Y todo por una perra
Por J.M Amilibia
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En una sociedad cada vez más manipulada por la prensa sensacionalista, marcada por un creciente control gubernamental, y una educación en total decadencia, la violenta tortura hasta la muerte de la inocente perrita Sofía podría haber sido tan solo un caso más. Sin embargo, Frank, su amo, sale de una vida en letargo y confiesa que ha vengado ejecutando a los dos adolescentes que además de matarla grabaron su agonizante sufrimiento y lo difundieron por Internet. El caso despierta el total interés de Oscar, el periodista estrella del "amarillo" semanario La Lupa de Sherlock. En esta ocasión, Oscar no solo busca liderar el índice de lectores del país, sino que encuentra en Frank a su particular Perry –igual que aquel que inmortalizó Truman Capote en A sangre fría–, que lleva años buscando, para por fin poder escribir su gran novela.
Pero en una sociedad totalmente anestesiada, cuya opinión pública se balancea de un lado a otro sin rumbo, esclarecer el asesinato de los torturadores de Sofía pone de manifiesto una sociedad no muy lejana que está más enferma de lo que el lector sospecha.
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Y todo por una perra - J.M Amilibia
1
Los dos eran clientes ocasionales del bar triste y solitario en el que tomaban las últimas copas de la jornada; un bar de esos en los que a partir de las doce de la noche parece que solo sirven despedidas. El doble asesinato se había cometido en la casa de al lado.
—Es la detención más extraña que he hecho nunca —contaba el detective, mientras bailaba un palillo de dientes en la boca, nervioso porque había dejado de fumar hacía pocos días y el sabor del whisky le exigía nicotina; «quizá cuando dejas de fumar lo tienes que dejar todo», pensaba—. Es la detención más extraña que he hecho nunca, sí, y no solo por lo impasible del asesino, que nos esperaba tranquilo y feliz sentado en la escalera, sino por su aspecto: era la viva imagen del hombre bueno y honrado que por fin ha hecho lo que tenía que hacer, un alma en paz.
—Define «rostro de alma en paz» —dijo el periodista.
—Un rostro iluminado de serenidad, esto es, el careto de un tipo sano y rico que está mirando un paisaje de Monet, ¿vale? Los nenúfares, por ejemplo.
—Bien.
—La mayoría de los que han matado en un arrebato de ira, de manera no premeditada, y nos esperan en el lugar del crimen tienen la cara espantada; es lógico, son asesinos que de ninguna manera tenían previsto convertirse en asesinos: la sangre les disloca la razón y la mirada; llaman por teléfono, «he matado a mi mujer», dicen, «he matado a mi vecino», dicen, y se quedan al lado de la muerta o del muerto, hipnotizados por la absurda quietud del cadáver y su rara postura, porque la muerte regala caprichosas posturas a los cuerpos; histéricos perdidos, los asesinos ocasionales se preguntan cosas, no hacen más que preguntarse cosas, en un inútil esfuerzo por comprender lo que ya no van a comprender nunca; no saben que la pregunta es el cadáver y ellos la respuesta. Así lo veo yo, al menos.
Tom, detective del grupo de homicidios de Ciudad, exmilitar, exdrogadicto, exmarido, escupió lejos el palillo machacado. El barman lo miró como si hubiera escupido en el suelo de la catedral. Una catedral suya.
Oscar, el periodista, sabía que el discurso de Tom no había concluido aún y que en su parte final podría volverse más complejo. Lo escuchaba con atención, como siempre, y no solo porque fuera su amigo y confidente: en muchas ocasiones lo ayudaba a encontrar el tono literario de sus crónicas en La Lupa de Sherlock o le regalaba una frase feliz, un hallazgo deslumbrante. También sabía que era del todo necesario pedir otros whiskys. El barman los sirvió con desgana, sabedor de que aquellos tipos no despegarían los codos de la barra hasta un segundo antes de la hora de cierre.
—También los hay que se quedan tan quietos como estatuas y pálidos como la luna llena de enero; dirías que ha dejado de circular la sangre por sus venas; generalmente, han vomitado y sudan aunque haga frío —siguió Tom—. Se les ve tan mal que cualquier médico no muy experto les recomendaría visitar al forense. Pero Frank estaba fresco, sonrosado y con el pulso pausado de un yogui. Sereno, como si el hecho de cargarse a dos tipos fuera tan cotidiano como la cena. Algo muy raro en un asesino, amigo. Incluso en un homicida. Te lo presento: Frank, alto, fuerte, barba blanca, setenta y cuatro años, natural de Ciudad, profesor de historia jubilado, escritor aficionado, viudo y con un hijo. Profesor, sí, pero yo lo vi con la mirada satisfecha y risueña del chaval con los deberes hechos que espera un sobresaliente. Desahogado, seguro, la imagen misma de la tranquilidad y casi de la felicidad sentada en una escalera esperando las esposas como si esperara un taxi. Lo tenía todo previsto y aceptado, asumido. Después de observarlo un rato me dije a mí mismo que estaba ante uno de esos tipos que después de los sesenta años duermen con las manos cruzadas sobre el pecho para tener bien ensayada la postura final.
—¿La imagen misma de casi la felicidad?
—Sí. Una imagen beatífica. Me miró como se mira a alguien a quien estás esperando para tomar el té y llega un poco tarde, y dijo: «Hace veinticinco minutos he disparado en la cabeza a los que mataron a Sofía». Y extendió los brazos hacia mí con las muñecas juntas para que lo esposara. Ni una palabra más. Sonreía dulcemente, como si acabara de rociar con agua bendita y no con plomo la cabeza de los dos muchachos. Era tal su cara de bonachón que no lo esposé hasta que vi los cadáveres, no me acababa de creer que hubiera matado a alguien. Los tiros en la cabeza y los charcos de sangre no tenían nada que ver con aquel hombre, Oscar; le cuadraba un par de alas blancas, no una pistola. Era un querubín, un Papá Noel sin saco. Nunca antes había visto a un asesino al que me apeteciera más abrazarlo que detenerlo. Aun después de escuchar su confesión me cuesta trabajo creer que haya matado a esos dos chicos.
El barman, que hacía que no escuchaba mientras le pasaba un paño a la cafetera, anunció con tono desabrido: «Cierro en cinco minutos». Tom le clavó los ojos con la fiereza de un dóberman y el barman rectificó: «Tampoco hay prisa, la verdad». Tom no se contentó con mirarlo y también le clavó su voz herrumbrosa de sargento muy duro que reservaba para los tipos que no le gustaban: «No se ponen aceitunas con el whisky, le desvirtúa el sabor; ponga frutos secos, por favor». El barman puso cacahuetes.
—Insisto, Oscar: aquellos cadáveres no parecían tener relación alguna con Frank; le eran ajenos, distantes. No había armonía.
—¿Armonía?
—Siempre hay cierta armonía entre los muertos y el asesino, hasta en los casos de los asesinos que no tenían previsto convertirse en asesinos. Cuando no hay armonía, el caso puede ser interesante. Por eso te llamé. Frank estaba junto a sus muertos con radiante indiferencia. Puede que sea una venganza, sí, él lo admite, pero en todo caso sería una venganza fría, fría del todo, ajena a la pasión, al acaloramiento, al odio, a la locura, incluso a la locura transitoria. Algo poco común. ¿Y sabes quién era Sofía?
—No.
—Era su perra.
Oscar sacó su bloc e hizo unas rápidas anotaciones. Bloc y bolígrafo quedaron en la mano izquierda mientras que en la derecha apareció el móvil. Marcó.
—Tenemos historia, Alex Segundo. Titular: «El vengador de su perra». Un tipo ha matado a dos chicos para vengarse de lo que le hicieron a su perra —dijo Oscar.
—¿El vengador los sorprendió tirándose a su perra? —preguntó Alex Segundo, editor y director de La Lupa de Sherlock; hablaba tan alto que Tom lo oía sin necesidad de aproximarse mucho a la oreja de Oscar.
—No, los chicos la torturaron hasta que murió —susurró Tom a Oscar.
—No, los chicos la torturaron hasta que murió —dijo Oscar.
—Seguro que lo grabaron todo con sus móviles y lo colgaron en Internet —dijo Alex Segundo.
—Eso hicieron exactamente —susurró el detective.
—Eso hicieron exactamente —dijo Oscar.
—Joder, cómo conozco a mis chicos. Gran historia, Oscar. A por ella.
Pagó Oscar. Tom no hizo ningún ademán por evitarlo (nunca lo había hecho). Sabía que las copas, las cenas y esas cosas estaban incluidas en la cuenta de gastos de su amigo de tantos años. Pagaba La Lupa. Mientras apuraban el whisky, Tom jugaba con su Dupont de oro, levantando y dejando caer la tapa: le gustaba el ruido que hacía al cerrarse.
—Es un sonido —dijo— grave, seco, sólido, compacto; el sonido de algo bien hecho, armonioso, perfecto; si vuelvo a fumar, será por culpa de este encendedor; me gusta tanto que soy incapaz de dejarlo tirado en un cajón.
—¿Quién te lo ha regalado? —preguntó Oscar.
—Lo rescaté de morir congelado en el frigorífico de la morgue. Era de un suicida sin familia.
2
Lo despertó el teléfono, como casi todas las mañanas. Antes de descolgar apagó el televisor, que había dejado toda la noche encendido. Era su somnífero. Podían ser Tom, Alex Segundo o Miranda. Si era esta, tendría que comunicarle que hoy no era un buen día para el pack de los lunes (aperitivo en el Metrópoli, almuerzo en Viridiana y siesta en el apartamento de ella). Era Tom.
—Estaré en el portal de la casa de Frank a las doce —dijo—. Tienes media hora para husmear. Por favor, procura no llevarte nada.
—Vale.
Tom tenía la obligación de decírselo; Oscar tenía la obligación de no hacerle caso. Así funcionaban. Había que ver la casa del hombre antes de ver al hombre. Oscar estaba convencido (le avalaba la experiencia) de que las casas cuentan cosas que nunca confesarán sus habitantes. Solo es cuestión de saber mirar, como todo en la vida.
La casa del periodista decía que era ordenado, limpio, de clase media alta. La importancia del apartamento no se correspondía con el valor de los cuadros colgados en sus paredes: cuatro dibujos de Claudio Bravo (hombres muy bellos desnudos: Miranda se había mosqueado cuando los vio y se mordió la lengua para no preguntarle: «¿Eres homosexual, querido?») en el pasillo y un par de lienzos medianos de Barceló, uno grande de Saura y otro también grande de Viola en el salón. Y en el dormitorio estaban los de Cuixart (cabezas de damas con hermosos sombreros), Mompó y Gordillo. Todos ellos, regalos de cuando ejercía de entrevistador en la revista Arte & Arte, muchos años atrás. Al margen de que le gustaran más o menos, siempre los había mirado como su seguro de vida. También como el colchón que le podría permitir un día darle una patada al periodismo y ponerse a escribir de una vez la historia tantas veces postergada, una historia que cualquier día aparecería ante él como una Virgen resplandeciente a los pastorcitos. Y entonces...
Vivía solo. Únicamente un hombre que vive solo puede dejar una revista pornográfica abierta sobre la mesilla de noche. Además, estaban los dibujos de Vargas (una colección de vaqueras desnudas) en el cuarto de baño. «Son para alegrar la frialdad del mármol», le dijo Oscar a Miranda la primera y única vez que esta visitó su casa. Ella no dijo nada de los dibujos de Vargas, pero hizo un mohín de desagrado al ver el retrato de Helga en el vestíbulo; Oscar no lo había retirado al trastero porque era de Antonio López, pero sí tenía firmemente decidido que, en caso de necesidad, sería el primero en salir de casa.
—Era mi mujer —dijo Oscar—, murió hace años.
—Perdona —comentó Miranda—, pero ni que le hubieran hecho el retrato después de muerta. Parece el retrato de una muerta, aunque esté de pie. Una mujer muerta con un gesto agrio en la boca, eso es. ¿Se suicidó?
—No, murió de un infarto —dijo pasando por alto la impertinencia de su reciente amiga.
—Hijo, pues parece una novia de Drácula. Bella, pero tenebrosa.
Oscar sonrió: ella estaba demasiado buena y él demasiado necesitado aquella tarde como para perderse en detalles sobre las conveniencias sociales o las buenas formas; además, desde que hacía crónica roja (o negra) le habían llamado vampiro muchas veces. No era desacertado: vivía de la sangre ajena, cuanto más abundante y trágicamente derramada, mejor. Por tanto, la percepción espontánea de su nueva amiga bien podía considerarse una agudeza. Impertinente, pero agudeza. Le pareció que era mejor verlo así. Aquel par de tetas le decían que era mejor verlo así. Aquel culo le decía que podía pasar por alto cualquier cosa que saliera de aquella boquita.
Podría haberle explicado el porqué del gesto agrio, podría haberle contado que Helga se fue amargando con los años y que se separaron cuando se volvió insoportable, que se fue a vivir a Alemania (era alemana) y que un día, posiblemente un mal día, se tragó con un gin-tonic treinta píldoras de Procip (antidepresivo); que todo empezó (la amargura que le agrió el carácter) cuando recibió por correo un envío anónimo: era un fragmento del diario de una persona de Berlín (Helga nunca le dijo su nombre) en el que se contaban cosas terribles de su adorada madre, también de nombre Helga, muerta poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, cosas que habían sucedido en los días de la toma de Berlín por el ejército ruso, algo atroz, algo infame, que ella, Helga hija, desconocía por completo y a cuya lectura volvía con morbosa insistencia, como si no acabara de creerse lo que allí se narraba, como si no le importara que aquellas páginas le quemaran las ganas de vivir.
Podría haberle contado todo eso y más ante el retrato de Helga, pero como había percibido en una primera impresión que Miranda era un tanto simple (luego vería que no lo era tanto; en realidad, casi ninguna mujer lo era, pero a veces se le olvidaba), prefirió ahorrarse la historia; le pareció que no se la merecía, y Oscar había decidido mucho tiempo atrás no gastar saliva en balde con las personas que no respondieran con emoción (o al menos con interés) a lo que él contaba con detalle y especial intensidad. Además, le había molestado el comentario ante el cuadro de su mujer muerta, no por el tópico del debido respeto a los muertos (no era él precisamente alguien muy calificado para exigirlo) ni tan siquiera porque quedara en él resquicio alguno de amor por la ácida Helga, sino porque el comentario le pareció inapropiado, falto de elegancia. Poco estético o falto de armonía, como diría Tom.
El mismo día que la llevó a su piso (pretendía acostarse con ella y ella era consciente de su intención) se habían conocido en la cafetería París, próxima a La Lupa. Oscar la invitó a almorzar y ella había aceptado encantada, sobre todo después de saber (se lo susurró un camarero alcahuete camino del servicio) que el tipo con quien departía en la barra era un famoso periodista. Miranda le contó su vida en el primer plato: era de Ciudad, estaba divorciada, tenía un hijo que iba al instituto («Lo tuve con diecisiete años», aclaró rápidamente) y trabajaba de modelo de fotografía y publicidad en la agencia Focus.
—Soy la chica de las patatas fritas Max, ¿no has visto el anuncio?
—¡Sí! ¡Eres la patata que baila antes de que se la coma el chico gordinflón! Me da mucha pena que te coman, la verdad.
—No importa: soy la patata que le hace sonreír feliz al gordinflón.
—¿No te importa que te coman si haces feliz a alguien?
—Nunca me ha importado si la boca que me come es de mi gusto.
En el segundo plato le habló de sus aspiraciones: pese a que ya no era una niña, no había renunciado a hacer carrera como actriz. «Kim Basinger triunfó casi a los cuarenta, ¿sabes?», dijo. Para Oscar eso lo explicaba todo, o sea, que así se entendía que una modelo de unos treinta y dos años con apariencia de veinticinco gracias a la cirugía estética o al Super Botox, de labios jugosos y ojos verdes chispeantes y prometedores, con un cuerpo espectacular que reclamaba urgentes atenciones, chica de las patatas fritas Max, aceptara almorzar encantada con un periodista de más de sesenta nada más conocerlo en la barra de un bar, sin necesidad de que él insistiera y sin que ella se hiciera la interesante. Tenía aspiraciones y no tenía mucho tiempo. Necesitaba un sello de urgencia. Miranda era directa, de un primitivismo encantador a los ojos de Oscar, quien sabía muy bien, o creía saber, que las mujeres siempre follan por algo: por amor, por conseguir pareja, por tener un hijo, por dinero o por alcanzar sus objetivos o sus ambiciones; solo los hombres, según Oscar, follan por el puro placer de follar. Bien, le presentaría a tres o cuatro productores.
Después de ver la cama del dormitorio aún sin hacer y el impresionante retrato de Helga, la muerta del gesto agrio en la boca, la novia de Drácula, que debió de causarle cierto sobrecogimiento supersticioso o quizá la evocación de un mal recuerdo, Miranda decidió, de pronto: «Mejor nos vamos a mi casa, si no te importa». A Oscar no le importó y así nació una singular relación que ya duraba casi un año. Solo se veían los lunes: aperitivo en el Metrópoli, almuerzo en Viridiana y tarde de lujuria en el apartamento de ella. Como Miranda gritaba mucho, follaba con el mando del televisor pegado a su mano para poner el volumen a tope en los momentos culminantes.
—Antes no lo hacía —le explicó a Oscar—, y no me gustaba nada cómo me miraban luego algunos vecinos en el ascensor, aunque peor aún eran las vecinas, qué miradas de reproche, ni que les estuviera robando sus orgasmos. ¿Sabes lo que me dijo una? «Te oigo follar y es como oír una final de tenis de las hermanas Williams por la tele sin imágenes.»
—Bueno —dijo Oscar—, esa al menos tuvo gracia. ¿Y qué le respondiste tú?
—Que era un buen momento para que su marido le echara pelotas; no le hizo gracia; luego me enteré de que era viuda y le pedí disculpas.
Primera regla: había que terminar antes de las seis, hora en la que su hijo volvía del instituto. «No quiero que vea hombres en casa —dijo el primer día Miranda—, no quiero que vea un papá donde no va a haber un papá.» No hubo necesidad de que lo repitiera. Segunda regla: «Nada de pellizcos, azotes o mordiscos en ninguna parte del cuerpo, vivo de él —dijo Miranda—, y no admite moratones»; «Sin problemas, no me va el rollo sadomaso», dijo Oscar. Tercera regla: «No hay preguntas, no hay recriminaciones, yo no te pertenezco, tú no me perteneces, no hay compromiso, no hay celos, somos libres, ¿vale?»; «Si quieres te lo firmo», dijo Oscar. Cuarta y última regla: «Nunca me digas te quiero
; tampoco yo te diré nunca te quiero
»; «¿Ni añadiendo por un rato
?», preguntó Oscar; «Ni así», dijo ella.
Ya estaba duchado y vestido y aún no eran las once. Tomaría un café en el London de camino a la casa del asesino y desde allí llamaría a Miranda para quedar en el Metrópoli y decirle que ya había hablado con el productor de la telenovela Sin culo no hay gloria: le iba a ofrecer un papel. Y esta vez no era un pequeño papel. ¿Por qué había pensado, aún medio dormido, que hoy no sería un buen día para el pack de los lunes, precisamente cuando la chica iba a follar con más entusiasmo que nunca, agradecida y excitada por la buena noticia? El caso del profesor asesino acababa de nacer, no parecía complejo pese a los augurios de Tom (armonía, no veía armonía) y tenía mucho tiempo por delante, no debía dejar que le dominara la ansiedad, como le sucedía casi siempre al iniciar una investigación: en un día ya quería tener el bloc lleno de notas, todo atado, todo en orden. Tenía que relajarse, le molestaba sentirse como un primerizo. «Qué rara es esta profesión que te obliga a disfrazarte de tipo resabiado y cínico (decir cada día que el oficio es una mierda, una puta mierda, y que está lleno de canallas, por ejemplo) para ocultar la excitación del novato que crees que has dejado de ser pero que siempre vuelve ante una buena historia», se dijo antes de cerrar la puerta. Y también: «Bueno, los actores de ochenta años y más siguen sintiendo mariposas en el estómago antes de salir a escena. Siempre como el primer día y como si en la primera fila estuvieran Shakespeare, Lope y Calderón».
Antes de que llegara el ascensor volvió sobre sus pasos: se había olvidado los cigarrillos en la mesilla de noche. Los tomó junto al encendedor de plástico desechable. Oscar también tenía un Dupont de oro, pero casi no lo usaba por temor a perderlo.
3
Había dormido como un bendito, y eso que el catre era demasiado blando para su gusto. El funcionario que le llevó el desayuno a las siete y media de la mañana (café con leche, pan, mantequilla y mermelada) se quedó un tanto perplejo cuando aquel viejo de bondadoso aspecto, acusado de matar a dos jóvenes de dieciséis y diecisiete años, le dijo, con el delicado tono de un diplomático jubilado, al recoger la bandeja:
—Muchas gracias, es muy amable, todo tiene un aspecto magnífico. Discúlpeme, no conozco las costumbres. ¿Alguien podría traerme algo para leer? Ah, y la taza —señaló el hediondo lugar— está hasta arriba de heces y la cisterna no funciona...
—No soy Bautista —respondió irritado el funcionario.
—¿Qué quiere decir?
—¡Que no soy tu mayordomo, leche!
—Perdone, no era mi intención ofenderle, yo...
—¡Lo que me faltaba esta mañana, un finolis! La cisterna no funciona —parodió el tono delicado de Frank—. ¿Por qué no pruebas a llamar a recepción?
Y cerró violentamente la puerta de hierro. El chirrido metálico y punzante del cerrojo le hirió los oídos más que las palabras del funcionario. Lo peor era aquel olor a orina y mierda que parecía incrustado en las paredes de la mazmorra desde tiempos inmemoriales. No temía nada de lo que le pudiera suceder, solo le daba pavor pensar que tarde o temprano tendría que utilizar aquella taza sucia, repleta hasta los bordes de detritus. Si comía o bebía, estaba perdido, así que no probó el café con leche ni el pan. «Pronto me llevarán ante el juez —se dijo Frank—, me declararé culpable y me enviarán inmediatamente a prisión; allí todo estará limpio; he visto en el cine que allí se pasan el tiempo limpiando, siempre están limpiando.»
La nueva vida que comenzaba solo la veía, inicialmente, como extraordinario material para una novela. Necesitaba un bloc y un bolígrafo: tenía que escribir todo lo que viviera (y lo que pensara) minuciosamente. «Quizá debería estructurar la novela como un diario —se dijo—: Sí, un diario transmite verosimilitud como nada, es perfecto.» Luego, terminada la novela, llevaría a cabo el ritual de siempre: fotocopias, encuadernación y envíos. Treinta ejemplares que repartía entre sus amigos (gente del barrio) más interesados en la lectura y la media docena de escritores que de verdad le interesaban. A estos les enviaba su novela con una carta adjunta, siempre la misma, que rezaba así:
Lea esta obrita, por favor. No es buena, lo sé, pero quizá algo de lo que en ella se cuenta, alguna línea menos vulgar, alguna idea menos común, pueda su mano maestra transformar en líneas verdaderamente literarias. Si algo le sirve, utilícelo sin prejuicios ni temores, sin mala conciencia, con entera confianza: inspírese en este relato como en la vida, como en un cuadro, una sinfonía, o una charla de bar cazada al vuelo o... Para mí sería un honor poderle servir. No aspiro a la fama, no es necesario que me cite, solo deseo ser útil.
Gracias.
De vez en cuando asaltaban su cabeza, como un flash inesperado e indeseado, las imágenes de los dos jóvenes en sus respectivos charcos de sangre. Ese flash era anulado (superado) inmediatamente con una imagen, otro flash, de la larga agonía de Sofía, torturada cruel y gratuitamente hasta su muerte. Tenía muchas imágenes de su perra para elegir, y cualquiera de ellas servía para borrar la estampa más cruda de los asesinos ejecutados que pudiera aparecer en su mente. Las de Sofía eran imágenes victoriosas, potentes: podían con todo, disolvían como el ácido más corrosivo cualquier atisbo de culpabilidad.
Después de los disparos se había dicho que el tormento o la culpan serían un homenaje que los ejecutados nunca recibirían de él. Nunca. Sabía que era una promesa difícil de cumplir, de ahí que se exigiera especial contundencia en este aspecto. Era un hombre de decisiones firmes, riguroso, disciplinado; siempre lo había sido. Un hombre severo (sobre todo consigo mismo) hasta la extenuación. Y en este asunto tenía muy claro que lo hecho, bien hecho estaba. Punto. Ni medio minuto de arrepentimiento o congoja. Tampoco de largas y penosas reflexiones o dudas angustiosas, por ahora. El pasado solo era páginas por escribir. El presente era el descubrimiento de nuevos sentimientos, la aparición de otras ideas (quizá un cambio fulgurante), la necesaria escritura para dar fe de la verdad y la mentira de una aventura recién iniciada y la virtud de sobrellevar cuanto se le venía encima, por amargo y doloroso que fuera, con estoicismo. Eso era todo lo que importaba de verdad. Nada más. Y todo ello podía hacerlo perfectamente en la cárcel. En realidad, ¿no llevaba veinte años en la cárcel, veinte años dando vueltas por el amplio patio de su distrito? Quizá le permitieran tener un pajarito, como a Burt Lancaster en aquella película de Alcatraz. ¿Un perro? No, jamás. Nunca tendría ya otro perro. A su edad sería condenarlo a la orfandad, no podría vivir pensando que cualquier día el animal se quedaría solo.
Por el ventanuco de la pared que rozaba el techo veía pasar los pies de los transeúntes y algunas palomas que se asomaban a los barrotes. Durante un buen rato se dedicó a desmigar el pan de su desayuno y lanzarlo a las palomas. Afuera, en la misma planta, su hijo Samuel esperaba el oportuno permiso para verlo. La idea no había sido suya. En un principio, Vanesa, su mujer, le había conminado enérgicamente a que lo hiciera. «Por mucho que lo desprecies, es tu obligación», le había dicho. Él podría haberla ignorado, como otras veces, y a punto estuvo de hacerlo, pero «bien pensado —se dijo después de reflexionar unos segundos—, no puedo perderme la estampa de mi padre derrotado, humillado y lloroso en una mazmorra». «Tienes razón, querida; voy ahora mismo», la tranquilizó, al fin. Y llamó a un abogado amigo para que lo acompañara.
4
Antes de bajarse del coche le echó una ojeada al bloc. Había una anotación subrayada: «El asesino santo». Y junto a la frase, una gran interrogación. Oscar no creía en los santos: sabía que el mundo se componía básicamente de algunos hombres