La idea fija
Por Paul Valéry
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Publicado inicialmente en 1932 en una edición restringida, "La idea fija" se reeditó de nuevo en 1933, precedido de una advertencia del autor, y a partir de entonces ha sido considerado como uno de los diálogos más brillantes del poeta. Movido como un juego, chisporroteo de palabras en algunas ocaciones, la(s) idea(s) descubre(n) sus dobleces, la inutilidad de amarrar en un puerto seguro, que no existe, y la necesidad de hacerlo. Tensión no resuelta que domina esta conversación entre un médico-pescador-pintor que ni pinta ni pesca y un paseante, inmersos en sus pensamientos, sin rumbo fijo.
Paul Valéry
One of the major figures of twentieth-century French literature, Paul Valéry was born in 1871. After a promising debut as a young symbolist in Mallarmé’s circle, Valéry withdrew from public view for almost twenty years, and was almost forgotten by 1917 when the publication of the long poem La Jeune Parque made him an instant celebrity. He was best known in his day for his small output of highly polished lyric poetry, and posthumously for the 27,000 pages of his Notebooks. He died in 1945.
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La idea fija - Paul Valéry
La idea fija
Traducción y notas de
Carmen Santos
www.machadolibros.com
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en La balsa de la Medusa:
4. Escritos sobre Leonardo da Vinci
39. Teoría poética y estética
62. Estudios filosóficos
64. Escritos literarios
98. Monsieur Teste
100. Piezas sobre arte
110. Eupalinos o el arquitecto. El alma y la danza
134. Mi Fausto. Diálogo del árbol
Paul Valéry
La idea fija
La balsa de la Medusa, 18
Colección dirigida por
Valeriano Bozal
Título original: L’idée fixe
© Editions Gallimard, París, 1933
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-166-2
Índice
Nota de la traductora
Al lector de esta nueva edición
La idea fija
Nota de la traductora
De la traducción se ha dicho prácticamente de todo y, posiblemente, todo ello razonable. La traducción es arbitrariedad, adulteración, fraude, impotencia, violación... para unos. Para otros, comprensión, percepción, intuición, búsqueda, transformación, renovación...
Ciñéndome a este texto concreto, he de decir que la sensación inicial fue de extrañeza, de opacidad, de incoherencia... Pero, parafraseando a Paul Valéry, se trata de «un autor poco legible... Un hermético»..., pues «para que ésta (la mente) opere... hay que abastecerla bien de desorden».
Y, en efecto, después de la tempestad vino la calma (o a la inversa) y las piezas empezaron a encajar. De la oscuridad, la incongruencia y lo tanteos de un principio empezó a surgir la luz, la fascinación por los mensajes verbales, la coherencia del fondo sobre el ficticio desorden de la forma; el interés por este Valéry pluridimensional en cuyo texto pasan como sombras alusiones, referencias o párrafos enteros, que denotan su interés –y sus conocimientos– por la literatura, la historia, las ciencias exactas, la poesía, la música, la psicología, la medicina...; por este hombre que llegó a convertirse en poeta y pensador oficial de su país, que mantuvo una dudosa actitud ética –de apoyo al gobierno colaboracionista del mariscal Pétain– durante la Ocupación alemana; por este hombre al que le fue universalmente reconocida su valía intelectual y que, pese a los condicionamientos de su notoriedad, fue un gran innovador, un gran creador y un impenitente y lúcido investigador del lenguaje.
En «La idea fija», publicada originalmente en 1932, son ideas, antes que personajes, las que dialogan. Precipitada y coloquialmente unas veces, pausada y eruditamente otras.
Las palabras, esas palabras a las que trata «como se merecen», que «son creaciones estadísticas», a las que reconoce «su valor de uso para un trabajo riguroso de la mente», tienen en esta puesta en escena uno o múltiples sentidos. El hilo conductor siempre está presente. Por el contrario, el hilo de la conversación se interrumpe, se reanuda, se quiebra; el lenguaje es arcaico en ocasiones, escabroso en otras, irónico las más. Al lector corresponderá ejercer de Ariadna en este laberinto, tan teatral, tan profundamente superficial y lleno de sugerencias, tan ordenadamente difícil y desordenadamente fácil, requieren sus palabras, pues una lectura reflexiva o, por decirlo al uso, tiene más de una lectura.
«¿Dónde estábamos?... En todas partes y en ninguna... uno se pierde a cada instante... Digamos que creamos confusión.» Pero «No avanzaríamos si comprendiéramos...»
Por tanto, se levanta el telón y «¡se declara la divagación pura!».
Al lector de esta nueva edición
Este libro es hijo de la prisa. Como tal lo consideramos una obra de circunstancia e improvisada. Aunque destinada a uno de los públicos más atentos –el cuerpo médico –, era necesario apresurarse, asumiendo así todo aquello que conlleva riesgos, imprudencias e impurezas, la precipitación en el trabajo... Cuando el término acucia al espíritu, este apremio exterior le impide mantener los propios. Descuida los bellos modelos que se ha formado; se relaja de su rigor; se desahoga por la vía más rápida, conforme a sus menores resistencias, y se afirma por medio de sus riesgos.
Pero eso es lo que se observa constantemente en las conversaciones familiares. Entre personas que se conocen lo bastante para no dejarse engañar en cuanto a la proporción de la importancia o falta de importancia que constituye su diálogo, todo se reduce a la ligereza de una partida sin consecuencias. Lo mismo que los reyes pintados sobre las cartas de juego, los temas más profundos se arrojan sobre el tapete, se recogen, se mezclan a todas las naderías del mundo y del instante...
Esto es lo que ocurre aquí. De ninguna manera estamos presentando las «ideas» que nuestros hombres en el mar se lanzan y relanzan a la reflexión del lector, sino el intercambio en sí: éstas son tan sólo accesorios en un juego en el que la velocidad es esencial. Esos señores pierden vivamente su tiempo: son únicamente los «primeros términos» de aquello que quizá podrían decir que dicen, y no pretendemos que ni «el Implexo» ni «la Omnivalencia» sean tomados por algo más que distracciones sin importancia. Si bien es cierto que la mayor parte de las nociones de las que se vale la Psicología no son ni más «cómodas» ni más precisas que éstas.
En cuanto a la forma, el Autor, requerido de cerca (como ya se ha dicho) para llevar prontamente a término la obra, se ha inclinado a imputar el desorden de su espíritu presionado por el tiempo, al desorden y a la divagación natural de una conversación plenamente libre, decidiéndose a «escribir como se habla» –consejo que quizá fuera bueno en la época en que se hablaba bien.
Al profesor Henri Mondor
y a todos los amigos que tengo
en el cuerpo médico.
En rocas de cristal
Serpiente breve
(Don Luis de Góngora)
Me sentía presa de grandes tormentos; ciertos pensamientos muy atractivos y agudos me dañaban el resto de la mente y del mundo. Regresaba aún más perdido de todo aquello que pudiera distraerme de mi mal. A lo que se añadía la amargura y humillación de sentirme vencido por las cosas mentales, es decir, hechas para el olvido. La clase de dolor que siente un pensamiento por una causa aparente cultiva el pensamiento mismo; y, desde ese modo, se engendra, se eterniza, se refuerza a sí mismo. Aún más: en cierta manera se perfecciona; se hace cada vez más sutil, más hábil, más poderoso, más inatacable. Un pensamiento que tortura a un hombre escapa a las modalidades del pensamiento, se vuelve otro, un parásito.
Por más que intentaba superar la igualdad de mi alma, y reducir al fin las ideas al estado de ideas puras, a un instante de empeño sucedían penas más hondas. Advertía en vano que ni la pesadumbre, ni la cólera, ni ese inmenso peso en el pecho, ni ese corazón agarrotado, eran las consecuencias necesarias de algunas imágenes: A otro –me decía– que las viera en mí, no le perturbarían... Dentro de tres años –volvía a repetirme– estos mismos fantasmas habrán perdido su fuerza... y sentía el insensato deseo de lograr con la mente en unos instantes lo que quizá hubieran podido conseguir tres años de vida. Pero ¿cómo producir el tiempo?
Y ¿cómo destruir el absurdo, que acariciamos y cultivamos cuando nos es delicioso?
* * *
No sé qué me hacía evitar los grandes remedios... Me circunscribía a los menores: el trabajo y el movimiento.