La familia de León Roch
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Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) fue novelista, dramaturgo y cronista, y una de las personalidades más importantes de la historia de la literatura española. Entre sus obras destacan Doña Perfecta, La desheredada, Fortunata y Jacinta, Miau o La razón de la sinrazón. Además fue autor de la monumental serie Episodios nacionales.
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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós
La familia de León Roch es una novela de Benito Pérez Galdós escrita en 1878. Clasificada dentro del grupo de sus novelas de tesis, fue la última publicada de ese ciclo, tras Doña Perfecta (1876), Gloria (1876-77) y Marianela (1878). Obra de transición, bajo el soporte argumental de un triángulo amoroso y apasionado entre dos mujeres y un hombre, el escritor, habiendo madurado su estudio de la sociedad, dispara en ella sus últimas salvas de tesis e ideología, dispuesto a contar la realidad en su desnudez material.
León Roch representa al mundo de la ciencia, de la actividad práctica y del laicismo, mientras que su mujer, María Egipcíaca, ejemplifica el tradicionalismo conservador, el ocio contemplativo y el cultivo de la exterioridad religiosa. Si bien la novela se propone en gran medida mostrar las consecuencias dramáticas de los conflictos de creencias, los personajes logran, sin embargo, independizarse en ella de la fábula moral y pedagógica para cuyos propósitos habían sido creados.
Se escribe en los umbrales de la nueva manera galdosiana. Esta obra anticipa la complejidad estilística, densidad conceptual y verosimilitudes afines al renacimiento de la narrativa española decimonónica. La crítica ha señalado sus deudas textuales con el racionalismo armónico de la filosofía krausista. También parece evidente el propósito del autor de prestigiar ciertos valores burgueses encarnados en el protagonista en detrimento de corruptos hábitos aristocráticos. La novela elabora multiplicidad de discursos literarios, religiosos, estéticos y sociopolíticos unificados por su aspiración regeneradora y simultáneamente paródica, que supusieron el desencuentro de Galdós con la opinión pública de su época. La familia de León Roch nos presenta, en definitiva, una poliédrica representación de la sociedad española postisabelina.
Benito Pérez Galdós
La familia de León Roch
PRIMERA PARTE
I
De la misma al mismo
Ugoibea, 30 de Agosto.
«Querido León: No hagas caso de mi carta de ayer, que se ha cruzado con la tuya que acabo de recibir. La ira y los pícaros celos me hicieron escribir una serie de desatinos. Me avergüenzo de haber puesto en el papel tantas palabras tremebundas mezcladas con puerilidades gazmoñas… pero no me avergüenzo, me río de mí misma y de mi estilo y te pido perdón. Si yo hubiera tenido un poco de paciencia para esperar tus explicaciones… otra tontería… ¡Celos, paciencia!, ¿quién ha visto esas dos cosas en una pieza? Veo que no acaban aún mis desvaríos; y es que después de haber sido tonta, siquiera por un día, no vuelve a dos tirones una mujer a su discreción natural.
»Mientras recobro la mía, allá van paces y más paces y un propósito firme de no volver a ser irascible, ni suspicaz, ni cavilosa, ni inquisidora, como tú dices. Tus explicaciones me satisfacen completamente: no sé por qué veo en ellas una lealtad y una honradez que se imponen a mi razón, y no dan lugar a más dudas, y me llenan el alma, ¿cómo decirlo?, de un convencimiento que se parece al cariño, que es su hermano y está junto con él, abrazados los dos, en el fondo, en el fondo… no sé acabar la frase; pero ¿qué importa? Adelante. Decía que creo en tus explicaciones. Una negativa habría aumentado mis sospechas; tu confesión las disipa. Declaras que, en efecto, amaste… No, no es esta la palabra… que tuviste relaciones superficiales, de colegio, de chiquillos, con la de Fúcar; que la conoces desde la niñez, que jugabais juntos… Yo recuerdo que me contabas algo de esto en Madrid, cuando por primera vez nos conocimos. ¿No era esa la que te acompañaba a recoger azahares caídos debajo de los naranjos, la que tenía miedo de oír el chasquido de los gusanos de seda cuando están comiendo, la que tú coronabas con florecillas de Don Diego de Noche? Sí; me has referido muchas monadas de esa tu compañera de la infancia. Ella y tú os pintabais las mejillas con moras silvestres y os poníais mitras de papel. Tú gozabas cogiendo nidos y ella no tenía mayor placer que descalzarse y meter los pies en las acequias, andando por entre los juncos y plantas de agua. Un día, casi a la misma hora, tú te caíste de un árbol, y ella fue mordida por un reptil. Era la de Fúcar, ¿no es verdad? Mira qué bien me acuerdo. Si sería yo capaz de escribir tu historia.
»La verdad, yo no había puesto mucha atención en estos cuentos de bebés… pero cuando vi a esa mujer, cuando me dijeron que la amabas… Hace de esto diez días y aún se me figura que me estoy ahogando como en el momento en que me lo dijeron. Créemelo: me pareció que se acababa el mundo, que el tiempo se detenía (no lo puedo explicar) y se doblaba mostrando un ángulo horrible, un lado desconocido donde yo… otra frase sin concluir. Adelante.
»Ahora me acuerdo de otra aleluya de tu infancia, que me contaste no hace mucho. ¡Cómo se quedan presentes estas tonterías! Cuando fuiste pollo y empezaste a estudiar esa ciencia de las piedras que no sé para qué sirve; cuando ella (y sigo creyendo que sería otra vez la de Fúcar) no metía los pies en las acequias, ni te pintaba la cara con moras, ni se ponía tus mitras de papel, jugasteis a los novios con menos inocencia que antes, pero… vamos, lo concedo, siempre con inocencia. Ella estaba en un colegio donde había muchas lilas y un portero que se encargaba de traer y llevar cartitas. Asómbrate de mi memoria. Hasta me acuerdo del nombre de aquel portero: se llamaba Escóiquiz.
»Basta de historia antigua. Lo que no me dijiste nunca, lo que yo no sabía hasta hoy, cuando he leído tus explicaciones, es que… (pues repito que no me hace gracia, caballero), es que hace dos años os encontrasteis otra vez allí donde florecen los naranjos, mascan los gusanillos y corren las acequias; que hubo así como un poquillo de ilusión; que desde entonces tuviste para ella un afecto sincero, y que ese afecto fue creciendo, creciendo hasta… (aquí entro yo), hasta que me conociste… Muchas gracias, caballero, por la retahíla de galantería, de finezas, de protestas, de amorosas palabras que vienen en seguida. Esta lluvia de flores lleva una carilla. Hay carillas que parecen caras divinas y esta me hace llorar de contento. Gracias, gracias. Esto es muy hermoso; y lo que dices de mí muy exagerado. Más vales tú que yo… Vives para mí… ¡Ay!, León, lo mejor que se puede hacer con estas frases de novela es creerlas. Ábrete, corazón, y recíbelo todo. Yo soy buena católica y me he educado en el arte de creer.
»¡Si seré tonta que he vuelto a leer la bendita carilla…! ¡Oh!, está muy bien… Que un amor verdadero, elevado, profundo, borró aquel capricho, no dejando rastro de él: muy bien… Que las ilusiones infantiles rara vez persisten en la edad mayor: perfectamente… Que tus sentimientos son sinceros y tus propósitos formales; sí, sí… Que la voz que llegó a mi oído haciéndome creer en el fin del mundo fue una de tantas conjeturas que lanza la frivolidad del mundo para que las recoja la malicia y haga con ellas armas terribles; eso es, eso es… Que la de Fúcar es hoy para ti tan indiferente como otra cualquiera; divino, delicioso… En fin, que yo y sola yo… que a mí y sólo a mí… ¡Oh!, ¡qué dulce es ponerse la mano en el pecho y apretarse mucho diciendo con el pensamiento: a mí, a mí sola, a nadie más que a mí!
.
»¡Qué argumento tan poderoso me ocurre en favor suyo! La de Fúcar es inmensamente rica, yo soy casi pobre. Pero cuando se tiene fe no se necesitan argumentos, y yo tengo fe en ti… Cuantos te conocen dicen que eres un modelo de rectitud y de nobleza, un caso raro en estos tiempos. Estoy tan orgullosa como agradecida. ¡Qué bueno ha sido mi Dios para mí al depararme un bien que, al decir de las gentes, anda hoy tan escaso en el mundo!
»No quiero dejar de manifestarte, aunque esta carta no se acabe nunca, la impresión que me causó la de Fúcar, dejando aparte el rencorcillo que despertó en mí. Después de pasado el temporal, puedo juzgarla fríamente y con imparcialidad, y si cuando me dijeron lo que sabes pareciome tener grandes perfecciones, ahora la veo en su verdadero tamaño. No hay que hablar del lujo escandaloso de esa mujer: es un insulto a la humanidad y a la divinidad. Papá dice que con lo que ella gasta en trapos en una semana podrían vivir holgadamente muchas familias. No carece de elegancia, pero a veces es extravagantísima y parece decir: Señores, me pongo así para que vean todos que tengo mucho dinero
. Mamá dice que no habrá hombre alguno que se case con ese mostrador de maravillas de la industria. Los Rotchilds[1] no abundan, y la de Fúcar causa terror a los pretendientes. Esa muchacha pródiga, voluntariosa, llena de caprichos y pésimamente educada, tendrá al fin por dueño a cualquier perdido. Así lo dice mamá, que conoce el mundo, y yo lo creo.
»No la encuentro yo tan graciosa como dicen y como a mí me pareció cuando me estaba muriendo de celos. Es demasiado alta para ser esbelta, demasiado flaca para airosa. El bonito color no puede negársele, pero es preciso un microscopio para encontrarle los ojos: ¡tan chicos son! Cuentan que habla con mucho gracejo: yo no lo sé, porque nunca la he tratado ni quiero tratarla. La vi de lejos en la playa y en el balcón de la casa de baños, y me pareció de maneras desenvueltas y libres. Creo que me miró de un modo particular. Yo la miré queriendo darle a entender que me importaba poco su persona: no sé si lo hice bien.
»Estuvo aquí tres días. Yo no salí de casa. Nunca he llorado más. Al fin, se fue esa loca. El gozo que me causó dejar de verla se anubla un poquito cuando considero que ahora está donde tú estás. He pensado ayer todo el día en que debiera haber aquí una torre muy alta, muy alta, desde la cual se viese lo que pasa en Iturburúa. Yo subiría a ella de un salto… Pero confío en tu lealtad… Y si le dices que me amas a mí sola; si ella te conserva algún afecto y al oírlo rabia… ¡Oh!, si rabia, avísamelo: quiero tener ese gusto.
»El lunes te esperamos. Papá dice que si no vienes no eres hombre de palabra. Está muy impaciente por hablar contigo de política, pues según él, aquí hay una plaga de gente ministerial que le apesta. Si al fin le hicieran senador… y francamente, temo por su razón si no consigue ese bendito escaño. Sigue con la manía de mandar sueltos a los periódicos. En los de estos días hemos encontrado algunos, y también artículos. Ya sabes que mamá los conoce en que casi invariablemente empiezan diciendo: Es de lamentar…
»Hoy entró muy orgulloso mostrándome la obra que has publicado. Él hacía elogios ardientes, y le leyó a mamá los primeros párrafos. Era cosa de risa. Ni él, ni mamá, ni yo comprendíamos una sola palabra; y, sin embargo, todos encarecíamos mucho la sabiduría del libro. Figúrate lo que entenderemos nosotros del Análisis del terreno plutónico en las islas Columbretes, ni qué interés pueden tener para mí las capas cuaternarias, los terrenos pirógenos, azoicos… Hasta el escribir estas palabrotas me cuesta trabajo y tengo que ir trazando letra por letra. Sin embargo, basta que hayas hecho tú esta monserga de sabidurías oscuras para que me cautive. He pasado algunos ratos leyendo tus páginas, como si leyera el griego, y… no lo creerás, pero es cierto que sin saber la causa, yo leía y leía, llevada de un no sé qué de admiración y respeto hacia ti. Entre tantos nombres endiablados, he encontrado algunos preciosísimos y que han despertado en mí simpatías, tales como sienita, pegmatita, variolita, anfibolita. Todas estas niñitas me parecen nombres de hadas o geniecillos que han jugado alrededor de tu cabeza cuando estudiabas la obra de Dios en las honduras de la tierra.
»Pero sin quererlo me estoy volviendo poetisa, y eso es inaguantable, señor mío. ¡Y esta pícara carta que no quiere dejarse acabar!… Mamá me está llamando para ir de paseo. Está muy aburrida. Dice que este es un lugar de baños eminentemente cursi, y que antes se quedará en Madrid que volver a él. Ni casino, ni sociedad, ni expediciones, ni tiendas de chucherías, ni gente de cierta clase. La verdad es que no hay dos Biarritz en el mundo.
»Leopoldo también está aburridísimo. Dice que este es un pueblo salvaje y que no comprende cómo hay persona decente que venga a bañarse entre cafres. Así llama a los pobres castellanos que inundan estas playas. Gustavo ha pasado a Francia para visitar al santo y angelical Luis Gonzaga, que está algo delicado. ¡Pobre hermanito mío! Hace días nos visitó de parte suya un clérigo italiano, un tal Paoletti, hombre amabilísimo, muy instruido y que cautiva con su conversación… Pero quiero darte cuenta de todo y no puede ser. El papel se acaba y mamá me llama otra vez. Adiós, adiós, adiós. Que no faltes el lunes… Hablaremos de aquello, ¿sabes?, de aquello. Anoche, cuando rezaba, le pedía a Dios por ti… No pongas esa cara de pillo. Hay en tu alma un rinconcito oscuro que no me gusta. No digo más por no parecer doctora de la Iglesia, por no anticipar una empresa gloriosa que tendrá su… quédese también esta frase sin concluir… Abur, perdido… Memorias a las sienitas, pegmatitas y anfibolitas, únicas señoritas de quienes no tiene celos la que te quiere de todo corazón, la que tiene la simpleza de creer todo lo que dices, la que te espera el lunes… cuidado con faltar. Hasta el lunes. Si no, verás quién es tu
MARÍA.»
II
Herpetismo
El que leyó esta carta paseaba, mientras leía, por una alameda de altísimos árboles. En uno de los extremos de ella había una construcción baja, de cuyo pórtico con pretensiones greco-romanas salían tibios vapores sulfurosos, harto desagradables, y en el otro uno de los edificios falansterianos a que concurren los españoles durante el estío para reproducir en el campo la vida estrecha, incómoda y enfermiza de las poblaciones. Escabrosas montañas, de yerba y musgo vestidas, daban con el pie al establecimiento, como para arrojarlo al río, y este, que intentaba disimular su pequeñez haciendo ruido (a semejanza de muchos hombres que son Manzanares de cuerpo y Niágara de voz), se encrespaba junto al muro de sostenimiento, jurando y perjurando que se llevaría falansterio, alameda, cantina, médico, fondista y veraneantes.
Estos cojeaban tosiendo en la alameda, o formaban desiguales grupos bajo los árboles y en los bancos de césped. Oíanse monografías de todos los males imaginables: cálculos sobre digestiones hechas o por hacer; diagnósticos ramplones; recuentos de insomnios, de acedías y de hipos; inventarios de palpitaciones cardíacas; disertaciones varias sobre las travesuras del gran simpático; sutiles hipótesis sobre los misterios del sistema nervioso, iguales a los de Isis en lo impenetrables; observaciones erigidas en aforismos por un pecho optimista; vaticinios de aprensivo que cuenta por sus toses los pasos de la muerte; esperanzas de crédulo que supone en las aguas la milagrosa virtud de resucitar difuntos; sofocados ayes del atacado de gastralgia; soliloquios del desesperado y risas del restablecido.
El que no ha vivido siquiera tres días en medio de este mundo anémico y escrofuloso, compuesto de enfermos que parecen sanos, sanos que se creen enfermos, individuos que se pudren a ojos vistos carcomidos por el vicio, y aprensivos que se sublevarían contra Dios si decretara la salud universal, no comprenderá el fastidio e insulsez de esta vida falansteriana, tan ardientemente adoptada por nuestra sociedad desde que hubo ferro-carriles, y en la cual rara vez se encuentran los encantos y el plácido sosiego del campo.
Sin embargo, no faltan atractivos en la sociedad herpética. La renovación constante de tipos; las bellezas que entran cada día, acompañadas de más mundos que un sistema planetario; el lujo, las tertulias, la delicada ambrosía de la murmuración, servida a cada instante y pasada de boca en boca sin saciar jamás a ninguna ni agotarse con el diario consumo; los improvisados o redivivos noviazgos, los rozamientos morales, ora ásperos, ora de dulce suavidad; los mil cabos que se atan o se desatan, el bailoteo, las expediciones para ver alguna gruta, panorama o golpe de ruinas, que ya se vieron el año pasado, y que se han de gozar uniendo la voz al coro de la admiración colectiva; los juegos inocentes o venialmente criminales, las bromas, los complots, las galanas intrigas con que algunos se atreven a romper la monotonía de la felicidad colectiva, de aquel esparcimiento colectivo, de aquella higiene colectiva, de aquella vida eminentemente colectiva, que tiene en medio de sus esplendores un no sé qué reglamentario y lúgubre a estilo de hospital, dan atractivos a estos sitios, al menos para ciertos caracteres, que son los que más abundan. Por eso van allá todos los españoles, unos con su dinero, otros con el ajeno, y desde que apunta Julio son puestos en prensa el administrador o el prestamista para que alleguen los caudales que reclama aquel importante fin de la vida moderna. Parece que hay cierto afán de embriagarse con aguas de azufre, y para cantar esta sed elegante se echa de menos un Anacreonte hidropático.
El que leía la carta era un joven vestido de riguroso luto. Leídos y guardados los tres pliegos, quiso seguir paseando, mas le fue preciso atender a los saludos de sus compañeros de fonda. Era la hora en que la mayor parte de los bañistas bajaban a beber el agua y a pasearla. Veíanse caras desconsoladas y escuálidas, unas de viejos verdes y otras de jóvenes achacosos; sonrisas mustias que se confundían con las contracciones de dolor; y no se oía más que un preguntar y responder constante sobre las distintas formas y maneras de estar malo.
La chismografía patológica es insoportable, y así debió comprenderlo el de la carta, que afortunadamente estaba bien con Esculapio, porque tomó el camino de la fonda para salir del establecimiento; pero fue detenido por un grupo compuesto de tres personas, dos de las cuales eran de edad madura, de aspecto grave y hasta cierto punto majestuoso.
—Buenos días, León —dijo el más joven de los tres en tono de confianza íntima—. Ya te vi desde mi ventana leyendo los tres pliegos de costumbre.
—Hola, amigo Roch; usted siempre tan madrugador —indicó el más viejo, que era también el más feo de los tres.
—Leoncillo, buena pieza… alma de cántaro, ¿no paseas hoy con nosotros? —dijo el de aspecto más imponente, que ocupaba entonces como siempre el centro del grupo, de tal modo que los otros dos parecían ir a su lado con un fin puramente decorativo para hacer resaltar más su importancia física y social.
El joven vestido de negro se excusó como pudo.
—Bajaré dentro de una hora —dijo evadiéndose con ligereza—. Hasta luego.
El grupo avanzó por la alameda adelante. ¿Será preciso describir esta trinidad ilustre, la cual es, si se nos permite decirlo así, una constelación que se ve en España a todas horas, a pesar de ser muy turbio el cielo de nuestro país?
Aquí el lector, lo mismo que el autor, dirá forzosamente: Son ellos; dejémosles que pasen. Pero esta constelación no pasa ni declina jamás; no baja nunca hacia el horizonte, ni es oscurecida por el sol, ni se nubla, ni se eclipsa. Siempre está en alto ¡ay!, siempre resplandece con inextinguible claridad pavorosa en el zenit de la vida nacional.
¿Quién no conoce al marqués de Fúcar, de quien ha dicho la adulación que es uno de los pocos oasis de riqueza situados en medio del árido desierto de la general miseria? Así como ocupa el primer lugar en la constelación citada, también es el alpha de la sociedad española.
¿Quién no conoce a D. Joaquín Onésimo, ese fanal luminoso de la Administración, que está encendido en todas las situaciones, iluminando con sus rayos a una[2] pléyade de Onésimos que en diversos puestos del Estado consumen medio presupuesto? Alguien dijo que los Onésimos no eran una familia, sino una epidemia; pero no puede dudarse ¡cielos!, que si esa luminaria se apagase quedarían a oscuras los ámbitos de la buena administración, y reducidos a revuelto caos el orden, las instituciones y la sociedad toda.
El tercer ángulo de este triángulo lo formaba un acicalado y muy bien parecido joven, en cuyo semblante pálido y linfático parecían extinguidas prematuramente la frescura y la energía propias de sus treinta y dos años. Eran sus maneras perezosas y su aspecto de fatiga y agotamiento, como es común en los que han derrochado la riqueza moral en la mala política, la intelectual en el periodismo de pandilla, y la física en el vicio. Este tipo esencialmente español y matritense, nocturno, calenturiento, extenuado, personificación de esa fiebre nacional que se manifiesta devorante y abrasadora en las redacciones trasnochantes, en los casinos que sólo apagan sus luces al salir el sol, en las tertulias crepusculares y en los mentideros que perpetuamente funcionan en pasillos de teatro, rincones de café o despachos de Ministerio, parecía muy fuera de su lugar propio en aquel ambiente puro y luminoso, a la sombra de gigantescos árboles. Se podría creer que le causaba molestia hallarse lejos de sus antros de corrupción y malevolencia, y que para las esplendentes gracias de la Naturaleza no había en su corazón un latido, ni una mirada en sus turbios ojos sin viveza, de párpados turgentes, embolsados y rojos por el hábito del insomnio.
Federico Cimarra, que era el joven, don Joaquín Onésimo (a quien se creía próximo a llamarse marqués de Onésimo) y D. Pedro Fúcar, marqués de Casa-Fúcar, luego que midieron dos o tres veces la alameda, se sentaron.
III
Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país
—Ya es evidente que León se casa con la hija del marqués de Tellería —dijo Federico Cimarra—. No es gran partido, porque el marqués está más tronado que los cómicos en Cuaresma.
—Ya sólo le queda la casa de la calle de Hortaleza —apuntó Fúcar con indiferencia—. Es buena finca, construida en tiempos del marqués de Pontejos… Al fin se quedará también sin ella. Dicen que en esa familia todos, desde el marqués hasta Polito, tienen la cabeza a pájaros.
—¿Pero no le queda a Tellería más que la casa? —preguntó el hombre de Administración con curiosidad que parecía el afán celoso del Fisco buscando la materia imponible.
—Nada más —repitió el de Fúcar, demostrando conocer a fondo el asunto—. Las tierras de Piedrabuena han sido vendidas en subasta judicial hace dos meses. Con las casas y la fábrica de Nules se quedó mi cuñado en Febrero último. En fondos públicos no debe de tener nada. Me consta que en Junio tomó dinero al 20 por 100 con no sé qué garantía… En fin, otra torre por los suelos.
—Y esa casa fue poderosa —dijo Onésimo—. Yo le oí contar a mi padre que en el siglo pasado estos Tellerías ponían la ley a toda Extremadura. Era la segunda casa en ganados. Tuvieron medio siglo las alcabalas de Badajoz.
Federico Cimarra se puso en pie frente a los otros dos, y abriendo las piernas en forma de compás, empezó a hacer el molinete con su bastón.
—Es increíble —dijo sonriendo— la calaverada que va a hacer ese pobre León… Cuidado que yo le quiero… Es mi amigo… ¿Pero quién se atreve a contradecirle? Váyase usted a argumentar con estas cabezas de piedra que se llaman matemáticos. ¿Han conocido ustedes un solo sabio que tenga sentido común?
—Ninguno, ninguno —exclamó el marqués de Fúcar riendo a borbotones, que era su especial manera de reír—. ¿Y es cierto lo que me han dicho?… ¿que la chica es algo mojigata? Sería cosa muy bufa a un libre-pensador de mares altos pescado con anzuelito de padrenuestros y avemarías.
—No sé si es mojigata; pero sí sé que es muy bonita —afirmó Cimarra paladeando—. Pase lo de santurrona por lo que tiene de barbiana… Pero su carácter no está formado… es una chiquilla, y después que está enamorada no piensa en santidades. La que me parece en camino de ser verdadera beata es la marquesa, que no podrá eludir la ley por la cual una juventud divertida viene a parar en vejez devota. ¡Qué desmejorada está la marquesa! La vi la semana pasada en Ugoibea y me pareció una ruina, una completa ruina. En cambio, María está hecha una diosa… ¡Qué cabeza!… ¡qué aire y qué trapío!
En el lenguaje de Cimarra se mezclaban siempre a la fraseología usual de la gente discreta los términos más comunes de la germanía moderna.
—Eso sí —dijo el marqués de Fúcar con expresión y sonrisa de sátiro—. María Sudre vale cualquier cosa… Yo creo que el matemático ha perdido la chaveta y se ha dejado enloquecer por aquellos ojos de fuego. Esa chiquilla no me gustaría para esposa… Hermosura superior, fantasía, tendencia al romanticismo, un carácter escondido, algo que no se ve… en fin, no me gusta, no me gusta.
—¡Caramba! —exclamó el hombre de administración dándose una palmada en la propia rodilla—. Todo menos hablar mal de María Sudre. La conozco… es un portento de bondad… es lo mejor de la familia.
—Hombre —dijo el marqués de Fúcar descuadernando su cara en una risa homérica—. La familia es la familia de tontos más completa que conozco, sin exceptuar al mismo Gustavo, que pasa por un prodigio.
—¡Ah!, no, la chica vale, vale —afirmó Onésimo—. No diré lo mismo de León. Es un sabio de nuevo cuño, uno de estos productos de la Universidad, del Ateneo y de la Escuela de Minas, que maldito si me inspiran confianza. Mucha ciencia alemana, que el demonio que la entienda; mucha teoría oscura y palabrejas ridículas; mucho aire de despreciarnos a todos los españoles como a un hatajo de ignorantes; mucho orgullo, y luego el tufillo de descreimiento, que es lo que más me carga. Yo no soy de esos que se llaman católicos y admiten teorías contrarías al catolicismo; yo soy católico, católico.
Se dio dos palmadas en el pecho.
—Hombre, sea usted todo lo católico que quiera —dijo Fúcar, riendo con menos estrépito, o si se quiere con cierta tendencia a la seriedad—. Todos somos católicos… Pero no exageremos… ¡Oh!, la exageración es lo que mata todo en este país. Dejemos a un lado las creencias, que son muy respetables, pero muy respetables. Lo que digo es que León es un hombre de mucho, de muchísimo mérito. Es lo mejor que ha salido de la Escuela de Minas desde que existe. Su colosal talento no conoce dificultades en ningún estudio, y lo mismo es geólogo que botánico. Según dicen, todos los adelantos de la Historia Natural le son familiares, y es un astrónomo de primera fuerza.
—¡Oh!, León Roch —exclamó Cimarra con el tono de hinchazón protectora que toma la ignorancia cuando no tiene más remedio que hacer justicia a la sabiduría—, vale mucho. Es de lo poco bueno que tenemos en España. Somos amigos, estuvimos juntos en el colegio. Verdad es que en el colegio no se distinguía; pero después…
—No me entra, repito que no me entra; no le puedo pasar… —dijo Onésimo como quien se niega a tomar una pócima amarga.
—Mire usted, amigo Onésimo —indicó el marqués en tono solemne—, no hay que exagerar… La exageración es el principal mal de este país… Eso de que porque seamos católicos condenemos a todos los hombres que cultivan las ciencias naturales, sin darse golpes de pecho, y se desvían… Yo concedo que se desvíen un poco, mucho quizás, de las vías católicas… Pero ¿qué me importa? El mundo va por donde va. Conviene no exagerar. Para mí la falta principal de Leoncillo… Yo le conozco desde que era niño: él y mi hija se criaron juntos en Valencia… pues su gran falta es comprometer su juventud, su riqueza, su porvenir, en ese enlace con una familia desordenada y decadente que le devorará sin remedio.
—¿Es rico León?
—¡Oh!, ¡mucho! —exclamó Fúcar con grandes encarecimientos—. Conocí a su padre en Valencia, el pobre D. Pepe, que murió hace tres meses, después de pasarse cincuenta años trabajando como un negro. Yo le traté cuando tenía el molino de chocolate en la calle de las Barcas. La verdad es que en aquel tiempo el chocolate del señor Pepe era muy estimado. Me acuerdo de ver entonces a León tamaño, así, con la cara sucia y los codos rotos, estudiando aritmética en un rincón que había detrás del mostrador. En Navidad vendía D. Pepe mazapanes… Pero si los ha vendido hasta hace quince años, y no hace treinta que trasladó su industria a Madrid… Después que tuvo capital, entrole el afán de aumentarlo considerablemente. ¡Oh!, es incalculable el dinero que se ha ganado en este país haciendo chocolate de alpiste, de piñón, de almagre, de todo menos de cacao. Estamos en el país del ladrillo, y no sólo hacemos con él nuestras casas, sino que nos lo comemos… El señor Pepe trabajó mucho: primero a brazo; después con aparato de fuerza animal, al fin con máquina de vapor. Resultado (el marqués de Fúcar se alzó su sombrero hasta la raíz del pelo): que compró terrenos por fanegadas y los vendió por pies; que el 54 construyó una casa en Madrid: que se calzó los mejores bienes nacionales de la huerta; que negociando después con fondos públicos aumentó su fortuna lindamente. En fin, yo calculo que León Roch no se dejará ahorcar por 8 ó 9 millones.
—Lo mejor de la biografía —dijo Cimarra, sentándose junto a sus dos amigos— se lo ha dejado usted en el tintero. Hablo de la vanidad del difunto D. Pepe. Lo general es que estos industriales enriquecidos, aunque sea envenenando al género humano, sean modestos y no piensen más que en acabar tranquilamente sus días, viviendo sin comodidades, con los mismos hábitos de estrechez que tuvieron cuando trabajaban. Pero el pobre señor Pepe Roch era célebre hasta no más. Su chifladura consistía en que le hiciesen marqués.
—Diré a ustedes —manifestó gravemente el marqués, cortando con un gesto de hombre superior esta tendencia a las burlas—. D. José Roch era un infeliz, un hombre bondadoso y simple en su trato social. Le conocí bien. Él haría chocolate con la tierra de los tiestos que tenía su mujer en el balcón, según decían las malas lenguas del barrio; pero era un buen ganapán, y tenía en tan alto grado el sentimiento paterno, que casi era una falta. Para él no había en el mundo más que un ser: su hijo León: le quería con delirio. Tenía por enemigo declarado al que no le diese a entender que León era el más guapo, el más sabio, el primero y principal de todos los hombres nacidos. Todo el orgullo y la vanidad del pobre Roch estaba en ser autor de su hijo. El año pasado nos encontramos una noche en la Junta de Aranceles. Yo quise hablarle de una subasta de corcho… porque tiene mucho corcho… pero él no hablaba más que de su hijo. Casi con lágrimas en los ojos, me dijo: «Amigo Fúcar, para mí no quiero nada, me basta un hoyo y una piedra encima con una cruz. Mi único deseo es que León tenga un título de Castilla. Es lo único que le falta». Yo me eché a reír. ¡Apurarse por un rábano, es decir, por un título de Castilla!… Sr. D. José, si usted me dijera «quiero ser bonito, quiero ser joven…» pero ¿qué desea usted?, ¿ser marqués?… A las coronas les pasará lo que a las cruces, que al fin la gente cifrará su orgullo en no tenerlas. Pronto llegaremos a un tiempo en que, cuando recibamos el diploma, tendremos vergüenza de dar un doblón de propina al portero que nos lo traiga… porque también él será marqués.
Fúcar, al decir esto, soltó la risa. Empezaba esta por un hipo chillón y terminaba en un arrugamiento general de sus facciones y una especie de arrebato congestivo. Pasados los golpes de hilaridad, aún tardaba su cara una buena pieza en volver a su color primero y a su normal aspecto de seriedad majestuosa.
—Señores —dijo seguidamente y con cierto enfado la lumbrera de la administración, enojo que podría atribuirse a sus proyectos marquesiles—, por mucho que se hayan prodigado los títulos de nobleza, no creo que estén ahí para que los tomen los chocolateros. Pues no faltaba más…
—Amigo Onésimo —objetó el marqués con flemática ironía—, yo creo que están para el que quiera tomarlos. Si D. Pepe no tomó el título de marqués de Casa-Roch fue porque su hijo se opuso resueltamente a caer en esa ridiculez hoy tan en boga. Es hombre de principios.
—¡Oh!, sí —exclamó el hombre administrativo, en quien las instituciones venerandas tenían siempre poderoso apoyo—. Por lo común, estos sabios que tanto manosean los principios en el orden científico, carecen de ellos en el orden social. No faltan ejemplos aquí. Yo creo que todos los sabios son lo mismo. Ya hemos visto cómo gobiernan el país cuando este ha tenido la desgracia de caer en sus manos. Pues lo mismo gobiernan sus casas. En la vida privada, señores, los sabios son una calamidad, lo mismo que en la pública. No conozco un sabio que no sea un tonto, un tonto rematado.
—Aquí no salimos de paradojas.
—Es la verdad pura.
—Vivimos en el país de los vice-versas.
—No exageremos, no exageremos, señores —dijo el marqués, removiéndose y tomando el tono particularísimo que reservaba para su protesta favorita, que era la protesta contra la exageración—. Aquí abusamos de las palabras, y calificamos a los hombres con mucha ligereza. La envidia por un lado, la ignorancia… Qué, ¿qué hay?
Esto lo dijo interrumpiendo su discurso y mirando con expresión de miedo a un criado que hacia los tres avanzaba apresuradamente.
—La señorita llama a vuecencia. Está mala otra vez.
—Vamos, mi hija está hoy de vena —dijo el marqués de mal humor, levantándose—. Ustedes me preguntarán que qué tiene Pepa, y yo les diré que no lo sé, que no sé nada absolutamente. Voy a verla.
Sus dos amigos callaban, mirándole partir. El marqués de Fúcar andaba lentamente a causa de su obesidad. Había en su paso algo de la marcha majestuosa de un navío o galeón antiguo, cargado de pingüe esquilmo de las Indias. También él parecía llevar encima el peso de su inmensa fortuna, amasada en veinte años, de esa prosperidad fulminante que la sociedad contemplaba pasmada y temerosa.
IV
Siguen los panegíricos dando a conocer en cierto modo el carácter nacional
Frente a la gruta donde los bañistas tragaban vaso tras vaso, ávidos de corregir el oidium de su naturaleza, había una glorieta. Eran las diez, hora en que escaseaban ya los bebedores, y un nuevo grupo se había instalado en aquel ameno sitio. Formábanlo D. Joaquín Onésimo, León Roch y Federico Cimarra, que oprimía los lomos de una silla, caballero en ella, y haciéndola crujir y descoyuntarse con sus balanceos.
—¿Sabes tú, León, lo que tiene la hija de Fúcar?
—Anoche se retiró temprano del salón. Está enferma.
Después de decir esto León miró atentamente al suelo.
—Pero su enfermedad es cosa muy rara, como dice el marqués —añadió Onésimo—. Veamos los síntomas. Ya saben ustedes que colecciona porcelanas. El mes pasado, cuando volvía de París, estuvo dos días en Arcachón. Las hijas del conde de la Reole le regalaron tres piezas de Bernardo Palissy. Dicen que son muy hermosas. A mí me parecen loza de Andújar. Además, trajo de París ocho piezas de Sajonia, de una belleza y finura que no pueden ponderarse. Estas obras de arte parecían ocupar por entero el ánimo de Pepa. No hablaba más que de sus porcelanas. Las guardaba, las sacaba sesenta y dos veces al día. Pues bien: esta mañana cogió los cacharros, subió a la habitación más alta de la fonda, abrió la ventana y los tiró al corral, donde se hicieron treinta mil pedazos.
Federico miró a León Roch, que sólo dijo:
—Sí, ya lo oí contar.
—Ayer tarde —prosiguió Onésimo—, cuando volvíamos de la gruta (que, entre paréntesis, tiene tan poco que ver como mi cuarto), se le cayó una de las gruesas perlas de sus pendientes de tornillo. La buscamos; al fin la distinguí junto a una piedra; me abalancé a cogerla, como era natural; pero, más ligera que yo, púsole el pie encima… y la aplastó, diciendo: «¿para qué sirve eso?». Además, cuentan que ha hecho un picadillo de encajes. ¿Pero no la vieron ustedes anoche en el salón? Yo juraría que está loca.
León no dijo nada, ni Cimarra tampoco.
—¿Saben ustedes —añadió el fanal de la administración— que va a estar fresco el que se case con esa niña? ¡Qué educación, señores, pero qué educación! Su padre, que tan bien conoce el valor de la moneda, no le ha enseñado a distinguir un billete de mil pesetas de una pieza de dos. Es una alhaja la señorita de Fúcar. Ya me habían dicho que era caprichosa, despilfarradora; que tiene los antojos más ridículos y cargantes que pueden imaginarse. ¡Pobre marido y pobre padre!… Si al menos fuera bonita; pero ni eso… Ya le dará disgustos a D. Pedro. Luego no quieren que truene yo y vocifere contra estos hábitos modernos y extranjerizados que han quitado a la mujer española su modestia, su cristiana humildad, su dulce ignorancia, sus aficiones a la vida reservada y doméstica, su horror al lujo, su sobriedad en las modas, su recato en el vestir. Vean ustedes las tarascas que nos ha regalado la civilización moderna. Comprendo la aversión al matrimonio que va cundiendo, y que, si no se ataja, obligará a los gobiernos a dar una ley de novios y una ley de casamientos, estableciendo un presidio de solteros.
—¡Graciosísimo! —exclamó Cimarra, poniendo bruscamente su mano sobre el hombro de León—. Del carácter y de las rarezas de Pepa podrá hablarnos este, que la conoce desde que ambos eran niños.
León dijo fríamente:
—Si la enfermedad y las rarezas de Pepa consisten en romper porcelanas y destrozar vestidos, no importa. El marqués de Fúcar es bastante rico, inmensamente rico, cada día más rico.
—Sobre este tema —indicó el fénix burocrático—, sobre la colosal riqueza del señor marqués, la frase más característica la debemos al amigo Cimarra, que es el hombre de las frases.
—Yo no he dicho nada, nada, de D. Pedro Fúcar —replicó Federico con aspavientos de honradez.
—¡Lengua de escorpión! ¿No fue usted el que en casa de Aldearrubia[3]… yo mismo lo oí… a propósito de la escandalosa fortuna de Fúcar, soltó esta frase: «Es preciso escribir un nuevo aforismo económico que diga: La bancarrota nacional es una fuente de riqueza
»?
—¡Eso se puede decir de tantos! —manifestó León.
—De muchos, de muchísimos —dijo Cimarra prontamente—. Como Fúcar ha labrado su rica colmena en el tronco podrido del Tesoro público… ¿qué tal la figura?… pues digo que, habiendo centuplicado su fortuna en las operaciones con el Tesoro, no será el único a quien se podrá aplicar aquello de la bancarrota nacional…
El señor de Onésimo se turbó breve instante. Mas reponiéndose, añadió:
—Yo he oído hacer a usted, querido Cimarra, un despiadado análisis de los millones del marqués de Fúcar. A los hombres de ingenio se les perdona la murmuración… No venga usted con arrepentimientos; ya sé que ahora es usted muy amigo de su víctima de aquel a quien supo pintar, diciendo: «Es un hombre que hace dinero con lo sólido, con lo líquido y con lo gaseoso, o lo que es lo mismo, con los adoquines, con el vino de la tropa y con el alumbrado público. El tabaco de sus contratas es de un género especial, teniendo la ventaja de que si amarga en la boca, puede servir para leña; y también son especiales su arroz y sus judías, las cuales se han hecho célebres en Ceuta: los presidiarios las llamaban píldoras reventonas del boticario Fúcar».
—Hablar por hablar —replicó Cimarra—. Sin embargo de esto, yo aprecio mucho al marqués. Es un hombre excelente. Todos hemos dado algún alfilerazo al prójimo.
—Ya sé que esto es pura broma. Aquí se sacrifica todo al chiste. Somos así los españoles. Desollamos vivo a un hombre, y en seguida le apretamos la mano. No critico a nadie; reconozco que todos somos lo mismo.
El marqués de Fúcar apareció en la glorieta.
—¿Y Pepa? —le preguntó León.
—Ahora está muy contenta. Pasa de la tristeza a la alegría con una rapidez que me asombra. Ha llorado toda la mañana. Dice que se acuerda de su madre, que no puede echar del pensamiento a su madre… qué sé yo… no la entiendo. Ahora quiere que nos vayamos de aquí, sin dejarme tomar los baños. Yo no quería venir, porque me apestan estos establecimientos horriblemente incómodos de nuestro país. ¡Caprichos, locuras de mi hija! De buenas a primeras, y cuando nos hallábamos en Francia, se le puso en la cabeza venir a Iturburúa. Y no hubo remedio… a Iturburúa, a Iturburúa, papá… ¿Qué había yo de hacer?… Al fin, ya me había acostumbrado a esta vida ramplona, y la verdad, tanto como me contrarió venir, me contraría marcharme sin haber tomado siquiera seis baños… Eso sí, aguas como estas no creo que las haya en todo el mundo… ¿Y a dónde vamos ahora? Ni hay para qué pensarlo, porque las genialidades y los arrebatos de mi hija burlan todos los cálculos… Apenas tengo tiempo de pedir el coche-salón… Pepa está tan impaciente por marcharse como lo estuvo por venir… Ha de ser pronto, hoy mismo, mañana temprano a más tardar, porque estas montañas se le caen encima, y se le cae encima la fonda, y también el cielo se viene abajo, y le son muy antipáticos todos los bañistas, y se muere, y se ahoga…
Mientras D. Pedro expresaba así, con desorden, su paterno afán, los tres amigos callaban, y tan sólo Onésimo aventuró algunas frases comunes sobre las perturbaciones nerviosas, origen, según él, de aquellas y otras no comprendidas rarezas que a la más bella porción del género humano afligen. El marqués tomó del brazo a Federico Cimarra, diciéndole:
—Querido, hágame usted el favor de entretener un rato a Pepa. Ahora está contenta, pero dentro de un rato estará aburridísima. Ya sabe usted que se ríe mucho con sus ocurrencias ingeniosas. Ahora me dijo: «Si viniera Cimarra para murmurar un poco del prójimo…». Bien comprende que es usted una especialidad. Vamos, querido. Ahora está sola…
Adiós, señores; me llevo a este bergante, que hace más falta en otra parte que aquí.
Quedáronse solos D. Joaquín Onésimo y León Roch.
—¿Qué piensa usted de Pepa? —preguntó el primero.
—Que ha recibido una educación perversa.
—Eso es: una educación perversa… Y ahora que recuerdo… ¿es cierto que se casa usted?
—Sí, señor… Llegó mi hora —dijo León sonriendo.
—¿Con María Sudre?…
—Con María Sudre.
—¡Lindísima muchacha!… ¡Y qué educación cristiana! Francamente, amigo, es más de lo que merece un hereje.
Benévola palmada en el hombro de León terminó este corto diálogo.
V
Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional
Había avanzado la noche, y el modesto sarao de los bañistas principiaba a desanimarse. Los últimos giros de las graciosas parejas se extinguieron en los costados del salón, como los últimos círculos del agua agitada mueren en las paredes del estanque; se deshicieron