que traía colgado al cuello con una correa de
cuero. Una vez que terminó, cogió de manos del guerrero a su lado una tea
encendida que aplicó a la pila, en el lugar donde vertiera el líquido misterioso. Ante
el asombro de Nahui, al contacto con la tea la pila de leña estalló en llamas,
convirtiéndose de inmediato en una enorme hoguera.
Asustada, la muchacha recorrió con la mirada los rostros de los demás asistentes,
esperando encontrar reflejado en ellos el mismo terror religioso que debía animar el
suyo; pero nadie pareció reaccionar ante el increíble prodigio que había
presenciado.
Aún presa de un temor reverencial, Nahui se obligó a seguir con el examen de sus
enemigos. El huehuepilli se estaba acercando a los otros dos con rostro
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inescrutable, y llevaba en brazos a Quetzalli, que no hacía movimiento alguno a
pesar de que estaba totalmente despierta.
Un poco mas allá pudo ver a otro guerrero sentado en la roca del amolli, que con un
exagerado gesto de dolor en el rostro se afanaba en detener el chorro de sangre que
le brotaba de la parte superior de la pierna, cada vez que intentaba retirar la flecha
que tenía profundamente clavada en ese lugar. Una sonrisa asomó a los labios de
Nahui, y sintió que la herida de su brazo mejoraba como por encanto.
Recorrió con la mirada el resto de la ribera, pero no encontró rastros de Chicome, ni
del primer soldado herido.
-¡Chimalma!
El grito sobresaltó a Nahui, haciendo que volviera de inmediato su atención a las
figuras junto a la hoguera.
-¡Chimalma! ¡Sé que me estás escuchando!
El que gritaba era el jefe ocelote. El anciano había entregado a Quetzalli al soldado,
y éste la presentaba a su oficial.
¿Qué había dicho el yaotequihuac? ¿Chimalma? ¿Mano-de-escudo?
-Como puedes ver, tenemos a tu hija. No queremos lastimarla, pero lo haremos si
no cooperas con nosotros. ¡Tienes que entregarte!-, continuó el oficial.
Nahui no contestó. Tenía que esperar para ver cuáles eran sus intenciones. Tras
una larga y tensa pausa, el yaotequihuac se volvió hacia Quetzalli y comenzó a
quitarle la ropa. La niña hizo un débil intento por rechazarlo, pero cuando el sujeto
amenazó con pegarle ella se dejó hacer resignada. Nahui sintió que la sangre le
golpeaba las sienes, a punto de perder el control.
-¿Acaso preferirías que la sacrificáramos a Tezcatlilpoca?
El yaotequihuac tomó el recipiente que aún colgaba de su cuello, y lo levantó
diciendo:
-¿Sabes lo que es esto?- Hizo una pausa dramática y prosiguió: -¡Es nada menos
que el fuego de los dioses, teotlenextli!
Hasta ese momento, el océlotl había estado dirigiéndose a la jungla, a ningún lugar
en especial. Pero ahora se volvió y señaló directamente al lugar donde estaba ella
escondida, gritando amenazador:
-¡Tú viste cómo encendí la hoguera con él!-. Con un rápido movimiento empezó a
derramar el espeso líquido en el pecho de Quetzalli, que hizo un gesto de
repugnancia al sentirlo en su piel. -¡Y ahora voy a encender el pecho de esta
criatura, a menos que salgas ahora mismo, desarmada y con el niño que llevas
contigo!
Transcurrieron lentamente varios segundos, mientras el eco de los gritos se apagaba
en el alto paredón de caliza. El niño. Por fin todo quedaba aclarado. Ellos estaban
buscando al pipiltzin.
Sin dejar de mirar en su dirección, el yaotequihuac hizo una seña al soldado, quien
depositó a Quetzalli en el suelo, alejándose unos pasos hacia atrás. A una segunda
señal, el soldado tomó de la hoguera una rama ardiendo y se la entregó a su oficial.
-¡Te estoy esperando!-, rugió impaciente el ocelote, mientras acercaba la rama al
pecho de Quetzalli.
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La mente de Nahui empezó a girar fuera de control. “Lo siento tanto, mi querida
Ximalámatl. ¡Pero no puedo permitir esto!”, pensó mientras dos gruesas lágrimas
corrían por sus mejillas.
Apartó las últimas plantas y salió de la maleza.
De pie frente a sus enemigos, con toda la dignidad que pudo reunir, Nahui dejó caer
a su lado la maquiáhuitl y el arco. Luego, con deliberada lentitud, se sacó del
hombro el saco de flechas, y desanudó los restos de su tzomáxtlatl, para liberar de
su espalda al pipiltzin. Con infinita tristeza, lo abrazó y le acarició la mejilla, mientras
el bebé la miraba a los ojos, con una extraña mezcla de ternura y resignación.
-Ven acá, muchacha-. El que habló ahora fue el huehuepilli, que la miraba con ojos
amables pese a su rostro adusto. -Déjame ver al niño.
Los soldados se habían quedado inmóviles, fascinados con el porte y la serena
dignidad de quien se había convertido, para ellos, en una rival de mucho respeto. El
oficial retiró la rama del pecho de Quetzalli, pero la mantuvo cerca de ella, como
advirtiendo a Nahui que no intentara ninguna treta.
Ese movimiento de su jefe pareció despertar al soldado sano, que de inmediato se
dirigió a la jungla, seguramente para rescatar a su compañero. Ella caminó con
lentitud hacia el anciano, y con un hondo suspiro le entregó a Topilli.
Una vez que el viejo tuvo al príncipe en sus manos, procedió a descubrirlo para
revisarlo. En cuanto asomó un brazo del niño fuera del ayatli, el soldado herido
ahogó una exclamación. El viejo terminó de quitarle su manta al bebé, y lo mostró al
yaotequihuac, quien lo miraba asombrado.
-¿Qué opinas ahora, Cuauhpatlatzin?
-Debe ser sólo una coincidencia. No es posible que todo sea verdad.
-Mira bien, y convéncete. Es un varón, de piel clara, encontrado justamente en este
lugar, y nada menos que en manos de una guerrera. No es sólo una, son
demasiadas coincidencias. ¿Qué mas pruebas quieres?
-Pero aquello es un cuento.
-Entonces aprenderemos a creer más en los cuentos.
-Y, ¿Qué me dices del tipo, y de la niña? Ellos no aparecen por ningún lado.
-Cierto. Pero tampoco son importantes para el caso. Es una omisión comprensible.
Nahui seguía con interés el extraño diálogo de los dos personajes. No tenía idea de
qué hablaban, pero no parecían ser esbirros de Matlacoatzin, porque si lo fueran el
pipiltzin ya hubiera sido asesinado. El anciano siguió con su detenido examen del
príncipe, mientras el oficial parecía haber encontrado algo más interesante en el
pecho de Nahui. Con un estremecimiento, ella recordó su desnudez. Evitando la
lujuriosa mirada del ocelote, se hizo en el pecho un par de amarres con el
desgarrado tzomáxtlatl, cubriéndose los senos lo mejor posible. Al terminar, clavó
una mirada fría como la obsidiana de su cuchillo en los ojos del oficial, que a su vez
le dedicó una obscena sonrisa.
-¿Qué es esto?
La voz del anciano resolvió momentáneamente la silenciosa disputa entre Nahui y el
yaotequihuac. La muchacha se estremeció al ver lo que el anciano había
encontrado.
-¡Tlateochihuani Ehécatl! ¡El tlahuiztli real!-, murmuró el viejo.
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-¿Qué..?-, alcanzó a decir el yaotequihuac.
Ante la sorpresa de todos, el huehuepilli estaba haciendo una profunda reverencia al
pipiltzin, que le miraba con su acostumbrada solemnidad.
-Ehécatl Quetzalcóhuatl-, murmuró el anciano, en dirección al bebé. Enseguida, con
mucha delicadeza, lo entregó a Nahui, que le miraba boquiabierta.
-Cihuatlacáhuatl, te suplico me digas ¿Quién es este niño? ¿De dónde has obtenido
esta sagrada joya?
-¿Pero qué te pasa, Totepeuh? ¿Por qué le hablas así a esta miserable?
El anciano miró al yaotequihuac con tristeza. Luego, dirigiéndose a Nahui, continuó:
-Discúlpalo, no sabe lo que dice. Contéstame, ¿Quién es este niño que defiendes
con tanto ardor?
Nahui vaciló. La actitud y las palabras del huehuepilli la habían tomado totalmente
por sorpresa, y de repente no supo cómo debía reaccionar. Siendo mujer, era
increíble que un personaje como él le tuviera, no se diga el mínimo respeto, ni
siquiera algo de consideración. Pero a pesar de todo, su lugar seguía siendo inferior
comparada con un hombre, por lo que decidió actuar con cautela.
-El niño… -, balbució insegura, inclinando sumisa la cabeza. -Digo, el pipiltzin, es…
Es hijo de mi tlatihuani Mixcóatl, tencuhtli de Culhuacán-. Había dudado en revelar
la identidad del niño, pero ahora estaba segura de que sus enemigos no eran
insurrectos culhuas, y tanto la actitud como las palabras del anciano, le daban
esperanzas de que serían protegidos por ellos, fueran quienes fuesen.
-¿Un príncipe culhua?-, dijo el yaotequihuac con un dejo de desprecio en la voz. -¿O
un bastardo?
-¡Claro que no!-, le contestó Nahui con vehemencia. Enseguida, arrepentida por su
arrebato, continuó de nuevo sumisa: -Su madre es la princesa tlahuica
Ximalamatzin, desposada con Mixcóatl por su padre Iztacóyotl, tencuhtli de
Xochicalco.
-¿Quién has dicho? ¿Ximalamatzin?-, preguntó el ocelote, asombrado por la
revelación.
-Hablando de coincidencias. Matlactli Xóchitl Ximalámatl, la hija favorita del
tencuhtli-, apunto el viejo. -He aquí la forma como se manifiesta una leyenda en la
realidad.
-Y, ¿Por qué está el niño en tu poder, si es quien tú dices?-, preguntó el soldado,
endureciendo de nuevo su expresión. -¿Acaso lo robaste?
-Pero, ¿Es que no saben lo que ha pasado en Culhuacán?-. Ahora la sorprendida
era Nahui. –Mixcoatzin fue asesinado por guerreros de su primo, y su palacio
incendiado. Mi familia y yo huimos de Culhuacán con el pipiltzin, para tratar de
salvarlo.
-¿Y qué fue de la princesa?-, preguntó el anciano con rostro ceñudo.
-Mi querida cihuatencuhtli falleció de parto poco antes del atentado al monarca. Ella
fue quien me pidió cuidar del niño.
Las revelaciones de Nahui causaron hondo impacto en ambos personajes, a juzgar
por la expresión de sus rostros. Sin decir palabra, el viejo se apartó de ellos y se fue
caminando lentamente hacia el agua de la poza, absorto en sus meditaciones. El
ocelote, por su parte, arrojó a la hoguera la rama con la que amenazaba quemar a
Quetzalli. En ese momento, la muchacha aprovechó para acercarse a su hija, buscó
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con la mirada el consentimiento del oficial, se sentó junto a ella y la abrazó, dejando
en sus piernas al bebé. Quetzalli, al sentirse en brazos de su madre, comenzó a
sollozar, pero Nahui la hizo callar y, tapándose con el ayatli del pipiltzin, comenzó a
amamantarla. Escuchó un ruido a sus espaldas y se volvió: era el soldado que
regresaba de la jungla, cargando a su compañero inconciente. Con un bufido, lo
depositó sin mucha delicadeza junto al fuego.
La noche había caído, pero la enorme hoguera alumbraba buena parte de la poza.
Eso le permitió a Nahui ver que el yaotequihuac se había acercado al huehuepilli, y
ambos estaban hablando, aunque por supuesto ella no alcanzaba a escuchar su
conversación. Entonces dirigió su atención al soldado que estaba junto a ella, y
trataba discretamente de buscar un mejor ángulo para echar una mirada a sus
senos. Al verse sorprendido, el soldado enrojeció y empezó a retirarse, pero ella le
dijo:
-Oye, teyaotlani. ¿De dónde vienen ustedes?
El aludido hizo una mueca de disgusto. Evidentemente no estaba acostumbrado a
que una mujer le dirigiera la palabra sin que él le hubiera preguntado algo; y menos
en ese tono. Pero Nahui le dedicó una luminosa sonrisa, y añadió:
-No irás a sentirte ofendido porque te pregunto algo, ¿verdad?
-Debería golpearte, no hablarte-, dijo él malhumorado.
-¿Te atreverías a golpear a una pobre e indefensa mujer?
-A una mujer indefensa quizá no. Pero a ti sí. Mira cómo dejaste a éste.
-¡Pero tenía que hacer algo! ¿Qué me hubiera pasado si él me encontraba primero?
Además, ustedes empezaron. Acuérdate lo que le hicieron a mi marido-. Nahui
había llegado al tema que le interesaba. Aprovechó para preguntar con fingida
inocencia: -Por cierto, ¿dónde lo tienen?
Al oír la pregunta, el soldado miró instintivamente hacia las cuevas. Pero
recuperándose de inmediato, contestó:
-Eso pregúntaselo al jefe. Yo no pienso decírtelo.
Nahui inclinó la cabeza, y dijo suavemente:
-¿Crees que me deje ir a verlo? Tal vez tú podrías llevarme, y…
Nahui separó un poco el ayatli, descubriendo a Quetzalli, que comía con apetito.
Con el rabillo del ojo, alcanzó a ver que él se tensaba de inmediato.
-…asegurarte de que no me vaya a escapar.
-Tal vez…
La voz del soldado se había suavizado bastante. Nahui volvió a cubrirse.
-¿Por qué no le preguntas?
-¿Estás loca? Si lo interrumpo ahora, me mata.
-Pero si yo le digo, seguro se ofende.
-Entonces pregúntale al teotlamapixqui. Parece que a él sí le caíste bien.
Nahui se quedó pensativa. Así que el anciano era un sacerdote. Pero debía
tratarse de uno muy especial, ya que la imagen que ella tenía de los sacerdotes era
totalmente distinta: individuos sucios y malolientes, muy a menudo cubiertos por
costras de sangre seca, proveniente tanto de sus penitencias como de los sacrificios
a los dioses. Además eran tipos arbitrarios y arrogantes, presumiendo que sólo ellos
tenían la razón, y que cualquier otro mortal no sólo estaba equivocado, sino que
además era indigno de cuestionarlos.
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Sin embargo, este personaje parecía más bien un miembro de la realeza que un
sacerdote ordinario. Era de baja estatura, sumamente delgado, de piel cobriza y
facciones enjutas. A pesar de su porte y su aire de innegable autoridad, vestía con
sencillez, usando un máxtlatl de algodón, decorado con un glifo que seguramente
era su nombre calendárico (matlacyei cipactli, trece lagarto), entretejido con hilos de
colores secos. En ese momento no llevaba manto, y calzaba unas sandalias del
mejor cuero y excelente manufactura, pero con mucho uso.
Lucía una barba rala y canosa, y su largo cabello, igualmente canoso pero
escrupulosamente limpio, estaba peinado hacia atrás y sujeto con una banda de
cuero.
No usaba peineta, orejeras ni nariguera, pese a tener perforado el tabique nasal y
los lóbulos de las orejas. Llevaba al cuello un sencillo collar de camarones de oro,
del que colgaba un pequeño pendiente del mismo metal con el glifo de Ehécatl y un
saquito de cuero, que probablemente contenía algunos granos de copalli.
Nahui recordó que había escuchado al yaotequihuac llamarlo Totepeuh, nombre que
le pareció conocido pero que por el momento no conseguía ubicar.
Por su parte, el yaotequihuac Cuauhpatlatzin parecía dispuesto a ostentar su rango
y su fiereza en todo momento. Pese a estar en campaña, lucía su atuendo de gala
de guerrero océlotl, que incluía un máxtlatl de piel de tigre que le llegaba casi a las
rodillas. En la cabeza llevaba un tocado de la misma piel, adornado con una banda
de oro, y un pantécatl de largas y valiosas plumas rojas de cóchotl, una ruidosa ave
de las calurosas y lejanas junglas del sur. Adornaban sus orejas unos pendientes de
oro, grandes y pesados, con incrustaciones de piezas de jade, talladas con forma de
fieros rostros felinos. De la nariz le colgaba una nariguera de oro que semejaba las
fauces y los colmillos del océlotl, con bigotes de plumas rojas que también eran de
guacamaya.
Además lucía un largo manto de piel de ocelote, que debía ser
bastante caluroso en estas latitudes, y que llevaba anudado a la derecha con un
ostentoso broche de oro. Por último, calzaba unas sandalias, también de la misma
piel, que incluían las garras del animal, hábilmente disecadas, encima de sus propios
dedos.
No llevaba su arsenal de enjoyadas armas, su enorme escudo de madera y piel, ni el
estandarte de oro y pluma propios de su rango, pero con seguridad no estaban lejos.
Por si fuera poco, traía pintado cada centímetro de piel expuesta con complicados
diseños en negro y amarillo, que para esta hora ya estaban deslavados en muchos
lugares, principalmente por chorros de sudor.
En resumen, se podría decir de él que era una hecatombe de tigres, revolcado en un
charco de pintura bicolor, y adornado con un gran montón de excremento de los
dioses, que tal significa teocuitlatl, el nombre náhuatl del oro.
Sin que Nahui se hubiera dado cuenta, el yaotequihuac había regresado junto a la
hoguera, y con un imperioso ademán llamó al soldado. Con voz perentoria le
ordenó:
-En este momento te vas a la guarnición de Cuauhtlán, y te presentas ante
Huaquestli. Le dices que deberá ponerse al frente de una compañía armada, y
marchará en pie de guerra para encontrarnos en el camino a Xochiatlauhtli. Desde
ahí, nos escoltará a Totoltepec. Mientras tanto, tú regresarás aquí con algunos
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hombres para recoger a los heridos, y también los llevarás a la ciudadela.
¿Entendiste?
-Sí, mi señor-, contestó el aludido.
-Incluyendo al forastero- terció el viejo, que se había acercado sigilosamente.
-Responderás de ellos con tu sangre-, recalcó el yaotequihuac.
El guerrero se estremeció notoriamente. Su oficial le estaba responsabilizando de la
seguridad de los heridos con su propia vida, y eso era un mal negocio.
Como era bien sabido desde tiempos inmemoriales, todo aquél que moría en
combate, o a causa de heridas de guerra, dejaba este mundo colmado de honores, y
aseguraba su llegada a Tonatiuhichan, uno de los trece cielos, y el paraíso particular
de los guerreros.
Ahí llevaría una vida de delicias, sin sentir nunca dolor, nostalgia o enfado. Viviría
rodeado de bellos jardines, llenos de hermosas y olorosas flores, de dulces y
perfumados frutos, y de bellísimas aves de todos colores y melodiosos cantos.
Saludaría al sol en las mañanas, con gritos guerreros y golpes de sus armas.
Luego, le acompañaría en su viaje por los cielos; y finalmente le despediría en el
ocaso, con alabanzas y cantos bélicos, ya que habría sido elegido para formar parte
de su séquito.
Con tan halagadoras expectativas en puerta, todo guerrero que sufría heridas de
alguna gravedad en combate, siempre prefería la muerte a la posibilidad de quedar
tullido, ya que así perdía no sólo la posibilidad de acceder al Tonatiuhichan, sino que
también el respeto de sus compañeros de armas, de su familia, y en general de toda
la población.
Por este motivo, era muy frecuente encontrar que un guerrero que sufriera en
combate heridas incapacitantes, pero no mortales, fuera piadosamente ejecutado
por algún compañero de armas, quien entendía esto como una noble acción para
con su colega.
Esta actitud de solidaridad para con el compañero herido, era precisamente lo que
inquietaba al soldado. Porque tendría que cuidar no sólo a los heridos, sino también
a los que serían sus compañeros de escolta, para que su exceso de piedad no le
ocasionara a él la pérdida de algo más que el honor, como puede ser la cabeza en
una ejecución sumaria, o el corazón en la piedra de sacrificios.
-¿Aún estás aquí?-. La severa voz del oficial interrumpió sus meditaciones.
-Ya me voy, mi señor-, respondió él, haciendo el tlalcualiztli.
El guerrero se retiró, cruzó el vado y la playa arenosa, y se internó en la jungla.
Mientras tanto, el yaotequihuac se había acercado al soldado de la flecha en el
muslo, quien aún seguía gimiendo su dolor, sin decidirse a sacar la punta de su
pierna.
-¡Levántate!-, le ordenó.
-Pero mi señor, estoy herido…
-¡De pie he dicho! No eres más que un cobarde. Arranca de una vez esa flecha, y
alístate. Te quedarás a cuidar de los heridos.
Con grandes muestras de dolor, el soldado comenzó a levantarse. Con un rápido
movimiento, el ocelote agarró la cola de la flecha, y tiro con fuerza de ella, sacándola
de la pierna de su subordinado. El soldado ahogó un grito, y contempló estupefacto
la punta que le mostraba su oficial. De la herida le manaba un hilillo de sangre.
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-¡Amárrate esa herida! Parece mentira que esta mujer sea más valiente que tú.
Nahui seguía atentamente los movimientos del oficial, que ahora se había acercado
al anciano, hablando con él en voz baja. Había terminado con Quetzalli, y ahora
volvía a cubrirse el pecho con los jirones de tela que tenía. Pero necesitaba que le
permitieran coger su ropa para poder iniciar la marcha con ellos, porque era seguro
que no la iban a dejar ahí, para esperar al otro soldado.
-¡Chimalma!-, le dijo el ocelote. –Prepárate, porque tú vendrás con nosotros.
-Mi señor…-, comenzó a decir ella, pero de inmediato se detuvo, al ver la expresión
del oficial.
-¿Qué es lo que quieres?-, rugió enfadado.
-Necesito mi ropa, para poder ir con ustedes a la ciudad. Y quisiera ver a mi marido,
antes de partir, si me lo quieres permitir-, dijo ella.
-Está bien, muchacha- terció el anciano con una sonrisa en los labios, antes de que
estallara la ira del yaotequihuac. –Ven conmigo.
El viejo se encaminó a las cuevas, y Nahui lo siguió de prisa, sin esperar a ver la
reacción del ocelote. Al entrar a la cueva que les había servido como dormitorio,
Nahui pudo ver a Chicome, que yacía boca arriba en una improvisada esterilla. Se
acercó a él, dejando de lado a los niños, y tocó su frente, que estaba muy caliente.
-Chicome… ¿Me oyes?-, le dijo en voz baja, cerca del oído.
Pero al ver sus ojos, aún a la escasa luz de la única tea que estaba encendida, pudo
percatarse que su marido seguía inconciente. Dos gruesas lágrimas rodaban por
sus mejillas, cuando sintió la huesuda mano del anciano en su hombro.
-Huehuepilli, hace un rato pude ver que lo estabas auscultando-, se atrevió a decirle.
-¿Cómo lo encontraste? ¿Crees que podrá recuperarse?
-No lo sé. Recibió un fuerte golpe. Pero es un hombre joven y fuerte. Confiemos en
los dioses que vuelva pronto en sí.
-Pero, ¿Aguantará el viaje hasta Xochicalco?
-Tampoco lo sé. Pero sería peor que lo abandonaran aquí. Además, el tencuhtli
podría querer verlo, como seguramente querrá ver al pipiltzin. Anda, vístete de
prisa, que tenemos que irnos.
1 10 La marcha a la ciudad
Era poco más de media noche, cuando el yaotequihuac dio la orden de partir. A
Nahui le pareció que bien podían haber esperado hasta el amanecer, ya que sin luz
les tomaría mucho tiempo cruzar la espesa jungla a golpe de machete. Pero tuvo
que emprender la marcha sin atreverse a cuestionar al oficial. Iban solamente ellos
dos, los bebés, el anciano y el itzcuintli, ya que eran los únicos que estaban en
condiciones.
La caminata nocturna resultó rápida, porque se internaron por un sendero bien
despejado que Nahui no conocía, aún cuando tuvieron que dar un amplio rodeo para
no tener que cruzar el río. Poco antes del alba, llegaron a un camino que se
internaba en una cañada de poca altura. Nahui supuso que se trataba de
Xochiatlauhtli, la barranca florida. Oteando hacia el oriente, el yaocélotl señaló al
huehuepilli una brillante hoguera, que ardía a lo lejos con un fuego azulado, y
comentó:
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-Ya viene nuestra escolta. Debemos apurar el paso, para encontrarlos en el cruce
con la ruta principal.
-¿Está muy lejos?-, preguntó el anciano.
-A menos de media larga carrera. Pero no vamos a seguir por el camino, porque
podríamos caer en una emboscada. Tendremos que bajar por la barranca.
-¿Crees que ella pueda hacerlo? Lleva a los dos niños.
-Más le vale que pueda.
Y sin esperar respuesta, reemprendió la marcha. El anciano se dirigió entonces a
Nahui, que miraba al ocelote con ojos de fuego:
-¿Seguimos adelante, muchacha?
-Si, mi señor. Si él puede, yo también; aunque traiga a los niños-, contestó enojada.
-Vamos entonces-, dijo él con una sonrisa.
La bajada no resultó nada fácil. Nahui llevaba al pipiltzin firmemente sujeto a la
espalda, y a Quetzalli en el pecho. Pero la ladera caía casi a pico, y tenía amplias
superficies donde el terreno no era rocoso, sino tierra suelta. Dos veces resbaló
Nahui al perder apoyo en los pies: la primera un par de largos sin mayores
consecuencias, pero la segunda vez cayó más de diez largos antes de detenerse,
hundiendo profundamente los brazos y las piernas en el terraplén. Quetzalli se llevó
un baño de tierra, y ella una severa contusión en el lugar donde la flecha le había
herido el brazo, además de múltiples arañazos en todo el cuerpo.
Cuando el viejo consiguió llegar a su lado, la encontró tratando de calmar el llanto de
la niña, mientras limpiaba de arena su herida, que sangraba profusamente. No
emitía ningún sonido, pero gruesas lágrimas hacían surcos en la arena de sus
mejillas, remarcando el rictus de dolor que tenía en la cara. Conmovido por la
dignidad de la muchacha, Totepeuh se arrodilló a su lado, y le ayudó en silencio a
vendar nuevamente su herida. Al terminar, le preguntó suavemente:
-Chimalma, ¿Estás mejor?
-Si, mi señor. Te agradezco mucho tu ayuda.
-¿Cómo está el pipiltzin?
¡Topilli!
No había pensado en él, hasta que el huehuepilli lo mencionó. Asustada, empezó a
buscar los amarres de su rebozo para desatarlo, pero el anciano caballero ya se
había asomado a su espalda, apartando la tela que cubría la cara del niño.
-¡Ayo!-, exclamó. –Al parecer está bien. ¡Pero qué mirada tan seria tiene!
-Si-, contestó Nahui con un asomo de sonrisa. –Así es él. Siempre tan compuesto,
tan serio. Nunca llora ni se enoja, aunque esté sucio o hambriento. Espera con
paciencia hasta que puedo atenderlo…
-Y ahora deberá esperar un poco más. Cuauhpatlatzin ya se adelantó mucho, y
tenemos que seguir.
Tan pronto como alcanzaron el camino principal, vieron que el yaotequihuac estaba
hablando con un guerrero, mientras que el resto de la tropa esperaba órdenes un
poco más allá. Al verlos acercarse, el ocelote exclamó:
-¡Cómo has tardado, Totepeuh!
-Recuerda que mis huesos son viejos, mi señor.
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El anciano no hizo ninguna mención del percance de Nahui, y ella le agradeció
mentalmente la omisión. El oficial replicó:
-Tenemos que apurarnos. Acabo de enviar un mensajero a palacio, y el tencuhtli
nos estará esperando antes del anochecer.
Desde entonces, su marcha había sido a paso militar. Por momentos, Nahui y
Totepeuh se sentían incapaces de seguir el avance de los guerreros, pero no
lograron que aminoraran su velocidad, y apenas pudieron disfrutar de los breves
momentos de descanso que ordenaba el oficial llamado Huaquestli. Hacia medio
día, llegaron a Temizco, lugar donde estaba la mayor guarnición que habían
encontrado, y ahí hicieron una parada más larga, aprovechando para tomar una
comida ligera.
Nahui recibió de manos de un ceñudo guerrero, un tazón que contenía un cocido a
base de granos de maíz y pequeños trozos de guajolote, desabrido y de aspecto
repugnante, pero que el itzcuintli y ella devoraron como si fuera el mas sabroso
guisado que hubieran comido nunca. Recordó que desde la mañana del día anterior
no probaba alimento, a excepción de algunas bayas que por el camino le regaló uno
de los soldados, conmovido por la expresión de perrito apaleado con que ella lo
miraba comerlas.
En cuanto terminó con su caldo, Nahui se dedicó a atender a los bebés, ya que
durante el camino apenas si pudo acercárselos brevemente al seno para que
comieran algo, y ambos estaban sucios y mojados, y por lo tanto inquietos. Cuando
terminó de atenderlos y se disponía a descansar un poco, dieron la orden de
continuar la marcha, y tuvo que unirse al grupo.
La agotada comitiva llegó a la guarnición que custodiaba la entrada principal de la
ciudad-fortaleza poco antes del ocaso. El anciano Totepeuh puso a Nahui, con sus
bebés y su mascota, bajo la tutela de uno de los mozos de palacio, quien los llevó
cuesta arriba por una calle de piedra muy transitada, aunque algo estrecha.
Cruzaron primero un extenso calpulli, y luego unos templos y otros edificios públicos.
Pese a los largos años que Nahui vivió en Xochicalco, le resultó desconocida esta
calle, que rodeaba las faldas del cerro para acceder a la cumbre por la parte
posterior, y que resultaba bastante fácil de subir, porque su pendiente era muy
suave. No obstante, hubiera preferido seguir con los demás por la amplia y arbolada
calzada que, tras varios tramos de empinadas escalinatas, desembocaba
directamente en la gran plaza de la plataforma superior, donde se encontraban los
edificios principales de la ciudad: la recia pirámide, en cuya cumbre se erigía el
templo dedicado a Tezcatlilpoca; luego se encontraba el teocalli de Ehécatl, cuya
fachada estaba hermosamente tallada con imágenes de la misteriosa serpiente
emplumada; y finalmente el magnífico tepancalli, con sus extraordinarias estelas,
que representaban en bajorrelieves las hazañas militares del reino tlahuica.
Conforme ascendían a la cumbre, Nahui pudo gozar nuevamente de la hermosa
panorámica, ya casi olvidada, del extenso y fértil valle de Cuauhnáhuac. Ella sabía
bien que desde esta altura era posible ver casi todos los reductos militares, que
permitían mantener viables y seguras las importantes rutas de comercio que
cruzaban la región. La disposición de los diferentes retenes en las elevaciones
naturales del terreno, facilitaba la comunicación entre ellos mediante el empleo de
hogueras que, al agregarles determinadas substancias, emitían humo o fuego de
62
distintos colores, según fuera día o noche. Esta comunicación fue evidente durante
el camino desde Michatonalco, porque a medida que iban pasando por las diferentes
guarniciones, aparecían en el cielo espesas bocanadas de humo de un color azul
verdoso, que a sus espaldas se contestaban con otras bocanadas de color púrpura,
mientras que las de enfrente eran blancas. Ahora mismo, desde la ladera del cerro,
alcanzaba a ver algunos lugares de donde surgían nubes de humo blanco, como
reportándose sin novedad a la ciudad.
La calle terminaba abruptamente en un imponente muro de piedra, con una
escalinata que Nahui y el mozo subieron sin detenerse. Al final de la escalera, la
enorme plataforma superior del cerro se abrió ante ellos con todo el esplendor del
sol poniente. Habían llegado a los extensos patios de laja que daban a la fachada
trasera del tepancalli. La actividad que ahí se desarrollaba era intensa: sirvientes,
artesanos, guerreros, y toda clase de gente de pueblo iban de un lado a otro,
afanados en el cumplimiento de sus respectivas obligaciones. A la derecha de la
escalinata, se encontraba un edificio de piedra de forma cuadrangular, sin ventanas
ni ornamentos. En él se alojaban los graneros y la despensa de palacio, además de
las barracas de los miembros de la guardia real, y unos calabozos destinados a los
criminales que esperaban juicio en la corte. En el costado izquierdo, había una serie
de pequeñas construcciones, casi todas ellas de adobe con techos de paja, donde
se asentaban el tepochcalli y los talleres de los canteros; y más allá, se encontraba
el magnífico zoológico real, que se preciaba de tener la más completa variedad de
bestias, animales y humanas, de toda la región.
Nahui siguió al joven pixqui hacia el palacio. Pero en vez de entrar por su parte
posterior, el muchacho la guió hacia la entrada del ala izquierda, a la sección donde
habitaban las mujeres de la corte. Una vez adentro, se dirigieron a la sala que hacía
las veces de recepción. El mozo le indicó a Nahui que se sentara en uno de los
abultados cojines que había contra la pared, y esperara a ser atendida. Enseguida,
se marchó llevándose con él al itzcuintli, sin darle tiempo a Nahui de protestar.
Nahui comenzaba a desatar los rebozos que sujetaban a los bebés, cuando un
movimiento a su lado captó su atención. La pesada cortina de algodón a su lado
había sido apartada por un robusto brazo femenino, y apareció en la entrada de la
cámara una matrona de rostro severo, que con marcado desdén le dijo:
-¡Sígueme!
Nahui fue tras ella en silencio por varios corredores de paredes desnudas, apenas
iluminados con algunas teas mortecinas colocadas en sencillos soportes.
Finalmente se detuvieron frente a otra cortina, que la mujer apartó para descubrir
una austera habitación. La hizo pasar mientras explicaba:
-Aquí dormirás hoy. Aséate y prepárate por si alguien viene por ti-, y sin decir más la
dejó sola.
Nahui recorrió el cuarto con la mirada. Era pequeño, con paredes encaladas y piso
de piedra pulida. Tenía enfrente otra entrada, que daba a un patio interior junto con
otras entradas similares, todas con su cortinilla corrida. A un lado de la entrada
principal, había una tea apagada en su soporte, que Nahui fue a encender al
corredor.
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A la luz de la tea, Nahui vio que en un costado había un estrecho camastro de paja,
con varias mantas de algodón encima, y un pequeño baúl de madera en rústico al
pie, en el que encontró un huipil y una falda, sencillos pero limpios. Del otro lado,
había una icpalli y una mesa, que tenía encima un ánfora, un tazón y un envoltorio
que debía ser amolli; mas allá estaban una tinaja, un cántaro, y una bacinilla de
barro, cubierta por un trozo de tela basta.
Una vez terminada su inspección, Nahui desató lentamente a los bebés, dejándolos
con cuidado encima del lecho, para no despertarlos. Después agarró el cántaro, y
salió al patio para llenarlo en la fuente que había allí. De regreso en la habitación,
cerró la cortinilla y comenzó a desnudarse para darse un buen baño, pero se detuvo
al escuchar un apagado lamento proveniente del corredor. Se acercó a la entrada, y
empezó a correr lentamente la cortina para asomarse al pasillo. En cuanto se abrió
un hueco, una pequeña sombra entró corriendo al cuarto, haciéndole pegar un
brinco. Asustada, soltó la cortina y se volvió, para encontrarse con Chichicapilli, que
le hacía sus mejores gracias.
-¡Ayo!-, exclamó encantada. -¡Qué susto me has dado, amiguito!
Se agachó y comenzó a acariciarlo, mientras el animalito le lamía las manos.
-¿Cómo le hiciste para encontrarme?
Después de darse un prolongado baño, vendar su herida y lavar su ropa, Nahui se
asomó nuevamente al patio y, como lo esperaba, encontró que habían puesto una
mesa con fruta, tortillas calientitas y un jarrón con atolli. Agradecida, se sirvió
algunas viandas en un platón y los llevó a su cuarto, para después empezar a
atender a sus bebés.
El pipiltzin ya estaba despierto, y Nahui lo bañó, lavó su ropa y le dio de comer,
acostándolo finalmente envuelto en una manta. Después siguió con Quetzalli, a
quien tuvo que despertar, y que no dejó de llorar mientras la bañaba. Apenada con
las ocupantes de los cuartos vecinos, Nahui apuró el baño y se la pegó al pecho en
cuanto pudo, para que dejara de llorar. La niña comió con avidez y, una vez
agotada la leche materna, se siguió con una buena ración de atolli hasta que, ahíta,
se quedó profundamente dormida.
Nahui volvió a salir al patio a devolver su platón, conciente de que tenía que dejarlo
para que las responsables de los suministros supieran que había comido y, llegado
el momento, retirar los sobrantes. Después de todo, ella durante mucho tiempo tuvo,
entre otras obligaciones en palacio, la de atender los patios de servicio.
De regreso en el cuarto, se tumbó en el camastro para tratar de descansar. Se puso
a meditar en su situación, y sobre todo en Chicome. El océlotl y el huehuepilli
habían sido muy claros en sus órdenes al soldado aquél en la poza: debía
encargarse de que se trasladara a los heridos a la ciudad. Esa orden se cumpliría al
pie de la letra. Pero no se engañaba; su marido había recibido un golpe muy fuerte,
y en el traslado podían agravarse sus lesiones, porque no esperaba que quienes lo
trasladaran le fueran a tener muchas consideraciones en el camino. Además, no
sabía adonde lo llevarían, ni tampoco si lo harían en calidad de huésped o de
prisionero.
Decidió que, en cuanto fuera posible, buscaría al tícitl de palacio, esperando que
fuera el mismo que ella conoció, y con su ayuda trataría de encontrar a Chicome.
Según recordaba, ese médico era un hombre bondadoso, que no tenía los prejuicios
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normales para con las mujeres. Eso quería decir que probablemente escucharía a
Nahui sin sentirse ofendido e ignorarla, como lo haría cualquier hijo de vecino. Por
otro lado, al médico le apasionaba su profesión, y procuraba la mejor atención a sus
pacientes, así se tratara de un miembro de la familia real o de un humilde esclavo. A
lo mejor conseguía interesarlo en el caso de Chicome, para que lo aceptara como su
paciente.
-¡Ay, marido! No me dejes-, suspiró.
Vinieron a su mente esos hermosos momentos en la poza, cuando por fin dejó atrás
las interminables lunas de abstinencia, obligada por su maternidad. Se dio tiempo
para gozar nuevamente de las desenfrenadas caricias de Chicome, la urgencia de
ambos y el delicioso éxtasis de su íntima unión. Es más, hasta le parecía oír con
claridad los golpecitos que aquel pajarillo del simpático copetillo de plumas rojas
daba con su agudo pico, al tronco del árbol en que se había detenido, buscando
algún animalillo para alimentarse…
¿Golpecitos? ¿En madera?
Nahui se incorporó bruscamente, y aguzó el oído.
Se había quedado
profundamente dormida, pero en medio de su sueño alcanzó a escuchar el llamado
que alguien hacía en el tecomalpilli de su habitación. Este era una pieza hueca de
madera incrustada en el muro junto a la entrada, que al golpearse con un palito o
con los nudillos resonaba como un pequeño tambor, anunciando a un visitante.
Unos segundos después, el llamado se repitió, y Nahui se levantó a toda prisa,
apartando la cortina de la entrada. Ahí en el pasillo se encontraba una risueña
muchachita que, después de hacer graciosamente el tlacualiztli, le dijo:
-Mi señora, la cihuatencuhtli Ahuiatetzin te ruega que acudas a saludarla a su
cámara, y te pide que lleves contigo al pipiltzin.
La niña precedió a Nahui por un nuevo laberinto de corredores, hasta que llegaron a
una sección mejor iluminada, con pisos de madera pulida, y muros decorados con
alegres pinturas multicolores y jarrones con flores. Finalmente, se detuvieron frente
a una cortina finamente decorada con diseños de grecas. La joven llamó en el
tecomalpilli, y sin esperar respuesta, apartó la cortina para permitir el paso a Nahui,
pidiéndole que esperara un momento.
La estancia era espaciosa, perfumada y bien iluminada, y tenía varios almohadones
multicolores contra la pared, semejantes a los de la sala de recepción, pero con
mesas bajas, por lo que Nahui pensó que se trataba de una especie de salón
comedor.
Todo estaba en silencio, y Nahui aprovechó para revisar nuevamente a Topilli.
Desde que lo bañó, previendo justamente que la llamaran para presentarlo, se
esmeró en el arreglo del bebé, especialmente en su peinado al modo de los
guerreros culhuas, adornado con el tlahuiztli real. Pero ahora, al verlo, comprendió
dos cosas con claridad: primero, que el estilo culhua resultaba totalmente
inapropiado en el tepancalli de Xochicalco, y segundo, que no podía ya remediarlo.
-Ximopanolti.
El saludo, aunque pronunciado con amabilidad por una educada voz femenina,
sobresaltó notoriamente a Nahui, que volteó con el corazón en un puño. Una digna
señora, ricamente ataviada y ya entrada en años, estaba frente a ella dirigiéndole
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una afectuosa sonrisa de bienvenida. Nahui se arrodilló de inmediato haciendo el
tlacualiztli, y saludó con cortesía, quedando postrada:
-Icxitlantzinco, cihuatencuhtli.
-Levántate, Chimalma. Ven a sentarte a mi lado-, dijo la reina, dirigiéndose a los
almohadones. -Qué bueno que vinieras a verme tan pronto.
-Me honra acompañarte, mi señora.
Como lo indicaba la etiqueta, Nahui esperó hasta que la dama se sentó, y le señaló
el lugar que debía ocupar, para sentarse a su vez. En cuanto ambas estuvieron
acomodadas, la niña que había traído a Nahui entró de nuevo a la estancia, llevando
sendos tazones de aromático chocólatl, que dejó sin decir palabra frente a las dos
mujeres, retirándose de la cámara.
-Chimalma-, repitió la reina. –Tienes un nombre muy curioso.
-En realidad ese no es mi nombre, mi señora-, contestó Nahui. –El yaotequihuac
Cuauhpatlatzin fue quien comenzó a llamarme así, y parece que le ha gustado a
todos.
-¿Y por qué te llamó así?
-No lo sé, mi señora. Pero tal vez sea porque una de las flechas que sus soldados
me dispararon el día de ayer, me pegó justamente aquí-, dijo enseñándole el brazo
vendado.
-¿Te flecharon los soldados?
-Si. Bueno, nosotros… o sea, mi marido y yo, veníamos desde Culhuacán, y
estábamos acampando en Michatonalco, con la intención de seguir camino justo
hacia aquí. Pero ahí nos encontraron los guerreros, y nos atacaron. Tuvimos que
defendernos.
-Algo he escuchado de eso-, dijo la dama con admiración. –Parece que tú sola
pusiste en aprietos a la guardia de élite del Cihuacóatl. ¿En dónde dijiste que
estaban?
-Michatonalco, mi señora. Así le llamamos mi marido y yo, pero no sé cómo le
llaman ustedes a ese lugar.
-¿“Suerte de pescadores”?
-Así es. Resulta que, cuando llegamos, atrapé sin querer varias ranas con una
manta que estaba lavando, y por eso a mi marido se le ocurrió el nombre.
La reina sonrió y dijo:
-Se trata de Acalopan, el estanque donde se consagra al tencuhtli de Totoltepec, y
donde reposan los restos de los monarcas muertos. Es un lugar sagrado para
nosotros, y su profanación se castiga con la muerte.
-¿De veras?-. A pesar del saludable color oscuro de su piel, Nahui palideció al oír a
la consorte real. –Nosotros no lo sabíamos, mi señora. ¿Acaso estamos
condenados?
-No lo sé. No es mi decisión. Pero en vista de lo que pasó, es posible que el
tencuhtli los perdone.
-¿Lo que pasó? ¿Te refieres al pipiltzin?
-Si. Al niño y a las circunstancias en que fue encontrado. Justamente te he llamado
para conocer tu versión de lo que pasó. Espero que me lo puedas contar sin hacer
más preguntas…
Nahui se quedó helada al entender la insinuación de la reina. Se consideraba una
falta de respeto que alguien como ella cuestionara a un miembro de la realeza, y ella
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lo había hecho no una, sino dos veces en los últimos minutos. La dama continuó
con rostro severo:
-…porque, según veo, tú no eres una salvaje semidesnuda como me hicieron creer,
sino alguien que ha vivido en la corte.
Visiblemente apenada, Nahui se postró a los pies de la cihuatencuhtli, y dijo:
-Te presento mis disculpas, mi señora. Te he faltado y sé que no merezco tu
atención.
-Está bien, Chimalma-, dijo la dama sonriendo nuevamente. –Levántate y vuelve a
tu asiento. Vamos a pensar que no ha habido ninguna falta. ¿Qué te parece si
comienzas diciéndome tu nombre verdadero, y de dónde vienes?
-Sí, mi señora. Eres muy amable conmigo. Yo me llamo Nahui Quiáhuitl, y crecí
aquí en Totoltepec, sirviendo en palacio. Un día, por orden de mi tlatihuani
Iztacoyotzin, o quizá tuya, mi señora, me pusieron al servicio de mi querida cihuapilli
Ximalamatzin, tu hija, que al poco tiempo fue desposada con Mixcoatzin, tencuhtli de
Culhuacán…
Y así, Nahui contó a la reina sobre la estancia de ambas en el tepancalli culhua,
sobre cómo Ximalámatl se convirtió en la favorita del rey, la ilusión de su embarazo,
y finalmente el parto, que desgraciadamente le costó la vida, no sin antes poner al
niño a su cuidado. Le habló también del cobarde atentado a Mixcoatzin, de su
precipitada huída del palacio en llamas, y de las vicisitudes de su trayecto hasta la
poza de Michatonalco. Luego, le contó acerca de su encuentro con los esbirros del
yaocélotl, y de las enigmáticas palabras del anciano Totepeuh, así como de su
reacción al ver el tlahuiztli en el cabello del pipiltzin. Terminó con el relato de la
marcha a la cuidad y su llegada a palacio.
La cihuatencuhtli escuchó el relato sin interrumpir a Nahui, pero ella pudo ver cómo
se rasaban de lágrimas sus ojos al contarle los últimos minutos de su hija, su
expresión de curiosidad al hablarle de Topilli, y la sonrisa con que recibió el relato de
su batalla con los guerreros.
-Enséñame al pipiltzin-, ordenó la cihuatencuhtli.
Sin decir palabra, Nahui lo descubrió, mostrándolo. El bebé parpadeó un par de
veces al recibir la luz de la habitación, pero de inmediato adoptó su actitud
característica, mirando con seriedad a su alrededor. Nahui había lavado su ropa
poco antes, por lo que el niño estaba desnudo; pero su peinado, coronado con la
joya real, seguía incólume.
-Perdóname por presentártelo desnudo. Tuve que lavar su ropa y no tenía nada que
ponerle.
-Está bien, Nahui Quiáhuitl. Dámelo y yo me encargaré de eso.
Nahui vaciló, pero finalmente le entregó el niño a la reina.
-¿Cómo se llama?
-Le corresponde el nombre de Ce Ácatl, mi señora. Pero mi cihuapilli Ximalámatl se
refirió a él como Topilli.
-¿Topilli?-, preguntó la reina con curiosidad. -¿Cuija?
-Sí, mi señora. Incluso les oí bromear sobre el nombre a mis señores, poco antes
del atentado.
-Bueno. Lo tomaré en consideración.
La dama vio que Nahui seguía dudando, por lo que añadió:
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-No te preocupes. Te comprometiste a cuidarlo, y lo has hecho muy bien. Pero por
ahora, va a quedar a mi cargo, así que te libero de tu obligación.
-Si, mi señora-, dijo Nahui sin poder ocultar la tristeza de su voz.
-Mi joven sirvienta, Ome Xóchitl, te acompañará de regreso a tu habitación. Si
necesitas algo, pídeselo a ella.
1 11 El crimen de Chimalma
En el estrado de madera que ocupaba el fondo de la sala, justo frente a un
gigantesco tapiz de plumería que daba cuenta de los hechos más sobresalientes en
la historia de la ciudad-fortaleza, sentado en una lujosa icpalli de fina madera tropical
con bordes de oro e incrustaciones de jade y otras piedras preciosas, se encontraba
el noble Iztacoyotzin, tencuhtli de Xochicalco.
Pese a ser un hombre de edad algo más que madura, el monarca irradiaba todavía
mucha fuerza, que intimidaba tanto a sus enemigos como a sus mismos súbditos.
Fornido y de estatura superior al promedio, su piel tenía un tono sorprendentemente
claro; su largo cabello y su abundante barba eran castaños, aunque ya con
numerosas hebras plateadas, y sus ojos, de un azul profundo, recordaban a los
coyotes salvajes de la sierra occidental. Con toda seguridad, el tonalpouhque debió
considerar estas cualidades físicas al asignarle su nombre.
Descendía de un antiguo linaje de hombres de piel clara que, según estaba
asentado en los sagrados muros de Lakam’ha, hacía innumerables gavillas de años
habían llegado a las costas del gran océano oriental; pero no en las tierras de los
ulmécatl, sino mas allá de los dominios del Mayab, en la lejana fortaleza de Zama,
donde un apacible mar color turquesa lamía las blanquísimas arenas de extensas
playas, que alternaban con hermosos arrecifes coralinos.
El monarca estaba sobriamente ataviado con braguero y manto de color azul cielo,
sin ribetes ni adornos. Calzaba unas sencillas sandalias de cuero crudo atadas
hasta la parte superior de la pantorrilla, no muy elegantes pero sumamente
cómodas. No llevaba nariguera, ni tenía una gota de pintura en la piel, a excepción
de un discreto sombreado alrededor de los ojos que hacía su mirada todavía más
intensa y penetrante. Su arreglo personal evidenciaba su sentido práctico, aunque
no conseguía ocultar su saber ni su brillante inteligencia.
La única concesión que hacía la vestimenta del rey a su encumbrada posición, era el
impresionante pantécatl que lucía en la cabeza. Tenía largas plumas de variados
colores y matices, que estaban hábilmente entretejidas para formar la imagen de un
arco iris en un cielo intensamente azul. Esta admirable expresión de arte plumario
estaba montada en un soporte de oro puro, adornado con vistas de piel de
cuetzpallin de un elegante color verde. A los lados del soporte, colgaban unos
pesados pendientes del mismo metal, exquisitamente tallados con elaborada
filigrana, que hacían las veces de orejeras.
A la derecha del tencuhtli se encontraba el otro único ocupante del estrado real: el
yaocélotl Cuauhpatlatzin. A pesar de la dura jornada que había tenido el día anterior
desde Michatonalco, el altivo guerrero estaba de pie junto al monarca, erguido e
inmóvil como una estatua. Llevaba el atuendo completo de su rango, a excepción de
sus armas que no se permitían en presencia del rey. No se veía en él rastro alguno
de polvo, y la pintura que ocupaba cada centímetro de su piel estaba perfectamente
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delineada, como si al llegar a la ciudadela le hubiera estado esperando toda una
batería de sirvientes, preparados con una vestimenta nueva y sus pomos de pintura.
El sólo hecho de que el arrogante yaotequihuac estuviera en ese lugar, demostraba
a las claras que era un encumbrado dignatario de Xochicalco-Totoltepec, nada
menos que el cihuacóatl o mujer serpiente, título con el que se conocía al segundo
en el mando, detrás del propio tencuhtli.
Mas allá del guerrero, entre la plataforma y una magnífica estela en piedra que
presentaba al dios Tezcatlilpoca presidiendo alguna célebre batalla de la antigüedad,
empotrada en la esquina de la sala, estaba un tlacuilo sentado en su estera, con sus
rollos de ámatl, sus cañas y sus colores listos, atento a todo lo que sucedía en la
sala pero con la vista clavada en sus papeles, tal como correspondía a su profesión.
Después del tlacuilo, de pie y pegados a la pared, estaban cuatro individuos que, por
su aspecto, no podían ser otra cosa que sacerdotes o brujos; y a su lado se
encontraban otros dos ancianos que llevaban unos mantos que alguna vez fueron
blancos, pero que ahora estaban extremadamente sucios, sentados en el suelo y
con un enorme códice abierto frente a ellos.
Del otro lado, en el muro opuesto, había una plataforma baja ocupada en ese
momento por seis dignos personajes regiamente vestidos, los más portando
enjoyadas narigueras y orejeras y lujosos penachos, sentados en cómodos
almohadones. Todos eran de edad avanzada, y conformaban el huehuetlatoque, el
consejo de ancianos del reino.
Los demás ocupantes de la sala, estratégicamente distribuidos, eran miembros de la
guardia personal del tencuhtli, los únicos autorizados para portar armas en su
presencia.
Unos momentos antes, Nahui y el calpixqui mayor de palacio se habían apersonado
en la entrada del salón del trono, frente a la espesa cortina de blanquísimo algodón
en la que estaba tejido con valioso hilo de púrpura el glifo con el nombre del rey, y
ella había sido introducida a su augusta presencia en la forma acostumbrada,
caminando de lado pegada a la pared hasta el centro de la estancia, avanzando
después hacia el trono, para finalmente besar la tierra y permanecer postrada
mirando al suelo, hasta que se le indicara.
Todavía inclinada frente al monarca, Nahui escuchó una fuerte voz a su izquierda,
que decía con tono amenazador:
-¡Se te acusa de haber plagiado a un miembro de la familia real!
-¡Habla!
La voz del calpixqui mayor resonó en las paredes de la espaciosa cámara, que
estaba sorprendentemente silenciosa a pesar de la cantidad de gente que había en
ella. Nahui levantó la mirada y se dirigió al tencuhtli, como debía ser:
-Tlatihuani, eso no es cierto.
Tras un levísimo gesto de asentimiento del rey, Nahui continuó:
-El pipiltzin me fue confiado por su madre, la cihuatencuhtli Ximalámatl, en su lecho
de muerte. Ella misma me dijo que el tlahuiztli sería una prueba ante ti, venerado
señor.
La mirada del rey se volvió al tlateomani, que era uno de los personajes sentados
frente al libro abierto. Después de consultar el códice que tenía enfrente, replicó:
-¡También se te acusa de haber robado la joya!
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-Tlatihuani, yo estuve al servicio de mi señora Ximalámatl por varios años. Sé que
fui su sirvienta de mayor confianza, y ciertamente la única que siempre estuvo a su
lado. Yo la atendí, me ocupé de sus vestidos y sus alhajas, la bañé y alimenté. Y
sin embargo, nunca vi, ni ella me mostró, ni siquiera mencionó, nada acerca de esa
joya, hasta el momento en que me la entregó para que la usara el pequeño príncipe.
Todavía puedo escucharla diciéndome: “Nahui, encárgate de que Topilli lleve
siempre esta joya, porque ella hablará de su estirpe k’iin’aal”. Ella debió notar mi
sorpresa, porque añadió: “Mi padre comprenderá”.
Nahui calló. El tlateomani esperaba que se le diera la palabra para continuar, pero
el monarca se había quedado sumido en una profunda meditación. Hasta el
yaocélotl, inmóvil como estatua, mostró su sorpresa por las palabras de Nahui
enarcando levemente una ceja. Finalmente, el rey se volvió a su calpixqui con otro
breve asentimiento, y éste anunció:
-El tencuhtli deliberará acerca de tus respuestas a estas acusaciones, así que
pasaremos a las siguientes.
Esto era en realidad una orden para el acusador, que dijo:
-¡Profanaste el santuario de Acalopan!
Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Nahui. Pero tenía que enfrentar la
acusación. Tratando de controlar el temblor de su voz, contestó:
-Es cierto, tlatihuani. Reconozco que mi marido y yo acampamos en el estanque, en
nuestro camino hacia acá. Pero nosotros llegamos ahí por accidente, bajando la
sierra que viene del Anáhuac. Nunca encontramos una inscripción, o cualquier otra
señal que nos advirtiera. Apenas anoche supe, por boca de mi cihuatencuhtli
Ahuiatetzin, que era un lugar sagrado. Te pido que te apiades de nosotros, mi
señor.
Tras una nueva seña del rey, el calpixqui continuó:
-Nuestro señor te ha escuchado.
-¡Atacaste a la guardia real, lesionando a varios guerreros!-, terció el vocero.
-También eso es cierto, tlatihuani.
Pero ellos fueron quienes comenzaron,
agrediendo a mi marido sin ninguna advertencia. Yo solamente me defendí.
-¡Ellos ejecutaban la sentencia por la profanación del recinto!-, dijo el tlateomani.
-De nuevo pido tu comprensión, tlatihuani. Nosotros veníamos huyendo de la
revuelta en Culhuacán, y el pipiltzin estaba en peligro, porque tus guerreros quizá no
lo hubieran respetado. No sabíamos quienes eran, ni porqué nos agredían. No
hubiera cumplido con los míos, ni con mi señora Ximalámatl, si no me defendía.
Se hizo de nuevo el silencio, si cabe todavía mas profundo que antes. La
vehemencia con que Nahui había hablado ofendía abiertamente la sensibilidad de
muchos de los presentes. Nahui sintió las miradas posadas en ella, pero se armó
con toda la dignidad que encontró en su interior. Finalmente, el tencuhtli hizo una
señal con la mano y el calpixqui anunció:
-Tu comparecencia ha terminado. Acompáñame.
Nahui repitió en silencio el tlacualiztli frente al monarca, se levantó y caminó hacia
atrás hasta el muro, siguiendo luego de lado hasta la entrada para finalmente salir
de la sala del trono.
El calpixqui la guió de vuelta a su habitación, y antes de retirarse le dijo:
-No salgas de aquí hasta que se te indique.
-Mi señor, disculpa mi atrevimiento. ¿Podrías decirme que ha sido de mi marido?
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El mayordomo la miró con dureza, antes de contestar:
-Lo sabrás a su tiempo.
Aunque Nahui pudo seguir disfrutando de las comodidades que se le ofrecían, su
confinamiento en los reducidos límites de la habitación la sofocaba. El tiempo
pasaba con lentitud, y ni las extraordinarias atenciones que dispensó a Quetzalli, ni
las gracias con que Chichicapilli trataba de alegrarla, fueron suficientes para mejorar
su estado de ánimo.
La tarde había caído y el ocaso no estaba lejos. Nadie se había acercado a su
cuarto y seguía en ascuas sobre el resultado de su comparecencia ante el tencuhtli.
Ese prolongado retraso podía ser una buena señal, ya que para dictar una sentencia
condenatoria no parecía necesario que el monarca tomara tanto tiempo. Aunque,
por otro lado, estaba conciente de que el rey tenía una gran cantidad de asuntos que
atender, y el de ella, quizá por ser de menor importancia, no habría merecido
nuevamente su atención hasta ese momento.
Nahui se asomó al patio de servicio y vio que ya estaban dispuestas las viandas
para la merienda. Más por distraerse que por hambre, salió y escogió un poco de
fruta, una pequeña ración de un guisado de nopaltin con chile acompañado de
tortillas calientes, y un tazón de chocólatl. De regreso en el cuarto, empezó a comer
desganadamente sin dejar de pensar en su situación, y sin percatarse de la mirada
de hambre del pequeño itzcuintli.
Ya había perdido la esperanza de tener noticias ese día cuando escuchó el llamado
del tecomalpilli. Era tal su aprensión que de un salto estaba junto a la cortina,
apartándola con cierta violencia. En el umbral estaba Ome Xóchitl, la criadita de la
reina, que con una sonrisa le dijo:
-Mi señora te espera en sus habitaciones.
La cortina interior de la estancia se abrió para dar paso a la Cihuatencuhtli, que
saludó con amabilidad:
-Ximopanolti, Chimalma.
-A tus pies, mi señora-, contestó Nahui haciendo el consabido tlalcualiztli.
-Siéntate conmigo. Tomemos un tazón de chocólatl.
Una vez acomodadas en los almohadones, la reina continuó:
-Supe que en la mañana acudiste donde el rey.
-Sí, mi señora.
-También escuché que te defendiste con vehemencia. Es más, hubo quien dijo que
con demasiado atrevimiento.
-Traté de decir las cosas como fueron, mi señora. Porque el tipo del libro parecía
querer que me llevaran de inmediato a la piedra de sacrificios. O aún peor, que me
aplicaran el xochipalmécatl.
El xochipalmécatl, o listón florido, era considerado como la forma de ejecución más
cruel y deshonrosa, usada sólo en criminales de la peor calaña. Se liaba todo el
cuerpo del condenado con una cuerda de henequén mojada, que al secarse se
contraía apretando las carnes y provocando la muerte por asfixia, después de una
larga y dolorosa agonía. Por último, se negaba al ejecutado cualquier tipo de rito
fúnebre, dejando que sus restos fueran escarnecidos y devorados por animales
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salvajes, lo que según las creencias de los tlahuicas le aseguraba dolores y
sufrimientos para toda la eternidad.
-El tipo del libro, como tú lo llamas, es nada menos que uno de los tlateomatin de la
corte, que son de los personajes más poderosos del reino, apenas por debajo de los
miembros del huehuetlatoque.
-Pues con tu perdón, mi señora, a mi me pareció un hombrecillo de lo más tortuoso,
además de sucio. No le iría nada mal darse un buen baño; y de su ropa, ni hablar.
-Ten cuidado con esa boca tuya, que te puede perder-, le amonestó la reina con
severidad. Pero agregó con una sonrisa: -Aunque tengas toda la razón.
Y continuó:
-El tlateomani solamente repitió los cargos. Quien en realidad te acusaba era el
Cihuacóatl, que según sé no está todavía muy convencido de tu papel en todo este
asunto. Pero el tencuhtli ha tomado una decisión, y tendrá que acatarla.
Nahui guardó silencio. Ardía en deseos de conocer el veredicto, pero no iba a
cometer nuevamente la imprudencia de cuestionar a la reina, como lo hizo
inconcientemente en la entrevista anterior.
-Tuviste un importante aliado en el anciano Totepeuh, que te defendió con
inteligencia y estilo-, continuó la reina sin poder ocultar un ligero tono de admiración
en su voz. -Me pregunto cómo hiciste para impresionarlo.
-Mi señor Totepeuh ha sido muy amable conmigo. Si no hubiera sido por él, quizá
no hubiéramos salido con vida. Por cierto, varias veces habló sobre una leyenda, o
un cuento, que tenía que ver con nuestra presencia en Acalopan. No he dejado de
preguntarme de qué se trata.
-Pues tendrás que preguntárselo a él, porque yo no sé nada.
-No creo que tenga la oportunidad...
-Sí la tendrás, porque el teotlamapixqui quiere hablarte mañana por la mañana, y el
tencuhtli ha accedido.
-Espero que sean buenas noticias-, contestó Nahui con cautela.
-Deben de serlo, como las que yo tengo para ti.
La cihuatencuhtli calló, como esperando algún comentario de Nahui. Pero ella,
aunque sentía que la incertidumbre le roía las entrañas, prefirió esperar en silencio a
que la reina continuara, conciente de que cualquier equivocación suya en cuestiones
de etiqueta podía dar al traste con todo.
-El tencuhtli piensa que hiciste un buen servicio a tu señora Ximalámatl, cuidando y
defendiendo al pipiltzin-, dijo la reina, escogiendo cuidadosamente las palabras.
-Está convencido de que obraste honradamente, a pesar de que tus modales han
dejado qué desear; sobre todo los que tuviste en presencia de la corte. Sin embargo,
cree que podrás refinarlos de ahora en adelante. Es por eso que ha decidido que te
seguirás haciendo cargo del bebé, hasta que llegue el día de su Tocailhuitl, que es el
día en que se le consagrará al servicio de los dioses, tal como lo desea el rey.
Desde mañana se te asignarán habitaciones familiares en palacio, y podrás vivir en
ellas con tu marido y tu hija, además del niño. Tratarás directamente conmigo en
asuntos domésticos, lo que significa que se te ha concedido estatus de cihuapixqui,
y no de vulgar esclava.
Después de una breve pausa, la dama continuó:
-Creo que el tencuhtli te ha hecho justicia, y me alegro por ti. Estoy segura que
sabrás responder a la confianza que se te da.
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Con lágrimas en los ojos, Nahui cayó postrada a los pies de la reina, y dijo:
-¡Claro que lo haré! Tlatihuani ha sido como mi padre, y estoy obligada con él. Pero
de igual modo veo tu mano, y me doy cuenta que tú has sido como mi madre.
También estoy obligada contigo, mi señora. Responderé a ambos con mi sangre.
-Así sea, Nahui Quiáhuitl Chimalma.
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GLOSARIO DE TERMINOS EN NAHUATL
"Codo": -medida de longitud equivalente a unos 30 cm
Cóatl: -vívora, serpiente
"Dedo": -medida de longitud equivalente a unos 7 cm
Copalli: -copal, resina olorosa de pino usada como incienso
"Larga carrera": -medida de longitud equivalente a unos 1,700 m
Cuauhpatlatzin: -señor águila voladora
"Largo": -medida de longitud equivalente a unos 160 cm
Cuetzpallin: -iguana cuya piel era muy estimada en prendas de vestir
"Uña": -medida de longitud aproximada de 1 cm
Cuéyatl: -rana
"Viaje florido": -acto ritual de sacrificio humano
Culhua: -habitante de culhuacán
Acalli: -barca, lanchón de fondo plano
Culhuacán: -cerro encorvado, pueblo
Acayetl: -caña de tabaco que se usa en forma de pipa
Ehécatl: -viento, dios del viento y creador del quinto sol
Ahuiatetzin: -vientre perfumado
Huaquestli: -sangre seca
Ahuiayotl: -orgasmo
Huehuepilli: -anciano noble
Ahuilnemi: -coito
Huehuetlatoque: -consejo de ancianos del reino
Altépetl: -pueblo, población o ciudad
Huipil: -blusón, prenda femenina de vestir
Amecamecan: -lugar señalado en papeles o mapas, pueblo
Icpalli: -especie de silla baja
Amolli: -raíz amoliente con propiedades detergentes, jabón
Icxitlantzinco: -"a tus pies", expresión de cortesía
Anáhuac: -lugar junto al agua
Itácatl: -itacate, bulto, envoltorio
Anematimiquitzin: -ritual para liberar a los que murieron sin funerales
Itzcuintli: -perro de pelo escaso originario de méxico
Átlatl: -lanzadardos, arma prehispánica
Iztacóyotl: -coyote blanco
Atolli: -Atole, bebida hecha a base de maíz en polvo y agua
Lakam'ha: -grandes aguas, nombre maya antiguo de palenque
Azcapotzalco: -lugar de hormigueros, pueblo
Macehualli: -los merecidos de los dioses, hombre común
Ben'zaa: -gente nube, raza zapoteca
Macuilli Ácatl: -cinco caña, día o nombre calendárico
Calpixqui: -mayordomo
Maquiháhuitl: -espadón o macana de madera con bordes de obsidiana
Calpulli: -barrio en las ciudades prehispánicas
Matlacóatl: -diez serpiente, día o nombre calendárico
Ce Ácatl: -uno caña, día o nombre calendárico
Matlactli Xóchitl: -diez flor, día o nombre calendárico
Centzontli: -cenzontle, pájaro cantor
Matlacyei Cipactli: -trece lagarto, día o nombre calendárico
Chalco: -lugar arenoso, pueblo
Matlacyei Malinalli: -trece hierba, día o nombre calendárico
Chichicanácatl: -carne manchada
Máxtlatl: -braguero, taparrabos, prenda de vestir masculina
Chichicapilli: -manchado, manchita
Mayab: -tierra del pueblo maya, abarca de chiapas a honduras
Chichihualli: -seno, glándula mamaria
Mazatzinca: -perteneciente a una de las siete tribus nahuas
Chichimecas: -gente perro, tribu nómada semisalvaje
Meoctli: -pulque, bebida alcohólica de maguey de baja graduación
Chicome Atl: -cinco agua, día o nombre calendárico
Michatonalco: -lugar de la suerte de los pescadores
Chicueyi Tochtli: -trece conejo, día o nombre calendárico
Michihuacan: -michoacán, tierra de pescadores
Chilli: -chile
Mictlán: -lugar de los muertos, inframundo
Chocólatl: -chocolate, producto del cacao
Mictlantencuhtli: -señor del mictlán, dios de la muerte
Cholollan: -cholula, actual estado de puebla
Mixcóatl: -nube serpiente, nubosidad o nebulosa
Cihuacóatl: -mujer serpiente, el segundo del mando en un reino
Mixquic: -lugar brumoso, pueblo
Cihuapilli: -princesa, mujer noble
Nahualli: -nagual, brujo, espíritu que se posesiona de un animal
Cihuatencuhtli: -reina, consorte del gobernante
Náhuatl: -gente que habla con claridad, tronco tribal prehispánico
Cihuatlacáhuatl: -mujer guerrera
Nahui Quiháhuitl: -cuatro lluvia, día o nombre calendárico
Cipactonal: -primera mujer de la creación
Nemontemi: -días vacíos
Citlaltépetl: -cerro de la estrella
Niltze: -hola, saludo
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Océlotl: -ocelote, jaguar, felino nativo de mesoamérica
Tlahuicitlalli: -estrella de la aurora, aplicado al planeta venus
Ome Técpatl: -dos pedernal, día o nombre calendárico
Tlahuistli: -broche o prendedor
Ome Xóchitl: -dos flor, día o nombre calendárico
Tlalcualiztli: -gesto o acción de besar la tierra
Omecíhuatl: -señora dos o dual, parte femenina de la dualidad creadora
Tlalpan: -lugar en tierra firme, pueblo
Ometencuhtli: -señor dos o dual parte masculina de la dualidad creadora
Tlamatizcalli: -casa de la sabiduría, escuela de conocimientos
Oxomuco: -primer hombre de la creación
Tlapoyacitlalli: -estrella del atardecer, aplicado al planeta venus
Pantécatl: -penacho, adorno a base de pluma usado en la cabeza
Tlateocihuani Ehécatl: -expresión equivalente a "bendito dios"
Páyotl: -rebozo
Tlateomani: -orador o vocero en la corte
Pianincalictéotl: -"los dioses cuiden de esta casa", expresión
Tlatihuani: -expresión equivalente a "su alteza" o "su majestad"
Pipiltzin: -pequeño príncipe
Tlaxcalli: -tortilla de maíz
Pixqui: -mozo, sirviente
Tlazoltócatl: -tarántula
Purembe: -tribus nativas de michoacán
Tocailhuitl: -día del nombre, fiesta de entrada a la mayoría de edad
Quetzalcóatl: -serpiente emplumada, icono de la mitología náhuatl
Tollán: -ciudad o metrópoli, nombre dado a tula y a teotihuacán
Quetzalli: -plumita
Tollocan: -toluca, tierra del dios tolloc
Tecólotl: -tecolote, búho, ave rapaz nocturna
Tonalpouhque: -agorero, astrólogo
Tecomalpilli: -tamborcillo llamador en la entrada de una habitación
Tonatiú: -sol
Tecuaquiliztli: -bautizo, consagración a los dioses
Tonatiuhichan: -cielo o paraíso del sol
Técuatl: -aguamiel, producto extraído del maguey
Topilli: -cuija, iguana o lagartija
Temazcalli: -baño de vapor
Topiltzin: -"señor iguana", también "nuestro señor"
Tencuhtli: -cacique, rey, gobernante
Totoltepec: -cerro de las aves
Teocalli: -templo, casa de dios
Tzapotécatl: -zapoteca, pueblo oriundo de oaxaca y tehuantepec
Teocuítlatl: -oro, excremento de los dioses
-Tzin: -sufijo que indica señorío, nobleza
Teomachcalli: -casa de estudio de los dioses
Tzocuitl: -jilguero, pájaro cantor
Teotlamapixqui: -gran sacerdote
Tzomáxtlatl: -braga, prenda íntima femenina
Tepancalli: -palacio, mansión
Ulmécatl: -olmeca, tribu de las costas del golfo de méxico
Tepilli: -vagina
Ximalámatl: -pedacito de papel amate
Tepolatiliztli: -eyaculación
Ximopanolti: -"bienvenido", expresión de cortesía
Tepolli: -pene
Xiuhpohualli: -calendario solar de 365 días
Tequipancalli: -casa de los oficios, escuela de artes y oficios
Xochiatlauhtli: -barranca de las flores
Teyaotlani: -soldado, guerrero
Xochicalco: -lugar de la casa de las flores, en el estado de morelos
Tezcatlilpoca: -espejo de humo ardiente, dios de la guerra
Xochimilco: -lugar donde se cultivan flores, pueblo
Tianquiz: -tianguis, mercado
Xochipalmécatl: -listón florido, método de ejecución de reos
Tícitl: -médico, curandero
Xólotl: -muñeco de trapo
-Tin o -Ltin: -sufijo que indica plural
Yaocélotl: -caballero jaguar, orden militar
Tlachtli: -pelota, nombre de un juego popular en mesoamérica
Yaotequíhuac: -capitán de guerra, grado militar
Tlacopatiani: -partera, comadrona
Yelizcalli: -casa del comportamiento, escuela de modales
Tlacotli: -esclavo, persona sujeta a la voluntad de otro
Zacapilli: -clítoris
Tlacuilo: -dibujante de glifos y pictogramas, escritor, relator
Zama: -nombre antiguo de la actual tulum
Tlahuica: -perteneciente a una de las siete tribus nahuas
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Contenido
1 01
El Culhua
3
1 02
La princesa y la esclava
8
1 03
Amanecer en Chalco
15
1 04
Michatonalco
20
1 05
El nahualli del rey
28
1 06
¡Emboscados!
34
1 07
Las pequeñas batallas de cada día
40
1 08
Chimalma
47
1 09
Totepeuh y Cuauhpatlatzin
52
1 10
La marcha a la ciudad
60
1 11
El crimen de Chimalma
68
Glosario de términos en náhuatl
74
Contenido
77
77