Guerra del peloponeso
Por Tucídides
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Guerra del peloponeso - Tucídides
Guerra del Peloponeso
Tucídides
LA VIDA DE TUCÍDIDES
Tucídides nació —no se sabe de fijo el lugar— en torno al año 460 a.C. Su padre, Oloro, fue ciudadano ateniense, y su familia poseía ricas minas de oro en la región costera de Tracia, opuesta a la isla de Tasos. Se ha conjeturado —con poco fundamento— que Oloro descendía de un príncipe tracio de igual nombre, cuya hija, Hegesípila, casó en 515 con Milcíades al tiempo en que és-te tiranizaba el Quersoneso donde residía; el mismo Milcíades que más tarde se inmortalizó en la batalla de Maratón. Hijo de aquel casamiento fue Cimón (c., 507-449) el famoso general y estadista ateniense de cuya familia procedía, según se ha supues-to, la madre de Tucídides.
Es conjetura más que probable que Tucídides haya pasado los años de su adolescencia en Atenas, o sea en la época de su-prema floración cultural de la ciudad y en el momento de su ma-yor poderío. Debió, pues —y así lo indican los supuestos cultura-les de sus escritos—, beneficiarse de tan espléndidas circunstan-cias y recibir una esmerada educación. En una biografía de Tucí-dides, atribuida a Amiano Marcelino se afirma, pero sin prueba suficiente, que Tucídides fue discípulo del filósofo Anaxágoras (500-428) y del célebre orador ático Antifón (430?) a quien Tu-cídides elogia en un pasaje, pero sin recordarlo como su maestro. Lo más que puede afirmarse al respecto es que cierta semejanza estilística en la prosa de ambos parece indicar una común in-fluencia de la retórica de Gorgias (c. 483-375), tan estimada en la Atenas de entonces. Corrobora esa relación el obvio tinte sofista en el pensamiento de Tucídides; pero se disciernen con mayor claridad las huellas que imprimieron en su espíritu las enseñanzas de la medicina hipocrática, con su énfasis en lo psicológico, y las de la gran tradición científica naturalista del pensamiento jonio, orientado por su afán de alcanzar un conocimiento de verdad ra-cional. En suma, Tucídides perteneció a esa generación extraor-dinaria que por su genio y por su devoción a la belleza comunicó a la cultura ática el inmenso esplendor que alcanzó en ese mo-mento de su historia que se conoce como el siglo de Pericles.
Parece fuera de duda que el joven Tucídides debió gozar de cierto prestigio en los círculos políticos de Atenas, no sólo por la riqueza que derivaba de la explotación de las minas de oro en Tracia, pertenecientes a su familia, y por la influencia que, por ese motivo, ejercía en esa provincia, sino por la amistad que le brindó el aliado de Atenas, Sitalces, rey de los odrisios y bajo cuyo gobierno se unificaron las tribus de Tracia.
Es incierto, pero parece probable que Tucídides se hallara en Atenas cuando estalló la guerra con Esparta. Es seguro, en cam-bio, que residía en aquella ciudad al final del primer año del con-flicto cuando fue azotada por una mortífera peste (430) de la que el propio Tucídides fue víctima y fiel cronista. Carecemos de no-ticias acerca del historiador para el período de los seis años sub-siguientes, pero podemos y debemos suponer que durante ese lapso de tiempo estaría al servicio de su patria, porque de otro modo resulta difícil explicar el mando de responsabilidad que le fue confiado. Y con esto llegamos al episodio mejor documenta-do de la vida de Tucídides, supuesto que es él quien lo relata cir-cunstancialmente.
Transcurría el octavo año de la guerra. El general espartano Brasidas lanzó un ataque sorpresivo contra la ciudad de Anfípolis en Tracia, aliada de Atenas y cuya defensa estaba a cargo del ge-neral ateniense Eucles. Los espartanos lograron posesionarse de la comarca en torno a la ciudad, a la que pusieron sitio. El co-mandante ateniense pidió auxilio a Tucídides que se hallaba esta-cionado en la vecina isla de Tasos al mando de una guarnición. La misma noche en que recibió el aviso Tucídides zarpó en de-manda de Anfípolis con un escuadrón de siete navíos. Enterado Brasidas del socorro que le venía a Eucles y sabedor de la in-fluencia que gozaba Tucídides en la región, procuró posesionarse de Anfípolis, temeroso de que los habitantes se rehusaran a ren-dirse si éste lograba su intento. Consecuente con aquel propósito, Brasidas expidió una proclama ofreciendo condiciones muy mo-deradas de capitulación. La oferta resultó irresistible para la ma-yoría de los residentes de la ciudad que, sin mayor resistencia, abrió sus puertas al ejército espartano. Tucídides tuvo que con-formarse con tomar posesión y fortificar el cercano puerto de Eión, situado en la desembocadura del río Estrimón, sin que Bra-sidas lograra expulsarlo. Regresó éste a Anfípolis, donde se hizo fuerte y de donde provocó y fomentó la rebelión de las ciudades vecinas, hasta ese momento obligadas aliadas de los atenienses. La noticia causó alarma en la metrópoli, porque Anfípolis era plaza de gran importancia estratégica como clave en el dominio marítimo y terrestre de la región. El suceso, pues, fue catastrófi-co: Tucídides, acusado de negligencia, cayó en desgracia y al año siguiente (423) fue desterrado de Atenas. Su exilio duró veinte años. Este forzado retiro resultó, pese a su propósito, inmensa-mente beneficioso, porque le permitió a Tucídides dedicarse de lleno a sus tareas literarias y a observar y seguir serenamente el curso de la guerra y documentar su obra con informes y noticias provenientes de los dos campos enemigos.
De lo acontecido a Tucídides durante los años de su exilio (423-404) nada se sabe. Lo más indicado es suponer que fijaría su residencia en sus posesiones en Tracia, y parece seguro, por indicios en su Historia, que emprendió algunos viajes a lugares de interés para él por lo ocurrido en ellos durante la guerra. Sus conocimientos de la topografía de Sicilia revelan que son fruto de una experiencia personal, y hay motivos para creer que estuvo en Siracusa después de la desastrada expedición ateniense contra aquella isla.
En 404 Tucídides pudo regresar a Atenas, gracias a un decre-to especial obtenido por Enobio, expedido, al parecer, poco an-tes de la capitulación de la ciudad en manos de Lisandro, el gene-ral espartano. En tal caso, Tucídides sería testigo presencial de tan trágico acontecimiento.
Se supone, con visos de verdad, que Tucídides murió asesi-nado, casi seguramente en su residencia en Tracia. Fue Plutarco quien recogió esa tradición. La fecha es incierta. Al redactar el capítulo XVI del libro III, Tucídides habla de las erupciones del Etna y no menciona la ocurrida en 396. Hay motivos, por otra parte, para creer que no vivió después de 399, de modo que su muerte ha sido fijada en torno al año de 398. La narración de la Historia se interrumpe bruscamente en el capítulo XV del libro VIII, circunstancia en que ha querido verse una confirmación de la muerte violenta que se supone sufrió el historiador.
Otra tradición, sumamente improbable, quiere que sea la hija de Tucídides quien salvó el manuscrito de la Historia al haberlo entregado a un editor. Diógenes Laercio embelleció la leyenda al afirmar que ese editor fue Jenofonte, noticia sin más fundamento que el haber sido éste el continuador del relato histórico de la obra de Tucídides.
ESTRUCTURA DE LA OBRA
La obra de Tucídides está compuesta de ocho libros, pero ni esa división, ni los títulos con que indistintamente se designa a aque-lla son originales. Los especialistas han podido reconocer diver-sas etapas en la composición de la obra, y mostrar que no todas alcanzaron su revisión definitiva. También han individualizado partes escritas con posterioridad a la fecha que les correspondería de acuerdo con la secuela del relato y que fueron intercaladas en los lugares en que ahora aparecen. Resultará obvio que el estudio de esas y otras cuestiones de parecida índole desborda el propósi-to de una edición como la presente y bastará la simple noticia que al respecto acabamos de dar. Tomemos, pues, la obra tal como nos ha llegado, y en un inicial abordaje empecemos por subrayar lo sobresaliente de su estructura y contenido.
La obra tiene dos partes muy desiguales en extensión y fá-cilmente discernibles: la primera, que sólo ocupa el libro I, tiene el carácter de introductoria, puesto que trata de los antecedentes históricos de la guerra del Peloponeso, tema principal de la obra. La segunda, que ocupa el resto de ella, es decir, los libros II al VIII, está dedicada a narrar en detalle el cúmulo de acontecimien-tos que constituyen la historia de aquel conflicto y su complicada trama. Para ese relato, el autor se valió del cómputo cronológico por veranos e inviernos, apartándose de la costumbre de utilizar para ese efecto algún catálogo de arcontes u otros funcionarios públicos, que era la habitual para los relatos históricos. Ya indi-camos que esta segunda parte de la obra quedó trunca, supuesto que sólo alcanzó a dar cuenta de los primeros veintiún años de la guerra, cuya duración total fue de veintisiete años. Debemos aña-dir que esta segunda parte ofrece una subdivisión de dos seccio-nes: la primera comprende los sucesos hasta la tregua de Nicias, y la segunda, hasta donde llegó el relato o sea hasta el final de la obra. Esa subdivisión está claramente indicada por el llamado «Segundo proemio», cuyo texto sigue inmediatamente a los capí-tulos dedicados a la tregua de Nicias. Pero es importante advertir que, para Tucídides, esa subdivisión es meramente formal, por-que, según él, aquella tregua no rompió la unidad fundamental de la guerra, por no haber tenido el efecto de suspender las hostili-dades. Y es curioso señalar —como muestra de la «modernidad» del pensamiento de nuestro autor— que a ese propósito y no sin ironía, recuerde como único caso de acierto de los oráculos el que predijo cuál sería la duración de la guerra.
Para los fines que se persiguen en esta introducción, la parte más rica y significativa de la obra es la contenida en el libro I. En él, en efecto, el autor dejó el más claro y elocuente testimonio de la originalidad de su método historiográfico y de la profundidad de su comprensión del devenir humano como un proceso enca-minado hacia la realización plenaria del hombre. En ese libro I, pues, se descubren con mayor nitidez las excelencias que justifi-can la opinión que, desde la antigüedad, se ha tenido de la Histo-ria de Tucídides como una de las más osadas y grandiosas aven-turas del espíritu helénico y como una de las obras de más alto rango de la historiografía universal. A aquel libro, por consi-guiente, vamos a dirigir nuestra preferente y casi exclusiva aten-ción para someterlo a un doble análisis: el primero, desde el pun-to de vista de su contenido temático para hacernos cargo del pro-ceso de los acontecimientos que se relatan en él; el segundo, des-de la perspectiva más profunda de su contenido ideológico para mostrar el sentido de alcance universal que el propio autor supo concederle.
EL PROCESO FENOMÉNICO
(LA HISTORIA DE GRECIA)
1. El Preámbulo. Anuncia el autor que el tema de la obra es el relato de la guerra entre los peloponenses y los atenienses; aclara que empezó a escribir apenas iniciadas las hostilidades; justifica su interés en que, según su opinión, ese conflicto será el más memorable y el mayor de cuantos lo han precedido y, finalmente, funda ese parecer en lo inusitado y extremoso de las circunstan-cias. En efecto, explica que no sólo era una lucha entre dos esta-dos que se hallaban en la mayor altura de su poderío, sino de una lucha que, al arrastrar a toda Grecia, la dividió en dos grandes y contrarios partidos.
No será difícil advertir el grave compromiso que involucra-ban las anteriores afirmaciones a los ojos de un contemporáneo de Tucídides. Por una parte, suponen la posesión de una idea muy precisa del pasado griego y muy diferente de la que tradi-cionalmente se tenía a ese respecto, puesto que, contrariando el inmenso peso de los relatos míticos y de la epopeya homérica, se afirma la insignificancia de las guerras acaecidas con anteriori-dad a la del Peloponeso. Pero, además, aquellas afirmaciones pi-den una explicación de la razón de ser de esas extremosas cir-cunstancias en las que el autor cifra la relevancia de aquella gue-rra. En suma, en su aparente inocuidad, el preámbulo del libro I obliga a la presentación de un relato histórico que ponga de ma-nifiesto la insignificancia de la antigüedad griega respecto a los sucesos contemporáneos al autor; pero también obliga a que en ese relato se explique cómo y por qué se llegó a esa situación de totalidad nunca antes experimentada, y en la cual finca el autor la peculiaridad histórica de la guerra del Peloponeso y su dramática grandeza.
2. La historia antigua de Grecia. Esta sección del libro I, la lla-mada «arqueología» es, y con razón, una de las más famosas de toda la obra. Vamos a dar cuenta de su contenido, pero no sin an-tes llamar la atención a lo que significó en su tiempo como una aventura de audacia intelectual hasta entonces insospechada. Para nosotros, que contamos con un enorme arsenal en recursos para reconstruir los sucesos pasados, nada tiene de muy especial ese intento, y fácilmente nos elude la osadía de quien por vez prime-ra y en carencia casi total de aquellos auxilios, se atrevió a ofre-cer una visión de la historia desde sus más remotos orígenes; pe-ro no ya como un relato apoyado en los mitos o en las tradiciones poéticas, sino como una construcción racional fundada en la in-terpretación de los testimonios e indicios que se tuvieran a mano y que se ofrecían como significativos. Esa es, en un aspecto, la hazaña de Tucídides, y nuestro inmediato propósito es mostrar cómo procedió frente a tan novedosa y difícil tarea.
a) Los orígenes. Se inicia el relato con un cuadro del país, «que ahora se llama Grecia», en que el autor describe el constan-te movimiento de tribus errabundas que se disputaban las comar-cas más fértiles y que sólo cultivaban la tierra en la medida in-dispensable para vivir, sin cuidarse de acumular riqueza. Todo era, pues, insignificante y miserable en aquellos remotos tiempos y nadie era poderoso, «ni por el tamaño de sus ciudades ni por sus recursos en general». Tucídides destaca en medio de este caos un hecho singular y paradójico: la región del Ática estuvo libre de discordias desde muy antiguo, no por excelencia moral de sus habitantes ni por especial favor divino, sino pura y sim-plemente por la circunstancia contingente de la pobreza de su tie-rra que la protegía de la codicia ajena. Ese hecho, de signo nega-tivo fue, sin embargo, enormemente favorable para aquella re-gión y de él brotan las raíces remotas del futuro poderío de Ate-nas. En efecto, su forzada estabilidad en medio de la agitación circundante hizo de la ciudad de Atenas refugio de los desplaza-dos de otras regiones, con lo cual su población creció con rapidez inusitada, al grado de que a poco tiempo se vio obligada a enviar colonias a Jonia.
De estos, pues, tan prosaicos principios —cuyo sentido in-manentista y antecedentes científicos serán motivo de reflexión posterior— Tucídides se lanza, audaz, a reconstruir la historia de la Hélade. No vamos, claro está, a servirle al lector en plato de nuestro cobre lo que el autor le sirve en su vajilla de oro, y qué-dele el gozo de enterarse por sí mismo del genial relato de aque-lla reconstrucción. Sí estimamos pertinente, en cambio, ofrecer a quien por vez primera se topa con el texto una guía para mejor seguirlo y comprenderlo.
Ya desde el preámbulo, según lo notamos oportunamente, Tucídides afirma su fe en la posibilidad de conocer con suficiente certeza los sucesos pasados, por remotos que sean, a base de «in-dicios» merecedores de confianza. Resultará sumamente ilustra-tivo, entonces, destacar, por su orden, los principales que utilizó el autor como fundamento fáctico de su reconstrucción histórica.
b) Minos y la experiencia del mar. El autor inicia el relato con una consideración introductoria del tema que lo ocupará en-seguida, pero a la cual debemos prestar máxima atención en cuanto que expresa una idea central a toda su interpretación. Ad-vierte, en efecto, la ausencia de un sentimiento de comunidad en-tre los griegos en los albores de su historia, al grado de que no había un nombre para designar todo el país. Tan importante es esa circunstancia en el pensamiento de Tucídides que puede de-cirse, según se irá viendo, que la historia de ese sentimiento, des-de su aparición hasta su plenitud, es el hilo conductor ideológico del resto de la sección del libro —la llamada «arqueología»— que vamos considerando. Pero no anticipemos demasiado: la au-sencia de un sentimiento de comunidad notada por Tucídides le sirve, por lo pronto, para introducir, con apoyo en un indicio re-moto, el primer gran tema en la reconstrucción del pasado griego. En efecto, después de notar que el sentimiento de comunidad re-quiere la intercomunicación para poder surgir, y que el medio más eficaz al respecto es por vía marítima, el autor advierte, co-mo corroboración de lo anterior, que, debido a su original debili-dad y aislamiento, los helenos no intentaron nada en común antes de la guerra de Troya, expedición que, precisamente, supone una previa y considerable experiencia del mar.
Establecido así el vínculo entre el arte de la navegación y el sentimiento de comunidad, la historia de aquel queda indisolu-blemente mezclada a la del pueblo griego, y es por eso que el au-tor puede escribir, como inicial capítulo de ésta, el relato de la primera etapa en los anales del dominio del mar. El indicio que le sirve de asidero con la realidad es la tradición que atribuía al rey Minos el haber sido el primero en poseer una escuadra, gracias a la cual se convirtió en el amo del «mar de Grecia» y le permitió conquistar las Cícladas y colonizar las más de ellas.
Pero aquí se introduce una nueva y decisiva modalidad, por-que el autor señala que la práctica generalizada de la navegación que sobrevino después del ejemplo de Minos, no sólo despertó un incipiente sentimiento de comunidad helénica, sino que acarreó el principio del desarrollo del comercio y de la formación de ca-pital mediante la acumulación de la riqueza, lo que, a su vez, propició el desequilibrio de fuerzas y una nueva forma del poder, pues, dice Tucídides, «por el deseo de ganancias los menos fuer-tes toleraban el imperio de los que lo eran más, y los más podero-sos, sobrados de recursos, convertían en vasallas las ciudades más pequeñas.»
c) Homero y la guerra de Troya. Con las consideraciones an-teriores, Tucídides ha conducido al lector al estado en que se ha-llaba la Hélade cuando los griegos emprendieron la expedición contra Troya. Este acontecimiento tan famoso será, pues, el se-gundo indicio de que se vale el autor en la prosecución de su re-lato, y el análisis que de aquel haga, el segundo gran capítulo del mismo. En esta parte de la obra el propósito del autor es doble: en primer lugar, mostrar, con el texto mismo de Homero, la in-significancia militar de la expedición; en segundo lugar, conce-derle su verdadero sentido a la luz de las consideraciones prece-dentes o si se prefiere, proyectando la guerra de Troya dentro del marco del proceso histórico que ha reconstruido hasta ese mo-mento.
Respecto al primer objetivo no entraremos en detalles para dejarle intacto al lector el gusto, y si no el gusto, la experiencia de asistir a la demolición de las pretensiones de verdad que du-rante tanto tiempo gozó el grandioso poema homérico. Tengamos presente tan solo el escándalo que provocaría ese ataque entre muchos para quienes aquella epopeya todavía conservaba su ca-rácter sagrado, no del todo desemejante al que han tenido para el cristiano las Escrituras. Se alega, en esencia, que el poema está lleno de exageraciones, pero que, aun aceptándole a Homero sus cifras, la expedición fue pequeña y que su gran duración se de-bió, no a la importancia de las operaciones, sino a la falta de re-cursos acumulados de la hueste sitiadora. De mayor interés es la explicación que se da de la razón de ser de la expedición misma; si Agamemnón, dice, logró organizar la expedición fue por ser el más poderoso de sus contemporáneos y no, como quiere el poe-ma, por la obligación en que estaban los príncipes de cumplir el juramento prestado a Tíndaro, puesto que el verdadero motivo que los hizo participar en la empresa fue el miedo que les inspi-raba el caudillo. La explicación es típica de Tucídides, y así em-pezamos a ver y más seguiremos viendo que, para nuestro histo-riador, los verdaderos, aunque no siempre aparentes o confesados resortes de la conducta remiten al interés, a la codicia, al temor y sobre todo al afán de dominio. Anticipemos que esto no quiere decir carencia en Tucídides de un concepto de la moralidad y de la justicia, pero este es asunto del que nos ocuparemos más ade-lante.
En cuanto al segundo objetivo, la idea de Tucídides se insi-núa por sí sola: la guerra de Troya, insignificante como empresa bélica, no lo fue en cuanto primera realizada en común por los griegos o en otras palabras, es el acontecimiento donde ya se hace patente, vigoroso e inequívoco, el sentimiento de la unidad histórica de los helenos. Una idea de la Hélade comenzaba a con-figurarse.
d) La expansión colonial. A la guerra de Troya, pese a su significado como inicio de unificación de los griegos, siguió un largo período de inestabilidad que frenó la prosecución acelerada de ese proceso. Tucídides aduce varios ejemplos para ilustrar ese estado de cosas. Pero lo positivo de esta etapa fue que, al cabo de algún tiempo, empezó a manifestarse una actividad expansionis-ta, principalmente por parte de Atenas, que plantó colonias en Jonia y se posesionó de muchas de las islas, pero también por parte de los peloponenses que extendieron su dominio hasta Italia y Sicilia y varias regiones de Grecia. Tucídides empieza a insi-nuar así, no sólo la futura dicotomía que acabará provocando el terrible enfrentamiento entre atenienses y lacedemonios, sino la diferencia en el tipo de poder de unos y otros.
e) El gobierno de los tiranos. Pasa Tucídides a describir la etapa previa a la guerra con los persas, o sea la que se caracteriza por el establecimiento de tiranos en todas las ciudades importan-tes de Grecia, salvo en Esparta. Durante esta etapa, ensombrecida por la amenaza cada vez más inminente de las ambiciones persas, Tucídides destaca, siempre atento al hilo conductor de su relato, una importante diferencia de lo que acontecía en las ciudades marítimas, poseedoras de escuadras, y las de tierra adentro, cuya fuerza consistía en ejércitos. Aquellas iban en progresivo aumen-to de riqueza y en ese sentido, de poder; éstas, en cambio, se de-batían en conflictos de disputas fronterizas que no acarrearon en ningún caso aumento de poderío. Lo cierto, sin embargo, conclu-ye el autor, es que a pesar de la creciente opulencia de algunas ciudades, todo seguía conspirando a impedir que los griegos se unieran en una empresa común, y tanto más, cuanto que la codi-cia y miopía de los tiranos —sólo interesados en el aumento de sus fortunas personales y en las de sus familias— paralizaban to-do espíritu de empresa en los estados individuales.
f) Esparta. Un suceso vino a romper esa especie de enervado equilibrio de la etapa anterior: Esparta, que no había tolerado tirano para sí, emprendió una vigorosa campaña que derrocó a los establecidos en otras ciudades, convirtiéndose, de ese modo, en el estado más poderoso de la Hélade. Pero a este respecto, el autor hace una aclaración que interesa mucho registrar: la fuerza de los lacedemonios no derivaba, como podría suponerse, del goce de una prolongada paz interna —que no tuvieron— sino de la antigüedad, sabiduría y bondad de sus leyes, y de la consiguiente y prolongada estabilidad de su forma de gobierno. Esa peculiaridad y no otra, explica Tucídides, fue lo que le permitió a Esparta inmiscuirse en los asuntos de los otros estados, o dicho más claramente, le permitió inaugurar una agresiva política de dominio.
Es así cómo, en el relato de Tucídides, hace su aparición en el escenario histórico uno de los principales protagonistas del gran drama que fue la guerra del Peloponeso. Va a ser necesaria la embestida persa para que pueda surgir el rival. Lo veremos en seguida, pero antes, tengamos presente que, ya desde ahora, la pujanza de los lacedemonios se perfila como la de un poder tra-dicionalista y por lo tanto, distinto y contrario en índole al poder derivado del dominio del mar, del comercio y de la acumulación de la riqueza en que tan obviamente ha venido cifrando Tucídi-des el resorte impulsor del proceso histórico en marcha hacia su meta.
g) La invasión y derrota de los persas. La unidad helénica. El tratamiento que concede Tucídides a las guerras médicas es semejante al que le concedió a la expedición contra Troya. En ambos casos, da por conocida la secuela de los dos conflictos y como es habitual en él, no gasta tinta en adjetivos, pese a que se trata de las acciones más gloriosas del pasado griego. En el caso de la guerra contra la invasión persa, simplemente se limita a recordar que se resolvió en cuatro encuentros, dos navales y dos terrestres, y su propósito no es para celebrarlos, sino para documentar su tesis general de la pequeñez de las empresas pasadas, si bien reconoce que ésta fue la mayor antes de la guerra del Peloponeso. Por lo que toca al significado histórico del conflicto que comenta, también se observa un paralelo con el que le concedió a la expedición troyana, sólo que advierte que sus consecuencias fueron mucho más decisivas. En efecto, en ésta apenas se esbozó el sentimiento de comunidad helénica; en aquel, en cambio, se logró con plenitud la conciencia de la unidad espiritual de los griegos, cuya manifestación más elocuente fue la noción de «la Hélade» como mundo histórico en contraposición con el concepto correlativo de «bárbaros» para significar el mundo no griego.
h) Esparta y Atenas. La dicotomía interna. Pero si esa fue la trascendental consecuencia de la victoria sobre los persas, no menos trascendental fue la de haber propiciado una división que escindió la Hélade en dos campos enemigos, porque fue el caso que a raíz de aquel suceso surgió Atenas como rival de Esparta, la ciudad que, según vimos, era la más poderosa desde la ruina de los tiranos.
Se preguntará, sin duda ¿cómo adquirió Atenas esa posición de prepotencia? Tucídides se ocupa largamente del asunto en la famosa y magistral digresión que insertó en el libro I. Pero aquí bastará hacernos cargo de la respuesta que había dado antes de hacer esa inserción. Explica que, ante el avance de la hueste asiá-tica, los atenienses tomaron la extraordinaria decisión de abando-nar la ciudad, desbaratar sus hogares y confiarse al refugio que les brindaban sus navíos. Fue así, concluye lacónicamente Tucí-dides, cómo los atenienses «se hicieron marinos», es decir, según se aclara después, Atenas se convirtió en potencia naval.
Surgieron, pues, en el seno del mundo helénico dos poderes rivales, fuerte el uno en la tierra, el otro, en el mar, y en torno a los cuales se fueron agrupando, por efecto del imperio que ejercí-an, todos los demás estados griegos. Semejante situación creó un estado de permanente y creciente hostilidad entre Esparta y Ate-nas y entre los grupos de ciudades que, respectivamente, gravita-ron hacia la una o la otra. Ahora bien, para Tucídides, todo eso tiene un único sentido de orden general: los detalles y variados incidentes poco importan y lo decisivo es, por lo pronto, que se trata de un agitado período durante el cual lacedemonios y ate-nienses «se prepararon para la guerra y adquirieron más expe-riencia al hacer su adiestramiento en medio de peligros».
Una consideración final del autor concluye esta sección del relato y con ella, la parte dedicada a la reconstrucción del pasado, propiamente dicho, puesto que los sucesos posteriores a la derro-ta de los persas ya eran contemporáneos al autor en el sentido de que alcanzó vivos a muchos de los principales protagonistas de los mismos. Se trata de lo siguiente: una vez enfrentadas las dos ciudades rivales, Tucídides procede a caracterizar la diferencia que las separaba. Los lacedemonios no cobraban tributo a las ciudades sometidas a ellos, pero ejercían su imperio por medio de gobiernos oligárquicos que velaban por los intereses espartanos; los atenienses, en cambio, se aseguraron el monopolio en el do-minio del mar e impusieron a sus aliados la obligación de pagar tributo. Ahora bien, el lector se habrá percatado que al hacer esa caracterización, Tucídides ha traducido un conflicto entre dos en-tes históricos concretos y bien determinados, en una oposición entre dos formas o modalidades del poder, y conviene mucho no olvidar, para consideraciones posteriores, este paso en el pensa-miento de Tucídides que nos hace transitar de la esfera del acon-tecer fáctico o fenoménico a la inmutable región de las ideas. Volveremos sobre ello cuando en un segundo abordaje, tratare-mos de poner al descubierto el oculto sentido de alcance univer-sal que Tucídides supo discernir como subsuelo conceptual de la guerra del Peloponeso.
EL CONOCIMIENTO HISTÓRICO.
Como un caminante que se detiene a contemplar desde la cima de una montaña el sendero que ha recorrido y que lo conducirá a su destino final, Tucídides hace un alto en la narración para re-flexionar sobre la índole y validez de los resultados obtenidos por él hasta ese momento, y acerca de cómo procederá en lo sucesi-vo; una reflexión, pues, sobre el conocimiento histórico y su me-todología. Por motivos obvios el autor distingue entre los pro-blemas involucrados en la investigación de los sucesos pasados y en la de los acontecimientos contemporáneos.
1. Los hechos pasados. Advierte el autor que los resultados de sus investigaciones serán de difícil aceptación en vista de las pruebas en que se apoyan. El hombre, ciertamente, es crédulo, pero sólo respecto a las tradiciones; y es que no quiere tomarse la molestia de buscar la verdad. Asegura, en seguida, que pese a esas dificultades, no errará quien —tomando en cuenta los indi-cios utilizados— acepte que las cosas acontecieron poco más o menos como las ha contado, y que los sucesos han sido presenta-dos del modo más satisfactorio posible, dadas las circunstancias. Finalmente, compenetrado de la enorme novedad de su método y de su esfuerzo, Tucídides proclama, orgulloso, que su modo de escribir la historia es muy diferente al de los poetas —que siem-pre adornan y exageran— y al de los logógrafos, que escriben más para divertir y agradar que para decir la verdad.
Esta serie de consideraciones, sólo transparentes en el horizonte del estado del conocimiento histórico en la época en que se escribieron, merecen un comentario aclaratorio. La novedad y grandeza del esfuerzo de Tucídides por reconstruir la historia de un pasado para el cual ya no había testigos oculares, consiste en que, en el fondo, no sólo se trata de ofrecer una serie de sucesos cronológicos y causalmente encadenados, sino de presentar una imagen del devenir histórico como un proceso significativo. Para Tucídides, pues, lo importante no es recordar y registrar lo acontecido, sino captar su sentido mediante la interpretación de unos cuantos indicios que le parecen dignos de fe, una vez despojados por él de la hojarasca de las tradiciones míticas y de las ficciones poéticas de la epopeya. Se trata, por consiguiente, en primer lugar, de una hipótesis sobre el acontecer histórico, pero, en segundo lugar, de una hipótesis cuya finalidad es poner de manifiesto la verdad subyacente a ese acontecer. En suma, develación de la suprema verdad del devenir humano, alcanzada a través de una verdad relativa acerca del devenir histórico. Con Tucídides, pues, se inaugura la historiografía especulativa, la única verdadera para él, o si se prefiere, la que para él era la historiografía científica en el sentido más clásico del pensamiento griego. Tal, por consiguiente, el motivo para considerar a Tucídides, si no «el padre de la historia» —epíteto que no se le debe escatimar a Heródoto— sí como el fundador de una ilustre estirpe de historiadores para quienes la verdad del pasado no se halla en el suceso mismo, menos aun en el documento, sino en la visión eidética de quien contempla, con los ojos del espíritu, el gran espectáculo del vivir humano para discernir, por debajo de su agobiante y caótica multiplicidad, un proceso unitario encaminado hacia la plenaria realización del hombre.
2. Los sucesos contemporáneos. La actitud de Tucídides respecto al conocimiento del pasado no cambia respecto al de los sucesos contemporáneos; la diferencia es sólo metodológica en el terreno de la investigación. A este propósito, el autor distingue dos tipos de sucesos que aparecen entretejidos en la narración. El primer tipo comprende los discursos que pronuncian los personajes; el segundo, los demás acontecimientos. Distingue, pues, la palabra expresiva de conceptos como un hecho de índole diferente a cualquier otro.
a) Los discursos. Tucídides explica que le resultó difícil re-construir literalmente lo que dijeron los oradores, y añade que, en su libro, los discursos «están redactados del modo que cada ora-dor me parecía que diría lo más apropiado sobre el tema respecti-vo, manteniéndome lo más cerca posible al espíritu de lo que verdaderamente se dijo». Esta famosa declaración le ha acarreado el desprestigio a Tucídides a los ojos de muchos comentaristas para quienes constituye un verdadero fraude el haber insertado, como hechos, unas piezas conscientemente inventadas. Pero re-sultará claro que semejante condenación acusa ceguera respecto a la posición de Tucídides frente al problema del conocimiento his-tórico, según la acabamos de presentar. En la composición de los discursos no hay el menor intento de reproducir el estilo y otras peculiaridades personales del orador. Todos hablan de un modo semejante y exponen con igual lucidez sus puntos de vista, de manera que ver en esas piezas un fraude es como acusar de lo mismo a Fidias porque sus estatuas no son reproducciones fieles de hombres de carne y hueso. No, Tucídides no quiere dar gato por liebre: los discursos son sucesos, pero su texto es el arbitrio literario de que echa mano el autor para establecer las conexiones internas conceptuales del relato y poner así en relieve los hitos del proceso cuya demostración es la verdadera finalidad de la obra. En los discursos, pues, encontramos los conceptos funda-mentales de la hermenéutica tucididiana y los presupuestos bási-cos que le sirven de apoyo conceptual. En los discursos el autor hace valer, pongamos por caso, su distingo entre «causa» y «pre-texto» cuando, por ejemplo, insiste en la inevitabilidad de la gue-rra a causa del temor que le inspira a Esparta el creciente poderío de Atenas, y no por los pretextos de la violación de algún tratado o juramento. En ellos —los discursos— el autor, por ejemplo, presenta su tesis del afán de dominio político, como el resorte que impulsa la marcha de los sucesos que relata; demuestra la preeminencia cultural de Atenas o bien pone en relieve la inope-rancia de los argumentos de justicia cuando son invocados por el débil en las relaciones interestatales. No puede pues, ponderarse suficientemente la importancia de los discursos «inventados» por Tucídides si se aspira a comprender su obra, y ello, independien-temente del goce estético que algunos de ellos proporcionan co-mo modelos imperecederos de su género.
b) Los acontecimientos. Quienes han censurado a Tucídides la invención de los discursos no tienen, en cambio, palabras para aplaudirle su actitud como investigador de «los acontecimientos que tuvieron lugar en la guerra». A ese propósito declara el autor que no se atuvo a cualquier testimonio, ni a los consejos de su propia opinión, sino que se esforzó en sólo registrar aquello que le constaba por experiencia propia o por lo que pudo averiguar, después del cuidadoso examen y ponderación de una investiga-ción directa. La tarea, aclara, no fue fácil por las variantes en los testimonios acerca de un mismo hecho, ya que los testigos siem-pre hablan «de acuerdo con las simpatías o la memoria de cada uno.» En otras palabras, Tucídides trató de superar el elemento de subjetivismo que percibía en las declaraciones de los testigos que interrogó.
c) Índole y sentido de la verdad histórica. Ha quedado expli-cado el método que empleó Tucídides, tanto respecto a los suce-sos pasados, como a los contemporáneos. Algo hemos anticipa-do, además, acerca de su modo de concebir la verdad histórica; pero es el propio autor quien, para concluir esta sección de su obra, hace una consideración teórica que no debemos pasar por alto.
Comprende que su relato será disonante por lo nomítico de su contenido, es decir, desagradable y extraño para quienes esta-ban acostumbrados a las narraciones que pasaban por ser historia. Ese efecto no puede remediarlo y por eso añade que se conforma-rá «con que cuantos quieran enterarse de la verdad de lo sucedido y de las cosas que alguna otra vez hayan de ser iguales o seme-jantes, según la ley de los sucesos humanos, la juzguen útil.» La frase resulta un tanto críptica, pero su sentido general es claro: el autor se sentirá satisfecho si su obra merece el aprecio de quienes tengan interés, no sólo en saber la verdad de lo sucedido, sino la verdad de lo que, semejante a lo ya acontecido, habrá de suceder en el futuro. Pero ¿por qué será semejante lo que sucederá a lo sucedido? Porque, afirma Tucídides, lo uno y lo otro obedecen a «una ley» que gobierna el suceder humano. Se preguntará, sin duda, ¿cuál es esa ley? Es obvio que con esa pregunta penetra-mos al meollo del pensamiento de Tucídides, y por eso mismo, su respuesta tendrá que diferirse cuando tengamos los elementos necesarios para proporcionarla. Baste, entonces, registrar por ahora el problema, tanto más insinuante por la frase con que el autor concluye: su obra, dice, no es una obra ocasional destinada a un certamen, es «una adquisición para siempre.»
LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA:
PROLEGÓMENOS DE LA GUERRA DEL PELOPONESO.
Tucídides ha reconstruido el pasado griego como un proceso en-caminado hacia una meta que ofrece dos aspectos, a saber: la conciencia de la unidad de la Hélade, frente y a diferencia de los «bárbaros», y la división interna de Grecia escindida en dos polos de fuerza, caracterizados por modalidades distintas del poder que encarnan, respectivamente, en Esparta y sus aliados y en Atenas y sus tributarios. Esta situación explosiva —a la cual ha conspi-rado el desarrollo del devenir histórico— tiene, obviamente, un único posible desenlace: el conflicto entre aquellas dos ciudades. La sección del libro I que ahora vamos a glosar está dedicada a presentar esa inevitable secuencia histórica.
1. Los orígenes de la guerra. Con maestría extraordinaria, Tucí-dides traza la trayectoria que fatalmente conducirá a aquel trágico desenlace al narrar la complicada serie de incidentes, negociacio-nes, reclamaciones y titubeos que lo precedieron. Todo es inútil: nada puede evitar el choque, cada vez más inminente. Los ene-migos de Atenas se esfuerzan por exhibir la injusticia y arbitra-riedad de la conducta de ésta y su mal disimulada ambición. Se la acusa, principalmente, de haber violado la tregua de los treinta años pactada después de la guerra de Eubea; pero Tucídides no se engaña ni permite que se engañe su lector: ese y otros cargos por el estilo no son sino meros pretextos en cuya apariencia de verdad sólo puede quedar cogido quien ignora el oculto resorte del movimiento histórico. No, la verdadera «causa» de la hostili-dad de Esparta hacia Atenas —y el autor no se cansa de repetir-lo— es el temor que ésta le inspira. Muy teatralmente, o si se pre-fiere, muy griegamente, Tucídides presenta la situación en tres discursos que ilustran preciosamente el papel que, según ya ex-plicamos, desempeñan en el relato esas piezas oratorias. Los es-partanos han convocado a una asamblea a sus aliados. Uno a uno, se han quejado de los agravios de que dicen ser víctimas por par-te de la inmoral conducta de los atenienses. Finalmente toma la palabra la delegación de Corinto para exponer, en un formidable alegato, las violaciones cometidas por Atenas y para denunciar la negligencia que a ese respecto han observado los lacedemonios. Se hallaba en Esparta una embajada ateniense a la que se conce-dió permiso para intervenir en el debate. Tucídides aprovecha la coyuntura —si es que no la fabricó— para presentar una descar-nada y cínica apología de los méritos de la política imperialista de Atenas, pero no por patriotería y como abogado de la causa ateniense, sino fundado en que, como se dice en el discurso en cuestión, «siempre ha sido normal que el más débil sea reducido a la obediencia por el más poderoso.» A esto sigue el discurso de Arquidamo, rey de Esparta. Es una pieza oratoria llena de noble-za y dignidad. Arquidamo aconseja prudencia en vista de la nece-sidad que tienen los peloponenses de ganar tiempo con el fin de prepararse para la guerra, que el rey lacedemonio considera in-evitable. Como remate de toda la escena, Tucídides insiste, para que no se pierda de vista, en su tesis acerca de la verdadera «cau-sa» del conflicto. En efecto, la Asamblea de los lacedemonios decidió que Atenas había violado el tratado de la paz de treinta años pero, aclara Tucídides, esa decisión se tomó por los esparta-nos «no tanto persuadidos por las palabras de sus aliados, como por el temor de que los atenienses creciesen en poder, pues veían que tenían ya sometida la mayor parte de Grecia.» Ese temor, pues, no la violación del tratado, fue el verdadero motivo que de-cidió a los espartanos.
2. Digresión: cómo alcanzó Atenas su poder. Según ya explica-mos, el autor suspendió la narración en el punto a que hemos lle-gado en nuestra glosa, para insertar en ese lugar una larga digre-sión —escrita después de redactado el libro I— cuyo tema es el enunciado en el título del presente apartado. Evidentemente, la escueta explicación que había dado el autor sobre un asunto de tanta importancia para él, a saber: que los atenienses adquirieron su poder porque se hicieron marinos, le pareció insuficiente, co-mo, en efecto, lo era. En la digresión, pues, el autor se propuso aclarar de qué manera había ocurrido esa trascendental metamor-fosis, y con ese fin narra los complicados sucesos que llenan el período de los cincuenta años subsecuentes a la retirada de Jerjes, y durante el cual Atenas fundó y consolidó el imperio que le permitió ejercer lo que los historiadores llaman «la hegemonía ateniense del siglo de Pericles». No hace falta entrar en pormeno-res y bastará decir que el autor no contradice, antes por lo contra-rio, reafirma y amplía su tesis general acerca de la diferencia en-tre el carácter de los espartanos y de los atenienses y entre la dis-tinta naturaleza del poderío alcanzado por los unos y los otros, de tal suerte que es en esta parte de la obra donde aparecen con ma-yor claridad, primero, el proceso de engrandecimiento de Atenas debido a la política sagaz y agresiva de sus caudillos, a la acumu-lación de recursos económicos resultante de la exacción de tribu-tos y al predominio poco menos que absoluto en el mar; segundo, la tesis de que el afán de dominio es la fuerza impulsora de la historia, y, tercero, el concepto correlativo, según el cual la polis, no el hombre, es el verdadero protagonista de aquella.
3. En víspera del rompimiento de hostilidades. Al concluir la di-gresión, Tucídides recoge el hilo del relato en el lugar donde lo había interrumpido, o sea, se recordará, cuando la asamblea es-partana decidió ir a la guerra con Atenas, so «pretexto» de que esta ciudad había violado el tratado de la paz de los treinta años. También en esta ocasión le dejaremos intacta al lector la narra-ción de los acontecimientos ocurridos entre la fecha en que se tomó aquella decisión y la del rompimiento de las hostilidades, que es el período comprendido en los capítulos faltantes de nues-tra glosa del libro I, y conformémonos con advertir que, en resu-men, ese relato no es sino el de las mutuas reclamaciones entre espartanos y atenienses, meros «pretextos» para ganar tiempo y para justificar moralmente el partido adoptado por unos y otros en un conflicto armado que ambos reconocían inevitable y cuya «causa» nada tenía que ver con aquellas reclamaciones e innece-saria y supuesta justificación.
Pero antes de poner término a este comentario, no se deben pasar por alto los discursos magníficos que el autor puso en boca, por una parte, de una delegación corintia, pronunciado en una nueva reunión convocada por Esparta, y por otra parte, de Peri-cles, dirigido a la asamblea de los atenienses. Ambas piezas for-man una bella unidad en contrapunto, puesto que el tema de cada uno de los oradores fue el balance de probabilidad de victoria, ya de Esparta y sus aliados, ya de Atenas y los suyos. Tienen en común esos dos discursos el frío y seco cálculo que en ellos se hace de la fuerza y debilidad propias y de las del enemigo, retóri-co marco que utiliza el autor para exhibir de nuevo su idea acerca de la guerra, cuya historia se propone narrar en los siguientes li-bros, como un conflicto entre dos distintas modalidades del po-der, representadas en dos ciudades antagónicas por su régimen político y por la forma de concebir la vida y destino humanos.
EL PROCESO IDEOLÓGICO
(LA HISTORIA UNIVERSAL)
1. Propósitos. En el apartado precedente hemos ofrecido una glo-sa al contenido del libro I, pero sólo en su aspecto más inmediato, es decir, en cuanto reconstrucción de la historia griega, hasta po-co antes de que estallara la guerra del Peloponeso. A ese aspecto lo hemos calificado de «proceso fenoménico», porque se atiene a los acontecimientos como meros fenómenos, es decir, como su-cesos que pertenecen a la esfera de la realidad sensible del deve-nir histórico. Pero para un griego culto contemporáneo de Tucí-dides, ese orden de la realidad era ininteligible mientras no se penetrara más allá de sus manifestaciones y se discerniera, a tra-vés de ellas, el proceso conceptual subyacente que pertenece a la esfera de la realidad ideológica del devenir universal. En el texto que hemos examinado coexisten, por lo tanto, dos niveles de in-teligibilidad o, si se quiere, dos «historias», a saber: la que ya recorrimos, que no es sino un fragmento del acontecer concreto y circunstancial de Grecia, y la que nos proponemos descubrir que, como se verá, es la esencia, abstracta y conceptual, del acontecer humano en general, o dicho de otra manera, de la historia univer-sal o cósmica, para decirlo en griego. Pero si ese es nuestro inten-to, la tarea consistirá en hacer una especie de traducción a con-ceptos de la imagen del suceder histórico que nos entregó el pri-mer análisis del texto, y cuyos principales hitos hemos de reco-rrer de nuevo desde otra perspectiva.
2. Del caos al cosmos. Empecemos por notar que Tucídides se remonta a un pasado primigenio ubicado más allá de la historia, pero —y esto es decisivo— a un pasado que no es el de los mitos ni el de la epopeya. Se trata, pues, de un pasado neutro a la histo-ria o mejor dicho, ahistórico que remite a la temporalidad cósmi-ca.
La historia que Tucídides se propone reconstruir está, por consiguiente, anclada en el mundo natural y es un proceso que procede y se desprende de ese mundo. Aquel cuadro que pinta el autor donde aparecen unas tribus innominadas y errabundas, desconocedoras de la agricultura, carentes de toda prudencia económica y agitadas por un constante desplazamiento, no es todavía historia, es vida natural; todavía no es civilización, es animalidad. Y parece muy claro, que ese cuadro alboral desempeña parecido papel, para el acontecer histórico, que el de ese caos original —movimiento incesante y desorden de los elementos— que postuló el pensamiento científico jonio, como la realidad dada, de donde, por el efecto puramente mecánico de un remolino que separó y ordenó los elementos, se fue generando el cosmos.
Gracias a esa concepción mecanicista, genialmente traslada-da a la esfera de la vida humana, Tucídides resolvió el antiguo problema de explicar el movimiento impulsor del proceso histó-rico sin necesidad de recurrir, como sus antecesores, ya a la in-tervención caprichosa de un agente divino, ya a la noción semi-mítica de una justicia inmanente a la realidad y a su idea correla-tiva de «culpa» que pide reparación de los agravios. Porque, en efecto, el constante ir y venir de aquellas tribus que habitaron el territorio que llegará a concebirse como la Hélade, obedece —y así expresamente lo dice el autor— al puro y simple impulso na-tural o animal proveniente de la necesidad de procurar el sustento para mantener la vida.
¿Cómo, entonces, se inicia la disolución de aquel caos de donde se desprenderá el cosmos histórico? Una vez más, fiel a su postura racionalista, Tucídides buscará una explicación que no desdiga de ella: dirá, recuérdese, que la esterilidad y pobreza de algunas regiones motivó la inicial y relativa estabilidad de ciertos grupos débiles que, refugiados en ellas, pudieron poseerlas sin disputa, puesto que faltaba el incentivo para moverla. Esos gru-pos se vieron, por otra parte, en el apuro de ingeniárselas para poder vivir en las adversas condiciones naturales a las que su propia debilidad los había circunscrito, y fue así como apareció el quehacer técnico reformador de la naturaleza y cuya primera y básica conquista fue hacer del campamento provisional y move-dizo un núcleo de habitación permanente, pronto amurallado, el remoto ancestro de la polis.
Tan trascendental cambio trajo consigo, correlato inevitable, la transformación del impulso primitivo, que se agota en la satisfacción de lo meramente indispensable para mantener la vida, en un impulso de otra índole, el poder, que trasciende infinitamente aquella triste meta al abrir la perspectiva del bienestar —posesión de lo superfluo, gozo del ocio contemplativo, cultivo de la belleza— y cuya conquista despierta esa aventura tan exclusivamente humana que es la alta política con su afán de dominio universal. Nada sorprendente, pues, que por efectos de esa transformación del naturalmente débil en el históricamente fuerte, se haya iniciado la lenta y gradual conversión del inicial y general estado de caótica inestabilidad en uno de creciente estabilidad, en la medida en que se generalizó al asentamiento con la fundación de múltiples ciudades, aspirantes, todas, a la prepotencia.
De las anteriores consideraciones retengamos, entonces, que, en el pensamiento de Tucídides, primero, la génesis del proceso histórico consiste en el tránsito de un caos a un cosmos humanos; segundo, que, ese paso es ajeno a toda intervención divina y a to-da exigencia de nociones semimíticas situadas más allá de la es-fera de la voluntad humana; tercero, que ese cosmos, cuya reali-zación plenaria es la meta del devenir histórico, encarna en la po-lis en cuanto que sólo en ella puede aspirar el hombre, digamos por lo pronto, al bienestar, y cuarto, que la polis, repositorio del poder, es el verdadero protagonista de la historia y cuyo destino es imponerse, por afán de dominio, para así actualizar el cosmos cuya idea encarna.
3. La marcha de la historia. En la primera revisión del relato his-tórico de Tucídides, tuvimos la oportunidad de señalar el esmero que puso en destacar la huella de dos procesos simultáneos y, se-gún veremos, íntimamente relacionados. Mostró, por una parte, la aparición y el paulatino desarrollo del sentimiento de comuni-dad de las ciudades griegas, mismo que culminó en la noción his-tórico-cultural-geográfica de la Hélade, el nombre empleado para designar entidad distinta de las ocupadas por «los bárbaros». Mostró, por otra parte, el complicado juego de presiones políti-cas, negociaciones diplomáticas y acciones bélicas que acabó por concentrar el poder en sólo dos ciudades preeminentes, Esparta y Atenas, en torno a las cuales se agrupó, en dos campos hostiles, el resto de las polis griegas. Ambos procesos responden a una misma tendencia de reducción a la unidad, y ahora debemos tra-tar de comprender el sentido más profundo de tan decisivo fenó-meno.
a) La Hélade, teatro de la historia universal. Empecemos por un deslinde: Tucídides advierte con frecuencia la disparidad ra-cial de los griegos; no oculta sus diferencias en costumbres, tra-diciones, cultos, legislación, etc., y pone empeño en contrastar —especialmente respecto a espartanos y atenienses— las diferen-cias en temperamento y carácter. Es obvio, entonces, que Tucídi-des no concibió el sentimiento de comunidad de que habla, como fundado en elementos étnicos, tradicionalistas o psicológicos, y no hace falta inquirir demasiado para averiguar en qué lo funda, puesto que expresamente afirma que ese sentimiento se manifes-tó con motivo de las dos grandes acciones que conjuntamente habían emprendido los griegos antes de la guerra del Peloponeso, a saber: la expedición contra Troya, el inicio del proceso, y el re-chazo de la agresión persa, culminación del mismo. La conclu-sión es clara: Tucídides funda aquel sentimiento sobre la base de un destino común y se trata, por consiguiente, de una convicción espiritual proyectada hacia el futuro y sostenida por eso que Or-tega y Gasset ha llamado un programa de vida que, dicho sea de paso, es lo único que puede generar y alimentar un sentimiento de esa índole. Pero ¿cuál es, entonces, el contenido de ese pro-grama? o si se prefiere ¿qué sentido tuvo en su día el concepto significado en el nombre de la Hélade?
Por obvio, podemos contestar de inmediato que se trata de un concepto incluyente de todas las comunidades griegas; una no-ción, pues, que las abarca, pero, por abarcarlas en un sentido es-piritual y no meramente físico, es una noción que las trasciende individualmente al convertirse en la condición de posibilidad de su existencia en cuanto ciudades, precisamente, helénicas. Dicho de otro modo, la Hélade no sólo incluye físicamente todas las ciudades, sino que, fuera de ella, ninguna ciudad sería, propia-mente hablando, eso. Ahora bien, puesto que —según ya sabe-mos— la polis es la manifestación visible y la encarnación histó-rica del cosmos humano, la Hélade se nos revela como el lugar privilegiado y único donde el devenir de la vida humana puede alcanzar su suprema meta de realizar una comunidad de hombres sujeta a orden y justicia, que en eso estriba la noción de polis como cosmos. Y puesto que la idea de Hélade separa a los grie-gos de los «bárbaros», es decir los no-griegos, comprendemos súbitamente que con el nombre de Hélade se significó el mundo a diferencia del universo, es decir, la esfera de la realidad moral o histórica en contraste con la de la realidad física o natural. Así, el apelativo de «bárbaro» —que no tenía ninguna connotación de-nigrante ni de «atraso»— tenía, en cambio, la de indicar la no-historicidad de la «historia» —permítasenos la paradoja— de los pueblos que no eran griegos o mejor dicho, helénicos. Más allá del ambiente espiritual de la Hélade, el suceder de la vida huma-na carecía de sentido histórico, y la conclusión ineludible es, en-tonces, que la historia helénica se confundirá —puesto que no había otra— con la historia universal. Es, pues, este concepto de «historia universal» uno de tantos egregios inventos del pen-samiento griego, y solamente captará el profundo significado y peculiar grandeza de la obra de Tucídides, quien la lea en la con-vicción de que, para el autor y sus contemporáneos, aquel era el tema del libro y no el relato de una pequeña guerra que ocurrió en un rincón de Europa hace poco más de dos mil cuatrocientos años.
2. La polis omnipotente, meta de la historia. Pero si hemos lo-grado desentrañar el sentido general de la obra de Tucídides co-mo expresión, nada menos que del devenir histórico universal, nos compete ahora preguntar por el sentido, a su vez, de ese de-venir, según se desprenda de la secuencia de los acontecimientos relatados por nuestro autor. Ahora bien, acabamos de indicar que esa secuencia se reduce a un solo hecho: la concentración del po-der en Esparta y Atenas que dividió la Hélade en los dos campos hostiles que, respectivamente, se formaron en torno a una u otra de aquellas ciudades. Debemos, por consiguiente, dirigirnos a ese hecho en busca de la respuesta a nuestra pregunta.
Estamos, es obvio, en presencia de un desarrollo al que le falta un solo paso más para alcanzar su límite, puesto que la inicial pluralidad de ciudades en posesión del poder ha quedado reducida a dos, el mínimo de su posibilidad. Ahora bien, es obvio que semejante manera de considerar el conjunto de los sucesos de la historia griega —léase de la historia universal—, supone un impulso inmanente al movimiento histórico que lo dirige y empuja hacia su límite lógico, o sea a la reducción extrema de ser solamente una ciudad la dueña de la suma del poder. Pero si esto es así, hemos indicado una primera y decisiva determinación respecto del sentido de la historia, según la concibe Tucídides. En efecto, se trata de un proceso teleológico de reducción de una pluralidad original a una unidad final, proceso de igual índole al que presidió el desarrollo del sentimiento de comunidad que acabó incluyendo a todas las ciudades griegas en el concepto de la Hélade. A la historia universal, la única verdadera, le corresponde, pues, una entidad única: la Hélade, y la meta ideal de su marcha consiste en establecer, como único protagonista, la polis omnipotente, la ciudad universal, o si se quiere, la ciudad eterna.
Se pedirá, sin duda, alguna aclaración acerca de ese misterio-so «impulso inmanente» que hemos supuesto como el propulsor de la historia hacia la unidad, su meta ideal. La pregunta es, sin duda, pertinente, pero como otra anterior su respuesta también tendrá que posponerse para más adelante. Por el momento basta-rá comprender que, para Tucídides, no hay en ello ningún miste-rio, porque si, como hemos visto, para él la historia es la conver-sión o tránsito de un caos original a un cosmos, el impulso hacia la unidad tiene que ser inherente a ese tránsito, por estar implica-da en el concepto mismo de cosmos.
3. El camino hacia el destino. Pero si el sentido de la historia universal es el de esa marcha hacia la unidad, todavía queda por examinar cómo será el camino. Y en efecto, debe advertirse que la dicotomía Esparta-Atenas supone, no sólo la rivalidad entre esas dos ciudades por llegar a ser la polis omnipotente, sino que es una rivalidad de los dos únicos aspirantes con posibilidad real de llegar a ocupar esa posición de preeminencia. Visto así, la his-toria no es sino la lucha entre todas las ciudades por ser la elegida para actualizar la finalidad del devenir de la vida humana, y no otro, por consiguiente, es el sentido de todo el abigarrado conjun-to de los sucesos relatados por Tucídides en su reconstrucción del pasado griego y claro está, también el de la guerra del Pelopone-so, la última y más dramática etapa de aquella lucha. Y así adver-timos que la disputa por el poder —que en última instancia tiene que ser un conflicto armado— no sólo es el suceso histórico que incluye a todos, sino que la disputa por el poder no es —como podría pensarse— por el poder en cuanto tal, sino como el único medio para realizar, una vez monopolizado, el estado de beatitud final prometido en el evangelio del advenimiento del cosmos his-tórico. El permanente estado de hostilidad entre las ciudades y cuanto significa en orden a la sumisión o destrucción del débil, que tan descarnadamente autoriza Tucídides, contienen un men-saje mesiánico que es su suprema justificación moral. En el sis-tema de Tucídides tenemos, pues, un distingo fundamental que separa en dos planos diversos a la justicia inmanente al devenir histórico, que es la del más fuerte, y la justicia que debe regir las relaciones internas de una comunidad civilizada. Las normas de este tipo de justicia no tienen vigencia respecto a la otra. En la gran disputa por el predominio universal, todos los medios son válidos, y quien tenga la risible ingenuidad de invocar el derecho que presume le asiste para resistir las demandas del poderoso, así sea su amigo, sólo demuestra ignorancia de la mecánica histórica y es tácita prueba de debilidad. La cuestión de justicia, dice Tu-cídides en un célebre pasaje de su obra, únicamente cabe cuando existe equilibrio de fuerzas, cuando la presión de la necesidad sea la