El sentido reverencial del dinero
Por Ramiro de Maeztu
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Oportuna, al interrogarnos forzosamente por las causas últimas de lo que está pasando en estos graves momentos de crisis histórica nacional. Y esclarecedora -ya desde su título mismo- por ser un libro-candil capaz de iluminar nuevos cursos de acción entre tantas perplejidades económicas.
Pues no conviene olvidar que en el origen mismo de esta crisis subyace una quiebra financiera en su triple dimensión bancaria, estatal y familiar que proviene de un determinado sentido y concepción entre nosotros de lo que el dinero significa en nuestro país. Ante lo que estos avisos y reflexiones del pensar alerta maeztuano, tan conocedor del mundo financiero internacional cuanto olvidado, suponen una imprescindible guía para perplejos con la que llegar personal y colectivamente a buen puerto.
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El sentido reverencial del dinero - Ramiro de Maeztu
2012
I. INTRODUCCIÓN
Ante el dinero
¹⁴
¿Qué sentido tiene esto de considerar el dinero como un deber? Ante el dinero no son posibles sino dos actitudes: la que lo mira como una comodidad, como una fuente de placeres o de satisfacciones, y la que lo ve como uno de los aspectos del bien. La primera, que es la de casi todos los pueblos de la tierra, pudiera llamarse la cínica o canalla, sin que ello envuelva ninguna clase de censura para quien la adopte, que puede ser el hombre más santo de la tierra. La segunda, que es la reverencial o religiosa, es característica de los pueblos anglosajones.
El lector me preguntará si es posible que haya gentes que se coloquen ante el dinero en una actitud sinceramente reverencial. Yo le contestaré que sí y que nuestra nacional desgracia consiste en no haber hallado la manera de hacerlo. Y para demostrar la afirmativa no necesito sino abrir el Times del 22 del corriente enero y leer el discurso que dirige mister F. C. Goodenough, gobernador del Banco Barclays, a la junta anual de accionistas. El Barclays es uno de los cinco grandes bancos de Inglaterra. Sus depósitos ascienden a la enorme cifra de 306 millones de libras esterlinas. Sus dividendos son este año de 808.000 libras. Mister Goodenough dedica su discurso a mostrar la situación próspera del banco, la general de Inglaterra, la crisis industrial, las esperanzas de mejora. Al final expresa su deseo de que aumenten los ahorros de Inglaterra, para que acrezcan las inversiones de dinero en las posesiones de Ultramar, como llave de la prosperidad futura. Y el gobernador termina su discurso con las siguientes palabras: «Es digno de la consideración individual que cada uno o cada una calcule la medida en que podrá coadyuvar con sus ahorros a la prosperidad nacional, invirtiendo en valores una fracción más que ahora y formándose el propósito de hacerlo».
El lector puede estar seguro de que jamás el gobernador de un banco alemán, francés, italiano o español ha terminado su discurso anual con palabras pronunciadas con esa misma unción. El discurso de mister Goodenough ha concluido como un sermón de cuaresma entre nosotros: «Recemos ahora un padrenuestro». El gobernador de uno de los Big Five no vacila en acabar su discurso anual con una excitación análoga a la del predicador que estimula a sus oyentes a formarse el propósito de no ofender a Dios, salvo que aquí el propósito consiste en ahorrar más dinero para colocarlo en las colonias. Y no crea el lector que mister Goodenough es un pobre hombre tocado de pietismo. De pobre no tiene nada, y está considerado como el mejor banquero de Inglaterra.
Ahora me preguntará el lector si hay alguna ventaja en tener esa idea religiosa del dinero. Mi respuesta es ésta. Suponga que, en efecto, esa idea es la verdadera, porque ocurre que el dinero no es cosa que pueda separarse permanentemente de los otros valores humanos; suponga que se halle de tal modo ligado al espíritu de saber y al de solidaridad social que, aunque un individuo pueda robar un poco de dinero a los demás mortales, no sea posible enriquecerse en gran escala sin enriquecer a los demás y fomentar la ciencia. En otras palabras: supongamos que la riqueza y la moral estén unidas por la base. ¿No es entonces falsa la visión separatista del que cree que les affaires sont les affaires, el negocio es el negocio, y mete la mano en el bolsillo del vecino para enriquecerse?
Me dirá el lector que no acepta el supuesto. Yo le contestaré que se equivoca, y para demostrárselo apelaré a un testimonio de valía. Un sindicato industrial inglés ha comisionado recientemente a dos brillantes ingenieros jóvenes, los señores B. Austin y W. F. Lloyd, para que estudiasen en los Estados Unidos el secreto de su prosperidad industrial. Los señores Austin y Lloyd han dado su informe para decir que la prosperidad norteamericana no depende ni de la afluencia de oro, ni de la extensión del mercado interior, ni de la magnitud de sus recursos naturales, sino puramente de su eficacia. La necesidad ha obligado a los norteamericanos a buscar el modo de ahorrar tiempo y trabajo, y los más de los industriales se han adherido a los principios ideados por mister Henry Ford, los más importantes de los cuales, como pudo ver el lector del Times el 18 del corriente, son los que siguen: «Que es más ventajoso acrecentar los beneficios totales reduciendo los precios a los consumidores que aumentándolos. Que la capacidad productiva del trabajo puede ascender indefinidamente por medio de disposiciones que ahorren tiempo y molestias. Que es mejor que el trabajo se pague con salarios proporcionales a la producción que con salarios limitados o fijos. Que las firmas competidoras deben cambiar ideas respecto a los métodos de producción y distribución. Y que se debe seguir con todo rigor la política de ascenso por mérito y habilidad únicamente».
Analice el lector cada uno de estos principios y llegará a la conclusión de que el secreto de la prosperidad industrial de los Estados Unidos se debe exclusivamente a la intimidad de la conexión entre la economía y la moral. La aplicación a la industria de los más estrictos principios morales es lo que permite al mismo tiempo rebajar el precio del producto, mejorar su calidad y aumentar los salarios y los beneficios. Es verdad que también es posible enriquecerse por el procedimiento de empobrecer a los demás y de explotar a los obreros y a los consumidores. Pero lo que entonces acontece es que el pueblo abomina de la riqueza y de los ricos, se produce un estado general de descontento, las gentes no piensan sino en buscar la manera de robarse las unas a las otras, los mismos ricos han de vivir temerosos y huidos, y, como tampoco pueden comer más de tres veces diarias, resulta que la riqueza no les sirve de nada, puesto que no les vale el amor y la admiración de los demás, aparte de que es precaria e insegura, porque la riqueza de los más ricos no se asienta con firmeza más que sobre la riqueza general.
Y aún queda por puntualizar otra consecuencia. Donde la riqueza es considerada meramente como una comodidad, no son los mejores los que se enriquecen, porque los espíritus generosos prefieren entonces hacer voto de pobreza y meterse frailes o dedicarse a revolucionarios. Al contrario, la adquisición de la riqueza se vuelve ocupación de almas groseras, como la de Calibán, el de los bajos apetitos. En cambio, donde la riqueza es considerada como un deber, son las almas mejores las que harán, probablemente, más dinero, porque Ariel sabe resistir mejor que Calibán la tentación de gastarse sus ganancias con mujeres venales, o en comidas copiosas, o en la mesa de juego, o en meras apariencias.
Y ahora calcule el lector los resultados. Hace cuatrocientos años que entre nosotros no se suelen dedicar a enriquecerse, salvo excepciones, sino las almas inferiores. Hace cuatrocientos años también que los espíritus superiores de los pueblos de lengua inglesa consideran la carrera de enriquecerse como una de las profesiones más nobles que puede emprender un hombre. Aquí es Calibán el que se enriquece; allí, Ariel¹⁵. Las almas generosas hacen entre nosotros votos de pobreza o se consagran a la revolución. Lo que nos haría falta es que se dedicasen a hacer dinero. A pesar de todo, donde surge entre nosotros un millonario de alma generosa, su vida basta para perfumar una ciudad, a veces una provincia entera. Y así sería el tipo normal del millonario si cambiasen nuestras ideas acerca del