La lengua común en la España plurilingüe
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La lengua común en la España plurilingüe - Ángel López García
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1. INTRODUCCIÓN
EL TABÚ DE LA LENGUA COMÚN
El año 2008 quedará para la historia de España como el año de la eclosión de la crisis económica, igual que en el resto del mundo o, tal vez, dada la dependencia española de la construcción desaforada de viviendas, mucho peor. Y quedará también como el del logro de una serie de triunfos deportivos (fútbol, tenis, ciclismo) que han supuesto el renacimiento del orgullo nacionalista, algo que tan apenas repercute fuera de las fronteras de Europa, pero que en el continente ha resultado muy visible. Sin embargo, dentro del propio país la legislatura que se inició el 14 de marzo de 2008 lo hizo a la sombra de una polémica lingüística que no ha hecho más que empezar, la del manifiesto por el castellano y su condición de lengua común. Puede que en el origen de dicho manifiesto estén algunas circunstancias muy específicas de dicho año 2008, por ejemplo, la derrota electoral del partido conservador y la necesidad de reorientar su política si quiere recuperar el poder: al fin y al cabo, el manifiesto lo promovieron un periódico enemigo de dicho cambio de singladura y un partido de nueva creación enfrentado explícitamente a los nacionalismos periféricos con los que dicho giro amenazaba avenirse a componendas políticas. Mas sería ingenuo —y, en el fondo, peligroso para la convivencia de los ciudadanos españoles— creer que esta es toda la explicación. Entre los firmantes del manifiesto hay intelectuales de variada procedencia ideológica, y si dicho partido y dicho medio de comunicación no hubieran resultado tan visibles, es seguro que se habrían adherido muchos otros. En este sentido, la retractación de un laureado poeta afín al presidente del gobierno socialista ha resultado sintomática: firmó —dice— porque comparte plenamente el contenido del manifiesto, pero se siente engañado y utilizado al advertir el aprovechamiento político que se está haciendo del mismo. El aprovechamiento político consiste en rasgarse las vestiduras ante las medidas de normalización lingüística emprendidas en las comunidades bilingües para convertir las llamadas lenguas propias en idiomas vehiculares de la enseñanza y de la administración (lo cual reduce obviamente los espacios que antaño ocupaba el «castellano») sin dejar claro al mismo tiempo que estas políticas son muy antiguas (se remontan en algunos casos a 1980) y tampoco que dicho retroceso, incuestionable y presuntamente anticonstitucional, no afecta a la condición común del español.
Acaba de publicarse un libro de título emblemático, La lengua, ¿patria común?, el cual no puede haber aparecido más oportunamente¹. Como colaborador del mismo me pregunto qué habría dicho su coordinador si le hubiera propuesto que lo cambiase repitiendo el adjetivo: La lengua común, ¿patria común? Es posible que este título quede poco estético, mas en ningún caso resulta redundante. Porque el problema no es sólo si el español constituye o no la patria común de los españoles, es decir, si existe un nacionalismo español que, como el francés o el alemán, puede legitimarse plenamente por la posesión de un idioma compartido por todos los ciudadanos. Pretender tal cosa es confundir los deseos con las realidades: cualquiera que conozca de primera mano la situación de las comunidades bilingües del Estado español sabe que esta afirmación no se sostiene y que parte de sus ciudadanos —tanto si son independentistas como si no, porque este es otro debate— no creen que su lengua sea el español. Uno agradecería a los intelectuales, políticos y filólogos que viven en Madrid y son incapaces de mirar más allá de sus narices que no escriban sobre este asunto: tanto si se alinean en un bando como si lo hacen en el otro, generalmente yerran el tiro y alimentan la confusión. Mas volviendo a la supuesta redundancia de común, ello no elimina la oportunidad de la misma. Porque aunque la lengua española no sea suficiente para cimentar un sentimiento patriótico de comunidad desde Port Bou hasta Tarifa y desde el cabo Machichaco hasta el de Fisterra, lo cierto es que, quiérase o no, constituye la lengua común de los ciudadanos españoles. Más aún: en el supuesto —que tengo por poco realista— de que alguna comunidad bilingüe se independizase del resto, el español seguiría siendo la lengua común en la que los ex ciudadanos españoles de dicha comunidad se entenderían con los españoles (y en un alto porcentaje también entre ellos mismos)².
En un trabajo reciente³ me ocupaba de las distintas acepciones de común y de su aplicación a las lenguas. Al español le convienen todas, en alguna parte de su dominio o en algún momento de su historia, pero, por ceñirme sólo a la situación de España en el siglo XXI, usaré común con la extensión con la que la suelen emplear los hablantes, esto es, al igual que en la frase espacios comunes de un edificio. Mi cocina es mía y el baño de la vecina del 3º es suyo, pero el ascensor y el zaguán son comunes, los pueden usar y de hecho los usan todos los vecinos de la finca. Es verdad que esta comparación, como todas las analogías, tiene sus limitaciones: hay ciudadanos españoles monolingües que sólo poseen la lengua común (que, ahora sí, constituye su lengua), mientras que en la comunidad de vecinos nadie vive en el zaguán o en el ascensor. Por eso, tal vez convenga perfilar mejor la comparación de los espacios comunes. Todo el que haya pasado por la experiencia familiar de unas vacaciones en la playa en un minúsculo apartamento alquilado sabe que algunos duermen en dormitorios —generalmente los padres— mientras que otros —algún hijo desparejado por la edad o por el sexo— tiene que conformarse con el sofá del cuarto de estar: ese tipo de espacio común, en el que algunos viven y por el que otros tan sólo pasan, ya se parece bastante a la comunidad lingüística española. La diferencia estriba en que el espacio común de una casa o de un edificio está libre de connotaciones mientras que la lengua común es un tema tabú. Es tabú en las comunidades bilingües, donde cuesta aceptar que todos los ciudadanos españoles, cualquiera que sea su lengua materna, se entienden perfectamente en español, tal vez porque suponen que este hecho obliga a consolidar un sentimiento nacional sobre dicho basamento lingüístico; y es tabú también en las comunidades monolingües (sobre todo en Madrid), donde, convencidos de esto mismo, miran con sospecha a todo persona bilingüe de otra lengua materna, a la que atribuyen inconfesables tendencias separatistas. Este texto intenta conciliar lo inconciliable, así que no sé si logrará romper el nudo gordiano de la polémica lingüística española o todavía lo va a enmarañar un poco más: el lector juzgará.
2. LA PENÍNSULA IBÉRICA ES UN ESPACIO PLURILINGÜE
La Península Ibérica es un espacio plurilingüe. Esto, dicho así, parece una obviedad. Todos sabemos que en la Península Ibérica se hablan varias lenguas: en Portugal, el portugués; y en España, el español, el gallego, el vasco y el catalán/valenciano. Sin embargo, cuando hablamos de espacio plurilingüe queremos significar algo más: afirmamos que es un solo espacio y, al mismo tiempo, que no se concibe de otra manera que siendo plurilingüe.
Piénsese en la diferencia que existe entre una tienda de todo a un euro y una carnicería. En ambas hay muchas cosas, son espacios plurales. Pero no se trata de lo mismo. En las tiendas de todo a un euro, el tipo de cosas que se vende resulta imprevisible y si alguna de ellas falta, simplemente nos vamos a otro sitio. Allí venden cremalleras, vasos, crema de zapatos, perchas, servilletas de papel, flores, camisetas, barajas, enchufes, felpudos…, y así hasta mil cosas diferentes. En el fondo, estas cosas no guardan ninguna relación entre sí, todo depende del tamaño de la tienda. Hay tiendas de todo a un euro en las que faltan las cremalleras y tiendas en las que se pueden encontrar hasta sillas. Por el contrario, todos sabemos lo que se puede esperar de una carnicería; tienen que vender pechugas de pollo y chuletas de cordero y lomo de cerdo y filetes de ternera y chorizo y salchichas, por ejemplo. Si alguna de estas cosas faltase porque se les acaba de terminar, lo comprenderíamos, pero si no la tuviesen nunca, simplemente no se trataría de una carnicería. Lo que sucede es que las tiendas de todo a un euro no surgieron respondiendo a una necesidad de la vida, sino a la moda consumista de nuestro tiempo. Mucha gente pasa el rato comprando cosas, a menudo cosas que no necesita, y las tiendas de todo a un euro (que antes se llamaban de todo a cien pesetas) son como una cueva de Alí Babá en la que puede uno pasar la tarde comprando sin cansarse. La carnicería es otra cosa. A la carnicería vamos porque necesitamos comer carne y normalmente nadie se lo pasa bien si tiene que guardar cola esperando turno. Pero en la carnicería siempre hay más o menos lo mismo, las carnes que comemos en nuestra cultura: de ternera, de cerdo, de cordero, de ave, embutidos, fiambres y poco más. Suministran las proteínas que necesitamos y las solemos alternar en nuestra mesa. En otras culturas, algunas de estas carnes faltan —en la cultura islámica no comen cerdo— y en otras culturas se añade algún tipo de carne —de perro, por ejemplo, en Extremo Oriente—. También puede suceder que alguna carnicería elegante ofrezca, además, faisán o ciervo. Pero la lista es básicamente estable. Las carnes de nuestras carnicerías son las de aquellos animales que hemos sabido domesticar para criarlos como ganado. Si cada vez que el carnicero quisiese hacer morcillas, tuviera que irse al monte a cazar un cerdo salvaje (eso viene a ser, poco más o menos, el jabalí), las carnicerías tendrían poca carne de cerdo, apenas podríamos comer morcillas o jamón y todo iría manga por hombro.
Con las lenguas ocurre lo mismo. A veces hay zonas geográficas en las que coexisten, mejor o peor, muchos idiomas. Por ejemplo, en la Rusia de los zares y, luego, en la URSS⁴, había cientos de lenguas: el ruso, el ucraniano, el moldavo, el permio, el mordvo, el chukchee, el uzbeco, el armenio, el georgiano, el checheno, el abjaz, el lazo, el osetio, el kirguizio, el tajiko, el azerbaidjano, etc. Estas lenguas estaban reunidas como en un todo a cien, la única razón para que formasen parte de un mismo estado era que el imperio ruso había conquistado todos los demás pueblos, los cuales pasaron más tarde a ser repúblicas de la URSS y sus lenguas a ser reconocidas por la constitución soviética (con alguna incorporación como el estonio, el letón y el lituano, cuyos países respectivos fueron invadidos tras el pacto de Hitler con Stalin). En estos casos se trata, sin duda, de estados plurilingües, pero no podemos hablar de espacios plurilingües. Cuando la situación política cambia, el mapa lingüístico lo hace igualmente, sin mayores problemas; al disolverse la URSS a la caída del muro, muchos de estos países se declararon independientes y sus lenguas dejaron de figurar en la constitución de Rusia (el estado heredero de la URSS); allí ya no se habla ni letón ni armenio ni georgiano ni uzbeco, aunque se siga hablando permio y checheno, junto con el ruso.
Un espacio plurilingüe es otra cosa⁵. Un espacio plurilingüe siempre resulta anterior a la formación del estado plurilingüe y ni siquiera tiene que coincidir con él porque su origen es cultural y no político. Por ejemplo, en la Península Ibérica hay dos estados, España y Portugal, sobre un mismo espacio plurilingüe. La lengua de Portugal tiene el mismo origen que el gallego, una de las lenguas de España, de forma que la lengua descubre lo que las fronteras políticas quieren encubrir; por eso, los filólogos hablan de gallego-portugués. Además, las propias comunidades autónomas españolas tampoco son lingüísticamente homogéneas; Euskadi tiene muchas comarcas que no hablan vasco, sino español, al tiempo que Aragón incluye una franja oriental que habla catalán, y así sucesivamente. Esta situación no es nueva: cuando lo que hoy forma el Estado español consistía en varios reinos independientes, estas discordancias ya existían, de manera que en la Edad Media el sur de Navarra, el antiguo reino de los vascones, siempre habló español, así como el oeste del reino de Valencia, mientras que el este de Aragón fue catalanohablante al menos desde el siglo XII y el asturiano penetraba profundamente en la montaña santanderina, que formaba parte del reino de Castilla.
Para entender cómo se ha formado la oferta de una carnicería hay que acudir a la historia de la alimentación en sus relaciones con la cría de ganados en Europa y, además, aceptar que muchas veces se producen mezclas: cuando pedimos un arreglo para caldo es normal que nos pongan algo de gallina, un hueso de jamón (o sea, carne de cerdo) y algo de ternera. Algo parecido cabe decir del espacio plurilingüe de la Península Ibérica.
3. LA PENÍNSULA IBÉRICA ES UN ESPACIO (CASI) CERRADO
Como su nombre indica, una pen-ínsula es