Lección de abismo. Nueve aproximaciones a Picasso
Por Jean Clair
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Lección de abismo profundiza en un tema que es preocupación constante del autor: el abismo sobre el que Picasso nos procura una rigurosa y emocionante lección. Volver a los orígenes, dice Clair en un momento de su texto, quizá hundirse, como un nuevo Saturno, en la noche lúcida de lo arcaico, del sexo y la mirada, allí donde el artista malagueño ha sido maestro de maestros.
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Lección de abismo. Nueve aproximaciones a Picasso - Jean Clair
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El último hijo de Saturno
Rilke, la más bella de cuyas Elegías de Duino inspiró a Picasso, decía que la gloria no es más que la suma de malentendidos que se han acumulado sobre un nombre.
Picasso nació viejo, como viejo era el siglo que lo vio nacer. El XIX fue un siglo glotón. A su fin, había devorado todo: el espacio y el tiempo, las conquistas coloniales, los países lejanos, las últimas fronteras. Pero también las culturas más insospechadas, las costumbres más extrañas, las prácticas más chocantes, las civilizaciones más exóticas. Parecía que la ciencia, el progreso, las técnicas tenían que ser sus próximas y últimas conquistas. Por una parte, Bouvard y Pécuchet, y por otra, Des Esseintes¹. Todos los saberes, hasta los más dudosos, todas las borracheras, hasta las más innobles. ¿Qué podía engullir entonces un joven pintor hambriento como Picasso? Sobre todo en contacto con un artista académico, su propio padre, Ruiz, que era una enciclopedia de modelos y saber hacer. Pues bien, tendría queempezar de cero. Volver a los orígenes. Rodear el inmenso macizo acumulado, sedimentado, pulido de los saberes, para encontrar la fuente: puede que Grecia, en tiempos de los arcaísmos. Una Grecia primitiva, salvaje, violentamente coloreada, terrorífica, sin el filtro de las interpretaciones clásicas. ¿Cómo llegar a aguantar el resplandor directo de ese primer fuego, que quema como la divinidad, al que tampoco se puede mirar de frente?
Tedium vitae
A los doce años, Picasso dibujaba como Rafael. Poseía todo el legado de su tiempo. Durante toda su vida, le habrá hecho falta aprender a desaprender. Recobrar la frescura que había ensombrecido un saber que a finales de siglo se había hecho asfixiante, encontrar de nuevo la ferocidad y la rapidez del gran depredador que el exceso de cultura había debilitado.
Pero ¿dónde estaba la presa? Se ha hablado demasiado de la apertura al arte «negro» como clave. El propio Picasso dijo que descubrió la estatuaria negra después de Las señoritas de Avignon, no antes. Era una consecuencia.
Seguramente, el descubrimiento de la etnología, la cultura del otro, se produjo en 1906 en el museo del Trocadéro de París. ¿Acaso Freud no intentaba en la misma época apoyar sus propias investigaciones en las investigaciones de Bachofen, de Frazer, de Frobenius²? Pero son sobre todo Oceanía, las Nuevas Hébridas, el descubrimiento de objetos que no son «de arte» sino de práctica ritual, mágica y religiosa los que interesan a Picasso: no obras de museo, sinoinstrumentos de magia, las herramientas de una posesión, en el sentido en que se habla de posesos, de prácticas de encantamiento. Esa experiencia lo abrirá a lo que Rudolf Otto, en 1917, en su libro sobre lo sagrado³, llamará lo «numinoso». Es de orden iniciático, no estético.
Aún habría que añadir lo que descubre en desorden y al mismo tiempo: la escultura ibérica, es decir, el viejo corazón celta de España, la estatuaria románica de las iglesias del norte de Cataluña, es decir, siempre, la tradición, luego los frescos de los ábsides y las bóvedas… En realidad, estamos ante una génesis espiritual en la que ya está todo, simultáneamente.
Además, el cubismo de Picasso apenas dura dos o tres años. Cuando la fórmula comienza a extenderse por los talleres, a comienzo de los años diez, Picasso está lejos, ocupado en otra cosa. En 1917, cuando en París sólo se sueña con la Sección de Oro y la cuarta dimensión, Picasso se marcha a Roma para descubrir o redescubrir esa cosa inesperada y divertida: la Grande Manière. Villa Borghèse, el Vaticano: encuentra allí la fuerza de las colosales estatuas de la colección Ludovisi, de la que surgirán todas las grandes cabezas monumentales de los años veinte. ¿Neoclasicismo? Tal vez. Pero también la idea de una «inquietante extrañeza» a la manera de Winckelmann, que va a llevarlo, en los años treinta, a convertirse en la figura paradigmática de los delirios surrealistas.
Así, de decenio en decenio, devorará todo lo que ocurra, y lo restituirá, más fuerte, más imperioso, más decisivo que antes. Se ha dicho de él –fue Roger Caillois– que era el «gran liquidador». Creo que más bien fue el gran recapitulador. Resume en sí todo el legado hasta convertirse en el legado mismo.
La tentación de Grecia
Habrá sido objeto, no obstante, de todas las lecturas posibles. Despedazado, desollado por sus críticos, como Dionisio por sus ménades. En los años veinte, por ejemplo, Eugenio d’Ors lo saluda como «el mayor pintor italiano vivo». Ocurrencia, provocación, pero también una reivindicación con una resonancia precisa. En el contexto político de la época, ya preocupada por la cultura identitaria, la gran cuestión era la de la «catalanidad», la «italianidad». Más aún, los últimos números de Pel y Ploma, la revista de vanguardia de Barcelona, en el cambio de siglo, habían divulgado una nueva consigna: Catalunya Griega. El neoclasicismo de Picasso, o más bien su helenismo, o incluso su aticismo, no empieza en los años veinte, a su regreso del viaje a Italia: recorre, como un hilo, toda su obra, de los primeros dibujos infantiles que copiaban los compendios de modelos académicos sacados de la estatuaria antigua, hasta los primeros grandes desnudos perentorios, erguidos e imponentes de la Familia de saltimbanquis cantados por Rilke, 1905, hasta La flauta de Pan. Noucentismo en Cataluña, Novecentismo en Italia: los jóvenes pintores se inquietan ante la convergencia en una cultura común que sería la de la «mediterraneidad», cuna del mundo occidental: de Maillol a Picasso, de la antigua Grecia a su renacimiento moderno.
Todo eso llevaba tiempo preparándose: desde el corazón del simbolismo, desde el centro de las brumas nórdicas y el pathos subjetivista de los Decadentes, se alzaba el andamio de una reacción: la que guiaba Jean Moréas, desde 1891, en su Escuela romana. El regreso a la forma clara y a la claridad solar, después de las nieblas wagnerianas.
Tanto es así, que a finales del siglo XX, si uno todavía quiere pintar, sigue teniendo que pasar por él.
Claude Lévi-Strauss, por su parte, dice lo siguiente sobre Picasso: «Me parece que su genio consistió en ofrecernos la ilusión de que la pintura aún existe… En las costas desola-das a las que nos ha arrojado el naufragio de la pintura, Picasso recoge los pecios y juega con ellos».
Picasso, el gran filibustero.
Por el contrario, en los años de la posguerra, Picasso se convertirá en el héroe cautivo del internacionalismo proletario, el fiador del Partido. No se dejaba engañar, sin embargo, por el papel que lo obligaban a desempeñar. Llegará a Wroclaw, al Congreso de la Paz, de mala gana, arrastrado por Paul Éluard. ¿Cómo no sorprenderse, al consultar su enorme correspondencia, ante la calidad de sus interlocutores en los años diez y veinte, Max Jacob, Apollinaire y Rilke, y ante la mediocridad de sus comentaristas de la posguerra, a la cabeza de los cuales se hallaban los críticos del partido comunista, que reducirán su obra a una estampita de la modernidad progresista?
¿Qué ocurre, entonces, con el «auténtico» Picasso? Entre todos esos intentos, tan presentes en el periodo de entreguerras y a menudo tan arrogantes, de hacer renacer un pueblo de divinidades y héroes, de alzar de nuevo las figuras vivas de la mitología, esa empresa tan triste que pretende «resucitar Cartago», como decía Flaubert en La tentación de San Antonio, Picasso es el único que sabe despertar a los dioses muertos del Olimpo, a Júpiter y Vulcano, las ménades y los faunos, para alzar ante nuestros ojos su presencia verosímil. En los héroes de la antigüedad que resucita Arno Brecker en la Alemania nazi, en los dioses romanos a los que el régimen mussoliniano pretende volver a rendir culto, apenas creemos. Son marionetas, peleles inquietantes y patéticos. Pero a los héroes y los dioses cuyas efigies hace resurgir Picasso en los años veinte y treinta los admiramos y los tememos. ¿Por qué esa fuerza de convicción, bañada tanto en el mundo íbero como en el mundo africano, tanto en el mundo de Pompeya como en el de Rafael?
¿Qué vínculo une, no obstante, a quien dibujaba a los frágiles saltimbanquis de principios de siglo con quien, tras la guerra, dibujó el rostro de Stalin? ¿A la persona a la que celebraba Rilke con aquélla a la que cortejaba Maurice Thorez⁴?
Picasso seguirá siendo, en todo caso, el mayor retratista del siglo. Incluso impone por sí solo la evidencia: el siglo XX es el siglo del retrato, por no decir el del autorretrato. No el siglo de la abstracción. Y Picasso sigue siendo el maestro de ese arte del retrato.
El antipsicologismo
No obstante, sus retratos, si bien a menudo lo dejan a uno estupefacto, raramente lo trastornan. Si puede romper las superficies, es porque muestra que bajo la superficie no hay nada. ¿El placer infantil de desmontar un mecanismo? Se transparenta en ellos la obsesiva predominancia del cuerpo, de la materialidad física del cuerpo. «El alma de los seres no le interesa demasiado», señaló con finura Gertrud Stein. Los retratos de Picasso serían bastante inapropiados para ilustrar los análisis de Emmanuel Levinas sobre el rostro. Muy poco subsiste en ellos del enigma del cara a cara, de la media vuelta que nos hace pasar del allegado al próximo, y del otro al prójimo. Antes bien, efectos de superficie, manipulaciones, torsiones, escarificaciones, conjuros, como él mismo dijo, talismanes, instrumentos de salvaguardia, herramientas para poder mirar sin peligro, máscaras antes que caras.
La manera en que Picasso intenta, en el verano de 1909, doblar los rasgos de una cara según una estereometría sencillarecuerda curiosamente al arte japonés del origami. Del caballete de la nariz, las alas, las fosas, de su unión a la boca, el belfo, los labios, hace hábiles dobleces que evocan imbricaciones, repujados, tableados: todo un aparato rígido y almidonado puesto directamente sobre la piel, pero no la piel misma [Il. 1]. Como si la forma de una cara no fuera producto de una biomorfia, un brote, una germinación a partir de una yema de carne, sino resultado de una cristalización a partir de una sal en una solución. Esta mineralización o petrificación –cuyas virtudes estupefacientes y apotropaicas quedan por determinar– evoca también los basaltos prismáticos, o el facetado prismático de las casas de Gósol, cuyo probable origen se verá más adelante. Arrebata toda humanidad al rostro.
1. Pablo Picasso, Cabeza de mujer, verano de 1909, carboncillo sobre papel, 32.5 x 22 cm., colección particular.
Nada más ajeno a Picasso que la idea de que los rasgos de una cara son manifestación de sus humores, y de que lamorfología es una psicología visible. ¿O bien su modelo debe, mediante una expresión extrema, sobrepasar todo límite, hasta descomponerse bajo los efectos del sufrimiento? Duelo y melancolía. La mujer que llora y la mujer que sufre. Si Picasso trabajó durante tanto tiempo con el rostro de Fernande Olivier –un año y medio–, fue porque la profunda melancolía de su modelo, tan perceptible todavía en los primeros dibujos y acuarelas, se resistía a su reducción geométrica. Fernande la innominata [Il. 2]. Dora Maar, salvaje opondrá más tarde la misma negativa a dejarse atrapar.
2. Pablo Picasso, Cabeza de mujer (Fernande), otoño de 1909, yeso, 41.9 x 25.4 x 29.2 cm., Toronto, Latner Family Collection.
No sólo el rostro: la diversidad de las formas soporta mal esta mineralización mortal. Los nudos corredizos, vivos, viperinos de los cabellos, ante la mirada petrificante del pintor, parecen negarse a dejarse reducir a nudos duros y fi-jos de músculos, a los salientes de una cadera bajo los que aparecen en la obra, allí donde Leonardo, también fascinado por la hinchazón de esos cabellos de mujer, tomaba del agua y sus remolinos los términos de su comparación y su comprensión.
3. Pablo Picasso, Mujer con sombrero, 1961, chapa recortada, doblada, ensamblada, pintada de blanco, 127 x 74 x 40 cm., París, Musée Picasso.
Picasso permanecía fiel a la articulación del paso de la segunda a la tercera dimensiones mediante el juego japonés de los papeles doblados. En los años sesenta, las figuras hechas de chapa cortada y doblada para dar la impresión de una cara en volumetría son figuras en el espacio que, hasta cierto punto por pereza, se siguen llamando «esculturas», cuando una vez más son juegos geométricos cercanos al origami [Il. 3].
Del arte del retrato, sin embargo, subsisten algunas obras maestras: los trágicos autorretratos de los momentosde crisis y, raros pero admirables, algunos rostros de mujer en momentos de amor, Dora, Jacqueline. En el día a día, no obstante, prefería mantener a sus modelos a distancia. Dominarlos. Más aún: se las ingeniaba para arruinar su compostura, para que perdieran la dignidad. Picasso es tal vez el primer retratista en ignorar hasta tal punto la psicología, en el sentido en que la entendemos aquí. Le importa un comino, la despide, la recusa con una terrible risa sarcástica. Por miedo a ser dominado por el otro, sometido por el modelo, obligado a participar en su juego. De ahí su fuerza… y su desengaño, a fin de cuentas.
«Pero, ¿quiénes son, dime, esos Errantes, esos viajeros, un poco mas fugitivos todavía que nosotros mismos?». Lo que Rilke vio en 1910 permanecerá en lo más hondo de su pintura: en la imposibilidad de fijar la identidad de los hombres modernos, «apremiados, apresurados, precipitados demasiado pronto», permanece la notación febril, infinitamente repetida de la huida, de la perpetua espantada del nómada, de la improvisación del titiritero, del disfraz del saltimbanqui, del salto mortal de una voluntad nunca satisfecha que es la de la condición moderna. Payaso trágico.
Picasso no deja de decir, de repetir que la mujer y el sexo son empresas peligrosas. Don Juan se ríe de las mujeres, las engaña, las traiciona, las abandona. Poco tiene que ver con aquel hombre que sufría profunda y sinceramente con cada una de sus relaciones. Infierno, los últimos meses con Eva cuando ésta agoniza. Infierno, la vida con Olga. Por no mencionar a las demás… ¿Qué hombre habrá mostrado tan abiertamente tanta sinceridad, tan poca hipocresía, tan poco cinismo o doblez, comprometiéndose cada vez tan completamente? Perseguidor, tal vez, perseguido, con seguridad. ¿Qué valor tiene la conquista, que le cuesta tantas penas, en esa sabia construcción que repite, de mujer en mujer, de retrato en retrato, en la que invierte el dolor infligido al otro y lo convierte en dolor infligido a sí mismo?
Su moral erótica, implacable consigo mismo, no es la del seductor; evoca más bien el yugo del Islam, al igual que el del andaluz, que sigue estando cerca del árabe. Soñará así con imponer a su compañera el vestido negro y el pañuelo en la cabeza que le escondería el rostro, para que nadie más pueda verla. A Jacqueline, la última esposa, la pintará así, negra y velada. Sin duda alguna, hoy habría aprobado el chador.
Picasso, el maestro de la modernidad. Pero, sobre todo, en una época que va a revolcarse en el «todo visible», es el único que aún cree en los antiguos tabúes, que es consciente del poder y del peligro que representa el acto singular, irrepetible, de ver, de dejar ver y de hacer ver. Pintar, para él, es expresar ese poder y, mediante su magia, conjurar sus peligros. En un siglo de vulgarización extrema de la visibilidad, es el único que recuerda, como el musulmán que es en sordina, el precio que se debe pagar por ver, y el sufrimiento igualmente extremo de hacer nacer las formas. De ahí el duradero estupor de sus cuadros.
Rompamos, por lo tanto, la imagen de un Picasso vencedor, de un maestro de la energía y la confianza en sí mismo.
Recordémoslo: Picasso, de niño, escondiendo una paloma bajo su camisa, por miedo a que su padre la olvide. Picasso y las palomas, en Málaga, Picasso durante la guerra, en Antibes, domesticando una lechuza. Picasso y las palomas, de nuevo, en Boisgeloup. Picasso y la paloma de la paz. Picasso-Ucello, Paolo-Pablo, Picasso de los Pájaros. Pero la imagen no acaba de corresponder a la del hombre que deja caer en un aparte, sarcástico: «La leyenda de la dulce paloma, ¡menuda broma! No hay animal más cruel. Yo también he tenido palomas que han matado a picotazos a una cría que no les gustaba… Le han sacado los ojos… Vaya símbolo de la paz…».
Bajo el sol de Saturno
«No olvides que soy español y me gusta la tristeza», confió a su última compañera.
Otros tantos trazos que hacen de Picasso, no el hombre sanguíneo y jovial que se describe, sino el último hijo de Saturno. ¿Cómo olvidar que Arlequín, con cuyos rasgos se pintará a menudo, antes de ser el personaje alegre del carnaval, es el espíritu sombrío que vigila las puertas de los dos reinos?
¿Sol negro de la melancolía, el sol de Picasso?
Me viene otra imagen: Picasso Cristóforo. Picasso llevando a los niños: Paulo y luego Maya en brazos del padre, Claude y Paloma a hombros del hombrecillo. La escultura del Hombre del cordero [Il. 4], en 1943, simbolizará perfectamente esta singular reencarnación cristiana del mito del Moscóforo.
Picasso, entonces, ¿Ogro o Salvador, el que lleva o el que mata? De esta imagen del terror gratus, ese delicioso espanto que se apodera de los niños en las fábulas, ¿con qué hay que quedarse? ¿Con el protector o con el devorador, con el Minotauro o con su víctima? En cualquier caso, no hay duda alguna de que la Grecia que celebra en el corazón de su obra no es la del sol de Apolo, sino la Grecia oscura, la Grecia que grita en el laberinto…
Su último autorretrato, unos días antes de morir, es una verónica: la imagen auténtica del Hombre de los Dolores, la marca en visión frontal de una cabeza reducida ya a la calavera. En uno de los dibujos de la serie de las Crucifixiones, un velo ya llevaba esa marca. Llegó a comparar