Yonquis de las letras
Por Jorge Comensal
4.5/5
()
Información de este libro electrónico
Jorge Comensal
Jorge Comensal (México, 1987) ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Realiza un posgrado en Filosofía de la Ciencia y colabora como editor de la Revista de la Universidad de México. En 2017 publicó el ensayo breve Yonquis de las letras. Las mutaciones es su primera novela.
Lee más de Jorge Comensal
La Conquista en el presente Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El hambre heroica: Antología de cuento mexicano Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Relacionado con Yonquis de las letras
Títulos en esta serie (100)
Refugiados: Aproximación desde la vida dañada Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos mundos de Haruki Murakami Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Petróleo de sangre: Sobre tiranos, violencia y las reglas que rigen el mundo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFútbol y poder en la URSS de Stalin Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Populismo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5De la resistencia: Una filosofía del desafío Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCyborgs Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa diferencia prohibida: Sexualidad, educación y violencia. La herencia de mayo de 1968 Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Y les lavó los pies: Una antropología según el Evangelio Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Memorias de una depresión: La cárcel blanca Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFútbol y fascismo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Frontera Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl tiempo del fuego Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPor qué Ucrania Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Fenomenología de Maradona Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Ética Humana Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La aventura amorosa y sus personajes Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El placer del escorpión: Antropología de la heroína y de los yonquis (1970-1990) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDalicedario: Abecedario de Salvador Dalí Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Venezuela: Biografía de un suicidio Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Freud lee el Quijote Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Ciberadaptados: Hacia una cultura en red Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Articulaciones del desarraigo: El drama de los sin hogar y sin mundo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Releyendo la Prehistoria Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl derecho a la consulta previa: Echando un pulso a la nación homogénea Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTaladrando tablas duras: La política en 133 fragmentos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHuir o morir en el Zaire: Testimonio de una refugiada ruandesa Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl hilo de la vida: Quince imágenes de libertad Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLeer el mundo: Visión de Umberto Eco Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cien valores para una vida plena: La persona y su acción en el mundo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Libros electrónicos relacionados
El mago de Viena Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Mentiras contagiosas Calificación: 2 de 5 estrellas2/5No leer Calificación: 4 de 5 estrellas4/5De ausencia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5¿Hay vida en la tierra? Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los culpables Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Hematoma Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Delante de un prado una vaca Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAviones sobrevolando un monstruo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El androide y las quimeras Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La luz artificial de las cosas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El arte de la fuga Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Tránsito de Eunice Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCaballo fantasma Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Mudanza Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El libro tachado Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Caminantes: Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos. Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSaña Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesBogotá-39 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDeclaración de las canciones oscuras Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las pequeñas virtudes Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cómo dejar de escribir Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Diálogo con mi sombra: Sobre el oficio de escritor Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cómo me hice monja Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPapeles falsos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Esbirros Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Barbarismos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La transmigración de los cuerpos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Hombres con un diente de leche Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones22 Voces Vol. 1: Narrativa mexicana joven Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Comentarios para Yonquis de las letras
6 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
Yonquis de las letras - Jorge Comensal
Dalton
0
De todos los apetitos, leer es el más tramposo. Parece una costumbre inofensiva, pero tiene sus peligros y locuras, excesos y trastornos. Opio, bingo, sexo, tabaco, Biblia, marihuana… Los libros también enganchan la vida a su consumo. La historia de la lectura está plagada de sobredosis: san Pablo, don Quijote, sor Juana, Emma Bovary, Adolf Hitler. He reunido decenas de casos en un cuaderno que no verteré aquí exhaustivamente para evitar que este ensayo se convierta en un gabinete de curiosidades. Quiero, como todos los que venimos siguiendo los pasos de Montaigne, darme a entender a mí mismo —el ensayo como acto de narcisismo caníbal—. ¿Por qué aspiro a leerlo todo? Aquí busco una respuesta que tal vez sirva de espejo para otros lectores insaciables, compulsivos.
Por lo pronto reconozco que los excesos me resultan familiares. Mi abuela solía decir «Me gusta la copita» al borde de la congestión alcohólica. Mi padre volvía a casa dando tumbos y me encontraba, como siempre, a solas con un libro. «Estás loco», balbucía. Ninguno de los dos se percataba de cuánto nos parecíamos. Heridos por el mismo fuego, tratábamos de apagarlo con gasolina.
1
De vacaciones forzadas en el rancho de un pariente, al calor de una fogata concurrida, un tipo de bigote nietzscheano y cultura paleolítica me preguntó qué quería estudiar cuando fuera a la universidad. «Letras», le respondí con orgullo quinceañero. «Para eso no estudie —me dijo—, que yo se las enseño: a, b, c…». No me ofendió la broma simple sino la carcajada unánime que provocó. Sentí mi soledad elevarse al cuadrado. Para calmarme pensé en Si te dicen que caí de Juan Marsé, la novela que estaba leyendo. En medio del desierto de Coahuila, mi cerebro se fugó a Barcelona con Java y Sarnita; sin ellos el purgatorio de aquellas vacaciones habría sido un infierno. Muchas veces pasó lo mismo. La enfermedad, el luto y despecho, una adolescencia infame que recuerdo sin odio gracias a los libros. Mi dicha fue con ellos solamente, una vida de mierda con perfume de azahar.
2
Los elogios de la lectura suelen componerse de lugares comunes. En México, las campañas de promoción literaria recurren a toda clase de necedades para difundir el mensaje de que conviene leer «veinte minutos al día», como si hacerlo ayudara a bajar el colesterol, o de que «No hay mejor medicina que un buen libro», creencia que los diabéticos espero no compartan.
No es lo mismo un lugar común que un lugar de comunión. El primero inhibe el pensamiento, el segundo lo estimula. Decir que el Quijote es la mejor novela de todos los tiempos podría ser cierto, pero no sirve más que para encerrarla en una vitrina de prestigio inerte. Por el contrario, evocar episodios quijotescos cuando viene al caso siempre será un lugar de encuentro para sus lectores. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando Sansón Carrasco, Sancho y don Quijote —lector compulsivo que enloquece— discuten a principios de la segunda parte de la novela sobre la composición de la primera, que para entonces ya andaba impresa por todos lados. El ingenioso hidalgo juzga «que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla». Aunque sabemos que el supuesto autor es el moro Cide Hamete Benengeli, no está mal pensar estas líneas como un guiño de autoescarnio: Cervantes confiesa haberse puesto a escribir el Quijote sin saber muy bien a dónde iba, improvisando dichos y hechos de tal suerte «que ha mezclado el hideperro berzas con capachos», como bien dice Sancho. Don Quijote teme que su historia resulte tan enredada «que tendrá necesidad de comento para entenderla», pero Sansón le asegura que «es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: Allí va Rocinante
». Así, el Quijote no tardó en convertirse en lugar de comunión para todo género de gentes.
La lectura induce estados alterados de conciencia que pueden trastornar la mente. Que las letras enloquecen es un lugar común tan antiguo que ya aparece en la Biblia. Quiero ir desde ese lugar común hasta un lugar de comunión: el goce de esta locura. ¿Qué nos lleva a leer viciosamente? ¿Qué revela sobre nosotros, yonquis de las letras? ¿Quiénes somos, por qué nos odian? Buscar una respuesta tal vez sirva de elogio de la literatura. Con eso basta. El lector compulsivo vive mil años todas las noches. No está mal para una especie como la nuestra, obsesionada con la inmortalidad.
3
Antes de bajar a las raíces de esta locura, quiero subir a las ramas. Hay una que sobresale: la bibliofilia, el amor exagerado por el libro concreto y sus circunstancias: el año de la edición, los impresores, el tipo de papel, las ilustraciones…
Yo soy bibliófilo desde que tengo memoria. Si es verdad que todos llevamos a un niño dentro, el mío está amordazado. No he oído de él desde la cuna. Recuerdo cuando una chica que me gustaba en la pubertad me dijo que yo tenía el alma de un hombre de sesenta y tres años. No puedo olvidar la cifra, tan precisa y arbitraria, lacerante. Sesenta y tres. Por desgracia mi libido no era la de un sexagenario sino la de un joven sátiro, torturado por la falta de sex appeal.
Me consolaba leyendo y escribiendo como un poseso. Encerrado en alguna mazmorra cerebral —acaso en el tercer ventrículo, justo en medio de las amígdalas que administran las emociones— mi niño interior guardaba silencio, a solas con su miopía y sus migrañas, con sus zapatos ortopédicos y sus dientes desordenados como las tumbas del cementerio judío de Praga.
¿Por qué fue reprimido dentro de mí este efebo defectuoso? Hay razones dolorosas que la conciencia ignora. El caso es que me comportaba como un adulto sedentario, grave e introvertido. Buscaba refugio en la sombra, rehuía la compañía, devoraba libros inadecuados para un menor de edad: clásicos tenebrosos, novelas licenciosas, tratados de filosofía, monografías freudianas, poemarios de amor. Todas mis actividades juveniles estaban subordinadas a la lectura —y a la somnolencia producida por desvelarme leyendo—.
Cuando mi familia viajaba a la playa —o al rancho susodicho de mis parientes—, yo leía sin parar durante el trayecto, leía en los camastros junto a la alberca, bajo las sombrillas, en los corrales. Mi indiferencia hacia la vida campestre y las jóvenes en bikini era tal que mi padre concluyó que yo estaba loco o, peor aún, que era homosexual. Muchas veces me rogó que se lo confesara; «No pasa nada», me decía con homofobia mal disimulada. Yo negaba con la cabeza sin despegar los ojos del libro.
A diferencia del resto de los niños, que soñaban con llegar a ser futbolistas o estrellas de cine, yo quería ser papa. No «papá», pues los niños me disgustaban desde entonces, sino papa: Su Santidad, sumo pontífice, obispo de Roma, vicario de Cristo en la Tierra. Mi deseo no era fruto de un catolicismo megalómano, sino de la pasión por los libros antiguos. No me interesaba vestir con ridícula opulencia ni ser vitoreado por las masas pecadoras. Lo que yo anhelaba era tener acceso irrestricto a la Biblioteca Apostólica Vaticana, sus archivos secretos, libros incunables y códices manuscritos.
Como Borges, me figuraba el paraíso «bajo la especie de una biblioteca», pero no de cualquier biblioteca, sino de la Vaticana, que contiene, entre muchas otras riquezas, el Códice Borgia, de