Corazón en juego
Por Debra Salonen
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Corazón en juego - Debra Salonen
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Debra K. Salonen
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón en juego, n.º 95 - agosto 2018
Título original: Betting on Santa
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-876-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
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Capítulo 1
Veintinueve de noviembre de 2007
—Sonríe, Santa Claus.
Cole lo intentó.
No le resultaba fácil teniendo a Sally Knutson sentada en las rodillas y a sus tres gatas subiéndole por el disfraz. La gris se le había enredado en la barba y estaba tirándole de los mechones, la rubia se le había subido al hombro y le estaba clavando las uñas a través del terciopelo rojo, lo que quería decir que cualquier mínimo movimiento por parte de Cole significaba dolor instantáneo, y la tercera, la tímida, se había situado entre el amplio trasero de su dueña y los cojines que Cole llevaba en la tripa.
Su madre no le había dicho nada de todo aquello cuando lo había ofrecido voluntario para reemplazar a Ray Hardy, el Santa Claus de verdad, el Santa Claus que conocían todos los habitantes de River Bluff, Texas. Ray no había faltado un solo año a su cita, pero aquella mañana había resbalado en la ducha y lo tenían que operar de la cadera.
—Mira a la cámara, preciosidad —le dijo Sally.
Cole dio por hecho que le estaría hablando a la felina que tenía sobre el hombro porque Sally tenía la edad de su madre… y unos veinte kilos de sobrepeso a juzgar por cómo le dolía la rodilla a Cole.
—Cuando quieras, Melody —urgió Cole mientras el sudor le resbalaba por las mejillas.
Hacía bastante calor a causa de la humedad tropical que procedía del Golfo. Estaban casi en diciembre, pero le hubiera encantado que corriera brisa, sobre todo por aquel disfraz de Santa Claus que ya llevaba desde hacía un buen rato.
—Perdón —se disculpó la chica que se encargaba de las fotos—. No me queda mucha batería. Le tendría que haber dicho a mi padre que trajera alguna más.
Cole se preguntó si a Ray le surgirían aquel tipo de problemas. De ser así, no sabía cómo había sobrevivido durante todos aquellos años. A Cole se le estaba acabando la paciencia y le dolía el trasero, pues el trono en el que estaba sentado era muy bonito, pero muy incómodo. Claro que quedaba precioso en el estrado cubierto de nieve que habían puesto en una rincón del aparcamiento de la iglesia y que habían transformado en la versión de River Bluff del Polo Norte.
—Ya está, está verde —anunció Melody poniéndose en su sitio—. Mira para acá, Sal.
La única manera de lograr que se note la sonrisa cuando uno lleva barba y bigote postizos es exagerar mucho el gesto, y eso fue exactamente lo que hizo Cole. Por desgracia, al hacerlo, la gata que estaba colgando de los mechones blancos se le colocó en el hombro.
—Os habéis movido —los acusó la fotógrafa—. Os tenéis que estar quietos. Tenemos que repetirla.
Sally se giró para colocar a la gata del hombro y Cole sintió que el tobillo se le retorcía levemente. Al instante, sintió una punzada de dolor, pues se había lesionado aquel tobillo hacía tiempo. Era el recuerdo de algo que nunca había sanado por completo, el recuerdo de unas vacaciones que preferiría olvidar.
—¿Te estoy aplastando, cariño? —le preguntó Sally—. Yo creo que te tendrías que poner un cojín más. Eso es lo que hace Ray. Es una pena lo de que se haya caído, ¿verdad?
—Terrible —contestó Cole apretando los dientes—. Mi madre me ha contado que venía mucha gente todas las noches desde que se abrió el bazar —añadió.
—Así es —contestó Sally desenredando las uñas de la gata de la barba de Cole—. Yo vine anoche, pero me tuve que ir porque las chicas no tienen mucha paciencia.
Cole sabía que las chicas eran las gatas y no hacía falta que le dijera que no tenían mucha paciencia. La que estaba en su hombro estaba utilizando su disfraz para rascarse.
—Eh, Sal, ¿podrías hacer algo con ésta también? —le preguntó señalando con la barbilla a otra.
La tímida se le había subido también a las barbas y, al tirar hacia abajo, la había movido, de manera que ahora el bigote le tapaba la boca.
—Muy bien, vamos allá de nuevo —anunció Melody—. Decid Feliz Navidad.
—Pelís Mafidá —dijo Cole.
—Ha quedado maravillosa, Sally —exclamó Melody mirando la cámara—. Ya está.
Sally se puso un pie con una gata debajo de cada brazo, se bajó del estrado y avanzó hacia Melody. La tercera gata decidió entonces escalar por la cabeza de Cole, apoyándose en su barba y agarrándose a su cuero cabelludo.
—¡Ay! —protestó Cole intentando quitársela de encima—. Sally, ayúdame.
La aludida le entregó a sus dos otros mascotas a Melody, que dejó la cámara digital para tomarlas en brazos. Al instante, le clavaron las uñas y no pudo evitar gritar.
—Oh, cosita mía, ¿te creías que mamá te iba a dejar con este desconocido malo y grande? —murmuró Sally.
—¿Malo yo? Pero si no le he hecho nada —se quejó Cole pasándose la mano por la cabeza.
—Se nota que no te gustan los gatos, Cole, y eso los animales lo perciben.
Cole iba a protestar, pero no le dio tiempo, pues Sally se giró y fue en busca de sus otras dos gatas. Cole consultó su reloj. Por suerte, el tenderete del bazar cerraría dentro de diez minutos. Cole miró hacia la entrada. Sólo había una persona. Una desconocida con un niño pequeño. Parecía divertida. Evidentemente, había presenciado el espectáculo. Menos mal que iba disfrazado y no lo reconocería.
La mujer parecía más o menos de su edad, llevaba vaqueros, cazadora de cuero y un bolso muy grande que le servía para hacer contrapeso, pues llevaba a su hijo, de unos dos años, apoyado en una cadera.
—Lo siento mucho, Sally, pero estamos teniendo problemas técnicos y Santa se ha dejado a sus otros elfos, a los más eficientes, en el Polo Norte —bromeó.
Aquello hizo que a Melody se le saltaran las lágrimas y Sally le dedicó una mirada cargada de reproche que lo obligó a bajar del estrado, lo que no le resultó fácil, pues llevaba las botas de Ray, que le quedaban grandes y que había rellenado de papel de periódico. Además, era difícil mantener el equilibrio con aquella panza llena de cojines.
—Melody, lo siento. Era una broma. Lo estás haciendo fenomenal. No es culpa tuya que la cámara no funcione.
La chica se limpió las lágrimas, agarró la pequeña cámara digital e intentó encenderla. Nada.
—Se ha quedado sin batería —anunció—. Menos mal que las fotos que hemos hecho esta noche están a salvo. Cuando llegue a casa, las pasaré al ordenador y las imprimiré.
Cole se giró hacia la última persona.
—Lo siento, pero seguro que mañana tendremos una cámara nueva —le dijo—. Me gustaría poder decirle también que el Santa Claus de verdad habrá vuelto para entonces, pero no creo que sea así.
La mujer miró a su hijo, de pelo rizado, que no se parecía a ella en absoluto. A pesar de que la iluminación era bastante pobre, Cole se dio cuenta de que la mujer era muy guapa. Tenía el pelo color caoba y lo llevaba por los hombros y recogido con una horquilla. Tenía también los ojos grandes y azules o verdes.
Cuando se giró hacia él, Cole tuvo la sensación de estar viviendo un déjà vu. ¿Se habían visto en alguna otra ocasión? ¿Era de por allí? ¿Le habría vendido una casa?
No. Se acordaría de ella.
—Yo tengo cámara. Si no le importa, podemos tomar la foto de Joey con ella y ya me encargo yo de imprimirla. Pagaré de todas maneras, por supuesto.
A Cole le gustó su actitud. Aquella mujer era firme, directa y seria a la par que femenina.
—Eh… —contestó mirando a su alrededor por si había algún impedimento a lo que sugería aquella mujer.
Pero Sally estaba metiendo a sus gatitas en una bolsa de cuero rosa para transportarlas y Melody estaba hablando por teléfono. Sin duda, con Ed, su padre y compañero de póquer de Cole. Se estaría quejando porque Cole no hubiera sabido mostrarse un poco más solidario con ella cuando se le había roto la cámara. Cole pensó que seguramente su madre estaría ayudando en el puesto de los refrescos.
—¿Por qué no?
La mujer dejó al niño en el suelo y sacó de su bolso una cámara mucho mejor que la que Melody había estado utilizando.
—Te voy a hacer una fotografía con Santa Claus, cariño. Siéntate en su regazo —le indicó llevándolo hacia el estrado y esperando a que Cole se sentara en su trono—. ¿Te parece bien la idea de la tía Tessa?
¿Tía?
Cole se sentó en el trono y se apartó la barriga para hacer sitio al niño, que lo miraba con cierta desconfianza.
—Hola, Joey. ¿Qué tal estás?
El niño lo miró con sus enormes ojos azules. Se había quedado sin aliento. Cole siempre había querido tener hijos. De hecho, se había imaginado teniendo un niño como aquél, pero Crystal siempre decía que no estaban preparados.
«Primero, tenemos que tener dinero», solía decir.
Lo que no le había dicho nunca había sido que, en el momento que no lo tuviera, lo abandonaría a toda velocidad.
Cole volvió a concentrarse en el niño que estaba sentado sobre su rodilla izquierda. El chico pesaba muchísimo menos que Sally, así que Cole comenzó a hacerlo trotar, pero Joey comenzó a hacer pucheros.
—¿Qué juguetes te gustan, Joey? —se apresuró a preguntarle Cole—. ¿Te gustan los trenes? ¿Te gusta Bob el albañil? Yo soy albañil —añadió sintiéndose como un idiota—. ¿Te apetecería una bici? Bueno, más bien, un triciclo. ¿Te gustaría que Santa Claus te trajera un triciclo estas Navidades?
Joey abrió la boca, pero no emitió ni una sola palabra. Cole elevó la mirada en busca de su tía para pedirle ayuda y la encontró disparando fotografía tras fotografía.
—Sonríe, Joey. Parece que tu tía es toda una profesional.
—No mueva tanto la pierna, por favor.
Cole se sonrojó.
—¿Qué regalo quieres, Joey? —le preguntó al niño mirándolo a los ojos.
—Quiero a mi mamá —contestó el pequeño.
Y, a continuación, vomitó.
Vomitó sobre la barba blanca y brillante de Cole, sobre su disfraz rojo y sobre el cinturón negro.
El caos.
Comenzaron a llegar mujeres de todas partes. Como si fuera una maga, la tía de Joey sacó una caja de plástico llena de toallitas de su bolso y comenzó a limpiar al niño. La madre de Cole, a la que no había visto desde hacía un buen rato, apareció de la nada con una toalla.
Joey lloraba.
—Lo siento mucho, pequeño —le dijo su tía tras entregarle a Cole unas cuantas toallitas—. No pasa nada, cariño. No es culpa tuya. Has debido de comer demasiado —lo tranquilizó—. Lo siento —añadió girándose hacia Cole—. En cuanto lo ha visto, ha querido venir a ver a Santa Claus y me ha parecido buena idea hacerle una foto para mandársela a mi madre, que se ha quedado con mi hermana, la madre de Joey, que está en el hospital —le explicó.
—Vaya, qué pena —comentó la madre de Cole—. La enfermedad nunca es buena, pero es todavía peor en Navidad. ¿Está grave?
La mujer asintió apretando los labios para no delatar sus emociones. A Jim le habría gustado su reacción. Su ex suegro siempre le decía que lo que había que hacer para vender casas era no dejar jamás que nadie atravesara tu coraza.
—No dejes nunca que la gente sepa que tienes un interés especial. En cuanto se dan cuenta, estás perdido.
Cole se levantó del trono y disimuladamente sacudió la barba sobre la toalla que tenía su madre. Al instante, la mujer se dio cuenta y se apresuró a recoger el bolso que había dejado en el suelo.
—Por supuesto, me haré cargo de los gastos de la tintorería.
—No se preocupe por eso —dijo la madre de Cole—. ¿Se cree usted que su hijo es el primero en vomitarle encima a Santa Claus? Ray, nuestro Santa habitual, le podría contar historias que le pondrían los pelos de punta.
—Cuando tenía seis o siete años, le clavé las uñas y, aun así, aquel año me trajeron un tren —recordó Cole.
En aquel momento, sonó un teléfono y la desconocida se sacó un teléfono de último diseño del bolsillo exterior del bolso. Cole lo identificó rápidamente, pues, cuando era comercial inmobiliario, siempre llevaba los mejores, pues estar siempre disponible significaba ganar mucho dinero.
Ahora, ni siquiera tenía línea de teléfono fijo en casa.
—La dejamos sola para que hable tranquila —anunció Cole indicándole a su madre que siguiera limpiándolo detrás del estrado.
Tessa se quedó mirándolo mientras se alejaba. Su voz juvenil no se adecuaba a su forma de andar, torpe y lenta. Una vez a solas, contestó el teléfono. Sabía que era su madre y también sabía lo que le iba a preguntar.
—Hola, mamá —la saludó—. ¿Qué tal está Sunny?
—Exactamente igual que cuando te has ido. Todavía no ha venido el médico y nadie me dice nada, pero no te llamo por eso. Te quería pedir perdón por haber perdido la paciencia. Estás haciendo lo que crees que es mejor y puede que tengas razón. Si ese hombre es el padre de Joey, tiene derecho a saber lo que le ha ocurrido a Sunshine.
Por segunda vez en cinco minutos, Tessa sintió ganas de llorar y supuso que era la reacción a todo lo que había sucedido, incluido el tener que haber ido conduciendo por la misma carretera en la que su hermana había tenido un accidente de coche que la había dejado en coma.
—No pasa nada, mamá. Estamos las dos bajo mucha presión.
Aquello era poco decir.
—¿Lo has encontrado?
—Sí, pero no he podido hablar con él. Está haciendo de Santa Claus en las fiestas del pueblo.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Se lo he preguntado a la camarera del sitio donde hemos parado a tomar algo. He preguntado por Cole Lawry y me ha dicho que estaba aquí, así que hemos dejado el coche allí y hemos venido andando.
—Debe de ser un sitio muy pequeño si todo el mundo se conoce. ¿Crees que es él?
—Lleva barba blanca y un par de cojines en la tripa, así que no es fácil saber cómo es, pero tiene los ojos azules.
Sí, unos ojos azules muy interesantes.
—¿Está ahí contigo? —le preguntó su madre.
—No, supongo que habrá ido a cambiarse de ropa porque Joey le acaba de vomitar encima. Demasiados cambios para él o puede que esté un poco resfriado porque me da la sensación de que tiene fiebre.
—Oh, mi pobre bebé. Pónmelo al teléfono.
Tessa volvió a dejar el bolso en el suelo y se arrodilló frente a su sobrino.
—La abuela al teléfono, cariño. Dile buenas noches.
Joey asintió y agarró el teléfono, momento que Tessa aprovechó para preguntarse si debía seguir adelante con su plan o encontrar una alternativa. Mientras reflexionaba, miró por la ventana. En el aparcamiento de la iglesia había muy pocos coches, sólo unas cuantas mujeres metiendo cosas en los maleteros. Fue entonces cuando Tessa se dio cuenta de que ya había anochecido.
—Maldición —murmuró.
Había dejado el coche que había alquilado a unas cuantas manzanas de allí y las calles no parecían bien iluminadas. Al percibir que