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CAPÍTULO QUINTO NEIL MACCORMICK: UNA TEORÍA INTEGRADORA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA . . . . . . . . . . . . . . I. Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La teoría estándar de la argumentación jurídica . . . . . . 2. Argumentación práctica y argumentación jurídica según MacCormick. Planteamiento general . . . . . . . . . . . II. Una teoría integradora de la argumentación jurídica . . . . . 1. La justificación deductiva . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Presupuestos y límites de la justificación deductiva. Casos fáciles y casos difíciles . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. La justificación en los casos difíciles. El requisito de universidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. La justificación de segundo nivel. Consistencia y coherencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Los argumentos consecuencialistas . . . . . . . . . . . . 6. Sobre la tesis de la única respuesta correcta. Los límites de la racionalidad práctica . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Crítica a la teoría de la argumentación jurídica de MacCormick . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Sobre el carácter deductivo del razonamiento jurídico . . 2. Un análisis ideológico de la teoría . . . . . . . . . . . . . 3. Sobre los límites de la razón práctica . . . . . . . . . . . 105 105 105 107 109 109 112 114 117 122 125 130 130 141 144 CAPÍTULO QUINTO NEIL MACCORMICK: UNA TEORÍA INTEGRADORA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA I. INTRODUCCIÓN 1. La teoría estándar de la argumentación jurídica Como el lector (que haya empezado a leer este libro por el principio y sin demasiadas interrupciones) seguramente recordará, en el capítulo primero se procuró ofrecer una introducción a la teoría de la argumentación jurídica centrada básicamente en los aspectos lógico-deductivos y, sobre todo, en sus límites. A continuación, en los tres siguientes capítulos, se examinaron diversas concepciones surgidas en los años cincuenta (la tópica de Viehweg, la nueva retórica de Perelman y la lógica informal de Toulmin) que, aún difiriendo entre sí en diversos extremos (como, por ejemplo, en relación con su alcance, aparato analítico, etc.), tienen, sin embargo, algo en común: el rechazo del modelo de la lógica deductiva. Como hemos visto, estos autores no tratan simplemente de mostrar que la concepción lógico-deductiva tiene sus límites (lo que sin duda debe haber quedado claro después del capítulo primero), sino que afirman además que pretender reconstruir la argumentación jurídica a partir de ahí es equivocado o, cuando menos, de muy escaso valor. Sin embargo, y por las razones que ya se han expuesto, no parece que ninguna de las tres concepciones pueda aceptarse sin más como una teoría satisfactoria de la argumentación jurídica. Todas ellas contienen, desde luego, elementos relevantes —el grado de interés, en mi opinión, coincide precisamente con el del orden de la exposición—, pero son todavía insuficientemente complejas o, al menos, no suficientemente desarrolladas. Su papel fundamental consiste sobre todo en haber abierto un nuevo 105 106 MANUEL ATIENZA —o relativamente nuevo— campo de investigación, en haber servido como precursoras de las actuales teorías de la argumentación jurídica. Durante las dos últimas décadas, en efecto, los estudios sobre la argumentación jurídica —y sobre la argumentación en general— han experimentado un gran desarrollo (Neumann, 1986, p. 1), hasta el punto en que este campo constituye, sin duda, uno de los principales centros de interés de la actual teoría y filosofía del derecho.1 En cierto modo, la teoría de la argumentación jurídica viene a ser la versión contemporánea de la vieja cuestión del método jurídico. De entre las diversas teorías que han aparecido en estos últimos años, dos de ellas (elaboradas por Neil MacCormick y por Robert Alexy) son, en mi opinión, las que tienen un mayor interés y quizás también las que han sido más discutidas y han alcanzado una mayor difusión. En este capítulo y en el próximo me ocuparé, respectivamente, de estas dos concepciones que, de alguna manera, vienen a constituir lo que podría llamarse la teoría estándar de la argumentación jurídica. De hecho, otras teorías formuladas aproximadamente en las mismas fechas y que también han conocido una considerable difusión —como las de Aulis Aarnio (1987) y Aleksander Peczenick (1989)— podrían considerarse como desarrollos de la de Alexy o, por lo menos, vienen a resultan, compatibles, en lo esencial, con aquella teoría.2 Ello no quiere decir, por otro lado, que MacCormick y Alexy representen, ni mucho menos, puntos de vista antagónicos con respecto a la argumentación jurídica o, en general, con respecto a la teoría del derecho. Lo curioso del caso es, más bien, que aún proviniendo de tradiciones filosóficas y jurídicas muy distintas (en el caso de MacCormick sería básicmente Hume, Hart y la tradición, no sólo la inglesa, sino también la escocesa, del common law; en el de Alexy, Kant, Habermas y la ciencia jurídica alemana) llegan a formular al final concepciones de la argumentación jurídica esencialmente semejantes (cfr. Alexy, 1980 y MacCormick, 1982). 1 Para comprobar esto, puede consultarse el número 1 de la revista Doxa. Cuadernos de Filosofía del derecho, Alicante, 1984, que recoge las contestaciones de unos cincuenta filósofos del derecho a una encuesta sobre los problemas abiertos en su disciplina. 2 Prueba de ello es el artículo escrito conjuntamente por estos tres autores: Aarnio, Alexy y Peczenik (1973). No obstante, sobre las diferencias entre la teoría de Aarnio (que se basa en la concepción wittgensteiniana de las formas de vida) y la de Alexy (cuyo trasfondo, básicamente, es la teoría del discurso racional de Habermas) puede verse Alexy (1976c). LAS RAZONES DEL DERECHO 107 2. Argumentación práctica y argumentación jurídica según MacCormick. Planteamiento general Las tesis fundamentales de la concepción de MacCormick se encuentran expuestas en una obra, Legal Reasoning and Legal Theory, de 1978 (que es precisamente el mismo año en que se publica la obra fundamental de Alexy sobre la materia, Theorie der juristischen Argumentation), y luego han sido desarolaldas (y en una pequeña medida también corregidas [cfr. MacCormick, 1981, 1982a y 1983] en una serie de artículos escritos a lo largo de la última década. Se trata de una teoría que exhibe una elegante sencillez y claridad —que en absoluto hay que confundir con superficialidad— y que se destaca, sobre todo, por su afán integrador. MacCormick trata, en cierto modo, de armonizar la razón práctica kantiana con el escepticismo humano; de mostrar que una teoría de la razón práctica debe completarse con una teoría de las pasiones; de construir una teoría que sea tanto descriptiva como normativa, que dé cuenta tanto de los aspectos deductivos de la argumentación jurídica, como de los no deductivos, de los aspectos formales y de los materiales; y que se sitúe, en definitiva, a mitad de camino —y son términos utilizados por el propio MacCormick (1978, p. 265)— entre una teoría del derecho ultrarracionalista (como la de Dworkin, con su tesis de la existencia de una única respuesta correcta para cada caso) y una irracionalista (como la de Ross: las decisiones jurídicas son esencialmente arbitrarias, esto es, son un producto de la voluntad, no de la razón). La argumentación práctica en general, y la argumentación jurídica en particular, cumple para MacCormick, esencialmente, una función de justificación. Esta función justificatoria está presente incluso cuando la argumentación persigue una finalidad de persuasión, pues sólo se puede persuadir3 si los argumentos están justificados, esto es —en el caso de la argumentación jurídica— si están en conformidad con los hechos establecidos y con las normas vigentes. Incluso quienes afirman que la argumentación explícita que puede hallarse en las sentencias judiciales está dirigida a encubrir las verdaderas razones de la decisión, estarían en realidad presuponiendo la idea de justificación; justificar una decisión jurídica quiere decir, pues, dar razones que muestren que las decisiones en cues3 MacCormick —en la misma línea que Perelman— atribuye a persuadir un sentido subjetivo, mientras que justificar implicaría, sobre todo, una dimensión objetiva. 108 MANUEL ATIENZA tión aseguran la justicia de acuerdo con el derecho. Dicho de otra manera, MacCormick parte de la distinción entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación (ya explicada en el capítulo primero), y sitúa su teoría de la argumentación jurídica precisamente en este segundo ámbito. Pero ello no quiere decir tampoco (y recuérdese de nuevo el análisis que se hizo de aquella distinción) que su teoría sea simplemente prescriptiva, sino que, al mismo tiempo, es también descriptiva. No trata únicamente de mostrar bajo qué condiciones puede considerarse justificada una decisión jurídica, sino que pretende, además, que las decisiones jurídicas, de hecho, se justifican precisamente de acuerdo con dicho modelo. En este segundo sentido, su teoría consistiría en la formulación de una serie de hipótesis falsables. Pero falsables ¿en relación con qué práctica? MacCormick toma como objeto de estudio las decisiones publicadas de los tribunales de justicia británicos (de Inglaterra y de Escocia), pero considera que, en lo fundamental, el modelo puede extenderse a cualquier sistema jurídico (al menos, a cualquier sistema jurídico evolucionado). Por otro lado, las peculiaridades del estilo de los jueces británicos presentan, en su opinión, estas dos ventajas: la primera consiste en que las decisiones se toman por mayoría simple y cada juez tiene que escribir su fallo (a diferencia de la práctica usual en el civil law o en otros sistemas de common law, como el estadounidense, en donde el ponente redacta una sentencia que expresa el parecer del tribunal en conjunto), lo que hace que aparezcan en forma más clara las diversas soluciones posibles para cada caso difícil; y la segunda consiste en que la ausencia de una carrera judicial hace que los jueces se recluten entre los propios abogados, lo que lleva a que aquellos asuman un estilo menos impersonal y que refleja con más intensidad el hecho de que la argumentación jurídica es esencialmente una controversia (cfr. MacCormick, 1978, pp. 8 y ss.). En fin, justificar una decisión práctica significa necesarimente —como se ha visto— una referencia a premisas normativas. Pero las premisas normativas últimas no son, en opinión de MacCormick, el producto de una cadena de rezonamiento lógico. Ello no quiere decir tampoco que no se pueda dar ningún tipo de razón a favor de unos u otros principios normativos. Se pueden dar, pero estas no son ya razones concluyentes, sino razones que necesariamente implican una referencia a nuestra naturaleza afectiva y que encierran, por tanto, una dimensión subjetiva. A su vez, esto último no impide que se pueda hablar de una razón práctica, en cuan- LAS RAZONES DEL DERECHO 109 to que tales razones no son puramente ad hoc o ad hominem; no son reacciones puramente emocionales, sino razones que deben poseer la nota de universalidad. Pero, en definitiva, lo esencial es que gente honesta y razonable podría discrepar: lo que nos hace adherirnos a determinados principios antes que a otros es tanto nuestra racionalidad como nuestra afectividad (MacCormick, 1978, p. 270). Toda la teoría de MacCormick sobre la argumentación jurídica —y sobre la argumentación práctica en general— gira realmente en torno a esta tesis. II. UNA TEORÍA INTEGRADORA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA 1. La justificación deductiva MacCormick parte de considerar que, al menos en algunos casos, las justificaciones que llevan a cabo los jueces son de carácter estrictamente deductivo. Para probar su tesis, toma como ejemplo el fallo del juez Lewis J. en el caso Daniels contra R. White and Sons and Tarbard (1938 4 All ER 258). El supuesto es el siguiente. Daniels compra en una taberna a la señora Tarbard una limonada que luego resultó estar contaminada con ácido carbólico, lo que ocasionó perjuicios a la salud del señor Daniels y de su esposa. La venta había sido lo que en el common law se denomina una “ venta por descripción” , pues Daniels había pedido una botella de la marca R. White and Sons. Ahora bien, en una venta de este tipo se entiende que hay una condición implícita de que la mercancía vendida debe ser de calidad comercializable (merchantable quality). Quien incumple una tal condición tiene la obligación de responder por los daños y perjuicios ocasionados. En consecuencia, la señora Tarbard debe indemnizar a Daniels. MacCormick (1987, p. 30 y ss) escribe el fallo en cuestión en forma de una serie de modus ponens, cuyo comienzo y final es como sigue:4 p→ q (1) Si una persona transfiere la propiedad de sus mercancías a otra persona por una suma de dinero, entonces existe un contrato de venta de esas mercancías entre ambas partes, llamadas vendedor y comprador respectivamente. 4 En el apartado III de este mismo capítulo veremos qué criticas se pueden efectuar a esta formalización. 110 MANUEL ATIENZA p ∴q (2) En este caso, una persona (la señor Tarbard) transfirió la propiedad de un bien (una botella de limonada) a otra persona (el señor Daniels) por una suma de dinero. (3) En este caso, se efectuó un contrato de venta de esa mercancía (una botella de limonada) entre la parte vendedora (la señora Tarbard) y la compradora (el señor Daniels). y→ z (16) Si un vendedor ha roto una condición de un contrato cuyo cumplimiento le fue requerido, entonces el comprador está autorizado para obtener del vendedor los daños y perjuicios equivalentes a la pérdida resultante directa y naturalmente por el incumplimiento de la condición por parte del vendedor (el comprador tiene otros derechos que no vienen aquí al caso). y (15) En este caso, la parte vendedora ha roto una condición del contrato, cuyo cumplimiento le había sido requerido. ∴z (17) En este caso, el comprador está legitimado para obtener del vendedor los daños equivalentes a la pérdida resultante directa y naturalmente por el incumplimiento de la condición por pare del vendedor. Algo que importa resaltar aquí es que MacCormick pone buen cuidado en advertir que lo que la lógica determina es la obligación del juez de fallar en el sentido indicado, pero no el fallo del juez en cuanto tal; es decir, la orden de un juez o de un tribunal que condena a una parte a pagar una cierta cantidad de dinero no es ya un producto lógico, aunque lo que justifique dicha decisión sea precisamente un razonamiento lógicodeductivo. Ahora bien, a pesar de la anterior cautela, alguien podría afirmar todavía que, de todas formas, la decisión del juez —o la norma concreta en que se apoya— no es lógica, pues significa condenar a la parte vendedora que en el caso en cuestión era completamente inocente (así lo entendió el propio juez en el fallo referido), al mismo tiempo que absolver al fabricante de la limonada (R. White and Sons) que al fin y al cabo habría sido el causante de la aparición del ácido carbólico. Ello plantea un par de cuestiones de cierto interés. La primera es que la expresión lógica suele usarse al menos en dos sentidos distintos. En un sentido técnico (el de la lógica deductiva) el pre- LAS RAZONES DEL DERECHO 111 dicado lógico se emplea básicamente en relación con los argumentos, con las inferencias; las premisas sólo serían ilógicas si fueran contradictorias. Pero hay otro sentido en el que la lógica viene a equivaler a justa. Así, lo que antes se habría querido decir es que la decisión es inconsistente con directrices generales o con principios del derecho, o que va en contra del sentido común; en definitiva, que no habría que haber aceptado alguna de las premisas de la argumentación. El derecho —o, mejor el razonamiento jurídico— puede no ser lógico en el segundo sentido, pero tiene que serlo en el primero (con independencia de que se trate o no de un sistema de common law). En definitiva, y aunque MacCormick no emplee esta terminología, lo que quiere decirse con todo lo anterior es que una decisión jurídica cuando menos tiene que estar justificada internamente, y que la justificación interna es independiente de la justificación externa en el sentido de que la primera es condición necesaria, pero no suficiente, para la segunda. La segunda cuestión que se plantea con el problema anterior es esta. Si el juez no condena al fabricante —sino que lo absuelve— no es porque considere que éste no es responsable, sino porque entiende que el actor no ha podido probar que lo fuera; es decir, no ha podido probar que el fabricante incumpliera con el criterio de cuidado razonable en el proceso de fabricación establecido en un famoso precedente (el caso Donoghue contra Stevensons, de 1932, del que luego se hablará). Según MacCormick, la existencia de reglas de derecho adjetivo que regulan la carga de la prueba (como la que el juez tiene en cuenta aquí) pone de manifiesto la relevancia que tiene la lógica deductiva para la justificación de las decisiones jurídicas. La razón de ello es que de una norma de la forma p—q (si se da el supuesto de hecho p, entonces deben seguirse las consecuencias jurídicas q) y de un enunciado de la forma p (no es el caso, o no ha sido probado, p), no se sigue lógicamente nada. Para poder inferir q, esto es, que no deben seguirse las consecuencias jurídicas q, que, por lo tanto, el fabricante debe ser absuelto, es necesario añadir una nueva premisa de la forma -p → q (si no se da el supuesto de hecho p, entonces no deben seguirse las consecuencias jurídicas q), que, justamente, no es otra cosa que la regla de carga de la prueba que el juez tomó en consideración en el fallo comentado. 112 MANUEL ATIENZA 2. Presupuestos y límites de la justificación deductiva. Casos fáciles y casos difíciles Ahora bien, la justificación deductiva tiene sus presupuestos y sus límites. Un primer presupuesto es que el juez tiene el deber de aplicar las reglas del derecho válido; sin entrar en la naturaleza de dicho deber, lo que parece claro es que la justificación deductiva se produce en el contexto de razones subyacentes (cfr. Páramo, 1988) que justifican la obligación de los jueces en cuestión (por ejemplo, la certeza del derecho, la división de poderes, etc.) y que, en ocasiones (como en el caso antes comentado) pesan más que el deber de hacer justicia (digamos, justicia en abstracto). Un segundo presupuesto es que el juez puede identificar cuáles son las reglas válidas, lo que implica aceptar que existen criterios de reconocimiento compartidos por los jueces. Pero, además, la justificación deductiva tiene sus límites5 en el sentido de que la formulación de las premisas normativas o fáticas puede plantear problemas. O, dicho de otro modo, además de casos fáciles (como el caso Daniels), a los jueces se les pueden presentar también casos difíciles. MacCormick efectúa una división cuatripartita de casos difíciles, según que se trate de problemas de interpretación, de relevancia, de prueba o de calificación. Los dos primeros afectan a la premisa normativa, y los dos últimos a la premisa fáctica. Existe un problema de interpretación cuando no hay duda sobre cuál sea la norma aplicable (es decir, tenemos una norma de la forma p→ q), pero la norma en cuestión admite más de una lectura (por ejemplo, podría interpretarse en el sentido de p’→ q, o bien p"→ q). Así, la Race Relations Act de 1968 prohibe la discriminación en el Reino Unido sobre la base de color, raza, origen nacional o étnico, pero surgen dudas a propósito de si la prohibición cubre también un supuesto en que una autoridad local establece que sólo los nacionales británicos tienen derecho a obtener una vivienda protegida. Es decir, la norma en cuestión podría interpretarse en el sentido de entender que discriminar por razón de origen nacional (incluyendo la nacionalidad actual) es ilegal (p’→ q), o bien en el sentido de que discriminar por razón de origen nacional (pero sin incluir la nacionalidad actual) es ilegal(p"→ q); esta última es precisamente la inter5 A Alexy no le parece adecuado hablar en relación con esto de límites (cfr. Alexy, 1980c, p. 122). LAS RAZONES DEL DERECHO 113 pretación aceptada por la mayoría de la Cámara de Lores en el caso Ealing Borough Council contra Race Relations Board (1972 AC 342). Los problemas de relevancia plantean en cierto modo una cuestión previa a la interpretación, esto es, no cómo ha de interpretarse determinada norma, sino si existe una tal norma (p→ q) aplicable al caso. El ejemplo que pone MacCormick para ilustrar este supuesto es el caso Donoghue contra Stevenson ([1932] AC 562), en el que se discutía si existe o no responsabilidad por parte de un fabricante de una bebida que, por estar en mal estado, ocasiona daños en la salud del consumidor. Aunque no existía precedente vinculante (pero sí precedentes análogos) cuando se decidió el caso, la mayoría de la Cámara de los Lores entendió que había (digamos, estableció) una regla del common law que obligaba al fabricante a indemnizar cuando este no hubiese tenido un cuidado razonable (doctrina del reasonable care) en el proceso de fabricación. Los problemas de prueba se refieren al establecimiento de la premisa menor (p). Probar significa establecer proposiciones verdaderas sobre el presente y, a partir de ellas, inferir proposiciones sobre el pasado. Así, si se acepta que el testigo es honesto, su memoria confiable, etc.; que la habitación del acusado y la víctima eran contiguas y que ambas aparecieron manchas de sangre; que la cabeza y brazos de la víctima aparecieron en un paquete en el sótano del acusado; que el acusado y otra mujer tenían llave de la habitación de la víctima; de todo ello puede inferirse que el acusado, Louis Voisin, mató a la víctima, Emilienne Gerad.6 Lo que nos lleva a afirmar esta última proposición no es una prueba de su verdad (pues este tipo de prueba, esto es, que una proposición se corresponda con determinados hechos, sólo cabe en relación con enunciados particulares que se refieran al presente), sino un test de coherencia, el hecho de que todas las piezas de la historia parecen ajustar bien (y que no se ha vulnerado ninguna regla procesal de valoración de la prueba). En seguida se volverá sobre el significado de la noción de coherencia. Finalmente, los problemas de calificación o de hechos secundarios se plantean cuando no existen dudas sobre la existencia de determinados hechos primarios (que se consideran probados), pero lo que se discute es si los mismos integran o no un caso que pueda subsumirse en el supuesto de hecho de la norma. Así, en el caso MacLennan contra MacLennan ([1958] S. C. 105), el señor MacLennan plantea una acción de divorcio 6 MacCormick toma el ejemplo del caso R. contra Voisin ([1981], 1 K. B. 531). 114 MANUEL ATIENZA sobre la base de que su esposa ha cometido adulterio, ya que ha dado a luz un hijo después de haber transcurrido once meses sin tener relaciones sexuales con él. La esposa admitió esto último, pero negó que se tratara de un supuesto adulterio (como también lo hizo el juez del caso), pues el hijo había sido concebido utilizando técnicas de inseminación artificial. El problema, pues, podría plantearse así: dado r, s, t, ¿es ello un supuesto de p (esto es, se puede hablar de adulterio cuando se utilizan técnicas de inseminación artificial)? Pero cabe también otra forma, lógicamente equivalente a la anterior, de plantear el problema, a saber, como un problema de interpretación: ¿debe interpretarse la norma p→ q (el adulterio es una causal de divorcio) en el sentido de p’→ q (el adulterio, incluyendo la utilización de técnicas de inseminación artificial es una causal de divorcio) o de p"→ q (el adulterio, sin incluir la inseminación artificial, es una causal de divorcio)? Ahora bien, aunque los problemas de interpretación y de calificación sean lógicamente equivalentes, hay razones de tipo procesal (que tienen que ver con la distinción entre cuestiones de hecho y cuestiones de derecho) para mantener aquella distinción. Por un lado, el recurso de apelación suele estar limitado a las cuestiones de derecho, de manera que sólo cabe dicho recurso si se entiende que el problema en cuestión lo es de interpretación. Por otro lado, si un problema se considera un problema de calificación, esto es, un problema fáctico (por ejemplo, cuando se trata de aplicar criterios como el de razonabilidad),7 ello quiere decir que, de cara al futuro, la decisión que se haya tomado al respecto no tiene valor de precedente. 3. La justificación en los casos difíciles. El requisito de universidad Y el problema que se plantea ahora es el de qué significa argumentar jurídicamente cuando no basta la justificación deductiva. Más exactamente, MacCormick plantea este problema en relación con cuestiones normativas (que, como se ha visto, pueden incluir también los problemas de calificación), pero me parece que la solución que él da se puede extender 7 Cfr. MacCormick, 1978, pp. 144 y ss. En MacCormick (1984a, p. 155, nota 69) se precisa que no es del todo suficiente tratar la cuestión de la razonabilidad como un simple problema de calificación. Se trataría de un problema complejo, que implica cuestiones de interpretación y de prueba que, además, interaccionan entre sí. LAS RAZONES DEL DERECHO 115 también a los problemas de prueba.8 Dicho en forma concisa, su tesis consiste en afirmar que justificar una decisión en un caso difícil significa, en primer lugar, cumplir con el requisito de universalidad y, en segundo lugar, que la decisión en cuestión tenga sentido en relación con el sistema (lo que significa, que cumpla con los requisitos de consistencia y de coherencia) y en relación con el mundo (lo que significa, que el argumento decisivo, dentro de los límites marcados por los anteriores criterios, es un argumento consecuencialista). El requisito de universalidad, por cierto, está también implícito en la justificación deductiva. Este exige que, para justificar una decisión normativa, se cuente al menos con una premisa que sea la expresión de una norma general o de un principio (la premisa mayor del silogismo judicial). Por supuesto, cuando se justifica una determinada decisión, d, hay que ofrecer razones particulares, A, B, C, a favor de la misma, pero tales razones particulares no son suficientes; se necesita, además, un enunciado normativo general que indique que siempre que se den las circunstancias A, B, C, debe tomarse la decisión d (cfr. MacCormick, 1987). De manera semejante, explicar científicamente un acontecimiento implica no sólo mostrar sus causas, sino también sostener alguna hipótesis de tipo general que enlace las causas con el efecto. En definitiva, MacCormick no estaría más que reproduciendo el esquema de argumentación de Toulmin expuesto en el capítulo anterior: a favor de una pretensión o conclusión hay que aducir no sólo razones concretas (los data o grounds), sino también la garantía (warrant), que permite el paso de las razones a la conclusión. MacCormick llama a este requisito exigencia de justicia formal (de hecho, viene a coincidir con la regla de justicia formal de Perelman) y, en su opinión, tiene un alcance que se extiende tanto hacia el pasado (un caso presente debe decidirse de acuerdo con el mismo criterio utilizado en casos anteriores) como, sobre todo, hacia el futuro (por ejemplo, si a propósito del problema de interpretación antes indicado, un ayuntamiento no acepta a Z entre las personas que tienen derecho a una vivienda protegida por ser ciudadano polaco y no británico, ello tiene que significar que, en el futuro, no va a aceptar tampoco las solicitudes de españoles, canadienses, etc.). Por otro lado, se trata no sólo de una exigencia normativa, sino también de un postulado que, de hecho, tienen en cuenta los 8 Y, en cierto modo, esto es lo que viene a hacer el propio MacCormick en un artículo posterior a Legal Reasoning and Legal Theory (cfr. MacCormick, 1984b). 116 MANUEL ATIENZA jueces (y MacCormick muestra como, en todos los casos antes mencionados, el principio de universalidad es asumido tanto por los jueces que representan la opinión mayoritaria como por los que defienden el punto de vista de la minoría). Más importante que lo anterior es que MacCormick, siguiendo a Hare, aclara que universalidad no es lo mismo que generalidad. Esto es, una norma puede ser más específica que otra, pero ser igualmente universal, pues la universalidad es un requisito de tipo lógico, que no tiene que ver con que una norma sea más o menos específica. Así, en el ejemplo anterior de problema de calificación, puede decirse que la norma p’→ q (el adulterio, incluyendo la utilización de técnicas de inseminación artificial, es una causal de divorcio) es más general que p"→ q (el adulterio, que no incluye la utilización de técnicas de inseminación artificial, es una causal de divorcio), puesto que hay supuestos que caen dentro del ámbito de aplicación de la primera, pero no del de la segunda, aunque ambas tienen carácter universal, pues las dos podrían formularse como un enunciado universal de la forma xPx→ Qx. Precisamente por ello, decidir según criterios de equidad no significa vulnerar el principio de universalidad. Una decisión equitativa (en el sentido técnico de esta expresión) implica introducir una excepción en una regla general para evitar un resultado injusto; pero el criterio utilizado en la decisión equitativa tiene que valer también para cualquier otro caso de las mismas características. La equidad, en definitiva, se dirige contra el carácter general de las reglas, no contra el principio de universalidad (cfr. MacCormick, 1978, pp. 97 y ss). En fin, como antes había sugerido, el principio de universalidad cabe aplicarlo también —aunque MacCormick no lo haga o, al menos, no lo haga explícitamente— a los problemas de prueba. Es obvio que los hechos del caso son siempre hechos específicos (la premisa fáctica del silogismo judicial es un enunciado singular o un conjunto de enunciados singulares), pero cuando existen problemas sobre el establecimiento de los hechos, parece claro que entre las premisas del razonamiento que se utilice tiene que existir —explícita o implícitamente— un enunciado universal. Así, a propósito del ejemplo antes puesto, para llegar a la conclusión de que Louis Voisin mató a Emilienne Gerard se necesita presuponer un enunciado de tipo universal (digamos, una máxima de experiencia) que podría formularse así: Siempre que se den los hechos ‘X’, ‘Y’, ‘Z’, es razonable suponer que ‘A’ causó la muerte de ‘B’. LAS RAZONES DEL DERECHO 117 4. La justificación de segundo nivel. Consistencia y coherencia Lo dicho hasta aquí cierra lo que MacCormick llama justificación de primer nivel, que —como ya se ha indicado— coincide con lo que en el capítulo introductorio se denominó justificación interna. Y el problema que surge ahora es el de cómo justificar la elección de una u otra norma general; ello da lugar a la justificación de segundo nivel (o justificación externa). También aquí hay una analogía con lo que significa en la ciencia explicar un acontecimiento. Una hipótesis científica, en efecto, tiene que tener sentido en relación con el cuerpo existente del conocimiento científico y en relación con lo que ocurre en el mundo. Y aunque ninguna teoría puede ser concluyentemente probada como verdadera mediante un proceso de experimentación, si una teoría resulta corroborada, mientras que la(s) teoría(s) rival(es) resulta(n) falsada(s), ello significa el adherirse a la primera y descartar la segunda (cfr. MacCormick, 1978, p. 102).9 De manera semejante, las decisiones jurídicas tienen que tener sentido tanto en relación con el sistema jurídico de que se trate como en relación con el mundo (lo que significa, en relación con las consecuencias de las decisiones). Y aunque la justificación de una decisión jurídica sea siempre una cuestión abierta (en el sentido de que los argumentos consecuencialistas, como veremos, implican necesariamente elementos valorativos y, por tanto, subjetivos), sin embargo, también aquí cabe hablar de una cierta objetividad a la hora de preferir una u otra norma, unas u otras consecuencias (cfr. MacCormick, 1987, pp. 103 y ss.). Que una decisión tenga sentido en relación con el sistema significa —como ya se indicó— que satisfaga los requisitos de consistencia y de coherencia. Una decisión satisface el requisito de consistencia cuando se basa en premisas normativas que no entran en contradicción con normas válidamente establecidas. Y esta exigencia —aunque MacCormick no lo haga— cabe extenderla también a la premisa fáctica; así, cuando existe un problema de prueba, las proposiciones sobre el pasado (el hecho cuya existencia de infiere) no deben entrar en contradicción con las afirmaciones verdaderas sobre el presente. El requisito de consistencia puede entenderse, pues, que deriva, por una parte, de la obligación de los jueces de no infringir el derecho vigente y, por otra parte, de la obligación de ajustarse a la realidad en materia de prueba.10 9 Como es obvio, MacCormick se está refiriendo aquí a la teoría de la ciencia de Popper. 10 MacCormick no es del todo claro sobre si existe o no este segundo tipo de obligación; sobre 118 MANUEL ATIENZA Pero la exigencia de consistencia es todavía demasiado débil. Tanto en relación con las normas como en relación con los hechos, las decisiones deben, además, ser coherentes11 aunque, por otro lado, la consistencia no es siempre una condición necesaria para la coherencia: mientras que la coherencia es una cuestión de grado, la consistencia es una propiedad que, sencillamente, se da o no se da; por ejemplo, una historia puede resultar coherente en su conjunto aunque contenga alguna inconsistencia interna (cfr. MacCormick, 1984b, p. 38). ¿Pero qué hay que entender por coherencia? En primer lugar, conviene distinguir entre coherencia normativa y coherencia narrativa. Una serie de normas, o una norma, es coherente si puede subsumirse bajo una serie de principios generales o de valores que, a su vez, resulten aceptables en el sentido de que configuren —cuando se toman conjuntamente— una forma de vida satisfactoria (cfr. MacCormick, 1984b). Para MacCormick, principios y valores son extensionalmente equivalentes, pues él no entiende por valor simplemente los fines que de hecho se persiguen, sino los estados de cosas que se consideran deseables, legítimos, valiosos;12 así, el valor de la seguridad en el tráfico, por ejemplo, se correspondería con el principio de que la vida humana no debe ser puesta en peligro indebidamente por el tráfico rodado. Según esta idea de coherencia, una norma que estableciera (es un ejemplo del propio MacCormick [cfr. MacCormick, 1978, pp. 106 y ss]) que los coches amarillos no pueden circular a más de 80 kilómetros por hora (mientras que el límite para los coches de otros colores es, por ejemplo, de 110) no sería inconsistente, pero resultaría incoherente, pues el color, en principio, no parece que tenga nada que ver con los fines o valores que debe perseguir la regulación del tráfico rodado (como serían, la seguridad, el ahorro de combustible, etc.). Naturalmente, la cosa cambiaría si existiera también otra norma que estableciera, por ejemplo, que los coches que tengan más de cierto número de años deben estar pintados de amarillo. La ello se tratará más adelante a propósito de una crítica que le dirigen Alchourrón y Bulygin (cfr. infra, apartado III, 1). 11 Comanduci y Guastini (1987, pp. 243 y ss.) traducen el término inglés coherence por el italiano congruenza; quizás no hubiera sido desacertado hablar en castellano también de congruencia, pero no lo he hecho porque me parece que se ha establecido ya un cierto uso a favor de la expresión coherencia, que, de todos modos, puede no resultar muy clara. 12 Esto explica que MacCormick no acepte la distinción de Dworkin entre directrices (policies), que establecen fines sociales, y principios, que establecen derechos (cfr. Dworkin, 1977 y 1985, capítulos 18 y 19). LAS RAZONES DEL DERECHO 119 coherencia normativa es un mecanismos de justificación, porque presupone la idea de que el derecho es una empresa racional; porque está de acuerdo con la noción de universalidad —en cuento componente de la racionalidad en la vida práctica— al permitir considerar a las normas no aisladamente, sino como conjuntos dotados de sentido; porque promueve la certeza del derecho, ya que la gente no puede conocer con detalle el ordenamiento jurídico —pero sí sus principios básicos—; y porque un orden jurídico que fuera simplemente no contradictorio no permitiría guiar la conducta de la gente como lo hace el derecho. Pero se trata de una justificación formalista y relativa. La coherencia puede ser satisfecha por un derecho nazi que parta de la pureza de la raza como valor supremo.13 En definitiva, la coherencia sólo suministra una justificación débil, una exigencia negativa: ante un mismo caso, cabría articular dos o más decisiones coherentes que, sin embargo, fuesen entre sí contradictorias. La coherencia narrativa suminsitra un test en relación con cuestiones de hecho cuando no cabe una prueba directa, por observación inmediata, de las mismas. En el ejemplo anterior, la proposición: Louis Voisin mató a Emilienne Gerard, resulta coherente en relación con el resto de los hechos considerados probados. Mientras que cuando Sherlock Holmes duda de que el forastero detenido por la policía haya sido en realidad el ladrón del caballo, lo que le mueve a pensar así es que ello le resulta incoherente con el hecho de que el perro que se hallaba en el establo no hubiera ladrado durante la noche, pues los perros acostumbran a ladrar a los forasteros; así pues, resulta más coherente pensar que el ladrón no fue un forastero, sino algún habitante de la casa.14 El test de coherencia narrativa justifica que asumamos creencias —y rechacemos otras— en relación con hechos del pasado, porque consideramos al mundo fenoménico como algo explicable en términos de principios de tipo racional. Pero la justificación es también aquí simplemente provisional, puesto que los esquemas explicativos son revisables, la información que se deriva de la percepción es incompleta y algunas percepciones son engañosas. 13 Esto, es decir, que la coherencia implique sólo un límite formal, podría discutirse, en tanto que MacCormick —como se indicó— exige que los principios y valores en cuestión configuren una forma de vida satisfactoria, que resulte posible vivir para los seres humanos, teniendo en cuenta cómo son los seres humanos (cfr. MacCormick, 1984b, p. 42). De todas formas, MacCormick no es muy explícito a la hora de aclarar qué entiende por “ forma de vida satisfactoria” . 14 Curiosamente, se trata del mismo ejemplo utilizado por Toulmin para mostrar que la noción de deducción, tal y como usualmente se utiliza, no es la de la lógica formal (cfr. supra, capítulo cuarto, apartado II, 4). 120 MANUEL ATIENZA Entre ambos tipos de coherencia existe, como se ha visto, cierto paralelismo, pero también una diferencia importante: la coherencia narrativa justifica creencias sobre un mundo que es independiente de nuestras creencias sobre él; mientras que en el caso de la coherencia normativa no hay por qué pensar en la existencia de algún tipo de verdad última, objetiva, independiente de los hombres. En definitiva, la coherencia es siempre una cuestión de racionalidad, pero no siempre una cuestión de verdad (MacCormick, 1984b, p. 53). En la idea de coherencia —de coherencia normativa— se basan dos tipos de argumentos que juegan un papel muy importante en la resolución de los casos difíciles: los argumentos a partir de principios y los argumentos por analogía. En opinión de MacCormick, los principios se caracterizan,15 en primer lugar, por ser normas generales, lo que hace que cumplan una función explicativa (aclaran el sentido de una norma o de un conjunto de normas) y, en segundo lugar, porque tienen un valor positivo, lo que hace que cumplan una función de justificación (si una norma puede subsumirse bajo un principio, ello significa que es valiosa).16 En consecuencia, la diferencia entre las reglas y los principios es esta: las reglas (por ejemplo, las reglas del tráfico que ordenan conducir por la derecha, detenerse ante un semáforo rojo, etc.) tienden a asegurar un fin valioso o algún modelo general de conducta deseable; mientras que los principios (por ejemplo, el de seguridad en el tráfico) expresan el fin por alcanzar o la deseabilidad del modelo general de conducta. Los principios son nece15 Aquí se separa de Dworkin quien, como se sabe, caracteriza los principios porque: 1) a diferencia de las normas, no se aplican en la forma todo o nada: si se aplica una norma, entonces ella determina el resultado, pero si no se aplica (si es inválida), no contribuye en nada a la decisión; los principios, sin embargo, tienen una dimensión de peso, de manera que, en un caso de conflicto, el principio al que se atribuye un menor peso en relación con un determinado caso, no resulta por ello inválido, sino que sigue integrando el ordenamiento; 2)los principios no pueden identificarse mediante el criterio de su origen o pedigree, que es el que se encuentra contenido en la regla de reconocimiento hartiana (que, por tanto sólo permite reconocer las normas) (cfr. sobre esto Dworkin, 1977, capítulo 3; Carrió, 1970 y 1981, y Raz, 1984a). Hay otras dos tesis importantes en las que MacCormik discrepa de Dworkin. La primera es que no considera aceptable la distinción dworkiniana entre principios (en cuanto proposiciones que describen derechos) y diectrices (policies) (en cuanto proposiciones que describen fines) (cfr. MacCormik, 1978, p. 259 y ss). La segunda es que —como más adelante se verá con más detalle— MacCormik no acepta tampoco la tesis dworkiniana de la única respuesta correcta. 16 Un principio, según MacCormick, puede definirse como “ una norma relativamente general que desde el punto de vista de la persona que lo acepta como tal principio es contemplado como una norma general a la que es deseable adherirse y que tiene de este modo fuerza explicativa y justifictoria en relación con determinadas decisiones o con determinadas reglas para la decisión” (MacCormick, 1978, p. 260). LAS RAZONES DEL DERECHO 121 sarios para justificar una decisión en un acto difícil, pero un argumento basado en algún principio no tiene carácter concluyente, como lo tendría si se basara en alguna norma obligatoria. Los principios dependen de valoraciones y suministran una justificación en ausencia de otras consideraciones que jueguen en sentido contrario. Por ejemplo, el principio de cuidado razonable, formulado en el caso Donoghue contra Stevenson y aplicado luego en muchos otros supuestos de responsabilidad extracontractual, puede ceder frente a las consecuencias inaceptables que se seguirían para la administración de justicia si se aceptara que los abogados son responsables por el daño previsible resultante para los clientes por una conducta negligente en la forma de llevar el caso (este es el sentido de la decisión de la Cámara de los Lores en el caso Rondel contra Worsley [1968] 1 AC 191). Los argumentos por analogía poseen también este mismo carácter inconcluyente pues, en realidad, argumentar a partir de principios y por analogía no son cosas muy distintas. La analogía no sería más que un supuesto de uso no explícito —o no tan explícito— de principios. La analogía presupone también la coherencia del derecho, e implica siempre un momento valoratio, pues las semejanzas entre los casos no se encuentran, sino que se construyen; se sustentan, precisamente, en razones de principio. Aquí me parece interesante resaltar (aunque MacCormick no establezca, al menos en forma explícita, esta diferencia),17 que, en realidad hay dos usos distintos del argumento por analogía, según se trate de un problema de relevancia o de un problema de interpretación.18 Un uso de un argumento por analogía puede resolver un problema de relevancia sería el siguiente. Quien pierde la vida o resulta herido al tratar de prevenir un daño a otra persona, causado por la acción negligente de un tercero tiene derecho —de acuerdo con una determinada norma del common law— a una indemnización por parte del tercero. ¿Pero qué ocurre si lo que se trata de evitar no es un daño físico, sino un daño económico? Razonar por analogía aquí significa afirmar que, puesto que evitar un daño económico es algo semejante a evitar un daño físico, quien pierde la vida o resulta herido al tratar de prevenir un daño económico a otra persona tiene también derecho a indemnización (Steel contra Glasgow Iron and 17 Cfr., sin embargo, MacCormick y Bankowski (1989, p. 49). 18 En Atienza (1988) las he denominado, respectivamente, analogía material y analogía formal. Prácticamente la misma distinción puede encontrarse en Aarnio (1987, pp. 103-107) con el nombre de analogía de la norma y analogía del caso. 122 MANUEL ATIENZA Steel Co. Ltd. [1944] S. C. 237; cfr. MacCormick, 1978, pp. 161 y ss.). El argumento podría escribirse así: p→q r~ p r→q Pero la analogía se usa en otras ocasiones para reoslver un problema de interpretación (cfr. MacCormick y Bankowski, 1989a). Por ejemplo, de acuerdo con determinada ley, el delito de incendio se agrava cuando hay una persona dentro de la vivienda. Pero, ¿qué pasa si el que está dentro es el propio autor del incendio? El abogado defensor (en el caso R. contra Arthur [1968] 1 Q. B. 810) sostuvo (lo que fue aceptado por el juez del caso) que este supuesto debía quedar excluido, pues en una ley promulgada precisamente en el mismo año que la anterior, se castigaba la acción de causar daño a otra persona, y dicho artículo nunca se había entendido en el sentido de incluir también los supuestos en que uno se causa daño a sí mismo. Aquí, por tanto, no hay duda de cuál sea la norma aplicable, sino de cómo debe interpretarse uno de sus términos. El argumento podría escribirse así: T T = N1 N2 T en N 1 = T’ T en N 2 = T’ 5. Los argumentos consecuencialistas Pero, como antes se dijo, una decisión —de acuerdo con MacCormick— tiene que tener sentido no sólo en relación con el sistema, sino también en relación con el mundo.19 Y aunque MacCormick reconoce que en la justificación de una decisión en los casos difíciles lo que se pro19 Otra forma de expresar esta idea consiste en afirmar que los jueces, al tomar una decisión, deben mirar no solamente hacia el pasado (esto es, que la misma resulte consistente y coherente), sino también hacia el futuro (hacia las consecuencias) (cfr. Aldisert, 1982). La distinción viene a ser la misma que la establecida en Luhmann (1983), pero el concepto de consecuencia de MacCormick no coincide del todo con el del autor alemán. LAS RAZONES DEL DERECHO 123 duce es una interacción entre argumentos a partir de principios (incluyendo aquí el uso de la analogía) y argumentos consecuencialistas (cfr. MacCormick, 1978, p. 194), lo que resulta decisivo, en su opinión, son los argumentos consecuencialistas (cfr., en particular, MacCormick, 1983, p. 850). Dicho de otra manera, la argumentación jurídica —dentro de los límites marcados por los principios de universalidad, consistencia y coherencia— es esencialmente una argumentación consecuencialista. Por ejemplo, analizando el caso Donoghue contra Stevenson, MacCormick muestra que la argumentación a favor del criterio mayoritario del tribunal habría sido una argumentación consecuencialista. Así, en el fallo de Lord Atkin, la justificación para aceptar el principio de responsabilidad basado en la idea de cuidado razonable es que, en caso contrario, esto es, si no existiera tal principio, las consecuencias serían inaceptables, pues significaría ir en contra de las necesidades de una sociedad civilizada (la necesidad de minimizar el daño), del principio de justicia correctiva (quien sufre un daño debe ser compensado) y del sentido común (iría en contra de la moral positiva). Pero también utilizan una argumentación consecuencialista —aunque de sentido contrario— quienes representan la opinión minoritaria: si se aceptara tal principio, entonces habría que extenderlo a la fabricación de cualquier artículo incluido, por ejemplo, la construcción de una casa- lo que, en opinión de Lord Buckmaster, sería absurdo (cfr. MacCormick, 1978, p. 113). El caso MacLennan contra MacLennan suministra también otro buen ejemplo de argumento consecuencialista: si se extendieran los supuestos de adulterio hasta abarcar también un supuesto de utilización de técnicas de inseminación artifical, ello significaría aceptar que se puede cometer adulterio con un muerto, lo que no parece ser muy razonable (se trata de un argumento utilizado por Lord Wheatley; cfr. MacCormick, 1978, p. 148). Ahora bien, ¿qué es lo que debe entenderse exactamente por consecuencia y por consecuencialismo? En primer lugar, conviene distinguir (cfr. MacCormick, 1983, pp. 246 y ss.) entre el resultado y las consecuencias de una acción. El resultado de la acción del juez al decidir un caso consiste en producir una norma válida; el resultado, podríamos decir, forma parte del propio concepto de acción, aunque una misma acción pueda describirse como produciendo unos u otros resultados. Las consecuencias son los estados de cosas posteriores al resultado y conectados con él. A su vez, aquí hay que distinguir entre consecuencias conectadas causalmente con el resultado (por ejemplo, la consecuencia de que X haya sido condenado a pagar la canti- 124 MANUEL ATIENZA dad Y a Z puede ser la desesperación de X ante la necesidad de reunir dicha cantidad; la condena del juez, cabe decir, es la causa de la desesperación de X) y otras consecuencias remotas que ya no diríamos que están conectadas causalmente con la acción (por ejemplo, como consecuencia de su estado de desesperación, X se vuelve un alcohólico y muere atropellado por un autobús cuando cruza, embriagado, un semáforo en rojo; la muerte de X no la describiríamos ya como consecuencia de la condena del juez). Establecer cuáles sean las consecuencias de una decisión —en los dos sentidos antes indicados— no es sólo algo extraordinariamente difícil, sino que, en general, no suele jugar un papel importante en la justificación de las decisiones, con la excepción de algunas áreas del derecho (por ejemplo, el derecho fiscal), donde es frecuente que se tengan en cuenta las decisiones judiciales —o administrativas— para actuar de una u otra forma en el futuro. Lo que importa son más bien las consecuencias en el sentido de implicaciones lógicas. Más que la predicción de la conducta que probablemente la norma inducirá o desanimará, lo que interesa sería contestar a la pregunta sobre el tipo de conducta que autorizaría o prohibiría la norma establecida en la decisión; en otras palabras, los argumentos consecuencialistas son, en general, hipotéticos, pero no probabilistas. A este tipo de consecuencias, MacCormick, siguiendo una sugerencia de Rudden (cfr. Rudden, 1979), las denomina consecuencias jurídicas. Y las consecuencias jurídicas —como se ha visto en los ejemplos antes indicados— se evalúan en relación con una serie de valores, como la justicia, el sentido común, el bien común, la conveniencia pública, etc. Tales valores, por otro lado, son, al menos en parte, distintos en cada rama del derecho: por ejemplo, en derecho penal un valor básico es el de la paz o el orden público, mientras que en el derecho de contratos lo será la libertad personal para perseguir determinados fines, etc. Lo anterior significa que el concepto que maneja MacCormick de consecuencia no coincide con lo que se entiende por tal en la tradición utilitarista. O, dicho de otra forma, si a la concepción de MacCormick se le quiere seguir llamando utilitarista, habría que decir que se trata no solamente de un utilitarismo de la regla, sino también de un utilitarismo ideal. Esto es, por un lado, de un utilitarismo que no tiene en cuenta únicamente las consecuencias para las partes en una ocasión particular (en esto consistiría el utilitarismo del acto, que chocaría contra el principio de universalidad), sino las consecuencias de la norma en que se basa la deci- LAS RAZONES DEL DERECHO 125 sión; y, por otro lado, de un utilitarismo que no toma en consideración únicamente el valor utilidad (como ocurre con el utilitarismo hedonista de Bentham),20 sino también otros valores, como los indicados. De esta forma, la concepción consecuencialista de MacCormick puede resultar compatible con la idea de que para justificar las decisiones judiciales se utilizan dos tipos de razones substantivas: razones finalistas (una decisión se justifica porque promueve cierto estado de cosas que se considera valioso) y razones de corrección (una decisión se justifica porque se considera correcta o buena en sí misma, sin tener en cuenta ningún otro objetivo ulterior). En cierto modo, la orientación conforme a fines y la orientación según un criterio de corrección son dos caras de la misma moneda, pues los fines que hay que tomar en cuenta son, en último término, los fines correctos de acuerdo con la rama del derecho de que se trate.21 6. Sobre la tesis de la única respuesta correcta. Los límites de la racionalidad práctica Ahora bien, aunque los argumentos consecuencialistas sean los decisivos para justificar una decisión frente a un caso difícil, no son, sin embargo, concluyentes en el sentido de que —según MacCormick— no puede pretenderse que para cada caso difícil existe una única respuesta correcta. Como se indicó en un apartado anterior, MacCormick defiende, en la teoría el derecho y de la argumentación jurídica, una vía intermedia entre el irracionalismo de un Ross y el ultrarracionalismo de un Dworkin. Pero lo que a él le interesa, sobre todo, es mostrar cuáles son sus diferencias con Dworkin y, en particular, hasta qué punto está justificada la crítica de este a Hart y, en general, al positivismo jurídico. La crítica de Dworkin a Hart, tal y como la entiende MacCormick (cfr. MacCormick, 1978, capítulo IX, capítulo X y apéndice; y MacCormick, 1981, pp. 126 y ss.) se condensa en estos cuatro puntos: 1) Hart no da cuenta del papel de los principios en el proceso de aplicación del derecho. 2) Los principios no podrían identificarse a través de la regla de reconocimiento que, como se sabe, en la caracterización del derecho de Hart cum20 El utilitarismo de MacCormick no tiene tampoco que ver con el del análisis económico del derecho, que sería una forma de utilitarismo hedonista. 21 La distinción entre estos dos tipos de razones la toma MacCormick de Summers (1978). Esta opinión de MacCormick explica también su oposición a la distinción dworkiniana entre argumentos basados en principios y argumentos basados en directrices, a la que antes se hizo referencia. 126 MANUEL ATIENZA ple precisamente el papel de indicar cuáles son las normas —en el sentido más amplio del término— que pertenecen al sistema. 3) La teoría de las normas sociales en que se basa la noción de regla de reconocimiento —y de norma, en general— es insostenible. 4) Hart caracteriza mal la discreción judicial al suponer que, en los casos difíciles, los jueces actúan como cuasilegisladores y ejercen una discreción fuerte. A estas cuatro objeciones, MacCormick responde como sigue. Ad 1) La importancia de los principios es innegable y esto, en efecto, no resulta claro en la concepción de Hart. Sin embargo, MacCormick rechaza la noción de principio con que opera Dworkin: por un lado, la caracterización de Dworkin ni explica el papel que juegan las reglas en el argumento por analogía, en donde no puede decirse que se apliquen en la forma todo-o-nada; y, por otro lado, en la interpretación las normas a veces entran en conflicto con principios, sin que por ello queden invalidadas.22 En su lugar, MacCormick —como hemos visto— propone concebir los principios como normas generales que racionalizan reglas. Ad 2) Los principios no están determinados por la regla de reconocimiento en el sentido de que puede haber más de un principio que sirva como racionalización de un conjunto de normas. Pero las normas sí que se identifican por su origen o pedigree (es decir, mediante la regla de reconocimiento o algo similar a este concepto hartiano) e, indirectamente, también los principios: estos, en efecto, se identifican por la función (explicativa y justificatoria) que desarrollan en relación con las normas. Entre las normas y los principios existiría algo así como un “ equilibrio reflexivo” (MacCormick, 1978, p. 245). Y, en cualquier caso, un principio político o moral no sería simplemente por esta razón un principio jurídico, de manera que se puede reconocer el papel de los principios en el derecho (como lo hace MacCormick) sin tener por ello que abandonar el positivismo jurídico en cuanto concepción del derecho que mantiene la tesis de la separación entre el derecho y la moral. Ad 3) 22 Estas críticas de MacCormick no parecen, sin embargo, muy convincentes, pues en ambos casos podría decirse que lo que está en juego, en realidad, son principios. Una crítica parecida a la de MacCormick puede encontrarse en Raz (1984a). LAS RAZONES DEL DERECHO 127 Hart —como se sabe— considera que el punto de vista interno es necesario para dar cuenta de las normas, pero, en opinión de MacCormick, sólo presta atención al aspecto cognoscitivo, y no al aspecto volitivo. El componente cognoscitivo del punto de vista interno consiste en valorar y comprender la conducta en términos de los estándares que debe usar el agente como guía para su conducta. Pero, además, existe un componente volitivo que consiste en que el agente, en algún grado y por las razones que a él le parecen buenas, tiene un compromiso para observar un modelo de conducta dado como un estándar para él, para otra gente o para ambos. Este último aspecto es de gran importancia en relación con la aceptación de la regla de reconocimiento que, efectivamente, lleva consigo un compromiso consciente con los principios políticos subyacentes al ordenamiento jurídico. Para los jueces, en definitiva, la aceptación de la regla de reconocimiento y la obligación de aplicar el derecho válido se basa en razones de este segundo tipo, que no pueden ser otra cosa que razones morales.23 Ad 4) MacCormick está de acuerdo en que, frente a los casos difíciles, los jueces no gozan de discreción en sentido fuerte, puesto que —como hemos visto— sus decisiones están limitadas por los principios de universalidad, consistencia, coherencia y aceptabilidad de las consecuencias. Por otro lado, los jueces tienen autoridad para decidir casos de una manera que puede ser definitiva, pero eso no quiere decir que tengan el poder de decidir sobre qué constituya una buena razón a favor de una decisión; esto es, una decisión judicial puede no estar justificada, aunque contra ella no quepa ya recurso alguno (cfr. MacCormick, 1982b, p. 276). Si es a esto a lo que se refiere Dworkin al hablar de discreción en sentido fuerte (cfr. ibidem, nota 23), entonces, en efecto, los jueces no tienen este tipo de discreción. Pero aceptar esto no implica hacer otro tanto con la tesis de Dworkin de que existe una única respuesta correcta para cada caso, aunque en la práctica no sepamos cuál sea. En opinión de MacCormick, 23 MacCormick no es del todo explícito en este punto (cfr. MacCormick, 1987 y 1981, pp. 38 y ss.), pero me parece que su rectificación de la tesis de Hart debe interpretarse así. Afirman claramente que la aceptación por parte de los jueces de la regla de reconocimiento se basa en razones morales tanto Raz (1984, p. 130), como Ruiz Manero (1990, p. 179). 128 MANUEL ATIENZA Dworkin parece presuponer que en el derecho existen sólo desacuerdos de tipo teórico, pero no desacuerdos de tipo práctico. Un ejemplo de desacuerdo teórico surge cuando se discrepa sobre cuál es la distancia entre dos ciudades y A afirma que es X y B que Y. un ejemplo de desacuerdo práctico sería, sin embargo, el siguiente: A y B poseen una cierta cantidad de dinero que sólo alcanza para comprar un cuadro, pero el orden de preferencias de A es X, Y, Z, mientras que el de B es Z, X, Y. Pues bien, en opinión de MacCormick, en el derecho no sólo existen desacuerdos prácticos reales (conflictos entre derechos), sino que además —por razones fácilmente comprensibles—, existe también la obligación de tener que tomar una decisión (lo que se puede evitar en un desacuerdo como el antes indicado). En tales supuestos, los límites de la decisión están marcados por lo que puede llamarse la racionalidad práctica, pero la razón práctica misma (en contra de lo que parece suponer Dworkin y de la pretensión de Kant) tiene también sus límites. Veamos qué quiere decir esto. La exigencia más fundamental de la racionalidad práctica es que a favor de una acción debe darse algún tipo de razón, bien sean razones valorativas o bien razones finalistas.24 Además, en la racionalidad práctica hay una dimensión de temporalidad en el sentido de que la racionalidad de una acción particular está condicionada por su pertenencia a un modelo de actividad a lo largo del tiempo. E igualmente, de la racionalidad práctica forma parte como una racionalidad subjetiva en relación con las creencias subyacentes a la acción (si hago A para lograr X, tengo que creer que A es apropiado para X), como una racionalidad objetiva (esa creencia tiene, además, que estar justificada en el mundo objetivo). Ahora bien, entre las razones que se dan a favor de una acción puede haber conflicto, y ello hace que deban existir también razones de segundo orden que impliquen principios cuya validez se extiende a lo largo de momentos diferentes y que sean aplicables imparcialmente a diferentes agentes y casos. El tipo más simple de razón para hacer algo es el deseo de hacerlo para obtener alguna satisfacción (digamos, una razón finalista), pero esas 24 Cfr. MacCormick, 1986. Aquí MacCormick adopta la terminología de Max Weber que, por otro lado, viene a coincidir con la distinción de Summers entre razones de corrección y razones finalistas a que antes se aludió (nota 20). LAS RAZONES DEL DERECHO 129 finalidades son más bien no racionales y tienen que ordenarse con arreglo a principios que establecen gradaciones de fines o que excluyen ciertas finalidades como incorrectas. Al final de un proceso de generalización, llegamos a la construcción de una serie de valores o bienes permanentes donde ya no tiene sentido distinguir entre racionalidad conforme a fines o conforme a valores; o, dicho de otra forma, se trataría simplemente de dos aspectos de una misma compleja realidad. Precisamente, la propia racionalidad es uno de esos valores permanentes; pero se trata de una virtud técnica (se manifiesta en la adecuación de los medios a los fines y en la sistematización de principios para elegir entre razones en conflicto en un conjunto consistente y coherente) y limitada, en el doble sentido de que no cabe pretender que existe “ un único sistema de principios prácticos y valores que sea, frente a todos los demás, suprema y perfectamente racional” (MacCormick, 1986, p. 17), y de que no se puede justificar racionalmente una opción entre principios y sistemas de vida basándose sólo en la racionalidad. Para ser agentes racionales, necesitamos otras virtudes además de la de la racionalidad, como buen juicio, altura de miras, justicia, humanidad y compasión. No hay por qué pensar que los límites de la racionalidad son permanentes, absolutos y demostrables a priori,25 pero sí que parece que para descubrir las razones últimas siempre tenderemos que recurrir a otras virtudes humanas aparte de la racionalidad. De esta concepción de la racionalidad se puede derivar la justificación de que existe un procedimiento jurídico racional que incluye la existencia de normas universales y consistentes, así como de jueces y legisladores. Un procedimiento jurídico de este tipo integra un sistema de racionalidad con arreglo a valores en el sentido de un sistema de racionalidad de segundo orden que suministra razones estables que excluyen actuar incluso según objetivos que parecería racional perseguir en el primer nivel. Pero ningún tipo de procedimiento jurídico racional puede impedir que surjan conflictos de diverso tipo (problemas de interpretación, de calificación, etc.), que —como hemos visto— tendrían que resolverse según los criterios ya examinados de universalidad, consistencia, coherencia y aceptabilidad de las consecuencias. Ahora bien, en algún estadio de la argumentación jurídica se llega a elecciones últimas (por ejemplo, entre criterios de justicia 25 Aquí MacCormick recoge una crítica de Haakonssen a su postura en MacCormick (1978) (cfr. Haakonssen, 1981). 130 MANUEL ATIENZA o bien de utilidad u oportunidad), a favor de las cuales se puede, desde luego, dar razones, pero que no son ya razones concluyentes en cuanto que supone situarse en un nivel prerracional o extrarracional. Por eso, quienes deben adoptar esas elecciones no deberían poseer únicamente la virtud de la racionalidad práctica, sino también otras cualidades, como las ya recordadas de buen juicio, perspicacia, sentido de la justicia, humanidad o valentía. El razonamiento jurídico es, en definitiva, como el razonamiento moral, una forma de la racionalidad práctica aunque —también como la moral— no esté gobernado sólo por ella. MacCormick interpreta la analogía entre el razonamiento jurídico y el moral en el sentido de que, en su opinión, el razonamiento moral no es un caso empobrecido de razonamiento jurídico, sino que el razonamiento jurídico es “ un caso especial, altamente institucionalizado y formalizado de razonamiento moral” (MacCormick, 1978, p. 272). Ello, por otro lado, encaja perfectamente con su idea de lo que significa aceptar la regla de reconocimiento y la obligación de los jueces de aplicar el derecho vigente. III. CRÍTICA A LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA DE MACCORMICK 1. Sobre el carácter deductivo del razonamiento jurídico El aspecto de la teoría de la argumentación jurídica de MacCormick que ha sido más discutido es, sin duda, el del papel que juega en su modelo la lógica y la deducción (cfr. Wilson, 1982; MacCormick, 1982a, Wellman, 1985; MacCormick, 1989; Alchourrón y Bulygin, 1990). Veamos, en concreto, qué críticas se le han formulado a propósito de esta cuestión a MacCormick, y hasta qué punto resultan o no fundadas. A. La reconstrucción en términos lógicos del razonamiento judicial Una primera es que cuando MacCormick traduce a términos lógicos las argumentaciones del juez Lewis J. en el caso Daniels, lo que está haciendo en realidad es reelaborar la justificación del juez, sobre todo añadiendo elementos a los que contiene el fallo en cuestión. Pero si se lee frase por frase, no hay por qué pensar que la decisión presuponga el mo- LAS RAZONES DEL DERECHO 131 delo lógico-deductivo manejado por MacCormick (cfr. Wilson, 1982, pp. 272 y 273). Esta crítica, sin embargo —al menos por sí misma— no me parece que tenga mucho peso. Pudiera ser que MacCormick hubiese reconstruido mal la justificación de esta decisión en concreto, pero la reconstrucción que él presenta, considerada en abstracto, parece perfectamente plausible. Es decir, un juez podría haber razonado precisamente en los términos sugeridos por MacCormick, y ello bastaría para justificar su tesis de que, al menos en algunos casos, el razonamiento jurídicos puede ser reconstruido como una inferencia de tipo deductivo. B. Insuficiencia de la lógica proposicional Una segunda crítica se refiere a problemas de técnica lógica que aparecen en la reconstrucción efectuada por MacCormick. Por un lado, la utilización de la lógica proposicional no parece ser del todo adecuada para dar cuenta del razonamiento judicial y, de hecho, MacCormick escribe en la simbología de la lógica proposicional lo que, en realidad, tendría que expresar en términos de lógica de pedicados (White, 1979; Wilson, 1982). Por ejemplo, la traducción correcta en términos lógicos de las premisas 1) y 2) del razonamiento recogido en el apartado II sería: Qx ^ xPx→ Pa (1) Si una persona transfiere... (2) En este caso, una persona (la señora Tarbard)... Por otro lado, podría ponerse en duda hasta qué punto el condicional material (→) permite conceptualizar adecuadamente la conexión existente entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica de la norma (cfr. Wilson, 1982, p. 283 y Alchourrón y Bulygin, 1990, p. 17). Ahora bien, este tipo de reproches no afectan a la tesis de fondo de MacCormick quien, por otro lado, reconoce ahora que la deducción jurídica debe reconstruirse en términos de lógica predicativa (MacCormick, 1989). C. Deducción y consistencia normativa La tercera crítica, que paso a considerar, ha sido formulada por Wellman (1985) y se concreta en la afirmación de que la aceptación de una concepción deductivista del razonamiento jurídico lleva al siguiente dile- 132 MANUEL ATIENZA ma. O bien se afirma que en el ordenamiento jurídico no existen inconsistencias lógicas, lo que a este autor —y con razón— le parece insostenible. O bien se acepta la existencia de tales contradicciones, en cuyo caso la tesis deductivista cae por tierra, pues a partir de una serie inconsistente de premisas se puede justificar cualquier conclusión. Los jueces —de acuerdo con Wellman— argumentan en ocasiones de manera que parten de una determinada premisa (p), sin excluir por ello la verdad de otra premisa que está en contradicción con ella (-p). Consideremos, por ejemplo, la situación en que existen dos normas jurídicas aplicables, pero en conflicto entre sí, y en que ni las partes argumentan a favor de la segunda, ni ésta es tampoco considerada por el juez. La utilización por parte del juez de la primera no implica la falsedad de la segunda. En realidad, su decisión no significa ni siquiera que la segunda regla sea inaplicable (Wellman, 1985, pp. 72 y 73; cfr. también MacCormick, 1989, pp. 24 y ss.). Ahora bien, en mi opinión, lo que falla en el argumento de Wellman es, precisamente, esta última suposición. Si el juez basa su decisión en la norma p, con ello está excluyendo necesariamente que a la misma situación se aplique otra norma que contradiga a p. Por supuesto, el juez puede no conocer la existencia de otra norma válida que entra en contradicción con la que él aplica, pero ese es un problema que no tiene que ver con la lógica, con la deducción: su decisión puede estar equivocada por un error de conocimiento (por ejemplo, por basarse en una norma que no tenía aplicación al caso), sin que ello implique que comete también un error de tipo lógico. Esto, claro está, no significa suponer que en un sistema jurídico no puedan existir contradicciones normativas. No sólo existen, sino que, además, el derecho establece normas o principios para resolverlas. Pero lo que parece indudable es que la argumentación del juez (si pretende ser racional) presupone necesariamente que las premisas en que explícita o implícitamente se basa no son contradictorias. Y prueba de que los jueces sumen este postulado de racionalidad es que —en el ejemplo que pone Wellman— si a un juez se le indicara que hay una norma aplicable al caso y que está en contradicción, por ejemplo, con la norma que le propone aplicar la otra parte, él se sentiría, sin duda, en la obligación de justificar por qué acepta una y no otra. Y si no lo hiciera —y la aplicabilidad de ambas normas resultara en principio plausible—, ello sería sin duda un motivo para criticar su decisión. LAS RAZONES DEL DERECHO 133 D. ¿Qué significa subsumir? Una cuarta crítica, que le dirigen a MacCormick Alchourrón y Bulygin,26 se refiere a la caracterización que el primero hace del razonamiento subsuntivo y que a los segundos les parece, cuando menos, poco clara. Para Alchourrón y Bulygin, la subsunción no es un problema específicamente jurídico, sino un problema que afecta al uso empírico del lenguaje en general. El término subsunción es ambiguo, pues se refiere a dos problemas diferentes. Uno es el problema de la subsunción individual, es decir, el de determinar la verdad de ciertos enunciados individuales contingentes (sintéticos) de la forma Fa, donde F es un predicado y a un nombre propio, esto es, el nombre de un objeto individual. Por ejemplo, la cuestión de si el contrato firmado entre Y y Z se firmó o no en domingo, o si la bebida contenía o no ácido carbólico. Otro problema distinto es el de la subsunción genérica, esto es, el de establecer la relación que existe entre dos predicados. Aquí se discute acerca de la verdad de un enunciado metalingüístico sobre predicados de la forma F<G (por ejemplo, los contratos firmados en domingo son sacrílegos, o bien, las bebidas que contienen ácido carbólico no son de calidad comercializable). El enunciado del lenguaje que resulta, xFx→ Gx, es analítico, pues su verdad se basa en el significado de F y de G. Las reglas semánticas que determinan el significado de esos predicados pueden existir ya previamente (entonces se trataría de una definición informativa que puede ser verdadera o falsa), o bien pueden ser estipuladas por los jueces (se trataría de una definición estipulativa). Las dificultades para resolver problemas de subsunción (individual o genérica) provienen de dos fuentes: de falta de información fáctica (laguna de conocimiento), o de indeterminación semántica o vaguedad (laguna de reconocimiento). Ahora bien, yo no veo que quepa hablar de un problema de subsunción genérica por falta de información, salvo que con ello quiera decirse que no hay un uso lingüístico claro (pero entonces se trataría de un problema de indeterminación semántica). Mientras que un problema de subsunción individual por indeterminación podría plantearse también como un problema de subsunción genérica por indeterminación, cuando la indeterminación se refiere al predicado del supuesto de hecho de la norma. Lo que quiero decir, en síntesis, es que la distinción que efectúa MacCormick en- ^ 26 Cfr. Alchourrón y Bulygin (1990). La crítica se dirige específicamente contra MacCormick (1989). 134 MANUEL ATIENZA tre problemas de prueba, de calificación y de interpretación (dejando, pues, de lado los problemas de relevancia) coincide con la tipología sugerida por Alchourrón y Buygin, de la siguiente manera: — los problemas de prueba son problemas de subsunción individual por falta de información fáctica; — los problemas de calificación son problemas de subsunción individual por indeterminación semántica; — los problemas de interpretación son problemas de subsunción genérica por indeterminación semántica. El análisis de la subsunción efectuado por Alchourrón y Bulgin puede contribuir quizás a aclarar más las cosas, pero no parece que ellos entiendan la subsunción de manera distinta a como lo hace MacCormick. E. Deducción y conceptos indeterminados Otra de las críticas —la quinta— tiene que ver con el hecho de que los conceptos no siempre están previamente definidos de manera cerrada. Así, la identificación y clasificación de la limonada como no comercializable o la consideración del contrato con un contrato de venta por descripción no es fruto de una operación deductiva (cfr. Wilson, 1982, pp. 278 y ss.). El juez no partió, por ejemplo, de la definición de no comercializable para subsumir en esa categoría a la limonada contaminada, sino que la presencia de ácido carbónico en la limonada es lo que le llevó a clasificarla como de calidad no comercializable (ibidem, p. 280). Ahora bien, me parece que en el planteamiento de esta objeción se está confundiendo, en realidad, el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. Es muy posible que lo que le llevara al juez a clasificar de esa forma la bebida en cuestión fuera, en efecto, la presencia de ácido carbólico, pero yo no veo que exista una manera de justificar ese juicio que no consista en presuponer una definición tal de no comercializable que permita incluir (subsumir) en el mismo a una bebida con ácido carbólico. Naturalmente, establecer esa definición —resolver el problema de calificación— no es una operación lógica, que tampoco pretende MacCormick, pues su tesis es que la argumentación jurídica —o la argumentación judicial— es de carácter deductivo, dados ciertos presupuestos, y dentro de ciertos límites. LAS RAZONES DEL DERECHO 135 F. Necesidad lógica y discrecionalidad judicial Otra crítica que se le ha formulado a MacCormick (cfr., por ejemplo, Wilson, 1982), pero que en mi opinión descansa en una incomprensión del verdadero alcance de su tesis, consiste en lo siguiente. Si uno acepta que la decisión del juez es la conclusión de un proceso deductivo de razonamiento, entonces nadie que desee ser racional puede dejar de aceptarla. Sin embargo, en el ejemplo que maneja MacCormick, la decisión en cuestión no tiene esa necesidad de tipo lógico. Otro juez pudo haber tomado otra decisión y, de hecho, el caso Daniels es discutible: al fin y al cabo, algún dependiente del fabricante tuvo que haber sido muy descuidado para que se introdujera ácido carbólico en la bebida; no parece, pues, que el fabricante haya tenido el “ debido cuidado” en el proceso de fabricación (cfr. Wilson, 1982, pp. 281 y ss.). Ahora bien, por un lado, esta crítica parece incurrir en un error que ya se ha aclarado en varias ocasiones: la lógica no determina la decisión como tal; la conclusión de un silogismo práctico no es una decisión, sino una norma que expresa, por ejemplo, que X debe indemnizar a Y. Por otro lado, es posible naturalmente que, ante el mismo caso, otro juez concluya que X no debe indemnizar a Y, pero eso no quiere decir que la primera conclusión —o la segunda— carezca de necesidad lógica. Tendrá o no necesidad lógica, según que pueda o no derivarse —de acuerdo con las reglas de la lógica— de las premisas de que se partió; y, ciertamente, si se parte de premisas distintas se puede llegar también —con necesidad lógica— a conclusiones contradictorias. G. Los juicios de valor en el razonamiento judicial La séptima crítica que consideraré ahora se refiere al papel que juegan las valoraciones en el razonamiento judicial. Según Alchourrón y Bulygin, dicho papel es mucho más modesto de lo que supone MacCormick y de lo que, en general, suele suponerse. MacCormick (1989) parte de que se efectúan valoraciones: a) en la determinación de los hechos; b) en la interpretación de las normas; c) en la aplicación de términos valorativos que a veces figuran en normas jurídicas, como razonable, justo (fair), debido cuidado, etcétera. Alchourrón y Bulygin, sin embargo, sostienen lo siguiente. En relación con a), que la valoración aquí (sería un problema de subsunción indivi- 136 MANUEL ATIENZA dual) es del mismo tipo que la que tiene lugar en las ciencias empíricas. Al valorar la prueba no se efectúan genuinos juicios de valor; no se trata de una valoración ética, sino de una valoración que podría llamarse epistémica. En relación con b), que los enunciados interpretativos no expresan juicios de valor; la aceptación de una regla semántica sí se basa en un juicio de valor, pero la aplicación de la regla semántica no tiene ya que ver con valoraciones. Y en relación con c), su postura sería como sigue. Con los predicados valorativos (como bueno, correcto, justo, etc.) ocurre algo parecido a lo que pasa con los predicados deónticos, es decir, que son característicamente ambiguos. Hay un uso primario de los mismos que consiste en valorar (lo cual, para Alchourrón y Bulygin, implica algún tipo de aprobación o desaprobación); pero también un uso secundario de términos valorativos, que supone un uso descriptivo o fáctico —pero no valorativo— del lenguaje (por ejemplo, cuando se dice que algo es un buen coche, queriendo decir que satisface los criterios de lo que usualmente se considera un buen coche: que alcanza una determinada velocidad, que está construido con materiales de una cierta calidad, que es confortable, etc.). En muchos casos —aunque no en todos— en que los jueces establecen que algo es de calidad comercializable, justo, etc., no están propiamente valorando, sino recogiendo las valoraciones del grupo social al que pertenecen y aplicándolas a determinados casos; dicho uso puede ser vago, y probablemente sea más vago que cuando se trata de aplicar predicados no valorativos (por ejemplo, alto, firmado en domingo, etcétera), pero la diferencia es sólo de grado. En mi opinión, la postura que adoptan Alchourrón y Bulygin resulta en parte clarificadora, pero no me parece que sea enteramente acertada por lo siguiente. En relación con a), pienso que hay una diferencia de gran importancia entre las valoraciones que tienen lugar en la ciencia y las que se efectúan en un proceso de fundamentación jurídica, y que —como se verá en seguida— estos mismos autores tienen en cuenta, pero en otro contexto. La diferencia consiste, sencillamente, en que en el ámbito del derecho, la valoración de la prueba (determinar, por ejemplo que A mató a B) tiene consecuencias prácticas que están ausentes —al menos normalmente— de la ciencia; el sentido de la valoración es, pues, distinto, ya que en el derecho no existe únicamente un interés cognoscitivo, sino también —y fundamentalmente— un interés práctico; nunca se trata sólo de comprobar si a es F, sino también de considerar qué consecuencias pueda tener el que a sea F. En relación con b), me parece que lo único que ha- LAS RAZONES DEL DERECHO 137 cen aquí Alchourron y Bulygin es trasladar el problema un paso más atrás: la valoración se plantea en el momento del establecimiento de la regla semántica, pero eso también forma parte del proceso de interpretación de la norma. Y en relación con c), mi opinión es que con este tipo de términos, siempre —o usualmente— se plantea un juicio genuinamente valorativo, pues lo que ocurre normalmente es que existen diversos usos posibles del término (cada uno de los cuales goza de un cierto respaldo por parte del grupo social), por lo que no cabe otro remedio que efectuar una elección, es decir, un juicio que expresa una preferencia. En síntesis, me parece que lo único que vienen a mostrar Alchourrón y Bulygin es que, una vez efectuada la justificación externa (o de segundo nivel), lo que queda es un proceso de tipo lógico (la justificación interna o de primer nivel). Pero esto no es decir nada nuevo en relación con lo que plantea MacCormick. H. Verdad y derecho La octava crítica—también planteada por estos dos autores— me parece más importante. MacCormick sostiene que en contextos jurídicos, la verdad fáctica depende de lo que establezcan como tal un juez o alguna otra instancia jurídica de determinación de la verdad (MacCormick, 1989, p. 11). Y esto valdría tanto para enunciados singulares —es decir, en relación con la premisa menor— como para enunciados universales —la premisa mayor—, lo que hace que la aplicación de la lógica deductiva sea, incluso, menos problemática en el discurso jurídico que en la ciencia y en el discurso empírico. Si el parlamento declara que los asesinos deben ser condenados a prisión perpetua, entonces es verdadera la proposición del derecho de X de que los asesinos deben ser condenados a prisión perpetua. “ Lejos de ser el derecho un campo en que no se aplique la lógica deductiva, su capacidad para establecer proposiciones universales verdaderas hace de él un hogar seguro para la lógica” (MacCormick, 1982a, p. 290). Dejando por el momento a un lado la cuestión de si las normas pueden ser verdaderas o falsas, cuando MacCormick afirma que “ a efectos jurídicos, el valor ‘verdad’ se adscribe a lo que autoritativamente resulta así certificado” (1989, p. 11), parecería como lo sostienen Achourrón y Bulygin (1990)- que con ello esta confundiendo verdad y prueba. La verdad de un enunciado empírico, fáctico, depende de las reglas semánticas 138 MANUEL ATIENZA usadas y de los hechos a que se refiere el enunciado. Ello —continuán Alchourrón y Bulygin— no significa adherirse a una teoría cruda de la verdad como correspondencia (como supone MacCormick), sino a una teoría de la verdad como correspondencia tout court. El concepto de verdad que se usa en el derecho es exactamente el mismo que se maneja en las ciencias empíricas. Donde está la diferencia es en relación con la prueba, pues aquí el derecho establece determinadas limitaciones que no existen en la ciencia (por ejemplo, no se admiten todos los criterios; existen límites temporales; existen instituciones que ponen fin a la discusión). La razón para ello es que el derecho no está sólo interesado en la verdad, sino también en resolver conflictos sociales. Por otro lado, el que una decisión sea final no quiere decir que sea infalible. Tiene sentido decir que una decisión es final (y válida), pero equivocada. Sin embargo, si fuera cierto —como pretende MacCormick y muchos juristas— que la verdad depende de lo que un juez u otra autoridad establece como verdadero, entonces los jueces sí que serían infalibles.27 Esta crítica de Alchourrón y Bulygin me parece substancialmente acertada y, además, pone al descubierto un aspecto ideológico de la teoría de MacCormick, del que luego me ocuparé. A pesar de ello, no me parece que se pueda identificar del todo la concepción de la verdad en el derecho y en las ciencias empíricas. Dejando a un lado los problemas de prueba, la obligación que tienen los jueces de buscar (cfr. Alchourrón y Bulygin, 1990, p. 8) seguramente no sea de la misma naturaleza que la de los científicos. En ciertos casos podría justificarse que el juez prescinda de la verdad (y vulnere las reglas de la valoración de la prueba) para evitar una decisión que considera injusta; sin embargo, no parece que pueda justificarse el comportamiento de un científico que ignora los hechos que están en contradicción con una determinada conclusión a la que pretende llegar. I. Inferencias normativas. Norma y proposición normativa La crítica más persistente a la teoría del silogismo judicial —y de la que ya nos ocupamos en el capítulo primero— es la que niega que pueda haber una inferencia entre normas, ya que las normas no tienen valor de 27 Como antes se ha visto (apartado II, 6), MacCormic k sostiene expresamente que una decisión judicial puede ser definitiva (en el sentido de que contra ella no cabe ya recurso alguno), y, sin embargo, no estar justificada. LAS RAZONES DEL DERECHO 139 verdad. A esta crítica (cfr. White, 1979, y Wellman, 1985), MacCormick ha contestado negando este último supuesto, es decir, afirmando el valor de verdad de las normas. El acto de dictar una ley o una sentencia no tiene valor de verdad. Pero si el acto es válido, y dentro del universo jurídico del discurso, “ un enunciado que expresa correctamente los términos de una regla jurídica válida es un enunciado verdadero del derecho que tiene como contenido una proposición verdadera del derecho” (MacCormick, 1982a, p. 290). Ahora bien, en este y en otros pasajes, MacCormick parece realmente estar confundiendo las normas y las proposiciones normativas, las formulaciones de normas y las formulaciones de proposiciones normativas. Si se parte de esta distinción (entre norma y proposición normativa), y puesto que un mismo enunciado no puede interpretarse al mismo tiempo como una norma y como una proposición normativa, las cosas quedarían como sigue (cfr. Alchourrón y Bulygin, 1990). Si la premisa mayor del silogismo judicial se interpreta como una proposición normativa, entonces: a) puesto que una proposición normativa es una proposición fáctica, de ahí no puede pasarse (junto con otra norma; b) el silogismo carecería también de premisa universal, pues las proposiciones normativas no son universales, sino existenciales: enuncian que existe una norma que establece tal y cual cosa. Si, por el contrario, la premisa mayor se interpretara como una norma, entonces el problema estriba en que las normas no son susceptibles de ser calificadas como verdaderas o falsas (esta última sería, en el fondo, la tesis aceptada por MacCormick). Ello no significa negar que quepa una deducción entre normas, pero habría que definir la noción de deducción (y también las conectivas lógicas y la noción de contradicción) sin recurrir a la verdad.28 J. ¿Es necesaria una lógica de las normas? La décima crítica que consideraré ahora está estrechamente conectada con la anterior. Se refiere a la idea de MacCormick —que, por otro lado, tampoco es novedosa en la teoría del derecho (cfr. Klug, 1990)— de que para dar cuenta del razonamiento judicial no se necesita recurrir a la lógica de las normas o lógica deóntica. Según MacCormick (1989), bastaría con utilizar una lógica de predicados en la que hubiese cuatro tipos de predicados: 1) predicados puramente descriptivos; 2) predicados descrip28 Para la construcción de una lógica sin verdad, cfr. Alchourrón y Martino (1990). 140 MANUEL ATIENZA tivo-interpretativos; 3) predicados valorativos; 4)predicados normativos. En relación con este último tipo, MacCormick opina que las oraciones con predicados normativos (como tener derecho a, estar obligado a, etc.) son verdaderas o falsas, pero al mismo tiempo tienen significado normativo. Como hemos visto, esta pretensión esta equivocada y deriva de no haber distinguido con claridad entre normas y proposiciones normativas. Como afirman Alchourrón y Bulygin (1990), un mismo enunciado puede expresar, según los contextos, una norma o una proposición normativa, pero no las dos cosas al mismo tiempo. Para dar cuenta de las normas se necesita una genuina lógica de las normas. La lógica de predicados, o incluso la lógica proposicional, puede ser suficiente para dar cuenta de muchos razonamientos judiciales, pero si se desea, por ejemplo, construir sistemas expertos de alguna significación práctica, se requiere contar con una lógica de las proposiciones normativas y con una lógica de las normas, al tiempo que habría que recurrir también a la lógica modal atlética y a una lógica que no opere con el condicional material, lo que se conecta con la idea de que las obligaciones jurídicas son obligaciones prima facie. De todas formas, Alchourrón y Bulygin están de acuerdo con MacCormick en que basta con la lógica deductiva clásica y en que no se necesita recurrir, por ejemplo, a lógica —delibitando sus requisitos— para dar cuenta de razonamientos que serían inválidos desde el punto de vista deductivo, pero que, desde el punto de vista del sentido común, parecen perfectamente correctos. Según Alchourrón y Bulygin, muchos de estos razonamientos pueden explicarse con la lógica ordinaria —monotónica— y mediante la explicitación de premisas suprimidas o implícitas. Aunque aquí no sea el momento de entrar en detalles sobre esta cuestión (detalles que, por otro lado, tampoco ofrecen los autores repetidamente mencionados), a mí me parece, sin embargo, que la lógica deductiva clásica no resulta del todo adecuada para representar los razonamientos prácticos en general, y los razonamientos jurídicos en particular. Para decirlo muy rápidamente, su mayor defecto es que no es capaz de dar cuenta de la relación ser un argumento a favor de y ser un argumento en contra de, que no puede reducirse a la noción clásica de consecuencia lógica (es, efectivamente, una noción más débil), pero que es lo que caracteriza a la argumentación en el terreno de lo que suele denominarse razón práctica (cfr. Von Savigny, 1976, e infra, capítulo séptimo, apartado III). LAS RAZONES DEL DERECHO 141 K. El ámbito de la deducción La última crítica a la tesis deductivista de MacCormick se refiere al ámbito en que opera la deducción. Por un lado, en la mayor parte de las ocasiones, lo que resulta central en la argumentación jurídica es la aceptación o rechazo de la prueba, esto es, el establecimiento de la premisa menor (cfr. Wilson, 1982, p. 283; Aldisert, 1982, pp. 386-7). El que esto no tenga lugar mediante un proceso deductivo no quiere decir —como vimos en el capítulo primero— que la deducción no juegue aquí ningún papel. Por otro lado —y esto es más importante que lo anterior—, la tesis de MacCormick de que en algunos casos la justificación jurídica tiene un carácter estrictamente deductivo parece que tiene también como presupuesto la distinción entre casos claros y casos difíciles. Lo que sostiene MacCormick es que, a diferencia de lo que ocurre en los casos difíciles, en los casos claros la justificación de una decisión es simplemente una cuestión de lógica. Pero el problema es que el propio MacCormick pone en cierto modo en cuestión esta distinción, o al menos reduce su importancia práctica. Por un lado, entiende que no cabe trazar una línea que separe claramente los casos claros de los difíciles en el sentido de que la distinción se da como un continuo, de manera que existe una amplia zona de vaguedad (MacCormick, 1978, p. 197; Harris, 1980, p. 103). Por otro lado, MacCormick parece sostener que sólo serían realmente claros aquellos casos en que concebiblemente no puedan surgir dudas respecto a la interpretación de la norma o a la calificación de los hechos. Sin embargo, él mismo considera que es difícil encontrar ejemplos de ello (incluso en el caso Daniels se planteó la cuestión —aunque el juez la rechazara “ expeditiva y correctamente” en opinión de MacCormick— de si la venta de la limonada fue o no una “ venta por descripción” ) (MacCormick, 1978, pp. 199299 y 197-8). Ahora bien, si esto es así, entonces es difícil comprender en qué sentido puede servir la deducción de justificación. Esto es, en la medida en que la verdad o la corrección de las premisas sea una cuestión dudosa, la lógica deductiva no podrá proporcionar más que una justificación dudosa. 2. Un análisis ideológico de la teoría Una segunda crítica general que se le puede dirigir a MacCormick se refiere al carácter ideológicamente conservador de su teoría, en cuanto que la misma tiene un sentido fuertemente justificatorio en relación con 142 MANUEL ATIENZA la práctica de la aplicación del derecho (especialmente por parte de los jueces británicos). O, dicho de otra manera, el hecho de que su teoría pretende ser al mismo tiempo descriptiva y prescriptiva parece plantear algunos problemas. A. El ámbito de la argumentación En primer lugar, aquí se podría aplicar también una crítica que hemos visto a propósito de Perelman. Al centrarse en las decisiones de los tribunales superiores, una concepción como la de MacCormick produce también cierta distorsión del fenómeno jurídico, en cuanto que hace aparecer el aspecto argumentativo de la práctica jurídica como si poseyera mayor importancia de la que realmente tiene. Por otro lado, esta delimitación del campo de investigación explica también el relativo abandono de la argumentación en relación con los hechos —los problemas de prueba—, a pesar de que tienen una importancia decisiva en la mayor parte de las decisiones jurídicas. En definitiva, podría decirse que MacCormick sólo da cuenta de un aspecto bastante parcial de la argumentación jurídica. B. ¿Se pueden justificar deducciones contra legem? En segundo lugar, la teoría de la interpretación plasmada en Legal Reasoning and Legal Theory parece sugerir que nunca podrían estar justificadas decisiones completamente innovadoras (Harris, 1980, p. 205). MacCormick, en efecto, parte ahí de la existencia de una presunción a favor de la interpretación literal o interpretación de acuerdo con el sentido más obvio del texto. Y esa presunción sólo puede romperse si: 1) la interpretación menos obvia por la que se opta se mantiene, sin embargo, dentro del significado posible del texto; y 2) existen buenas razones (consecuencialistas, a partir de principios, o de ambos tipos) a favor de ello. En un trabajo posterior (MacCormick y Bankowski, 1989), sin embargo, MacCormick parece haber desarrollado —y modificado— algo su concepción de la interpretación. En su opinión, existen tres niveles de interpretación: el nivel semántico o lingüístico, el nivel contextual y el nivel valorativo y consecuencialista. Los argumentos lingüísticos tiene prioridad en el proceso interpretativo, pero requieren suplementación con argumentos que establecen el contexto de la interpretación, sea en la dimensión diacrónica LAS RAZONES DEL DERECHO 143 (argumentos genéricos o históricos), sea en el aspecto sincrónico (argumentos sistemáticos, en general). La elección final entre interpretaciones rivales tiene lugar de acuerdo con argumentos consecuencialsitas. El argumento lingüístico que fija el significado posible de los textos es esencial en todo caso, pero puede ser rebasado y dar lugar así a una interpretación contra legem. Este último tipo de interpretación puede admitirse cuando el texto contiene una contradicción lógica, de tal forma que no hay ninguna lectura posible que pudiera obviarla, pero también cuando existe un absurdo axiológico, esto es, cuando la interpretación lingüística de la ley hiciera que resultara autofrustante en relación con sus propios objetivos, o bien irrealizable, o fuera totalmente en contra de principios jurídicos o de la justicia en abstracto o del sentido común (MacCormick y Bankowski, 1989, p. 52). De todas formas, MacCormick habla de esta última posibilidad con gran cautela, y su misma aceptabilidad le parece que es algo controvertido (ibidem, p. 53). C. Conflictos entre los diversos requisitos de la racionalidad En tercer lugar —y esta crítica, en realidad, se conecta muy estrechamente con la anterior— MacCormick no ha prestado la suficiente atención a los posibles conflictos que pueden surgir en la utilización de los distintos requisitos de la argumentación jurídica racional. Así, él habla de que usualmente existe una interacción entre argumentos de coherencia y argumentos consecuencialistas, pero al mismo tiempo desdibuja también la distinción entre unos y otros. Por un lado, pretende que las decisiones jurídicas deben tener sentido en relación con el sistema (argumentos de coherencia) y en relación con el mundo (argumentos consecuencialistas), pero, por otro lado, entiende las consecuencias de tal manera que estas se definen en realidad en relación con el sistema; la apertura de la argumentación jurídica hacia el mundo social y hacia las ciencias sociales es, pues, más aparente que real; los posibles conflictos entre el sistema jurídico y el sistema social quedan, así, eliminados. MacCormick tampoco presta mucha atención (salvo, tangencialmente, en relación con el problema de la interpretación) a otro tipo de conflictos que pueden surgir entre el requisito de consistencia y el de coherencia. Él parece partir de que los argumentos de coherencia siempre tienen como límite el requisito de la consistencia. Pero, ¿son —o deben ser— las cosas 144 MANUEL ATIENZA siempre así? ¿No podría justificarse nunca una vulneración del principio de consistencia (en relación con las normas o con los hechos) en aras de una mayor coherencia? ¿No cabría nunca el uso de una argumentación analógica o a partir de principios, que dejara sin aplicar alguna norma obligatoria? D. “Justicia de acuerdo con el derecho” En cuarto lugar, MacCormick señala muy claramente que la idea que debe regir —y que rige de hecho— la conducta de los jueces es la de hacer “ justicia de acuerdo con el derecho” , lo que se conecta también con su afirmación de que el razonamiento jurídico es un tipo especial de razonamiento moral y de que los jueces aceptan la regla de reconocimiento por razones morales. Pero, ¿es posible hacer justicia siempre de acuerdo con el derecho? ¿Cómo podría utilizar la teoría de MacCormick un juez enfrentado con un caso respecto del cual opinara que el derecho positivo, como tal, no provee una solución justa? ¿Hasta qué punto debe un juez o un aplicador del derecho en general ser fiel al sistema jurídico del que forma parte? ¿Cuáles serían, en definitiva, los límites que MacCormick llama la “ ética del legalismo” , esto es, la exigencia de que las cuestiones objeto de regulación o de controversia jurídica tienen, en la medida de lo posible, que tratarse de acuerdo con reglas predeterminadas de considerable generalidad y claridad, lo que significa también que se prescinde de debatir los aspectos substantivos del problema? (cfr. MacCormick, 1989b). 3. Sobre los límites de la razón práctica La tercera crítica de tipo general que se puede dirigir a la teoría de la argumentación jurídica de MacCormick se refiere a su concepción de la razón práctica y, en particular, al papel que juega en la resolución de las cuestiones prácticas el elemento subjetivo o emotivo. ¿Es, en definitiva, convincente su propuesta de conciliar razón y pasión? A. Desacuerdos teóricos y desacuerdos prácticos En primer lugar, la afirmación de MacCormick de que en la argumentación jurídica el papel de la razón es limitado porque en el derecho exis- LAS RAZONES DEL DERECHO 145 ten no sólo desacuerdos teóricos, sino también desacuerdos prácticos, parece realmente discutible. Haakonssen (1981) ha argumentado, en forma que me parece convincente, que la anterior tesis de MacCormick es ambigua y que, en realidad, es el resultado de no haber distinguido con claridad entre el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo de la argumentación.29 Esto es, una cosa es el problema de la justificación racional de conclusiones normativas (aspecto objetivo) y otra cosa, el problema de la motivación del razonamiento práctico (aspecto subjetivo). De la idea de que existen desacuerdos puramente prácticos en el nivel subjetivo (no conocemos cuál sea la respuesta correcta en un determinado caso, y de ahí que haya que romper la cadena de razonamiento y tomar una decisión), MacCormick infiere que también existe dicho desacuerdo en el nivel objetivo (en los casos difíciles, no hay una única respuesta correcta).30 Ahora bien, que existan desacuerdos prácticos en el sentido subjetivo parece ser una afirmación puramente trivial. Pero que existan en sentido objetivo resulta ser simplemente falso. Esto último es así porque desde el punto de vista objetivo de la justificación racional de una decisión, nunca podemos conocer si un desacuerdo es especulativo o práctico. La razón para ello es que no podemos probar que no exista una teoría que permita comparar los estándares que utilizan quienes mantienen puntos de vista enfrentados (por ejemplo, entre las preferencias de las dos personas que trataban de ponerse de acuerdo para comprar un cuadro).31 Ahora bien, si existiera tal teoría (y esto es algo que no puede ni afirmarse, como hace Dworkin, ni descartarse, como hace MacCormick), el desacuerdo sería entonces puramente especulativo, esto es, se resolvería independientemente de las razones subjetivas de las partes. B. El pluralismo axiológico y sus límites En segundo lugar, aceptado que la existencia de desacuerdos puramente prácticos no puede probarse por referencia a la base emotiva o afectiva de nuestros compromisos valorativos, MacCormick pretende justificarla 29 Por lo demás, el propio MacCormick (1982, p. 504) ha aceptado esta crítica. 30 Dworkin comete el mismo error, pero en sentido contrario: de la existencia de un desacuerdo genuino en el nivel subjetivo, infiere que existe una respuesta correcta en el nivel objetivo (Haakonsen, 1980, p. 501). 31 Por otro lado, el ejemplo de MacCormick es un tanto sesgado, pues también en el campo estético se admite con mayor facilidad que existen juicios puramente subjetivos. 146 MANUEL ATIENZA basándose en la existencia de una pluralidad de valores que deben considerarse razonables. Tal y como lo entiende MacCormick, el pluralismo vendría a significar que las cosas que son buenas, lo son en sentidos distintos y mutuamente no derivables, lo que significa que no son concreciones de un summum bonum (cfr. MacCormick, 1981, p. 507). Por lo tanto, diferentes planes de vida pueden asignar razonablemente diferentes prioridades a diferentes bienes o elementos del bien, lo que significa que diferentes opciones subjetivas pueden ser objetivamente razonables (ibidem, p. 508). Pero con ello, a MacCormick se le plantea el mismo problema que hemos visto que se le planteaba a Perelman, y para el cual propone también una solución semejante a la de este: puesto que ante un caso difícil caben diversas soluciones razonables, y puesto que es necesario tomar una decisión, el criterio de corrección termina siendo el de la autoridad: “ Lo que la autoridad o la mayoría dice es eo ipso la respuesta correcta con la única condición de que caiga dentro del ámbito de las respuestas posibles a favor de las cuales pueden darse buenas razones independientemente de las preferencias de la autoridad o de la mayoría” (ibidem, p. 507). Teniendo en cuenta que los criterios de racionalidad práctica que propone MacCormick son, por así decirlo, criterios mínimos, lo anterior quiere decir que en los casos controvertidos puede considerarse que existirán siempre “ buenas razones” a favor de las diversas soluciones en presencia, y de ahí que haya que aceptar como correcta la del juez, la de la autoridad. Pero entonces, ¿para qué sirve, desde el punto de vista ideológico, una teoría como la de MacCormick, sino para justificar lo que los jueces hacen de hecho? ¿No puede determinarse el concepto de razón práctica más allá de lo que lo hacen los requisitos de universalidad, consistencia y coherencia? O, dicho de otra manera, ¿no puede introducirse alguna instancia de tipo objetivo que permita optar entre unos u otros valores y que muestre, por tanto, cuáles son las consecuencias más aceptables dentro de los límites anteriores? C. El espectador imparcial MacCormick —en tercer lugar— sugiere en ocasiones un criterio para contestar a esta última cuestión, que consiste en apelar al espectador imparcial de Adam Smith (quien, por otro lado, parece haber tomado esta idea de Hume), esto es, a un ser ideal, plenamente informado e imparcial, LAS RAZONES DEL DERECHO 147 con respecto al cual tendríamos que contrastar nuestras respuestas emocionales; de esta forma nos encontraríamos por lo menos con un criterio cuasiobjetivo (cfr. MacCormick, 1987, p. 104). Pero esto plantea también algunos problemas. Por un lado, MacCormick es aquí un tanto ambiguo, pues en algunas ocasiones parece considerar que el criterio del espectador imparcial (criterio que él parece asimilar al del auditorio universal de Perelman) sólo serviría en relación con los problemas relativos a la apreciación de la prueba, pero no en relación con los problemas de interpretación (cfr. MacCormick, 1984a, pp. 155-6), mientras que otras veces extiende este criterio también a la evaluación de las consecuencias, esto es, a los problemas interpretativos (MacCormick, 1987, pp. 104-5). Por otro lado, la referencia al espectador imparcial —por tanto, a una instancia idealno encaja, en mi opinión, bien con la tesis anterior de que la opinión de la autoridad o de la mayoría —por tanto, una instancia real— debe considerarse que expresa la respuesta correcta si en favor de la misma existen buenas razones; el requisito de las buenas razones parece ser sencillamente menos fuerte que el contenido en la referencia al espectador imparcial (por ejemplo, podrían existir buenas razones a favor de una determinada decisión aunque, al mismo tiempo, no fuese una decisión plenamente informada y, en consecuencia, no fuese ésa la que adoptara un espectador imparcial), de manera que me parece que en muchos —o, al menos, en algunos— casos controvertidos podrían existir buenas razones en favor de la decisión de la mayoría, aunque un espectador imparcial se inclinaría más bien por otra decisión (por ejemplo, por la de la minoría) a favor de la cual, naturalmente, también podrían aducirse buenas razones. Finalmente, la apelación a una instancia ideal como criterio último de racionalidad en la esfera de las cuestiones prácticas podría proseguirse más allá de lo que significa la noción de espectador imparcial. En particular, podría pensarse en pasar de una instancia monológica a una instancia dialógica del tipo, por ejemplo, de la comunidad ideal de diálogo de Habermas. Y, precisamente, esta última noción constituye una de las bases de la teoría de la argumentación jurídica de Alexy que, como ya he anticipado, presenta analogía muy fuertes con la concepción de MacCormick, y a la que se dedicará el siguiente capítulo.