¡Demasiadas putas, demasiado remo!: De Balzac a Proust: consejos a jóvenes escritores de los maestros de la literatura francesa.
Por Filippo D'Angelo
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Desde la Epístola a los pisones de Horacio hasta las Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke, podríamos decir que los consejos a jóvenes escritores forman un género literario en sí mismo. Filippo D’Angelo ha reunido en este volumen una serie de textos entresacados de artículos, cartas e incluso novelas de algunos de los grandes autores nacidos en el XIX francés −Balzac, Baudelaire, Flaubert, Maupassant, Zola, Gide y Proust− que tratan los desvelos, los desafíos, las dificultades técnicas a que debe enfrentarse todo joven que aspira a convertirse en escritor. ¿Cómo sobrevivir en la selva del mercado literario? ¿Son tan importantes la disciplina y una rutina la-boriosa? ¿Las preocupaciones mundanas son un enemigo o un aliado? ¿Hay que aislarse o mezclarse con la gente? ¿Qué respeto debemos a nuestros mayores? ¿Cómo encajar las críticas? ¿Y los aplausos? ¡Demasiadas putas! ¡Demasiado remo! (consejo de Flaubert a un joven y distraído Maupassant) constituye un ameno y útil compendio sobre los peligros y satisfacciones que acechan a un escritor, sea del siglo XIX o de nuestros días.
Filippo D'Angelo
<p>Filippo D’Angelo nació en Génova en 1973. Especialista en literatura francesa, se doctoró en 2008 en la Universidad de Grenoble con una tesis sobre la novela libertina y la novela utópica en primera persona del siglo XVIII. Ha sido profesor en las universidades de París III, Grenoble y Limoges. Es autor de la novela <i>La fine dell’altro mondo</i> (2012).</p>
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¡Demasiadas putas, demasiado remo! - Filippo D'Angelo
filippo d’angelo, ed.
¡demasiadas putas!
¡demasiado remo!
de balzac a proust:
consejos a jóvenes escritores de los maestros de la literatura francesa
Traducción
María Teresa Gallego Urrutia
Traducción de los textos de Filippo D’Angelo
Mari Pepa Palomero
ALBA
Introducción
Si se quisiera resumir en una sola frase el magisterio de los autores antologados en estas páginas, unas pocas palabras podrían ser suficientes: la literatura es un arte marcial.
Lejos de los lugares comunes que precisarían del crítico amigo y cómplice de los escritores, noblemente comprometido en las disputas por el reconocimiento de sus méritos; lejos de la falsificación humanística de una sociedad literaria apaciguada, esa imaginaria République des Lettres, cuyos habitantes se encontrarían colaborando por la salvaguardia de los valores y el progreso del espíritu; lejos de la ficción académica de un canon, en el cual, superados ya los agonismos que los dividieron en vida, los autores reposarían unos junto a otros, como las avemarías y los padresnuestros de un rosario recitado en las aulas universitarias; en suma, lejos de cualquier tranquilizadora y consoladora visión de ese magma de movimientos indescifrables que es la res literaria, los grandes autores de uno de los períodos áureos de la literatura francesa nos restituyen con estos escritos la imagen creíble de lo que es un escritor y de lo que es, o debería ser, una obra.
La obra literaria es, o debería ser, un golpe asestado contra el sentido común de los lectores, pero también contra esa caricatura pomposa del sentido común que, con demasiada frecuencia, está representada por la opinión de los críticos. El verdadero escritor es aquel que, luchando con la presión de las editoriales y de la crítica, imponiéndose a la indiferencia de sus colegas y de los lectores, y de este modo obligándolos a aceptar el desafío, consigue descargar ese golpe.
Si la literatura es un arte marcial, lo es con profusión de golpes. Su marcialidad se acerca más al largo desencuentro entre Héctor y Aquiles, prolongado por la intervención de divinidades rivales, que al duelo fulmíneo entre David y Goliat, decidido por la unívoca voluntad de un dios omnipotente. La metáfora judeocristiana del canon, que pretende clavar el destino de los escritores en la cruz de su recepción académica, habría que sustituirla por la alegoría pagana de una teomaquia, de una lucha eterna entre los escritores por el monopolio del imaginario. Sin intención de contrariar a los que querrían canonizarlos, los escritores continúan desafiándose incluso después de muertos, como los malvados demiurgos de un mundo en el cual no se ha dicho aún la última palabra.
La enseñanza histórica de los textos aquí recogidos es precisamente la demostración de cómo lo que se ha dado en llamar impersonalmente «canon» no es otra cosa, en los mejores casos, que un hábito entre escritores interesados en las cuestiones de su trabajo; sobre todo, cuestiones de estética y de artesanía literaria, pero también de subsistencia material y de supervivencia psicológica.
Algunos de los autores de esta antología mantuvieron una relación epistolar entre ellos; todos fueron conscientes del valor de sus contemporáneos o de quienes los habían precedido, un valor a veces reconocido a pesar de tener relevantes diferencias de poética. Ninguno formó parte, por desinterés o después de un previsible rechazo (este último fue el caso de Balzac, Baudelaire y Zola), de la institución que hasta principios del siglo xx se proponía como encarnación del canon de la literatura transalpina, la Academia Francesa, hoy convertida en un ridículo museo de cera. Si existe una República de las Letras, si tiene sentido hablar de un canon, esto es verdad solo en el caso de unos pocos individuos, más o menos obligados al aislamiento de los trabajos forzosos de la escritura, que logran trascender los límites de la vanidad y de la envidia para reconocer en el talento de los otros la prefiguración o la prolongación del suyo propio, sin falsos acuerdos, ni infundadas asperezas. En otras palabras, no existe una verdadera República de las Letras y, en lugar de cánones, sería más oportuno hablar de filiaciones.
Desde la perspectiva de una filiación, la forma de los consejos al joven escritor brilla como expresión entre las más auténticas de la vivencia literaria. El escritor, esta extraña criatura dividida entre la esterilidad biológica y la fecundidad artística, víctima triunfante de un narcisismo exacerbado, tiende a reproducirse sobre todo en la esfera estética, a través de las propias obras (entre los autores de esta antología, el único que tuvo un descendiente fue el homosexual efebofílico Gide, el cual, para satisfacer su propio deseo de paternidad, había concebido una hija con una amiga veinte años más joven). El aspirante a literato, destinatario de sus advertencias, puede, pues, convertirse en un sustituto filial: el heredero elegido al que transmitir la propia experiencia. Es ésta quizá la razón por la cual los consejos a los escritores en ciernes terminan por configurarse como una suerte de género literario que penetraría sus raíces en la Epístola a los Pisones, de Horacio, encontraría en las Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke, su obra maestra etérea y tendría en las páginas aquí presentadas algunas de sus ramificaciones más vigorosas.
El ejemplo originario de escritor a quien, de un modo más o menos explícito, hacen referencia todos los autores franceses que, entre el xix y el xx, investigan sobre el trabajo literario desde el punto de vista del oficio es Balzac: un texto suyo, no por casualidad, inaugura nuestra antología. Catapultado en virtud de su talento desde una escuálida buhardilla hasta los salons más exclusivos de París, perennemente sofocado por las deudas, pero arraigado en un estilo de vida principesco, capaz de publicar incluso cinco novelas al año para solucionar sus necesidades financieras, pero sin transigir demasiado en sus aspiraciones literarias, y logrando así convertir la servidumbre material en libre albedrío, el autor de La comedia humana es el numen tutelar de todo escritor que quiera afirmarse en la época del capitalismo industrial, cuando el libro se convierte en una más entre las innumerables clases de mercancías que infectan los paisajes urbanos. En la aventura ejemplar de Balzac, la tiranía ejercitada por la moderna industria editorial se transforma, en el caso de la apoteosis artística triunfal, en una empresa literaria tiránica.
Para los otros escritores de esta antología fue un tesoro la experiencia de Balzac: encontraron en él un modelo de aprendizaje combativo de la literatura, basado en la práctica tenaz del arte, y en la fatigosa ejercitación del oficio, en una alternancia entre los esfuerzos inmensos de la creación y los conflictos con editores, críticos o autores rivales. Balzac era quien, de estos tormentos, había experimentado el espectro completo, consiguiendo entre otras cosas representarlos en un exuberante fresco, en Las ilusiones perdidas. Los escritores sucesivos se nutrieron de sus desencantos y tomaron impulso del nuevo género de ambición realizado en su obra: la conquista de un público por el cual se experimentan sentimientos ambivalentes, entre la necesidad de reconocimiento y el resentido desprecio, como requiere la literatura de un tiempo en el que la primera cualidad de un libro es su valor comercial. Un tiempo que dura hasta hoy día…
«La orgía ha dejado de ser hermana de la inspiración. La inspiración es, desde luego, hermana del trabajo cotidiano», escribe Baudelaire en «Consejos a los jóvenes literatos», publicados cuando Balzac aún vivía. Un siglo después, Gide le hará eco en «Consejos al joven escritor»:
Todas las obras de arte son un problema resuelto; un problema que se compone de una multitud de problemillas correlativos, cada uno de los cuales espera de ti su solución particular, es decir, la palabra necesaria; y, de igual forma, eso que los románticos llaman inspiración se descompone en una infinidad de esfuerzos menudos.
La necesidad improrrogable del trabajo cotidiano es el hilo de Ariadna que une las vicisitudes literarias transmitidas en nuestros textos. Ya Balzac, por medio de numerosos personajes de La comedia humana –entre ellos Lucien de Rubempré, protagonista de Las ilusiones perdidas–, había mostrado cómo un talento incapaz de vencer, día tras día, las batallas contra las dificultades que todo el tiempo se oponen a la construcción de una obra ambiciosa, es no solo inútil, sino también nocivo para quien lo posee. El mundo está lleno de temperamentos originales o brillantes. Lejos de ser una garantía de genialidad, la originalidad y la brillantez, si no se apoyan en un ejercicio infatigable, se arriesgan a convertirse en el signo distintivo de una vocación fallida. Como entendió tal vez mejor que nadie el exdiletante mundano Proust, el cual, al final de La busca, confiesa en la voz del narrador, que ha emprendido su propia obra maestra sin contar con el mínimo oficio literario, el obstáculo principal existente entre las potencialidades ilimitadas de un verdadero talento y la realización única de una obra literaria es, justamente, el diletantismo: la tendencia a contentarse con intuiciones rudimentarias, sin indagar en las leyes generales que se esconden tras ellas, repercute en la incapacidad de dar forma orgánica a cualquier proyecto de escritura. No de un modo diferente del arquitecto que ambiciona ver materializadas sus invenciones compositivas, el aspirante a escritor deberá dotarse de una sólida ciencia de las construcciones si quiere asentar en sólidos fundamentos el edificio de su propia obra.
Son múltiples las estrategias, los hábitos, los comportamientos aptos para enfrentar las dificultades del trabajo literario; solamente uno es el modo de lograrlo: la abnegación total. Una abnegación que habría que aceptar de buen grado, porque el sacrificio de no vivir la vida que se requiere es en realidad el mayor beneficio que se puede obtener de la vida misma. «La vida es algo tan repulsivo que el único medio de soportarla es evitarla. Y se la evita viviendo en el Arte, en la búsqueda incesante de lo Verdadero que nos llega mediante lo Hermoso», le escribe Flaubert a su interlocutora, Marie-Sophie Leroyer de Chantepie. Un poco menos amargo y pesimista, el Proust de El tiempo recuperado hará coincidir vida y literatura en una frase que los otros autores de nuestra antología no habrían dudado en suscribir: «La vida verdadera, la vida descubierta y aclarada por fin, la única vida, por lo tanto, vivida de verdad, es la literatura».
Esta primacía de la obra sobre la vida no implica necesariamente la aceptación de una existencia carente de significativos acontecimientos externos. Los escritores aquí reunidos fueron testigos que participaron de las grandes revueltas de su época, según cada caso: la revolución burguesa de 1830, las revueltas de 1848, la guerra franco-prusiana, la Comuna, el caso Dreyfus, la Primera Guerra Mundial… Ya fuese viviendo o permaneciendo ocasionalmente en la ciudad que con justo título ha sido definida como la capital del siglo xix, y que lo fue también en los inicios del siguiente, tuvieron además encuentros con algunas de las personalidades más eminentes de