Breve Historia del Homo Sapiens: Una detallada reconstrucción a la luz de los conocimientos científicos más actualizados del origen de nuestra especie, la única del género Homo que sobrevive hoy en la faz de la Tierra.
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Desde que vivía colgado de los árboles hasta que pisó la luna, el camino de la especie humana para dominar el planeta que le vio crecer no ha sido fácil. Ha habido demasiados callejones sin salida, adaptaciones que terminaron por extinguirse, hasta conseguir los cambios necesarios para dominar a las otras especies. Fernando Diez no sólo se limita a contarnos la historia de la evolución humana, también nos habla del difícil camino que ha seguido en la consecución de su propio conocimiento hasta alcanzar la comprensión de sí misma.
La historia de una especie que, luchando contra el clima, los accidentes geográficos y el resto de especies, se ha convertido en la especie hegemónica en la Tierra: la única especie del género Homo que sigue aún con vida. La historia evolutiva del ser humano es relativamente reciente, nace en el S. XIX con la teoría de la evolución de Darwin, además ha tenido que sortear no pocos obstáculos doctrinales, ha tenido que chocar con los más aferrados dogmas religiosos y con las teorías científicas más reaccionarias. Breve Historia del Homo Sapiens nos presenta dos epopeyas paralelas, la aventura de la evolución humana desde los primates hasta la actualidad y la aventura de la investigación paleontológica. La investigación sobre los orígenes del hombre nunca está exenta de controversia e incluso en la actualidad los dogmas más arcaicos de la humanidad siguen pugnando y presentando batalla al origen animal del ser humano.
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Breve Historia del Homo Sapiens - Fernando Diez Martín
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Mito, religión y ciencia
sobre el origen del ser humano
LA NADA, LOS DIOSES Y LOS HOMBRES
En el principio solo existía Po, el vacío. No había luz, ni calor, ni sonido, ni movimiento. Poco a poco, entre las tinieblas, surgieron las primeras y tímidas turbulencias, gemidos, y susurros que anunciaron el origen pálido de la luz, que fue creciendo hasta que se hizo el día. Después vinieron el calor y la humedad que, al mezclarse, dieron paso a la sustancia y la forma. Con el tiempo, aquellas formas apenas esbozadas se hicieron concretas y surgieron la tierra y el cielo, personificados en la Madre Tierra y el Padre Cielo. Todos los dioses, seres vivos, cosas, fenómenos naturales nacieron del cálido contacto entre cielo y tierra.
El párrafo anterior relata el modo en el que la compleja mitología de la lejana Polinesia explica el origen del universo y de la vida. Aquí se presenta la idea de un cosmos que se hace a sí mismo, que es la causa y el motor de todas las cosas. Sor pren den te mente, los ingredientes básicos de este relato, es decir, el va cío primigenio, el trémulo movimiento inicial, el nacimiento de las formas, del cielo y la tierra, de la divinidad suprema que se hace a sí misma (Pta para los egipcios, Ta’aroa para los polinesios o Quetzalcóatl para los aztecas, por ejemplo), así como los demás dioses y los seres, están presentes en muchas otras culturas del mundo antiguo, como las de Egipto, Grecia o India. Ya se trate del Po polinesio, el Nun de los antiguos egipcios, el Khaos de la Grecia clásica o el Glan de la etnia bambara en Mali, este concepto forma parte de los mitos creados por los hombres para explicar el origen del mundo que les rodea y darle sentido. Para una persona de nuestro tiempo, de la trepidante sociedad tecnológica y la aldea global de la información, es igualmente sorprendente que esos relatos míticos, pertenecientes al acerbo cultural de unos pueblos en los que ya no nos reconocemos, presenten desconcertantes similitudes con la teoría del big bang, el modelo que la ciencia de nuestros días utiliza para explicar la génesis del universo.
El ser humano, desde hace incontables generaciones, ha perseguido ordenar la naturaleza y dar sentido a su propia existencia. A lo largo y ancho de la historia, nuestra especie se ha servido de la mitología y de la religión para, al fin de cuentas, hacer comprensible su entorno. El hombre es la medida de todas las cosas
, decía el filósofo griego Protágoras y, en verdad, las religiones y sus ritos han servido para que el individuo humano se presente a sí mismo frente a los poderosos, a veces brutales, fenómenos de la naturaleza, frente a la vida y la muerte o frente a la colectividad de la que forma parte. En el afán por dotarse de un marco comprensible, una de las preguntas esenciales que el ser humano se ha planteado a lo largo de su historia tiene que ver con su propio origen y naturaleza: ¿qué es el hombre?, ¿de dónde viene?, ¿cuál es su destino?
Y CREÓ DIOS AL HOMBRE A SU IMAGEN
El capítulo 1 del Génesis narra cómo el Dios de los judíos creó el mundo y los primeros seres humanos, Adán y Eva, a los que encomendó que crecieran, se multiplicaran, llenaran la tierra y la so me tieran. Yavé hizo a la mujer y al hombre a su imagen y semejanza, por lo que el relato bíblico propone que desde el inicio de su creación los humanos poseían completamente desarrolladas todas las capacidades mentales, culturales y morales que les otorgaban una total supremacía sobre los animales. Dios encomendaba a los hombres, además, una misión divina en la Tierra. El hombre ocupa, desde este punto de vista, la cumbre de la escala natural y el dominio de los seres creados exclusivamente para satisfacer sus necesidades justifica su papel diferente y único en el mundo hecho por Dios. El Génesis también explica la diversidad racial y lingüística humana. Los tres hijos de Noé y sus esposas, una vez finalizado el diluvio universal, se expandieron por todo el orbe, dando origen así a todas las razas y culturas conocidas. Dios creó por su propia voluntad todas las lenguas del mundo cuando, para castigar a los hombres por la construcción de la Torre de Babel y con el objeto de confundirlos y dispersarlos, hizo que hablaran diferentes idiomas.
El relato del Génesis, pilar básico de las tres grandes religiones monoteístas (el judaísmo, el cristianismo y el islamismo), ha influido muy significativamente en el pensamiento occidental sobre el origen y la diversidad humana durante cerca de dos milenios. Los filósofos clásicos habían desarrollado ya la idea de que los humanos evolucionaron desde formas animales. De particular importancia es la teoría atribuida al pensador Demócrito. Este filósofo griego defendió, a caballo de los siglos V y IV a.C., que los humanos habían evolucionado progresivamente a partir de animales mucho más primitivos y que, poco a poco, habían adquirido la organización social, el lenguaje, el fuego, el vestido, la vivienda y el cultivo. Semejante proceso evolutivo había estado guiado por la urgente necesidad de adaptarse a un medio siempre hostil. Sin embargo, a pesar de que estas ideas preludian el debate y los descubrimientos científicos del siglo XIX sobre la evolución natural de la especie humana, tuvieron un eco muy escaso en la Europa medieval. Fue San Agustín quien, a punto de iniciarse los años oscuros de la Edad Media, en el siglo V d.C., se encargó de desafiar los des varíos clásicos argumentando, en La ciudad de Dios, que el hombre realiza una camino sin cambios, sin transformación alguna, desde el origen (la Creación) hasta el fin (el Reino de Dios).
La creación de Adán, pintada por Miguel Ángel en 1511, cubre la Capilla Sixtina y recrea el relato bíblico del Génesis.
A lo largo del Medioevo, muy pocos textos clásicos habían sobrevivido y, solamente a través de la influencia intelectual ejercida por la España musulmana, algunos pensadores medievales se preocuparon en traducir ciertas obras del árabe al latín. Esos pocos casos, de los cuales un buen ejemplo es Santo Tomás de Aquino, solo llegaron a establecer una tímida integración de las ideas griegas sobre la naturaleza humana en los dogmas cristianos que emanaban de la Biblia. Por el contrario, el pensamiento europeo, tan sometido al inmenso poder de las distintas Iglesias cristianas, se vio muy influido por la narración del Antiguo Testamento, convertida en la norma histórica del devenir humano. Esta narración era tranquilizadora y útil, puesto que ponía en manos de Dios el origen y el sentido de la humanidad. Algunos eruditos bíblicos llegaron a interesarse incluso por poner fecha exacta al glorioso acontecimiento de la Creación. Entre las distintas cronologías bíblicas existentes, la más conocida es la de Ussher y Lightfoot. En el año 1605, el arzobispo irlandés James Ussher anunció, a través de sus cálculos numéricos de los acontecimientos relatados en la Biblia, que la Creación se había producido en el año 4004 a.C. Posteriormente, un teólogo de la Uni versidad de Cambridge, John Lightfoot, se encargó de afinar hasta el extremo, sosteniendo que la fecha y hora exactas habían sido el 23 de octubre a las 9 de la mañana. Por tanto, a la luz de estas investigaciones del academicismo teológico europeo del siglo XVII, la historia de la Tierra contaba con apenas seis mil años de antigüedad.
LA LUZ DE LA RAZÓN
Las ideas providenciales ofrecidas por San Agus tín se convirtieron en el canon occidental durante cerca de dos milenios. Sin embargo, la aparición del humanismo renacentista (de los siglos XV y XVI) y del pensamiento racionalista e ilustrado (siglos XVII y XVIII) iniciaron el imparable camino hacia la modernidad y el alejamiento progresivo del teocentrismo medieval. Justo antes de su muerte, acaecida en 1543, el astrónomo polaco Nicolás Copér nico finalizó su tratado De Revolutionibus Orbium Coelestium, que estaría llamado a iniciar la primera revolución científica de la Era Moderna. Según sus observaciones, era la Tierra la que giraba en torno al Sol y no al revés, tal y como había aceptado el pensamiento cristiano medieval. Copérnico puso por primera vez al ser humano frente al hecho de que la criatura por excelencia de la obra divina no vive en el centro del Universo, sino en una recóndita esquina del mismo. Habrá que esperar casi un siglo para que Galileo (1564-1642) y Kepler (1571-1630) confirmen sus teorías, y otro más para que Isaac Newton (1643-1727) descubra las leyes de la gravitación universal que rigen el movimiento de los planetas. En 1543, coincidiendo con la publicación póstuma de la obra copernicana, el anatomista belga Andrés Vesalio, quien tres años antes había comparado por primera vez en la modernidad los esqueletos de un chimpancé y un humano (confirmando seguramente las observaciones del médico griego Galeno, quien ya llegó a la evidente conclusión de que el chimpancé es el ser vivo que más se parece al hombre) publica su monumental obra en siete volúmenes De Humani Corporis Fabrica. Este minucioso tratado sobre anatomía humana constituye un hito en la historia de la biología, al sustituir precisamente al trabajo de Galeno que, hasta entonces, era el referente sobre la descripción del cuerpo humano, a pesar de contar con importantes errores.
Por su parte, el filósofo inglés Francis Bacon y el francés René Descartes fueron dos pilares decisivos para el posterior desarrollo de la ciencia occidental, al proponer en el siglo XVII un sistema filosófico basado en el pensamiento inductivo (en la observación de los hechos), en la razón (la toma independiente de conclusiones) y en el empirismo o duda escéptica, según el cual solo deberían aceptarse explicaciones que puedan probarse con la experimentación. Esta óptica supone un viraje radical respecto a las explicaciones dogmáticas sobre la rea lidad de la naturaleza y el ser humano que habían dominado el pensamiento occidental durante un milenio.
Ya en el Renacimiento habíamos asistido al florecimiento de numerosos cuartos de maravillas o lugares en los que se coleccionaban y exhibían objetos extraños. Estos gabinetes de curiosidades, reflejo de un renovado interés por el mundo, acumulaban animales, plantas y minerales procedentes de las nuevas tierras conquistadas. Más tarde, en pleno Siglo de la Luces, en el fragor de la optimista confianza en la ciencia, la civilización y la tecnología, los Estados europeos se lanzaron a la organización de grandes expediciones científicas destinadas a recopilar muestras procedentes de los territorios explorados. Este es el caso, entre otros proyectos auspiciados en tiempos de la España ilustrada, de la empresa científica al Nuevo Reino de Granada, dirigida en 1783 por el célebre naturalista gaditano José Celestino Mutis. O del apasionante viaje abordado por los capitanes de navío Alejandro Malaspina y José de Bustamante entre 1789 y 1794, que les llevó a recorrer las posesiones españolas en América y el Pacífico, recopilando una impresionante colección botánica y geo lógica acompañada de observaciones etnográficas, croquis, dibujos y nuevas cartas náuticas.
Aquellos cuartos de maravillas, antesalas de los posteriores museos, y las colecciones naturalistas procedentes de las grandes expediciones científicas, jugaron un papel fundamental en el desarrollo de las ciencias biológicas, puesto que pusieron a disposición de los estudiosos grandes catálogos de referencia que reflejaban la diversidad de la vida en la Tierra y permitieron organizar con detalle tal cúmulo de formas distintas. Mutis precisamente había enviado algunas muestras al insigne médico sueco Karl von Linneo, quien en 1735 había publicado su Systema Naturae, consagrado a la clasificación del mundo natural en reinos, géneros y especies (la misma que, con algunos cambios, ha sobrevivido hasta nuestros días). En este trabajo, Linneo sitúa a simios y humanos dentro del grupo de los antropomorfos (literalmente, ‘con forma humana’). Atribuye a los humanos el nombre de Homo sapiens (‘el hombre sabio’) y a los chimpancés el de "Homo" troglodytes (‘el hombre de las cavernas’). A pesar de que esta aparente cercanía entre el simio y el hombre escandalizó a más de un teólogo de la época, la obra de Linneo era creacionista y no entreveía ninguna idea remotamente cercana al evolucionismo. Al igual que en su día Johannes Kepler, un siglo antes, estuvo convencido de que sus descubrimientos astronómicos solo hacían que explicar y honrar el majestuoso poder del Creador, Linneo con su clasificación solo estaba poniendo orden a la obra de Dios. Dios ha creado, Linneo ha clasificado
, diría con sorna el naturalista dieciochesco francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon. Paradójicamente, y sin que fuera su objetivo, la clasificación de Linneo sentó las bases de las teorías transformistas y evolucionistas, al evidenciar que existían especies con grandes similitudes morfológicas (el humano y el chimpancé, por ejemplo) y que debería haber alguna causa que justificase tales semejanzas.
¡Dios ha creado, Linneo ha clasificado! Portada de la obra clave del naturalista sueco Karl von Linneo, Systema Naturae, en la que se presenta la clasificación de los tres reinos del mundo natural (animal, vegetal y mineral).
CARBÓN, ZANJAS Y GEOLOGÍA
Las contradicciones que surgían entre el omnipresente dogma judeo-cristiano sobre la Creación y el imparable desarrollo de las ciencias naturales fueron difíciles de conciliar durante mucho tiempo. Un buen ejemplo de esta situación se produjo con el nacimiento, destinado a cubrir las nuevas necesidades de la Revolución industrial, de la disciplina geológica y la minería. Si, según los cálculos de los teólogos, la Tierra contaba con una historia relativamente breve, ¿cómo era posible que la actividad minera y la construcción de las nuevas infraestructuras constatasen una y otra vez que las rocas se disponían en estratos distintos que delataban una for mación antigua de la superficie terrestre? ¿Cómo debería explicarse el descubrimiento de fósiles en esos estratos, evidencias de animales que ya no existían? Algunos convencidos creacionistas, no encontrando otra explicación mejor, sugirieron que los fósiles no eran sino simples quimeras de la genial naturaleza, su llamada vis plastica, que ofrecía formas imposibles que recordaban a seres vivos que jamás habían existido.
La respuesta más consistente, en un intento de aunar religión y observación empírica, vino de la mano del catastrofismo. Esta corriente era una versión más depurada de la teoría diluviana, que postulaba que los restos fósiles eran animales y plantas que no habían sobrevivido al diluvio universal. Las observaciones geológicas ponían en evidencia que la catástrofe bíblica no podía haber sido la única causa de las múltiples capas geológicas y secuencias fosilíferas. Así pues, el naturalista francés Georges Cuvier, entre 1812 y 1825 y a partir de sus observaciones de campo en la Cuenca de París, elabora su teoría de las catástrofes. Según ésta, la historia terrestre se corresponde con una sucesión de periodos intercalados por repentinas catástrofes naturales que implicarían, en cada caso, la extinción masiva de animales y plantas y su renovación, tras la llegada de un nuevo momento de calma, por nuevas especies. Los restos de mamuts, que habían comenzado a descubrirse a comienzos del siglo XVIII en los hielos siberianos, fueron utilizados como un buen ejemplo. Cuvier puede considerarse uno de los fundadores de la paleontología, puesto que demostró la existencia de especies animales extintas. Para él, sin embargo, tam pocoexistieron pruebas de la evolución en sus investigaciones, puesto que consideraba que las especies permanecían estables y sin cambios a lo largo del tiempo y que, tras su extinción catastrófica, eran reempla zadas por animales llegados de otros lugares.
Frente a las tesis catastrofistas, debemos el desarrollo de la geología moderna al inglés Charles Lyell, quien se vio muy influido por los trabajos previos de otro geólogo insigne, James Hutton. En la publicación de sus Principios de Geología entre 1830 y 1833, Lyell asienta los fundamentos básicos de la ciencia geológica: el fluvialismo, el uniformismo, el actualismo y el gradualismo. El primero de ellos sugería que los ríos habían sido los responsables de la erosión y el modelado de la superficie de nuestro planeta. El uniformismo aseguraba que los procesos que transformaban la Tierra en el presente (la erosión del viento o del agua, la sedimentación de los volcanes, por ejemplo) eran exactamente los mismos que habían actuado en el pasado más remoto. El actualismo, por tanto, sugiere que la observación y el estudio de los fenómenos geológicos actuales pueden servirnos para interpretar los del pasado. No era necesario acudir al imaginario catastrófico para explicar los datos geológicos (¡los catastrofistas habían llegado a contar hasta treinta y dos acontecimientos de esta naturaleza!). Solo el tiempo, un largo y continuo tiempo (he aquí el gradualismo), pudo haber sido responsable de la colosal estructura de la superficie terrestre. Lyell defendió el principio, elemental hoy, de que cuanto más profundo es un estrato, más antiguo debe considerarse. ¿En qué quedaban ahora los escasos seis mil años de James Ussher? Es preciso señalar que, a pesar de proponer una interpretación muy diferente a la de Cuvier sobre los fenómenos geológicos, Lyell compartía originalmente con aquél su negativa a aceptar cualquier tipo de evolución de las especies.
UN VIAJE A BORDO DEL BEAGLE
A finales del siglo XVIII estaban ya asentadas las dos posturas antagónicas que explicaban el or i gen de la vida y del hombre, el creacionismo o fijismo y el evolucionismo. Como hemos visto, al gunos naturalistas realizaron aportaciones que po drían situarse borrosamente en la linde que separa am bas. Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, por ejem plo, sostenía en su Ensayo sobre la degradación de